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La Colección Pensamiento Dominicano, que tan grata acogida tuvo en más de una
generación de lectores, publicó varias antologías preparadas por Balaguer, cuyos
estudios introductorios fueron, durante años, obras de referencia en mis clases de
literatura en el Colegio Loyola, cuando todavía era un joven profesor ilusionado y lleno
de esperanzas. Como escritor cibaeño, muy orgulloso de una tradición a la que
pertenece, Balaguer ha escrito acerca de la obra de escritores que hoy constituyen
figuras cimeras en las historias literarias del país. Entre los ensayos más conocidos se
encuentran el prólogo a Los humildes, de Federico Bermúdez, que el poeta Héctor
Incháustegui Cabral publicó en los primeros números de la colección de la Universidad
Católica Madre y Maestra; y Colón, precursor literario (1958), ensayo que figura en el
Diario del navegante, primera obra de la Biblioteca de Clásicos Dominicanos de la
Fundación Corripio.
Guardo buenos recuerdos de la antología, con prólogo de Balaguer, titulada Federico
García Godoy (1951), escritor que logró interesarme con su interpretación de la época
independentista y la guerra restauradora contenida en su Trilogía patriótica; o el estudio
que elaboró para las Décimas (1953) de Juan Antonio Alix, poeta de raigambre popular,
del que incluye ciertas composiciones que denomina "pornográficas" y a quien justifica
valiéndose de referencias a las sátiras de Luciano y a las mofas de Quevedo, un ingenio
burlesco y virulento como ninguno en la España del siglo XVII; y apelando incluso a un
aforismo de Oscar Wilde, que pasó, sin transición, de la exaltación mundana a la
amarga tragedia de la cárcel, y quien por eso mismo dijo que "no hay obras morales ni
inmorales, sino mal o bien escritas".
Otro libro, Literatura dominicana (1950), contiene estudios que al leerlos me marcaron,
sobre todo el de Salomé Ureña, máxima figura de la poesía dominicana del siglo XIX,
quien le ha motivado elogios extraordinarios; y el de Fabio Fiallo, un poeta que
empalidece ante el escrutinio a que lo somete el crítico literario, cuando lo califica de
"poeta de inspiración refleja", simple epígono de Bécquer y Heine. Sin embargo, para el
propio Balaguer, casi medio siglo después de haber escrito ese ensayo, la figura de
Fiallo tenía otra dimensión. Lo supe en la visita que me permitió conocerle en su
despacho del Palacio Nacional, por gestiones del buen amigo Jorge Tena Reyes,
entonces Subsecretario de Educación y quien hizo posible la publicación de Dos siglos
de literatura dominicana (1996), antología preparada en colaboración con ese gran
artista que fue Manuel Rueda.
Recuerdo muy bien que esa mañana, el Cardenal López Rodríguez, Tena Reyes, Rueda
y yo fuimos a llevarle los primeros ejemplares de la antología. El doctor Balaguer
estaba feliz con sus libros y no quería que nosotros, los visitantes que habíamos ido a
conversar de todo con él, menos de política, abandonáramos su despacho. En verdad,
hablamos mucho de literatura y en un momento se me ocurrió decirle que sus libros
habían sido obras de consulta para mí desde muy joven. Ante ese cumplido, que es
también un lugar común con el que se sale del paso, él preguntó, con una vocecita casi
inaudible: "¿Cuáles?", y yo le hablé de los libros que he mencionado y me detuve en el
ensayo acerca de Fabio Fiallo, diciéndole que me parecía que había tratado con dureza
al autor de Cuentos frágiles y La canción de una vida. Él, un poco sorprendido, dijo que
consideraba a Fiallo un gran poeta y que le admiraba mucho, con lo que dejó zanjada la
embarazosa situación en que le había colocado.
Hay obras de Balaguer que hablan de su amor por los grandes momentos y figuras
históricas, como su Guía emocional de la ciudad romántica (1944), en la que subyace,
bajo su deslumbramiento frente a los blasones de 'Atenas del Nuevo Mundo' que ostentó
Santo Domingo en la época colonial, su admiración por la figura paradigmática de frey
Nicolás de Ovando, el fiero conquistador que convirtió en realidad la ciudad amurallada
en la margen occidental del Ozama. Ovando, constructor y pacificador, compendia el
ideal de gobernante que Balaguer emula: un mandatario que erige ciudades al mismo
tiempo que impone el orden con mano férrea, enfrentándose a sus adversarios con una
gélida e impasible actitud.