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REFLEJOS DE JOAQUÍN BALAGUER, EL ESCRITOR

Aprendí las primeras nociones de su obra en la clase de literatura dominicana, justo


cuando se aprestaba a convertirse en presidente de la República, luego de un duro exilio
y una guerra civil que desangró al país. El doctor Francisco Batista era no sólo un
admirador político de Joaquín Balaguer, sino un estudioso de sus ensayos y discursos,
que conocía al dedillo, como si él mismo los hubiera escrito. Con un tono solemne y la
emoción contenida de quien intenta situarse por encima de sus preferencias, nuestro
profesor explicaba sus lecciones siguiendo a pie juntillas la Historia de la literatura
dominicana de Balaguer, obra publicada por primera vez en 1956, que muchos leímos
sin remisión hasta aprender la inmensa cantidad de informaciones sobre autores y obras
que contiene, desde la colonia hasta mediados del siglo XX.

En el tiempo que duró el curso de literatura dominicana no me percaté de que me había


sido inoculado el virus de la curiosidad por el escritor Balaguer, a quien comencé a leer
a partir de entonces en viejas ediciones adquiridas en la Librería Dominicana. Pero
nunca lo leí con la obsecuencia del seguidor incondicional, sino con los ojos abiertos,
las dudas, inquietudes y preguntas de quien desea aprender y busca explicaciones
válidas más allá de los estereotipos y encasillamientos convencionales.

La erudición de Balaguer es su rasgo de escritor que más me impresionó desde el


principio. Cada capítulo de su manual de literatura constituye una lección de infalible
memoria, que sólo afean ciertas erratas en aquella edición de tapas duras realizada por
el inolvidable editor don Julio Postigo. Los ensayos críticos de Balaguer son un
inagotable despliegue de conocimientos que él enhebra con retórica grandilocuente,
cargada de epítetos y valoraciones. Si bien es cierto que sitúa en un pedestal, no sin
razón, a ciertos poetas o novelistas a quienes ciñe una corona de laureles -Salomé Ureña
o Manuel de Jesús Galván, por ejemplo-, a otros los reduce a figuras irrelevantes hasta
convertirlos en meras fichas cronológicas, o en un coro destinado a cantar en el Olimpo
donde se pasean triunfantes los grandes del parnaso nacional.

La Colección Pensamiento Dominicano, que tan grata acogida tuvo en más de una
generación de lectores, publicó varias antologías preparadas por Balaguer, cuyos
estudios introductorios fueron, durante años, obras de referencia en mis clases de
literatura en el Colegio Loyola, cuando todavía era un joven profesor ilusionado y lleno
de esperanzas. Como escritor cibaeño, muy orgulloso de una tradición a la que
pertenece, Balaguer ha escrito acerca de la obra de escritores que hoy constituyen
figuras cimeras en las historias literarias del país. Entre los ensayos más conocidos se
encuentran el prólogo a Los humildes, de Federico Bermúdez, que el poeta Héctor
Incháustegui Cabral publicó en los primeros números de la colección de la Universidad
Católica Madre y Maestra; y Colón, precursor literario (1958), ensayo que figura en el
Diario del navegante, primera obra de la Biblioteca de Clásicos Dominicanos de la
Fundación Corripio.
Guardo buenos recuerdos de la antología, con prólogo de Balaguer, titulada Federico
García Godoy (1951), escritor que logró interesarme con su interpretación de la época
independentista y la guerra restauradora contenida en su Trilogía patriótica; o el estudio
que elaboró para las Décimas (1953) de Juan Antonio Alix, poeta de raigambre popular,
del que incluye ciertas composiciones que denomina "pornográficas" y a quien justifica
valiéndose de referencias a las sátiras de Luciano y a las mofas de Quevedo, un ingenio
burlesco y virulento como ninguno en la España del siglo XVII; y apelando incluso a un
aforismo de Oscar Wilde, que pasó, sin transición, de la exaltación mundana a la
amarga tragedia de la cárcel, y quien por eso mismo dijo que "no hay obras morales ni
inmorales, sino mal o bien escritas".

Balaguer también ha escrito en forma narrativa su propia interpretación de la historia


dominicana, a veces idealizando figuras y momentos específicos, como lo hizo en El
Cristo de la libertad (1950), biografía novelada de aliento romántico sobre la vida del
patricio Juan Pablo Duarte, una apología que me atrajo en la adolescencia, pero que
muchos años después, al releerla, encontré acartonada, hecha para deificar a un héroe
que fue el más humano y generoso de su tiempo y, por tanto, el menos ampuloso y
espectacular.

También me gustó, cuando la leí, El centinela de la Frontera. Vida y hazañas de Antonio


Duvergé, de la que extraje un fragmento para incluirlo en mi Antología de la literatura
dominicana (1972), preparada a petición del doctor Rafael Molina Morillo, entonces
Director de Publicaciones Ahora y cuyo hijo, José Antonio, era mi alumno en el Loyola.
Debo confesar aquí que, al incluir a Balaguer en mi antología, situándolo entre los
narradores dominicanos del siglo XX, daba conscientemente un arriesgado paso que me
exponía a las feroces críticas de los temerarios representantes del mundillo literario
local, tan antibalaguerista en esos años de postguerra.

Durante décadas muy pocos intelectuales nativos le reconocieron su condición de


escritor y creo -con toda la subjetividad que implica el juicio-, que él se resintió. El
hombre que hasta ahora ha gobernado más veces el país, el que ha permanecido durante
más tiempo ligado al poder, el político al que nadie discute sagacidad ni inteligencia, es
al que muchos le han escamoteado lo que tal vez más anhela: tener un puesto propio en
la literatura dominicana, un verdadero sitial junto a los grandes. Ese desdén
generalizado de los coetáneos hacia él y su obra, sobre todo la poética -considerada por
la crítica como la menos importante en el conjunto de su vasta producción-, es probable
que haya generado esa típica actitud del político Balaguer hacia los intelectuales y
escritores del país, ante quienes, siendo presidente de la República se ha comportado,
salvo raras excepciones, con absoluta indiferencia, o a quienes ha ignorado por
completo, distinguiendo a contados intelectuales de relieve con cargos diplomáticos o
designaciones oficiales significativas.

La obra literaria de Joaquín Balaguer es similar a su propia vida: extensa, variada,


inevitable, continua. Comenzó como poeta arrebatado, con un prólogo que ofrecía un
agudo perfil de las complejidades de su espíritu, y continuó como ideólogo de la obra de
Trujillo, sujeto a las circunstancias, escribiendo libros apologéticos de la dictadura,
mientras seguía su paciente labor de filólogo, historiador o crítico literario, aquí o en el
extranjero, siendo Canciller o Secretario de Educación, embajador en Colombia o
Vicepresidente de la República. Precisamente en uno de esos libros, Los próceres
escritores (1947), refulge con todo su brillo su obsesión por la política y la literatura, y
cada ensayo revela cuáles son, en verdad, sus pequeños dioses tutelares.

Otro libro, Literatura dominicana (1950), contiene estudios que al leerlos me marcaron,
sobre todo el de Salomé Ureña, máxima figura de la poesía dominicana del siglo XIX,
quien le ha motivado elogios extraordinarios; y el de Fabio Fiallo, un poeta que
empalidece ante el escrutinio a que lo somete el crítico literario, cuando lo califica de
"poeta de inspiración refleja", simple epígono de Bécquer y Heine. Sin embargo, para el
propio Balaguer, casi medio siglo después de haber escrito ese ensayo, la figura de
Fiallo tenía otra dimensión. Lo supe en la visita que me permitió conocerle en su
despacho del Palacio Nacional, por gestiones del buen amigo Jorge Tena Reyes,
entonces Subsecretario de Educación y quien hizo posible la publicación de Dos siglos
de literatura dominicana (1996), antología preparada en colaboración con ese gran
artista que fue Manuel Rueda.

Recuerdo muy bien que esa mañana, el Cardenal López Rodríguez, Tena Reyes, Rueda
y yo fuimos a llevarle los primeros ejemplares de la antología. El doctor Balaguer
estaba feliz con sus libros y no quería que nosotros, los visitantes que habíamos ido a
conversar de todo con él, menos de política, abandonáramos su despacho. En verdad,
hablamos mucho de literatura y en un momento se me ocurrió decirle que sus libros
habían sido obras de consulta para mí desde muy joven. Ante ese cumplido, que es
también un lugar común con el que se sale del paso, él preguntó, con una vocecita casi
inaudible: "¿Cuáles?", y yo le hablé de los libros que he mencionado y me detuve en el
ensayo acerca de Fabio Fiallo, diciéndole que me parecía que había tratado con dureza
al autor de Cuentos frágiles y La canción de una vida. Él, un poco sorprendido, dijo que
consideraba a Fiallo un gran poeta y que le admiraba mucho, con lo que dejó zanjada la
embarazosa situación en que le había colocado.

Después nos despedimos, él muy sonriente y agradecido de la visita y poniéndose a las


órdenes en lo que pudiera necesitar. Desde entonces no había vuelto a verle, hasta que
hace dos años, por razones de un libro en el que ahora trabajo, fui a entrevistarle. Lo
encontré sentado en su cómodo sillón, disminuidas sus fuerzas, pero muy lúcido y
atento a todo. Hablamos de la visita a que me he referido y recordaba los pormenores.
Deploró la muerte de Rueda, ocurrida hacía sólo unos meses, y me habló de su obra con
palabras de respeto y admiración, elogiando su drama Retablo de la pasión y muerte de
Juana la Loca, premiada en España.

Hay obras de Balaguer que hablan de su amor por los grandes momentos y figuras
históricas, como su Guía emocional de la ciudad romántica (1944), en la que subyace,
bajo su deslumbramiento frente a los blasones de 'Atenas del Nuevo Mundo' que ostentó
Santo Domingo en la época colonial, su admiración por la figura paradigmática de frey
Nicolás de Ovando, el fiero conquistador que convirtió en realidad la ciudad amurallada
en la margen occidental del Ozama. Ovando, constructor y pacificador, compendia el
ideal de gobernante que Balaguer emula: un mandatario que erige ciudades al mismo
tiempo que impone el orden con mano férrea, enfrentándose a sus adversarios con una
gélida e impasible actitud.

Los discursos literarios, históricos o educativos de Balaguer, que se cuentan por


decenas, no pueden compararse con su oratoria política. Todo el fuego de su pasión,
toda la energía de su intelecto se dirigen a un punto determinado para alcanzar una
meta, que es lo que ocurre en La marcha hacia el Capitolio (1973); o para defender a
veces lo imposible: recuérdese la triste pieza, repetida una y otra vez hasta el cansancio,
que constituye el panegírico leído en el sepelio de Trujillo, a quien conoció como nadie
por haberle servido durante treinta años, y de quien dejó, en La palabra encadenada
(1975), uno de los más certeros retratos del dictador que colaborador alguno haya
escrito. Cuando Balaguer perdió la visión a causa del glaucoma, era todo un espectáculo
verlo y oírlo hablar por televisión durante horas, seguro y resuelto, diciendo de memoria
sus discursos, con fechas y cifras exactas, sin un solo error.

Balaguer es, pues, un memorioso consumado, un escritor que ha registrado con


paciencia de orfebre una extensa gama de temas y situaciones enraizados en la realidad
histórica del país. Ha escrito libros controversiales, como La isla al revés (1983),
reformulación de una vieja tesis suya muy atacada por esa parte de la intelectualidad
dominicana que propugna por un respeto a los derechos de nuestros vecinos haitianos.
Algunos libros ponen de manifiesto su vena narrativa (Los carpinteros, 1984); otros
constituyen, pese a lo extensos, un resumen apresurado y justificatorio de su trayectoria,
como sus Memorias de un cortesano de la 'Era de Trujillo' (1988), posiblemente uno de
los más polémicos, con su ominosa página en blanco que pone el dedo sobre una llaga
todavía abierta.

En 1990, Joaquín Balaguer obtuvo, junto a Juan Bosch, el Premio Nacional de


Literatura. Era la culminación de un proceso, un momento largamente esperado, si no de
gloria, por lo menos de reivindicación personal. En el poder o en la oposición, nunca ha
dejado de escribir. Tiene esa constancia inigualable que es otro de sus grandes méritos
indiscutibles. Después de aquel premio, ha seguido publicando obras cuyas deficiencias
tipográficas delatan su ceguera, su imposibilidad de revisar y corregir él mismo las
pruebas de imprenta. Se ha adentrado en los grandes temas de todos los tiempos; los
tópicos más entrañables de la cultura grecolatina, es decir, los pueblos que admira y
reverencia: España infinita (1997), Grecia eterna (1999) y La raza inglesa (2000).

La lectura de las obras de Joaquín Balaguer, al margen de cualquier consideración


política, constituye una de las experiencias más aleccionadoras que podamos imaginar
para un escritor dominicano contemporáneo. Ética, conciencia, responsabilidad histórica
y vocación literaria confluyen en su obra como en un río embravecido, para enseñarnos
el camino que podemos transitar y las asechanzas del poder que tenemos que eludir.

José Alcántara Almánzar

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