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ACTUEL MARX/ INTERVENCIONES N° 6

SEGUNDO SEMESTRE 2006

¿SON SOLUCIONABLES LOS CRÍMENES


CONTRA LA HUMANIDAD EN EL MIMETISMO Y
EL RELATIVISMO?
Alain Brossat*

Resumen.

El relativismo parece invencible cuando se trata de la criminalidad


histórica y de las violencias de Estado. Pero el uso político de los aconteci-
mientos, derivado del estallido de las memorias nacionales, en las formas
de negacionismo, revisionismo o mimetismo, exige que se pregunte por las
condiciones en que se pueden formar discursos emancipados de una rela-
tividad general y de la sospecha de interés político e ideológico de cada
enunciado. Surge entonces la necesidad de establecer una especie de pacto
implícito entre investigadores el cual no suponga solamente buenas dispo-
siciones morales, sino tambén capacidades descriptivas y analíticas.

En el comienzo sólo hay puntos de vistas, y por tanto prevalece


una condición de relatividad general de cada uno entre todos los
demás. Así, si yo, ciudadano y universitario francés, me lanzo, frente
a un público japonés, en una diatriba contra el uso político que ac-
tualmente hace el Primer Ministro de ese país sobre el litigioso pasa-
do de la Segunda Guerra Mundial con sus visitas rituales a Yakusuni,
para criticar la difusión de las tesis revisionistas a propósito de los
crímenes de Estado cometidos por el ejercito japonés durante este
período (en China o en otras partes), encontraré necesariamente, en
un momento o en otro, la siguiente objeción: pero ustedes, los fran-
ceses, o bien usted personalmente, en tanto que francés, ¿de dónde
saca esta gran seguridad que le autoriza a incriminar el modo en que

*Es filósofo. Profesor de la Universidad París VIII, Vincennes-Saint-Denys, Francia. Actual-


mente es profesor invitado en la Universidad de Tokio, Komaba, Japón.

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otros pueblos y naciones toman en cuenta su litigioso pasado? ¿Ha


evaluado bien usted todas sus propias cuentas con las acciones crimi-
nales cometidas a nombre suyo bajo el régimen de Vichy o al mo-
mento de la guerra de la independencia de los argelinos? ¿Dónde
están las tomas de posiciones oficiales de sus autoridades frente a la
espinoso problema del uso sistemático de la tortura por parte de los
militares franceses contra los combatientes argelinos?
Por mi parte, me inclino a otorgar un cierto crédito, pero un
crédito limitado a la máxima sobre la que se funda la reacción que
acabo de describir; la máxima que estatuye: que cada uno comience
por barrer delante de su propia puerta en materia de criminalidad his-
tórica, de pasado litigioso vinculado a violencias de Estado. En efec-
to, lector ocasional de la prensa anglo-sajona, no puedo impedirme
de tener reservas mentales cada vez que leo, por ejemplo, una edito-
rial o un artículo cuyo autor denuncia los actos bárbaros cometidos
por la resistencia irakí o recuerdan el oscurantismo violento del régi-
men de los Talibanes; cada vez tengo ganas de sentir la solidez de su
posición ético-política disparando a la bandada: y el empleo masivo
del “agente naranja” en Vietnam por parte del ejército estadouniden-
se, se recuerda usted- ¿y qué les parece? Y los miles de muertos del
golpe de estado en Chile teleguiado por vuestro Kissinger, ¿también
le inspiraron en su época tan virtuosas indignaciones?
Estas objeciones están dotadas de un fundamento real, por
mucho que vivamos en un mundo donde no existe ningún lugar ni
ninguna instancia de donde puedan emitirse, a propósito de los ob-
jetos de Historia de los que se trata aquí, juicios de verdad dotados
de una validez universal irrefutable, pues emanan de una posición
absolutamente neutra que garantiza su objetividad. Cuando un locu-
tor, cualquiera que sea, intenta entregar análisis, juicios u opiniones
sobre acciones históricas realizadas en nombre de otros (pueblos, na-
ciones, etnias...), la sospecha puede siempre ser alimentada porque
encuentra un interés propio en juzgarlas severamente, en tanto que él
es lo que es; más precisamente, que está en vías de dar libre curso a
esta inclinación, la más compartida en el mundo y que consiste en
aligerar su propia carga de responsabilidad frente a la Historia agra-
vando el fardo de otro; en francés idiomático, se llama a este gesto
tan común casi un reflejo: hacer su autocrítica a espaldas de otro. Y
por tanto, desde este punto de vista, diría que incluso los más cínicos
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de los partidarios del relato pseudo-patriótico japonés de la Segunda gue-


rra mundial que eluden tanto los exterminios de Nankin como la
esclavitud sexual de las mujeres coreanas y chinas, como los malos
tratos infligidos a los prisioneros de guerra (etc.), no están completa-
mente equivocados (o, si se prefiere, no están en la mentira pura)
cuando dicen que el uso que hacen los dirigentes del PC chino de
estos motivos está interesado y destinado, entre otras cosas, a desviar
la atención del mundo y tu propia opinión interior de los crímenes
cometidos por sus predecesores durante la Revolución cultural o en
el curso de otras secuencias históricas.
Esta situación de estallido de las memorias nacionales, estata-
les, que entran en los conflictos y los juegos de emulación extrema-
damente tensos cuando lo que está en cuestión son las acciones cri-
minales pasadas cometidas por los Estados en nombre de los pue-
blos, y particularmente las acciones que dependen de formas de vio-
lencias extremas (crímenes contra la humanidad, prácticas genoci-
das, genocidios), nos plantea, a nosotros investigadores universita-
rios, un problema absolutamente fundamental: ¿bajo qué condicio-
nes podemos pretender formar, a propósito de estos objetos históri-
cos, discursos que se emancipen, en parte al menos, de esta condi-
ción de relatividad general y de sumisión de todo enunciado al régi-
men de sospecha que detecta, tras cada uno de estos enunciados, un
interés político o ideológico en abierto conflicto con la ambición de
objetividad o la regla de neutralidad?
Y bien, lo que se puede decir a este respecto me parece bastante
simple: importa, en primer lugar, que el rol del “científico” y del
“político” (para retomar la terminología convencional de M. Weber)
sea claramente distinguido: es decir, que esté seguro en no dudar que
el discurso del investigador alemán o japonés, que está en vía de
hacer una comunicación sobre las masacres coloniales cometidas por
Francia, en África o en Indochina a fines del siglo XIX, está más
inspirado por un interés por el conocimiento que por intereses estra-
tégicos vinculados a los enfoques de un Estado o de un grupo políti-
co. Es preciso que, en su discurso, “razón científica” y Razón de Esta-
do aparezcan claramente desvinculadas y que este discurso haga otra
cosa que promover el poderío del Estado por otros medios que la
diplomacia o la inculcación a los niños de “verdades” reglamentarias
sobre el pasado por la televisión o por otros medios de adoctrina-
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miento, etc. Pero sobretodo, yo diría que es preciso que se establezca


entre investigadores una especie de pacto implícito fundado en la con-
fianza de la capacidad de los otros, aquellos con los cuales intercam-
bio y comunico, para formar discursos emancipados de la Razón de
Estado y preferir verdades que enojan a propósito del litigioso pasa-
do de su propio país, a los relatos “políticamente correctos” confor-
mes al interés de sus gobernantes. Si esta base de acuerdo implícito
no existe, si tenemos que tratar, a propósito de este tipo de objeto,
con “especialistas” que vienen a instruir en una jerga más o menos
sabia los mismos expedientes que sus dirigentes políticos, que no
tienen ninguna opinión crítica personal que dar sobre los crímenes
que se cometieron en nombre de su propio pueblo por las autorida-
des de su país, en un pasado más o menos cercano, entonces el espa-
cio de comunicación que se establece a propósito de estos objetos de
historia, entre “científicos” o especialistas, está desprovisto de toda base
moral. Ahora bien, desde que se abordan tales cuestiones, la dimen-
sión moral está estrechamente intricada con la del conocimiento,
con la de la inteligibilidad. Nada de lo que podría enunciar aquí en
términos críticos a propósito de la prosperidad del negacionismo en
Japón merecería ser tomado en consideración si, por otra parte, per-
maneciera convencido que las autoridades francesas están bien fun-
dadas al rechazar admitir oficialmente que un crimen contra la hu-
manidad fue cometido en París el 17 de octubre de 1961, poco antes
del fin de la guerra de Argelia, cuando centenares de argelinos fueron
masacrados y lanzados al Sena por la policía nacional. Aquí, la políti-
ca, expulsada por la puerta, vuelve por la ventana: es una especie de
escrúpulo político y no solamente moral, que me conduce, en este
caso, a separarme de la versión estatal de este crimen de Estado.
Por supuesto, no tenemos claramente allí más que una condición
necesaria y no suficiente para que se establezca un espacio de comunica-
ción bien regulado en torno a estas cuestiones. La máxima: “Que cada
uno comience por barrer delante de su puerta” no aporta evidente-
mente ninguna garantía en términos de producción de descripciones
correctas o de juicios de verdad adecuados a propósito de los objetos
enfrentados. Su respeto no es, una vez más, sino una pre-condición
moral para que la discusión pueda tener lugar. Es preciso aún que el
respeto de esta prescripción encadene en un trabajo que él ya no supo-
ne simplemente buenas disposiciones (morales), sino capacidades es-
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pecíficas –y particularmente capacidades no sólo descriptivas, sino


analíticas. Este punto es fundamental: en materia de criminalidad his-
tórica, la precisión, la erudición, la meticulosidad de las descripciones
siguen siendo insuficientes si usted no se arriesga a calificar eso de lo
que usted habla en términos que suponga el riesgo de la movilización
de conceptos –cualquiera sea el origen, filosófico, jurídico, sociológi-
co... Trabajar en un horizonte de objetivación sobre tales objetos, su-
pone también que se establezcan acuerdos entre investigadores y espe-
cialistas, en cuanto a dispositivos y aparatos conceptuales. Para mí, que
trabajo en la tradición europea de la filosofía política, que soy, por
tanto, un lector asiduo de Arendt, Primo Levi, Agamben, etc., el deba-
te entre partidarios de la expresión “patriótica” china “La Violación de
Nankin” y la expresión revisionista o negacionista japonesa “El inci-
dente de Nankin” me parece, desde este punto de vista, sin salida; se
tiene allí, en efecto, un diferendo que se condensa en “intensidades” y
no propone nada probando en términos de inteligibilidad. Pero, lo
que importa, es calificar el acontecimiento o la secuencia “Nankin 1937”
en términos o según una regla que le otorga su lugar entre la “serie” de
los grandes crímenes de Estado cometidos en el siglo XX. Para hacer
esto, es preciso zanjar, es decir correr el riesgo de una nominación del
acontecimiento o del crimen que depende de una clave conceptual.
Camus decía: “Nombrar mal las cosas, es contribuir a la desgracia del
mundo”. Es exactamente de eso que se trata: es preciso elegir entre dos
interpretaciones posibles del acontecimiento: la que estatuye que éste
depende de violencias de guerras corrientes, si osamos decirlo, de “ex-
cesos” cometidos por una soldadesca desatada (violaciones, saqueos,
asesinatos, incendios...), y la que sostiene que se trata de exterminios
planificados, organizados, fundados en los a priori ideológicos –los de
un discurso de la raza particularmente; por tanto un crimen moderno
por excelencia, un crimen que se inscribe no en el orden de lo inme-
morial de los desastres de la guerra y de las invasiones (Tamerlan, Gen-
gis Khan, Napoleón...), sino en la serie de exterminios inseparables del
destino del Estado moderno y de fenómenos totalitarios –y entonces
es con Auschwitz, Hiroshima-Nagasaki que se compara este crimen...
En este caso, es preciso decir la singularidad de este crimen ali-
neándolo en la categoría de crímenes contra la humanidad y hablan-
do, a este respecto, por cierto no de genocidio, sino más bien de prác-
ticas genocidas. Pero este trabajo o este partido, que compromete a los
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investigadores, supone la existencia de acuerdos mínimos que concier-


nen a códigos conceptuales. Supone particularmente que se acepte la
idea que las nociones jurídicas forjadas inmediatamente después de la
Segunda guerra mundial (destinadas a juzgar crímenes y a perpetrado-
res considerados como siendo de un tipo nuevo, como excedente de la
criminalidad política o guerrera “ordinaria”), han sufrido con éxito el
test de su aclimatación en otros espacios –los de la filosofía y de las
ciencias sociales. Supone que se renuncie a todo uso retórico o perfor-
mativo de estos términos –es decir destinado a producir efectos políti-
cos ante todo, que consisten, por ejemplo, en hablar de “genocidio” en
un sentido vago pero “ventajoso”, o bien en mantener la confusión
entre genocidio y crimen contra la humanidad.
Si no se pone el acento sobre estas apuestas de inteligibilidad,
sobre la importancia de los conceptos y de las taxonomías en el
enfoque de fenómenos modernos de violencia extrema, particular-
mente en materia de criminalidad de Estado, dejamos la puerta
completamemente abierta al juego predilecto de los negacionistas
que, constantemente, consiste en eludir el nombre de la cosa, en des-
nombrar las acciones criminales en debate para hacerlas entrar en
categorías borrosas, del tipo: “violencias intercomunitarias”, “de-
sastres de guerra”, “historia inhumana”, y otros sintagmas inconsis-
tentes. En efecto, bajo todas las latitudes, en Francia, en Turquía,
en Japón, la estrategia negacionista consiste menos en pretender
que no ha pasado nada allí donde testigos, sobrevivientes, historia-
dores dicen que un crimen de Estado fue cometido, que en luchar
obstinadamente para que sea eludida, en los relatos que constituyen
autoridad, el nombre de la cosa; el revisionismo aún ampliamente con-
sensual en Turquía no pone en duda que los Armenios hayan sido
masacrados en 1915, pero insiste sobre el hecho que las masacres tu-
vieron lugar entre otras, muchas otras, y de las que también fueron
víctimas los Turcos, o incluso otras, –lo esencial es que desaparezca del
horizonte de lo visible y de lo nombrable la singularidad del genocidio
armenio. Las autoridades francesas, cómplices del genocidio perpetra-
do en Rwanda en 1994, no niegan que los Tutsis hayan sido muertos,
en gran cantidad, durante esos “trágicos acontecimientos”, pero ponen
estas pérdidas en la cuenta de violencias intercomunitarias, de modo
de confundir las pistas y borrar las huellas de la responsabilidad del
Estado francés; los negacionistas japoneses no dicen nada de lo que
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ocurrió en Nankin en diciembre de 1937, dicen simplemente que lo


que tuvo lugar, no es para nada ese crimen que los acusadores mal
intencionados ponen en la cuenta del ejército japonés –sino complejos
incidentes cuya responsabilidad permanece compartida entre la parte
china y la parte japonesa. Y por tanto, una vez más, frente a los revisio-
nismos y negacionismos de todo pelaje, no basta con restablecer los
hechos, hay que calificar los crímenes cometidos, darle su nombre a lo
que fue cometido, en un enfoque que comprometa a la vez a la filosofía
(como “ciencia de los conceptos”) y al derecho (que establece en las
materia las reglas de justicia, las reglas penales).
Por último importa hacer aparecer algunas líneas de fuga fuera
de los espacios amurallados del relativismo absoluto y del mimetis-
mo. Es en efecto un punto donde el enfoque consistente en identifi-
car la condición de relatividad general de los discursos sobre los crí-
menes de tipo totalitario o las violencias extremas e ilegítimas come-
tidas por los Estados, debe rigurosamente invertirse. Este es el punto
donde yo enfrento, en tanto que miembro de una comunidad dada,
los crímenes que fueron cometidos, en un pasado más o menos re-
ciente, en nombre de esta comunidad, por una autoridad general-
mente legitimada, de sobremanera. Según un régimen de historici-
dad moderna, parece que no puedo exonerarme de estos crímenes,
arguyendo simplemente de hecho que no tomé parte personalmen-
te; aparece que, sin que alguien pueda decretar mi culpabilidad perso-
nal respecto de estos crímenes (lo absurdo de la teoría de la culpabi-
lidad colectiva), yo no cargo menos, conjuntamente con todos los
vivientes que pertenecen a esta misma comunidad y que dependen
de la autoridad establecida en la continuidad de la precedente, el
fardo de la responsabilidad frente al crimen, frente al mundo, frente
a las víctimas y a sus herederos. Digamos que hay allí un axioma de la
modernidad, de un régimen moderno de historicidad, un axioma
por tanto, que no se discute, o entonces que no se discute sino al
riesgo de situarse al margen de toda condición de época.
En estas condiciones, los crímenes cometidos en nombre de mi
comunidad de pertenencia, a instigación de autoridades que preten-
den encarnar esta comunidad, deben ser considerados por mí mismo y
por todos lo que dependen de este grupo absolutamente, en tanto que
tales, por mucho que apelen a mi responsabilidad, y ya no relativamen-
te, por mucho que se comparen con otros. La falla en el razonamiento
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del revisionismo japonés que presidió la instalación del “museo” deno-


minado Yushukan, que colinda con el santuario patriótico evocado
más arriba, es evidente: el hecho que los criminales de guerra hayan
sido colgados al fin del proceso de Tokio, lo hayan sido por el efecto de
una “Justicia de vencedores”, no cambia en nada el hecho que hayan
sido los instigadores de crímenes contra la humanidad y de prácticas
genocidas y por tanto, a este título, merecerían mil veces su castigo; un
cierto sentido común, un cierto sentido moral nos dicta esto: un cri-
men es un crimen, y no puede, en su constitución íntima de daño
hecho al cuerpo común de la humanidad, ser objeto de ninguna tran-
sacción, ni comparación, ni operación de relativización. Y por tanto, es
preciso afirmarlo bien fuerte: si los acusados de los procesos de Tokyo y
Nuremberg habían sido juzgados por un tribunal compuesto de Mar-
cianos y no de “vencedores”, no habrían debido menos, con justicia,
ser condenados como lo fueron –por lo menos. Es allí, evidentemente,
que se repara la falla del razonamiento del juez indio Radha Binod Pal,
y del relativismo absoluto en el que se inspira: si los acusados de Nur-
emberg y de Tokyo fueron juzgados injustamente bajo el pretexto que
Truman no tuvo cuentas que rendir por la destrucción nuclear de Hi-
roshima y Nagasaki (o Churchill por las bombas de fósforo en Dres-
de), entonces, para retomar una fórmula conocida, todo está permiti-
do, y jamás, en ninguna parte, un tribunal que proclama su compe-
tencia universal para juzgar crímenes de Estado, se funda para estable-
cerse; lo que quiere decir, prácticamente, si nos allegamos a la regla
establecida por este tipo de razonamiento, que ¡Milosevic habría podi-
do continuar indefinidamente haciendo prosperar su policía étnica en
los Balcanes en vez de dedicarse a dar razón de sus acciones criminales
ante el TPI de La Haya!
Otra falta de razonamiento, no menos flagrante, se releva en la
argumentación de aquellos que apostrofan la justicia de los vencedores;
no son los últimos, en general, especialmente en Japón, en considerar
que la anexión de Corea, la invasión de China, el ataque sorpresa de
Pearl Harbor, lejos de ser acciones ilegítimas o pérfidas, actualizaban
un “derecho” histórico de la nación y de la potencia japonesa. Esta
“lectura” del pasado imperial y expansionista se funda en una filosofía
de la Historia particular, la que estatuye que el éxito establece el dere-
cho del conquistador y que el destino sonríe al vencedor que sabe for-
zar la decisión. Hay contradicción flagrante, en estas condiciones, en
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quejarse de lo que el vencedor, que se encontró en el otro campo, ejerza


entonces una justicia conforme a sus intereses, tal como lo habría he-
cho la potencia vencida, si los roles se hubiesen invertido: es en efecto
conforme a la filosofía de la Historia misma de aquellos que se quejan
de esta justicia de vencedores que el general Tojo y sus comparsas fue-
ron colgados. Cuando se adopta esta filosofía de la Historia, lo mejor es
aún evitar estar en el campo de los vencidos; y sobre todo, nada es más
incoherente y aventurado que cambiar de filosofía de la Historia en
medio del vado –entre Pearl Harbor y el proceso de Tokyo... No basta
con ser fiel a sus sensaciones patrióticas: también es preciso serlo en el
régimen del discurso que se ha instalado para sí mismo.
Una palabra para terminar: el mimetismo es la enfermedad
infantil de la memoria colectiva, cuando están en cuestión la crimi-
nalidad estatal, las violencias extremas en las sociedades modernas.
Por mimetismo, entiendo esas acciones de vuelta, esas acciones-
reflejas que consisten en justificar un ultraje por otro ultraje, un
crimen por otro crimen, una agresión por otra agresión. Es el sín-
drome del patio de recreo: dos niños se pelean y el maestro pregun-
ta: “¿Quién comenzó?” Y los dos responden en coro: “¡Fue él, Se-
ñor!”. Para un observador occidental y novato, no especialista, los
discursos a menudo escuchados de la boca de los dirigentes políticos
japoneses, pero también toda esta literatura revisionista que se vende
por kilo en Yushukan, pero también los manuales escolares que le-
vantan tempestades que sabemos dependen de esta matriz: ¿por qué
deberíamos, nosotros Japoneses, ocupar infinitamente la posición del
acusado y del objeto malo cuando no somos nosotros los que “co-
menzamos” (la colonización en Asia) y que, si hemos dado golpes,
también hemos recibido más de lo que hemos dado? Sería aquí tal
vez que se detectaría más distintamente la diferencia entre las estra-
tegias memoriales que se situaron a partir de los años 1960-70 en
Alemania (del Oeste) y en Japón. En Alemania, el giro decisivo de
estos años es el que consiste para la clase política, como para la socie-
dad en su gran mayoría, en abandonar los reflejos y estrategias mi-
méticas a una extrema derecha nacionalista y marginal para volverse
hacia una aproximación que consiste en aceptar la carga de lo que fue
cometido por el III Reich en nombre de los alemanes y en manifestar
ese giro por gestos prácticos, comprometiendo tanto la autoridad
como los medios culturales, o que las jóvenes generaciones se benefi-
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cian, no obstante, con la “gracia del nacimiento tardío” (H. Kohl).


Los Alemanes de hoy no son menos proclives que los herederos de los
otros grandes vencidos de la Segunda guerra mundial, Japón, a po-
ner delante la relatividad de los crímenes cometidos en su nombre a
otros (la destrucción de las ciudades de Alemania por los bombar-
deos aliados) y la importancia de los daños sufridos (la pérdida de los
territorios del Este). No comprendieron que el único modo de eman-
ciparse de la tiranía del pasado criminal, de escapar a la neurosis del
pasado de culpable/víctima, era operar esta conversión por la cual se
separa de los crímenes cometidos en nombre de la comunidad, se
des-identifica –asumiendo también la responsabilidad. Es una pos-
tura tal que hace posible por ejemplo la existencia de un film como
La caída y que relata los últimos días de Hitler en su bunker berli-
nés, en abril de 1945, con el popular actor Bruno Ganz en el rol
titular; un film destinado a un amplio público, no es una obra maes-
tra, lejos de eso, pero con toda seguridad sin duda sin mantener la
menor nostalgia de ese pasado, del régimen nazi y de sus actores; un
film comercial, y que atestigua, en su mediocridad misma, la clari-
dad de la relación que se establece entre los alemanes de hoy con esos
años sombríos.
Por un contraste soprendentes, ocurre que es un cineasta ruso y
no japonés quien, al mismo tiempo, roda un film (notable éste),
consagrado a los últimos días del reino “divino” de Hirohito, reclui-
do en su bunker, él también, ante la derrota de Japón –El Sol de
Alexandre Sokourov o cómo, entre las manos del procónsul Mac Ar-
thur, el emperador japonés se metamorfosea en simple mortal…

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