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LEYENDA “EL PUENTE DEL INCA”

Cuenta la leyenda que hace muchos años el heredero del trono del Imperio Inca tenía una
extraña y misteriosa enfermedad y poco a poco estaba muriendo. Las curas, rezos y recursos
de los hechiceros nada lograban y desesperaban por no poder devolverle la salud al príncipe al
que querían tanto. Fueron convocados los más grandes sabios del reino, quienes afirmaron que
sólo podría sanarlo el maravilloso poder del agua de una vertiente, ubicada al sur, en una muy
lejana tierra. Decidieron entonces viajar hasta allí en numerosa caravana, superaron muchas
dificultades, marcharon durante meses sobre valles y montañas, con frío y con calor hasta
que un día se detuvieron ante una quebrada, en cuyo fondo corrían las aguas de un profundo
río. Al frente, en el lado opuesto, estaba el manantial, pero… ¿cómo iban a hacer para cruzar?

Todos trataron de buscar una forma de llegar hasta las milagrosas aguas, pero no lo lograron.
Mientras tanto el Sol, que ya se estaba por ocultar en el horizonte, vio lo que estaba
ocurriendo. La hazaña que los incas habían sido capaces de realizar por amor a su príncipe, no
escapó a la vista del Dios y quiso premiarlos. Consultó con la luna, Mama Quilla, y entre los dos
decidieron ayudarlos.

Al amanecer del día siguiente, los incas, entre dormidos y despiertos, vieron sorprendidos que
frente a ellos, había un ancho puente de piedra y tierra que les habían construido los Dioses
de la Luna y el Sol para que pudieran llegar al manantial. Llenos de alegría pudieron conseguir
curar a su emperador, quién volvió a gobernar su Imperio durante muchos, muchos años.

Desde entonces al noroeste de la provincia de Mendoza, donde pasa el río Las Cuevas, el
mismo que interrumpiera el paso del emperador y sus súbditos, se levanta el Puente del Inca
uniendo las dos orillas y bajo su arco siguen pasando torrencialmente las aguas del río.
LEYENDA DE LA FLOR DEL IRUPÉ

Cuenta la Leyenda que, hace mucho tiempo, a orillas del río Paraná, tenían sus asentamientos
las tribus guaraníes. Allí vivía Irupé, una joven que añoraba parecerse a la luna; quería tener
su blanca piel y su hermoso resplandor, así que todas las noches se quedaba mirando al astro
esparcir su luz desde las alturas.

 Un día, subió a los árboles más altos e inútilmente tendió los brazos para alcanzarla y tomar
aunque sea un poco de su resplandor, pero se daba cuenta de que era inalcanzable. Sin perder
la esperanza y cegada por su terquedad, trepó a la montaña y allí, en la cima, estremecida por
los vientos, esperó poder alcanzar la luna pero también fue en vano. Entonces caminó y
caminó, por largas llanuras, para ver si llegando a la línea del horizonte la podía alcanzar,
hasta que sus pies empezaron a dolerle y decidió volver a su tribu.

 Una noche, al mirar en el fondo de un lago, vio a la luna reflejada en la profundidad y tan
cerca de ella que creyó poder tocarla con las manos. Sin pensar un momento se arrojó a las
aguas y fue a la hondura para poder tenerla. Tan hondo nadó la joven, que desapareció entre
las aguas y nunca más se supo de ella.

 Se dice que Tupá, dios supremo de los guaraníes, creador de la luz y el universo, decidió darle
un regalo y convertirla en una hermosa flor cuyas hojas tienen la forma del disco lunar, de
hojas redondas que flotan sobre el agua y cuyos pétalos del centro son de un blanco
deslumbrante, como la luz de la luna, y los envuelven amorosamente pétalos rojos, como los
labios de Irupé.
LEYENDA HUARPE SOBRE EL CERRO PUNTA NEGRA

Los huarpes desarrollaron sus vivencias en la mitad norte del actual territorio de la provincia
de Mendoza en Argentina. Algunos de ellos habitaron la orilla del río Tumy, y es allí donde se
genera esta leyenda; la leyenda del Punta Negra.

Los huarpes, aborígenes cazadores, recolectores y, según las circunstancias, agricultores;


vivían en el Valle de Uco, a las orillas del río Tunuyán y de los innumerables arroyos que
cruzan de oeste a este esas hermosas tierras. Desandaban los días mansamente, sin tener
mayores preocupaciones, hasta que, en días aciagos, fueron alcanzados por hordas indígenas
provenientes del poniente, del otro lado de la cordillera. Los pueblos fueron entonces
arrasados una y otra vez, quemadas las cosechas, sus viviendas, raptadas sus mujeres y niños,
muertos sus hombres de trabajo.

Cauén, hijo altivo de un cacique huarpe, cansado de tanto pillaje, de tanta injusticia, un día
formó una tropa y partió rumbo al poniente, a la sierra andina, para buscar la solución al
problema que vivía su gente. No encontraron a los bandidos, pero sí sus rastros, encontraron
el paso por donde raudamente los malvivientes ingresaban al Cuyún y escapaban luego de
cometer sus fechorías.

Prontamente decidieron levantar un muro en un punto en que la quebrada se angostaba lo


suficiente. Piedra sobre piedra, arcilla y agua, piedras…. Levantaban más piedras, sin
descanso, sin resuello, solamente pensando en la seguridad de la tribu que esperaba en el valle
que Cauén encontrar la solución a tantos males. El trabajo era harto duro, los guerreros se
sentían fatigados e hicieron un alto al llegar las sombras de la noche.

Cauén, haciendo un extraordinario derroche de esfuerzo, continuó con la labor. No le


importaba la oscuridad ni el frío de la nieve cercana. Seguía y seguía, le bastaba para ello el
sólo pensar en su gente y en todo lo que aquellos maleantes que llegaban a destrozar sus
cosechas por aquél paso le habían hecho. El sol del amanecer mostró con sus rayos un nuevo
muro: un cerro, que se apareció a la vista de los guerreros. ¡Es Cauén!. Sí. Su negra cabellera
semejaba rematar el cerro. Así lo atestiguaron los huarpes de la caravana.

Cauén no apreció. Se fue con la luna. Cauén se transformó en el nuevo Cerro que, desde
entonces protegió a los huarpes de los maleantes transcordilleranos. Desde entonces, el
Cerro Punta Negra – tal como era la cabellera de Cauén – dominó los altos e impidió pasar las
hordas asesinas.
LA LEYENDA DEL ÑANDU

Hace muchos, muchísimos años, habitaba en tierras mendocinas una gran tribu de indígenas
muy buenos, hospitalarios y trabajadores. Ellos vivían en paz, pero un buen día se enteraron
que del otro lado de la cordillera y desde el norte de la región se acercaban aborígenes
feroces, guerreros, muy malos. Pronto, los invasores rodearon la tribu de los indios buenos,
quienes decidieron pedir ayuda a un pueblo amigo que vivía en el este. Pero para llevar la
noticia era necesario pasara través del cerco de los invasores, y ninguno se animaba a hacerlo.

Por fin, un muchacho como de veinte años, fuerte y ágil, que se había casado con una joven de
su tribu no hacía más de un mes, se presentó ante su jefe. Resuelto a todo, se ofreció a
intentar la aventura, y después de recibir una cariñosa despedida de toda la tribu, muy de
madrugada, partió en compañía de su esposa.

Marchando con el incansable trotecito indígena, marido y mujer no encontraron sino hasta el
segundo día las avanzadas enemigas..

Sin separarse ni por un momento y confiados en sus ágiles piernas, corrían, saltaban, evitaban
los lazos y boleadoras que los invasores les lanzaban. Perseguidos cada vez de más cerca por
los feroces guerreros, siguieron corriendo siempre, aunque muy cansados, hacia el naciente. Y
cuando parecía que ya iban a ser atrapados, comenzaron a sentirse más livianos; de pronto se
transformaban. Las piernas se hacían más delgadas, los brazos se convertían en alas, el
cuerpo se les cubría de plumas. Los rasgos humanos de los dos jóvenes desaparecieron, para
dar lugar a las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño quedaron convertidos en lo que,
con el tiempo, se llamó ñandú. A toda velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores,
llegaron a la tribu de sus amigos. Éstos, alertados, tomaron sus armas y se pusieron en marcha
rápidamente. Sorprendieron a los invasores por delante y por detrás, y los derrotaron,
obligándolos a regresar a sus tierras. Y así cuenta la leyenda que apareció el ñandú sobre la
Tierra

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