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Los sentidos de Educar

La escuela entre tiempos. Transmitir y emancipar.

La cuestión del tiempo, marca el ritmo escolar, ya sea en torno a una trayectoria de varios
años, a un año calendario o simplemente a la distribución de los horarios de un día de
clase.

La escuela, esa máquina pensada como piezas articuladas, ha sido diseñada en tiempos de
la modernidad, de la construcción de los Estados Nación que requerían ciertos modos de
ser ciudadanos. A lo largo de los tiempos transcurridos, se han transformado las
realidades socio-políticas y con ellas los requerimientos y los modos de construcción de la
socialización y la subjetividad.

Los modos de vincularnos se han alterado; las configuraciones familiares y las


concepciones acerca de que es la familia modificaron; la autoridad se ha democratizado y
se construye en cada situación, con cada grupo, entre sujetos. Por otra parte, las nuevas
tecnologías de la información y comunicación vienen generando nuevas formas de
informar, de relación entre las personas y por consiguiente, nuevas formas de aprender
enseñar.

La levedad caracteriza nuestros tiempos. Lo sólido, lo duradero, lo establecido da lugar a


lo líquido (Bauman)(1) lo fluido (Lewcowicz)(2), lo provisorio. Lo nuevo se convierte en
obsoleto tan pronto como sale al mercado la versión mejorada, retocada, modificada. El
mercado crea necesidades y el acceso al consumo otorga no sólo status sino también
identidad.

Tener es ser. Las instituciones, sobre todo la escuela, no muta al ritmo de los cambios
sociales, sus estructuras, pesadas, grandes, sólidas, no tienen la “flexibilidad” suficiente
para adaptarse a los tiempos. Por suerte, la escuela ya no es el santuario (Dubet)(3) que
desvinculaba el afuera y el adentro de la escuela para tener “fronteras” permeables, que
dialogan con la realidad social y comunitaria.

Cambia la sociedad y cambian los sujetos que las forman, por lo que intentar reponer esas
estrategias suponiendo que dará los mismos resultados por lo menos una expresión de
deseos más que una posibilidad cierta.

Por otro lado habría mucho por discutir si esas formas del pasado son las que deseamos
para nuestras escuelas, nuestros estudiantes o nuestros hijos. Quienes somos educadores
tenemos la profunda convicción que lo mejor está por llegar, que nuestros estudiantes
son un presente cargado de ganas, fuerzas, vitalidad pero a la vez de inconmensurable
porvenir. Si no hay posibilidad de transformación la educación ya no puede prometer
nada a nadie.

La educación será promesa siempre y cuando crea que su lugar es la construcción de un


mejor por-venir.

No hay transformaciones ni cambios sin conflictos. No hay relaciones interpersonales sin


conflictos, no hay escuelas sin conflictos. La incertidumbre nos hace navegar inseguros,
hace tiempo se habla de una educación en crisis. Cada uno/a de ustedes como nosotros
saben por momentos nos ganan sentimientos de desconcierto, del sentimiento de “¿para
qué me sirve lo que estudié?” o “se me quemaron todos los papeles”. Un gran pedagogo
francés, Philippe Meirieu, (4) plantea que las crisis sólo aparecen bajo los gobiernos
democráticos, allí donde es posible cuestionar/se. Los regímenes totalitarios no dan lugar
a la crisis porque no hay espacio para hacer de otro modo, a que surjan nuevas
interpretaciones, nuevos modos de pensar, nuevas formas de pensar el mundo y de
pensarnos en él.

Así que mal que nos pese, bienvenida crisis y bienvenido lo nuevo que perfora la campana
de cristal del santuario para pensar nuevos posibles que mejorarán lo que hacemos y en
consecuencia lo que somos.

Transmisión y emancipación

Seguimos con el tiempo, pero aquí vamos a pensar, por ejemplo, en aquello que sucede
entre generaciones. Podemos decir que una generación está formada por individuos que
comparten ciertos códigos, maneras de relacionarse, discursos, prácticas y que nacieron
en un mismo lapso de tiempo. Asimismo todo ese bagaje compartido los diferencia de
otro grupo, es decir de otra generación. Sin embargo lo construido, elaborado, producido
por un generación no queda allí. Sería muy difícil progresar de ese modo, si cada logro, o
mejor si el conocimiento producido por una generación quedaría sólo en ella, de forma
endogámica, y fuese desperdiciado por las siguientes.

La escuela en general se debate en una tensión permanente y para la que no hay “receta”
posible de resolución: por un lado tiene como función “conservar” lo producido
culturalmente, el conocimiento para que pueda ser transmitido a las nuevas generaciones,
por otro lado tiene la responsabilidad de transformar la realidad, no percibirla como
cristalizada o fija, no considerar el conocimiento como una verdad absoluta. Es decir
conservar y transformar, aunque parezca un oxímoron, es el desafío que se presenta en la
arena pedagógica.

Los educadores estamos invitados a ser pasadores, transmisores de esa cultura, de esa
historia, pero no es un pasaje como meros “dadores”, es un pasaje que conlleva inscribir a
esos otros como parte de una cultura, pertenecientes a una historia, deudores de lo que
los antepasados han podido hacer, de sus decisiones y de sus búsquedas.

Ese pasaje, ese acto significa confianza en ese otro al que se ofrece ese bagaje a la vez que
supone la incertidumbre del no saber que és lo que ese otro hará con lo ofrecido.

La educación supone convivir con lo inimaginable de lo que puede ser sus efectos.
Podemos prever las intenciones de aquello que queremos lograr, no podremos nunca
saber ni cuánto ni qué de eso se ha logrado en cada quien.

Hassoun se pregunta justamente acerca de los efectos de la transmisión dudando acerca


de sí estamos condenados como sociedad a la reproducción, y dice “lo que me resulta
apasionante en la aventura propia de la transmisión es precisamente que somos
diferentes de quienes nos precedieron y que nuestros descendientes es probable que
sigan un camino sensiblemente diferente al nuestro...Y sin embargo… es allí… en esta serie
de diferencias en donde inscribimos aquello que transmitiremos. (Hassoun , 1996)(5)
Esos otros, las nuevas generaciones, los recién llegados (Arendt )(6), se apropian,
reelaboran, resignifican, utilizan o descartan lo recibido según sus biografías, deseos,
intereses, y sobre todo deciden sobre lo recibido. Porque (…) yo no puedo entrar en
contacto con lo nuevo que se me presenta sino en tanto puedo reconocer allí una parte de
familiaridad.

Es a partir de una herencia que me ha sido transmitida que puedo, al superarla, participar
de situaciones nuevas que a priori me resultarían desconocidas. (Hassoun, 1996). No

se trata, entonces de reproducir lo heredado, sino de conocerlo para resignificar el


presente.

En este punto podemos comprender que no tenemos el total gobierno de la máquina que
fabrica estudiantes, ciudadanos. P. Meirieu, refleja de forma fenomenal esta cuestión en
su libro Frankestein Educador , en el que realiza un provocador planteo acerca de esa
concepción en que la escuela es la fábrica de alumnos, que van construyendo un alumno a
su antojo, componiendo partes, juntando retazos, creando y moldeando. Lo polémico que
nos plantea lucidamente Meirieu es que para cambiar las formas de hacer en pedagogía
debemos discutir ciertos supuestos que han construido los cimientos de la escuela
moderna y han sido el sostén de la transmisión pedagógica.

Tomar conciencia que el alumno, ese otro frente a nosotros puede no hacer lo que
nosotros queremos que haga, puede no desear lo que nosotros deseamos y hasta puede
decidir en contra de nuestra voluntad. En síntesis, nos recuerda su humanidad, su ser, la

posibilidad de ser más allá de lo que nosotros deseamos que sea. Es reconocer a aquel
que llega como una persona que no puedo moldear a mi gusto. Es inevitabley saludable
que alguien se resista a aquel que le quiere “fabricar”. Cuánto nos cuesta aceptarlo! O
nuestras expectativas no se sitúan en que lo que pensamos, planificamos, y desarrollemos
sea aprendido por todos, con ganas y entusiasmo.
Esto no hace suponer que no es necesario planificar, ni pensar las clases, ni quedarse una
tarde preparando tal o cual actividad, sino más bien refleja que lo que podemos diseñar
está sujeto a cómo será recibido por sujetos activos, pensantes, “sintientes”, que tal como
nos sucede a nosotros no están dispuestos a “recibir” la propuesta del otro, sin más, por el
hecho de estar obligados a hacerlo.

Y es aquí donde la interpelación se nos vuelve a los educadores, cuando el supuesto de


que lo ofrecido, lo pensado, lo desplegado tiene que tener su correlato en el buen
recibimiento de los estudiantes, es cuando pensamos que quienes no lo hacen están por
fuera de lo esperado, de lo establecido, es cuando la “normalización” y la homogenización
muestra la hilacha en cada uno de nosotros. La docilidad de los estudiantes es un
supuesto casi nunca discutido, es una condición previa que suponemos debe darse
cuando entramos al aula. Sin embargo Meirieu nos incomoda haciéndonos saber que el
otro es una persona y se nos puede resistir.

Esta proposición del autor, puede llevarnos a pensar que nuestra naturalización respecto
de lo que “debe” suceder en el aula puede estar construída sobre un supuesto erróneo y
diametralmente opuesto al que podríamos pensar si partimos presuponiendo que nuestra
tarea como docentes, maestros profesores es buscar todos los medios a nuestro alcance
para que el que se nos resiste, finalmente quiera y pueda. Podríamos decir entonces que
nuestra tarea reside en hacer que aprenda el que no quiere, ya que el que quiere puede
sin nosotros. Nuestra mayor alegría, el mayor logro es hacer que acepten la transmisión
ofrecida aquellos que se niegan. Para reafirmar esta idea, el autor propone más adelante
“sólo el sujeto puede decidir aprender”. Esta proposición, a la vez se aleja de la des
responsabilización del educador sobre esa decisión personalísima.

Conviene, detenernos en esto último y aclarar esta posición, que quizás puede ser
comprendida en forma opuesta a lo que quiere significar. Por un lado y en base a la
argumentación que venimos desarrollando hemos advertido el carácter voluntario de la
decisión de aprender. Asumir esta cuestión como docentes nos ayuda a comprender a ese
otro como un sujeto con posibilidad de decidir. Sin embargo a nosotros como docentes
nos carga de una responsabilidad importante.

Que el estudiante decida no aprender, no significa que como docentes renunciemos a la


enseñanza. Es más compromete más aún nuestro trabajo en tanto necesitaremos generar
un sinnúmero de condiciones que intenten hacer que el estudiante cambie su decisión.

En síntesis, asumir la decisión del estudiante no nos releva de nuestras responsabilidades


ni implica la renuncia a la enseñanza. Renunciar a la enseñanza es lo mismo que descreer
de la posibilidad de transformar de la educación y de las posibilidades de cambio de las
personas. Renunciar a la enseñanza es el sinsentido y el vaciamiento de la relación
pedagógica.

Emancipar

Dijimos ya varias veces que sale por fuera de aquello que podemos controlar lo que hagan
las nuevas generaciones con lo que les ofrecemos. Sin embargo lo que si podemos definir
es aquello que buscamos con nuestras acciones. Por supuesto lo que nosotros definamos
no es lo único que operará para lograr el cometido, las biografías personales, las
condiciones económicas, sociales y culturales, entre otras serán variables que colaborarán
en mayor o en menor medida para lograr lo propuesto.

Entonces nos preocupa reflexionar acerca de ¿Cómo pensamos la transmisión? ¿Cuál es


nuestro punto de partida? ¿Qué suponemos /sabemos de los estudiantes?

En esta ocasión intentaremos esbozar algunas posibles respuestas desde un análisis más
bien filosófico y político, que no necesariamente se entremezcla con otras respuestas que
desde la psicología evolutiva, genética o de las corrientes constructivistas en educación
podrían tener esas preguntas.

Para “entretejer” esta respuesta con aquello que hemos dicho más arriba, viene bien
recuperar el ideal “pansófico” del todo a todos enarbolado por Comenio o la inclusión (no
muy democrática) que mencionamos al esbozar algunas ideas sobre el comienzo del
sistema educativo argentino. En esos párrafos sosteníamos que la idea de igualdad estaba
pensada como punto de llegada. La igualdad suponía sujetos que, a través del
disciplinamiento, llegarían a compartir valores y códigos culturales de un Estado Nación en
desarrollo. Por tanto la escuela era la herramienta para llegar a la igualdad.

Sabemos y hemos dicho que este proceso, suprimió e invisibilizó la cultura popular,
proponiendo la cultura extranjera, europea, como la cultura hegemónica a instaurar.

Podemos decir que esta idea de igualdad está más cercana a la dependencia que la
emancipación de los sujetos, que busca menos la libertad que su obediencia, que necesita
más de su docilidad que de su pensamiento autónomo.

Pero entonces ¿Cómo juegan nuestros supuestos en relación a la emancipación del otro?
¿Qué relación existe entre emancipación e igualdad?

La confianza en que todos pueden aprender es el comienzo de la emancipación de los


individuos. Es más la emancipación comienza cuando ese individuo se convence de las
posibilidades de su propia inteligencia.

Suponer que el otro no puede es hacerle creer que no puede, por lo tanto concebir a la
igualdad como punto de partida no es más que ingresar al aula cada día con la convicción
de que todos pueden aprender, de movilizar su voluntad para que así lo crean, y
disponerse al acto de verificar la igualdad en cada acto, en cada práctica.

Educar, un acto político.

Para ir cerrando esta clase, abordaremos la dimensión política de la educación, que en


realidad no es más que recuperar mucho de lo que hemos dicho de diversos modos en
este texto.

Sostener una posición respecto de la transmisión, indagar acerca de las concepciones de


igualdad que tenemos y desde las que pensamos nuestras prácticas, comprender los
mandatos y las matrices de la escuela moderno y reinterpretarlos y reformularlos en
nuestro marco de época nos habla de asumir perspectivas, de adherir a enfoques,
ideologías, marcos conceptuales, que encuadran nuestros modos de leer la realidad, de
hacer, de componer nuestras prácticas, de analizar las instituciones y de comprender a
nuestros estudiantes.

Cuando hacemos mención a la dimensión política de la educación nos referimos a asumir


nuestro lugar como educadores en medio de esa trama descripta más arriba. Todo el
tiempo nuestra tarea nos pone frente a la toma de decisiones, respecto de qué enseñar,
cómo enseñar, con quiénes enseñar, a partir de qué enseñar, desde qué enfoque, con que
concepción de convivencia/disciplina, con qué bibliografía, y podemos seguir
indefinidamente con ejemplos de las decisiones que tomamos a diario.

Por tanto asumir la tarea de educadores como lugar político es también comprender
nuestra práctica en relación al ejercicio del poder que supone la educación pero también
es hacer consciente que se ejercicio de poder responde a una posición asumida por cada
uno de nosotros.

Determinadas construcciones discursivas, generalmente apegadas a la visión tecnocrática


de la educación en consonancia con las políticas educativas neoliberales pretenden
imponer la idea de las despolitización de la educación y de la asepsia que debe cubrir a la
educación para evitar la “contaminación” que la política puede contagiar.

Sabemos que es éste un tema por demás estudiado desde hace décadas, aunque la
insistencia no se detiene. La intención es instalar la ideología de la neutralidad ideológica.
Si, no es una contradicción la frase. La neutralidad buscada (y por si hiciera falta aclaro:
nunca encontrada) es sí misma un posición ideológica que viene a negar la política.

Pedagogos grandes como Paulo Freire ha sido criticado en su trayectoria por poner sobre
la mesa y debatir el tema de la dimensión política de la educación. El mismo Sarmiento
construyó un proyecto político educativo que se puso en juego en cada escuela, en cada
aula.

Todos quienes ingresamos a las aulas ponemos en juego nuestra ideología, nuestras
formas de pensarnos en el mundo y de comprender la educación, la relación pedagógico,
los vínculos. Ser un docente autoritario o democrático, buscar o no la participación de los
estudiantes, clarificar la intencionalidad pedagógica que busca la enseñanza de tal o cual
contenido, develar las relaciones de poder que existen por detrás de los contenidos a
enseñar, encontrar en la construcción del conocimiento una herramienta para la
transformación de los sujetos, para la democratización de las relaciones, es ni más que
hacer política.

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