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(CA Prólogo 1 y 2)
Con relación a las «extrañas figuras y semejanzas» mediante las cuales el santo
abulense «habla misterios», conviene recordar que «el lenguaje místico propiamente dicho
emana menos de vocablos nuevos que de transmutaciones operadas en el interior de
vocablos tomados al lenguaje normal» (Baruzi, «Introducción» 20-21). El santo carmelita,
licenciado en Artes (lo que hoy llamaríamos Filosofía y Letras) por la Universidad de
Salamanca, es perfectamente consciente del valor de las figuras, especialmente las relativas
al plano del contenido (símiles, comparaciones y metáforas). Para subrayar el peculiar
carácter de las suyas utiliza el calificativo de extrañas, vocablo que le es muy caro y que
utiliza con profusión y refinada variedad de acepciones4.
Este adjetivo, enfrentado y contrapuesto a los de vulgares y usados, aplicados a
términos, puede equivaler a 'diferentes o distantes de la norma habitual', pero también
puede referirse a 'sorprendentes, desconcertantes'. En este último supuesto, el lector, según
como interprete ese primer momento de desconcierto, puede verse arrastrado a posiciones
personales que oscilen desde la admiración y el asombro hasta la hilaridad o el desprecio.
Esta posibilidad y el vértigo que le produce imaginarlo explican el hecho de que el santo
carmelita solicite la colaboración del lector para interpretar -no rigurosa o estrictamente,
pero sí en la dirección adecuada- sus figuras, «las cuales semejanzas no leídas con la
sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que
dichos puestos en razón». El temor a la consideración de «dislates» para sus «extrañas»
figuras no es sino el adelanto o previsión de un posible juicio de valor, consecuencia de la
extrañeza -tal vez inevitable- suscitada en el interlocutor, quien puede no haberlas orientado
debidamente. En última instancia, la «extrañez» apunta al irracionalismo poético, del que
san Juan de la Cruz es un precursor.
En cualquier caso, las figuras permiten romper las fronteras del lenguaje y decir lo
indecible; constituyen una fuente manante de belleza, que impregna no solo los versos, sino
que se desborda también en la prosa de san Juan de la Cruz.
El simbolismo sanjuanista
(CA 5,5)
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu
hermosura
al monte o al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro
en la espesura.
(CA 35)
(CA 35,3)
(1N Decl. 2)
Se trata de una salida de los confines espirituales, cómodos y seguros -propios de una
casa-, del estado de ánimo vulgar. El impulso amoroso iniciático la hará superar linderos
en las dimensiones horizontales y ascendentes de una geografía espiritual absoluta:
Buscando mis
amores,
iré por esos montes y
flores, riberas; ni
cogeré las
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y
fronteras.
(CA 2, 6-10)
A zaga de tu huella,
las jóvenes discurren
al camino.
(CA 16)
(1S 11, 5)
En este camino el abajar es subir, el subir, abajar.
(2N 18, 2)
(2S 4, 7)
(2S 3, 6)
(2S 7, 3)
Por ser muy pocos los que perseveran en entrar por esta puerta angosta y por el
camino estrecho que guía a la vida.
(IN 11, 4)
Conviene recordar que san Juan diseñó un dibujo programático, el Montecillo de
perfección, en el que ascienden tres caminos: de ellos, el del centro, estrecho y angosto, es
el único que conduce a la cumbre del Monte de Perfección (imagen l)12.
IMAGEN 1. San Juan de la Cruz: Autógrafo del Montecillo de perfección. Hacia 1578
Símbolos ascensionales
(1S Prólogo)
Junto a motivos personales, factores de diversa índole cultural permiten explicar esta
predilección. Los montes constituyen localizaciones sagradas donde se producen teofanías
y donde las propiedades divinas se trasvasan a los hombres, como acontece en los bíblicos
Sinaí, Tabor y Horeb, citados explícitamente por el santo. En el Monte Carmelo se apareció
la Virgen María para otorgar las reglas de la Orden a su fundador, san Elías. En la literatura
espiritual existe toda una tradición de montes y ascensiones entre los que cabe citar como
antecedente más inmediato la Subida del Monte Sión del franciscano Bernardino de Laredo
(Sevilla, 1535).
En todo caso, el místico castellano en el Cántico espiritual identifica al Amado
prioritariamente con las montañas, focalizando precisamente su condición de altas:
Mi Amado las montañas
Las montañas tienen alturas [...]. Estas montañas es mi Amado para mí.
(CA 13, 6)
el ciervo vulnerado
por el otero asoma.
(CA 12, 59-60)
El santo identificará con Dios el otero -altitud plana de tierra característica del paisaje
castellano- basándose en la «altura» y, además, en la dilatada expansión que permite de la
vista, simbólicamente designadora de la inteligencia y conocimiento divinos:
al cual llama 'otero' porque, así como el otero es alto, así Dios es la suma alteza, y
porque en Dios, como en el otero, se otean y ven todas las cosas.
(CA 2,3)
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu
hermosura
al monte y al collado
La imagen del vuelo para simbolizar la elevación del alma hacia Dios remite a la
tradición cristiana, pero además en san Juan está cargada de connotaciones poéticas y
doctrinales, imbuida de impulso existencial depurador y sublimador19. En la ascensión aérea
el alma se libera y se despoja de imperfecciones, un lastre que, en tanto que se arroja a la
tierra, facilita un ascenso más rápido hacia las elevadas regiones aéreas:
El que de los apetitos no se deja llevar, volará ligero según el espíritu, como el ave
a que no falta pluma.
(D 23)
(2N 25, 4)
Símbolos lumínicos
(1S 2, 1)
(2N 5, 3)
La más fuerte
conquista
en oscuro se hacía
(2N 6, 2)
Sentirse sin Dios, sin el Amado; sin el ansiado objetivo de una empresa vital, que
otorga un sentido sublimador a toda la vida, de absoluta y exultante plenitud. Tal es la
experiencia del abandono -aparente, aunque el alma lo ignore- de Dios.
Y, sin embargo, todos estos horrores nocturnos son necesarios y hondamente positivos.
El objeto de deseo exige una purificación íntima y sustancial -una verdadera muerte
iniciática- de quien pretende no solo alcanzarlo y hacerlo suyo, sino fundirse amorosamente
con Él en una auténtica transformación divinizadora. Por ello, cuando el alma ya se halla
como Job, resignada en el dolor y la negación de sí misma, anihilada, sumida en la Nada -
otro símbolo magistral del santo-, empieza a experimentar destellos intermitentes e
interpolaciones de alivios; comienza a gozar de algún respiro, hasta el punto de que,
coherentemente con su profunda lógica paradójica,
Irrumpe ahora toda una serie de elementos pertenecientes a una lógica antitética: frente
a la angostura de los aprietos, el alma se expansiona en amplitud que dilata el espíritu;
frente al aherrojamiento de la opresión el alma gozará de anchurosa libertad:
Por cuanto ella por medio de esta soledad tiene ya verdadera libertad de espíritu.
(CB 35, 2)
Oh lámparas de
fuego,
en cuyos resplandores
las profundas
cavernas del sentido,
que estaba oscuro y
ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a
su querido
(LB 3)
(CA 38)
donde la llama ya no es penosa, esto es, como reformula el santo en la primera estrofa del
poema: «pues ya no eres esquiva»34, en el sentido que tenía tradicionalmente esta voz en la
Castilla natal del santo de 'penosa, dolorosa, dañosa'. Y no lo es porque se produce en la
noche serena de la consumación de la unión mística, superadas ya las pruebas previas de la
purgación.
Tal imbricación explicaría que las fuentes de algunos de los símbolos de la Llama
procedieran del Cantar salomónico, como por ejemplo la imagen de las lámparas (Cantar
8,6: «Lampades eius lampados ignis atque flammarum»), o la de las cavernas (Cantar 1,
14: «Inforaminibus petrae in caverna maceriae»)35.
En cualquier caso, la finalidad del Santo en este poema es manifestar y compartir el
extremo último de la experiencia mística, la theopoiesis, presentada como fuego simbólico,
al que como incendio pregnante conducía la oscuridad iluminadora de la noche. En efecto,
la Llama, donde conviven los movimientos ascendentes y de descenso interiorizante,
constituye la contrapartida de la Noche. Mientras ésta es un símbolo que se desarrolla y
ahonda en lo negativo y dramático del proceso místico, ineludible para alcanzar el fin que
lleva implícito, la llama se revela como la culminación gozosa de ese recorrido, suma de
todo lo positivo, pues se desenvuelve en el estadio más alto del itinerario místico: la unión
del alma con Dios.
A manera de conclusión