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A la G:.D:.G:.A:.D:.U:.

A LA GRAN LOG:. NACIONAL DE ORDEN MASÓNICA MEXICANA

A MI MADRE LOGIA:. SIMBÓLICA:. “PLURALIS 1”

M:.R:. M:. JAIME AYALA

V:.M:. TODOS Juan Antonio Serratos Ruiz.

1.4 EL ARQUITECTO DEL TEMPLO

El Arquitecto del Templo En su sabiduría excepcional, Salomón ha podido precisar la idea del
Templo, preparar el plan general, escoger el emplazamiento del edificio, reunir los obreros,
procurarse los materiales y proveer a todos los aprovisionamientos; pero hábil en concebir, en
terminar los contratos y en administrarlo todo de la mejor manera, el rey se sentía incapaz de
dirigir él mismo una construcción y de mantener el orden en todo un ejército de constructores. Se
informó, pues, de un arquitecto e hizo venir de Tiro un artista de una incontestable competencia.
El Maestro era hijo de una viuda en la cual nos es permitido reconocer místicamente a Isis, la
Naturaleza. Éste era, pues, un Iniciado formado por el estudio de todo lo que atrae los sentidos,
pero dotado además de esta penetración de espíritu indispensable para descubrir los secretos
ocultos para siempre a la grosería del vulgo. Pero, desdeñando deslumbrar a los hombres, el Tirio
permanecía silencioso. Más que gastarse en palabras, meditaba las obras que debían hablar por él
a la posteridad. Experto en leer el alma humana, Salomón reconoció al extranjero como digno de
su confianza y le delegó los poderes más amplios para todo lo que concernía a la construcción del
templo. El que, por deferencia, al rey de Tiro había llamado Hiram Abif (Hiram, mi padre) fue,
pues, puesto a la cabeza de todos los obreros. Éstos no tardaron en sentir su ascendiente, porque
el Maestro no se imponía a ellos en virtud de una autoridad prestada. Poseyendo el arte hasta en
sus menores detalles, prodigaba advertencias preciosas, ayudando a cada a superar las
dificultades encontradas, animando los talentos y secundando todas las buenas voluntades. Nadie,
por consiguiente, temía a Hiram Abif, como cada obrero lo llamaba, venerándolo como a su padre.
Cada uno se felicitaba por su dirección, llena a la vez de justicia y de bondad. Le estaban
reconocidos por haber organizado el trabajo de una manera equitativa, proporcionando los
salarios a las capacidades. A este efecto, Hiram había repartido a los obreros en tres clases
distintas: los Aprendices que se juntaban ante la Columna B∴ para recibir su instrucción, sus
víveres y la justa recompensa de sus trabajos; los Compañeros, llamados a colocarse con el mismo
objeto cerca de la Columna J∴, y en fin los Maestros, admitidos a reunirse en el interior del
templo. Cada una de estas categorías tenía sus “Ministros” especiales, de suerte que un obrero
podía hacerse reconocer a primera vista como Aprendiz, como Compañero o como Maestro.
Ciertas palabras pronunciadas en la actitud y con los gestos requeridos, desempeñaban a este
respecto un papel importante.

El DRAMA SIMBÓLICO
La admirable organización, instituida por el más genial y dirigida por el más benévolo de los Jefes,
habría debido funcionar para siempre de una manera perfecta. Pero la perfección no existe en la
naturaleza de las cosas: es un ideal hacia el cual tienden los seres y las instituciones, pero que
nadie sabría alcanzar. Como todo no existe sino para hacerse, lo perfecto (o acabado) se excluye
de la existencia objetiva13. Hiram ¡Ay! debía probar en su persona hasta qué punto la perversidad
se desliza insidiosamente en el corazón humano, a despecho de todos los esfuerzos, de instrucción
y cualquiera que sea la sabiduría de las medidas tomadas en el interés común. Desgraciadamente
está en la naturaleza del hombre sentirse más satisfecho de sí mismo que de su suerte. Numerosos
obreros se creyeron superiores a la situación que se les había formado. Entre ellos, algunos
Compañeros se persuadieron de que la Maestría les correspondía, mientras que se persistía en
rehusarles este supremo ascenso, del cual se juzgaban dignos. La buena opinión que ellos tenían
de sí mismos los cegaba respecto a sus defectos. Víctimas de su mediocridad de inteligencia, se
ilusionaban peligrosamente sobre la extensión de su instrucción, porque el que sabe menos es
siempre el más dispuesto a traer los límites del saber humano a la estrechez de su horizonte
mental. Agriados los descontentos se enojaron poco a poco por aquello cuya razón se ser no
comprendían. Erigiéndose jueces infalibles condenaban las opiniones y los métodos de trabajo de
los demás. Al oírlos, solamente ellos habrían estado en la verdad y todo no debería hacerse sino
según su dictamen. Hubo, en fin, miserables que pensaron en hacerse asignar un salario que
tenían plena conciencia de no merecer. Fueron ellos los que resolvieron llegar a la Maestría por la
violencia, complicando en el odioso complot a los otros Compañeros, cuyas disposiciones enojosas
supieron explotar. Es verdad que la leyenda reduce a tres los obreros criminales; pero es preciso
no olvidar que personificaban, estos tres, cada uno, un estado de espíritu ampliamente esparcido
tanto en nuestros días como en los tiempos más remotos.

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