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15/02/2020
Afrodita y Eros. Pintura, Museo de Arte de Cleveland, Estados Unidos.
Safo de Lesbos
No solo los lingüistas lo han notado sino cualquiera que esté atento a las curiosidades de la
lengua, pareciera que al habla de cada lugar le gusta reflejar con múltiples términos los
conceptos o cosas a los que la cultura de ese lugar es más proclive. Dicen, por ejemplo, que
hay una cantidad de palabras en árabe para designar los distintos tipos de arena, y lo mismo
pasa con las palabras para nombrar la nieve en las lenguas escandinavas. Nosotros en
Venezuela tenemos no pocos localismos para nombrar el alboroto, la anarquía, el desorden,
el tumulto o la confusión, un concepto que, así revuelto, tal vez resulte difícil de
comprender en otras culturas. “Atajaperro”, “bululú” (de origen africano pero de añejo
arraigo en nuestras tierras), la muy caraqueña “sampablera” y ni hablar del zulianísimo
“mollejero”, entre los que se pueden citar aquí. Sin embargo, ya sabemos que el clásico de
los clásicos en este catálogo es el “bochinche” (y sus derivados, “bochinchero” o
“embochinchar”), consagrado en la célebre frase de Miranda, pero también común en
algunas cartas de Bolívar, lo que significa que la palabra era frecuente en los tiempos de la
independencia y por tanto se remonta a la colonia. Así lo documentan filólogos y
lexicógrafos como Gonzalo Picón Febres (Libro raro), Julio Calcaño (El español de
Venezuela), Lisandro Alvarado (Glosarios del bajo español en Venezuela) y Francisco
Javier Pérez (Diccionario histórico del español de Venezuela) entre otros.
Pues bien, el griego antiguo tenía cuatro términos diferentes para nombrar el amor. La
palabra “amor”, como sabemos, no es de origen griego, sino latino. Los griegos sabían
diferenciar con bastante exactitud a qué tipo de amor se referían cuando utilizaban cada uno
de esos términos, lo que ponía en aprietos a los traductores romanos a la hora de llevar al
simple y latino “amor” las diferencias que los griegos diferenciaban claramente.
Érôs
El primero de ellos, seguramente el más conocido, es érôs. Con érôs los griegos querían
designar el amor, valga la redundancia, propiamente erótico, el deseo que surge entre dos
individuos (o al menos en uno de ellos) de diferente o del mismo sexo, y que los impulsa
irresistiblemente a la unión carnal. Eros, como se sabe, es una personificación mitológica.
Hesíodo en su Teogonía nos cuenta que es tan antiguo como el universo mismo y que nació
del Caos, como para expresar que se trata de una fuerza irracional y esencial que gobierna
el mundo desde siempre. Platón, de hecho, le dedica varios de los pasajes más célebres de
su Banquete, en el discurso de la sabia Diotima. A Eros se le representa junto a Afrodita, la
diosa del amor, como un niño alado que va con un arco y una flecha asaetando a capricho a
sus víctimas indefensas. Así lo cuenta el viejo Anacreonte, cuando se queja de este dios
juguetón y cruel a la vez:
de bellas sandalias;
desprecia y, boquiabierta,
Philía
Otro término griego para designar el amor es philía, que ha pasado al español
especialmente en forma de sufijo. Como sabemos, son innumerables los compuestos de esta
palabra en nuestra lengua (“filosofía”, “bibliofilia”, etc.). La philía designa, sin embargo,
otro tipo de amor: el de la amistad y el afecto o afición que de ella se deriva. Aristóteles,
creo, fue el primero en teorizar acerca de la philía, especialmente en el libro VIII de su
Ética a Nicómaco. Allí el filósofo dice que la verdadera amistad es una virtud, “o va
acompañada de la virtud”, y que es “lo más necesario (anankaiótaton) para la vida”. “Sin
amigos nadie querría vivir”, continúa, “aun cuando poseyera todos los demás bienes, pues
hasta los ricos y los poderosos parecen tener necesidad de amigos”. La amistad, dice
Aristóteles, solo puede surgir inter pares, es decir, entre iguales, esto es entre ciudadanos
libres: “la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud”. Y a
continuación enumera las ventajas de esa “amistad política” (philía politiké). En este
sentido, pienso que el filósofo fue el primero en señalar la dimensión política de la philía.
Dijo que “la amistad mantiene unidas a las ciudades”, pues donde hay amistad hay
concordia (homónoia) y donde hay concordia no hace falta la justicia. Dijo, finalmente, que
los hombres justos son “los más capaces de amistad”, y que, por ello, la amistad no es solo
“algo necesario, sino también hermoso” (anankaîón estin allà kaì kalón).
Storgê
Agápê
Dijimos que las lenguas reflejan las tendencias de una cultura y también los cambios en la
sensibilidad de los pueblos. Por tanto también las formas de concebir a Dios. Agápê es el
amor supremo, el amor a Dios: desprendido, desinteresado, de una entrega total. Por
extensión también designa al amor o al afecto que surge entre los que adoran al mismo
Dios, lo que se traduce en caridad. Es por ello que el concepto de agápê no se constriñe a
una dimensión espiritual, sino que también abarca un hacer concreto en este mundo
terrenal. No hace falta decir que se trata de un término que remite inmediatamente al
pensamiento cristiano. Hay que recordar que se trata de un término tardío, del acervo
lexical del griego helenístico, la lengua koiné (“común”) que floreció entre los años de
Alejandro y el surgimiento de Roma, es decir, durante los primeros tiempos del
Cristianismo. Tampoco hará falta decir que se trata de un término, incluso tal vez un
concepto, propio de la lengua y el saber popular. Por eso se atestigua en los Evangelios y en
las cartas de Pablo, que estaban dirigidas a las gentes más sencillas. Cuando Pablo, en la
Carta a los Corintios, hace su bellísima descripción del amor (13: 4-8: “…todo lo sufre,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Las profecías acabarán, callarán las lenguas y
la ciencia desaparecerá, pero el amor nunca dejará de existir”), el término que usa es,
precisamente, agápê. Más allá de la sublimación religiosa, su uso, así como los verbos
agapáô (“amar”) y el adjetivo agapitos (“amado”), sobrevivieron en el griego moderno
hasta nuestros días. En nuestro español también tenemos un hermoso recuerdo en la palabra
“ágape”, que designa las comidas en común de aquellos primeros cristianos para estrechar
sus fraternales lazos de afecto.
***
No debe extrañarnos el que las cuatro palabras para nombrar el amor, érôs, philía, storgê y
agápê, se conserven aún en griego moderno con algunas variantes semánticas y fonéticas.
Sin embargo, en la arrugada y sonora piel de estas venerables sobrevivientes claramente se
pueden observar las cicatrices y las marcas acumuladas durante siglos, como recuerdo de
los cambios que fueron modelando la poesía y el pensamiento.