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Modulaciones simbólicas en la poesía de

San Juan de la Cruz


María Jesús Mancho Duque

Mística y poesía en san Juan de la Cruz San Juan de


la Cruz engloba y aúna en su personalidad las
cualidades de místico y poeta en grado
extraordinario. Poeta máximo de obra mínima,
como ha sido definido, el lirismo de su reducida
producción poética está dotado de una extraña y
sorprendente modernidad, que le ha permitido
superar las coordenadas temporales, para
convertirlo en un clásico cuya impronta es evidente
en los mejores poetas de la literatura del siglo XX -
Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Guillén,
Lorca, Valente, etc., por mencionar algunos de los
españoles, o Valéry y Eliot, entre otros extranjeros1-.

Nos hallamos ante un auténtico místico, en cuanto asume la evidencia de haber


experimentado un contacto con la trascendencia en esta vida. Pues bien, es opinión
comúnmente aceptada entre los especialistas que el que sufre y goza una experiencia de tal
índole -que, por lo mismo, supera los cauces lógicos discursivos normales-, se ve impelido
a trasvasar sus vivencias a los demás, por un desbordamiento emotivo, pero también por
un deseo de comunicación: «No basta vivir la experiencia inefable. Esta es la cuestión: no
es un místico mudo, sino un escritor» (Celaya 86). Y es entonces, precisamente, cuando el
místico se topa de bruces con la inadecuación de los recursos expresivos para desvelar la
inmensa riqueza de contenido que amenaza desbordarse; es entonces cuando el místico
descubre la radical insuficiencia del lenguaje.
Existe también un consenso generalizado entre los críticos al considerar que el modo
más efectivo de expresar -de manera alusiva- ese contenido inefable es, también
precisamente, mediante un uso lingüístico que tense el abanico de libertades que permite el
sistema en todos sus niveles y lo aproveche hasta sus últimos límites. Este aprovechamiento
al máximo de estas disponibilidades coincide con el que realiza el poeta. Por ello, gracias
a la palabra poética, el místico «llega a tocar el misterio en su desbordante plenitud y
balbucir lo que puede de esa experiencia [...]. La poesía es una penetración real, aunque
parcial, del misterio. Y el paradigma de todos los misterios es Dios» (Herrera 598).
Para el místico carmelita, la poesía es el único medio capaz de plasmar, alusivamente
y de modo imperfecto, la experiencia mística. Ahora bien, como señalaba el recordado
maestro Cristóbal Cuevas, «los afectos -y su expresión poética- brotan ya acuñados en
perfil místico, y ello en momentos próximos a la inefable vivencia. San Juan confía toda su
doctrina espiritual a unos cuantos símbolos que se prestan a una rica gama de
interpretaciones» (Cuevas 31-32). Ello comporta el riesgo de que la carga simbólica de los
poemas -dirigidos a cualquier persona, no necesariamente mística, ni espiritual, ni cristiana
siquiera- no sea perfectamente comprendida en el sentido doctrinal subyacente. Para
subsanar este problema, básico para él, redactará los comentarios en prosa. Estos van
dirigidos a un lector específico, espiritual (religioso o no), que intenta el acceso a Dios y
que está necesitado de un guía experimentado y letrado2. Su objetivo es revelar que, bajo el
sentido poético, subyace otro oculto ajustado y fiel a la doctrina y sistema sanjuanistas. En
consecuencia, se erigen en clave interpretativa del simbolismo del poema, declaración
doctrinal de sus versos, exposición mística y conceptuación de experiencias vitales.

La poética de san Juan de la Cruz

El místico castellano se adelanta a los críticos en la formulación de las motivaciones y


características de ese uso lingüístico creador en el prólogo al Cántico espiritual, que cifra
y compendia toda una poética, como analizó en su día Jorge Guillén (Lenguaje y poesía):
«Sería ignorancia pensar que los dichos de amor en inteligencia mística [...] con
alguna manera de palabras se puedan bien explicar; porque el Espíritu del Señor [...]
pide por nosotros con gemidos inefables lo que nosotros no podemos bien entender ni
comprender para lo manifestar. Porque ¿quién podrá escrebir lo que a las almas
amorososas donde Él mora hace entender? ¿Y quién podrá manifestar con palabras lo
que las hace sentir? ¿Y quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede;
cierto ni ellas mismas por quien pasa lo pueden; porque esta es la causa por qué
configuras, comparaciones y semejanzas antes rebosan algo de lo que sienten, y de la
abundancia del espíritu vierten secretos y misterios que con razones lo declaran. Las
cuales semejanzas no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas
llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón, según es de ver en los Divinos
Cantares de Salomón [...], donde no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la
abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas
figuras y semejanzas. De donde se sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y
más digan, nunca pueden acabar de declararlo por palabras, así como tampoco por
palabras se pudo ello decir; y así lo que de ello se declara ordinariamente es lo menor
que contiene en sí [...] Los dichos de amor es mejor declararlos en su anchura, para que
cada uno de ellos aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un
sentido a que no se acomode todo paladar. Y así, aunque en alguna manera se declaran,
no hay para qué atarse a la declaración; porque la sabiduría mística (la cual es por amor,
de que las presentes canciones tratan) no ha menester distintamente entenderse para
hacer efecto de amor y afición en el alma, porque es a modo de la fe, en la cual amamos
a Dios sin entenderle3.

(CA Prólogo 1 y 2)

Con relación a las «extrañas figuras y semejanzas» mediante las cuales el santo
abulense «habla misterios», conviene recordar que «el lenguaje místico propiamente dicho
emana menos de vocablos nuevos que de transmutaciones operadas en el interior de
vocablos tomados al lenguaje normal» (Baruzi, «Introducción» 20-21). El santo carmelita,
licenciado en Artes (lo que hoy llamaríamos Filosofía y Letras) por la Universidad de
Salamanca, es perfectamente consciente del valor de las figuras, especialmente las relativas
al plano del contenido (símiles, comparaciones y metáforas). Para subrayar el peculiar
carácter de las suyas utiliza el calificativo de extrañas, vocablo que le es muy caro y que
utiliza con profusión y refinada variedad de acepciones4.
Este adjetivo, enfrentado y contrapuesto a los de vulgares y usados, aplicados a
términos, puede equivaler a 'diferentes o distantes de la norma habitual', pero también
puede referirse a 'sorprendentes, desconcertantes'. En este último supuesto, el lector, según
como interprete ese primer momento de desconcierto, puede verse arrastrado a posiciones
personales que oscilen desde la admiración y el asombro hasta la hilaridad o el desprecio.
Esta posibilidad y el vértigo que le produce imaginarlo explican el hecho de que el santo
carmelita solicite la colaboración del lector para interpretar -no rigurosa o estrictamente,
pero sí en la dirección adecuada- sus figuras, «las cuales semejanzas no leídas con la
sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que
dichos puestos en razón». El temor a la consideración de «dislates» para sus «extrañas»
figuras no es sino el adelanto o previsión de un posible juicio de valor, consecuencia de la
extrañeza -tal vez inevitable- suscitada en el interlocutor, quien puede no haberlas orientado
debidamente. En última instancia, la «extrañez» apunta al irracionalismo poético, del que
san Juan de la Cruz es un precursor.
En cualquier caso, las figuras permiten romper las fronteras del lenguaje y decir lo
indecible; constituyen una fuente manante de belleza, que impregna no solo los versos, sino
que se desborda también en la prosa de san Juan de la Cruz.

El simbolismo sanjuanista

El símbolo permite llevar al hombre de lo finito conocido a lo infinito desconocido, a


lo que por su propia naturaleza es inefable5. Desde esta perspectiva, el símbolo alcanza una
indudable función gnoseológica. Los símbolos adquieren una relevancia especial en la obra
de san Juan de la Cruz, relevancia que queda de manifiesto en el título de alguno de sus
poemas: Noche, Llama, e, incluso, en el de alguno de otros textos en prosa: Subida del
Monte Carmelo.
La creación de un símbolo corresponde a una intuición intelectualizada de carácter
global y con raíces afectivas. En el caso de san Juan de la Cruz, viene a resultar un puente
expresivo entre la experiencia y la doctrina, pues mediante el símbolo el místico carmelita
descubre, reconoce e incluso, gracias a su preparación intelectual, interpreta su experiencia.
En efecto, el simbolismo sanjuanista no supone la conciencia de un fenómeno y
posteriormente su reducción simbólica6. Es decir, san Juan no experimenta las fases
negativas del proceso místico y después le otorga la expresión simbólica «Noche»; todo lo
contrario, el santo sufre su experiencia como noche, o en otras palabras, la toma de
conciencia de esa vivencia es en sí simbólica7.
La estructura dual del símbolo8, que permite cotejar y aunar elementos irreductibles
entre sí, le confiere una gran rentabilidad para la descripción de fenómenos de carácter
mítico o religioso. No es un mero azar, por tanto, que el lenguaje místico, que pretende
acercar lo trascendente a lo inmanente, rebose de símbolos. Las repercusiones de este rasgo
son notables. Así, de su carácter intelectual, objetivo y universal se deriva la pervivencia a
través del tiempo y del espacio. Los auténticos símbolos místicos sobrepasan las
coordenadas de los fenómenos individuales de conciencia y se manifiestan desde el origen
con pretensión de valor y objetividad. En consecuencia, san Juan de la Cruz mediante el
símbolo nocturno no solo revela su experiencia personal, sino que nos advierte sobre su
necesidad ontológica. O lo que es lo mismo, indica que toda persona que pretenda alcanzar
la unión con Dios en esta vida, ineluctablemente ha de atravesar la Noche oscura, en
cualquier lugar o época: la Noche adquiere, por ello, una validez intemporal y supra-
espacial.
La causa radica en que, aunque el símbolo responda, en cuanto a su origen, a diferentes
y profundas motivaciones emocionales -de índole preconsciente en muchos casos- por parte
del poeta, estas unidades simbólicas contienen no solo carga subjetiva, sino objetiva y
global. Nadie más alejado del subjetivismo y sentimentalismo que san Juan de la Cruz, el
místico español que despersonaliza más intensa y sistemáticamente su experiencia 9. Su
reconocimiento como místico universal se debe en buena medida a la genial creación
simbólica de que está impregnada su obra.
Además, el dinamismo de la imaginación simbólica contribuye al surgimiento de
constelaciones de símbolos, organizados en una cierta estructuración jerárquica, donde se
estratifican los secundarios desgajados de los nucleares o centrales. En consecuencia, el
simbolismo otorga un carácter abierto, plurivalente e inabarcable y, por supuesto,
irreductible, a los poemas sanjuanistas. Las explicaciones que aparecen en los comentarios,
por ofrecer tan solo algunas -aunque muy valiosas, por representativas del sistema
sanjuanista- de las muchas interpretaciones posibles de aquel oscuro núcleo de sugerencias,
constituyen un principio de limitación y concretización.

Modulaciones del simbolismo sanjuanista

Impulso amoroso y atracción estética

El punto de partida del imaginario sanjuanista es el amor. Un amor concebido como


puro dinamismo que atrae y arrastra maravillosamente, esto es, «divinamente», a las
mejores fuerzas del ser:
«Es cosa maravillosa que, como el amor nunca está ocioso, sino en continuo
movimiento, como la llama está echando siempre llamaradas acá y allá, y el amor cuyo
oficio es herir para enamorar y deleitar, como en la tal alma está en viva llama, estále
arrojando sus heridas como llamaradas ternísimas de delicado amor, exercitando jocunda
y festivamente las artes y juegos del amor, como el palacio de sus bodas, como Asuero
con la esposa Ester (2, 17ss.), mostrando allí sus gracias, descubriéndola allí sus riquezas
y la gloria de su grandeza [...]. Por lo cual estas heridas que son sus juegos, son
llamaradas de tiernos toques, que al alma tocan por momentos de parte de el fuego de
amor, que no está ocioso».
(LB 1, 8)

El amor es considerado como un acuciante deseo que empuja continuamente a una


andadura espiritual en pos de una hermosura que se difunde por toda la creación, como
vestidura y vestigio divino:
por tanto, llagada el alma en amor por este rastro que ha conocido en las criaturas
de la hermosura de su Amado, con ansias de ver aquella hermosura invisible, la siguiente
canción dice.

(CA 5,5)

Una hermosura de atracción irresistible que la Amada, en el Cántico, se atreve a


proponer como reconocimiento de su transformación, en un plural inclusivo:

Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu
hermosura
al monte o al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro
en la espesura.

(CA 35)

La hermosura, en tanto que atributo divino, es embriagadoramente glosada por san


Juan, en una efusión lírica que funde teología y platonismo para presentar la transformación
mística de los amantes:
Que quiere decir: hagamos de manera que, por medio de este ejercicio de amor ya
dicho, lleguemos a vernos en tu hermosura, esto es: que seamos semejantes en
hermosura, y sea tu hermosura de manera que, mirando el uno al otro, se parezca a ti en
tu hermosura, y se vea en tu hermosura, lo cual será transformándome a mí en tu
hermosura; y así te veré yo a ti en tu hermosura, y tú a mí en tu hermosura; y tú te verás
en mí en tu hermosura, y yo me veré en ti en tu hermosura; y parezca yo tú en tu
hermosura, y parezcas tú yo en tu hermosura, y mi hermosura sea tu hermosura y tu
hermosura mi hermosura;, y seré yo tú en tu hermosura, y serás tú yo en tu hermosura,
porque tu hermosura misma será mi hermosura.

(CA 35,3)

Dinamicidad: símbolos de proceso

El inicio de la dinámica espiritual en la que se interna el alma se plasma en una salida,


consustancial al proceso místico10:
Y esta salida dice ella (el alma) que pudo hacer con la fuerza y calor que para ello
le dio el amor de su Esposo en la dicha contemplación oscura.

(1N Decl. 2)

Se trata de una salida de los confines espirituales, cómodos y seguros -propios de una
casa-, del estado de ánimo vulgar. El impulso amoroso iniciático la hará superar linderos
en las dimensiones horizontales y ascendentes de una geografía espiritual absoluta:

Buscando mis
amores,
iré por esos montes y
flores, riberas; ni
cogeré las
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y
fronteras.
(CA 2, 6-10)

La pretensión es lograr un bello y luminoso objeto de deseo, obtener su captura, tal


como aparece en el comienzo de dos de los poemas mayores, Noche y Cántico, y en el del
poemita que glosa la caza altanera: «con ansias, en amores inflamada, salí», «Amado [...]
salí tras ti clamando», «Tras de un amoroso lance». La reiterada presencia del verbo salir
designa el punto de arranque de ese dinamismo del ser en pos de una meta interior. Y la
preposición tras supone persecución de la caça divina o del Amado.
El camino se presenta inevitable. En tanto que «sucesión de etapas» o «itinerario»,
trasmutado al plano espiritual, constituye un símbolo enraizado en la tradición. El
«recorrido físico» simboliza en san Juan un «proceso espiritual», con unos jalones
determinados, paralelos a los meramente espaciales:

A zaga de tu huella,
las jóvenes discurren
al camino.

(CA 16)

El rastro de hermosura y la atracción del amor impulsan al alma a internarse en el


camino con celeridad creciente y experimentar una aventura -apasionante y divina-
espiritual. Surgirá, en consecuencia, un abanico de verbos de movimiento representativos
de esta dinámica: andar, caminar, pasar, correr, guiar, ir, venir, llevar, traer, etc., con la
finalidad de alcanzar o llegar a la meta deseada.
Este símbolo, por otra parte, tiene unas precisas raíces evangélicas11, que explican la
aparición de ciertas características del camino simbólico expresadas paradójicamente:
En este camino, el no ir adelante es volver atrás.

(1S 11, 5)
En este camino el abajar es subir, el subir, abajar.

(2N 18, 2)

En este camino cegándose en sus potencias ha de ver luz.

(2S 4, 7)

El alma ha de estar en tiniebla para tener luz para este camino.

(2S 3, 6)

Una nota insistentemente caracterizadora de esta imagen es su estrechez: el camino es


calificado de estrecho y angosto, por lo que es identificado con senda:
Porque esta senda del alto Monte de la perfección, como quiera que ella vaya hacia
arriba y sea angosta.

(2S 7, 3)

Por ser muy pocos los que perseveran en entrar por esta puerta angosta y por el
camino estrecho que guía a la vida.

(IN 11, 4)
Conviene recordar que san Juan diseñó un dibujo programático, el Montecillo de
perfección, en el que ascienden tres caminos: de ellos, el del centro, estrecho y angosto, es
el único que conduce a la cumbre del Monte de Perfección (imagen l)12.

IMAGEN 1. San Juan de la Cruz: Autógrafo del Montecillo de perfección. Hacia 1578

Símbolos ascensionales

El camino se halla en íntima relación con otros símbolos ascensionales. La simbología


de la ascensión constituye una constelación imaginaria que supone la trascendencia de la
condición humana y su inmersión en niveles cósmicos superiores, como mostró Mircea
Eliade13. En la cosmovisión cristiana los cielos son, desde el Génesis, el enclave que acoge
a la divinidad. La ascensión implica, por tanto, una asunción de las características divinas,
una verdadera transformación divinizadora.
En el universo simbólico sanjuanista, el monte designa un lugar simbólico, en cuya
parte más elevada -la cumbre- tiene lugar la unión por amor entre Dios y el alma, mediante
la cual esta queda transformada en Dios por participación:
El modo de subir hasta la cumbre del monte, que es el alto estado de perfección que
aquí llamamos unión del alma con Dios.

(1S Prólogo)

Junto a motivos personales, factores de diversa índole cultural permiten explicar esta
predilección. Los montes constituyen localizaciones sagradas donde se producen teofanías
y donde las propiedades divinas se trasvasan a los hombres, como acontece en los bíblicos
Sinaí, Tabor y Horeb, citados explícitamente por el santo. En el Monte Carmelo se apareció
la Virgen María para otorgar las reglas de la Orden a su fundador, san Elías. En la literatura
espiritual existe toda una tradición de montes y ascensiones entre los que cabe citar como
antecedente más inmediato la Subida del Monte Sión del franciscano Bernardino de Laredo
(Sevilla, 1535).
En todo caso, el místico castellano en el Cántico espiritual identifica al Amado
prioritariamente con las montañas, focalizando precisamente su condición de altas:
Mi Amado las montañas
Las montañas tienen alturas [...]. Estas montañas es mi Amado para mí.

(CA 13, 6)

Y volverá a insistir en esta idea a través de diferentes modalidades de elevaciones


orográficas, como sucede con el otero:

el ciervo vulnerado
por el otero asoma.
(CA 12, 59-60)

El santo identificará con Dios el otero -altitud plana de tierra característica del paisaje
castellano- basándose en la «altura» y, además, en la dilatada expansión que permite de la
vista, simbólicamente designadora de la inteligencia y conocimiento divinos:
al cual llama 'otero' porque, así como el otero es alto, así Dios es la suma alteza, y
porque en Dios, como en el otero, se otean y ven todas las cosas.

(CA 2,3)

Y lo mismo podría decirse del collado de los siguientes versos14:

Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu
hermosura
al monte y al collado

(CA 31, 171-173)

Desde esta espacialidad simbólica15, se corroboran ciertas afirmaciones de Gilbert


Durand, según el cual «la fréquentation des hauts lieux, le processus de divinisation qui
inspire toute altitude et toute ascension rendent compte de une attitude de contemplation
monarchique' [...]. La contemplation du haut des sommets donne le sens d'une soudaine
maîtrise de l'univers'» (Durand 152)16.
Siguiendo el impulso ascendente que deriva de la poética contraposición suelo/cielo,
el espiritual continúa anhelando alejarse aún más de lo terreno. Surge potente la imagen del
vuelo, que supone ya el extrañamiento de la tierra mediante una inmersión aérea.
Se trata de un símbolo íntimamente conectado a la imaginación dinámica, donde el
movimiento prima sobre la sustancia y que posibilita la sublimación íntima del ser:
«Apártalos, Amado, que voy de vuelo» (CA 12, 56-57)17. El desplazamiento en el aire no
es paralelo a la tierra, sino perpendicular a la misma. Es decir, en esta imagen se imposta
la verticalidad, dimensión sublimadora por excelencia. Late, pues, la tensión contrapuesta
de lo terrestre frente a lo aéreo o, por mejor decir, lo celestial.
Ahora bien, la imagen del vuelo, tendido hacia la altura, tiene implicaciones hacia lo
profundo, la caída. Esta ambivalencia refleja la dialéctica del entusiasmo y de la angustia,
del esfuerzo y de la fatiga, de la esperanza y del desconsuelo, antes de toda connotación
moral que contraponga el bien al mal. El impulso que dignifica al hombre y lo engrandece
se dirige a lo alto, donde se condensan los valores de libertad, luz y paz. Cualquier
detención de esta dinámica implicará un retroceso descendente, una ascensión inversa.
En las modulaciones de esta imagen se pone de manifiesto una característica,
paradójica, relacionada, según mostró Bachelard, con la alquimia: para que un elemento
suba, es necesario que otro baje. Es decir, se produce una antítesis dinámica por la que lo
bajo dinamiza lo alto. Cuanto más aplome el peso de la carga, más se potenciará el
resurgimiento moral que presupone la liberación de la misma:

Abatime tanto tanto


que fui tan alto tan
alto
que le di a la caza
alcance.

(OM P «Coplas a lo divino»)

Lo importante es la identificación del ave-pájaro con el alma humana. Esto explicará


la presencia en este poemita de formas verbales en primera persona: volé. El hombre, en
este caso el propio san Juan de la Cruz, se convierte en un superpájaro que surcará los
espacios infinitos en pos de su auténtica patria, la aérea o celeste, impelido por fuerzas
elevadoras de amor y de superación de su mismo ser y devenir.
IMAGEN 2. Vítor de san Juan de la Cruz:
doctorado Honoris Causa, en el 4.º centenario de su muerte (1991),
Claustro de las Escuelas Mayores, Universidad de Salamanca

El místico poeta, en efecto, se identifica con un enigmático «pájaro solitario», para el


que se han postulado reminiscencias orientales18, dotado de extrañas características como
la ausencia de color en la profundidad espacial y su mimetismo con el aire. Un ave
simbólica en la que prima la movilidad, el movimiento hacia la altura:
Y dice aquí que fue hecho semejante al pájaro solitario, porque en esta manera de
contemplación tiene el espíritu las propiedades de este pájaro, las cuales son cinco: la
primera, que ordinariamente se pone en lo más alto.

(CA 14, 24)

La imagen del vuelo para simbolizar la elevación del alma hacia Dios remite a la
tradición cristiana, pero además en san Juan está cargada de connotaciones poéticas y
doctrinales, imbuida de impulso existencial depurador y sublimador19. En la ascensión aérea
el alma se libera y se despoja de imperfecciones, un lastre que, en tanto que se arroja a la
tierra, facilita un ascenso más rápido hacia las elevadas regiones aéreas:
El que de los apetitos no se deja llevar, volará ligero según el espíritu, como el ave
a que no falta pluma.
(D 23)

El vuelo, el impulso dinámico hacia la altura, permite sumergirse en la soledad aérea


acogedora de la divinidad:
El amor solo que en este tiempo arde, solicitando el corazón por el amado, es el que
guía y mueve al alma entonces, y la hace volar a su Dios por el camino de la soledad.

(2N 25, 4)

Solo por un poderoso impulso de superación se emprende la ascensión aérea, que


entraña liberación, ligereza y alegría. Y al alcanzar la interioridad del espacio ilimitado, se
comprende que en la hondura de la soledad aérea se borran las dimensiones, por exceso de
altura, anchura y profundidad, en un ámbito que evoca y produce la impresión de una
expansión interior, íntima, absoluta, transformadora del espíritu, tal como ha señalado
Bachelard20.

Símbolos lumínicos

La ascensión mística se volverá más ardua y penosa, porque sobrevendrá la noche, un


símbolo de raíces mítico-arquetípicas, y se progresará en medio de una envolvente tiniebla:

En una noche oscura


con ansias, en amores
inflamada,
¡oh, dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa
sosegada
(OM, P «Noche oscura», 1).

La Noche es la creación sanjuanista más original, al conferirle el santo un significado


y profundidad inabarcables, superadores de fuentes e influjos, por otra parte innegables
(Mancho, «Panorámica»). En cuanto a expresión simbólica, aparece condensada en la
composición cuyo comienzo hemos transcrito y que es desarrollada en la Subida del Monte
Carmelo y en la Noche oscura. El símbolo en plenitud se da en el poema; los comentarios
solo explayan las primeras estrofas. En cualquier caso, la imagen de la noche oscura en el
poema es más sugerente, misteriosa e intangible que la que proporciona el estructurado
análisis ofrecido en los tratados. A diferencia del Cántico, donde se glosan numerosas
imágenes, en la Noche destaca con fuerza obsesiva ésta, que ya había aparecido en el
Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe, como variaciones recurrentes de
una misma sinfonía21.
Desde un principio la Noche se revela como un símbolo eminentemente dinámico
(Mancho, «El símbolo»), en cuanto designa un proceso espiritual, que el propio santo
denomina tránsito22, proyectado hacia el fondo del alma donde tiene lugar la unión con
Dios. En este aspecto san Juan se integra en las místicas de interiorización. Pero el santo
hace coincidir esta dimensión intimista con un dinamismo ascensional: el centro del alma
está situado en la cima del Monte Carmelo.
Lo más característico de la concepción sanjuanista consiste en que el desplazamiento
espacial que supone el «tránsito» está recubierto por otro temporal: el «tránsito» tiene lugar
durante una noche. Al identificarse el proceso con las propiedades del marco en que se
produce, se convierte en una «noche», a causa de su inherente oscuridad, totalmente
semejante a la que tiene lugar en la noche que conduce al día eterno.
La concepción de la Noche como «tránsito» se corresponde con un proceso de
conversión a lo divino, de una experiencia humano-divina en su devenir23. La dinamicidad
de la Noche se desenvuelve entre dos polos: la meta final constituida por Dios; el punto de
partida integrado por todos los aspectos de la criatura no concordes con Aquél. La tensión
dialéctica existente entre ambos supone que, cuanto menos se adhiera al primero, tanto más
se obtendrá del segundo; y viceversa, en reciprocidad absoluta. Consecuentemente, el
método de san Juan de la Cruz consistirá en la total y progresiva aniquilación del primer
polo, de la que se seguirá inmediata y correlativamente el logro del segundo24.
La Noche, en cuanto tensión dialéctica entre ambos extremos -el hombre viejo y el
nuevo, trasposición del «hombre nuevo» paulino-, los abarca a los dos. Sin embargo, como
expresión simbólica, alude especialmente a la primera fase de esta trasmutación: la
eliminación implacable del primer extremo. Los elementos positivos, pertenecientes al
segundo, no aparecen desarrollados equiparablemente a los negativos. Tal vez, si el santo
hubiera prolongado sus comentarios hasta las últimas estrofas, tendríamos la interpretación
de los preludios de la unión que se intuyen, por ejemplo, en la imprecación a la Noche de
la estrofa quinta:

¡Oh noche, amable


más que el alborada!,
¡oh noche, que
juntaste Amado con
amada
amada en el Amado
transformada!

(OM, P «Noche oscura», 5)

El movimiento subyacente de la Noche se va desenvolviendo a partir de su propia


dinámica, cuyo núcleo esencial es la negación: desde la simple privación del gusto en algún
apetito, a la enajenación mental por profundos vacíos en la memoria y tiniebla en el
entendimiento. De todo se ha de negar el alma; solo Dios cuenta25. San Juan empleará los
términos sequedad, desnudez, vacío, etc., para aludir a estos estados resultantes de la
desertización implacable del espíritu. La privación alcanzará actividades y pasividades,
todos los niveles de la persona, incluyendo gracias y carismas sobrenaturales, para
convertirse en una anihilación radical, cuyo abismo y profundidad es equiparable a una
muerte real.
Lo peculiar y fundamental es que el santo concibe estos estados penosos y la negación
subyacente que los ha generado como oscuros. No en vano san Juan insiste en que se trata
de una Noche y, además, oscura. La base analógica está suministrada por la ausencia de
visión en el alma, bien por factores externos -oscuridad-, bien por internos -ceguera-. En
cualquier caso, la «oscuridad» es el medio único e inevitable por el que el alma se encamina
hacia la infusión de la luz divina. Por tanto, y en definitiva, la oscuridad es totalmente
imprescindible.
La noción de oscuridad se hace más potente porque los términos del propio proceso
están carentes de luz. Es decir, se parte de algo que es en sí oscuro; el medio de progresión
es igualmente tenebroso, hasta alcanzar la tiniebla total engendradora de luz. San Juan lo
razona de la siguiente manera:
Por tres cosas podemos decir que se llama noche ese tránsito que hace el alma a la
unión de Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir
careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, la cual negación
y carencia es como una noche para todos los sentidos del hombre. La segunda, por parte
del medio o camino por donde el alma ha de ir a esta unión, lo cual es la fe, que es
también oscura para el entendimiento como noche. La tercera, por parte del término a
donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta
vida.

(1S 2, 1)

En este desarrollo negador, los estadios de privación inicial, medial y final se


identifican respectivamente con la mortificación inicial de los apetitos, con la acción de la
fe y con la infusión divina.
La tiniebla se condensa en la fase pasiva del proceso místico, especialmente en la
Noche del espíritu26. Surge ahora, impelido por auténtica necesidad, el «rayo de tiniebla»,
que san Juan adopta del Pseudo Dionisio. Rayo, porque, al ser participación de Dios,
alumbra interiormente al alma; tiniebla, porque su misterio no es aún participado en su
inmediatez. La acción de la contemplación infusa o rayo de tiniebla es luz y, al mismo
tiempo, presencia cegadora:
Que por esta causa San Dionisio y otros místicos llaman a esta contemplación infusa
rayo de tiniebla [...], porque de su gran luz sobrenatural es vencida la fuerza natural
intelectiva y privada.

(2N 5, 3)

La oscuridad se va espesando y envolviendo al espíritu paralelamente y conforme


discurre la noche solar. El caminante espiritual con desgarrador esfuerzo avanza a oscuras:

La más fuerte
conquista
en oscuro se hacía

(OM, P «Coplas a lo divino», 3)


Atravesando un paisaje desconocido: frío, a causa de la radical desnudez de espíritu;
desolado como consecuencia de las extremas sequedades sensitivas; y profundamente
tenebroso, pues la carencia absoluta de luz natural no es mitigada por la intermitente
iridiscencia interna, con la amenaza de una caída acechando como a otro ángel más. El
espíritu, incapacitado para obrar -los característicos vacíos de las potencias-, se ve
constreñido por dudas, temores y angustias. San Juan despliega con insistencia vocablos
que designan sensaciones penosas, como desnudez, peso, estrechez, apreturas, para
describir estos opresores estados psicológicos -corolario de la fase purgativa de la
contemplación pasiva-, y comparará esta situación del alma con el encierro dentro del
vientre oscuro de una feroz bestia -en alusión clara al mito de Jonás- e incluso con el interior
del propio sepulcro.
El espíritu aprisionado -la relación del símbolo de la Noche con la experiencia personal
de la cárcel toledana es más que evidente- experimenta no solo la imposibilidad de
movimiento y dinamismo -se halla como aherrojado con cadenas- y la falta de libertad, sino
también la carencia de visión -por ausencia de luz- y aun de aire que respirar. El santo
identifica este estado con el de alguien suspendido en el vacío -y siempre a oscuras-,
atenazado por la asfixia.
Con íntimo desgarro resume el santo:
Cuando esta contemplación pasiva aprieta, sombra de muerte y gemidos de muerte
y dolores de infierno siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios.

(2N 6, 2)

Sentirse sin Dios, sin el Amado; sin el ansiado objetivo de una empresa vital, que
otorga un sentido sublimador a toda la vida, de absoluta y exultante plenitud. Tal es la
experiencia del abandono -aparente, aunque el alma lo ignore- de Dios.
Y, sin embargo, todos estos horrores nocturnos son necesarios y hondamente positivos.
El objeto de deseo exige una purificación íntima y sustancial -una verdadera muerte
iniciática- de quien pretende no solo alcanzarlo y hacerlo suyo, sino fundirse amorosamente
con Él en una auténtica transformación divinizadora. Por ello, cuando el alma ya se halla
como Job, resignada en el dolor y la negación de sí misma, anihilada, sumida en la Nada -
otro símbolo magistral del santo-, empieza a experimentar destellos intermitentes e
interpolaciones de alivios; comienza a gozar de algún respiro, hasta el punto de que,
coherentemente con su profunda lógica paradójica,

abatíme tanto, tanto,


que fui tan alto, tan
alto
(OM, P «Coplas a lo divino», 4)

Irrumpe ahora toda una serie de elementos pertenecientes a una lógica antitética: frente
a la angostura de los aprietos, el alma se expansiona en amplitud que dilata el espíritu;
frente al aherrojamiento de la opresión el alma gozará de anchurosa libertad:
Por cuanto ella por medio de esta soledad tiene ya verdadera libertad de espíritu.

(CB 35, 2)

Frente al frío helado de la desnudez, experimentará un suave calor vigorizante. El


espesor de la tiniebla se irá disipando por breves chispazos luminosos en la noche,
progresivamente más frecuentes hasta preludiar la claridad de la amanecida -«los levantes
del aurora»-, y que harán que la que antes fuera calificada de «horrenda y espantable» se
transforme en «noche amable más que la alborada».
Importa subrayar que al alba no se llega sino después de atravesar la noche; dicho de
otra manera: la noche se convierte en requisito indispensable -no solo para san Juan, sino
como condición de validez universal- para el advenimiento de la luz. Ésta, en la concepción
de san Juan, no emergerá sino como florecimiento de la tiniebla profunda, a manera de una
luminiscencia abisal, al igual que en la narración bíblica del Génesis (1, 1-5). Casi
imperceptible al principio, un poco más nítida después, como una centella intermitente, va
progresando paulatinamente y emitiendo resplandores, cada vez más vibrantes, hasta que,
unida al calor, cuaje en una «luz caliente» -en palabras del santo- que se inflamará en fuego
y tomará forma de llama, amorosamente viva.
La llama es un símbolo de inherente verticalidad, ligado a la imaginación ascensional
a la vez que a la lumínica. El Diccionario de autoridades (s. v.) la define, de acuerdo con
los conocimientos de la física de su época, como la parte más sutil del fuego, que se eleva
y levanta a lo alto en figura piramidal»«. La cursiva pretende resaltar su tensión hacia la
altura, lo que implica un carácter sublimador27. Pero, también y simultáneamente, la llama,
en cuyo vientre se agitan remolinos de sombras tenebrosas y fogonazos lumínicos, está
tensa hacia la luz, la cual, según Bachelard (La flamme 62) es el verdadero motor que la
atrae y determina su naturaleza ascendente y su dinamismo vertical28. Y no hay que olvidar
que, como para el evangelista homónimo, para san Juan de la Cruz Dios es la Luz por
antonomasia.
El simbolismo del fuego -que aúna luz y calor- se manifiesta activo en todas las obras
de san Juan de la Cruz, aunque con distintas variaciones y tonalidades, como el fuego
tenebroso, eminentemente purificador, en la Noche pasiva del espíritu, o el chispeante de
alguna de las estrofas del Cántico: «al toque de centella»29.
En el poema de la Llama -donde, a pesar de la preeminencia lumínica, no falta la
necesaria contraposición con la oscuridad y ceguera, precedentes y superadas ya, de las
profundas cavernas del sentido de la estrofa tercera30-:

Oh lámparas de
fuego,
en cuyos resplandores
las profundas
cavernas del sentido,
que estaba oscuro y
ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a
su querido

(LB 3)

se plasma un entrelazado de varias imágenes en torno a la eminente central. Así se suceden


el dardo encendido31, las lámparas o el cauterio y la llaga causada por el fuego en carne
viva32. Desde una perspectiva global, el simbolismo se desglosa en las imágenes que
implican el calor del fuego («cauterio», «llaga», «toque») y la luz («lámparas»,
«resplandores»), lo que aparece aunado conjuntamente -junto- en el verso en que se
manifiesta la transformación del alma capaz ya de devolver a su Amado, en perfecta
reciprocidad e igualdad, calor y luz -fuego- propios, en forma de llama ascendente33.
Sin desdeñar la huella directa de la Naturaleza en la fina sensibilidad renacentista de
Juan de la Cruz puesta de relieve por destacados intérpretes, existe la convicción entre la
crítica especializada de que en el poema de la Llama se refunden primordialmente ciertos
temas e imágenes del Cántico, especialmente la que aparece en la estrofa 38:

el aspirar del aire,


el canto de la dulce
filomena,
el soto y su donaire
en la noche serena,
con llama que
consume y no da pena

(CA 38)

donde la llama ya no es penosa, esto es, como reformula el santo en la primera estrofa del
poema: «pues ya no eres esquiva»34, en el sentido que tenía tradicionalmente esta voz en la
Castilla natal del santo de 'penosa, dolorosa, dañosa'. Y no lo es porque se produce en la
noche serena de la consumación de la unión mística, superadas ya las pruebas previas de la
purgación.
Tal imbricación explicaría que las fuentes de algunos de los símbolos de la Llama
procedieran del Cantar salomónico, como por ejemplo la imagen de las lámparas (Cantar
8,6: «Lampades eius lampados ignis atque flammarum»), o la de las cavernas (Cantar 1,
14: «Inforaminibus petrae in caverna maceriae»)35.
En cualquier caso, la finalidad del Santo en este poema es manifestar y compartir el
extremo último de la experiencia mística, la theopoiesis, presentada como fuego simbólico,
al que como incendio pregnante conducía la oscuridad iluminadora de la noche. En efecto,
la Llama, donde conviven los movimientos ascendentes y de descenso interiorizante,
constituye la contrapartida de la Noche. Mientras ésta es un símbolo que se desarrolla y
ahonda en lo negativo y dramático del proceso místico, ineludible para alcanzar el fin que
lleva implícito, la llama se revela como la culminación gozosa de ese recorrido, suma de
todo lo positivo, pues se desenvuelve en el estadio más alto del itinerario místico: la unión
del alma con Dios.

A manera de conclusión

Si san Juan de la Cruz es considerado precursor de movimientos poéticos


contemporáneos, incluso vanguardistas, es por la utilización de las «extrañas figuras y
semejanzas» de las que habla en el prólogo al Cántico espiritual. La «extrañeza» -novedad
maravillosa que atrae- aplicada ahora a la técnica lingüístico-literaria, cristaliza en el uso
reiterado y recurrente de imágenes simbólicas, con una densidad sémica inagotable y
peculiar, como modo idóneo de aproximación a lo inefable.
El símbolo, con su dualidad intrínseca, permite reconciliar los opuestos -concreto y
abstracto, afectivo e intelectivo, material y espiritual, inmanente y trascendente- y
englobarlos en una unidad, bipolar y dialéctica, que rompe las coordenadas espacio-
temporales e introduce en un fascinante cosmos espiritual en el que las imágenes se
concatenan, impelidas por el propio dinamismo poético, dibujando constelaciones
inalcanzables en expansión. Expansión y concentración sémicas que rompen los ejes
dimensionales y que, por lo mismo, son el medio más adecuado para aludir a lo que no
tiene forma ni figura y supera todas las dimensiones.
Los elementos de esta naturaleza, quintaesenciada y trascendente, parecen vivificados
por un impulso sublimador: la tierra se eleva hacia la altura, adoptando la forma de collado,
otero o monte, al que asciende una senda angosta de empinado recorrido; en el angustioso
espesor de la oscuridad nocturna una centella engendra una luz caliente, un fuego, que
«nunca está ocioso, sino en continuo movimiento» y que «como la llama está echando
siempre llamaradas acá y allá» (LB 1, 7).
En esta espacialidad simbólica, el alma enamorada penetra, a través de altos y ligeros
vuelos, en insondables soledades aéreas. La soledad, símbolo que hunde sus raíces
analógicas en la desnudez y negación características de la Noche, se erige en requisito
indispensable para la unión mística, al convertirse en el medio donde se produce el dulce
encuentro: «porque el Amado no se halla sino solo, afuera en la soledad» (2N 14, 1). Un
ámbito, cuyas características dimensionales, profundidad y dilatación, sugieren lo infinito,
la grandeza suprema, el sosiego y quietud perfectos. Las imágenes del macrocosmos -el
inmenso espacio envolvente y acogedor, alejado, profundo, solitario, pacífico, claro, íntimo
y gozoso, en que se ha consumado la ascensión trascendente- van a corresponder, a
coincidir con imágenes del microcosmos. La inmensidad absoluta se recoge y concentra en
la intimidad del corazón, para expandirse transformada en intensidad de goce y trémulo
gozo, que no apagan, sino afervoran, las ansias de plenitud y urgen vehementes en pos de
la vibrante luz del Día perfecto de la Eternidad.

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