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1. MUNDO «REPLICANTE»
El ejército «replicante» dibujado en «Blade Runner» está más cerca de lo que muchos
quisieran. En la icónica película de Ridley Scott, basada parcialmente en la novela «Sueñan
los androides con ovejas eléctricas», los robot ejercían de esclavos en las colonias
exteriores de la Tierra, algo que aún no está previsto pese a que en 2025, a la vuelta de la
esquina, más de la mitad de los puestos de trabajo que hoy existen serán realizados por
máquinas, según un estudio del Foro Económico Mundial (FEM) que analiza el impacto de
la automatización y de las nuevas tecnologías en el sector laboral. El estudio, titulado «El
Futuro del Trabajo» muestra que la robotización podría hacer desaparecer 75 millones de
empleos en el mundo de aquí a 2022. Para 2025, las máquinas realizarán la mayoría de las
tareas ordinarias que actualmente realizan los humanos. Los robots llevan a cabo hoy el 29
% del total de las funciones laborales, un porcentaje que aumentará al 42 % en 2022 y al 52
% en 2025.
Sin embargo, no hay que caer en el catastrofismo que pronostican los agoreros de siempre.
Según la proyección del informe, se calcula que se podrían crear 133 millones de empleos
nuevos en el mundo en ese mismo periodo, la mayoría vinculados precisamente a ese
proceso de robotización imparable. Sólo en el último lustro se espera la creación de 58
millones de empleos. ¿De dónde salen esos datos? La mayoría de las proyecciones se ha
hecho en función de entrevistas a directivos de empresas de todo el mundo desarrollado.
Así, el 84 % de las empresas estadounidenses con operaciones en Reino Unido consultadas
expresaron su intención de automatizar parte de su trabajo en el próximo lustro. La mitad
de ellas añadió que los trabajadores que carezcan de los conocimientos necesarios para
realizar el trabajo serán despedidos. Ahí es donde radica el desafío, en la capacidad de
adaptación de la clase trabajadora, de todos nosotros en mayor o menor medida. La misma
que fue necesaria frente al desarrollo de las máquinas de vapor, con el rechazo del
movimiento ludita, o de la generalización del «fordismo» y la consiguiente
contrarrevolución anarquista.
De nuevo, como ante cada avance, serán los empleos manuales, de más baja cualificación y
trabajo repetitivo los que más sufrirán por la robotización mientras que el trabajo que más
crecerá será el de analista de datos, desarrollador de software, especialista en comercio
electrónico y redes sociales, así como los expertos en mercadotecnia. Las encuestas
contenidas en el análisis revelan que el 54 % de los empleados deberá actualizar sus
capacidades y conocimientos si quiere sobrevivir a la criba, ya que la mitad de las empresas
sólo formará a los empleados que tienen papeles clave; mientras que solo un tercio planea
capacitar a los asalariados en riesgo de perder su empleo. De hecho, el 50 % de las
compañías espera reducir los puestos de trabajo hasta 2022 y tirarán de especialistas, hasta
el 48 % de las empresas. El incremento del trabajo autónomo hará necesaria una mayor
protección para estos empleados por parte de los Estados.
Soy optimista ante la imparable robotización que suprimirá las tareas más tediosas, sufridas
y peligrosas del mercado laboral y permitirá avances nunca antes soñados, como la
detección precoz de enfermedades a través de los llamados nano-robots. Como en su día
ocurrió con la revolución industrial el proceso será vertiginoso. Preparémonos ya para
afrontarlo.
Excepto por el precio, todos los medicamentos que se encuentran en las farmacias y
supermercados parecen ser idénticos y de buena calidad.
Esto se debe a que hay productos que son comercializados sin contar con los altos
estándares de calidad exigidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS), los cuales
consisten en una serie de controles rigurosos, estudios científicos y cientos de pruebas para
demostrar que son seguros y eficaces, es decir, que no generan efectos secundarios ni riesgo
de muerte al ser consumidos y que sanan o alivian las patologías.
Para médicos y químicos farmacéuticos, ante esta falla, es hora de empezar a exigir al
Gobierno, a los laboratorios fabricantes y entidades sanitarias, normativas y controles
estrictos en el ingreso y comercialización de medicamentos. En ese orden de ideas,
establecen estas 6 exigencias clave para estar tranquilos.
5. CONTRA EL TEATRO
Hay personas que les tienen fobia a los sapos, o a los aviones, o a las
culebras. Yo le tengo fobia al teatro.
Lo digo sin orgullo, casi con pena: ir al teatro me produce una aversión parecida a comer
hígado de perro crudo. Los comediantes salen al escenario, gritan, manotean, hacen reír al
público, y yo siento una mezcla de vergüenza ajena, rabia y malestar. Quiero salir
corriendo. Sentado en la butaca no me meto en la acción: veo un espectáculo ridículo,
caduco, un muerto en vida. Una antigualla que huele mal, una impostura. Los que odian los
sapos, los que no soportan siquiera su vista, reconocen que el sapo es un animal inocente,
inofensivo, incluso útil. Si a veces destila una leche venenosa, ésta puede producir eczema,
pero casi nunca es mortal. También yo sé que el teatro es inocente, inofensivo, incluso útil,
sé que su veneno no mata, y sin embargo me repele.
Para el fóbico, de nada vale la prueba racional de la inocencia del objeto de su fobia. Al que
le tiene fobia a volar no le sirven las estadísticas sobre lo poco probables que son los
accidentes aéreos. De nada le sirve que la culebra tal sea de las que no atacan a nadie; si
tiene fobia por las culebras da lo mismo que pique o no. Al que odia el teatro no le importa
que a él se hayan dedicado algunos de los mayores genios de la literatura: Shakespeare,
Ibsen, Lope, Sófocles, Chéjov… Lo hicieron, sí, pero hace siglos, cuando ellos y el teatro
estaban vivos, al mismo tiempo. También Homero era un genio, y escribió las obras
cumbres de la épica, pero ¿a quién se le ocurre, hoy, hacer cantares de gesta?
Alguien con fobia al avión, en general, no tiene nada contra los pilotos en tierra. Yo no
tengo nada contra los actores, críticos, escritores, empresarios o directores de teatro. Los
festivales son dignos, los teatros heroicos. Los teatreros son personas, en general, tan
inofensivas y útiles como los sapos. Sus obras destilan un veneno blancuzco que no mata.
Fuera del escenario son simpáticos, inteligentes, cultos. Me caen muy bien, en un comedor
o en una esquina, el Negro Aguirre, Ramiro Osorio, Anamarta de Pizarro, Carlos José
Reyes, Ibsen Martínez, Gilberto ídem, Omar Porras, Sandro Romero, tantos otros: personas
extraordinarias. Pero encaramados ya en el tablado de sus gestos, maquillados, disfrazados,
se convierten en monstruos.
“No seas dramático”, le dice uno a un amigo cuando está exagerando. Los actores en el
teatro —precisamente por lo falsa y poco convincente que es cualquier representación—
tienen que exagerar, dramatizar: dan alaridos, lloran, la gesticulación se enfatiza para que
pueda verse desde el gallinero, la voz es impostada, no hablan nunca como uno, parece que
todos hubieran nacido en Chile o en Galicia, deben gritar incluso sus susurros. Si están
bravos, parecen iracundos; si están tristes, se muestran desolados; si están contentos, deben
parecer plenos, radiantes; cada sonrisa es una carcajada, la risa es ya una crisis epiléptica;
un mínimo antojo se convierte en rijo. Por realista que sea el escenario, es siempre de
mentiras. Por minimalista y desnudo que sea, todo montaje es mucho. Lloran, se empelotan,
gruñen y, lo peor de todo (si es teatro moderno), involucran al público: pretenden que la
gente de la platea se vuelva un actor más, tan malo como ellos. Te jalan del codo, te obligan
a decir algo, te preguntan, te retan, te ofenden, te regañan, se burlan.
Al que le tiene fobia a los sapos, le fascinan los sapos, pero en láminas o en libro. También
a mí me fascina el teatro leído. O trasladado al cine, con sus efectos de realidad cada vez
más perfectos. Gozo con los dramas abstractos, leídos, o con ese teatro moderno que se
llama cine. Como un homenaje al Festival de Teatro (que debe existir, y apoyarse, y
protegerse, como los aviones, las culebras y los sapos), en estos días pienso leer a Arthur
Miller, a Harold Pinter, a Molière. Pero al que me invite al teatro le contestaré en latín:
vade retro.
Después de 10 años debería haberlo sabido, pero cometí el error de novato (rookie error) de
ir a mi oficina el día después de que informé las calificaciones finales.
Alguien tocó indecisamente la puerta y cuando abrí un joven dijo: “¿Profesor Wiesenfeld?
Cursé este semestre su clase de física, pero la suspendí. Me pregunto si hay algo que
pudiera hacer para mejorar mi nota”. Pensé: “¿Por qué me lo pregunta? ¿No es ya muy
tarde para preocuparse? ¿Acaso le disgusta realizar afirmaciones afirmativas en lugar de
afirmaciones interrogativas como la que está haciendo?”
Después de que el estudiante contara su trágico relato y se fuera, el teléfono timbró y una
voz expresó “Saqué una D en su clase. ¿Hay alguna forma de que pueda cambiar la nota a
“Incompleta” para realizar un trabajo adicional que me permita mejorarla?”. Luego
comenzó el ataque vía correo electrónico: “Soy tímido para ir a hablar con usted, pero no lo
soy para solicitarle una mejor nota final. De todas formas vale la pena intentarlo”. Al día
siguiente recibí tres mensajes telefónicos de estudiantes que me solicitaban que les
devolviera la llamada, pero no lo hice.
Hubo un tiempo en el que uno recibía una nota, y esa era la nota. Podíamos gemir y
quejarnos, pero se aceptaba como el resultado de los esfuerzos o como la falta de ellos (y,
claro, algunas eran notas severas). En los últimos años, sin embargo, algunos estudiantes
han desarrollado la tendencia a comportarse como un consumidor descontento
(disgruntled-consumer). Si no les gusta la nota que reciben, se dirigen hacia el mostrador de
“devoluciones” para intentar cambiarlas por otra mejor.
Lo que me alarma es su indiferencia hacia las calificaciones como una indicación del
esfuerzo y el rendimiento personal. Muchos estudiantes, cuando son presionados para
responder por qué consideran que merecen una mejor nota, admiten que no la merecen pero
dicen que les gustaría tenerla de todas formas. Habiendo crecido en un contexto en el cual
se otorgaban estrellas doradas en retribución por los esfuerzos y caritas felices para elevar
la autoestima, han aprendido que pueden avanzar en su proceso educativo sin trabajar duro
y sin talento auténtico si pueden hablar con el profesor y convencerlo de que les dé una
nueva oportunidad. Esta actitud va mucho más allá del cinismo. Hay una extraña inocencia
en la suposición de que se puede esperar (e incluso merecer) una nota mejor simplemente
rogando por ella. Desde esa perspectiva, supongo que no me debería haber sentido tan
estupefacto cuando 12 estudiantes me pidieron que cambiara sus notas después de que las
definitivas fueron comunicadas.
Ese número representa el 10 por ciento del total de mis estudiantes ese semestre que
dejaron pasar tres meses de exámenes parciales, quizzes e informes de laboratorio hasta que
ya no había más remedio. Mis estudiantes de postgrado denominan esto “pensamiento
híper-racional”: si el esfuerzo y la inteligencia no importan, ¿por qué deberían importar las
fechas límite? Lo que importa es obtener una mejor calificación mediante una bonificación
inmerecida, lo que equivale en términos académicos a recibir de regalo una camiseta o una
tostadora. Las recompensas no tienen entonces relación con la calidad del trabajo personal.
Un hecho y sus consecuencias no están relacionadas, son al parecer sucesos aleatorios.
Los argumentos de los estudiantes para sonsacarle (wheedling) al profesor mejores notas,
ignoran a menudo el factor del desempeño académico. Quizá sienten que no es relevante.
“Si mi calificación no mejora, pierdo la beca”. “Si usted no me califica mejor, cancelaré la
materia (I'll flunk out)”. Uno sinceramente se altera con las súplicas de los estudiantes: “Si
no apruebo, mi vida se acabó”. Esto es algo difícil con lo que lidiar.
Al parecer soy el responsable de que algunos estudiantes hayan perdido sus becas,
cancelado la materia o decidido si su vida tiene o no sentido. Tal vez estos estudiantes me
consideran como el vendedor de una mercancía que desean, es decir, la nota. Aunque
intrínsecamente inútiles, las notas, si son apropiadamente manipuladas pueden
comercializarse (traded) por algo que tiene valor: un grado, lo cual significa conseguir un
trabajo, y lo cual a su vez significa ganar dinero. Aquello que la universidad ofrece en
realidad –una oportunidad para aprender– es considerado irrelevante, incluso menos que
inútil, debido a que requiere largas horas de trabajo duro.
En una sociedad saturada con valores superficiales, el amor por el conocimiento en sí,
suena algo excéntrico. Los beneficios de la fama y la riqueza son más obvios. Así, ¿es
correcto culpar a los estudiantes por reflejar los valores superficiales que saturan nuestra
sociedad?
Sí, por supuesto que es correcto. Estas personas deberían tomarse en serio a ellos mismos
ahora porque nuestro país se verá forzado a tomarlos en serio después, cuando lo que haya
en juego sea algo mucho más grande. Tienen que reconocer que su actitud no sólo es auto-
destructiva sino también socialmente destructiva.
El menoscabo del control de calidad –es decir, otorgar las notas apropiadas según los logros
reales– constituye un motivo de gran preocupación en mi departamento. Un colega señaló
que un título en Física puede obtenerse sin jamás haber respondido completamente alguna
pregunta de un examen escrito. ¿Cómo? Pues obteniendo en suficiente cantidad créditos
parciales y créditos extra, y con cierta ayuda en sus notas.
¿Pero qué sucede una vez que el estudiante se gradúa y obtiene un trabajo? Ahí es cuando
se multiplican las desgracias y se erosionan los estándares académicos. Nos lamentamos de
que a los colegiales (schoolchildren) los pateen para subir más rápido las escalas (“kicked
upstairs”) hasta que se gradúan de la secundaria a pesar de ser analfabetas e ineptos en las
matemáticas, pero parecemos estar despreocupados con los graduados universitarios cuyas
deficiencias menos evidentes resultan mucho más perjudiciales si su acreditación excede
sus cualificaciones.
Pero la lección es ignorada por el 10 por ciento que se queja. Los profesores debemos decir
más bien que no queremos (no que no podemos, sino que no lo haremos) cambiar la
calificación que el estudiante merece, por aquella que desea, y con frecuencia se quedarán
desconcertados o incluso enojados. No consideran justo el hecho de que son juzgados según
su desempeño, y no según sus deseos o su “potencial”. No consideran justo que deban
poner en riesgo sus becas o estar en peligro de cancelar la asignatura, sencillamente porque
no pudieron hacer o porque no hicieron su trabajo. Pero es más que justo, es necesario para
ayudar a preservar un estándar mínimo de calidad que nuestra sociedad necesita para
mantener su seguridad y su integridad. No sé si los estudiantes de última hora aprenderán
esta lección, pero yo sí he aprendido la mía. De ahora en adelante después de comunicar las
notas definitivas, me esconderé hasta que empiece el próximo semestre.
Este artículo fue publicado en Newsweek en español (junio de 1996), con el título de A
LA CAZA DE NOTAS. Tomado de:
http://tycho.escuelaing.edu.co/ecinfo2/asignaturas/mrey/articulos_interes/
articulos_interes.htm
Tomar decisiones apresuradas, hablar lo que piensa sin contenerse o impacientarse, son
rasgos de las personas impulsivas. En el Día Mundial de la Salud Mental, José A. Posada
Villa explica de qué se trata este trastorno.
En general, la persona impulsiva hace cosas sin pensar, toma decisiones apresuradas, habla
lo que piensa sin contenerse y se impacienta fácilmente. Tiene problemas para controlar las
emociones y comportamientos. Esta falta de autocontrol hace que tenga un inadecuado
funcionamiento social, personal, familiar y académico.
Las personas muy impulsivas pueden tener un atractivo a primera vista, pues asumen
riesgos y les gusta el cambio. Van por resultados rápidos y parecen tener una energía
ilimitada, pero generalmente son agresivas, tienen comportamientos sexuales de riesgo,
irritabilidad, falta de paciencia, dificultad para concentrarse, baja autoestima, aislamiento
social y como consecuencia pueden sufrir depresión y ansiedad. Todavía no se ha
identificado una razón específica de la causa la impulsividad. Se cree que es la
combinación de factores genéticos, físicos y ambientales.
Los efectos de la impulsividad pueden ser muy perjudiciales para la persona que no recibe
tratamiento. Las posibles consecuencias incluyen dificultad para desarrollar y mantener
relaciones interpersonales, fracaso escolar o laboral, auto agresión, comportamientos
criminales, baja autoestima y pensamientos o comportamientos suicidas. Hay aspectos de la
personalidad que pueden aliviar el problema: si la persona es inteligente, ve las
consecuencias de sus actos y actúa de manera más adecuada. También las personas
moderadamente ansiosas, generalmente son más prudentes.
Es importante saber que las personas impulsivas responden bien a las recompensas, pero
son generalmente insensibles al castigo. Funcionan mejor por promesas de recompensas
rápidas, atractivas y emocionantes que por la amenaza de un castigo severo. Los procesos
de educación, aprendizaje y maduración conllevan la capacidad de dominar la
impulsividad, es decir, tener comportamientos proactivos, ser capaces de negociar y
expresar los desacuerdos e incluso enfadarse de forma asertiva, sin reactividad.
Por último, vale la pena recordar que no es conducta impulsiva aquella que se realiza para
llamar la atención o establecer una lucha de poder o algún beneficio material y que cuando
lidiamos con una persona impulsiva hay que hacerle ver que no puede pasarse de la raya,
eso sí, con toda la educación y tranquilidad que podamos.
Muchos, y me incluyo, en vez de debatir con seriedad el tema del lenguaje incluyente,
zanjamos la discusión con una burla. En este artículo haré todo lo posible por argumentar lo
que pienso sobre el tema sin burlarme. Sostengo que las lenguas naturales (el español, el
chino, el quechua…) no son machistas ni feministas, no son capitalistas o socialistas, es
decir, que las lenguas no tienen ideología, que la gramática no es ideológica en sí misma, y
que todas las lenguas se pueden usar —claro está— para oprimir o para liberar. Mejor
dicho: que echarle la culpa de la opresión machista, que existe, a la estructura de la lengua,
es un error.
Naturalmente las lenguas se pueden usar de una manera racista, machista, excluyente,
discriminadora, etc. Si yo digo: “las mujeres son menos inteligentes que los hombres”,
estoy expresando una idea sexista. Pero ese machismo y ese sexismo no es de la estructura
de la lengua que me permite hacer una frase así, puesto que esa misma lengua me deja
decir: “la evidencia científica demuestra que hombres y mujeres tienen capacidades
intelectuales análogas”.
Lo machista es creer que la lengua (una estructura mental profunda y una construcción
colectiva) la construyen solo los varones, la sociedad patriarcal, y no las mujeres. Es sabido
que una lengua no la hacen las escritoras, ni las academias, ni los dictadores, ni los jueces,
sino todo el mundo, las personas de la calle, la gente común y corriente. La lengua, por lo
tanto, es una construcción de mujeres y de hombres, y no veo por qué las mujeres hubieran
querido “excluirse” en una lengua materna (¡!) a la que ellas han contribuido, como
mínimo, con la mitad de los impulsos lingüísticos. Creer que las mujeres simplemente han
tenido que someterse a la lengua de los machos, u obedecer al idioma que ellos crearon, es
de verdad pensar que las mujeres han sido bobas y mudas. Y las mujeres ni son más bobas
ni hablan menos que los hombres.
Vengo ahora al debate de esta semana: si el plural de género masculino, usado para ambos
sexos, es un rasgo machista del español, y si el uso de este plural masculino para designar a
hombres y mujeres las excluye y las vuelve invisibles. No lo creo. Hay una categoría
gramatical que se llama el epiceno. Este consiste en que con un solo género gramatical
(masculino o femenino) se designa a seres animados de uno u otro sexo. Bebé, lince,
pantera, víctima, son todos “epicenos”, es decir, palabras masculinas o femeninas que
sirven para designar a ambos sexos. Si digo que las panteras son negras, que los bebés son
tiernos y que los linces están copulando, me refiero en todos los casos a machos y a
hembras.
Decir que “todos” excluye a las mujeres es una falacia, es introducir una sospecha de malas
intenciones machistas en la lengua, y la lengua es inocente. El espíritu profundo del español
no tiene sesgos machistas. Si leo: “todos deben obedecer a la autoridad”, nadie cree que en
este caso se les pide obediencia solo a los hombres, y que las mujeres, por arte y magia de
un plural masculino que las excluiría, tienen la dicha de no tener que obedecerla. Si las
mujeres, por maldad de una lengua machista, estuvieran excluidas de lo bueno, entonces
habría que reconocer que esa lengua machista las excluye también de lo malo. “Los
ladrones deben ir a la cárcel” ¿es una frase que excluye favorablemente a las mujeres y por
lo tanto las ladronas están exentas de esta condena?