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Federico Elorriaga

LAS HERIDAS DE SAN IGNACIO


Federico Elorriaga, S.J.

LAS HERIDAS DE SAN IGNACIO

Ediciones UiM Mensajero


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© Federico Elorriaga, S.J.


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Web: www.mensajero.com
ISBN: 978-84-271-3089-0
Depósito Legal: BI-557-2010

Impreso en: RGM, S.A. - Urduliz (Bizkaia)


índice

Prólogo • 11
Pregunté al ordenador 15
Nos gustan los superhombres 19
Fue un hombre herido 25

PRIMERA HERIDA
La muerte temprana de su madre

Entre lo pétreo y lo frágil 31


Herida de una ausencia 35
Añoranza materna 41

SEGUNDA HERIDA
La de su autoafirmación del yo

Fantástica aventura 47
Narcisismo de Ignacio 53
Dios sigue trabajando 57
Segunda herida 63
7
TERCERA HERIDA
Herido por orgullo

Arévalo quedó atrás 71


Herido en Pamplona 75
Camino hacia Loyola 81
Segunda convalecencia 85
Las bombardas de Dios 91
Apertura al misterio 95
¿Conversión total? 101
Tentaciones en Loyola 107
Centrado sobre su yo 113
Del yo, al Tú de Dios 117

CUARTA HERIDA
Herida con consecuencias

Cojera de por vida 123


Experimentar la fragilidad 127
Mundo perdido 131

QUINTA HERIDA
Escrúpulos en Manresa

La bonanza 139
La tormenta 147
Nueva senda 153
Despertó como de un sueño 159

SEXTA HERIDA
Herida en su entendimiento

Cascada mística 165

8
Recreación de la mirada 171
Los ojos diferentes 175
La mirada de Dios 181
Dios preparaba su instrumento 187
Herida de su vanagloria 193

SÉPTIMA HERIDA
Herido en sus deseos

Camino hacia Jerusalén 201


Su viaje interior 207
Quedarse para siempre 213
Pareceres dispares 217
Dejar la Tierra Santa 223

OCTAVA HERIDA
Fracaso de los primeros compañeros

Los primeros compañeros 229


Defección de sus compañeros 235

NOVENA HERIDA
Herido en su doctrina

Ambiente que se respiraba 243


Abandono en la Providencia 247

DÉCIMA HERIDA
Herido en su actividad apostólica

Pobreza y estudios 255


Seductor de los escolares 261

9
UNDÉCIMA HERIDA
Herido con sufrimientos

De Azpeitia a Venecia 269


Sufrimientos también en Roma 273

HERIDAS DE PEDRO
Para que conozca su fragilidad

Pedro el presuntuoso 281


Despojándose de su autosuficiencia 287
De la presunción al llanto 291

HERIDAS DE PABLO
Herido para que no se envanezca
Tenía motivos para vanagloriarse 297
Para que no se envanezca 301

DIOS ENTRÓ POR SUS HERIDAS

Su actitud frente a la fragilidad 309


Paciencia 315
Integrando sus heridas 323
Dejarse transformar 331

CONCLUSIONES
La energía oscura
Ignacio, aprendiz de Dios 339
Vio de forma distinta su destino 347
De narcisista a pobre 353
Caminos de hombres, caminos de Dios 359
Dar luz a la oscuridad de la noche 365
La escala de Jacob 373

10
PRÓLOGO

San Ignacio es una confirmación del dicho tantas veces


repetido, «Más importante que lo que nos sucede es qué
hacemos con lo que nos sucede». Porque lo que nos suce-
de se escapa muchas veces de nuestra voluntad, pero lo
que hacemos con ello depende (más) de nosotros mis-
mos. Este libro es un ejemplo magnífico de esa verdad.
Su primer secreto está en el plural del título. No se
trata, al menos no solamente, de «la herida» de San Ig-
nacio (aquélla que recibió en la defensa de Pamplona y
que le destrozó la pierna derecha), sino de «las heridas»,
de aquellas heridas, unas exteriores y otras internas, re-
cibidas a lo largo de toda su vida; de cómo impactaron
en él y de cómo las fue procesando. Todo un acierto del
autor, ya en el modo mismo de concebir este libro. Por-
que libros sobre la vida de San Ignacio hay muchos, pe-
ro no con este enfoque tan preciso, tan atrayente y tan
práctico.
¿A qué heridas se refiere el autor? Federico Elorriaga
enumera hasta once que no es preciso citar aquí porque
basta mirar al índice para descubrirlas. Lo que sí parece

11
conveniente es adelantar sintéticamente el modo como
el autor se acerca a ellas:
1. Se trata en primer lugar de describir la «herida» en
cuanto tal. Siguiendo la vida de San Ignacio, rastreada
sobre todo a través de la Autobiografía, pero también de
otros testimonios históricos, Elorriaga va dando nombre
a las distintas experiencias vividas por el santo que unas
veces cortan en seco sus proyectos y otras le lanzan ha-
cia novedades insospechadas.
Entre esas primeras experiencias estarían hechos tales
como la herida de Pamplona; la negativa a su proyecto
de quedarse en Jerusalén; el fracaso con sus primeros
compañeros de Alcalá y Salamanca; las sospechas de la
Inquisición sobre su doctrina, etc.
De las segundas formarían parte su experiencia de
Loyola, cuyo primer efecto será la aparición de Cristo en
su vida como un Señor a quien entregarse y servir; las
cinco gracias de en Manresa que marcarán su vida para
siempre; la «visión» de La Storta como confirmación de
su petición a María de que «quisiera ponerle con su Hi-
jo», etc., etc.

2. Dios emerge para nosotros «en todas las cosas», en


todas ellas nos cita a la adoración y al servicio, pero a
nosotros los humanos nos resulta más fácil encontrarlo
cuando el viento sopla de espaldas que cuando sopla de
frente. Un mérito innegable del autor está en no haber-
se zafado de indagar en los impactos negativos que Ig-
nacio hubo de experimentar a lo largo de su vida, en sus
efectos, y en su modo concreto de vivirlos.
Hasta hace poco no era tan frecuente este plantea-
miento. Fueron autores como Meissner, Domínguez
Morano y otros quienes se atrevieron a entrar en las he-
ridas psicológicas y afectivas que necesariamente tuvie-
ron que dejar en su alma hechos tales como ser el me-

12
ñor de trece hermanos; la temprana muerte de su ma-
dre; la herida en su pierna que tan abruptamente inte-
rrumpiría sus sueños de caballero mundano... Federico
Elorriaga entra a fondo en tales hechos para ver, desde
dentro, el impacto que producen en el propio Ignacio y
a Dios actuando en ellos.
Cuando estos autores, a través de sus conocimientos
psicoanalíticos, concluyen que la personalidad interior
de Ignacio tendía hacia un cierto narcisismo obsesivo,
no están desprestigiando al santo, sino tan sólo aludien-
do a cómo era «naturalmente». En ese sentido, todos so-
mos algo, eso u otra cosa... Pero como decíamos al prin-
cipio, el verdadero problema de la vida no está ahí, en lo
que somos, sino en cómo gestionamos eso que somos.

3. Y ahí es donde nuestro autor vuelve a mostrarse


sumamente acertado. Porque la maravilla de todos los
santos, y en este punto concreto de Ignacio, está en su
capacidad de perforar la realidad, toda realidad, para
encontrar a Dios en ella y dejarse conducir por Él.
Todo el mundo está de acuerdo en que las dos gracias
principales con las que Ignacio enriqueció el patrimonio
espiritual de la Iglesia serían la del discernimiento espiri-
tual en cuanto sabiduría práctica para sentir, discriminar
y confirmar lo que Dios quiere de nosotros, y la del con-
templativo también en la acción, cosa que él solía expresar
con las palabras: «Es preciso buscar y hallar a Dios en to-
das las cosas». Pero ¿qué tiene que ver esto con los dos
puntos anteriores?
Mucho, todo. Porque la primera reacción humana an-
te lo que contradice nuestros deseos o nuestros proyec-
tos es, o bien de revuelta, o bien de retorcimiento de la
realidad hasta forzarla a coincidir con lo que nosotros
previamente habíamos diseñado. Algo de eso le pasa a
Ignacio en el tiempo que media entre su salida de Loyo-
la y la crisis de Manresa. El caballero mundano pasa a

13
ser caballero cristiano..., pero sólo por fuera. Por dentro
sigue siendo él quien proyecta, decide, manda. No (to-
davía) Dios.
A partir de la crisis de Manresa será distinto. Ignacio
aprende progresivamente a dejarse guiar por Él, a escu-
charle en la gracia igual que en la des-gracia, y por ende,
a mantener siempre viva, en sus labios y en su corazón,
la pregunta: ¿qué debo hacer? En este fracaso de lo que
yo creía acertado, ¿qué quieres ahora de mí, Señor?
Ésa es la cuestión, la única cuestión de la fe en la que
sobresale la peregrinación geográfica y sobre todo espi-
ritual de Ignacio. Lo que hace Federico Elorriaga en es-
te libro es aclarar e iluminar esa ruta ignaciana en lo que
tiene de heridas que se transforman en enriquecimiento
humano y santidad cristiana. ¿Por mérito de quién? De
la iniciativa y ayuda de Dios, secundada por la escucha,
el amor y la obediencia de Ignacio. Una gracia que se
prologa en libertad; una libertad que se recibe y lleva
adelante como gracia.

Queda una palabra que decir sobre el estilo de este li-


bro. Organizado en breves capítulos y con un lenguaje
accesible a todos y a cualquiera, su lectura resulta suma-
mente fácil y atractiva. Ciertas repeticiones del mismo
tema pueden ayudar incluso a interiorizar con mayor
fuerza el leit motiv que guía todo el libro: al describir la
peripecia humana, psicológica y espiritual de Ignacio, es
claro que el autor intenta que nos veamos reflejados en
ella. Sobre todo en la posibilidad de aprender y comul-
gar continuamente con Dios, sobre todo en aquello que
desbarate nuestros planes o les dé alas.
«¿Dónde me queréis, Señor, llevar?... Siguiéndoos,
mi Señor, yo no me podré perder» (Diario Espiritual, 6
de marzo, 114).

José Antonio GARCÍA RODRÍGUEZ, S.J.

14
PREGUNTÉ AL ORDENADOR

Como, por experiencia, sabía de la eficacia que puede


proporcionar el ordenador, cuando quieres conocer algo
que no sabes o no recuerdas, acudí a él. Dos clic al icono
«Internet», un clic a «buscar».
¿Que qué pregunta le hice? La pregunta fue la si-
guiente: «Heridas de San Ignacio». Me quedé decepcio-
nado cuando la respuesta no me la dio en plural, como
yo deseaba, sino en singular. Me presentó cientos de ca-
minos para trabajar sobre «La herida de Ignacio en
Pamplona».
Volví a insistir, esta vez haciendo una pregunta muy
concreta: «¿Tuvo San Ignacio una herida, o heridas a lo
largo de su vida?». La respuesta me remitió, de nuevo, a
la herida en la ciudadela de Pamplona.
No me extrañó demasiado la respuesta, puesto que
las vidas que yo había leído de la vida de San Ignacio,
aunque contaban sufrimientos del santo, narraban como
herida «la que tuvo en Pamplona». En esas vidas, o en la
narración de los historiadores, tenía una densidad espe-
cial y única la herida que San Ignacio tuvo en sus pier-

15
ñas, con motivo de la defensa de la ciudadela en Pam-
plona allá por mayo del año 1521.
Es cierto que una herida es una lesión que se produ-
ce en el cuerpo, y que puede ser producida por múlti-
ples razones. Y no es menos cierto que las heridas pue-
den ser graves en función de su profundidad, extensión
o localización.
Pero existen otra clase de heridas. En el lenguaje co-
rriente hablamos de heridas de amor. Decimos que «hi-
rió mis sentimientos». Pueden ser heridos el recuerdo, el
alma, el honor.
Pero, como muy bien lo observó el psicólogo clínico
Javier Barbero, vicepresidente del Comité de Etica para
la Asistencia Sanitaria del Hospital La Paz de Madrid,
«Toda biología está inscrita en una biografía, y tan im-
portantes son las células tumorales como la desespera-
ción o la esperanza». Y prosigue: «Es más fácil operar de
apendicitis que enfrentarse al sufrimiento. Estamos mu-
cho más centrados en la patología que en la experiencia
subjetiva de malestar que ésta conlleva». Finaliza di-
ciendo que «La gente pide que la operen de apendicitis,
no que la acompañen en el sufrimiento. Pero es una fa-
lacia. Es contraponer algo que debería estar integrado».
Toda biología está inscrita en una biografía. Por eso
herida puede ser el quebranto de unas piernas; pero pue-
de ser, en sentido figurado, las ofensas, los agravios. Así
lo empleamos en el lenguaje corriente: «Lo que voy a de-
cirte va a causarte daño, y no quiero herirte». La misma
expresión «Respirar por la herida» es dar a conocer un
sentimiento o resentimiento que se tenía reservado.
Porque las heridas no son solamente las del cuerpo,
pienso que San Ignacio no tuvo sólo una herida y que
bien podríamos hablar de «Las heridas de San Ignacio».
González Faus, en su Proyecto de hermano. Visión cre-
yente del hombre, dirá: «La gracia no tiene por qué ser un

16
mecanismo milagroso y acción instantánea (...) la gracia
es más bien una historia larga, un diálogo lento en el que
a veces la experiencia inmediata no percibe progresos, o
incluso percibe retrocesos o batallas perdidas; pero don-
de la fuerza liberadora sigue actuando».
Si la gracia es una historia larga, podríamos decir que
la herida de San Ignacio fue larga. O dicho de otra ma-
nera, que no hubo una sola herida, sino que fueron mu-
chas heridas las que atravesaron su vida.
Y es que, como bien apunta J.A. Estrada, las gracias
que recibió no fueron una invitación a ignorar la condi-
ción finita del ser humano negando las leyes de la natu-
raleza contingente y frágil: «Dios no desplaza la creaturi-
dad del hombre, ya que la revelación tiene que realizarse
desde la obra de la redención».
Todo ser humano está atravesado por heridas. Igna-
cio no pudo ser la excepción. Y si es cierto que la herida
de Pamplona contribuyó notablemente en su vida, no es
menos cierto que otras heridas, que iremos mostrando a
lo largo de este libro, influyeron también notablemente
en su configuración personal humana y espiritual.
Sus heridas fueron una invitación a vincular y encau-
zar toda su existencia, con sus límites y esperanzas, a la
unión con Cristo.
No podemos rebajar el horizonte de la fragilidad cor-
poral que le acompañó a Ignacio durante toda su vida y
que él mismo quiso que conociéramos paso a paso en su
Autobiografía y en sus Cartas.

17
NOS GUSTAN LOS
SUPERHOMBRES

Siempre nos ha gustado ver en los santos a una es­


pecie de héroes (heroínas), o superhombres (supermu-
jeres). De ahí que, en la narración de sus vidas, se pro­
cure ocultar sus faltas, sus límites, su fragilidad, sus
heridas.
Viniendo a San Ignacio, se le ha querido colocar en un
pedestal, en el que destaque, sobre todo, «el largo y hon­
do surco que ha dejado en la trayectoria general», del
que hablaría el P. García Villoslada; y «particularmente
de la Iglesia de los últimos cinco siglos».
Pero las heridas que le hicieron frágil nos permiten te­
ner una imagen más aproximada de lo que fue Ignacio.
Herido en su cuerpo, herido en sus sentimientos, herido
en sus deseos. La herida en Pamplona y su primera con­
versión en Loyola le ayudaron a vivir otras heridas a fin
de recorrer la más bella de las peregrinaciones: buscar a
Dios, encontrarle y glorificarle «con lo que él da como
Criador, que es lo natural, y con lo que él da como Autor
de la gracia, que es lo sobrenatural» (Const. 814).

19
Ignacio no quiso esconder sus sufrimientos, sus heri-
a
das y sus pecados. Por eso J . M Rambla dice que el P.
Cámara ocultó toda la fragilidad espiritual contada por
Ignacio. En su libro El Peregrino en la nota 18, de la pá-
gina 17, escribe: «Sin embargo, la fidelidad del P. Cáma-
ra en todo lo narrado no desvanece la sospecha de que
el relato esté truncado en su principio. En efecto, el mis-
mo P. Cámara nos dice que Ignacio le contó "toda su vi-
da y las travesuras de mancebo clara y distintamente
con todas las circunstancias" (Prólogo, n. 2). Porque Ig-
nacio, según Polanco, "con toda libertad decía sus pe-
cados pasados y las mercedes que el Señor le había he-
cho, cuando para su gloria y edificación de aquéllos a
quien habla juzgaba convenir". Las notas breves y ge-
nerales que sobre la juventud de Ignacio aportan las
primeras líneas de El Peregrino no responden en modo
alguno a aquel relato ignaciano tan claro y circunstan-
ciado. Parece, pues, que el padre Cámara, movido por
un mal entendido respeto filial a Ignacio, o bien no co-
pió la parte de este relato, o si lo transcribió, no lo comu-
nicó a los demás».
Hay buenas informaciones de otras fuentes. Cuando
tenía veinticuatro años, durante una estancia en Azpei-
tia, parece que cometió unos excesos no aclarados del
todo: ¿violación?, ¿secuestro con agresión de un adver-
sario de los Loyola?
Lo cierto es que quieren encerrarlo y que se escapa de
la jurisdicción de Azpeitia huyendo hacia Pamplona.
Más tarde, el año 1519, se le concede el derecho de ar-
mas y un guardia personal, porque está amenazado de
muerte y le siguen la pista. Es más, esta concesión se re-
nueva al año siguiente. Tampoco se sabe a qué respon-
den estas amenazas, pero en los documentos referentes
a este episodio aparecen armas, heridas y una mujer
por medio. Todo ello no hace sino confirmar lo que di-
jo Polanco, hombre de la más alta confianza de Ignacio:

20
«Aunque era aficionado a la fe, no vivía nada conforme
a ella, ni se guardaba de pecados; antes era especial-
mente travieso en juegos y cosas de mujeres, y en re-
vueltas y cosas de armas».
Al P. Valentín Ramallo le parece también que la Au-
tobiografía está cercenada, pues el P. Cámara sólo dice
en la Autobiografía: «Fue hombre dado a las vanidades
del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio
de armas con un grande y vano deseo de ganar honra»,
e inmediatamente entra en el incidente de la herida de
Pamplona.
El gran editor de este texto, el padre Cándido Dalma-
ses, cree que Cámara, por respeto, no quiso publicar el
comienzo. Es posible que la historia haya sido más com-
pleja, porque más tarde, en tiempos en que la sospecha y
la persecución se iban a veces insinuando, Francisco de
Borja recogió todas las copias, que no eran muchas, que
había de la Autobiografía. Nadal entregó la suya con
dolor. Se quiso hacer y tener una especie de biografía
oficial, muy buena por cierto, la de Ribadeneira, cuya
primera edición latina es del año 1572. Después, en con-
creto en la provincia de Castilla, de España, se le pide al
padre General, Acquaviva, que se divulguen documen-
tos originales de Ignacio, y Acquaviva responde que ya
está la vida escrita por Ribadeneira; textualmente: «lo
demás no conviene que corra en manos de todos». Por
tanto, el principio de la vida de Ignacio, el punto de par-
tida de la Autobiografía, no lo tenemos, o apenas lo te-
nemos, contra la voluntad y la acción misma de Ignacio
que lo contó.
Llamativa la frase del padre General Acquaviva: «lo
demás no conviene que corra en manos de todos». Sin
embargo el libro de las Confesiones, escrito por San Agus-
tín, estuvo y está en manos de todos. Nadie se escanda-
liza por ello. Al contrario, el obrar pecaminoso de Agus-

21
tín, y la misericordia de Dios otorgada, han sido y son
materia de profunda meditación y alabanza al Señor.
Si se hubiese publicado lo contado por Ignacio al pa-
dre Cámara, entenderíamos mejor la expresión que po-
ne Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, cuando al hablar
de las meditaciones sobre los pecados dirá: «Quinto, mi-
rarme como una llaga y postema de donde han salido
tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan turpísi-
ma» (EE 58).
Esa experiencia de sus pecados, Ignacio la tiene como
algo connatural en su existencia. Oigamos lo que dice el
padre Ignacio Echániz, S.J., en su libro Temas ignacianos
para la oración. Año 1541, Ignacio acaba de ser elegido
general por voto unánime de sus compañeros.
«íñigo hizo una plática, según que su ánima sentía,
afirmando hallar en sí más querer y más voluntad para
ser gobernado que para gobernar; que él no se hallaba
con suficiencia para regir a sí mismo, cuánto menos para
regir a otros; a lo cual atento, y a los muchos y malos há-
bitos pasados y presentes, con muchos pecados, faltas y
miserias, él se declaraba y se declaró de no aceptar tal
asunto, ni tomaría jamás, si él no conociese más claridad
en la cosa de lo que entonces conocía: mas que él les ro-
gaba y pedía mucho in Domino que con mayor diligencia
mirasen por otros tres días, encomendándose más a Dios
nuestro Señor, etc. Tamen (sin embargo), aunque no con
asaz voluntad de los compañeros, fue así concluido».
«Pasados cuatro días, siendo todos juntos, tornaron a
dar las mismas voces que primero, nemine discrepante
(sin que nadie discrepase). Finalmente, íñigo responde
que, por no tomar ningún extremo, por asegurar más su
conciencia, que él dejaba en manos de su confesor de la
manera que se sigue, es a saber: que él se confesaría con
él generalmente de todos sus pecados, desde el día que
supo pecar hasta la hora presente: asimismo le daría

22
parte y le descubriría todas sus enfermedades y miserias
corporales: y que después que el confesor le mandase en
lugar de Cristo nuestro Señor, o en su nombre le diese su
parecer, de la sentencia de su confesor un punto no sal-
dría» (Forma de la Compañía y Oblación, nn. 4-5).
Esto demuestra que Ignacio se sintió pecador toda su
vida: «Llaga y postema de donde han salido tantos pe-
cados y tantas maldades y ponzoña tan turpísima». Esta
frase de los Ejercicios es sin duda autobiográfica, y señal
de que reflejaba lo que siempre sintió de sí: «los muchos
y malos hábitos pasados y presentes, con muchos peca-
dos, faltas y miserias». Ignacio quiere confesarse de «to-
dos sus pecados, desde el día que supo pecar hasta la
hora presente».
Ignacio no tuvo los reparos que tuvo Cámara, quien
nos escamoteó la relación circunstanciada de los excesos
de su juventud. Él se presenta como se siente ante Dios:
pecador.
Este sentimiento, prosigue diciendo el padre Echániz,
le duró hasta la muerte. Si escribiendo a su hermano
Martín en junio de 1532 firmaba: «De bondad pobre, íñi-
go», el 20 de octubre de 1555, menos de nueve meses an-
tes de su muerte, confesaba con humildad a Cámara que
«había cometido muchas ofensas contra nuestro Señor
después que había empezado a servirle».
La Congregación General 32 nos dio una insólita de-
finición de lo que es un jesuíta, insólita pero profunda-
mente acertada, que nos coloca fuera de todo triunfa-
lismo. «¿Qué significa ser jesuita? Reconocer que uno
es pecador y sin embargo ser llamado a ser compañero
de Jesús como lo fue Ignacio». Las protestas de Ignacio
para rehusar el nombramiento unánime de sus compa-
ñeros lo demuestran. El primer jesuita fue el primero
en reconocerse pecador y, no obstante, llamado a ser
compañero de Jesús.

23
Aunque el arte ha presentado a Ignacio triunfante,
entre destellos de luz celestial, creo que es más humano
y cercano cuando él se presenta en la humildad de sus
sentimientos como un pecador. Ignacio no quiso apare-
cer como justo, como lo hacen los fariseos de todas las
épocas, sino como el publicano del templo que, confe-
sándose pecador, se abre a la misericordia de Dios.
El Señor fue entrando por sus heridas a fin de que no
fuese arrogante ni altivo, sino, en expresión de San Pa-
blo a los Filipenses, «en todo procurando y deseando
dar ventaja a los otros, estimándolos a todos como si
fueran superiores».
Aunque Ignacio reconocía que había ido creciendo en
la facilidad de encontrar a Dios, reconocía también que
había cometido muchas faltas contra nuestro Señor des-
pués que había comenzado a servirle.
Por desgracia nos gusta ver en los santos a una especie
de superhombres, pero ellos se vieron de otra manera.

24
FUE UN HOMBRE HERIDO

Ignacio ¿fue solamente herido por una bala de cañón?


Yo diría que, más que recibir una sola herida, fue un
hombre herido. Porque herido es la persona que ha su-
frido heridas.
Por eso, más que subrayar su herida en Pamplona,
me gustaría mostrar a Ignacio como un hombre herido,
un hombre a quien le acompañaron las heridas.
Porque herida es todo lo que causa daño, ya sea en el
cuerpo, ya sea en el corazón o en el alma. La palabra
«herida» la solemos emplear no sólo como metáfora,
pues la empleamos ampliamente en muchas dimensio-
nes de la vida. Así decimos: «Tus palabras me han heri-
do»; o «La muerte de su hijo le abrió una herida que no
se le cicatriza».
Herida es lo que aflige y atormenta el ánimo. Herida
es la impresión producida por algún grave o doloroso
acontecimiento, como por ejemplo la muerte de un ser
querido.
Ignacio no sólo se convirtió en Loyola, sino que en él
hubo un proceso de conversión. En Loyola cesaron los

25
desórdenes graves, pero algo todavía permanecía, y que
debería ser transformado.
Hay un elemento que no le quiebra la bala de cañón:
es su vanidad y su vanagloria. Ignacio, para su estima y
para su seguridad, dependía de la estima de los otros.
De los otros pensaba él al principio que dependía su re-
putación y su honra.
En Loyola se complacía y se detenía en pensamientos
en los que él era objeto de honra. No se veía todavía li-
berado, enraizado y firme en la estima de Dios, en la fe
de un poder y un amor absolutos que le sostenían y le
guiaban. Todavía no veía su vida y su seguridad prácti-
camente en esa referencia a Dios.
Eso va a ser fundamental en su conversión: el creerse
querido y salvado. Hay algo más que Loyola. Se sabe
que por miedo a la vanidad dilataba el relato de su vida.
Ese miedo a la vanidad está en él en un incidente man-
resano, el primero que en su Autobiografía cuenta su
encuentro con la muerte. Dice que cuando estaba muy
enfermo, le vino el pensamiento de que era justo, y se
sintió incomodísimo.
Cuando se encontró mejor y pudo hablar, a las perso-
nas que estaban con él les dijo que si alguna vez le viesen
moribundo «le gritasen a grandes voces al oído: Pecador,
y que se acordase de las ofensas que había hecho a Dios».
Esa herida del recuerdo de sus pecados le fue separando
del egoísmo y le adhirió a QUIEN le perdona.
En su conversión va a ser primero caballero a lo divi-
no, en Loyola; otras heridas le van a ir convirtiendo de
una manera más profunda.
Las heridas le van transformando, como le fueron
transformando a San Pablo, que pudo decir: «Pero este
tesoro lo llevamos en vasos de barro, para que se vea
que este extraordinario poder es de Dios y no de noso-
tros» (2 Cor IV,7).

26
«Vasija de barro» es una buena imagen para com-
prender la debilidad del instrumento que Dios se ha ele-
gido. El barro es una materia de poco valor, que no da a
entender el tesoro que oculta. Es, además, frágil y se
rompe con facilidad.
Pablo va a experimentar en su vida la fuerza extraor-
dinaria del Señor, que sostiene ininterrumpidamente su
debilidad y su miseria.
A Ignacio se le fueron cerrando caminos en los que él
soñó, pero por esas heridas le fue entrando la esperanza.
Sigo pensando que Ignacio no sólo fue herido por
una bala de cañón. Fue herido en su afectividad, en sus
deseos, en sus proyectos, en sus sueños. Fue herido en la
realidad de la vida, en la existencia concreta.
Ya en Roma, siendo general de la Compañía, la enfer-
medad crónica se había instalado definitivamente en su
organismo. Pero, para entonces, había aprendido mucho
en la cátedra de la vida.
No tuvo la respuesta inmediata a todos los proble-
mas que le surgieron, pero fue invitado a caminar tras
las huellas y las heridas de Jesús. Ignacio fue un pere-
grino que se fue encontrando con Dios en el fondo de
sus heridas.
Si sólo admitiésemos la herida de Pamplona, y olvi-
dásemos otras heridas que tuvo que vivir, estaríamos
perdiendo elementos fundamentales de su personalidad
y de su espiritualidad.
Dios vivió con él en medio de sus frágiles historias.

27
PRIMERA HERIDA

LA MUERTE TEMPRANA
DE SU MADRE
ENTRE LO PÉTREO Y LO FRÁGIL

Don Beltrán Yáñez fue el constructor de la casa-torre


de Loyola, a la que dio aspecto de castillo o torreón cua-
drado, con almenas y matacanes, escasas y pequeñas
ventanas, y severa puerta ojival, no muy alta, bajo el es-
cudo de la familia labrado en piedra.
En 1451, bajo la protección más o menos declarada
del rey Don Enrique IV, se coaligaron entre sí las villas
de Azcoitia, Azpeitia, Deva, Motrico, Guetaria, Tolosa,
Villafranca y Segura, constituyendo una Hermandad
que las hiciese fuertes contra las iniquidades y atrope-
llos de los Parientes Mayores.
Las villas y hermandades atacaron con igual violen-
cia al desafío de los Parientes Mayores y demolieron sus
casas fuertes. Una de las derruidas y quemadas, al me-
nos en parte, fue la de Loyola en 1457.
El rey Enrique IV intervino. Se presentó en Vitoria, y
habiendo aprobado la conducta de las ocho villas, con-
denó severamente a los inquietos señores, especialmen-
te al abuelo de San Ignacio, Juan Pérez de Loyola. Lo
desterró a la villa de Ximena, por cuatro años.

31
Antes de cumplir su cuarto año de destierro, se le
permitió que tornase a Loyola. Se le permitió reedificar
la parte superior (que era la derruida) de su palacio,
aunque «sin torres ni fortaleza alguna», ni con material
de piedra, sino de ladrillo.
En esa casa solariega restaurada nació un niño, el año
1491, según plausibles conjeturas, a quien pusieron el
nombre de íñigo. íñigo López de Loyola será su nombre
completo y oficial, testificado en diversos documentos
notariales de Azpeitia y en escrituras públicas referentes
a la familia. Será durante sus estudios universitarios en
Paris cuando latinizará su nombre, no en la forma de
Enecus, que era la traducción corriente de íñigo, sino en
la de Ignacio.
Fue bautizado en la iglesia parroquial de Azpeitia, no
sabemos en qué día ni en qué mes. Fue su padre Don
Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, generoso caballero,
gran soldado, que militó esforzadamente algunos años
en servicio del rey Don Enrique IV, de los Reyes Católi-
cos y también del rey de Navarra Don Juan II.
Casado en 1467 con Doña Marina Sánchez (o Sáenz)
de Licona. Tuvo de ella trece hijos, el último de los cuales
fue nuestro íñigo. Ocho fueron varones, y cinco mujeres.
íñigo perdió muy pronto a su madre, Doña Marina,
exhausta por tan fecunda maternidad. E íñigo fue a vi-
vir al caserío de Eguíbar, cerca de Loyola, camino de Az-
peitia. Casi en frente de ese caserío, en la falda del mon-
te Izarraiz se levanta la ermita de Olaz, donde el niño
aprendería a rezar la salve a Nuestra Señora.
La nodriza que cuidó de íñigo es descrita por el his-
toriador jesuita García Villoslada como «mujer de ro-
busta salud, de profunda piedad religiosa, casada con
un herrero de apellido Errazti».
Fue allí donde íñigo pasó sus primeros años. En ex-
presión de otro historiador jesuita, el padre Leturia,

32
mezclando «los pichones y la blanca harina de la casa
solariega, con la abundancia de las castañas asadas, tra-
dicional en los caseríos; los despuntes de empaque se-
ñorial en las misas y vísperas de la parroquia, con las ro-
merías democráticas, de abarca y blusilla, a las ermitas
de Olaz y Elosiaga; las tonadas modernas y cortesanas,
compuestas por Anchieta, con las danzas vetustas de la
tierra; el duro aprendizaje de la cartilla, de los palotes y
de tal cual rudimento de gramática y latín, bajo la féru-
la de algunos de los beneficiados de Azpeitia venido a
este fin a la casa-torre, con las travesuras a lo largo de las
huertas del propio y ajeno señoríos».
íñigo pertenecía a una familia de empaque, pero fue
criado en su infancia en un caserío. Tuvo antepasados
belicosos, cosa que le valió a su abuelo unos años de tie-
rras de moros, en Ximena de la Frontera. íñigo creció en
una casa-torre que había sido medio destruida como for-
taleza, para reconstruirla, en su parte superior, con ladri-
llos y adobes.
íñigo no nace en una casa-torre (signo de sólo fortale-
za), sino en una casa que está construida con piedra y la-
drillos, entre lo pétreo y lo frágil. Me gusta ver esa casa
así, pues es todo un símbolo lo que iba a ser la vida de
Ignacio, donde se hermanaron una voluntad decidida
con una personalidad, con un afecto favorecedor de la
amistad, pero con una serie de enfermedades, limitacio-
nes y heridas.
íñigo no sólo fue piedra y fortaleza, fue también ba-
rro. Como diría San Pablo, llevó un tesoro pero en vasi-
ja de barro. Ladrillos y adobes de la casa solariega, he-
chos de barro.
Me gusta la casa donde nació San Ignacio, hecha de
piedra y de ladrillos de barro. Simbolismo precioso de lo
que fue su vida, una vida mezclada entre lo pétreo y lo
frágil.

33
HERIDA DE UNA AUSENCIA

Si nos quedásemos solamente en los historiadores


que relataron su vida, tendríamos el peligro de quedar-
nos principalmente en fechas, descripciones ambienta-
les, sucesos históricos. Cosas que, siendo ciertas, descri-
ben una composición externa del sujeto, su marco
exterior.
Los psicólogos nos han hecho comprender que, aun-
que Ignacio no lo cuente en su Autobiografía, su prime-
ra herida la vivió con la muerte prematura de su madre.
íñigo, el menor de trece hermanos, pasará su infancia
sin el calor de una familia, a pesar de ser ésta numerosa.
Su madre ha muerto pronto, su padre, Beltrán de Oñaz,
está lejos y ausente, alineado en la conquista de Granada,
y sus hermanos ocupados también en ganar gloria y ho-
nor más que en acoger al nuevo vastago de los Loyola.
Le amamanta y acuna alguien que no es su madre. Y
esa mujer del herrero será la que le acompañe de cerca
en los años de su infancia.
Tampoco sus hermanos se quedaron en el pequeño y
aislado valle. Algunos de sus hermanos participaron en

35
las guerras de Ñapóles y Flandes, Navarra, Burgos y
Fuenterrabía. Otro se embarcó para América. Otro, el sa-
cerdote, viajará a Roma en varias ocasiones.
Por eso los psicólogos se preguntan: ¿fue normal el
desarrollo afectivo de Iñigo? La psicología profunda en-
contrará materia abundante para ponerlo en duda, apli-
cando sus conocidas categorías.
Por eso quiero traer aquí bastantes de las ideas que el
jesuita Carlos Domínguez Morano, director del centro
de psicoterapia en el Centro Suárez de Madrid, escribe
en su interesante artículo «Ignacio de Loyola a la luz del
Psicoanálisis».
Entre los avatares decisivos de su biografía sitúa uno
al que hay que suponerle una particular repercusión
tanto en su vida afectiva general como en su experiencia
religiosa en particular. Se refiere al de la carencia de ma-
dre de íñigo, a la que no sabemos si llegó siquiera a co-
nocer, pero que, en todo caso, le faltó desde muy pronto
en su vida.
De eso dan testimonio los que se acercaron a la figu-
ra de Ignacio desde una perspectiva psicológica (como
W.W. Meissner, o L. Beirnaert); o J. Ignacio Tellechea
cuando se interroga: «¿No se diría el secreto último de
su existencia errante una búsqueda inconsciente de la
madre no conocida, un modo instintivo y casi biológico
de restañar la herida de la carencia materna?».
Llama la atención que no exista la más mínima alu-
sión, en los textos ignacianos, a la figura de la madre.
Una ausencia que habría que pensar como un trasfondo
que late sin nombre detrás de muchos nombres y, a par-
tir de su conversión, detrás de buena parte de sus repre-
sentaciones religiosas.
íntimamente relacionado con esa carencia profunda
de base se encuentra su carácter de hombre introvertido
y solitario. En nada ni en nadie podrá encontrar el obje-

36
to perdido de su infancia. El núcleo depresivo de fondo
forzó a Ignacio a un trabajo permanente de reelaboración
interna, así como a un intento de salvarse de los efectos
más catastróficos de la pérdida mediante la búsqueda de
objetos idealizados que aliviaran esa falta primera.
Prosigue Domínguez Morano diciendo que la Dama
de sus sueños, su particular Dulcinea, ocupó, sin lugar a
dudas, un lugar importante en esa idealización del obje-
to materno perdido. El ideal caballeresco, tan alimenta-
do en Ignacio por las lecturas de novelas como el Amadis
de Gaula, favorecía, en efecto, esa idealización en la que
se podía imaginar merecedor de la atención preferente
de ese «objeto bueno total» sustitutorio de la madre per-
dida, para poder, finalmente, encontrar el sustento de su
propia existencia.
Esa dama que embargaba sus sueños y fantasías y
que era «más que condesa y duquesa» fue posterior-
mente sustituida por sus representaciones religiosas y,
de modo particular, por esa otra gran figura materna de
María, como Señora ante quien se rinde y vela armas en
Aránzazu o Montserrat, siguiendo la usanza de los ca-
balleros de la época.
Todo un conjunto de representaciones inconscientes,
ligadas hasta entonces en el sistema simbólico de la ca-
ballería medieval, se van a desplazar sobre otro sistema
simbólico diferente, el de las representaciones religiosas
que se presentan ante los ojos de Ignacio en los momen-
tos difíciles de su grave enfermedad de Loyola. Detrás
de ellas una falta básica de carácter materno actúa, sin
duda, como agente dinamizador.
Esas representaciones religiosas tendrán que some-
terse a un profundo proceso de transformación para
que, finalmente, hagan posible una experiencia religiosa
madura, que sobrepasa lo que pudieron ser sus motiva-
ciones más arcaicas y primitivas. Siempre, no obstante,

37
la experiencia mística de Ignacio deja traslucir la huella
de la simbología parental (materna y paterna), a dife-
rencia del carácter esponsal o conyugal, que tanta fuerza
tuvo en toda la tradición mística, como se nos deja ver
de modo paradigmático en las figuras de San Juan de la
Cruz o de una Teresa de Ávila.
Todos los movimientos afectivos parecieron resolver-
se por aquella «visitación» de María y el niño Jesús a la
que Ignacio concede un papel relevante en su Autobio-
grafía: «Estando una noche despierto, vio claramente
una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús,
con cuya vista por espacio notable recibió consolación
muy excesiva, y quedó con tanto asco de su vida pasa-
da, y especialmente de cosas de carne, que le parecía ha-
bérsele quitado del ánima todas las especies que antes
tenía en ella pintadas. Así desde aquella hora hasta
agosto del 53 que esto escribe, nunca más tuvo ni un mí-
nimo consenso en cosas de carne».
Domínguez Morano cree que, independientemente
de la valoración que la teología y la espiritualidad pue-
dan hacer de esta primera visión ignaciana, desde el
punto de vista psicológico es obligado pensar que en
ella desempeñó un papel importante esa intensa movili-
zación de sus tendencias de niño. En ella, María aparece
como una representación materna que aleja todo movi-
miento de carácter específicamente sexual. Es la Madre
que queda al margen de toda tendencia instintiva y fren-
te a la que sólo caben afectos de ternura. El efecto es ful-
minante en Ignacio: las cosas de la carne son alejadas de
sí hasta el punto de provocar asco. Y muy pronto, ya en
su camino a los santuarios marianos de Aránzazu y
Montserrat, Ignacio hará voto de castidad.
Queda, pues, una significativa vinculación de la figu-
ra materna de María con la pureza y el alejamiento y re-
chazo de la genitalidad. Una vinculación que, más ade-

38
lante, en una situación ya madura, deja de imponerse en
la vivencia espiritual de Ignacio. La figura de María, en
efecto, tal como quedará plasmada en la espiritualidad
ignaciana, aparecerá más como intercesora que remite al
Padre y a Jesús que como la Virgen vinculada a los te-
mas de la sexualidad. «Nuestra Señora», «madre» y
«María» son las advocaciones que prevalecen, por ejem-
plo en el texto de los Ejercicios Espirituales, y ni siquiera
en las contemplaciones de la Encarnación (101-109), ni
de la Anunciación (262) se hace la más mínima alusión
al tema de la virginidad.
En la visión del Cardoner sobresale la dimensión pa-
rental, que, sin duda, no fue ajena a la carencia primera
de la figura materna y la pronta desaparición también
de su padre (a sus quince años). Como ya hemos señala-
do, la experiencia mística de Ignacio no se traduce en
términos de amor conyugal. El Dios de Ignacio no es el
esposo adorado por el alma, como esposa, en el Cántico
espiritual de San Juan de la Cruz, ni el que fecunda el
Verbo en el alma como en las experiencias de Eckhart.
Es el Padre que le enseña como un maestro instruye a un
niño; es el Criador a quien estamos llamados a encontrar
en la creación. Pero se trata de una parentalidad de un
Dios Trino diferenciado y en comunicación dentro de la
misma esencia, no como ese absoluto cerrado que la
omnipotencia infantil tiende interesadamente a imagi-
nar. El Dios de Jesús no es el de la mera realización de
deseos infantiles.

39
AÑORANZA MATERNA

Otro jesuíta, también psicólogo, Alejandro Roldan,


en su San Ignacio de Loyola a la luz de la tipología, al ha-
blar de la personalidad humana de íñigo de Loyola, no
puede dejar aparte su mundo afectivo, el problema del
amor.
El padre Roldan habla, sí, del ambiente familiar y so-
cial en que nació íñigo, pero le interesa saber también si
hubo anomalías en el desarrollo de la afectividad de íñi-
go durante su infancia.
Por eso se hace la pregunta: ¿fue normal el desarrollo
afectivo de íñigo? Y responde diciendo que la psicología
profunda encontraría materia abundante en la vida de
San Ignacio para ponerlo en duda, aplicando sus cono-
cidas teorías.
Y uno de los problemas que toca es el «Problema del
amor». Las relaciones afectivas con sus padres ya pue-
den plantear problema en el caso de íñigo. Pierde muy
pronto a su madre; y su padre muere el veintitrés de oc-
tubre de 1507. Entonces íñigo tendría quince o dieciséis
años.

41
Si quisiéramos fotografiar, no ya el paisaje exterior
que vio íñigo, ese río Urola y la cumbre del Izarraitz que
confluyen para dar forma a un hermoso valle que se ex-
tiende entre Azcoitia y Azpeitia, sino el paisaje interior,
veríamos que el fotograma es el de una ausencia. No au-
sencia de un lugar, pues el caserío de Eguíbar, adonde le
llevan, no es una separación excesiva de un lugar. El ca-
serío estaba sólo a unos centenares de metros de la casa-
torre.
La separación no es de lugar, sino la privación de su
madre muerta. A íñigo le falta algo que será duradero.
Veía que otros niños / as tenían madre, y añoraba con pe-
na esa ausencia.
Vemos cómo en el período de cura y de rehabilitación
en Loyola parecieron reactivarse con energía las estruc-
turas inconscientes, al estar imposibilitado para todo co-
mo un niño en aquel paisaje, espacio y medio familiar
de su infancia. Allí fue cuidado maternalmente por
aquella buena mujer, Magdalena de Araoz, desposada
con su hermano Martín, la misma que desde sus siete
años había cuidado cariñosamente de él. Es ella -siem-
pre temerosa de Dios en el decir de Ignacio- la que tam-
bién puso en sus manos los piadosos libros que, a falta
de los de caballería que él solicitaba, van a tener una re-
percusión tan decisiva en su vida.
Debido a la muerte de Juan Pérez, el siguiente her-
mano, Martín, se convirtió en el heredero de Loyola. En
1498 tomó por esposa, llevándola a la casa solariega de
Loyola, a una dama vasca llamada Magdalena de Araoz,
que había formado parte del séquito de la reina Isabel,
en un rango secundario. Doña Magdalena recibió de la
reina -probablemente como regalo de boda- un cuadro
antiguo y bello que representaba la Anunciación, que
desde entonces ocupó el puesto de honor en el pequeño
oratorio construido en la casa para instalarlo. íñigo, que

42
a la sazón tenía siete años, debió ser llevado a vivir en el
seno de su familia. Su nueva cuñada reemplazó a la ma-
dre perdida y a la nodriza. íñigo se encariñó mucho con
ella.
Disponemos de datos significativos sobre las impor-
tantes resonancias y profundas nostalgias maternas que
esta mujer despertaba en Ignacio. Ligada a los cuidados
femeninos de una infancia carente de madre, la bondad,
la belleza y la ternura de esta mujer dejaron una im-
pronta profunda en su afectividad.
Es conocido un dato, que cuentan varios autores, en-
tre ellos el padre Brodrick, en su vida de San Ignacio,
que revela de modo elocuente la asociación emocional
que Ignacio estableció entre esta figura de Doña Magda-
lena y la de María, la otra gran representación materna
en el mundo de Ignacio.
Según nos relata el padre Balduino del Ángel, siendo
un joven novicio sintió la tentación de abandonar la
Compañía en razón del afecto que sentía por uno de sus
parientes. Ignacio lo hizo llamar, le hizo sentar a su lado
y le confesó que él, al inicio de su conversión, tenía en su
libro de horas una estampa de la Beata Virgen María, cu-
yo rostro se parecía de tal modo al de una cuñada suya
que su devoción para rezar se veía seriamente perturba-
da por los intensos «afectos humanos» que le sobreve-
nían. En vista de lo cual, decidió cubrir reverentemente
la imagen para evitar tan molesta perturbación.
Como señala Meissner a este propósito, en el incons-
ciente de Ignacio se movilizaron con bastante probabili-
dad unas amenazadoras oleadas afectivas hacia la figu-
ra materna de Magdalena.
Los primeros años íñigo distribuye su afecto entre su
madre, Marina, y su nodriza, que habita en un caserío
cercano. Desde los siete años, su afectividad se va cen-
trando en su cuñada Magdalena. En plena pubertad

43
marchará a Arévalo, donde encuentra otra familia, que
le recibe con afecto, siendo para Doña María de Velasco
y Don Juan Velázquez (sus nuevos padres) un hijo más
entre sus propios hijos. Pero es evidente que el afecto
materno se suple con dificultad de un modo equitativo,
ya que fácilmente puede alterarse la calidad y la canti-
dad de las manifestaciones de amor, tanto por carta de
más como por carta de menos.
Algo pasaba en el mundo afectivo de íñigo cuando
todavía con treinta años lo encontramos soltero y sin
plan inmediato de matrimonio; relacionándose con al-
guna mujer sospechosa en su vivir; enamorado platóni-
camente de una dama de alta alcurnia, probablemente
de la familia real, con quien no podía soñar en el matri-
monio; y finalmente le vemos los casi más de diez años
sin familia propia y mimado en familia ajena.
íñigo creció sin madre propia. Ésa fue su primera
herida.

44
SEGUNDA HERIDA

LA DE SU AUTOAFIRMACIÓN
DEL YO
FANTÁSTICA AVENTURA

El padre de íñigo, don Beltrán, sueña con un futuro pa-


ra su hijo. No le quiere dedicar a la carrera militar como a
sus otros hijos. No hay que olvidar que Juan, el primogé-
nito, seducido por las proezas del Gran Capitán, se alista,
con su tercer hermano, Beltrán, en las banderas victorio-
sas de Gonzalo de Córdoba, y sucumben ambos en las
guerras de Ñapóles, al servicio del Rey Católico. Otro hi-
jo, Hernando, siente la sed de aventuras, y se embarca en
1510 y muere en Tierra Firme. Otro hijo peleó en Hungría
en los ejércitos de Carlos V, y allí sucumbió luchando con-
tra los turcos hacia 1542. Martín, después de haber segui-
do las armas en los ejércitos del rey Fernando, volvió a lu-
char en 1512 al lado del Duque de Alba, Don Fadrique de
Toledo, conquistador de Navarra, distinguiéndose en la
batalla de Belate, contra los franceses, y murió en 1538.
Pero López, habiendo recibido las órdenes sagradas, llegó
a ser rector de la iglesia de San Sebastián de Azpeitia, cu-
yo patronato estaba en manos de los Loyola.
¿Ve el padre de íñigo que su hijo pequeño no vale pa-
ra militar? No hay que olvidar que Ignacio nunca llegó a

47
tener más de un metro cincuenta y cinco de estatura. Y
en aquellos tiempos en que todavía la tecnología no ha-
bía entrado en el ejército, la fuerza corporal era uno de
los ingredientes para ser buen militar.
Parece que la primera intención de su padre, Don Bel-
trán, respecto a Iñigo fue dedicarlo a la carrera eclesiás-
tica (como era frecuente en aquella época con el hijo me-
nor de familias numerosas). Es probable que llegase a
recibir la tonsura en Azpeitia.
Pero un día llegó un mensajero a la casa-torre con car-
ta del Contador Mayor de los Reyes Católicos, Juan Ve-
lázquez de Cuéllar, pariente y amigo de los Loyola, ofre-
ciéndole que le envíe uno de sus hijos para que viva en
su casa; allí podrá abrirse camino hacia la corte del Rey.
Tal privilegio cayó en el menor de sus hijos. Y hacia allí
partió el muchacho a los quince o dieciséis años, un año
antes de la muerte de su padre.
Arévalo, situada entre Valladolid y Ávila, se encuen-
tra en el corazón de Castilla, regada por el río Adaja. En
ella permanecerá íñigo de Loyola hasta 1517, unos diez
años.
Un nuevo paisaje, otro idioma y un nuevo ambiente.
Allí pasó su juventud aprendiendo letras, aficionado a la
lectura y disfrutando de la prosperidad y la gloria de la
nobleza. Nuevos sueños, torneos, hazañas y gloria. En
Arévalo participó íñigo del ambiente religioso y eclesial
donde se daban a la par la fe sincera junto a la conducta
libertina e indulgente de las clases privilegiadas, de cor-
te y de palacio. El mismo Ignacio recordará después, en
su Autobiografía, estos extremos cuando confiesa que
había vivido envuelto en «vanidades del mundo... ejer-
cicio de armas... grande y vano deseo de ganar honra»
(Aut. n° 1)
En aquella ciudad castellana, muy importante en
aquel entonces, vive una vida en la que alternan los es-

48
plendores cortesanos con las cacerías y viajes. Es proba-
ble que allí conociese a la infanta Catalina de Austria,
que cuidaba de su madre, Juana la Loca, en el encierro
de Tordesillas.
íñigo vive momentos felices y de gloria. Fue un joven
alegre, tañedor de viola, valiente en los torneos, ágil en
la danza. Se aficionó a la lectura de los libros de caballe-
rías, especialmente del Amadís de Gaula.
Un hombre de confianza, como fue el padre Polanco,
indica que, hasta los veintiséis años, «aunque era aficio-
nado a la fe, no vivía nada conforme a ella (...) antes era
especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres, y
en revueltas y cosas de armas (...) con todo ello dejaba
conocer en sí muchas virtudes naturales. Porque, prime-
ramente, era de su persona recio y valiente, más aún,
animoso para acometer grandes cosas (...) de grande y
noble ánimo y liberal también dio muestras (...) no tuvo
odio a persona alguna ni blasfemó de Dios».
Podríamos decir que la pista de despegue no podía
ser mejor. Cualidades extraordinarias de naturaleza: va-
liente, animoso, de grande y noble ánimo. Tenía capaci-
dad de concentración, tendencia natural a la reflexión y
al análisis, voluntad firme y perseverante. Su fiel secre-
tario Juan de Polanco diría de Ignacio: «Se veía en el
subjecto que había hecho Dios grandes cosas». A las que
hay que añadir el marco externo, de esplendores corte-
sanos, cacerías, viajes, torneos, cultura.
El padre José María Rambla, S.J., en una conferencia
dada en Loyola en el 2004, con motivo de unas jornadas
para profesores/as de universidades jesuíticas, afirma-
ría: «Debido al interés en destacar la acción gratuita de
Dios en íñigo, se ha tendido a minusvalorar los treinta
primeros años de su vida anterior a la conversión».
Los mejores estudios históricos modernos, desde los
de Pedro Leturia hasta los recientes, han puesto de relie-

49
ve la trascendencia que los años de Loyola y Castilla tu-
vieron para el Fundador de la Compañía de Jesús.
En Arévalo, con sus dieciséis años, vive ahora en la
mansión del Contador Mayor de los Reyes Católicos.
Arévalo fue, en palabras de Luis Fernández Martín, S.J.,
«el hogar donde íñigo de Loyola se hizo hombre». No
en vano vivió allí unos once años. Fue en Arévalo donde
enriqueció notablemente su equipamiento cultural en
un ambiente muy selecto: artistas notables que frecuen-
taban la casa, libros, joyas y obras de arte de Isabel la
Católica que pasaron a Arévalo después de su muerte.
La familia de Velázquez de Cuéllar se mueve en un
nivel elevado de relaciones políticas y culturales. íñigo
nutre su afición a la lectura y a la música, perfecciona su
letra y hace algún escarceo poético. Además, los años
pasados con el Contador Mayor de Castilla, junto con
los que vive al servicio del Virrey de Navarra, Antonio
Manrique de Lara, hasta la herida de Pamplona (1517-
1521), dotan a íñigo con la preparación administrativa
de alto funcionario de la Corte, con el ejercicio de la po-
lítica y de la práctica de gestiones diplomáticas.
A la luz de estos datos se hace más comprensible la fa-
cilidad y fecundidad para escribir cartas e instrucciones
que prueban los doce volúmenes del epistolario ignacia-
no, la capacidad de organización práctica de su carisma
revelada en la estructura de las Constituciones, la precisa
y pedagógica expresión de los Ejercicios Espirituales.
Arévalo fue para íñigo un hogar, y esa expresión, «ho-
gar», no solamente nos transmite un conjunto de datos
históricos, sino todo un ambiente que se trasfunde en la
formación de su personalidad.
Nos podríamos preguntar: ¿en qué dirección se fue
construyendo su personalidad? Algunos datos positivos
ya los hemos señalado, pero hubo también datos negati-
vos que fraguaron su personalidad.

50
Es normal que disfrutando de la prosperidad, del es-
plendor, de la gloria de la nobleza; viviendo tantos años
en un ambiente selecto, de elevado nivel en cuanto a las
relaciones políticas, como las culturales; viviendo en un
mundo donde se exhiben joyas y abundan las obras de
arte, su horizonte humano quedase orientado hacia lo
que el mismo Ignacio cuenta al principio de su Autobio-
grafía: «Hasta los veinte seis años de su edad fue hom-
bre dado a las vanidades del mundo y principalmente se
deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano de-
seo de ganar honra».
«Vanidades», «mundo», «vano», «honra»: cuatro pala-
bras que resumen la oscura experiencia de buena parte
de la vida de íñigo. Cuatro palabras que designan todo
un conjunto de hechos, maneras de pensar y actitudes
que constituyen la realidad más contraria al Evangelio.
Ese Mundo (en cuanto negación de Jesús y de su Es-
píritu). Esa «honra» como fuerza seductora que puede
esclavizar e incluso corromper la misma condición hu-
mana cuando el hombre se deja arrastrar por el «vano
deseo» de conseguirla. Cuatro palabras que sintetizan la
vida de íñigo antes de su conversión. Pero eso es lo que
respiró y vivió en Arévalo; aunque, como hemos señala-
do, no sólo vivió eso.

51
NARCISISMO DE IGNACIO

Cuenta María Puncel, en su libro íñigo de Loyola, que


la primera mañana que íñigo pasó en Arévalo, un criado
le dijo «Vístete y cuando estés preparado sal a la galería.
Te acompañaré a ver a la señora».
«íñigo tiene hoy verdadero interés en parecer bien.
Así que ha rebuscado en su equipaje hasta encontrar su
mejor camisa, el traje de paño verde y las botas nuevas.
Se ha vestido con cuidado y se ha cepillado el pelo a
conciencia. Cuando, acompañado del criado, recorre la
galería, tiene la ocasión de echarse una rápida ojeada en
uno de los grandes espejos que adornan las paredes; y
se gusta. Es cierto que no es muy alto, pero está bien he-
cho, es muy proporcionado y sabe tenerse bien. La cabe-
za alta y los hombros cuadrados. Tiene el buen color que
proporciona la vida al aire libre y posee una magnífica
cabellera rubia. Se siente seguro de su aspecto.»
«Tiene la ocasión de echarse una rápida mirada en
uno de los grandes espejos que adornan las paredes; y
se gusta.» Mirada en el espejo, todo un simbolismo de
su narcisismo interior.

53
Conviene recordar que el término «narcisista» fue
acuñado por el médico neurólogo austríaco Sigmund
Freud, pero partió del mito de Narciso. El relato más co-
nocido del mito de Narciso es de Ovidio, en su tercer li-
bro de Las metamorfosis, del año 43 antes de Cristo.
En su uso coloquial, «narcisismo» designa un enamo-
ramiento de sí mismo o vanidad, basado en la imagen
del propio yo. Como hemos dicho, la palabra procede
del antiguo mito griego sobre el joven Narciso, de espe-
cial hermosura, quien se enamoró insaciablemente de su
propia imagen reflejada en el espejo del agua.
Sin llegar a ser el narcisismo algo patológico en íñigo,
lo cierto es que sí se revelan muchos rasgos de su perso-
nalidad narcisista, pues se caracteriza por un patrón
grandioso de vida, expresado en fantasías y modos de
conducta que provocan una inagotable sed de admira-
ción y adulación. Tiene un hambre de reconocimiento.
Esa hambre insaciable de reconocimiento se asila en la
admiración de quienes le circundan.
La persona narcisista se caracteriza por un patrón
generalizado de grandiosidad. Tiene un sentido gran-
dioso de su propia importancia. La absorben fantasías
de éxito ilimitado, poder, brillantez, belleza o amor
ideal. Requiere excesiva admiración. Tiene un gran sen-
tido de hacer bien sus trabajos y de cómo son vistos por
los demás.
Las personas narcisistas se caracterizan por la gran-
diosidad, arrogancia; quieren ser grandes, poderosas y
grandiosas en espera de ser admiradas, envidiadas y
apreciadas.
El padre Domínguez Morano, S.J., dice que el narci-
sismo es la primera nota que, con otros términos, nos
aparece en la frase con que Ignacio abre su Autobiogra-
fía: «.. .dado a las vanidades del mundo y principalmen-
te se deleitaba en exercicio de armas con grande y vano

54
deseo de ganar honra». Su vida, en efecto, parecía estar
muy polarizada por la pretensión de mostrar ante los
demás una apariencia grandiosa. Caballero elegante,
cuidadoso de su indumentaria, orgulloso de su largo y
rubio cabello y muy preocupado por su aspecto corporal
en general. Conocida es de todos la auténtica carnicería
a la que se sometió en Loyola para cortar el hueso que
sobresalía y afeaba su pierna.
Ese narcisismo igualmente vehiculaba un elevado
componente de aspiraciones ideales. La aspiración a ob-
tener el favor de una Dama más que condesa y duquesa
que, al parecer de muchos historiadores, vendría a ser
nada más y nada menos que la infanta Catalina, herma-
na del emperador Carlos V, hija de la reina Juana la Loca
y que, con el tiempo, llegaría a ser reina de Portugal.
Pero si los ideales cortesanos embargaban sus fanta-
sías narcisistas, también los ideales de carácter heroico
militar constituían un aspecto importante de la alta ima-
gen que Ignacio necesitaba mantener de sí. Si bien, con-
tra lo que la imagen popular y muchas veces también
autores poco informados nos dicen, Ignacio no fue nun-
ca militar de profesión, sí se vio en circunstancias de
conflicto bélico que le obligaron a ejercer como tal. Así,
por ejemplo, en la defensa de Pamplona, donde, como
sabemos, en contra de todos los argumentos razonables
que le exponían a favor de la rendición y abandono de la
plaza, fue la vergüenza, sentimiento tan ligado al narci-
sismo, la que le mantuvo obstinado en una empresa sin
futuro.
El motivo de su empeño nos lo describe el padre Po-
lanco cuando, al relatar el hecho, nos dice: «íñigo, aver-
gonzándose de salir porque no pareciese huir...». La mi-
rada de su propio yo ideal y la mirada de los otros
constituyeron, pues, el motivo fundamental que le man-
tuvo en un lugar del que nada bueno se podía esperar.

55
Como se niega también a que le aten para llevar a cabo
la terrible operación de cortarle el hueso de la pierna,
porque, como señala Pedro de Ribadeneira, le parecía
«cosa indigna de su ánimo generoso».
Alta imagen de sí. Grandiosidad en la apariencia an-
te los otros que, probablemente, ocultaba un riesgo in-
consciente, pero muy amenazante, de deprimirse.
Con ese narcisismo estaba construido íñigo. Y toda la
corte de Arévalo donde vivió algo más de diez años fue
un caldo de cultivo para que fuesen creciendo su vani-
dad y el deseo de honor.

56
DIOS SIGUE TRABAJANDO

En Arévalo vemos a íñigo nadando en un ambiente


donde se alimenta, casi por osmosis, su narcisismo. As-
pecto puramente material, precioso y fascinante. Pero
además tuvo ocasión de ver y tratar con el rey Don Fer-
nando. Nos dice el historiador padre Luis Fernández, S.].,
en su largo artículo «El hogar donde íñigo de Loyola se
hizo hombre», que durante sus casi once años de estancia
en la casa de Velázquez de Cuéllar en Arévalo, que era a
la vez palacio real, el rey se hospedó siete veces en ella, en
ocasiones por espacio de una semana. Los hijos de Juan
Velázquez y el mismo íñigo de Loyola tendrían entonces
ocasión de prestarle sus servicios de pajes dentro de la
propia casa.
El infante Don Fernando, futuro Rey de Romanos y
emperador de Austria, se crió en Arévalo y en la misma
casa donde íñigo moraba.
Durante las temporadas de estadía en Arévalo los hi-
jos de Velázquez, e íñigo con ellos, aprovechaban el tiem-
po en sus estudios: tal vez con Pedro Mártir de Anglería,
célebre humanista en lenguas clásicas, poética y caligra-

57
fía. La música y el canto corrieron, al menos un tiempo,
a cargo de Juan de Anchieta, muy relacionado con los
Loyola en Azpeitia: músico célebre, cuyas obras aún hoy
forman parte de los programas de música clásica o tra-
dicional.
Pero Dios sigue trabajando. Aquel narcisismo de íñi-
go, en esa época y en ese ambiente, se encontró por pri-
mera vez con la enfermedad. Joven y enfermo, pensará,
durante esa experiencia, que sus esperanzas de gloria se
desvanecen, que todos su sueños se desmoronan y que
su vida ya no tiene ningún sentido.
Su mente estaba repleta de sueños y fantasías, heroi-
cidades y hazañas románticas que alimentaba leyendo
(Aut. n° 5). Una enfermedad repelente tocó a sus puer-
tas. Y esa enfermedad no era la mejor compañera para
sus aspiraciones.
Tal vez muchas personas ignoren esa enfermedad de
íñigo, pues no la menciona en su Autobiografía, pero
según los historiadores fue notable, y en gran medida
frustrante.
Para describirla tomo prestadas las ideas que D. José
María Marín Sevilla describe en su precioso libro Ignacio
de Loyola. La enfermedad en su vida y en su espiritualidad,
publicado en la Universidad Pontificia de Salamanca, el
2006.
Trae el episodio del padre Ribadeneira, quien afirma-
ba haberlo escuchado directamente del propio Ignacio:
«En su juventud, mientras alardeaba de su robustez
corporal y de lo florido de su edad, contrajo una gravísi-
ma enfermedad en la nariz, hasta el punto de que nadie
podía resistir la fetidez e insoportable hedor que despe-
día; en el cual tiempo anhelaba dirigirse al desierto y
ocultarse en una apartada soledad; más con el fin de no
ser visto de los hombres, ni de tener que verlos tapán-
dose las narices y apartando el rostro, que por deseo de

58
servir a Dios. Sin hacer ya ningún caso de los médicos,
se curó a sí mismo con frecuentes lavados de agua fres-
ca, después de haber echado mano de casi todos los mé-
dicos. Lo oí del Padre, en persona».
Volvemos a encontrar este episodio en otro testimo-
nio, esta vez del padre Ioannes Antonius Valtrino, en su
Vida del Padre Ignacio, a mediados del siglo XVI, que, ci-
tando el testimonio de Ribadeneira, escribe: «Contrajo
una enfermedad en la nariz de cierta gravedad, de tal ti-
po que prácticamente nadie podía tolerar el olor fétido
que emitía. Durante un tiempo anheló retirarse al de-
sierto y ocultarse en soledad inaccesible de los ojos de
los hombres para no tener que aguantar cómo se tapa-
ban la nariz y se alejaban con asco y no por deseo o pro-
pósito de servir a Dios».
Con toda probabilidad, afirma José María Marín, fue
una forma de «rinitis atrófica crónica» (ocena). Los da-
tos que proporciona Ribadeneira permiten confirmar es-
te diagnóstico acerca de la experiencia de fragilidad cor-
poral a la que tuvo que enfrentarse el Padre Ignacio en
sus primeros años de juventud, en Arévalo.
La fetidez, provocada por los gérmenes que se insta-
lan entre la mucosa afectada y el tabique nasal, la for-
mación de costras y la hinchazón de la nariz, son los
síntomas, especialmente molestos y humillantes, que
acompañan necesariamente a la definición de una atro-
fia mucosa avanzada que deriva en «nariz fétida». La
ocena viene determinada por un proceso inflamatorio
de la membrana que tapiza las fosas nasales y se carac-
teriza por la formación de costras fétidas que cubren las
paredes de las fosas nasales y hacen que el enfermo
despida un olor desagradable.
La ocena, a pesar de ser una enfermedad antiquísima
-conocida por los egipcios y los indios 1.500 años antes
de Cristo-, es hoy una enfermedad poco frecuente, cinco

59
casos de cada diez mil pacientes con enfermedades rela-
cionadas con la nariz y la laringe.
En los estudios actuales acerca de la edad de los pa-
cientes que padecen rinitis atrófica, gran parte de los
mismos coinciden en situar el mayor porcentaje de casos
alrededor de los quince años, aproximadamente la edad
en que el joven de Loyola debió de ser víctima de esta
desgraciada enfermedad.
La difusión y la localización geográfica: curiosamen-
te, también las investigaciones sobre la presentación y
difusión de esta enfermedad apuntan hacia nuestro per-
sonaje. Se trata de una enfermedad que afecta más a las
razas blanca y amarilla y mayoritariamente en el conti-
nente europeo y «muy especialmente en los países de
España, Grecia y Polonia» (H. Jakobi, La ocena).
Dios empezaba a querer derrocar el narcisismo de íñigo,
éste es un encuentro importante con la enfermedad; pero
íñigo no lo ve como llamada de Dios. Encuentro doloroso,
herida en su narcisismo, que debió de atormentarle mucho
en aquel momento, pues casi al declinar su vida lo recuer-
da con claridad y lo cuenta a sus más íntimos compañeros.
Afección inoportuna e hiriente, para ese joven que
deseaba y frecuentaba por aquel entonces el trato de
gentes importantes, las cacerías y los bailes.
Esa enfermedad le deprime y «anhelaba dirigirse al de-
sierto y ocultarse en una apartada soledad». Quiere huir,
quiere ocultarse. No sufre que se aparten de él con asco.
No quería que le viesen las personas. Su deseo de honra y
vanidad no casan con la realidad que está viviendo.
La edad y el carácter de íñigo hicieron de esa enferme-
dad un verdadero martirio: primero porque los médicos
y las medicinas no acertaban a curarle; en segundo lugar,
y era lo más importante, porque se le hinchaba la nariz,
desfiguraba la cara, dejaba un olor fétido y repulsivo; en
tercer lugar porque provocaba el rechazo y alejamiento

60
de los demás; y, en cuarto lugar, porque esta afección le
apartaba radicalmente de sus relaciones cortesanas, de las
intrigas amorosas a las que se dedicaba con especial inte-
rés como corresponde a un joven galán de la época.
Orgullo de íñigo, humillado. Ya Gregorio Marañón
afirmaría: «Tenemos todos los médicos experiencia de la
intensidad que puede alcanzar el sentimiento de humi-
llación que suscita la ozema en quien lo sufre. A veces
este sentimiento ha apartado de la sociedad y ha frus-
trado el porvenir de personas llenas de motivos para
triunfar» (Notas sobre la vida y la muerte de San Ignacio de
Loyola).
íñigo piensa en terminar sus días escondido en algún
monasterio. Retirarse al desierto. íñigo vive una expe-
riencia que va más allá de su vertiente física y corporal.
Vive un tormento psicológico.
íñigo hará frente a esa afección como hizo frente a
tantas heridas como tuvo en su vida. Pero tuvo que acer-
carse a esta manifestación de su fragilidad. Las heridas
no empezaron en Pamplona.
Desapareció la ocena, e íñigo volvió a sus andanzas,
pero no cabe duda de que esta experiencia había dejado
huella en su vida. Las heridas formarán parte de la con-
vivencia personal de Ignacio con la fragilidad corporal.
A ésta seguirán nuevas experiencias de dolor y de
frustración. Dios seguía trabajando en la vida de ese
hombre que destinaba a realizar una gran transforma-
ción en la Iglesia. íñigo no percibe ese obrar de Dios, to-
davía «no se le han abierto un poco los ojos» para com-
prender la actuación del Espíritu.
Dios seguía trabajando en ese joven pagado de su as-
pecto; pagado en sus aspiraciones, pagado en sus idea-
les de carácter heroico.
Pero Dios había ya cercado la «ciudadela narcisista»
de íñigo.
61
SEGUNDA HERIDA

Parecía que el agua volvía a su cauce. Curada la enfer-


medad de su ocena, ya no tenía que ir al desierto. De
nuevo era querido y valorado. De nuevo las nubes se ha-
bían disipado, dejando un cielo azul y lleno de esperan-
zas. El camino prometido por Velázquez a Don Beltrán
Yáñez de Oñaz, de que criaría a íñigo en su propia casa y
le pondría en la casa real, de nuevo se hacía realidad.
Pero, de pronto, vino la tormenta. Arévalo, con sus
sueños y promesas, se hundió en poco tiempo. Veláz-
quez de Cuéllar fue víctima de su propia lealtad. Su fi-
delidad a la Corona le arruinó.
Repasemos la historia. El 23 de enero de 1516, muere
Don Fernando el Católico. En su testamento deja para
Doña Germana de Foix una renta de treinta mil escudos
de oro y cinco mil más, durante su viudez, sobre el reino
de Ñapóles. Recomendaba mucho a su nieto D. Carlos el
cumplimiento de esta manda. D. Carlos, conociendo la
dificultad de este cobro en Ñapóles, se los sustituyó a
Doña Germana por el señorío de Arévalo, Olmedo y
Madrigal durante los días de su vida; y por otra renta de

63
veinticinco mil escudos de oro sobre estas villas y las
ciudades de Salamanca, Ávila y Medina.
Velázquez, que en ese momento estaba en Madrid,
fue informado por el cardenal Cisneros de la orden del
emperador Carlos. La noticia le indignó porque, no ha-
cía aún veinte años, él había trabajado para que la reina
Isabel confirmara los privilegios que Arévalo tenía de
los reyes anteriores.
La donación del emperador Carlos a favor de Doña
Germana de Foix venía a anular los derechos otorgados
por la reina y desairaba la palabra real.
Velázquez regresa a Arévalo. Decide «sostenerse en la
Corona», defender y resistir la entrega de la villa. Es ob-
vio que en esos momentos difíciles para D. Juan Veláz-
quez, íñigo, que contaba con 25 años, fuera muy activo
en toda la estrategia.
El cardenal Cisneros, en cumplimiento de la promesa
hecha al Rey de que Arévalo sería entregada a Doña
Germana, envió fuerzas contra la ciudad sublevada. En
esa lucha muere el hijo mayor de la casa. Se agotaron los
recursos a los que D. Juan había ayudado con su propio
patrimonio. Arévalo hubo de capitular (hubiese o no
combate de armas). Pero se conservaba la villa en la Co-
rona hasta que el Rey viniese a España.
Para D. Juan Velázquez y para Doña María de Velas-
co, todo había terminado. Arruinados con las deudas,
que ascendían a 18 millones de maravedises, agobiados
y abatidos por la pérdida de su hijo mayor; en depresión
por los desengaños sufridos. D. Juan enfermó y falleció
en 12 de agosto de 1517.
Dña María Velasco, arrojada de su propio palacio por
Doña Germana; arruinada, desamparada una vez muer-
to su marido, tuvo que abandonar Arévalo e irse a Tor-
desillas con Doña Juana la Loca.

64
Doña María de Velasco tuvo una atención con íñigo:
le dio quinientos escudos y un par de caballos y lo en-
derezó hacia Nájera, donde podría estar al servicio del
Duque de Nájera, virrey de Navarra.
¿Que cómo influyó todo esto en su interior? Retomo
una idea del padre Alejandro Roldan cuando dice: «íñi-
go tuvo ocasión de ser mimado en exceso, con el consi-
guiente trastorno que este hecho suele causar en la efec-
tividad. En efecto, Iñigo fue el menor de trece hermanos,
y, por consiguiente, mimado en casa por sus hermanas
mayores (nada menos que cinco). Fue mimado sin duda
también por la nodriza, una aldeana a la que le confia-
ron sus padres poco después de su nacimiento, y que
crió junto con sus propios hijos. Fue probablemente mi-
mado por Doña Magdalena de Araoz, que hizo las veces
de madre a la muerte de Doña Marina. En fin, puede
también suponerse que fue mimado en Arévalo por Do-
ña María de Velasco».
Todos conocemos cómo se vuelca la gente ante ni-
ñ o s / a s sin madre; y todos conocemos la predilección
que los padres suelen tener por el menor de sus hijos.
Pues bien, prosigue el padre Roldan, en ese caldo de
cultivo del mimo, el problema del triunfo-fracaso puede
tener importancia decisiva para la deformación de la
afectividad. íñigo tuvo en Arévalo una vivencia profun-
da de lo que puede ser el fracaso de la vida en el caso de
sus protectores, y lo vivirá pronto en su carne.
íñigo tuvo la experiencia de ver desmoronarse la fami-
lia de los Velázquez de Cuéllar a la que contempló boyan-
te a su llegada a Arévalo, y a la que vio caer en desgracia
del Emperador. íñigo vio a su protector D. Juan anegado
por las deudas, apenado por la muerte de su hijo mayor,
y privado del favor de la Corte, muriendo pronto en
Madrid, adonde se desplazó. íñigo tuvo que ver a Doña
María de Velasco, a la que tanto quería, alejada de él.

65
Pero el fracaso de la familia de los Velázquez no era
más que el fondo sobre el que se había de proyectar muy
pronto su propio fracaso. Iñigo fue a Arévalo con el fin
de ser formado para ser introducido en la Corte, y de re-
pente ve frustrado ese halagüeño horizonte, el primero
que se le había abierto en la vida.
¿Qué le queda a íñigo después de once años en Aré-
valo? Desde el punto de vista externo, los quinientos es-
cudos y los dos caballos que le dio Doña María de Ve-
lasco. Pero en su interior está agobiado y abatido por los
desengaños sufridos.
Va, sí, camino de Nájera, pero va rumiando la muer-
te de su amigo y compañero, el hijo mayor de la familia.
Se entera de la muerte del que había hecho de padre. Ve
las injusticias y atropellos que se cometen contra hom-
bres justos y fieles. Ve que Doña María es arrojada lejos
de su propio palacio. Ve que un hombre muere por su
lealtad a la Corona.
Podríamos traer aquí la parábola que puso Jesús so-
bre la casa construida sobre roca o sobre arena. «El que
escucha mis palabras y las pone en práctica se parece a
aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca.
Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y
descargaron sobre la casa; pero no se hundió porque es-
taba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras
mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre
necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se
salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron con-
tra la casa, y se hundió totalmente» (Mt VII,2T-27).
«El que escucha mis palabras y las pone en práctica.»
íñigo hasta ahora sólo escuchaba las palabras de un
mundo fundamentado sobre las apariencias y la vani-
dad. Todavía íñigo no sabe discernir qué palabras vie-
nen de Dios y cuáles son las palabras mundanas. Toda
vida es un continuo tomar decisiones, y si esas decisio-

66
nes no son reflexionadas suficientemente, tenemos el
peligro de construir sobre arena.
Arévalo enseñó muchas cosas positivas a íñigo. Pero,
casi sin quererlo, le quiso enseñar que la verdadera roca
son las riquezas, el honor, la apariencia, las vanidades.
Él, por su parte, quería demostrarse que la roca, sobre
todo, era su propio valer y su narcisismo. Por su parte,
el Señor quería enseñarle que la roca que asegura la soli-
dez de la casa era de orden distinto que la roca de la al-
tivez de su corazón.
íñigo tiene que ir aprendiendo que la roca de su cora-
zón es frágil.
Pero no se llega a tener la experiencia de la fragilidad
de las cosas y del propio corazón si el propio corazón no
ha experimentado su propia fragilidad a través de los
fracasos y heridas.
Al desmoronarse Arévalo, se desmoronaron sus sue-
ños y su futuro. Al desmoronarse Arévalo, el cielo que-
da encapotado y desaparecen las promesas.
Para íñigo todo ha terminado. Pero para Dios, ¿todo
había terminado?

67
TERCERA HERIDA

HERIDO POR ORGULLO


ARÉVALO QUEDÓ ATRÁS

Arévalo quedó atrás. Pero Arévalo no es el final del


camino. Todo ha cambiado. Para íñigo todo son ruinas.
En su caminar hacia Nájera, la ciudad de Valladolid le
trae recuerdos que le hacen más pesados los escombros
que sobre sus hombros pesaban. Burgos, adonde D.
Juan acudía como partícipe de la Corte real, ahora acu-
mulaba más y más visiones de derrota.
En el caminar hacia Nájera, le viene a la memoria el
interés de D. Juan por situarlo y acomodarlo en la corte
del rey. Pensamientos que se entremezclan en todo lo
que le dio Arévalo: el ser un buen escribano, que le ca-
pacitó para actuar como secretario de D. Juan; el conocer
los asuntos de Castilla y de Aragón; y no pocos de los de
Portugal.
Por un tiempo, la capacidad soñadora de un joven
creativo de veintiséis años parece que también se han
derrumbado.
Es cierto que íñigo ha vivido el dolor de otras muer-
tes cercanas: la de su hermano mayor, muerto en Ñapó-
les; la de su hermano Hernando, desaparecido en las nue-

71
vas tierras de Indias; la de su madre y la de su padre.
Esas penas afectaron su vivir diario, como también le
afecta el derrumbamiento de Arévalo.
Él había vivido en un panorama de ensueño cuando
vino a desplomarse sobre su juventud la segunda gran
desilusión, después de la de la ausencia de su madre.
Juan Velázquez no pudo, en contra de sus deseos, co-
locarle en la casa real. Eso sí, Doña María de Velasco le
dio una cantidad de dinero y dos caballos a fin de que
fuese a visitar al Duque de Nájera, de cuya casa era
deudo.
Así partía íñigo para Nájera, y hacia Pamplona, cabe-
za del Reino de Navarra. Allí, de nuevo, le esperaba
Dios.
El Duque de Nájera, D. Antonio Manrique de Lara,
era desde 1516 virrey de Navarra. Desde fines del 1517
encontramos a íñigo entre sus familiares y gentiles
hombres.
íñigo no era capitán, como a veces se dice, ni oficial
mercenario del ejército. Era familiar del Virrey, su criado
y gentilhombre; por eso, y por lealtad caballeresca, se
sintió obligado a luchar en las mesnadas del Virrey de
Navarra.
De nuevo se le abrían las puertas de gloria con las
que él soñaba, y de nuevo resurgieron sus dotes innatas
de generosidad en el triunfo, su paciencia, que fue
aprendiendo en las derrotas; su gratitud y liberalidad.
Las nubes negras habían desaparecido. De nuevo el cie-
lo azul. De nuevo las fantasías, las ilusiones, los sueños.
La rebelión de los Comuneros contra la rapacidad de
los extranjeros flamencos y contra el absolutismo del
Emperador tomó el carácter de lucha de las villas y ciu-
dades contra los nobles. El descontento sopló también
en los dominios de D. Antonio Manrique de Lara. La lla-
ma se levantó amenazadora.

72
En la misma Nájera brotaron focos de insurrección. El
Duque, fiel al Emperador, salió de Pamplona con sus
tropas en septiembre de 1520. íñigo va con ellos, y espa-
da en mano asalta la fortaleza de Nájera, que no tarda en
rendirse con toda la villa. Y se cuenta un pequeño deta-
lle, que da como una pincelada de lo que era su mundo
interior: «Y la saquearon; mas aunque él pudiera mucho
tomar de la presa, le pareció cosa de menos valor, y nun-
ca cosa alguna quiso de toda ella».
íñigo empieza a degustar el sentido de triunfo. Ala-
ban su valor. Alaban su modo de proceder. Y esa ala-
banza va alimentando su deseo de honra.
Arévalo quedó atrás. Todo comenzaba a ser radical-
mente distinto y nuevo. Se va dando cuenta de que, con
el derrumbamiento de Arévalo, no ha fracasado irreme-
diablemente de su primera vocación de cortesano. Lo
que no consiguió allí, ¿lo podría llegar a conseguir en
Nájera y Pamplona?
Ante esa desilusión primera, íñigo comenzó a orien-
tar sus deseos. Va pasando de la inconsistencia de las
prosperidades cortesanas, hacia el ejercicio de armas:
«puso mayormente su afición en el ejercicio de armas».
Quiere seguir la carrera militar «deseando por todo ex-
tremo de ganar honra y fama». Para eso fue, en parte, a
servir al duque D. Antonio Manrique de Lar a. Nájera y
Pamplona van produciendo el fruto que íñigo esperaba.
Retorna la vida ilusionada de íñigo. El derrumbe de
Arévalo se va reconstruyendo. Todavía desconocía que
Dios, en su Providencia, le iría llevando desde experien-
cias mundanas externas hasta experiencias espirituales
profundas.
Caminos de los hombres, y caminos de Dios. Doña
María de Velasco le había orientado para que fuese al
Duque de Nájera, que residía mucho en Pamplona. El

73
deseo de Doña María tan sólo fue el seguir ayudando a
íñigo. En su amor hacia él, no quiso que quedase des-
protegido.
Todavía ella e íñigo desconocen que es, precisamente,
en Pamplona donde va a comenzar el cambio profundo
de su vida.

74
HERIDO EN PAMPLONA

a
Carlos V, el nieto de D. Fernando y D. Isabel, no ha-
bía cumplido veinte años cuando recibió de las manos
del cardenal Cisneros el gobierno de España. Extranjero
por lengua y sentimientos, mal aconsejado por una ca-
marilla egoísta, inició su reinado con una serie de faltas
políticas. Provisión de altos cargos en los flamencos, ré-
gimen de favoritismos, y un largo etcétera.
Mientras el joven monarca celebraba en 1519 su coro-
nación imperial en Alemania, se coaligaron la nobleza y
las ciudades de Castilla y Valencia, y pidieron con las ar-
mas la instauración de un nuevo gobierno.
Vino a complicar la situación el descontento que se
produjo en Navarra, que acudió en auxilio de los comu-
neros y reavivó, como no podía ser menos, las viejas es-
peranzas de Enrique d'Albret de reconquistar la antigua
soberanía de su casa sobre dicha provincia.
Aprovechando las luchas interiores de España, Fran-
cisco I de Francia pensó que el punto flaco del imperio
de Carlos V era el antiguo reino de Navarra, incorpora-
do a la unidad española en 1512; y con la excusa de rei-

75
vindicar los derechos de Enrique d'Albret, se preparó
para la invasión.
Desde Fuenterrabía y Behobia informan que se han
observado grandes movimientos de tropas francesas.
También informan que, por el valle del Roncal y San
Juan de Pie del Puerto, avanzan tropas hacia Navarra.
Al oír esto, el Virrey de Navarra sale para la corte de
Castilla con el fin de reclutar hombres. Y dice a íñigo
que hay que defender la ciudad, o por lo menos la ciu-
dadela. Necesitan hombres para luchar, pues el Virrey
había dejado que sus hombres fueran a Castilla para lu-
char contra las tropas de los Comuneros.
En mayo de 1521, un ejército de doce mil infantes,
seiscientas lanzas y veintinueve piezas de artillería ca-
mina por las angosturas de Roncesvalles. Comandadas
por Andrés de Foix, las tropas francesas siguen avan-
zando y están ya a pocas leguas de Pamplona. De nuevo
el Virrey de Navarra se ha marchado para Segovia en
busca de tropas. íñigo no le acompaña, porque hace fal-
ta un hombre leal y valiente que levante los ánimos y
asegure la defensa.
La ciudad de Pamplona, donde predominaba el parti-
do agramontés, afecto al invasor, capituló sin resistencia
apenas se presentó a sus puertas el ejército de los Albret.
En el castillo se hizo fuerte el capitán Francisco Herrera
con íñigo y otros guerreros. íñigo, invitado a la delibera-
ción y consejo, contra el parecer de otros muchos, se em-
peñó en que habían de resistir hasta la muerte, rechazan-
do las duras condiciones que proponía el francés.
Con ardoroso entusiasmo abogó por la resistencia
hasta el último extremo, y tan persuasivo fue el efecto
de sus palabras que el consejo volvió de su acuerdo pri-
mero y mandó organizar, en lo posible, la defensa.
Una de las razones de íñigo para no rendirse fue que
«sería vergonzoso y poco digno. Sería una deslealtad al

76
Rey». Pensaba en la gloria que podría lograr si soporta-
ba firmemente el asedio sin desfallecer.
Esa noche íñigo no ha logrado conciliar su sueño. Le
tienen desasosegado y terriblemente inquieto las caras
taciturnas que ve a su alrededor y el desánimo de los
soldados.
Sigue creyendo que es honroso defenderla y morir en
ella, si preciso fuera, antes que rendirla. Treinta años te-
nía íñigo cuando entró en la fortaleza dispuesto a morir
antes que pasar por la vergüenza de la rendición. Trein-
ta años tenía íñigo cuando súbitamente le salió al paso
la bombarda francesa que, hiriéndole gravemente en
ambas piernas, le dejará cojo de su pierna derecha.
Comenzado el bombardeo, íñigo peleó como un hé-
roe, bravamente, animando a los demás con su ejemplo
y su palabra, hasta que una bala de cañón, pasándole
por entre las piernas, le quebró la derecha debajo de la
rodilla, y le hirió malamente la izquierda. Poco tiempo
duró la batalla. El historiador padre García Villoslada
afirma que «El Condestable de Castilla escribió que los
franceses tomaron la fortaleza medio día después que la
comenzaron a combatir». Cayó íñigo, y con él la ciuda-
dela, último baluarte de Carlos V en Navarra. Era el se-
gundo día de Pentecostés. En el calendario marcaba 20
de mayo de 1521.
Caído íñigo, les faltó ánimo a los sitiados, que alza-
ron señales de rendidos. Ahí queda íñigo tendido de
espaldas, cara al cielo, hecho un garabato de carne so-
bre el pavimento. Sangra profusamente. Está tendido,
no puede moverse porque le han quedado inútiles las
dos piernas.
Le arrastran cogiéndolo por los hombros, hasta la en-
trada de la escalera; pero al ver cómo se crispa de dolor
en cuanto tratan de moverlo, desisten y lo dejan donde
está y piden ayuda. Por fin, lo bajan y lo transportan a

77
las estancias del interior. Lo han depositado en un jer-
gón, es como un muñeco roto. Queda desmayado.
No hay cirujano ni enfermería en la ciudadela. Hay
que restañar en seguida la sangre que corre sin cesar. Le
quitaron la bota, le cortaron la calza. Le lavan las heridas
y lo cubren con lienzos limpios. íñigo se siente ahora no
héroe, sino inútil. Delira un poco y sigue animando a
que se defienda la ciudadela.
El dolor se hace por momentos tan violento que no le
permite prestar atención a otra cosa que no sea sus des-
trozadas piernas.Cuando puede articular algunas pala-
bras, en medio de su delirio, sólo se le oye decir: «No
hay que rendirse, sino defender la ciudadela».
Entrando los franceses en la ciudadela, trataron caba-
llerosamente al herido. Los muros de la ciudadela han
caído, no así los deseos de gloria de íñigo. Aunque aho-
ra espera el destino que los vencedores dispongan sobre
él. El trato de los franceses es respetuoso y es cortés. Le
atienden los cirujanos franceses, hasta que pasados de
doce a quince días lo consideran ya capaz de hacer, en li-
tera, el largo trayecto a Loyola. A esa deferencia íñigo
correspondió con no menor hidalguía, pues a uno le re-
galó el puñal, a otro la rodela, a un tercero la coraza.
Ha sido tomada la ciudadela de Pamplona, pero no
se ha tomado el interior de íñigo. Es cierto que se ha
desprendido de su puñal, de su rodela y de su coraza.
Pero no se ha desprendido de su deseo de honor, de glo-
ria y de fama. Mas las secuelas que siguieron a la herida
de guerra acompañarán a Ignacio durante toda su vida
y le irán transformando.
íñigo tiene que pasar muchos días antes de que lo lle-
ven a Loyola. Demasiado tiempo para alguien que lo tie-
ne que vivir desde la incertidumbre y la humillación de
la derrota; y soportando los fuertes dolores de una heri-
da físicamente grave.

78
Es difícil imaginar qué fue más fuerte, si el dolor pu-
ramente físico de su pierna quebrada o el dolor moral de
la derrota. Herido en cuerpo y alma, tendrá ocasión de
retomar el camino hacia el interior de sí mismo.
En un viaje de regreso especialmente doloroso e in-
cierto, íñigo, derrotado y herido, volvía al lugar que le
vio nacer.
Pero el sufrimiento va haciendo mella en su soberbia.
Larga agonía en el transporte hasta Loyola. No hay he-
licópteros, ni ambulancias, sólo angarillas. Los hombres
que le llevan procuran moverlo lo menos posible; pero
cada mal paso de los portadores es como una cuchillada
sobre sus heridas. íñigo calla y sufre en silencio.
Pero en su interior no hay silencio, pues está repleto
de dudas y de preguntas, a las que no llegan las res-
puestas. Tendrá que ir descubriendo el tesoro escondi-
do, entre los acontecimientos de la vida diaria, en los
que, en un primer momento, no veía sentido. A partir de
la herida de Pamplona, íñigo será un peregrino cojo, un
ilustre religioso «discapacitado», físicamente, y un santo
«inválido» en un mundo donde la discapacidad es sinó-
nimo de desgracia y fracaso.
Tenía demasiadas luces de honra y vanidades como
para que pudiese ver la verdadera luz que, por ser pe-
queña y humilde, quedaba eclipsada por las luces hu-
manas de muchos y fuertes colores.
Dios iba llevando a íñigo a que dirigiese su mirada a
ese mundo interior donde se cruzan nuestros fracasos,
nuestras rupturas, nuestras crisis, nuestros deseos. Dios
le fue llevando a ver que tenemos una fuente de vida en
nuestros vacíos; ellos nos invitan a sacar todo lo positivo
para compartir la esperanza, porque la verdadera espe-
ranza surge de nuestras noches oscuras.
En todo caso, el dolor fue compañero inseparable en
esta primera etapa de su peregrinación interior.

79
Los biógrafos describen la herida de Pamplona como
«providencial» y con ello parece zanjada la cuestión. Pe-
ro esa agresión corporal, que a punto estuvo de costarle
la vida, por el contrario, Iñigo logró incorporarla a su
existencia de una forma digna y positiva.
Es ese encuentro con la fragilidad corporal que mar-
cará el rumbo de Ignacio de Loyola. Esta vez más grave
y de mayores consecuencias, como lo contará él mismo
en la Autobiografía.
La herida facilita ahora una nueva oportunidad para
llegar hasta el corazón de íñigo, que, gravemente enfer-
mo, se resistirá a sucumbir ante la agresión física que
destrozó la pierna.
Es la gracia, bajo la forma de fragilidad, la que va mar-
cando el destino de su vida.

80
CAMINO HACIA LOYOLA

Está bastante metida la creencia de que la conversión


es un momento en el que no ha habido ni un antes ni un
después. Creemos que la conversión se hace en pocos
días; pero en realidad, toda verdadera conversión es
proceso.
Por eso pensamos que la conversión de íñigo fue so-
lamente en Loyola. Así llamamos la «Capilla de la Con-
versión». Algo así como un lugar, un momento. Olvida-
mos que antes hubo bastantes heridas que fueron
preparando su interior; y que después de Loyola habrá
otras heridas que vayan configurando más plenamente
su conversión.
íñigo ha sido herido en sus piernas. Vive tremendos
dolores y grandes temores. ¡Adiós sueños de gloria y de
honor! ¡Adiós esperanzas de conseguir un nombramien-
to de capitán de los ejércitos reales!
íñigo se pregunta: ¿Qué va a ser de mi vida? Se me
abrieron en Arévalo las puertas para ser cortesano, y
aquellos sueños se derrumbaron con el desmorona-
miento de Arévalo. Soñé en Nájera ser un militar cono-

81
cido y afamado. No me faltaban valentía y arrojo. Pero
la bombarda que quebró mi pierna derecha y malhirió la
izquierda cerró esa posibilidad.
íñigo, en estos momentos, se encuentra pobre, heri-
do, frágil, sin rumbo, a merced del azar. Siente que su
vida es como un velero que ha perdido sus velas y es ju-
guete de las olas del océano. Ya no hay un puerto adon-
de arribar.
Todas las puertas que ha intentado abrir, con no poco
esfuerzo, se han ido cerrando. Si sobrevive a esta herida,
tendrá que seguir buscando, pues un Loyola no puede
cruzarse de brazos.
Búsqueda ¿hacia dónde? No lo sabe; aunque es cier-
to que la brújula de su vida apunta en la dirección de
siempre: honor, fama, estimación, como el mundo le ha
enseñado.
En esa noche oscura de su dolor y desconcierto, ni si-
quiera brilla la luna o las estrellas. Es noche cerrada la
que expresa mejor su interior. Están heridos todos sus
sueños.
Él todavía desconoce que Dios siempre está a la puer-
ta y llama. Dios está presente y llama, aunque sea de
noche.
Tal vez podrían ser aplicables al estado de ánimo que
vive las palabras que el ángel dice a la iglesia de Laodi-
cea y que aparecen en el libro del Apocalipsis: «Dices
que eres rico, que tienes abundancia y no te falta nada; y
no te das cuenta de que eres desgraciado, miserable y
pobre, ciego y desnudo» (Apoc 111,17).
El mensaje de Cristo a la iglesia de Laodicea se rela-
ciona con la realidad histórica de la ciudad, rica en in-
dustrias textiles, comercio y bancas. Poseía, además, una
escuela célebre de médicos oculistas. Pruebas y sufri-
mientos serán la ayuda para esa iglesia, porque están di-
rigidos por el amor de Dios.

82
íñigo posee grandes cualidades humanas, se cree ri-
co, las vive como una posesión, no como un don recibi-
do; por eso no sabe dar gracias a Dios por los dones re-
cibidos, cosa que expresará mucho más tarde, en su
Contemplación para alcanzar Amor, de su libro de Ejer-
cicios Espirituales.
íñigo no ha hecho verdad en su vida, y Dios va traba-
jando esa vida. Dios no deja de llamar a su puerta para
que se entregue a Él.
En la capilla llamada de la Conversión, encima del al-
tar y en el centro de una viga, se lee la siguiente inscrip-
ción: «Aquí se entregó íñigo de Loyola». Pero hemos di-
cho que toda verdadera conversión tiene un antes y
tiene un después.
La pronta muerte de su madre; y la muerte de su pa-
dre cuando tenía unos dieciséis años; el desplome de
Arévalo, la herida en Pamplona, no son ajenos a la con-
versión de Loyola.
íñigo aún no era consciente del actuar de Dios. Toda-
vía íñigo no sabe que hay Alguien que camina junto a él.
Alguien que le ayuda a sobrellevar su dolor y desventu-
ra. Alguien que le ayudaba a avanzar, rompiendo, poco
a poco, las cadenas de sus esclavitudes. Alguien que le
hacía caminar, desde los misterios dolorosos, a una
transformación progresiva de su ser. Alguien que inten-
taba hacer pasar a íñigo del yo al nosotros. Alguien que
le invitaba a dejarse interpelar por situaciones, personas
y acontecimientos que presentaban una imagen nueva e
insólita de Dios.
Entonces, como ahora, el hombre mundano constru-
ye su vida sobre la paserela. Ésta puede ser de tipo polí-
tico, económico, intelectual, deportivo, moda. Y una vez
sobre ella, es muy difícil el apearse. íñigo también vivía
sobre la pasarela de la honra y de la fama. Por sí mismo
nunca se hubiese bajado de ella. Dios le fue bajando, por
medio de las heridas que experimentó.

83
Es cierto que íñigo no encontró el significado de mu-
chas cosas sino en el dolor del silencio. Todos sabemos
que hay situaciones cuyo significado no encontrábamos
mientras las hemos vivido. Para llegar a Pascua hace
falta pasar por el proceso del dolor silencioso. Lo que
hoy nos parece oscuro puede, con el tiempo, llegar a ser
claro.
Le fallaron los lugares y cosas en los que puso su es-
peranza. Y es que, cuando no la fundamentamos bien, la
esperanza produce frustraciones.
Quizás solamente después de haber pasado por las
heridas del sufrimiento puede íñigo comenzar a vislum-
brar los caminos de Dios, y a Dios mismo.
Así, su Autobiografía va a ser el relato por el que Ig-
nacio explicará los caminos por donde Dios le fue lle-
vando. Dios fue para él como el Maestro que va ense-
ñando a un niño de escuela.
El primer paso para convertirse, en verdad, es descu-
brir y reconocer la verdadera situación, sin halagos pro-
pios, íñigo, por ser muy rico en dotes humanas, se creía
rico y un poco distinto de los demás. Tuvo que experi-
mentar su propia fragilidad.

84
SEGUNDA CONVALECENCIA

íñigo ya está en la casa que le vio nacer. Pamplona ha


quedado atrás. La ciudadela ha sido vencida y tomada.
Pero la ciudadela que es íñigo sigue intacta. Dios sigue
sitiándola. Pero no quiere destruirla. Sigue a la puerta y
llama. Respeta la libertad de íñigo, que no se rinde.
Curada la herida, recuperado de la operación prime-
ra que le hacen, fuera ya de la gravedad, pues ha estado
a punto de morir, íñigo sigue anclado aún en los deseos
y aspiraciones del pasado, no se resigna a cargar de por
vida con la secuela de una pierna deforme y torpe.
Había sufrido mucho, tuvo que soportar dolores in-
decibles, la misma muerte había merodeado en su espa-
cio, pero no acepta vivir con aquella pierna que le afea.
Sus planes son otros. Él quiere dar imagen, y por eso es-
tá dispuesto a martirizarse. Nos lo cuenta en su Auto-
biografía:
«Y viniendo ya los huesos a soldarse unos con otros,
le quedó debajo de la rodilla un hueso encabalgado so-
bre otro, por lo cual la pierna quedaba más corta; y que-
daba allí el hueso tan levantado, que era cosa fea; lo cual

85
él no pudiendo sufrir, porque determinaba seguir al
mundo, y juzgaba que aquello le afearía, se informó de
los cirujanos si se podía aquello cortar, y ellos dijeron
que bien se podía cortar, mas que los dolores serían ma-
yores que todos los que había pasado por estar aquello
ya sano, y ser menester espacio para cortarlo. Y todavía
él se determinó a martirizarse por su propio gusto, aun-
que su hermano más viejo se espantaba y decía que tal
dolor él no se atrevería a sofrir, lo cual el herido sufrió
con sólita paciencia» (Aut. n° 4).
Esta operación ya no es por necesidad, sino por vani-
dad puesto que le quedaba la pierna más corta; un hue-
so encabalgado sobre otro; eso afeaba su figura; y él es-
tá determinado de seguir el mundo.
Luego en sus Ejercicios Espirituales hablará de «seguir
a Cristo», pero ahora él quiere seguir el mundo.
Cosa extraña, para el mundo y, por tanto, también para
él, eso de seguir a Cristo tenía consecuencias dolorosas.
Tal vez le venía a la memoria aquella frase del Evangelio
que Jesús dirige a todos: «El que quiera seguirme, que se
niegue a sí mismo, cargue con la cruz cada día y se venga
conmigo». Aquí Jesús señala la actitud que debe tener el
discípulo: es renuncia a lo que le impide el seguimiento de
Jesús; es tomar la cruz de cada día. El seguimiento tiene
como consecuencia el sufrimiento y el dolor.
Todo seguimiento exige condiciones. Renunciar a sí
es renunciar a vivir según nosotros mismos para poder-
nos entregar a los demás. Es renunciar a nuestras reac-
ciones instintivas a fin de entrar en otro horizonte, el
evangélico. Es el no estar curvado sobre uno mismo y
poder aportar a alguien aunque sea sólo cinco minutos
de sol por semana.
No se pasa fácilmente de la reacción instintiva de de-
fensa egoísta al don del tiempo. Entrar en ese esfuerzo
permanente es renunciar a sí mismo.

86
¿Y tomar la cruz? ¿Qué es lo que eso significa? Pues
saber encajar los golpes de la vida. Saber que toda vida
está acompañada por el dolor, y que es importante el
cómo me sitúo ante él. Es ir adoptando actitudes de pa-
ciencia, de valentía, de obstinación para permanecer en
la confianza y en la fe. Es no imaginar que uno va a vi-
vir mejor cuando se libere de esa cruz. Aunque me libe-
re de unas, me vendrán otras bajo formas distintas. Hay
que aprender a sacar provecho de todo, incluso de las
cruces.
íñigo nos ha dicho en su Autobiografía que él «se de-
terminaba seguir el mundo». Pero tampoco era tan inge-
nuo como para creer que el seguimiento del mundo no
tiene sus exigencias. íñigo se sometió a una segunda
operación, bastante más dolorosa que la primera, por
pura vanidad, porque estaba determinado a seguir el
mundo.
No Jesús, sí los cirujanos a los que ha consultado le
han dicho que sí se podía cortar aquel hueso, pero que
los dolores serían mayores que todos los que había pa-
sado por estar aquello sano. Él tomará la opción de mar-
tirizarse porque no soportaba la fealdad en su aspecto,
porque había optado de seguir al mundo.
Su hermano mayor se espanta de que pueda tomar esa
decisión, y afirma (aunque él también seguía el mundo)
que no se atrevería a sufrir ese dolor. Pero íñigo está dis-
puesto a pagar el precio que le exige el seguir al mundo.
Tras la operación segunda, otra larga y dolorosa con-
valecencia le aguardaba. Nos lo cuanta en su Autobio-
grafía:
«Y cortada la carne y el hueso que allí sobraba, se
atendió a usar de remedios para que la pierna no que-
dase tan corta, dándole muchas unturas, y extendiéndo-
la con instrumentos continuamente, que muchos días le
martirizaban» (Aut. n° 5).

87
No sólo conlleva dolor y cruz el seguimiento de Cris-
to, sino también el seguimiento del mundo. Pero cada
uno opta a quién quiere seguir. Hay que renunciar. Hay
que perder cosas cuando se ha tomado una opción en la
vida. Hay que renunciar a todo aquello que nos impida
conseguir nuestro objetivo.
Nadie escapa a la gran ley de la vida: tú ganas tu vida
cuando amas, tú la pierdes cuando eres egoísta. El estar
encorvado sobre uno mismo es lo contrario al amor. La
renuncia es necesaria. Siempre es necesario perder del
propio egoísmo para poder amar. íñigo está todavía en-
cerrado en su propia ciudadela.
íñigo renunció a no sufrir con la esperanza de volver
en toda su plenitud a su antigua vida mundana y pla-
centera. Tanto es así que él mismo declaró después, en
tono de burla, que «lo había sufrido todo en el deseo de
poder usar de nuevo botas ajustadas».
¡Cuan acerbamente debió de herirle el lento alborear
de la realidad, el convencimiento de que había acabado
definitivamente para él la vida de algún cargo en la gue-
rra y de galanteador en la corte! Sólo a disgusto y en
constante lucha interior pudo irse habituando, en los
largos meses de su enfermedad, a la idea penosísima del
renunciamiento.
«Si alguno quiere seguirme», decía Cristo, «que tome
su cruz». A todos nos gustaría borrar esas cuatro palabras
del Evangelio. Pero la vida nos enseña que, en algún mo-
mento determinado de nuestra existencia, el sufrimiento
llama a nuestra puerta; y que, en otros momentos, llama a
la puerta de seres a los que amamos.
Ignacio, a pesar de ser soñador, fue un hombre realis-
ta. Sabe que nada es más personal que la cruz. En Loyo-
la, la lleva solo. Al escribir los Ejercicios Espirituales dirá
que la cruz hay que llevarla con Cristo.
En Loyola está viviendo la cruz como un héroe. Su
vanidad y narcisismo ponen como un tinte de gloria en
88
sus propios sufrimientos y heridas. Sufre lo que no se
atrevería a sufrir su hermano más viejo. Inconsciente-
mente se mira al espejo, aun en el mismo dolor.
Tendrá que vivir, a lo largo de su vida, con muchas
heridas, y con el dolor. Todavía le esperan cruces más
pesadas. Pero las heridas irán abriendo como pequeñas
puertas por donde entre Dios.

89
LAS BOMBARDAS DE DIOS

Nos podríamos preguntar: ¿las bombardas de Dios


son como las bombardas empleadas por los franceses en
la toma de la ciudadela?
Isaías, haciendo hablar a Dios, había afirmado: «Mis
planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son
mis caminos (...) como el cielo es más alto que la tierra,
mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes
que vuestros planes» (Is 55,8-9).
Entonces, ¿cuáles fueron las bombardas que Dios em-
pleó?
Hemos dejado a íñigo en su segunda convalecencia,
en aquel martirio doloroso que soporta por pura vani-
dad, por seguir al mundo. Esa segunda convalecencia
fue una nueva oportunidad para que íñigo, joven, heri-
do amenazado por una grave incapacidad física, pudie-
ra calibrar el peso de la inmovilidad y la dependencia,
del aislamiento y de la soledad.
Atormentado por el tedio, tanto más cuanto que sola-
mente estaba acostumbrado a los ejercicios militares y
torneos, y no a las ocupaciones de carácter cultural y es-

91
piritual, pidió libros para atenuar, con la lectura, aquel
marasmo mortal de su inactividad, y pensó silenciosa-
mente consigo mismo en las hazañosas y simpáticas no-
velas caballerescas de la época, que él, por descontado,
como cualquier otro compatriota de su clase, conocía
muy bien.
Probablemente hubiera querido endulzar sus horas
amargas con las aventuras del famoso Amadís de Gau-
la, u otras producciones de un romanticismo desfigura-
do, pasado ya de moda en otras partes, vivo aún en Es-
paña con todo su artificio de quimeras y fantasmas.
Tiene necesidad de leer. Leer libros, pues entonces no
había ni televisión, ni ordenador. Le ayudarían a supe-
rar el abatimiento y la depresión.
Como seguía pensando en sus fantasías de siempre,
pidió libros de caballerías. Pero quiso el azar que en la
casa-torre de Loyola no hubiese ni uno solo de los libros
apetecidos. Se le dio lo único que pudo encontrarse: una
Vita Christi, y un libro de la vida de los santos, en ro-
mance.
Con toda probabilidad se trataba de la Vida de Cristo
de Ludolfo de Sajonia (el Cartujano), y el de la Leyenda
áurea de Jacobo de Varazze, siglo XIII, más concretamen-
te una versión de éste: el Flos sanctorum.
Dos obras, según I. Tellechea, de puras esencias me-
dievales, sobre todo el segundo. Ninguno de los dos fi-
gura en el prestigioso elenco de «libros que cambiaron el
mundo; mas ellos sirvieron para cambiar a íñigo». Dios
empezaba con sus bombardas, tan distintas de las em-
pleadas por los franceses. Sigue queriendo conquistar la
fortaleza de íñigo, por medio de los libros.
Esos libros que le dieron le hicieron una impresión
mala al comienzo, causándole gran decepción. El, cuya
existencia de joven se había deslizado en palacios y cor-
tes, en aventuras amorosas, en torneos y danzas, no po-

92
día encontrar ninguna atracción en milagros, flagelacio-
nes y penitencias de los santos.
Le hubiesen gustado libros que halagasen sus ensue-
ños, que le trajeran a la memoria los encantos de la da-
ma de su corazón. Cuenta él que cuando dejaba correr
libremente su memoria se pasaba dos, y hasta tres horas;
y en esas horas, contemplaba sus propias proezas, re-
presentándose la ciudad donde ella vivía, las agudezas
poéticas que le diría y los actos caballerescos que haría a
fin de ganarse su favor.
Pero volvía a la realidad, a sus sufrimientos corpo-
rales que le invalidaban para los tratos galantes. Y lle-
gaban las horas interminables del abatimiento, del can-
sancio de la vida. Y así empezaba a leer las lecturas
desacostumbradas.
íñigo piensa: Si hay cosas que se han acabado para
mí, ¿por qué no hacer el intento de ser un caballero es-
piritual? Ahí también se podría conquistar gloria y ho-
nor. Y a medida que iba leyendo y reflexionando sobre
las lecturas que tenía, le parecía más deseable y atrayen-
te aquel heroísmo espiritual del que hablaba la leyenda
de los santos.
La bombarda de los libros que él no pidió hizo que
fuese leyendo los libros que le habían dado, y acabó por
hallar los hechos de los santos más maravillosos que to-
do lo que se refería a los héroes legendarios que habían
llenado su imaginación, y comenzó a conocer la vanidad
de las glorias mundanas.
Así empezaron los primeros compases de la gran sin-
fonía que después fue su vida. Empiezan los compases
de dejar de seguir el mundo y a los príncipes para seguir
enteramente a Cristo.
El padre García-Villoslada recoge la siguiente expre-
sión: «Nació de una explosión allá en Pamplona», que-
riendo significar que por efecto de la bombarda que le

93
hirió en la pierna «nació milagrosamente el nuevo íñigo,
el san Ignacio de la Historia y de la inmortalidad».
Pero no basta nacer, es preciso crecer e ir madurando.
Para esto segundo, Dios iba empleando otras bombar-
das, entre las que se encontraban los libros.
Todavía íñigo no cree en la imposibilidad de lo im-
previsible, no se deja modelar libremente por Dios, no
ha abierto las puertas de su ciudadela, no ha entregado
a Dios todas las llaves de su fortaleza.
Isaías le hubiese recordado que los caminos de Dios
no son los nuestros, ni sus bombardas las nuestras. íñigo
tiene que superar sus perspectivas a ras de tierra para
remontarse a la perspectiva celeste y comprender el
acierto de los «caminos de Dios».
Dios tiene otro estilo, o modo de planear y de actuar.
Muchos pensarán que fue el azar el que hizo que, pi-
diendo íñigo libros de caballerías, no hubiese en la casa-
torre sino libros de santos.
Pero me viene a la memoria el dicho de de Anatole
France, quien afirmó: «El azar es el seudónimo que utili-
za Dios cuando no quiere firmar».

94
APERTURA AL MISTERIO

Las bombardas que Dios usó fueron distintas de las


empleadas por el ejército francés. Aquéllas herían o ma-
taban; las de Dios sanaban y daban vida.
La ciudadela de Pamplona tenía cerradas sus puertas
para que no entrasen los sitiadores. íñigo tenía cerrada
la puerta de sus ojos. Pero Dios esperaba a su puerta. Y
va a ser una de esas bombardas empleadas por Dios la
que le va a abrir otra puerta de su ciudadela. Esta vez
serán los ojos.
En mi libro titulado Vigía de Auroras, en un capítulo
que titulo «Las tres Miradas», afirmo que existe una pri-
mera mirada, que nace de los ojos físicos; y a la que po-
dríamos llamar «ojos del rostro». Con esa expresión su-
brayaba el imperio cerrado de los sentidos. Son ojos que
se quedan simplemente en la exterioridad de las cosas y
personas; y sólo admiten lo que ven.
Esos ojos terminan por no ver sino su propio egoís-
mo. Ojos del rostro que se deslizan desde la posesión de
las cosas a la posesión de las personas, a quienes se ve
95
como objetos y obstáculos de la posesión. El otro/a es
mi propiedad o mi enemigo y rival.
Junto a esos ojos del rostro, el poeta A. de Saint-Exu-
péry acuñó aquella frase: «Lo esencial es invisible para
los ojos. Sólo se ve bien con el corazón». Son «los ojos
del corazón».
Todos sabemos que una madre no mira a sus hijos só-
lo con los ojos físicos. Los mira desde el corazón. Y esa
mirada no es aséptica. Sino que genera actitudes de to-
lerancia, de comprensión, de perdón, de sacrificio per-
sonal, de esperanza.
Son ojos evangelizados por el amor, que los ha purifi-
cado de los intereses personales. Una madre no es que
no vea los defectos de sus hijos, sino que los ve de modo
distinto a como los ven otras personas. Ella siempre es-
pera, porque siempre ama. Y, porque ve desde el cora-
zón, va viendo cosas esenciales que quedan veladas pa-
ra otros ojos.
Pero existe una tercera manera de mirar, que San Pablo
definiría «los ojos iluminados del corazón» (Ef 1,18). Po-
dríamos llamarlos «los ojos del alma». Pues saben mirar
desde la fe.
Pablo pide a Dios nos conceda esos ojos iluminados
del corazón, porque eso no es adquisición humana. La
revelación o sensibilidad para percibir el misterio en que
estamos envueltos es gracia y no simple razón.
Esos ojos del alma comprenden la herencia que te-
nemos sólo en esperanza, pues, siendo futura, no la
vemos. Pero la fe nos permite contemplar la esperan-
za. Por eso afirma el Salmo 36,10: «A tu luz, vemos la
luz».
Esos ojos del alma son la fuerza transformadora de la
esperanza por la que creemos que el mundo no se acaba
con la muerte, ni nuestro destino es ciego.

96
Esos ojos del alma son una fe que penetra más allá de
lo que ven los sentidos, y hace que la vida se viva llena
de agradecimiento.
Ojos del alma que llegan a comprender que cada
acontecimiento de nuestra vida, marcado por la fe y el
amor, es una etapa en la realización del designio eterno
de Dios.
Esos ojos del alma se dejan aprehender por el «Inefa­
ble». Ven la vida con otros ojos. Con esos ojos del alma
se llega a ver a los otros como hermanos; y se llega a ver
la misericordia, la bondad y la ternura de Dios, que nos
ama desde toda la eternidad.
Los ojos del alma son los de aquéllos que, en lo visi­
ble, «sospechan» al INVISIBLE. De Moisés dice la Sagra­
da Escritura que «se mantuvo firme como si viera al In­
visible» (Heb XL27).
Cualquier persona, según los distintos niveles de su
mirada, va cambiando los horizontes de su existencia:
Están «los ojos del rostro», que sólo ven la superficie
de las cosas y que terminan no viéndose sino a sí mis­
mos.
Están «los ojos del corazón», con los que ve las cosas
esenciales y consigue ver las cosas y las personas de la
vida de otra manera.
Están «los ojos del alma», que ven que las personas y
las cosas, antes de servir para algo, son un don maravi­
lloso, a través del cual Dios se transparenta como dador
de todo bien.
«Los ojos del alma» ven mucho más allá de nuestras
ambiciones de barro.
Ahora comprendemos mejor lo que escribe San Igna­
cio en su Autobiografía: «Mas no miraba en ello, ni se
paraba a ponderar esta diferencia, hasta en tanto que
una vez se le abrieron un poco los ojos, y empezó a ma­
ravillarse desta diversidad y a hacer reflexión sobre ella,

97
cogiendo por experiencia que de unos pensamientos
quedaba triste y de otros alegre, y poco a poco viniendo
a conocer la diversidad de los espíritus que se agitaban,
el uno del demonio, y el otro de Dios (Este fue el primer
discurso que hizo en las cosas de Dios; y después cuan-
do hizo los ejercicios, de aquí comenzó a tomar lumbre
para lo de la diversidad de espíritus)» (Aut. n° 8).
íñigo va a comprender que sus fantasías y pensamien-
tos le producían unos sentimientos que eran diferentes
del de la lectura de los libros de los santos. Si los prime-
ros habían encadenado sus sentimientos con encanto
placentero cierto tiempo, al desvanecerse dejaban en su
alma el descontento, el vacío, la inquietud. La lectura de
la vida de los santos, por el contrario, le dejaba un grato
sentimiento de sosiego y de paz.
Pero eso sucedió cuando «se le abrieron un poco los
ojos». Lo que es claro es que en ningún documento encon-
traremos pruebas que nos hagan concebir la idea de que
hubiera sido el desencanto ante la inutilidad y fugacidad
del mundo, o su gloria, la causa decisiva de su conversión.
Tampoco podemos olvidar que, siendo verdad que
fue la gracia la causa de su conversión, la Autobiografía
y sus Cartas conceden a la herida y a sus consecuencias
un papel importante y central en el proceso de «cambio»
vivido por íñigo.
Y es que la gracia tiene muchos nombres y muchos
modos de actuar. La gracia aséptica no existe, puesto
que se hace realidad por los sucesos que el hombre vive
y menos espera.
A distancia de treinta y dos años, Ignacio se apresura
a señalar escrupulosamente lo que ocurrió en él, en Lo-
yola, después de la lectura de la Vida de Cristo y el Flos
sanctorum. Experiencia que podríamos resumir en estos
cinco puntos, como muy bien señala Mauricio Costa,
S.J., en las «Notas y comentarios a la Autobiografía».
Los cinco puntos serían los siguientes:

98
o
I - Existencia en su ánimo de una diferencia entre los
pensamientos y los propósitos mundanos, por una par-
te, y los pensamientos y los propósitos santos, por otra.
Mientras existían a nivel de pensamiento, unos y otros
le proporcionaban gozo y consolación: la diferencia co-
mienza cuando los abandona y deja de prestarles aten-
ción.
o
2 - Despreocupación de íñigo respecto a esa diversi-
dad («no miraba en ello, ni se paraba a ponderar esta di-
ferencia»).
o
3 - Intervención de Dios, con un don particular de lo
alto («hasta en tanto que una vez se le abrieron un poco
los ojos»).
o
4 - Reacción de íñigo al don: admiración («empezó a
maravillarse de esta diversidad») y reflexión («y a hacer
reflexión sobre ella»).
o
5 - Frutos de la propia reflexión: conocimiento por
experiencia de consolaciones y desolaciones; y conoci-
miento de la diferencia de los espíritus.
íñigo fue a Arévalo a aprender, y ciertamente aprendió
mucho. Aprendió muchas y buenas cosas... y otras no
tan buenas. Lo mismo le pasó en Nájera y en Pamplona.
En Loyola, el impulsivo, impaciente e inquieto íñigo tiene
que aprender no solamente a discernir; sino también a te-
ner paciencia. Difícil aprendizaje para un aventurero.
Va a ir aprendiendo que la vida de las personas está
llena de encrucijadas, momentos de cambio y de crisis; y
que, en otros días, la vida sigue un camino más sereno.
Todavía sigue su orgullo. Pero, como lo dice el salmo:
«El Padre conoce nuestra hechura, y por eso es miseri-
cordioso, recordando que el polvo es nuestra condición»
(Sal 103).
La bombarda de Dios, esta vez, fue a la puerta cerra-
da de sus ojos. «Se le abrieron un poco los ojos.» Fue una
apertura al misterio.
99
¿CONVERSIÓN TOTAL?

Hemos insinuado ya que muchos piensan que fue Lo-


yola el lugar único de la conversión de íñigo. Nos pode-
mos, por tanto, preguntar: en Loyola ¿su conversión fue
total?
Para comprender los caminos que siguió la gracia,
bueno sería no olvidar que, según Polanco, «nuestro Se-
ñor suele mover a cada uno según su disposición y en-
tender e inclinaciones». La gracia nunca cae sobre una
abstracción, sino sobre una persona concreta.
La disposición del sujeto connota no sólo el estado ac-
tual y transitorio del sujeto, sino mucho más esa otra
conformación permanente, que resuena siempre y como
que da tono a la trayectoria vital de cada uno. Cada uno
tiene un sistema propio de impulsos, de percepciones y
de sentimientos.
Tenemos también que precisar lo que entendemos
por la palabra «conversión». Segundo Galilea, en su li-
bro El camino de la espiritualidad, nos dirá: «La conver-
sión cristiana es la firme decisión, acompañada por los
medios adecuados, de ponernos en marcha para seguir

101
a Jesús. La conversión es siempre una ruptura, un cam-
bio. Un cambio de mentalidad (...) comenzamos a
guiarnos por los criterios de la fe y el evangelio, y no
por los criterios «del mundo y de la carne», encorvados
sobre nosotros mismos. Un cambio de práctica de acti-
tudes: comenzamos a actuar a imitación de Cristo y no
según el egoísmo, los ídolos y las «pasiones». Más pro-
fundamente, la conversión cristiana es «nacer de nue-
vo», según la vida del Espíritu que nos reviste de Cris-
to. La conversión cristiana es una decisión y crisis
(ruptura) inicial, pero es igualmente un largo proceso
que toma toda la vida, en coherencia con el mismo pro-
ceso del seguimiento de Jesús. En este proceso de creci-
miento hay crisis, nuevas decisiones y rupturas, mo-
mentos fuertes. El itinerario de la conversión es el
itinerario de cada espiritualidad individual».
De este párrafo deberíamos recoger que, para ese au-
tor, la conversión es un largo proceso, no un momento
limitado por el tiempo, y mucho menos un solo lugar. Y
que tampoco se ha convertido totalmente el que todavía
permanece encorvado sobre sí mismo.
Ignacio, siempre muy exacto en la formulación de sus
ideas, en una carta que escribió a Francisco de Borja, el
28-VIII-1554, le dirá: «Cuando Dios nuestro Señor me hi-
zo merced que yo hiciese alguna mutación en mi vida».
La conversión es precisamente eso: una nueva orienta-
ción de la vida. Antes de que esa mutación se verifique
y mientras se está realizando actúan sobre el hombre las
pulsaciones de la gracia. Aquí no vale el voluntarismo.
Es iluminación y moción de Dios «cuando Dios nuestro
Señor me hizo merced»; pero tampoco vale el cruzarse
de brazos ante esa gracia. Gracia de Dios y cooperación
humana.
Pero que la conversión en Loyola no es una conver-
sión total de Ignacio queda expresado en sus palabras

102
«hiciese alguna mutación en mi vida». Es alguna muta-
ción y, por tanto, no total.
¿Cuál fue el trabajo de la gracia? Dos palabras pare-
cen poderlo resumir: «invasión de la gracia», que se
apodera del alma apenas vuelta a Dios y no la deja ya; y
lucha valiente contra sí mismo, que coopera sin desfalle-
cimiento a la obra de Dios en el alma.
El hombre ante lo divino siente curiosidad o pretende
manipular lo numinoso según sus intereses. Quisiera
poner sus manos sobre lo divino, controlándolo y usán-
dolo para su beneficio propio mediante artificios que
domestiquen la divinidad mágicamente.
Bastaría ver cómo, en sus comienzos, Iñigo pone el
énfasis en los proyectos que parten de su propia iniciati-
va, pero ese «yo» que propone proyectos en Iñigo no es
necesariamente su «yo» más profundo. Como afirma
Manuel Maza, en un artículo (CIS, p. 23), «Ese "yo" está
ligado a la exterioridad, en lo que su sociedad valora,
aunque venga envuelto en cosas espirituales».
Al leer las vidas de Santo Domingo y San Francisco
no extraña que le hiriese menos el ideal apostólico que
el de la mortificación, y el de una mortificación vincula-
da a peregrinaciones y episodios accidentados, porque,
aunque en sí fueron dos grandes fundadores del siglo
XIII, y apóstoles en grado eminente, en las vidas de la
Leyenda áurea resalta mucho más ese doble carácter.
Hasta este momento, íñigo había avanzado por su vi-
da espiritual conducido tan sólo por los principios su-
premos y generales de la fe que aprendió desde que an-
daba colgado de los brazos de su madre. Eso es lo que
nos da a entender él mismo cuando, refiriéndose al
tiempo que estuvo en Manresa, nos habla de su igno-
rancia de las cosas espirituales. Los principios aprendi-
dos y luego casi olvidados en los años tumultuosos de
su juventud se instalaron en el primer plano de su con-
ciencia y estimularon su enérgica voluntad a la acción.

103
Todavía no tiene un conocimiento más claro de las co-
sas y planes de Dios, sin saber por qué cauces tendría
que deslizarse su vida.
En Loyola íñigo vive solamente una primera etapa de
conversión. Esa resolución de romper con lo de atrás y
este proponerse generalmente una vida nueva no es aún
la conversión realizada, sino decidida. La conversión to-
tal se realiza cuando, superados los sacrificios necesa-
rios, entra en la plena conciencia y luz en el camino que
Dios le señala.
Hasta llegar a ese estado, la Providencia de Dios le
asiste para que persevere largos meses en el ejercicio de
su propósito general de penitencia y de imitar a los san-
tos. Lo que hasta ahora ha hecho íñigo tiene tan sólo el
sentido de un rompimiento práctico con el pasado.
íñigo imagina que se ha entregado totalmente a Dios.
Pero olvidaba que la imaginación llega de una vez a su
fin, realiza instantáneamente su propósito, todo le es po-
sible, porque está más allá de lo real. Imaginamos y re-
conocemos el universo sin salir de nosotros mismos. El
deseo reconoce la verdadera situación de las cosas, las
acepta y empieza a unir las fuerzas para conseguir el fin
pretendido. La imaginación no tiene historia. El deseo
padece la historia como posibilidad o límite: «esto pue-
de ser pero no será ahora mismo». El deseo provoca la
libertad, la imaginación la engaña, cree haber llegado
porque aún no ha salido.
Loyola fue solamente la primera etapa de su conver-
sión. Es una conversión de sus pecados y de su vida an-
terior. Por eso en la confirmación que tuvo de la apari-
ción de la Virgen, lo que íñigo dice es: «con cuya vista
por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y
quedó con tanto asco de su vida pasada, y especialmente
de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del
ánima todas las especies que antes tenía. Así desde aque-

104
f
Ha hora hasta el agosto de 53 que esto se escribe, nunca
más tuvo ni un mínimo consenso en cosas de carne».
Todavía no ha descubierto que está centrado sobre sí
mismo. Y tendrá que convertirse de esa actitud negati-
va. Pero eso será en etapas posteriores de conversión.
Algo ha cambiado, aunque no todo; por eso San Igna-
cio escribirá a San Francisco de Borja: «Cuando Dios
nuestro Señor me hizo la merced que yo hiciese alguna
mutación en mi vida».

105
TENTACIONES EN LOYOLA

íñigo tuvo que superar, al comienzo de su estancia en


Loyola, esas tentaciones claras, y que eran efecto de su
enfermedad y de su situación. Tentación de impaciencia
porque la recuperación iba más lenta de lo que él espe-
raba. Tentación de desánimo, pues, a pesar de la carni-
cería que se impuso, una pierna quedó más corta que la
otra. Tentación de desesperanza, pues se le iban torcien-
do los caminos de sus sueños. Tentación de desorienta-
ción, porque no veía cuál podría ser su futuro. Tentación
de no aceptación al verse alejado del mundo que soñaba
y amaba.
Una vez que vivió esa clase de tentaciones, en su pri-
mera etapa de conversión, casi al final de su estancia en
Loyola le vino otra, que sin duda le dio pie para escribir
la regla de discernimiento más propia para la segunda
semana de Ejercicios, que dice:
«La Cuarta. Propio es del ángel malo, que se forma
sub angelo lucis (bajo ángel de luz), entrar con el áni-
ma devota y salir consigo. Es a saber, traer pensamien-
tos buenos y sanos conforme a la tal ánima justa, y des-
107
pues, poco a poco, procura de salirse, trayendo a la áni-
ma a sus engaños cubiertos y perversas intenciones»
(332).
Se trata de engaños encubiertos: por eso se producen
bajo «capa de bien» y, por lo tanto, son tentaciones más
peligrosas. Y es con apariencias de bien como íñigo fue
tentado poco antes de su partida de Loyola.
íñigo tiene ya una serie de proyectos sobre el camino
nuevo que quiere emprender; y el demonio le va a ten-
tar a fin de que no emprenda ese camino, y eso bajo apa-
riencias de bien:
«...antes, hallándose ya con algunas fuerzas, le pare-
ció que era tiempo de partirse, y dijo a su hermano:
»"Señor, el Duque de Nájera, como sabéis, ya sabe
que estoy bueno. Será bueno que me vaya a Navarrete"
(estaba entonces allí el Duque).
«Sospechaba el hermano y algunos de la casa que él
quería hacer alguna gran mutación. El hermano le llevó
a una camera y después a otra, y con muchas admira-
ciones le empieza a rogar que no se eche a perder; y que
mire cuánta esperanza tiene de él la gente, y cuánto
puede valer, y otras palabras semejantes, todas a inten-
to de apartarle del buen deseo que tenía. Mas la res-
puesta fue de manera que, sin apartarse de la verdad,
porque de ello tenía ya grande escrúpulo, se descabulló
de su hermano» (Aut. n° 12).
Esto ocurría probablemente hacia fines de febrero del
1522.
Es su hermano el que intenta apartarle del deseo que
íñigo tenía. El proyecto de Ignacio tenía que ver con el
nombre de la familia, quería ganar honra. Su propia fa-
milia participaba de ese mismo proyecto.
Ese quererle apartarle de su deseo tiene grandes se-
mejanzas con algo que le ocurrió al mismo Cristo. El
evangelista San Marcos, en su capítulo octavo, nos cuen-

108
ta que uno de los discípulos de Jesús intenta apartarlo
del camino que Jesús tiene proyectado.
Jesús acaba de decir que Él, como Mesías, tiene que
sufrir y padecer. Y lo dice porque, para un judío, la pala-
bra «Mesías» era un arpa de sueños de la que todas las
cuerdas hacían vibrar las esperanzas de Israel. El Mesías
sería un rey guerrero que los liberaría de otros pueblos.
Sería un Mesías poderoso, sabio, glorioso.
Pero un judío jamás pensó en un Mesías que pudiese
sufrir. Un Mesías triunfante no puede caminar hacia la
muerte. Jesús les dirá que Él es el Mesías, pero no según
sus ideas. Por eso Pedro quiere apartar a Jesús de ese ca-
mino sufriente que lleva a la muerte.
Jesús le va a decir a Pedro que, en ese momento, es
como Satanás. Sólo piensa con pensamientos de hombre
(honor, fama, estimación), pero es preciso que se eleve
hasta los pensamientos de Dios.
Satanás, el rival, excluye la pasión y sólo acepta el
triunfo. Pedro tiene una mirada y mentalidad sólo hu-
manas. No piensa como Dios, sino como le enseña el
mundo. Bajo capa de amistad, quiere desviar el camino
escogido por Jesús (Me VIIL31-38).
Y otro pasaje similar que le ocurrió a Cristo lo cuenta
el evangelista san Juan, en su capítulo séptimo.
«Algún tiempo después recorría Jesús la Galilea, y no
quería recorrer la Judea porque los judíos intentaban
darle muerte. Se acercaba la fiesta judía de las Chozas, y
sus hermanos le dijeron: Trasládate de aquí a Judea para
que también tus discípulos vean las obras que realizas.
Pues nadie que busque publicidad actúa a escondidas.
Ya que haces tales cosas, date a conocer al mundo» (Jn
VII,1-10).
A la fiesta de las Chozas acudía mucha gente; perte-
necía a las grandes festividades de peregrinación. Era el
lugar y el momento para manifestarse de un modo es-

109
pectacular. Era la ocasión de darse a conocer a todo Is-
rael. Los milagros que ha realizado en Galilea los puede
hacer aquí.
La propuesta de sus parientes es un poco como las
tentaciones de los Sinópticos (que no narra San Juan):
hacer en Jerusalén una manifestación espectacular que
deje estupefactos a todos. Los parientes buscan popula-
ridad.
A vosotros, les dirá Jesús, no os odia el mundo por-
que pertenecéis a su sistema; a mí me odia porque sigo
otro camino.
Los parientes insisten en que nadie que desee ser co-
nocido del público y lograr algo realiza sus obras en se-
creto. Hay que mostrarse al público con todas sus cuali-
dades y su habilidad. Ése es el camino adecuado, y
ningún encargado de asuntos publicitarios pensaría hoy
de manera distinta.
Su manera de pensar es por completo mundana, indi-
cando cómo debe actuar quien desea tener éxito y pres-
tigio en el mundo.
Jesús no se dejará engañar. Él quiere seguir el camino
trazado por el Padre. Pero la tentación le viene de sus
parientes.
La identidad de un hombre se realiza en su proyecto
de vida y viceversa, el programa va cincelando la iden-
tidad, la propia definición ante las expectativas de los
demás: el dinero, la aceptación de los colegas, la bús-
queda de fama, lo que el mundo considera como válido,
eficiente («lo que el mundo ama y abraza»).
Jesús e Ignacio contradicen las expectativas desorien-
tadas de sus amigos y parientes y eso genera un conflic-
to. La decisión de íñigo está ya tomada, irá «sin decir
quién era para que en menos le tuviesen».
El cambio ha sido grande, pero todavía incompleto.
La honra seguirá siendo una tentación permanente, el

110
autocentrarse y darse a sí mismo una gloria a su medi-
da, un destino dirigido por sus propias manos. Por eso
tiene más fuerza y hondura la tentación de su hermano.
El hermano mayor de íñigo intenta apartarle del ca-
mino que quiere emprender. Mira, íñigo, que no se te
ocurra hacer nada que vaya en menoscabo o deshonor
del nombre que llevas. No te eches a perder. No dejes ir-
se sin provecho para ti y para los tuyos todo el valer que
hasta ahora has logrado con tus hechos. Mira que hay
muchos que tienen grandes esperanzas puestas en ti.
Piensa que podrías llegar muy alto. Le está tentando Sa-
tanás, pero bajo la figura de su hermano.
Tal vez porque estas tentaciones solapadas tienen
más posibilidad de engaño, San Ignacio en la medita-
ción de las Dos Banderas de su libro de Ejercicios espiri-
tuales dirá: «El tercero, demandar lo que quiero; y será
aquí pedir conocimiento de los engaños del mal caudi-
llo, y ayuda para de ellos me guardar...» (EE n° 139).

lll
CENTRADO SOBRE SU YO

La primera conversión en íñigo sólo alcanzó un nivel


de su personalidad. Hemos dicho que la conversión es
proceso y, por tanto, hay que recorrer esas etapas del
proceso.
En ésa su primera etapa se alejó de los pecados mor-
tales. Por eso, cuando piensa en su vida pasada, se da
cuenta de cuánta necesidad tenía de hacer penitencia de
ella. Piensa que si quiere seguir en verdad las huellas de
San Francisco o Santo Domingo, no le queda otro reme-
dio que reconciliarse primeramente, a causa de sus pe-
cados, con el Dios personal todopoderoso.
Atento a lo real, se plantea acerca de esto las conside-
raciones conducentes a puntualizar cuál sería la peni-
tencia necesaria para expiar sus pecados, y forma el pro-
pósito, según lo había leído de tantos santos varones, de
emprender una peregrinación a Jerusalén y realizar en
lo futuro una vida de constante mortificación, entre ayu-
nos y flagelaciones.
González de Cámara nos informa de una visión que
vino a fortificarle en su designio: «Una noche que vela-

113
ba, vio muy claramente la imagen de nuestra Señora con
el santo Niño Jesús, recibiendo infinito consuelo con es-
ta larga contemplación, y apoderándose de él tan gran
aversión hacia su vida anterior, especialmente en lo re-
lativo a las cosas que tienden al deleite carnal, que le pa-
reció sentir que huían de su espíritu todos los pensa-
mientos de esta naturaleza. Desde aquella hora hasta el
mes de agosto del año 1553 en que esto se escribe, nunca
más tuvo ni un mínimo consenso en cosa de carne...»
(Aut. n° 10).
En los primeros momentos de su andadura espiritual,
su estructura narcisista permanece intacta, aunque vol-
cada ahora en contenidos espirituales. Tratará ahora de
emular otro tipo de hazañas (meterse en la Cartuja, no
comer sino hierbas) que le devuelvan esa necesitada mi-
rada de su yo ideal y de los otros.
Rivalizará con los grandes héroes de la santidad: San
Francisco de Asís y Santo Domingo; así gana imagen an-
te Dios y ante sí mismo: «¿Qué sería, si yo hiciese esto
que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo?
Y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas,
proponiéndose a sí mismo cosas dificultosas y graves,
las cuales cuando las proponía, le parecía hallar en sí fa-
cilidad de ponerlas en obra. Mas todo su discurso era
decir consigo: -Santo Domingo hizo esto; pues yo lo ten-
go de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de
hacer» (Aut. n° 7).
Convendría señalar que en ese párrafo transcrito de
su Autobiografía, la palabra «yo» ha salido tres veces. Y
recoger también la expresión «proponiéndose siempre a
sí mismo cosas graves y dificultosas».
Una vez más, en primer plano, un «yo» necesitado
de distinguirse ante su propia mirada y la de los de-
más. Necesita mirarse en el espejo que dé su imagen
heroica.

114
Él reconocerá que, en esa etapa que perteneció a su
primera conversión, «Todavía no sabía lo que sea hu-
mildad, sino que tan sólo pretendía hacer de esas
obras grandes exteriores, porque así lo habían hecho
los santos».
La conversión en la vida de San Ignacio se manifesta-
rá por una confianza creciente en el Señor. La vanaglo-
ria, en definitiva, era hacer del mundo y los otros la úl-
tima referencia de su vida. Esa vanagloria que era la
negación de la bondad de Dios, de la sobreabundante
generosidad del Padre para dar sentido y felicidad a su
vida. Su vanagloria era esa desorientación de constituir
los poderes que dominan el mundo en último criterio
donde fundamentar su vida.
Escuché un cuento de la India que afirmaba que a los
seres humanos se nos podía comparar con una cebolla.
La capa externa es la que más se ve y, a la vez, la que
menos valor tiene. Cuantas más capas atravesamos más
válido es lo que encontramos. Debajo de todas nos en-
contramos nosotros, el meollo del ser.
Su «yo» está ligado a la exterioridad, en lo que su so-
ciedad valora aunque venga envuelto en cosas espiri-
tuales; puesto que, en sus comienzos, íñigo pone el én-
fasis en los proyectos que parten de su propia iniciativa,
que no es necesariamente su «yo» más profundo.
La vanidad, el narcisismo muestra sólo el exterior de
nuestra persona. Sólo Jesús, imagen maravillosa del Pa-
dre, es el que nos devuelve de manera veraz el reflejo de
lo que somos: «Creados a imagen y semejanza de Dios»
(Gn 1,27).
íñigo vivió en una época como puede ser la nuestra,
en la que belleza es sinónimo de poder y de exteriori-
dad. Pero la cara, el exterior de la persona, no siempre es
reflejo del alma.

115
En este primer estadio de su conversión, íñigo sólo
piensa en sus planes, piensa tan sólo en sí (no hay afán
apostólico): odio a sí mismo, penitencias de por vida sin
límite, ni freno, al estilo de san Onofre. Ése es el ideal
hasta las grandes ilustraciones de Manresa. Poco a poco
el Señor se irá haciendo sentir como mayor.
Para bien o para mal, íñigo sigue autocentrado. Él pa-
rece saberlo todo: la Cartuja, viaje a Jerusalén, las peni-
tencias... El misterio de Dios seguirá abriéndose paso en
su vida. Tiene que hacer la experiencia de pasarse al que-
rer de Dios. Como en la vida de San Pedro, Jesús podría
decirle: «Otro te llevará a donde no quieras» (Jn XXI, 18).
La Autobiografía nos irá mostrando a un Ignacio que
va creciendo en la medida que va saliendo de su propio
narcisismo y de su yo. Esa experiencia quedará plasma-
da en sus Ejercicios Espirituales cuando, al final de la se-
gunda semana, Ignacio, al hablar sobre el modo de en-
mendar y reformar la propia vida y estado, escribirá:
«Porque piense cada uno que tanto se aprovechará en
todas cosas espirituales, cuando saliere de su propio
amor, querer e intereses» (EE 189).

116
DEL YO, AL TÚ DE DIOS

íñigo va a dejar la Loyola que le vio nacer. Cree que


nunca más volverá a verla, pues tiene pensado que su
vida se desarrollará en Jerusalén. Lleva pocas cosas con-
sigo, entre ellas sin duda lo que cuenta en su Autobio-
grafía: «...Y gustando mucho de aquellos libros, le vino
al pensamiento de sacar algunas cosas en breve más
esenciales de la vida de Cristo y de los Santos; y así se
pone a escribir un libro con mucha diligencia (el cual tu-
vo casi 300 hojas escritas de cuarto) -porque ya comen-
zaba a levantarse un poco por casa- las palabras de Cris-
to de tinta colorada, las de nuestra Señora de tinta azul;
y el papel era bruñido y rayado, y de buena letra, por-
que era muy buen escribano...» (Aut. n° 11).
Lleva también cuatro ideas que serán claves en su ex-
periencia y en su doctrina: 1) el servicio de Dios siguien-
do a los santos, y la de señalarse en este servicio; 2) la
del eterno caudillo Jesús, en cuya milicia él intenta en-
trar y para la cual quiere vestirse las armas de Cristo y
velarlas como novel caballero; 3) la del combate de los
espíritus, que más tarde recibirá formulación gráfica en

117
la meditación de las Dos Banderas, 4) la de consolacio-
nes y desolaciones, en cuanto síntomas de uno u otro es-
píritu que, en cada ocasión, agita el alma.
Pero lleva, aunque todavía no es demasiado cons-
ciente de ello, su narcisismo, su autocentramiento. Ese
narcisismo que de modo tan central vertebra la persona-
lidad de íñigo, y que va a desempeñar un papel de rele-
vancia en el proceso que le llevará a convertirse, con la
gracia, en el místico Ignacio.
El trabajo de la gracia va a imprimir un cambio fun-
damental, en Manresa, en su dinámica narcisista.
Como dirá Carlos Domínguez Morano: «El yo narci-
sista de omnipotencia (...) va a ir dejando paso a un
Ideal del Yo que trascenderá al propio Yo». Y distingue
entre el Yo ideal y el Ideal del Yo. En el primero el Yo se
confunde con el Ideal. En el segundo, el Yo se ve remiti-
do y es trascendido por ese mismo Ideal.
Y es que, como señala el propio Freud, existe un nar-
cisismo sano y otro de carácter patológico. El sano pue-
de contribuir de modo importante al desarrollo de per-
sonalidades fuertes e independientes y que, en razón
de su propia dinámica narcisista, pueden llegar a pre-
ferir amar a ser amadas, que resultan particularmente
aptas para servir al prójimo, y para asumir el papel de
conductores. E íñigo responde a la perfección a ese
cuadro disecado por el fundador del psicoanálisis para
referirse a las funciones positivas que el narcisismo
puede desempeñar.
Pero lo será después de la sexta herida, que en breve
diseñaremos, y que tuvo lugar en Manresa. Tendrá que
luchar contra el narcisismo que se centra sobre sí mismo
y le lleva a la soberbia y vanidad. Por eso, más tarde Ig-
nacio asignará en su espiritualidad la lucha contra todo
tipo de soberbia y vano honor del mundo. Y fue en ese
campo de batalla en el que él tuvo que librar contiendas

118
importantes y el daño que esa afectividad humana su-
pone para cualquier andadura espiritual. Es la soberbia
el primer pecado que Ignacio invita a considerar al ejer-
citante de la Primera Semana (EE 50). Tema capital tam-
bién en la Segunda Semana en la meditación de las «Dos
Banderas» (EE 136-147). O cara a la elección, en las «Tres
Maneras de Humildad» (EE 164-168). Se trata de enfren-
tar y vencer el narcisismo que impide la apertura a la al-
teridad y la entrada en el régimen del amor.
Para llegar a la alteridad y al régimen del amor, íñigo
tendrá que pasar por un proceso denso, doloroso y su-
mamente complejo. Tendrá que llegar a la aceptación de
sus límites y contingencia, que marcan la vida desde el
nacimiento hasta la muerte; y que el narcisista olvida.
Ignacio parte de Loyola para Barcelona con el propó-
sito firme de embarcar a Jerusalén y vivir allí al modo
en el que lo hizo el Señor Jesús, constituido ahora en el
modelo de identificación más polarizador de su vida
afectiva. Pero esa ida a Jerusalén aparece vinculada
muy primeramente en su relato autobiográfico al ejerci-
cio de una vida de renuncias, penitencias y sacrificios
externos: ir a Jerusalén descalzo, no comer sino hierbas,
y hacer todos los demás rigores que veía haber hecho
los santos, con tantas disciplinas y penitencias, cuantas
un ánimo generoso, encendido de Dios, suele desear
hacer.
Todo lo que intenta hacer, en un proceso de claras for-
maciones reactivas, cambia de mundano a ascético. Los
vestidos elegantes del caballero van a ser remplazados por
la ropa tosca y hasta de mendigo; las heroicidades de las
armas ceden el puesto a la mortificación más radical y exi-
gente. La identificación imaginaria con Amadís de Gaula
va a ceder paso a la identificación imaginaria con los san-
tos. Todo ese proceso queda como sintetizado con lo que
hace íñigo en Aránzazu y Montserrat.

119
Pero, en un caso como en otro, se trata de obtener el
beneplácito de un ideal narcisista que hasta el momento
preside de modo fundamental su dinámica psíquica.
Aun cuando la conversión interior muestra sus efec-
tos en lo exterior, de hecho íñigo se encuentra aún en los
primeros pasos en el camino de la purificación. Lo des-
cubrimos todavía echando sus propias cuentas sobre lo
que haría a la vuelta de Jerusalén. Parece que quiere
adelantarse a la gracia, que quiere determinar con preci-
sión todo de antemano y que desea trazar un plan per-
fecto en que todo el futuro esté, por así decirlo, previsto
e hipotecado.
En esto, ciertamente, se puede ver el impulso de
amor y de generosidad de un corazón enamorado de
Cristo que quiere darlo todo, pero al que le falta aún la
discreción y, sobre todo, la esperanza y confianza en
Dios propias del corazón humilde que se da también a sí
mismo. Quizá, en este caso, en él funciona, inconsciente-
mente, un mecanismo de defensa contra su propio tem-
peramento, fuerte, sí, pero también analítico y ansioso,
en particular cuando viene a encontrarse ante situacio-
nes nuevas. En esos casos trata de «llenar el vacío» que
el futuro incierto y desconocido le presenta.
Sólo después de varios años de pruebas, heridas y ex-
periencias le enseñarán que es Dios el que guía los acon-
tecimientos y es el Señor de la historia, pero también a
través de incertidumbres, dudas, cambios de ruta, pro-
cesos, enfermedades, etc. Ignacio se abrirá a esa total es-
peranza y confianza en Dios propia del hombre que se
ha dejado convertir de una fase de orgullo y narcisismo,
deseoso de poseerse y de determinarse de modo total-
mente independiente y definitivo, a un estadio de hu-
mildad amorosa, que se ofrece cada vez más en plena
disponibilidad a quien lo guía.

120
CUARTA HERIDA

HERIDA CON CONSECUENCIAS


COJERA DE POR VIDA

Me viene a la mente el capítulo 32 del libro del Géne-


sis, en el que Jacob lucha de noche con un desconocido,
y al rayar el alba cae en la cuenta de que ese desconoci-
do era Dios.
Aunque la narración está contada de una manera mí-
tica y legendaria, por pertenecer a un tiempo y a una
cultura, sin embargo, lo que quiere afirmar es que Dios
mismo provoca al hombre a la búsqueda insatisfecha, al
esfuerzo tenaz, para bendecirlo al final. Jacob teme el
encuentro con su hermano Esaú. La lucha entre el miedo
y el amor es tremenda. No sabe si acudir a la violencia o
aceptar humildemente las consecuencias de su engaño.
Y en esa lucha interior descubre que ya no puede ju-
gar ni con Dios ni con los hombres. Y se entrega a ese
Dios que quiere la honradez, la verdad y el amor.
Dios le va a cambiar el nombre de Jacob por el de Is-
rael, que significa «Dios lucha». Dios le concedió ese
nombre por haber luchado una noche entera para con-
seguir honradamente la bendición que había arrebatado
a su hermano con astucia. Jacob quiere cambiar de vida.

123
Quiere dejar atrás su astucia y egoísmo. Con la gracia de
Dios, todo eso se va convirtiendo en humildad, esa hu-
mildad que le guía a esa pequeña «tierra prometida»
que es el corazón de su hermano.
El haber oído la palabra de Dios, haber sentido su con-
tacto, es ya descubrimiento de su Presencia. De esa lucha
sale Jacob cojeando. Una cojera de por vida que le acom-
paña peregrino hacia la tierra prometida (Gn XXXII,
23-32).
íñigo tendrá que aprender a recorrer el difícil camino
de su vida interior a través de fracturas externas e inter-
nas, de penitencias y de humildad.
Al recorrer, hacia atrás, el camino de su vida antes de
la herida de Pamplona, recuerda sus pecados y llora en
su interior. Pero ahora quiere hacer el camino hacia de-
lante, pues ha tomado conciencia de la intervención de
Dios en su favor. Pero tendrá que hacer ese camino co-
mo peregrino cojo, lo mismo que hizo cojo su camino
Jacob.
¡Sueños y deseos de Ignacio y caminos de Dios! El pa-
dre Ribadeneira escribe en su Vida de Ignacio de Loyola:
«Cortado el hueso se le quitó la fealdad. El encogimien-
to de la pierna se curó por espacio de muchos días con
muchos remedios de unciones y emplastos, y ciertas
ruedas e instrumentos con que cada día le atormenta-
ban, estirando y extendiendo poco a poco la pierna. Pe-
ro por mucho que la desencogieron y estiraron, nunca
pudo ser tanto que llegase a ser igual al justo con la
otra».
Aunque la segunda operación en Loyola fue bien he-
cha, prueba de ello es que íñigo pudo caminar incansa-
blemente por los caminos de muchas naciones, sin em-
bargo no pudo evitar dar al traste con los deseos del joven
caballero. La pierna quedó definitivamente más corta. Ig-
nacio tuvo que aceptar el caminar ayudado de un bastón

124
durante largo tiempo, y el convivir de por vida con una
cojera visible. Su narcisismo era herido por la fragilidad.
Ese tener una pierna más corta que la otra, y las ope-
raciones que le hicieron, dejaron sus consecuencias. En
Loyola, el no poder caminar bien y tener que permane-
cer en cama le producía un tedio enorme; y el fastidio y
la molestia eran huéspedes de su estado de ánimo. «Mas
nuestro Señor le fue dando salud; y se fue hallando tan
bueno, que en todo lo demás estaba sano, sino que no
podía tenerse bien sobre la pierna, y así le era forzoso es-
tar en el lecho» (Aut. n° 5).
En segundo lugar, aquella limitación física no sólo le
afeaba la pierna, y por tanto la imagen que daba, sino
que le hacía temer lo peor, el quedarse cojo para siem-
pre. Esa discapacidad física ¿limitaría que sus sueños
llegasen a ser realidades?
En tercer lugar le dolía la pierna y se le hinchaba con
frecuencia. A pesar de eso, comenzó su peregrinación el
recién convertido: «Y compró también unas esparteñas,
de las cuales no llevó más de una; y esto no por ceremo-
nia, la una pierna llevaba toda ligada con una venda y al-
go maltratada, tanto que, aunque iba a caballo, cada no-
che la hallaba hinchada: este pie le pareció que era
necesario llevar calzado» (Aut. n° 16). Ese estado de la
pierna le condiciona el caminar, le seguía creando pro-
blemas. Baste recordar lo que nos narra en su Autobio-
grafía: «.. .y los compañeros determinaron ir a Padua pa-
ra tomar allí cédula de sanidad, y ansí partió con ellos;
mas no pudo caminar tanto, porque caminaban muy re-
cio, dexándole, cuasi noche, en un gran campo» (Aut. n°
41). No debemos olvidar que la «cédula de sanidad» era
necesaria para entrar en las ciudades, ya que sin ella no
podían atravesar los cordones sanitarios con que se de-
fendían de los contagios que penetraban en las mismas a
través de pobres, mendigos y peregrinos.

125
En cuarto lugar: le quedó la pierna tan sensible que
siempre que la tocaban, sentía dolor. Lo cuenta Ribade-
neira: «La una pierna le quedó siempre tan flaca de la
herida que contamos al principio, y tan sensible, que por
ligeramente que la tocasen siempre sentía dolor; por lo
cual es de maravillar que haya podido andar tantas y
tan largas jornadas a pie».
Siempre que llovía o había cambio de tiempo también
le dolía la pierna.
En quinto lugar, las burlas de que fue objeto, tanto
por parte de los niños como de otras personas a causa
de su cojera.
De lo anteriormente dicho se desprende que la pierna
herida gravemente en Pamplona por la bombarda fran-
cesa el 20 de mayo de 1521 quedó disminuida para
siempre. A pesar de dos operaciones, a pesar de las co-
rrespondientes convalecencias; a pesar del empeño de
íñigo por evitar las secuelas, él tuvo que caminar, desde
entonces, cojeando.
Pero no fue obstáculo para que renunciase a realizar
su peregrinación. La gracia, su espíritu de sacrificio, su
valentía le llevaron a pie allí donde se proponía llegar.
Ignacio Tellechea lo describe: «peregrino oscuro que
ama caminar solitario, despacio, cojeando».
En la vida de Ignacio, los viajes, las largas caminatas,
las peregrinaciones, fueron algo cotidiano, hasta que,
siendo ya General de la Orden, saldría en ocasiones con-
tadas de Roma, a causa de los dolores casi continuos, a
causa de su pierna fatigada y los muchos asuntos que te-
nía que tratar.
Cojera de por vida. El narcisismo de Ignacio se irá re-
bajando al tocar su propia fragilidad.

126
EXPERIMENTAR LA FRAGILIDAD

Casi todos los autores establecen la relación habida


entre la herida de Pamplona y el inicio de la peregrina-
ción interior (conversión) de Iñigo. Pero la intención de
este libro es hacer ver que esa peregrinación y conver-
sión no sólo hay que vincularlas a una herida.
Las heridas que ya ha recibido íñigo, y las que irá re-
cibiendo, son las que paulatinamente le llevaron a la
transformación de sus más profundas aspiraciones.
íñigo empieza su camino «despidiéndose de los dos
criados que le acompañaban, se partió solo en su muía,
de Navarrete para Monserrat. Y en ese camino le acaeció
una cosa (...) para que se entienda cómo nuestro Señor
se había con esta ánima...» (Aut. n° 14).
Toda la Autobiografía podría ser analizada a la luz de
esta consideración: «cómo nuestro Señor se había con
esta ánima», pues manifiesta la obra de Dios con respec-
to a Ignacio.
La Autobiografía, antes que una narración de aconte-
cimientos históricos, o una presentación de hechos ex-
ternos, o una descripción de fenómenos puramente psi-

127
cológicos, es el relato de un Peregrino en busca de Dios;
es la historia del trabajo de Dios en el alma de Ignacio;
es la expresión de cómo Dios le iba dirigiendo desde el
principio.
Ignacio sabrá percibir, treinta años después, detrás de
su peregrinar exterior de un lugar a otro de la Tierra, un
camino más interior hacia Dios, y hacia el centro de su
propio «yo».
Todas las posibilidades de íñigo de convertirse en un
caballero admirado y poderoso se van reduciendo hasta
lo imposible. Sus heridas van rompiendo las puertas ce-
rradas, a fin de que entre Dios.
íñigo, con su pierna quebrada de por vida, está en
una situación de conflicto. La nueva condición de su
cuerpo le hace tocar sus límites y sus limitaciones.
En este sentido I. Tellechea, después de afirmar con
rotundidad que «las heridas solas no convierten», afir-
ma con el mismo convencimiento: «Con todo, es preciso
reconocer que el episodio de Pamplona y, sobre todo,
sus secuelas dolorosas físicas y morales brindaron a íñi-
go esa coyuntura que la psicología considera propicia
para reestructuraciones fundamentales ante la vida y
ante el entorno».
Su discapacidad física le hará recorrer el camino des-
de sus ensoñaciones a la realidad. Esa realidad que era
más prosaica que sus sueños. Herido en su pierna y en
su imagen, se vio sumergido en un universo nuevo, ini-
maginable. Y sus reacciones primeras fueron las reaccio-
nes de toda persona ante esas situaciones: rechazo, la
ansiedad, la derrota, la soledad, el abandono, el desen-
canto y, en algunos momentos, un estado depresivo.
Se vio abocado a una serie de pérdidas que provocó
en él aquel sentimiento de la depresión en la que algu-
nos autores ven una forma de «agresividad introyectada
y dirigida contra sí mismo», como lo afirmará I. Telle-

128
chea, y que pueden desembocar en una cierta tendencia
a la autodestrucción.
Acertadamente, D. José María Marín, valiéndose de
las ideas que G. Colombero escribe en su libro La enfer-
medad, tiempo para la valentía, dice que es preciso conocer
lo que el autor llama «conflicto de desdicha». Escribe Co-
lombero: «Los componentes de la "desdicha" son: el do-
lor físico, el sufrimiento psíquico y el aislamiento social.
Y esos factores reunidos dan idea de cómo la frustración
del desdichado, que implica disminución de vida, decai-
miento de ánimo y un estar orillado en relación con los
otros, representa una situación límite. Quien así es afec-
tado conoce un momento crítico que puede resolverse en
la superación con la consiguiente alza de la libertad o en
la caída en la desgracia y el enclaustramiento».
Pero, para D. José María Marín, afortunadamente esa
situación aparentemente negativa tomó el camino ade-
cuado. En lugar de maldecir su suerte y lamentarse has-
ta anular su vitalidad, íñigo de Loyola, tras un largo y
duro combate, triunfará. Sus aspiraciones más profun-
das se irán alejando del proyecto en el que había situado
su realización personal antes de caer derrotado y herido
en la ciudadela de Pamplona.
Así irá surgiendo, poco a poco, el hombre nuevo. La
enfermedad que, aparentemente, había acabado con él
será no sólo una oportunidad, sino el ámbito vital don-
de se producirá su maduración interior, llevándole de la
mano a una auténtica transformación. íñigo no volverá
a ser más el joven altivo y narcisista de antes.
Y terminará diciendo que si, en general, todo ser hu-
mano, hombre o mujer, sano o enfermo, posee una fuer-
te tendencia que alimenta su interior hacia la conquista
de sus anhelos y más profundas aspiraciones, en íñigo
de Loyola fue, precisamente, esta experiencia frustrante
y opaca de incapacidad física la que con su presencia

129
arrolladora puso en marcha el impulso natural del joven
herido y proyectó su vida hasta llevarle a conquistar sus
más íntimas aspiraciones, más allá de lo que él mismo
podía en aquel momento imaginar.
Es indudable que la gravedad de la herida, por la rup-
tura del ritmo normal de su vida, provocó en íñigo este
sentimiento de frustración, cuando la bombarda del ejér-
cito francés se interpuso entre su «yo» y la realización de
sus proyectos en la Corte y la milicia. Podemos deducir
el horror y la frustración que produjo en íñigo la visión
de su rodilla derecha destrozada, con un hueso cabal-
gando que lo afeaba, al descubrir la importancia que
concedía a mostrar su imagen perfecta y vanidosa.
Esa cojera permanente tuvo sus consecuencias: le afea-
ba el físico, lo condicionaba al caminar, se burlaban de él.
Para hacer su camino geográfico, o del mundo de la ima-
gen y vanidad, la cojera era un obstáculo; no así para re-
correr ese otro camino interior que ahora empezaba.
No olvidemos que la actitud positiva que Ignacio tu-
vo ante su cojera permanente no fue fruto de un volun-
tarismo, sino de la gracia que, expresada por Ignacio, so-
naba a «cómo Dios le iba dirigiendo desde el principio».

130
MUNDO PERDIDO

La herida que le destrozó la pierna lo sacó del mundo


que él quería conquistar. Como afirmará el P. Casano-
vas: «Treinta años de ilusiones y afanes han venido a pa-
rar en nada». O como dirá el Diccionario de los santos:
«Sus pretensiones de medrar en la corte y en la milicia
quedaron brutalmente truncadas por esa herida». Era
como un decir adiós al mundo de sus sueños.
Pero no es lo mismo perder algo contra la propia vo-
luntad que cuando esa pérdida es renuncia voluntaria.
La primera traumatiza a la persona; la segunda la dina-
miza en una nueva dirección.
También San Pablo habló de pérdida, pero esa pérdi-
da no fue frustrante, pues encontró algo mejor.
Lo que para Ignacio era antes objeto de sus sueños,
ahora lo considera como pérdida, desde que Cristo en-
tró en su vida. Ahora su deseo es conocer íntimamente a
Cristo. Quiere una experiencia personal de ese Jesús que
vive. Desea la comunión con su pasión y resurrección.
Todo su mundo y su categoría de valores han dejado
paso a otros valores distintos. Ahora íñigo considera de

131
poco valor todas las ventajas anteriores en las que apo-
yaba su vida.
Quiere dejar que Cristo actúe en él; quiere que la vida
de Jesús le transforme y le libere, a fin de que la vida de
Cristo se manifieste en su vida. Ya no busca la afirma-
ción de su propio yo, sino la gracia que viene de Dios.
Su limitación física, de cojera para siempre, fue para
íñigo una oportunidad de una apertura radical a nuevas
y más profundas posibilidades. En expresión del P. Le-
turia: «No pesimismo vulgar del fracaso, sino auras de
más trascendente espiritualismo iban a empujar la nave
hacia otras playas».
Porque el dolor, como toda discapacidad física, es
ambivalente, pues puede derrumbar y destrozar a la
persona, pero puede también ser una experiencia privi-
legiada en la que el hombre, tocando el fondo de su exis-
tencia, se abra al horizonte de Dios.
Por eso la vida de íñigo está ahora orientada en otro
sentido. El cambio está marcado por la gracia que entró
por sus heridas. Su cambio se debe a las experiencias
que va teniendo.
Su cojera permanente no fue sólo noche, sino que en
ella descubrió la luz de la gracia que le condujo a supe-
rar la desesperación y descubrir un nuevo mundo, ese
encuentro con un mayor y más grande amor.
Aunque ese comenzar a caminar por la senda de la
conversión fue una gracia, no por eso se excluye la deci-
sión, la determinación, la acción, la respuesta personal.
La gracia quería actuar y prolongarse en el interior de su
vida humana. Para ello necesitaba colaboración. E íñigo
dio una respuesta afirmativa. Fue dejando atrás Aréva-
lo, Nájera, Pamplona, Loyola. Y empieza a caminar, eso
sí, cojeando. Caminó sin descanso para «buscar y hallar
la voluntad de Dios» en lo concreto de su vida. Por eso
él mismo se definió como «El Peregrino».

132
Todo lo que antes era para él ganancia, ya no lo es. Ha
sonado la hora de la separación de lo antiguo. Renuncia
a todo cuanto significaba algo para él, y está poseído por
el deseo de ganar a Cristo. Empieza a experimentar la
fuerza de Dios resucitado como proceso transformador
de su vida, como un proceso continuamente en marcha,
en camino.
Con su cojera, que es permanente, se pone en camino.
Sabe que no ha llegado a término. Sabe que tiene que
trabajar consigo mismo, negarse, ser paciente, aprender,
como lo hacen los niños.
Pero todo ese proceso no nace del voluntarismo de
íñigo, sino que tiene otro hontanar. Cristo se va apode-
rando de él, y le ha puesto en camino. íñigo quiere al-
canzar a Aquél por el que ha sido alcanzado.
Como peregrino físico y espiritual, íñigo, con su acti-
tud, condena toda suerte de mentira que predica una
perfección intramundana. Tarea nada fácil, porque recor-
daba a los hombres la fragilidad del mundo. Por eso, íñi-
go tiene que experimentar, antes, su propia fragilidad.
Sin negar que otras causas pudieron tener parte en
su trasformación personal, fueron sin duda la experien-
cia de su propia fragilidad corporal, el dolor físico, los
momentos que estuvo a punto de morir, los que hicie-
ron posible, juntamente con la gracia, el nacimiento del
hombre nuevo.
¿Muerte del mundo, o descubrimiento de uno nue-
vo? No olvidemos que cuando íñigo nace se descubre el
«Nuevo Mundo». Muere, sí, el mundo de su imagen, el
mundo de la Corte, el mundo de las galanterías. Pero nace
un mundo nuevo, aunque por el momento no alcanza a
ver la anchura, la altura y la profundidad de su contenido.
El mundo de sus sueños había pasado y muerto para
él, pero comenzaba el mundo de Dios, la fuerza del Dios
de la historia, el Espíritu creador de vida. En muchos

133
momentos, herido y enfermo, experimenta su propia
fragilidad, pero experimenta también la fuerza de Dios
que se manifiesta en la debilidad.
Va experimentando que cada herida es «una visita­
ción de lo alto» que le va alejando de un mundo que va
muriendo en el horizonte de sus deseos, pero que da pa­
so a una nueva aurora.
Valdrían aquí los versos de Marka Planellas, en «Re­
saca de amor» cuando, hablando de otro personaje y si­
tuación, escribe:
«Llegó el sábado noche con su sutil oferta
Creando falsas ilusiones
De felicidad eterna.

Noria de pasiones, que hasta el cielo nos eleva


Para dejarnos en el suelo,
Mareados y sin fuerzas...

Sábado bullicioso, pero solitario en mi alma...


Sábado festivo, envuelto en tules de esperanza
Que se pierden en la noche...
Para morir al alba.»

Cuando Ignacio decide contar su historia en su Auto­


biografía, muchas heridas las relata con detalle. En la de
Pamplona: primeras curas, viaje a Loyola, primera ope­
ración y convalecencia, segunda operación y convale­
cencia, dolor, sufrimiento, incertidumbre ante la muer­
te... Si lo hace es porque pertenece a su experiencia
determinante de la acción de Dios al comienzo de su vi­
da espiritual.
Restablecido de su herida en Pamplona, cojeando pa­
ra siempre, dirigió sus pasos, con otro ritmo, no ya a cor­
tes y grandezas mundanas, sino hacia otras metas, hacia

134
otro mundo. Pero a su esperanza de la vanidad del
mundo que perdió en la noche, para morir al alba, suce­
de otra esperanza que empuja la nave de su vida hacia
otras playas.
Va aprendiendo cuál debe ser el sentido y dirección
de su existencia. Tiene como primer objetivo peregrinar
a Jerusalén y allí vivir una vida de penitente, para com­
pensar todos sus anteriores pecados, e iniciar una vida
nueva de seguimiento de Cristo.
Un nuevo episodio de herida saldrá a escena. Una
grave enfermedad y los escrúpulos harán su presenta­
ción en los días de Manresa.

135
QUINTA HERIDA

ESCRÚPULOS EN MANRESA
LA BONANZA

íñigo llega a Montserrat con intención de embarcarse


enseguida para Jerusalén. Los tres días en el santuario le
hacen cambiar de planes: su confesor le había aconseja-
do prepararse espiritualmente para la peregrinación con
ejercicios de oración y penitencia. Determinó, pues, que-
darse unos meses por allí.
Baja por unos días a Manresa. Luego piensa pasar a
un lugar más solitario y cercano a su confesor, para obrar
bajo su dirección. Tenido pronto por la gente por un san-
to, escapa por cierto tiempo a la cueva selvática vecina al
Cardoner.
Finalmente, dentro siempre de los cuatro meses que
precedieron a los escrúpulos, y a las grandes luces mís-
ticas, entra de nuevo en Manresa, aunque haciendo pro-
bablemente varias visitas a su confesor y otras más a la
cueva de Manresa.
íñigo no tenía intención de quedarse mucho tiempo
en esta ciudad. Llegó a ella por dos motivos. El primero
por hacer un cierto retiro espiritual y reflexión, «des-
viarse a un pueblo que se dice Manresa, donde determi-

139
naba estar en un hospital algunos días y también notar
algunas cosas en su libro» (Aut. n° 18).Y en segundo lu-
gar, porque «no quiere ser reconocido» (Aut. n° 18). Hu-
ye de la vanagloria y busca la soledad, como diría Riba-
deneira, «para que encubierto y desconocido a los ojos
del mundo pudiese más libre y agudamente conversar
delante de Dios».
Pero los caminos de Dios no son los caminos de los
hombres. íñigo sólo tiene la intención de quedarse algu-
nos días. Dios tiene otros planes: por eso íñigo perma-
necerá en Manresa desde marzo de 1522 a febrero de
1523. Casi un año.
Y esa estancia en Manresa, los historiadores la sinteti-
zan en tres etapas:
Primera etapa - De paz, que la define íñigo: «un mis-
mo estado interior con una igualdad grande de alegría»
(Aut. n° 20); y que según Laínez duró unos cuatro meses.
Segunda etapa - De grandes penas interiores, que
duran desde mediados de julio hasta mediados de oc-
tubre.
Tercera etapa - De grandes gracias e iluminaciones
divinas, que se extienden desde octubre de 1522 hasta
febrero de 1523.
En este capítulo nos detendremos solamente en la
primera etapa. La de bonanza.
Hasta este momento, íñigo ha avanzado por su vida
religiosa conducido tan sólo por los principios supre-
mos y generales de la fe. Él mismo nos habla de su igno-
rancia en cosas espirituales. Principios religiosos apren-
didos en su niñez y olvidados en su juventud. Pero, en
este momento, no alcanza un conocimiento más claro de
las cosas y planes de Dios, no sabe los cauces por los que
se deslizará su vida.
En Loyola fue su primera conversión. Pero esa reso-
lución de romper con lo de atrás y proponer de una ma-

140
ñera genérica una nueva vida, no es aún la conversión
realizada, sino decidida. Como Peregrino tiene que an-
dar un camino interior que se le irá mostrando. Cuanto
hasta ahora hace íñigo tiene tan sólo el sentido de un
rompimiento práctico con el pasado.
Por eso quiere satisfacer por sus culpas, y luego pa-
san a primer plano los deseos de hacer grandes cosas. Su
vida en Manresa se caracteriza por su mendigar cotidia-
no, por los ayunos y abstinencias, por su dormir en el
suelo, por el desaseo, por sus largas horas de oración he-
chas de rodillas, por sus disciplinas insistentes, por su
mezclarse con los pordioseros. Todo lo cual es prolonga-
ción rectilínea, como lo dirá Granero, del espíritu con
que salió de Loyola.
En ese tiempo de bonanza interior, íñigo se muestra
como quien ha encontrado la perfección que iba buscan-
do y no ambiciona nada más. Hasta ahora quiere rom-
per con un pasado en el que había obrado mal; y desea
imitar a los santos, que habían obrado bien. No tiene
más luz interior y, por tanto, otros deseos.
A pesar de su primera conversión, lleva a cuestas su
narcisismo y va a luchar contra él. Por eso empieza a
descuidar el cabello y las uñas de las manos y los pies.
Esa anécdota abre una ventana sobre su actitud en su
nueva relación con el mundo. íñigo va en contra de sus
inclinaciones desordenadas. Va contra la estima y opi-
nión de los que le rodean.
Actitud que, luego, quedará recogida en la nota de la
meditación «De Tres Binarios»: «Es de notar que cuando
nosotros sentimos afecto o repugnancia contra la pobre-
za actual, cuando no somos indiferentes a pobreza o ri-
queza, mucho aprovecha, para extinguir el tal afecto de-
sordenado, pedir en los coloquios (aunque sea contra la
carne) que el Señor le elija en pobreza actual...»(EE157).
Es el famoso «agere contra».

141
Esa actitud es ruptura total con la vida mundana del
pasado y su posición social. Quiere luchar contra su
amor exagerado por la elegancia y la apariencia de otro
tiempo, orientados a los honores y aprobación por par-
te de los demás. Ahora hay descuido consciente de su fi-
gura. Lucha contra su deseo de estimación. Lucha por-
que todavía se ve «mirado» por los demás.
Los historiadores y biógrafos de su vida, queriendo
dar todo el valor que se merece a la ilustración del Car-
doner, que tuvo un papel tan decisivo en su vida y en su
espiritualidad, dan poco énfasis a la enfermedad de íñi-
go en ese período manresano.
En Manresa, sin embargo, tuvo lugar la primera ma-
nifestación importante de su enfermedad crónica, y qui-
so San Ignacio darnos a conocer el estado de salud que
vivió en ese tiempo.
Basta asomarse a la Autobiografía para leer: «Estando
enfermo una vez en Manresa, llegó de una fiebre muy
recia a punto de muerte, que claramente juzgaba que el
ánima se le había de salir luego (...) Mas, aliviado un
poco de la fiebre, ya no estaba en aquel extremo de expi-
rar, y empezó a dar gritos a unas señoras que eran veni-
das por visitarle, que por amor de Dios, cuando otra vez
le viesen a punto de muerte, que le gritasen a grandes
voces diciéndole pecador, y que se acordase de las ofen-
sas que había hecho a Dios» (Aut. n° 32).
Y este otro texto: «Viniendo el invierno, se enfermó
de una enfermedad muy recia, y para curarle le ha pues-
to la ciudad en una casa del padre de un Ferrera (...) y
allí era curado con mucha diligencia; y por devoción
que tenían de él muchas señoras principales, le venían a
velar de noche. Y rehaciéndose de esta enfermedad,
quedó todavía muy debilitado y con frecuente dolor de
estómago» (Aut. n° 34).
Se cuenta de él que estuvo en varias casas particula-
res, muy especialmente en casa de los Amigant, en don-

142
de cada día le daban buena limosna, y lo tuvieron y re-
galaron enfermo por largo tiempo en dos ocasiones.
El que estuviese en Manresa por mucho tiempo en-
fermo se podría demostrar además por dos elementos
que dicha ciudad conserva todavía. La primera, la capi-
lla de Sant Ignasi Malalt, y un cuadro que hay en ella.
Esa capilla se construyó donde íñigo fue atendido en
sus enfermedades. Durante su estancia en Manresa íñi-
go se reconocía deudor de los señores Amigant. Era tan-
to lo que les debía, según el santo ponderaba, que no era
menos que la vida misma, y que, después de Dios nues-
tro Señor, si no fuera por los señores Amigant, habría
muerto muchas veces.
Y, en segundo lugar, hacemos una referencia al cua-
dro de la capilla, donde está Ignacio convaleciente en el
lecho. Hay bastantes cuadros de la herida en Pamplona.
El de Manresa muestra la más importante experiencia
de fragilidad corporal que acompañó a Ignacio durante
toda su vida.
Es cierto que no nos gustan santos con fragilidades.
Como afirma José María Marín al hablar del cuadro: «Por
un lado se excluye en la concepción de la serie dedicar
una reproducción a escenificar a san Ignacio enfermo, si
exceptuamos el episodio de la herida y, por otro, aun en
los casos donde el episodio escogido para su traducción
en imágenes viene subrayada la narración de la enferme-
dad, esta desaparece absolutamente de la escena».
Somos más partidarios de magnificar las virtudes del
santo que de poner de relieve la extrema fragilidad cor-
poral de San Ignacio, con la que convivió toda su vida.
Pero la enfermedad tuvo un papel relevante en su
existencia. Es algo de lo que le pasó a San Pablo, quien
afirma: «Para que las revelaciones no me engrían, me ha
sido dado un ángel de Satanás que me abofetea». Tanto
Ignacio como Pablo tienen que experimentar su propia

143
fragilidad, a fin de que la soberbia y la vanidad no atri-
buyan a ellos las gracias que provienen de Dios.
De íñigo se dirá: «Siendo recio y de buena comple-
xión, se mudó todo cuanto al cuerpo» (Scripta, 1,102). Se
hospedó en la casa de Ángela Amigant «escuálido y me-
dio muerto» (Scripta, II, 82).
Dios va modelando a íñigo. Dios, ¡ese alfarero del
hombre! íñigo está acostumbrado a hacer, pero no se de-
jaba, hasta ahora, modelar. Cuando en Manresa empieza
a sentir mociones más intensas, más fuertemente contra-
puestas e imprevistas, Ignacio se pregunta: «¿Qué nueva
vida es esta que agora comenzamos?» (Aut. n° 21). Igna-
cio se siente atemorizado. Las inexplicables y contradic-
torias oscilaciones ponen su espíritu en la situación del
que tiene miedo a no poseerse ni ser ya dueño de sí por la
incapacidad de reconocer las causas de las dificultades.
Está acostumbrado a hacer: hace de mendigo, se abs-
tiene en el comer; hace siete horas de oración de rodillas,
hace penitencias...Y el verbo «hacer» es como un pe-
queño torrente en que la fuente es él. El Señor le va en-
señando que tiene que padecer. No son las penitencias
buscadas, sino los sufrimientos y enfermedades padeci-
das, con humildad, paciencia y agradecimiento, los que
le van también modelando.
En las cosas grandes que se propuso y que luego lle-
vaba a la práctica, podía mezclarse su propia gloria. De
su necesidad de satisfacer por sus culpas, pasa a primer
plano el hacer grandes cosas.
Pero lo que padece le hace tocar su fragilidad y su im-
potencia. Se va dando cuenta de que no es un superhom-
bre; y de que su narcisismo tiene muy poco fundamento
existencial. Tendrá que aprender a imitar a Cristo, que
quiso ser uno de tantos, «el cual siendo de condición di-
vina, no retuvo como una presa el ser igual a Dios, sino
que se despojó de sí mismo, tomando condición de es-

144
clavo, haciéndose semejante a los hombres, y presentán-
dose en el porte exterior como hombre» (Fil 11,6-7).
Es cierto que tiene que colaborar con Dios. Pero cola-
borar es trabajar juntamente con Dios. Aquí no vale el
egocentrismo, ni el narcisismo.
La enfermedad crónica le fue enseñando que no se
bastaba a sí mismo, y que dependía de los demás. En
Loyola dependió de los médicos y de su cuñada Magda-
lena. En Manresa, de la familia Amigant y de otras mu-
chas personas. Estando muy enfermo no podía hacer na-
da, sino se dejaba hacer.
También en el orden espiritual tendrá que aprender
a no hacer las cosas él solo, sino colaborar con la gracia.
En sus Ejercicios Espirituales, en la Primera Semana se
preguntará: «¿Qué debo hacer por Cristo?» (EE 53). Pe-
ro al final, en su «Contemplación para alcanzar Amor»:
«Ha entregado a Dios toda su libertad, su memoria, su
entendimiento, toda su voluntad, todo su haber y su
poseer» (EE 234).
La enfermedad le va haciendo comprender su fragili-
dad e impotencia. Y que, por tanto, no puede ser él el
único sujeto del hacer, sino que tiene que dejarse mode-
lar por ese Dios que es el alfarero del hombre.

145
LA TORMENTA

Con la tentación de Satanás que cuenta San Ignacio


en su Autobiografía en el n° 20, se rompe la quietud del
Peregrino, esa bonanza que hasta entonces tenía. Una
nube negra se asoma en el cielo azulado de su vivir: «le
vino un pensamiento recio que le molestó representán-
dosele la dificultad de su vida, como si le dijeran dentro
del ánima: - ¿ Y cómo podrás sufrir esta vida 70 años que
has de vivir? Mas a esto le respondió también interior-
mente con grande fuerza (sintiendo que era del enemi-
go): -¡Oh miserable!, ¿puédesme tú prometer una hora
de vida? Y ansí venció la tentación y quedó quieto...».
A esa primera prueba la seguirán otras. Al azul de su
interior va sustituyendo el negro de la tormenta. Ignacio
ignora la clase de «muerte» por la que deberá pasar. Él
busca la gloria de Dios, pero por los medios que él mis-
mo ha elegido siguiendo a los santos y deseando supe-
rarlos: «hacer alguna penitencia que hicieron los santos,
proponía de hacer la misma y aún más» (Aut. n° 14).
Dios va a «abandonarle» por un tiempo en sus propias
fuerzas, hasta que comprenda que el poder de Dios se
manifiesta en la debilidad humana (2 Cor XII, 9.10).

147
«Mas luego después de la susodicha tentación empe­
zó a tener variedades en su alma, hallándose a veces tan
desabrido, que no hallaba gusto en el rezar, ni en el oír la
misa, ni en otra oración ninguna que hiciese» (Aut. n°
21). Esos nubarrones hicieron que luego viniese la gran
tormenta: «Mas en esto vino a tener muchos trabajos de
escrúpulos» (Aut. n° 22).
Ignacio examina su vida pasada, ante la que se erige
como juez y como acusado. Tanto Laínez como Polanco
nos lo presentan «conociendo intensamente la gravedad
de sus pecados, y entrando por diversos escrúpulos y
angustias y tentaciones y aflicciones espirituales».
Ignacio no sabe aún que el perdón no depende tanto
de nuestra capacidad de acusarnos con severidad de to­
do cuanto del amor de Dios al cual nos abandonamos
reconociéndonos pecadores. No se trata de sorprender
nuestra malicia actuando, sino de experimentar la bon­
dad salvadora de Dios.
Ignacio sigue autocentrado. Al examinar su vida pa­
sada se crispa sobre ella, y vive como obsesionado en
pos de una limpieza imposible que le causa angustias de
muerte. Continúa buscando apoyo en un comporta­
miento heroico para conseguir lo que desea.
Y para salir de sus escrúpulos lo querrá hacer a base
de voluntad, lo que dependía del «ver» que sólo Dios le
puede liberar.
Todo el recorrido interior lo comprendemos mejor al
leer los remedios que Ignacio puso para vencer sus es­
crúpulos y que relata en su Autobiografía.
Un primer remedio que usó San Ignacio es repetir las
confesiones de sus pecados, sin darse cuenta de que,
cuando más se confesaba, aumentaba más su tendencia
al escrúpulo. Es un hombre que quiere liberarse, pero lo
que tiene que hacer es dejarse liberar por Dios. Tiene
que aprender lo que aprendió en su enfermedad física:

148
que no podía curarse a sí mismo, sino que necesitó de-
jarse cuidar por otros.
Vive aún en Ignacio el espíritu demasiado pelagiano
del peregrino que se ocupa en hacer sus cuentas de su
ida a Jerusalén, o de vivir una vida penitente. Quiere te-
ner la sartén por el mango y encontrar por sí mismo el
remedio adecuado contra sus escrúpulos.
Como lo primero no ha sido eficaz, busca un segundo
remedio, que será el buscar hombres espirituales. Esa
tentativa también fracasa. Tiene que irse purificando de
miras demasiado humanas. Debe «nacer de lo alto». Su
espíritu está más proclive a conquistar que a recibir.
En su tenacidad, Ignacio va a poner un tercer reme-
dio. Es la confesión con un teólogo de la catedral, de la
«Seo». A la búsqueda de hombres espirituales ahora
añade el valor de la doctrina y de la ciencia. Pero tam-
bién fracasa en el intento; y va comprendiendo, poco a
poco, que él solo, con medios tan sólo humanos, nunca
conseguiría liberarse de sus escrúpulos.
Es tanto lo que está sufriendo interiormente que bus-
ca un cuarto remedio. El confesor le manda que no se
confiese más de los pecados pasados. Ya no escoge por
propia iniciativa el remedio, sino que el mandato le vie-
ne de fuera. No se lo da a sí mismo, sino que lo recibe.
Pero la cláusula final del mandato: «si no fuese alguna
cosa tan clara», hace ineficaz este remedio, porque, en lo
referente a sus pecados, todo le parecía muy claro. Igna-
cio necesita recibir el amor misericordioso de Dios, que
es lo único que puede salvarlo.
Pero como la tormenta interior prosigue, Ignacio va a
emplear otro quinto remedio; esta vez será la oración y
la penitencia prolongada: «...A este tiempo estaba el di-
cho en una camarilla, que le habían dado los dominicos
en su monasterio, y perseveraba en sus siete horas de
oración de rodillas, levantándose a media noche conti-

149
nuamente, y en todos los demás ejercicios ya dichos;
mas en todos ellos no hallaba ningún remedio para sus
escrúpulos, siendo pasados muchos meses que le ator-
mentaban; y una vez, de muy atribulado de ellos, se pu-
so en oración, con el fervor de la cual comenzó a dar gri-
tos a Dios vocalmente diciendo:
-Socórreme, Señor, que no hallo ningún remedio en
los hombres, ni en ninguna criatura; que si yo pensase
en poderlo hallar, ningún trabajo me sería grande.
Muéstrame tú, Señor, dónde lo halle; que aunque sea
menester ir en pos de un perrillo para que me dé el re-
medio, yo lo haré» (Aut. n° 23).
Orantes, en el Antiguo Testamento, oraron como él en
su angustia. Bastaría recordar aquella oración: «Sálva-
me, Dios, que me llega el agua al cuello. Me hundo en
un cieno profundo y no puedo hacer pie; me he aden-
trado en aguas hondas y me arrastra la corriente. Estoy
fatigado de gritar, tengo ronca la garganta, se me nublan
los ojos de tanto aguardar a Dios» (Sal 68,2-4).
Ignacio va aprendiendo a no ser él el que solucione el
problema a base de obras, sino que debe recibir la gracia
de Dios; por eso ha dicho en su oración, por primera
vez: «Socórreme, Señor, que no hallo ningún remedio en
los hombres, ni en ninguna criatura».
Pero la tormenta es tan fuerte, y su noche tan cerrada,
que le vienen deseos de poner un remedio drástico, la
tentación del suicidio: «Estando en estos pensamientos,
le venían muchas veces tentaciones con gran ímpetu pa-
ra echarse de un agujero grande que aquella cámara te-
nía, y estaba junto al lugar donde hacía oración. Mas co-
nociendo que era pecado matarse, tornaba a gritar:
-Señor, no haré cosa que te ofenda» (Aut. n° 24).
Ignacio se siente humillado por un conocimiento de
su propia debilidad. Existe como un contraste entre su
propia miseria y el plan maravilloso de Dios. El pasado

150
se le hace insoportable para sus propias fuerzas, pero el
futuro se le presenta cerrado, carente de significado.
¿Para qué vivir? ¿No sería la muerte el mejor remedio
para poner fin a su sufrimiento interior?
Pero suicidarse es pecado, y él no quiere hacer nada
que ofenda a Dios. Buscará un último remedio para li-
berarse de los escrúpulos. Le viene a la memoria la his-
toria de un santo leída en Loyola en el Flos sanctorum, en
la que la oración necesita ser corroborada por la peni-
tencia (como lo hicieron Pablo ermitaño, o San Onofre):
«.. .Y así le vino al pensamiento la historia de un santo,
el cual, para alcanzar de Dios una cosa que mucho dese-
aba, estuvo sin comer muchos días hasta que la alcanzó.
Y estando pensando en esto un buen rato, al fin se de-
terminó hacello, diciendo consigo mismo que ni comería
ni bebería hasta que Dios le proveyese o que se viese ya
del todo cercano a la muerte; porque si le acaeciese ver-
se in extremis, de modo que, si no comiese, se hubiese
de morir luego, entonces determinaba de pedir pan y
comer (como si en verdad lo pudiera él en aquel extre-
mo pedir, ni comer)» (Aut. n° 24).
Estuvo dos días libre de escrúpulos, «pero al tercero
día, que era martes, estando en oración, se comenzó a
acordar de los pecados (...) pareciéndole que era obliga-
do otra vez confesallos. Pero al fin de estos pensamien-
tos, le vinieron unos disgustos de la vida que hacía, con
algunos ímpetus de dejarla; y con esto quiso el Señor
que despertó como en un sueño...» (Aut. n° 25).
Dios lo iba purificando haciéndole comprender que
sólo a través de un abandono total y definitivo en Dios,
aceptando humildemente ser precedido por el amor mi-
sericordioso de Dios, iba a desaparecer la tormenta.
Carlos Domínguez Morano, al hablar de este período
de Manresa, tiene un apartado que titula «La ambivalen-
cia, la culpa y el despertar del sueño». Habla de que Ig-
151
nació, pretendiendo someterse a la ley de Dios, es deu-
dor, sin duda, de un modo de representación falsa de la
divinidad. Por eso, nada tiene de extraño que Ignacio en-
trase en una situación marcada por la angustia y la cul-
pabilidad más morbosa. Vivió en Manresa atrapado en
un mundo de escrúpulos que le persiguieron sin piedad.
Miraba más a sí que al Dios amor.
«A pesar de haber hecho en Montserrat una confesión
general por tres días, enteramente por escrito y cuida-
dosa hasta el último detalle, se ve en Manresa asediado
una y otra vez por los escrúpulos, sin encontrar medio
de escapar de ellos. Una situación de carácter típica-
mente obsesiva se implanta en él. No encuentra salida.
»La ambivalencia afectiva que late tras esta morbosa
situación resulta clara desde una perspectiva psicoanalí-
tica. De alguna manera, Ignacio no está seguro del Dios
con el que se relaciona, ni está seguro de cuáles son de
fondo sus propios sentimientos respecto a él. Hay algo
en su inconsciente que le obliga a dudar de si en reali-
dad ama u odia, si se ha sometido o si, en realidad, per-
manece rebelde. Con razón duda de sí mismo. ¿Qué
nueva vida es ésta que ahora comenzamos? La tensión
interna se hace creciente.
»Hemos visto cómo uno de los remedios fue el de
acudir a otros, hombres espirituales, que le remediasen
de estos escrúpulos. Todo es en vano. Porque, en reali-
dad, el problema estaba más allá de las faltas que cons-
cientemente podía recordar y confesar. El problema late
más allá, en la ambivalencia inconciente que se desarro-
lla como un sí y un no, simultáneo, a toda la nueva vida
que ha iniciado y a ese Dios que desea entregarse.
»E1 problema no está en el número de actos o peca-
dos, sino en la representación de Dios que está poniendo
en juego y que, de alguna manera, queda englobado en
su juego imaginario, como una especie de alter-ego nar-
cisista del que no logra escapar.»

152
NUEVA SENDA

En Manresa Ignacio comenzó su camino de santidad


ascética, a fin de unirse con Dios. Se vistió de un sayal
de arpillera; vivía de las limosnas que diariamente reco-
gía en la ciudad; comía sólo una vez al día; comía el pan
más duro y negro que podía encontrar; bebía agua, y los
domingos un vaso de vino, y comía verduras, que tenía
el cuidado de rociar con ceniza, a fin de no experimentar
ningún sabor agradable. Ciñó alrededor de su cintura
un cilicio, y más tarde una cadena de hierro. Se dejó cre-
cer el pelo y las uñas de manos y pies, pues antes todo
eso lo había cuidado con gran esmero.
Dormía poco y sobre la dura tierra, sirviéndole de al-
mohada una piedra o un trozo de madera. Se disciplina-
ba tres veces diariamente hasta sangrar; hacía siete ho-
ras consecutivas de oración.
Pero todo eso era su proyecto. Estaba fundamentado,
cierto, en la despedida del mundo, pero de manera espe-
cial sobre su voluntarismo, de aquellos propósitos teni-
dos en Loyola: «Mas todo su discurso era decir consigo:
"Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer.

153
San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer"»
(Aut. n° 7).
Todo gira sobre su propia voluntad y deseos. Al ver­
bo «hacer», lo hace preceder siempre del «YO». Y Dios
lo va a ir liberando de esa esclavitud de su yo, a fin de
llevarle a la tierra escogida por Él, a fin de que pudiera
vivir en libertad, pues una persona puede ser generosa,
pero sin ser todavía libre. Dios le va a liberar de la senda
ascética y narcisista que ha elegido Ignacio.
Es cierto que lo que ocurre en la historia tiene sus
propias causas y protagonistas. Dios no intervino en
que, en aquel entonces, el puerto de Barcelona estuviese
cerrado. Todos saben que eso fue así, pero Dios estaba
actuando en el interior de su vida movido por el deseo
de liberar a Ignacio de su vanidad, orgullo y autosufi­
ciencia. Dios no es que obrara sólo en el pasado, en la
historia del pueblo de Israel, sino que seguía actuando
ahora, en el presente, en Manresa.
La complexión delicada de su cuerpo padeció extraor­
dinariamente con esa autotortura y aquella penitencia
sistemáticas que se impuso. Como es de pensar, maltrató
al hombre, débil ya de suyo, hasta convertirlo en una
sombra de sí mismo. Como afirma Ribadeneira, S.J., muy
pronto tuvo el aspecto «de un extenuado». En su ascetis­
mo quería precisar sus progresos en el camino de la mor­
tificación, y ver hasta qué punto se aproximaba hacia el
ideal propuesto.
Por no discernir cayó en la tentación de creer que to­
da elevación, todo sentimiento de felicidad logrados con
la victoria sobre sí mismo y sobre su cuerpo, procedían
de Dios. Por eso luego, en sus Ejercicios Espirituales, es­
cribió: «Presupongo ser tres pensamientos en mí, es a sa­
ber, uno propio mío, el cual sale de mi mera libertad y
querer, y otros dos, que vienen de fuera: el uno que vie­
ne del buen espíritu, y el otro del malo» (EE 32).

154
Las tentaciones por las que pasó, en este período,
eran todo un descontento, una protesta natural de su al-
ma, contra la estrecha disciplina del ánimo, tal como él
la practicaba. Pero la voluntad férrea de Ignacio forzaba
al cuerpo y al espíritu a seguir por la senda peligrosa de
su solo pensar.
Ignacio piensa que con su férrea voluntad puede con-
seguir casi todo, pero las heridas sufridas van limando
poco a poco su soberbia. No podrá defender la ciudade-
la de Pamplona. No podrá conseguir que su pierna que-
de bien, a pesar de las carnicerías a las que se sometió.
No podrá vencer los escrúpulos, a pesar de hacer mu-
chas confesiones y seguir el consejo de los confesores.
No podrá vencer, a base de esfuerzo, la vehemencia de
los escrúpulos.
Ignacio siente su propia fragilidad, y cambia su vo-
luntarismo por la oración: «Y una vez, de muy atribula-
do de ellos (los escrúpulos), se puso en oración, con el
fervor de la cual comenzó a dar gritos a Dios vocalmen-
te, diciendo: -Socórreme, Señor, que no hallo ningún re-
medio en los hombres, ni en ninguna criatura; que si yo
pensase de poderlo hallar, ningún trabajo me sería gran-
de. Muéstrame tú, Señor, dónde lo halle; que aunque sea
menester ir en pos de un perrillo para que me dé el re-
medio, yo lo haré» (Aut. n° 23).
En este momento podríamos sacar como dos fotogra-
fías interiores de Ignacio: la primera sería el Ignacio que
no se doblega ante todo un ejército francés que pide la
rendición, y la segunda la de un hombre dispuesto a se-
guir a un perrillo con tal de que le ayude a salir del tor-
mento en el que vive.
No había muerto a su propio «YO», y le costaba acep-
tar el ser un santo eternamente imperfecto, un santo con
fisuras y debilidades. Ahora, en la medida que va sien-
do purificado, su oración no se alimenta del narcisismo

155
o el autoengaño. Su oración es más bien ante Dios, no
ante los demás, o ante su propia imagen. Es oración que
le nace de la profundidad de su ser; no es algo añadido
o postizo, sino expresión humilde y sincera de lo que vi-
ve. Así, su oración se va haciendo confianza absoluta en
Dios: «No hallo remedio en los hombres, ni en ninguna
criatura».
Ignacio pretendió con todas sus fuerzas, de alma y
cuerpo, unirse a Dios por el camino acostumbrado y
aprobado por los conocedores de la ascética de aquel
tiempo, para que con voluntad férrea aspirase a la san-
tidad. Lo que alcanzó humanamente fue un cuerpo
completamente aniquilado. Quedaba frustrada la senda
que él había elegido.
Dios tiene otros planes. La herida de los escrúpulos,
como las heridas anteriormente sufridas, le va a hacer
caminar por otra senda, la de la fragilidad propia, y la
del amor incondicional de Dios. Las heridas sufridas y
las que las iban a seguir, pero, sobre todo, la ilustración
del Cardoner, van a despojar de escombros su antigua
concepción del mudo, para caminar por otra senda.
Ya no estará tan vuelto sobre sí mismo; ni en cómo
emular a los santos y sobrepasarlos, sino en la ayuda de
las almas y en el hacer presente el Reino de Dios. Cuan-
do Dios es captado como poder absoluto que gobierna y
se impone por la fuerza de su ley, emerge una religión
regida por el rigor, los méritos y los castigos. Por el con-
trario, cuando Dios es experimentado como bondad y
misericordia, nace una religión fundada en la confianza
y abandono, pues sabe que la solicitud amorosa del Pa-
dre, casi siempre misteriosa y velada, está presente, en-
volviendo la existencia de cada criatura.
Las heridas le van cambiando de senda, pues la fragi-
lidad sólo puede ponerse en evidencia por las pruebas
de choque. Ignacio se creía irrompible, capaz de sopor-

156
tar y sobreponerse ante cualquier coyuntura. Tendrá
que aprender el dicho de Jesús: «Velad y orad, para que
no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero
la carne es débil» (Mt XIV,38).
¿Hacerse santo? ¿O dejarse modelar por Dios? La vo-
luntad, siendo un don de gran importancia, tenía el pe-
ligro de convertirse en voluntarismo. Ignacio debería
haber recordado aquellas palabras del profeta Isaías
cuando escribe: «Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros
somos la arcilla y tú el alfarero, somos todos obras de
tus manos» (Is 64,7).
La acción de Dios es como la del viento, que nadie
puede ver, pero cuyos efectos se sienten. Ese viento que
la Biblia llama «rúaj», que literalmente significa aire,
viento, Espíritu.
Ante los ojos de Ignacio va apareciendo esa senda
nueva, como un camino inédito por el que debía cami-
nar. Tener no ya una actitud de voluntarismo, sino de
disponibilidad a esa voluntad de Dios, tantas veces dis-
tinta de la suya.
Ahora que había dejado el puerto de su propio narci-
sismo, el horizonte era como un gran océano. No sabía
cuál sería la duración de la nueva travesía, ni hacia qué
destino le llevaría el Viento del Espíritu.
Lo que sabía era que las heridas y la fragilidad le iban
abriendo una nueva senda.

157
DESPERTÓ COMO DE UN SUEÑO

Despertar como de un sueño. La expresión resulta su-


mamente reveladora. Porque, en efecto, se trataba de
abandonar el orden imaginario en el que hasta entonces
permanecía. Se trataba de romper la fantasía narcisista
de ganar a Dios seduciéndolo como intenta el niño con
su madre.
Ignacio permanecía en el nivel del sueño, de lo ima-
ginario de un lugar que, como afirma Domínguez Mo-
rano, nunca podía tener una auténtica experiencia de
encuentro con Dios, porque, en realidad, en ese registro
imaginario tan sólo cabe la relación con su propia ima-
gen especular.
Ignacio tiene que comprender que si salió de los escrú-
pulos no fue por su empeño, ni a base de puños, ni de
grandes proezas ascéticas o penitencias externas (quedó
una semana sin comer ni beber). Salió «cuando quiso
Dios despertarlo como de un sueño». Y sólo así se pudo
abrir a una alteridad no manejable, no soñada; y ante la
que sólo cabe respeto, amor y reverencia.

159
La liberación le llegó de manera totalmente gratuita e
imprevista. Fue como despertar de un mal sueño en el
que vivía inconscientemente.
Lo que le salva y libera no es su voluntarismo, sino el
amor misericordioso de Dios. Es el grito del pecador toca-
do por la gracia, del que el mismo San Ignacio hablará en
los Ejercicios Espirituales: «El quinto, exclamación admira-
tive con crecido afecto, discurriendo por todas las criatu-
ras, cómo me han dejado en vida y conservado en ella; los
ángeles, como sean cuchillo de la divina justicia, cómo me
han sufrido y guardado y rogado por mí; los santos, cómo
han sido en interceder y rogar por mí...» (EE 60).
En Manresa se opera un proceso en el que se cuestio-
na y desvanece el orden imaginario y narcisista y se abre
la posibilidad de actuar de otro modo diferente; donde
el reconocimiento de la propia limitación hace posible el
encuentro con el OTRO, con un Tú libre y diferente, y no
con una imagen especular a través de la cual intentaba
forjar su existencia.
Ignacio va a comprender el valor de la purificación
pasiva obrada por el amor misericordioso que desciende
de lo Alto. Algo necesario para la espiritualidad igna-
ciana, que subrayará fuertemente el valor de la acción y
del obrar humanos.
No tiene que ejercitar un odio contra sí mismo para
contentar y complacer a Dios. No se trata de basarse en
una dinámica de sacrificio generadora de un cierto ma-
soquismo moral y de culpabilidad.
Tiene que comprender que es fundamental, en la vida
espiritual, el dejar a Dios la dirección de su propia vida.
Se le pedía fe y confianza, pues confiaba más en los
medios que él ponía que en Dios. Primaba su propio es-
fuerzo y la ayuda puramente humana. Se tenía que pre-
guntar qué era mejor, ¿abandonarse en Dios, o en sus
propias fuerzas?

160
Dios no pretendía que no pusiese los medios que es-
taban a su alcance. Lo importante no eran sus propios
esfuerzos (aunque necesarios), sino el plegarse a la vo-
luntad de Dios. No es que Dios no apreciase las dotes de
Ignacio (Él se las había dado); lo que pretendía era ense-
ñarle que no se debía cerrarse en ellas.
La persona se deja llevar por todos los caminos de la
vida en función de su corazón. Desear algo es recono-
cerle un precio, un valor, es reconocerlo como tesoro. Lo
había afirmado Jesús: «Donde está tu tesoro, allí está tu
corazón» (Mt VL21). Tesoro es lo que tiene precio a
nuestros ojos. Ignacio estaba todavía centrado, aunque
inconscientemente, sobre sí mismo.
Tuvo que pasar por la tormenta para conocer la auten-
ticidad de los deseos que poblaban su vida. ¿Se centraba
en Dios y en lo que, en cada ser humano, es objeto de
una promesa de eternidad o, por el contrario, respondía
a atractivos pasajeros, fugaces y superficiales, bajo capa
de espiritualidad? ¿Era él el que tenía que decir a Dios
cómo se iba a desarrollar su vida, o tenía que someterse a
la voluntad de Dios?
Prueba de los escrúpulos que le despertó a una ver-
dad costosa para su libertad, porque le impuso a ésta la
superación de la falsa sabiduría humana, fácilmente re-
plegada sobre sí misma y perezosamente aferrada a sus
erróneas certezas.
íñigo tendrá que aceptar una renuncia radical a su
egocentrismo, que le amenazaba siempre con encerrar
su vida en certezas muy limitadas.
Así pudo Ignacio decir, muchos años después de todo
lo ocurrido en Manresa, que «En este tiempo le trataba
Dios de la misma manera que trata un maestro de es-
cuela a un niño, enseñándole; y ora eso fuese por su ru-
deza y grueso ingenio, o porque no tenía quien le ense-
ñase, o por la firme voluntad que el mismo Dios le había

161
dado para servirle, claramente él juzgaba y siempre ha
juzgado que Dios le trataba de esta manera; antes si du-
dase en esto, pensaría ofender a su divina majestad...»
(Aut. n° 27).
Dios ha enseñado a Ignacio el que Él no se encuentra
en la prolongación impuesta por el propio impulso de
Ignacio. Al despertar de sus propios sueños, debe ahora
abandonarse al sueño en el que Dios está presente. Debe
ir saliendo de su propio amor, de su propio querer y de
sus propios intereses.
A partir de las heridas, en este caso los escrúpulos, Ig-
nacio cambia radicalmente su género de vida. Vuelve a
la realidad, aunque modificado por una experiencia in-
terior que ya le marcará para siempre.
Abandona las penitencias extremas que seguía; se
corta y arregla el pelo; se corta las uñas, se viste con nor-
malidad, decide comer carne, y sale a la calle. Sale al en-
cuentro de un mundo, una sociedad, una realidad histó-
rica que desde muchas dimensiones le va a interpelar, a
interrogar, a solicitar y darle pie para un proyecto histó-
rico de dimensiones que él no podía todavía vislumbrar.
Tendrá que vivir otras heridas.
Pero ya el mundo de sus pecados pasados ha tomado
otro rumbo. Por eso, antes de ir en viaje a Jerusalén, Ig-
nacio afirmará: «Otra vez, viniendo de Valencia para
Italia por mar con mucha tempestad, se le quebró el ti-
món a la nave, y la cosa vino a términos que, a su juicio
y de muchos que venían en la nave, naturalmente no se
podría huir de la muerte. En ese tiempo, examinándose
bien, y preparándose para morir, no podía tener temor
de sus pecados, ni de ser condenado, mas tenía gran
confusión y dolor, por juzgar que no había empleado
bien los dones y gracias que Dios N.S. le había comuni-
cado» (Aut. n° 33).

162
SEXTA HERIDA

HERIDA EN SU ENTENDIMIENTO
CASCADA MÍSTICA

Es una mística como Santa Teresa de Ávila la que nos


dice que no hay sólo heridas físicas, o psíquicas, sino
también heridas místicas. Ella habla de herida de amor.
Ya en su Moradas escribirá: «Hay en lo interior quien
arroje estas saetas y dé vida a esta vida».
Hemos visto que San Ignacio tuvo heridas físicas y
espirituales que le fueron purificando y transformando.
Pero después de la herida de los escrúpulos, va a haber
como una herida mística en su entendimiento.
Ignacio va percibiendo a Dios, liberador de sus escrú-
pulos, como alguien que le despertaba de un sueño; va
comprendiendo el que Dios no se encuentra en la pro-
longación impuesta por su propio impulso religioso.
Dios lo va despertando de sus sueños, para que vaya
entrando en el sueño y plan de Dios. Como cantaba el Sal-
mo: «Y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal
XVL15). La tempestad ha terminado, por ahora. El cielo
oscuro da paso al cielo azul. La oscuridad da paso a la luz.
Luz que ya cae sobre Ignacio aun antes de la eximia
ilustración del Cardoner, puesto que Ignacio afirmará
165
como primera experiencia mística en Manresa: «...Y es-
tando un día rezando en las gradas del mismo monaste-
rio (de los Dominicos) las Horas de nuestra Señora, se le
empezó a elevar el entendimiento, como que veía la san-
tísima Trinidad en figura de tres teclas, y esto con tantas
lágrimas y tantos sollozos, que no se podía valer. Y yen-
do aquella mañana en procesión, que de allí salía, nunca
pudo retener las lágrimas hasta el comer; ni después de
comer podía dejar de hablar sino en la santísima Trini-
dad...» (Aut. n° 28).
Es una experiencia mística que le desborda. No sabe
expresar lo que le ha acaecido a partir de su imaginación
natural, ya que no hay palabras que puedan expresar
adecuadamente lo que sobrepasa infinitamente el enten-
der humano.
Ignacio empieza a percibir con más claridad los do-
nes de Dios, que no nacen del hacer humano, sino que
son pura gratuidad de la intervención de Dios. Dios se
revela cuando y como quiere. Ve diferentes Personas, en
armonía y unión entre sí.
Notemos de pasada la expresión de Ignacio: «se le
empezó a elevar el entendimiento».
Ignacio relata una segunda experiencia mística: «Una
vez se le presentó en el entendimiento con grande ale-
gría espiritual el modo con que Dios había criado el
mundo, que le parecía ver una cosa blanca, de la cual sa-
lían algunos rayos, y que de ella hacía Dios lumbre. Mas
estas cosas ni las sabía explicar, ni se acordaba del todo
bien de aquellas noticias espirituales, que en aquellos
tiempos le imprimía Dios en su alma» (Aut. n° 29,1.2).
De nuevo, un don gratuito, que le viene del exterior y
de modo imprevisto. El contenido de ella es «cómo Dios
había creado el mundo». Eran cosas que «no sabía expli-
car», pero que Dios le imprimía en el alma. Eso le pro-
ducía gran alegría espiritual.

166
De nuevo notemos la expresión «se le presentó en el
entendimiento».
Ignacio añade una tercera experiencia mística de su
tiempo manresano: «...Así que, estando en este pueblo
en la iglesia de dicho monasterio oyendo misa un día, y
alzándose el corpus Domini, vio con los ojos interiores
unos rayos blancos que venían de arriba; y aunque esto
después de tanto tiempo no lo puede bien explicar, to-
davía lo que él vio con el entendimiento claramente fue
ver cómo estaba en aquel Santísimo Sacramento Jesu-
cristo nuestro Señor» (Aut. n° 29,4.5).
Recibe una claridad en el entendimiento. El conteni-
do de esa visión es cómo Jesucristo está presente en el
Santísimo Sacramento.
Notemos de nuevo la expresión «lo que él vio con el
entendimiento claramente».
Y antes de la experiencia del Cardoner, Ignacio relata
una cuarta experiencia mística: «Muchas veces y por
mucho tiempo, estando en oración, veía con los ojos in-
teriores la humanidad de Cristo, y la figura, que le pare-
cía era como un cuerpo blanco, no muy grande ni muy
pequeño, mas no veía ninguna distinción de miembros.
Esto vio en Manresa muchas veces: si dijese veinte o
cuarenta, no se atrevería a juzgar que era mentira (...)
Estas cosas que ha visto le confirmaron entonces, y le
dieron tanta confirmación siempre en la fe, que muchas
ha pensado consigo: si no hubiese Escritura que nos en-
señase estas cosas de la fe, él se determinaría a morir por
ellas, solamente por lo que ha visto» (Aut. n° 29, 6.7.9)
Aquí reagrupa muchas visiones de la humanidad de
Cristo diseminadas a lo largo de un amplio arco tempo-
ral. Siendo el contenido la visión de la humanidad de
Cristo, el efecto que produce en Ignacio es la confirma-
ción en la fe y el don de la firmeza respecto a las verda-
des reveladas.

167
Aquí quisiera retener la expresión «con los ojos inte-
riores».
Cascada mística, antes de la ilustración del Cardoner.
Heridas que van dando un nivel distinto a su entendi-
miento, y lo van sacando de su esfera puramente natu-
ral e individual. Además de su ver natural, que ve lo
que ve todo el mundo, él va viendo algo distinto «con
los ojos interiores».
En expresión de San Juan de la Cruz, en su Cántico es-
piritual, canción 7: «El alma vive muriendo hasta que
matándole el amor la haga vivir vida de amor, transfor-
mándola en amor».
Dios le va iluminando el entendimiento para hacerle
conocer el amor de que él y la humanidad son objeto
por parte de Dios.
El Señor le va dando unos ojos y un entendimiento
que no se recurve sobre sí mismo, sino que, a partir de
Dios, vaya descubriendo lo misterioso que se encierra
en cada ser. Unos ojos interiores que vean más allá de
cualquier paisaje. Porque, desde Dios, Ignacio será ca-
paz de leer el mensaje que cada cosa, suceso o persona
encierra en su entraña.
Los ojos deslumhrados por falsas luces no son capa-
ces de interpretar el misterio de los seres. Los ojos frivo-
los no son capaces de entrar en relación con nada. Todo
les parece trivial y sin importancia.
Desde que Dios le va dando unos ojos interiores que
alumbran su entendimiento, Ignacio ve, detrás de las co-
sas, personas y sucesos una esperanza y un misterio.
Ignacio puede ya jugar con la luz de las estrellas, en el
silencio de la noche, cuando todos se han ido. Para
quien sabe mirar, porque se le han iluminado los ojos in-
teriores, lo maravilloso está cerca de los ojos, siempre
presto a brotar en el recodo del sendero, en una zarza,
en las raíces de un sauce, en el vuelo de una golondrina.

168
Ya su mirar es un mirar que da vida. Es un vivir que
es leer e interpretar. Existe el gozo del descubrimiento.
Descubrimiento que hace falta saber entretener, como
una llama del recuerdo, y, sobre todo, hace falta interio­
rizar para que no se extinga al menor soplo del viento.
Pero ese descubrimiento tan sólo se hace realidad
cuando Dios ilumina los ojos del entendimiento.

169
RECREACIÓN DE LA MIRADA

Esa cascada mística en Manresa, Ignacio la termina


con el relato de su quinta experiencia, la más famosa
de todas. La tiene estando sentado cerca de la cruz que
se encuentra en el camino que conduce a una iglesia
(ermita) de San Pablo, distante un poco más de una mi­
lla de Manresa, sobre el río Cardoner. La relata de esta
manera:
«Una vez iba por su devoción a una iglesia, que esta­
ba poco más de una milla de Manresa, que creo que se
llama San Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así
en sus devociones, se sentó un poco cara hacia el río, el
cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron a
abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna
visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas,
tanto de cosas espirituales, como de las cosas de la fe y
de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le
parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar
los particulares que entendió entonces, aunque fueron
muchos, sino que recibió una grande claridad en el en­
tendimiento; de manera que en todo el discurso de su

171
vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas
cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas co-
sas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le pa-
rece haber alcanzado tanto como de aquella vez sola. Y
esto fue en tanta manera de quedar con el entendimien-
to ilustrado, que le parecía como si fuese otro hombre y
tuviese otro intelecto, que antes tenía».
Una repentina perforación de luz, como un rayo de
sol que atraviesa las tinieblas y las ilumina, cae sobre Ig-
nacio. Y esa luz le abre la puerta al misterio.
Fue como una herida producida por la apertura de
los ojos del entendimiento y que fue una fuerza trans-
formadora y renovadora que le producía claridad en su
entendimiento. Fue superabundancia de luz y de cono-
cimiento en el espíritu y capacidad de discernimiento.
Ignacio relata la profundidad y la intensidad de la
iluminación, que provocó una percepción sintética de la
realidad, casi como una clave de interpretación y que
era capaz de hacer nuevas todas las cosas.
Y como efectos de esa ilustración, Ignacio se siente
como un hombre nuevo, con un nuevo entendimiento
que da significado y sentido más profundo a la vida.
Ignacio queda impresionado y sorprendido por la no-
vedad, pues le ha dado unos ojos nuevos y ha hecho de
él un hombre nuevo, puesto que «empezó a ver con
otros ojos todas las cosas». Le ha cambiado tanto que le
parece tener una mente distinta de la que antes tenía.
No es que en su vida posterior no haya habido un
crecimiento y progreso en la vida del espíritu, sino que
esta experiencia marcó de modo decisivo la orientación
de su vida futura; y fue una nueva y definitiva luz en la
prosecución de su itinerario espiritual.
Participando en la luz de Dios, recibe una nueva
mentalidad, un nuevo espíritu, un nuevo sistema axio-
lógico y nuevos criterios para orientarse en la vida.
172
Aprendió a descubrir con facilidad y seguridad el paso
de Dios en su vida futura.
Para José María Rambla, es en Manresa donde Igna-
cio recibirá la última lección definitiva. Porque Dios le
trataba «de la misma manera que un maestro de escue-
la a un niño, enseñándole» (Aut. n° 27).
Y las lecciones que le enseñó fueron:
- Se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento
- Entendió y conoció muchas cosas
- Con una ilustración tan grande que le parecían las
cosas nuevas
- Con gran claridad de entendimiento
- Quedó su entendimiento tan ilustrado que le pare-
cía como si fuese otro hombre y tuviese otro enten-
dimiento que antes tenía.

La experiencia que tuvo no comportaba nuevos obje-


tos de conocimiento, sino una nueva visión penetrante
«con otros ojos». Ojos que hasta entonces estaban ciegos
para captar la última profundidad y sentido de las co-
sas. Ahora su mirada era más amplia y más profunda.
Para Ignacio esta ilustración fue como el punto deci-
sivo y más elevado de la ilustración divina. Llega a ser el
Peregrino de los ojos nuevos que irá penetrando con
más claridad en los momentos de su agitada vida.
Existe un adjetivo que, en el relato, se va repitiendo.
Y ese adjetivo es «NUEVO». Hombre nuevo; entendi-
miento nuevo; las cosas le parecían nuevas; ojos nue-
vos; nueva mentalidad. Que recuerda aquellas pala-
bras del libro del Apocalipsis: «He aquí que hago todo
nuevo» (Apoc XXL5).
Una ilustración que, como hemos dicho, fue como
una recreación de la mirada; de aquella mirada que
compromete todo el ser: «Como si fuera otro hombre».

173
Para ello necesitaba tocar su propia fragilidad. Por-
que el corazón ve a través de los ojos. No vemos las co-
sas como son, sino como nosotros somos.
Va a tener esa mirada del Padre que contempla el
mundo y lo ama; y envía a su Hijo para salvarlo. Y lue-
go, el Hijo llama a los hombres y mujeres a colaborar en
su plan de salvación.
Ignacio tiene que aprender que anunciar el Evangelio
no está reservado a los «fuertes», sino a los que lo expe-
rimentan como «fuerza» en la debilidad; vida en lo
muerto, esperanza en las situaciones difíciles. Debe
aprender que Dios elige a quien quiere, y transforma el
barro del que estamos hechos en instrumento adecuado
para su misión.
íñigo se empieza a abrir a la vocación apostólica. Es
una nueva visión del mundo, y un deseo de ayudar a las
almas el que se le ha grabado en el entendimiento y en
el corazón.
Visión del Cardoner que iba contra la mirada narci-
sista de Ignacio. Dios le va a dar una mirada que no se
detenga en él mismo, aunque se trate de su vida espiri-
tual, sino que se dirija a la humanidad. Dios quería que
Ignacio asociase su mirada a la mirada de ese Padre que
quiere salvar toda la humanidad.

174
LOS OJOS DIFERENTES

De Ignacio podríamos decir algo parecido a lo que se


dice de Balaán. Cuenta el libro de los Números que Ba­
laán, tendiendo la vista, divisó a Israel acampada por
tribus. Mira y, al contemplar a Israel, le invade el Espíri­
tu de Dios y recita sus versos:
«Oráculo de Balaán, hijo de Beor; oráculo de hombre
de ojos perfectos, oráculo del que escucha las palabras
de Dios (...) con los ojos abiertos».
«Con los ojos abiertos.» Expresión que significa aquí
destapar, desvelar, ya que explica el contenido: «Oráculo
del hombre de ojos perfectos, oráculo del que escucha las
palabras de Dios y conoce sus planes» (Nnm XXIV,l-22).
No es que la ilustración del entendimiento de Ignacio
en el Cardoner fuese una visión. No es que escuchase, sino
que comprende. Pero lo cierto es que le invadió el Espíritu
de Dios. Y, como consecuencia de la ilustración, se puede
decir de él, como de Balaán, «el hombre de los ojos perfec­
tos», puesto que conoce, por gracia, los planes de Dios, y
le parece que ahora tiene otros ojos. Su visión de la exis­
tencia es ahora distinta, pues entra en el misterio de Dios.

175
Dios quiere enseñar a Ignacio a descubrir su presen-
cia y su acción. Porque el misterio de Dios se esparce
por numerosos aspectos de la existencia. Pero para ello
necesitaba ojos diferentes a los que, hasta ahora, había
tenido.
Con los ojos cerrados es imposible entrar en el miste-
rio de Dios. Con los ojos cerrados no podía entrar en co-
munión con el trabajo que Dios opera en el universo.
Recibió una luz en el entendimiento. A partir de la
cual empieza a ver otros resplandores, otros colores. Pe-
ro era una luz que hería y mataba su manera humana de
ver, y ensanchaba su horizonte de su mirarse demasiado
a sí mismo. Sólo con esa herida podía su corazón apre-
hender el secreto de la existencia. Porque sólo muriendo
se vive y cerrando los ojos al propio egoísmo se ve.
En otra ocasión, en su Diario Espiritual, Ignacio ha-
blará de que Dios, para que pueda comprender la acción
del Tentador, le abrirá los ojos. «Al cabo de un cuarto de
hora, se me han abierto los ojos (un despertar), con un
conocimiento o luz de cómo el Tentador me hacía dudar
de la decisión...».
Recordemos cómo para la superación de sus escrúpu-
los «Quiso Dios que despertara como de sueño». El abrir
los ojos, en su Diario Espiritual, es un «despertarme».
Ya en Loyola, ve que tiene diversidad de pensa-
mientos, entre el seguimiento del mundo o la vida de
los santos, y los efectos que cada uno le produce, pero
no llega a comprender a qué espíritu pertenecen «has-
ta en tanto que una vez se le abrieron un poco los ojos»
(Aut. n° 8).
En Manresa, en su tercera experiencia mística, Igna-
cio afirma: «...vio con los ojos interiores unos como ra-
yos blancos que venían de arriba (...) lo que él vio clara-
mente con el entendimiento fue ver cómo estaba en
aquel Santísimo Sacramento Jesucristo nuestro Señor».
176
Con los ojos interiores, se ve de forma distinta a la que
nos han acostumbrado los ojos del rostro.
A Ignacio, en la ilustración del Cardoner, le pasó algo
parecido a lo que les pasó a los discípulos de Emaús. En
su caminar, Jesús se les acercó y caminaba con ellos. Pe-
ro sus ojos estaban cerrados, como imposibilitados para
reconocerlo. No creen sino en lo que han visto sus ojos
humanos, sin darse cuenta de que sus ojos interiores es-
taban cerrados al misterio de Dios.
En su camino, Jesús les va explicando el plan de Dios.
Cuando se acercaron a la aldea adonde iban, Él hizo
ademán de continuar su camino adelante. Pero ellos le
invitaron a quedarse diciendo: «Quédate con nosotros,
que es tarde y el día ha declinado». Por fin se les abrie-
ron los ojos y lo reconocieron; pero Él desapareció de su
vista (Le XXIV,l-32).
No dice el texto evangélico que abrieron los ojos, sino
que «se les abrieron los ojos». Porque llegar a compren-
der el misterio de Dios es gracia.
Ellos necesitaban desandar el camino recorrido de su
propio egoísmo. Tener otra experiencia distinta.
También para San Ignacio la vida fue un camino. Se
definió a sí mismo como el Peregrino. Sus ojos estaban
cerrados. ALGUIEN tendrá que iluminar sus ojos. Está
cerrado en sus horizontes sólo humanos, en sus sueños
no reales. En el Cardoner, Dios le va a abrir otros hori-
zontes. Le va a decir que tiene que salir de lo que él
piensa y siente. Idea que quedará lapidariamente expre-
sada en su libro de Ejercicios Espirituales, cuando escribe:
«Porque piense cada uno que tanto aprovechará en to-
das cosas espirituales, cuanto saliere de su propio amor,
querer e intereses» (EE 189).
Cuando Dios le abre los ojos, se ve a sí y a las cosas, y
a la vida, de otra manera. Dios le invita, como al profeta
Isaías, a ser «centinela de la mañana» (Is XXI,11-12). Por-

177
que todavía Ignacio, como los discípulos de Emaús, era
centinela de la oscuridad. «Quédate con nosotros, que
atardece.»
Dios le va a hacer comprender que, en un mundo que
elige a menudo la oscuridad de la violencia, de la exclu-
sión, del dinero fácil, de la apariencia, él debía ser centi-
nela de un sentido distinto, abriendo a los demás los
ojos.
Deberá ser no sembrador de atardeceres, sino sem-
brador de auroras. Dios le dirá que es de noche en el es-
cenario de la historia: y el mundo no sabe cuánto falta
para clarear. Dios le va a dar a Ignacio ojos diferentes a
fin de que pueda sembrar las esperanzas de aquel Jesús
que vino a sembrar vida en el mundo.
Ignacio no debe girar sobre sí mismo, debe girar al-
rededor de Dios y de los demás. Así su órbita se ensan-
cha, se hace casi ilimitada. Tiene que dejar el camino de
sombras y emprender el camino de la luz, esa compren-
sión nueva del mundo y de sí mismo, y de Dios, en la
esperanza.
Porque el miedo y la desesperanza son las tentacio-
nes normales de nuestro caminar.
Se le abrieron los ojos, e Ignacio va comprendiendo
que todo el esfuerzo del hombre es muerte y resurrec-
ción; que la fe ilumina la esperanza; que desde la resu-
rrección de Cristo, aun lo más pequeño que hiciera tenía
sentido, y llevaba a alguna parte.
Ya no tiene que guardar sus angustias y miedos en
paquete cerrado, ni guardar todas sus penas. Compren-
de que hay muchas cosas maravillosas en las que no
pensaba, porque no las veía. No era suyo todo su dolor,
ALGUIEN lo compartía. No era todo de color negro des-
de que hubo luz en sus ojos.
¡Cuántos caminos había iniciado Ignacio! Pero ahora
comprende que no todos son caminos de atardecer, sino
178
caminos de llanto y de esperanza; caminos de invierno y
primavera: caminos de espinas y rosas; caminos de som­
bras y de luz. En el crepúsculo de su caminar diario, ha
nacido la alegría y la paz.
Ignacio va comprendiendo que tiene que salir a ex­
tender, a los cuatro vientos, todo lo que ha visto y com­
prendido.
Pero esa siembra tan sólo fue posible desde que Dios
le dio ojos diferentes.

179
LA MIRADA DE DIOS

Muchas veces me he preguntado si era posible tener


una comprensión más explícita de lo que le pasó a San
Ignacio en la ilustración del Cardoner. Pienso que sí,
pues me parece que algo de aquella ilustración queda ex-
presada, de alguna manera, en su «Contemplación de la
Encarnación» de sus Ejercicios Espirituales (EE 102-109).
Esa Contemplación la relata Ignacio en tres pequeños
cuadros. El primero es nuestra mirada sobre la haz de la
tierra, llena de seres humanos. Mirada que debe dirigir-
se a todo el mundo; lo que se mira es la planicie y re-
dondez de toda la tierra. Son todos los pueblos y nacio-
nes del mundo. Describe a sus habitantes en su color,
vestidos, costumbres diferentes; en su edad, salud y en
sus emociones.
Pero entre esa rica variedad de detalles, existe una
cierta uniformidad, en su camino equivocado. Todos es-
tán necesitados de salvación. La causa de esta situación
es que han rechazado a su Creador y Señor. Juran, blas-
feman, se hieren y matan mutuamente.

181
En el segundo cuadro subraya, sobre todo, la mirada
de la Santísima Trinidad sobre esa realidad. Es una mi-
rada no de condenación. Trinidad que no permanece in-
diferente ante esa situación, sino que decide salvar a la
raza humana. Por eso, la segunda Persona de la Trini-
dad se hace hombre.
Y en el tercer cuadro, nos hace ver cómo la Trinidad
manda al ángel Gabriel a la ciudad de Nazaret, a buscar
colaboradores a esa salvación que trae su Hijo.
Ignacio ve que existe un contraste entre las «Personas
divinas» y «las personas sobre la haz de la tierra». Por
eso, lo que le interesa a Ignacio es el ver «cómo las tres
Personas divinas miran toda la haz de la tierra» (106). Se
trata de ver la reacción y decisión de Dios, viendo a los
hombres en ese estado de perdición.
La Trinidad los ve «en tanta ceguedad» (106). La pa-
labra obvia sería que Dios viese la malicia del hombre.
Pero Dios no ve su malicia, sino su ceguedad. Es casi co-
mo una excusa, que luego tendrá Jesús en la cruz: «Pa-
dre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Es Dios
el que crea la luz y echará fuera la ceguedad.
Existe en San Mateo un pasaje en el que aparece la vi-
sión de Ignacio sobre la mirada de la Trinidad, porque
aparece cómo miraba Jesús a la multitud: «Jesús recorría
todas las ciudades y aldeas (...) sanando toda enferme-
dad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió
compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos
como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus
discípulos: La mies es abundante y los obreros pocos.
Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su
mies» (Mt 1X35-38).
Pero si Jesús es el revelador del Padre, la mirada de
Jesús es la mirada trinitaria. Tal como ve Jesús a la mu-
chedumbre, la ve la Trinidad.
182
Y la mirada de Jesús, como la mirada trinitaria que Él
revela, es una mirada amorosa, compasiva, comprome-
tida. Jesús es Aquél que dirige una mirada compasiva a
todos los hombres, a la humanidad de ayer como a la de
hoy o mañana.
Lo que suscita compasión en Jesús es que esas perso-
nas están «vejadas y abatidas como ovejas que no tienen
pastor». Es esa humanidad desamparada que no sabe
adonde ir, ni a quién dirigirse para que le indique el ca-
mino. Y Él será el Buen Pastor (Jn X , l l ) que da la vida
por las ovejas.
Jesús siente la necesidad y el deseo de asociar a Sí
otros obreros. Jesús sabe que la misión la ha recibido del
Padre, a quien hay que pedir que siga velando y preo-
cupándose del rebaño y de su mies.
Jesús posa su mirada sobre la humanidad de todos
los tiempos. Jesús mira al misterio trinitario, y ve que el
Padre es el autor de la vida dada a todos los hombres,
¿cómo podía no ocuparse de esa vida?, ¿cómo podía
abandonarla?
Jesús quiere colaboradores que estén dispuestos a en-
tregarse por entero para ocuparse, en su nombre, de su
rebaño.
Pero esa misión confiada por Jesús es una misión vi-
vida en la vulnerabilidad, porque esas palabras pueden
ser aceptadas o rechazadas. El mensajero sabe quién le
envía en misión, pero nunca está seguro del «éxito» de
esa misión. «Mirad que yo os envío en medio de lobos.»
Hasta el momento de Manresa, Ignacio tenía los ojos
cerrados a lo que Dios estaba haciendo. Estaba como de-
masiado encerrado en lo que él tenía que hacer. Ojos to-
davía cerrados para reconocer la manera que tiene Dios
de amarnos y actuar en la historia. Ignacio tenía todavía,
antes de su estancia en Manresa, una vista cerrada sobre
sí misma, puramente humana.

183
Quien se deja guiar por sus propios deseos, por su pro-
pia representación del mundo y por sus propias razones;
quien no sale de su pequeño mundo ni se deja conmover
por la manera que Dios tiene de intervenir en la historia,
es un hombre que tiene cerrados sus ojos interiores. Por
eso hubo que abrirle los ojos del entendimiento.
Ignacio va a percibir, desde entonces, cómo Dios está
actuando; cómo intenta que él lo reconozca; cómo pide
su colaboración y quiere suscitar su adhesión.
El peligro de Ignacio era cerrar su corazón en una sa-
biduría demasiado limitada, una sabiduría que tendía a
encerrarlo en sí mismo.
Esta ilustración del Cardoner le va a enseñar una ma-
nera nueva de ver y comprender; le va a enseñar a si-
tuarse y vivir de otra manera. Una manera, no obstante,
inaccesible a quien se encierra en las certezas de su pro-
pia razón.
Vivía a partir de su propia sabiduría y su propia inte-
ligencia, a cuya luz todo lo sometía y juzgaba.
Con la ilustración de su entendimiento, Dios le va a
dar otra sabiduría. En él se hacía verdad la expresión de
Jesús: «A vosotros se os ha dado a conocer los misterios
deDios»(MtXIII,ll).
La ilustración y la previa visión que Ignacio tiene de
la Trinidad no es sólo en sus relaciones eternas, sino
también de las grandes obras que realiza en la creación y
redención del mundo. La Trinidad se le presenta a Igna-
cio como un Dios que hace. Contemplará las obras de la
salvación como emanando del amor de las tres Perso-
nas, e invitándole a colaborar en esa misión.
Por eso Ignacio mostrará en su «Contemplación para
alcanzar amor» a un Dios «operando y trabajando en to-
das las cosas creadas» (EE 235).
Ya Jesús lo vio en su vida terrena: «Mi Padre trabaja
siempre y yo trabajo». Es un Dios que ama y se preocu-
184
pa por su creación, en la que vio «que todo lo que había
hecho era muy bueno» (Gn 1,31).
Dios quiere que Ignacio tenga esa visión positiva y
optimista sobre el mundo creado. Pero necesitaba ver la
existencia con otros ojos.
Tal vez, por eso, Ignacio en su Contemplación sobre la
Encarnación dirige su mirada hacia la Santísima Trini­
dad. Nos hace ver cómo mira a esa humanidad en tanta
ceguedad. Ve que la mirada de Dios era, fue y será una
mirada universal, atenta, compasiva y comprometida.
Sin duda, esa descripción del misterio trinitario que ha­
ce en esa «Contemplación de la Encarnación» tan sólo es
un eco de lo que percibió en la ilustración del Cardoner.

185
DIOS PREPARABA SU
INSTRUMENTO

Ignacio ha llegado a Manresa, «Solo y a pie». Lo que


tiene planeado es rehacer su vida y hacer penitencia por
sus pecados. Su espiritualidad es personal y solitaria.
No sabe todavía que lo personal no necesariamente tie-
ne por qué ser individual.
La ilustración del Cardoner lo va a sacudir de su in-
diferencia ante los otros, lo va a arrancar de su propio
egoísmo, lo va a sacar de su propio repliegue.
Si iba solo, tenía el peligro de dejar que su existencia
se desarrollase en un egoísmo, aunque éste fuese espiri-
tual. Y Dios le va a enseñar a salir de su autosatisfacción.
La ilustración del Cardoner le va preparando para
que esté más disponible, más abnegado respecto a las
necesidades de los demás. Le va a sacar de los letargos y
hábitos adquiridos.
Mira a la Trinidad. Pero no ve a un Dios solo, sino a
tres Personas. No ve a la Trinidad encerrada en su felici-
dad, sino tratando de que toda la humanidad sea feliz.

187
Tiene que comprender que la relación con el Señor es in-
compatible con el repliegue sobre uno mismo.
Es cierto que ya en Loyola existen signos de una mo-
ción espontánea de Ignacio al servicio apostólico: «Y el
tiempo que con los de casa conversaba, todo lo gastaba
en cosas de Dios, con lo cual hacía provecho a sus áni-
mas» (Aut. n° 11).
El Ignacio que sale de Loyola hacia Montserrat, y lue-
go a Manresa, está curvado sobre sí; y teme no poder
ejercitar «el odio que contra sí tenía concebido». Era el Ig-
nacio que «pensaba en las penitencias que andando por
el mundo deseaba hacer» (Aut. n° 12). No entrará en la
Cartuja, ya que prefiere vivir como «penitente solitario».
Pero Dios preparaba su instrumento. Mucho antes
que con él, Dios había trabajado con Saulo para hacerlo
instrumento de salvación. Así, el libro de los Hechos de
los Apóstoles narra que, ante la extrañeza de Ananías
por el mandato de acoger e imponer las manos sobre
Saulo, perseguidor de la Iglesia, el Señor le dijo: «Ve, por-
que éste es mi instrumento elegido para ser portador de
mi nombre ante los gentiles y reyes, y ante los hijos de Is-
rael...» (Hch IX,13-16).
Ananías, aunque razona bien humanamente, está en
la imposibilidad de prever el gobierno divino. El mismo
Pablo hablará del misterio de Dios: «¡Oh profundidad
de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
¡Qué insondables son sus decisiones y qué inescrutables
sus caminos!» (Rom XI,33s).
Ignacio podía decir lo que, en otra ocasión, diría San
Pablo: «Cuando aquél que me separó del seno de mi ma-
dre y me llamó por su gracia se dignó revelar en mí a su
Hijo, para que evangelizara a los gentiles...» (Gal 1,15).
El plan de Dios sobre Ignacio no es que se encierre en
su sola santificación. El Cardoner son los primeros com-
pases de su misión universal. Va a ir dejando de ser un
188
penitente solitario para convertirse en un «penitente
apostólico».
Dios va conduciendo a Ignacio, poco a poco, a través
de una serie de sucesos a una nueva dimensión, es a sa-
ber, al ideal del servicio. Le hace ver que la falsa modes-
tia impide el que fructifiquen los dones que ha recibido
de Dios. Del miedo a la honra, va a pasar gradualmente
al bien que Dios quiere hacer por medio de su trato con
las almas. Era el comunicar al prójimo lo que Dios le ha-
bía dado a él.
Si Dios le hace gozar de experiencias y luces extraor-
dinarias, no es para que ellas mueran en él, sino para
que, con ellas, sea más apto colaborador del plan de sal-
vación de Dios.
En adelante va a dejar los extremos que antes tenía y
entrar en comunión con la gente. Va a fructificar los do-
nes que Dios le ha dado. El P. Nadal diría de Ignacio:
«Tiene la conversación alegre, clara, devota, fácil, fami-
liar y común». En adelante Ignacio quiere modelarse en
función del apostolado y del trato con los demás.
Y junto a su actividad apostólica de las conversacio-
nes, aparecen las obras de caridad, su servicio a los po-
bres, mendigos y demás necesitados, a fin de seguir al
Cristo pobre y humilde.
El misterio de Dios Trinitario le hace comprender que
Cristo no ha finalizado, en cuanto a su ejecución, la em-
presa encomendada por su Padre y que, para ello, busca
cooperadores generosos. En expresión paulina: «Ahora
me alegro de padecer por vosotros, de completar, a fa-
vor de su cuerpo, que es la Iglesia, lo que falta a los su-
frimientos de Cristo» (Col 1,24). Como la Iglesia-Cuerpo
completa a Cristo-Cabeza, así los sufrimientos de Pablo
prolongan y van completando los de Cristo.
La estancia en Manresa, que él esperaba no fuese lar-
ga, y que duró casi un año, fue capital en su vida espiri-

189
tual, que transformará, como afirma De Guibert, «al
soldado convertido, muy material y elemental en sus
deseos de servicio insigne de Dios, en un verdadero
hombre interior, y en un maestro experto en dirigir y
formar almas».
Dios iba preparando su instrumento, porque al hacer-
le ver, en Manresa, el orden de la creación, la belleza de
la humanidad de Cristo, ve Ignacio que su vida no pue-
de girar sobre él mismo.
Va haciendo un camino que ya no está determinado
por su voluntad, sino por el que Dios le va mostrando.
Dios le llevaba para ser Fundador de una orden apostó-
lica, pero él no era consciente de ello.
La estancia en Manresa y la ilustración del Cardoner le
prepararon para la misión que Dios le tenía reservada.
Descubrió fundamentalmente la invitación a una forma
de servicio que contenía ya las características esenciales
del carisma y configuración de la Compañía: imitación de
Jesús, pobre y humilde y sacrificado en la donación de sí
mismo; y en la vida activa de predicación del Evangelio.
No se trataba de una actividad individual y aislada,
sino de la misión que el Padre da al Hijo, y el Hijo trans-
mite a las personas que elige. Ellas son un grupo que
predica el Evangelio en misión recibida de Cristo.
Apostolado y vida en compañía. No podía ser de otra
manera después de haber escuchado la llamada trinita-
ria, y visto a la humanidad como un pueblo en marcha
hacia el Padre, y haber percibido el mundo como necesi-
tado de serle arrebatado al enemigo, para entregárselo a
Cristo.
El «hombre nuevo» en que se ha convertido Ignacio
es el resultado del paso de una vida de penitente solita-
rio a una vida asociada al designio de Dios, que Cristo
prosigue en la Iglesia. «Y a este tiempo era él muy ávido
en platicar de cosas espirituales» (Aut. n° 34).
190
Esa motivación es la que le condujo a cambios «exte-
riores» en su estilo de vida, tanto en sus horas de sueño
y comida como en el cuidado externo de su persona. Y
por esas cosas exteriores, se manifestaba con mayor cla-
ridad el «hombre nuevo» en que San Ignacio se había
convertido.
Ignacio ha comprendido la inserción del hombre y de
todas las criaturas en el misterio de Dios por la Encarna-
ción del Hijo. Ya no sólo conocía las cosas, para lo cual
basta con los sentidos y la inteligencia, sino que las re-
conocía como dones que vienen de Dios, lo cual no es
posible sin la fe. Por eso su vida se llena de agradeci-
miento cuando, en aquella ilustración, comprende que
la creación entera, con todas sus perfecciones y belleza,
no son simplemente fenómenos cósmicos, cosas, sino
dones de Dios. Y porque Dios desciende en sus dones,
comprende que todo es gracia; y todo puede ser lugar
de encuentro.
Toda su vida espiritual queda reestructurada a la luz
de la gracia recibida en el Cardoner. Su peregrinación de
penitencia se convertirá en peregrinación apostólica. Su
situación individualista va a comenzar a ser societaria.
Su proyecto era perderse para el mundo; ahora que
ha comprendido su colaboración en la salvación de la
humanidad, empieza a estudiar para ser sacerdote y
apóstol de Cristo.
Ignacio se siente un «hombre nuevo»; y es que Dios
preparaba su instrumento.

191
HERIDA DE SU VANAGLORIA

Ignacio va rindiéndose a los intentos por «hacerse»


con Dios. Debía abrirse a un encuentro que escapaba ab­
solutamente a su intención y a su control. Hay supera­
ción de su narcisismo. Ya no se trata principalmente de
«hacer», pues habla en pasiva: «se le abrieron los ojos
del entendimiento».
Es su persona, y todo lo que le rodea, lo que es perci­
bido de un modo radicalmente nuevo. Y esto no por su
propio esfuerzo, sino por una gracia concedida. Ilumi­
nación de sí mismo, de la vida, del mundo y de Dios.
Ahora empieza a relacionarse de una manera distin­
ta con todo. El mundo ha perdido para él su potencia
ofuscadora. Va desplazando los polos de interés y
atracción que hasta entonces habían predominado en
su vida.
Pero la vanagloria no deja de llamar a su puerta. Le
vienen pensamientos de que es justo. Y eso le hace sufrir,
porque le hace ver la actitud del fariseo que, centrado en
sí, tiene la certeza de que no es ladrón, ni injusto. Ayuna
varias veces por semana, da el diezmo de todo lo que ga-

193
na. Ese fariseo está erguido ante un Dios inventado por
él. Está lleno de sí mismo. Por eso su oración está muerta
de antemano, porque nace de un corazón soberbio y va-
nidoso. Desgrana ante Dios todas sus grandezas.
Ignacio tiene miedo a la vanagloria que le asemejaría
a ese fariseo, que ha borrado a ese Dios al que reza con
su enorme yo. No se cree como los demás «ni soy como
ese publicano».
Ignacio tiene miedo a la vanagloria, puesto que la gen-
te le empieza a tener como un hombre santo; y además
ha recibido visiones e ilustraciones extraordinarias.
Quiere mantenerse en la humildad porque sabe que, co-
mo reza el salmo, «Un corazón quebrantado y humilla-
do, Tú no lo desprecias» (Sal 50,19).
Ignacio piensa que, si la oración es una relación entre
Dios y yo, hay que velar para que ese Dios permanezca
primero, y nuestro yo postrero.
Ignacio quiere desarraigar la convicción de creer que
es suficiente hacer cosas, para ser bueno y agradar a
Dios. En el horizonte narcisista, el yo cubre todo el hori-
zonte de su existir. El fariseo,como el narcisista, cree que
son sus obras las que le justifican. El humilde sabe que
es Dios quien justifica.
Ignacio cuenta en su Autobiografía: «Estando una
vez enfermo en Manresa, llegó de una fiebre muy recia a
punto de muerte, que claramente juzgaba que el ánima
se le había de salir luego. Y en esto le venía un pensa-
miento que le decía que era justo, con el cual tomaba
tanto trabajo, que no hacía sino repugnarle y poner sus
pecados delante; y con este pensamiento tenía más tra-
bajo que con la misma fiebre; mas no podía vencer el tal
pensamiento por mucho que trabajaba por vencerle.
Mas aliviado un poco de la fiebre, ya no estaba en aquel
extremo de expirar, y empezó a dar grandes gritos a
unas señoras, que eran allí venidas a visitalle, que por

194
amor de Dios, cuando otra vez le viesen en punto de
muerte, que le gritasen a grandes voces, diciéndole pe-
cador, y que se acordase de las ofensas que había hecho
a Dios» (Aut. n° 32).
También esta nueva tentación se inscribe en su pro-
pensión a desear la estimación por parte de los demás. Y
eso aparece más claro por el hecho de que, precisamente
para actuar en sentido diametralmente opuesto a la ac-
ción de Satanás, hace memoria de sus pecados y pide a
las mujeres que habían ido a visitarlo que lo llamen pe-
cador y le recuerden, a su vez, las ofensas hechas a Dios
en su pasado.
Tiene que ser herida su vanidad, en primer lugar, al
experimentar que «no podía vencer el tal pensamiento
por mucho que trabajaba por vencerle». Tiene que expe-
rimentar que no todo está en su mano; que no es un su-
perhombre, sino un ser como los demás. Y sus palabras
son un eco de aquellas otras que pronunció San Pablo:
«Realmente, no me explico lo que hago: porque no llevo
a la práctica lo que quiero, sino que hago precisamente
lo que detesto (...) ¡Desdichado de mí! ¿Quién me libra-
rá de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios, por medio
de Jesucristo nuestro Señor (Rom VII,15-25).
En esa discrepancia entre acción y voluntad se revela
toda la impotencia de Pablo. Tiene la impresión de que
la existencia de su yo está fundamentalmente escindida:
enajenamiento del yo bajo el poder del pecado, y deseo
ardiente de salir de él.
Y el «Gracias a Dios, por medio de Jesucristo nuestro
Señor» es la respuesta al grito desesperado de su impo-
tencia. Es el hombre hundido por el pecado, que se libe-
ra solamente por la gracia de Dios, no por su esfuerzo
humano.
Pese a las visiones del Cardoner y las luces espiritua-
les anteriores, Ignacio no consigue obtener victoria sobre

195
la tentación de vanagloria que le sigue molestando. Tie-
ne que pasar por la experiencia de la propia impotencia
para hacerle entender algo sobre la santidad y la justicia:
no son realidades que se pueden conquistar con las pro-
pias fuerzas y de las que uno se pueda gloriar, sino que
son fundamentalmente dones de Dios de los que uno
sólo puede alegrarse en el Señor.
San Pablo podría recordarle a Ignacio lo que les escri-
bió a los habitantes de Corinto frente a la vanidad: «...a
fin de que no os infléis de vanidad, tomando partido
uno contra otro. Pues ¿quién te distingue de los demás?
¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido,
¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido?» (1
Cor IV,6-8).
El peligro de vanidad y vanagloria, aunque es de to-
dos, lo es de una manera especial en Ignacio, que había
recibido tantas cualidades humanas; y ahora recibía tan-
tas gracias espirituales y místicas. No es que no deba
fructificar todos sus talentos, pero no debe olvidar que
le fueron dados de antemano. No debe olvidar el présta-
mo, y sobre todo de QUIÉN los recibió.
Desde que Cristo va entrando en su alma, puede de-
cir con San Pablo: «Y ya no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí» (Gal 11,20). La vida de Cristo va sien-
do tan fuerte en Ignacio que ya no la puede atribuir al
propio yo. Ya no pasa lo que sucedía antes, que él dirigía
su propia vida mediante sus obras. De ahí le nacía la va-
nagloria.
La justificación en Cristo no sólo produjo en él la
muerte del «hombre viejo»; sino que creó uno nuevo,
cuyo yo es el lugar donde se desarrolla la vida de Cristo.
Ignacio sabe que el Hijo de Dios le ha amado y se ha
entregado por él. Es una prueba del amor de Dios y de
la donación de Sí mismo por él. Al mirar a su vida desde
la fe, la ve como un regalo de Dios, como una gracia que
196
le fue concedida gracias a la entrega que hizo el Hijo de
Dios de Sí mismo.
Ya no juzga su vida como una vida que se haya de
plantear arbitrariamente y vivir guiándose por su pro-
pia subjetividad.
Los dones y gracias no nacen de su santidad y de sen-
tirse justo. Ha palpado que, ese pensamiento que le de-
cía que era justo, no lo podía vencer por mucho que tra-
bajaba por vencerlo. Y es que, como escribirá en su
«Contemplación para alcanzar Amor», al fin de sus Ejer-
cicios Espirituales: «El cuarto, mirar cómo todos los bie-
nes y dones descienden de arriba» (EE 237).
La vanagloria desaparece cuando la mirada se ha
hecho camino; entonces no sólo se conocen las cosas,
para lo cual basta con los sentidos y la inteligencia, si-
no que se las re-conoce como dones que vienen de
Dios.
En quien así vive su vida, no es la vanagloria, sino el
agradecimiento el que habita en su interior, y lleva ese
agradecimiento a un amor ofrecido: «Tomad, Señor, y
recibid toda mi libertad,mi memoria, mi entendimiento
y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer; Vos me lo
disteis; a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed
a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia,
que ésta me basta» (EE 234).
Cuando en Manresa se le reveló existencialmente có-
mo todo viene de Dios es cuando todas las cosas le pa-
recían como nuevas. Es normal que cambie, por eso, su
espiritualidad.
Satanás le tentará de vanagloria haciéndole creer que
ya es justo y santo, que ya apenas tiene que recibir más
de Dios. La opinión que de él tiene la gente manresana
de que es un hombre santo alimenta su vanagloria. Pero
Ignacio quiere ver las cosas de otra manera, quiere ver-
las como las ha visto en la ilustración del Cardoner. Has-

197
ta los mismos dones que Ignacio tiene le remiten a Él y
lo revelan. De Él hablan.
«Todo don desciende de arriba.» Todo es gracia. Y
porque Dios desciende en sus dones, sus mismas cuali­
dades espirituales recibidas son lugar de encuentro, de
adoración y de servicio, y no lugar para el lucimiento y
la vanagloria.

198
SÉPTIMA HERIDA

HERIDO EN SUS DESEOS


CAMINO HACIA JERUSALÉN

En su autobiografía leemos: «íbase llegando el tiem­


po que él tenía pensado para partirse para Jerusalén»
(Aut. n° 34). El viaje que desea hacer Ignacio a Jerusalén
no es un viaje de placer, una especie de crucero, sino ver,
vivir en la tierra donde vivió Cristo. Quería que todos
sus sentidos se inundasen de paisajes, lugares y escenas
que Cristo vivió.
Hacia el 17 ó 18 de febrero de 1523, Ignacio sale de
Manresa para Barcelona a fin de embarcarse. No hubie­
se pensado el que tal viaje tuviese grandes incomodida­
des: unas de tipo personal: su pobreza y sus fuerzas
quebrantadas por las austeridades y enfermedades.
Otras, las propias de los desplazamientos de aquella
época. O de sucesos y circunstancias imprevistas.
En cuanto a la geografía del viaje, comportaría Barce­
lona, Gaeta, Roma, Padua, Venecia, Chipre, Salinas (a
unas diez leguas de Chipre), Jafa y Jerusalén.
El tiempo que podía durar el viaje, sin dificultades al­
gunas, se calculaba alrededor de quince a veinte días.
Pero si contamos los veinte días que Ignacio estuvo en

201
Jerusalén, nos damos cuenta de que el viaje de ida y
vuelta duró cerca de once meses.
Una vez más, hay tiempos humanos y tiempos de
Dios. En Manresa tan sólo pensaba quedarse unos días,
y estuvo once meses largos. En Jerusalén pensaba vivir
el resto de sus días, y sólo pudo permanecer veinte días.
En Ignacio se hacía realidad lo que ya hacía mucho es-
cribió el profeta Isaías: «Mis planes no son vuestros pla-
nes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del
Señor-. Como el cielo está por encima de la tierra, mis
caminos están por encima de los vuestros, y mis planes
de vuestros planes» (Is 55,8-9).
Ignacio tendrá que ir aprendiendo que Dios tiene otro
estilo o modo de planear y de actuar. El hombre tiene
que superar su perspectiva a ras de tierra para remon-
tarse a la perspectiva celeste y comprender el acierto del
«camino» de Dios.
La peregrinación a Tierra Santa que Ignacio había
planeado en Loyola, como etapa transitoria de devo-
ción y penitencia, se transforma ahora en deseo defini-
tivo. Y precisamente en Palestina, porque el amor a Je-
sucristo quería atarle a las sinagogas, villas y castillos
por donde Él predicaba, y porque tenía cierta secreta
esperanza de poder derramar allí su sangre por el Ma-
estro. Polanco hablará también del deseo de Ignacio
de «quedarse en aquellas partes para ver si entre los
moros podría hacer algún fruto o morir por Cristo en-
tre ellos».
Decíamos viaje no de placer, sino atravesado por las
dificultades, porque desde Barcelona a Gaeta tuvo que
soportar cinco días de tempestad. En Italia, la peste está
causando estragos, y las puertas de las ciudades están
cerradas y tiene que dormir fuera de la ciudad y no pue-
de pedir limosna. En Venecia tiene que aguardar varias
semanas hasta encontrar pasaje en un navio.

202
Ya de Gaeta a Roma su viaje encontró sufrimientos. «Y
llegados a una ciudad que estaba cerca, la hallaron cerra-
da; y no pudiendo entrar, pasaron todos tres (la madre e
hija de las que ha hablado en números anteriores de su
Autobiografía) aquella noche en una iglesia que allí esta-
ba, llovida. A la mañana no les quisieron abrir la ciudad;
y por de fuera no hallaban limosna, aunque fueron a un
castillo que parecía cerca de allí, en el cual el peregrino se
halló flaco, así del trabajo del mar, como de los demás etc.
Y no pudiendo más caminar, se quedó allí; y la madre y la
hija se fueron hacia Roma. Aquel día salieron de la ciu-
dad mucha gente; y sabiendo que venía allí la señora de
la tierra (la condesa Beatriz Appiana, mujer de Vespasia-
no Colorína, señora de Fondi), se le puso delante, dicién-
dole que de sola flaqueza estaba enfermo; que le pedía le
dejase entrar en la ciudad para buscar algún remedio.
Ella lo concedió fácilmente. Y empezando a mendigar,
halló muchos cuatrines, y rehaciéndose allí dos días, tor-
nó a proseguir su camino, y llegó a Roma el domingo de
ramos» (Aut. n° 39).
Ignacio fue a Roma porque para ir a Jerusalén era ne-
cesario el permiso y la bendición del Santo Padre, el papa
Adriano VI. En esta ciudad todos le disuaden de hacer
peregrinación a Jerusalén si no lleva dinero. Era necesario
para pagar el precio del barco y las cosas indispensables y
útiles que los peregrinos llevaban consigo al barco. Era
necesario por las propinas que se les exigía a los peregri-
nos; y porque la escolta que llevaban para defenderles de
los turcos no prestaba sus servicios de balde.
Dinero necesario porque antes de visitar la iglesia del
Santo Sepulcro, cada uno tenía que pagar una contribu-
ción de siete ducados. Y si es cierto que en Jerusalén po-
día por dos «marchetti» vivir en el medio derruido hos-
pital de San Juan, donde los franciscanos les traían
comida dos veces al día, por esto se esperaba una ofren-
da de cinco ducados por cabeza, como despedida.

203
Ignacio tiene que ir a Venecia. La autorización del
dux de Venecia era decisiva. Después de que los turcos
se hubieran apoderado de Oriente Próximo, de hecho
solamente la república de Venecia, y por una sola vez al
año, se había concedido el permiso de organizar pere-
grinaciones a Palestina. Los peregrinos se reunían en Ve-
necia desde todas partes con ocasión de la fiesta de Pen-
tecostés. Permanecían bajo la jurisdicción de la república
de Venecia y de su dux hasta la llegada a Tierra Santa.
Allí pasaban automáticamente a estar bajo la jurisdic-
ción de los padres franciscanos.
Pero hubo más dificultades en el viaje de Ignacio. El
dux le había dado permiso para que Ignacio se embar-
cara en la «nave de los gobernadores», llamada así por-
que debía transportar a Niccoló Dolfin, nombrado re-
cientemente gobernador de Chipre.
La actitud valerosa y decidida de Ignacio ante las in-
moralidades cometidas en el barco estuvo a punto de
frustrar su viaje. Hay quien, probablemente tocado don-
de le duele, se alinea contra el peregrino, que, como res-
puesta a haber obtenido gratuitamente el pasaje en la
nave, se atreve encima a estigmatizar el comportamien-
to de otros y a dictar normas de conducta.
Ese hecho pone a Ignacio en una situación de tensión
entre los enemigos y los que quieren salvarle, ya que
otros que navegaban con él le estimaban. Sus enemigos
de barco querían dejarlo en alguna isla y seguir el viaje.
Pero Ignacio no es un hombre al que fácilmente se le ha-
ga cerrar la boca. Fustiga la conducta depravada, y espe-
ra en Dios para llegar a Jerusalén. Por eso escribirá: «Mas
quiso nuestro Señor que llegaron presto a Cipro, a don-
de, dejada aquella nave, se fueron por tierra a otro puer-
to que se dice Las Salinas, que estaba a diez leguas de
allí, y entraron en la nave peregrina, en la cual tampoco
metió más para su mantenimiento que la esperanza que

204
llevaba en Dios, como lo había hecho en la otra. (...) Así
pudieron llegar a Jafa y caminaron para Jerusalén en sus
asnillos, como se acostumbraba...» (Aut. n° 44).
En todo ese viaje, lleno de dificultades, Ignacio tuvo
que ejercitar su mirada más profundamente a fin de in­
sertar los acontecimientos del momento dentro de todo
el proyecto de Dios.
Él viajaba desde la fe, esa fe que rompe barreras, que
vence los obstáculos y en la que, en las situaciones difí­
ciles, prevalecía su confianza en Dios.

205
SU VIAJE INTERIOR

Un viaje, en su connotación exterior, es relativamente


fácil el escribirlo; pero a ese mismo viaje, vivido desde el
interior, solamente podemos acceder si la persona que lo
hace desvela sus vivencias y sus deseos.
Tenemos la suerte de que Ignacio desveló esas viven-
cias de su interioridad en la Autobiografía. Donde ve-
mos que, después de las extraordinarias luces y visiones
de lo Alto tenidas en Manresa, su mundo interior de tal
manera había cambiado que ya, siendo el mismo viaje,
lo vivenció de un modo distinto.
Oigamos su relato: «Y así al principio del año 23 se
partió para Barcelona para embarcarse. Y aunque se le
ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que
toda su cosa era tener a solo Dios por refugio. Y así un
día a unos que mucho le instaban, porque no sabía len-
gua italiana ni latina, para que tomase compañía, di-
ciéndole cuánto le ayudaría, y loándosela mucho, él dijo
que, aunque fuese hijo o hermano del duque de Cardo-
na, no iría en su compañía; porque él deseaba tener tres
virtudes: caridad y fe y esperanza; y llevando un com-

207
pañero, cuando tuviese hambre esperaría ayuda de él; y
cuando cayese, que le ayudaría a levantar; y así también
se confiara de él y le tendría afición por estos respectos;
y que esta confianza y afición y esperanza la quería te-
ner en solo Dios. Y esto que decía desta manera, lo sen-
tía en su corazón. Y con estos pensamientos él tenía de-
seos de embarcarse, no solamente solo, mas sin ninguna
provisión. Y empezando a negociar la embarcación, al-
canzó del maestro de la nave que le llevase de valde,
pues que no tenía dineros, mas con tal condición, que
había de meter en la nave algún biscocho para mante-
nerse, y que de otra manera de ningún modo del mundo
le recibirían» (Aut. n° 35).
Acertadamente comenta José María Rambla: de golpe
nos adentra en la hondura teologal del camino que va
recorriendo. Bajo la apariencia de una devoción senti-
mental y rudimentaria nos encontramos con toda la
fuerza de una vida de fe que intenta tomar cuerpo. En
estas palabras tenemos el fondo más genuino de la pere-
grinación de íñigo: fe, esperanza y amor.
Embarcarse solo y sin ninguna provisión. Pero esa
disposición esconde todavía una visión en que no han
quedado encarnados existencialmente en su vida el va-
lor y el sentido de Dios y las criaturas. Sólo cuando com-
prenda (y sobre todo viva) su «obrar» y su «hacer» como
un «recibir», sólo entonces el medio natural podrá ser
elegido junto con (y no en vez de) la confianza y la espe-
ranza en solo Dios, siempre en subordinación jerárquica:
unidad e integración que no anula la diversidad, sino
que supone orden.
Porque en un primer momento hubo un largo proce-
so de elección entre ayudar a las almas, acompañar a
las personas y, por tanto, el uso de los medios natura-
les; y, por otro, su esperanza absoluta y total en Dios
solo.

208
Tendrá que vivir todo un proceso interior a fin de po-
der conjugar la esperanza en sólo Dios y los medios na-
turales como medios para mejor cooperar con Aquél
que exige de nosotros una confianza absoluta.
Porque quería esperar sólo en Dios, Ignacio tenía de-
seos de embarcarse no solamente solo, mas sin ninguna
provisión. Deseo que le nacía de la experiencia de la
obra gratuita de Dios en su vida.
Que llegó a esa síntesis lo podemos ver por lo que él
escribió en las Constituciones: «Sobre ese fundamento,
los medios naturales que disponen el instrumento con
Dios nuestro Señor para con los prójimos ayudarán um-
versalmente para la conservación y aumento de todo es-
te cuerpo, con que se aprendan y ejerciten para solo el
divino servicio, no para confiar en ellos, sino para coo-
perar con la divina gracia, según el orden de la suma
providencia de Dios nuestro Señor, que quiere ser glori-
ficado con lo que Él da como Criador, que es lo natural,
y con lo que da como Autor de la gracia, que es lo so-
brenatural...» (Const. parte X, n° 814).
Pero poco antes había escrito: «Porque la Compañía,
que no se ha instituido con medios humanos, no puede
conservarse ni aumentarse con ellos, sino con la mano
omnipotente de Cristo Dios y Señor nuestro, es menes-
ter en Él solo poner la esperanza de que Él haya de con-
servar y llevar adelante lo que se dignó comenzar para
su servicio y alabanza y ayuda de las ánimas...» (Const.
parte X, n° 812).
«Es menester en Él solo poner la esperanza», que es
un eco de las disposiciones con que emprendía su viaje
a Jerusalén: «que toda su cosa era tener a solo Dios por
refugio (...) porque él deseaba tener tres virtudes: cari-
dad y fe y esperanza» (Aut. n° 35).
Pero se comprende la actitud inicial de Ignacio, que
quiere fundamentar bien, y vivir, una confianza que a

209
muchos les parecería excesiva y poco prudente, pero
que para él era echar las raíces de esa confianza nacida
de la paternidad, providencia y gobierno de Dios.
Quería crear en su interior un clima insospechado de
amor y de confianza. Su relación con Dios quería que
fuese como la de un hijo con su Padre. Eso lo experi­
mentó en Manresa con una fuerza irresistible: la pater­
nidad de Dios. No era un sentimiento más de devoción.
De su visión de Dios como Padre procedía el mensaje de
fe, confianza, optimismo que impregnó, de modo tan
hondo, su vida entera.
Pero Ignacio no quiso que ésa su esperanza fuese so­
lamente un concepto abstracto: por eso en Roma, contra
el parecer de todos los amigos que intentan disuadirlo
del viaje sin dinero, él, como en Pamplona ante la opi­
nión de todos de rendir la ciudadela, se mantiene firme.
La diferencia viene dada solamente de que, mientras
en Pamplona, a las motivaciones de todos, Ignacio opo­
nía sus propias motivaciones, aquí en Roma, en la pri­
mavera de 1523, opone una gran certeza interior de con­
fianza en Dios, que excluye cualquier duda.
Su esperanza en Dios va creciendo en la medida que
más disminuye el apoyo y seguridad provenientes del
exterior. Dios va educando a Ignacio para encontrar en
Cristo sólo su seguridad y su fuerza, precisamente a tra­
vés de la experiencia de la soledad y del apartamiento
de todos y de todo.
Tampoco en Venecia su esperanza fue en abstracto. No
quiso ir a la casa del embajador del Emperador, y esto por
espíritu de humildad y deseo de ocultamiento que tuvo, a
partir de Montserrat, «por no ser conocido». Pero más
probablemente inducido a evitar todo contacto con aqué­
llos que habrían podido ayudarle. Él tenía puesta toda su
confianza en Dios, y tenía la certeza interior de que Dios
encontraría el modo de hacerle llegar a Jerusalén.

210
Y ese principio de esperanza, en sólo Dios, inspirará
todo su estilo en Venecia: su pobreza mendicante, su vida
solitaria, su distanciamiento de los que podrían conocerle
y, por tanto, ayudarle a que alcanzase su objetivo. No
quería instrumentalizar en su propio provecho las actitu-
des de favor y de benevolencia de quienes, habiéndose
encontrado con él, fuesen atraídos por su figura.
Por eso su concepto de pobreza está muy unido al de
la ciega y total confianza en Dios. Pobreza como ejerci-
cio de la esperanza, de la confianza en Dios. La expe-
riencia que él pudo hacer en esos meses, es decir, que la
Providencia de Dios nunca abandona a sus siervos, se le
quedó inolvidable para toda su vida.
Descubrió que la pobreza y la inseguridad sobre el
mañana eran una ocasión para que el hombre se aban-
done más ciegamente en las manos de Dios. Así se com-
prende su frase «toda su cosa era tener a sólo Dios por
refugio», el vivir cada día colgado de las manos pater-
nales de Dios. Así vivía él este motivo completamente
evangélico de la pobreza.
A esa luz se entiende la actitud de Ignacio en su viaje
a Jerusalén. Aquella confianza en Dios que, mirada con
criterios naturales, puede parecer excesiva y poco pru-
dente, pero que tenía como fundamento su ciega y total
confianza en Dios.
En su Diario Espiritual, monumento de su esperanza
en Dios, subrayará el papel que desempeña la pobreza:
«Se facilita más a esperarlo todo en Dios nuestro Se-
ñor... Se vive más en continua esperanza divina».
¿Podemos decir que viajó solo? Para J.C. Dhótel, el
viaje lo emprende «como compañero». Pues había com-
prendido que, para asociarse a Cristo enviado en mi-
sión, debía semejarse a quien le llamaba a trabajar con
Él, para que «siguiéndole en la pena también le siga en
la gloria». No viaja solo, pues su compañero es el Señor.

211
Su esperanza no fue algo abstracto. Va mendigando y
unido a los mendigos. Pide limosna y no lleva dinero.
Duerme en los pórticos allá en Venecia. Rehuye la casa
del embajador. No lleva provisiones en la nave.
Ignacio va comprendiendo que no debe apoyarse, co­
mo hasta ahora, en sí mismo, en su valer, en su volunta­
rismo, sino en Dios. Fue comprendiendo que la confian­
za no es compatible con los cálculos humanos. Ignacio
es ya un peregrino que busca la gracia. Quiere vivir la
vida como un don recibido, y no como si él fuese la
fuente de la vida. Peregrino pobre, sintiendo su fragili­
dad, gustaba la alegría del abandono en la providencia.
Diríamos que su viaje interior es un viaje hacia la ab­
soluta confianza en Dios, en cuyas manos quiere aban­
donarse sin reserva alguna.
Para el viaje «él deseaba tener tres virtudes: caridad y
fe y esperanza». Ése fue el fondo más genuino de su pe­
regrinación: fe, esperanza y amor.
Tres buenas «maletas» para hacer no ya el viaje a Je­
rusalén, sino el viaje de la vida.

212
QUEDARSE PARA SIEMPRE

Ignacio llega a Jafa el 24 ó 25 de agosto, y entra en Je­


rusalén el 4 de septiembre. La visita de los peregrinos a
Tierra Santa comenzó al día siguiente, sábado día 5. La
primera semana visitaron, en Jerusalén, el Cenáculo, la
iglesia de la Dormición de la Virgen, la iglesia del San­
to Sepulcro; y fuera de Jerusalén Betania, el Monte Olí­
vete, Belén, el valle de Josaf at y el huerto de Getsemaní.
Tuvieron dos días de descanso. Y los días 14 al 16, los
peregrinos visitaron Jericó y el Jordán. Del 16 al 22, se
vieron obligados a permanecer en Jerusalén, por la lle­
gada a la ciudad de los caballeros turcos.
Su firme propósito era quedarse en Jerusalén visitan­
do siempre aquellos lugares santos. «Y para este efecto
traía cartas de encomienda para el Guardián (superior de
los franciscanos), las cuales le dio y le dijo su intención
de quedar allí por su devoción; mas no la segunda parte,
de querer aprovechar las ánimas, porque esto a ninguno
lo decía, y la primera había muchas veces publicado. El
Guardián le respondió que no veía cómo su quedada pu­
diese ser, porque la casa estaba en tanta necesidad, que

213
no podía mantener los frailes, y por esta causa estaba de-
terminado de mandar con los peregrinos algunos a estas
partes. Y el peregrino respondió que no quería ninguna
cosa de la casa, sino solamente que, cuando algunas ve-
ces él viniese a confesarse, le oyesen de confesión. Y con
esto el guardián le dijo, que de aquella manera se podría
hacer; mas que esperase hasta que viniese el provincial
(creo que era el supremo de la orden en aquella tierra), el
cual estaba en Belén» (Aut. n° 45).
La consolación intensa que acompañaba a Ignacio en
la visita a Tierra Santa le lleva a madurar una doble elec-
ción: quedarse para siempre en Jerusalén y ayudar a las
almas.
Aún en Loyola y, hasta este momento, la estancia en
Jerusalén era un ideal provisional. «Se deleitaba mucho
(...) cuando en ir a Jerusalén descalzo, y en no comer si-
no yerbas, y en hacer todos los demás rigores que veía
haber hecho los santos» (Aut. n° 8). «Mas todo lo que
deseaba hacer, luego que sanase, era la ida a Jerusalén,
como arriba es dicho, con tantas disciplinas y tantas
abstinencias, cuantas un ánimo generoso, encendido de
Dios, suele desear hacer» (ibid. n° 9). «Pensaba muchas
veces en su propósito, deseando ya ser sano del todo
para ponerse en camino» (ibid. n° 11). «Y echando sus
cuentas, qué es lo que haría después que viniese de Je-
rusalén para que siempre viviese en penitencia, ofrecía-
sele meterse en la Cartuja de Sevilla, sin decir quién era
para que en menos le tuviesen y allí nunca comer sino
hierbas» (ibid. n° 12).
Pero con el paso del tiempo su primer propósito se
había enriquecido, y se convirtió en firme decisión de
quedarse en Jerusalén, visitando siempre aquellos luga-
res santos.
En una buena elección, dice Ignacio, nuestra inten-
ción debe ser recta y debe estar ordenada para la ala-

214
banza de Dios nuestro Señor (EE 169). Ahora bien, su
deseo de quedarse para siempre en Jerusalén obedece a
intenciones rectas y positivas. La consolación que siente
en visitar los lugares por donde anduvo Cristo es para él
como una confirmación de que Dios deseaba se quedase
en Jerusalén. «Y viendo la ciudad tuvo el peregrino gran
consolación (...) y la misma devoción sintió siempre en
las visitaciones de los lugares santos» (Aut. n° 45).
Por otro lado, el deseo de ayudar a las almas también
era un motivo positivo y recto para su elección de per-
manencia para siempre.
Un tercer motivo (aunque no declarado) era poder
dar allí su vida. De nuevo, un deseo ordenado para la
alabanza de Dios.
Y un cuarto motivo de permanencia estable era que al
guardián de los franciscanos, aun cuando en el primer
momento le puso pegas, le parecieron bien las razones
que Ignacio le dio para quedarse.
Mírese por donde se mire, Ignacio ve que su elección
está bien hecha; que ésa es la voluntad de Dios para el
resto de sus días; que aquellos primeros sueños de Lo-
yola fueron como el germen de esta decisión final.
Y eso le daba seguridad y horizonte para el futuro. Su
camino había terminado en Jerusalén. En adelante no
tendría que seguir buscando la voluntad de Dios.
A pesar de todo eso, Ignacio no sabe todavía que el
ideal apostólico cobrará aún más relieve, no como algo
añadido al visitar los Santos Lugares, sino precisamente
hasta el extremo de sustituir ese ideal material y local,
constituido por la ciudad santa, en la que había decidido
permanecer siempre.
Él se creyó al término de su vocación; por eso proyec-
tó el quedarse para siempre en Jerusalén. Quiere prose-
guir peligrosamente, en ese puesto avanzado de la cris-
tiandad, la obra del Señor. Quiere ayudar a las almas de

215
los turcos, de las que nadie se preocupa. Quiere trabajar
entre infieles.
Su elección la cree correcta, puesto que su estancia en
Jerusalén nace de un acto de amor a Jesucristo y a las al-
mas. Porque la «devoción» que sentía Ignacio no era si-
no la familiaridad con Dios que hacía posible el amor
del que busca y halla a Dios en todas las cosas.
Él quiere que aquel Cristo que recorría «las sinago-
gas, villas y castillos» de Palestina, durante su vida mor-
tal, de tal manera se le metiese en el alma que le fuese
permitido imitarle. Quería que toda la resonancia del
Evangelio, con toda su pulsación misional, prendiese en
su alma, atándola con lazo indisoluble a la Tierra Santa
de su Señor, y así señalarse en todo servicio de su rey
eterno y Señor universal.
Todavía Ignacio confunde sus caminos con los cami-
nos de Dios. Cree que Dios quiere lo que él rectamente
ha decidido. Y tendrá que venir una herida, la herida de
sus deseos, para que vaya descubriendo, poco a poco,
cuáles son los deseos de Dios.
Sin esa herida, Ignacio nunca habría fundado la Com-
pañía de Jesús. Habría muerto en Jerusalén, no en Roma.
Herida en sus deseos para adentrarse en los deseos
de Dios.

216
PARECERES DISPARES

Habíamos escuchado cómo el guardián de los fran­


ciscanos había dicho a Ignacio que esperase a que vinie­
ra el provincial, el cual estaba en Belén. «.. .la víspera de
la partida de los peregrinos, le vienen a llamar de parte
del provincial y del Guardián, porque había llegado; y el
Provincial le dice con buenas palabras cómo había sabi­
do su buena intención de quedar en aquellos lugares
santos; y que había bien pensado en la cosa; y que, por
la experiencia que tenía de otros, juzgaba que no conve­
nía. Porque muchos habían tenido aquel deseo, y quién
había sido preso, quién muerto; y que después la reli­
gión quedaba obligada a rescatar a los presos; y por tan­
to él se aparejase de ir el otro día con los peregrinos. Él
respondió a esto: que él tenía este propósito muy firme,
y que juzgaba por ninguna cosa dejarlo de poner en
obra; dando honestamente a entender que, aunque al
Provincial no le pareciese, si no fuese cosa que le obliga­
se a pecado, que él no dejaría su propósito por ningún
temor. A esto le dijo el Provincial que ellos tenían auto­
ridad de la Sede Apostólica para hacer ir de allí, o que-

217
dar allí, quien les pareciese, y para poder excomulgar a
quien no les quisiese obedecer, y que en este caso ellos
juzgaban que él no debía de quedar, etc.» (Aut. n° 46).
«Y queriéndole demostrar las bulas, por las cuales le
podían descomulgar, él dijo que no era menester verlas;
que él creía a sus Reverencias; y que pues así juzgaban
con la autoridad que tenían, que él les obedecería...»
(Aut. n° 47).
En ese relato encontramos dos discernimientos que se
chocan. Ese diálogo entre ambos se articula, según Mau­
ricio Costa, en cuatro tiempos:
o
I . Exposición por parte del provincial de su parecer
razonado, como conclusión de un discernimiento espiri­
tual;
o
2 . Afirmación insistente de Ignacio, quien, al parecer
negativo sobre su permanencia en los Santos Lugares
expresado por el provincial, contrapone su decisión, ya
manifestada y fruto también de un discernimiento per­
sonal, de quedarse en Jerusalén;
o
3 . Nueva intervención, esta vez autoritaria y no só­
lo expositiva, de la conclusión de su discernimiento, por
parte del provincial;
o
4 . Respuesta definitiva y conclusiva por parte de Ig­
nacio, que decide seguir el parecer del provincial en es­
píritu de obediencia, para realizar la que era ya para él
clara voluntad de Dios, es decir, dejar Tierra Santa.
Y esa obediencia es tanto más llamativa cuando Igna­
cio, según M. Maza, «Sabe poner a los hermanos carna­
les en su sitio (Aut. 12,13), que no se deja llevar del con­
sejo fácil de otros (Aut. 409): Ignacio, que no cede ante la
opinión de quien le hace la caridad de hospedarlo, ni
ante la enfermedad, ni el médico (Aut. 43); Ignacio, a
quien no doblegan ni el viaje ni el Guardián (Aut. 46),
que ha discernido, que sabe que su crisis mayor empezó
por una duda que lo apartaba del camino emprendido

218
(Aut. 25), este mismo Ignacio cede aquí ante la autori-
dad de la Sede Apostólica».
En ese diálogo entre Ignacio y el provincial aparecen
las dos posiciones encontradas entre ambos. Pero pronto
se echa de ver que, entre esa relación de dos hermanos
que disciernen en la fe y la relación autoridad-obedien-
cia, Ignacio opta por ésta última, pues quiere integrar y
ampliar su discernimiento en la obediencia, a fin de cum-
plir la voluntad de Dios respecto de su vida.
Ignacio, al obedecer, amplía el horizonte a fin de si-
tuarse mejor y ver qué es lo que Dios quiere.
Ignacio, que no ha cedido antes en otras circunstan-
cias, cede ahora ante la autoridad de la Sede Apostólica.
No quiere ver las bulas; se fía de la palabra de «sus Re-
verencias».
Esa su actitud interior quedará recogida en las Cons-
tituciones cuando Ignacio escribe: «la cual (la santa obe-
diencia) se dispongan mucho a observar y señalarse en
ella no solamente en las cosas de obligación, pero aun en
las otras, aunque no se viese sino la señal de la voluntad
del Superior sin expreso mandamiento, teniendo ante
los ojos a Dios nuestro Creador y Señor, por quien se ha-
ce la tal obediencia y procurando de proceder con espí-
ritu de amor y no de temor» (Const. 547).
Es una actitud de fe la que le mueve a obedecer: «te-
niendo ante los ojos a Dios nuestro Creador, por quien
se hace la tal obediencia».
Dios le había confirmado interiormente su proyecto
de quedarse en Jerusalén durante todo el resto de su vi-
da. Antes de enseñarlo a otros, Ignacio había aprendido
en su propia vida que, si un discernimiento personal no
recibe el apoyo de la autoridad eclesiástica legítima, en-
tonces es un discernimiento incompleto.
a
Eso lo expresará Ignacio más tarde en la regla 1 3 de
las «Reglas para sentir en la Iglesia». Y la razón íntima

219
de la seguridad de Ignacio a este respecto es que es Dios
quien gobierna a través de la obediencia a la Iglesia je-
rárquica.
Cuando le llamó el provincial, Ignacio pensó sin du-
da que el problema se resolvería con una nueva confir-
mación de Dios de la decisión ya tomada de quedarse
para siempre en Jerusalén. No había entendido aún que
todo eso era demasiado simple, demasiado humano, de-
masiado fácil de entender, y demasiado exterior. Dios,
en cambio, quiere enseñar a Ignacio el sentido trascen-
dente del ideal, que va a situarse siempre más adelante,
siempre más allá del plano terreno y de las miras de uno
mismo.
Nosotros pensaríamos que era necesaria alguna luz
divina para apartar a Ignacio de su determinación. Pero
Dios interviene a través de algo visible, encarnado, a tra-
vés de la autoridad de la Iglesia, esta vez representada
por la persona del provincial de los franciscanos.
Ignacio decide abandonar Jerusalén sólo por un moti-
vo de fe: porque reconoce en aquel fraile a un verdadero
superior. Pero esa obediencia, lejos de vivirla como un
obstáculo, la va a ver como una ayuda a su discernimien-
to. La va a vivir como un canal que le manifiesta mejor el
designio divino siempre buscado por él. Va a comprender
que Dios actúa en la historia y guía al hombre y a la Igle-
sia hacia la salvación a través de instrumentos humanos.
Ignacio ha ido a Jerusalén buscando a su Señor. Lo es-
tá buscando en los Santos Lugares. Pero lo va a encon-
trar en el obedecer. Esto no fomenta ninguna pasividad
o actitud facilitona. El que obedece es el mismo que an-
tes y que da a entender «que aunque al Provincial no le
pareciese, si no fuera cosa que le obligase a pecado (...)
él no dejaría su propósito por ningún temor».
Sabe que debe obedecer, no por un espíritu de temor,
sino de amor. Y es de amor porque tiene ante sus ojos, al

220
obedecer, a «Dios nuestro Creador y Señor». Por eso, no
es simpleza piadosa la frase de Ignacio cuando el pro-
vincial le manda dejar la Tierra Santa: «ya no era volun-
tad de Nuestro Señor que él quedase en aquellos santos
lugares» (Aut. n° 47).
Buscaba a Jesús, y su voluntad, en un lugar geográfi-
co; los va a encontrar en la obediencia.

221
DEJAR LA TIERRA SANTA

Algunos creerán que le fue fácil a Ignacio el dejar la


Tierra Santa, y aquella ciudad de Jerusalén hecha de pie-
dras, y de aquellos lugares que el Hijo de Dios santificó
con su presencia.
Ya había dejado el mundo de Arévalo, de Nájera y
Pamplona. Había dejado el mundo de fama y vanida-
des. Había dejado aquel mundo de pecado que le obsta-
culizaba en el verdadero seguimiento a Cristo. Había
dejado lo que busca el mundo, pues había comprendido
que «no se puede seguir a dos señores» (Mt VL24).
Había dejado las riquezas y abrazado la pobreza,
pues quería vivir el seguimiento de Cristo de una forma
concreta. El Cristo a quien quería seguir era el Cristo po-
bre y humilde. Todo el viaje a Jerusalén fue poniendo en
Dios solo su confianza, y no en los medios naturales.
Había dejado a sus familiares y amigos, pues quería
amar a Jesús más que a deudos y parientes.
Había dejado su egolatría y narcisismo. Ese proceso
que tanto le costó. Ese salir de sí mismo. Había dejado
los lazos de la posesión de bienes, de los afectos carnales

223
mundanos, y del amor propio. Había dejado sus falsos
apoyos e intereses.
Heridas todas ellas que le fueron haciendo saber
quién era él mismo: no en sus riquezas, no en su familia,
no en su autonomía inaccesible, sino en su desnudez y
humilde pobreza.
Parecía que lo había dejado todo para seguir a Jesús.
Pero ahora debía dejar la Tierra Santa. Debía salir de
ella.
Pero ese salir de Tierra Santa no era sólo el dejar algo
geográfico, sino dejar las grandes consolaciones que él
sentía al visitar cada uno de los santos lugares.
Salir de Tierra Santa era dejar de ayudar a las almas de
los infieles como él soñaba. Y era también el dejar de ser
martirizado allí como era uno de sus deseos profundos.
Salir de la Tierra Santa era dejar su seguridad, pues
creía que, después de un verdadero discernimiento, el
quedarse para siempre era la voluntad de Dios.
Como a otro Abrahán, Dios parecía decirle: «Sal de tu
tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mos-
traré» (GnXILl).
Ignacio tiene que ir aprendiendo a dejar su tierra, la
tierra de sus deseos, para descubrir en la vida lo que
Dios le enseñe.
Dejar, salir: he aquí una palabra que puede definir la
vida de un hombre. Nacer es salir de seno de la madre.
Morir es salir de este mundo. Y entre el nacer y el morir,
la vida es un continuo dejar, abandonar situaciones pa-
sadas.
Niño, joven, adulto. Vamos dejando. Y aunque el de-
jar pueda parecer una pérdida irremediable, Ignacio,
que vivía desde la fe, vio en las transformaciones que le
tocó vivir, y en cada cambio que sufrió, una ocasión pa-
ra acercarse y encontrar a Dios; vio una posibilidad de
convertirse más a Él.

224
Ignacio, sin duda, se preguntaba: ¿cómo es que Dios
me haya dado un deseo profundo de vivir siempre en
Tierra Santa, y ahora me invite a dejarla, a salir? ¿Ese
Dios que, después de haberme llevado por cierto cami-
no, donde parecía que había yo hecho un discernimien-
to justo, me obliga ahora a lo contrario?
Pero esa herida de sus deseos tendía, como una flecha
de fuego, a que viviese la inseguridad de la fe, a fin de
abandonarse más plena y confiadamente en el amor
providente de Dios.
Dejar certezas propias. Salir de sí mismo era una exi-
gencia de un amor más verdadero y más grande.
Ignacio, en otro tiempo, se había despojado de sus ar-
mas de guerrero y gentilhombre; pero tiene que ir desar-
mándose de sus seguridades y de sus deseos. Cuando ya
no se tiene nada, el miedo a dejar ha desaparecido.
Si, en el viaje, la pobreza a la que se sometió le llevó a
vivir la virtud de la esperanza, ahora, al salir, la obe-
diencia al provincial de los franciscanos le ayudó a vivir
la virtud de la fe.
Fe y esperanza que no fueron meras palabras, sino ac-
titudes vividas como experiencia en Tierra Santa.
Herido en sus deseos. Ignacio tiene que desposeerse,
una vez más, y abrirse a ese Dios que hace nuevas todas
las cosas. Esa novedad que, aunque parezca que todo ha
muerto, sin embargo presagia que todo es posible.

225
OCTAVA HERIDA

FRACASO DE LOS PRIMEROS


COMPAÑEROS
LOS PRIMEROS COMPAÑEROS

Si preguntásemos por los primeros compañeros de


Ignacio, casi todos harían referencia a sus compañeros
de París; y que convivieron en una maravillosa sintonía
espiritual. Los nombres serían Fabro, Laínez, Salmerón,
Bobadilla, Simón Rodrigues, Javier.
Pero, con esos nombres, no conoceríamos el primer
germen «societario». Hasta ahora, desde que Ignacio
salió de Manresa para Jerusalén le hemos visto vivir so-
lo. Sin embargo, por las gracias de Manresa sabemos
que apuntaban en otra dirección, que ahora comienza a
aparecer. El mismo Ignacio así lo deja entrever cuando
dejando Barcelona nos dice: «Acabados dos años de es-
tudiar, en los cuales, según le decían, había harto apro-
vechado (...) y así se partió solo para Alcalá, aunque ya
tenía algunos compañeros» (Aut. n° 56). Y esos tres
compañeros eran Calixto de Sa, Lope de Cáceres y Juan
Arteaga.
La imitación de los apóstoles, como grupo unido a
Cristo, inspirará y modelará, desde ahora, la comunidad
ignaciana. No es que ya piense Ignacio fundar la Com-

229
pañía, sino quiere «recoger compañeros» que trabajen
por el Reino de Dios y ayuden a las almas.
El servicio a su Divina Majestad se hace para él inme-
diatamente ayuda a los prójimos, y eso le lleva a reunir
junto a sí hombres apropiados, que habrán de vivir el
mismo ideal de servicio. El Cardoner le fue cambiando
de lo personal a lo eclesial; del vestido de saco a la ropa
talar; del ayuno de hierbas a la vida común; del peregri-
no a estudiar para ser sacerdote.
En Barcelona se había planteado, como posibilidad,
entrar en una orden «estragada», para reformarla (Aut.
n° 71); pero lo que le pasó en el Cardoner hace que opte
más bien por «recoger hombres» que, libres de otras obli-
gaciones, cooperen con él en su proyecto apostólico.
Javier Osuna dirá de esos primeros compañeros de
Ignacio durante su estancia en Barcelona que, aunque
poco sabemos de ellos, sin embargo, de eso poco y como
algo inequívoco aparece su ideal apostólico.
Y prosigue. «Manresa: ideal apostólico concebido como
miembro de un grupo/que comienza a buscar trabajosa-
mente su forma. Jerusalén: confirmación del ideal al con-
tacto con la tierra del Señor. Barcelona: primera concreti-
zación de la Comunidad» (Amigos en el Señor. Pág. 40).
Fue en este período de Barcelona cuando Ignacio dio
los primeros pasos para inducir a otros a hacer los Ejer-
cicios espirituales. Es probable que, a través de ellos, se
le acercasen los primeros compañeros: Juan de Arteaga,
Lope de Cáceres y Calixto de Sa.
De Calixto de Sa, sabemos que los contactos con Ig-
nacio le llevaron, primero, a dirigirse en peregrinación a
Jerusalén, y después, de regreso a Barcelona, a empren-
der el mismo «género de vida» que Ignacio. No se trata
sólo de una relación personal de amistad, sino del deseo
de compartir el mismo estilo de vida en pobreza, en hu-
mildad y en ayuda de las almas.

230
Según Polanco, la formación de un grupo había vuel-
to a entrar explícitamente en los planes programados
por Ignacio: «Empezó desde entonces a desear reunir
personas en torno a sí, para realizar el proyecto, que
desde entonces tenía, de ayudar a reformar las deficien-
cias que veía en el servicio divino, para que fuesen como
trompetas de Jesucristo».
Aunque tal vez, más que el deseo de la formación de
un grupo, fuese el movimiento espontáneo de personas
que, inconscientemente, son atraídas hacia él por la fuer-
za del deseo que tiene Ignacio de comunión con otras
personas capaces de inflamarse con sus mismos ideales.
Pero en Barcelona asistimos al nacimiento, en la vida
de Ignacio, de ese ideal comunitario que, a través de va-
rias tentativas y experiencias, tomará cuerpo estable
unos quince años después en Roma, con la fundación de
la Compañía de Jesús.
A ese grupo de tres compañeros que siguen a Ignacio
a Alcalá, se les unirá un joven francés, Juan de Reynalde,
paje del virrey de Navarra, más conocido con el nombre
de Juanico.
En Alcalá en total son cinco. Hasta que Juanico se
agregó a los compañeros, Calixto, Arteaga y Cáceres vi-
vían juntos en la casa del tipógrafo Miguel de Eguía
(Aut. n° 57). En un segundo momento fueron a habitar
de dos en dos: Cáceres y Arteaga se hospedaron en casa
de Fernando de la Parra, mientras que Calixto y Juanico
encontraron alojamiento en casa del panadero Andrés
de Ávila. Ignacio, por su parte, se alojó, en un primer
momento, en el hospital de Antezana, y después, en un
segundo momento, en una casita fuera del hospital
(Aut. n° 60).
La manera de vivir de esos primeros compañeros se
parecerá mucho a la que vivieron los compañeros de Ig-
nacio en París. La unidad del grupo estaba marcada y

231
sostenida por la amistad y ayuda fraterna, y, sobre todo,
por compartir el ideal de seguimiento de Cristo pobre y
humilde; por reuniones comunitarias que, en general, se
celebraban en la habitación de Ignacio o en el atrio del
hospital de Antenaza; y por la mesa común de las li-
mosnas recogidas para su sustento y para ayudar a las
personas más pobres. A los ojos de la gente, en lo exte-
rior, el grupo era reconocible por la práctica del mendi-
gar, por el modo de vestir común. Pero, sobre todo, por
la intensa actividad apostólica.
A la unidad del grupo contribuyeron también los tres
procesos que Ignacio y sus compañeros tuvieron que su-
frir en Alcalá entre noviembre de 1526 y junio de 1527.
Para los inquisidores, en el primer proceso de Alcalá,
tiene mucha importancia el modo de vestir, unido al he-
cho de que los cinco se reúnan y se dediquen a enseñar
la doctrina y la verdad cristiana. La uniformidad en el
modo de vestir da la impresión de que los cinco van a
formar un nuevo grupo: «no siendo ellos religiosos, no
parecía bien andar todos de un hábito» (Aut. n° 58).
Pero para Ignacio y sus cuatro compañeros, el vestido
tiene valor sólo como un signo de una realidad interior,
de la identidad del grupo que quiere llevar una vida
nueva en pobreza a la manera de los apóstoles.
Que fuesen algo más que amigos se podría ver tam-
bién en el hecho de que cuando Calixto tuvo una grave
enfermedad, Ignacio desde Alcalá se trasladó con gran
diligencia y caridad a Segovia, para ofrecer ayuda y so-
corro a su compañero. Otro tanto haría Ignacio con otro
compañero de París, Simón Rodrigues, también grave-
mente enfermo. Ignacio fue desde Vicenza a Bassano pa-
ra ayudarle y consolarle.
Que formaban un grupo de compañeros lo podemos
ver también por la sentencia que da Figueroa con fecha
de 1 de junio de 1527 a Ignacio y sus cuatro compañeros.

232
Los cinco no son hallados culpables de ningún delito ni
error contra la fe y las costumbres.
Se obliga a Ignacio y a sus compañeros «bajo pena de
excomunión mayor, en la que se incurre "ipso facto" ac-
o
tuando de manera contraria», I - a vestirse antes de
diez días con las ropas llevadas comúnmente por cléri-
gos o laicos, abandonando para siempre aquellas un po-
co particulares y propias de un religioso, como si se qui-
siera con esto truncar y desalentar cualquier tentativa o
o
deseo de formar un nuevo grupo religioso, 2 - a no en-
señar los mandamientos u otras verdades de la fe cató-
lica, a ninguna persona, tanto en público como en priva-
do, por espacio de tres años.
Creo, por lo anteriormente dicho, que se puede afir-
mar que los primeros compañeros de Ignacio no fueron
los que la gente suele normalmente pensar.

233
DEFECCIÓN DE SUS
COMPAÑEROS

«Luego fueron sacados de la cárcel, y él empezó a en-


comendar a Dios y a pensar lo que debía hacer. Y halla-
ba dificultad grande de estar en Salamanca; porque para
aprovechar las ánimas le parecía tener la puerta cerrada
con esta prohibición de no definir de pecado mortal y
venial» (Aut. n° 70).
«Y ansí se determinó de ir a París a estudiar» (Aut.
n° 71).
Puesto que, tanto en Alcalá como en Salamanca, no le
dejan predicar, ni ayudar a las almas sin antes haber es-
tudiado, Ignacio se ve abocado a hacer una serie de dis-
cernimientos.
¿Debe o no debe estudiar? Terminados los estudios, si
los hace, ¿debe entrar en alguna orden religiosa? ¿Cuál?
¿Debe quedarse en Salamanca, o ir a otro lugar a fin de
estudiar?
Pero sobre todo debe discernir, esta vez con sus com-
pañeros, la suerte que correrá el grupo. ¿Debemos des-

235
plazarnos todos juntos a París al mismo tiempo, o en
tiempos sucesivos, primero Ignacio y después sus com-
pañeros?
Ignacio piensa que en la gran Universidad de París,
podía alcanzar más fácilmente el objetivo de la forma-
ción de un grupo de amigos y compañeros que compar-
tiesen su mismo estilo e ideal de vida. En palabras de Ig-
nacio: quiere «ajuntar algunos del mismo propósito, y
conservar los que tenía; determinado de ir a París con-
certóse con ellos, que ellos esperasen por allí, y que él
iría para poder ver si podría hallar modo para que ellos
pudiesen estudiar» (Aut. n° 71).
Su determinación de ir a París tiene, por tanto, no só-
lo la motivación de estudiar, sino el deseo de reunir
compañeros. En aquel momento, Ignacio se había clari-
ficado ya sobre la meta a la que orientar su fuerza de
atracción: una ayuda más eficaz que la suya sola a las al-
mas. Ignacio se va acercando al ideal comunitario a par-
tir del ideal apostólico y precisamente a través de él.
Quizá el añadido de Ignacio «conservar los que te-
nía» fuese sugerido también por el hecho de que no todo
iba bien y estaba bien aclarado entre los cuatro compa-
ñeros que tenía. Juanico se había alejado ya de ellos pa-
ra hacerse franciscano.
Decíamos que uno de los discernimientos que hace
Ignacio al salir de la cárcel de Salamanca es una especie
de discernimiento comunitario, pues afirma «concertó
con ellos». De la decisión tomada de ir a París no se de-
duce que el separarse deba interpretarse como una de-
cisión de disolver el grupo; se deduce, más bien, lo
contrario.
Ignacio, de hecho, parte hacia París con la intención
firme, y compartida por los compañeros, de buscar me-
dios y modos más oportunos para que se reunieran con
él en Francia, a fin de conservarlos y formarlos mejor. Él

236
se va creyendo dejar en España un grupo de amigos
fuertemente vinculados a él. Por eso, aunque se marcha
solo, igual que de Loyola, de Manresa y de Barcelona
hacia Jerusalén, esta soledad es muy diferente de la de
hace cuatro o cinco años.
Ignacio deja tras sí un grupo de amigos, del cual no
quiere disociarse, sino crecer aún más en comunión
con él. En su camino espiritual, la soledad viene a ser,
cada vez más, no una huida del mundo y de los hom-
bres, sobre todo ahora, después de haber madurado el
ideal apostólico y el comunitario. Es una fase transito-
ria, piensa él.
Pero no imaginaba, sin embargo, al separarse de los
compañeros en Salamanca con la intención de volver a
verlos en París en un ambiente más favorable, que aque-
lla soledad era el preludio de la dispersión de los miem-
bros de esta primera comunidad de compañeros que se
había formado en torno a su persona.
De hecho, además de Juanico, tampoco los otros tres
se encontraron ya con Ignacio. Existe un párrafo en su
Autobiografía sobre lo que sucedió con ellos:
«Y para no hablar más de estos compañeros, diré lo
que sucedió con ellos:
»E1 peregrino les escribía con frecuencia desde París,
tal como habían acordado, habiéndoles de las dificulta-
des que había para que vinieran a estudiar a París. Sin
embargo, se las arregló para escribir a Doña Leonor de
Mascarenhas, a fin de que ayudase a Calixto mediante
cartas de recomendación para la corte del rey de Portu-
gal y así poder conseguir una de las becas que el rey de
Portugal daba en París. Doña Leonor dio las cartas a Ca-
lixto, una muía para el camino y dinero para los gastos.
Calixto llegó a la corte del rey de Portugal, pero después
no fue a París, sino que, volviendo a España, se marchó
a las Indias del emperador con una cierta mujer espiri-

237
tual. Más tarde, vino de nuevo a España y se volvió a
marchar a las mismas Indias, de donde regresó definiti-
vamente a España, rico, sorprendiendo en Salamanca a
todos aquéllos que le habían conocido antes.
»Cáceres se volvió a Segovia, que era su patria, y allí
comenzó a vivir de tal modo, que parecía que hubiese
olvidado el primer propósito.
»Arteaga fue nombrado Comendador. Después,
cuando la Compañía ya estaba en Roma, le dieron un
obispado en las Indias. Él escribió al peregrino para que
se lo diese a uno de la Compañía; al contestarle negati-
vamente, marchó a la India del emperador, ya obispo, y
allí murió de forma extraña: estaba enfermo, y habiendo
dos frascos de agua para refrescarse, uno con agua pres-
crito por el médico, y otro con agua de solimán, veneno-
sa, le dieron el segundo que lo mató».
Es difícil dictaminar la causa de la disolución del gru-
po; probablemente se debió al hecho de que estaba ba-
sado más en la fuerza persuasiva y fascinación personal
de Ignacio que en las metas y los objetivos que debían
alcanzar.
De nuevo Ignacio «solo y a pie»; pero no por decisión
propia sino por abandono de los compañeros. La soledad,
durante el largo viaje a París, ofrecerá a Ignacio amplios
espacios de tiempo para reflexionar sobre ese primer in-
tento comunitario y para aclararse a sí mismo cómo deli-
near mejor el proceso de reunión de compañeros.
Llama la atención la referencia de «compañía» y
«compañeros» que da Ignacio de ellos en la Autobiogra-
fía (Aut. n° 64). Y en esa primera tentativa aparecen al-
gunas de las características que acompañarán la comu-
nidad de la futura Compañía: pobreza, gratuidad en los
ministerios, amistad, intensa actividad apostólica, reu-
niones comunes y, sobre todo, un amor inquebrantable a
Jesucristo.

238
La vida de Ignacio se va transformando en una pere-
grinación espiritual en el camino del servicio. Peregrina-
ción iluminada por la gran luz del Cardoner, pero oscu-
ra y sufriente en sus diversos trayectos de aplicación
concreta de aquel ideal. Ignacio caminará siempre con-
sultando a Dios, aprendiendo de la experiencia, de los
fracasos, de los frutos que hace en las almas.
Un largo camino le queda aún por recorrer cuando
toma su asnillo en dirección a París. Es allí donde cuaja-
rá el grupo. Y ese grupo, al llegar a su meta, habrá pro-
ducido la comunidad de la Compañía de Jesús.
Ignacio, por orden del provincial de los franciscanos,
había dejado la Tierra Santa. Ahora son los primeros
compañeros los que le dejan. Había soñado el aumento
del número; de hecho queda disminuido, pues el primer
grupo desaparece.
Ya cuenta el evangelio de San Juan que en la llama-
da crisis galilea «Desde entonces muchos discípulos se
volvieron atrás y ya no andaban más con él. Jesús pre-
guntó a los doce: ¿También vosotros queréis iros?» (Jn
VL66-67). Ignacio tiene que pasar por las defecciones
que tuvo que pasar su Maestro. El grupo que intentó
formar Ignacio terminó en fracaso. Pero ese fracaso no
fue motivo para que Ignacio se retractase del deseo de
formar gente que pudiera tener sus mismos ideales y
estilo de vida.
Tenía que gustar esa soledad amarga que pasó Jesús,
de quien, al ser prendido en el Huerto de los Olivos, es-
cribirá San Mateo: «Entonces, todos los discípulos, aban-
donándole, huyeron» (Mt XXVL56).
Herida el alma de Ignacio, cuando el primer grupo
queda desintegrado. Pero Ignacio sigue confiando en la
acción de Dios, capaz de transformarlo todo. Todo se iba
haciendo nuevo, y de nueva manera. De ese nuevo gru-
po de París, modelado por el espíritu de Dios, brotará la

239
Compañía. Dios tenía sus planes, bien distintos de los
de Ignacio.
Remedando las palabras del profeta Isaías podría-
mos decir: «En aquel día brotará un renuevo del tronco
de Jesé (de Ignacio), un vastago (un grupo) florecerá de
su raíz. Sobre él (ellos) se postrará el espíritu del Señor»
(Is XII,1).
Ignacio tiene que pasar por la experiencia de que fun-
dar una orden religiosa, a la que Dios le conduce, es un
camino doloroso, lleno de dificultades, de esfuerzos en
la oscuridad, en el que se entremezclan los gozos y las
tristezas, las risas y las lágrimas.
Las dificultades que encuentra en ese camino quedan
transfiguradas, porque el solo hecho de caminar bus-
cando la voluntad de Dios transforma la vida y la llena
de nuevas posibilidades.

240
NOVENA HERIDA

HERIDO EN SU DOCTRINA
AMBIENTE QUE SE RESPIRABA

Para comprender mejor esta herida, no debemos olvi-


dar el ambiente iluminista y erasmista que se respiraba en
España, en el tiempo que Ignacio permanece en Alcalá y
Salamanca. En los comienzos de siglo XVI aparece en Es-
paña un extenso movimiento de renovación espiritual que
sacudía a la cristiandad de su marasmo: los «iluminados»
o «alumbrados» formaban parte de dicho movimiento.
No eran precisamente herejes. Lo que sucedía es que
buscaban a Dios por nuevos caminos. Pero muchos de
ellos tendían a considerar que, una vez hallado el secre-
to de la unión con Dios, lo demás era secundario y has-
ta inútil. Y «lo demás» significaba los sacramentos, las
oraciones tradicionales y, en resumidas cuentas (y debi-
do a su desconsideración del sacramento de la peniten-
cia), los preceptos de la moral.
Pues bien, resulta que aparece Ignacio, que enseña su
propio y particular método de unión con Dios; y que
tres personas se singularizan por su indumentaria.
Puesto que, en todos los procesos que sufrió Ignacio,
las sospechas van sobre su iluminismo posible, y no so-

243
bre su erasmismo, conviene que nos detengamos un
momento en las características de los alumbrados.
Garcia Villoslada ha resumido las características de
los alumbrados en las siguientes notas: «1) Desprecio de
las ceremonias y devociones exteriores, de los ayunos,
de la oración vocal, del estado religioso y del matrimo-
nio; 2) Independencia de la autoridad eclesiástica y de
sus preceptos; 3) Especie de quietismo y de abandono
total en las cosas humanas y dejamiento en Dios, que los
hacía impecables; 4) Engreimiento de su supuesta unión
con Dios que hacía para ellos inútiles los sacramentos y
las devociones de la Iglesia».
Los verdaderos alumbrados, infatuados en su propia
santidad, y con su pretendida unión con Dios, se tenían
por impecables, despreciaban las oraciones vocales y
las ceremonias y culto exterior de la Iglesia y las peni-
tencias corporales; se desligaban de todo precepto posi-
tivo y de las otras instituciones eclesiásticas y se creían
por encima de todas las prescripciones de los legítimos
superiores.
Ignacio empezó a dar los Ejercicios reducidos, que era
la base fundamental en que se apoyaba para sus instruc-
ciones catequéticas. Quien conozca a fondo los Ejercicios
espirituales, verá que son el polo opuesto de las tenden-
cias del iluminismo. Pero empezaron las sospechas so-
bre su doctrina.
Por dondequiera que él declaraba la doctrina, había
mucho concurso de gente. Pero esa actividad apostólica
produce efectos diversos: los que veían que adelantaban
en vida espiritual; pero, por otro lado, las sospechas y el
alboroto de la gente por los fenómenos extraños. Por las
actas del proceso, sabemos que, en particular entre el
público femenino, se dieron casos de histeria, de pérdi-
da temporal del habla, desmayos y pérdida total de con-
ciencia.

244
En esos fenómenos, que se daban en un contexto re-
ligioso de comunicación espiritual, la gente veía la
presencia de causas espirituales, cuando eran de tipo
psicológico.
Al decir de Ignacio, interrogado durante el tercer pro-
ceso el 17 de mayo de 1527, fueron cinco o seis mujeres
afectadas por estos fenómenos. Comprendemos que la au-
toridad eclesiástica tuvo razones plausibles al querer ins-
truir procesos para esclarecer la actividad del peregrino.
«Y llegó la cosa hasta Toledo a los inquisidores; los
cuales venidos a Alcalá, fue avisado el peregrino por el
huésped de ellos, diciéndoles que les llamaban los ensa-
yalados, y creo que alumbrados; y que habían de hacer
carnicería en ellos. Y así empezaron luego a hacer pes-
quisas y proceso de su vida...» (Aut. n° 58).
Sí, las sospechas contra Ignacio y sus compañeros lle-
garon a los inquisidores de Toledo, que era la sede arzo-
bispal de la diócesis. Era tal la lucha contra la sospecha
de los iluminados, en aquel entonces, que el inquisidor
general Alonso Manrique había encargado al canónigo
Miguel Carrasco, residente en Alcalá, y a Mejía, canóni-
go de la catedral de Toledo, que visitaran los principales
centros de la diócesis, para investigar sobre los errores
que circulaban. Fueron precisamente Carrasco y Mejía
los dos inquisidores que fueron a Alcalá para controlar la
postura de Ignacio y de sus compañeros.
Ignacio y sus compañeros eran sospechosos porque la
gente los llamaba los «ensayalados», porque llevaban
una túnica de lana basta, larga hasta los pies, y algunos
de ellos iban descalzos.
Los dos inquisidores mencionados fueron a Alcalá
sólo para iniciar el proceso, dejando su continuación y
conclusión al vicario Figueroa.
Ignacio, en Alcalá, tiene tres procesos del vicario Fi-
gueroa. Durante el tercero es encerrado en la cárcel «cua-

245
renta y dos días» (Aut. n° 62). De todos estos procesos sa-
le sin ser condenado ni «en su doctrina ni en su vida»
(Aut. n° 58,59, 62).
Ignacio, aceptando su osadía, reconocía su poco cau-
dal de «letras»: «Porque, a la verdad, el peregrino era el
que sabía más (letras) y ellas eran con poco fundamento.
Y ésta era la primera cosa que él solía decir cuando le
examinaban» (Aut. n° 62).
No les condenan, pero sí les imponen una serie de
obligaciones que Ignacio aceptará:
En el primer proceso: prohibición de andar con el
mismo hábito «no siendo ellos religiosos» y que Ignacio
no fuera descalzo; por lo demás «podían hacer lo mismo
que hacían sin ningún impedimento». Por eso sigue Ig-
nacio en Alcalá.
La importancia dada al «hábito» por los inquisidores
era que podrían dar la impresión de estar fundando una
nueva religión. Sin embargo, para ellos había sido ex-
presión de su pobreza, de su nueva vida, de su identi-
dad de grupo.
En el tercer proceso les obligaron a que se vistiesen
como los otros estudiantes y que no hablasen de cosas
de fe hasta haber pasado unos cuantos años de estudio.
Esto fue lo más duro para Ignacio, ya que frustraba to-
talmente sus planes de «ayudar a las almas».
Es curioso que durante su estancia en la cárcel siguió
haciendo apostolado: «Y hacía lo mismo que libre, de
hacer doctrina y dar ejercicios» (Aut. n° 60).
Relato minucioso de todos estos procesos, porque está
en juego el contenido mismo de los Ejercicios (Aut. n° 67-
68), su gran arma apostólica. Al hablar de los Ejercicios,
Ignacio escribirá al Dr. Miona: «Siendo todo lo mejor que
yo en esta vida pueda pensar, sentir y entender, así para
el hombre poder aprovechar a sí mismo como para po-
der fructificar, ayudar y aprovechar a otros muchos».

246
ABANDONO EN LA
PROVIDENCIA

En el segundo proceso, la atención de Figueroa ya no


se centra sobre el estilo del vestido, sino más bien sobre el
apostolado del peregrino y, más concretamente, sobre los
contenidos doctrinales transmitidos. Este proceso no con-
cluyó con una sentencia por parte del vicario Figueroa.
Pero Ignacio pasó en la cárcel del 18-19 de abril al pri-
mero de junio, cuando se leyó la sentencia.
Ignacio deja Alcalá para dirigirse a Salamanca, tal vez
con la idea de que allí podrían cumplirse sus sueños. Pe-
ro solamente estuvo en Salamanca dos meses; de los
cuales estuvo retenido tres días en el convento domini-
cano de San Esteban, para luego pasar a la cárcel duran-
te 22 días.
No se matriculó en la Universidad de Salamanca. Pe-
ro a su breve estancia en esa ciudad, la Autobiografía le
dedica 9 párrafos (Aut. n° 64 -71).
En aquellos tiempos la comunicación de la fe exigía
competencia adquirida a través de estudios de Filosofía

247
y Teología, y la misión canónica. Además debía ser sa-
cerdote. Ignacio, en cambio, era laico, y no había estu-
diado. Se comprende que esta situación concreta suya
no estuviese mínimamente en el «sentir con y en la Igle-
sia». Se entiende, por tanto, que el peregrino pudiese fá-
cilmente ser catalogado entre los heterodoxos, o entre
los alumbrados, o entre los seguidores de Erasmo.
Ante Figueroa, Ignacio entrega todos sus papeles,
que eran los Ejercicios, para que los examinasen. Librito
de los Ejercicios que presenta tal como estaba en el mo-
mento de la partida de Manresa: que no estaba todavía
llevado a término, pero ya existía, según Laínez, «en
cuanto a la sustancia».
Los inquisidores insistirán esta vez sobre un solo
punto: cuándo un pensamiento es pecado mortal o ve-
nial. Pero en el libro de los Ejercicios, esa distinción no
está estrechamente ligada a la dinámica esencial de la
experiencia propuesta por el librito.
Fundamentalmente, la sentencia de los jueces de Sa-
lamanca, tal como es contada por Ignacio en la Autobio-
grafía, se articula en torno a cuatro puntos:
o
I Declaración de ausencia de errores, tanto en la vi-
da como en la doctrina de Ignacio y de sus compañeros.
o
2 Posibilidad de seguir enseñando la doctrina y ha-
blando de las cosas de Dios de manera general y teórica.
o
3 Prohibición de definir que un acto es pecado mor-
tal y otro venial.
o
4 Esto podrá permitírseles solamente después de ha-
ber estudiado cuatro años, es decir, el tiempo entonces
necesario para obtener el bachillerato en Teología.
Esta sentencia de los jueces de Salamanca es cierta-
mente menos dura que la emitida el primero de junio de
1527 en Alcalá. Ahora se les dice que no son sacerdotes
y no han estudiado y conseguido los títulos necesarios
para recibir el mandato canónico.

248
Ignacio acatará la sentencia de los jueces mientras es-
té en Salamanca, donde le dieron la sentencia. No obs-
tante, si se somete es por el vivo sentido que tenía de la
autoridad legítima de la Iglesia.
Ve que las sentencias de Alcalá y Salamanca le cerra-
ban su deseo de ayudar a las almas, y así decide ir a Pa-
rís a estudiar. Esa decisión tuvo una gestación no breve
y fue precedida por un proceso de discernimiento desde
el tiempo de prisión en Salamanca (Aut. n° 71). Se va
aclarando mejor y de forma ordenada lo que quería al-
canzar: el provecho de las almas. Es ese fin el que moti-
va principalmente, en último término, la decisión de ir a
París.
Como apunta Mauricio Costa: «Al descender del fin
(ayuda a las almas) al medio (ir a París), escogido como
conclusión de su discernimiento, Ignacio señala dos me-
dios intermedios: el estudio y la reunión de compañeros».
Irá a París a pesar de las presiones de quienes inten-
tan convencerle de que no vaya. Su auténtica e ilumina-
da fuerza de voluntad la encuentra en la voluntad de
Dios, que es su parámetro de contraste y su fuente.
Herida que Ignacio recibe en su doctrina. Tensión en-
tre la novedad que Ignacio experimenta, y las trabas ins-
titucionales. Carisma e institución en conflicto, pero no
ruptura.
Ignacio sobresalió ya desde los comienzos en el res-
peto para con toda la jerarquía eclesiástica, y para con
todas las cosas de la Iglesia: ritos, ceremonias, leyes. En-
tendía que Dios se valía de todo eso. Por eso, con gran
delicadeza interior, sometía todas las cosas al Sumo
Pontífice, y a la Iglesia y a todos aquéllos que podrían
apreciar las cosas mejor que él, esperando con plena
confianza en Dios que las verdades que el Señor le ha-
bía manifestado serían confirmadas también por todos
los demás.

249
Como dirá Hugo Rahner en Ignacio de Loyola y su histó-
rica formación espiritual: «En el cambio místico de Manresa
del íñigo pecador y penitente, se formó Ignacio el hombre
de la Iglesia (...) Se endereza de este modo ordinario de
su vida hacia el nuevo ideal que se le había descubierto
en la figura del «sumo capitán humilde y gracioso» que
envía a sus mensajeros por el mundo, del Rey en la iglesia
militante (...) Así, para él, la Iglesia es la medida del en-
tusiasmo. Muchas veces el Señor nuestro mueve y fuerza
a nuestra ánima a una operación... Necesario es confor-
marnos con los mandamientos, preceptos de la Iglesia y
obediencia a nuestros mayores, y lleno de toda humildad,
porque el mismo Espíritu divino es en todo».
Serán precisamente esas heridas y experiencias dolo-
rosas, como las sentencias de Alcalá y Salamanca, las
que lo lleven, poco a poco, a ampliar los horizontes, y a
hacer madurar en él el deseo de un estudio serio y pro-
fundo y del sacerdocio, para mejor realizar el proyecto
apostólico inicialmente concebido.
Alcalá y Salamanca, dos momentos importantes de la
acción educativa de Dios, en orden a una progresiva
maduración humana y espiritual. Así Ignacio se va si-
tuando en el proyecto que Dios tiene sobre él.
Alcalá y Salamanca le ayudaron a madurar el ideal
apostólico y el comunitario. Su estancia y sufrimientos,
en ambas ciudades, fueron una fase transitoria para po-
derse encontrar con el mundo y con los hombres, a una
nueva luz, más profunda y verdadera.
Hay unas frases de esta época que revelan cómo vivió
todo esto Ignacio. Y estas frases son «No quiso nunca to-
mar abogado ni procurador, aunque muchos se ofrecían»,
y «Aquél, por cuyo amor aquí entré, me sacará, si fuere
servido de ello» (Aut. n° 60).
Frases que son una nueva señal de abandono en la di-
vina Providencia por parte de Ignacio, análogo a los en-

250
contrados durante el viaje a Jerusalén desde la partida
de Barcelona. Igual que entonces había rechazado el
consejo de quien le recomendaba tomar un compañero y
las provisiones necesarias para el viaje, llegando incluso
a resistir a las presiones de amigos, para poner siempre
su confianza y su esperanza en Dios solo, así ahora no
acepta la ayuda de los que se ofrecen a defenderlo y de
los que le proponen poderosos favores para sacarlo de la
cárcel. Todo ello a fin de que quede claro que su even-
tual liberación será obra de Cristo, por cuyo amor está
convencido de haber acabado en la cárcel.
Habiendo entrado en la cárcel por Dios, su firme con-
fianza y su total abandono en Él le hacen creer que por
Dios saldrá de allí, salvo que esto no sea para gloria y
servicio suyos. Ignacio ha elegido ya inamoviblemente
el servicio de Dios por encima de cualquier ventaja per-
sonal, y la esperanza en Él por encima de cualquier con-
fianza que pudiera ponerse en las propias capacidades o
en las industrias humanas.
Algo parecido lo podemos ver en la carta que escribió
a Juan III de Portugal. Ignacio escribe que en los cinco
primeros procesos sufridos, el primero de ellos en Alca-
lá, «nunca quise tomar ni tomé otro solicitador, ni pro-
curador, ni abogado sino a Dios, en quien toda mi espe-
ranza presente y porvenir, mediante su divina gracia y
favor, tengo puesta».
Herida que Ignacio sufre en su doctrina, en lo más ín-
timo de su espiritualidad, como eran los Ejercicios. Ne-
cesitó mucha gracia para superar el desánimo y recupe-
rar la confianza en su futuro. Tendrá que aprender a leer
los sucesos que pasan, y le pasan, mucho más allá de su
comprensión lógica.
Tendrá que ir encontrando el consuelo de las heridas
y el camino de las esperanzas de una forma distinta de
la que él había imaginado. El consuelo, en medio de sus

251
sufrimientos, fue el confiar totalmente en el amor de
Dios, que no falla y que le acompañaba siempre.
Bajo el punto de vista solamente humano, Alcalá y
Salamanca terminaron en un fracaso. Hubo herida. Pero
desde la fe, Ignacio vivió una obediencia a la Iglesia je-
rárquica y un abandono total en la Providencia.

252
DÉCIMA HERIDA

HERIDO EN SU ACTIVIDAD
APOSTÓLICA
POBREZA Y ESTUDIOS

Cuando Ignacio llegó a París, esta ciudad tenía entre


250.000 y 300.000 habitantes, y era especialmente famo-
sa en toda Europa por su universidad, frecuentada por
más de 4.000 estudiantes procedentes de todo el mundo
y repartidos en unos sesenta colegios.
La universidad estaba compuesta por cuatro faculta-
des: a la facultad teológica podían acceder sólo los ecle-
siásticos y los religiosos; en la facultad de Derecho y en
la facultad de Artes se admitía también a los laicos, con
la prohibición, no obstante, de acceder al matrimonio;
en la facultad de Medicina no podían matricularse ni los
eclesiásticos ni los religiosos, y hacía poco más de 70
años que sus estudiantes laicos habían obtenido el dere-
cho a poder casarse. El subrayado de la exigencia del ce-
libato viene a presentar a la universidad como una insti-
tución fuertemente marcada por el espíritu clerical.
Ignacio, habiendo recibido una asignación de 25 es-
cudos (ducados) de sus benefactores de Barcelona, po-
día permitirse el lujo de alojarse en una casa alquilada
en el Barrio Latino, cerca del colegio de Montaigu, en el

255
que asistiría a las clases de gramática en los años 1528-
1529. La suma de dinero que tenía no era pequeña. Con
un escudo, un estudiante podía pagarse la pensión com-
pleta de un mes. La matrícula de la universidad costaba
cinco escudos.
La elección de Ignacio de hospedarse, con amigos es-
pañoles, en una casa alquilada, y no en un hospital u
hospicio para pobres, muestra cómo la reflexión sobre la
experiencia de los estudios en España había hecho ma-
durar en él un cambio respecto al estilo de la vida en po-
breza en el tiempo de estudios.
Iba a estudiar Humanidades al colegio de Montaigu.
En París, el colegio de Montaigu se situaba como ba-
luarte del conservadurismo y de la ortodoxia escolástica
más estricta, contra cualquier movimiento humanista y
de apertura a las nuevas ideas. Entre sus alumnos más
célebres hay que recordar también a Calvino, Erasmo,
Rabelais. Estos dos últimos no ahorraron críticas e iro-
nías contra la extrema austeridad y la sistemática oposi-
ción a toda innovación, y contra la total falta de higiene
y de limpieza en los edificios.
Pero era recomendable por la seriedad de sus estu-
dios. Y fue por las garantías de un estudio sólido por lo
que Ignacio decidió acudir al Colegio de Montaigu para
sus estudios de Humanidades.
También la decisión de matricularse en Humanida-
des estaba forzada por el ordenamiento de estudios de
la universidad, que impedía el acceso a los cursos de Fi-
losofía (Artes) a quien no hubiese demostrado un ade-
cuado conocimiento de la lengua latina.
Así admitió esa herida a su amor propio, pues, con-
tando ya Ignacio una edad de 37 años, se vio obligado a
estudiar y compartir pupitre con los niños (podían ser
admitidos incluso niños de 10-11 años). Es el ansia de
ayudar a las almas la que le lleva a la decisión de dedi-

256
carse con seriedad al estudio, aunque su amor propio
quede herido.
Y sucedió que Ignacio, a fin de seguir el espíritu de San
Francisco, que no quería que sus hijos llevasen dinero
consigo, dio a guardar sus 25 escudos a uno de los espa-
ñoles de aquella posada, el cual al poco tiempo los gastó,
y ya no tenía dinero con que pagar la casa. Así fue cons-
treñido a mendigar, y aun a dejar la casa en la que estaba.
Vuelta a la mendicidad. Vuelta a vivir en el hospital.
Como el colegio de Montaigu estaba situado en la orilla
izquierda del sena, donde se encuentra actualmente la
Biblioteca de Santa Genoveva, cerca del Panteón, Igna-
cio tenía que emplear más de 30 minutos de camino pa-
ra recorrer los cerca de tres kilómetros que separaban el
hospital del colegio. Y a sus 37 años, ya no podía permi-
tirse el lujo de perder mucho tiempo.
Hay que añadir que hacía más precaria su actividad
de estudiante el hecho de que los horarios del hospital y
del colegio obligaban a Ignacio a perder hasta varias ho-
ras de clase.
La actividad académica en el colegio comenzaba a las
cinco de la mañana, una hora antes de la celebración de
la Misa, y antes de que él pudiese salir del hospital. Lo
mismo por la tarde: se veía obligado a dejar el colegio
antes de que terminaran las clases, para poder regresar
antes del Ángelus y encontrar todavía abierta la puerta
del hospital.
En la práctica, Ignacio podía asistir sólo a las clases de
ocho a diez de la mañana, la disputa del final de la ma-
ñana y la primera de las dos clases de la tarde. En cam-
bio, se veía obligado a renunciar al menos a la prelección
matinal de las cinco y la repetición antes del rezo de
Completas por la tarde.
Viendo que aprovechaba poco en las letras, empieza a
pensar cuál podía ser el remedio. Se impone la búsque-

257
da de nuevas soluciones en cuanto a su estilo de modo
de vivir. Por eso se ve obligado a entrar en un nuevo
proceso de discernimiento y de elección. La experiencia
ya le ha aclarado que la mendicidad, si puede ser un va-
lor en sí, no lo es ciertamente en tiempo de estudio.
Se dio cuenta de que había algunos estudiantes que
servían en los colegios a algunos regentes, y tenían tiem-
po para estudiar. Eran los estudiantes más pobres: éstos
trabajaban al servicio de algún profesor o compañero
para poderse pagar los estudios.
«Puso hartas diligencias para hallar amo: habló por
una parte al bachiller Castro, y a un fraile de los Cartu-
jos, que conocía muchos maestros, y a otros, y nunca fue
posible que le hallase un amo» (Aut. n° 75).
Finalmente encontró un medio que le proporcionó el
consejo de un fraile español. Le aconsejó que fuera a
mendigar en verano para poder vivir más cómodamen-
te en el período del curso escolar, y así poder atender
mejor al deber principal del estudio. Y a ese consejo se
atuvo.
Tres fueron los viajes que hizo Ignacio con ese fin: el
primero en la cuaresma de 1529. Los otros dos tuvieron
lugar en el verano de 1530 y en el de 1531. En este últi-
mo viaje el peregrino llegó hasta Inglaterra.
Ese consejo resultó muy útil, pues los ricos mercaderes
españoles de Brujas y de Amberes le dieron tanto dinero
que pudo trasladarse, en octubre de 1529, al colegio de
Santa Bárbara. Estableció tales relaciones de amistad con
sus benefactores que, después de 1531, ni siquiera fue ne-
cesario que se moviese de París, porque algunos de aque-
llos ricos y benévolos mercaderes se preocuparon de
mandarle a París, cada año, las limosnas necesarias. Con
ellas, junto con otras ayudas financieras de benefactores
de España, tuvo con qué poder sustentarse cómodamen-
te y poder también ayudar a otros pobres.

258
En aras de un estudio serio para poder ayudar a las
almas, Ignacio sacrificará lo que sea necesario.
El estudiar a sus 37 años con niños pequeños hiere su
amor propio; pero esa herida le prepara para poder me-
jor prepararse en los estudios. Y otra herida que experi-
mentó en París fue la gran violencia que tendrá que ha-
cerse a fin de, como dice J.C. Dhótel, «someter su espíritu
a los maestros de la tierra, acostumbrado como estaba a
ese maestro mejor que es el Espíritu Santo».
Tanto más cuanto que su estancia en París irá acom-
pañada de una gran sequedad espiritual: «Durante aquel
tiempo que estuvo en Vicenza, tuvo muchas visiones es-
pirituales y muchas y casi ordinarias consolaciones, lo
contrario de cuando estuvo en París» (Aut. n° 95).

259
SEDUCTOR DE LOS ESCOLARES

Al ir a París, tal vez Ignacio pensó que se habían es-


fumado todas las persecuciones que tuvo que sufrir en
Alcalá y en Salamanca. Pero experimentó, en su propia
carne y alma, nuevas heridas que nacieron de su activi-
dad apostólica.
Hemos dicho cómo, cuando el compañero le gasta los
ducados que tenía para sus estudios, Ignacio anda bus-
cando y consultando un amo a quien poder servir, y así
poder proseguir holgadamente sus estudios. Uno a los
que fue a consultar fue Juan de Castro, nacido en Burgos
y que estudiaba en París en la Sorbona.
Pues bien, como resulta de los ejercicios espirituales
que hizo bajo la dirección de Ignacio, tuvo una profunda
conversión y así se dio vida al segundo intento de for-
mar un grupo de compañeros en torno a él.
Otro nombre que debemos retener es el de Pedro de
Peralta, de la diócesis de Toledo, que se había matricula-
do en la facultad de Artes en 1525. En 1529 obtuvo el tí-
tulo de maestro en Artes y empezó enseguida a enseñar.
En aquel mismo año Ignacio le dio los ejercicios espiri-

261
niales. Se produjo en él un cambio radical que le llevó a
peregrinar a Jerusalén.
Y un tercer nombre que debemos retener es Amador
de Elduayen, de la diócesis de Pamplona, que se había
matriculado en la facultad de Artes en 1525 y que se en­
contraba en el colegio de Santa Bárbara, entonces dirigi­
do por Pedro de Gouvea, quien se asombró del mucho
cambio de los tres provocado por Ignacio.
Los ejercicios que da Ignacio empiezan a producir
efectos llamativos en la tranquila vida de los estudian­
tes. La imitación de Cristo les lleva, de hecho, a una vida
de pobreza radical, de la cual el texto de la Autobiogra­
fía recoge, como signos más evidentes, los siguientes: la
distribución de todas sus posesiones a los pobres, la
mendicidad por las calles de París, y el traslado de los
tres al hospital de Santiago, del que Ignacio se había ale­
jado para atender mejor a sus estudios.
Si tenemos presente que también fue fruto de aque­
llos ejercicios la decisión de Peralta de peregrinar a Jeru­
salén, podemos ver que se reproducen, en la experiencia
de vida de aquellos ejercitantes, tres elementos: mendi­
cidad, hospital y peregrinación, característicos de la vi­
da de Ignacio en Manresa.
Para los tres ejercitantes, el estudio había dejado de
ser un valor frente al valor preeminente, el seguimiento
de Cristo. Signo elocuente de esto es el hecho mismo de
deshacerse, a favor de los pobres, incluso de los libros
de estudio. Se distancian, por tanto, del ambiente estu­
diantil en el que vivían, y reproducen, respecto a la po­
breza y los estudios, actitudes extremas que en otro
tiempo fueron las del mismo Ignacio.
Todavía no habían recorrido todo el camino espiritual
de Ignacio. Entendieron, tal vez, que Dios no les llamaba
en concreto a abrazar en todo el ideal que Ignacio estaba
madurando. Quedaba un poco fuera de su horizonte el
262
aspecto de la ayuda cualificada a las almas, para la cual
se exigían estudios serios y profundos.
De hecho ninguno de los tres se unió a Ignacio, como
lo harían más tarde Fabro, Javier... De Juan de Castro
sabemos que volvió a España. Después de predicar por
un breve tiempo en Burgos, entró en la cartuja de Valle
Christi, cerca de Segorbe. Y en 1542, Castro fue elegido
prior de la cartuja de Porta Coeli.
Peralta, a la vuelta de Jerusalén, se hizo canónigo y
predicador en la catedral de Toledo, y se mantuvo siem-
pre amigo de Ignacio.
De Amador de Elduayen, se sabe poco, históricamen-
te, qué fue de él.
Dado el cambio de estos tres estudiantes, se com-
prende el alboroto suscitado en el ambiente universita-
rio por la conversión de los tres ejercitantes. Y se com-
prende también cómo no podía dejar fuera del asunto a
Ignacio, el director de los ejercicios.
Así lo narra Ignacio: «Éstos hicieron grandes muta-
ciones, y luego dieron todo lo que tenían a los pobres,
aun los libros, y empezaron a pedir limosna por París,
y fuéronse a posar en el hospital de S. Jaques, adonde
de antes estaba el peregrino, y de donde ya era salido
por las causas arriba dichas. Hizo esto gran alboroto en
la universidad, por ser los dos primeros (Peralta y Cas-
tro) personas señaladas y muy conocidas. Y luego los
españoles comenzaron a dar batalla a los dos maestros;
y no los pudiendo convencer con muchas razones y
persuasiones a que viniesen a la universidad, se fueron
un día con mano armada y los sacaron del hospital»
(Aut. n° 77).
A causa de Peralta, Castro y Amador, se desencade-
naron fuertes oposiciones y críticas contra Ignacio. Se
veía en él al responsable de aquella imprevista conver-
sión de los tres.

263
Pero las dificultades y sospechas no sólo y principal-
mente fueron por parte de los estudiantes españoles, si-
no que también surgieron por parte de Diego de Gouvea
y del doctor Pedro Ortiz, teólogo de Toledo, preocupa-
dos respectivamente por Amador y por Peralta.
«Y nuestro maestro de Govea, diciendo que había he-
cho loco a Amador, que estaba en su colegio, se deter-
minó y lo dijo la primera vez que viniese a Santa Bárba-
ra, le haría dar una sala por seductor de escolares»
(Aut. n° 78).
«Dar una sala» consistía en que los maestros azota-
ban al discípulo, desnudo de la cintura para arriba, en
presencia de todos los estudiantes reunidos en una sala
(de aquí el nombre de «sala» dado al castigo). Más que
doloroso, este castigo era humillante. Gouvea (cuando
Ignacio había llegado ya al colegio de Santa Bárbara)
quiso efectuar el castigo. Pero a Ignacio se le ocurrió la
idea de dirigirse a la habitación de Gouvea para hacer
valer sus razones. Fue tan persuasivo que el rector cam-
bió su propósito de castigarle, e hizo desmesuradas ala-
banzas de él. Más tarde será el mismo Gouvea el que
promueva la defensa de la Compañía entre ésta y la Uni-
versidad de París.
Los rumores de lo sucedido con Castro y Peralta lle-
garon a oídos del inquisidor. El inquisidor ante quien
fue acusado Ignacio era el dominico Mateo Ory, prior
del convento de Santo Domingo. De momento no ins-
truyó un verdadero proceso contra Ignacio como lo ha-
bían hecho en Alcalá y Salamanca.
De nuevo tiene que experimentar su fragilidad. «Por
entonces, en París, el peregrino ya se encontraba muy
mal del estómago, de modo que cada quince días tema
fuertes dolores que le duraban más de un hora y le da-
ban fiebre; en una ocasión el dolor de estómago llegó a
durar 16 ó 17 horas. Había acabado por entonces el curso

264
de Artes y estudiado algunos años de teología, y había
ya ganado a los (nuevos) compañeros, pero la enferme-
dad continuaba avanzando sin que se pudiera encontrar
ningún remedio contra ella, aunque eran muchos los que
se probaban» (Aut. n° 85).
Los médicos le aconsejaron los aires natales, e Ignacio,
dejándose convencer por los nuevos compañeros (Fabro,
Javier...), se dispone a partir para España: «Cuando el
peregrino estaba a punto de partir, se enteró de que le
habían acusado ante el inquisidor y se había hecho pro-
ceso contra él. Oyendo esto y viendo que no le llamaban,
se presentó ante él, le dijo lo que había oído y que estaba
a punto de partir para España y que tenía compañeros.
Que le pedía diera la sentencia. El inquisidor le dijo que
era verdad lo de la acusación, pero que no veía que fuese
cosa de importancia. (...) Ignacio, con todo, insistió en
que el proceso siguiera hasta dictar sentencia. Y como el
inquisidor se excusara, se presentó en su casa con un no-
tario público y con testigos, y tomó fe de todo ello» (Aut.
n°86).
Cuando uno repasa los sufrimientos que Ignacio pa-
sa en París, se da cuenta de que unas cuantas heridas le
van haciendo comprender su propia debilidad. Le ro-
baron el dinero para su estancia en una casa y así la tu-
vo que abandonar e ir a vivir, por un tiempo, a un hos-
pital. No consigue formar nuevo grupo con Peralta,
Castro y Amador; y tan sólo logrará formarlo a su tercer
intento, cuando ya tenga 43 años de edad. Está a punto
de ser azotado públicamente por creérsele seductor de
escolares.
Le acusan ante el inquisidor por sus actuaciones de
ayuda a las almas. Se encuentra muy mal de salud.
Tuvo que recorrer el camino de la fragilidad. Por esas
y otras heridas va aprendiendo a caminar de nuevo por
la fragilidad. Ese camino por el cual él nunca soñó ca-

265
minar. Antes, él quiso caminar por el camino de los ho-
nores, la fama, ser muy conocido. Los caminos de Dios
no son los caminos que soñó Ignacio. Dios le va ense-
ñando a caminar por el camino del sufrimiento y de la
fragilidad.

266
UNDÉCIMA HERIDA

HERIDO CON SUFRIMIENTOS


DE AZPEITIA A VENECIA

Sabemos que Ignacio vino de París a Azpeitia a causa


de su grave enfermedad de estómago y fiebre, que se re-
sistía a los tratamientos médicos. Los médicos, como sus
compañeros, le aconsejaron que le vendrían bien a su sa-
lud los aires natales.
Ya en España, no quiso vivir en la casa-torre de Loyo-
la, y fue a vivir al hospital de Azpeitia a fin de ser más li-
bre de realizar ese estilo de vida pobre y humilde y po-
der ayudar a las almas.
Una vez sano, decidió partir para encargarse de los
asuntos que los compañeros le habían encomendado.
De Azpeitia se dirigió a Pamplona, y de allí a Almazán,
tierra de Laínez. Luego Sigüenza y Toledo. Y en todos
esos pueblos no quiso aceptar nada, a pesar de los gran-
des ofrecimientos que le hacían todos con mucha insis-
tencia. Y de Toledo fue a Valencia.
En Valencia habló con su antiguo compañero de Pa-
rís, Castro, que era ahora monje cartujo: «Y queriéndose
embarcar para Genova, los devotos de Valencia le pidie-
ron que no lo hiciese, porque le decían que Barba Roja

269
estaba en la mar con muchas galeras, etc. Y aunque le
advirtieron de muchas cosas, suficientes para infundir-
le miedo, nada logró hacerle dudar» (Aut. n° 90).
En la travesía hacia Italia se levantó un fuerte tempo-
ral. Afirma Ignacio que estuvieron en peligro de muer-
te por tres veces. Al llegar a Genova tomó el camino
que le conducía a Bolonia, y en él padeció mucho: «en
especial, una vez que perdió el camino y comenzó a an-
dar junto a un río; el cual corría abajo y el camino iba
por lo alto e iba estrechándose, a medida que avanzaba
por él; y de tal modo llegó a hacerse estrecho, que no
podía seguir adelante ni volverse atrás. Entonces co-
menzó a andar a gatas, y recorrió un gran trecho con
mucho miedo, porque cada vez que se movía temía caer-
se en el río. Ésta fue la fatiga y el trabajo corporal más
grande que nunca haya padecido, mas al fin salió ade-
lante. Justo al entrar en Bolonia, al pasar por un puen-
tecillo de madera, se cayó puente abajo. Y al levantarse
cubierto de barro y agua, hizo reír a muchos que se ha-
llaban presentes» (Aut. n° 91).
En Bolonia, empezó a pedir limosna a fin de susten-
tarse, pero no recogió ni un céntimo, aunque la recorrió
toda entera. Permaneció algún tiempo en Bolonia, y des-
pués se marchó hacia Venecia, donde le esperaban sus
compañeros.
Ya en Venecia se ejercitaba en dar los ejercicios espiri-
tuales; entre otros se los dio al bachiller Hoces, el cual te-
nía, al principio, una cierta prevención contra Ignacio. El
miedo de hacer ejercicios con él era el que le enseñara al-
guna mala doctrina, pues alguien le había comentado
ciertas cosas negativas de la enseñanza que daba Igna-
cio. Por eso, había llevado ciertos libros, para recurrir a
ellos en caso de que lo quisiera engañar. Una vez termi-
nados los Ejercicios, Hoces seguirá la vida del peregrino.
Fue el primer jesuita en morir.

270
En Venecia tuvo otra persecución, ya que se comenta-
ba entre muchos que su estatua había sido quemada en
España y en París. Este asunto llegó tan adelante que se
hizo proceso y, en ese proceso, la sentencia se dio a favor
de Ignacio.
Pero sus mayores temores le vinieron con el obispo
de Chieti, Giovanni Pietro Carafa, futuro papa Paulo
IV y cofundador, con Cayetano de Thiene, de la orden
de los Teatinos. El obispo Carafa vivía establemente en
Venecia. Aquí pudo Ignacio conocerle personalmente
en 1536, antes de que Carafa fuese llamado a Roma pa-
ra preparar el Concilio de Trento, y antes de que fuese
nombrado cardenal.
Las relaciones entre Ignacio y Carafa no fueron muy
buenas. Entre los dos había mucho resentimiento, des-
pués de los encuentros y los intercambios de pareceres
que habían tenido en Venecia a propósito de los Clérigos
Reformados, de los que Carafa era confundador. Las ob-
servaciones que entonces le hizo Ignacio no agradaron
en absoluto a Carafa.
El punto de vista de Ignacio aparece en una carta su-
ya, de la cual se duda si llegó al obispo. Ignacio criticaba
a Carafa su estilo de vida personal, que lo situaba en
una posición de privilegio respecto de sus subditos y de
los demás miembros de la Orden, que no está en línea
con el de otros fundadores.
Una segunda crítica que Ignacio hace a la nueva Or-
den de los Teatinos concierne a la relación entre aposto-
lado y pobreza. Pues ve su pobreza excesivamente rigu-
rosa, y fin en sí misma. Defecto en el que había caído el
mismo Ignacio antes de que comprendiera la pobreza
como un medio para el apostolado.
Una tercera crítica era la estricta observancia del coro,
que podía ser un obstáculo a la movilidad apostólica ne-
cesaria para promover una reforma eficaz en la Iglesia.

271
La raíz de las divergencias entre Ignacio y Carafa es­
taba también en un modo diferente de vivir el sacerdo­
cio. Ignacio veía en los teatinos que son más monjes que
apóstoles y que subrayaban demasiado la dimensión del
culto, y la separación del mundo y de la oración vocal.
Ignacio creía que, a pesar del esfuerzo por distinguir­
se de las antiguas órdenes religiosas, debido a la presen­
cia de penitencias y ayunos prescritos por la regla y a la
insistencia en la oración coral, ese modelo sacerdotal de
los teatinos corría el peligro de quedarse encapsulado en
un esquema monástico poco acorde con los tiempos,
que exigían un serio esfuerzo apostólico y misionero.

272
SUFRIMIENTOS TAMBIÉN
EN ROMA

En el verano de 1534, en el momento en que el grupo


de compañeros de Ignacio se consolida en París, tienen
una deliberación entre ellos para decidir entre todos lo
que tenían que hacer. Para dar más firmeza a sus propó-
sitos, todos habían hecho en Montmartre los votos de
pobreza, castidad y de ir a Jerusalén.
Aunque había diversidad de opiniones sobre perma-
necer o no en Jerusalén (Ignacio y Laínez, permanecer;
Javier y Rodrigues, trabajar en tierra de infieles...) todos
coinciden en querer servir al Señor. Lo de la permanen-
cia toman la determinación de encomendarlo al Señor; y
lo que fuera parecer de la mayor parte, eso harían, sin
hacer entre ellos ninguna división. Si al cabo de un año
no han podido ir a Jerusalén, se pondrán a disposición
del Papa.
Ahora están todos en Venecia. Al grupo se han unido
un tal Antonio Arias, sacerdote, y Landívar, el antiguo
criado de Francisco Javier que en París había intentado
asesinar a Ignacio porque había convertido a su amo.

273
Estos dos últimos pronto abandonaron el grupo. El gru-
po de compañeros va a viajar de Venecia a Roma. La fi-
nalidad de este viaje era doble: obtener el permiso nece-
sario para la peregrinación a Tierra Santa, que pensaban
comenzar en el mes de junio; y pedir al Papa las cartas
dimisorias para que los que aún no eran sacerdotes, in-
cluido Ignacio, pudieran recibir las órdenes sagradas.
Es cosa curiosa que el peregrino no fue con ellos a Ro-
ma por causa del Dr. Ortiz, que fue uno de los que le pu-
sieron obstáculos en París y que se había mostrado con-
trariado por el cambio de Castro y de su pariente Pedro
de Peralta. Ignacio temía que su ida a Roma pudiese
atraer dificultades y obstáculos de parte del antiguo ad-
versario, entonces presente en la Ciudad Eterna en cali-
dad de embajador extraordinario de Carlos V y conseje-
ro en el Hospital de los Españoles en la Piazza Navona,
en el que se alojaron los compañeros de Ignacio origina-
rios de España.
Pero el Dr. Ortiz, contrariamente a las expectativas, se
mostró muy benévolo con los compañeros. Y les conce-
dió una audiencia con el papa Pablo III, en el castillo de
Sant'Angelo. El Papa les dio la bendición y el permiso
para ir a Jerusalén. El cardenal Antonio Pucci prometió
conceder las cartas dimisorias para la ordenación sacer-
dotal de los siete, también para Ignacio.
Pero más fundados temores que contra el Dr. Ortiz
los tenía Ignacio con el cardenal Carafa, que había sido
elevado pocos meses antes a la púrpura cardenalicia. En
el capítulo anterior hemos señalado los motivos de ene-
mistad entre ellos.
Conseguidos, en Roma, los dos asuntos por los que
fueron, vuelven a Venecia y se ordenan de sacerdotes.
«Aquel año no salían naves para Levante, porque los ve-
necianos habían roto con los turcos. Viendo que se alejaba
la esperanza de ir a Jerusalén se dispersaron por el Véne-

274
to con intención de esperar a que se cumpliera el año que
se habían propuesto como plazo: y si después de cumpli-
do no hubiese pasaje, irían a Roma» (Aut. n° 94).
Y como no hubo pasaje en todo el año, van hacia Ro-
ma. Ignacio va con Fabro y Laínez. Pasan por Vicenza y
allí «encontraron una casa fuera de la ciudad que no te-
nía puertas, ni ventanas, en la cual dormían sobre un
poco de paja que habían recogido. Dos de ellos iban
siempre a buscar limosna en la ciudad, dos veces al día,
y traían tan poca cosa que no se podían casi sustentar.
Normalmente comían algo de pan cocido, cuando lo te-
nían (...). Así pasaron cuarenta días, no atendiendo a
otra cosa que a la oración».
Una vez que llegaron a Roma, Ignacio dijo a sus com-
pañeros que veía las ventanas cerradas, queriendo decir
que iban a encontrar allí muchas contradicciones.
Estas persecuciones en Roma tuvieron su origen en
los sermones del célebre agustino piamontés Agostino
Minardi, pronunciados en la iglesia de San Agustín du-
rante la Cuaresma de 1538. En torno a la ortodoxia del
fraile surgieron animadas discusiones que implicaron a
Fabro y a Laínez, por una parte, y a los amigos de Mi-
nardi, influyentes en la Curia romana, por otra.
Bien pronto, todo el grupo de los compañeros de Ig-
nacio fue objeto de acusaciones sobre su ortodoxia y de
sospechas sobre la integridad de sus costumbres.
Mudarra y Barreda, junto con otros dos compatriotas,
Pedro de Castilla y Mateo Pascual, amigos de Minardi,
«empezaron a perseguir al peregrino y a sus compañe-
ros, diciendo que eran fugitivos de España, de París, y
de Venecia» (Aut. n° 98). Y desencadenaron una campa-
ña difamatoria. Acusaron a Ignacio y a los compañeros
de inmoralidad y de errores doctrinales, por los cuales
habían sido ya procesados y condenados, según ellos, en
Alcalá, en Salamanca, en París y en Venecia, de donde

275
tuvieron que huir. Decir en su acusación que eran fugiti­
vos equivalía a decir que allí habían sido procesados y
reconocidos como herejes.
Ante estas acusaciones, la actitud de Ignacio fue rica
de iniciativa y decidida para buscar claridad. «Al fin, en
presencia del gobernador y del legado que entonces lo
era de Roma, ambos (Mudarra y Barreda) confesaron
que no tenían nada malo que decir de él, ni de sus cos­
tumbres, ni de su doctrina. El legado mandó que se pu­
siera silencio en todo este asunto, pero el peregrino no lo
aceptó, diciendo que quería se diera sentencia final. Es­
to no agradó ni al legado, ni al gobernador, ni tampoco a
aquéllos que le habían favorecido al comienzo. Al final,
después de unos meses, el Papa regresó a Roma. El pe­
regrino fue a Frascati a hablar con él, le expuso sus ar­
gumentos, y el Papa se hizo cargo y ordenó que se diera
sentencia, la cual fue a su favor» (Aut. n° 98).
El motivo por el cual Ignacio obró de esa manera lo
podemos vislumbrar por la carta que le escribió a Isabel
Roser el 19 de diciembre de 1538. En esa carta le dirá:
«Hablé a Su Santidad en su cámara a solas, bien al pie
de una hora. Le puse al corriente de nuestros propósitos
e intenciones», también habló de los procesos y encarce­
lamientos de que había sido objeto, «a fin de que ningu­
no le pudiese informar más de lo que yo le he informa­
do, y para que fuese más movido a hacer inquisición
sobre nosotros, para que en todas maneras se diese sen­
tencia o declaración de nuestra doctrina».
Ignacio está convencido de que, para hacer bien a los
demás, era necesario «tener buen odor, no solamente
delante de Dios N.S., mas aun delante de las gentes, y
no ser sospechosos de nuestra doctrina y costumbres»
(FN 1,10-11).
El papa Paulo III accedió a las peticiones de Ignacio y
ordenó que se instituyese un proceso formal en toda re-

276
gla. Pero hubo una circunstancia providencial: por moti-
vos diversos, en aquel verano-otoño de 1538 vinieron a
encontrarse al mismo tiempo en Roma los tres jueces de
los procesos de Alcalá (Juan Rodríguez de Figueroa), de
París (el dominico Mateo Ory, inquisidor general de
Francia) y de Venecia (Gaspare de Dottis), es decir, pre-
cisamente de las ciudades de las que, según la acusa-
ción, Ignacio y los compañeros se habían visto obligados
a huir para evitar condena.
Todos ellos fueron unánimes en testimoniar a favor
de Ignacio y de sus compañeros.
A todos estos sufrimientos, en Roma, habría que aña-
dir los que le venían de su salud, ya bastante quebranta-
da. Basta leer sus cartas para ir recogiendo frases como
«Me encuentro bastante indispuesto» (Ep. 1205), «Estan-
do en cama por mis indisposiciones» (Ep. 1523), «He des-
cuidado escribir... por estar casi siempre con poca salud»
(Ep. 1792).
Cuando se inaugura el Colegio Romano, hoy Universi-
dad Gregoriana, «Salud casi siempre adversa» (Ep. 2742).
O cuando comienza el relato de la Autobiografía: «El Pa-
dre estaba entonces muy malo» (prólogo de Cámara).
«Tanto que nos da temer de dejarnos» (Ep. 3454).
«Ha estado en la cama cerca de 50 días» (Ep. 4708).
«En cama toda la semana» (Ep. 4951).
Ignacio tuvo que experimentar su fragilidad, a fin de
ser un instrumento apto en las manos de Dios. Esa mis-
ma suerte la tuvieron que vivir dos grandes figuras del
cristianismo universal. Me refiero a San Pedro y a San
Pablo. Su experiencia de fragilidad, la narramos en los
capítulos siguientes.

277
HERIDAS DE PEDRO

PARA QUE CONOZCA SU


FRAGILIDAD
PEDRO EL PRESUNTUOSO

Mucho antes que Ignacio, San Pedro tuvo que sufrir


unas cuantas heridas. Y esas heridas fueron educando a
Pedro en el conocimiento de sí mismo y en el conoci-
miento de Jesús.
Tiene que recorrer un camino, desde su primera pre-
sunción hasta que estalla en llanto, que manifiesta el
desvanecimiento de todas sus seguridades, ante el Cris-
to sufriente y frágil de la Pasión.
Pedro, al ver caminar a Jesús sobre las aguas, dirá:
«Señor, si eres tú, mándame ir por el agua hasta ti» (Mt
XIV,28). Jesús se lo permite, y Pedro empieza a caminar
sobre las aguas. Pero se levantó un viento violento, le en-
tró miedo y comenzó a hundirse, y vino el grito de «¡Se-
ñor, sálvame! Al punto Jesús, tendiendo la mano, le aga-
rró y le dice: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?».
Pedro quiere participar de la fuerza de Dios. Seguir a
Jesús, pero a ese Jesús lleno de fuerza y de poder. Toda-
vía no sabe que participar de aquel poder significa tam-
bién compartir las pruebas de Jesús, dejarse sacudir por
el viento y las olas. Al andar sobre las aguas presumía

281
de sí y se consideraba ya capaz de participar de la debi-
lidad de Dios.
Ésta es la primera experiencia y herida de la pasión.
Pero una experiencia cerrada y apenas inicial. ¡Qué te-
rrible hubiese sido para Pedro no hundirse, el creerse
distinto que los otros, asemejarse en el poder a Dios! Pe-
dro tiene arrojo, pero su conocimiento de Dios es em-
brionario, se encuentra al principio de un largo camino.
Empieza a pasar de la presunción al miedo.
Pero va a sufrir una segunda herida. En Cesárea de
Filipo, Jesús ha preguntado a los discípulos: «Y vosotros
¿quién decís que soy yo?». Y Pedro responderá, en nom-
bre de todos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Je-
sús le dice: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás,
porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino
mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que
tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia
(...). A ti te daré las llaves del reino...» (Mt XVL13-20).
Pedro está a rebosar. Cree que está a la altura del plan
de Dios, no como los otros. A él se le revela el Padre. A
él lo constituye Jesús piedra sobre la que edificará su
iglesia. ¿Qué se puede pedir más? Está que no cabe en
sí. No le disgustan esas palabras pronunciadas por Je-
sús. Piensa que aún hay distinciones entre discípulos y
discípulo. Y una niebla de vanidad va envolviendo todo
su ser.
Pero viene la segunda herida, ésa que le hace bajar de
las nubes a la realidad. Desconcierto de Pedro cuando,
casi a continuación, nada más abrir la boca y empezar a
ejercer sus funciones, se le reprocha duramente. En efec-
to, cuando Jesús, inmediatamente después, empieza a
decir abiertamente que debe «ir a Jerusalén y sufrir mu-
cho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, y ser matado», Pedro, como hombre prudente,
lleva aparte a Jesús con la intención de decirle algo que

282
le será útil, y «se puso a reprenderle diciendo: ¡Lejos de
ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!».
Pero imaginemos la herida y el desconcierto cuando
le responde Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escán-
dalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los
de Dios, sino los de los hombres!» (Mt XVI,21-23).
Aquí ya no le inspira el Padre, sino el enemigo, el rival
que tiene un proyecto opuesto al Padre. Pedro no acepta
la pasión de su Maestro porque no comprende su valor
profundo. Jesús quiere entrar plenamente en el plan de
Dios, y Pedro quiere llevarle a visiones puramente hu-
manas. Jesús no puede ser el Mesías en que sueña Pedro,
que llegue al triunfo sin pasar por el Calvario.
A través de esta segunda herida, Pedro va caminando
hacia la desposesión de su orgullo y presunción.
Nueva herida por la que tiene que pasar Pedro y nos
viene contada en el episodio de la Transfiguración, don-
de una vez que ha contemplado a Jesús transfigurado, y
ha vivido momentos muy fuertes de consolación, se le
ocurre decir: «Señor, qué bien es quedarnos aquí. Si
quieres haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y
otra para Elias» (Mt XVII,l-4). San Lucas dirá, al relatar
las palabras de Pedro: «No sabía lo que decía».
Pedro quiere ser el que eternice ese momento. Él se
encarga. El es el que quiere organizar el reino de Dios.
Ya que el reino de Dios es una cosa grande, hay que ha-
cer cosas grandes. En Oriente, una tienda para cada uno
es un lujo notable.
Y viene, de nuevo, la corrección de su manera de pen-
sar, pues escucha una voz de lo alto que dice: «Éste es mi
Hijo amado en quien me complazco». Lo que debe hacer
Pedro no es construir tres tiendas, sino mirar a ese Hijo,
su manera de comportarse. Es la gloria de Dios la que se
abaja, la que se hace frágil, despojada de sus atributos
de Dios, por opción personal.

283
Lo que tiene que aprender Pedro es a incorporarse al
destino que Jesús camina, y no pretender labrarse un
destino diferente del de Jesús, ni observarlo desde fuera.
Es siguiéndole en la pena como se le puede seguir en la
gloria. Es la gloria de Dios la que se encarna en la mise-
ria humana para salvarla. Jesús quiere compartir la fra-
gilidad de los humanos.
Pero sigue el camino de aprendizaje de Pedro. No es
fácil pasar de la soberbia a la humildad, de la presun-
ción a ser uno de tantos. Y quiero recordar el episodio
de los apóstoles Santiago y Juan, en su petición de que-
rer un puesto a la derecha y otro a la izquierda de ese Je-
sús que había anunciado un reino.
La madre le pide al Señor que sus dos hijos tengan
un puesto de relevancia ante ese Jesús que es rey (Mt
XX,20-28). Pero afirma el Evangelio que los otros diez,
por tanto también Pedro, se indignaron contra Santia-
go y Juan, porque también ellos querían tener esos
puestos.
Pero Jesús les hace ver, también a Pedro: «Sabéis que
los jefes de las naciones las dominan como señores ab-
solutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha
de ser así entre vosotros, sino el que quiera llegar a ser
grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que
quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro escla-
vo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha
venido a ser servido, sino a servir y dar la vida como
rescate por muchos».
Pero, por ahora, esas palabras de Jesús son, para Pe-
dro, agua pasada. Él es el primero, Jesús le ha elegido co-
mo piedra sobre la que edificar la Iglesia. Él tiene las lla-
ves del reino de los cielos. A él el Padre le ha revelado el
misterio que encierra Jesús. ¿A qué vienen, ahora, esas
peticiones de Santiago y Juan, que quieren quitarle el pri-
mer puesto? Él será el primero, según cree, por voluntad

284
de Dios. Es normal que se indigne ante la petición desca­
bellada de los dos hermanos.
Una vez más, Jesús le quiere corregir, y le dirá que no
se trata de ser el primero, ni ser grande, ni dominar, sino
de ponerse al servicio de todos. Pedro, como los otros,
tenía la locura de las grandezas, pero Jesús le quiere lle­
var a la pasión del servir. No se trata de dominar, sino
de ser humilde. Si debe mandar, no lo debe hacer por in­
terés propio, ni por voluntad de poder, ni por orgullo.
Jesús se pone por modelo, a quien hay que mirar, pa­
ra que Pedro vaya purificando sus actitudes de superio­
ridad, y aprenda a caminar por la senda del servicio. Je­
sús se rebajó para mostrarle que el servir nunca es algo
bajo.
Era la actitud de Jesús la que, como una herida, abría
un camino distinto a la soberbia y autosuficiencia de
Pedro.

285
DESPOJÁNDOSE DE SU
AUTOSUFICIENCIA

Después de la Última Cena, caminando hacia el huer-


to de los Olivos, hay como dos afirmaciones contra-
puestas: la de Jesús, que dice: «Todos vosotros vais a es-
candalizaros de mí esta noche, porque está escrito:
Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño»;
y la de Pedro, que afirma: «Aunque todos se escandali-
cen de ti, yo nunca me escandalizaré», «Aunque tenga
que morir contigo, jamás te negaré» (Mt XXVL30-35).
Jesús habla de la desbandada de los discípulos, de la
zozobra de la fe, de la fragilidad de todos. Pedro, en su
autosuficiencia, se ve distinto de todos, sin fragilidad.
Los otros pueden negarle, pero él, no. Pedro desconoce
su fragilidad, es presuntuoso y piensa que esa profecía y
afirmación de Jesús no cuenta para él. Pedro confía en
sus fuerzas y se considera una excepción.
Pero él, que alardeaba de su fuerza, fallará del modo
más vergonzoso con su triple negación. Esas negaciones
serán una herida contra su soberbia. Hay reproche de Je-
sús ante la intervención de Pedro, que piensa que va a

287
permanecer fiel: «Antes que el gallo cante por segunda
vez, tú me habrás negado tres veces».
Pedro se exalta en la sobre valoración de sí mismo:
«Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré».
Hasta ahí llegaban su orgullo y su ceguera. Ahí se ve
hasta qué punto le empujaba su orgullo. De tal modo es-
taba obcecado en su soberbia que no se creía frágil.
En la oración del huerto, cuando Jesús siente tristeza
y angustia, él duerme. Como todos, había observado
que, en la ciudad, la gente corría, tramaban algo, se oían
voces y reuniones. En ocasiones como ésta, nadie se de-
ja vencer por el sueño.
Morir con Jesús, sí, pero al encuentro de una muerte
heroica. En cambio, Jesús tiene miedo. Pedro empieza a
escandalizarse de un hombre que tiene miedo, que es
frágil, que se asusta. A Pedro le bastó que ese Maestro
no fuese un superhombre, sino un hombre como los de-
más, un amigo a quien consolar, para empezar a escan-
dalizarse y a no comprender.
Ve el rostro de Jesús tan angustiado, tan asustado,
que empieza a aflorar la duda: ¿es de verdad el Mesías?
¡Cómo se puede manifestar Dios en un hombre frágil?
Este Jesús que se humilla, que va a ser como una piltra-
fa humana, no concuerda con su soberbia y ansia de am-
bición y de gloria; perturba y arruina su castillo interior
hecho de autosuficiencia.
Y esa autosuficiencia de Pedro se va derrumbando
cuando ve a Judas, uno de los Doce, acompañado de un
grupo numeroso con espadas y palos. Jesús no reacciona
cuando le prenden, pues quiere entregar su vida libre-
mente. Pero Pedro sacó la espada, e hirió al siervo del
sumo sacerdote, le llevó la oreja. Es como un último in-
tento de morir como un héroe. Jesús le dirá «Vuelve tu
espada a su sitio, porque quien a hierro mata, a hierro
muere». Jesús desautoriza públicamente a Pedro. Es una

288
herida contra su soberbia. Es una enseñanza para hacer-
le comprender la fuerza de la fragilidad.
Pero será San Mateo quien, en su relato evangélico,
nos hable de las negaciones de Pedro: «Estando Pedro
abajo, en el patio, llega una de las criadas del sumo sa-
cerdote, y, al ver a Pedro, que se estaba calentando, lo
mira atentamente y le dice: También tú andabas con el
Nazareno, con Jesús. Pero él lo negó: Ni sé ni entiendo
lo que tú estás diciendo. Y se salió fuera, al vestíbulo.
La criada, mirándolo, comenzó otra vez a decir a los
presentes: Éste es de ellos. Pero él lo seguía negando de
nuevo. Poco después, los presentes volvieron a decirle a
Pedro: Realmente, tú eres de ellos, pues también tú eres
galileo. Pero él se puso a maldecir y a jurar: Que no co-
nozco a ese hombre del que estás hablando. En aquel
momento cantó un gallo por segunda vez. Entonces re-
cordó Pedro aquello que Jesús le había dicho: Antes de
que el gallo cante por segunda vez, tres veces me ha-
brás negado tú. Y rompió a llorar con grandes sollozos»
(Mt XXVL69-75).
Aquí aparecen las vacilaciones de Pedro, sus tres vi-
rajes, su debilidad humana. En la hora de la prueba fue
cobarde y débil como los demás.
Frente a la criada que reconoce a Pedro y le acusa de
ser seguidor de Jesús, Pedro se muestra ignorante y
tranquilo: no quiere entender de qué se está hablando.
Cuando, en el atrio, la criada comunica a otros su sospe-
cha, Pedro vuelve a negarlo. Mas cuando los circunstan-
tes se meten con él, porque le reconocen como galileo, a
causa de su pronunciación, Pedro empieza a maldecir y
a jurar que no conoce a ese hombre.
No conoce en ese hombre al Dios de Israel, el grande,
el todopoderoso, el que vence a los enemigos, no con-
cuerda con la idea que él ha soñado. Pedro creía tener
una idea exacta de Dios, pero no la tiene aún, porque na-

289
die tiene la verdadera idea de Dios hasta el momento en
que conoce al Crucificado.
Es cierto que Pedro había dicho que irían hasta la
muerte; pero leyendo el relato evangélico uno se da
cuenta de que piensa en una muerte heroica, la muerte
del mártir, una muerte gloriosa. Morir con la espada en
la mano, como un héroe, como los Macabeos que fueron
héroes del Antiguo Testamento. Pero no acepta morir
humillado, en silencio y, por tanto, como objeto de la
vergüenza pública.
Pedro piensa: si no puedo emplear la espada ¿por
qué no acuden esas famosas legiones de ángeles? ¿Por
qué Dios no salva a su consagrado? ¿Por qué es arres-
tado de noche, como un malhechor? ¿Por qué Jesús no
reacciona con violencia para rechazar la violencia?
Pedro, refiriéndose a Jesús, había dicho: «Yo no co-
nozco a ese hombre». Y, en cierto modo, era verdad,
pues no había entendido el enigma que se encerraba en
ese hombre enviado por el Padre para la salvación del
mundo. Pero también tendría que haber dicho: «Yo no
me conozco a mí mismo». No conozco la soberbia y au-
tosuficiencia que me habita.
Sucesos hirientes que vivió Pedro que dieron al tras-
te con su orgullo.
Tuvo que aprender que no se puede seguir a Jesús si-
no desde la experiencia de su propia fragilidad, esa fra-
gilidad que engendra a la humildad.

290
DE LA PRESUNCIÓN AL LLANTO

Es el evangelista San Lucas el que nos da una buena


pista para conocer ese recorrido interior de la conver-
sión de Pedro, pues escribe: «Simón, Simón, mira que
Satán os ha reclamado para zarandearos como al trigo;
pero yo he orado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca.
Y tú, cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus her-
manos. Díjole entonces Pedro: Señor, dispuesto estoy a
ir contigo incluso a la cárcel y a la muerte. Pero él con-
testó: Pedro, yo te digo que hoy no cantará el gallo sin
que hayas negado por tres veces el haberme conocido»
(Le XXIL31-34).
Para que el grano fuera purificado de la paja, era pre-
ciso entonces el zarandearlo en un cedazo. Para que el
interior de Pedro sea trigo verdadero, harán falta prue-
bas que lo separen de su soberbia y que siga a Cristo en
verdad.
Pedro va a caer muy hondo. Negará a Jesús por tres
veces, pero habrá en él una conversión. Pero esa conver-
sión no se deberá a sus fuerzas, sino a la oración de Je-
sús por él. Ora para que no desfallezca su fe. Como no

291
fue «la carne y la sangre», el poder humano, lo que le re-
veló que Jesús era el Mesías, así tampoco es mantenido
en la fe por poder humano, sino por el don de Dios, que
Jesús implora para él.
También Pedro se desviará del camino recto y negará al
Señor. Necesita volverse, pues ha llegado hasta el borde
de la apostasía. Sólo porque la oración de Jesús ha sido es-
cuchada no ha perdido la fe. La fe lo induce a «volverse»,
a convertirse, pero eso no se debe a sus propias fuerzas.
Pedro, en su autosuficiencia y orgullo, no puede so-
portar que se ponga en tela de juicio su fidelidad. Por
eso dice que está dispuesto a ir con Jesús a la cárcel y a la
muerte. Hace hincapié en su fuerza y en su fidelidad,
pero no prestó atención a las palabras de Jesús, según
las cuales sólo la oración de Jesús lo retiene al borde del
abismo y lo salva impidiendo que se hunda.
Lo va a negar tres veces. ¿Dónde quedará lo que ha
dicho con tanto encarecimiento: Señor, contigo hasta la
cárcel y la muerte? Todavía no se ha hecho cargo de su
propia flaqueza. Tendrá que ir aprendiendo, a base de
heridas, que él también es débil como los demás, que es
muy accesible a la flaqueza, al pecado y a la apostasía, y
que lo único que lo sostiene es la oración de Jesús. Cuan-
do el triunfalismo conoce y experimenta esta realidad,
deja de ser un triunfalismo serio.
Pedro, que había sido exaltado hasta lo más alto, cae
en lo más profundo. Pero tiene que experimentar que no
es piedra, sino arena sobre la cual nada se puede levan-
tar. Será piedra si se apoya en el fundamento inamovi-
ble, que es Cristo. Sobre ese fundamento se edifica la
nueva comunidad y también Pedro.
El equívoco de Pedro es que, como Jesús le ha dicho
que es Pedro (piedra), cree que en él se encuentra la
fuerza; pero tiene que saber que él puede caer, y ha caí-
do, como los otros.

292
Hasta que canta el gallo, Pedro no recuerda las pala-
bras y profecía de Cristo. No ha comprendido nada del
plan de Dios, ha sido como alguien a quien su soberbia
y orgullo no le han dejado ver.
San Lucas dice que «Jesús pasó y lo miró». Es enton-
ces cuando Pedro cae en la cuenta de que, en el fondo,
siempre se ha servido de Jesús para tener una posición
de privilegio.
Por fin se rasga el velo y Pedro empieza a intuir entre
lágrimas que Dios se revela, no en el Cristo que ha soña-
do, sino en el abofeteado, insultado, negado por él. Pe-
dro había querido morir por Jesús; pero tiene que dejar
el puesto a ese Jesús que morirá por él.
Pedro quería preceder a Jesús, morir por Él; pero es
Cristo el que va a morir por él. Y a través de esa herida,
de esa humillación vergonzosa de sus negaciones, va
descubriendo el misterio de sí mismo, y en el misterio
de Dios.
Tiene que abrir los ojos para darse cuenta de que, a
través de las experiencias dolorosas, se rasgó el velo de
su ignorancia, a fin de que comprendiera su propia de-
bilidad y fragilidad, a fin de que siguiera con humildad
por el camino del Espíritu.
En cierta ocasión, Pedro dijo a Jesús: «Mira, nosotros
lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Le XVIII,28).
Y es cierto que dejaron lo que poseían: las redes y las
barcas. Habían dejado sus «cosas», la propiedad, aque-
llo de lo que disponían, lo que podían considerar como
suyo, su actividad.
Según San Mateo, Pedro presenta su acción como un
título: «Nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido;
¿qué habrá, pues, para nosotros?» (Mt XIX,27). Pedro
quiere levantar una nueva seguridad que no es Dios. Ol-
vidaba que lo que hace entrar en el cielo no es el esfuerzo
del hombre, sino la bondad divina operante en Jesús.

293
Los Apóstoles habían dejado la propiedad, dinero,
barcas, bienes. Dejaron también aquello a lo que está
apegado el corazón: el hogar, la familia. Pero Pedro olvi-
daba que no había dejado la ambición, la soberbia, ni el
miedo.
Tiene que cambiar de «chip». Dice que lo ha dejado y
dado todo. No cae en la cuenta de que lo que ha recibido
es todo. Quiere que le den según lo que él ha dado. Pre-
senta, por así decirlo, sus cuentas, y se olvida de lo que
él tiene que dar por lo mucho que ha recibido.
San Ignacio tendrá que experimentar lo mismo a fin
de que su respuesta a Dios sea una respuesta al amor re-
cibido: «Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno».
Pedro tuvo que pasar por muchas heridas a fin de
desmontar su ambición, su soberbia, su autosatisfacción,
su creerse distinto y superior a los demás. Había dejado
muchas cosas, pero no se había dejado a sí mismo.
Cuando, en el lago de Tiberíades, Jesús le pregunte:
«¿Me amas más que éstos?», ya Pedro no se fija en si es
más que los otros; sólo dice «Tú sabes que te quiero».
Es como un amor que florece de nuevo después de la
traición. El perdón ha recreado enteramente a Pedro. So-
bre esa humildad amorosa de Pedro es cuando ahora Je-
sús va a poder construir su Iglesia. Nada duradero se
puede construir sobre una soberbia. Tan sólo se constru-
ye desde el amor. Un amor hecho servicio.
Todo un trabajo paciente de Jesús para hacer pasar a
Pedro desde la presunción al llanto. Desde la soberbia a
la humildad. Desde la autosuficiencia a un amor hecho
servicio.

294
HERIDAS DE PABLO

HERIDO PARA QUE NO SE


ENVANEZCA
TENÍA MOTIVOS PARA
VANAGLORIARSE

Pero no solamente Pedro, sino que también Pablo tu­


vo que recorrer el camino hacia la fragilidad. Pablo, otro
de los grandes hombres a los que Dios escogió para su
plan de salvación, y al que dotó de unas cualidades no
comunes.
Primeramente Pablo tiene de qué gloriarse respecto a
lo que se gloriaba todo judío. Se distinguían de los de­
más pueblos por su linaje, su lengua y costumbres. El
ser «hebreo» aludía a la pureza de sangre, que los judíos
preservaban con supremo orgullo. Es del linaje de Abra-
hán, ese linaje portador de las grandes promesas mesiá-
nicas. Pablo puede jactarse de su linaje.
Por eso, en su carta a los Filipenses podrá decir: «Si
algún otro cree poder confiar en la carne, más yo. Cir­
cuncidado el octavo día. Del linaje de Israel; de la tribu
de Benjamín, hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la
Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia;
en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Fil 111,4-6).

297
Pero, en segundo lugar, Pablo puede gloriarse por sus
trabajos y sufrimientos por Cristo. Ha trabajado más
que los demás apóstoles: «Trabajé más que todos ellos»
(1 Cor XV,10). Y, en su carta a los Corintios, en diversos
lugares, dará como una lista de ese servicio.
En esa carta habla de las fatigas de su trabajo misio­
nal: cinco veces recibió cuarenta azotes menos uno. Tres
veces fue apaleado y una apedreado. Naufragó cinco ve­
ces. Padeció trabajos y agotamiento; y preocupación por
las iglesias por él fundadas. Pasó por cárceles y procesos
judiciales. Y estuvo en peligros de muerte.
Es claro que Pablo no describe sus sufrimientos según
un orden cronológico, sino que los reúne por conteni­
dos. Los hay debidos a la naturaleza y a los hombres; y
entre éstos los que provienen de los judíos, de los paga­
nos o de los propios cristianos, en particular de los fal­
sos hermanos.
A los ojos de muchos parecerá una demostración de
fuerza sobrehumana, propia para despertar envidia.
Más tarde veremos que Pablo cree, por el contrario, que
pone al descubierto su profunda debilidad.
Y, en tercer lugar, Pablo podía enorgullecerse de sus
visiones y revelaciones. Son revelaciones divinas con las
que Dios le ha honrado. También podemos hacer como
una lista de tales revelaciones:
a) Sobre la salvación final de Israel, su pueblo (Rom
XL25)
b) Sobre el misterio de la resurrección de los muertos
(1 Cor XV,51)
c) Sobre la nueva venida de Cristo (1 Tes IV,15)
d ) L a aparición concedida en su viaje a Damasco
(Gal I,15s)
e) Y otras que aparecen narradas según los Hechos
de los Apóstoles.

298
Por ejemplo:
a) Cuando una noche vio a un macedonio que le
instaba a pasar a Europa (Hch XVL9)
b) Cuando se le apareció el Señor en sueños (Hch
XVIIL9).
c) Visiones y revelaciones de las que habla en
Hch XII, 1.

Pero las más conocida es la que cuenta en la segunda


carta a los Corintios: «Sé de un hombre en Cristo que ha-
ce catorce años -si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del
cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe- fue arrebatado al paraíso
y oyó palabras inefables que el hombre no puede pro-
nunciar» (2 Cor XIL2-4).
Comunica un misterio; pero levanta el velo sólo a me-
dias. No dice dónde aconteció, qué es lo que vio, o qué
palabras oyó. También para él quedaron cosas ocultas,
porque el lenguaje humano es incapaz de descubrirlas.
Y la otra conocida que cuenta Pablo es cuando el Se-
ñor se le aparece camino de Damasco, en la que se pro-
dujo su conversión. El evangelista San Lucas, en los He-
chos de los Apóstoles, relata tres veces el episodio de la
conversión de Pablo. Y el apóstol nos ha dejado en va-
rias cartas el recuerdo de este acontecimiento. Esto es
una manera de decirnos la importancia que tuvo en la
vida de Pablo.
Saulo respiraba amenazas de muerte contra los cris-
tianos. El verdadero protagonista del relato no es Saulo,
sino Jesús, el Señor, que proclama su divinidad al mani-
festarse a Saulo en una visión con las mismas caracterís-
ticas de luz, voz celeste, caer en tierra y estupor de los
presentes con que el Antiguo Testamento describe las
manifestaciones de Yahvé.
Aparición que el mismo Pablo describe así: «Pero,
cuando aquél que me escogió desde el seno de mi madre

299
y me llamó por su gracia se dignó revelar a su Hijo en
mí, para que yo lo anunciara a los gentiles...» (Gal 1,15-
16). «Le llamó por su gracia», que expresa el aconteci­
miento fundamental de la vida de Pablo. Dios decide re­
velarle a su Hijo. La revelación de Jesucristo fue de tal
intensidad que alcanzó al apóstol en la médula de su ser
y transformó su vida por completo.
Pablo tiene conciencia clara de que ha sido llamado
por Dios para anunciar el Evangelio de Jesucristo, pues
ha experimentado en su propio corazón la fuerza salva­
dora del mismo. Evangelio que no ha recibido de otros
hombres, ni es producto de su reflexión. Fue por revela­
ción directa y personal de Dios. Cambió totalmente sus
ideas y el curso de su vida. De perseguido, ahora se en­
trega a la tarea de anunciar por todas partes el amor uni­
versal de Dios.
De sus visiones y revelaciones, Pablo puede afirmar
el hecho, y decir algo sobre la experiencia. No puede
decir nada preciso sobre el contenido, que considera
inefable.
Aunque no conocemos mucho sobre el contenido de
esas visiones y revelaciones, sí que conocemos el resulta­
do, pues marcaron definitivamente su vida, y le confirie­
ron una visión y un dinamismo superiores y permanentes.
Mirando las cualidades de naturaleza y gracia de Pa­
blo, se comprende que pueda tener vanidad; pero a lo
largo de su vida ha ido teniendo una serie de pruebas, de
heridas, que le han hecho descubrir su propia fragilidad.
Y veremos, en el capítulo siguiente, cómo Dios le va a
someter a una experiencia que, como herida, le va a cu­
rar de la presunción y de la vanagloria.

300
PARA QUE NO SE ENVANEZCA

Pablo ha sido favorecido por la gracia más que nin-


gún otro. Pero Dios le somete, y precisamente a él, a un
correctivo, para preservar de toda soberbia a este favo-
recido de la gracia. Así escribirá Pablo: «Por eso, para
que no tenga soberbia, se me clavó un aguijón en la car-
ne: un ángel de Satán, para que me golpee a puñetazos,
a fin de que no me envanezca» (Cor XII,7).
Este correctivo de Dios que Pablo ha de experimentar
es un sufrimiento grave, que debe llevar sobre sí. Ese
aguijón del que Pablo habla tan misteriosamente es (de
acuerdo con la opinión más prevalente) una enfermedad
que limita sus fuerzas y le humilla. La finalidad de esa
prueba es que no tenga soberbia, que no se engría.
Pablo va a describir ese sufrimiento con dos imáge-
nes. La primera, sacada de la esfera natural. Percibe el
sufrimiento corporal como una espina o aguijón, que es-
tá continuamente clavado en su cuerpo y le atormenta.
En la segunda imagen, o descripción metafórica, uti-
liza palabras y conceptos de la mitología, la llama «án-
gel de Satán». La concepción paulina se acomoda a la

301
mentalidad bíblica de aquel entonces, que consideraba a
Satán el causante de las enfermedades. Bastaría recordar
cómo, en la gran epopeya veterotestamentaria de Job,
Satán puede herir al justo Job con la lepra (Job II,6s).
El fundamento de esa concepción era que Dios sola-
mente es creador y dador de vida; y la enfermedad y la
muerte son decadencia y destrucción de vida. Luego la
enfermedad y la muerte son obra del destructor univer-
sal, de Satán.
Dios permitió a Satán que hiriera a Pablo con la en-
fermedad, como le permitió que lo hiciera con Job. Dios
permite. Pablo dirá «me fue dado». El trabajo del após-
tol se vio seriamente obstaculizado porque le fallaban
las fuerzas corporales. Pero precisamente así se preser-
vaba a este hombre, tan altamente favorecido por la gra-
cia, de la idea-soberbia, de que él podía conseguirlo to-
do con sus solas fuerzas.
La convicción que Pablo expresa en sus palabras es
que también el mal entra en los planes de Dios y debe
servir a la salvación, como lo dirá en otro pasaje: «Todas
las cosas colaboran para bien de quienes aman a Dios»
(Rom VIII,28).
En esa situación penosa, Pablo va a hacer una ora-
ción: «Clamé al Señor tres veces que apartara de mí este
aguijón» (v. 8). Pablo narra con sencillez y emotividad
que pidió tres veces que se le quitara aquel opresivo su-
frimiento. No habla nada de su prolongada paciencia
con que pudo haber aceptado la enfermedad. Lo que re-
cuerda especialmente es que clamó por tres veces y lu-
chó en la oración.
Pidió hasta tres veces, porque en la primera y segunda
oración no fue escuchado. Y Pablo se extraña, porque Je-
sús había dicho: «Pedid y recibiréis». Pero olvidaba que
recibiremos ¿lo que pedimos, o lo que deberíamos pedir?
Porque hay veces que en nuestro deseo profundo la ora-

302
ción está desfigurada. Luego podrá escribir Pablo: «No
sabemos pedir como es debido» (Rom VIIL26). Dios no
reduce la carga, sino que duplica las fuerzas para llevarla.
Pidió auxilio en tres ocasiones y épocas distintas. Pa-
blo se pregunta por el sentido del castigo y se esfuerza
por comprender aquella carga. Exigía a Dios que le ayu-
dara contra Satán. Por dos veces fue desatendida su ora-
ción. Sólo a la tercera recibió respuesta.
¿Y cuál fue la respuesta que escuchó? «Pero Él le dijo:
Te basta mi gracia; pues mi poder se manifiesta en la fla-
queza» (v. 9). La respuesta de Cristo fue una negativa a
la petición, pues la respuesta sonaba así: La fuerza de la
gracia que tú tienes, basta. No es necesario liberarte del
ángel de Satán.
La gracia divina actúa como una fuerza a favor del
hombre. Y esta fuerza actúa y se manifiesta con tanta
mayor transparencia cuanto más débil es la fuerza del
hombre en el que ejerce su poder. Allí donde a simple
vista se ve que el hombre es impotente, es evidente que
no es la fuerza humana la que actúa, sino la fuerza de
Dios.
Por eso no puede exigirse que se haga desaparecer el
estado de debilidad de Pablo. Al contrario, sólo en la de-
bilidad, y precisamente en la debilidad de Pablo, alcan-
za su plenitud la gracia divina.
Pablo experimenta, en su vida y ministerio, un verda-
dero contraste. Está vinculado al mundo celeste, en vir-
tud de un maravilloso ensalzamiento al que está expues-
to; y por otra está expuesto a la poderosa impotencia, al
poder satánico, causa de sus sufrimientos. Con todo,
comprende que tiene que ser así para seguir siendo ser-
vidor de Cristo, preservado de toda soberbia religiosa y
de toda falsa vanagloria.
Los sufrimientos y los golpes del ángel de Satán no le
separarán del Señor y de su gracia. A pesar de ellos, si-

303
gue siendo el apóstol de Cristo. La misma debilidad es
revelación y lugar de la fuerza del Señor, y prueba de
que la gracia acompaña al apóstol. Eso era lo que le que-
ría enseñar el Señor.
Así se remonta Pablo a un principio de gran trascen-
dencia: «Muy a gusto, pues, me gloriaré de mis flaque-
zas, para que en mí resida el poder de Cristo. Por eso me
complazco, por amor de Cristo, en flaquezas, insultos,
necesidades, persecuciones, angustias; porque cuando
me siento débil, entonces soy fuerte» (vv. 9-10).
Dios demuestra su poder usando instrumentos débi-
les; la debilidad es el terreno en que actúa y se manifies-
ta la fuerza de Dios. Pablo remachará la enseñanza con
una paradoja lapidaria: «Pues cuando soy débil, enton-
ces soy fuerte».
Ahora puede gloriarse en su flaqueza. Esa fuerza di-
vina en la impotencia humana da a su afirmación nuevo
fundamento y profundidad. Quiere gloriarse de su fla-
queza con ánimo alegre. Renuncia a su deseo de verse li-
bre de la carga. Ahora confía y sabe que la debilidad es
colmada siempre por la fuerza del Señor.
La fuerza y la gracia de Dios no son nunca dadas co-
mo algo definitivo y de una vez para siempre, sino que
son siempre acontecimiento, verdad y salvación, reno-
vadas a favor del hombre.
En las palabras finales, repite Pablo la respuesta que
le dio el Señor: «Te basta mi gracia; pues mi poder se
manifiesta en la flaqueza». Era una respuesta que expre-
saba un principio fundamental de validez universal. Pa-
blo se somete de buena gana y sin reservas a la decisión
de Dios, y hace de la palabra y voluntad de Él norma y
fundamento de su vida.
Se somete gustoso a esa experiencia de aceptar su fra-
gilidad y su limitación, y renuncia al deseo de verse li-
berado de esa realidad. «Cuando soy débil, entonces soy

304
fuerte.» En su limitación y debilidad obraba la fuerza de
Dios. Pero eso lo tenía que vivir como experiencia.
Y que así lo vivió, lo podemos ver por su frase «Pero
este tesoro lo llevamos en vasos de barro, para que se
vea que este extraordinario poder es de Dios y no de no-
sotros» (2 Cor IV,7).
Desde luego, el ministerio apostólico es un tesoro ina-
preciable; y Pablo añade: pero depositado en vasos de
barro. Imagen que tiene un doble sentido. El tesoro está
contenido en un recipiente que no tiene ningún valor,
que no permite adivinar que encierra en su interior una
cosa preciosa. Quien sólo ve el vaso de barro, no sospe-
cha que dentro existe un tesoro.
Pablo tiene que saber que, cuando fue llamado, se le
concedió un tesoro, y debe conservarlo con un servicio
fiel. Pablo va a descubrir el sentido de la contraposición
entre el vaso y su contenido. Si sólo fuera un hombre
que actuara y llamara la atención por sus cualidades ex-
ternas, se le atribuirían a él los éxitos, y entonces la ac-
ción divina no sería ni conocida ni alabada.
Por eso Dios hace que los depositarios de su gracia
sean hombres frágiles, para que conozcan que su fuerza
es fuerza de Dios, que emana de Dios, y no puede ser
confundida con la fuerza humana. Así, su fuerza se ma-
nifiesta como extraordinario poder de Dios.
Es poder extraordinario porque desborda todas las
normas usuales entre los hombres.
El correctivo al que Dios ha sometido a Pablo, con sus
sufrimientos y heridas, le ha hecho experimentar dos co-
sas: su propia miseria y la ayuda todopoderosa de Dios.

305
DIOS ENTRÓ POR SUS HERIDAS
SU ACTITUD FRENTE
A LA FRAGILIDAD

Nos podríamos preguntar por el cómo se situó Ignacio


ante los sufrimientos y heridas, ya que la enfermedad es
uno de los problemas que preocupan a cualquier persona.
De cualquier persona podemos decir que, tarde o tempra-
no, la visita la enfermedad. El sufrimiento es algo consti-
tuyente, una realidad ineludible que forma parte de nues-
tra existencia. En expresión de J.B. Metz: «Especie de
segunda naturaleza». Y San Ignacio no fue una excepción.
La enfermedad y las heridas que vivió no sólo fueron
compatibles con sus aptitudes creadoras y su experien-
cia espiritual, sino que la fragilidad de su cuerpo contri-
buyó a éstas de una manera no pequeña.
Ignacio se situó ante ellas desde la fe. Porque le fe no
es huir de la realidad, ni mucho menos evadirse, sino un
modo más personal de afirmar la misma realidad. Ha
habido autores que han afirmado con profundidad que
una espiritualidad divorciada del cuerpo se transforma
en abstracción, igual que un cuerpo que rechaza su espi-
ritualidad se convierte en un objeto.

309
Él quiso vivir el dolor, la limitación, la discapacidad
física, no replegándose sobre sí mismo, sino desde la fe,
única capaz de un dinamismo superador que contribu-
yó a dar impulso nuevo a su vida.
La particular fragilidad de Ignacio, por vivirla desde
la fe, no fue para él como una insoportable carga, ni co-
mo una limitación que frustrara su vida, ni como una fa-
tal desgracia, o como un castigo de Dios, sino que, vivi-
da desde la fe, contribuyó en mucho para su experiencia
personal y espiritual.
Vivió la fragilidad corporal guiado por la fe. Por fijar-
nos principalmente en los aspectos gloriosos de su vida y
de su obra, el interés por sus sufrimientos, limitaciones y
fragilidades queda disminuido. Pero olvidamos que al
gran Ignacio le quedó una cojera de por vida. Si a Cer-
vantes se le pudo llamar «El manco de Lepanto», a Igna-
cio podríamos llamarlo «El cojo de Pamplona». Pero un
cojo que supo vivir desde ese Dios que entró en su vida.
A través de sus heridas fue experimentando su fragi-
lidad humana corporal, pero lo hizo desde la fe, que ca-
da vez se fue haciendo más profunda.
Cuando Ignacio habla de sus sufrimientos, tanto en
la Autobiografía como en las Cartas, lo hace en prime-
ra persona, con la delicadeza del que, experimentando
el dolor, sabe estar pisando terreno sagrado. Pero sólo
sabe que pisa terreno sagrado el que vive los sucesos
desde la fe. Es fragilidad vivida en unión con su Crea-
dor y Señor.
Así escribiría: «Yo he tenido este verano algunas in-
disposiciones, con que me ha hecho merced de visitar-
me Dios N.S.; ya estoy mejorado en salud, aunque que-
do enflaquecido. Sírvase de la enfermedad y vida y
muerte de todos, el que para nuestro mayor bien, si
ayudarnos queremos, con igual caridad nos la envía»
(Ep. VII, 4845, 615).

310
Porque vive su fragilidad y sufrimientos desde la fe,
dirá en otra ocasión: «En lo que toca a vuestra salud,
plega al que lo es eterna de todos dárosla cual conviene
para lo que vos deseáis en su santo servicio, y yo no me-
nos; pero todos finalmente hemos de tener por mejor, así
en nosotros como en los demás, lo que la suave provi-
dencia de Dios N.S. dispone» (Ep. VIII, 5033,174).
Porque hubo días en que la prueba fue insoportable.
Su corazón parecía cerrarse, la angustia lo abrazaba y la
esperanza prometida de un mundo mejor parecía una
utopía. Pues el dolor estaba presente en todo su ser, no
podía escaparse de él. El dolor engullía el momento pre-
sente y desaparecía del horizonte, un horizonte risueño.
El gozo del creer no economizaba su pena y sus lágri-
mas. Pero la fe le abría a la esperanza. Esa fe en medio
de la prueba brotaba como el grito del que nace. El tiem-
po no se paraba sobre el hoy de su dolor, sino que se
abrió en él, porque lo vivió desde la fe.
Que vivía todo desde la fe quedaría confirmado en
un párrafo escrito sobre el tema de la muerte: «De la
muerte de V.md. y nuestra tampoco la hallaríamos
(materia de dolor) si supiéramos reconocer la divina
providencia y amor para con nosotros, y fiarnos de lo
que ordena de nosotros la sapiencia de tan benigno pa-
dre nuestro y tan amador de todo nuestro mayor bien,
creyendo que en lo próspero y adverso, vida y muerte,
quiere y procura lo que más nos cumple...» (Ep. VII,
4713, 410).
Pero Ignacio no solamente se situó ante el dolor des-
de la fe, sino también desde la esperanza. En una carta
dirigida al rey de Portugal le anima a sufrir con espe-
ranza, habiéndole de cómo vivió él las persecuciones y
las cárceles: «En todos estos cinco procesos y dos prisio-
nes, por gracia de Dios, nunca quise tomar ni tomé otro
solicitador, ni procurador, ni abogado, sino a Dios, en

311
quien toda mi esperanza, presente y porvenir, mediante
su divina gracia y favor, tengo puesta» (Ep. I, 81, 296).
Para Ignacio, la cruz del dolor no es el mal y el desti­
no penoso, sino el sufrimiento que resulta del hecho de
estar vinculado a Jesús. Pero puede tener esperanza,
porque la esperanza es la hija de la fe. Él, como otro Pa­
blo, vivió en su propia carne el dolor, la tribulación, la
angustia, la persecución, el hambre, peligros. Pero, tam­
bién como Pablo, está convencido de que «ni la muerte,
ni ninguna otra criatura, podrá privarnos del amor de
Dios» (Rom VIIL37-39).
Por eso escribirá en los Ejercicios: «No querer más sa­
lud que enfermedad», porque lo decisivo es dejarse se­
ducir por Cristo y ser habitado por su Espíritu. Porque
aceptar la cruz de Cristo consiste precisamente en eso,
en una disponibilidad sin límite para tomar parte en la
inseguridad, riesgo, difamación de su MAESTRO.
Ignacio aconsejaba el que pusiésemos y aumentáse­
mos nuestra confianza en Dios. Pero eso lo aprendió por
las heridas que se transformaron en una experiencia es­
piritual necesaria para cultivar la unión con Dios y acre­
centar la confianza en su misericordia.
Nunca vio Ignacio los sufrimientos como castigo de
Dios. En la acción de Dios sólo vio su amor. Confianza
en Él no significaba creer en un mundo maravilloso en
el que, gracias a una intervención milagrosa del poder
divino, cambiaría la realidad para que se adaptase a sus
gustos o proyectos. Por el contrario, era llegar a la expe­
riencia de confianza y abandono a la voluntad de Dios,
para aceptar la salud y la enfermedad, la prosperidad y
la adversidad, según el plan divino.
Era un ver a Dios en cualquier circunstancia de la vi­
da. Ignacio no creyó en el Dios tapa-agujeros, usurpador
de la responsabilidad humana y de las leyes de la natu­
raleza. Nunca creció hacia el infantilismo o la evasión. Y

312
quiso siempre renovar la esperanza cuando más difícil
resulta, es a saber, en la adversidad y en el sufrimiento.
La persona que llega a conocer su indigencia com­
prende mejor la necesidad que todos tenemos de ser sal­
vados. Así Ignacio se abría al amor misericordioso de
Dios.
Ignacio sabía que la fe no le ahorraba ni los sufri­
mientos, ni las pruebas, ni incluso las dudas y preocu­
paciones, pero sabía también que la fe le daba fuerza pa­
ra atravesarlas. Le daba el creer que, más allá de toda
tiniebla, existía la luz, la de una mirada que se posaba
sobre él, porque es una mirada que no puede sino amar.
Reconciliado con Dios por la fe, entró en una situa­
ción de paz y esperanza. Paz que superaba la tribula­
ción, esperanza que transformaba el presente.
Pero su esperanza también brotaba y se sustentaba
del amor que Dios le tenía; y que el Espíritu hacía que
experimentase en su conciencia. Esperanza que fue al­
go distinto de un consolarse, u olvidarse de las tribula­
ciones. Su esperanza fue la irrupción alentadora del
pensamiento de la gloria de Dios que se abre paso en
las tribulaciones.

313
PACIENCIA

Ante los sufrimientos y fragilidades, Ignacio no sólo


se situó con un espíritu de fe, sino que también quiso vi­
virlos desde la paciencia.
Etimológicamente la palabra «paciencia» viene de la
palabra latina «patior», padecer o sufrir. Pero hay mu­
chas maneras de situarse frente al dolor: unos lo pade­
cen pasivamente; pero también se puede vivirlo desde
una actitud activa y positiva.
Pero la definición de paciencia como acto de padecer
o sufrir no es la única. Otros definen la paciencia dicien­
do que «la paciencia es tolerancia y sufrimiento», es de­
cir, un sufrimiento tolerado, aceptado.
Creo que es útil hacer la diferencia de esa paciencia to­
lerada, a nivel de motivaciones. Porque en Loyola, Igna­
cio vivió una paciencia activa y positiva, pero a un nivel
puramente humano. Basta recordar lo que él nos cuenta
en su Autobiografía: «Y viniendo ya los huesos a soldar­
se unos con otros, le quedó debajo de la rodilla un hueso
encabalgado sobre otro, por lo cual la pierna quedaba
más corta; y quedaba allí el hueso tan levantado, que era

315
cosa fea; lo cual él no pudiendo sufrir, porque determi­
naba seguir al mundo, y juzgaba que aquello le afearía,
se informó de los cirujanos si se podía aquello cortar; y
ellos dijeron que bien se podía cortar, mas que los dolo­
res serían mayores que todos los que había pasado, por
estar aquello ya sano, y ser menester espacio para cortar­
lo. Y todavía él se determinó martirizarse por su propio
gusto, aunque su hermano más viejo se espantaba y de­
cía que tal dolor él no se atrevería a sofrir; lo cual el heri­
do sufrió con la sólita paciencia» (Aut. n° 4).
Aquí la finalidad de la paciencia que Ignacio tiene es
una finalidad estética, y por su deseo de «seguir al mun­
do». Pero a medida que fue recorriendo su camino de
fragilidad y dolor, fue comprendiendo que la paciencia
ejercitada ante los sufrimientos y debilidades era un ma­
nantial de sabiduría y de santidad. El llegar a situarse
desde la paciencia hija de la fe fue todo un proceso; fue­
ron etapas que tuvo que superar en su vida.
Germán Arana, al tratar de la paciencia en el Dicciona­
rio de espiritualidad ignaciana, dice: «La paciencia es como
la humildad verificada en los sinsabores cotidianos».Y
trae como prueba de su afirmación lo que Ignacio escri­
birá en sus Constituciones: «En el tiempo de las enferme­
dades no sólo debe observar la obediencia con mucha
puridad a los Superiores espirituales para que gobiernen
su ánima, mas con la misma humildad a los médicos cor­
porales y enfermeros, para que gobiernen su cuerpo (...)
Asimismo el tal enfermo, mostrando su mucha humil­
dad y paciencia, no menos procure edificar en el tiempo
de su enfermedad a los que le visitaren, conversaren y
trataren, que en el tiempo de su entera salud a mayor
gloria divina» (Const. 89).
Aquí, la paciencia no tiene relación con la vanidad
del mundo, sino con la obediencia, la humildad y la ma­
yor gloria de Dios.

316
Ignacio va comprendiendo que, para ser humilde, es
preciso haber experimentado y tocado la propia fragili-
dad. Ignacio fue siendo humilde en la medida que fue
recorriendo la propia fragilidad. Por eso en sus cartas,
para describir su enfermedad, utiliza a veces la expre-
sión ambigua de «indisposiciones». En esa palabra se es-
conden situaciones diversas que van desde un ligero do-
lor de estómago a meses enteros recluido en casa con
total inactividad; situaciones que describen una peque-
ña calentura o una situación grave que hace incluso te-
mer la muerte. «No hallando en mí disposiciones ni
fuerza cuales deseo, por mis asiduas indisposiciones»
(Ep. 1,137). «Siendo ordinariamente enfermo y maltrata-
do nuestro Padre de sus indisposiciones, especialmente
del estómago, y a las veces es tanto, que no puede mo-
verse ni ayudarse de su persona» (Ep. I, 208).
Según los expertos, la paciencia aparece, en sus car-
tas, en cuatro contextos diferentes:
a) Enfermedad (Ep. XI, 351)
b) Desprecios (Ep. I, 86)
c) Pobreza (Ep. VII, 551; XI, 511)
d) Con la demora en la consecución de algo (Ep. I,
143; IV, 59).

Su paciencia consistió en asumir positiva y espiritual-


mente las «pasividades» mortificantes de su existencia,
en las que se experimentaba como objeto pasivo de un
infortunio; de algo no previsto.
Para Ignacio, Dios no sólo habita en las experiencias
gratificantes: «Pues no menos lo hace en la adversidad
que en la prosperidad, y tanto en las aflicciones como en
las consolaciones, muestra el eterno amor suyo con que
guía a sus escogidos a la felicidad perfecta» (Ep. VI, 161).
Y en los Ejercicios Espirituales, al hablar de la desola-
ción dirá: «El que está en desolación, trabaje de estar en

317
paciencia, que es contraria a las vejaciones que le vienen
y piense que será presto consolado, poniendo las dili­
gencias contra la tal desolación» (EE 321).
Es lo que él hizo en los momentos difíciles: trabajar
contra el derrotismo que le asaltaba, sí, trabajar cuando
la adversidad limitaba los horizontes amplios que pro­
porciona la fe. Luchó contra el derrotismo que le hacía
olvidar que Dios habita en la debilidad.
En su enfermedad y en su vejez; en su fragilidad y
achaques, Ignacio ofreció libremente el sentirse débil y
sin fuerzas. En tales situaciones de discapacidad, la
construcción de su vida la dejaba más al obrar de Dios
que a sus propias fuerzas y voluntad. Sabía que el amor
eterno de Dios le guiaba por caminos que él ignoraba.
En otros momentos Ignacio usa la palabra «resigna­
ción», en lugar de «paciencia»: «Es, pues, necesaria mu­
cha resignación (a condición de que uséis todos los me­
dios razonables para sanar) para contentaros de todo
cuanto dispondrá Dios N.S. de vuestra persona; y en
tanto que os visita con enfermedades, aceptarlas de su
mano como don muy precioso de padre y médico pietí-
simo y sapientísimo, disponiéndose en todo en alma y
cuerpo, en el hacer y en el sufrir, contentándose de cuan­
to placerá a su divina providencia» (Ep. VI, 4351,586).
Nos damos cuenta de que es una resignación (pacien­
cia) activa, positiva, y en fe que Ignacio vivió, pues la ra­
zón que da es: «y en tanto que os visita con enfermeda­
des, aceptarlo de su mano como don muy precioso de
padre y médico sapientísimo».
Resignación (paciencia) que, por vivirla desde los su­
frimientos vistos como visitaciones de Dios, le hizo sufrir
con esperanza. En una carta dirigida al rey de Portugal le
anima a sufrir con esperanza, hablándole de sí mismo y
de los sufrimientos por Cristo que ha tenido que sopor­
tar: «En todos estos cinco procesos y dos prisiones, por

318
gracia de Dios, nunca quise tomar ni tomé otro solicita-
dor, ni procurador, ni abogado, sino a Dios, en quien to-
da mi esperanza, presente y provenir, mediante su divi-
na gracia y favor, tengo puesta» (Ep. I, 81,296).
Esa dialéctica que se establece entre paciencia, forta-
leza y seguimiento de Cristo nos la aclara el profesor
Flecha cuando dice: «La conversión supone aceptar el
humilde camino de la esperanza que se hace cotidiani-
dad y compromiso en la paciencia, esa magnífica - y ma-
lentendida- virtud que no significa debilidad, sino la
tensa obstinación de quien acepta la temporalización de
la esperanza y su encarnación en las mediaciones histó-
ricas. La paciencia, en cuanto compromiso activo, rei-
vindica la credibilidad de la esperanza y la seriedad de
la conversión» (Teología moral fundamental, BAC, Madrid,
1994, 337).
Ignacio es consciente de que a los que enteramente
aman al Señor, todas las cosas les ayudan y les favore-
cen, incluso los sufrimientos: «De la fortaleza y pacien-
cia de nuestro hermano Fabricio aquí estamos muy edi-
ficados conociendo bien los dolores que él ha tenido.
Todas estas cosas las convertirá Dios en mérito y au-
mento de gracia» (Ep. IX, 5747, 643).
Hallando a Dios en todas las cosas, el hombre será ca-
paz de reconocerse amado por Él también en las adversi-
dades y en el sufrimiento. Respecto a lo que para Ignacio
significa buscar y hallar a Dios en todas las cosas, cuan-
do las aplicamos a la experiencia de la enfermedad, va-
len las observaciones de Mario de Francia Miranda: «En-
contramos a Dios no cuando hablamos de Él o cuando
pretendemos imaginarlo, sino cuando nos compromete-
mos con Él. Comprometerse con Dios es correr la aven-
tura del amor, es exponerse ante Dios siempre mayor,
que siempre nos desinstala y desconcierta, deshaciendo
nuestros conceptos y representaciones, sorprendiéndo-

319
nos donde menos lo esperábamos, impidiéndonos iden-
tificarlo con sus mediaciones, y haciendo que nos sumer-
jamos en la historia humana para vivirla intensamente».
Ese vivir los sufrimientos por Ignacio con resigna-
ción y paciencia era eco de lo que San Pablo dijo en su
carta a los Romanos: «Pues sabemos que sufriendo ga-
namos paciencia» (Rom V,3). Sufrimientos que, en Igna-
cio, no fueron únicamente las persecuciones que sufrió,
sino las miserias y fragilidad de su vida, con las que la
muerte irrumpía ya, o seguía irrumpiendo todavía, en
su vida.
El temor, la preocupación por el futuro, los desenga-
ños, los dolores, las enfermedades, la estrechez, y todo
lo que la vida trae consigo, pero que Ignacio afirmaba
que también es don de Dios.
Ignacio cree que no solamente tiene que superar los
padecimientos, sino que son para él, a la vez, don y ta-
rea. En esas tribulaciones que pasó, ejercitó la paciencia
porque, en ellas, en su aspecto de muerte, destacaba la
esperanza en la vida.
Ignacio fue experimentando que las tribulaciones, vi-
vidas desde la fe y el amor, producían paciencia, es de-
cir, «aguante», que era todo lo contrario a la huida y a la
impaciencia.
Pero esa vivencia no la consiguió de la noche a la ma-
ñana, sino que fue un largo proceso. Desde la lamenta-
ción y dolencia, hasta la aceptación serena. Ignacio tiene
conciencia de su propia fragilidad corporal y, aunque en
un principio se lamenta y se resiste a sucumbir ante las
limitaciones que ésta le impone, poco a poco va dando
paso a una actitud de serena aceptación y reconocimien-
to de su estado crónico de enfermedad. A veces estaba
dolido frente a la limitación de sus fuerzas, muy débiles
y flacas, que «le impiden servir a Dios N.S. como él de-
sea» (Ep. 1,426).

320
Y es que hay una serie de circunstancias que acompa-
ñan a toda enfermedad seria: la pérdida de capacidad
para el trabajo; el futuro incierto y la angustia por una
enfermedad que se considera grave; el aislamiento psi-
cológico y con frecuencia material; la pérdida de la au-
tonomía de movimientos y, por tanto, la necesidad de
depender de otros para las necesidades más elementa-
les; la percepción del propio decaimiento físico.
Por ello esa su fragilidad surge espontáneamente en
sus escritos: «pocas fuerzas, débiles, flacas, mínimas, po-
co ser y menos valer, salud casi siempre adversa, media-
na, poca, flaqueza ordinaria». Por ejemplo, dirá: «Yo que
soy humano y flaco» (Ep. I, 6, 98). «Según mi poco ser y
menos valer» (Ep. I, 113, 361; 115, 363). «Muchos días
han pasado que esto mismo hacer deseaba, si mi poco
ser y menos valer no me estorbara» (Ep. I, 600, 243).
Esa fragilidad aceptada con paciencia le fue llevando
a la humildad. Sirvan de ejemplo las siguientes palabras:
«Plega a Jesucristo dársenos a conocer verdaderamente,
para que, en su luz conociendo nuestra poquedad y mi-
seria, pongamos el fundamento firme de la humildad, no
viendo (pues no lo hay) de qué preciarnos, sino de qué
confundirnos, y de qué alabar y glorificar nuestro señor
y creador, como autor de todo bien» (Ep. II, 889,550).
Tan insistentemente se manifiestan los síntomas, y la
debilidad corporal es tal, que el propio Ignacio llega a
definirse como incapacitado. En su incapacidad sigue
viviendo la esperanza, que en la vida toma el nombre
de paciencia. Era un ver a Dios en cualquier circunstan-
cia de la vida. Ignacio no creyó en el Dios tapa-agujeros,
usurpador de la responsabilidad humana y de las leyes
de la naturaleza. Nunca creció hacia el infantilismo o la
evasión. Y quiso siempre renovar la esperanza cuando
más difícil resulta, es a saber, en la adversidad y en el
sufrimiento.

321
La persona que llega a conocer su indigencia com­
prende mejor la necesidad que todos tenemos de ser sal­
vados. Así Ignacio se abría al amor misericordioso de
Dios.
Ignacio recorrió todo un proceso, desde una libertad
de asumir con paciencia su sufrimiento, pero por narci­
sismo y vanidad, en Loyola, hasta una libertad en sere­
na aceptación, pues los sufrimientos los veía como don
y como gracia. Que, en expresión poética de Germán
Arana, S.J., la paciencia «es un acto de libertad que con­
vierte en moneda de amor lo que nos mortifica».
Todo un recorrido, desde el sufrir por vanidad a ver
que en sus dolores y fragilidad Dios le visitaba con su
gracia.
Bajo esa luz de Dios, las adversidades y sufrimientos
por los que tuvo que pasar los vivió desde la esperanza,
que, en la vida, toma el nombre de paciencia.

322
INTEGRANDO SUS HERIDAS

Además de vivir su fragilidad corporal y sus heridas


físicas y del alma desde la fe y la paciencia, Ignacio se si­
tuó ante los sufrimientos con un espíritu de integración.
Gravemente herido en Pamplona, lejos de dejarse avasa­
llar por la violencia de una disminución física importan­
te, por el dolor y los complejos, fue capaz de ir superan­
do, en su proceso personal, lo que parecía ser frustración
en su vida. Logró incorporar a su existencia sus heridas
de una manera digna, positiva y unificada.
Herido en Pamplona, al comienzo vivió su herida
desde la incertidumbre del futuro y la humillación de la
derrota. Herido en el cuerpo y en el alma, tendría oca­
sión de retomar el camino hacia el interior de sí mismo.
Derrotado y vencido, volvió Ignacio al lugar que le vio
nacer; y donde empezará su segundo nacimiento.
Gracias a que supo integrar su discapacidad física y
sufrimientos del alma, éstos le condujeron paulatina­
mente a la transformación de sus más profundas aspira­
ciones. Poco a poco irá tomando conciencia de que las
posibilidades de convertirse en un caballero admirado y

323
poderoso habían sido reducidas hasta lo imposible. Ba-
jo, calvo, cojo, enfermo.
Porque Dios fue siendo su Absoluto, es normal que la
realidad entera fuese convocada a ese horizonte que le
atraía. Y en esa «realidad entera» entraban los sufri-
mientos, las decepciones, la impotencia, la fragilidad. En
una palabra: sus heridas.
Se trataba de ser unificado en el encuentro con Dios,
no teniendo su vida dividida en zonas diversas, en la
que cada zona dependiera de dueño distinto.
Es cierto que esa unificación e integración fueron fru-
to principalmente de la ilustración del Cardoner; pero
no es menos cierto que tuvo que trabajar para que esa
ilustración se verificase en la vida. Se trataba de buscar y
hallar a Dios en todas las cosas; por tanto, también en
los sufrimientos y heridas.
Esa integración en el TODO fue tan profunda en su
vida que será una de las claves de la espiritualidad ig-
naciana. Esa palabra, «todo», que abraza las expresiones
de integrar, incorporar, unificar.
Según Javier Meloni, S.J., en el Diccionario de espiritua-
lidad ignaciana, esa palabra, «todo», empleada como ad-
jetivo, pronombre o adverbio, sale 125 veces en la Auto-
biografía; 160 en el Diario Espiritual; 179 en los Ejercicios
Espirituales; y 514 en las Constituciones. Lo que arroja la
cantidad casi de un millar de veces, tan sólo en esas cua-
tro fuentes.
Ese «todo», prosigue diciendo Meloni, consiste «en la
abnegación integral para alcanzar la libertad interior y
así integrar la positividad de todas las cosas en Dios y
hacia Dios. Y es que en la verdadera experiencia espiri-
tual se percibe que no hay nada ajeno a El, y que el mun-
do entero y las cosas quedan incorporadas en Dios».
Una confirmación de ello lo podríamos ver en las
Constituciones, donde Ignacio escribirá: «Todos se es-

324
fuercen de tener la intención recta, no solamente acerca
del estado de su vida, pero aun de todas cosas particu-
lares; siempre pretendiendo en ellas puramente el servir
y complacer a la divina bondad por sí misma, y por el
amor y beneficios tan singulares en que nos previno,
más que por el temor de penas ni esperanza de premios,
aunque de esto deben también ayudarse. Y sean exhor-
tados a menudo a buscar en todas cosas a Dios nuestro
Señor, apartando, cuanto es posible, de sí el amor de to-
das las criaturas por ponerle en el Criador de ellas, a Él
en todas amando y a todas en Él, conforme a la su santí-
sima y divina voluntad» (Const. 288).
«Buscar a Dios en todas las cosas», palabras que son
un eco de esa búsqueda de Ignacio «en todo», luego
también en el sufrimiento, y a través de las heridas de la
vida. Unas heridas que fueron desconcertando y desins-
talando. A través de las heridas fue recibiendo, desde la
fe, una iluminación nueva que le capacitaba para orde-
nar a Dios todas las cosas, y encauzarlas y reorientarlas
hacia Él.
Y es que, a la luz de la fe, las heridas, con su dolor y
adversidad, son una prueba, a través de la cual Dios
conducía a Ignacio a un conocimiento más real, más vi-
vo y profundo del sentido de la vida, a un acercamiento
más completo a la realidad de la existencia.
«Buscar a Dios en todas las cosas», que Ignacio con-
virtió en principio o matriz que fue dando luz a cada
una de las dimensiones y aconteceres de la vida y a la
totalidad de su trayectoria espiritual. Lo que él deseaba
era cumplir la voluntad de Dios, y en ese deseo queda-
ban integradas todas las demás cosas.
Desde aquel deseo suyo de buscar a Dios en todas las
cosas, fue iluminando las pasividades de su vida. Inte-
gró en su experiencia personal su fragilidad, sus enfer-
medades, sus persecuciones. No creyó que había como

325
dos caminos distintos, salud o enfermedad, para encon-
trar la voluntad de Dios, ya que su deseo único, de cum-
plir la voluntad de Dios, fue siendo la finalidad última
de su existencia. Fue por eso por lo que sus heridas, co-
mo cualquier otra realidad creada, se transformaron así
en camino de perfección, lugar de encuentro. Las altera-
ciones o desaparición de las esperanzas mundanas fue-
ron un motivo para abrirse a la esperanza. «Sólo en Él
poner nuestra esperanza.»
Porque fue integrando su sufrimiento, a todo su do-
lor le fue dando una concepción más realista y profunda
de su propio ser en el mundo y de su relatividad contin-
gente. Su cuerpo enfermo, frágil, aunque era instrumen-
to de expresión de sí mismo y de encuentro con los de-
más, fue también sacramento de amor y de comunión
con Dios. En sus sufrimientos y heridas descubrió lo que
eran, sus carencias, y se acentuó la necesidad que tenía
de salvación.
No se cerró en sus heridas sufrientes, sino quería que
ese dolor fuese dolor redentor. Por eso escribiría: «En las
enfermedades todos procuren sacar fruto de ellas, no so-
lamente para sí, también para la edificación de los otros;
no siendo impacientes ni difíciles de contentar, antes te-
niendo y mostrando mucha paciencia y obediencia al
Médico y Enfermero, usando palabras buenas y edifica-
tivas, que muestren que se acepta la enfermedad como
gracia de la mano de nuestro Criador y Señor, pues no lo
es menos que la sanidad» (Const. 272).
Ignacio creía que el cuerpo enfermo, frágil o mori-
bundo sigue siendo instrumento de la obra de Dios que
salva. Ignacio dirá, por activa y por pasiva, que todo se
ha de ordenar a su servicio y alabanza. También los su-
frimientos y las incapacidades deben ser integrados en
esta órbita. Sabía que no estaba solo ante la adversidad,
el sufrimiento, la enfermedad y la muerte.

326
Aunque finito y frágil, Ignacio vivió su relación con su
Creador y Señor. Y recordaba el texto bíblico, el cual afir-
ma que todo está en Dios y que todo tiende hacia Él. «En
quien vivimos, nos movemos y existimos» (Hch XVIL28).
No quiso que quedase fuera de esa relación ninguna
realidad.
Ignacio sabía que, en cualquier situación en que se
encontrase, Dios estaba con él. Idea que recogerá el car-
denal Cario María Martini, S.J., en la página última de
Los Ejercicios de San Ignacio a la luz del Evangelio de Mateo.
Dice así: «Te damos gracias, Señor, porque estás con no-
sotros y estarás con nosotros. Estás con nosotros hoy,
reunidos aquí en medio de la tranquilidad, en este lu-
gar donde estamos al abrigo del viento y de la tempes-
tad, de todo lo que nos pueda perturbar desde fuera
(•••).
»Te damos gracias, Señor, porque estarás con noso-
tros mañana y pasado mañana, y siempre: no habrá nin-
gún día en que no estés con nosotros. Concédenos, Se-
ñor, aceptar de ti esta certeza que, aun cuando no
destruye enteramente nuestros miedos, nos cambia in-
ternamente el corazón.
»Te damos gracias, Señor, Dios Padre, que a través de
la muerte y resurrección de Jesús nos das el Espíritu que
pone en nuestro corazón esta certeza, destinada a per-
manecer por todos los siglos de los siglos. Amén».
La profunda convicción que vivió Ignacio en sus
pruebas era que, con todo, podía servir y alabar a Dios:
«Plega a la suma bondad todo se ordene a su santo ser-
vicio y continua alabanza» (Ep. I, 3, 77). O esta otra ex-
presión: «Dígnese la divina bondad servirse de la enfer-
medad y sanidad, vida y muerte de todos» (Ep. VII,
4580,193).
Fue teniendo la experiencia educativa de ese Dios
que tomaba y toma la iniciativa, visitando en la enfer-

327
medad a quienes ama: «Yo he tenido este verano algu­
nas indisposiciones, con que me ha hecho merced de vi­
sitarme Dios N.S.; ya estoy mejorado en salud, aunque
quedo enflaquecido. Sírvase de la enfermedad y vida y
muerte de todos, el que para nuestro mayor bien, si ayu­
darnos queremos, con igual caridad nos la envía» (Ep.
VII, 4845, 615).
Ignacio nunca olvidó su cuerpo como dimensión de la
que había que prescindir para ir a Dios. Para Ignacio es al
hombre completo, en su unidad existencial, al que Dios
llama a su encuentro. «En lo que toca a vuestra salud,
plega al que lo es eterna de todos dárosla cual conviene
para lo que vos deseáis en su santo servicio, y yo no me­
nos; pero todos finalmente hemos de tener por mejor, así
en nosotros como en los demás, lo que la suave provi­
dencia de Dios N. S. dispone» (Ep. VIII, 5033,174).
Decíamos que a orillas del río Cardoner, en Manre­
sa, es donde Ignacio recibió una comprensión sintética
de toda la existencia, de toda la realidad, de todo el
mundo, de toda la historia, llevándole a sentir en cada
cosa el dinamismo divino que la anima. Y esa expe­
riencia no se saltó sus sufrimientos, debilidades, fragi­
lidad y adversidades.
En sus sufrimientos Ignacio se enfrentó a situaciones
límite que comprometían su existencia y le proporciona­
ban dolor y limitación; pero también le ofrecían la posibi­
lidad de vivir esas experiencias un poco extremas, hasta
transformarlas en lugar de salvación y lugar de encuentro
con Cristo. Fue cuando colocó a Dios como fuente de la
que todo procede y centro hacia el que todo confluye
cuando pudo encontrar sentido a su fragilidad.
Le puso en situación de orientar su vida hacia lo
más profundo y verdadero de sí mismo. Dios le salió al
encuentro desde el fondo de la vulnerabilidad huma­
na. Ignacio dejó su ser finito y frágil a la voluntad y

328
querer de Dios. Vivió de modo salvífico el tiempo de
sus heridas.
Fue integrando todo, y esa integración le ayudó a to­
mar conciencia de su finitud, su vulnerabilidad y de sus
propios condicionamientos. Integración que le libró de
otros apegos y afecciones. Todas las heridas las fue inte­
grando en la totalidad de su existencia de forma creativa
y humanizante.
Al integrar su fragilidad se dio cuenta de que no sólo
era compatible con la fuerza creadora del amor, sino que
le enriquecía y dotaba de una mayor profundidad. Y así
como, en algunos seres humanos, la fragilidad, los con­
flictos afectivos graves, las enfermedades, pueden ani­
quilar la personalidad o frustrar los proyectos persona­
les, en Ignacio esa misma fragilidad tuvo una influencia
benéfica. El integrar sus sufrimientos le hizo más dispo­
nible para lo fundamental: el amor a los otros y el amor
al verdaderamente OTRO.

329
DEJARSE TRANSFORMAR

Ignacio no solamente vivió sus heridas desde la fe, la


paciencia y la integración, sino que vio sus sufrimientos
como visitaciones de Dios. Y es esto último lo que qui­
siéramos describir en este capítulo, guiados por ideas de
José María Marín.
Lo mismo que quiso ayudar a las almas con sus Ejer­
cicios, que fueron experiencias personales, del mismo
modo quiso ayudar a las almas, pero esta vez desde el
cómo vivió él el dolor. Ayudar a las almas a que, ante los
sufrimientos, pudiesen entender y celebrar la misericor­
dia de Dios, y que los pudiesen vivir de la misma mane­
ra que él los supo vivir.
Lo que él experimentó personalmente en su enferme­
dad, eso mismo deseaba para los destinatarios a quienes
escribía o con los que conversaba. Quería que la gente
supiese descubrir en la enfermedad y en el sufrimiento,
y la fragilidad corporal, una oportunidad de crecimien­
to espiritual.
Ignacio experimentó que tiene gran importancia el có­
mo nos situemos ante ese Dios que, siendo siempre mis-

331
terio, nos desinstala y desconcierta. Ese Dios que, por me-
dio de la enfermedad, deshace nuestros falsos conceptos
o representaciones de la vida. Ese Dios que nos ayuda pa-
ra que no andemos por nuestros caminos equivocados.
En la mentalidad de su época, y en otras anteriores y
posteriores, el sufrimiento se veía como un castigo; pero
Ignacio vivió el sufrimiento como visitación de Dios, no
como castigo por sus faltas. Bajo esa luz, el sufrimiento
tuvo, para él, una iluminación nueva. Luz que le capaci-
taba para encauzarlo, ordenarlo hacia Dios.
El propio Ignacio describe su enfermedad y fragili-
dad corporal como visita de Dios: «Por la enfermedad
corporal, con la cual el Señor nuestro me ha visitado»
(Ep. III, 1543, 297).
Una y otra vez vemos a Ignacio describir sus indispo-
siciones, sus dolores, sus limitaciones físicas como una
visita de Dios: «Acá también estamos buenos, por su
gracia, aunque algunos hemos sido visitados con algu-
nas indisposiciones» (Ep. II, 966, 633).
Y en otra ocasión: «con las que me visita casi conti-
nuamente la divina bondad» (Ep. VIII, 5118, 306).
Su enfermedad no es pasajera. Notemos, a este res-
pecto, la expresión «casi continuamente».
O en aquella otra carta escrita el 18 de junio de 1555 y
dirigida a Luis Mendoza: «De la indisposición de cabeza
o
que padece V.md. sentimos acá nuestra parte. Plega a X
N.S. de sernos salud verdadera y de convertir en bien
cualquier trabajo con que se digna visitarnos» (Ep. IX,
5449,207).
Ignacio cree que la existencia entera puede transfor-
marse en bien, porque «hallando a Dios en todas las co-
sas» el hombre, será capaz de reconocerse amado por Él,
también en las enfermedades y en el sufrimiento.
Ignacio se sitúa ante los sufrimientos viendo a Cristo
que viene a visitarle en su dolor, como lo hacen los mé-

332
dicos ante los enfermos. En carta dirigida a María Fras-
sona del Gesso, una bienhechora de la Compañía, a la
que Ignacio trata de consolar en su enfermedad, la invi-
ta a que vea en su dolor la mano de Dios y los bienes
que Dios pretende con estas visitaciones: «Habiendo en-
tendido por cartas de los nuestros, que vuestra Sría. era
visitada de Dios nuestro Señor con alguna enfermedad
corporal, y también con trabajo del espíritu, parecióme
debía visitarla por carta, ya que de otro modo no me es
posible, y recordar a vuestra Sría., que suele proceder de
este modo la providencia de nuestro amantísimo Padre
y sapientísimo médico con aquéllos que mucho ama»
(Ep. VI, 4094,223).
Ignacio no habla de milagros de Dios en sus dolencias
de alma o cuerpo, sino que experimentó en su propia vi-
da transformaciones evidentes físicas, por ejemplo en
Loyola; y espirituales, en Manresa con la desaparición
de sus escrúpulos.
Ignacio sabe que Cristo se acerca al hombre sufriente
del mismo modo que se acercaba a los enfermos en el
transcurso de su vida terrena. Y experimentó el obrar de
Dios con esas visitas espirituales que acoge y recibe co-
mo gracia y como llamada a la transformación. Son visi-
taciones que tienen su acción salvadora, pues le hacían
pasar a Ignacio, de disponer y ordenar su vida a partir
de sus propias aspiraciones, al cumplimiento de la vo-
luntad de Dios: «Y cobraba no poca lumbre de aquella
lección» de la diversidad de espíritus que fue conocien-
do en su convalecencia sufriente en Loyola.
Visitaciones que vivió como actuación pedagógica de
Dios, porque le daba la oportunidad de encontrarse con
Dios y experimentar su misericordia. Por eso propon-
drá, a partir de su experiencia, vivir las adversidades en
general sabiéndose en manos de Dios, visitados por un
Dios amador de todo lo nuestro. Dios siempre está cer-

333
cano al hombre, también en los momentos de dolor. «Y
he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
final de los tiempos» (Mt XXVIII,28).
Presente siempre y en todas partes. Presente no sólo
en los días soleados, cuando todo parece que le sonreía a
Ignacio, sino presente en tantos días oscuros que tuvie-
ron que atravesar su cuerpo y su alma.
Ignacio fue comprendiendo que Jesús estaba con él
como quien le enseñaba a centrar en Dios todo el impul-
so y fragilidad de su vida hasta el punto de eliminar to-
da inquietud de su corazón.
Jesús estaba con él en su existencia amenazada y he-
rida de tantas maneras. Estaba con Él como Aquél que
da su vida para que, transformando sus sufrimientos,
sus pasiones y muertes cotidianas, sus heridas se fuesen
iluminando por la cruz de Cristo y formasen parte de
ella.
«Estaré todos los días con vosotros» significaba que
estaba con él tanto mañana como hoy y como cada día.
Visitándole siempre. Así sus heridas quedaban envuel-
tas en esa palabra, «siempre».
Esa presencia suscitó en Ignacio la certeza de que to-
do cuanto tenía que vivir, era de Él de quien lo recibía;
era en Él en quien podía vivirlo; era a Él a quien podía
ofrecérselo.
Sin la luz de ver las heridas como una visitación, su co-
razón habría estado embotado, sin comprender nada de
los pensamientos de Dios en esa materia. Sin esa luz, sus
ojos y oídos habrían estado cerrados. Esos ojos que, por
estar iluminados por la gracia, le permitían ver el aconte-
cimiento; esos oídos abiertos con los que podía escuchar
la palabra haciendo de la fragilidad un mensaje. Ese su
corazón que le permitía comprender la voluntad de Dios.
Porque desea «buscar y encontrar a Dios en todas las
cosas», el mismo dolor se le hizo camino. Fue por sus

334
heridas como también fue entrando la fortaleza de Dios.
Dejó que el sufrimiento le fuese transformando, ya que
sus heridas fueron resorte en su vida. Las heridas de su-
frimiento, de soledad, de frustración, por vivirlas como
visitación, fueron camino para encontrarse con Dios.
Fueron camino de crecimiento espiritual. Si eran visita-
ciones, no eran castigo, sino caminos de encuentro.
Cristo se convertía así en presencia real y concreta
de un Dios que se acercaba a él para restaurar su pre-
cariedad íntegra. Se fue dando cuenta, una vez más, de
que los caminos de Dios no coincidían con los suyos (Is
55,8). E Ignacio tuvo sus caminos antes y después de su
conversión.
Ya muchos siglos antes el profeta Isaías había alerta-
do que «todos errábamos como ovejas, cada uno si-
guiendo su camino» (Is 53,6). Pero Ignacio se dio cuenta
de que no era fácil pasar de su camino de sufrimiento a
verlos como visitaciones de Dios, pues para recorrer ese
camino tuvo que salir de sí mimo y renunciar a sus pro-
pios pensamientos.
El mundo había enseñado a Ignacio que para abrirse
paso en la vida era necesario ser fuerte, tener poder, que
no se podía «hacer el primo»; pero, una y otra vez, venían
a su pensamiento las palabras del profeta Isaías, donde
afirmaba que el Siervo de Yahvé no abrió caminos a la
violencia, al poder, a la fuerza, antes se esforzó por ce-
rrarlos. El Siervo caminó por el camino de la fragilidad,
de la humildad y del amor.
El Siervo, con su silencio ante los sufrimientos, le
abrió los ojos para hacerle ver su situación ante el dolor.
El Siervo cargó con las incomprensiones, los egoísmos,
las brutalidades y pecados de los hombres que encerra-
ban a las personas en sí mismas.
Por eso fue recorriendo el camino desde el poder y la
fuerza hacia la humildad, y sabiendo que la última pala-

335
bra siempre debe tenerla el amor. Ignacio fue enfermo
corporal, pero tuvo otras enfermedades más graves, co­
mo fueron la soberbia y el afán de poder, su narcisismo
y desórdenes. Necesitaba de médico. Por eso Jesús actuó
en él como un médico: visitándolo, recibiéndolo y cu­
rándolo.
En una carta a Francisco Attino, vemos la descripción
que Ignacio tiene de ese Dios que le visitaba en la enfer­
medad: «Que hemos de aceptar de su mano como don
precioso de Padre y médico piísimo y sapientísimo» (Ep.
VI, 4351,586). Dirá en otros lugares que cada individuo,
en tiempo de enfermedad como de salud, ha de buscar a
Dios y cumplir su voluntad, finalidad última de toda su
existencia.
La enfermedad, sus heridas, como cualquier otra rea­
lidad creada, se transformaron así en camino de perfec­
ción, lugar de encuentro.
Porque se dejó transformar, fue recorriendo ese cami­
no de ver sus heridas, tanto de cuerpo como de alma, no
como castigos, sino como visitaciones de Dios.

336
CONCLUSIONES

LA ENERGÍA OSCURA
IGNACIO, APRENDIZ DE DIOS

George F. Smoot, premio Nobel de Física en 2006,


afirmaba que han comprobado que el universo no sólo
está hecho de materia corriente, sino también de materia
oscura. Decía que la mayor parte del universo está for-
mado por una nueva y misteriosa forma de energía que
se ha llamado «energía oscura». No sólo existe la energía
luminosa. Hay otra forma de energía que los científicos
han bautizado con el nombre de energía oscura.
Y si traigo esas declaraciones de George F. Smoot es pa-
ra hacernos comprender mejor que, también en la vida es-
piritual, no sólo se crece cuando todas las cosas van según
nuestros pensamientos y planes. Porque siempre el hom-
bre se ha preguntado: ¿cómo el sufrimiento puede entrar
en los planes de Dios? ¿Del dolor puede salir algo bueno?
Lo que creemos negativo ¿puede tener alguna utilidad?
Tal vez no hemos buscado en la Escritura Sagrada
cuáles son los pensamientos de Dios; pues en ella apare-
ce que los designios de Dios se han logrado siempre a
través de un fracaso. ¡Cuántos ejemplos de personas ele-
gidas por Dios han fracasado humanamente!

339
Bastaría recordar los salmos de los justos persegui-
los, que se quejan de que, a pesar de su conducta non-
ada, hayan sido rechazados y hayan fracasado. Bastaría
ecordar a los profetas que son matados y quitados de
m medio. En la Biblia existe la tradición de que el éxito
le Dios pasa a través del fracaso de los hombres de
)ios.
¡Qué difícil es comprender la «energía oscura» en el
livel espiritual! La muerte de Cristo es el ejemplo más
>alpable de que los planes de Dios no son los nues-
ros, y de que el éxito de Dios no siempre pasa por el
riunfo.
Por eso podríamos preguntarnos: ¿los sufrimientos y
leridas de Ignacio fueron baldíos? Todo el dolor que tu-
r
o que soportar ¿no entraba en los planes de Dios?
Sin embargo, Ignacio, en todas las cosas, incluidas en-
ermedades y sufrimientos, intuyó que Dios le enseñaba
de la misma manera que trata un maestro de escuela a
in niño» (Aut. n° 27).
Ignacio tuvo maestros humanos de los que aprendió
nuchas cosas. Bastaría recordar al maestro Ardévol, que
ira uno de los bachilleres que enseñaban gramática en el
istudio General de Barcelona, cuando llegó el Peregri-
10, después de su venida de Jerusalén; y a quien prome-
ió, a causa de las falsas consolaciones que le impedían
studiar, «Yo os prometo de nunca faltar de oíros estos
los años, en cuanto en Barcelona hallare pan y agua con
[ue pueda mantenerme» (Aut. 55,4).
Maestros humanos de los que aprendió fueron los
>rofesores de Montaigu de París: «Y la causa fue, como
o habían hecho pasar adelante en los estudios con tan-
a priesa, hallábase muy falto de fundamento; y estudia-
>a con los niños, pasando por la orden y manera de Pa-
ís» (Aut. n° 73). No olvidemos que cuando estudiaba en
'arís con los niños, él tenía 36 años.

340
Maestros humanos fueron los profesores de la Uni-
versidad de París, donde sacó el doctorado en Artes, lo
equivalente actualmente a Filosofía y Humanidades.
El Maestro divino le enseñó, sobre todo, en la ilustra-
ción del Cardoner: «...sino entendiendo y conociendo
muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas
de fe y de letras (...) y eso de tal manera que en todo el
discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años,
coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y
todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas
en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como de
aquella vez sola» (Aut. n° 30).
Pero Dios le fue enseñando una asignatura que es di-
fícil aprobar. Se trata de la asignatura de la «fragilidad».
Esa asignatura que ni se enseña, ni se aprende en las
aulas, pero de la que la vida, con sus sufrimientos y os-
curidades, es una formidable escuela.
Dios se acercó con su misericordia a la fragilidad de
Ignacio para introducirlo, a través de ella (como de cual-
quier otra realidad creada), en un proceso subjetivo ex-
periencial de crecimiento y madurez espiritual. Un
Maestro que respetó siempre su libertad y cada paso de
su crecimiento, iluminando cada instante en la solución
de ese problema irresuelto que es el hombre y, sobre to-
do, el hombre sufriente.
Fue aprendiendo en sus heridas que debía dejar li-
bres las manos a Dios a fin de que fuese configurando
su personalidad humana y creyente. Era irse dejando li-
berar de todas aquellas ataduras que le impedían amar
y servir a Dios.
Fue aprendiendo, en su fragilidad, que su respuesta
debía estar hecha de indiferencia y discernimiento, or-
denando su propia vida a las iniciativas de Dios, por los
caminos que Él quisiese.

341
Escribirá a Margarita de Austria, hija de Carlos V, pa-
ra consolarla en su abatimiento: «...la disposición de su
providencia, con que así en los sucesos adversos como
en los prósperos nos procura siempre ocasiones de ayu-
darnos a conseguir nuestra bienaventuranza y felicidad
eterna» (Ep. V, 3913, 669-700).
En otra ocasión dirá al P. Miguel de Nobriega: «...y
así provee de ello, como más conviene, aunque no como
más nos place».
Con lo que sufrió, Dios le fue enseñando a poner pa-
labras de consuelo ante los que sufren. Pero esas pala-
bras brotaban de la experiencia de su dolor vivido en la
fe. Vivió esas experiencias de sufrimiento y muerte acti-
vando su propio crecimiento espiritual, aprovechando
la ocasión que Dios le daba en estas adversidades.
Ignacio, cuando transmite su propia experiencia de dis-
capacidad física y los momentos de su enfermedad cróni-
ca, lo hace como interpretando toda esa fragilidad como
manifestación de la actividad de Dios, que le enseña.
Que la enfermedad y sufrimientos entraban en los
planes de Dios lo podemos ver en la misma Autobiogra-
fía, pues aparecen hermanados con cada una de las
grandes experiencias espirituales. Pierna quebrada en
las ruinas de la fortaleza que defendía en Pamplona, y
un nuevo camino que aprende en Loyola, donde tiene
que aprender a caminar, de nuevo, acompañado por la
fragilidad. Fue su convalecencia de Loyola el momento
en que se produce en su interior la «primera reflexión
acerca de las cosas de Dios». Es donde Dios le sale al en-
cuentro y él lo reconoce por primera vez.
Enfermedades físicas y tormenta de escrúpulos en
Manresa, e ilustración profunda en el Cardoner.
Sin demagogia ni paternalismo podrá decir a sus her-
manos: «No temáis a la enfermedad» (Ep. V, 3417, 74). Y
lo dice porque ha aprendido que las heridas, de alma y

342
de cuerpo, son lugar teológico de encuentro y aprendiza-
je espiritual. Lo dice porque en sus sufrimientos ve un
lugar de maduración y permanente oportunidad para
adentrarse en las profundidades de la fragilidad del ser
humano. Lo dice porque, desde ellos, él se fue abriendo a
la trascendencia.
Aprendió en su fragilidad y dolor a tener compasión
con los que sufren, y ser cercano a ellos. No podemos ol-
vidar que las vivencias que tiene Ignacio en hospitales, y
su preocupación por los pobres, no sólo son efectos de
su amor por la pobreza, sino la cercanía a los que sufren
que le enseñó su propia fragilidad.
El dolor, la lucha, el fracaso de sus ideales más queri-
dos le dejaron el poso de habituarse a superar dificulta-
des y a curtirse en la lucha y la adversidad. Con su fra-
gilidad corporal, su persona y su libertad se vieron
sorprendentemente acrecentadas.
Dios le enseñó a convertir la debilidad y amenaza en
oportunidad y fortaleza. Fue aprendiendo de la limita-
ción, del sufrimiento, de la soledad y de la frustración,
que fueron también sus maestros. La vida tiene su cáte-
dra, y a través de sus heridas aprendió a confiar más en
Dios que en sus propias fuerzas. Las heridas le fueron
enseñando que en ellas también estaba Dios. Las heridas
y sufrimientos le fueron enseñando que también a tra-
vés de ellas nos ama Dios; y que en ellas podemos amar-
le y servirle.
Aprendió, a través de sus heridas, a renunciarse a sí
mismo: a no vivir según sus gustos, sus criterios, sus
sueños, para poder así entrar en los de Dios.
Aprendió que hay que hacer un largo camino para
pasar del narcisismo y egoísmo a la entrega de uno mis-
mo, donde el centro es Dios.
Aprendió a desarrollar su yo según Jesús y las necesi-
dades del prójimo. Las heridas sufridas fueron otras tan-

343
tas ventanas que abrieron su corazón cerrado a fin de
que reconociese la manera que Dios tenía de amarle, de
venir y actuar en él y en el mundo.
Aprendió que una sabiduría cerrada sobre sí misma,
puramente humana, corta de vista, no le podía aportar
sino insatisfacción. Porque quien se deja guiar por sus
propias razones, quien no sale de su pequeño mundo, ni
se deja conmover por la manera que tiene Dios de inter-
venir en él, es una persona a quien el Evangelio llama
desdichado. Frente a la acción de Dios, lo que podía ce-
rrar su corazón era una sabiduría demasiado limitada,
esa sabiduría que tendía a encerrarlo en sí mismo.
Las ventanas que abrieron sus heridas le dieron la po-
sibilidad de ver y comprender otra manera de situarse y
de vivir. De nada le valía encerrarse en su propia sabi-
duría e inteligencia y, a esa luz, juzgarlo todo.
Sufrimientos, pruebas, heridas que le exiliaban fuera
de sí mismo. Pero Dios tenía un gran deseo: que Ignacio
no se perdiera en los sucesos que le hacían perder suelo,
sino que permaneciese unido, pasara lo que pasara, a la
raíz que le daba vida.
Lo que tuvo que aprender es el no perder el impulso
de escoger y amar la vida incluso en los momentos que
él sufría. Dios le enseñó a atravesar y hacer el camino
desde el miedo a una confianza que no es sino la con-
ciencia de que era habitado por un amor más fuerte que
la muerte.
Ya hemos dicho, en varios momentos de este libro, la
frase de Ignacio: «Pienso que un servidor de Dios, en
una enfermedad sale hecho medio doctor para endere-
zar y ordenar su vida en gloria y servicio de Dios N.S.».
Eso vale para las heridas sufridas. E Ignacio sufrió no
una, sino muchas heridas.
Ignacio fue comprendiendo el valor pedagógico, hu-
manizador y espiritual que encerraban las experiencias

344
humanas de sus heridas, a fin de crecer y aumentar su
comunión con Dios y con los demás.
Heridas: cada una encerraba el misterio del sufri­
miento humano que se manifiesta en las numerosas en­
fermedades y sufrimientos del acontecer de su vida y de
su historia.
Le fue necesario mucho tiempo, y le fue necesaria la
gracia de Dios, para descubrir la riqueza que encerra­
ban la palabra «herida» y la palabra «fragilidad». Se dio
cuenta de que la Biblia se encarna en los seres vulnera­
bles y heridos. Evocando al «Siervo Sufriente», el profe­
ta Isaías afirma: «por sus heridas somos curados».
Esos sufrimientos que atravesaron su vida fueron las
heridas por las que la luz del amor pudo revelarse.

345
VIO DE FORMA DISTINTA SU
DESTINO

Ignacio, a través de sus heridas, fue aprendiendo a te-


ner un alma de pobre. Sus heridas le hicieron vivir la ex-
periencia de la pobreza. Desde su fragilidad pudo aco-
ger mejor los dones de Dios.
En el fondo de sí mismo, en lo más profundo de su vi-
da, la fragilidad le fue descubriendo su pobreza. Y esa
pobreza de corazón le llevó a ser pobre en la existencia.
El Señor manifestó su presencia activa y salvadora
amando la contingencia y heridas de Ignacio. Como afir-
mará en sus Ejercicios Espirituales: Dios mismo, «que co-
noce mejor que nosotros nuestra naturaleza humana, da
a sentir a cada uno lo que más le conviene» (EE 89).
Fueron las heridas que sufrió, en cuerpo y alma, las
que le ayudaron a situarse de una manera determinada
frente a Dios, frente a los demás y frente a las cosas.
Se situó ante Dios negándose a sí mismo el conside-
rarse origen de su vida, remitiéndose siempre a la vo-
luntad del Padre. Aceptó lo que el Padre le ofrecía y le

347
confiaba. No quiso ser como el fariseo de la parábola
que fundaba su vida en su bien obrar, y no en la bondad
de Dios. Ignacio quiere vivir esa otra realidad del publi-
cano que se siente pobre y pecador, que no logra levan-
tar los ojos al cielo, porque el cielo está ya dentro de él.
Quiso que su pobreza ante Dios fuese la raíz más pro-
funda de su vida.
Las heridas le enseñaron a situarse ante Dios remi-
tiéndose a su voluntad. Fue un poseer su propia vida,
no poseerse a sí mismo y abandonarse a Dios, ponién-
dose en sus manos. Por eso, desde su corazón de pobre
le nacía la alabanza, tan contraria a la soberbia de quien
confía sólo en sí.
Las heridas le hicieron recorrer todo un proceso hacia
el abandono a Dios. Porque Ignacio no fue pobre de co-
razón desde el principio de su conversión en Loyola.
Leamos este párrafo de su Autobiografía: «Y echando
sus cuentas, qué es lo que haría después que viniese de
Jerusalén para que siempre viviese en penitencia, ofrecí-
asele meterse en la cartuja de Sevilla, sin decir quién era
para que en menos le tuviesen, y allí nunca comer sino
hierbas» (Aut. n° 12).
Después de sus heridas anteriores, y en concreto la de
Pamplona, Ignacio ha decidido no seguir más a ningún
rey temporal y alistarse en la bandera del Rey eternal.
Sin embargo, la opción sobre su vida futura la tiene to-
davía plenamente en sus manos; el modo como servir a
su Señor depende de su voluntad; ni por un momento,
como dice Elias Royón, S.J., se pregunta cómo quiere
Dios ser servido.
Ha trazado un plan perfectamente acabado hasta en
los más mínimos detalles, «no diría quién era», «no co-
mer sino hierbas». No hay la menor vacilación; está de-
cidido. Sin duda fruto de un corazón sinceramente ena-
morado del Señor, que desea entregarse por entero en

348
soledad, humildad, apartamiento del mundo, peniten-
cias.. . Pero esto eran sus planes; más aún, su elección. Él
ha elegido, ha decidido el dónde y el cómo seguir a su
nuevo Señor.
Ignacio, en ese primer estadio, quiere ser el único ac-
tor de su historia personal. Sin embargo, cumplir la vo-
luntad de Dios implica tener en cuenta a Alguien más
que a sí mismo, y a Otra voluntad distinta que la suya.
Todavía no tiene el corazón de pobre que escucha la voz
de Dios como guía y conductor de su propia historia
personal.
Ese recorrido es fruto de una progresiva purificación
hasta llegar a hacer de su vida un descubrimiento y
nunca una construcción personal de la voluntad de
Dios. Sus heridas le ayudaron a ese proceso de búsque-
da y escucha humilde y confiada, donde el Señor se ha-
ce presente y se manifiesta.
No era lo mismo querer seguir a Dios que tener su co-
razón puesto sencillamente en Cristo. Todo un proceso
dinámico, todo un camino recorrido, hasta su entrega in-
quebrantable a la voluntad de Dios. Por eso en sus cartas
aparece tantas veces repetida aquella expresión: «pedir la
gracia cumplida para que su santísima voluntad siempre
sintamos, y aquélla enteramente la cumplamos».
Todo un camino en el que Ignacio se va dando cuenta
de que había tenido un alma de rico. Esa actitud posesiva
de obrar desde él y para él. Las heridas del sufrimiento le
fueron llevando a una desposesión interior; le llevaron a
esa renuncia a tener seguridad, a poseer un respaldo ma-
terial, y a construir su vida a partir de sí mismo.
Pero esas sus heridas no solamente le llevaron a si-
tuarse bien ante Dios, sino también ante los demás. Su
actitud de corazón pobre le puso en actitud de disponi-
bilidad y de servicio; porque esa manera ordenada de si-
tuarse ante los demás sólo puede nacer desde el interior.

349
La falta de amor se evidencia en la rivalidad y en la
vanagloria, porque el amor es humilde. El amor verda­
dero tiene en más a los demás que a sí mismo. Durante
mucho tiempo, Ignacio no supo hacer demasiadas cosas
con la humildad; era algo que despreciaba.
Por amor a sí mismo buscaba su propio interés (unas
veces material y otras espiritual). Por amor, comenzó a
preocuparse del bienestar de los demás. Y fue compren­
diendo que las bellas palabras sobre el amor de nada sir­
ven, puesto que solamente los hechos convencen.
Ya en su corazón de pobre se hicieron realidad las pa­
labras de San Pablo a los Filipenses, a quienes recomen­
daba que tuviesen los mismos sentimientos de Cristo:
«Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino más
bien con humildad, teniéndoos unos a otros por supe­
riores, no atendiendo cada uno a lo suyo, sino también a
lo de los otros» (Fil 11,3-5).
Su fragilidad le llevó a una pobreza que se explicita-
ba también en su disponibilidad para los demás. Su en­
fermedad corporal, como el resto de las adversidades
de su vida, fue ocasión para que Ignacio indagase su
propio corazón, más allá del dolor, el sufrimiento, la
dependencia y la incertidumbre, y viviese esa expe­
riencia como lugar de salvación, pues el despojamiento
de su egoísmo le habilitaba para la entrega generosa a
los demás; le ayudaba para que su vida se convirtiese
en servicio.
La fragilidad que experimentó le colocó en situación
de orientar su vida no solamente hacia Dios, sino tam­
bién hacia los demás, y hacia lo más verdadero y pro­
fundo de sí mismo. Porque vivió sus heridas de modo
salvífico, Dios y los demás no podían estar al margen de
su vivencia.
Finalmente sus heridas le hicieron situarse bien ante
las cosas, renunciando a lo que, a veces, tienen de abso-

350
luto las seguridades terrenas. Vivió libre ante los bienes
de este mundo. Aprendió a confiar en Dios más que en
sus propias fuerzas, pero también más que la confianza
en las cosas.
Así podrá exclamar, viendo en los sufrimientos un
crecimiento de vida espiritual: «A los que enteramente
aman al Señor (...) la enfermedad les ayuda y favorece»
(Ep. 1,101, 340). Que coincide con la expresión paulina
«A los que aman a Dios, Dios coopera en todo para su
bien» (Rom VIIL28).
Pero porque fue teniendo corazón de pobre, tuvo la ex-
periencia de que no podía ver algo positivo en la enfer-
medad si Dios no le abría los ojos. Su afán posesivo le im-
pidió ver, por mucho tiempo, el que estaba prisionero de
sí mismo; y fue la fragilidad, vivida como pobreza, la que
le abrió a la experiencia de algo nuevo e imprevisible.
El vivir la fragilidad desde sí mismo le llevaba al mie-
do y a la reticencia, a la perplejidad; pero el abandonar-
se a Dios le producía adoración y alegría. Dios le fue
abriendo los ojos para que pudiese reconocer que Dios
se revela en el pobre, sin saber por qué Dios se revela
así.
Ante los caminos de Dios sentía que afloraba en él el
peso de las dudas, perplejidades, de las que no podía sa-
lir solo, con su puro razonamiento, sino únicamente por
la gracia de Dios. Llegó a la conclusión de que no era ca-
paz de adorar a Dios si Él mismo no tomaba posesión de
su vida, si Él no le despojaba de las cosas a las que esta-
ba apegado, si no lo hacía pequeño, si no le abría los
ojos.

351
DE NARCISISTA A POBRE

No únicamente, pero sí podemos afirmar que sus he­


ridas fueron una escuela donde aprendió esa asignatura
que es tan difícil de aprobar, y que lleva como título «Al­
ma de pobre». Porque el ser pobre de alma le llevó a te­
ner una libertad interior; una humildad de corazón; y
una esperanza en el alma.
Ignacio quiso que fuese realidad en su vida la expre­
sión de Jesús de Nazaret: «Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón» (Mt XL29). Aprender a
ser humilde de corazón, porque el gran pecado de la hu­
manidad es la soberbia, como lo dice el mismo Ignacio
en la Primera Semana de los Ejercicios Espirituales, cuan­
do habla del pecado de los ángeles y del pecado de
nuestros primeros padres.
Él había estado preocupado por tener vanagloria. Lu­
chó por el prestigio y la superioridad. Tuvo que aprender
a dejar la ambición a fin de ser humilde. Aprender de ese
Jesús que detestaba, sobre todo, tres cosas: la hipocresía,
el afán posesivo y la ambición.

353
Pero ser pobre no significa ser tonto, o de pocas luces,
o inepto, sino que pobre es el que todo lo ve como recibi-
do como don de Dios. E Ignacio lo plasmará en su ora-
ción de la «Contemplación para alcanzar Amor»: «To-
mad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi
entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi
poseer; Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es
vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vues-
tro amor y gracia, que ésta me basta» (EE 234). «Todo es
vuestro.» El amor de Dios se parece a la corriente de un
río que bajando lo riega todo. Sólo porque desciende
puede ser universal.
Ignacio aprendió, por medio de las heridas, a ser po-
bre, pues todo lo esperaba de Dios, y no se fiaba de los
propios bienes de justicia y piedad. Todo lo esperaba de
arriba. Llegó a ser un hombre libre de los bienes terre-
nos, y libre de su propia presunción.
Siempre le rondó la tentación de poner su confianza
no en el Criador, sino en las cosas, o en sí mismo. Pero,
ahora, no sucumbió a tal tentación; pues se veía llamado
a considerar todo (bienes materiales o dones espiritua-
les) como riquezas de las que Ignacio se sentía tan sólo
administrador; y sintiendo además que esos dones le
habían sido confiados para el bien común. Según expre-
sión de San Pablo: «A cada uno se le otorga la manifes-
tación del Espíritu para provecho común» (1 Cor XIL7).
Los dones recibidos no los debía acoger buscando en
ellos su propio provecho, su solaz o su gloria, ya que el
Espíritu da lo que juzga oportuno en atención a la totali-
dad. Pero también la fragilidad era don del Espíritu.
Como todo lo recibió como don del Padre, vivió en
continua acción de gracias. Llegó a dar gracias «en todo
y por todo». Ignacio sabe que Dios es «el autor de todo
bien»; sabe que «Dios es amor eterno con que guía a sus
escogidos a la felicidad perpetua» (Ep. VI, 160). Sabe

354
que, al sopesar la bendición del Padre creador, del Hijo
redentor y del Espíritu santificador, no puede no dar es-
pacio a la admiración. Así su alma llegó a ser una cele-
bración gozosa del amor de Dios para con todos, y para
con él.
«En todo y por todo» fue el parámetro dentro del cual
quiso moverse. Ése llegó a ser su criterio único.
Pero fue un proceso el que tuvo que recorrer, no ya
para alabar, sino para alabar en todo a su Divina Majes-
tad. Y sólo cuando en sus heridas y sufrimientos vio un
camino para ir a Dios fue cuando brotaron en sus cartas
expresiones como éstas: «Deseando en todas cosas su
mayor alabanza y gloria y ninguna otra cosa» (Ep. IX,
626). «Para cuyo servicio, alabanza y gloria, la vida y to-
das las cosas deberán ordenarse» (Ep. III, 17.19) «De to-
do sea siempre bendito y alabado el criador y redentor
nuestro, de cuya liberalidad infinita mana todo bien y
toda gracia» (Ep. 1,496).
Pero alabar también en sus heridas. Los sufrimientos
por los que tuvo que pasar fueron como tempestades
que se levantaron en el mar de su vida. En ellos Dios le
fue enseñando las virtudes de la esperanza y de la con-
fianza. Confianza y esperanza que son actitudes del ver-
dadero pobre de corazón.
Heridas y tempestades que eran una invitación a aco-
ger a Dios, su presencia, en todos los ámbitos de la vida.
También en los momentos difíciles en los que Dios pare-
cía dormido o ausente; en esas noches oscuras que tuvo
que vivir, que terminaron de purificar su fe. Noches os-
curas que, mientras las atravesaba, era como un cerrarse
sobre sí mismo, de oscurecimiento del mundo, y de
Dios. Pero también en esas tempestades Dios estaba con
él, aunque dormido sobre un cabezal.
En sus tormentas ¿dónde estaba Dios? ¿Ausente?
¿Dormido? Fue descubriendo que estaba presente todos

355
los días y en todos los sucesos; tanto cuando el cielo era
brillante como cuando estaba encapotado. Pero las noches
oscuras existieron para él. Noches que le causaron heridas,
pero que dejaron como consecuencia positiva el que fuese
admitiendo su fragilidad y se sintiese pobre.
Ignacio, al principio, había puesto su confianza en
su experiencia, su salud, su fuerza, su valentía, sus co-
nocimientos, sus amistades. Pero cuando todo eso se
fue hundiendo, le entró miedo. Ese miedo que era co-
mo una des-confianza en Dios, pues le parecía que iba
perdiendo seguridad en aquellas cosas en las que se
apoyaba.
Fue conociendo esos engaños del enemigo que tienta
«bajo capa de bien». Las heridas, el sentir la propia fra-
gilidad y pobreza, le iban haciendo comprender que
confiaba (se fundamentaba) en él, no en Dios.
Fue aprendiendo el que Dios estaba presente en su
dolor, y en las tempestades de su vida; vio que esa fragi-
lidad que experimentaba era un camino para ser pobre
de corazón. Dolor, tempestades del alma, momentos di-
fíciles e imprevistos, fueron caminos por los que Dios le
invitó a caminar, a fin de que creciese en él la confianza
y esperanza en Él.
El sufrimiento y los fracasos que fueron atravesando
su vida le iban desapropiando de su narcisismo, y le
iban haciendo más humilde y más pobre. Por eso en los
Ejercicios Espirituales dirá Ignacio «ser recibido bajo su
bandera», porque el dolor, los fracasos no se eligen, pues
frecuentemente llamaban a su puerta sin que él los hu-
biese invitado.
Ignacio formó proyectos sobre su vida y su futuro; to-
mó decisiones según lo que le parecía justo. Pero hubo
momentos en que todo parecía bascular, todo quedaba
turbado por algo inesperado. Sucesos sobre los que no
tenía dominio y de los que no era maestro.

356
En esos momentos, Dios le pedía sobrepasar las apa­
riencias, y entrar en un camino de confianza, una con­
fianza sin garantías visibles. Y entró en ese camino de la
confianza. Eligió no simplemente soportar, sino poner
sus proyectos y fragilidades al servicio de aquello que él
creyó ser el designio de Dios. Aprendió esa obediencia
del corazón que le hizo participar en su medida al pro­
yecto de amor de Dios.
Ignacio fue conociendo la voluntad de Dios a través
de los sucesos normales y dolorosos de la vida. Pero só­
lo un corazón purificado puede dar un sí verdadero. Es
el corazón que no busca sus propios intereses e ideas, si­
no hacer lo que Dios quiere.
Y esa actitud sin intermitencias modeló el corazón de
pobre de Ignacio, abandonado al misterio de Dios.

357
CAMINOS DE HOMBRES,
CAMINOS DE DIOS

Existen muchas y muy buenas biografías sobre Igna­


cio. Todas ellas se refieren a las mismas fuentes y todas
ellas están más orientadas hacia una finalidad espiritual
y de sublimación del personaje que a su convivencia con
la fragilidad. Heridas y fragilidad que tuvo que ir supe­
rando para que fueran incluidas, como elementos cons­
tituyentes de su vida e historia personal.
Pienso que, a través de su fragilidad, se revela con
mayor fascinación y fuerza su personalidad y obra y, so­
bre todo, el obrar de Dios. También las enfermedades
que tuvo, sus limitaciones y las heridas por las que pasó
cuentan y hacen historia.
Fue una pena que las censuras del P. Araoz consiguie­
ran modificar un poco el texto de Ribadeneira. Olvidaba
que la fragilidad de Ignacio, lejos de distorsionar su ver­
dadera imagen, fue una circunstancia personal que acen­
túa, más si cabe, su santidad. Tal vez el P. Araoz estaba
más preocupado por establecer la coherencia del perso­
naje heroico que por reflejar la verdad.

359
Pero, tanto en la Autobiografía como en sus cartas,
Ignacio quiso que conociéramos su particular conviven-
cia con la fragilidad corporal, y con los sufrimientos y
noches de su alma. Las cuenta paso a paso como parte
integrante de su vida.
Todo un largo período de luchas y de purificación in-
terior, que le fueron ayudando en la orientación de su
existencia y que le ayudaron a superar sus «afecciones
desordenadas». Fue peregrino de caminos geográficos;
pero, sobre todo, fue peregrino de un camino interior. No
en balde él mismo se definió como «El Peregrino».
Él siempre quiso que su espiritualidad partiese de la
vida misma; y sabía que el dolor y la fragilidad son una
experiencia humana básica. Fue a partir de sus heridas,
no huyendo de ellas, como supo y pudo ser el hombre y
el santo que hoy conocemos.
Muchas biografías, que se reducen a sólo historia, se
quedan en fechas, lugares y sucesos; pero sin fotografiar
suficientemente la vida que corría por dentro. En con-
creto, esos sufrimientos y heridas que hacen o deshacen
a los seres. Hemos dicho que Ignacio las vivió desde la
fe y la gracia que hace fuerte a lo débil.
Ya la Sagrada Escritura, al narrar la historia del
pueblo de Israel, no omite los sufrimientos y dificulta-
des por los que pasó. Bastaría recordar el libro del
Éxodo. Para salir de Egipto y llegar a la tierra prome-
tida, hubiesen sido suficientes once días de camino;
pero hubo tantos obstáculos que se levantaron en ese
camino, que la marcha de la libertad duró cuarenta
años. Todo un símbolo de que la libertad no se consi-
gue de la noche a la mañana, sino que es un proceso; y
de que ese camino hacia la libertad está cuajado de di-
ficultades y sufrimientos.
En ese caminar hubo obstáculos de todas clases: el Fa-
raón, que no quería privarse de aquella mano de obra

360
indispensable para la prosperidad de Egipto. Pero tam-
bién obstáculos de las tribus del desierto, celosas de
guardar sus puestos de agua. Obstáculos del hambre, la
sed, las serpientes. Y finalmente, obstáculos del mismo
pueblo de Israel, que prefería la esclavitud a la libertad
costosa.
Y es en esas dificultades y sufrimientos donde mejor
aparece la fidelidad de Dios, su presencia de ayuda en
cada instante y su amor indefectible por aquel pueblo.
La oración de Israel era, sobre todo, el reconocimien-
to por las maravillas de Dios a favor de sus padres: el
paso del Mar Rojo; la Alianza concluida en el Sinaí; el
don de la Ley. Oración que era un dar gracias a Dios,
que acompañaba su fragilidad. Pero fueron los sufri-
mientos los que les hicieron conscientes de su propia de-
bilidad. El pueblo de Israel tuvo la experiencia de que
no es nada fácil confiar en sólo Dios.
Y esa experiencia la tuvo Ignacio. Se sintió hombre en
camino, «El Peregrino»; pero en Éxodo. Le hizo falta, en
cada instante, saber salir de sus propias costumbres y
creer que abandonar es algo maravilloso para el encuentro
con el Imprevisible. Sí, fue peregrino del deseo, andando
la aventura interior y tejiendo esperanza en el mundo,
porque toda persona que va creciendo según la voluntad
de Dios es como una fuente donde se cruzan deseos y re-
chazos junto con la capacidad de empezar cada día.
Siglos más tarde que el Éxodo, encontramos la histo-
ria de aquella Samaritana y su encuentro con Jesús. El
evangelio de San Juan, en su capítulo cuarto, nos narra
la conversación que tuvo aquella mujer con Jesús junto
al pozo de Jacob. En aquella conversación, la Samaritana
trataba de evadir sus propias realidad y fragilidad con
preguntas y respuestas evasivas.
Pero hubo un momento clave, cuando Jesús le dice:
«Vete, llama a tu marido y vuelve acá». El bisturí del

361
cirujano dejó abierta la herida. El Señor emplea siem-
pre el mismo sistema. Al tener que «revelarse», empie-
za haciendo que el hombre o la mujer se revelen a sí
mismos.
Después que la Samaritana siente su propia revela-
ción, podrá acoger la revelación y el misterio de Dios.
«"No tengo marido" (...) "Has tenido cinco maridos y el
que ahora tienes no es el tuyo"». La vida de aquella Sa-
maritana no es ejemplar, ni tampoco feliz. Es ligera,
inestable. Ha vivido y vive desilusiones, dudas y heri-
das recibidas en su cotidiano caminar por la vida.
Todos los del pueblo conocen su historia. Pero este
desconocido ha venido ahora a quitarle bruscamente el
velo de su secreto, ha puesto al descubierto su corazón y
su vida de miseria. Pero si lo ha hecho no es para humi-
llarla, sino para que reconozca y acoja su fragilidad.
Caminos de la Samaritana a por agua, caminos de
Dios para salvarla. La Samaritana reconoce su fragili-
dad. Se ha revelado su pobreza. Es ahora cuando el Se-
ñor se le revela a ella. Para conocer la grandeza de la Sa-
maritana, no hay que escamotear su fragilidad.
Jesús puso una parábola, la del hijo pródigo. Donde
ese hijo que buscó y anduvo por sus caminos tendrá que
verse pobre, en el sentido más radical de la palabra:
«Aquí me muero de hambre».
Pero es precisamente en aquella dramática compro-
bación de un hambre atroz, de una pobreza total, pobre-
za del ser, cuando comienza la trayectoria del retorno.
Es el reconocer que es «un pobre hombre». El pródigo
palpa con su mano su fragilidad. Tiene el coraje de con-
fesar su propia pobreza constitucional.
Bien podía haber cantado, de haber existido, el salmo
51 (50),7-8: «Mira que en culpa ya nací, pecador me con-
cibió mi madre. Mas Tú amas la verdad en lo íntimo del
ser y en lo secreto me enseñas la sabiduría». Sabiduría

362
para conocer lo que somos, no lo que nos imaginamos
ser.
Caminos de hombres y caminos de Dios. Ignacio qui-
so seguir el mundo, y una bala de cañón puso fin a sus
ambiciones de honra y de poder. Ignacio pensaba dete-
nerse en Manresa tan sólo algunos días, y esos días se
prolongaron hasta diez meses, del 25 de marzo de 1522
hasta febrero de 1523. Allí va a pasar la noche oscura de
los escrúpulos y la ilustración eximia del Cardoner.
Ignacio quiso quedarse en Tierra Santa y se lo prohi-
bió el provincial de los franciscanos. Ignacio quiso ayu-
dar a las almas, pero la autoridad eclesiástica se lo
prohibió en Alcalá y en Salamanca, antes de que hubie-
se estudiado. Ignacio deseó estar bien de salud, pero los
médicos de la época, desconcertados por los síntomas,
especialmente el dolor localizado espontáneamente en
el estómago, no acertaron a descubrir la verdadera en-
fermedad, pensando que se trataba de alguna afección
directamente relacionada con el estómago y con la ali-
mentación, y no con su litiasis biliar complicada.
Es verdad que tras la primavera viene el despojo de
otoño y la muerte del invierno. Pero Ignacio necesitó
mirar mejor, mirar más allá de sus sufrimientos y enfer-
medad crónica, para, cerrando luego los ojos, ver un si-
lencio detrás de la apariencia, un sentido oculto, unas
visitaciones de Dios. No quiso eludir su fragilidad, sino
descubrir que la verdad más honda, incluso la mayor
tragedia que se pudiese imaginar, puede terminar en
vida y primavera. Era como un eco de la palabra del Se-
ñor al recordarle que el grano de trigo muerto florece en
espiga.
Caminos de los hombres y caminos de Dios. Pero el
camino recorrido por Ignacio, a través de sus heridas,
fue desde el aparecer al ser; desde ser esclavo a ser libre;
desde la vanagloria a la autenticidad.

363
Ignacio no tenía por qué eliminar sus debilidades,
pues constituyeron parte de su vida y de su historia per­
sonal. Cuando se sentía frágil era cuando se sentía fuer­
te, pero no con la fortaleza propia, sino la que le venía
de la gracia de Dios.

364
DAR LUZ A LA OSCURIDAD DE
LA NOCHE

Para Ignacio su historia no se quedó en fechas, luga-


res y sucesos solamente externos, sino que expresó la vi-
da que le corría por dentro. Esa vida que construye o
destruye al ser. Vivió la fragilidad, por supuesto, pero
desde la fe, esa fe que le abrió la puerta a la confianza.
Ignacio no fue una persona fatalista, pasiva y resig-
nada. Vivió las heridas, pero no de una manera pasiva y
resignada. Las vivió como un camino que empezó con
rebelión, pero que desembocaba en la voluntad de Dios.
Así supo dar luz a la oscuridad de sus noches. La natu-
raleza le había enseñado que no amanece enseguida; y
que el sol tarda tiempo en dar luz total a la tierra.
Cuando se enfrentó a sus heridas, salió de ellas forta-
lecido y transformado. Y eso fue posible porque nunca
colocó los sufrimientos fuera de la órbita de la fe. Arro-
jó al abismo cualquier tipo de dolorismo victimista. Y
llenó de sentido su fragilidad corporal y las noches del
alma.

365
Ignacio siempre tuvo deseos de aprender; pero nunca
pensó que la asignatura de la fragilidad fuese tan difícil.
Pero si había aprendido en los momentos de salud, ¿por
qué no aprender en los de la enfermedad?
En el «Principio y Fundamento» de sus Ejercicios Es-
pirituales, Ignacio habla de la indiferencia, y entre las
cuatro dimensiones que recogen la descripción de los
principales aspectos del ser, está «No querer más salud
que enfermedad». Indiferencia ignaciana que no es nin-
guna especie de imparcialidad, ni evasión, sino que su
propuesta consiste en asumir la necesaria vinculación
de la persona a las cosas buscando siempre «desenrai-
zarnos de ellas para que nos apeguemos a Dios».
¿Que qué lugar dejó para sus fragilidades; para esas
heridas interiores que algunos desearían ignorar u ocul-
tar? Su actitud fue, primero, reconocerlas; y en segundo
lugar, aceptarlas. Fue aprendiendo que ponerse al des-
nudo de su ser le abría una puerta a la confianza y una
relación auténtica al OTRO y a los otros.
Al principio quiso vivir solo, «Solo y a pie», pero el
Señor le llevó a vivir en comunidad, porque el vivir jun-
tos permite reconocer que todos somos frágiles y que te-
nemos necesidad de los otros. Cada uno está allí, tal cual
es, con sus límites. Tuvo que aprender en esa reciproci-
dad de relación el no buscar ser el salvador del otro, si-
no verse como persona, con sus cualidades y defectos.
Acogió su fragilidad porque las fragilidades y heri-
das atravesaban lo cotidiano de su ser. No le importaba
que esas heridas le molestasen, hiriesen o aplastasen,
pues eran una realidad en la vida. Las vulnerabilidades
de los otros despertaban y ponían al día sus propios fa-
llos y heridas.
Ignacio tuvo la experiencia de que es difícil aceptar
ese cara a cara con nosotros mismos. Por eso dio tanta
importancia, en la espiritualidad llamada ignaciana, a

366
los exámenes y al discernimiento. A ese desenmascarar
los engaños del enemigo, y nuestros propios engaños.
Y eso porque sabía que nos atrincheramos detrás de
nuestros muros interiores, incluso en las situaciones más
anodinas. Ignacio quería que la gente, los sucesos, las
instituciones, fuesen como a nosotros nos gustaría, o co-
mo las hemos soñado. Al no serlo, una alerta roja interior
nos pone a la defensiva, o nos hace huir de la realidad.
Ante la realidad de la vida, Ignacio no quiso tomar
la tangente, sino que su actitud fue de reconocimiento
de las debilidades propias y ajenas; y de aceptación de
las mismas. Su «más» nunca fue una búsqueda de una
perfección imposible, sino un proceso constante de
identificación con Cristo, acogiendo el don de su amor
y poniendo toda su confianza en Dios; dejándose trans-
formar por el Espíritu. Ignacio intentó siempre ver a
Dios penetrando y redimiendo con su misericordia to-
das sus heridas.
Muchas veces Ignacio desde su narcisismo se había
mirado al espejo y deseaba que el espejo le devolviese
una imagen ideal, de superhombre, pero aprendió que
no era tan fácil mirarse al espejo e identificar las zonas
de sombra que le habitaban; y le resultaba demasiado
doloroso poner el nombre a cada una de ellas.
Al principio Ignacio no quiso ser frágil. Su autosufi-
ciencia se traducía en el deseo de tener, de la ambición,
del prestigio. Le costó mucho ser identificado como «es-
labón débil». No quería que le etiquetasen como a los
bultos donde está escrito: «¡Atención, frágil!». El criterio
de triunfar y de eficacia no lo borró de su vida de un
plumazo.
Una multitud de eslabones débiles, que tienen una
escucha anónima, le llevaron a admitir la realidad.
Cuando dejó caer sus blindajes, se dio cuenta de que
desde el anonimato a la luz no hay un gran paso que

367
dar. Nunca habría aceptado el mirarse como era si sola-
mente hubiesen existido triunfos en su vida.
Es cierto que, si hubiese negado sus fragilidades, ha-
bría tenido una especie de protección, pero habría falsea-
do su relación con Dios y con los otros. Él quiso recono-
cerlas, nombrarlas, vivir con ellas; es lo que dio vida a
sus relaciones, dejando caer el blindaje de superhombre.
Porque giró alrededor de sus fragilidades, escogió otra
forma de poder; era la fuerza de una relación verdadera
bajo el signo de la ternura.
Pudo comprobar que las heridas vividas desde la fe
transforman, limpian, desoxidan, a veces desorientan,
pero hacen crecer cuando el encuentro madura en bene-
volencia. Y eso porque la acogida de la fragilidad, pro-
pia y ajena, pide una presencia justa, una distancia justa,
respetuosa del OTRO y de los otros.
Acogida de las pequeñas y grandes fragilidades, pues
había meditado cómo Dios quiso hacerse vulnerable y
pequeño. Como narra la carta a los Hebreos, se hizo
amable en la fragilidad. Por eso Ignacio tuvo que trans-
formar su visión del poder de Dios. Y pasó, como los
discípulos de Emaús, del rostro triste al corazón que ar-
de. Vuelven a encontrar toda su energía porque su rela-
ción con el sufrimiento los había transfigurado. Tenían
un concepto de Dios todopoderoso y he aquí que acep-
taban la vulnerabilidad de Jesús.
Jesús escogió, como lazo de amor con los hombres, la
fragilidad hasta la muerte. Como dirá Gérard de Villiers,
en su libro Cuidar el gusto de vivir, «La fragilidad está en
el corazón del Evangelio».
Y esa su fragilidad no sólo la reconoció como real
en su vida, y la aceptó, sino que hubo un ofrecimiento
incondicional de sí mismo (incluyendo sus debilida-
des) a ese Dios que llevaba su vida, y la llevaba por
Sus caminos.

368
Pero no ofreció su memoria, su entendimiento y su
voluntad en estado puro, sino que ofreció esas potencias
y su vida entera, atravesada por la fragilidad.
Las heridas que le causó la existencia no se quedaron
en resignación, sino que llegaron a ser ofrecimiento. Se
trataba no sólo de ofrecer las cualidades que Dios le ha-
bía dado, sino de ofrecer también sus carencias y sus
fragilidades.
Y su actitud de ofrecimiento se desdoblaba en acti-
tudes de disposición, confianza y resignación oblativa
a ese Dios por quien quería ser regido y gobernado.
No sólo, por ejemplo, ofreció al Señor su fama, sino
también la pérdida de ella, si ésa fuese la voluntad de
Dios.
No ofreció lo que debería ser su vida, sino lo que real-
mente fue su vida, incluidas sus fragilidades y lagunas.
Las heridas que sufrió le fueron ayudando a ofrecer a
Dios no sólo ensoñaciones de una vida superperfecta, si-
no la vida concreta teñida, toda ella, de fragilidad.
Ignacio tuvo que pasar de la idealización de su ser a
la realidad de su ser. Las heridas que vivió le hicieron
abrirse a Dios desde su ser débil, pobre y necesitado; así,
fue dejando el camino del poder, la riqueza, la grandeza
y el honor.
Ignacio llegó a comprender que también los sufri-
mientos, y el grano de trigo que se pudre, podían ser
modos de glorificar a Dios.
Lo que ofreció Ignacio en su «Tomad, Señor, y reci-
bid. ..» era «todo mi haber y mi poseer». Es decir, ofrecía
todo lo que él era, y la fragilidad, y las enfermedades,
fueron parte de su ser.
Ignacio, desde su herida en Pamplona, fue un enfer-
mo crónico hasta su muerte. La enfermedad formó par-
te de su vida. Por eso, cuando Ignacio ofrece «todo mi
haber y mi poseer», no podía dejar fuera sus heridas.

369
Quisiera recalcar que las heridas descritas a lo largo
de este libro fueron dolores no pedidos, sino simple-
mente sobrevenidos y padecidos. Ignacio no pidió que
se le muriese su madre tan prematuramente; ni que una
bala de cañón le dejase cojo para toda su vida. Él no pi-
dió que en Alcalá y Salamanca frenasen sus deseos de
ayudar a las almas; o que le dejaran los primeros com-
pañeros que tuvo. Todo eso fue dolor «sobrevenido».
Sufrió por la pérdida del honor, por fracasos, por in-
jurias y humillaciones, por el cansancio y las enferme-
dades. Cosas, todas ellas, no pedidas. Nada de eso pidió
Ignacio, en un principio, y, sin embargo, estuvieron pe-
gadas a su corazón y a su carne.
Ignacio quiso ver, en todo eso, a Dios en acción. Un
obrar de Dios que le superaba, pero que creía que estaba
presente en él para sacar alguna finalidad buena. Esas
heridas fueron lugar de encuentro, lugar de adoración y
de apertura y disponibilidad siempre mayor.
Ignacio afrontó sus heridas desde una mirada de fe,
que le llevó a ver a un Dios pedagogo del hombre; amo-
roso y providente y siempre activo. Así Dios le invitaba,
con esos sufrimientos, a salir de sí mismo; a liberarse de
los afectos desordenados que le impedían articular su li-
bertad en la de Dios; a centrar su corazón en sólo Dios; a
entregarse sin reservas al misterio de Su amor.
José Antonio García, S.J., afirmará en el Diccionario de
espiritualidad ignaciana: «De ese todo -todas las cosas-
forma parte la vida humana y sus concomitantes de risa
y llanto, éxito y fracaso, salud y enfermedad, vida y
muerte».
Dolor y sufrimiento que, como lo expresa Santiago
Arzubialde, S.J., «Suponen una grieta en el horizonte de
las expectativas humanas». Esas expectativas humanas
que son la necesidad de seguridad y la de la felicidad.
Por eso, el relacionarse bien y de un modo psicológica-

370
mente sano con esas grietas no le resultó a Ignacio nada
fácil.
La psicología afirma que las heridas no causan trau­
ma cuando al instinto de seguridad y felicidad se le da
otro objetivo diferente positivo en el que queda subli­
mado. En concreto, en Ignacio, la sublimación de la hon­
ra, la fama y seguir los dictados del mundo posibilitó
que sufriera de manera positiva las carnicerías que so­
portó en Loyola, durante su convalecencia.
Más tarde, el objeto, mejor dicho la persona, que sir­
vió de sublimación fue la de Jesucristo en persona. Ese
Cristo que murió por sus pecados y dio nuevo rumbo a
su vida. Esa persona de Jesucristo que poseía un in­
menso potencial transformador, y desde donde Ignacio
podía vivir sus heridas sin traumas o de una manera
negativa.
Jesucristo se había definido ya, en su vida mortal, co­
mo «Luz del mundo». Por eso, desde Él, supo Ignacio
iluminar la oscuridad de sus noches.

371
LA ESCALA DE JACOB

Ignacio nunca pensó, al principio de su vida, que los


sufrimientos y heridas pudieran ser caminos hacia Dios.
¿Podía ser camino la muerte de su madre siendo él aún
muy niño? ¿O el hundimiento de la corte de Arévalo?
¿Podían ser camino su discapacidad física permanente,
los escrúpulos en Manresa, el fracaso de los primeros
compañeros? ¿Se puede encontrar un sentido a las prue-
bas, a las heridas?
Sin embargo, las pruebas y los obstáculos forman
parte de la vida. Todo depende de cómo los vivamos.
Pero la duda y la incertidumbre nos habitan. A través de
la felicidad o los desánimos, la vida continúa.
Pero Ignacio es consciente de que, cuando un desga-
rrón le sobrevenía, tenía que vivir con él; y de que a los
períodos de euforia, sobrevenían otros de claro descenso.
¿Cómo reaccionar ante ellos? El escritor israelita Aaron
Appelfild tiene una bonita fórmula; dice: «Una herida es-
cucha siempre más finamente que una oreja». Nuestras
heridas interiores pueden cerrarnos o, por el contrario,
ponernos a la escucha. Es preciso desear trascender las

373
pruebas. Y esto es lo que hizo Ignacio, por medio de la
gracia.
Lejos de un perfeccionismo, amasado como estaba de
defectos, debilidades y cicatrices, llegó a que el misterio
de Dios filtrase de sus heridas. Construido por la gracia,
dejó una estela de humanidad diferente.
Tal vez nos ayude a comprender mejor la actitud de
Ignacio ante las heridas lo que la Biblia nos cuenta que
le pasó al patriarca Jacob. Pues Jacob fue elegido por
Dios a pesar de sus limitaciones y pecados. Dios lo eli-
gió tal como era, esperando que llegase a ser tal como Él
quería que fuese. Dios no tenía prisas, y le dará tiempo
para el encuentro.
Cuenta el Génesis en su capítulo veintiocho que,
«obligado» Jacob a huir de su hermano Esaú, se pone en
camino. Marcha con un bastón en la mano y pedirá so-
lamente a Dios pan y vestido. Duerme donde le alcanza
la puesta del sol y por cabecera tiene una piedra.
Un episodio sorprende a Jacob en su viaje de Bersaba
a Jarán, y se detiene en una noche histórica. Noche que
es un alto, y un salto en su camino: «Llegado a un cierto
lugar, se dispuso a hacer noche allí, porque ya se había
puesto el sol. Tomó una de las piedras del lugar, se la
puso por cabezal, y se acostó en aquel lugar.
»Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en
tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los
ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y vio que
Yahvé estaba sobre ella y que le dijo: «Yo soy Yahvé, el
Dios de tu padre Abrahán y el Dios de Isaac. La tierra en
la que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia
(...) Mira que yo estoy contigo; te guardaré por donde
quiera que vayas y te devolveré a este solar. No, no te
abandonaré hasta haber cumplido lo que te he dicho.
Despertó Jacob de su sueño y dijo: ¡Así pues, está Yahvé
en este lugar y yo no lo sabía!» (Gn XXVIII,11-16).

374
«¡Así pues, está Dios en este lugar y yo no lo sabía!»
Eso podía decir Ignacio. Dios estuvo en sus heridas, en
su fragilidades, en sus sufrimientos... aunque él, en un
principio, no lo sabía. También, como Jacob, Ignacio se
designa a sí mismo como «El Peregrino». Peregrino por
la geografía de Europa pero, sobre todo, en su geografía
interior. Dios le iba dando tiempo para los encuentros.
Pero los encuentros van a ser no sólo donde él pensaba,
sino también en las heridas.
Tendrá que recorrer el camino de los dramas, tensiones,
intrigas, engaños, fracasos. Todo el relato de su Autobio-
grafía es una manera amplia de decir la frase «Dios estaba
en este lugar y yo no lo sabía».
Es cierto que, cuando estaba convaleciente en Loyola,
Ignacio dirá: «hasta en tanto que una vez se le abrieron
un poco los ojos, y empezó a maravillarse...» (Aut. n° 8).
Y de la ilustración junto al río Cardoner, Ignacio escribi-
rá: «Y estando allí sentado se le empezaron a abrir los
ojos del entendimiento...» (Aut. n° 30). Pero no sólo en
Loyola y en Manresa, sino que hubo otros momentos en
que también vio que el sufrimiento y las heridas eran lu-
gar de encuentro. El abrírsele los ojos era como el des-
pertar de un sueño. Y, como Jacob, podía decir: «Dios es-
tá aquí y yo no lo sabía».
El camino geográfico era como una línea en el plano
horizontal. El abrírsele los ojos era un desgarrón hacia
arriba, era lo vertical en un punto del camino. Y en ese
momento alcanzaba una experiencia nueva de Dios. Era
un viaje de iniciación donde iba descubriendo que el Se-
ñor estaba también en esos sucesos que él creía negati-
vos. Era como descubrir otra dimensión para la totali-
dad de la existencia. Era como una puerta que se abría y
le hacía ver el interior de sus heridas, envueltas en la
Providencia de Dios.
Aquella escena de Jacob de la Antigua Alianza toma-
ba un sentido nuevo. Era desde su fragilidad desde don-

375
de descubría que podía haber una comunicación entre el
cielo y la tierra, entre Dios y él.
Ya el apóstol Natanael preguntaba a Felipe: «¿De Na-
zaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Ignacio se pre-
guntaba: ¿De la fragilidad puede salir algo bueno? Pero
la respuesta para comprender la maravilla de lo bueno
que puede salir de la debilidad, no le llegó por simples
razonamientos, sino por las experiencias que vivía. Y lo
que experimentaba era porque, por gracia, se le habían
abierto los ojos.
El obrar de Dios le fue marcando a Ignacio. Y el ir
descubriendo a Dios presente, aun en el dolor y sufri-
mientos, hacía que su camino fuese más ligero. Va te-
niendo la experiencia de que, cuando un hombre busca
de verdad a Dios, pierde pie en el misterio, pero se sien-
te arrastrado hacia una aventura sin fin.
En el contexto de los sufrimientos y heridas de Igna-
cio, nos hace pensar K. Rahner cuando dice: «Sólo logra
hallar a Dios en todas las cosas, experimentar la trans-
parencia divina de las cosas, quien encuentra a Dios
donde él ha bajado a lo más espeso, lo más cerrado de lo
divino, lo más tenebroso e inaccesible de este mundo. La
cruz de Cristo. Sólo así se vuelve limpio el ojo del peca-
dor, la actitud de la indiferencia se le hace posible, pue-
de hallar a Dios, que le sale al encuentro en la cruz y no
sólo donde él quisiera tenerlo».
A esas palabras quiero añadir el pequeño comentario
que José Antonio García, S.J., hace sobre dicho texto: «Es-
te texto nos aclara cosas verdaderamente importantes, a
la vez que nos pone en guardia contra idealismos espiri-
tuales. ¿Por qué terminará en mecanismo proyectivo la
meta ignaciana de buscar y hallar a Dios «en todas las co-
sas» si no se le ha encontrado en la cruz? Porque el en-
cuentro con Dios en la cruz de Jesucristo -un lugar don-
de Dios no debería estar- está llamado a curar de raíz

376
todas nuestras proyecciones sobre lo que Dios deba ser y
dónde se le deba encontrar. Después de ese encuentro sí
que estaremos capacitados para encontrarle «en todo» tal
como Él es. Sin Él, es posible que sólo encontremos «en
todo» nuestra propia imagen proyectada».
En este libro hemos hablado, no del dolor pedido por
Ignacio para identificarse con Cristo, sino de ese dolor
«sobrevenido» que parece como más opaco, aparente-
mente sin sentido y más oscuro y destructor. ¿Cómo
emerge en él Dios?
Ignacio, «El Peregrino», tuvo que recorrer todo ese
camino que va de las situaciones aparentemente des-
tructivas hasta experimentar que podían ser, y de hecho
eran, lugar de encuentro, de adoración y de entrega.
Cuando las heridas son «medio divino» y encuentro
con Dios, no tienen por qué terminar en frustración del
instinto de felicidad, o en maldición hacia Dios. En ellas
Dios actúa, en expresión de Teilhard de Chardin, «como
timón de profundidad que cambia el rumbo de nuestra
nave; o como podadera que orienta el crecimiento y fe-
cundidad del árbol de nuestra vida».
Por eso las heridas sufridas por Ignacio fueron una
invitación a salir de sí mismo para llegar a confiar y
abandonarse totalmente a Él. Esas heridas le llevaron a
crecer en fortaleza, paciencia, fe y esperanza.
Aunque Dios es misterio, uno de los caminos por los
que lleva al ser humano es el del dolor. Será difícil conocer
el por qué lo hace. De lo que sí se puede estar seguro es de
que siempre lo hace desde el amor y para nuestro bien.
Ignacio vivó finalmente el dolor y las heridas, no des-
de el miedo, sino desde la confianza y el amor, pues re-
cordaba la parábola de los talentos que San Mateo narra
en su capítulo veinticinco de su evangelio. El siervo ma-
lo es el que tuvo miedo de su Señor y enterró lo que su
Amo le había confiado.

377
Ignacio ha ido descubriendo que Dios no le mandaba
el dolor y las heridas como castigo por sus pecados, sino
por amor. Veía el sufrimiento y las heridas como visita-
ciones y dones (talentos) que Dios le daba. Y quiso fruc-
tificarlos. Pero no sólo fructificar lo que, al principio, él
creía que era positivo, sino también fructificar las heri-
das. Descubrió que también las heridas eran talentos
que Dios le confiaba. Tal vez por eso, así como en la Pri-
mera Semana de sus ejercicios decía: «.. .lo que he hecho
por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por
Cristo...» (EE 53), en la Tercera Semana a la palabra «ha-
cer» añadirá el padecer: «...y qué debo yo hacer y pade-
cer por él...» (EE 197).
Ahora, quiere hacer suya la expresión paulina: «Ahora
me alegro de padecer por vosotros, de complementar, a fa-
vor de su cuerpo, que es la Iglesia, lo que falta a los sufri-
mientos de Cristo» (Col 1,24). Y es que, como la «Iglesia-
Cuerpo» completa la «Cristo-Cabeza», así los sufrimientos
de Pablo, o los de Ignacio, prolongan los de Cristo.
Se le había dado una vida; pero esa vida no tenía so-
lamente la vertiente de la salud, del éxito, del bienestar.
La vida también tenía la vertiente de las heridas, y Dios
esperaba lo que podría brotar de creación en esa otra la-
dera de la existencia de Ignacio.
«Lo que podía brotar de creativo en las heridas»; por-
que, como dice Javier Meloni, S.J.: «Dios está presente y
actuante como el primer día de la Creación, porque cada
instante es contemporáneo del acto creador y encarnato-
rio de Dios».
Desde sus heridas se fue abriendo a los límites sagra-
dos de su existencia que le conducían a la humildad. Era
el proceso de vaciarse de su narcisismo para dejarse in-
vadir por Dios.
Ya no se dejaba apoyar en su yo, en su valía, en su po-
der, en sus obras buenas, sino sólo en Dios y en su amor.

378
Viviendo así, como diría Andrés María Tornos, S.J.: «el
dolor marca sagradamente y crea un destino».
Pablo quiso quitar los sufrimientos de su vida, y pi­
dió a Dios que esa petición fuese escuchada. Pero Dios le
contestó: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la
debilidad» (2 Cor XII,9). La debilidad es el terreno en
que actúa y se manifiesta el poder de Dios.
Algo parecido le pasó a Ignacio, que, al principio, se
rebeló contra su fragilidad y heridas, pues le impedían
que siguiera adelante su proyecto; pero ahora estaba
contento con sus debilidades, sufrimientos, heridas.
Pues cuando era débil, entonces era fuerte.
Todo santo tiene que pasar por la experiencia de su
propia fragilidad.
Bastaría recordar las palabras dichas a Pablo antes ci­
tadas: «Te basta mi gracia»; y las palabras escritas por Ig­
nacio en la «Contemplación para alcanzar Amor»: «.. .to­
do es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme
vuestro amor y gracia, que ésta me basta».

379
Siempre nos ha gustado ver en los santos a una especie de héroes, o de
superhombres. De aquí que, en la narración de sus vidas, se haya querido
ocultar sus faltas, sus límites, su fragilidad, sus heridas.
Este libro de Federico ELORRIAGA s.j., hace ver que, las heridas que
hicieron comprender a Ignacio su fragilidad, nos permiten tener una imagen
más aproximada de lo que fue su vida.
Aunque el arte ha presentado a Ignacio triunfante, entre destellos de luz
celestial, dice el autor del libro que Ignacio es más humano y cercano cuando
él se presenta, en sus escritos, en la humildad de sus sentimientos, como
frágil y pecador. Por desgracia nos gusta ver en los santos a una especie de
superhombres, pero ellos se vieron de otra manera.
El P. José Antonio García s.j., en su prólogo al libro dice que san Ignacio
es una confirmación del dicho tantas veces repetido: "Más importante de lo
que nos sucede es qué hacemos con lo que nos sucede". Porque lo que nos
sucede escapa muchas veces a nuestra voluntad, pero lo que hacemos con ello
depende más de nosotros mismos. Este libro de Federico ELORRIAGA s.j., es
un ejemplo magnífico de esta verdad.
Prosigue diciendo que el secreto de este libro está, en el plural del título.
No se trata al menos solamente, de la "herida" de san Ignacio (en Pamplona)
sino de "las heridas", de aquellas heridas, unas exteriores y otras internas,
recibidas a lo largo de su vida; de cómo impactaron en él y de cómo las fue
procesando.
El libro trata de describir, en primer lugar, la "herida" en cuanto tal. Si­
guiendo la vida de san Ignacio rastreada, sobre todo, a través de la Autobiogra­
fía, pero también de otros testimonios históricos, el autor enumera hasta "once
heridas", por las que Dios entró en su vida.
El autor fotografía esa peregrinación de Ignacio por sus heridas y por su
fragilidad. Este libro lo que hace es aclarar e iluminar esa ruta ignaciana en
lo que tiene de heridas que se trasforman en enriquecimiento humano y en
santidad.
Todo un acierto del autor, ya en el modo de concebir este libro. Porque
libros sobre Ignacio hay muchos, pero no con este enfoque tan preciso, tan
atrayente y tan práctico.

ISBN 978-84-271-3089-0

9 "788427" 13089Ó"

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