Está en la página 1de 18

Lygia Clark en su estudio trabajando en

Arquitectura biológica
Por Marta Muñoz Recarte

Sao Paulo, domingo, 15 de mayo de 1994. “Estoy tendida en el


suelo, con los ojos vendados; a mi alrededor, un tumulto de cuerpos
anónimos en movimiento. No sé lo que pasará. Una pérdida
completa de puntos de referencia: aprensión, inquietud. Me rindo.
Trozos de cuerpos sin forma cobran fuerza y empiezan a actuar
sobre mí: bocas anónimas que acogen bobinas de máquinas de
coser, manos también anónimas desenrollan los hilos cubiertos de
saliva de manera ruidosa, para luego echarlos sobre mi cuerpo.
Cubierta, poco a poco, de pies a cabeza por una alambrada de
hilos, una composición improvisada por las bocas y las manos que
me rodean. Voy tímidamente perdiendo el miedo de ver la imagen
de mi cuerpo disolverse- mi cara, mi forma, yo misma: empiezo a
convertirme en una maraña de baba. Ha parado el sonido de las
bobinas dando vueltas en las bocas. Ahora, las manos se enredan
en el moho caliente y húmedo que me envuelve para intentar
librarme de él; algunas, más nerviosas, arrancan algunos copetes,
otros levantan los hilos con las yemas de los dedos como si
intentaran deshilacharlos y así continúan hasta que no queda nada.
Me quitan la venda de los ojos. Vuelta al mundo visible. En el fluir
de la baba hecha una maraña se había formado un cuerpo nuevo,
una nueva cara, un nuevo ser.”

Así describía la psicoanalista y escritora brasileña Sueli Rolnik su


participación en Baba antropofágica, en las sesiones que,
dedicadas al trabajo de la artista Lygia Clark, se desarrollaron como
preparación a su retrospectiva en la XXII Bienal de Sao Paulo.

Rolnik era la persona tendida en el suelo. Puede que fuera su


conciencia indirecta de psicoanalista recostada sobre el diván lo
que produjo en ella esa fuerte perturbación. Aunque, si por un
instante nos imagináramos allí, con los ojos cerrados, sintiendo
esos hilos llenos de saliva que bocas a nuestro alrededor expulsan
sin cesar, deseando que acabe la experiencia, que dejen de vomitar
sobre nosotros, para luego darnos cuenta de que esas mismas
manos, que colaboraban voluntariamente para desenrollar las
bobinas de colores, se iban a enzarzar en una especie de pelea por
romper unos hilos imposibles de quebrar… Si nos imagináramos en
esa situación, con toda probabilidad, y aunque nosotros sí que
estemos acostumbrados a ser los que nos tumbamos en el diván,
también nos sentiríamos sumamente desconcertados.

Lygia
Clark, Baba antropofágica, 1973.
“Te envío una foto de un trabajo que llamo Baba antropofágica”, le
decía Clark a su gran amigo y también artista brasileño Hélio
Oiticica en una de sus múltiples cartas. “Una persona se estira en el
suelo. Alrededor suyo los jóvenes que están arrodillados se ponen
en la boca un carrete de hilo de varios colores. Empiezan a estirar
con la mano el hilo que cae sobre la persona acostada hasta vaciar
el carrete. El hilo sale lleno de saliva y la gente que lo estira
empieza a sentir simplemente que está estirando un hilo, pero
enseguida tiene la percepción de que está tirando el propio vientre
hacia el exterior. Es, sobre todo, la fantasmática del cuerpo lo que
me interesa y no el cuerpo en sí. Después, las personas se
enzarzan con esa baba y ahí empieza una especie de lucha que es
el défoulement para romper la baba, acto realizado con agresividad,
euforia y alegría e incluso dolor, porque los hilos son demasiado
duros para ser rotos. Al acabar pido el vécu, que es lo más
importante, y así me voy enriqueciendo a través de la elaboración
del otro.” (1997: 228)
En 1973, año en el que realiza esta obra, o “proposición” como ella
prefería denominarla, Lygia Clark ya había renunciado a su
“condición de artista”, o eso nos había querido hacer creer. Las
“obras de arte” –en tanto que objetos artísticos- hacía tiempo que
habían dejado de ser importantes en sí mismas. Lo fundamental no
era crear un objeto que mantuviera y preservara su aura e
indirectamente la del artista, sino realizar “proposiciones”. Para
Lygia, ese era el nuevo papel que debía jugar el artista, alejándose,
y renunciando a ese lugar privilegiado al que había conseguido
acceder. Un lugar que a Lygia no le interesaba nada, un lugar
habitado por seres románticos que se negaban a renunciar a su
condición de “creadores semidivinos”. El artista, a partir de ahora,
debía dedicarse a provocar situaciones que ayudaran al espectador
a liberarse. Podríamos aventurarnos a afirmar que, en cierto modo,
el artista había abandonado su parte creadora (o por lo menos en
su aspecto más tradicional): no sólo había dejado atrás la creación
o manipulación artesanal, sino que ni siquiera debía ya presentar
proyectos para que estos fueran posteriormente ejecutados. El
artista ahora realizaba proposiciones para que fueran otros las que
las experimentaran. Y lo que es más importante, para Clark esa
experiencia no se limitaba al campo estético, sino que se inmiscuía
en el amplio terreno de la vida. Lygia buscaba, como acabamos de
decir, la liberación del espectador a través de la experiencia que
tenía lugar cuando esas proposiciones se desarrollaban.

Baba antropofágica es creada en una etapa en la que la artista se


encontraba inmersa en un período de intensa experimentación con
sus estudiantes parisinos, en un período en el cual habían llegado a
lo que ella llamaba Cuerpo colectivo que, en última instancia, “es un
intercambio entre la gente y su psicología íntima. Este intercambio
no suele ser agradable. La idea es que la persona que participa en
la propuesta ‘vomita’ experiencia vital. Los demás participantes
tienen que tragarse ese ‘vómito’, e inmediatamente vomitan, a su
vez, su propio contenido íntimo.” (1997: 28)

Su obra adquiriría de este modo una dimensión política y social a la


que Clark nunca quiso renunciar. Una dimensión política que estaba
íntimamente relacionada con esas sensaciones y convulsiones que
provocaba en el espectador, ya que, a través de las proposiciones,
el espectador o participante encontraba dentro de sí una “energía
sensorial voluntariamente adormecida” por los hábitos sociales que
habíamos ido adquiriendo. De esta forma, para Lygia, las
experiencias producidas tenían un impacto revolucionario y parece
ser que así eran percibidas también desde fuera, como quedó
evidenciado en su momento cuando fueron presentadas en la
Bienal de Venecia de 1968. Su posterior análisis no puede sino
confirmar esta impresión inicial.

La misma elección del término “participante” frente al más común de


espectador no es una figura retórica. Debemos comenzar a hablar
con propiedad. Ya no existe esa figura que tan acostumbrados
estamos a personalizar: no hay espectadores en la obra de Lygia
Clark. No le interesan. La participación del otro es absolutamente
fundamental para poder comprender su trabajo. Sin el otro, sus
obras carecen de significado. Todas sus obras, o mejor dicho, todas
sus proposiciones posteriores a 1965 nunca fueron pensadas para
ser expuestas en galerías o salas de museos de arte
contemporáneo y, por lo tanto, se mantenían peligrosamente fuera
del sistema, fuera del mercado. Sus proposiciones sólo tenían
sentido cuando eran participadas por otros, que siguiendo las
directrices de la artista se convertían en dueños de su propia
experiencia.
Lygia Clark, Pedra e
ar, 1966.
Se limitaban a la utilización de objetos fácilmente replicables, como
una pequeña piedra situada sobre una bolsa de plástico que
habríamos inflado previamente nosotros mismos. Y ésta no sería
una bolsa de plástico especial, serviría casi cualquiera.

La proposición nos llevaría no sólo a inflar la bolsa de plástico, sino


a situar la piedra sobre uno de los extremos y poco a poco dejar
que se hundiera y que volviera a salir a la superficie dependiendo
de la presión que nuestras manos ejercieran sobre la bolsa. La
proposición se limitaba a una acción en apariencia tan simple. Si es
que el verbo limitar puede ser aquí utilizado con propiedad.

Y precisamente esa piedra y esa bolsa de plástico normal y


corriente nos llevarían a otro “problema” a la hora de enfrentarnos
con su obra: el de su exposición. ¿Qué sentido tiene exhibir en
maravillosas vitrinas de madera, perfectamente terminadas, un
trozo de plástico y una piedra cualquiera? ¿Podríamos siquiera
imaginarnos alguna de las sensaciones descritas por Rolnik si
viéramos ante nosotros las bobinas de hilo vaciadas, o quizá
todavía llenas? Lo que Lygia buscaba era que los museos se
convirtieran en “laboratorios para encontrar nuevos caminos para el
individuo, tendiendo a fundirse con la consulta del analista o
psicólogo.” (1997: 157) Según ella, con este nuevo papel que le
tocaba jugar al artista, las galerías dejarían de existir ya que sería el
propio espectador, participante o consumidor (como le queramos
denominar) quien concebiría o llevaría a cabo la obra directamente.

A Clark no le interesaba la actitud romántica del artista que, según


ella, necesitaba un objeto, aunque ese objeto fuera él mismo, para
poder negarlo. Clark había decidido entregar la autoría de la obra al
espectador: quería que abandonara su tradicional rol pasivo y
tomara contacto con su propia experiencia, con su propia realidad.
(1997: 264-269)

“¿Cuál es entonces la misión del artista?”, decía Clark, “Dar al


participante el objeto que no tiene importancia por sí mismo y que
sólo la tendrá en la medida en que el participante actúe. Es como
un huevo que sólo revela su interior al ser abierto. (…) Es menester
que la obra no cuente por ella misma y que sea un simple trampolín
para la libertad del espectador-autor. Éste tomará conciencia a
través de la proposición que le es ofrecida por el artista. No se trata
de la participación por la participación, ni de la agresión por la
agresión, sino de que el participante dé un significado a su gesto y
de que su acto sea alimentado por un pensamiento, en ese caso el
énfasis de su libertad de acción.” (1997: 152-153)

¿Pero había Clark realmente renunciado a su condición de artista?


¿Por qué estaba tan interesada en hacer explícita esa renuncia? ¿Y
por qué fue tan ampliamente secundada por los críticos, en especial
cuando se hacía referencia a los últimos años de su vida, en los que
trabajaba en su casa, sobre todo con borderlines y en sesiones
semanales con un enfoque terapéutico? ¿Se convirtió Lygia en los
últimos años de verdad en una terapeuta? Yo creo que no. El
aspecto clínico de sus sesiones no era lo que más le interesaba,
pero ésta resultaba una postura cómoda, tanto para ella como para
los demás. Su aislamiento del mundo del arte evitaba la convulsión
que sus acciones podían haber traído consigo. Si Lygia había
perdido la cabeza y había decidido convertirse en terapeuta, eso ya
no nos afectaba como historiadores, críticos o participantes, eran
unos años que no teníamos por qué tratar, a los que no teníamos
que enfrentarnos.
Lygia Clark,
Caminhando, 1963.
Unos años antes, en 1963, Lygia realiza Caminhando, una obra con
la que se inicia una etapa que acabaría con las sesiones de los
Objetos relacionales, producidos de 1976 a 1981 y de forma
esporádica en 1984.

En esta etapa, que según muchos críticos ya se intuía en su obra


anterior, hay dos aspectos que cobran cada vez mayor relevancia:
la dimensión temporal y la relación física con los propios objetos.
Como indicaba Yve-Alain Bois, uno podría llegar a sugerir que ese
giro final que da Clark a su actividad artística (cuya forma se basaba
en el modelo de la cura psicoanalítica y tenía lugar en varias
sesiones semanales) no era más que una consecuencia directa de
su tendencia, interés u obsesión por convertir el tiempo, y más
concretamente el tiempo biológico, en su medio de trabajo. (BOIS,
1999)

Podríamos llegar a considerar Caminhando como la primera


proposición en la que Lygia incita al otro a ser dueño de su propia
experiencia y renuncia, quizá por primera vez al rol tradicional
asignado a los artistas. Las instrucciones proporcionadas por Clark
decían lo siguiente:

“Haz tú mismo el Caminhando con la faja blanca de papel que


envuelve el libro, córtala a lo ancho, tuércela y pégala de manera
que obtengas una cinta de Moebius. Coge unas tijeras y desde un
extremo corta sin parar a lo largo. Ten especial cuidado en no pasar
a la parte ya cortada –esto separaría la cinta en dos pedazos.
Cuando hayas dado la vuelta a la cinta de Moebius, decide entre
cortar a la derecha o la izquierda del corte ya realizado. La noción
de la elección es decisiva y de ahí radica el único sentido de esta
experiencia. La obra es tu acto. A medida que se corta la cinta, se
afina y desdobla en entrelazados. Al final, el camino es tan estrecho
que no se puede abrir más. Es el fin del atajo. (…) A la relación
dualista entre el hombre y el Bicho que caracterizaba a las
experiencias precedentes, le sucede un nuevo tipo de fusión.
Siendo la obra el acto de hacer la propia obra, tú y ella os volvéis
totalmente indisociables. / Apenas existe un tipo de duración: el
acto. El acto es lo que produce el Caminhando. No existe nada
antes y nada después.” (1997: 151)

En Caminhando se otorgaba una importancia absoluta al acto


realizado por el participante. Además, para Clark, esta proposición
tenía una especial importancia ya que no sólo otorgaba un
revolucionario papel al “otro”, sino que permitía que él participara en
la obra a través de la elección que, por ejemplo, tendría que hacer
una vez diera la vuelta con la tijera a la cinta y tuviera que elegir si
seguir por la derecha o la izquierda o si hacer el corte más o menos
próximo al anterior. Lo imprevisible se apoderaba de la obra y por
tanto de la acción. De esta forma Clark diferenciaba su proposición
de los ready-mades duchampianos con los que más tarde querrían
relacionarlos. Para ella, cualquier artista que utilizara un ready-
made u objeto de la vida cotidiana estaba pretendiendo otorgarle un
poder poético. Sin embargo, con Caminhando se había dado un
paso, un gran paso, más allá: ya no había necesidad de objeto ya
que era el acto el que engendraba la poesía. El objeto en sí mismo
no tenía importancia y sólo llegaría a tenerla en la medida en la que
el participante llevara a cabo la proposición, efectuara la acción.
(1997: 151-152)

Comienza, por tanto, a hacerse presente la relevancia que irá


adquiriendo el tiempo y la acción a lo largo de su obra. Caminhando
supone la inmanencia del acto. Es el instante en que tiene lugar el
acto lo que nos renueva. Cada vez que vuelve a tener lugar tiene un
nuevo significado. La repetición se convierte, de este modo, en algo
inalcanzable.

Lygia iniciaba en 1964 un camino que podía haberse fraguado


hacía no mucho tiempo cuando el crítico brasileño Mario Pedrosa
había dado una patada a uno de sus Trepantes (u obras blandas) y
le había felicitado por la ocurrencia: “¡Por fin una escultura que
puedes patear!” (1997: 21) Sus obras se habían vuelto cada vez
más elásticas y habían ido perdiendo progresivamente su
autonomía, hasta que cayeron al suelo y se evaporaron.

Con Caminhando, el significado de la obra de arte dejaba de ser


algo inaccesible para la mayoría, al no necesitar ser descifrado,
puesto que el participante percibía el sentido del mismo en el
instante en el que llevaba a cabo la acción. Para Lygia aquí volvía a
estar presente la dimensión política. El artista presentaba al
espectador una obra cerrada y terminada, frente a la cual el
espectador sólo podía intentar descifrar el sentido original. Este
proceso se anulaba de golpe; a lo que habría que añadir el hecho
de que las proposiciones de Clark ya no reflejaban, como las obras
hasta entonces, una experiencia pasada vivida por el artista. Lo
importante ahora era el acto que se iba a realizar, un acto que, por
supuesto, tendría lugar en el presente y, lo que es igual de
importante, por parte del espectador.

Clark abandona en 1965 la producción del objeto artístico como tal


y la cinta de Moebius funciona, sin duda, a modo de metáfora de un
nuevo comienzo, un nuevo principio que, al igual que la cinta no
tiene derecho ni revés, principio ni fin…

Para Bois nos encontrábamos ya en esta obra con tres aspectos


que se volverían recurrentes en esa nueva etapa que la artista
acababa de comenzar: la “inmanencia del acto”, la nueva forma de
comunicación que se producía y la carga fantasmática de
proposiciones en apariencia tremendamente simples.

En primer lugar, estaba la insistencia en la irreductibilidad del


presente, lo que ella calificaba como la “inmanencia del acto”, a la
que ya hemos hecho referencia. La importancia de Caminhando
radicaba en su simplicidad y en cómo ésta era capaz de transmitir al
participante la relevancia de la temporalidad en los actos que
realizamos, algo que poco a poco se nos ha ido negando a través
del proceso de mecanización en el que vivimos inmersos.

La naturaleza personal e íntima de la experiencia implicaba no sólo


un tremendo envite a la autoridad del artista, sino que establecía
una nueva forma de comunicación. Resaltaba Bois cómo, unos
años más tarde, en 1969, en un momento en el que sus
proposiciones comenzaron a implicar la presencia de varios
participantes, la artista escribía: “Mi comunicación no puede a priori
hacerse a través de lentes, o manifestaciones de grupo como con
los otros; es una experiencia tan biológica y a un nivel tan celular
que sólo puede comunicarse de una manera orgánica y celular. De
uno a otro o a otros pero siempre hay algo que sale del otro y es
una comunicación extremadamente íntima, de poro a poro, de pelo
a pelo, de sudor a sudor.” (BOIS, 1999)

Para finalizar, nos encontramos en Caminhando con el tremendo


contraste existente, a partir de ahora, en casi todas sus
proposiciones entre la enorme simplicidad de los gestos y la carga
que llamaba “fantasmática”. Algo que ella había descrito con
anterioridad como un trabajo de frontera que era imposible definir
con absoluta precisión. Según Clark, a partir de determinadas
vivencias y de su expresión verbal en grupo, conseguía llegar a los
márgenes del psicoanálisis.

Lygia se iría, poco a poco, alejando del espectador tradicional y las


personas con las que se relacionaría, con las que interactuaría a la
hora de llevar a cabo su proceso artístico, eran escogidas cada vez
con mayor esmero. En octubre de 1972, Clark fue invitada a impartir
un seminario sobre comunicación gestual en la Sorbona de París.
Allí llevaría a cabo un interesante trabajo con estudiantes que le
ayudarían a realizar experiencias con grupos de hasta sesenta
personas, tres horas, dos veces por semana. Sus alumnos tenían
entre 21 y 27 años. Posteriormente, los participantes en sus obras
serían simples viandantes parisinos.

Y después de Francia, donde permanece de forma intermitente


hasta 1976, comienza lo que se ha venido a denominar como
Terapia.

Un proceso y unos años que la alejarían por completo del mundo


artístico, con el cual sólo se relacionaría de manera esporádica para
llevar a cabo la recuperación de obras antiguas en alguna que otra
muestra colectiva e individual.

De vuelta entonces en Rio de Janeiro, la artista abandonaba las


prácticas colectivas que había realizado en París, iniciando una
nueva fase en la que ese posible espectador quedaba reducido al
paciente al que Lygia dedicaba toda su atención en una especie de
tratamiento individual.

Es este el momento en el que la artista crea los Objetos


relacionales a partir de piezas que ella misma había venido
realizando desde 1966. Sin embargo, estás piezas, tendrán, ahora
más que nunca, un marcado carácter terapéutico.
Lygia Clark, Objetos relacionales, 1980.
La enumeración de los Objetos relacionales utilizados por Clark en
sus “terapias” es bastante reducida: un cojín ligero relleno de bolitas
de poliestireno, otro pesado relleno de arena de playa, uno
intermedio denominado cojín ligero-pesado, un gran colchón de
dimensiones similares a las de uno de matrimonio relleno de bolitas,
mantas (de algodón, una rellena con bolitas, otra de lana y otra de
velo), objetos hechos con medias (que contenían pelotas de tenis,
de ping-pong, piedras y conchas finas partidas), bolsas de plástico
rellenas de semillas, una red que contenía una bolsa de plástico
llena de aire y una piedra ovalada, un tubo de goma de
submarinismo, una bolsa de plástico llena de agua, otra llena de
aire, una última llena de arena, conchas, un largo tubo de cartón y,
por último, uno de los más fascinantes, la piedra de tamaño
reducido que le serviría al “paciente” para mantener su contacto con
la realidad. Rolnik, en una bonita referencia a este último objeto,
decía: “el viaje hacia este más allá de la representación es tan
intenso que Lygia, por prudencia, dejaba una piedrecita en la mano
del receptor/paciente durante toda la sesión, para que, siguiendo el
ejemplo de Pulgarcito, pudiera encontrar el camino de regreso.”
(1997: 343)

Los Objetos relacionales, como su propio nombre indica, no tienen


especificidad en sí mismos, sino que se definen en la relación que
durante las sesiones se establece con la fantasía del sujeto. Un
mismo objeto podría expresar significados diferentes en distintos
sujetos o incluso en el mismo, en momentos o circunstancias
distintas. Lygia, a través de la utilización de sus objetos obtiene,
como es lógico, resultados diferentes en cada persona. Cada
individuo es un mundo y las vivencias rememoradas a través del
contacto con los objetos pueden variar según la ocasión. Al igual
que se observa en la terapia tradicional, cada persona es un ente
distinto y vive las experiencias a su manera, hecho al cual Lygia
otorgaba mucha importancia; de ahí la imposibilidad de las prácticas
colectivas.

Clark pretendía, con la Terapia, que el individuo fuese capaz de


retornar a un estado pre-verbal, a lo que ella llamaba “la memoria
del cuerpo” y que evocaba y revivía con los Objetos relacionales en
puntos específicos del cuerpo del paciente. Se establece pues una
relación entre los objetos y el cuerpo del participante a través de su
imagen sensorial, a través del contacto físico, abandonando, de una
vez por todas, cualquier posible alusión a la imagen visual del
objeto.

La progresiva desenfatización del sentido de la vista en la obra de


Clark llega a su punto culminante en ésta, su última etapa, en la que
el contacto físico es absolutamente imprescindible. Es la interacción
entre el objeto y el sujeto la que conseguiría transformar al
individuo; sólo a través del contacto se producen resultados. El
objeto se convierte en el punto de mira de la carga afectiva del
sujeto, propiciando sensaciones corpóreas que funcionan como
punto de partida para la producción fantasmática. Aunque el objeto
no presenta ninguna analogía formal con el cuerpo del participante,
para Lygia creaba una serie de relaciones que se convertirían en
catalizadoras, a través de las distintas texturas, peso, tamaño,
movimiento, temperatura y sonoridad. En sus propias palabras: “en
el momento en que el sujeto lo manipula, creando relaciones de
llenos y vacíos, mediante masas que fluyen en un proceso
incesante, la identidad con su núcleo psicótico se desencadena en
la identidad procesual de modelarse a sí mismo.” (1997: 319)

El contacto que experimenta el paciente se convierte en una


experiencia liberadora, algo que Lygia había buscado en el arte
desde el comienzo de su trayectoria. Los pacientes pueden
identificar lo ligero con euforia, con bienestar, con el cuidado
materno, al igual que experimentan la pesadez con ese otro objeto
que se hunde, que oprime. Mientras que el primer tipo de objetos se
relaciona con algo dúctil y maleable, lo segundo puede llegar a ser
aprisionador.

El objeto ya no tiene ningún sentido fuera de la experimentación.


Lygia ha sobrepasado el límite entre el arte y la vida. Ya no hay
lugar para ella en el mundo del arte tradicional y puede que por eso
lo abandone de forma voluntaria. ¿Cómo podría uno siquiera
plantearse la exhibición de estos objetos? El espectador, que en la
obra de Clark había dejado de serlo hacía ya mucho tiempo, sólo
puede participar una vez ha abandonado esa posición segura desde
la que le era posible consumir una obra de arte sin verse afectado lo
más mínimo. Como dice Rolnik, “el objeto pierde su autonomía, ‘es
apenas una potencialidad’ que será actualizada, o no, por el
receptor.” (1997: 343)

En este sentido, resulta interesante la reseña que Yve-Alain Bois


elabora para ArtForum en relación con la gran retrospectiva de
Lygia Clark que tuvo lugar en 1997, organizada y producida por la
Fundació Antoni Tapies en Barcelona, en la que comenta la gran
dificultad que entraña la exposición de la obra de la artista y más
concretamente la que produjo durante esta última etapa. Sin
embargo, en Barcelona se intentó y aunque no podemos hablar de
fracaso, llama Bois la atención sobre lo problemático que le resultó
su vivencia. Es cierto que el espectador podía dejar de serlo y
convertirse en participante como a Lygia le hubiera gustado. Unos
asistentes -formados por analistas que habían trabajado con la
artista- le sometían a una sesión si eso era su deseo. Sin embargo,
al tener lugar estas sesiones en un espacio público como es el del
museo, se convertían en un suceso exhibicionista y voyeurista, algo
de lo que Clark había huido trasladando las sesiones al “consultorio”
en el que había convertido su casa.

Pero ¿abandona Lygia de verás su condición de artista para


convertirse en terapeuta como nos han hecho creer? Sigo
pensando que no. No estaba verdaderamente interesada en
convertirse en terapeuta, aunque tampoco le interesaba ya lo que
podía ofrecerle su catalogación como artista. Clark vive, durante
esos años, en un apasionante mundo fronterizo bastante más
peligroso e incómodo de lo que nadie estaba dispuesto a aceptar.

Lygia asume que esta práctica ha sobrepasado el límite entre el arte


y la vida que tanto nos esforzamos en identificar. Como quedaría
evidenciado cada vez que se planeaba una exposición
retrospectiva, no había lugar para ella ni para sus descubrimientos
en los museos, ni en las galerías, ni siquiera en la crítica o la
historia. De ahí la aparente coherencia en declararse una no-artista.

Sí que hay similitudes entre la posición de Lygia y la del terapeuta,


eso no lo podemos negar. Lygia se había convertido en una
mediadora, emulando de algún modo la figura del terapeuta como
facilitador, ofreciendo las condiciones y el entorno en el que el
cambio se hacía posible. Lygia era ahora una facilitadora que
creaba condiciones.

Las experiencias producidas por el contacto con los Objetos


relacionales provocan en los pacientes de Lygia un proceso similar
al que tiene lugar en otras terapias, teniendo lugar una actualización
del pasado. Lygia consigue, de la misma forma que lo haría un
terapeuta, traer el pasado al aquí y al ahora, convirtiendo en
terapéutica la sensación que se experimenta al revivirlo. A lo que
habría que añadir la importancia que Clark otorga al proceso, y por
tanto al tiempo, de manera cada vez más insistente desde su
Caminhando, algo que se hace imprescindible en sus sesiones con
los objetos y una característica fundamental del tratamiento
terapéutico.

Sin embargo, existe en la aproximación de Clark al proceso


terapéutico una característica importante que le separa del
tratamiento clínico: se agota en el proceso y lo abandona en cuanto
ha dominado el concepto, a lo que se une su negación de la
frustración en el paciente (por mucho que ésta pudiera resultar
terapéutica) y la forma en la que evita casos que le puedan resultar
complicados o aburridos.

Lygia parece huir de la frustración, tiene miedo de abandonar al


paciente en ese estado, sustituyendo rápidamente unos Objetos
relacionales con otros para que pueda reparar el daño. Es
precisamente en este punto en el que se establece una clara
distancia con la terapia tradicional: no parece confiar en el proceso
terapéutico. A veces el paciente necesita destruir o destruirse
durante mucho tiempo antes de poder volver a crear una relación
nueva que sustituya a la dañada. No era eso lo que Lygia buscaba.
Ella parecía querer, como comenta Rolnik, que la terapia para sus
pacientes no fuera eso únicamente, parecía identificar las
experiencias de éstos durante las sesiones con la creación artística.

Al fin y al cabo, también ellos se enfrentaban a sus miedos, a sus


terrores y a lo desconocido que había dentro de ellos. Lo mismo
que le había sucedido a Clark toda su vida cuando había querido
crear una obra de arte. “Yo no cambié el arte por el psicoanálisis,”
dijo Lygia en algún momento, “lo que pasa es que todas mis
investigaciones me llevaron a hacer lo que hago, que no es
psicoanálisis. Desde que pedí la participación del espectador, que
fue en el 59, a partir de entonces todos mis trabajos exigen la
participación del espectador: mi trabajo siempre estuvo guiado por
la voluntad de que el otro experimentara, no sólo para experimentar
yo.” (1997: 346-7)

Y es que puede que los Objetos relacionales no sean más que una
radicalización de aquella revolucionaria propuesta presente en
Caminando y que, como sugería Rolnik, en referencia a la famosa
patada de Mario Pedrosa, fuera ahora Clark la que daba la patada
pero no a una obra de arte concreta sino al mundo artístico en
general. (1997: 344)
 

*Este ensayo se presentó inicialmente en forma de ponencia dentro


del curso Indisciplinas: Artes y Políticas del Cuerpo, dirigido por
José A. Sánchez, con motivo de los Cursos de Verano de El
Escorial, Universidad Complutense de Madrid en julio de 2004.

REFERENCIAS

Bois, Y.-A., 1999, enero, “Lygia Clark”, Artforum.

Bois, Y.-A., 1994, verano, “Introduction to Nostalgia of the body:


Lygia Clark”, October, Cambridge, Massachusetts, n. 69.

ROLNIK, S., 1996, “A state of art: the work of Lygia Clark / Um


estado de arte: a obra de Lygia Clark”, Trans>, Nueva York, 1, n. 2,
pp. 73-80, 149.

VV.AA., 1997, Lygia Clark (Cat. Exp.), Barcelona, Fundació Antoni


Tàpies.

También podría gustarte