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José Ramón Medina

Publicaciones
Embajada de Venezuela en Chile
José Ramón Medina

Una Visión
de la

Literatura Venezolana
Contemporánea

Publicaciones
Embajada de Venezuela en Chile
N9 7
Esta edición se terminó de imprimir el 16
de septiembre de 1962, bajo el patrocinio
de la Embajada de. Venezuela en Chile,
en los Talleres de Prensa Latinoamericana
S. A., calle Root 537, Santiago. La edición
consta de 1.000 ejemplares, todos ellos sin
valor comercial, lo mismo que las demás
publicaciones anteriores.
PERSONAL DE LA EMBAJADA DE VENEZUELA
A LA FECHA DE ESTA PUBLICACION

VICEALMIRANTE W OLFGANG LARRAZABAL UGUETO


EMBAJADOR

Señor GILBERTO ANTONIO GOMEZ


CONSEJERO

Coronel RA FAEL HERRERA TOVAR


AGREGADO MILITAR

Lie. LUIS RODRIGUEZ M ALASPINA


PRIMER SECRETARIO

Tte. Cnel. ALBERTO M ILIANI BALZA


AGREGADO MILITAR ADJUNTO

Lie. ANIBAL FELIPE VALERO


TERCER SECRETARIO

SanSfcia'go de Chile, 18 de Septiembre de 1962,


PUBLICACIONES “EMBAJADA OTRAS PUBLICACIONES
DE VENEZUELA EN CHILE” EN PREPARACION

1 Varios Autores:
Miguel Luis Amunátegui: FOLKLORE VENEZOLANO
VIDA DE DON ANDRES BELLO
Reedición, (1962)

2 Arturo Uslar Pietri:


Luis Rodríguez Malaspina: LA POESIA EN VENEZUELA
SINOPSIS DE VENEZUELA *
(1962)
J. L. Salcedo-Bastardo:
3
VISION
Vicente Salías y Juan Landaeta:
Y REVISION DE BOLIVAR
HIMNO
NACIONAL DE VENEZUELA *
(Arreglo para piano y canto o piano
solo, partitura de Banda y Letra). Eduardo Blanco:
4 VENEZUELA HEROICA
Simón Bolívar: *
ULTIMA PROCLAMA
Varios Autores:
5
LOS MEJORES
Arturo Uslar Pietri: CUENTOS VENEZOLANOS
LA NOVELA EN VENEZUELA
*
6
Varios Autores: Arturo Uslar Pietri:
HOMENAJE AL POETA LAS MEJORES PAGINAS DE
ANDRES ELOY BLANCO SIMON BOLIVAR
(Antología)
7
José Ramón Medina *
UNA VISION DE LA
LITERATURA VENEZOLANA Andrés Eloy Blanco:
CONTEMPORANEA. SUS MEJORES POEMAS
7

I.— LOS ANTECEDENTES


El período colonial venezolano, a pesar de sus bien largos tres siglos
de existencia, muy poco material ofrece para la investigación literaria. Na­
da hay allí que ofrezca la posibilidad de hacer balance de las
Relieve letras venezolanas de ese tiempo. La época no estaba prepa-
colonial rada, ciertamente, para el cultivo calificado de la literatura.
Los ingenios escaseaban; y los géneros de la creación, propia­
mente dichos, no tenían atractivo suficiente como para satisfacer el inte­
rés de aquella gente empeñada en menesteres más urgentes. En su defecto,
la historia y la geografía representan temas que prosperan visiblemente,
y sobre ellos se escribieron algunos libros que constituyen variada inter­
pretación de la realidad social, política económica e histórica de la Vene­
zuela colonial. Sin embargo, las coordenadas del proceso histórico de las
letras nacionales requieren, aunque sea someramente, precisar el señala­
miento de aquellos lejanos orígenes. Podría afirmarse que un nombre, el
del historiador José Oviedo y Baños, destaca con suficiente claridad en el
firmamento literario de la Colonia. Pero antes que Oviedo y Baños, se hi­
ciera presente con su magnífica obra histórica, hubo algunos personajes de
inquietante indagación, que si bien no dejaron pulida obra literaria, si
aportaron testimonios de irrecusable validez que muy bien podrían servir
para intentar el balance sociológico de la época, como aquel poeta y cro­
nista Juan de Castellanos que en castigadas octavas reales relata la con­
quista y colonización del oriente venezolano, recogiendo admirables cuadros
del mundo natural y de la historia del país; o aquel otro Joseph de Cisneros,
tan bien plantado sobre el mapa nacional, comerciante y viajero a lo largo
de las extendidas tierras por poblar que se extienden entre el mar y la selva,
que con ojos gozosos describe y anota hechos y características —geográficos,
económicos y sociales— de villas y pueblos de la Provincia de Caracas.
Si no es, en realidad una literatura muy pura, en el exacto sentido de la
palabra, esos testimonios escritos contribuyen, sin embargo, a plasmar la
fisonomía de la realidad y de las condiciones históricas de lo que andando
el tiempo iría a servir de fundamento a la sociedad venezolana, que nace
como República organizada en el año de 1830.
Después de la Colonia —a finales de la misma— un rico período ama­
nece en el horizonte de la historia patria. Es aquél que presente los prepara­
tivos que anteceden al gran suceso de la independencia nacional. Ideólogos
y visionarios, iniciados en la fecunda experiencia de la Enciclopedia Fran­
cesa, que pese al cerco oficial penetró saludablemente las fronteras de Amé­
rica, van a realizar una de las más sorprendentes tareas de difusión del
pensamiento revolucionario y a preparar las bases para la transformación
política que se avecina. Libertadores y constructores de la República, como
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Francisco de Miranda, Juan Germán Roscio y Simón Bolívar, y antes que


ellos hombres de sereno dominio espiritual como Don Miguel José Sanz, se
adelantan a formular programas, a debatir ideas, a difundir la doctrina
revolucionaria, y a coronar esta prédica con la acción conveniente. Estos
propósitos persistirán durante el sangriento largo período de la emanci­
pación, que no dejará tiempo para la tranquila y meditada producción lite­
raria y que quemará en su hoguera implacable a muchos destinos creadores.
Pero con todo, una obra queda cumplida, un camino se ha abierto y lo que
agostó la guerra servirá de abono para las generaciones venideras.

Simón Bolívar yergue su figura de hombre de pensamiento y de hombre


de acción en aquel violento escindirse del bloque colonial español. No sólo
es el guerrero iluminado, sino también el ordenador de
Precursores las ideas propias para sustentar la realidad de los pue-
y maestros blos Que su espada iba creando. La obra escrita del Li­
bertador representa cabalmente la vigorosa expresión
de aquella etapa crucial y hermosa de nuestra historia, y dentro de un
recuento literario necesariamente ha de hacerse mención de lo que él sig­
nificó también en ese orden de cosas para las letras venezolanas.
Otra figura venerable en el campo de la cultura venezolana, origen y
centro de lo que ha ido creando el genio de los venezolanos en el transcurso
de estos 150 años de vida institucional, desde 1811 hasta nuestros días, es
Don Andrés Bello, el venezolano universal, patriarca de las letras america­
nas, legislador, gramático, historiador, poeta y cronista, padre de la patria
chilena y mentor de las 20 repúblicas surgidas del parto prodigioso de la
revolución americana. La cultura general del país, como la de toda América,
pero particularmente la poesía, tienen en Don Andrés Bello el maestro in­
superable, la voz que orienta y estimula, la palabra armoniosa y serena
y la revelación de quien busca sobre la propia realidad americana las razo­
nes fundamentales de la creación literaria en su más vasta formulación
continental.
Ya instalada la República, tras el doloroso proceso de la separación de
la Gran Colombia, el país comienza a organizarse en los órdenes fundamen­
tales de su vida institucional. Y es lógico esperar que en el campo lite­
rario se produzcan las primeras revelaciones.
Aunque la hqra es más para el debate que para la serena construcción
de la obra literaria, algunos nombres se escapan de la demanda peren­
toria que la política impone a los espíritus, y aun en medio de la polémica
ardorosa tienen tiempo para incursionar en los fecundos campos de las
letras. Tal es el caso, por ejemplo, de un Juan Vicente González, escritor
de prosa apasionada, violenta, llena de vitalidad, que comparte sus horas
de periodista político de cotidiano combate con la erudita página histórica,
o con la palabra luctuosa y poética de las elegías, que ilustran sus céle­
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bres “Mesenianas”. O como aquel digno representante de la mejor estirpe


clásica de nuestros escritores, por su actividad severa, hija de la fidelidad
a principios éticos insobornables, que fue Don Fermín Toro, hombre de
acción y de pensamiento, al par, que supo expresar en certera oratoria y
en pulida prosa las inquietantes contradicciones de su tiempo, en un país
que entonces buscaba el mejor rumbo para su estabilidad política y social,
y que anhelaba, asimismo, el trazo certero para asegurar las bases primor­
diales de su incipiente cultura. O también como aquel recogido espíritu
de intimidad que fue Don Cecilio Acosta, quien igualmente supo decir su
palabra de orden en la angustiada hora, y reclinar su amorosa tentativa
lírica en páginas de imperecedera belleza: sociólogo, historiador, polemista
y poeta de acusadas características, cuya obra literaria es herencia viva
para los venezolanos de las generaciones siguientes. O como aquel, José
María Baralt que en reposada prosa de historiador dejó imborrable huella
de los sucesos que conmovieron la nación venezolana, desde sus orígenes
hasta la época de la emancipación, incursionando, además, por los predios
del ensayo, de la narración, de la crónica y aun de la misma poesía.
La poesía tampoco estuvo muy distante de estas inquietudes y azares
de los primeros tiempos republicanos. Remontando los años que van de
1840 a 1860, hay un primer brote de poesía romántica entre nosotros. La
herencia de Bello continúa revelándose en el coro de los líridas venezola­
nos de esos años. Y la influencia de particulares poetas españoles es muy
señalada por entonces. Sin embargo, cierta acusada manifestación vital del
espíritu y de la realidad venezolana es posible percibir en aquellos primeros
intentos autóctonos.

Entre el grupo de los poetas románticos de entonces asoman dos nom­


bres que tuvieron en Venezuela y en algunos cuantos países hispanoameri­
canos largo prestigio y aceptación. José Antonio Maltín
Los (1804-1874), en su apartamiento de Choroní, pueblecito
románticos eclógico y semiescondido entre la lujuriante vegetación
tropical, en uno de los más pintorescos sitios de la costa
central venezolana, tañerá su lira de intimidad luctuosa y nos dejará uno
de los testimonios elegiacos más conmovedores en toda la historia de la
poesía nacional al escribir su célebre “Canto Fúnebre”, consagrado a la me­
moria de la señora Luisa Antonia Sosa de Maitín, su joven esposa muerta.
Por su parte, Abigaíl Lozano (1821-1868) será la voz altiva de una poesía
que ya entonces aspira a confundir sus dones con los ásperos arrebatos de
la lírica civil. Aventurero e idealista tomará parte en algunas de aquellas
continuas guerras civiles del siglo pasado, y querrá cantar engoladamente
temas y motivos que su vocación mestiza pretende elevar a planos de
drama colectivo. Del Occidente también llegará una voz romántica sin­
gular, la de José Ramón Yépez (1822-1881), poeta en quien el romanti­
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cismo cobra especial modulación hasta el punto de señalar los primeros


signos de lo que, un poco más tarde, constituirá la real advertencia del
nativismo poético venezolano en la señal inequívoca del gran poeta lla­
nero Francisco Lazo Martí (1869-1909).
Para coronar el proceso romántico hará acto de presencia una de las
más desgarradas almas de poetas venezolanos del pasado, que en Juan
Antonio Pérez Bonalde (1846-1892) encarna, a su vez, uno de los testi­
monios más notables y representativos de la lírica nacional de todos los
tiempos. Juan Antonio Pérez Bonalde fue un puente entre el crecido coro
del romanticismo venezolano y el anuncio de una poesía nueva que en
América haría camino de extraordinaria resonancia. Efectivamente, hoy
está fuera de toda duda que la obra poética de Pérez Bonalde constituye
visión adelantada de lo que iba a ser el modernismo. Fue un precursor de
ese movimiento en América y el primer venezolano, desgraciadamente
sin seguidores ni discípulos, que advirtió el admirable campo estético que
otros, más afortunados en el tiempo y en la vida, iban a estrenar jubi­
losamente.
Dentro de una perspectiva distinta Francisco Lazo Martí, poeta del
llano guariqueño, va a dar una contribución también valiosa a la lírica
nacional. Con Lazo Martí se hace presente la manifestación de una ten­
dencia de gran arraigo y dilatado cultivo, el nativismo, que recoge no pocos
de aquellos elementos sustanciales que una poesía autóctona requiere para
ser expresada real y creadoramente, y con la cual al mismo tiempo, remon­
tando el siglo XIX, se estrechan las razones de aquella venerable figura
de nuestras letras, Don Andrés Bello, con las inquietudes recientes de los
jóvenes poetas finiseculares. El nativismo es una tendencia singular den­
tro de los pocos aciertos y originales aportes que el Siglo pasado tiene para
nuestra poesía.

Un poco ya para finalizar el siglo, otro grupo de poetas, entre los


cuales Andrés Mata y Gabriel Muñoz, intentarán conciliar los extremos
del vencido romanticismo venezolano con los ya sonoros
Las nuevas compases de la marcha modernista; mas sin atreverse
corrientes a romPer del todo con los lazos que ataban a la poesía
venezolana con una tradición romántica que ya no res­
pondía a las inquietudes ni requerimientos del tiempo.
Pero antes —y no podía explicarse esa tentativa sin aludir a los con­
tenidos literarios de estos fenómenos— se habían producido en el campo
de la prosa, unos cuantos cambios que indicaban, por lo menos, un signo
de madurez, tanto ideológica como estética, que muy singulares beneficios
aportó en definitiva a nuestras letras. Esas transformaciones nacieron del
impacto que produjo en los jóvenes escritores de la época, las enseñanzas
universitarias del positivismo, seguidas muy de cerca por el evolucionismo
11

y el lamarckismo. Y su influencia no se concretó a los límites puros de


la ciencia, exclusivamente, sino que penetró asimismo en' los campos de la
historia, de la sociología, y aún más, en los del relato y la poesía. Fue1,
en cierto modo, la llama que prendió en abonado combustible, para seña­
lar el advenimiento del Modernismo en todos los órdenes de la actividad
literaria nacional. El cuadro de costumbres y la escena criolla, matizada
de gracia e ironía, que había iniciado el cultivo del costumbrismo entre
nosotros; o el apego al relato tradicionalista, que era indudable herencia
colonial; o los inicios del criollismo que entonces apunta como extraordi­
naria revelación nacional, i unto al desarrollo incipiente del ensayo, todo
ello confundido en lo que, con la perspectiva actual, podemos considerar
como los naturales antecedentes de la novela —con nombres como los de
Daniel Mendoza, Arístides Rojas, Eduardo Blanco, Nicanor Bolet Peraza,
Tulio Febres Cordero y otros, así como los que ya tomaban decididamente
el camino de la narración propiamente dicha, como Romero García, — va
a sufrir la influencia saludable del Positivismo y a servir de base a lo
que, transpuesto el siglo, será en definitiva el Modernismo venezolano.
Sociólogos e historiadores como José Gil Fortuol, Laureano Vallenilla Lanz,
Pedro Manuel Arcaya, Lisandro Alvarado, Luis López Méndez y otros son
atraídos y orientados por la indudable tentación del Positivismo, y sus
obras afirman los iniciales frutos de tal tendencia científica en Venezuela;
pero en plano también singular, penetrará el Positivismo entre las inquie­
tudes artísticas, particularmente literarias, y ya al tenderse la línea divi­
soria entre 1800 y 1900, los ecos del Modernismo darán fe del arraigo al­
canzado por esa manifestación en el ánimo de los nuevos escritores ve­
nezolanos. Manuel Díaz Rodríguez, Rufino Blanco Fombona y Pedro Emi­
lio Coll entre otros, dejarán atrás el límite que separa los dos siglos lle­
vando como señal luminosa aquella que en sus manos había dejado la
aventura del Positivismo.
El Modernismo será, de tal manera, la tendencia predominante duran­
te los primeros años del siglo XX, tanto en prosa como eh verso; y sólo
será a mediados de la segunda década cuando comenzará a ceder frente
al ataque de los post-modernistas, que ya mi poco antes habían iniciado
la marcha por caminos nuevos, atraídos sobre todo por las inquietudes y
necesidades de una expresión realista que ya intentaba cobrar cuerpo como
forma de dar salida en el campo de la ficción novelística o de la lírica a
las contradicciones de la vida venezolana, con toda su carga de dra­
máticos esfuerzos, en las que se confundían, de una parte, el proceso inci­
piente de la vida nacional, aun en trance de búsqueda y acierto, y la rea­
lidad plena de una naturaleza también en estado de indomable poderío.
Esa vocación realista se entroncará a su vez con una fuerte tendencia
simbolista nada desdeñable, que servirá para producir un estilo peculiar
en el que reaparecen las viejas esencias del criollismo, todavía no supe­
rado, con la apetencia de dar testimonio natural del acontecer en que se
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va manifestando, torrencial y contradictoriamente, la vida venezolana


de esos años.
Nuestro máximo novelista contemporáneo, Rómulo Gallegos, y otro
vigoroso relatista, que por entonces estrena sus facultades de observador
sagaz, José Rafael Pocaterra, así como todo el conjunto de escritores jó­
venes que en torno a Gallegos dan frente a la situación del país en una
breve revista, “La Alborada”, como Julio Horacio Rosales, Henrique Sou-
blette y Salustio González, están al comienzo en la primera línea de esa
acción. Acción que contará a partir de 1918, con un vigoroso grupo com­
batiente, fundamentalmente constituido por poetas. Es la llamada “ge­
neración del 18” que tratará de romper, sin conseguirlo completamente,
con los últimos vestigios del Modernismo, alcanzando tan sólo a destruir
lo que de perecedero tuvo aquel glorioso movimiento; pero salvando para
su propia tarea y experiencia los valores extraordinarios que él mismo
aportó en todas partes de América.
El año 18, pero que quizás más visiblemente el año 20, constituye
una encrucijada instituible para la literatura nacional. No se trata de ad­
judicar por obra y gracia de las circunstancias que condicionaron el que­
hacer de la generación que entonces apunta ios méritos de una trans­
formación evidente en nuestras letras; pero sí de señalar que toda aquella
larga maduración de fermentos que venía preparándose desde fines del
siglo pasado, que siguió contradiciéndose y afirmándose en los años de
las primeras décadas del Siglo XX, iba a desembocar, abrupta y saluda­
blemente, en los límites de esos años. Toda literatura, como forma de una
cultura general, es obra de la tradición. Y la tradición no admite saltos
ni grietas. Pero hay un momento en que todo confluye para que los ricos
elementos de un largo proceso den paso al cambio, a la transformación
que venía operándose lentamente, y que llegado el instante propicio,
quiebra los viejos moldes y respira nuevos aires y abarca mejores hori­
zontes. Pero sin los antecedentes, visibles o no, de esa transformación
no puede explicarse el cambio, ni ia seguridad de los nuevos rumbos. Eso
ocurrió precisamente, en Venezuela por esos años del 18 al 20, en que un
nuevo grupo literario insurge contra las generaciones anteriores y planta
nuevas tierras de conquista. Desde entonces, evidentemente, el proceso
histórico de la literatura venezolana señala otros caminos. Caminos en
que se confunde armoniosamente el sentido vital de la realidad nacional
con la necesidad de adscribirse, espirituaimente, a los dictados universales
de las nuevas corrientes estéticas que dominan el panorama contempo­
ráneo de la literatura en el mundo.
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Cuarenta años nos separan de aquella experiencia singular de nues­


tras letras. Y podemos afirmar, con seguridad, que dentro de la perspec­
tiva que ofrece el transcurso de ese tiempo, la obra
Una literatura de los escritores venezolanos, cumplida en distinto
nacional orden y experiencia, ofrece un indudable tono de
unidad creadora. Queremos expresar, de tal mane­
ra, que tanto la narrativa (cuento y novela) como el ensayo y la poesía
escritos en ese amplio lapso, obedecen tanto histórica como estéticamente
a los dictados de la más rigurosa expresión contemporánea. Intentamos
decir, de tal manera, que entre el lector de nuestros días y esas obras
existe una correspondencia cierta y perceptible, natural y espontánea,
que es visible tanto en la afinidad que muestra el gusto como la sensibi­
lidad misma que no se siente defraudada, sino antes por el contrario ex­
presada y comprendida, en los reflejos del lenguaje, en el tratam iento de
los temas o en 1a. certera claridad que fluye en la cercanía espiritual que
de tales obras del ingenio venezolano se desprende.
Aquella iniciación modernista con que se proyecta el Siglo XIX en
nuestras letras, la reacción de los post-modernistas —poetas, narradores
y ensayistas—, las tentativas que personifican la llamada generación del
18 y todo el conjunto de tendencias, generaciones y promociones que se
suceden hasta el presente, constituyen el cuadro abigarrado, complejo,
rico y fecundo de la literatura contemporánea de Venezuela.
Dentro de ella pretendemos tender unas líneas en perspectiva que
nos permitan fijar los contenidos, valores y postulados, también his­
tóricos y estéticos, de algunos de los géneros más característicamente
cultivados por los escritores venezolanos del presente siglo.
La novela, el cuento, el ensayo, la poesía han alcanzado en nuestro
tiempo venezolano indiscutiblemente personería. El cultivo de estos géne­
ros cuenta con nombres que han traspasado las fronteras patrias en di­
mensión que les permite hombrearse con las más destacadas figuras de las
letras continentales. La literatura venezolana ha cobrado mayoría de
edad; y nunca como ahora se ha hecho sentir la madurez de sus singu­
lares y diversas manifestaciones. Si en la novela hemos mantenido desde
hace largo tiempo magisterio evidente, los últimos años reclaman aten­
ción igual, o quizás mayor, para el cuento y la poesía. Los nuevos poetas
y los nuevos cuentistas del país, sobre todo durante los últimos veinte
años transcurridos, asumen nítida y relevante calificación a través de una
producción verdaderamente sorprendente, a punto de ser considerado que
nunca como hasta ahora ni en sus mejores tiempos del pasado, había con­
tado la literatura venezolana con tan prestigiosas figuras, ni con un con­
junto tan definido en obras de auténtica validez creadora. Con igual
satisfacción hay que apuntar hacia otras manifestaciones, como el ensayo
crecido en ambición, en universalidad y en capacidad de juicio, y el mis­
14

mo ejercicio periodístico que hoy por hoy constituye un género en el que


destacan individualidades de gran prestancia nacional.
Un signo, por lo demás, que no debe pasar inadvertido lo constituye
el hecho de que el cultivo de la literatura ha dejado de ser campo de
aventura e improvisación de ingenios más o menos bien dotados,
pero sin disciplina, para convertirse en ejercicio de oficio y profe­
sión de exigente cumplimiento. El escritor contemporáneo de mi país,
impulsado quiera que no, por el cambio experimentado en los ór­
denes de la producción y de la tecnología que ha invadido nuestra
tierra desde hace algún tiempo, particularmente con la explotación
petrolera de nuestros suelos, ha dejado de ser un improvisado. Y
ha sentido la necesidad de prepararse conveniente y disciplinadamente
para cumplir su cometido, frente a la demanda impostergable que los
nuevos tiempos imponen. Y así dentro de la gama diversa de los profe­
sionales que acuden a nuestras universidades a buscar formación, conoci­
miento y técnica para el ejercicio de sus funciones sociales, van también
hoy en día los escritores a pulir sus condiciones y a precisar el rumbo de
sus vocaciones. No es un azar que en nuestros dü»s hayan proliferado en
las universidades nacionales las facultades y escuelas de humanidades.
Ellas son el reflejo nítido de una nueva circunstancia venezolana que im­
pele al intelectual a hacer su pasantía universitaria entre los rigores y
disciplinas del aprendizaje de sus artes y letras, su filosofía y su perio-
riodismo, su educación y su historia. Una nueva realidad impone un nuevo
aprendizaje; las jóvenes generaciones se incorporan con decisión al reto
que la época les ha planteado. ¡Por otra parte, la solicitud de conocimiento
y experiencia ha llevado a muchos en peregrinaje provechoso a centros
de afinada cultura, principalmente europeos. Y las universidades ale­
manas, francesas, inglesas, italianas o peninsulares han visto desfilar por
sus aulas rostros de jóvenes venezolanos, ansiosos de incorporarse al rit­
mo de la cultura universal de nuestro tiempo.
15

II.— TRAYECTORIA DE LA POESIA VENEZOLANA


Al iniciar el repaso histórico de la poesía venezolana surge en primer
plano la figura ejemplar de Don Andrés Bello (1781-1865). El representa
con seguridad indiscutible un punto de partida cierto.
Bello y el Su dilatada influencia, además, tiene jerarquía ame-
romanticismo ricana bien ganada. Bello, aunque formado en las
rigurosas fuentes del neoclasicismo (y por neoclásico
se le tiene en la mayoría de manuales y estudios sobre su poesía), fue,
en realidad, un virtuoso exponente del mejor romanticismo, si no ro­
mántico de escuela, sí romántico por lo que se refiere a la temática en
que fundó la generalidad de su obra y por la naturaleza expresiva de su
lenguaje poético, fruto de inspiración limpiamente americana. Su poema
más difundido, silva a “La Agricultura de la Zona Tórrida”, así como la
mayoría de sus traducciones, entre otras “La Oración por Todos”, origi­
nal de Víctor Hugo, son exponentes singulares del carácter que asume la
tendencia creadora de la lírica de ese primer poeta venezolano.
Pero el romanticismo venezolano, expresión de lo que para ese tiempo
era ya tendencia, se inicia propiamente entre los años que van de 1840 a
1860. Allí destacan dos nombres: José Antonio Maitín (1804-1874) y Abigaíl
Lozano (1821-1866). Elegiaco, bucólico, doblado en desgarrada intimidad,
el primero crece en singular perspectiva a medida que el tiempo coloca
en su sitio los valores de su lírica. Espontáneo, caudaloso, improvisador,
espíritu agresivo y bohemio que inicia en nuestra historia poética el linaje
de los poetas populares, es el segundo, cuyos versos tuvieron acogedora y
simpática resonancia en la gente de su tiempo.
En plano de igual estimativa asumen representación románticas fi­
guras como la de nuestro sereno Cecilio Acosta (1818-1881), quien deja
muestra insuperable de su arte con “La Casita Blanca”, delicioso cromo
de rurales contornos y bien cernido sentimiento poético, y José Ramón
Yepes (1822-1881) uno de los precursores del movimiento nativista nacio­
nal, que hallará cabal definición en poetas de finales de Siglo.

El romanticismo persiste con indelebles trazos en la mayoría de las


generaciones que se suceden hasta 1900. Y aunque nuevas tendencias se
hacen presentes en el concierto de las voces que para
Juan Antonio la época estrenan su vocación, siempre estará subsis­
Pérez Bonalde, tente en todos, el transfondo romántico. Así por
un precursor ejemplo, romántica será la dimensión creadora de
Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892), uno de los
poetas sobresalientes del siglo pasado, a pesar de que en su obra se anun-
cia el trazo de las formas, aún no precisas, del modernismo que luego
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dominará en el continente americano. El gran traductor y poeta román­


tico venezolano —“Congenial de Heine”, lo llamó Juan Fastenraht— llena
una de las calificadas etapas de la poesía venezolana de todos los tiempos.
Precursor del modernismo se ha considerado a Pérez Bonalde. Es
poeta de transición, sin embargo en quien se hacen visibles los más
elevados tonos de un depurado romanticismo. En contacto con los auto­
res de relieve de su tiempo, principalmente de habla inglesa y alemana
(Poe, Heine, etc.) de quienes fue traductor insigne, es visible en su poe­
sía la huella de sus constantes lecturas.
Desterrado durante largo tiempo, conoció diversos, lejanos y extraños
países, y añadió a la trágica experiencia de su vida aquel conocimiento
directo y esencial que procuran los viajes. Nutrió su sensibilidad en las
mejores fuentes del romanticismo alemán y norteamericano.
Patético, desgarrado, su poesía, en general, tiene un fuerte acento
alegíaco. Así, en su conocido poema “Vuelta a la Patria”, o en su canto a
la hija m uerta en temprana edad, “Flor”, el paisaje de la tierra, el dolor
del desterrado, y la dramática voz de quien buscó en los paraísos artifi­
ciales respuesta a su soledad, cobran caracteres de entrañable revelación
poética.
Románticos serán asimismo, poetas posteriores, en los que, sin em­
bargo, se percibe un cruce de influencias parnasianas, nativistas y tími­
damente modernistas, como Jacinto Gutiérrez Coll (1845-1901), Miguel
Sánchez Pesquera (1851-1920), Gabriel E. Muñoz (1864-1908), Carlos Bor-
ges (1867-1932), Andrés Mata (1870-1931) y Udón Pérez (1871-1926).

Coetáneamente con los anteriores, pero con muy seguras perspec­


tivas personales se insinúa la aislada expresión, sin relación visible con
aquéllos —y por eso en cierta forma desconocida y poco
Presencia valorada en su tiempo—, de Francisco Lazo Martí (1869-
del 1909), el primer poeta nuestro que acertó a dar la auténtica
nativismo nota de la vida y el mundo venezolanos en la lírica de su
tiempo. Con él aparece el nativismo, ese vigoroso movimien­
to nacional que ha de animar, hasta el presente, muy seguras manifes­
taciones creadoras de nuestra poesía.
Ciertamente, el nativismo tiene características especiales que lo pre­
sentan como tendencia de particular acento nacional. En primer lugar
existe en sus cultivadores —en los del Siglo pasado y aún en los del pre­
sente—, una neta dirección tendiente a elevar a tema principal el paisaje
nativo, los sentimientos naturales de la vida y de la realidad campesinas,
y a afirmarse en la espontaneidad metafórica del verso, que no vacila
en utilizar, generalmente, elementos expresivos del folklore nacional. La
naturaleza está presente siempre en los poemas nativistas, y ante ella co­
bran los poetas una especie de postura objetivista, matizada por cierto
17

alarde de característica emoción humana. En tal sentido hay un tono


discretamente realista. En sus comienzos tal actitud se equilibra con las
formas novedosas del modernismo. Sin embargo, todavía perviven en ella,
en lo esencial, valores y rasgos del mejor romanticismo, también.
Ya en “La Casita Blanca”, de Cecilio Acosta, pero particularmente en
la señalada obra del poeta marabino José Ramón Yépes se encuentran
atisbos nativistas. Sin embargo, el poeta nativista por excelencia es el
guariqueño Francisco Lazo Martí. Un largo poema suyo “Silva Criolla”, se
estima entre los más valiosos de esa apreciable tentativa literaria nacio­
nal. Y en general el resto de su producción confirma las altas cualidades
de su poesía. El nativismo se constituyó prácticamente en escuela lite­
raria a partir de Lazo Martí. Autores como Sergio Medina, Pedro M. Buz-
nego Martínez, Rafael Carreño Rodríguez y otros, siguieron las huellas
trazadas por el poeta guariqueño, entrado ya el Siglo XX. Y otros como
Pedro Sotillo, Luis Barrios Cruz, Julio Morales Lara, también modularon
su estro nativista, pero con sobresaliente personalidad, en el coro de los
poetas cercanos al año 18. Y distintos poetas de la misma generación
algo deben al nativismo. Tal el caso del torrencial Andrés Eloy Blanco, o
del profundo descubridor de caminos líricos, Jacinto Fombona Pachano.
Y otro sin ubicación precisa en grupos, como Cruz Salmerón Acosta, poeta
lázaro que permaneció la mayor parte de su vida en provincia, dejando al
morir una desgarrada obra acentuadamente romántica. Más reciente­
mente, alzan su voz en igual tono, pero con características muy varia­
das y obedientes, a una distinta modalidad al del gran iniciador, Alberto
Arvelo Torrealba, Ernesto Luis Rodríguez, J. A. Armas Chitty, Miguel
R. Utrera, y con cierta independencia, aunque siempre atentos al aliento
sustantivo de esa corriente, Manuel Felipe Rugeles, Héctor Guillermo Vi­
llalobos, Antonio Spinetti Dini, Manuel Rodríguez Cárdenas.

Hasta Lazo Martí y los poetas anteriormente nombrados (Coll, Sán­


chez Pesquera, Muñoz, Mata, Udón Pérez) llega, propiamente, el Siglo
XIX de la lírica venezolana; no sin antes reclamar para la
Balance Vigorosa obra en verso de Rufino Blanco, Fombona (1874-
finispC iilar 1944)’ un sitio de estimable consideración como auténtico
I im s e c u ia r representante de la lírica modernista, plenamente revelada
ya como tendencia americana según los postulados estéticos
adelantados por el gran nicaragüense. Rufino Blanco Fombona, entrado
el Siglo XX va a constituirse en abanderado de ese movimiento y reali­
zará obra de acusado relieve, arrastrando en su entusiasmo a no pocos
poetas de su tiempo, que es el de la primera década del siglo.
Es cuando aparecen, entre otros, dentro de esa órbita de atracción
insuperable, Sergio Medina (1882-1923), J u a n . Santaella (1883-1927), Al­
fredo Arvelo Larriva (1883-1934), J. T. Arreaza Calatrava (1885), y Elias
Sánchez Rubio (1888-1931). A pesar del neto corte modernista d,e estos
18

poetas, hay en ellos todavía cierto tono romántico no desterrado del todo;
o a veces, como es el caso de Sergio Medina, una clara manifestación
del nativismo, hábilmente equilibrado con los toques formales del mo­
dernismo. Destacan en el grupo, la voz de Alfredo Arvelo Larriva, adhi­
riendo plenamente a los postulados de ese movimiento, y la maestría de
J. T. Arreaza Calatrava, en quien ya se anuncian los rasgos inconformistas
que habrán de colocarlo, a la postre, en el grupo de los post-modernistas,
conjugando con su gran fuerza expresiva los valores del simbolismo y de
una especie de naturalismo venezolano, que va a tener en la novela su
realización más singular.
Este signo inconformista va a encontrar seguro camino en la reac­
ción que se prepara con los poetas del año 18, cuya presencia abre el
sentido más plenamente contemporáneo y universal de la poesía vene­
zolana de nuestro tiempo.

La generación del 18
La poesía venezolana contemporánea tiene, pues, antecedentes muy
valiosos a comienzos del Siglo. Obras y autores de variada tónica signifi­
can un provechoso esfuerzo de conjunto que enriquece el
El nuevo proceso experimentado por la lírica nacional, particular-
proceso mente a partir del año 18. Naturalmente que estas claras
perspectivas, no surgen por capricho o azar. Tienen, eviden­
temente, orígenes más lejanos. Si a principios de siglo, y aun más allá
de su primera década, se hacen presentes poetas de tan recia y vital ex­
presión como José Tadeo Arreaza Calatrava —cuya obra aún está pidiendo
el examen que requiere una obra de primera magnitud—, Alfredo Arvelo
Larriva, lenguaje de matizado ingenio de criolla trascendencia, y Rufino
Blanco Fombona, intelectual venezolano que hizo profesión de fe literaria
al par que animado cuadro de la propia vida, con rasgos de aventura y de
creación, no es menos cierto que esas manifestaciones responden a un
lazo espiritual que hunde sus raíces en el propio Siglo XIX. Yo he venido
afirmando con terca insistencia que nuestra poesía nacional se basa, en
tal sentido, en una cierta y verificable calidad de animada tradición.
Si el fenómeno literario venezolano acusa rasgos de novedad a co­
mienzos del presente Siglo, cuando aparecen claramente en nuestra lírica
los elementos formales y expresivos, la temática y el lenguaje, la euforia
plástica y sensual del modernismo que para entonces tenía en América
su maestro glorioso en el nicaragüense Rubén Darío; e igualmente se
adelanta el cultivo de una poesía inspirada en fuentes cercanas al mismo
modernismo, como el simbolismo francés, con clara evidencia en la obra
de los tres poetas precedentemente mencionados, ya a fines de la pasada
centuria es posible descubrir los signos que, dentro del carácter propio
19

de los venezolanos, precisan con efectiva dialéctica los ineludibles oríge­


nes de ese proceso que se abre a los aires universales con tan calificados
exponentes.
Indudablemente, José Tadeo Arreaza Calatrava, Alfredo Arvelo La-
rriva y Rufino Blanco Fombona trajeron soplos de renovación a la lírica
nacional. En ellos culmina ese proceso que es aventura y riesgo de nues­
tros poetas finiseculares. Pero cumplida la etapa de esta lírica que llega
a cubrir casi por entero las dos primeras décadas del presente siglo, era
necesario pasar la consigna y que una nueva inyección de sangre joven
restituyera la vitalidad perdida sobre los restos de una hazaña que ya
comenzaba a sufrir el deterioro del tiempo, y su falta de acomodación
a la nueva sensibilidad. Esta tarea va a corresponder al grupo que insurge,
justamente, en las lindes del año 20, y que entre nosotros se ha dado en
llamar la “generación del 18”. En cierta forma, la generación del 18 se
manifiesta, consciente y decididamente, contra sus predecesores, por lo
menos en lo que pudo ser desviación, cansancio o repetición nada crea­
dora de los epígonos.

Se hace evidente entonces un modo de insurgencia contra la adhe­


sión fanática al cultivo de las formas, en que tan celoso se mostró siem­
pre el modernismo americano. Era la ineludible dis-
La insurgencia crepancia que se establece en el lógico proceso de las
y SU c a r á c te r luchas entre las generaciones.
Si desdeñosos en cuanto al ciego y obediente uso
formal, los poetas del 18 van a demostrar que lo fundamental para ellos
descansa en el problema de lo que la poesía debe decir, y cómo lo debe
decir. Cierto apego a la realidad nacional, y una insuperable adhesión
a los principios generales de la poesía universal van a dominar las In ­
quietudes de este grupo literario venezolano. Del discurso generalmente
académico de las formas, se pasó, radical y decisivamente, a la cuestión
del fondo, de la materia poética, como esencial manifestación del acto
creador. Sin embargo, todo eso, no constituía propiamente novedad. Ya
estaba en los principios modernistas agitados por los poetas de coñiien-
zos de siglo, quienes a pesar del celoso espíritu que mostraron por la
expresión antes que nada, no descuidaron jamás la referencia, concreta
y objetiva, a la realidad venezolana. Y mucho antes, según heñios
visto, se deja percibir en las tentativas particulares de algunos poetas del
nativismo —Francisco Lazo Martí entre ellos— o de otros del propio ro­
manticismo, como el mismo Pérez Bonalde. ¡
Evidentemente, hubo una cierta inclinación a tomar aliento crea­
dor en las escuelas o tendencias literarias europeas de la época; pero esta
influencia nunca tuvo resonancia específica. Fueron atisbos tardíos, casi
siempre, y las afinidades electivas no cumplieron apreciable labor en el
grupo poético. Sin embargo, algunos poetas españoles como Antonio Ma­
20

chado, Juan Ramón Jiménez, y entré los más nuevos, Federico García
Larca y Rafael Alberti, fueron autores consultados en los años en que
hace irrupción el grupo vanguardista (años 28 y 30), con lo cual establé­
cese entre la generación del 18 y las nuevas promociones, si no identidad
en los propósitos, simpatía en la búsqueda y en la tónica expresiva que
tiende hacia la universalidad del mensaje lírico.
Esta insurgencia de los “nuevos” tuvo una consigna fundamental:
huir de toda retórica artepurista y concentrar el esfuerzo en una como
especie de retorno a las preocupaciones fundamentales del hombre: huir
de todo signo de evasión y hacer de la vida, de la realidad, de todo lo
qué atañe al quehacer humano el centro de la creación poética. Lo que
evidentemente significaba una reacción sensible contra la desnaturali­
zación o artepurismo de escuela en que habían caído los seguidores de
Rubén Darío.

El núcleo principal de la generación estaba constituido por poetas.


Era, en realidad, una generación lírica. Pero, poco a poco, por fuerza y
obra de una cierta simpatía aglutinadora, al grupo
Una generación inicial se agregaron, unos al comienzo, otros un po-
lírica co m^s ta rde, tanto en Caracas como en la Provin­
cia, varios intelectuales de diversa actividad, como
cuentistas, ensayistas y periodistas y también poetas; entre los cuales
Gonzalo Carnevali y Julio Morales, poetas, Mariano Picón Salas, joven
ensayista para la época, Blas Millán y Vicente Fuentes, cuentistas, y
Leoncio Martínez y,R aúl Carrasquel y Valverde, periodistas y animado­
res extraordinarios de las tareas que entonces se promovieron en la capital.
En la generación del 18 pueden colocarse en lo que respecta a la
creación poética, los siguientes nombres: Eduardo Arroyo Lameda, Cruz
Salmerón Acosta, Juan España, Jorge Schmicke, Guillermo Austria, Pe­
dro Rivera, Jesús Enrique Lossada, Roberto Montesinos, Andrés Eloy Blan­
co, Luis Enrique Mármol, Enrique Planchart, Fernando Paz Castillo, Félix
Armando Núñez, Jacinto Fombona Pachano, Angel Miguel Queremel, En­
riqueta Arvelo Larriva, Gonzalo Carnevali, Luis Barrios Cruz, Pedro So­
tillo, Julio Morales Lara, Héctor Cuenca, Rafael Yépez Trujillo, Luis Yé-
pez, Humberto Tejera, Clara Vivas Briceño.
De ese variado conjunto sobresalen Fernando Paz Castillo, Andrés
Eloy Blanco, Luis Enrique Mármol, Jacinto Fombona Pachano, Enrique
Planchart, Pedro Sotillo, Rodolfo Moleiro, que forman el núcleo principal,
especie de ductores de la generación; y otros que, desde la Provincia y
más tarde en la misma Caracas, se suman a ese núcleo original, como
fueron, entre otros, Luis Barrios Cruz, autor de “Respuesta a las Piedras”,
y Enriqueta Arvelo Larriva, Roberto Montesinos y Gonzalo Carnevali. Mu­
chos de ellos viven aún, dando pruebas de vigor extraordinario en su
producción poética. Algunos han muerto: tempranamente Mármol, recien­
21

temente Fombona Pachano, Enrique Planchart y Andrés Eloy Blanco.


Hemos dicho que aún los vientos del modernismo soplaban con algu­
na violencia. Pero bien pronto las nuevas orientaciones y tentativas en­
contraron eco en la inquietud literaria. Las miradas de los jóvenes ten­
diéronse hacia otros ámbitos y latitudes: hacia el llamado alentador de
la tradición española y hacia la compleja formulación de la poesía fran­
cesa que alcanzaba a América, Fue entonces, precisamente, cuando la
generación del 18 definió con exactitud su ámbito y sus proyecciones.
Mientras Enrique Planchart daba a las prensas sus “Primeros Poe­
mas”, que asombraron por su limpia riqueza lírica y por la pureza esen­
cial de su lenguaje; Paz Castillo, pacientemente, levantaba la estructura
armoniosa de su libro “La Voz de los Cuatro Vientos”, un apretado men­
saje de nostalgia y desdibujada lejanía, apoyada en el fuego callado
de la intimidad y dentro de una tónica estética de finas y purísimas
claridades, que iba a publicar en 1930. A su lado, Andrés Eloy Blanco,
siempre caudaloso, ensayaba las brillantes y sonoras imágenes de un
modernismo venezolanizado, que se disputaba así la viva tradición rube-
niana con la trémula y palpitante apetencia de lo típicamente nacional
(aun con su carga folklórica y su tendencia hacia los ritmos populares:
la copla, la décima y el romance), actitud que lo habría de llevar a en­
carar la figura del poeta popular de fibra hum ana a flor de piel y de
elocuente versificador de fácil y espontáneo numen.
También Luis Enrique Mármol, el joven enlutado, con el tremendo
signo de la angustia palpitando en sus versos, consumió un esfuerzo par­
ticular en el grupo: su voz profunda, desgarrada, desconsolada, trajo los
primeros tintes filosóficos a la poesía venezolana.
Por allí, asimismo, junto a la ya definida actuación de los nombra­
dos, iban los más jóvenes, o los incorporados posteriormente. Jacinto Fom­
bona Pachano, ensayaba la gracia de su verso primerizo, con acento ín­
timo, cuando no folklórico: Rodolfo Moleiro, comenzaba a integrar el re­
dondo y esbelto misterio de su palabra. Barrios Cruz y Pedro Sotillo re­
mozaban, con personales instancias, la expresión nativista de la poesía,
dándole aliento, gracia y claridad insospechados. Héctor Cuenca traía
de su Maracaibo natal, el fuego recóndito de la intimidad y ün cierto
dejo meditativo en el fluir del verso. Gonzalo Carnevali ensayaba un
expansivo, casi torrencial testimonio de vehemencia lírica, con ligeros
dejos románticos; y Julio Morales Lara, alimentaba las ricas notas de su
estilizado nativismo que iba a encontrar más tarde en la pasión del van­
guardismo su exacta correspondencia.
$ $

Hay dos poetas por ese entonces, apartados y señeros, impulsados por
igual sentimiento de trascender creadoramente, y dueños de una extra­
22

ordinaria visión poética, que realizan su obra dentro de una muy califi­
cada orientación personal, con indudable sello de originalidad. Ellos son
José Antonio Ramos Sucre e Ismael Urdaneta. La revisión a que obliga la
perspectiva del tiempo transcurrido no sólo sirve para ubicarlos teórica
y estéticamente, amén de las circunstancias cronológicas evidentes, den­
tro de la generación del 18, sino también a considerar sus obras como
aportes de indiscutible valor para las letras nacionales.
Tres volúmenes condensan toda la producción de José Antonio Ra­
mos Sucre. Obra realizada en prosa lírica de orgánica y trabajada es­
tructura, plena de profunda vibración interior, en donde la imagen y los
símbolos resultan el punto de apoyo de la realidad expresiva. Hombre
de vastísima cultura, antigua y contemporánea, había estudiado a fondo
las literaturas de mayor importancia universal en sus propias fuentes,
pues dominaba a perfección además del griego y el latín, el inglés, el
francés, el italiano, el portugués, el alemán, el danés, el sueco y el holan­
dés. Todo el cúmulo de sus conocimientos forman el denso material de
su poesía, expresada con el instrumento que conformó ese notable estilo
lírico en que nos da el poema cual fruto trabajado como si fuera una joya
de arte. Tenía el don de la síntesis y el afán de la perfección lingüística.
Esas fueron las características formales de su poesía, junto a la reve­
lación de aquel mundo de extrañas resonancias, que se nos aparece como
intemporal, fantástico, imposible de ubicar en el espacio, evadido de la
realidad cotidiana hacia una realidad más profunda y personal, empa­
rentada visiblemente con sus vastas y variadas lecturas de todo género.
Mundo que tan bien se acomodaba a su espíritu de solitario, de retraído,
de inconforme en intimidad perpetua. Poesía simbólica en general, her­
mética, Ramos Sucre —y ahora viene a reconocerse— fue un maestro de
la creación poética en Venezuela. Nació en Cumaná, Estado Sucre, el 9
de junio de 1890. Murió en Ginebra trágicamente el 13 de julio de 1930,
víctima de su propia soledad.
Injustam ente olvidado por quienes hasta ahora se han ocupado di­
versamente de hacer el balance crítico de nuestra poesía, Ismael Urda­
neta reclama en los días que corren consideración especial, por la apre­
ciable calidad de su poesía, por el contenido renovador que en ella se ex­
presa y por la influencia que sus iniciativas tuvieron en el cuadro de las
tentativas del período que marca ei tránsito de 1918 a 1928. Sin ninguna
duda, Ismael Urdaneta puede ser estimado entre quienes hicieron obra
de tipo francamente revolucionario por esos años. Y no estaría desca­
minado el que viera en su labor, que se adelanta briosamente a las auda­
cias vanguardistas posteriores, tarea de significación pareja a la cum­
plida por Antonio Arráiz, con su libro “Aspero”, aparecido en 1924.
* * *
23

Reafirmación del espíritu nacional y seguridad en el tema, en el


asunto, en el objeto de la poesía, fueron como hemos dicho algunos de
los propósitos iniciales de los poetas del 18. Había, ciertamente, ambición
y coraje en la empresa. La poesía cobraba puesto de avanzada en nues­
tra realidad literaria y adelantaba las tareas necesarias para que otros
movimientos, ya en gestación, hicieran su camino y culminaran sus ten­
tativas. Tal como iba a suceder con el vanguardismo, por ejemplo, (que
no se circunscribió únicamente al ámbito poético, sino que invadió, vigo­
rosamente el cuento, el ensayo y la novela). Por primera vez entre noso­
tros —y de allí también una de las notas distintivas de ese grupo del 18'—
se hizo patente un espíritu de cuerpo, de generación, inclusive con tono de
mensaje y de polémica, con credo y doctrina que aglutinaron a los me­
jores espíritus de la época.
Lo nuevo que aportaron los poetas del 18 estuvo, justamente, en el
sentido de la actualidad y de la universalidad que imprimieron a esos
propósitos, a esas búsquedas, a ese entusiasmo creador. Y en haberlo lo­
grado con clara y particular perspectiva. A tal punto fue así, que sus
coordenadas se manifiestan indeleblemente desde entonces hasta el pre­
sente. Y las otras tendencias que sustituyeron a la que representa la ¡ge­
neración del 18, o que coexistieron con ella a lo largo de todo un fecundo
proceso, particularmente el vanguardismo del año 28, el surrealismo del
36, o la impronta nativista, reviviscencia contemporánea de igual movi­
miento en el siglo pasado, o la misma tendencia de expresión social, no
desterraron por completo las líneas fundamentales de aquellas tentativas
que rompieron el cerco modernista de nuestra poesía, tomando inspira­
ción —a veces sin proponérselo conscientemente—, en la experiencia
conquistada por sus gestores.
Podrían —claro está— señalarse límites más lejanos al concepto de
contemporaneidad. Pero los tres largos lustros que preceden al año 18, no
marcan ningún vigor extraordinario como para acercarlos a la vigencia
lírica contemporánea. La mayoría de los poetas que aparecen por ese en­
tonces continúan un fácil remedo de la obra de los que los precedieron,
con las excepciones, como tales brillantes, a que nos hemos referido. Así
que es exactamente de 1918 de donde arranca la fuerza decisiva de la
poesía contemporánea de Venezuela.
A esa primera generación la sigue, acompañándola en sus tenden­
cias y propósitos —casi sin solución de continuidad—, aquella que aparece
por los alrededores de 1928, más significativa, si se quiere, en el plano de
la manifestación política de oposición a la dictadura gomecista, —y que
tiene nombres de rotunda fuerza lírica, de inspiración épica y telúrica,
como Antonio Arráiz—, dando nacimiento a un complejo poético que va
a definirse exactamente en 1936, año que señala, al mismo tiempo, la
cancelación de la dictadura, y el acrecentamiento de nuevas inquietudes
sociales, humanas y literarias. En este último año se hace presente el gru­
24

po “Viernes”, que si no íue un grupo compacto, homogéneo, de definido


programa estético, supo dejarnos, sin embargo, a través de algunos de sus
integrantes, un testimonio valioso de actividad poética. Con “Viernes”
aparece en nuestra poesía el surrealismo, que, como siempre, vino a ser
tardía manifestación de influencia desplazada, pues ya habían trans­
currido más de 15 años desde que se hiciera presente en Europa el céle­
bre manifiesto surrealista (15 de octubre de 1924).
Después del 36 se abre en Venezuela una etapa verdaderamente inte­
resante que apunta hacia 1940 y años siguientes y que aún no ha ter­
minado. Los veinte años que van del 40 al 60, particularmente han visto
definirse tres promociones que cuentan entre lo más vigoroso de nuestra
lírica, en todos los tiempos. Con eilas alcanza la poesía venezolana cla­
ridad de destino promisor y se ubica con plena jerarquía en el plano no­
vísimo de la lírica moderna, en su más variada y compleja amplitud de
mensaje.
Por la extraordinaria riqueza que los años del 18 a esta parte causan,
por la diversidad de tendencias nuevas que en su transcurso aparecen y
se afirman, por el fervor y la responsabilidad con que los poetas enfren­
tan la actividad de la creación y per el vasto conjunto de los nombres
que en él se insinúan, este período sirve a representar con toda ampli­
tud y limpieza la poesía contemporánea nacional. Esos cuarenta años
valen por todo lo que va de siglo.
25

III.— VANGUARDIA Y SURREALISMO

Después del año 18 y como consecuencia del impacto que sacudió al


mundo en su sensibilidad con el cruento acontecimiento de la primera
guerra mundial, se hicieron presentes en Venezuela las
Introducción experiencias literarias del vanguardismo y del surrealis­
mo. Con algún retraso llegaron los ecos e influencias de
esas escuelas a nuestro suelo; pero en todo caso significaron a su hora,
momentos de transformación en el proceso histórico de la literatura n a ­
cional. La vanguardia hizo irrupción entre el 20 y el 30. Su afirmación,
arbitraria e iconoclasta, se logra, sin embargo, en plenitud y entusias­
mo con la generación del 28, en el campo de la poesía y de la narrativa
conjuntamente. El surrealismo es realización posterior y correspondió a
los miembros del “Grupo Viernes’’ hacer la polémica viva que constituyó
del 36 en adelante la insurgencla de ese movimiento entre nosotros.
El vanguardismo tiene un precedente lejano en nuestra literatura
en verso con la visita y permanencia en Caracas de un poeta mexicano,
Juan José Tablada, quien inició entre algunos el gusto por la nueva esté­
tica. El vanguardismo quiere que la literatura tenga que hacer también
con la realidad política y social. No es lejano por eso, el entronque que
existe entre vanguardismo y poesía social, que, en cierta manera, fue una
de las tendencias en que se volcó la apasionada intención creadora de los
nuevos.
Vanguardia y surrealismo —separados en el tiempo por un breve pe­
ríodo que en realidad no sirve para fijar límites cronológicos precisos-
van a representar, en cierto modo, la rebelión de ¡as nuevas generacio­
nes frente a la herencia literaria de los predecesores. Ambas, aunque no se
lo propusieran, unen en un mismo fin que se asemeja bastante en uno u
otro caso, las actitudes, los propósitos, objetivos y realizaciones.
Poetas de la “vanguardia” son: Antonio Arráiz, quien ya en 1924 ha­
bía publicado un libro que sirvió de heraldo de las nueyas tendencias
—“Aspero”—, Pablo Rojas Guardia, Luís Castro, Luis Fernando Alvarez,
Miguel Otero Silva, Manuel Felipe Rugeles, Alberto Arvelo Torrealba, José
Ramón Heredia, Luis Beltrán Guerrero, Mianuel Rodríguez Cárdenas y
Carlos Augusto León.
Dentro de la heterogeneidad que la caracteriza en el campo de la
poesía nacional, la vanguardia es un brote literario que debe medirse con
cierto carácter de influencia desplazada. Mas, cuando penetra en Venezue­
la lo hace con la fuerza de la torrentera, arrastrando tras de sí no pocas
voluntades y barriendo del escenario de las letras nacionales los restos
incoloros de ciertos afanes y escuelas literarias desde hacía tiempo pe­
26

riclitados en Europa, que subsistían aún entre nosotros pese al aliento


renovador de la generación del 18.
Ya algunos poetas anteriores —Andrés Eloy Blanco, Fernando Paz
Castillo, Jacinto Fombona Pachano—, ,se habían asomado a las revelado­
ras fuentes de la nueva modalidad expresiva.
Pero si la vanguardia apunta tímidamente en algunos representantes
de la generación del 18, y se manifiesta ya con alguna precisión en el pe­
ríodo intermedio que lleva al año 28 (por ejemplo con la obra poética
de Antonio Arráiz), va a tener su pleno sentido renovador a partir de esa
última fecha. Todavía está vigente la obra y la enseñanza de escritores
consagrados en el pasado reciente, mientras otros, en edad que ha trans­
pasado los límites de la juventud, buscan afirmarse o sobresalir.
Un poeta venido de España con un extraño libro “Trapecio de las Im á­
genes”, Angel Miguel Queremel, deslumbra a los jóvenes poetas con el
reino multicolor de la metáfora, al uso de lo que por entonces era común
patrimonio de los poetas peninsulares que habían sido deslumbrados tam ­
bién, a su tiempo, por el creacionismo, como Gerardo Diego, Jorge Gui-
llén, Rafael Alberti, Federico García Lorca. La metáfora se convirtió en
un monstruo adorable y sugestivo; y la liberación de la rima, la puerta
abierta para la más extraña revelación de la fantasía y la imaginación;
y el uso y abuso de la imagen descoyuntada impuesta a la lógica expresiva,
la abolición y destierro de los signos de puntuación y reglas gramaticales
que estorbaban la necesidad de forjar nerviosamente los cuadros o men­
sajes poéticos llenos de urgencia, proclaman el destino revolucionario de
la nueva actitud. Pero esto fue el comienzo de lo que unos pocos años más
tarde iba a completar la insurgencia surrealista del “Grupo Viernes”.
Claro está que no es sólo la poesía la que sigue el camino de la reno­
vación y la rebeldía. También el cuento, la novela, el ensayo, la pintura, el
periodismo. Una oleada vivificadora penetra y conmueve a través de las
obras de los escritores rusos, novelistas principalmente, que entonces,
ávidamente, son leídos y estudiados, y aun imitados.
Una revista, “Válvula”, de la que circuló un solo número, apunta seria­
mente como doctrina y actitud de los nuevos. Ya Guillermo de Torre puso
en sólidos antecedentes a quienes leyeron su magnífico ensayo sobre las
literaturas de vanguardia. Y la vanguardia es ya un camino de poderosa
resonancia por donde m archan entusiasmados y como ebrios de la nueva
gloria los jóvenes escritores de mi país. Al igual que “Válvula”, otras
dos revistas —,“E1 Ingenioso Hidalgo”, “La Gaceta de América”— señalan
positivamente la insurgencia del movimiento.
Pero será definitivamente “Elite”, de su primera etapa, el órgano
más representativo del movimiento vanguardista. En ella se iniciaron o
colaboraron poetas, novelistas, cuentistas y ensayistas de sólido prestigio
actual, durante el período comprendido entre 1928 y 1935, aproximada­
27

mente. Juan de Guruceaga, editor, y Raúl Carrasquel y Valverde, anima­


dor imponderable, son los motores de esa empresa literaria. Por aquella
revista pasan, entre otros, Arturo Uslar Pietri, Carlos Eduardo Frías, Mi­
guel Otero Silva, Guillermo Meneses, Luis Castro, Pablo Rojas Guardia,
Nelson Himiob, Miguel Acosta Saignes, José Salazar Domínguez, Luis Al-
varez Marcano, Juan Oropeza, Elias Toro, Inocente Palacios, Joaquín Ga-
baldón Márquez, Augusto Márquez Cañizales, Israel Peña, Arturo Croce,
Julián Padrón y Carlos Augusto León. Todo un cuadro representativo de
la literatura venezolana contemporánea. Pero las generaciones anteriores
también estuvieron presentes en “Elite”. Rómulo Gallegos, Andrés Eloy
Blanco, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Pedro Sotillo,
Jacinto Fombona Pachano, Antonio Arráiz, figuran entre sus colabora­
dores más consecuentes. Otros más recientes que los del 28, o apartados
de grupos o tendencias, también hacen acto de presencia en las páginas
de “Elite”, como Valmore Rodríguez, José Miguel Ferrer, Luis Fernando
Alvarez, Héctor Guillermo Villalobos, Manuel Rodríguez Cárdenas, Hum­
berto Cuenca, Gonzalo Patrizzi, Otto de Sola, Arturo Briceño, José Fab-
biani, Ruiz, Raúl Valera, Luis Beltrán Guerrero.
Se hacen sentir también en el coro masculino ciertas voces femeni­
nas de indudable calidad. Luisa del Valle Silva está entre las primeras; y
entre otras, Pálmenos Yarza, Lucila Palacios y Enriqueta Arvelo Larriva,
cultivadoras unas de la poesía, otras, de la novela o el cuento. A Anto­
nia Palacios se la señala asimismo, por ese tiempo, aunque para enton­
ces no ha escrito todavía las páginas de recuerdos, la novela o el cuento
que habrán de darle su significación literaria. Igualmente Ada Pérez Gue­
vara y Trina Larralde inician su labor narrativa, con seguro empuje.
¡Hay ya obra de consistencia que pide audiencia y consideración. Ar­
turo Uslar Pietri se ha manifestado como cuentista de garra. Su libro “Ba­
rrabás y otros relatos” consagra la revelación. Y “Las Lanzas Coloradas”,
que envía desde París, señalará un poco más tarde su clara y firme je­
rarquía novelística. Carlos Eduardo Frías y Nelson Himiob siguen sus
pasos con “Canícula”, y “Giros de mi Hélice”, que aparecen en un solo tomo.
De los poetas, algunos, aparte de publicar en las páginas de las revistas
o del periódico, comienzan a ordenar su obra en libros. Julio Morales Lara,
de acento nativista, pero con estilo vanguardista, ha dado a la prensa
su libro “¡Savia”. Otro libro de cuentos, “Santelmo”, de José Salazar
Domínguez, indica con nitidez la mayoría de narradores que predomina en
la generación. Luis Castro agoniza en un viejo hospital de Los Teques,
pero dejará un conjunto de versos, publicados algunos, inéditos los más,
que sus amigos recogerán en volumen después de su muerte con el título
de “Garúa”, para señalar la pérdida irreparable de su anunciada claridad
poética, hum ana -y sentimental. El libro “Poemas Sonámbulos”, de pablo
Rojas Guardia inaugura una actitud, y un estilo de fuerza poética indu­
dable. Guillermo Meneses, con “La Balandra Isabel llegó esta tarde”, “Ca­
28

mino de Negros” y “Campeones” anuncia su recia personalidad en el


campo de la narrativa venezolana.
Ramón Díaz Sánchez, aparece con sus primeros ensayos, y luego pu­
blica su novela “Mene”, fresco apasionado de la viril etapa de la explo­
tación petrolera en el país por tierras de Occidente. Y Julián Padrón da
a conocer su novela “La Guaricha”, hermosa y sorprendente en su cali­
dad de querencia rural venezolana.
En el campo del ensayo resalta la figura de Jesús Semprún, desde su
cátedra crítica ejercida a través de las columnas del periódico. Pero están
igualmente Julio Planchart, Rafael Angarita Arvelo; y en el campo de
la investigación histórica o sociológica, Mario Briceño Iragorry, Augusto
Mijares y José Núcete Sardi. Entre los nuevos asoman los nombres
de Julio Ramos y otros que se inclinan por el cultivo del ensayo o del
cuento; y en ensayo y poesía, porque ambos ejercicios les son comunes,
Eduardo Arroyo Lameda, Pedro Sotillo, Fernando Paz Castillo.
En el campo de la novela o del cuento Rómulo Gallegos capitaliza el
entusiasmo y la devoción de muchos de los nuevos, aunque no deja de
haber quien ponga reparo inconsistente a su labor. Poco o nada se habla
de Manuel Díaz Rodríguez, cuya revaloración vendrá más tarde. Pero otros
como Ramón Hurtado, Leoncio Martínez, Julio Garmendia, interesan a
pesar de la diferencia de tono, lenguaje, intención y estilo de sus obras.
Cuentistas nuevos se anuncian con voz propia, como Joaquín González
Eiris, Pablo Domínguez y Gabriel Bracho Montiel.
En poesía pesa todavía la obra poderosa de algunos representantes
del 18. Andrés Eloy Blanco llena una página de triunfo, brillante y anec­
dótica.. Luis Enrique Mármol (muerto el año 27) sobrecoge por la pro­
fundidad y el desgarramiento de sus temas poéticos. Y Jacinto Fombona
Pachano, Fernando Paz Castillo, Rodolfo Moleiro, Enrique Planchart,
Gonzalo Carnevali, Pedro Sotillo, Héctor Cuenca, en Caracas, y otros en
el interior, como Luis Barrios Cruz y Jesús Enrique Losada, o Luis Yépez
en el exterior afirman el mensaje todavía vivo de las que fueron inquie­
tudes fundamentales del inicio literario de la generación a que pertene­
cen. Antonio Arráiz asume posición de rebeldía y de orgullosa soledad, “ás­
pero” entonces como el título de uno de sus libros de versos que causó
tanta expectación. Y en cuya poesía no está lejano el eco —épico y viril—
de Walt Whitman.
Y un grupo nuevo, más o menos identificable por su tendencia nati-
Vista no del todo afin con la vanguardia, aunque con nexos indudables, se
hace presente con Alberto Arvelo Torrealba, Luis Barrios Cruz, Héctor
Guillermo Villalobos, Antonio Spinetti Dini, Miguel R, Utrera. Se han
transpuesto con cierta holgura los límites del 30 y ya comienza a cobrar
impulso la tendencia surrealista. Angel Miguel Queremel integrado ya a
los afanes del momento literario, va a ser un agitador de inquietudes, pu­
diéndosele considerar, en cierta forma, como un puente necesario entre
29

el vanguardismo y el surrealismo, en cuanto a la expresión nacional se


refiere.
Hay, en todo caso, un poco antes una búsqueda de la realidad ameri­
cana para acercarla como tema vital a la expresión poética. Lo humano,
el hombre y sus problemas, lo social, lo político, interesan y se colocan
de pronto en el primer plano de consideración. La rebeldía alcanza al
plano literario después de ser fervor callado e impotente en el pecho de
los jóvenes, cuando no brote incontenible para el sacrificio de la cárcel o
el destierro.
Un sentido de violento amor por la realidad americana se hace más
visible por este tiempo (año 28 y siguiente) en el campo político.
Este carácter ha estado presente con el modernismo, sin embargo.
Pero antes de la manifestación de esta corriente literaria también exis­
tió un vasto conjunto de elementos, tendencias, movimientos, corrientes
e iniciativas, autores y obras, aue prepararon, durante un largo proceso
no siempre afortunado, el campo de la expresión poética americana. Es
el signo fehaciente de la tradición, que no puede descartarse impunemen­
te, si se ha de ser objetivo e imparcial en el juicio. Igual sucede en la his­
toria de las letras venezolanas. Desde los restos incoloros del clasicismo
o de un romanticismo que nunca acaba de ceder su puesto, hasta el rasgo
nativista, nítido y fundamental, el folklore o la épica, el costumbrismo o
el tradicionismo, que también volcaron sus poderes e influencias en la na­
rrativa, están presentes en esa materia heterogénea, pero viva, de nues­
tra literatura del siglo pasado, que aún espera ser analizada y valorada
en su justo encuadramiento crítico.
La expresión —en esencia y potencia— de lo americano es sin
embargo, uno de los puntos reveladores de la oleada poética nacional
que, en cierta forma, une los elementos creadores de esas dos generacio­
nes que hemos venido analizando hasta ahora.
Pasado el apasionado y virulento empuje de los primeros tiempos,
remansadas las aguas y aquietados los ánimos, las inquietudes buscan un
cauce más seguro para la obra poética. Se definen entonces, claramente
tres orientaciones: la de la poesía social, que tuvo en Miguel Otero Silva
y Carlos Augusto León y también en Luis Castro y Antonio Arráiz., en
cierto plano, sus representantes más eximios; la de la tendencia nati­
vista y folklórica, que contará, principalmente, con la obra de Alberto
Arvelo Torrealba, Manuel Felipe Rugeles de su primera época, y Manuel
Rodríguez Cárdenas, quienes dejaron testimonio invalorable en libros como
“Cantas”, “Glosas al Cancionero”, “Cántaro” y “Tambor”, este último con
cierta preferencia por el tema negroide, influjo de las grandes voces an­
tillanas de entonces, como la del puertorriqueño Luis Palés Matos; y una
tercera que tiende hacia planos de distinta-expresión estética, incapaz de
contenerse en los moldes del nativismo o de la poesía social, y que va a de­
sembocar, en definitiva, en la gran aventura surrealista del “Grupo Vier­
30

nes”. Son los años 35 o 36. Es un grupo beligerante, duramente atacado,


pero que a la postre impone sus consignas y se hace sentir en el medio
literario venezolano de su tiempo.

El “Grupo Viernes”, toma, pues, su punto de partida en la gene­


ración del 28, concretamente dentro de las inquietudes y esperanzas que
renueva el vanguardismo. Pero es en el año 36, después de
El Grupo la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, ocurrida en el
Viernes año anterior, cuando toma cuerpo y se instala propiamente
como tal ese grupo de poetas. En él aparecen los ya nom­
brados, Rojas Guardia, Alvarez, Heredia y Queremel. Y otros jóvenes como
Otto de Sola, Vicente Gerbasi, Oscar Rojas Jiménez, Pascual Venegas Filar-
do, José Miguel Ferrer y Rafael Olivares Figueroa. También se cuenta entre
ellos un crítico de poesía, Fernando Cabrices.
Aunque no formaron parte inicialmente del grupo pueden ser asi­
milados al mismo, los nombres de Miguel Ramón Utrera, fino poeta bucó­
lico de San Sebastián de los Reyes (Estado Aragua), quien desde su apar­
tado retiro provinciano sigue con interés y pasión las labores que llevan
a cabo estos nuevos poetas; Aquiles Certad y Pálmenes Yarza, significa­
tiva voz de la poesía femenina. Y Luis José García, que se incorpora un
poco más tarde.
Cronológicamente son, también, poetas del 35 o del 36, aunque no
dentro de la tónica inconfundible del surrealismo, inclusive porque algunos
de ellos, sólo dan a conocer su poesía después del año 40, Angel Raúl Vi-
llasana, Felipe Herrera Vial, Régulo Burelli Rivas, Adolfo Salvi, Ernesto
Luis Rodríguez, Arístides Parra, José Antonio de Armas Ohitty, José
Parra, Pedro Antonio Vásquez, Rafael Yépez Trujillo y Luis Augusto Arcay.
Ellos, en parcialidad creadora nada desdeñable, han aportado valiosos
elementos de colectiva integración, que matizan de especiales tendencias la
pujanza del período poético de esos años.
Del 36 en adelante el “Grupo Viernes”, que vino a ser, en realidad,
un punto de confluencia para representantes de diversas promociones, se
hace presente en nuestra historia literaria. Angel Miguel Queremel
quien durante su permanencia en España estuvo en contacto con los más
importantes movimientos líricos de la Península, desarrollados del 20 en
adelante, figura entre los principales animadores de “Viernes” e inclusive
muchos lo consideran con rango de fundador. Su poesía, impregnada de
creciente novedad, ligaba ciertamente los contenidos revolucionarios de
nuestra “vanguardia” con la tendencia hacia la integración universal del
movimiento poético venezolano que “Viernes” representaba. Su muerte,
sin embargo, restó posibilidades de desarrollo a lo que prometía ser un
amplio curso creador. Del mismo modo allí aparece con estimable signo
la figura de Luis Fernando Alvarez, quien cronológicamente debería ins­
cribirse en la generación del 18, pero cuya obra corresponde por ejecu­
31

ción, temática, expresión y desarrollo, al ámbito de Viernes según lo com­


prueban sus libros “Va y Ven”, “Portafolio del navio desmantelado”, “Vís­
peras de la Muerte” y “Soledad Contigo”. Pablo Rojas Guardia, que venía
con el fervor recogido en aquellas entusiastas jornadas del 28, también se
incorporó activamente a la gente del 36 y en este grupo destacó con nota
personal, perceptible en toda su obra poética. José Ramón Heredia, el
autor de libros de significación como “Los Espejos del más allá”, “Gong
en el tiempo” y “Maravillado cosmos”, con un registro temático amplio y
diverso, a la par que dueño de una expresión vigorosa que tiene apoyo
en un verso de larga andadura, junto con Pascual Venegas Filardo, Oscar
Rojas Jiménez, José Miguel Ferrer y aun el mismo Rafael Olivares Fi-
gueroa, —incorporado al grupo a su regreso a Venezuela, después de haber
permanecido varios años en España—, estuvieron en la línea de más fer­
vorosa militancia viernista. Entre los más jóvenes se distinguieron enton­
ces y han corroborado luego su destino con obra de relieve, Vicente Ger-
basi, poeta cuyo nombre ha alcanzado en los últimos tiempos magisterio
excepcional en libros definitivos como “Mi padre, el inmigrante”, “Los Es­
pacios Cálidos”, “Tirano de Sangre y Fuego” y “Olivos de Eternidad”,
colocándose en tal virtud en la primera fila de nuestra poesía, en un
constante y renovado proceso de madurez lírica, y Otto de Sola, el cele­
brado autor de poemarios definitivos como “De la Soledad y las Visiones”
y “El Arbol del Paraíso”, vigilante incansable de una vocación que los
años han fortalecido con elementos valiosos.
Por entre toda esa línea de poetas, coetáneos con ellos, pero sin ubi­
cación precisa de grupo, con una expresión lírica distinta cada uno, prac­
ticantes de modalidades muy personales, hay que señalar figuras de la
más alta jerarquía que ya hemos nombrado. Manuel Felipe Rugeles, cuyo
anuncio poético estuvo en un fresco poemario de acento nativista, “Cán­
taro”, publicado en 1937, destaca con características que se afirman en un
sostenido y ascendente trabajo que está señalado por otros poemarios
como “Aldea en la Niebla” (1944), “Puerta del Cielo” (1944-45), “Memo­
rias de la Tierra” (1946-48), “Canta, Pirulero” (1950), “Antología Poética”
(1952) y “Cantos de Sur y Norte” (1954). A los que habrá de agregarse su
último libro, publicado después de su muerte ocurrida en 1959, “Dorada
Estación” (1961). A la emoción nativista de su primera época agrega in­
cesantemente expresiones de variada y distinta modulación lírica, enrique­
ciendo su temática con signos de real significación literaria, que hicieron
de su poesía, en el fecundo ciclo que la integra, un todo luminoso y franco,
tierno, místico e infantil, resonantemente hum ana siempre, impregnando
el verso de un profundo latido nacional que lo coloca entre el grupo de
autores de más definido rango venezolanista, en cuanto a la expresión.
Otro poeta de bien ganado prestigio nacional que aparece también por
aquella época distanciado de la corriente dominante, es Héctor Guillermo
Villalobos, representante de esa limpia tendencia neorromántica que en
32

Venezuela h a subsistido, a través de escuelas y movimientos, como un


persistente río de sosegado cauce lírico, aprovechándose de las conquis­
tas estéticas que han nutrido a lo largo del tiempo nuestra poesía. “Afluen­
cia”, “Jagüey” y “En soledad y en vela”, los tres libros fundamentales de
Villalobos, destacan por su registro humano, por su claridad terrena, de
amorosa instancia que no rehuye el aliento nativista ni el suave soplo
familiar de los recuerdos del pueblo y de la infancia.
Otro nombre de singular significación dentro de esta misma pers­
pectiva es Alberto Arvelo Torrealba, el más notable de los cultores del
nuevo nativismo venezolano, cuyo libro “Cantas” (1942), primero, y “Glo­
sas al Cancionero” (1940), más tarde, constituyeron una insospechada
revelación de temas y motivos propios de nuestros llanos, dándole cate­
goría estética a la copla y a la décima popular y rescatando nobles m ate­
riales de nuestro folklore para la función culta de la poesía. En otra
dirección también se hacen presentes en el panorama lírico de ese tiempo
autores ya señalados como Miguel Ramón Utrera, poeta de la provincia
venezolana, notable voz de nuestro lirismo, con su nostálgica y memoriosa
frescura campesina desprendida de aquella realidad incontaminada que
le presta su apartamiento pueblerino en San Sebastián de los Reyes; Ma­
nuel Rodríguez Cárdenas, cultor de una poesía terrígena, en cuanto al
hombre y su mundo venezolano, quien publica su primer libro, “Tambor”,
en 1937, adhiriendo a aquel aliento negroide que por entonces consumió
una seria tentativa de la poesía americana de lengua española, principal­
mente en las Antillas; y Luis Beltrán Guerrero, fiel a los cánones clásicos
que respeta, ennoblece y actualiza, autor de “Secretos en Fuga”, libro ex­
presivamente característico del ámbito y naturaleza de su poesía.
* * *
Después del 36 se afirma poéticamente, la figura de Juan Liscano,
quien conduce un vigoroso mensaje sustentado en valores vernáculos de
trascendencia real y hum ana y a quien respalda un libro de tanta densi­
dad lírica como “Humano Destino”.
En el sector de la poesía femenina también concurren voces de dis­
tintas épocas y distintas tonalidades. Todavía se escucha el eco armo­
nioso y cálido de doña Luisa del Valle Silva, junto a la recia y desnuda cla­
ridad del lenguaje de Enriqueta Arvelo Larriva, esa extraordinaria mujer
de los llanos barinenses, dueña de un lenguaje de densa significación lí­
rica como pocas veces es dado encontrar en nuestros poetas; o frente al
mundo espejeante y clamoroso que guardan los libros de Luz ¡Machado de
Arnao, uno de los nombres que desenvuelve su órbita creadora en los úl­
timos quince años. A esas figuras hay que agregar, con pleno derecho, los
nombres de Ana Mercedes Pérez, Pálmenes Yarza, poetisa de acusada
sensibilidad y de equilibrio clásico en su expresión, Ana Enriqueta Terán,
que con sus libros “Al Norte de la Sangre” (1946), “Verdor Secreto” (1949)
33

y “Presencia Terrena” (1949), ha conquistado sitio de singular brillo en


nuestra poesía, Ida Gramcko la autora de “Poemas”, libro de positiva
trascendencia en la historia de las letras venezolanas, y Jean Aristeguie-
ta, una de las vocaciones más seguras y fecundas de la lírica actual; es­
tas últimas dentro del cuadro de las promociones que se anuncian a par­
tir de 1940. Nombres más recientes son los de Morita Carrillo y Beatriz
Mendoza Sagarzazu de Pastori, quienes han dado ya pruebas de un gran
poder expresivo, sobre todo en el difícil género de la poesía para niños.

Desde el punto de vista cronológico el año 40 es límite conveniente


para iniciar el balance de nuestra última poesía. Ese año se hace presente
en la literatura nacional un conjunto de escritores y poe-
L o s Ú ltim os tas que, aun cuando no formaban filas en un grupo o
veinte años generación propiamente dicha, es decir, estructuralmente
organizados, con programa, propósitos e ideas estéticas
plenamente definidas, llegaban, sin embargo, con saludable empuje de re­
novación. Esta promoción, de características dispersas, sin cohesión ni
unidad programática, pero unidas por el afán de la búsqueda y de la no­
vedad creadora, tuvo su mayor importancia y relieve en el sector de la
poesía. A sus integrantes se agrega cinco o siete años más tarde otro grupo
de poetas y prosistas, cuentistas y ensayistas, principalmente, que tu ­
vieron en la Revista “Contrapunto”, nombre con el cual distinguieron su
acción de conjunto, un vehículo de viva polémica literaria que aún no ha
extinguido sus consecuencias.
Aquella primera promoción de 1940, y esta otra posterior, se distin­
guieron, entre otras características, por la formación universitaria de
sus más calificados representantes y por el sentido universalista de sus
obras, respondiendo fundamentalmente a planteamientos y categorías de
una cultura que aceptaba y defendía, como primordiales, los valores
humanos. El localismo que antaño pudo florecer en una muy larga trayec­
toria de nuestras letras, el sabor de lo nativo en su exclusiva función de
querencioso parroquialismo y una temática, en su mayor parte alegremente
anacrónica —hecha de ecos y resonancias tardías en nuestro medio— die­
ron paso, con los nuevos poetas, a una actitud y a un mensaje de más
complejo pronunciamiento y de más abierto y alto vuelo de creación. Se
cerraba, así, un largo ciclo poético que poco se había lanzado a la con­
quista de nuevas doctrinas estéticas universales —salvo la tentativa de
“Viernes” y el esfuerzo lejano de los poetas del 18— y se abría un período
de perspectivas valiosas, a las cuales nos debemos todavía, en mayor o me­
nor dependencia los escritores y poetas que asomamos a la vida literaria
por esos tiempos.
Claro está que los nuevos poetas llegaban a remover —y a aprovechar,
con signo positivo— todo lo que, desde el año 36 en adelante se concretó
como fundamento de una nueva actitud poética, beligerante y audaz, con
34

el “Grupo Viernes”. Sobre los esfuerzos de los poetas de este grupo, asis­
tidos por un innegable poder de asimilación, vinieron a hacerse patentes y
objetivas las nuevas tendencias de nuestra lirica que apuntan en 1940 y se
desarrollan, a partir de allí, en el transcurso de una década completa, que
puede considerarse, sin exageración, una de las experiencias más brillantes
en toda nuestra historia literaria.

Contra “Viernes”, aunque respetando y aprovechando sus valiosas


aportaciones, insurgieron abiertamente los nuevos poetas venezolanos de
1940. En primer término, contra la desatada vigencia de
Insurgencia los elementos oníricos, que pasó de sincera y comprome-
contra tida exigencia creadora, a tópica manifestación, insus-
“Yíepnes” tancial y genérica en muchos casos. Algo también hubo
contra el desbarajuste del “versolibrismo”, tomando a
éste como fórmula de expresión estructural, sin correspondencia alguna
con las instancias poéticas internas. Así, un cierto rigor métrico (el soneto
y la lira, principalmente) comenzó a manifestarse en la expresión lírica
de entonces y los ojos se volvieron insistentemente —aun cuando planta­
dos los autores sobre las recientes conquistas estéticas y en conocimiento
y relación con grupos de novísima expectativa poética en otras partes—
hacia las fuentes poderosas de la poesía castellana, la tradicional y la
nueva, y los temas de la vieja resonancia se unieron a los de la nueva, y la
antigua estructura cobró la fuerza y agilidad que las corrientes de los
tiempos contemporáneos acertaban en su densidad polémica.
Desde entonces se inicia en el panorama de las letras venezolanas un
viraje extraordinario que lleva a hacer figurar nuestra literatura en verso
emparentada con las modernas tendencias, americanas y europeas, y a
sobresalir, con fecunda claridad en el campo de las poéticas hispanoame­
ricanas de este tiempo. Y cosa digna de señalar igualmente es que muchos
de los poetas anteriores a 1940, se han asimilado, en una u otra forma,
a esas experiencias y modalidades que llegan y se afirman en los últimos
años; pudiéndose observar concretamente en muchos casos las transfor­
maciones positivas que ha experimentado la mayoría de ellos y las res­
puestas que han dado al curso de esas tendencias que los nuevos han im­
puesto como razón de vida y de cultura.
Por eso, a partir de 1940, tomando en cuenta el proceso polémico
que se opera en nuestra poesía desde 1918 en adelante, un nuevo con­
cepto poético, un amplio debate lírico de positivas resonancias creadoras y
de fundamentales consignas de renovación, comienza a tomar cuerpo y a
desarrollarse con notable vigor hasta alcanzar madurez y plenitud que
llega hasta nuestros días y que, como hemos dicho, interfiere e influye
de manera extraordinaria en la labor que aún cumplen en nuestras letras
poetas de otras promociones.
35

¿Cuál era la base de esa reacción contra el movimiento lirico ante­


rior que decimos define la actitud de los poetas del 40? Prácticamente la
vuelta al sentido clásico del ritmo y la medida, que había
El sentido sido bruscamente roto, primeramente por la tendencia van­
de la guardista y acentuada después, profundamente, dentro de
reacción sus términos especiales, por los poetas “viernistas”.
Un ejemplo ilustrativo nos lo da, precisamente, el poeta
Juan Beroes, con libros de severa arquitectura clásica (de fondo y forma),
como “Clamor de la Sangre”, “Prisión Terrena”, “El Libro de los Sonetos”,
y “Texto de Invocaciones”. Juan Beroes, dentro de su riguroso clasicismo,
remoza a conciencia los eternos temas de la lírica española del Siglo de
Ore, con elegancia y señorío, introduciendo, junto con sus otros compa­
ñeros, elementos de acendrada y limpia calidad formal en el cultivo de
la nueva poesía. Luis Pastori, Pedro Francisco Lizardo, Monseñor Luis E.
Enríquez, Ana Enriqueta Terán, Tomás Alfaro Calatrava, Aquiles Nazoa y
Alarico Gómez aparecieron por entonces, también, como cultivadores del
sentido tradicional de la métrica, aunque remozada ésta con la nueva sa­
via que los tiempos traían. Ellos forman una legión de combativa serie­
dad que no desdeña la experiencia de sus antecesores, pero que, a la vez,
sobre ella construye el signo de la renovación, afirmándose en la tradi­
ción y la búsqueda de la expresión clásica así como en el valor de las úl­
timas tentativas universales de la lírica. En particular el soneto fue un
instrumento de rescate, que se convirtió en insistente y hasta peligroso
método. Daba la impresión de que a la retórica desorbitada de los
“viernistas” se le quisiera oponer ahora la retórica “renacentista” de la
métrica clásica española. En cierto modo —si de comparaciones nos va­
lemos— este intento venezolano de retorno a las fuentes clásicas del verso
se asemeja un poco con el movimiento “garcilacista” que por esa misma
época comenzaba a florecer en España. Pero es sólo una semejanza, pues,
en realidad, no existió jamás ningún vínculo que acercara vitalmente es­
tas dos experiencias.
Debemos decir, sin embargo, que junto con esa tendencia del retorno
métrico, llegaron, también, dos actitudes salvadoras del rigorismo que
se anunciaban: un desenfadado aire de juego o travesura lírica, de ale­
teante esfuerzo vital a plena luz, Puliente, clarificador y pleno de tiernos
descubrimientos, y de otra parte, un hondo sentido, real y responsable, de
humana experiencia. El hombre, como protagonista, tomaba su sitio
elemental entre los versos.
36

A ese grupo inicial característico del año 40 en adelante, hay que


agregar inmediatamente los nombres de Benito Raúl Losada, Ney Himiob
y Guillermo Alfredo Cook, que junto con Pastori y Alfaro
Deslinde Calatrava, constituyeron el grupo universitario de la poesía
y de entonces. Núcleo que, a pesar de integrarse con la pro-
llbicación moción a que pertenece, posee notas particulares. Alirio
Ugarte Pelayo, quien publica por entonces su primer libro,
un breviario de emocionada adolescencia, puede adscribirse también a este
grupo, aunque posteriormente baya derivado hacia la acción política.
Por allí aparecen, también, las figuras femeninas de Luz Machado de
Arnao, Ida Gramcko y Jean Aristeguieta, cuyas trayectorias se definen y
maduran en los últimos veinte años transcurridos, aportando a la poesía
venezolana tres testimonios de indudable calidad creadora. Lo mismo que
Matilde Mármol, residente desde hace muchos años en el extranjero, pero
vinculada al quehacer poético de la patria.
Un poeta algo apartado de grupos y de escuelas, pero con amplio sen­
tido de la verdad lírica, dentro de un rigor culto y acendrado del verso,
terso y armonioso, es Rafael Angel Insausti, cuya voz es ahora, en estos
últimos años, cuando venimos a recogerla en todo su exacto y limpio men­
saje. Sus recientes poemarios “Aire de Lluvia y Luz”, “Conjuros a la muer­
te” y “De pie, sobre la sombra” (1957), constituyen testimonio de la más
alta jerarquía en la poesía venezolana de este tiempo.
También hay otros poetas que desde la provincia comienzan a cul­
tivar sus inquietudes líricas: Elisio Jiménez Sierra, con dominio de la
métrica y respeto por la tradición poética, asoma con eficaz relieve en el
Estado Lara, donde realiza durante algún tiempo una encomiable obra li­
teraria. Igualmente en San Cristóbal, Estado Táchira, se organiza en el
año 43 el “Grupo Yunke” que libró una generosa batalla entre las mu­
chas que ha librado la poesía de la provincia venezolana. En ese grupo
los nombres de Pedro Pablo Paredes, J. A. Escaloña-Escaloña y Régulo
Burelli Rivas adquirieron desde el primer momento efectiva figuración.
La posterior labor desarrollada por ellos en Caracas ha robustecido aque­
lla inicial obra que apuntó sus vocaciones en la provincia.
Y así se avanza hasta llegar a los años 45, 46 y 47, que señalan la
irrupción de una nueva promoción lírica venezolana. Y ese grupo de poe­
tas irá creciendo progresivamente hasta las postrimerías del año 50, que
puede considerarse, a su vez, como fecha indicadora de un nuevo brote
poético.
En los años señalados aparecen poetas representativos de diversas
tendencias, sin llegar a formar, en manera alguna, escuelas o grupos de
tendencia determinada. Eso sí, existe, en forma general, una especie de
vuelta a la seriedad de ios temas poéticos. La poesía cobra el valor de
un instrumento del hombre para decir las verdades del hombre. El aliento
37

humano —ya como fruto esencial de la intimidad o como experiencia de


carácter colectivo o social y aun como hundimiento telúrico o cósmico—
comienza a presidir los poemas de los jóvenes que invaden el mundo de la
poesía venezolana. Estos son los poetas que heredan, directamente, de una
parte la experiencia sufrida por los integrantes del “Grupo Viernes”, y de
la otra, el aporte indudable que trajeron las voces aparecidas del 40 er.
adelante. Ese ha sido, precisamente, una de sus características primor­
diales. No ha habido, por eso, ruptura fundamental entre las distintas
parcialidades que se entrecruzan en los planos de la actualidad poética,
sino al contrario, una especie de integración que, al final, ha venido a
resultar sumamente beneficiosa para la obra colectiva.
Con un amplio sentido de ubicación debemos señalar estos nombres en
los últimos años: Juan Manuel González, que se ha distinguido con ex­
traordinario vigor en sus libros “Estación de la Luz” (1949), “Los Salmos
de la Noche”, (1952) y “La Heredad junto al viento” (1958), singularizán­
dose por un verso de poblada imaginería tropical y por un lenguaje de
tonalidad bíblica, cadencioso y rico en expresión metafórica; Lucila Ve-
lásquez, dueña de una amplia y fuerte categoría lírica que rehuye la es­
pontánea llama del sentimiento romántico por una más densa temática
nacional; Pedro Lhaya, autor de dos libros, “Testamento del Corazón”
(1950) y “Caminos de Sangre” (1955), entrañable mensaje de sinceridad
humana que busca el camino de la revelación del ser y el mundo ve­
nezolano, con sus complejos signos, misteriosos aún; Carlos Gottberg,
afirmado últimamente en poemarios de indiscutible calidad, como son “Di­
go del Otro Arbol” (1951), “Otra vez” (1955) y “Estrictamente Humano”
(1961), testimonios de una personalidad poética de verdadera garra crea­
dora; Rafael Pineda, solicitado por diversas expresiones literarias, pero
que en poesía ha dado muestras que lo colocan en puesto de avanzada en­
tre los nombres de la nueva generación; Francisco Salazar Mlartínez, quien
en un volumen publicado con el título de “La Guitarra Ministra” (1954) nos
entregó un fresco manojo de amorosos logros, en donde se combina el acierto
métrico con la espontaneidad del sentimiento, y cuyas publicaciones en
páginas literarias aseguran una nota creadora más densa y universal; Ra­
món Sosa Montes de Oca, autor de breves poemarios como “La Inútil Lo­
cura” (1946), “Tránsito en Llamas” (1950) y “Paso de Angustia” (1953),
que dan relieve a una poesía nutrida en personales y angustiadas instan­
cias que logran un clima de autenticidad creadora; Juan Sánchez Peláez,
anuncio de una poesía particular, meditada y sabiamente construida con
elementos de contemporáneas vivencias, tal como lo demuestran sus li­
bros “Elena y los Elementos” (1950) y “Animal de Costumbre” (1959).
Otros poetas que piden especial referencia son: Aquiles Monagas, en la
actualidad un poco apartado de la acción lírica, pero revelado en no muy
lejanos años con dos poemarios de calidad como fueron “El Habitante Dtes-
terrado” (1950) y “Cantos de Orpheo para una nueva Ofelia” (1951); Alí La-
38

meda, que ha anunciado un “Canto Monumental a Venezuela”, donde pasa


revista a la historia de nuestro país, a su geografía, a su folklore y otras
manifestaciones de la realidad venezolana, considerado por quienes lo han
leído como la obra más vasta hasta ahora concebida y realizada en nuestra
poesía en ese terreno; Rafael José Muñoz, una de las personalidades jóvenes
más fuertemente dotadas, que ha dado ya muestras del vigor y seriedad
de su poesía en diversas publicaciones literarias y en su primer libro “Los
Pasos de la Muerte” (1952); Rubenágel Hurtado, fervoroso descubridor de
un mundo de limpia intimidad, en donde descansa la gracia de su verso
desenvuelto, ágil, plantado sobre la línea clásica de la poesía española, pe­
ro atento al esfuerzo contemporáneo de la expresión; y otros como Ofelia
Cubillán, nostálgica y tierna voz neorromántica de la poesía femenina de
los últimos tiempos; Ramón González Paredes, estimulado como pocos por
sus vocaciones literarias, también incursionando por los campos de la poe­
sía; Ernesto Jerez Valero, dueño de un amplio registro temático, volcado
como pocos en la viva materia polémica del hombre; y Carlos César
Rodríguez, una de las sensibilidades más finas y despiertas de los últimos
tiempos, quien realiza su obra con escrupulosa y exigente conciencia li­
bradora de excesos y desvíos, atento a la esencia entrañable de la pala­
bra; y Luis Julio Bermúdez, César Lizardo, Rafael Borges, José Rodríguez
U., Luis Frías, Camilo Balza Donatti, Heritaerto Aponte, Juan Sánchez Ne-
grón, Luis Beltrán Mago, Elio Mujica, Luis Alberto Grillett, Enrique Caste­
llanos y Pedro García Lopenza, ya definidos, con suficiente categoría, para
la realización de una obra lírica de consistencia. José Manuel Maduro, un
poeta de aparición tardía, puede incluirse igualmente en esta relación de
nombres, aunque su primer libro se publica en años posteriores.
En el lapso de unos diez años —esto es, de 1950 a 1960— es posible apre­
ciar en el cuadro de ia poesía venezolana un admirable conjunto de autores
que quizás, tanto en volumen como en capacidad creadora, sobrepase a
las dos décadas que comprenden los años 1920-1940, y que muy coherente­
mente puede entroncarse también con la fuerte oleada poética que marca
el despertar de 1940 entre nosotros.
Existe, en tal forma, una continuidad poética venezolana de reciente
data que, en bloque, pudiera calcularse aproximadamente en unos veinte
años, tiempo singularmente apreciable para significar la estructura cierta
de una generación literaria, con su elástica medida temporal que sirve para
unificar en un mismo destino, en una misma gestión creadora, en un mis­
mo espíritu de revisión literaria, a maduros y noveles, cuando entre ellos
es perceptible —dejando de lado las inevitables diferencias particulares—
un mismo estilo de vida y una idéntica aspiración intelectual y humana.
Aproximadamente una treintena —o más— de jóvenes representativos
es posible aislar en el lapso indicado. Y al hacerlo quizás se encuentre que
el año de 1950 puede muy bien ser escogido para significar el surgimiento
39

de un nuevo brote lírico, cuyos componentes aparecen firmemente integra­


dos al aliento renovador de sus más cercanos predecesores, que son los
poetas aparecidos en el panorama lírico nacional a partir de 1946.
Entre esos nuevos poetas cabe mencionar en apretada síntesis a Mi­
guel García Mackle, Juan Calzadilla, Juan Salazar Meneses, Alfredo Silva
Estrada, Rafael Cadenas, Elizabeth Shon, Félix Guzmán, Reyna Rivas, En­
rique Méndez Díaz, Juan Angel Mogollón, Guillermo Sucre Figarella, Ramón
Palomares, Roberto Guevara, Velia Bosch, Jesús Rosas Marcano, Efraín
Subero, Pedro Duno, José Lira Sosa, Morita Salas, Mario Lope Bello, Ed­
mundo J. Aray, Camilo Balza Donatti, Dionisio Aymará, Martiniano Bra-
cho Sierra, José Joaquín Burgos, Hely Colombani, Alfredo Chacón, Gon­
zalo García Bustillos, Luis García Morales, Jesús Enrique Guedez, Néstor
Leal, León Levy, Manuel Vicente Magallanes, Alejandro Natera, Francisco
Pérez Perdomo, Marco Ramírez Murzi, Hesnor Rivera, Jesús Sanoja, Ré­
gulo Villegas, Víctor Salazar, Efraín Hurtado, César David Rincón, Oscar
Carvallo Georg, Ramón Querales, Villarroel París, Caupolicán Ovalles, Gus­
tavo Pereira, Angel Fernando Guilarte, Asdrúbal González, Arnaldo J. Be­
llo, Víctor Vera Morales, Claudio Rojas Wettel, Ludovico Silva, Eugenio Mon-
tejo, Laurencio Sánchez Palomares, Maris Stella Bonell, Elmer Szabó.

La realidad actual y el futuro mismo de la poesía venezolana se ase­


guran con validez y trascendencia que no poseyó en anteriores épocas. Esto
es obra, naturalmente, de un largo proceso de maduración.
Balance Pero es evidente que en los años recientes, particularmente
final en la década que corresponde a la última dictadura sufrida
por el país, hubo una especie de aglutinamiento de las volun­
tades poéticas para asumir responsablemente puesto de lucha ideológica,
desde el plano propio del arte lírico. Eso contribuyó no sólo a identificar
en la acción a la poesía de nuestro país, que excluyó toda posibilidad de
poesía pura en el sentido menos creador, sino a crear estímulos e inquie­
tudes que determinaron un homogéneo y sólido esfuerzo creador que cuen­
ta en una de las etapas más productivas de nuestra lírica, acicateada por
la situación política y social vivida por el país. El poeta tuvo necesidad de
decir su palabra de orden, y la dijo responsablemente. Venezuela consolidó
de tal manera un puesto de primera fila en el concierto de la poesía ameri­
cana contemporánea. Las revistas tradicionales, y las nuevas que entonces
florecieron, los suplementos y páginas literarias, y aun la hoja o el libro
clandestino, dieron razón fehaciente de esta preocupación y del esfuerzo
de los poetas venezolanos en tal sentido. Dentro o fuera del país la batalla
de la poesía, adquirió relieves de auténtica revuelta y el verso se cons­
tituyó en instrumento de ardido testimonio. Una nueva conciencia poética
sustituía la egoísta expresión individual para dar paso a una torrencial
forma del lenguaje donde se confundía el arrebato personal con el men­
saje que interpretaba los sentimientos colectivos; distinta jerarquía de
40

la palabra que cobraba, de esta manera, un extraño y nuevo sentido creador


hasta entonces no alcanzado.
Por otra parte, la poesía más nueva que se escribe en Venezuela entra
de plano en la órbita de una acentuada inquietud universal y humana. El
poeta no se contenta con ser un simple espectador, aspira a representar
papel de protagonista. Y su oficio no se remite a pasivo quedarse en pers­
pectiva, sino que pide participación y compromiso en el esfuerzo de in­
dagar la vida, el mundo, la realidad a que pertenece, el tiempo que lo con­
diciona. Los temas —si es que hay temas en la poesía contemporánea—
abandonan la superficialidad en que antiguamente se basaron los poetas
concediendo no pocos favores al formalismo insustancial, para colocarse
frente a un objeto de conocimiento y de revelación: el hombre mismo como
centro y expresión de su realidad, con toda la carga de la pasión y el en­
tusiasmo de que los poetas contemporáneos son capaces. Un sentido y una
expresión de mágico realismo, que tiene su fundamento en la experiencia
hum ana —en la vivencia, que decía Dilthey— es la estética responsable
que orienta y conduce el quehacer de la poesía nueva. Dentro de esas coor­
denadas válidas y actualísimas se mueve, responsablemente, la joven poe­
sía de mi país.
41

IV.— ESBOZO DE LA NARRATIVA VENEZOLANA

El cuento y la novela constituyen dos de las manifestaciones más ca­


racterísticas de la literatura venezolana. Por eso, es válido el juicio de un
destacado ensayista nacional, según el cual “la novela his-
Realidad panoamericana es hoy una de las más importantes de len-
y ficción gua española; y, dentro de ella, ninguna aventaja a la no­
vela venezolana”, porque Venezuela tiene “en la novela y
en la literatura de ficción en general, el más grande florecimiento de su
literatura” (1). Lo mismo cabe afirmar del cuento con igual precisa in­
tención. La madurez de estos géneros, su tradición, la técnica contempo­
ránea que acompaña sus distintas expresiones y la tentativa de sus cul­
tivadores más recientes para salvarlos de un limitado localismo o de la
insistencia más o menos colorista de un criollismo pintoresco, que ha per­
dido ya su inicial sello de originalidad, los lleva hacia un ámbito más
universal y más actual.
Por otra parte, la prosa de ficción en Venezuela ha ido conformando,
mediante el natural desarrollo de sus géneros, los rasgos que determinan
la imagen de la realidad propia de este país: temas, problemas e ideas,
en donde predomina, casi siempre, un transfondo social, un aliento hum a­
no con expresión de pueblo nuevo y esperanzado, una insistencia histó­
rica o geográfica de entrañable circunstancia vital, que busca exaltar con
insistencia sustantiva los valores humanos de la sociedad venezolana. Esta
última característica pronuncia los lincamientos más categóricos de la na­
rrativa venezolana. Por eso de entre el conjunto de las obras más con­
sistentes de nuestra literatura de ficción, sale el perfil vivo de Venezuela;
esto es, el esquema de la realidad real o de la realidad fingida de un país
que persiste en el ámbito hispanoamericano con su propia e irrecusable
personalidad histórica, cultural y humana.
Varios de los autores venezolanos más característicos de nuestro tiem­
po tienen en el campo de la narrativa bien conquistado renombre en el pa­
norama de las letras de habla hispana. Sus obras han trascendido hacia
otras fronteras y son, desde hace tiempo, patrimonio común de todo el con­
tinente. Rómulo Gallegos, Manuel Díaz Rodríguez, Rufino Blanco Fombo-
na, José Rafael Pocaterra y Teresa de la Parra, están en el grupo de los
que pudiéramos denominar clásicos del género, y son quizás de los más
difundidos, dentro y fuera del país. Posteriores á esos que echaron las
bases ciertas de nuestra prosa narrativa, pero con equiparable suficiencia
creadora, destacan Julio Garmendia, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pie-
tri, Ramón Díaz Sánchez, Enrique Bernardo Núñez, Antonio Arráiz, Gui-

(1) Arturo Uslar Pletrl. “Letras y Hombre:; de Venezuela”. México, 1948.


42

llermo Meneses, Julián Padrón, Arturo Croce, Miguel Otero Silva, José
Fabbiani Ruiz, Lucila Palacios y Gloria stolk; a estos últimos se agrega
el grupo de los más jóvenes —más cuentistas que novelistas— que im­
primen audaces lincamientos a su obra, como Gustavo Díaz Solís, Hum­
berto Rivas Mijares, Antonio Márquez Salas, Pedro Berroeta, Oscar Gua-
ramato y Héctor Mujica, entre otros. Y porque no podían faltar, presi­
diendo el desfile, se adelantan dos de los nombres venerables del género:
Luis Urbaneja Achelpohl, virtual creador del criollismo venezolano y
Pedro Emilio Coll, el fino, irónico y brillante estilista nacional.

Unos orígenes algo confusos confieren cierto aire de misterio al surgi­


miento de nuestra narrativa en el siglo pasado; pero la franca iniciativa
qué se manifiesta a finales del mismo y, de manera par-
Origen y ticular, el vigoroso empuje que significó en el ámbito de
afirmaciól cultura nacional el movimiento positivista de 1895,
van a producir lo que, de alguna manera, críticos y estu­
diosos del fenómeno han llamado, no sé si con acierto, “el milagro del
cuento y la novela venezolanos”. Estos géneros, puede afirmarse casi con
plena certeza, cobran su verdadera dimensión creadora en los comienzos
del presente siglo; sin embargo, el punto de partida preciso está dado en
las manifestaciones finiseculares que agitaron las generaciones mayores
en contacto con una serie de influencias extrañas, pero a la vez tentados
por la poderosa atracción de la realidad de nuestra geografía y nuestra
gente. No es extraño entonces que las primeras tentativas de nuestra n a­
rrativa —el cuento, principalmente— se vean afectados por esa búsqueda
del equilibrio entre lo exótico y lo anecdótico, y que una corriente de ge-
nuina estirpe venezolana, el criollismo, represente un logro peculiar de
esos esfuerzos, definiendo los resultados de los mismos hacia una revela­
ción propia, natural, del medio venezolano en el ámbito de la ficción.
Que después se haya desvirtuado el sentido medular —y aun la expre­
sión— de esa corriente, no es óbice para dejar de señalar su verdadero
cometido e importancia, y sobre todo el subtrato de permanencia —en
lo más prístino de la creación— que es posible palpar aún en las obras
de nuestros días, perfilándose en ellas el carácter y la esencia de lo vene­
zolano, pese al necesario juego que hay que conceder a las fuerzas de la n a­
rrativa universal que, necesariamente, han penetrado nuestro medio.
Tres nombres, a mi juicio, han de colocarse al frente de la gestación
y logro de la narrativa venezolana contemporánea, definiendo desde sus
comienzos características, formas y finalidades sustanciales: Manuel Díaz
Rodríguez, Rómulo Gallegos y José, Rafael Pocaterra. Personalidades di­
versas entre sí, sus obras representan tres categóricas direcciones en la
novela y el cuento venezolanos. Díaz Rodríguez, introduce el colorido y
la fuerza brillante del lenguaje en su prosa modernista; Pocaterra, des­
garra con los trazos urgentes y cargados de intención de sus cuentos y
43

exalta vitalmente la serie de sus personajes cotidianos, con la fuerza del


drama que sólo de la vida procede; Gallegos, eleva a epopeya la pugna
del hombre venezolano enfrentado a su medio y a su naturaleza, hos­
tiles y enemigos.
“Peregrina” (1922), “Cuentos grotescos” (1922) y “Doña Bárbara”
(1929), condensan esa brillante constelación de la narrativa nacional. Los
tres autores son, a la vez, cuentistas y novelistas y en ambas direcciones
consumen una fecunda acción creadora que abre caminos y señala pers­
pectivas indelebles. Atrás, punto de referencia, está la hazaña criollista,
con la espontánea brisa de los cuentos de Urbaneja Achelpohl. Pero están
también, casi coetáneamente con los autores señalados —y he aquí la ri­
queza de esos comienzos prometedores— la obra de un Rufino Blanco Fom-
bona, vigoroso y arbitrario, cosmopolita y regional, atrabiliario y amoroso
con las cosas criollas; la cuidadosa moldeadura literaria de Pedro Emilio
Coll, y el cálido mundo poético-novelístico de Teresa de la Parra.

En la literatura venezolana del pasado siglo hay dos manifestaciones


que significan, en cierto modo, antecedentes propios pra definir, andando
el tiempo, los elementos de la prosa de ficción.
Las fuentes de la La tradición en primer lugar, insinúa un relato
Tradición de época que mucho tiene de rezago colonial en
V el Costumbrismo cuanto sus cultores tienden, precisamente, a re-
2 vivir aspectos olvidados o desconocidos de aque­
lla aparentemente apacible edad venezolana, lindante a veces casi con la
memoria desdibujada de una tierna fábula. Labor de artesanía que en mo­
rosa delectación da no pocos detalles de una cierta intimidad histórica co­
lectiva, que no por menos humilde deja de aportar características esen­
ciales de la vida nacional.
Con significación paralela se manifiesta el costumbrismo, que tiende
a descubrir ágiles facetas de la vida real de la época; ejerciendo el cois-
tumbrista oficio de pintor liviano de hechos, tipos y costumbres de la so­
ciedad venezolana decimonónica, con preciso sentido de actualidad, sal de
ingenio popular y hasta ironizante crítica que muchas veces se regocija,
humorísticamente, con los males o supuestos males de la pequeña circuns­
tancia de la existencia criolla.
Costumbrismo y tradición, emparentados históricamente de esta ma­
nera, son fuentes inexcusables de nuestra literatura de ficción, poniendo
de relieve, a su manera, un sentido venezolano de la vida, un aliento au­
tóctono en temas y problemas de explotación literaria que en su mayor
edad habrán de servir de elementos de creación para una calificada hueste
de narradores, crecidos en perspectiva y mensaje de trascendencia.
No está muy lejana, por eso, la relación éxistente entre esas dos mani­
festaciones y una real tendencia que va a caracterizar un poco más ade<-
lante la cuentística nacional, y a determinar también una singular in­
44

fluencia en el campo de la novela, como lo fue el criollismo, especie de for­


ma del nativismo en prosa que se afirma consistentemente por los alrede­
dores de 1910, con la primera novela de Urbaneja Achelpohl, “En este país”,
y que va a caracterizar decididamente la obra de los más consistentes ex­
ponentes de la narrativa nacional a comienzos de siglo.

Con acierto, apunta Arturo Uslar Pietri: “El criollismo había descu­
bierto ante los ojos engolosinados de sus secuaces la maravillosa veta vir­
gen de una novelística propia”. Pero esto sucede cuan-
La huella del do ya se han delineado los rasgos fundamentales de esa
Criollismo tendencia. Mientras tanto ella hace un vasto recorrido,
sufre un largo proceso de maduración, hace balance
y rectifica; en una palabra, enriquece sus contenidos elementales, al prin­
cipio groseramente presentados. Existe también, aunque aparezca sorpren­
dente, una calificada influencia modernista en los orígenes del criollismo.
Porque, en realidad, criollismo y modernismo no se excluyen. Hay una in­
sistente llamada a m irar con nuevos ojos la realidad nuestra. El mundo
venezolano atrae la atención del cuentista, del novelista, como tema de
compleja modulación, pero a la vez, de sustanciosa originalidad. Algo de
enamorada vigilancia, cuando no de áspera crítica, a veces con trazo de
desgarramiento, origina el examen directo de la vida criolla. Vida en su
doble aspecto de humanidad y geografía. Por eso, el criollismo no estuvo
muy alejado de la influencia realista, como tampoco de la naturalista fran­
cesa, que con Zolá a la cabeza fue rumbo decisivo para muchos escritores
venezolanos. En realidad el criollismo fue un cruce de factores, tendencias
y fermentos que logra, al final, una síntesis característica en nuestra lite­
ratura de ficción.
Algunos olvidados escritores de la época reflejan los momentos ini­
ciales del criollismo: Tomás Michelena (“Débora”, “Un Tesoro en Caracas”,
“Margarita Rubistein”, “La Hebrea”), José Gil Fortoul (“Julián”, “Idilio”
y “Pasiones”), Rafael Cabrera Míalo (“Mimí”) y Gonzalo Picón Febres
(“Flor”, “Fidelia”, “El Sargento Felipe”, “Ya es hora”).
Una etapa más avanzada está representada con la novela “Peonía”
(1890) de ¡Manuel Vicente Romero García (1865-1917), quien llega entre
tropiezos y aciertos a dejar plasmada una visión polémica de aquel mundo
venezolano, rural y contradictorio. Gente, costumbres y paisajes como
formas de expresión de la vida típica venezolana alcanzan rasgo esencial
de nativismo en esa obra.
El criollismo va a superar sus limitadas perspectivas iniciales y un so­
plo de madurez es perceptible más tarde en autores como Luis (Manuel Ur­
baneja Achelpohl (1873-1937), a quien hay que considerar, sin discusión,
entre las principales figuras de esa tendencia, sino el creador propiamente
dicho de la misma, como algunos críticos insinúan.
Sus obras, “En este país” (1910), “El tuerto Miguel” (1927) y “La Casa
45

de las cuatro pencas” (1937), novelas; pero sobre todo el conjunto de sus
cuentos, que no fueron pocos, extraen personajes y elementos de creación
de la propia vida circundante, de la inmediata realidad. Evidente el signo
ruralista en esas tentativas, pues el campo venezolano sirve de escenario
propicio para la mayoría de sus cuentos, y en ellos se entrecruza el factor
realista con el soplo poético.

La literatura venezolana propiamente definida como tal tiene escasa­


mente poco más de un siglo. Y en ella la narrativa se nos revela como obra
de significación reciente.
Comparación Quizás otros géneros, como la poesía y la historia,
y balance por ejemplo, tengan más visibles y objetivas sus leja-
de la narrativa nas raíces- En cambio, la novela y el cuento, son de
aparición tardía en Venezuela. Es sólo a finales del
siglo pasado cuando se anuncian, efectivamente, los primeros intentos
que habrían de constituir su arranque medular. Por eso, puede afirmarse,
sin temor a equivocación, que la narrativa venezolana se hace presente
y se afirma incuestionablemente, con vigor y autonomía, a comienzos de
este siglo. Los nombres primarios se pronuncian en las dos primeras dé­
cadas del siglo. Con ellos comparece el vigor novelístico, paralelo al es­
fuerzo cuentístico, ya enderezado con independencia y capacidad expre­
siva suficiente. El modernismo literario venezolano, que tuvo su impulso
genésico en la generación positivista que aparece en el país poco antes de
1895, fue una acción dirigida a los más valiosos órdenes creadores del es­
píritu venezolano, y entre ellos propicio el nacimiento y consolidación de
la prosa narrativa. Novela y cuento, sin embargo, tienen un antecedente
general, un poco vago y confuso, en las manifestaciones románticas de
nuestra literatura. Pero quizás es con ios costumbristas —Bolet Peraza,
Arístides Rojas, Febres Cordero, Tosta García, Sales Pérez y otros— con
los que se da el paso requerido para encauzar el cultivo, propiamente di­
cho, de la narrativa nacional, que va a hallar en el criollismo —fase pos­
terior de aquel movimiento y antecedente del modernismo en el desarrollo
novelístico— su justo medio de crecimiento y universalidad (1). Los ca­
racteres costumbristas, primero, y criollista, después, van a ser sustituidos
progresivamente en sus valores formales y de creación, por importantes
influencias extranjeras —francesas, principalmente, con el naturalismo,
por ejemplo— que contagian de búsqueda y contenido menos localista las
tentativas de la prosa narrativa, en la compleja formulación que le es
impuesta por la generación modernista al quehacer literario. Aunque este
propósito, naturalmente, no logra desalojar completamente los elemen­
tos y valores de nuestro nativismo, que entonces empieza a coexistir —y a

(1) Pastor Cortés. “Contribución al estudio del cuento moderno venezolano” — Cua­
dernos Literarios de la Asociación de Escritores Venezolanos, N9 50. Caracas, 1945.
46

enriquecerse en los contactos— con la tendencia universalista que apunta


en la prosa de ficción. Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, L. M.
Urbaneja Achelpohl, por ejemplo, están en la alborada de esa con­
fluencia múltiple. Blanco Fombona, por su parte, podría representar exac­
tamente el balance apasionado de esas dos corrientes que nos legó el
Modernismo.

El Modernismo tiene una doble función en la literatura venezolana.


En primer término, representa en el ámbito de la poesía una saludable
reacción contra el saldo romántico que entretenía, y
Impulso confundía, el quehacer lírico nacional, en lo más intras-
modernista cendente y en lo menos creador de lo que aún significaba
pálida vigencia de aquel extraordinario movimiento de
mediados de siglo. Si alguna manifestación ha de encontrarse en el pro­
ceso posterior de nuestras letras —y ello no significa ninguna novedad,
hasta el punto de que el mismo Darío se interrogaba “¿quién que es, no
es romántico?”— ha de cargársele a la cuenta estupenda del romanti­
cismo como forma espontánea de la naturaleza americana.
En cuanto a su aportación a la narrativa, evidentemente el Moder­
nismo es expresión de riqueza estilística, de una nueva sensibilidad frente
al fenómeno literario y de una actitud más humana ante la historia viva,
hasta el punto de llegar a constituir más tarde rumbo decisivo para las
manifestaciones del naturalismo y aun para servir de refuerzo expresivo
al mejor criollismo venezolano.
Por otra parte, el fervor y las influencias modernistas alcanzaron las
mejores voluntades y asumieron verdadera calidad de manifestación co­
lectiva desde finales del Siglo XIX hasta un poco más allá del año 1910,
fecha en que generalmente —con no poco de arbitrariedad siguiendo la
reiterada costumbre de poner límites cronológicos y señalar estadios al
proceso literario— se ha convenido en fijar la vigencia del modernismo ten
Venezuela.
1 Tanto es así que dos relevantes figuras de nuestra narrativa, como José
Rafael Pocaterra y Luis Urbaneja Achelpohl, surgieron de entre los restos
humeantes del modernismo, encontrando en aquella herencia gloriosa los
instrumentos de su acción creadora. Recio y combativo el primero, incon­
formista y ásperamente rebelado contra todo convencionalismo, sustan­
cioso y moderno, zafándose a golpes de lenguaje y temática del poderoso
cerco modernista, pero sin dejar de ser tributario del mismo; y el segundo,
más sereno, melancólico y equilibrado, mirando la realidad, entendiéndola,
y queriéndola, con ojos de deslumbrado o iniciado.
El modernismo comienza a definirse exactamente entre nosotros a
las alturas de 1890. Ya hemos anotado como prepara el terreno de su difu­
sión en el campo de las letras nacionales, ese extraordinario movimiento de
carácter científico que constituyó el positivismo, gracias a las enseñanzas
47

universitarias de Adolfo Ernest (1832-1899) y Rafael Villavicencio (1838-


1920), junto con otras ideas científicas, como el lamarckismo y el evolu­
cionismo. Esta realidad cultural se manifestó también en el plano de las
ideas estéticas. Y fue el modernismo un fruto de nuevo estilo, una nueva
actitud, insurgiendo contra los apagados ecos del romanticismo, remozan­
do las cansadas formas de las expresiones artísticas de la prosa y de la
poesía e intentando, al mismo tiempo, actualizar los contenidos reales que
delineaban el contorno vital de la sociedad venezolana de la época. No es
de extrañar que como novedad literaria y como movimiento que portaba
el sello de una hazaña característicamente americana, atrajera desde el
comienzo a los espíritus más sensibles de la juventud de entonces.
El Modernismo desborda, pues, los precarios límites del Siglo XIX y
abre una de las más ricas manifestaciones de la prosa y del verso venezo­
lanos. El nativismo en poesía y el criollismo en prosa, tienen algo que de­
berle a esa gran oleada que el verbo de Rubén Darío despertó en toda
América. Fue, de cierta manera, como hemos opinado precedentemente,
una tendencia que intentó expresar, dentro de los nuevos postulados, la
realidad nacional. Pero, también, se dio el caso de una distinta actitud
creadora que buscó en el puro goce estético la realización de las posibili­
dades del arte literario. Esas dos formas del modernismo, sensibilidad que
indaga en las cercanías vivas de la realidad o actitud que tiende a evadir
los planteamientos ásperos de la misma, se manifiestan sin aparente so­
lución de continuidad dentro de la experiencia modernista venezolana.

Una diversa legión de escritores nacionales, entre los cuales se hallan


novelistas, ensayistas e historiadores, hace acto de presencia en el campo
modernista a finales del Siglo XIX. Pedro Emilio Coll,
Los escritores Manuel Díaz Rodríguez, Pedro César Dominici, Luis
modernistas Manuel Urbaneja Achelpohl, Rufino Blanco Fombona,
Rafael Cabrera Malo, Eloy G. González y Santiago
Key Ayala, aparecen entonces capitanes de la briosa iniciativa. Y un es­
píritu de noble, pero atrabiliario carácter, se acoge fervorosamente a los
postulados del movimiento. Es Rufino Blanco Fombona; polígrafo, autor de
obra extensa y variada, vida de aventura y rebeldía, trashum ante viajero
por Europa, residente en Madrid, que “quiere imprimir al modernismo un
poderoso aliento primitivo y bárbaro”. Sus novelas “El Hombre de Hierro”
(1907), “El Hombre de Oro” (1915), sus variados ensayos sociológicos e his­
tóricos, y su poesía son una muestra valiosísima de ese rico período de las
letras nacionales.
Aún entrado el Siglo XX y removidas vitalmente las aguas literarias,
esa tendencia permanece y se proyecta con indudable fuerza, aunque, la
influencia realista o naturalista aliada a un cierto brote simbolista, susti­
tuye torrencialmente las pulidas formas y esencias en que pudo compla­
cerse la narrativa modernista.
48

Existe una franca y decidida disposición, fervorosa y apasionada in­


clusive, por acertar los elementos que tiplean la realidad anímica y el po­
tente, avasallador mundo natural del pais. Gallegos, Pocaterra, Rosales y
otros están en la línea de esa nueva disposición.
Entre los autores más calificados que todavía hablan con resuelta de­
cisión el lenguaje modernista, está Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927). A
Díaz Rodríguez se le tiene corno el exponente más caracterizado del mo­
dernismo entre nosotros, en cuanto a la prosa se refiere. Sus obras: “Sen­
saciones de viaje” (1895), “Confidencias de psiquis” (1897), “De mis ro­
merías” (1898), “Idolos Rotos” (1901), “Sangre Patricia” (1902), y algunas
obras dispersas, revelan aquella fina sensibilidad que, dentro de la mejor
calidad de un cuidado estilo, pasa con seguridad del ensayo al cuento y a
la novela, idealizando el contenido pastoril de la virgen naturaleza vene­
zolana: ruda, fresca, vital, llena de luz, cruzada por tipos y costumbres de
peculiar acento autóctono.

Otras tendencias extranjeras se entremezclan al fervor criollo. Nue­


vos contactos, nuevas lecturas, depuradas iniciativas, dan cabida, junto
a la primigenia influencia del naturalismo francés, a
Nuevas las fuertes manifestaciones de otras literaturas hasta
experiencias entonces desconocidas, o poco apreciadas. Los autores ru­
sos sobre todo van a señalar distinta fuente de enseñan­
za a cuya influencia difícilmente escaparán nuestros cuentistas y novelis­
tas de comienzos de siglo. Porque son los años que cabalgan en los límites
del 900 los más característicos para el vigoroso nacimiento de la narrativa
nacional.
A los anteriores sucede un cuadro de escritores, cuyo máximo re ­
presentante es, sin duda, Rómulo Gallegos. El vigor de nuestra novelística
arranca, precisamente, de allí: Una acción que, en conjunto, se desarrolla
en el lapso que abarca las dos primeras décadas del siglo. Atrás quedaban
los pronunciamientos más o menos felices, más o menos acertados, y se
abría un amplio camino para el desarrollo y madurez del género. Gallegos
condensa brillantemente los valores vernáculos —hermosa herencia del
nativismo en su mejor expresión— y los alcances que m arcan las apeten­
cias por un arte literario más ambicioso y universal. José Rafael Pocate­
rra, anunciado bajo el signo del naturalismo francés, apuntará, a su vez,
hacia una recia manifestación narrativa que va a hallar en los ambientes
y personajes de extracción urbana los mejores motivos para la obra de
ficción. Julio Garmendia, cuentista de máxima calidad, es otra expresión,
equilibrada, ya, de esa madura tendencia de la prosa narrativa en Vene­
zuela. Lo mismo a su tiempo, Ramón Díaz Sánchez, que, cronológica­
mente pertenece a la generación del 18, aunque sus publicaciones aparez­
can tardíamente.
A partir de entonces y con intervalos que pueden medirse, un poco
49

arbitrariamente, de diez en diez años, se consolida el brillante porvenir


de la novela y el cuento venezolanos, con una variada gama de obras, ten­
dencias y autores que confieren a nuestro país un sólido prestigio lite­
rario. Teresa de la Parra, en quien la prosa adquiere matices de intimidad
coloquial, limpia y tierna mano femenina que se suelta a contar cosas te ­
ñidas por delicioso encanto criollo, sin limitar por eso las razones de un
lenguaje universal; Antonio Arráiz, que irrumpe con violento estilo cargado
de zumos terrenales, pletórico de audacia, dramático en el rasgo humano
y torrencial como fuerza tropical que busca cauce, están, cada uno en su
sitio, entre quienes inician, en cierta forma, estos nuevos períodos. Por la
misma época, poco más o menos, se hace presente un grupo de cuentistas
que en distintas direcciones rinde aporte valioso al desarrollo de la n arra­
tiva nacional: ¡Leoncio Martínez, “Leo”, con sus agudos e ingeniosos rela­
tos que buscan un peculiar equilibrio entre el crudo naturalismo, sarcás­
tico e irónico, y el suave lirismo humorístico; Ramón Hurtado, sensibilidad
extraordinaria que supo expresarse a través de un lenguaje rico, fluido y
armonioso; Julio Garmendia, maestro en el buen narrar, parco en la obra,
pero diestro en la eficacia del relato; Enrique Bernardo Núñez, en tenta­
tiva de extraer del filón histórico el buen material noveladle; y Joaquín
González Eiris, Vicente Fuentes, Casto Fulgencio López, Blas Millán, An­
tonio Reyes, Jesús Enrique Lossada, Manuel Pereira Machado, Pablo Do­
mínguez, Pedro Sotillo, Valmore Rodríguez, Gabriel Bracho Montiel, Julio
Ramos, en colectivo esfuerzo de generación.

Por las cercanías del año 30 y coincidente con la aparición entre no­
sotros del “vanguardismo” (1) se anuncia, también, una promoción que
tiene en el cuento su principal medio de expresión.
La promoción Arturo Uslar Pietri, Julián Padrón, Guillermo Méne-
de la ses, Miguel Otero Silva, Carlos Eduardo Frías, José
“vanguardia” Salazar Domínguez, Lucila Palacios, Felipe Massiani,
Alejandro García Maldonado, Nelson Himiob, Arturo
Croce, José Fabbiani Ruiz, Juan Pablo Sojo, Raúl Valera, Eduardo Arcila
Farías, y también Arturo Briceño, Gonzalo Patrizi, Julio Ramos, Ada Pérez
Guevara, Trina Larralde, Antonio Simón Calcaño, Angel Mancera Galletti,
Manuel Rodríguez Cárdenas, Graciela Calcaño, Antonia Palacios, entre
otros, aparecen por entonces, dentro de una diversa actividad que señala
la agitación literaria, política y humana de la llamada generación del 28.
Estos escritores cultivarán variados géneros —poesía, cuento, ensayo, e
inclusive periodismo— y estarán al lado de otros intelectuales que escoge­
rán, decididamente, el camino de la acción política.
Mariano Picón Salas, ensayista de extraordinaria significación para

(1) Ver “Vanguardismo y surrealismo” en el Capítulo “Trayectoria de la Poesía venezolana” .


50

Jas letras nacionales, novelista y cuentista, y Ramón Díaz Sánchez, quien


después de deambular por el centro y occidente de la República, en los
más insólitos quehaceres retorna a Caracas para dedicarse a una con­
sistente labor literaria, principalmente en el campo de la narrativa, se in­
corporan con toda propiedad al nuevo y combatiente grupo del 28.
A partir de 1936 y hasta nuestros días, nuevas promociones robuste­
cen las filas de los narradores venezolanos. Ellas aseguran la creciente pers­
pectiva de un género que cuenta con abundante y rica tradición, con la
característica de que en los nuevos autores predomina el ejercicio cuentís-
tico, por encima del interés novelístico.

La narrativa venezolana de estos últimos años busca, necesariamente,


otra expresión y se acoge a una serie de experiencias, las más disímiles, a
veces contrastantes; todo lo cual consigna la riqueza de
Las Últimas un esfuerzo que ha roto ya con los estrechos intereses
tentativas localistas, tratando de incorporarse válidamente —y con­
siguiéndolo— a tendencias más actuales, sin perder de
vista la gran herencia que han aportado a nuestra literatura de ficción
los autores del pasado y sin traicionar, asimismo, el ámbito natural de sus
obras que es el escenario venezolano de esta época, con su compleja rea­
lidad humana, social, cultural, económica y política. Nombres como los de
Gustavo Díaz Solís, Antonio Márquez Salas, Humberto Rivas Mijares, Al­
fredo Armas Alfonzo, Oscar Guaramato, Pedro Berroeta, Rafael Calderón,
Horacio Cárdenas Becerra, Roger Hernández, Francisco Andrade Alvarez,
José Salazar Meneses, Mireya Guevara, Lourdes Morales, Dinorah Ramos,
Blanca Rosa López, Eliezer Sánchez Gamboa, César Humberto Soto, Ma­
nuel Trujillo, Héctor Mujica, Oswaldo Trejo, Ramón González Paredes,
Carlos Dorante, Antonio Stempel París, Andrés Mariño Palacio, Adriano
González León, Héctor Malavé Mata, se insertan en esa lista todavía en
proceso de gestación y madurez en cuanto a la obra definitiva; pero entre
los cuales hay quienes han afirmado brillantes trayectorias individuales que
aseguran la continuidad de una tradición hermosa y fecunda. Un dato cu­
rioso sí es necesario destacar para los últimos tiempos: mientras crece el
índice de la producción cuentística, baia sensiblemente el número de las no­
velas, de las buenas novelas. En un lapso aproximado de 25 años son escasos
los volúmenes de verdadera calidad que pueden ser recordados. Apenas,
Julián Padrón, muerto en plena capacidad creadora, Miguel Otero Silva,
que ha vuelto al ejercicio de su vocación con dos novelas de gran aliento
poético, “Casas Muertas” y “Oficina N<? 1”; Gloria Stolk, fina mano de mu­
jer que retoma la tradición de Teresa de la Parra, y que con su obra
“Amargo el fondo” conquista el premio Arístides Rojas; Pedro Berroeta
con su novela “El Conde Luna”, Arturo Croce, con “Los Diablos Danzantes”,
Guillermo Meneses con “El Cuaderno de Narciso Espejo”, y “La Misa de
Arlequín”; Ramón Díaz Sánchez, con dos novelas, “Cumboto” y “Casandra”;
51

Lucila Palacios, con “Tiempo de Siega” ; Alejandro Lasser y Angel Man­


ceba Galletti han dado señales de estar en propicia y vigilante actividad
creadora. Estos últimos han publicado sendas novelas de estimables ca­
racterísticas, como son “La muchacha de los Cerros” y “El Rancho 114”.
Más recientemente jóvenes autores señalan el renacimiento del gé­
nero, como es el caso de Mireya Guevara, con “La Cuerda Floja”; ÍEnrique
Muñoz Rueda, que empeñosamente ha volcado su voluntad en el tra ta ­
miento de cierta categoría de novela urbana; y Salvador Garmendia, el
más joven de todos, que con su breve novela “Los pequeños Seres” ha
puesto de relieve las características de una obra novelística que se desen­
tiende totalmente de las señales regionales del género, para avanzar, exi­
tosamente, por los rumbos de una más moderna y audaz creación. Dentro
de la misma orientación deben incluirse dos obras aparecidas este año:
“Los Habituados”, de Antonio Stempel París; “El Camino de las Esca­
leras”, de Rafael Di Prisco, y “También los hombres son ciudades”, de
Oswaldo Trejo.

La novela en Venezuela
Las coordenadas cronológicas de la novela contemporánea venezo­
lana se empiezan a definir plenamente con la obra de los modernistas.
Ya hemos afirmado que el impulso inicial de la narrativa
Proceso está en el positivismo y que es el modernismo el movimien-
y síntesis to Que marca el Vigoroso nacimiento de la novela y del
cuento venezolanos. Entre los primeros cultivadores de la
novela están Eduardo Blanco, con “Zárate”, Manuel Vicente Romero Gar­
cía, con “Peonía”, Miguel Eduardo Pardo con “Todo un Pueblo” y Gonzalo
Picón Febres, con “El Sargento Felipe”. Luis Manuel Urbaneja Achelpohl,
modernista dentro de la expresión nacional del criollismo, adviene un poco
más tarde, y Manuel Díaz Rodríguez, en los límites precisos de los dos
siglos, entrega el testimonio de su obra novelística, netamente encua­
drada en los moldes del modernismo.
Posteriores a éstos y señalando ya reacción saludable, casi agresiva y
violenta, insurge la generación post-modernista, que va a tener en José Ra­
fael Pocaterra un característico personaje, de rudo estilo, anti-estilista,
casi bárbaro en la expresión, dueño de una prosa llena y vital, pero sin
disciplina estudiadamente formal. Pocaterra, novelista de las ciudades, va
a lo real, al dram a individual o colectivo, a la presencia del hombre vivo,
queriendo captar, en su más genuino latido, el espíritu del pueblo venezo­
lano. Es novelista de la vida en primer término; narrador en segundo lu­
gar; descarnado en sus trazos de urgencia literaria, con gran fuerza des­
criptiva de ambientes y personajes, todo oliendo a verdadera estirpe hu­
52

mana. Hiriente, irónico o cáustico, pero lúcido; abanderado de una expre­


sión que había descubierto en los maestros franceses, Pocaterra echa abajo
las gráciles esencias del estilo modernista para complacerse en las crudas
excelencias de un lenguaje pleno de vitalidad y realismo.
Distinta al anterior en el tono, en la expresión y en los temas, es Te­
resa de la Parra (1898-1936), en quien alcanza la novelística nacional un
suave tono de confidencia, de relato íntimo, de tibia reminiscencia de las
cosas, lugares, gentes y sucesos de una vida criolla, limpiamente provin­
ciana. Sin desdeñar la objetividad de su mundo, se recrea, con morosa
delectación, en un lenguaje evocador ceñido a un cálido sentimiento de
femenina inspiración.
Como la define Mariano Picón Salas, situándola ajustadamente en la
historia de nuestra novela, es post-modernista, pero menos arrebatada, y
un poco distante naturalmente, de los excesos propios del temperamento
de Pocaterra. Sus novelas “Ifigenia” (Diario de una señorita que escribió
porque se fastidiaba) y “Memorias de Mamá Blanca”, se cuentan entre
las expresiones perdurables de la novela nacional.
Rómulo Gallegos realiza una especie de síntesis, no sólo de las dos ma­
nifestaciones anteriormente anotadas (Pocaterra y Teresa de la Parra) si­
no de toda la vasta producción que le antecede. Es el ordenador de los
más variados y complejos elementos de la novelística nacional. A su obra
dedicamos, por lo que tiene de excepcional y valedera, un capítulo aparte
en este “panorama”.

Ensayistas de nuestra novelística señalan con cierta persistencia de


tesis lo que se ha dado en denominar el pesimismo de nuestras obras de
ficción, precisando al mismo tiempo su clara identifica-
Pesimismo ción en este punto con el más vasto proceso del género
y ficción en Hispanoamérica.
Quizás este juicio pudiera servir para identificar una
buena parte de la producción narrativa nacional, confinados sus autores
en el cuadro de un conformismo que dependía de un criterio determinista
que nos dejaron las influencias de la sociología positivista predicada en
nuestro país con notable retardo, pero con bastante aceptación y entusias­
mo en los años finiseculares. Con todo es de advertir que desde el comienzo
de nuestra novelística están planteados categóricos problemas de la socie­
dad venezolana. Y que aún la realidad misma penetra con fuerza arrolla­
dora a poner en la balanza de los personajes la decisión inapelable de la
barbarie y del desbordamiento de las fuerzas naturales, en contra del po­
der reflexivo del espíritu o de las posibilidades creadoras de la civilización.
O sea: el eterno binomio de la realidad americana transplantado directa­
mente al plano de la ficción narrativa, con brillo y esplendor inusitados.
Nuestra novela, al principio, lógicamente dependiente de una influen­
cia romántica indudable, va pronto a interesarse por los asuntos que de­
53

finen los contornos objetivos de la vida criolla. Contornos de un mundo


todavía en formación histórica, social y cultural. En primer lugar el tema
de la tierra absorberá la atención de los narradores y hacia ella se volca­
rán, intensamente, en un primer momento, todas las inquietudes de la
creación.
Este ímpetu inicial no se habrá de perder nunca y las mejores expre­
siones contemporáneas de la novelística venezolana pagarán tributo fe­
cundo a esa temática fundamental.
“Peonía” es la primera novela venezolana que plantea decididamente,
el drama de la realidad venezolana. Con acusado esfuerzo crítico, su autor
Romero García nos traza el perfil y los rasgos mayores, no exentos de vigor
y belleza, del cuadro de aquella Venezuela rural y campesina de mediados
de siglo, en que el atraso, la desolación y la ruina hacían resaltar los sig­
nos de una tragedia nacional que parecía no tener remedio, azotado el país
por la inestabilidad política, las continuas guerras civiles y la abulia de
una población abandonada a su suerte. Así la miraba el novelista. Por lo
que el cuadro en que se desenvuelve su obra es desolador, gris, asfixiante,
palpitante de drama colectivo.
Las negras tintas en que el novelista se complace revelan con claridad
el fondo pesimista que mueve su mano creadora. Ello no obsta para que la
tierra, el paisaje, asome una que otra vez, con rasgos brillantes en su prosa.
Pero no va a ser sólo Romero García el que pondrá su pasión y su crí­
tica en el examen de la sociedad venezolana. Otro autor posterior Miguel
Eduardo Pardo, escribirá asimismo una novela, “Todo un pueblo” (1899),
donde la expresión pesimista alcanzará tonos más patéticos. Si la de Ro­
mero García fue novela rural, ésta lo es de la ciudad. Caracas pasa, como
un “film” por entre las manos del novelista. Y hay hasta una especie de en­
sañamiento en insistir sobre las lacras urbanas. Da la impresión de que
no existe salida ante los males de la ciudad. Y el tono pesimista se insinúa,
agresiva y sordamente, contra toda posibilidad de redención del conglo­
merado venezolano, tipificado por el autor en una Caracas caracterizada
por los límites todavía un tanto melancólicamente provincianos que nos de­
jara la herencia colonial, no desaparecida del todo a pesar de los violentos
años transcurridos.
Un poco más tarde, ya en plena revelación del modernismo literario,
uno de nuestros espíritus más cultos y sensibles, Manuel Díaz Rodríguez, va
a escribir otra novela también impregnada del tono amargo del pesimismo,
“Idolos Rotos”. Pero ahora el planteamiento diverge en cierta forma del
crudo tratam iento dado al tema por los autores anteriores. Y en última ins­
tancia, imposibilitado el protagonista para resolver los males de la socie­
dad dentro de la que se mueve y a la que se enfrenta, habrá de recurrir a la
nada edificante solución que le presta la evasión del medio. Típica respuesta
literaria del modernismo a los problemas de la realidad. Sin embargo, esta
obra de Manuel Díaz Rodríguez significa, indudablemente, un extraordi­
54

nario paso de avance, en todo sentido, frente a la obra de sus predecesores.


No sólo por cuanto sustituye la pasión y el odio de aquéllos por un sentido
creador de la literatura, sino porque da entrada, saludablemente, a un es­
fuerzo de interpretación de la realidad; aunque al final de la novela el pro­
tagonista se fugue, imposibilitado de combatir las huestes bárbaras que do­
minan la República, a las que poco puede oponer una sensibilidad enfer­
miza y refinada, culta y trágica como la suya.
Otra novela de Díaz Rodríguez, “Sangre Patricia” (1902) va a insistir
melancólicamente en los términos pesimistas de su obra anterior. En ella
se revelan, igualmente, las mismas pretensiones literarias de este gran es­
critor venezolano, tan cuidadoso del lenguaje, de la forma y la sintaxis,
como todo buen modernista. Aquí también la evasión del héroe novelístico
será la respuesta a los grandes males sociales del país.
Pero en quien culmina con descarnado lenguaje y áspera manifestación
esa temática de definitivo corte pesimista, es con José Rafael Pocaterra:
vigoroso escritor venezolano que aparece allá por los años de 1910 a 1912.
Pocaterra va a enfrentar decididamente la realidad nacional con un coraje
y ardor hasta entonces poco conocidos en nuestros novelistas de comienzos
de siglo. Su obra tratará de reflejar el medio urbano, fundamentalmente,
a diferencia de la mayoría de los autores que entonces —y todavía— bus­
can sus temas en el vasto y desolado escenario de nuestros campos, selvas
o montañas. Formado en la influencia naturalista europea, francesa fun­
damentalmente, Pocaterra irá a desnudar las verdades de nuestra realidad
social, con valentía y con decisión. La suya será, en tal sentido, una obra de
redención por medio de la denuncia. No serán novelas del todo pesimistas,
porque en el fondo del testimonio que envuelven aletea, cierta, la esperanza
de la transformación, del cambio.
Novelas realistas, crudas, violentas, pero hermosamente verdaderas, son
“Vidas Oscuras”, “Tierras del Sol Amada”, “Política Feminista”.
En Rómulo Gallegos, autor en quien culmina la novelística venezolana
de este siglo, vamos a encontrar también esta oposición sistemática entre
el medio y el hombre venezolano. Pero Gallegos va a agregar a las anterio­
res tentativas un resuelto mensaje de venezolanidad, en la medida en que
plantea la posibilidad de conquista de la vasta tierra venezolana por parte
de sus protagonistas. Habrá en todos ellos un deseo ardiente de lucha, de
brega natural y limpia, en procura de la victoria sobre la naturaleza, o so­
bre el medio social indeseable. Gallegos es, en el fondo, un inconformista,
y sus obras, en general, representan una bandera de protesta contra todo
lo que ahoga las posibilidades del futuro nacional.
Esa actitud es persistente y reveladora en alto grado. Frente al com­
plejo mundo venezolano —geográfico y humano, principalmente— los no­
velistas han optado por plantearse los problemas de la realidad como una
oposición ele contrastes. Contrastes que en el fondo no tienden a resolver
lo planteado, sino a dejarlo allí como testimonio, sin tomar partido en la
55

mayoría de los casos por las soluciones más o menos convenientes. La opo­
sición entre barbarie y civilización, correspondiente por otra parte a todo
un largo proceso hispanoamericano, no ha dejado nunca de tener vigencia
en la novelística venezolana, y ya se vislumbra, con rasgos indelebles, en
la discutida “Peonía” de Romero García, según hemos apuntado antes. Igual
sucede con el contraste que se ha pretendido establecer entre ciudad y
campo, también como una proyección de aquel tema principal establecido
entre la barbarie y la cultura.
Con mayor o menor nitidez esos contrastes singulares, identificados cier­
tamente con una problemática nacional que no se traiciona, han estado
presentes a lo largo de un novelar que lleva más de medio siglo. Sin em­
bargo, justo es reconocer que en nuestros días y animado el campo de la
narrativa venezolana con sangre nueva, cargada de consignas y plantea­
mientos que buscan otros derroteros, aquella persistencia temática tiende
a diluirse entre los requerimientos y urgencias de un tiempo vitalmente in­
corporado, por las condiciones históricas y culturales por que atraviesa
el país, a necesidades de expresión más ambiciosa, que sin desdecir del
ámbito espacial de la obra, conmuévense por singulares problemas del hom­
bre de esta época, que ha dejado de ser hombre regional, limitado y mos­
trenco, para ser hombre de más vasta latitud, reclamado por universales
apetencias.

Hemos dicho al comienzo de este Capítulo que la narrativa es género


de aparecimiento tardío en la historia de la literatura venezolana. Y de ella,
la novelística se forma y consolida propiamente en
La obra de el transcurso de los primeros veinticinco años de
Rómulo Gallegos este siSÍo. La narrativa es, pues, entre nosotros, una
expresión literaria contemporánea. Sin embargo,
ha sido obra de paciente quehacer colectivo, en la que se han manifestado
distintas y valiosas generaciones de las letras nacionales. Todo un proceso
de preparación, de búsquedas, de tentativas en el cuento, el relato, la no­
vela, la crónica o la estampa descriptiva, abonan el camino del ambicioso
género en el agitado mundo venezolano del siglo pasado. No es posible
desligar las manifestaciones literarias, como ningún otro fenómeno de la
cultura o de la sociedad, de sus necesarios y lógicos antecedentes. Y en la
narrativa, igual que en toda obra del intelecto, hay en Venezuela una tra ­
dición. Aun cuando pueda suceder, como en el caso de Gallegos —y pre­
cisamente por eso— que sus extraordinarias facultades creadoras hayan
podido superar con mucho a sus antecesores, fijar un rumbo al arte na­
cional de novelar y establecer, como culminación de un proceso estricta­
mente personal, una obra que todavía busca continuadores.
Esa tradición a que aludimos está constituida por un conjunto de par­
ticulares manifestaciones, muchas de ellas apenas esbozadas o incumplidas,
limitadas o tardías, pero que, en general, en su realidad integral, represen­
56

tan puntos de apoyo para el crecimiento del cuento y la novela en Vene­


zuela. Precedentes en este sentido se encuentran en el costumbrismo, prime­
ro, y en el criollismo, más tarde, expresiones ambas que confluyen hacia
una misma caracterización de estilo, temática y realidad de expresión
literaria. Lo que en el fondo representa, igualmente, una tradición ameri­
cana, por ser idéntico y repetido el proceso que se sigue en todas partes.
El mismo modernismo, de donde Gallegos va a tomar formación y aliento,
se integra, creadoramente, al quehacer de la narrativa venezolana que
aparece del año 20 en adelante. Y toda una serie de obras del pasado, que
se clasifican por su índole genuinamente nacional, aportan diversos ma­
teriales, ya en cuanto a la forma en sí, ora en lo referente a ciertos atis­
bos temáticos, para lo que va a ser el gran caudal galleguiano en la novela.
Gallegos llega a poner orden en toda esa vital y pujante materia —caótica
en su mayor parte— y a imponer un estilo y un destino al arte de la ficción
venezolana, En esto reside, precisamente, su magnífico y extraordinario
aporte a la literatura patria, que señala, al mismo tiempo, su incorporación
a la gran corriente novelística hispanoamericana y universal.
De esta manera puede estimarse que la novela propiamente contemporá­
nea, esto es, aquella que aparece inserta en los grandes pronunciamientos
de la problemática universal del género en estos tiempos, tiene realización
entre nosotros a partir de la labor que desarrollan los novelistas que apare­
cen después de la que pudiera considerarse la etapa modernista de la lite­
ratura nacional. Es, claro está, una posición nueva, distinta en muchos as­
pectos, contrapuesta en otros a los modos y realizaciones de la generación
anterior: una actitud beligerante, decidida y empeñosamente liquidadora
de las formas establecidas por los autores integrados en el cuadro mo­
dernista. Pocaterra y Teresa de la Parra están en el camino de la nueva as­
piración según hemos dicho. Pero es Gallegos, en definitiva, quien va a fijar
con caracteres determinantes las posibilidades del nuevo estilo, porque a
las aportaciones de los autores mencionados —la cruda y cáustica visión
social de Pocaterra, con ardor de naturalista empecinado, y el tamiz psico­
lógico, con tibieza de intimidad, que descubre la autora de “Ifigenia”—,
Gallegos agrega una desbordante pasión de contornos humanos, de arraigo
elemental, primario, sobre la realidad, que lo coloca en el centro de un vasto
campo de autenticidad nacional, lindante con la épica.

Ciertamente, desde el primer momento, la preocupación fundamental


de Gallegos, que ha buceado en las tentativas febriles de la narrativa fini­
secular, que tiene conciencia de lo que significa la
La preocupación revelación del espíritu americano en la novela y de
fundamental la necesidád de incorporarle a las expresiones uni­
versales del género, pero con sentido y proyección
originales, propias, se contrae directamente a la creación de una literatura
de genuino y palpitante carácter nacional, tanto por los temas como por su
57

verificación expresiva. Va a estar por eso, en cuanto al estilo, en contra del


gusto preciosista que distingue al esfuerzo de la prosa modernista, apo­
yada en la artificiosidad y el exotismo; aunque, necesariamente, forjado
intelectual y espiritualmente en las últimas manifestaciones de la tendencia
modernista en el país, será mucho lo que aprovechará de este movimiento
en la realización de su obra, particularmente en la tarea de redondear un
estilo vigoroso, llano, sustancioso, que tiene en la plasticidad de la imagen
y en la fuerza poética del lenguaje sus más singulares apoyos.
Otro aspecto, virtualmente concordante con el anterior, pero que ex­
presa el sentido mismo de la creación galleguiana, es la actitud resuelta­
mente dirigida al planteamiento de los problemas reales del país, como
materia esencial del mensaje novelístico. El bienestar social de la patria
—como escribe Lowel Dunham— es una constante en toda la narrativa
galleguiana. Inclusive aparece en sus trabajos ensayísticos que señalan,
desde el principio, cuál habrá de ser la orientación general de su obra
posterior.
Esta distinta necesidad de expresión experimentada por Gallegos
frente a la tradición novelística nacional más inmediatamente cercana a
su generación, y su interés fundamental por hacer de los problemas ver­
náculos una fuente directa y concreta del quehacer narrativo, van a cons­
tituir desde entonces el basamento firme de toda su creación. Desde sus
primeros cuentos están presentes esos dos rumbos precisos de la labor inte­
lectual. Y ellos son, al fin de cuentas, los elementos más pronunciados y
característicos para individualizar la originalidad del ilustre novelista
venezolano.

Es así como a partir de 1909, con el grupo literario de “La Alborada”


que contaba en su seno la intención aglutinadora del propio Gallegos, Julio
Planchart, Enrique Soublette, Julio H. Rossales y Salus-
“La tio González, pero particularmente a partir de 1920, cuan-
Alborada” do se publica el primer libro de Gallegos, comienza un
nuevo ciclo de la novela venezolana. No es ningún azar
que coincida esta transformación del ámbito novelístico con la que se
anuncia por los mismos años en el campo de la poesía venezolana. La lla­
mada generación del 18, también intenta una revisión sustancial de la
lírica nacional por esa época.
Las actividades literarias del grupo de “La Alborada” dan empuje vi­
goroso a la propuesta labor de revisión que empeña a sus integrantes. La
reacción coincide en todos sus aspectos contra aquella escuela novelística
que se basaba fundamentalmente en los valores de la forma, y que antes
de mirar la esencia verdadera de la nacionalidad tendían sus miradas hacia
más atrayentes mensajes foráneos.
Es, pues, este grupo una campanada de alerta, una irrupción vital para
los desguarnecidos cuadros de la ficción vernácula. Los primeros cuentos
58

de Gallegos, para esa época, anuncian la prosa castiza y llena, el vigor y la


intención transformadora de una labor, que habrá de culminar, años más
tarde, en el ciclo fundamental de sus novelas.
Todo lo anterior al año 20, es decir, una década aproximadamente, está
dedicada por el autor a una especie de afanosa y fecunda búsqueda para
la fijación de sus posibilidades creadoras. El cuento y el teatro le prestan
los instrumentos necesarios para esta pasantía intelectual, que vigoriza su
acción y precisa los contornos futuros de su etapa novelística. Pero ya, des­
de el comienzo, están definidos los elementos, los valores, el alcance temá­
tico y la fuerza narrativa, que forman la estructura de la expresión galle­
guiana. No hay sino que poner todo eso al servicio de la idea fundamental
que anima la ambiciosa tarea creadora. Y esto es lo que va a concretarse
en las novelas posteriores, luego de publicada “El Ultimo Solar”.

“La Trepadora”, su segunda novela, apunta hacia un ámbito mayor,


realizada bajo el mandato de una especie de confrontación realista de un
singular problema del alma americana, como evidencia
Síntesis de psicológica del complejo mestizo, aun cuando todos los
Un quehacer elementos de la construcción literaria respondan a un
designio fundamentalmente criollo, pleno de identidad
típica con nuestras costumbres, nuestro medio y nuestra tierra. Con este
libro, Gallegos penetra con seguridad y pasión absorbente en una temá­
tica, reciamente expresada, que va a culminar, precisamente, en su obra
más difundida, “Doña Bárbara”, por extensión su novela de carácter más
genuinamente americana y que colocó, sin disputas, el nombre de Gallegos
entre el de los autores más calificados de habla española en nuestro siglo.
El novelista integral que había en Gallegos, se revelaba así con todo
el poder creador y el vigor de sus caracteres. Sus obras posteriores —par­
ticularmente “Cantaclaro” y “Canaima”— no hicieron otra cosa que acre­
centar el prestigio indisputable del novelista venezolano y acusar los con­
tornos precisos de la tarea propuesta.
El hombre y la naturaleza, es decir el “ser” trascendente del país, están
manifiestamente expuestos en estos libros.
Pero Gallegos no se contenta con esa única parcela de la creación,
y dirige su mirada hacia otros rumbos, igualmente sustanciales, como la
problemática social, propiamente dicha, característica de nuestro pueblo.
“Pobre Negro” y “El Forastero”, que siguen en orden de publicación a las
novelas anotadas, están colocadas bajo este signo indagador de la realidad
venezolana. “Sobre la misma Tierra”, más densa, más completa desde el
punto de vista novelístico, redondea vigorosamente esta última tentativa
galleguiana.
Su más reciente novela, por otra parte “La Brizna de paja en el viento”
y la inédita que anuncia, “La brasa en el pico del cuervo”, aun cuandoi per­
manecen dentro de la tradición ya conocida y característica del autor, se
59

evaden en cierta forma de su típico escenario y de su referencia concreta


ai hombre y a la naturaleza venezolana; pero confirman, distintamente,
las condiciones y elementos americanos que siempre han estado presentes
en todos sus libros. La primera entra de lleno, con vigorosa penetración en
el problema político de Cuba, antes de la revolución que echó por tierra la
dictadura batistiana. La segunda anuncia el tratam iento de la cuestión
mexicana, desde el punto de vista de su revolución agraria. Son, como
puede verse, facetas congruentes de su novelística anterior, en donde es
visible también el esfuerzo por aislar los elementos que tipifican la rea­
lidad americana en toda su compleja manifestación. Esto, en última ins­
tancia, no viene sino a confirmar el carácter eminentemente americano
de la obra galleguiana.
¿Qué queda después de esta sumaria revisión de las novelas del maestro
indiscutible? Una afirmación primordial: su obra es obra americana por
excelencia; el ámbito de su quehacer literario, fecundo y responsable,
trasciende efectivamente las fronteras patrias y es la más universal de
nuestras contribuciones a la literatura de América. Y una segunda afirm a­
ción, ésta ya en el plano propiamente nacional: con la obra de Gallegos
se hace efectiva una de las etapas más vigorosas de la novela venezolana,
y frente al examen de las novelas aparecidas en los últimos 30 años, ha de
expresarse, sin equívocos posibles, que aún no ha sido superada.

El Cuento
En el cuento se manifiestan las mismas características, e iguales
orígenes e influencias presentes en el proceso de la novelística. Dos revistas,
“El Cojo Ilustrado” y “Cosmópolis”, están en los comien-
Los nombres zos de la cuentística nacional, por cuanto aglutinan a
del comienzo su alrededor, dentro del auge modernista de la literatu­
ra venezolana de la época, a quienes serían, propiamente,
los iniciadores del cuento venezolano. Variadas son las tendencias en los
primeros tiempos del cuento nacional, como diversas fueron las influencias
sufridas. Urbaneja Achelpohl, es el representante del criollismo o nativis-
mo; Manuel Díaz Rodríguez, el fino estilista, el esteta por excelencia; Pedro
Emilio Coll, contemplativo y cáustico, el riente descriptor de realidades
y ficciones y captador de finas esencias sentimentales; Rufino Blanco
Fombona, viril y vital, intenta erigir en máxima, adelantándose un poco
al realismo posterior, la necesidad de expresar el mundo rudo y primitivo
de la patria.
Rómulo Gallegos y sus compañeros de generación intentan un nuevo
rumbo. Una revista, “La Alborada”, les sirve de respaldo para sus pronun­
ciamientos estéticos. Allí se encuentran junto a Gallegos, Julio Horacio
Rosales, Henrique Soublette, Salustio González. Todos ellos intentan y
60

realizan el cuento con verdadero sentido de creación. Sin embargo, los ver­
daderos cuentistas allí son Gallegos y Rosales. Gallegos se inicia como
cuentista; luego, pleno de sus razones creadoras más estimables invadirá
con seguridad y tino, el campo de la novela.
Junto a la gente de “Alborada” hay que colocar con igual sentido de opo­
sición al modernismo insustancial, la recia figura de José Rafael Pocaterra,
cuya obra cuenta con indudables aciertos también en el género, al cual dedicó
muy buena parte de su torrencial acción creadora.
Otros, menos destacados —y en distinto plano que los anteriores— son
Carlos Paz García, de notable figuración en su tiempo y a quien ha de
considerársele como modernista algo tardío que no supo reaccionar a tiem­
po contra los excesos formales de esa tendencia, complaciéndose en cul­
tivarlos a través de una prosa excesivamente barroca por lo repujada;
Alejandro Fernández García (1879-1939), tributario también del moder­
nismo y autor de gran prestigio en su época, alambicado y preciosista en
la expresión descriptiva, cuyas obras (“Oro de Alquimia” y “Bucares en
Flor”) son modelos de aquel gusto de la prosa recargada de afeites y me­
táforas que puso más el acento narrativo en la forma del cuento que en
el tratam iento de los personajes o en el cuadro vital de la tram a; y Leoncio
Martínez, humorista, periodista, caricaturista y bohemio, hombre pene­
trado de un sentido realista del cuento, que junto a la notable obra de
prensa realizada en un semanario lleno de gracia criolla y de picardía
política, como “Fantoches”, tiempo tuvo para cumplir su labor cuentísti-
ca, dentro de un naturalismo no muy bien logrado, pero sano en la intención.
Después del año 20 y siguiendo el vigoroso empuje impreso en el campo
de la poesía por la “Generación del 18”, el cuento se abre a una más
compleja perspectiva. El realismo se ve robustecido con el contenido social
de las nuevas tendencias y sin desdeñar por completo la esencia perdurable
del criollismo, un nuevo estilo busca imponerse, emplazados los autores por
distinto espíritu que nacía del cruce de una diversidad de influencias, en
las que son evidentes las señales de la novela rusa y de otros países orien­
tales.

Aunque la del 18 fue fundamentalmente una generación de poetas,


tuvo también, proyección en el campo de la cuentística. Sus mismos inte­
grantes pasaron, con algún acierto, de la poesía al
La generación cuento, como Andrés Eloy Blanco, y Pedro Sotillo; y
del 18 otros escritores, no poetas, bien pueden asimilarse, en
en el cuento este, caso al grupo, atendiendo a razones cronológicas
y a la época en que inician su producción. Tal el caso
de Julio Garmendia, Jesús Enrique Lossada, Vicente Fuentes, Casto Ful­
gencio López, Blas Millán, Valmore Rodríguez y Joaquín González Eiris.
Un poco más tarde se incorporan al mismo esfuerzo Mariano Picón Salas,
Antonio Arráiz y Angel Miguel Queremel, este último, poeta de gran aliento,
61

residente durante varios años en España y quien de regreso ai país, estre­


nado en las novedades líricas de su tiempo, va a ser centro de un cierto
movimiento de renovación, teniendo en parte como estímulo de su labor
aglutinadora la obra de los poetas españoles de la generación del 27.
Existe gran interés e inquietud literaria por ese tiempo. Los n arra­
dores rusos tienen ya amplia audiencia de lectores. Las influencias del mo­
dernismo y del post-modernismo son sustituidas o apuntaladas por otras
nuevas, y se mira activamente hacia todo aquello que comienza a trans­
formar los viejos moldes de la expresión en España, Francia e Italia. Algo
de los ecos que entonces conmueven los cimientos de la cultura europea,
como consecuencia de la segunda guerra, penetra también en nuestro
ámbito literario. Los espíritus jóvenes se muestran receptivos para la cap­
tación de las experiencias renovadoras del Viejo Mundo.
Andrés Eloy Blanco, perfil de poeta verdadero, ensaya oficio de cuen­
tista con donaire y humor auténticamente venezolano. -Penetrado de un
sentido de la realidad y apasionado como el que más por las cosas de su
tierra y de su gente, del pueblo que tanto amó, Andrés Eloy Blanco deja
testimonios de penetración y audacia en el género narrativo, en su libro
“La Aeroplana Clueca”. Su cuento “Las Glorias de Mamporal” es una de­
liciosa sátira, llena de humor, del parroquianismo aldeano de nuestros pe­
queños pueblos del interior.
Pedro Sotillo, dotado extraordinariamente para las faenas narrativas
e inexplicablemente apartado de la función creadora desde hace bastante
tiempo, para mengua de la literatura contemporánea de Venezuela, escri­
bió dos cuentos que son, verdaderamente, estupendos logros de nuestro
mejor narrar: “Los caminos nocturnos” y “Viva Santos Lobo”. Con desen­
vuelta sabiduría en el difícil arte del relato, Sotillo recrea los motivos de la
tradición, se apoya en las costumbres y levanta a planos de revelación a r­
tística elementos de sana claridad popular.
Julio Garmendia es el caso típico del cuentista nato. Parco en la
obra, sin embargo, lo que él ha escrito posee el sello y la eficacia de la
obra definitiva. Garmendia, original y personalísimo en su estilo y con­
cepción del cuento, se aparta un poco de la tendencia entonces en boga
para la época de su iniciación —la fuerte expresión realista o naturalista
y el cultivo exagerado del nativismo—, afirmándose en unas maneras per­
sonales que buscan ante todo dar su calor esencial a la ficción —fina­
mente poética e irónica—, pero obligada por un sentido humano de finísi­
ma perfección artística.
Jesús Enrique Lossada, desde Maracaibo, inicia su incursión por los
predios del cuento, sin abandonar del todo sus inclinaciones modernistas.
Su libro “La máquina de la felicidad” aparece rodeado por una cierta
atmósfera filosófica en la que son perceptibles los rasgos del razonar pesi­
mista. Se le tiene como nota exótica y aislada en el cuadro de nuestra
cuentística contemporánea.
62

Joaquín González Eiris perteneció al llamado “Grupo de Fantoches’’,


el semanario humorístico de Leoncio Martínez que significó durante la dic­
tadura gomecista un refugio de la dignidad y un apoyo para las tareas
intelectuales no conformistas. Los cuentos de González Eiris, “En pedazos”,
1925, y sus novelas, “Dos novelas cortas”, 1940, lo ubican en un plano de
equilibrio entre la preferencia naturalista y el afán de ceñirse, en sus ele­
mentos más puros, a la fórmula transicional del criollismo de la época.
Los otros, como Vicente Fuentes, luminoso en las descripciones típicas
de su isla nativa, Margarita; Angel Miguel Queremel, dotado de irresisti­
ble fuerza lírica en su prosa narrativa; Casto Fulgencio López, adscrito a
un mesurado tono criollista que se basa en la indagación de la realidad, sin
descuidar el aspecto espiritual de sus personajes; y Blas Milián, (Manuel
Guillermo Díaz) recientemente desaparecido, dueño de un estilo sobrio,
cuidadoso y sereno, interesándose en el sentido vital del mundo venezo­
lano y recogiendo abundantes elementos de la tradición y de la historia
venezolanas, completan el cuadro narrativo de la generación del 18, junto
con Mariano Picón Salas y Antonio Arráiz que aparecen y se afirman en
años posteriores. También habría que incluir cronológicamente en este
mismo sitio a Antonio Reyes, quien con su libro “Cuentbs Brujos”, 1930,
pone una nota de exotismo e intriga en nuestro ambiente literario.

Más diversa y rica en sus manifestaciones que la del 18, fue la gene­
ración de 1928. Ella se inicia bajo el signo de la rebeldía. Rebeldía en el
campo político, pero también en el de las manifes­
La generación taciones literarias. El movimiento vanguardista que
de Vanguardia tan características notas iba a imprimir en la poe­
sía de entonces, influye igualmente en la forma y
en el cuento expresión del cuento. El gusto por la metáfora, la
imagen, y, en general, por el lenguaje expresa e intencionadamente tor­
cido, constituyen algunos de los detalles iniciales de esta tendencia, que,
poco a poco, tiende a equilibrar la expresión, sin rectificar esencialmente,
pero sí en busca de un estilo más perdurable y trascendente. Lo poético
continúa, sin embargo, predominando, y la audacia en los temas logran
circunstancia valedera. Nuevas influencias se unen a las que ya habían
constituido fundamento de los cuentistas precedentes. Y el tono exaltado,
el entusiasmo por dirimir ideológicamente los problemas sociales toma
asiento en el nuevo estilo. La poesía lírica y la tendencia social en la na­
rrativa se manifiestan con incontrastable fuerza. El cuento se revela como
un instrumento de acción y de combate, y alcanza, desde entonces, extra­
ordinaria significación en el ámbito general de toda nuestra literatura.
Entre los autores más significativos de este momento, unos dentro de
la propia característica generacional, otros incorporados a las mismas in­
quietudes e influencias, aunque emparentados cronológicamente con la ge­
neración del 18, hay que mencionar a Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón
63

Salas, Antonio Arráiz, Ramón Díaz Sánchez, José Salazar Domínguez, Car­
los Eduardo Frías, Nelson Himiob, Guillermo Meneses, Julián Padrón, José
Fabbiani Ruiz, Arturo Briceño, Arturo Croce, Pablo Domínguez y Raúl
Valera.
Con sobrada razón considerado uno de los más importantes escri­
tores venezolanos de este siglo, Mariano Picón Salas ha desarrollado una
vasta labor creadora en el campo de las letras nacionales. Su amplia bi­
bliografía, fruto de una fecunda y constante labor, pertenece por igual al
campo de la novela, de la historia, de la biografía, del relato y del ensayo.
Su versación en los temas más sobresalientes de la cultura de nuestro
tiempo es verdaderamente admirable. Domina con igual destreza el campo
de la historia, como el de la literatura pura y el arte en sus más variadas
manifestaciones. Podría tomársele por erudito si no fuera por la pasión que
pone en la obra de todos los días, y por la inteligencia de sus enfoques, que
desbordan la simple categoría de la investigación. Es uno de los escritores
contemporáneos de más aguda percepción de los problemas culturales del
país, al par que un ensayista penetrado del sentido contemporáneo de la
labor intelectual. Su estilo cuenta con la sobria belleza del artista, con la
agilidad de una expresión nutrida de vivencias muy actuales y con la segu­
ridad que da el dominio del oficio. Ensayista de primer orden, Picón Salas
ha incursionado con magistral experiencia en el campo de la narrativa,
dándonos cuentos y novelas, así como biografías noveladas de excelente
factura, que han cimentado su prestigio en el cultivo de esos géneros.
De formación autodidacta, dueño de voluntad tenaz y dedicado como
pocos, con pasión y seriedad, a la labor literaria, Ramón Díaz Sánchez Iha
conquistado puesto de preeminencia en el panorama de la literatura vene­
zolana contemporánea con obra verdaderamente sólida, que se reparte, por
igual, el interés humano del ser venezolano como la problemática de nues­
tra realidad geográfica, histórica y social. Ha cumplido trayectoria sobre­
saliente en el campo de la novela y el cuento; pero también ha sido atraído
por las excelencias del ensayo y la biografía. Con su densa biografía “Guz-
mán, elipse de una ambición de poder”, obra que aclara la perspectiva his­
tórica y política de nuestro Siglo XIX, alcanzó en 1951 el Premio Nacional
de Literatura. También ha tenido notable figuración en el campo del perio­
dismo nacional, actividad que ha ejercido desde sus años mozos. Nació en
Puerto Cabello el 14 de agosto de 1903. Siendo muy joven se trasladó a
los campos petroleros del Zulia y allí fue el despertar entero de su vocaeión
literaria. Su primera novela, “Mene”, laureada posteriormente, es un do­
cumento narrativo de la vida petrolera en aquellos iniciales años del fa ­
buloso descubrimiento y explotación de la riqueza del petróleo en Vene­
zuela. Esta novela ha sido traducida a muchos idiomas.
Arturo Uslar Pietri es, contemporáneamente, uno de los escritores so­
bresalientes de nuestro país en todos los órdenes de la actividad intelectual.
Se colocó, desde sus primeros libros, en el grupo más conspicuo de las letras
64

venezolanas. Su posterior labor ha acentuado su figuración nacional y


con justicia está hoy en día en la primera fila de los escritores hispano­
americanos de nuestro tiempo. Su obra literaria es varia, constante, fe­
cunda y de una calidad extraordinaria. Sobresale en el cultivo del cuento,
la novela y el ensayo, géneros a los que ha dado aportaciones estimables.
Ultimamente ha puesto de relieve, igualmente, sus condiciones para la
creación teatral, campo para el cual ha escrito ya varias piezas muy bien
acogidas por la crítica de esa especialidad. El periodismo, la radio y la tele­
visión lo han contado entre sus animadores más distinguidos. Sin pecar
en la alabanza de Uslar Pietri puede decirse que es un clásico de nuestro
tiempo. Su novela “Las Lanzas Coloradas” continúa representando una de
las más logradas manifestaciones de la novelística hispanoamericana en lo
que va de siglo. En 1956 obtuvo conjuntamente con Mariano Picón Salas
el Premio Nacional de Literatura.
Guillermo Meneses pertenece también al grupo de escritores que por
los alrededores de los años 28 y 30 comenzaron a darse a conocer ampa­
rados en la Revista “Elite”, de aquellos años. De vocación narrativa bien
encaminada, que ha continuado a través de una trayectoria siempre en cons­
tante ascenso, Meneses destacó bien pronto en su primera época como
cuentista de grandes recursos y de aciertos extraordinarios. “La Balandra
Isabel llegó esta tarde...” uno de sus cuentos más significativos y defini­
dores de su carrera de escritor, es un relato de extraordinarias calidades
en el que lo poético, lo humano y lo real se confunden en una admirable
síntesis de equilibrio literario, gracias a una tram a dominada por lo psi­
cológico, como esencia de la narración. Uno de sus más recientes cuentos,
“La mano junto al muro”, significa, igualmente, una ratificación de su
obra narrativa anterior y una superación de sus condiciones creadoras.
Entre las varias novelas que h a publicado hasta ahora, “El Falso cuaderno
de Narciso Espejo”, galardonada con el premio Arístides Rojas, es repre­
sentativa de los valores técnicos y de la destreza que ha adquirido el autor
al contacto con las más nuevas corrientes de la novelística universal, prin­
cipalmente la europea. Lo mismo puede decirse de su última obra aparecida,
“La Misa de Arlequín”.
Julián Padrón inició su labor literaria por los alrededores del año 30,
colaborando asiduamente en la Revista “Elite”, de su primera época. For­
mó parte, así, de un estupendo grupo de escritores venezolanos que han te­
nido notable figuración en los diversos campos de la literatura nacional,
movidos por un verdadero aliento de renovación que coincidió, justamente,
con las entusiastas jornadas políticas de los universitarios del año 28. De
aquel grupo de escritores ha recibido nuestra novelística, así como la poe­
sía, el cuento, el ensayo y el periodismo, una contribución de sensible pro­
greso. Julián Padrón está entre los más calificados autores de ese grupo.
Su primera novela “La Guaricha”, lo situó en plano de consideración al
primer momento. Con espontaneidad y sencillez, tanto en la tram a como
65

en el estilo mismo, el autor revela el mundo de los seres, de la geografía


y de la realidad de los campos venezolanos, con toda la naturalidad poética
de una descripción ceñida a la realidad, pero también con el doloroso énfa­
sis que es posible aislar en el drama humano del hombre enfrentado a la
tierra, en busca de la afirmación de su vida y de su esperanza. Así, en su pri­
mer libro. Igual en “Madrugada”, su segunda novela, y también en su co­
lección de cuentos “Candelas de Verano”; pero quizás con más rigor y aspe­
reza, que linda lo dramático-fatalista, a veces, en su última novela “Clamor
Campesino”. También es perceptible una fuerte impregnación poética en
su narración. Su novela “Primavera Nocturna”, que se aleja bastante de su
temática central anteriomente expuesta y de su preocupación de elemen-
talidad venezolana, es un fresco paisaje lírico a través de una lograda in­
mersión en el mundo psicológico de su personaje principal.
La obra de José Fabbiani Ruiz es el resultado de una consecuente y
firme actitud hacia el cumplimiento de su vocación intelectual. En este
sentido ha abrazado la carrera literaria con desprendimiento de todo otro
interés secundario y de otra preocupación humana. Sus largos años de
actividad en el campo de la literatura venezolana, la perseverancia y férrea
dispoción de su ánimo en busca de su realización en la dimensión artística,
abonan las excelencias de toda su producción. En él se manifiesta, por otra
parte, la decisión de expresar cabal y justamente la realidad de la vida
venezolana, en el campo y en la ciudad, matizada por una suave evocación
de la infancia, lo que le da un armonioso toque poético a su estilo narra­
tivo. Su prosa, nutrida de alientos de la mejor tradición española, revela
una rigurosa y exacta palpitación humana, alejada conscientemente de
todo sentimentalismo o barroca manifestación de endeblez espiritual. La
realidad de los seres y de sus ambientes emergen a la superficie del tema
novelístico, que se da al lector en sugerentes trazos, donde el mundo con­
creto, sin perder sus ásperas aristas, se entrega en logrado esfuerzo de
magia expresiva. La crítica ha hablado respecto a su novela “La Dolida
Infancia de Perucho González” como una tentativa por revivir la picaresca
española, pero con sentido de contemporaneidad. Fabbiani Ruiz ejerce la
docencia y tiene más de veinte años en el desempeño del periodismo lite­
rario, destacando de manera particular en la labor crítica.
Lucila Palacios es el seudónimo de Mercedes Carvajal de Aroc-ha, una
de las escritoras venezolanas de más fecunda labor. Nació en Puerto España
(Trinidad) y muy pequeña fue llevada a Ciudad Bolívar, de donde eran sus
padres. Su infancia y adolescencia transcurrieron allí.
La actividad creadora de Lucila Palacios ha sido bastante amplia. Sus
primeras publicaciones aparecieron en periódicos y revistas del interior y
de la capital. Versos y cuentos suyos fueron habituales en “El Uñare” de
Zaraza, “El Luchador”, de Ciudad Bolívar, y en las revistas “Elite” y “Bi-
lliken”, de Caracas. Posteriormente, dentro de la labor estrictamente pe­
66

riodística, ha intensificado su colaboración en otras publicaciones de la


república y en la prensa del exterior.
Pero lo más valioso de su función intelectual se halla representado
en los campos de la novela, el cuento y el teatro. Lucila Palacios obtuvo
el premio “Arístides Rojas” en el año 1949 con su novela “El corcel de las
crines albas”.
José Salazar Domínguez es atraído por la temática del m ar y con ella
profundiza en la vida psicológica de los seres que pueblan nuestras cos­
tas e islas. Como todos los cuentistas de esta época da sentido y alcance
poético a su lenguaje y maneja diestra, sobriamente, los elementos de la
narrativa, para ahondar en el suelo psicológico de sus personajes, que no
por ser gente sencilla y humilde de nuestras costas, dejan de ofrecer inte­
resantes ángulos, limpiamente captados por el cuentista.
Carlos Eduardo Frías abandonó, inesperadamente, un género donde h a­
bía demostrado, junto a sus otros compañeros, grandes posibilidades de
acierto. Firme en las descripciones de ambientes y lugares, fino en el m a­
tiz psicológico, los cuentos que escribió revelan un claro talento de n arra­
dor, desgraciadamente trunco. Digno continuador de un depurado criollis­
mo crecido en ambición de universalidad, todavía la literatura venezolana
espera de él la vuelta generosa a una labor que no ha debido abandonar.
Con indudable aliento lírico, remetido en un lenguaje poblado de me­
táforas e imágenes y muy dentro del gusto audaz del vanguardismo, Nel-
son Himiob escribió sus primeros cuentos: “Giros de mi Hélice”. Ultima­
mente dio muestras de apreciable transformación hacia la sencillez de la
expresión y la intención de síntesis, lindante con ana tentativa de pene­
tración en el mundo psicológico de los personajes, con su libro “La gata, el
espejo y yo”.
Por su parte, Arturo Briceño continuaba fiel a la línea trazada por
el criollismo, aunque con una proyección más ambiciosa, donde los ele­
mentos de la ficción transform an los elementos de la realidad (hombre-
medio) con un sentido artístico preciso, ágil y espontáneo. Su prosa, por
lo demás, concisa y elegante, no pierde los atributos del impulso van­
guardista que la definió en sus comienzos.
Uno de los que ha persistido en el género con más laboriosa y fe­
cunda constancia, ha sido Arturo Croce, fino, poético, penetrado por un
esfuerzo de síntesis, y detenido morosamente en descubrir los detalles
fundamentales del alma del hombre y del paisaje venezolano. Su ambiente
propio casi siempre es el escenario rural y él define, con firme mano con­
movida, los problemas sociales, aún no resueltos del todo en nuestro país.
Pablo Domínguez quiso ir a la expresión directa de la realidad y a
veces escogió símbolos para su obra, como en su libro de cuentos “Ponzo­
ñas”. Pero más que todo, antes que plantear y resolver problemas del mundo
social gusta del simple placer de narrar.
67

Quizás uno de los exponentes tardíos del criollismo, lo sigue consti­


tuyendo en la actualidad, Raúl Valera, aunque hace años variadas preocu­
paciones lo han apartado de la pública manifestación literaria. Pero en sus
comienzos, y aún un poco más tarde, (“Intentona”, 1946) dio muestras de
un ponderado estilo que se complacía en fijar límites a la vida rural ve­
nezolana, con no poca garra y fuerza de definición temática, que a veces
conmueve por el vigor dramático. Tal el caso, entre otros, de su cuento
“La Alcancía de Barro Negro”.

Abiertos a los aires renovadores de los tiempos que corren, en contacto


directo (viajes, lecturas, intercambios de todas clases) con las más recien­
tes novedades en el mundo de la literatura contem-
Los Cuentistas poránea, las últimas promociones de cuentistas ve-
recientes nezolanos representan una nota saludable, de extra­
ordinaria dimensión creadora, que parece haber aban­
donado los estrechos reductos de lo que en no lejana época fue gustoso
localismo o estremecedor criollismo, con un poco de audacia provinciana.
Incluso los representantes, aún vivos, de otras generaciones pasadas, ante
el impulso indudable de los nuevos grupos, se han incorporado también a
la marcha que marca el vigoroso y actualísimo signo de la renovación.
Las inquietudes marchan parejas con la vocación de que hacen gala
los nuevos. Y el cuento venezolano de nuestros dias se ha visto penetrado
por las más diversas y fecundas influencias, y del cúmulo valioso que la
experiencia europea ha aventado hacia estas playas se ha recogido la nota
palpitante que se concentra en el hombre, como núcleo vital de la n arra­
tiva universal contemporánea. Los cuentistas venezolanos tienen la am­
bición de aprehender el centro de ese universo que es el hombre, antes
que nada. De allí la preferencia por ciertos estados subjetivos de la reali­
dad, donde lo subconsciente campea como fuerza fundamental. Hay diver­
sas tendencias, variadas formas de expresión narrativa, distintos estilos,
en los que la concisión tiende a prevalecer. Sin embargo, cierto cerrado
mundo, cierto hermetismo poblado de imágenes violentas, descarnadas, o
arrebatadas como una corriente de nuestros grandes ríos, se percibe en los
más recientes. En todos, sin excepción, alienta un esfuerzo poético indu­
dable. Claramente se advierte que los cuentistas intentan dejar un tes­
timonio, dejar sembrada su señal en la realidad del hombre, como docu­
mento o como consigna. El cuento venezolano ha pretendido, así, desha­
cerse del pesado fardo del paisaje, de la naturaleza, en que se consumió
buena parte de nuestra literatura de ficción en el pasado. Ahora se busca
la eficacia del narrar, más que en la tram a misma, en el sentido humano
que brota de la interioridad del personaje. Todo lo que atañe al hombre
—al hombre universal— tiene que hacer con el cuento contemporáneo,
como en general con la novela misma. Los cuentistas venezolanos del pre­
sente han aprendido esa lección. Atrás quedó, por eso, todo lo que fue
68

anécdota en el proceso del crecimiento y la madurez; la atracción y el


gusto por el paisaje, que trascendía a personaje de primer orden, recreado
una y mil veces en sus detalles más intrascendentes como en un inventario
de cualidades y colores. Aquello, precisamente, en que tan pródigo se ma­
nifestó el criollismo vernáculo, o la exasperada insistencia que luego sobre­
vino, violenta y sincera, con el realismo o naturalismo, que también al­
canzó a ser expresión nativista, en última instancia. Ahora el misterio
que se indaga es otro: está en el hombre, en su psicología, en sus problemas,
en su “realidad” distinta al cuadro de costumbres o al fatigado esquema
del drama rural o urbano.
Está en la vida múltiple, compleja, vigorosa y densa del mundo subjetivo.
Hay que rendir un tributo especial en esta oportunidad a un gran
diario de nuestro pais, “El Nacional”, quien año tras año desde 1943, alienta
un prestigioso concurso que ha servido de estímulo permanente y saludable
para el cultivo del cuento entre las promociones recientes.
Calificados autores de las últimas promociones son: Gustavo Díaz Solis,
Humberto Rivas Mijares, Pedro Berroeta, Oscar Guaramato, Horacio Cár­
denas Becerra, Antonio Márquez Salas, Alfredo Armas Alfonzo, Andrés Ma-
riño Palacio, Héctor Mujica, Oswaldo Trejo, Francisco Alvarez Andrade, Ma­
nuel Trujillo, Ramón González Paredes, Mireya Guevara, Antonia Palacios,
Gloria Stolk, Carlos Dorante, Antonio Stempel París.
En un concurso de cuentos auspiciado por la revista “Fantoches”, célebre
durante todo el tiempo que estuvo dirigida por su fundador el humorista
venezolano Leoncio Martínez, se dio a conocer Gustavo Díaz Solís, con un
precioso cuento titulado “Llueve sobre el m ar”. Fue en el año 1943. Desde
entonces Díaz Solís comenzó a cultivar un género literario para el cual está
excelentemente dotado. Fruto de esa dedicación fue, años más tarde, su
libro “Dos Tiempos”, donde condensa, desde su punto de vista personal, las
dos etapas de su obra cuentística. Anteriormente había publicado con el
mismo título de su cuento premiado, un cuaderno literario en la colección
de la Asociación de Escritores Venezolanos. Díaz Solís, a lo largo de su actua­
ción artística, ha logrado demostrar cualidades poco comunes y un conoci­
miento de la estructura íntima del cuento contemporáneo que explican el
dominio que ejerce sobre la ficción y el relato.
Humberto Rivas Mijares nació en Valencia, capital del Estado Carabobo,
en el año 1919. Sus primeras publicaciones en Provincia, señalaron desde el
comienzo las especialísimas condiciones de relatista, sin paralelo alguno con
sus otros compañeros de generación y demás cuentistas mayores de nuestro
país, por la concisión de su lenguaje, el urgente trazado poético de su
narración y la limpidez de sus personajes, seres de ficción, pero llenos de
humanidad vibrante. Pareciera la suya una insurgencia valerosa contra el
verbalismo en que abundan muchas de las creaciones hispanoamericanas.
Sus cuentos y relatos son como especies de labradas joyas de ficción, sin
69

perder, por eso, el aliento y la reciedumbre firme de la realidad, del m un­


do venezolano.
Oscar Guaramato, es un cuentista de bien definida vocación y perso­
nalidad en el medio intelectual venezolano. Cultiva el cuento y el relato
desde los heroicos tiempos del periodismo que encarnó entre nosotros el
grupo de “Fantoches”. Oscar Guaramato tiene en su haber una rica y va­
riada experiencia como hombre. Viene del pueblo venezolano, directamente,
y de ello se ufana con nobleza. Nunca fue a la escuela; es, por eso, auto­
didacta. Y en la larga escala de los oficios que ha desempeñado se encuen­
tran el de trabajador de la tierra, obrero textil, sindicalista, secretario de
juzgado, maestro de escuela, periodista. Hizo periodismo en provincia. Le
conocieron como cuentista en 1943, cuando obtuvo, en el mes de abril de
aquel año, dos premios nacionales, uno el premio “Fantoches”, segundo del
concurso, y otro, el premio “Alas”, primero del certamen patrocinado por
esta última revista occidental del Estado Lara. Sus libros “Por el río de la
calle”, ‘Biografía de un escarabajo” y “La niña vegetal” acreditan excelen­
temente su magnífica calidad cuentística.
Mujer de finísima sensibilidad, poseedora de una aquilatada cultura y
escritora de grandes dotes para la narración, Antonia Palacios ha escrito
magníficos cuadros de recuerdos y descripciones de viajes y lugares visi­
tados por ella, en los que es perceptible su disposición para la narrativa.
Sus cuentos, aparecidos después de una larga maduración, afirmaron la
impresión general que produjeron sus primeros trabajos en prosa. Pero
fue su novela, “Ana Isabel, una niña decente”, la que puso de relieve las
admirables condiciones de esta escritora venezolana para el cultivo del
género. Aunque de producción breve, lo publicado por Antonia Palacios sirve
para definirla consistentemente en el cuadro de la narrativa nacional. Se
tiene entendido que trabaja actualmente en una segunda novela, cuyo
desarrollo y tratamiento realiza con el cuidado y detenimiento que le son
propios. No es de dudar que su próxima obra responderá a la expectativa
que en torno a ella gira en los medios literarios venezolanos.
Gloria Stolk obtuvo a fines de 1956, con su novela “Amargo el fondo”,
el “Premio Arístides Rojas”, la más alta distinción literaria que se concede
en Venezuela al género novelístico. De esta manera el nombre de la autora
se reveló prestigiosamente, aun cuando ya había publicado dos novelas
con anterioridad, en 1953 y 1954, que no tuvieron la resonancia crítica que
merecían. Por eso ha sido la última premiada la obra que pone de relieve
sus aptitudes para el género y su perseverancia intelectual en el cultivo li­
terario en general. La autora mantiene una actividad periodística cons­
tante, y es colaboradora de revistas destacadas del exterior. Aparte del pe­
riodismo, que ha sido su principal actividad literaria, la más visible y
constante, por lo menos, Gloria Stolk ha escrito cuentos, poesía y crítica.
Antonio Márquez Salas, nació en Chiguará, Estado Mérida, en el año
1919. Dueño de vigoroso estilo que se muestra a través de una prosa recia
10

y apasionada, Márquez Salas destaca con seguros relieves en el panorama


de la joven cuentística venezolana. Su indiscutible personalidad de narra­
dor se nutre de un permanente y vibrante fondo de realidad y sueño, de
áspera circunstancia humana y de mágica revelación poética, donde el
drama y el aliento del mundo venezolano hallan cabal y justo encuadra-
miento en la acción de unos personajes, todos llenos de recio poder expre­
sivo y de fuerza telúrica excepcional. Su temática, por eso, se desarrolla
alrededor de pronunciamientos de acentuada resonancia nacional, de la
que no está ausente, sin embargo, la preocupación constante por dar sen­
tido y alcance universal a la obra. Ha obtenido por dos veces el Primer
Premio en el concurso anual de cuentos del diario “El Nacional”: en 1947,
con “El Hombre y su verde caballo” y en 1952 con “Como Dios”. Tiene pu­
blicado “El Hombre y su verde caballo” y “Las hormigas viajan de noche”,
ambos libros de cuento.
Muy personal en la concepción de sus relatos, Alfredo Armas Alfonzo
actualiza, sin perder de vista la ganancia de los últimos movimientos ar­
tísticos del género, el estilo y los motivos del más entrañable nativismo
venezolano. Su técnica es sencilla y su estilo recio, realista a veces, vital­
mente humano, se ve cruzado por aletazos líricos de fuerte contextura,
donde la metáfora es fruto genérico del ambiente y expresión natural
de los personajes que utiliza. Sus “historias” ligadas al puro y clásico mun­
do de la tradición nacional, revelan un espíritu consustanciado con la rea­
lidad y el ser de lo venezolano, en su sentir profundo. Natural, espontáneo
en sus manifestaciones, Armas Alfonzo es un cuentista vocacional que ya
tiene ganado un puesto de primera fila entre los autores que pertenecen
a la joven generación de relatistas venezolanos.
De la última promoción de escritores venezolanos, destaca la activi­
dad literaria de Héctor Mujica, quien dispersa su fervor creador en varia­
das tentativas: el periodismo, el ensayo, la novela y el cuento. La recia
alternativa de la actividad política ha restado oportunidad de una obra
más densa y nutrida al joven escritor; pero sus tres volúmenes de cuentos,
hasta ahora publicados, y el anuncio de una novela reciente, bastan para
confirmar sus mejores disposiciones para el relato contemporáneo. Como
narrador tiende a la acción objetiva, al estilo directo, antes que a la enun­
ciación o el despilfarro metafórico. Sin embargo, no deja de traslucir cierto
juego lírico en su prosa dentro de un matizado ámbito de fábula, dirigido,
fundamentalmente, a la presentación de cuadros, temas y problemas hu­
manos de nuestro país. Nació en Carora, pueblo del Estado Lara, en el
año de 1927.
Pedro Berroeta se coloca entre la poesía y el cuento, aunque es más
conocido y se ha dedicado con mayor pasión al último género. También
ha incursionado por los predios de la novela y el teatro. “Marianik”, su
primer libro de cuentos publicado en 1945, reveló su capacidad crea­
dora y su fina sensibilidad poética no exenta de cierta gracia y misterio
71

que ahonda, diestramente, en el mundo subjetivo. Su novela “La Leyenda


del Conde Luna” ganó en 1955 el premio ofrecido por la Cámara Vene­
zolana del Libro para novelistas inéditos.
Horacio Cárdenas Becerra se reveló con un pequeño volumen de cuen­
tos, “Los ahorcados”, en 1943. Con grandes disposiciones para el género,
últimamente ha mantenido discreto silencio, interrumpido sólo por la pu­
blicación de algunos trabajos de Índole filosófica y humanística, materia
de la que hizo carrera en sus años universitarios.
Pérdida sensible fue para la literatura venezolana la enfermedad que
hizo apartar bruscamente de la función creadora a una gran promesa de
nuestras letras, Andrés Mariño-Palacio, quien, casi precozmente, apareció
con un extraordinario sentido de la narrativa contemporánea, publicando
en 1946 un breve libro, “Ei Límite del hastío”. Y luego una pequeña novela,
“Los alegres Desahuciados” (1946). Una novela suya, publicada gracias a
iniciativa de familiares y amigos, ganó recientemente el Premio Arístides
Rojas para novelas: “Batalla hacia la Aurora”.
Entre los cuentistas más jóvenes destacan Oswaldo Trejo, penetrante
en la revelación del acontecer de la vida urbana (el hombre en su medio),
quien en 1948 publicó un libro que desconcertó por la audacia de su tem á­
tica y de su expresión: “Los Cuatro Pies”; Manuel Trujillo, infatigable e
inquieto, dueño de una gran sensibilidad y buscador de nuevas formas
del narrar; Ramón González Paredes, colocado en la línea del drama, la
poesía, el cuento y la novela, espíritu de absorbente y prodigiosa capacidad
creadora; Mireya Guevara, también inclinada hacia el cultivo de la novela;
y más recientemente, con definido estilo y ambiciosa posibilidad para esta­
blecerse con derecho propio en la zona más segura de la cuentística con­
temporánea: Adriano González León, Héctor Malavé Mata, Enrique Iza-
guirre, Rafael Zárraga, Hernando Trak, Elmer Szabó.
12

V.— EL ENSAYO

Se da el caso peculiar entre nosotros de que la mayoría de los escritores


que destacan en otros géneros (novela, cuento, poesía) también se cuenta
en el grupo de los ensayistas nacionales. El ensayo es
Los género largamente difundido en el país, y en los últimos
positivistas años presenta un gran desarrollo, superando inclusive a
otras manifestaciones creadoras tradicionales de nuestra
literatura. Desde Rómulo Gallegos, nuestro máximo novelista, (su libro
“Posición y doctrina’’, recientemente aparecido como colección de todos
sus escritos de carácter ensayístico, es un claro exponente), hasta Mariano
Picón Salas, Arturo Uslar pietri, Ramón Díaz Sánchez, Antonio Arráiz, José
Fabbiani Ruiz, Felipe Massiani, Juan Oropesa y otros, que tienen posición
distinguida en la novela, el cuento o la poesía, se muestra esta fecunda y
saludable dualidad, de la que se beneficia ciertamente la prosa nacional.
Dentro del proceso histórico seguido por el ensayo en Venezuela es
posible advertir tres o cuatro momentos de señalada independencia y je­
rarquía. Sin remontarnos demasiado en el tiempo hacia unos orígenes
más o menos perceptibles en el siglo pasado (tal sería el caso de señalar
nombres como los de Fermín Toro, Cecilio Acosta, Juan Vicente González,
Felipe Larrazábal; Laureano Villanueva, Eduardo Blanco, Arístides Rojas,
José María Rojas, Julio Calcaño, Marco Antonio Saluzzo, Ricardo Ovidio
Limardo, Rafael M. Baralt, Ildefonzo Riera Aguinagalde, Aníbal Domínici,
Manuel Fombona Palacio, Pedro Fortoul Hurtado, Felipe Tejera, Gonzalo
Picón Febres) puede afirmarse, y en esto coincide la generalidad de los
estudiosos de nuestra literatura, que el ensayo se consolida como forma
de expresión de un grupo homogéneo y literariamente organizado, con
los escritores que integraron la primera generación positivista; entre otros,
Gil Fortoul, Lisandro Alvarado, César Zumeta, Luis Razetti, Vallenilla
Lanz, Pedro Manuel Arcaya, Acosta Ortiz, David y Julio Lobo, Manuel
Revenga, Alejandro Urbaneja, Nicomedes Zuloaga, José Ladislao Andara,
Samuel Darío Maldonado, Guillermo Delgado Palacios, Julio César Salas,
Angel C. Rivas, Elias Toro, que diversificaron su interés investigador por
campos y temas a veces disímiles como: historia natural, biología, antro­
pología, sociología, economía política, filosofía, derecho.
El positivismo, esa nueva ciencia que penetra con evidente retardo en
los estudios universitarios, significa un saludable impacto para nuestra
cultura general. La generación que comanda esta nueva actitud representa
una de las genuinas disposiciones científicas del país. La historia, la socio­
logía, la filosofía y la crítica entran en el mundo del ensayo venezolano
dentro de una nueva concepción que utiliza un método de investigación
hasta entonces no aplicado entre nosotros. Y en el campo literario va a
73

influir notablemente en todos los órdenes. En la novela y el cuento, por


ejemplo, dentro de la tendencia modernista; sin embargo, será en el en­
sayo propiamente dicho donde el positivismo va a encontrar su justo y
verdadero cauce de expresión. Por otra parte, esta aptitud nueva para el
examen de la realidad venezolana, de su historia y de sus valores más
conspicuos, desde el punto de vista de la sociedad y del tiempo en que
aquélla se inserta, sufre también el beneficioso influjo de dos corrientes,
iniciadas o en trance de afirmación, como son la que deriva de la generación
del 98 español (ünamuno, Ganivet, Azorin, Ortega) y la que se gesta en
el propio seno del continente americano, que tiende a desentrañar los
valores fundamentales del mismo, planteándose desde el principio a Amé­
rica como problema. Es la indagación inquietante en la cultura y la historia
americanas, que oscila algunas veces entre un luminoso y esperanzado
optimismo o un ciego y desventurado pesimismo, que nada concede a las
posibilidades de las nuevas naciones surgidas del prodigioso parto de la
independencia. Es una preocupación que tiene en todas partes apasionados
y leales cultivadores: Rodó y Mariategui en el Perú; Vasconcelos en Mé­
xico; Ingenieros, en Argentina; López de Meza en Colombia; Hostos en
Puerto Rico; Henríquez Ureña en Santo Domingo; Alfonso Reyes en México.
Concretamente, y orientados por la indagación positivista, los jóvenes
escritores de esa generación comienzan a preocuparse por el ensayo his­
tórico y los trabajos de sociología, imbuidos en las ideas de un cientificismo
sociológico que ya para ese entonces en el Viejo Continente se disputaba
el predominio de escuelas que siguieron a la obra de los fundadores Comte
y Spencer, pero de cuya polémica apenas llegaban apagados y retardados
ecos a nuestras costas.
José Gil Fortoul (1862-1941), entre los primeros, aborda con tino y preci­
sión, la interpretación sociológica de la historia venezolana y nos deja un
magnífico testimonio en su libro “El hombre y la ¡historia”. Es una obra
en donde con claridad de estilo y riguroso método se enjuicia el proceso
histórico-social de la República. Esta misma preocupación de sus frutos
en otros ensayos como “Filosofía Constitucional de Venezuela”, la más re­
presentativa y completa de cuantas se han escrito en nuestro país con
riguroso método y limpia intensión científica.
Espíritu desconcertante, denso en la idea, claro en la exposición, atraído
por los más dispersos temas y motivos, dotado de gran capacidad de aná­
lisis y observación y fundamentado en sólida cultura, fue don Lisandro Al-
varado, en quien se dieron los atributos del sabio con la sana claridad espi­
ritual del hombre. Cultivador de diversas disciplinas científicas y literarias,
es el polígrafo de su generación. Sus ensayos más importantes son: “Los
delitos políticos en la Historia de Venezuela” y “Neurosis de Hombres céle­
bres”, que tienen no pocos ecos de los trabajos lombrosianos, orientados
fecundamente por la claridad de una doctrina personal de marcado carác­
ter científico.
74

César Zumeta (1860-1955) sobresale en el cultivo de una prosa cuidada,


precisa, lógica, no exenta de gracia y penetración ideológica, buscando dis­
cutir y precisar los valores filosóficos y estéticos que en su época influyen
en la literatura venezolana. Sin embargo, no deja de incursionar igualmen­
te por los problemas de carácter político y social de Latinoamérica, tal en su
ensayo titulado “El Continente Enfermo”.
Otro que busca deslindar las ideas estéticas y filosóficas de su genera­
ción es Luis López Méndez (1861-1891), prosador insigne y dueño de un es­
tilo envidiable, aun en sus pequeños trabajos periodísticos, tal como se re­
vela en los trabajos de su libro “Mosaico de Política y Literatura” que co­
mienza a escribir y publicar en el año de 1886. Prefiere el ensayo crítico o
el examen estético, pero no deja de preocuparse asimismo por temas gene­
rales de la cultura, la historia y la sociología, extendiendo el alcance de
sus trabajos a la interpretación general de la existencia americana. “Por
la lucidez de su pensamiento crítico y por la precoz plenitud de su estilo
—ha escrito Luis Beltrán Guerrero—, fluente y exacto, preciso y armo­
nioso, es cabalmente un clásico de nuestra República Literaria. También lo
es en la República Democrática, que unas veces se sueña y otras se vive.
Nadie más que él divulgó entre nosotros las ideas por un gobierno repre­
sentativo, en el que la libertad no desmintiese el orden legítimo. Clásico
en las letras y en la política, no lo es menos por la perfección moral de sus
ideas y de su conducta”. Murió a los 30 años de edad. Y, sin embargo, dejó
cumplida obra de vasta trascendencia, aprovechada por generaciones pos­
teriores.
Polémicos en sus trabajos de indagación sociológica y audaces en la
definición histórica del país, van a ser Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936)
y Pedro Manuel Arcaya (1874-1958), en quienes el rigor científico preconi­
zado por el positivismo va a estar teñido por la pasión o el interés político.
El primero, hábil escritor, polemista de relieve, escribe un libro, “Cesarismo
democrático”, que pretende ser una justificación de la larga dictadura go-
mecista, sufrida por el país, y cuyo fundamento se afianza en la idea, pre­
sentada como rigurosa tesis, de que para gobernar a Venezuela, como a las
demás naciones hispanoamericanas, es imprescindible la existencia del
“gendarme necesario”. En sus otros libros de ensayo: “Críticas de since­
ridad y exactitud”, “Disgregación e Integración” y “El Libertador juzgado
por los miopes”, refuerza su polémico planteamiento acerca de los orígenes,
el proceso seguido y las características histórico-sociológicas de la reali­
dad nacional.
El segundo, con criterio independiente y a veces en oposición a ciertos
radicales planteamientos de su compañero, trajina similares sendas en
cuanto a amparar la existencia del régimen político, al cual prestó decidida
participación, con el respaldo de discutibles ideas sociológicas. Sin embar­
go, fundamentado en Spencer y en Taine, afiliado a las teorías darwinistas
15

y lamarckistas, intenta explicar ciertas características de nuestro devenir


social, político, cultural y étnico basándose en criterios de aquellos maes­
tros de la sociología europea. Sus trabajos más sobresalientes, en conjunto
obra enmarcada en límites deterministas, son “Estudios de personajes y
hechos de la historia de Venezuela”, “Venezuela y su actual régimen” y
“Estudios de Sociología Venezolana”. Destacó asimismo el Dr. Pedro Ma­
nuel Arcaya en el ensayo de tipo jurídico.
Angel C. Rivas (1873-1930), J. L. Andara (1866-1923) y Julio C. Salas
(1870-1932), sobresalen también en la lista de estos primeros ensayistas
de la generación positivista. Los dos primeros señalan preferencia por los
temas históricos y jurídicos; el último, catedrático de sociología en la Uni­
versidad de Los Andes (Mérida) cuando esa disciplina comienza a ense­
ñarse en nuestros primeros centros de estudios superiores, realiza obra de
investigación seria y documentada en el campo de la etnología y la socio­
logía venezolana, aplicando los métodos por entonces conocidos. De esa la­
bor se recuerdan sus libros “Venezuela Tierra Firme”, “Los Indios Caribes”,
“Civilización y Barbarie” y “Estudios de Sociología Venezolana”.

La generación modernista, heredera ideológica y casi coetánea con la


precedente del positivismo, cuenta, también, con amplia significación en
el campo del ensayo nacional. Si no existe, verdadera-
LOS mente, una separación tajante entre la generación posi-
modernistas tivista y esta otra modernista, por cuanto confunden sus
caudales casi en un mismo tiempo de floración, sí es po­
sible observar, visiblemente, una separación en lo que se refiere al carácter
del esfuerzo ensayístico de los integrantes de la última. La preferencia de
éstos se vuelca casi enteramente hacia Jas cuestiones de orden estético
y literario, y algunas veces hacia los contenidos filosóficos, ajenos a los
temas principales de la primera generación.
Dos revistas de grata recordación en los anales hemerográficos vene­
zolanos, sirven de vehículos de expresión a estos nuevos ensayistas, como en
general a toda la obra de índole modernista: “El Cojo Ilustrado” y “Cos-
mópolis”.
Entre los autores de más nombradía en la generación modernista, se
cuentan Manuel Díaz Rodríguez (1371-1927), Pedro Emilio Coll (1872-1947),
Santiago Key Ayala (1874-1959), Rufino Blanco Fombona (1874-1944) y
Jesús Semprún (1882-1931).
Díaz Rodríguez, el estilista que hizo profesión de los ideales estéticos
del modernismo llegó a alcanzar rango de notable significación en este
campo. “Camino de Perfección” su libro de ensayos más conocido y di­
vulgado, representa un complejo y rico breviario de los más diversos tó­
picos tanto morales, filosóficos como artísticos.
Pedro Emilio Coll fue, en la mejor actitud de comprensión y acierto,
76

un crítico y ensayista de fina sensibilidad. Su mayor preocupación la cons­


tituyó el cuido y perfección de la prosa. Personalidad aguda, ingenio
pronto y acusada inteligencia, puso énfasis en la expresión de la intimi­
dad, de su mundo subjetivo, a través de un tono irónico y escéptico del
que no está alejado el esfuerzo disciplinado y profundo de una gran cul­
tura como la que poseyó. En su obra las influencias francesas cobran par­
ticular carácter. Sus libros “El Castillo de Elsinor”, “La Escondida Senda”,
“El Paso Errante”, están dentro de la mejor tradición literaria del país.
Santiago Key Ayala destacó en las inquietudes y disciplinas históricas
principalmente. Sin dejar por eso de ejercer dentro de las preocupaciones
estéticas la crítica literaria con gran penetración y buen tino, imbuido en
un equilibrado sentido de la realidad del arte y de la vida. Murió reciente­
mente dejando una obra vasta y sumamente valiosa.
Rufino Blanco Fombona ha sido señalado en justicia como el polígrafo
de la generación modernista. Ciertamente ensayó en diversos campos: la
historia, el cuento, la novela, la poesía, el periodismo. De carácter incon­
formista y rebelde y de acusada personalidad individualista, fue general-
mene apasionado en sus críticas y por eso sus ensayos se resienten a me­
nudo de esta acusada disposición. De todos modos, su obra representa obra
valiosa en la historia de nuestras letras. La preocupación fundamental de
toda su vida fue la historia, los temas de la historia no sólo venezolana
sino americana y su pasión fundamental el culto bolivariano.
Jesús Cemprún, como escribimos en otra parte de este trabajo, es
quien entre nosotros ha ejercido con seriedad y justeza la profesión de la
crítica literaria. Realizó excelentes estudios sobre los escritores de su gene­
ración especialmente, lo que representa invalorable material para com­
prender su época. Dialéctico, hábil expositor, polemista, fueron éstos sus
atributos principales para la interpretación de la obra literaria. Ha sido
uno de los pocos que ha enfrentado valientemente el examen crítico en
Venezuela.
Otros ensayistas de pareja significación, coetáneos con los anteriores,
pero en distinto campo al de la interpretación literaria, son, entre otros,
el Dr. José M. Núñez Ponte, Eloy G. González, Esteban Gil Borges y R. D.
Silva Uzcátegui.

Rico en manifestaciones se muestra el ensayo nacional en el periodo


aproximadamente generacional del año 18. Diversas tendencias a tono con
la complejidad reinante en el campo de la litera-
EI ensayo y la tura contemporánea universal, tienen cabida en el
generación del 18 cultivo del género en un período bastante largo.
Período que va a proyectarse, indemne, en el gru­
po de los que, diez años más tarde, se incorporarán briosamente a iguales
preocupaciones literarias.
77

Julio Planchart (1885-1948) y Luis Correa (1888-1942) cobran signifi­


cación particular en las primeras tentativas de este nuevo grupo de
ensayistas.
Julio Planchart puede colocarse, por sus comienzos, entre la gente de
la revista “La Alborada”. Allí colaboró con inteligentes trabajos. Pero su
labor fundamental es la que realiza dentro del proceso creador de la gene­
ración del 18, y muchos de sus ensayos versan sobre los escritores de esa
generación. Riguroso en la apreciación crítica, severo en el juicio, sin con­
cesiones en la valoración, Planchart dejó notables estudios que fueron re­
cogidos en 1948 en un tomo publicado bajo el título de “Estudios críticos”,
donde demuestra, casi con exclusividad, su preferencia por los temas y pro­
blemas de orden literario o estético.
Luis Correa, por el contrario, deja un poco al desgaire el enjuicia­
miento crítico, y se dedica, propiamente, con lenguaje pleno de sabrosa
resonancia clásica, usando de un estilo sustancioso, a dejar testimonio de
su sensibilidad estética en el encuentro querencioso con notables figuras
de la literatura venezolana, tanto del pasado como contemporáneas. Así,
en un estilo que convoca la gracia poética con la evocación biográfica, nos
legó más de una página imperecedera, tanto por la fuerza literaria como
por la aguda penetración del ensayista. Su libro “Terra Patrum ” coloca
su obra dentro de la mejor tradición literaria del país.
Enrique Bernardo Núñez (1895), espíritu penetrante y denso en el exa­
men de los problemas culturales e históricos de la nación, ha realizado —y
continúa realizando— obra de serena y apasionada investigación histó­
rica. Prosa cortante, con precisión que tiende a la síntesis, y de cortos pe­
ríodos, Enrique Bernardo Núñez da prueba de su conjundia en una larga
bibliografía que afortunadamente sigue tan firme como en otros años. En­
tre su amplia producción pueden señalarse en el campo del ensayo: “Bolívar
orador”, “Una ojeada al mapa de Venezuela” y “Hombres y máquinas”.
Con su obra “Interpretación pesimista de la sociología hispanoame­
ricana”, y luego con “Hombres e ideas en América”, Augusto Mijares (1897)
se situó bien pronto entre los primeros ensayistas sociológicos del país, po­
lemizando con firmes razones en torno a la difundida y discutida tesis
de los sociólogos positivistas venezolanos y otros del continente acerca de
la pretendida inferioridad política y cultural de los países hispanoame­
ricanos en cuanto a lograr en su evolución política, social y cultural, un
campo propicio para que en ellas se adapten y transformen las institu­
ciones propias de la democracia europea.
Otro ensayista que dedicó la mayor parte de su vida a dilucidar los as­
pectos más sobresalientes de nuestros orígenes, evolución, destino y trans­
formación como nacionalidad, fue Mario Briceño Iragorry (1897-1958).
quien a su muerte, ocurrida en años recientes, dejó amplio y positivo saldo
78

a la historiografía nacional. Igualmente fue firme en sus planteamientos


en contra del imperialismo americano, denunciando con valentía y sin­
ceridad los peligros que amenazan la mediatizada economía hispanoame­
ricana y su influencia en el ámbito político y cultural, en forma tal que
desnaturaliza, en su criterio, los valores permanentes que nos legó la tra ­
dición hispánica. Sus biografías, género en que se destacó, responden a ese
mismo espíritu que buscó siempre asentar en la tradición y en la gesta
histórica del pueblo venezolano su más firme expediente para el progreso.
Aunque dentro de la expresión del ensayo filosófico h a sido poco el
cultivo que se le ha dedicado entre nosotros al género, Gabriel Espínoza
(1882-1946), destacó en el grupo que reseñamos como una figura dotada
para tan difícil investigación, actitud hija de su penetrante cultura auto­
didacta. Sus ensayos filosóficos no sólo sirvieron para difundir muchas de
las ideas que por entonces cobraban cuerpo en el ámbito de la filosofía
contemporánea, sino que sobresalió siempre por el tino y equilibrio con
que discutía la validez de las mismas, enjuiciando certeramente la tras­
cendencia que las revelaba. Su primer libro, “Ejercicios mentales”, publi­
cado en 1925, puso de manifiesto su ágil estilo personal y su capacidad de
apreciación bien orientada. Luego aparecieron “La mascarada cristiana”
(1940), y “Un pretendido intérprete suramericano de Espinoza” (1943),
obras que completaron la visión de su mundo filosófico, como expositor y
polemista.
La crítica literaria ha tenido, igualmente, en Rafael Angarita Arvelo
(1898), un consecuente y esforzado estudioso, que no pocas veces se ha
trenzado en ardorosa polémica para mantener sus personales puntos de
vista sobre esta materia. Su “Historia crítica de la novela en Venezuela”,
discutida y negada por adversarios, es una contribución al juicio y valo­
ración de ese género en Venezuela.
Entre los últimos de ese período, por ubicación cronológica, también
ha de mencionarse a José Núcete Sardi (1897), quien ha cumplido valiosa
y docta incursión por el campo de la historiografía nacional, no desde­
ñando dictar su juicio, igualmente, en palpitantes temas' de literatura y arte
del país, y en el atrayente género de la biografía. Algunas de sus obras más
destacadas dan fe de esta triple manifestación de su producción. “El escri­
tor y civilizador Simón Bolívar”, “Cuadernos de Indagación e Impolítica”
y “Notas sobre la pintura y la escultura en Venezuela”, son libros de ca­
lificada calidad ensayística.
Igualmente debe mencionarse en el mismo lapso, aunque su obra se
caracterizó más en el campo de la poesía, los notables ensayos que sobre
arte escribió el fino y culto espíritu de Enrique Planohart, a quien seña­
lamos especialmente en nuestro panorama de la poesía venezolana.
79

En los años 28 y 36, coincidente con el auge de la poesía y la narrativa,


el ensayo cobra notable figuración en las letras contemporáneas nacionales.
Muchos valiosos escritores venezolanos de la época
La vanguardia han hallado campo propicio a sus inquietudes y
en el ensayo preocupaciones en el cultivo de este género. En el
período sobresalen dos grandes figuras de nuestras
letras, Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri, quienes han encontrado
amplia audiencia dentro y fuera del país. El primero, de manera parti­
cular, se ha dedicado con rigurosa preferencia al ensayo, sin dejar por eso
de incursionar brillantemente en otros géneros, como el de la biografía
o la novela. Aunque iniciado un poco antes de que lo hicieran los compo­
nentes de la generación del 28, (nació en el año de 1901), Picón Salas pue­
de considerarse propiamente un ensayista de esta época, sobre todo por
sus inquietudes, la renovación de las ideas que su obra plantea, su sentido
de ágil contemporaneidad y su versación en los problemas políticos, his­
tóricos y culturales de nuestro tiempo, de lo cual hace gala con el uso
de una prosa brillante, densa y hermosa. Su exquisita sensibilidad y sus
profundos y variados conocimientos tienen oportunidad de lucirse a tra ­
vés de un estilo singularmente atractivo. Penetrante, pensador brillante
y excepcional, siempre en la mejor línea de la cultura contemporánea,
Picón Salas es, sin discusión, nuestro máximo ensayista.
Arturo Uslar Pietri cobra, también, dimensión de primer orden en el
campo del ensayo, aunque su rica versación en otros géneros (la novela,
el cuento, el teatro) lo proclama, a veces con mayor insistencia para aque­
lla otra consideración literaria. Sin embargo, su vasta producción ensa-
yística en un amplio panorama literario, histórico, político y económico,
lo revela plenamente como una de las personalidades más descollantes de
nuestra literatura actual. Algunos de sus ensayos son verdaderos estudios
de esa compleja realidad cultural de la nación en los últimos años, hecha
con sagacidad sorprendente, clara perspectiva de la realidad y del tiempo
y estilo que busca el diálogo y la emoción, antes que la árida interpretación
o el alarde erudito. Tales: “Letras y Hombres de Venezuela”, “De una a otra
Venezuela”, “Apuntes para retratos” y “La ciudad de nadie”.
Otros ensayistas de esta misma época son Juan Oropesa, detenido en
la investigación histórico-cultural del país y de'América; Feiipe Massiani,
limpia prosa en busca del latido primordial del ánimo venezolano en su
libro “Geografía Espiritual de Venezuela”, y valorador entusiasta de
las obras de creación, como en “El hombre y la naturaleza en Rómulo Ga­
llegos”; Antonio Arráiz, inquieto y complejo, ambicioso en el examen y la
búsqueda, incursionando por el ámbito histórico, por el proceso cultural o
deteniéndose en el juicio y valoración de la obfa literaria; José Fabbiani
Ruiz, dedicado con pasión a la crítica literaria, como función complemen­
taria de su principal actividad novelística; y otros como Ismael Puerta
80

Flores, apasionado por los temas de interpretación histórica y sociológica;


Miguel Acosta Saignes, uno de los antropólogos y sociólogos más cons­
picuos del país; y el Padre Pedro Pablo Barnola, dedicado por entero a la
crítica literaria.
También ha de ser mencionado por su notable actividad en este campo,
acrecentada magistralmente por su notable obra biográfica, “Guzmán, elipse
de una ambición de poder”, el valioso aporte ensayístico cumplido por Ramón
Díaz Sánchez, dedicado desde hace algún tiempo, y con acierto, a ana­
lizar la realidad tanto histórica como cultural del país. “Transición”, “Am­
bito y Acento y otros ensayos” ponen de relieve la magnifica aptitud del
escritor para este género.
No puede de ninguna manera olvidarse en un panorama de la lite­
ratura venezolana contemporánea los nombres de algunos escritores y pro­
fesores extranjeros que se han dedicado con pasión extraordinaria a inves­
tigar nuestros orígenes literarios como Edoardo Crema, José Luis Sánchez
Trincado, F. Carmona Nenclares, Angel Rosemblat, Pedro Grasses, Domin­
go Casanovas, Alfonso Cuesta y Cuesta, María Rosa Alonso y Ulrich Leo.

En cuanto a preferencias por ciertos temas fundamentales de la cul­


tura nacional, si es que caben estas posibles divisiones en el cultivo del
género, se han de señalar en el ensayo artístico (música, artes
Grupos plásticas) a Juan B. Plaza, Vicente Emilio Sojo, José An-
y temas tonio Calcaño, Enrique Planchart, José Núcete Sardi, y Juan
Liscano; en el ensayo científico, Luis Razetti, Diego Carbonell,
Francisco Rízquez, José Francisco Torrealba, José Ignacio Baldó, Félix Pí­
fano, Francisco de Venanzi, Augusto Pi Suñer, Alfredo Jahn, Eduardo Róhl,
Juan Iturbe, Enrique Tejera y J. F. Duarte; en el ensayo jurídico, Rafael
Caldera, Rafael Pizani, René de Sola, Ezequiel Monsalve Casado, P. Pineda
León, Amenodoro Rangel Lamus, Carlos Morales, Luis Loreto, José Loreto
Arismendi, Néstor Luis Pérez, Tulio Chiossone, Pedro M. Arcaya y José
Rafael Mendoza.
En el ensayo histórico la presencia del intelectual venezolano ha sido
más compleja y persistente. La historia nacional h a servido de tema fun­
damental ora para el novelista o cuentista, ora para el ensayista o el
biógrafo. Desde la “Biografía de José Félix Ribas”, de Juan Vicente Gon­
zález, y la “Venezuela Heroica” de Eduardo Blanco, hasta otras manifes­
taciones creadoras como “Patria, la Mestiza”, de Pocaterra, las “Lanzas Colo­
radas”, de Üslar Pietri, así como muchos personajes y episodios que transcu­
rren en la novela galleguiana o que se insinúan en las más recientes expresio­
nes de la narrativa, igual que en la magnífica presencia del género biográ­
fico con obras como “Guzmán, Elipse del Poder”, de Díaz Sánchez, la his­
toria ha entrado con derecho propio en la temática de nuestros escritores
de toda época, alcanzando a veces, incluso, categoría de personaje central.
81

Ensayistas de preferente carácter histórico son Caracciolo Parra Pérez,


Caracciolo Parra León, Miario Briceño Iragorry, José Núcete Sardi, Carde­
nal J. Humberto Quintero, R. A. Rondón Márquez, Vicente Dávila, José San­
tiago Rodríguez, Ambrosio Perera, José E. Machado, Luis Alberto Sucre,
J. M. Núñez Ponte, J. M. Zubillaga Perera, José Ramón Ayala, Tulio Pebres
Cordero, Humberto Tejera, Santiago Key Ayala, Eduardo Picón Lares, Je ­
sús Aroeha Moreno, Héctor García Chuecos, Lino Iribarren-Celis, Roberto
Picón Lares, Enrique Bernardo Núñez, Walter Dupouy, Angel Grisanti,
Hermano Nectario María.
Dentro del campo del ensayo sociológico y político destacan: Cristóbal
Benítez, Ramón David León, Rafael Caldera, Francisco Alfonzo Ravard,
J. Penzini Hernández, Gonzalo Patrizi, Jesús M. Risque, Rómulo Betancourt,
Uslar Pietri, Carlos Dáscoii, D. M. F. Maza Zavala, Ramón Hernández Ron.
El ensayo filosófico ha tenido y tiene representantes de gran signifi­
cación en Gil Fortoul, Antonio Reyes, Gabriel Espinoza, Carlos Brandt,
Caracciolo Parra León, M. A. Pulido Méndez, Luis Razetti, Diego Carbonell
y Domingo Casanovas.
En otro plano de la interpretación de la realidad nacional —y por
ello un poco alzado del carácter fortuitamente literario— hay que mencio­
nar a Alberto Adriani, Carlos Irazábal, Luis B. Prieto, Guillermo Fuentes,
J. M. Siso Martínez, Luis Padrino, Hipólito Cisneros, M. García Aroeha,
A. Valero Hostos, Luis Eduardo Portillo, Domingo Alberto Rangel, y otros,
que han hecho tesis preferentes de su estudio la política, la educación o la
economía.
Entre los ensayistas que han escogido el campo histórico o el socioló­
gico para su labor deben mencionarse, tanto en el pasado como en el pre­
sente, figuras como la de Don Vicente Lecuna, José Santiago Rodríguez,
Manuel Segundo Sánchez, Luis Alberto Sucre, Eloy G. González, Monse­
ñor Nicolás E. Navarro, Cristóbal L. Mendoza, Vicente Dávila, Lucila de Pé­
rez Díaz, Augusto Mijares, José Rafael Mendoza, Cristóbal Benítez, C.
Parra Pérez, H. García Colmenares, Mario Briceño Perozo y Carlos Felice
Cardot.
Ensayistas como Luis Correa, Ramón Hurtado o José Antonio Ramos
Sucre, rindieron en más de una oportunidad homenaje al episodio histó­
rico o a las figuras fundamentales que destacan en el cuadro violento y
azaroso, de nuestro Siglo XIX. Enrique Bernardo Núñez, nutrida pasión
venezolana, inconforme y polémico algunas veces, cáustico y lúcido siempre,
ha paseado su aguda indagación histórica por el campo del ensayo o la
novela. Otras obras de importancia más recientes dan fe y testimonio, igual­
mente, de esta tendencia bastante significativa de nuestras letras, como
“Sucre”, de Juan Oropesa, y “Aventura y Tragedia de M iranda”, de José
Núcete Sardi, biografías de indudable valor.
Obras que tienden a la interpretación de la realidad venezolana, no muy
82

alejadas del bucear histórico fundamental, son la “Geografía Espiritual


de Venezuela”, de Felipe Massiani, “Ambito o Acento”, de Díaz Sánchez,
“Comprensión de Venezuela” de Mariano Picón Salas, “La Ciudad de Na­
die” y “De una a otra Venezuela”, de Arturo Uslar Pietri.

En cuanto a la crítica, según hemos dicho, ha sido precaria la actividad


de las letras venezolanas. Y no sólo la que se refiere específicamente a la
materia literaria, sino también la que concierne a otros
La crítica géneros del conocimiento. Una mirada al pasado poco habrá
literaria de recoger para consignar con elocuencia en las páginas de
la historia literaria. Y si el examen se contrae al presente,
una corriente de frialdad nos atraviesa. Sin embargo, jóvenes promociones
en los últimos años han abandonado la fácil y cómoda actitud —impre­
sionista, glosadora y “diletante”— del pasado y con responsabilidad bien
afirmada ahondan en la indagación de obras y autores, con clara pers­
pectiva del menester crítico y armados de seguro bagaje cultural y ágil
instrumental metodológico.
Siempre habrá que comenzar por señalar en el campo de la crítica
el nombre de Jesús Semprún (1882-1931). El es, por antonomasia, el crítico
de esa etapa fecunda que, un poco arbitrariamente, podría ubicarse en el
período que va de 1915 a 1930. Quince años de intensa, combativa y la m a­
yoría de las veces ingrata tarea. Polémica aguda sostuvo en todo tiempo.
Y su obra, realizada casi siempre bajo la urgencia periodística, sufrió de
los azares que ese oficio impone, con mengua de más reposada labor pro­
fesional. Con todo, Semprún ha de rescatarse como el crítico de más des­
pierta y aguda sensibilidad y de más pronta inteligencia y cultura literaria
que hemos tenido hasta ahora, no exento, sin embargo, de rigor y cla­
ridad. Sus estudios abarcan el más completo cuadro contemporáneo de las
letras venezolanas de su época. Recogidas ahora en dos volúmenes por el
interés de sus familiares, ellos revelan una importante fuente de consulta
inestimable para la comprensión de ese rico período de la historia literaria
nacional.
Otros, coetáneos o un poco posteriores a aquéllos, como Julio Plan-
chart o Rafael Angarita Arvelo, ya mencionados, han incursionado con
cierta fortuna por el campo interpretativo de nuestra lírica y de nuestra
novela.
Más recientemente —y dispersos todavía en la volandera hoja del pe­
riódico, que -ha sido desgraciadamente el signo inestable de la crítica vene­
zolana— se reafirman en el campo del ensayo crítico, autores como Eduar­
do Arroyo Lameda, el Pbro. Dr. Pedro Pablo Barnola, Luis Beltrán Guerrero,
Ismael Puerta Flores, Edgard Sanabria, Humberto Cuenca, Fernando Ca-
brices, Pascual Venegas Filardo, Miguel Acosta Saignes, René de Sola, Ma­
rio Briceño Perozo, Joaquín Gabaldón Márquez, Armando Rojas.
También han ejercido o ejercen, los atributos de la crítica, junto
83

con su específica labor literaria de otro orden que ya hemos indicado en


sitio aparte, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Ramón Díaz Sán­
chez, Augusto Mijares, Mario Briceño Iragorry, Juan Oropesa, Julián Pa­
drón, Felipe Massíani, Guillermo Meneses, Arturo Croce, Antonio Arráiz,
Vicente Gerbasi, Juan Liscano, R. Olivares Figueroa, Carlos Augusto León.
Y algunos otros anteriores a éstos, como Oscar Linares, Humberto Tejera,
J. A. Cova, Eduardo Carreño, Víctor José Cedillo, Agustín Aveledo Urbaneja.
Quien ha ejercido más recientemente con rigor, exactitud y responsa­
bilidad la crítica literaria ha sido José Fabbiani Ruiz, cuentista y novelista.
Así sostuvo durante varios años una columna periodística de definida in­
tención valorativa de obras y autores contemporáneos. Esa labor sirvió
para colocarlo como el más calificado ensayista literario en tal sentido.
Durante los últimos tiempos, jóvenes que han incursionado seriamente por
el género crítico, con limpia seguridad metodológica, sensibilidad y conoci­
miento del menester, son, entre otros, J. A. Escalona Escalona, Pedro Pablo
Paredes, Hermán Garmendia, Rafael Angel Insausti, Ramón González Pa­
redes, Mario Torrealba Lossi, Pedro Díaz Seijas, Rafael Clemente Arráiz,
Rafael Pineda, Juan Liscano y José Barrios Mora.

Las inquietudes políticas, sociales, filosóficas y literarias que acusan


los ensayistas del 28 y de los años siguientes, se intensifican y amplían
con los años recientes, que han sido de verdadera
Realidad política revelación en nuestro medio de corrientes ideoló-
y gicas y de preocupaciones fundamentales en todos
realidad literaria los órdenes de la cultura. A ello ha contribuido ne­
cesariamente la transformación política que ha
padecido el país en las últimas décadas, así como las variadas influencias
que han encontrado eco en las jóvenes mentalidades. Los escritores más
notables de la época son leídos, comentados y discutidos con pasión y sen­
satez. No pocos de ellos, como Huxley, Maurois, Zwéig, Gide, así como los
americanos más notables, y aun ensayistas nuestros, tan penetrantes y
universales como Picón Salas y Uslar Pietri, han ejercido función orienta­
dora, señalando rumbos y precisando metas.
El panorama de los nuevos es aún más ambicioso y prometedor. La
crítica literaria sigue siendo la menos beneficiada en el balance, pero otros
géneros, como la filosofía, el derecho, la economía y la sociología o la
educación, cuentan con un nutrido grupo de cultivadores.
Con indudable carácter en el cultivo del género, se destacan J. L.
Salcedo Bastardo, sociólogo e historiador, quien ha publicado uno de los
más agudos y penetrantes libros de interpretación del pensamiento socio­
lógico del Libertador; Ernesto Mayz Vallenilla, en el ensayo filosófico, autor
de una obra de extraordinaria trascendencia publicada en Alemania: “On-
tología del conocimiento; Eddie Morales Crespo, penetrado de las ideas
84

sociales y políticas de nuestro tiempo; Héctor Mujica, en quien la pre­


ocupación política y el entusiasmo literario, se dividen la tarea; Federico
Brito Figueroa, estudioso de la realidad social y de la historia; Pastor Cor­
tés, acucioso investigador de temas literarios e históricos; Oscar Sam-
brano Urdaneta, dado a la crítica y a la ciencia general de la literatura;
Orlando Araujo, claro pensamiento de interpretación literaria y lógico in­
térprete de la realidad económica del país; Guillermo Morón, profundo y
denso, historiador certero de la realidad venezolana y mente polémica que
trasciende a campos más ambiciosos y creadores; Ramón Escovar Salom,
espíritu de controvertida pasión política, que se adelanta en nuestros días,
desde las páginas del periódico o en la intervención pública, como figura
de especial relieve y significación; Ramón Losada Aldana, riguroso y pe­
netrante en el ensayo de apreciación crítica o en la revisión sociológica de
algunos problemas fundamentales de nuestra realidad venezolana; y Ro­
dolfo Izaguirre, sensibilidad e inteligencia al servicio de los más exigentes
temas contemporáneos.
Y compartiendo la docencia universitaria con su vocación ensayís-
tica, se nos muestran los cultos y disciplinados espíritus de Federico Riu,
Juan Ñuño, Rafael Di Prisco, Pedro Duno, Antonio Pasquali, Germán Ca­
rrera, Gustavo Luis Carrera y Orlando Albornoz, quienes ejercen vigilante
actividad desde la combativa revista “Crítica Contemporánea”, con polé­
mica y comprometida actitud que aborda los palpitantes problemas cul­
turales y humanos de la realidad venezolana, tomando partido entre las
grandes corrientes del pensamiento contemporáneo. Este grupo forma un
núcleo universitario de bastante significación y sus temas, generalmente,
se diversifican a través de las páginas de su revista por las preferencias
filosóficas (Riu), históricas (los Carrera), sociológicas (Albornoz) y lite­
rarios (Ñuño, Di Prisco, Duno, Pasquali).
De los últimos en aparecer destaca Domingo Miliani, inquieto, acucioso
y firmemente orientado hacia la investigación y el debate literario, tanto
nacional como hispanoamericano. Sus trabajos aseguran una prometedora
actividad.
Junto a ellos comienzan a aparecer nuevos nombres y nuevas actitu­
des que pueblan de vigorosa resonancia el destino futuro del ensayo
venezolano.
85

VI.— EL HUMORISMO NACIONAL


El de los humoristas venezolanos es un capítulo que aún está por h a­
cerse para completar nuestra historia literaria, tanto en el pasado como
en el presente. Este vacío se hace sentir más cuando géneros de mucho
menor importancia y cultivo cuentan con excelentes trabajos de investi­
gación histórica y de interpretación literaria. Sólo estudios aislados se han
hecho sobre el humorismo nacional. Por eso se estima necesario llamar la
atención de los críticos sobre esta inexplicable indiferencia que se observa
en el examen de uno de los tópicos más expresivos de nuestra literatura
en prosa. En el presente trabajo intentamos dejar fijados algunos rasgos
del género, algunos señalamientos específicos, que ojalá sirvan de orien­
tación para estudios más completos y rigurosos, más exhaustivos y ambi­
ciosos que el que nosotros podemos reajizar en la presente ocasión.
En primer término ha de plantearse como cuestión previa de ineludible
tratam iento el de si el humorismo nacional cuenta o se expresa con alguna
peculiaridad; en otras palabras, si es posible adjudicarle características
que sirvan para individualizarlo. A esto podemos contestar categóricamen­
te. Desde un punto de vista general sí existen elementos para definir co­
rrectamente nuestro humorismo como una forma literaria de contornos
típicamente nacionales. En primer lugar ese humorismo viene a ser una
expresión directa y corriente de la psicología del venezolano; en segundo
lugar, ha sido cultivado con rasgos de originalidad en cuanto a manifes­
tación del ingenio y gracia criolla, del chiste o de la broma que en forma
espontánea surge de los labios del hombre de la calle; y en tercer lugar,
ha respondido, en el tiempo, a muy peculiares circunstancias y condiciones
del desarrollo histórico nacional y de la vida del pueblo en general.
Difícil precisar en breve esquema lo que el humorismo es y lo que son
los humoristas. Muchas y muy complejas definiciones se han buscado en
el tratam iento original del tema. Pero no se ha llegado —a lo que yo pue­
do saber— a una decisión unánime y definitiva sobre la materia. En rea­
lidad, puede afirmarse que existen tantas formas de humor como pueblos,
porque en realidad el humorismo es fruto genuino del ingenio y de la psi­
cología de los pueblos. Cada país acomoda su manera de ver las cosas —que
es la historia cotidiana a través de prismas psicológicos muy diversos.
Existen así, característicos, un humor inglés, distinto en expresión y
sentido, sensibilidad, intención y calidad, al “sprit” francés, por ejemplo,
o al castizo humor andaluz, tan característico en el plano del alma española.
Pero de lo que sí no existe duda es de la posibilidad de señalar algu­
nos elementos repetidos y constantes, frecuentes mejor, en todas las expre­
siones del humorismo universal, aunque tales manifestaciones se adapten
a las exigencias vitales propias de cada pueblo. Especialmente el sentido
86

de lo cómico y la expresión del ridículo, la burla y la sátira, la crítica social


expresada a través de los temas, o la simbología que se basa en una especie
de literaria deformación de la realidad, sin perder de vista el vuelo de la
intención. Y sobre todo, el contraste creador entre la gracia o gracejo es­
pontáneo y el drama constante de la vida, lo que hace que la obra del hu­
morismo sea una realización literaria sobre un vivo fondo humano esencial.
Todo verdadero humorista no es sólo poeta sino también crítico, expli­
ca Pirandello en un magnífico ensayo sobre el tema. Y agrega: “sociólogo,
idealista, reformador sonriente, es el humorista”.
El humorista, armado de su ingenio, de su clara percepción de las cosas
y de un agudo sentido de las situaciones humanas, desvía el camino natural
a que lo impulsa su condición creadora —que es la emoción pura de la rea­
lidad, inclusive en su áspera fuerza dramática— y prefiere caricaturizar
su observación, “desnaturalizar” el fondo de su acción literaria, deformando
o retorciendo algunos de los rasgos fundamentales de la realidad. Pero no
se trata de obtener un punto magro o escuálido, sin fuerza o sin vida, por
falta de visión, profundidad de análisis o error en la perspectiva que sirve
a deslindar los contornos del acontecer, del fenómeno o del suceso, sino que
orientado por travieso espíritu que no resiste a las tentaciones de la ironía,
el gracejo o la sátira, fundamenta en la deformación de la realidad, ■ —nada
malévola ni irritante— el sentido de un arte que busca la risa antes que
nada, y el complacer la búsqueda de original y distinta emoción en una
forma también distinta de hacer lucir el ingenio o la imaginación.
Todas esas notas características del género es posible advertirlas en la
producción que en el tiempo han ido haciendo su historia en nuestras letras.
Y la originalidad del mismo entre nosotros consiste, además, en haber
respondido con clara sanidad de alma a esa popular emanación del ingenio
venezolano que se ha dado en llamar “la sal criolla”.
Por lo pronto veamos algunos de los más eximios representantes del
humorismo nacional en este breve y rápido esquema que ahora empezamos
a trazar, como punto de partida para más sólido y completo estudio.
¡Si el costumbrismo, como hemos afirmado en otra parte de este estudio,
representa un antecedente notable de la prosa de ficción en Venezuela, es
asimismo importante señalar la influencia que ha tenido en otras manifes­
taciones de las letras nacionales, como una forma de la literatura que
empieza a descubrir el rostro del país, a indagar en el alma venezolana
y a perfilar los rasgos psicológicos del hombre de nuestro medio. Porque el
costumbrismo, dentro de su más estricto sentido, busca hacer historia, his­
toria de la actualidad, poniendo énfasis en el rasgo humano que utiliza y
deforma con intención crítica, conteniendo cierta hipertrofia idealista de
la realidad —en cuyo exceso cae la poesía—, pero rehaciéndola, caricatu­
rizándola al propio tiempo, por lo que su otra característica le da el rumbo
hacia las cosas reales: realismo que enseña y previene a la sociedad con la
sátira de las costumbres, de los tipos, de los personajes, que llenan de fer­
8?

mentos existenciales la circunstancia del tiempo en que aquélla se cumple.


Por eso, a través de los “cuadros de costumbres” que pasaron de España
a América, con la obra de un Mesoneros Romanos o un Larra, los países
de habla española empezaron a mirar hacia sí mismos, a escrutarse lite­
rariamente lo que había de propio en sus manifestaciones como pueblos
o sociedades autóctonas. Y así los problemas nacionales comenzaron a
tomar forma literaria, desde un punto de vista esencial, aunque a primera
vista no lo pareciese.
El costumbrismo estuvo unido, desde el principio, a la sátira. Satíricos
fueron en general, nuestros mejores costumbristas del siglo pasado. La sá­
tira es casi siempre, aunque no necesariamente, el instrumento del cos­
tumbrismo, y así surge y se manifiesta a todo lo largo de América. Pero
esta forma de expresión literaria —la sátira—■de amplio abolengo clásico,
sufre un cambio peculiar a través del uso que de ella hace el costumbris­
mo. Se “criolliza”, se independiza de su rigidez académica, se hace accesible
y popular al adquirir cierto matiz de gracia contenida, cierta chispeante
claridad que va más allá del simple espectáculo de la crítica, la caricatura
o del ridículo. Nuestros más característicos escritores de costumbres están
en esa línea de observación, como P. Tosta García, Francisco de Sales Pé­
rez, Rafael Bolívar, Miguel Mármol, y otros, que sin pertenecer vocacional-
mente al cuadro de los mismos, hicieron traviesas incursiones por el género,
como don Tulio Febres Cordero, Gonzalo Picón, o posteriormente Pedro
Emilio Coll.
Un escritor satírico propiamente dicho fue Rafael Arvelo (1812-1877),
epigramista de los buenos, espontáneo, popular, y muy dado a la impro­
visación en cualquier momento y por cualquier motivo. Fue comerciante y
tuvo participación política en su tiempo. La popularidad de que gozó
muestra el acierto que tuvo en asumir los mejores contornos de la gracia
venezolana, al punto de identificársele en el chiste o el gracejo, con mu­
chas producciones anónimas que graciosamente se le atribuían. El claro
ingenio de su estro, la gracia limpia y popular de su verso, traveseó ca­
balgando sobre el octosílabo, el endecasílabo o el alejandrino, con desen­
vuelta maestría, ridiculizando a más de un encumbrado personaje político
de su tiempo. Ha sido Rafael Arvelo, por eso, uno de los primeros satíricos
de nuestro país.
Ese aporte que representa el costumbrismo para otras formas del pen­
samiento nacional, está visible, junto con la obra de los satíricos, en el
campo del humorismo nacional, que es una expresión contemporánea cla­
ramente deslindada del resto de la producción literaria. Dentro del pro­
ceso natural de esas dos formas antecedentes —el costumbrismo y la sáti­
ra^— puede afirmarse sin mayor riesgo a equivocación que el humorismo
venezolano que escriben los escritores de este tiempo es una forma evo­
lucionada de aquellas dos manifestaciones. Expresiones que, a través de
una paciente madurez de sus elementos originales, ha dado paso a distinta
88

forma literaria plenamente independiente y ya definida totalmente en sus


mejores rasgos. De esta forma, satíricos y costumbristas del pasado son los
lógicos antecedentes del humorismo de nuestra época.
(Realmente no son muchos los escritores venezolanos que se han dado
con plenitud al cultivo de este género. Sin embargo, los pocos que a él
se han dedicado, bastan para señalar la importancia que tiene en nuestras
letras. La modalidad más sobresaliente ha sido la poética, sin desatender
por eso la otra muy significativa de la caricatura o de la prosa.
Entre quienes destacan particularmente en el pasado siglo con una
individualizadora jerarquía en el género, hay que mencionar en primer tér­
mino a Francisco de Sales Pérez, quien nos dejó amplia labor definida y
auténtica validez, y Nicolás Bolet Peraza, un espíritu de venezolano que,
pese a las contingencias de una vida llena de contradicciones e influida
por la pasión política, supo dejarnos muy calificadas muestras de su inge­
nio en la revelación de costumbres, tipos y circunstancias venezolanas del
Siglo XIX, verdaderamente valiosas para la comprensión de la época.
Pero el humorismo, propiamente dicho, es género que se actualiza con
vigor inusitado a partir de la primera década del presente siglo. Dos nom­
bres están en la primera línea de ese reconocimiento fundamental, que no
por tardío está exento de justificada consagración: Francisco Pimentel y
Leoncio Martínez.
Los humoristas más destacados de comienzos de siglo e inclusive, los
actuales, pertenecen al campo de la poesía. La política criolla, general­
mente, ha sido tema palpitante para el agudo estilete del humorista vene­
zolano, y épocas ha habido en que el humorismo ha servido de instrumento
de lucha contra las férreas dictaduras que hemos padecido en el pasado.
Unión de la sátira con el chiste, de la gracia con la crítica, del ridículo
con la ironía, de la mordacidad con la picante referencia, el humorista
busca antes que nada la risa que alecciona, la alusión, la noticia o el dato
que cobra actualidad para enseñar lo falso o lo mezquino de la vida. Así
han sido siempre nuestros humoristas, desde Leoncio Martínez (Leo) y
Francisco Pimentel (Job Pim), hasta Aquiles Nazoa, el máximo humorista
venezolano del presente.
Leoncio Martínez (1889-1941) y Francisco Pimentel (1890-1942), están
unidos no sólo por la amistad que siempre mantuvieron en vida, sino tam ­
bién por la ejemplar actitud ciudadana que sostuvieron por la misma época
en que escribieron. Cronológicamente, en tal sentido, pueden ser ubicados
en la llamada generación del 18.
En años cercanos al 20 comenzó a circular en Caracas un semanario
que iba a tener gran influencia en el ámbito literario del país, no tan
sólo por su peculiar estilo —humorismo en prosa, verso y en caricaturas—
sino porque además de brindar un vehículo generoso para la expresión crea­
dora de los nuevos valores, iba a significar un reducto de la dignidad vene­
zolana frente a la dictadura gomecista. Este periódico estaba dirigido por
89

Leoncio Martínez y desde el primer momento se adivinó que, bajo el ro­


paje popular del estilo y la gracia del humor, reforzado por una limpia in­
tención satírica, se iba a cumplir una desigual pelea en el campo político,
dentro de las escasas posibilidades que brindaba la situación entonces vivida
por el país, principalmente en lo tocante al periodismo venezolano, prime­
ra víctima de todos los regímenes de fuerza cuando se ensañan contra el
libre ejercicio de los derechos humanos. La suerte del director de “Fanto­
ches”, “Leo”, estaba sellada como enemigo manifiesto del régimen desde
el primer momento, y su campaña periodística que manejó como instru­
mento principal la caricatura, —pues ha sido uno de los mejores carica­
turistas del país—, el verso y la prosa satírica y de humor, tuvo por res­
puesta, como era de esperarse, la cárcel y la persecución constantes.
El humorismo de “Leo” caló profundamente en el alma popular vene­
zolana y su semanario fue cátedra de sana crítica ante la descomposición
social y política sufrida por el país bajo el gomecismo.
En la reseña de la actividad literaria de Leoncio Martínez hay que
anotar, igualmente, su figuración, no exenta de brillo, en el campo del
cuento, la poesía y el teatro, donde su ingenio criollo alcanzaba limpio
ejercicio creador, elevando inconfundibles elementos populares a tipolo­
gía nacional, sobre todo en el teatro. Pero su credencial más noble y lo que
en cierto modo destaca su personalidad en la historia de las letras patrias
fue su actividad como periodista y caricaturista del humor.
Vida paralela a la de “Leo” en el carcelazo y la persecución política
fue, también, la de aquel noble espíritu que se llamó Francisco Pimentel.
Combatiente de la dictadura gomecista con su única arm a de pelea, la
pluma, pasó largos años privado de su libertad cumpliendo en la cárcel o
en el destierro su vertical postura ante la ominosa tiranía. “Job Pim”, que
tal fue el seudónimo humorístico que escogió para señalar su obra, era an­
tes que nada un fino poeta lírico y en tal sentido dejó una vasta producción
que atestigua su bien dotada capacidad para el género. Igualmente fue a
través del verso como realizó su principal creación humorística. Su labor
en tal sentido lo rescata, ante la perspectiva actual, como el más agudo y
completo de los humoristas criollos. Ingenioso, culto, lleno de sensibilidad,
dotado de una clara intención popular —el refrán, la tradición, o el folklo­
re sirvieron a menudo para confeccionar sus trabajos—, fue un extraordi­
nario exponente de la gracia criolla, y aún hoy en día sus versos conservan
la frescura y la chispa alumbradora que tan celebradas fueron en su tiempo.
En Francisco Pimentel hay que destacar no sólo la función cumplida
por el humorista, sino también su actitud humana, su responsabilidad ciu­
dadana que fue ejemplar. En todo momento ciñó su tarea a la que le im­
ponía el deber intelectual. Como poeta supo comprender la realidad de su
tiempo y expresarla valientemente. Y por encima de las duras adversidades
que amenazaron su existencia se mantuvo siempre en severa disciplina de
90

dignidad intelectual. Por eso su obra toda rezuma densa humanidad, ya


que ella fue, en todo caso, consecuencia de la vida misma.
Pirandello trató alguna vez de definir el humorismo, hemos dicho al
comienzo de este trabajo. Y para deslindar sus contenidos y valores no
encontró expediente más preciso que el de señalar las características que se
observan en el humorismo. Todo verdadero humorista —mostró Pirandello—
no es tan sólo poeta, es también crítico. Y más aún: un sociólogo, un idea­
lista. El humorista es, en el fondo, un reformador sonriente, porque la la­
bor que cumple, con devoción o pasión, es obra asistida por un ideal per­
manente. De tal m anera que en el humorista confluye la poesía, la crítica
de la realidad y el afán sincero del reformador, movido por un ideal de
perfección humana.
Dentro de la definición pirandelliana entra, de cuerpo entero, Fran­
cisco Pimentel. Su humorismo amable, sonriente, es la obra de un poeta
que usa de la chispa popular, de la graciosa alusión, o del contraste vio­
lento para llamar la atención sobre aquella realidad que a todos llena de
amarga y dolorosa experiencia. Pero, al propio tiempo, en él aleteaba una
luz de esperanza; aquélla, precisamente, que el idealista, otra forma de ser
poeta, quería ver brillar alguna bajo el cielo de su país. Sorprende el vo­
lumen, la calidad y riqueza de sus trabajos, examinados bajo el prisma de
su azarosa existencia que pasaba de la prisión a la persecución en la calle,
adquirida su precaria libertad, concedídale como una gracia por el tirano
de turno. Hay una anécdota suya, contada por su hermana Doña Cecilia
Pimentel, que pinta al vivo la situación que le tocó sortear año tras año.
Es aquélla de cuando le preguntan la profesión en uno de sus tantos viajles
a la cárcel, y contesta: “preso político”... porque en realidad no le dejaron
tiempo para ejercer otra.
Job Pim fue vocacionalmente, periodista, y en este oficio realizó lo
mejor de su obra, recogida ahora, definitivamente, graciás a la devocio-
nada tarea de su viuda y hermanas.
El padre Barnola, distinguido crítico de las letras nacionales, ha es­
crito que Job Pim no admite clasificación, sino que forma un caso aparte,
peculiar e interesantísimo, en nuestras letras. Posiblemente un caso no
repetible. Ha sido, no hay que dudarlo, el primer poeta humorista de Vene­
zuela en todos los tiempos. Historiador amable de la ciudad y del país,
hizo de su penetrante don de observación de la realidad y de los caracteres
de venezolano —cómo pocos supo aprehender el fino rasgo que individua­
liza la psicología del venezolano— la materia esencial para trazar aquellas
deliciosas estampas de la vida caraqueña de sus días. Su humorismo res­
ponde, en todos los grados, a un puro sentido del humor, sin caer en lo
vulgar o chocante, en la chabacanería o el exceso, ni poner su ingenio al
servicio del rencor o la mezquindad, sino expresando, contrariamente, el
claro signo de una sensibilidad culta. Sus maneras respondieron en tal
forma, a una poesía humorística, en que lo jocoso, lo satírico de buen tono,
91

lo cómico con gracejo sin descender al sarcasmo, entre sonrisas y bromas


de buena ley, daba cuenta de aquellas críticas circunstancias en que se
desenvolvía la vida nacional.
Extraordinario versificador —como lo señala el Padre Barnola— po­
seía el don de la espontaneidad y de la improvisación, y de ello hacía gala
con frecuencia. Agil, dotado de fresca claridad y de ingenio agudo y pron­
to, su verso revelaba al primer momento la tierna vena poética en quo apo­
yaba su humorismo. En síntesis, humorismo construido a base de una pro­
funda y noble sensibilidad humana.
Característica común a “Leo” y “Job Pim” fue la de dedicar gran par­
te de su labor —si no toda— a la crítica social y la exposición y el sentido
popular de sus obras se justifica ampliamente, no sólo por expresar el mo­
do de vida de la sociedad venezolana, sino por acertar plenamente en la
psicología criolla y expresarla en su lenguaje llano y directo, gracioso y
burlesco satírico e intencionado. Fueron, asi, poetas y humoristas populares
ambos, pero también, y en grado que rescata sus obras para una conside­
ración distinta, autores que ocuparon su tiempo y su labor en faenas de
neta intención social, alertando de este modo sobre la situación del país y
buscando despertar la conciencia del pueblo ante sus males.
Después de estos dos dignos representantes del humorismo nacional,
la historia literaria se ha enriquecido con notables aportes. Pero quizás, sea
la época presente la que acusa más y mejores revelaciones en este difícil
género. En la actualidad destaca con netos y singulares perfiles la obra
de otro poeta, Aquiles Nazca, quien también al servicio del periodismo como
Leo y Job Pim, cumple con brillo excepcional faena de sabroso y criollo
ingenio, distanciándose de sus predecesores en el tono eminentemente líri­
co de sus composiciones y en la escogencia de temas distintos a los pura­
mente políticos, aunque éstos forman parte también, porque no podían
dejar de hacerlo, de su amplia y generosa temática.
Igualmente ha de advertirse en el humorismo de Nazoa una muy sana
y combativa intención de crítica social, en la que no deja de deslizarse,
alguna que otra vez, un cierto amargo fondo de dram ática aspereza. Con
todo, en Nazoa triunfa siempre el signo luminoso de la poesía.
Ha colaborado en estos semanarios: “El Morrocoy Azul” de la primera
época, “Dominguito”, “El Tocador para señoras” y “Fósforo” y mantuvo
durante bastante tiempo una sección fija en el diario “El Nacional”, titu­
lada “A punta de lanza”, con el seudónimo “Lancero”.
Otro periodista del humor, combativo y apasionado, ha sido Gabriel
Bracho Montiel, quien ha hecho célebre y popular, desde hace tiempo, su
seudónimo “Dominguito”, que últimamente sirvió para nominar un sema­
nario de decidido tono polémico en el cuadro político del presente régimen.
Humoristas han sido también dentro de lo variada de sus fecundas
actividades literarias, y atraídos fundamentalmente por la labor periodís­
tica en que han empeñado sus vidas, los poetas Andrés Eloy Blanco, muer­
92

to hace unos cinco años, y Miguel Otero Silva, dueños ambos de una chis­
peante gracia que encuentra en el chiste, el cuento, la anécdota o el es­
quema de la copla popular su natural modo de expresión. Miguel Otero
Silva fue el fundador y primer director de “El Morrocoy Azul”. Andrés
Eloy Blanco colaboró allí, también, durante mucho tiempo, y en él dejó
muestras insuperables de su estilo humorístico que fue brote espontáneo,
rasgo de improvisación manifestado en la menor oportunidad.
El humorismo de los últimos años tiende más al uso de la caricatura
que al de la prosa o el verso. Caricaturistas de alcanzado relieve son, ac­
tualmente, entre otros, Claudio Cedeño, Pedro León Zapata, Abilio Padrón,
Humberto Muñoz, y quienes firman con acreditados seudónimos como Yé-
pez, Alex, Pardo y Ramán. Aníbal Nazoa, Jesús Marcano Rosas, Aquiles A.
Prieto, Carlos Gauna, Ornar Vera López y unos pocos más continúan la
tradición chispeante del humorismo nacional, ya en prosa, ya en verso.
De esta manera, un género que ha tenido a través de los tiempos cul­
tivadores de especial significación en las letras nacionales, con aporte que
no desmerece frente a los otros géneros de mayor jerarquía, continúa siendo
una sólida manifestación contemporánea.
§3

VII.— BIBLIOGRAFIA UTILIZADA PARA ESTE


PANORAMA
Orlando Araujo. “Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos”. Edi­
torial Nova. Buenos Aires, 1955.
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IN D IC E

I.—LOS ANTECEDENTES:
Relieve colonial ................................................................................... 7
Precursores y maestros ..................................................................... 8
Los románticos ..................................................................................... 9
Las nuevas corrientes ........................................................................ 10
Una literatura nacional ................................................................... 13

II.—TRAYECTORIA DE LA POESIA VENEZOLANA:


Bello y el romanticismo ........................... 15
Juan Antonio Pérez Bonalde, un precursor ................................. 15
Presencia del nativismo ........................................... 16
Balance finisecular ............................................................................ 17
La generación del 18: ....................................................................... 18
El nuevo proceso ........................................................................ 18
La insurgencia y su carácter ..................................................... 19
Una generación lírica ................................................................. 20

III. —VANGUARDIA Y SURREALISMO:

Introducción.......................................................................................... 25
El Grupo Viernes .................. 30
Los últimos veinte años ..................................................................... 33
Insurgencia contra “Viernes” ............................................................ 34
El sentido de la reacción ................................................................... 35
Deslinde y ubicación ........................................................................ 36
Balance final ....................................................................................... 39

IV. —ESBOZO DE LA NARRATIVA VENEZOLANA:

Realidad y ficción .............................................................................. 41


Origen y afirmación .......................................................................... 42
Fuentes de la Tradición y el costumbrismo ................................. 43
La huella del criollismo ................................................................... 44
Comparación y balance de la narrativa ;......................................... 45
Impulso modernista ............................................................................ 46
Los escritores modernistas ................................................................. 47
Nuevas experiencias ....................................... .................................... 48
La promoción de !a vanguardia ...................................................... 49
Las últimas tentativas ...................................................................... 50
La Novela en Venezuela: ................................................................... 51
Proceso y sintesis ........................................................................ 51
Pesimismo y ficción....................................................................... 52
La obra de Rómulo Gallegos ..................................................... 55
La preocupación fundamental .......................................... 56
“La Alborada” ............................................................................. 57
Síntesis de un quehacer .............................................................. 58
El Cuento: .......................................................................................... 59
Los nombres del comienzo .......................................................... 59
La generación del 18 en el cuento ............................................ 60
La generación de Vanguardia en el cuento ........................ 62
Los cuentistas recientes ............................................................... 67

V.—EL ENSAYO:
Los positivistas ................................................................................... 72
Los modernistas ................................................................................. 75
El ensayo y la generación del 18 ...................................................... 76
La vanguardia en el ensayo .............................................................. 79
Grupos y temas ................................................................................. 80
La crítica literaria ............................................................................ 82
Realidad política y realidad literaria ............................................. 83

VI.—EL HUMORISMO NACIONAL .......... 85

VII.—BIBLIOGRAFIA UTILIZADA PARA ESTE PANORAMA ............. 93

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