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inquietud. Sin embargo, este proceso de reacomodación y cierre no deja de manifestarse como
interminable. Los dolores persisten, sobre todo en la cabeza, y con frecuencia no le permiten salir de su
casa. Pero la concurrencia se ha hecho regular y el paciente estableció un vínculo positivo al tratamiento.
Cabe señalar que el primer brote está precedido por el encuentro con una figura paterna que detenta un
poder sobre el cuerpo, a saber el cirujano que lo operó. Una segunda internación fue el final de una crisis
que comenzó cuando un médico psicoanalista decide retirarle toda la medicación que estaba tomando. En
este último caso debe tenerse en cuenta, aparte del efecto propiamente psicofarmacológico, el valor
simbólico de semejante iniciativa por parte del médico.
Después de bastante tiempo confía algunas ideas que precedieron a su primer internación. Habría
escuchado a su madre decir “qué bueno que estás” en lugar de “qué bueno que sos”. Varias veces ha
sentido un acoso sexual velado por parte de su madre, expresado en frases o gestos provocativos. Esta
idea lo angustia gravemente. Sostuvo siempre con su madre una relación de apego radical. Dice ser “su
mascota”. Ha vivido en relación a ella como una suerte de apéndice. El padre se va de la casa cuando
Julián tenía dos años, y refiere él mismo haber sido “un típico padre de fin de semana”. Cabe señalar que es
el único miembro de la familia que se ha acercado al tratamiento del paciente, mientras que la madre parece
sostener una posición de indiferencia. Es notoria la influencia superior de la madre y la familia materna
sobre el paciente. Un dato curioso y significativo es que en su casa y en el entorno de la familia materna, así
como entre sus amigos y parientes, el paciente responde al nombre de Pablo, que es su segundo nombre.
No lo llaman Julián porque es el mismo nombre de su padre. El único lugar en el cual él ha usado y sigue
usando su primer nombre es en el tratamiento, así como en los trabajos en el pasado. Las ideas de rivalidad
edípica con el marido de la madre y de persecución por diversas figuras masculinas que lo amenazan se
aclaran desde esta perspectiva. No se deja de apreciar la raíz incestuosa de ese “trastocamiento morboso
del orden de las cosas” al que hace referencia el sujeto.
La perplejidad producida por ciertos significantes que se le presentan como enigmáticos persiste todavía sin
llegar a ser reducida por un segundo significante que le otorgue una significación aunque sea delirante.
La posición terapéutica del analista obró siempre en la línea del testigo y el acompañante. Las
intervenciones apuntaron a la atenuación del carácter extremo de las ideas que lo parasitaban, a desalentar
toda tentación de ceder al impulso incitado por las voces, a evitar las posiciones heroicas y sacrificiales. El
establecimiento de un espacio de palabra y de confianza fue un objetivo que demoró prácticamente un año
entero poder alcanzar. Se trabajó sobre el vínculo con el padre y con el padre mismo, el cual sostenía una
posición de negación de la enfermedad del hijo, ubicándose en las antípodas de la actitud materna que
parecía fijarlo en un lugar de discapacidad absoluta.