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Crítica.

Tengo que hablar sobre la crítica en su relación con la política. Pero como
la política no es una esfera cerrada herméticamente en sí misma (así se
manifiesta en las instituciones, los procedimientos y las reglas políticas), sino
que sólo se puede entender en su relación con el juego de fuerzas de la
sociedad que conforma la sustancia de todo lo político y es ocultado por los
fenómenos políticos superficiales, tampoco el concepto de crítica se puede
restringir al ámbito político estricto.

La crítica es esencial para la democracia. Ésta no sólo exige libertad para la


crítica y necesita impulsos críticos, sino que se define por la crítica. Podemos
confirmar esto históricamente en el hecho de que la concepción de la división
de poderes (en la que la democracia se basa desde Locke, pasando por
Montesquieu y la constitución americana, hasta el día de hoy) tiene en la
crítica su nervio vital. El system of checks and balances, el control recíproco
de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, significa que cada uno de
estos poderes critica a los otros y limita así la arbitrariedad a la que cada
poder tendería sin ese elemento crítico. La crítica está unida al presupuesto de
la democracia: la mayoría de edad. Mayor de edad es quien habla por sí
mismo porque ha pensado por sí mismo y no repite lo que otros dicen; quien
no es tutelado. Esto se muestra en la fuerza de resistirse a las opiniones dadas
y a las instituciones existentes, a todo lo meramente puesto que se justifica
porque existe. Esta resistencia, la capacidad de distinguir lo conocido de lo
aceptado convencionalmente o bajo la coacción de la autoridad, es lo mismo
que la crítica, cuyo concepto procede del verbo griego krino, «distinguir». No
es muy exagerado equiparar el concepto moderno de razón a la crítica. El
ilustrado Kant, que quería que la sociedad se liberara de esa minoría de edad
de la que ella misma es culpable y que propugnaba la autonomía, juzgar de
acuerdo con el propio conocimiento, a diferencia de la heteronomía, que es la
obediencia a lo que otros mandan, denominó «críticas» a sus tres libros
principales. Esta crítica no se refería sólo a las facultades espirituales, cuyos
límites Kant quería medir y cuyos procedimientos quería construir. La fuerza
de Kant, que Kleist percibió con toda crudeza, era la fuerza de la crítica en un
sentido muy concreto. Kant criticó el dogmatismo de los sistemas
racionalistas aceptados antes de él: la Crítica de la razón pura era ante todo
una crítica incisiva de Leibniz y Wolff. El libro más importante de Kant
impresionó gracias a sus resultados negativos, y una de sus partes más
importantes (la que se ocupa de las extralimitaciones del pensamiento puro)
es completamente negativa.
Pero la crítica, un componente fundamental de la razón y del pensamiento
burgués, no dominaba tanto al espíritu como éste cree. El hombre que lo
destruía todo, como se llamaba hace doscientos años a Kant, hacía a menudo
los gestos de quien reprende a la crítica por inapropiada. En su vocabulario
esto se muestra en palabras despectivas como el verbo vernünfteln, que no
sólo censuran las extralimitaciones de la razón [Vernunft], sino que además
quieren refrenar el uso de la razón, que según el propio Kant tiende
irresistiblemente hacia esas extralimitaciones. Hegel, en el que culmina el
movimiento que empezó con Kant y que en muchos lugares equipara el
pensamiento a la negatividad y a la crítica, tiene también la tendencia
contraria: detener la crítica. Quien confía en la actividad limitada de su
propio entendimiento es para Hegel, con un insulto político, un raisonneur:
Hegel lo acusa de vanidoso porque no repara en su propia finitud y es incapaz
de subordinarse mediante el pensamiento a algo superior, a la totalidad. Esto
superior es para Hegel lo existente. La aversión de Hegel a la crítica
concuerda con su tesis de que lo real es racional. De acuerdo con una idea
autoritaria de Hegel, la persona verdaderamente racional es la que no se
empeña en oponerse a lo existente, sino que descubre ahí su propia razón. El
individuo ha de capitular ante la realidad. Hegel envuelve la renuncia a la
crítica en una sabiduría superior; la respuesta a esto fue la fórmula del joven
Marx sobre la «crítica despiadada de todo lo existente», y muchos años
después el propio Marx tituló «crítica» a su obra más importante.
El contenido de esos pasajes de Hegel, y en especial del libro en el que su
tendencia anticrítica se condensa (la Filosofía del derecho), es social. No
hace falta ser un sociólogo para percibir en las burlas sobre el raisonneur y el
Weltverbesserer el solemne sermón que le ordena que se esté tranquilo al
súbdito que, debido a una estupidez que su tutor no tiene ninguna intención
de modificar, desaprueba las órdenes que sus superiores le imparten, pues no
es capaz de comprender que todo es por su bien y que quienes en la vida
están por encima de él también son superiores a él espiritualmente. Algo de la
contradicción entre la emancipación moderna del espíritu crítico y su
simultáneo acallamiento es propio de la burguesía: desde muy pronto la
burguesía empezó a temer que sus propios principios podrían impulsarla más
allá de sus intereses. Habermas ha expuesto contradicciones de este tipo en la
opinión pública (el medio más importante de toda crítica política eficaz), que
por una parte muestra la mayoría de edad de los sujetos sociales y por otra
parte se ha convertido en una mercancía y se opone al principio crítico para
venderse mejor.
En Alemania se suele olvidar que la crítica, como motivo central del
espíritu, no es muy popular en ningún lugar del mundo. Pero hay razones
para pensar que la hostilidad a la crítica en el ámbito político tiene un aspecto
específicamente alemán. En Alemania no se produjo la liberación burguesa
plena, o si acaso en una fase en la que su presupuesto (el liberalismo de las
pequeñas empresas) ya estaba hueco. También la unificación nacional, que en
muchos países se alcanzó en paralelo al fortalecimiento de la burguesía, fue
en Alemania a la zaga de la historia y acabó siendo un episodio breve. Esto
pudo causar el trauma alemán de la unidad, que ve debilidad en esa
pluralidad que conduce a la formación de la voluntad democrática. Quien
critica viola el tabú de la unidad, que aspira a la organización totalitaria. El
crítico divide. La denuncia de las presuntas peleas entre los partidos era
imprescindible en la propaganda nacionalsocialista. El trauma de la unidad ha
sobrevivido a Hitler, e incluso se ha incrementado como consecuencia de la
división de Alemania tras la guerra que él empezó. Es una trivialidad que la
democracia llegó tarde a Alemania. Pero es menos conocido que este retraso
ha tenido consecuencias hasta para las ramificaciones espirituales. Una de las
dificultades que la democracia encuentra en Alemania para impregnar al
pueblo soberano es, aparte de las dificultades económicas y sociales, que las
formas de consciencia predemocráticas y antidemocráticas (en especial las
que se derivan del estatalismo y de la sumisión a las autoridades) se
mantienen en medio de la democracia instaurada de repente e impiden que la
gente la acepte como algo propio. Un ejemplo de este comportamiento
atrasado es la desconfianza a la crítica y la tendencia a estrangularla con
cualquier pretexto. Goebbels, al rebajar el concepto de crítico al de criticastro
y conectarlo con el de renegón y al intentar prohibir la crítica de arte, no
quería sólo tutelar al espíritu libre. El propagandista hizo un cálculo
sociopsicológico: se basó en el prejuicio alemán contra la crítica, que procede
del absolutismo. Goebbels les decía a los tutelados lo que ellos pensaban.
Si bosquejáramos una anatomía de la hostilidad alemana a la crítica,
veríamos sin duda que está ligada al rencor contra los intelectuales.
Probablemente, la opinión pública (o no-pública, como la llama Franz Böhm)
equipara al intelectual con el crítico. Es evidente que el antiintelectualismo
procede del pensamiento autoritario. Se repite machaconamente que la crítica
ha de ser responsable. Esto significa que sólo tienen derecho a criticar
quienes ocupan un puesto de responsabilidad, igual que el antiintelectualismo
tuvo hasta hace poco su límite en los intelectuales funcionarios, en los
profesores de universidad. Éstos son intelectuales de acuerdo con la materia
de su trabajo, pero en general la opinión pública establecida los valora mucho
debido a su prestigio oficial (mientras algún conflicto con los estudiantes no
le muestre su impotencia real). Se departamentaliza la crítica, que deja de ser
un derecho y un deber humanos del ciudadano y se convierte en el privilegio
de quienes se cualifican mediante su posición reconocida y protegida. Quien
ejerce la crítica sin tener poder para imponer su opinión y sin integrarse en la
jerarquía pública ha de mantenerse en silencio: esta es la figura en la que el
cliché del limitado entendimiento de los súbditos reaparece, con muchas
variaciones, en la Alemania de la igualdad formal de derechos. Las personas
que están enredadas institucionalmente en la situación existente vacilan en
criticarla. Temen, más que a los conflictos legales, a los conflictos con las
opiniones de su propio grupo. Mediante la división entre la crítica
responsable (la de quienes tienen responsabilidad pública) y la crítica
irresponsable (la de quienes no rinden cuentas de las consecuencias) se
neutraliza de antemano la crítica. La negación implícita del derecho a la
crítica a quienes no ocupan un puesto convierte al «privilegio educativo» (a
la carrera cercada con exáenes) en la instancia de quié puede criticar,
mientras que esta instancia sóo deberí ser el contenido de verdad de la
críica. Todo esto estáestablecido de una manera implíita, no institucional,
pero estápresente tan profundamente en la preconsciencia de innumerables
personas que ejerce una especie de control social. En los útimos añs ha
habido varios casos de personas que han practicado la críica fuera de la
jerarquí (la cual ya no se reduce en esta era de las celebridades a los
funcionarios), por ejemplo contra las práticas juríicas en una ciudad
determinada, y que enseguida han sido despachadas como pleitistas. Frente a
esto no basta con indicar los mecanismos que en Alemania hacen sospechoso
de ser un loco al independiente e individualista, al que disiente. La situació
es mucho má grave: la estructura anticríica de la consciencia púlica hace
que quien disiente acabe realmente en la situación del pleitista y adopte
rasgos pleitistas, se vea impulsado a la crítica tenaz; la libertad crítica
imperturbable pasa mediante su propia dinámica a la actitud de Michael
Kohlhaas, que era alemán no por casualidad. Una de las condiciones más
importantes para cambiar la estructura de la opinión pública en Alemania
sería que todos tomáramos consciencia de los hechos de los que estoy
hablando: si fueran abordados en la educación política, perderían parte de su
fuerza ciega y funesta. A veces se diría que la relación de la opinión pública
alemana con la crítica está patas arriba. Se invoca unilateralmente el derecho
a la crítica libre en beneficio de quienes se oponen al espíritu crítico de una
sociedad democrática. Sin embargo, el celo que se rebela contra este abuso
reclama esa fortaleza de la opinión pública que sigue faltando en Alemania y
que no se puede establecer mediante simples llamamientos.
La relación oculta de la opinión pública con la crítica la caracteriza muy
bien la actitud de aquéllos de sus órganos que apelan a una tradición liberal.
Algunos periódicos que no se consideran reaccionarios utilizan un tono que
en América, donde no faltan cosas análogas, se califica de pontifical. Hablan
como si estuvieran por encima de las controversias, fingen una serenidad que
es simplemente ñoña. Esta superioridad distanciada sólo suele servir para
defender lo oficial. Si acaso, estos periódicos le piden al poder que no se deje
confundir en sus buenas intenciones. Este lenguaje recuerda al de los
comunicados gubernamentales, aunque no se diga nada por orden del
gobierno. Tras la actitud pontifical se halla la actitud autoritaria: tanto en
quienes la adoptan como en los consumidores, a quienes se dirige con
astucia. En Alemania sigue imperando la identificación con el poder; y en
esto acecha el peligroso potencial de identificarse con la «política de poder»
hacia dentro y hacia fuera. La prudencia a la hora de llevar a cabo la reforma
de instituciones que la consciencia crítica exige y que en buena medida el
ejecutivo ha comprendido se basa en el miedo a las masas de votantes; este
miedo hace que la crítica no tenga consecuencias. Y al mismo tiempo indica
que el espíritu anticrítico está muy difundido entre quienes deberían estar
interesados en la crítica.
Esta falta de consecuencias de la crítica tiene en Alemania un modelo
específico, presumiblemente de origen militar: la tendencia a encubrir a los
subordinados que han cometido una irregularidad o una infracción. Tal vez,
el momento opresor de este espíritu corporativo se encuentre en las jerarquías
militares de todos los países; pero si no me engaño, es específicamente
alemán que este esquema de comportamiento militar se extienda también a
los ámbitos civiles, y en especial a los políticos. Tengo la sensación de que en
caso de crítica pública las instancias superiores al criticado (que al fin y al
cabo son las que cargan con la responsabilidad) intervienen a favor del
criticado y devuelven el golpe hacia fuera. Este mecanismo, que la sociología
debería estudiar a fondo, funciona tan bien que de antemano amenaza a la
crítica política con un destino similar al que en la Alemania de finales del
siglo XIX le esperaba al soldado que se atreviera a quejarse de sus superiores.
El rencor contra la institución del «defensor del soldado» es un símbolo de
toda esta esfera.
Tal vez, la relación deteriorada de los alemanes con la crítica quede clara
sobre todo en la falta de consecuencias de la crítica. Si Alemania se merece el
nombre de «el país de las insensateces ilimitadas», como ha dicho Ulrich
Sonnemann, tendrá algo que ver con esto. Puede ser una frase hecha que
alguien ha sido expulsado por la presión de la opinión pública; pero peor que
una frase hecha es que no se forme una opinión pública que ejerza esa
presión y que, cuando esto sí sucede, no tenga consecuencias. La politología
debería estudiar las consecuencias de la opinión pública, de la crítica no
funcionarial en las viejas democracias de Inglaterra, Francia y América en
comparación con Alemania. No me atrevo a anticipar el resultado de esta
investigación, pero puedo imaginármelo. Si se menciona, como excepción, el
caso Der Spiegel, hay que tener en cuenta que los periódicos que protestaron
(los portadores de la opinión pública) no adoptaron esta insólita actitud por
solidaridad con la libertad de crítica y con su presupuesto, la información sin
trabas, sino porque se sentían amenazados en sus propios intereses, en el
news value, en el valor de mercado de las informaciones. No menosprecio los
rudimentos de una crítica pública eficaz en Alemania. Uno de ellos es la
caída de un ministro regional de Cultura de extrema derecha. Pero dudo que
hoy, cuando ya no existe en ningún lugar la misma solidaridad entre
estudiantes y profesores que hubo esa vez en Gotinga, pueda suceder algo
similar. Tengo la impresión de que el espíritu de la crítica pública, desde que
ha sido monopolizado por grupos políticos y ha quedado comprometido
públicamente, ha sufrido unos reveses sensibles; ojalá me engañe.
Esencialmente alemán, aunque no tanto como supone quien no ha tenido la
oportunidad de observar cosas análogas en otros países, es un esquema
anticrítico que desde la filosofía (y precisamente desde la filosofía que se
burlaba del raisonneur) se ha degradado hasta convertirse en una cháchara: la
invocación de lo positivo. El sustantivo «crítica», si es tolerado o incluso uno
mismo se las da de crítico, suele aparecer seguido por el adjetivo
«constructiva». Se supone que sólo ha de ejercer la crítica quien pueda
proponer algo mejor que lo criticado; hace doscientos años Lessing ya se
burló de esto en la estética. Al revestirse de lo positivo, la crítica queda
domesticada de antemano y pierde su vehemencia. Gottfried Keller dice en
un lugar que la exigencia de lo constructivo es una manera empalagosa de
hablar: ya hemos ganado mucho –dice– si donde algo mal hecho impedía que
llegara la luz y pasara el aire conseguimos eliminar el moho. No siempre es
posible añadirle a la crítica la recomendación práctica inmediata de lo mejor,
aunque la crítica puede proceder así en muchas ocasiones confrontando las
realidades con las normas a las que ellas apelan: seguir las normas ya sería lo
mejor. La palabra «positivo», contra la que hace décadas polemizó no sólo
Karl Kraus, sino también un escritor tan poco radical como Erich Kästner, ya
es mágica en Alemania. Salta automáticamente. Que es problemática se nota
en que hoy la forma superior hacia la que la sociedad debería moverse de
acuerdo con la concepción progresiva ya no está presente concretamente en la
realidad como tendencia. Si por esta razón quisiéramos renunciar a la crítica
de la sociedad, estaríamos consolidándola en ese aspecto problemático que
impide la transición hacia una forma superior. La desfiguración objetiva de lo
superior no concierne de manera abstracta al gran todo. En cada fenómeno
individual que se critica se tropieza rápidamente con ese límite. El deseo de
propuestas positivas no se cumple, y por tanto es fácil difamar a la crítica.
Baste con indicar que desde el punto de vista de la psicología social la
insistencia en lo positivo es una tapadera del impulso de destrucción que
actúa bajo una fina cubierta. Quienes más hablan de lo positivo se entienden
muy bien con la violencia destructiva. La obligación colectiva de una
positividad que permite el traslado inmediato a la praxis ha atrapado ya a
quienes creen oponerse rotundamente a la sociedad. De este modo, su
accionismo se integra en la tendencia social dominante. A esto habría que
contraponerle, variando una frase célebre de Spinoza, que lo falso, una vez
conocido con precisión, ya es un índice de lo correcto, de lo mejor.__

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