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En la Plaza Mayor de Madrid, que conserva tan intacto su siglo XVII y sabe tan sabrosamente

a Felipe III y Felipe IV, había, cuando yo era muchacho, un charlatán que procuraba atraer la
atención de los papanatas con un juego de manos, siempre el mismo.
«¡Aquí está el huevo!» -gritaba señalando a un lado- «¡y aquí está el pañuelo!» -gritaba
señalando al otro. «¡Se trata, señores, de hacer pasar el huevo dentro del pañuelo y luego el
pañuelo dentro del huevo!»
Más tarde, pensando apasionadamente en el misterio de la historia humana, en el sentido de
sus grandes cambios atmosféricos, me he acordado muchas veces del juego de manos que hacía
el charlatán. En todas sus dimensiones, pues, es nuestra existencia un enfronte perenne de dos
elementos heterogéneos -el hombre y su antagonista, ese «otro» que no es el hombre y lo rodea,
lo envuelve y aprisiona, llámesele circunstancia o mundo o Dios o como se quiera.
Esa dualidad y contraposición es siempre una lucha, magnífico combate, cualesquiera sean
1as formas y carices que adopte, angustia o alborozo, tragedia o comedia. Esta polémica, que
constituye la materia misma de que está hecha nuestra vida, radica en la necesidad de que el
hombre y el mundo, que se son mutuamente extranjeros, heterogéneos, se hagan homogéneos,se
identifiquen. Cuando esto acontezca, si esto acontece, la vida humana se dejará atrás a sí misma
convirtiéndose en divina existencia. Porque la diferencia última entre Dios y el hombre consiste
en que para el pobre hombre vivir significa estar en una circunstancia, por tanto, en algo que no
es él, que le es ajeno y extraño. Por eso se pasa la vida «extrañándose». Dios, en cambio, existe
flotando en su propio elemento: nada le es extraño, se baña en sí mismo y habita en su propio
país, en su propia casa. Dios es su propia circunstancia. Cuando el cristiano dice que Dios nos
ha hecho a su imagen y semejanza dice, tal vez, algo verdadero, pero exagera un poco, exagera
bastante. Y esta exageración resulta sobremanera cruel. Es casi una burla. Porque lo que el
cristiano quiere decir con eso es que el hombre tiene de Dios precisamente lo que le falta. El
hombre -a diferencia del mineral y acaso del animal- tiene, en efecto, la necesidad, quiera o no,
de llegar a unificarse con su contorno para sentirse en él «dentro de casa», por tanto, tiene, en
este sentido, la necesidad de ser como Dios. Pero esto supone que le falta esa unificación y
posee de ella sólo lo más opuesto que puede haber deuna cosa, a saber, el afán de ella. Del
mismo modo puede definirse el manco diciendo que es un hombre con dos brazos, sólo que le
falta uno. Este tener lo que no se tiene, este sentir la falta de algo que nos es menester, este ser
sustancial y activamente menesteroso es la condición del hombre.

Pero semejante manera de definir la vida humana por su lado triste y deficiente, aun siendo
verídica, es parcial. Parece evidente que si fuese sólo eso -defecto y esencial desventura- al
llegar a ella el hombre la abandonaría. Más si sigue en ella, si vive es que acepta el defecto, la
desventura, la dificultad y el absoluto riesgo que ella es. Pero entonces la convierte de
desdicha y desventura en tarea entusiasta que se acepta, esto es, en aventura y empresa. De tal
suerte, en mi interpretación de la vida transparece la unión indisoluble, la mutua necesidad de
venir a síntesis, de las dos grandes verdades históricas sobre ella: la cristiana, para quien vivir
es tener que estar en un valle de lágrimas, y la pagana, que convierte el valle de lágrimas en
un stadium para el ejercicio deportivo. La vida como angustia y la vida como empresa. Repito
mi razonamiento: para sentir la angustia es preciso seguir en la vida. Si yo me voy de la vida se
acaba la angustia. Pero seguir en la vida es aceptar libérrima- mente la tarea penosa queella
es. y esto es la definición del esfuerzo deportivo.
La empresa vital consiste, pues, en que el hombre, quiera o no, tiene, si vive, que afanarse
en identificar, en fundir el mundo y su persona. Todas las dimensiones de nuestra actuación se
ocupan exclusivamente en esto. Pero hay una que es la principal ya quien compete, por lo
mismo, el rango supremo en el repertorio de las actividades humanas: es el conocimiento.
El conocimiento se define tradicionalmente como la aprehensión del ser, de lo real por el
pensamiento. Por tanto aquí está el pensamiento, el sujeto -ahí está el ser, el objeto. Se trata de
que el ser pase dentro del pensamiento, se identifique con él o de que el pensamiento pase dentro
del ser. El charlatán nos dio la pauta para formular rigorosamente el problema del conocimiento,
según ha sido desde siempre planteado. Y es curioso -e importante- advertirque las dos
performances diferentes que el charlatán ejecutaba, simbolizan las dos actitudes que la
humanidad ha tomado hasta ahora ante la cuestión de la verdad. En efecto, la solución del
problema tiene que consistir o en que el pensamiento pase al ser, salga de sí mismo y vayaal
objeto o viceversa, que el ser entre en el sujeto, se transmute en pensamiento. Lo primero fue
el modo antiguo -griego y medieval-, lo segundo el modo «moderno». ¿Queda tercera actitud
posible? Sin duda. Pero la tercera actitud frente al realismo antiguo y al idealismo moderno es
un tercero en discordia y, como a éste le suele ocurrir, un tertium gaudens. El gaudium, la risa
es provocada por aquello en que realismo e idealismo coinciden, por lo que dan como supuesto
y de que parten -haciendo consistir en ello el problema. Uno y otro, en efecto, suponen que
hay un Ser que «está ahí». El realismo cree que ese «ahí» equivale a
«fuera del pensamiento», que el ser es el ser cósmico. El idealismo cree haber caído agudamente
en la cuenta de que «ahí» significa «dentro del pensamiento», que todo ser es
«ser pensado por un sujeto» y consecuentemente que el ser de que se trata es el Ser del
pensamiento.
¿Qué tal si resultase que lo característico del ser es precisamente «no estar ahí» -en ningún
«ahí», ni fuera del sujeto ni dentro de él-, que el ser es lo que no está, lo que, por esencia falta
y hay que buscar? No voy a desarrollar esto de que me he ocupado largamente en toda mi obra
sino sólo a hacer notar que en tal caso el problema del conocimiento se escapa de las
gesticulaciones del charlatán ilustre que a prima noche, bajo el peso delicioso de la primavera,
gritaba en la Plaza Mayor cuando yo era muchacho. Si el ser es lo que no está, lo que no hay,
no puede consistir el conocer en que el ser entre en el pensamiento ni en que éste salga al ser.
El problema es muy distinto de todo esto: no se tratará de capturar, por uno u otro
procedimiento, el ser que ya está ahí sino que, puesto que no está y no lo hay, consistirá el
problema en que hay que hacer el ser . ¡Insospechada paradoja! El ser, la «realidad» como algo
que hay que hacer. ¿El ser sería entonces... un quehacer? Esto es lo que pasa a todo loque
no «está ahí», a todo lo que no hay -que habrá que intentar hacerlo.
Pero dejemos esto. El tema de ahora es marcar el magnífico sentido que tuvo la peripecia
máxima acontecida en la historia del pensamiento humano hasta ahora. El cambio radical de
actitud que en el problema del conocimiento -y por tanto en todo el resto de su vitalidad- ejecuta
el hombre en torno a 1600, dividiendo la historia en dos partes: antigüedad, modernidad. Si el
lector tiene un poco de paciencia y roe el hueso que, por lo pronto, le arrojoverá que el problema
del conocimiento me sirve ahora sólo de instrumento y símbolo para aclarar un asunto mucho
más jugoso y que le afecta a él en todos los órdenes de la vida.
El hombre antiguo vive de tal manera sumido en el mundo, en el ser, que al llegar a una
cuestión tan subjetiva como es la del conocimiento, la hace gravitar sobre la realidad conocida
y no sobre el sujeto que conoce. Cuando el griego se preguntaba si es posible que el hombre
alcance la verdad, esto es, que conozca el ser, su contestación es ésta: Todo depende de que
exista algo en el universo que verdaderamente sea. Lo que vemos y tocamos no es propiamente
porque cuando vamos a pensar que es y que es tal-por ejemplo, grande, blanco, suave, etc.- ya
está dejando de serlo. Lo corruptible no tiene auténtico ser y por eso -es decir, por culpa del
objeto- no se puede conocer. En cambio, la figura geométrica pura o la «idea»de justicia, de
blancura, de grandeza son siempre lo que son. Por eso, tenemos de elloconocimiento
pleno.
El problema del conocer dispara al griego hacia lo que al hombre moderno había de parecer
más paradójico: a analizar las cosas en cuanto a si ellas por sí, son o no son, si tienen o no ser
plenario. Si hay en el mundo o en el trasmundo algo dotado de pleno ser, el conocerlo no es
cuestión; por tanto, que de parte del sujeto no habrá dificultad, es la convicción radical v
paradisíáca de Platón y Aristóteles. Si la realidad está ahí, no dudan de que el pensamiento
saldrá de sí mismo para llegar hasta ella y con ella fundirse. Para el griego la solución de la gran
dualidad entre el hombre y el cosmos está en que el pensamiento entra en el huevo cósmico, en
rigor, está desde luego en el mundo, en las cosas.
En un lugar simboliza Platón la situación del hombre al conocer, en alguien que, con los ojos
vendados, se halla en un palomar donde afluyen palomas blancas y negras. Las blancas son las
verdades, las negras las falsedades. Si apuramos la imagen advertimos que las palomas son
blancas o negras ellas por sí, antes de que el hombre acierte a apresarlas, esto es, que las
verdades lo son antes de que las piense el sujeto y con independencia de su actividad íntima.
Vienen pensadas ya por la realidad misma donde reside una inteligencia cósmica, un nous. Si
el hombre acierta es porque forma parte de esa realidad universal, porque su pensamiento está
ya desde luego dentro de esa realidad como pequeño trozo de ella.
De aquí que la crítica extrema del conocimiento en Grecia, el famoso escepticismo, que a
ellos les parecía extremo nihilismo, se contenta con mostrar que el hombre no puede llegar a
ese ser. No duda de que hay más allá del hombre una realidad, pero cree poder mostrar que
nuestra mente está .fuera de ella, que no llega hasta ella. Lo que no se le ocurre a ningún
escéptico griego es negar que el hombre conozca su propio pensamiento. Sólo que coincidiendo
con los más dogmáticos, da por supuesto que la realidad está fuera del pensamiento y que éste
no tiene por sí realidad. El pensamiento, que es a nuestro juicio la
pura intimidad de un sujeto, existe, según ellos, como la piedra en cuanto forma parte
del mundo exterior, del ingente «fuera» cósmico. Esa otra realidad que puede pretender
nuestro pensamiento y que consiste en existir por lo menos para sí mismo, esta realidad
íntima, no les sabe en absoluto a realidad, se les antoja puro fantasma. Y. sin embargo,
conocer nuestro propio pensamiento y lo dado en él, es con lo que el hombre moderno
se contenta, lo que considera como conocimiento ejemplar, por la sencilla razón
de que es el más cierto eindubitable. De donde se desprende que nosotros llamamos
conocimiento y verdad a lo quelos griegos llamaban duda y escepticismo.
Esta conversión del problema es la obra genial de Descartes. Se cambia el acento, de
las cosas al sujeto, y el punto de vista para plantear la cuestión del conocer se toma
desde la actuación de éste. El conocimiento es la serie desesperada de esfuerzos que
hace el hombre para llegar hasta el ser. Esta ideal llegada del intelecto a lo real se llama
«verdad».
Según esto, conocimiento es camino hacia el ser, busca del ser, recherche de la verité
- como dirá el siglo XVII-, en suma, no es saber «ya», sino investigar.
El problema del conocimiento consiste, pues, en el estudio de lo que yo hago o debo
hacer con los medios a mi alcance para arribar a la verdad. No tengo en este estudio
que ponerme de acuerdo con la realidad o ser; me basta con ponerme de acuerdo
conmigo mismo sobre los pasos que necesito dar para llegar a la verdad. Porque ahora
la verdad no consiste en cierta calidad de lo real -que sea, propia y rigorosamente- sino
en cierta calidad de mi mismo pensamiento: que sea cierto. No interesa el ser absoluto;
sólo interesa el ser cierto e indubitable. La cuestión se convierte así de trascendente en
inmanente, de exótica en doméstica y de cósmica en íntima.
Las formas y clases del ser -que sea corruptible o que sea eterno e inmutable- son
indiferentes, ya que fueren las que fueren yo no puedo comportarme ante ellas sino con
los medios cognoscitivos de que dispongo y cuyo funcionamiento será en todo caso el
mismo.
Lo que tengo que aclarar, por lo pronto, no es las condiciones del ser, sino cómo
funciona mi inteligencia, distinguir sus diversas facultades, averiguar cuál de ellas me
permite con más rigor ponerme en claro conmigo mismo.
El problema planteado al hombre se mete ahora dentro del hombre, se ensimisma -
es cuestión del hombre consigo mismo. La cuestión de la verdad queda reducida a la
cuestión íntima, doméstica de la certidumbre.
La verdad se convierte en la necesidad, en la menesterosidad que el hombre
padece de
«salir de dudas» y «estar en lo cierto». Es mucho más sorprendente de lo que se supone
que exista un ente -el hombre- condenado a tener que estar en lo cierto, esto es, a
acertar. Toda la sustancia dramática de nuestra vida se cifra en eso: queramos o no,
tenemos que acertar.
Pero de lo que vamos a hablar es de aquella peripecia que acontece a la humanidad
en Descartes, merced a la cual el problema del conocimiento y con él todos los demás
de su vida se le meten dentro, se le ensimisman.
Frente al hombre antiguo el hombre cartesiano, que es el hombre moderno, nos
aparece como el hombre que radicalmente se ha ensimismado.

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