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UN CUERPO INACABABLE 1

Marcelo Barros

En el momento de la derivación Julián es un hombre de 35 años, soltero, temporalmente desocupado, que


vive con la madre y el marido de ésta. Llega al Centro de Salud Mental con un diagnóstico de esquizofrenia.
Padece alucinaciones. El paciente es admitido por la psiquiatra, la cual recibe la derivación de otro lugar.
Presenta una larga historia de tratamientos psicoterapéuticos, analíticos y psiquiátricos. La medicación que
se le prescribe tiene un efecto positivo (ya venía medicado, pero sin éxito). Cuando llega a la consulta
todavía refiere alucinaciones, pero su intensidad y el nivel de angustia han cedido considerablemente. El
síndrome alucinatorio se presenta como crónico, dado que las alucinaciones persisten en la actualidad pero
de un modo más esporádico y con una intensidad que el paciente puede soportar. Antes de llegar a la
entrevista conmigo, la psiquiatra ordena hacer un nuevo EEG (ya tenía hecho otro) y un psicodiagnóstico.
Motivó esa indicación el hecho de que él refiere tener “auras”, esto es, el presentimiento de la alucinación
sin que la misma llegue a producirse. Pero el EEG es normal (como el anterior) y el psicodiagnóstico no
arroja ningún índice de organicidad. El habla es coherente en la transmisión de las ideas, conversa con
fluidez, se muestra orientado y lúcido, no presenta interceptaciones u otros trastornos manifiestos del
discurso. Se muestra accesible.
A lo largo del tratamiento y hasta la actualidad sigue sintiendo esas “auras prealucinatorias” como él mismo
las llama. Las describe como una sensación sumamente desagradable, un “presentimiento”, una
“extrañeza”, que no puede precisar y que antecede a los episodios alucinatorios, pero que desde hace
mucho tiempo se producen sin llegar a desembocar en una alucinación. Este fenómeno responde a un
estado de ánimo sin contenido determinado, pero insoportable, que muchos autores de la psiquiatría han
descripto como propio del Stimmung delirante. En realidad ya hay algo alucinatorio en el fenómeno, sólo
que en estos casos la alucinación no da lugar a una significación, y predomina la perplejidad y la
expectativa de un sentido que no llega a producirse.
Cuando tienen lugar las primeras entrevistas está compensado pero todavía alucina, sobre todo en la calle,
lo cual hace que a menudo no pueda salir de su casa. Más que de sus alucinaciones el sujeto se queja
permanentemente de sus malestares y dolores corporales. Dice no haber sufrido delirios ni alucinaciones
hasta hace unos diez años atrás. Su vida fue, según él, normal, salvo por lo que podríamos denominar
como un síndrome dismórfico corporal. Desde la época prepuberal sentía un defecto en su nariz que no
podía explicar. Cierta “falla que la hacía desviarse hacia el lado derecho” de una manera que los demás
muchas veces no podían notar pero que él podía sentir con seguridad. Esa “desacomodación” de la nariz
era vivida con mucho pesar. A veces sentía que variaba de forma y tamaño, “como si esa parte de su
cuerpo tuviese vida propia.” Ya en esa época se perfilaba una perturbación narcisista de carácter
hipocondríaco cuyas manifestaciones asumen el carácter de un fenómeno elemental aunque no se
manifiestaran en el plano verbal.
Entrado en la adolescencia este malestar se agudizó severamente. Estaba obsesionado con el aspecto de
su nariz, y sobre todo con la idea de que los otros pudieran notar esa anomalía. La idea de suscitar la
mirada de los otros lo atormentaba. Esto lo llevaba a adoptar una serie de conductas de evitación que
determinaban las limitaciones de su vida social. No concurría a fiestas y por lo general no salía con mujeres.
Sobre todo cuando se reía o se emocionaba, sentía que la forma o la disposición de su nariz podía variar
desfavorablemente, por lo cual se había acostumbrado a hacer un gesto con el brazo y la mano al reír de
modo tal de taparse la nariz. Una maniobra similar tenía lugar cada vez que bebía delante de los otros.
Asimismo se veía limitado en los deportes por el temor a sufrir un golpe que pudiese agravar todavía más su
“problema”. Una lectura inadvertida de estos fenómenos podría haberlos rubricado como un cuadro
obsesivo-fóbico. Aunque no llegó a constituir propiamente un delirio hipocondríaco típico, se observan ya las
consecuencias de una perturbación a nivel de la significación fálica.
El paciente mantiene cierta reserva sobre su vida sexual, y no ha dado mayores detalles de la misma. Se
sabe que sus experiencias concretas han sido contadas y solamente con prostitutas. No revela experiencias
homosexuales ni ideaciones de ese tipo.
Desfiló por muchos especialistas en garganta, nariz y oído, buscando algún diagnóstico, pero después visitó
cirujanos plásticos para ser operado. Muchos se negaron, hasta que encontró uno dispuesto a hacerlo. La
operación tiene lugar a los veintiséis años. Con posterioridad a la intervención empieza inmediatamente una
sensación de malestar que afectaba todo su rostro y toda su cabeza, y que después se extendió al cuerpo
en su totalidad. Esas manifestaciones se ubican mayormente bajo la rúbrica del dolor o la inflamación. Su
rostro estaba hinchado, la piel estirada hasta un punto doloroso, la pigmentación rojiza. Pero también sentía
variaciones en la masa muscular y ósea, sobre todo en el sentido de la pérdida. Asimismo se habían
producido “desacomodaciones” de los huesos, fundamentalmente en la cara y el cráneo, cambios en su
forma, pérdida de consistencia.

1
Una primera versión de este trabajo fue publicada en Ancla, Psicoanálisis y Psicopatología, revista de la Cátedra II de
Psicopatología de la Facultad de Psicología de la UBA, n° 2, Buenos Aires, 2008.

1
Se conserva un diario de anotaciones de esos días en que el paciente intentaba llevar un registro de esas
mutaciones y donde elucubraba hipótesis acerca de su padecimiento. Tales anotaciones, descriptivas,
metonímicas, abundantes, monótonas, y repetitivas, tienen las características de un proceso lógico centrado
en la interrogación por las causas posibles de esos trastornos. Esa interrogación constante no encuentra
límite y se prolonga hasta la actualidad. Se aprecia la carencia de la función de un Nombre del Padre que
clausure la interrogación por la cuestión del origen. Esta falta de “definición” se traduce en un retocamiento
interminable de la imagen especular. En una ocasión dirá que según él “vino al mundo fallado de entrada,
mal armado, inacabado, y por eso no llega a tener una cara definitiva”. En las primeras semanas de ese
diario abunda la terminología médica y el intento de encontrar una explicación científica de su padecer, pero
a partir de cierto punto hay un viraje al lenguaje religioso. En el diario, al principio, no hay atribución de
causas “metafísicas”, sino que el sujeto busca en la religión más bien la solución y el consuelo. Pero
después se manifiestan las ideas que lo llevan a explicaciones sobrenaturales.
Al tiempo se instala el síndrome alucinatorio, y debió ser internado. Conserva, aparentemente, escasa
memoria de todo ese período o se muestra muy reservado, pero de todos modos refiere que los episodios y
la cronología se confunden. Pese a ello, el discurso del sujeto es siempre coherente en apariencia. Las
alucinaciones y las ideas delirantes no llegan a conformar nunca –tampoco en la actualidad- un delirio
sistemático. Son borrosas, imprecisas e inconsistentes. Presenta dos series de ideas, “la serie médica” y “la
serie religiosa”, en las que construye permanentemente hipótesis sobre lo que le sucede. Estas dos series
corren paralelamente, alternativa o simultáneamente, a menudo sin que el paciente establezca relaciones
manifiestas entre una y la otra. A lo sumo expresa, a veces, que los trastornos físicos que padece podrían
ser, “tal vez”, una prueba a la que Dios lo somete. Las hipótesis sobre sus trastornos cenestésicos son
polimorfas y variantes según la oportunidad. Se aferra por un tiempo a cualquier explicación que surja, por
ejemplo, si escucha por la televisión hablar a un especialista en alergias elucubra una hipótesis alérgica,
pero eso cambia según las circunstancias en breve tiempo. Cabe decir, además, que mientras predomina el
cuadro corporal las alucinaciones “místicas” pasan a un segundo plano. Con pareja asiduidad consulta
médicos y sacerdotes. Jamás designa los eventos de su cuerpo como alucinaciones. Las hipótesis médicas
o religiosas se suceden, se sustituyen, se yuxtaponen. No hay un tema delirante definido pero predominan
los temas hipocondríacos, megalomaníacos y persecutorios. El cuadro corresponde al delirio paranoide
típico.
Al principio la totalidad de las entrevistas están ocupadas por el problema corporal y la “serie médica”.
Pasaron varios meses antes de que el paciente comenzase a confiar el contenido de su ideación delirante.
Lo que refiere como “alucinaciones” consiste en alusiones autorreferenciales, interpretaciones paranoides
de hechos o frases que se presentan en el entorno, aunque a veces también escucha voces que “están en
su cabeza”. Cosas que se dicen en la televisión o la radio, o que ocurren en la calle, están referidas a su
persona. Un accidente, un choque, una discusión entre dos personas, un incidente menor en la cola o la
ventanilla del hospital, cualquier disturbio que se produce está relacionado con la cercanía de su persona.
De alguna manera se siente, o bien el causante de lo que sucede, o, más a menudo, “llamado” a intervenir
como quien debería solucionar ese problema. Lo describe como una influencia invertida: sin quererlo,
enigmáticamente, él ejerce un poder sobre el entorno. Quiere comprar cigarrillos y los negocios de la cuadra
han cerrado o se quedaron sin mercadería. Sin hacer sistema, estas significaciones tienden a la
megalomanía. A veces se presentan directamente como voces que pueden llegar a decirle que es Jesús, o
un elegido de Dios. Siente que Dios espera algo de él, que lleve a cabo un acto “por los demás”, que
solucione “un desarreglo”. Estas voces, que esporádicamente se siguen presentando al día de hoy, son
tomadas ahora con cierta distancia. El paciente duda si se trata de Dios o del Diablo, reconoce que todo es
“una locura”, pero al mismo tiempo le resulta inverosímil que todo sea producto de la “sugestión”. En el
pasado las voces lo instaron varias veces al suicidio, diciéndole que se arrojase por la ventana. La duda
sobre si eso estaba bien, y la falta de coraje, según dice, le impidieron hacerlo. Más raramente el sacrificio
que se le pide sería para expiar pecados que habría cometido, como haberse masturbado (también hay
culpa por haberse tocado la nariz después de la operación). En un programa de preguntas y respuestas los
participantes parecen poseídos por demonios, hablan con voces cavernosas, transmiten alusiones a su
persona. La pronunciación de la palabra “justicida” por parte de uno de ellos está referida a él. El taxi en el
que viaja se detiene en la mano izquierda y ese hecho, como muchos otros, le hace sentir que hay “un
trastocamiento del orden de las cosas, algo morboso”.
En la actualidad consigue contener el impulso a intervenir en situaciones externas y que en el pasado lo
llevó a incidentes de diversa seriedad.
Continúa consultando profesionales y ensayando hipótesis. Pero desde hace unos meses la tónica
dominante de los comentarios es positiva. Siente movimientos óseos, crujidos, desplazamientos del maxilar,
o de los huesos del cráneo, o también del oído, pero estos sucesos tienen ahora un carácter restitutivo.
Según refiere, ha recuperado masa muscular. La piel está más distendida. Los huesos están
“acomodándose”. A veces siente punzadas regulares y sucesivas en las junturas de los huesos del cráneo
como si hubiera un proceso de “zurcido”. Siente movimientos en el oído interno, “como si algo se estuviera
cerrando”. Dice que su cuerpo era “como un matambre atado al que le cortaron el nudo (refiriéndose a la
operación) y entonces todo se desató y desparramó”. Estas sensaciones ahora le traen alivio más que

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inquietud. Sin embargo, este proceso de reacomodación y cierre no deja de manifestarse como
interminable. Los dolores persisten, sobre todo en la cabeza, y con frecuencia no le permiten salir de su
casa. Pero la concurrencia se ha hecho regular y el paciente estableció un vínculo positivo al tratamiento.
Cabe señalar que el primer brote está precedido por el encuentro con una figura paterna que detenta un
poder sobre el cuerpo, a saber el cirujano que lo operó. Una segunda internación fue el final de una crisis
que comenzó cuando un médico psicoanalista decide retirarle toda la medicación que estaba tomando. En
este último caso debe tenerse en cuenta, aparte del efecto propiamente psicofarmacológico, el valor
simbólico de semejante iniciativa por parte del médico.
Después de bastante tiempo confía algunas ideas que precedieron a su primer internación. Habría
escuchado a su madre decir “qué bueno que estás” en lugar de “qué bueno que sos”. Varias veces ha
sentido un acoso sexual velado por parte de su madre, expresado en frases o gestos provocativos. Esta
idea lo angustia gravemente. Sostuvo siempre con su madre una relación de apego radical. Dice ser “su
mascota”. Ha vivido en relación a ella como una suerte de apéndice. El padre se va de la casa cuando
Julián tenía dos años, y refiere él mismo haber sido “un típico padre de fin de semana”. Cabe señalar que es
el único miembro de la familia que se ha acercado al tratamiento del paciente, mientras que la madre parece
sostener una posición de indiferencia. Es notoria la influencia superior de la madre y la familia materna
sobre el paciente. Un dato curioso y significativo es que en su casa y en el entorno de la familia materna, así
como entre sus amigos y parientes, el paciente responde al nombre de Pablo, que es su segundo nombre.
No lo llaman Julián porque es el mismo nombre de su padre. El único lugar en el cual él ha usado y sigue
usando su primer nombre es en el tratamiento, así como en los trabajos en el pasado. Las ideas de rivalidad
edípica con el marido de la madre y de persecución por diversas figuras masculinas que lo amenazan se
aclaran desde esta perspectiva. No se deja de apreciar la raíz incestuosa de ese “trastocamiento morboso
del orden de las cosas” al que hace referencia el sujeto.
La perplejidad producida por ciertos significantes que se le presentan como enigmáticos persiste todavía sin
llegar a ser reducida por un segundo significante que le otorgue una significación aunque sea delirante.
La posición terapéutica del analista obró siempre en la línea del testigo y el acompañante. Las
intervenciones apuntaron a la atenuación del carácter extremo de las ideas que lo parasitaban, a desalentar
toda tentación de ceder al impulso incitado por las voces, a evitar las posiciones heroicas y sacrificiales. El
establecimiento de un espacio de palabra y de confianza fue un objetivo que demoró prácticamente un año
entero poder alcanzar. Se trabajó sobre el vínculo con el padre y con el padre mismo, el cual sostenía una
posición de negación de la enfermedad del hijo, ubicándose en las antípodas de la actitud materna que
parecía fijarlo en un lugar de discapacidad absoluta.

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