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PABLO ALONSO

DARÍO MOLLÁ

Ayudar
y aprovechar
a otros muchos
Dar y hacer Ejercicios ignacianos
Prólogo de JOSÉ A. GARCÍA
Índice

Portada
Créditos
Notas sobre la edición
Prólogo
Capítulo 1: La oración en Ejercicios
¿Es difícil orar?
Orar no es hacer algo, sino recibir un don
Orar ante el Dios Regalador, todo Misericordia
La meditación con las tres potencias
Los sentimientos que segregan los buenos pensamientos
La contemplación de escenas evangélicas
Los previos o preámbulos de la contemplación
El «provecho» de contemplar
La repetición ignaciana
Un recurso para acentuar lo afectivo
Un requisito indispensable para luego «hacer memoria»
El «traer los sentidos» a la oración
«Las puertas de los sentidos»
La «aplicación de sentidos» en los Ejercicios
Capítulo 2: El inicio de los Ejercicios
La charla introductoria de los Ejercicios
Las piezas del método
La actitud imprescindible para hacer Ejercicios
El planteamiento básico
Textos bíblicos para la charla introductoria
Directorio breve sobre el Principio y Fundamento
Reconocer el propio desorden
Textos bíblicos para el Principio y Fundamento
Capítulo 3: La Primera Semana
Directorio breve sobre la Primera Semana
El encuentro con Dios como Bondad infinita y Perdonador absoluto
Instrucciones y Reglas de la Primera Semana
• Las Anotaciones
• Los Exámenes
• Tres modos de orar
• Las reglas para sentir y conocer mociones
Adiciones y complementos de la Primera Semana
Sentido y peligros de hablar de Adiciones y Complementos en Ejercicios
a) Adiciones
b) Complementos
«...antes de entrar en la oración repose un poco el espíritu... como mejor le
parecerá...» [Ej 239]
«... tanto más se aprovechará cuanto más se apartare de todos amigos y
conocidos y de toda solicitud terrena...» [Ej 20]
«... Traer a la memoria...»
Capítulo 4: La Segunda Semana
Directorio breve sobre la Segunda Semana (A)
El seguimiento es con cabeza y corazón
Contemplar a Jesús desde el principio
Un mundo de autoengaños
Textos bíblicos para la Segunda Semana (A)
Directorio breve sobre la Segunda Semana (B)
La elección ignaciana
La reforma ignaciana de vida
Contemplando la vida pública de Jesús
Textos bíblicos para la Segunda Semana (B)
La propuesta ignaciana
Algunas sugerencias complementarias
Instrucciones y Reglas de la Segunda Semana
• Las Reglas con mayor discreción de espíritus
• Hacer elección o enmendar y reformar la vida
• Las «reglas del limosnero»
• Notas para sentir y entender escrúpulos
Adiciones y complementos de la Segunda Semana
«Poniendo delante de mí a donde voy y delante de quién» [Ej 131]
«La oración preparatoria sea la sólita» [Ej 46. 91]
«... juntamente contemplando... investigar y... demandar» [Ej 135]
«... mucho aprovecha el leer algunos ratos en los libros De imitatione Christi o
de los Evangelios y de vidas de santos» [Ej 100]
Al cristiano se le revela en la Pasión cómo es Dios
Las lecciones para nuestro provecho espiritual
La culminación de la elección, o la reforma
Textos bíblicos para la Tercera Semana
La propuesta ignaciana
Perspectivas bíblicas
Instrucciones y Reglas de la Tercera Semana
• Las «reglas de la templanza»
Adiciones y complementos de la Tercera Semana
«... los trabajos, fatigas y dolores de Cristo nuestro Señor» [Ej 206]
«...contemplación de toda la pasión junta...» [Ej 208]
«Se traerán los sentidos...» [Ej 204]
Capítulo 6: La Cuarta Semana
Directorio breve sobre la Cuarta Semana
El recurso ignaciano para contemplar al Resucitado
La esperanza confirmada de María, nuestra Señora
El acceso coherente a la eclesialidad
Textos bíblicos para la Cuarta Semana
Instrucciones y Reglas de la Cuarta Semana
• Las reglas para sentir en la Iglesia
La comprensión espiritual de la Iglesia solo se percibe en el discernimiento
[Ej 353]
Alabar toda presencia del Espíritu en los demás, aunque no implique una
llamada para mí [Ej 354-361]
Hablar de las malas costumbres de otros solo a las mismas personas que
pueden remediarlas [Ej 362]
Evitar en la Iglesia posturas sesgadas o presuntuosas [Ej 363-364]
Predicar sobre Dios con humildad [Ej 365]
En la presentación de tesis teológicas divergentes, no es justo defender la
propia sin matizar o reconocer parte de acierto en la contraria [Ej 366-
370]
Aplicabilidad de estos consejos ignacianos
Adiciones y complementos de la Cuarta Semana
«... Se proceda por todos los misterios de la resurrección de la manera... que se
tuvo en toda la semana de la pasión...» [Ej 226]
«... trayendo los cinco sentidos sobre los tres ejercicios del mismo día...» [Ej
227]
«... antes de entrar en la contemplación, conyecturar y señalar los puntos que
Es, sobre todo, un ejercicio de agradecimiento al Señor
Es también una contemplación «sentida y gustada» de la acción del Espíritu
Santo
Es también una recapitulación y resumen de las Cuatro Semanas de los
Ejercicios
Para terminar: un brindis elegante y lleno de agradecimiento a Dios
Textos bíblicos para la Contemplación para alcanzar amor
Epílogo: El mejor regalo de san Ignacio
Presentación de los autores
Notas
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si
necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
15-02-2018

Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2756-4
Notas sobre la edición

Este libro es fruto de una colaboración: Antonio Guillén es el autor principal de la obra,
mientras que Pablo Alonso ha preparado los «Textos bíblicos», y Darío Mollá las
«Adiciones y complementos».
Una buena parte de las páginas aquí reunidas han sido publicadas con anterioridad
en la Revista de Espiritualidad Ignaciana MANRESA, sobre todo en la sección «Ayudas
para dar Ejercicios», durante los años 2015, 2016 y 2017. Se recogen aquí revisadas por
sus autores.
Las obras de san Ignacio se citan como sigue: la Autobiografía [Au], las
Constituciones de la Compañía de Jesús [Co], el Diario Espiritual [De], y el libro de los
Ejercicios [Ej].
Prólogo

Sobre los Ejercicios de san Ignacio se han escrito en nuestros días muchos y muy
valiosos libros. Por ceñirnos solo a dos, ahí están, por ejemplo, la obra magna de S.
Arzubialde, Historia y análisis, dirigida a quienes deseen saberlo «casi todo» sobre los
Ejercicios, y en el otro polo, los seis Itinerarios del CES de Salamanca pensados como
materiales iniciáticos y progresivos de los mismos.
El libro que prologamos aquí es también sobre los Ejercicios, pero me gustaría decir
desde el principio que no es uno más, añadido a otros muchos. Que aporta una novedad
que lo convierte en un instrumento de gran calado para quienes deseen conocer a fondo
el proceso espiritual que recorre el librito de los Ejercicios y, sobre todo, para quienes
aspiren o se estén preparando para darlos. Y no solo para ellos, también para quienes los
dan frecuentemente en cualquiera de sus variantes ya que nadie se libra de la impresión
de no tocar nunca fondo en su comprensión, en su práctica y en el modo de darlos a
otros.
Ahondemos un poco más en la «novedad» que aporta este libro. En primer lugar,
que no está escrito por una persona sino por tres. Tres jesuitas muy conocidos y también
reconocidos en el arte de dar ejercicios a toda clase de personas: laicos, sacerdotes y
religiosos, jóvenes y mayores. Este hecho dota al libro que tenemos entre manos de una
gran sabiduría y madurez. Los tres saben de qué están hablando y lo que dicen brota de
su profundo conocimiento teórico de los Ejercicios, pasado siempre por su dilatada
experiencia en darlos.
Cada uno de los tres se ocupa de un ángulo de acercamiento a los Ejercicios que se
repetirá, sin cambios, a lo largo de las cuatro semanas: en primer lugar, un Directorio
sobre la semana en cuestión; en segundo, Textos bíblicos para esa semana; y en tercero,
Adiciones y Complementos para la misma.
El peso mayor del libro recae sobre Timo Guillén. Él es quien nos introduce, en un
primer capítulo, en el tema de «La oración en los Ejercicios», introducción necesaria
etc. (¿Son también formas de oración los famosos «tres modos de orar»? El lector se
encontrará aquí con una interpretación que, al parecer, no es nueva pero sí ciertamente
original y novedosa). Un primer capítulo tan necesario como bien expuesto.
Sobre Timo Guillén recae también ese apartado que recorre cada una de las cuatro
semanas y al que llama «Directorio breve». ¿Cuál es su finalidad?
Sabemos que para Ignacio dar ejercicios era sinónimo de «dar modo y orden». Un
modo y orden en la propuesta de los mismos que conjugara al unísono el «principio de
adaptación», según fuera el sujeto que los hacía, con el «principio de objetividad» por el
que los Ejercicios fueran verdaderamente ejercicios ignacianos y no otra cosa, por buena
que fuera. Por lo primero se aseguraba la centralidad del ejercitante y de sus
condicionamientos internos y externos; por lo segundo el proceso mistagógico de los
Ejercicios tal como lo concibió Ignacio y que nunca debería faltar.
Sabemos también que, desde el principio, esta conjunción no debió resultar fácil
para los primeros jesuitas, motivo por el que fueron apareciendo los diversos
«Directorios» oficiales comenzando por el del propio Ignacio. Se trababa de ayudas
prácticas para orientar al ejercitador en ese arte de dar «modo y orden». Lo que hace aquí
Timo Guillén es valerse de esos directorios –y de los datos que le da su prolongada
experiencia en este campo– para lograr aquel mismo efecto, hoy. Y la verdad es que lo
hace muy bien. Al leer esas introducciones a cada semana, aprendemos cosas
importantes, tanto de los Ejercicios en sí como del arte de darlos, objetivo primero y más
importante de este libro.
La segunda sección, titulada «Textos bíblicos para esta semana», corre a cargo de
Pablo Alonso, antiguo maestro de novicios y profesor ahora de Sagrada Escritura en la
Facultad de Teología de Comillas.
El material de los ejercicios ignacianos es eminentemente bíblico desde el
comienzo al final. Son 4 textos y escenas de la Escritura («misterios» los llama Ignacio)
los que, casi siempre, se ofrecen al ejercitante para su oración personal, es decir, para
que se disponga a que Dios le encuentre en ellos. La Biblia, y sobre todo el Nuevo
Testamento sustenta a los Ejercicios en el doble sentido de que los fundamenta y
alimenta.
Sucede, sin embargo, con cierta frecuencia, que estas citas bíblicas se ofrecen al
contemplación. Esa relación puede ser tan tenue e inexpresada que apenas ayuden a
mover los afectos del ejercitante.
No es eso lo que nos ofrece Pablo Alonso aquí. Ha seleccionado cuidadosamente
las citas, ha expresado escuetamente qué dicen, las ha relacionado con el «momento
mistagógico» que vive el ejercitante, etc. Es cierto que cada ejercitador suele tener ya
preparadas sus propias citas bíblicas para cada meditación o contemplación, pero no
estará mal que de vez en cuando acudamos también a otras fuentes para no fosilizarnos
en lo de siempre. Se trata, pues, de una sección del libro muy bien pensada y de gran
ayuda para quienes dan ejercicios, sean estos más o menos aprendices o ejercitadores
experimentados.
Llegamos con esto a la última «sección» del libro que Darío Mollá titula «Adiciones
y Complementos para esta semana». Darío es un jesuita ampliamente conocido por sus
excelentes escritos sobre espiritualidad ignaciana y también por su dilatada experiencia
de ejercitador. ¿Cuál es la finalidad de este tercer acercamiento a los Ejercicios
ignacianos?
Sabemos la importancia que atribuía Ignacio «a una serie de elementos exteriores:
gestos corporales, cuidado de las circunstancias ambientales, sencillas dinámicas de
comportamiento», a todo lo cual dio el nombre de «Adiciones». Era un convencido de
que «el cuidado de esos elementos exteriores dispone mejor al encuentro con Dios». Con
la palabra «Complementos» el autor alude a otros posibles materiales (literarios,
gráficos, visuales) que puedan ayudar al mismo fin. El ejercitante del siglo XXI es muy
diferente al del siglo XVI, al igual que la cultura que lo envuelve. Si san Ignacio prestaba
tanta atención a esos elementos, ajustándolos cuidadosamente a cada uno, ¿qué
impediría que siguiéramos haciéndolo nosotros? Con dos condiciones, añade el autor:
que todos esos materiales sean «sencillos» y que verdaderamente «ayuden».
Partiendo de tales premisas el trabajo de Darío Mollá ha consistido en introducirse a
fondo en las Adiciones propias de cada semana para ver desde ellas, y con la atención
fija en el ejercitante actual, qué sigue siendo importante hoy, qué tipo de adaptaciones
admitirían, de qué otros materiales servirse, etc. etc. Al igual que con los otros dos
autores anteriores hay que decir que el intento está muy bien logrado.
Ejercicios de san Ignacio...; o si tal vez te atrae aprender a darlos...; o si ya los das
habitualmente, pero no quieres acartonarte en lo que ya sabes sobre ellos y en los
instrumentos que utilizas para darlos..., aquí tienes un libro de cuya lectura y uso no te
arrepentirás.

JOSÉ A. GARCÍA, SJ
CAPÍTULO 1:
La oración en Ejercicios
¿Es difícil orar?
A cualquiera que se le pregunte dirá que orar es difícil. Si le dejamos explicarse,
probablemente enumerará una larga lista de dificultades para justificar la afirmación
anterior. Hablará de distracciones, de ruidos ambientales, de falta de tiempo, de no
encontrar postura, de métodos y de técnicas de concentración, y de otras muchas cosas
por el estilo.
Ninguna de ellas es una dificultad real de la oración. El auténtico problema tiene
raíces más básicas, que relativizan por completo las anteriores. Creo que se expresa bien
a través de estas dos cuestiones capitales: ¿Qué es orar realmente? y ¿a qué Dios
dirigimos nuestra oración?

Orar no es hacer algo, sino recibir un don


¿Qué es orar, realmente? Orar no es lo que nosotros hacemos, sino lo que nos ocurre
cuando nos ponemos delante de Dios [1] . Como sucede con la amistad, ambas
experiencias tienen mucho más de don recibido que de producto ganado y trabajado.
También, como en todo don, es crucial el dónde y el cómo lo recibimos.
En la parábola del sembrador, la semilla es, en sí misma, el regalo preparado para
germinar y dar fruto. Pero recibida en la superficie del camino, o entre piedras y zarzas,
se pierde o se agosta pronto. Solo en la profundidad de la buena tierra fructifica, y
mucho. Entonces produce fruto, sin que el dueño del campo sepa cómo (Mc 4,3-8.26-
29).
La imagen de la semilla y el campo, elegida por el mismo Jesús para hablar de la
recepción del Reino, expresa bien los términos de nuestra colaboración al recibir sus
regalos. En efecto, cuando la presencia de Dios es recibida en la superficialidad habitual
de nuestra existencia, dura bien poco. Cuando es atendida como una más, entre otras
muchas preocupaciones y angustias, queda pronto ahogada. Solo cuando es recogida en
sótanos –en el secreto y la conciencia más honda de nuestra personalidad, donde todo
parece débil, pero todo es verdadero–, se queda dentro y produce fruto.
Orar es recibir la presencia de Dios en el hondón de la persona, sin fachadas ni roles
personal es lo que nos constituye orantes.
Para bajar a sótanos, sostener su espera y mantener el deseo de escucha a Dios, el
creyente utiliza diversos recursos vocales o mentales, incluso técnicas y métodos, a los
que llama oraciones o rezos. Su utilización nos hace rezadores; pero no es lo mismo ser
rezador que orante.
Por extraño que parezca, se puede ser muy rezador y utilizar, sin embargo, este
comportamiento como pretexto para renunciar a ser orante. Cuando, en contra de su
verdadero sentido, los rezos se erigen para el creyente piadoso en el absoluto de la
oración, y ya no se busca el don de ver cambiada la actitud interior, sino el protagonismo
único de un hecho meritorio que ha de cumplirse, nuestros rezos acaban bloqueando la
verdadera oración. Jesús denunció ese resultado en los fariseos repitiéndoles palabras de
Isaías –«este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13;
Mc 7,6)–, y el aviso no parece perder oportunidad nunca.
El rezador cree estar orando «para que Dios le escuche», pero el orante sabe que su
objetivo irrenunciable es «escuchar lo que Dios le está diciendo a él ahora mismo».
Aquel cree estar haciendo esfuerzo y méritos. Este se sabe básicamente regalado y se
limita a expresar su hondo agradecimiento por el regalo.
Los Ejercicios ignacianos no prescriben rezos, sino actitud orante. No se viene a
ellos a rezar unos días, sino a poner la propia vida delante de Dios. No es lo mismo una
cosa que otra. Buena parte de las experiencias llamadas «Ejercicios» se malogran porque
el ejercitante cree que su papel se limita a oír predicaciones y a rezar, pero no intenta ni
desea orar su vida. El gran error está en querer protagonizar la propia oración, en lugar
de aceptar más bien el protagonismo bienhechor del Señor en ella.

Orar ante el Dios Regalador, todo Misericordia


La segunda cuestión es igualmente relevante: ¿A qué Dios dirigimos nuestra oración?
Cuando nos quedamos solos y miramos dentro, ¿qué imagen de Dios, en realidad, nos
surge? ¿Es el Dios de verdad o es acaso un mal sucedáneo?
No es raro que nuestra referencia a Dios, al menos emotiva, esté desfigurada por los
miedos y las mil proyecciones de nuestra relación con la autoridad o el poder. El efecto
exigencias. Un dios tan marcado por su carácter de todopoderoso que no deja espacio
alguno a la realidad, también confesada, de todomisericordioso. Un dios altivo,
encerrado en su autosuficiencia, despreocupado de nuestras lágrimas y, tal vez, aburrido
ya de nuestras inconsecuencias. Un dios que pide tributos y quizá recompensa esfuerzos,
pero que no es nada propenso a regalar algo gratis.
Ante ese dios no hay oración posible. Ni la produce ni la permite. Como todo ídolo,
solo sabe recibir pleitesías y aplacarse con promesas y rezos. La oración auténtica no se
dirige a ese dios, sino al Regalador, del que hablaron Jesús y los profetas. Crece y se
expresa en un clima de agradecimiento por los bienes recibidos. Es más: en cualquiera
de sus formas, orar es tan solo una glosa de la palabra gracias.
Todo el interés y todos los consejos de san Ignacio, desde el principio de sus
Ejercicios, están centrados en poner al ejercitante ante esta imagen generosa y regaladora
de Dios. Sobre dicho fundamento sí que se puede orar y encontrarlo a Él en todas las
cosas.
Los Ejercicios son desde el comienzo un cara a cara con Dios. Por supuesto, con el
Dios de verdad, anunciado por Jesús: El Dios ancho, atento, cercano; sensible a nuestras
lágrimas; comprensivo sin límites; dador de libertad; incondicionalmente fiel; implicado
siempre en la pequeñez humana; más íntimo a nosotros que nosotros mismos; gozoso de
vernos crecer y disfrutar, pues su gloria es que seamos y vivamos felices; dedicado a
aceptarnos por completo como somos –si no, lo suyo no sería amor–, pero a la vez
soñándonos mejores de lo que en cada momento somos.
En definitiva, un Dios siempre mayor y mejor que la mejor persona que hayamos
conocido nunca. ¿Cómo suponer a Dios inferior, en cercanía y capacidad afectiva, a
otras personas que nos quieren? ¿De dónde, si no, recibimos todos, tarde o temprano, el
reflejo del amor incondicional?
Ante ese Dios, orar es fácil. Confesarse débil y desordenado, también. Pero para
ello es preciso salir de sí mismo, acallar la pretensión escondida de ser yo mi propio
absoluto, dejarle a Dios en nosotros ser Dios.
La meditación con las tres potencias
Pese a la opinión generalizada, la meditación con las tres potencias no es un método de
creación ignaciana, ni siquiera la propuesta más frecuente en los Ejercicios. Es dos
siglos, al menos, anterior a estos. San Ignacio se lo encuentra en París y lo utiliza
libremente en los dos primeros ejercicios de la Primera Semana. Nada más [2] .
Meditar es discurrir detenidamente por las verdades de la fe u otros pensamientos
santos, de tal modo que ello estimule notablemente nuestros sentimientos de admiración
y agradecimiento a Dios. El método de las tres potencias ofrecía y sigue ofreciendo la
claridad de exponer los puntos básicos del proceso: De la memoria al entendimiento, y
de este a la voluntad, entendida en el sentido que hoy expresamos con la palabra
«corazón» –«los actos de la voluntad son afectando», dirá san Ignacio [Ej 3].
Esta manera de reconocer la secuencia completa –de la memoria, a través del
entendimiento, hasta la afectividad– expresa bien la llamada al orante a no detener la
meditación en simples pensamientos, por preciosos y floridos que sean, sino encaminarla
decididamente a despertar sentimientos bien fundados. San Ignacio lo justificará de una
manera antológica: «Porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir
y gustar de las cosas internamente» [Ej 2]. La preocupación para todo orante siempre
será cómo recorrer, y llevar hasta el final, estos pasos llamados a disponer el alma para
recibir oración. En los Ejercicios va a encontrar muchas explicaciones y sugerencias para
ello.

Los sentimientos que segregan los buenos pensamientos


El comienzo de toda meditación es muy directivo, verdaderamente, porque se trata de
«traer en memoria», o «a la memoria», desde nuestro depósito de pensamientos,
aquellos relatos o historias que nos parecen dignos de ser «mucho considerados y
rumiados» [Cf. Ej 189]. La memoria actúa, así, como custodia de verdades archivadas
que, traídas al presente, aportan materia de buena reflexión a la mente.
También el comienzo de la reflexión es directivo, porque al que medita se le pide
que vaya considerando unas determinadas verdades o aspectos –«qué poca cosa soy yo,
este comienzo, la meditación avanza discurriendo sin predeterminaciones «por lo que se
ofreciere» [Ej 53]. Es decir, por donde el Señor quiera llevar al orante.
Una vez traída la historia, la parábola o la consideración propuesta, meditar es
discurrir y raciocinar sobre ellas, calibrando o ponderando su verdad con todos sus
matices. Al que da los Ejercicios se le pide que «discurra brevemente por los puntos de
la historia» [Ej 2], de manera que deje en manos del ejercitante, orientado por el Señor,
la continuación del proceso. Para el que hace Ejercicios, lo directivo de la meditación se
termina cuando se le deja al Señor entrar en nuestros pensamientos –«habla, Señor, que
tu siervo escucha» (1 Sm 3,10)–. A partir de ese momento, el orante se abandona a la
confianza de que le broten de dentro sentimientos recibidos de Él, y así, con ellos, entrar
en la oración [Ej 5, 53, 76].
La meditación se encamina siempre a sentir y gustar los sentimientos segregados
por la reflexión y orientados por el Señor. San Ignacio repite una y otra vez, en todos los
ejercicios meditativos que propone, que cada punto de la reflexión debe dirigirse a «los
afectos de la voluntad» [Ej 50-52]. Es decir, no podemos detener la meditación hasta que
no encontremos o recibamos unos sentimientos serenos en los que detenernos.
Para facilitar este viaje hasta los afectos, san Ignacio completa la meditación con las
tres potencias, incorporándole un elemento nuevo y desconocido anteriormente en su
práctica. Lo denomina «coloquio» y lo describe como la conversación espontánea y no
encorsetada de un amigo con otro, «pidiendo alguna gracia, comunicando sus cosas y
queriendo consejo en ellas» [Ej 54]. Todas las meditaciones que propone san Ignacio
terminan con un largo coloquio lleno de peticiones y agradecimientos al Señor, tanto en
la Primera Semana como después [3] . La meditación culmina en el gozo disfrutado de
esta cercanía y gratuidad.
En efecto, meditar es asombrarse de las maravillas y regalos que el Señor ha
prodigado conmigo; admirarse de su bondad nunca agotada; agradecerle su paciencia y
su misericordia ante mis incoherencias y desconsideraciones; pedirle perdón sintiéndome
ya previamente perdonado; aceptar animado sus llamadas de seguimiento; descubrir qué
deuda de amistad tan reconfortante tengo con Él. Meditar es caer en la cuenta, con el
entendimiento y con el corazón –los dos–, de cuánto ha hecho Él por mí y cuán
desconsiderada o pobre ha sido mi respuesta a Él.
como disponer el alma, ya con algún desprendimiento y abandono consciente en la
acción del Señor. Porque, una vez entrados en oración, si el protagonismo de esta se
centra en la persona de Jesús, es muy fácil pasar a la contemplación. En ambos casos,
meditación o contemplación, se trata de querer recibir las gracias que el Señor quiere
darnos. El fruto de toda oración siempre se ve como un regalo sorprendente y gratuito de
Él.
La contemplación de escenas evangélicas
La contemplación es el modo de oración preferido por san Ignacio, el más largamente
explicado por él y el más reiteradamente propuesto a lo largo de los Ejercicios [4] .
Contemplar en Ejercicios quiere ser un mirar a Jesús afectivamente, un dejar que
nuestros afectos, nuestros sentimientos y, con ellos, toda nuestra persona, queden
invadidos por Él.
Es una oración del corazón, más allá de los labios y la mente y, por tanto, no
centrada fundamentalmente en el proceso discursivo de los pensamientos –como la
meditación–, sino en la figura cordialmente sentida y gustada de Jesús. Se sitúa, de
principio a fin, en clave de amistad, de gratuidad, de fascinación semejante al
enamoramiento. Esto es lo básico y esencial de la contemplación. Como todo consejo
emanado de san Ignacio, se trata mucho más de una actitud de acercamiento afectivo que
de una técnica rezadora.

Los previos o preámbulos de la contemplación


Toda la presentación ignaciana de la contemplación va en esta dirección de disponer el
alma para dejar surgir en el orante el afecto grande a Jesús. Para ello, su propuesta es
mirar las escenas evangélicas –siempre escenas de Jesús en movimiento recogidas en los
Evangelios– para «conocerle internamente» y, en definitiva, para «amarle y seguirle
más» [Ej 104]. En función de este objetivo –que san Ignacio califica como tercer y
fundamental preámbulo–, todo el resto de los consejos ignacianos cobran su sentido
práctico.
En primer lugar, ofrece servirse, como buena ayuda, de unos previos o preámbulos
a la misma contemplación. El primer preámbulo es «la historia» que se trae a la
memoria para contemplarla. En los Ejercicios, la «historia» de las contemplaciones
viene propuesta en «los misterios de la vida de Cristo nuestro Señor» [Ej 261-312],
estructurados conforme a los relatos de los cuatro Evangelios –desde la Anunciación de
nuestra Señora hasta la Ascensión de Cristo nuestro Señor–, pero no literalmente ceñida
a ellos. Los devotos comentarios o añadidos de san Ignacio en estos relatos dejan ver
históricas o literarias, sino como buenas transmisoras de la fe. Es su sentido teológico lo
que se convierte en materia de contemplación, por obra y gracia del Espíritu Santo que
ora en nosotros. Lo que se contempla es a Jesús, por encima de todo. Por eso es acertado
decir que la contemplación nos evangeliza, al permitirnos orar la Escritura como
sacramento perenne de la revelación de Dios [5] .
El segundo previo o preámbulo es la «composición, viendo el lugar», que suele
interpretarse erróneamente como un esfuerzo desmesurado de imaginación, pero que no
quiere ni debe ser eso. La escena imaginada es tan solo un recurso inicial al acercarse a
esta forma de oración menos discursiva que la meditación y por tanto, más necesitada de
algún soporte sensible. Se acude a la imaginación por su capacidad evocadora de
personas y situaciones queridas, pero sabiendo que su papel nunca es primordial ni
básico para contemplar. El orante no desea –ni tiene por qué exigir tal cosa a la
imaginación– la reconstrucción o fabricación de la escena, sino solo que esta le facilite
su implicación afectiva en ella.
Su función está dirigida a eliminar imágenes extrañas y a despertar la actividad
orientada de los sentidos. Como no se le pide construir una escenografía, es más un telón
de fondo que un dibujo terminado, más una vista lejana que una visión. Por eso, con
frecuencia, una vez cumplida su función inicial de ayudar a la concentración en la escena
evangélica elegida, lo imaginado desaparece en buena medida del proceso
contemplativo. Es evidente que no era imprescindible, sino solo un preámbulo.
Bueno es recordar que el recurso de san Ignacio a la imaginación en las escenas
evangélicas está tomado de la Devotio Moderna que él conoció –y le fascinó– durante su
convalecencia en Loyola, leyendo la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia. El consejo que
ahí encontró en el proemio de esa Vida de Jesús –«hacerse presente a todas las cosas
que hizo y dijo el mismo Señor»– lo incorporó después a su propuesta contemplativa,
animando a mirar las escenas «como si presente me hallase, con todo acatamiento y
reverencia posible» [Ej 114]. San Ignacio tomó de la espiritualidad franciscana medieval
el objetivo de un intenso acercamiento afectivo a Jesús en la contemplación.

El «provecho» de contemplar
significativo de todas sus contemplaciones es apuntado por san Ignacio en el consejo que
repite al final de todos los puntos con los que ha traído la historia: «reflectir para sacar
algún provecho de cada cosa de estas» [Ej 106-108, 114-116, etc.].
Reflectir es dejar que se refleje en un cuerpo la luz de otro cuerpo. Lo hace la luna
con respecto al sol. Es evidente que san Ignacio está pensando en exponerse como un
espejo a la luz que brota del Espíritu, igual que Moisés «reflejaba la gloria de Dios» al
bajar del Sinaí (2 Cor 3,18). Repetido por él siempre y solo al final de las
contemplaciones, el requerimiento a «reflectir en mí mismo» está claramente dirigido a
transponer a nuestro interior lo que se contempla, a dejarse empapar la cabeza, el
corazón y las entrañas por el misterio de Cristo contemplado.
El fruto de ese encuentro con el Señor nunca puede precisarse, pero solo puede ser
bueno. No es casual, por tanto, que san Ignacio se refiera a él con un matiz
deliberadamente indeterminado –«algún provecho»–, porque, a diferencia de lo que
propone en la meditación, él sabe que ha de entrarse en la contemplación sin pretender
determinar previamente cuál ha de ser el provecho de ella. El que el Señor quiera.
Dicha actitud es congruente con el desarrollo de la oración, porque siempre es fácil
comprobar cómo, desde el silencio extasiado del orante, la contemplación es, sobre todo,
un diálogo abierto, en el que el Espíritu frecuentemente termina hablando de lo que el
contemplativo menos se esperaba. Mirando a Jesús, los ejercicios de contemplación
desembocan a menudo, sea cual sea la escena contemplada, en una experiencia, sentida y
gustada, de amor y de confianza, de fascinación, de regalo y de agradecimiento.
Pero, además, siempre hay un provecho seguro en el ejercicio de la contemplación.
Al mirar y volver a mirar lo que Jesús lleva dentro, sus sentimientos más hondos y
permanentes, lo que le caracteriza y resulta imprescindible intuir para conocerle bien, de
algún modo se va desatando en el alma el deseo creciente de conocer internamente a
Jesús, y no detenerse hasta llegar a adivinar sus previsibles reacciones en circunstancias
distintas de las que se relatan en los Evangelios. ¿Qué haría Jesús si estuviese hoy aquí,
en mi lugar?
Las contemplaciones de la vida de Jesús desembocan así con toda normalidad en el
discernimiento, como en su desenlace esperado. Lo hacen posible y previsible. Ambos
elementos, contemplación y discernimiento, se condicionan y reclaman mutuamente. En
contemplando la vida de Jesús» [Ej 135].
San Ignacio logra unir indisolublemente la contemplación y el discernimiento. No
se deben separar nunca. Como sobre dos raíles paralelos, discurre sabiamente sobre ellos
el proceso orante de los Ejercicios y la misma espiritualidad ignaciana.
La repetición ignaciana
En un programa tan elaborado y preciso como el que propone san Ignacio al que hace los
Ejercicios, a este no puede dejar de llamarle la atención la propuesta reiterada de una
repetición de los ejercicios anteriores. Y, sin embargo, el creador del método lo propone
así, con este nombre, en cada una de las cuatro Semanas del proceso, de tal modo que, en
conjunto, la repetición ocupa casi la mitad de las propuestas de oración de los Ejercicios
completos. ¿Qué está señalando con eso san Ignacio? [6]
La repetición de los ejercicios anteriores no significa para él hacer lo mismo otra
vez, ni siquiera simplemente volver a intentar sacar agua del mismo pozo, sino detenerse
a propósito allí donde un examen sobre el ejercicio anterior le revela el paso de un
sentimiento hondo o un mayor gusto espiritual. Habría que describirlo, entonces, como
un volver a resituar al orante allí, y solo allí, donde ya ha encontrado una veta de
sentimientos espirituales hondos.

Un recurso para acentuar lo afectivo


Por sí mismo, repetir es ya un recurso para dar más espacio a lo afectivo. Esto lo sabe
todo el que regresa a un lugar ya conocido, relee un libro, vuelve a saborear un paisaje,
reencuentra a una persona conocida o rememora un álbum de acontecimientos. Es fácil
constatar que en los primeros acercamientos a cualquier nueva realidad domina la idea,
mientras que el sentimiento es el dueño y señor de las repeticiones y repasos.
Del mismo modo, en la primera consideración de una verdad pueden abundar las
bellas ideas, incluso sin consecuencias prácticas. En cambio, en la segunda y siguientes
afloran por fin los sentimientos hondos, que siempre son transformadores de la vida. Por
sí solo, este argumento haría ya aconsejable al ejercitante hacer amplio uso de la
repetición que pretende ordenar su vida.
Pero la propuesta de este modo de oración en los Ejercicios es aún más concreta. Lo
que se propone es reanudar la oración allí donde ya se ha sentido algo, como rescatar
esta parcela orada de todo lo antes recorrido por el entendimiento o por los sentidos.
Igual que las pepitas de oro quedan como tesoro a guardar cuando el cedazo ha cribado
de oración demasiado racional. Pero es igualmente conveniente para todos en Ejercicios.
El núcleo de la oración son los afectos, los sentimientos hondos –«sentir la historia» [Ej
2]–, y ningún proceso orante queda terminado hasta llegar a ellos. ¿Cómo no hacer uso,
para alcanzar ese fin, de todos los medios a nuestro alcance?
La propuesta de san Ignacio es que, una vez notada la presencia de afectos en lo ya
orado antes, se rememore el momento y se haga pausa en ellos. En parte, porque así lo
afectivo ocupa su lugar y se consolida. Y en parte, también, porque el ejercitante ha de
enterarse con reverencia que está delante del regalo más sobresaliente del Señor.
Repetir ignacianamente es volver y volver a la Fuente que siempre mana llena de
regalos, «aunque es de noche». No por ansia de volver al mismo sitio, sino por deseo de
acudir a su encuentro. Es ir más allá, para poder volver cambiado más acá, mirando
ahora ya las cosas de otra manera. Es el desvelamiento deliberado y consciente de una
Presencia que se hace notar. Que es evidente «que estaba ahí, aunque yo no lo supiera».
Puede extrañar, en un primer momento, la afirmación ignaciana de presentar
consolaciones y desolaciones como lugares indicativos, casi a la par, del paso de Dios
por el corazón del ejercitante [Ej 62]. En realidad, esto no es más que un eco,
perfectamente coherente, del valor pedagógico que san Ignacio le reconoce a la
desolación en sus consejos de discernimiento. También la desolación, en efecto, habla
de Dios, y sin ella no sería fácilmente reconocible su acción permanente en nosotros [Ej
322]. Lo cual no obsta para que, inicial y normalmente, sea en la consolación donde el
ejercitante pueda encontrar primero la Presencia novedosa y reconfortante que le afecta.
Forzar las cosas de otra manera puede resultar, a veces, contraproducente para el que
busca cómo hacer la repetición de lo orado antes.

Un requisito indispensable para luego «hacer memoria»


Todos terminamos siendo conscientes de que solo lo que se ama o se disfruta en la vida
se recuerda bien después y sigue siendo motor de nuestros actos, incluso cuando se da un
cambio radical de circunstancias. Tan cierto es que el amor y el gozo en la vida están
vinculados inseparablemente al recuerdo, como comprobar que el desamor y el tedio
arrastran inevitablemente al olvido. Es gran verdad que de algún modo somos lo que
humanas universalmente lo confirman.
Así ocurre también en nuestra relación con Dios. Es importante archivar honda y
gozosamente sus momentos de presencia –«las consolaciones»– para poder después
hacer memoria oportuna de su paso. Recordar lo que hemos vivido con Él, o lo que nos
ha marcado en positivo afectivamente en nuestra vida, se hace garantía de posterior
seriedad y verdad. Lo bien archivado sobre Dios en la memoria nos constituye como
personas íntegras y coherentes, y es lo que permite ver aparecer después –pese a nuestras
debilidades– la fortaleza en la prueba y la constancia en su búsqueda.
Es claro que este provecho se deriva también de las repeticiones que recomienda
san Ignacio. Cuando interiorizamos los sentimientos y gustos espirituales, notados y
sentidos en cada ejercicio de oración, facilitamos su archivo correcto en el hondón del
alma. Ya quedan entonces definitivamente accesibles, para poder luego hacer memoria
de ellos. Ninguna otra operación podría resultar más eficaz para el creyente.
Hacer memoria es recordar los beneficios recibidos del Señor una y otra vez a lo
largo de la vida, pero de un modo especial en la noche que los torna oscurecidos y los
hace más opacos. Es imitar a María, la madre de Jesús, no solo en Nazaret (Lc 2,19.51),
sino también cuando supo conservar la esperanza en el largo silencio de Dios que llenó
el Sábado Santo. Es poder decir, como Pablo en la noche: «sé de quién me he fiado» (2
Tim 1,12), porque el recuerdo de su presencia sigue firme.
Hacer memoria honda de los beneficios recibidos a lo largo de nuestra vida
construye y hace posible la esperanza en la prueba y mantiene la confianza en el
Regalador, que antes se manifestó en ellos con tanta fuerza y plenitud. En definitiva,
cuando llega la noche o el silencio de Dios, haber hecho memoria de lo antes recibido es
lo que permite no cejar en la confianza desatada y consolidada ya por una serie de
experiencias inolvidables que el corazón conserva.
Pero hacer memoria es también consolidar y guardar en todo momento la alegría y
la paz que nos han llegado con la consolación. Es permitir, más allá de las circunstancias
externas, que esa alegría invada y empuje hacia fuera, hacia la comunicación y el
contagio a todos los cercanos, porque su operatividad sigue activa en el alma cuando
nada de su fuerza real se había dejado perder. Entonces se hace plenamente eficaz el
recuerdo del tesoro escondido en la memoria, y el orante puede incorporar este nuevo
proponerle con tanta insistencia, diariamente, desde la Primera hasta la Cuarta Semana,
la repetición de los ejercicios anteriores. No parecería muy lógico renunciar a ella,
cuando se descubre que tiene asignado el papel de reforzar y aprovechar mejor todo lo
recibido como regalo en la oración.
El «traer los sentidos» a la oración
San Ignacio tampoco desconoce la veleidad e inestabilidad de muchos compromisos
humanos cuando solo dependen de la carga afectiva o emotiva que en cada momento
soportan. Aun reconociendo que la afectividad es el soporte fundamental de las
decisiones humanas, sin embargo, por sí sola, ella no basta para asegurar su consistencia
posterior. Su firmeza se desvanece cuando, en contra de lo sinceramente querido y
deseado, otras resistencias internas se le oponen o incluso la contradicen. Solo se ama y
se desea duraderamente lo que hemos conseguido, además, que nos atraiga y apetezca; y
solo se rechaza verdaderamente lo que ha llegado a sernos realmente aborrecible [7] .
De ahí que san Ignacio proponga que la sensibilidad sea también convocada a la
oración, porque no puede quedar suelta, receptiva a otros cantos de sirena ajenos a la
decisión tomada por el afecto y la razón. Debe, en cambio, «obedecer y estar sujeta a
estos» [Ej 87]. Por eso propone, para el final de cada día de los Ejercicios, el «pasar o
traer los sentidos» a la oración, con la intención de «imprimir en el alma las
contemplaciones ya hechas ese día» [8] .
El seguimiento de Jesús solo se completa y se asegura cuando educamos incluso
nuestra sensibilidad a lo Jesús. Es decir, pasa por empaparnos de su forma de ser y de
sentir; vibrar con todo aquello que le hacía vibrar a Él; aborrecer todo aquello que Él
aborrecía y, así, reaccionar ante la realidad y las personas del mismo modo que
reaccionaba Él. Los Ejercicios se presentan como un aprendizaje y una profundización
de este sentir de Jesús. Se trata de un querer tener siempre –en expresión de Pablo (Flp
2,5)– «los mismos sentimientos de Cristo Jesús», porque el ejercitante desea seguirle e
imitarle en todo.

«Las puertas de los sentidos»


La imagen –bien expresiva– es del propio san Ignacio, que la emplea para reflejar el
papel de los sentidos en la manifestación del hombre interior hacia fuera y en la manera
de filtrar la percepción externa hacia el interior [9] . En efecto, los sentidos son un
tránsito de doble dirección: por una parte, captan y dejan pasar los estímulos que reciben
segunda consideración de los sentidos corporales como reflejo de nuestro interior. Es
decir, a ese plus de humanidad que sale de dentro y permite que los cinco sentidos no se
limiten ya a solo ver, oír, oler, gustar y tocar –que pueden ser respuestas meramente
mecánicas–, sino que aprendan además a mirar, escuchar, saborear, acariciar y besar.
Nacemos con ojos, pero no con mirada. Tenemos oídos, sí, pero lo único que
terminamos oyendo muchas veces es que no sabemos escuchar. Podemos oler y gustar
las cosas, pero no siempre somos capaces de disfrutar y saborear la vida. Tocamos y
quizá abrazamos a otros, pero ¡cuántas veces nuestro roce no llega a ser caricia ni
beso...!
A cualesquiera de estas realidades podemos llamarles con propiedad sentidos
espirituales, porque lo son cuando manifiestan la sensibilidad espiritual que podemos
llevar dentro. San Ignacio no encuentra mejor medio para fomentarla que imitar en el
uso de estos a Cristo nuestro Señor y a nuestra Señora [Ej 248]:
«Quien quisiere imitar en el uso de sus sentidos a Cristo nuestro Señor, encomiéndese en la oración
preparatoria a su divina majestad; y después de considerado en cada un sentido, diga un Ave María o un Pater
noster; y quien quisiere imitar en el uso de los sentidos a nuestra Señora, en la oración preparatoria se
encomiende a ella, para que le alcance gloria de su Hijo y Señor para ello; y después de considerado en cada
un sentido, diga un Ave María».

En efecto, el gran regalo transformador para el ejercitante va a ser precisamente


conocer y sentir cómo miraría y escucharía Jesús –o también Nuestra Señora– y en qué
tono hablaría a la gente que se le acercaba. A través de nuestros sentidos, el mundo de
Jesús entra imaginativamente en nuestra intimidad, y por medio de ellos respondemos
también a la realidad de un modo nuevo. Buscando y deseando la identificación con
Jesús, nuestros sentidos aprenden de Él a tener caricia, mirada, escucha y sabor [10] .
Por eso podemos decir que «para el que hace los Ejercicios no cambia la realidad,
sino la manera de mirarla». El ejercitante que desea imitar también en el uso de sus
sentidos a Jesús, que tantas veces sintió lástima de los últimos y los perdidos (Mc 6,34),
aprende, como Él, a vivir con compasión [11] . Cuando, en cambio, no encontramos
sensiblemente a Jesús, y con Él a Dios, nuestros sentidos se pasean vacíos y sin brújula
por el mundo, como hundidos en la noche [12] . La transformación del afecto se hace
entonces más problemática e inestable.
Aunque la expresión no aparece nunca en san Ignacio, con ella nos referimos a la
educación de la sensibilidad, a la que él destina un ejercicio todos los días al anochecer.
Piensa él que entonces se dan las mejores condiciones para acceder sensiblemente a la
intimidad de la persona de Jesús. La identificación con el Señor, demandada y repetida
desde el primer ejercicio de la mañana, y muy cargada en todo momento de afecto, se
hace ahora más sensible. Y, con ello, afectivamente más estable. Es muy útil entonces
–«aprovecha», dice san Ignacio– una mayor exhaustividad en el uso de los sentidos
sobre la historia contemplada. Ahora ya no se trata solo de ver y oír la escena con la
vista y el oído imaginativos, o incluso de mirar con todo el afecto posible «lo que están
haciendo las personas» que se contemplan. Ahora se implican en la acción,
imaginativamente, todos los demás sentidos corporales, para querer «oler y gustar la
suavidad y dulzura» de las personas y «abrazar y besar» los lugares por donde «pisan y
se asientan» [Ej 121-124].
Puestos en presencia de Jesús o de Nuestra Señora, se le pide a la imaginación que,
«sin divagar, discurra asiduamente» [Ej 64] por lo que nos cuentan los evangelistas
sobre la mirada de Jesús ante los hechos y las personas que en su vida tuvo delante.
¿Con qué expresión recibiría Él los apoyos amistosos y los contratiempos, las alabanzas
y las impertinencias, el descanso y las amenazas? ¿Qué apuntes recogieron los
evangelistas sobre su mirada a amigos y enemigos, seguidores y contrarios, sinceros e
insinceros, marginados y poderosos, pecadores y respetables? ¿Qué mensaje podrían leer
unos y otros en aquellos ojos que se fijaban en ellos? ¿Qué habría de común en su
mirada mientras hablaba a la gente apaciblemente desde una barca, a la orilla del lago, o
en su último día, sufriendo desde la cruz? ¿O cuando les hablaba a sus discípulos del
Padre?
Del mismo modo, considerar a Jesús escuchando a los que nadie había escuchado
antes. ¿Cómo se retiraban aquellos a los que Jesús había escuchado sin prisas las
desgracias de su pariente enfermo? ¿Cómo pudo enterarse de la petición de Zaqueo, que
no se había atrevido a decir nada desde lo alto del árbol al que se había encaramado?
¿Qué escuchó realmente de Pedro cuando, en la Última Cena, se mostró ante todos tan
ufano y presuntuoso?
dio!, y su manera de transmitir abrazo y caricia, interés y cercanía a los que le tocaban y
Él tocó. De hecho, hizo sentir a los suyos que su existencia había sido el paso de un
corazón misericordioso por sus vidas. «Pasó haciendo el bien», sintetizó después Pedro
(Hch 10,38).
Considerar, por último, la suavidad de una personalidad sin aristas, un Jesús libre
del amor propio y de cualquier tipo de miedos paralizadores, cuando se presentaba a
predicar en el templo o respondía ante el tribunal de los que podían quitarle la vida. No
parecía guardar rencor por las ofensas de los fariseos y el ninguneo de los saduceos, ni
sentirse dolido por las pequeñeces humanas de Pedro, Felipe y los más cercanos (Jn
13,38; 14,9). Sus discípulos le oyeron hablar siempre del Padre y anunciar su Reino sin
buscarse a sí mismo (Lc 9,50).
Hay mucha sensibilidad distinta de la nuestra en el día a día de Jesús. Pero la
comparación con Él no está llamada a dejarnos la más mínima frustración, sino a
estimular y orientar nuestros deseos, que es todo lo contrario. El acierto de san Ignacio
está en haber comprendido la eficacia de este ejercicio educador de los sentidos, para
después «encontrar a Dios en todas las cosas» [Au 99] y «salir del propio amor, querer
e interés» [Ej 189]. A menudo, tal ejercicio se convierte para el orante en la petición
central de su vida. Ningún otro regalo del Señor va a tener más consecuencias prácticas
en su actuación ordinaria. Ningún otro le va a transformar más. Ninguna otra petición,
por eso, más definitiva.
El P. Arrupe, además de vivirla hasta el final, la formuló preciosamente así:
«Dame, sobre todo, el sensus Christi que Pablo poseía; que yo pueda sentir con tus sentimientos, los
sentimientos de tu Corazón con que amabas al Padre y a los hombres.
Enséñame tu modo de tratar con los discípulos, con los pecadores, con los niños, con los fariseos, o con
Pilatos y Herodes. Comunícame la delicadeza con que trataste a tus discípulos en el lago de Tiberíades
preparándoles de comer, o cuando les lavaste los pies.
Que aprenda de Ti, como lo hizo san Ignacio, tu modo de comer y beber; cómo tomabas parte en los
banquetes; cómo te portabas cuando tenías hambre y sed, cuando sentías cansancio tras las caminatas
apostólicas, cuando tenías que reposar y dar tiempo al sueño.
Enséñame a ser compasivo con los que sufren; con los pobres, con los leprosos, con los ciegos, con los
paralíticos.
Enséñame tu modo de mirar, como miraste a Pedro para llamarle o para levantarle; o como miraste al
joven rico que no se decidió a seguirte; o como miraste bondadoso a las multitudes agolpadas en torno a Ti; o
con ira cuando tus ojos se fijaban en los insinceros.
Haz que aprendamos de Ti en las cosas grandes y en las pequeñas, siguiendo tu ejemplo de total entrega
al amor al Padre y a los hombres.
CAPÍTULO 2:
El inicio de los Ejercicios
La charla introductoria de los Ejercicios
Nadie discute que la introducción con la que se inician los Ejercicios es un momento de
importancia capital para orientar el tono espiritual del ejercitante. Por eso, tampoco
extraña a nadie que los consejos de los primeros que daban Ejercicios –tal como los
dejaron escritos en sus Directorios [14] –, hayan reservado una orientación explícita sobre
la charla introductoria al inicio de ellos, si bien es verdad que entonces esta podía durar
varios días previos a la experiencia, y ahora la hemos limitado a la primera noche del
retiro. En cualquier caso, el que da los Ejercicios no puede menos que valorarla y
cuidarla en extremo.
Tres son las recomendaciones fundamentales que se repiten desde el Directorio del
P. Vitoria. La primera es explicar –hoy diríamos, mejor, «recordar»– los elementos
constitutivos de los Ejercicios ignacianos. La segunda es insistir en la actitud con que
debe iniciarlos el ejercitante. Y la tercera es describir el planteamiento básico en el que
han de situarse el que los da y el que los recibe. En el orden y con las palabras que se
estimen más oportunas, las tres deben ser recordadas en la charla introductoria.

Las piezas del método


Para explicar lo específico de su método situó san Ignacio, al principio de los Ejercicios,
lo que llamó las Anotaciones, incluyendo el título que le puso al libro y un Prosupuesto
[Ej 1-22]. Como las primeras de ellas son las que explicitan lo más propio del método,
no extraña nada que san Ignacio, en su Directorio Autógrafo, pida expresamente que
sean mostradas al inicio al ejercitante, porque «antes puede ayudar que el contrario».
El ejercitante debe enterarse –o recordar de nuevo– que lo afectivo es el elemento
fundamental del método [Ej 2, 3 y 6], que la escucha de Dios ha de hacerse con
serenidad y paz, sin angustias [Ej 7, 17 y 18], y que el trabajo que se le demanda debe
limitarse a poner todo el cuidado en dedicarse solo a hacer Ejercicios y a vivir cada
momento de ellos en el presente, «como si ninguna cosa buena esperase luego hallar»
[Ej 4, 11 y 20].
Este recordatorio de las características generales del método ignaciano es lo que
Ya desde los Directorios escritos o dictados por el mismo san Ignacio, la unanimidad es
absoluta en subrayar desde el primer momento de los Ejercicios la Anotación 5ª: «el que
recibe los Ejercicios debe entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad [generosidad]
con su Criador y Señor» [Ej 5]. Ninguna razón habría para dejar de recordarla, en cada
ocasión, en la charla introductoria.
Las expresiones que se repiten en los Directorios para este momento inicial son
variadas y claras: «procure con todo empeño entrar dentro de sí» (Doménech);
«acuérdese de traer grande ánimo y ofrecerse por entero al Señor» (Canisio); «cuanto
con mayor deseo y ánimo de aprovechar en espíritu empiece uno los Ejercicios, tanto
mayor fruto conseguirá de los mismos» (Miró). Algunos, como Vitoria y Miró,
aconsejarán al ejercitante confesar y comulgar antes de empezar los Ejercicios, «para que
los empiece con ánimo más dispuesto e inflamado».
A Ejercicios no se va a escuchar cosas buenas, ni tampoco a rezar unos días en un
ambiente más piadoso que de costumbre, sino a ponernos enteros delante de Dios. Esto
solo se puede hacer desde nuestro más profundo sótano, con nuestros deseos, miedos,
dudas y perplejidades, y con la actitud deliberada y buscada de absoluta confianza en Él.
Conviene, por tanto, recordar al ejercitante, en la charla introductoria, que todo el fruto
de los Ejercicios se juega aquí. Si no traía de antes esa actitud, debe ponerla en marcha
en ese momento.

El planteamiento básico
El planteamiento básico de los Ejercicios está perfectamente expresado en la Anotación
15ª: «Dado que es más conveniente y mucho mejor que el mismo Criador y Señor se
comunique a la su ánima devota, abrazándola en su amor y alabanza..,. el que da los
ejercicios deje inmediate –es decir, sin mediaciones humanas determinantes– obrar al
Criador con la criatura, y a la criatura con su Criador y Señor» [Ej 15]. Desde el
mismo comienzo del proceso, el ejercitante debe saber que el que le da los Ejercicios no
es un predicador, ni un director espiritual, ni un gurú, sino un mero acompañante que le
va guiando en su camino personal de encontrarse con Dios. El protagonismo absoluto de
la conversación entre amigos que se establece en Ejercicios es de Él y solo de Él.
de este planteamiento básico. Probablemente, la diferencia más sustancial y cargada de
consecuencias importantes, entre cualesquiera otras legítimas experiencias de Ejercicios
y los Ejercicios ignacianos propiamente dichos, es esta. Conviene resaltarla ante el
ejercitante al inicio del proceso, para que él se sitúe en consecuencia.
Textos bíblicos para la charla introductoria
Para acompañar la charla introductoria pueden ayudar, ante todo, algunos versículos de
la Escritura que nos conectan con los elementos constitutivos de los Ejercicios: la
iniciativa de Dios, que se acerca al ser humano, y el aspecto personal y de intimidad
(afectivo) de este encuentro: «por eso voy a seducirla: voy a llevarla al desierto y le
hablaré al corazón» (Os 2,16); o «estoy a la puerta y voy a llamar; y, si alguno oye mi
voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos los dos» (Ap 3,20).
De cara a combatir la posible ansiedad y la precipitación, y para animar a vivir el
presente a lo largo de la experiencia que nos disponemos a comenzar, podemos recordar
que «para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2 Pe 3,8) y pedir
sencillamente el don de nuestro pan cotidiano y de no agobiarnos con el mañana (cf. Mt
6,11.34). A la vez, se puede recurrir a distintos salmos, lugares clásicos para expresar el
deseo de Dios: «buscad mi rostro... Señor, busco tu rostro, no escondas tu rostro» (27,8-
9); «como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te ansía, oh Dios; tiene sed de
Dios, del Dios vivo» (42,2-3); «oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo: mi alma está
sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (63,2).
Existen también otros textos más amplios cuya consideración puede guiar al
ejercitante a adoptar la actitud necesaria e imprescindible, inspirándose en los modelos
que contempla. En primer lugar, la llamada de Dios a Samuel: llamada personal y, sin
embargo, al mismo tiempo acompañada por Elí, que invita a disponerse a la escucha del
Dios que no deja de llamar hasta que se le atiende: «habla, Señor, que tu siervo escucha»
(1 Sm 3,1-10). También la visita del profeta Jeremías al taller del alfarero, en el que este
trabaja el barro hasta que le sale bien la vasija, que nos recuerda que de la misma manera
estamos nosotros en manos de Dios (Jr 18,1-6). Por último, el episodio de la zarza
ardiendo desde la que Dios llama a Moisés, pues los Ejercicios son ese espacio (y
tiempo) sagrado en el que se nos invita a descalzarnos para encontrarnos con Dios (Ex
3,1-6). La iniciativa siempre es de Dios, y la invitación es a ponernos enteros ante Él con
la actitud adecuada: dispuestos a escuchar (Samuel) y a dejarnos hacer (Jeremías), para
que Dios pueda servirse de nosotros (Moisés) [cf. Ej 5].
En esta línea, del Nuevo Testamento, quizá sea el texto de la Anunciación el más
persona con una Buena Noticia y nos invita a abrirnos a su sueño sobre nosotros.
Al inicio, el relato nos ofrece tres datos muy precisos: al sexto mes; Nazaret, un
pueblo de Galilea; y María, una virgen desposada con José, de la casa de David. Dios se
comunica siempre de una manera concreta: en un momento y un lugar determinados se
dirige a alguien. Es algo único y personal. María, por su parte, permite que el ángel entre
en su vida y acoge la iniciativa de Dios, que le trae una buena noticia, «alégrate», y que
le revela algo nuevo, «llena de gracia, el Señor está contigo». Al temor y desconcierto,
siempre posibles, responde la confirmación del ángel, «no temas», y la oferta de su
sueño para ella. En el diálogo subsiguiente, María aparece, a diferencia de Zacarías,
centrada en Dios más que en sí misma. Su pregunta «¿cómo será?» contrasta con la de
aquel, «¿cómo conoceré?». Por eso, no solo no queda muda (como Zacarías), sino que
escucha la promesa del Espíritu y la invitación a la confianza. María acoge plenamente
lo que se le da y ofrece su total disponibilidad: «hágase según tu palabra», que anticipa
la oración de Jesús en el huerto (cf. Lc 22,42). Sorprende que María sea el centro del
relato dentro de una sociedad patriarcal, y siendo a través de José como Jesús recibe la
legitimidad davídica. Además, es joven (una mujer entraba en edad de casarse a partir de
los 12 años) y no desempeña ningún cargo. La experiencia no se da tampoco en un lugar
sacro. Mujer, joven y pobre. Por tanto, que sea llena de gracia y tenga el favor de Dios
nos muestra cómo actúa Dios: escoge la finitud y la insignificancia para llevar adelante
su plan, y desafía nuestros esquemas preconcebidos.
En el camino de los Ejercicios, la iniciativa pertenece siempre a Dios, que viene a
nosotros y nos ofrece la alegría de su compañía y un proyecto. María emerge, en la
tradición de las mujeres fuertes de la Biblia, como modelo de acogida, diálogo y
disponibilidad, invitándonos al inicio del proceso a sumarnos a la bienaventuranza de la
fe: «dichosa tú, que has creído» (Lc 1,45).
Por su parte, para iluminar lo que ha de ser el planteamiento básico de la relación
entre el que da los Ejercicios y el que los recibe, resulta de ayuda la figura de Juan
Bautista y su misma relación con Jesús. Efectivamente, quien acompaña los Ejercicios
no es un gurú ni está llamado a ser la referencia principal. Así, Juan Bautista, precursor
de Jesús, lo señala entre los hombres, pero no pretende siquiera hacerle sombra. Juan
afirma con claridad: «Yo no soy el Cristo; he sido enviado delante de Él». Juan es el
disminuya» (Jn 3,28-30).
De manera análoga, quien da los Ejercicios no ocupa el lugar de Dios. Hacer
Ejercicios es entrar en una manera concreta de relación –tal como la experimentó y nos
la legó san Ignacio de Loyola–, con Dios nuestro Señor. La suya es la única Palabra que
hay que escuchar. Otras palabras, solo y en la medida en que nos ayuden a escuchar y a
discernir la Palabra. El fin buscado por san Ignacio es que Dios crezca en el ejercitante
desde el trato inmediato y personal [Ej 15]. Quien da los ejercicios, como todo buen
mentor, es invitado a ir desapareciendo y a quedar en un segundo plano. Su función es
señalar modo y orden, y acompañar la experiencia y el discernimiento, pero nunca
sustituir, ni al ejercitante en su toma de decisiones, ni mucho menos al Señor en su
suscitar mociones.
Directorio breve sobre el Principio y Fundamento
Salta a la vista que el Principio y Fundamento [Ej 23] no está propuesto por san Ignacio
como un ejercicio de oración, pues no lo ofrece con oración preparatoria, preámbulos ni
coloquio, como se presentan todos los demás ejercicios de las Cuatro Semanas. Más
bien, parece un párrafo escueto de verdades de fe que el pensamiento del creyente no
pone en duda, pero que a su corazón se le hace perentorio recordar al inicio de la
experiencia.
No poco ha desorientado, por eso, este párrafo excepcional a muchos de los que dan
Ejercicios. Sobre él se han escrito estudios clarificadores muy buenos, pero la respuesta
sobre cómo darlo queda al arbitrio del que da los Ejercicios. Para acertar, este no debe
olvidar que los Directorios lo presentan estrechamente relacionado con la Anotación 5ª,
donde se pide al ejercitante empezarlos «con grande ánimo y liberalidad con su Criador
y Señor» [Ej 5], disposición recomendada como el mejor consejo para desbloquear el
propio egoísmo y para poner en marcha la experiencia pretendida de orar la propia
vida [15] .
Es bueno recordar que san Ignacio le concedía a la exposición del Principio y
Fundamento únicamente la mañana del primer día del mes de Ejercicios, o incluso –
según uno de los Directorios de Polanco– nada más que la primera hora de esa mañana.
Pero dicha brevedad estaba justificada por la amplitud de las conversaciones previas
mantenidas con el ejercitante. La reflexión con la que convenció a Javier –«¿Qué
aprovecha al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?»– o la insistencia ante
Fabro, durante 4 años, para ensancharle su imagen muy estrecha de Dios, están detrás de
las palabras de este párrafo tan sobrio.
En él se descubre también un índice de los temas a tratar luego, cara a cara, con
Dios. Un amplio temario que puede reducirse a solo dos capítulos: el reconocimiento
sereno del propio desorden y la apertura al sueño de Dios sobre mí. Son las razones del
ejercitante para hacer Ejercicios y el eco anticipado de las meditaciones que se harán
después, en la Primera Semana y en el cuarto día de la Segunda Semana.
Lo aconsejable es presentar este recordatorio inicial en la longitud de onda en que
llega al corazón. En efecto, ya desde el Principio y Fundamento y las Anotaciones, los
incluso de que este comience cada ejercicio de oración [Ej 75]. San Ignacio anima con
fuerza a «buscar y desear lo que más nos conduce a Él» [Ej 23].

Reconocer el propio desorden


Porque ante un Dios así es fácil diagnosticar y reconocer el propio desorden. Este nace
de que a menudo tomamos los medios como fines; que no usamos aquellos «tanto
cuanto nos sirven para el fin último»; que a veces nos pasamos y a veces no llegamos;
que más de una vez perdemos la libertad al absolutizarlos. Salud, dinero, éxito,
cualidades reconocidas, la defensa de la propia imagen, el ansia por alargar nuestros años
de vida...: a ninguna de estas cosas podemos atarnos, cuando ni siquiera los afanes por
no perderlas las conservan, ni tampoco nos aportan la seguridad que nos prometen. ¿Qué
sentido tiene entonces vivir pendiente de esas expectativas? Ninguna de ellas puede
presentarse como «el fin para el que hemos sido criados».
Por eso, san Ignacio anuncia ya desde el comienzo que «es menester relativizar
todas las cosas que no son Dios», para poder apasionarse por solo Dios. El concepto
ignaciano de la indiferencia –aunque él no utiliza nunca esta palabra– se traduce
perfectamente en un «¿Y qué, si me falta?», cuando ha de renunciarse a algo que no es lo
principal. En el Principio y Fundamento solo se propone abrirse a esta posibilidad, que
ya pedirá después reiteradamente el ejercitante, en el centro de la Segunda Semana, a
Nuestra Señora, al Hijo y al Padre.
¿Y qué?, si hemos perdido la salud, o el cuerpo se nos debilita, o las fuerzas físicas
quedaron más en el ayer que en el presente. ¿Y qué?, si las cualidades que uno posee no
son las más brillantes, destacadas o reconocidas en el entorno. ¿Y qué?, si uno está lejos
de ser el protagonista o el más exitoso o el más aplaudido, allá donde trabaja o vive. ¿Y
qué?, si los propios errores o torpezas, mal perdonados por los demás, han tirado por
tierra la imagen de sí mismo que uno quiso defender. ¿Y qué?, si las posibilidades
económicas, profesionales o sociales a nuestro alcance no son todo lo maravillosas que
hubieran podido ser. ¿Y qué? ¿Y qué?
Por encima de estos alicientes en la vida, está la sabiduría de haber encontrado el
sentido por el que uno vive; la satisfacción de saberse valioso para Aquel que nos dio el
profundo de un Tú vivo y mayor que uno mismo.
La presentación del Principio y Fundamento debe llevarnos a pedir una y otra vez
que Él se haga presente en lo hondo de nuestra persona. Con frecuencia, esta disposición
humilde de ánimo se fomenta comentando con Dios el álbum de fotos de nuestra vida y
los miedos y fantasmas que sin querer, pero demasiado a menudo, nos bloquean. Los
Ejercicios comienzan bien cuando colocan desde el principio al yo pequeño y verdadero
ante el Dios grande que nos está esperando. San Ignacio llamaba a esto «el fundamento»,
y lo recordará después, al comienzo de cada ejercicio de oración, como «oración
preparatoria» [Ej 46].
Textos bíblicos para el Principio y Fundamento
En primer lugar, el profeta Isaías puede ayudarnos, por medio de algunos pasajes del
llamado Libro de la consolación (Is 40–55), a recrear y renovar la relación con Dios, a
percibirla con ojos nuevos desde la perspectiva del mismo Dios que nos valora y nos
ama, a ensanchar la imagen que tenemos de Él. Son imágenes muy bellas que apenas
necesitamos introducir, pues nada puede sustituir el contacto directo con los propios
textos. En concreto nos referimos a tres pasajes, pero podrían ser también otros:

– Is 41,8-20: Dios está cerca de Israel, lo ha elegido y lo prefiere, le ayuda y le


invita a no temer: «te tengo asido por la diestra... no temas, soy yo quien te
ayuda»; su promesa traerá la alegría, y el Señor ratifica su compromiso
inquebrantable con los pobres: «humildes y pobres buscan agua, pero no
encuentran nada... Yo, el Señor, les responderé; yo, Dios de Israel, no los
desampararé».
– Is 43,1-7: el Señor ha creado y rescatado a Israel, le acompaña, es su salvador;
el Señor prefiere Israel a otros pueblos y le habla como a un hijo: «eres
precioso a mis ojos... y yo te amo», «no temas, que yo estoy contigo».
– Is 49,1-20: el Señor nos ha llamado desde que estábamos en el vientre de
nuestra madre, cuenta con nosotros para traer la salvación a este mundo. El
Señor se compadece y nos consuela y, cuando dudamos y creemos que nos ha
olvidado y abandonado, nos dice: «¿puede una madre olvidarse de su criatura,
dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuada».

La cercanía constante de Dios la expresa el salmo 139 [138], «Tú me sondeas,


Señor, y me conoces», mientras que el 103 [102], «Bendice, alma mía, al Señor», invita
a la gratitud y el agradecimiento a ese Dios percibido cerca y que nos ama.
La dinámica del Principio y Fundamento la recoge bien la formulación paulina en el
inicio de la Carta a los Efesios: «nos eligió en Cristo antes del inicio del mundo para ser
santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1,4). Puede profundizarse sirviéndonos
llamada parábola del juicio final (Mt 25,31-46).
Para considerar la indiferencia ignaciana, puede resultar iluminador recurrir a Mt
6,25-34 o a su paralelo en Lc 12,22-32. Jesús invita a la confianza, recurriendo a la
experiencia que descubrimos en la creación: si Dios cuida de los pájaros y de las flores,
¡cuánto más de nosotros...! Él sabe lo que nos hace falta, pues es nuestro Padre; así que
quien reconoce a Dios como padre puede confiar. Somos invitados a preocuparnos del
Reino, pero de un Reino que ya se nos ha dado. Esa es la significativa diferencia de
Lucas respecto de Mateo: la decisión ya tomada por Dios de entregarnos el Reino. Ya
nos ha sido dado. Por eso nada hay que temer, nada puede separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús (cf. Rm 8,28-39). El mismo san Pablo puede ayudar a orar el
horizonte ignaciano de «solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el
fin que somos criados», el llamado magis ignaciano, que solo se alcanza desde la
comunión con Cristo (cf. Flp 3,7-14).
CAPÍTULO 3:
La Primera Semana
Directorio breve sobre la Primera Semana
Es bueno diferenciar, al comenzar la Primera Semana, el distinto papel que cumple esta
según qué tipo de Ejercicios vayan a darse. Ningún Directorio pone en duda que es una
Semana fundamental, incluso para las personas que «caminan muy adelante en la vía del
espíritu». Pero la confusión surge cuando no se distingue con claridad la utilización
diferente que propone el mismo san Ignacio para los ejercicios de esta Semana, según se
trate de hacer unos Ejercicios leves [Ej 18] o completos [Ej 20].
En efecto, en los Ejercicios leves, que son los que hay que dar a los que tienen poca
experiencia en cosas de Dios y, por tanto, necesitan «ser instruidos», o solo quieren
«cierto grado de contentar su alma», san Ignacio propone que se utilicen algunos
ejercicios de la Primera Semana –no toda ella, sino solo los exámenes y el primer modo
de orar–, para encaminar al ejercitante a la confesión, la comunión y alguna
intensificación en su vida de oración. Son ejercicios, pues, para purificar el alma, y por
eso resulta coherente terminarlos con el sacramento de la reconciliación y unos
propósitos de mayor práctica sacramental [Ej 18].
No ha de entenderse así la Primera Semana en los Ejercicios completos, ya sea
durante treinta días o menos. Esta Semana tiene en ellos otro sentido y otro objetivo, que
es el de purificar la imagen que se tiene de Dios. La confesión es aconsejable hacerla, en
este caso, antes de entrar en el Principio y Fundamento, para empezar los Ejercicios
«más dispuesto e inflamado», como dicen los Directorios de Vitoria y Miró. Lo que
recomiendan varios Directorios, recogiendo la sugerencia de san Ignacio [Ej 44], es
hacer al final de la Primera Semana una confesión general, como una práctica
sacramental dirigida expresamente a reconocer y disfrutar a fondo la bondad de Dios,
más hondamente sentida en esta Semana.
Sin embargo, no es raro aprovechar mal esta primera parte de los Ejercicios
completos señalando como objetivo primordial la simple confesión de los pecados. Se
desenfocan entonces las cinco meditaciones propuestas en la Primera Semana –que no
está previsto darlas ni ofrecerlas en los Ejercicios leves–, y se olvida centrarlas en el
encuentro del ejercitante con Dios como Bondad infinita [Ej 52] y Perdonador absoluto
[Ej 61 y 71]. Para san Ignacio, disponer al ejercitante para sentir y gustar este encuentro
Todos los preámbulos y coloquios de la Primera Semana están expresamente enfocados
a darle gracias a Dios [Ej 48, 53, 60, 61; 65 y 71]. El pecado es aquí traído a la memoria
como ocasión propicia para admirarse, sentir y gustar la bondad y paciencia divinas. Las
consideraciones del «pecado particular» [Ej 52] y de «los pecados propios ponderados»
[Ej 56-61] están dirigidas a sentir la experiencia de pecador perdonado, como
experiencia consoladora y reveladora de Dios.
«Vergüenza y confusión» son sentimientos manifestados por el ejercitante al
comparar la Bondad infinita de Dios con la limitada bondad propia. No es la
«vergüenza» que brota de la imagen, quizá ya rota, del propio Yo, sino la «vergüenza»
que nace de haber descubierto, pese a mi comportamiento, tanta benevolencia en Él.
Asimismo, «lágrimas de mis pecados» es siempre expresión de consolación en san
Ignacio, porque son efecto del perdón ya recibido y sentido [Ej 55, 62 y 316]. Es decir,
la consideración del pecado en esta Semana subraya sobre todo nuestra ingratitud y
desconsideración con el Bueno, que sigue respondiendo con gratuidad. Coherente con
ello, ninguno de sus cinco ejercicios está dirigido a demandar perdón por nuestros
pecados, como si hubiera que conseguirlo ahora del Perdonador, sino a fundamentar bien
un «aborrecimiento dellos» [Ej 63 y 65].
Es evidente que una consideración mantenida del pecado perdonado es una ayuda
real para purificar la imagen de Dios [Ej 59-61 y 71] y la única posibilidad abierta para
mirar de frente el mal, en la Historia y en mi historia, sin ocultarlo ni exagerar el
escándalo de su presencia –«cuánta corrupción vino en el género humano» [Ej 51-52 y
56-57]–. En cambio, las falsas actitudes ante el mal, que son el fariseísmo –¡qué malos
son los demás!– y la culpabilidad –¡no tengo perdón!–, ambas igualmente narcisistas,
quedan descalificadas en la presentación ignaciana. Aceptar ser perdonado se convierte,
entonces, en la sana experiencia personal buscada en esta Semana.
Por eso, el que da los Ejercicios tiene ante sí la tarea de hablar aquí del pecado sin
hacer de él la temática principal de la Primera Semana y, consiguientemente, saber
presentar esta de manera que ayude y disponga al ejercitante para sentir y gustar la
bondad de Dios, que sí es el objetivo fundamental de ella. Solo por eso es «el
fundamento y la base de las demás Semanas», como le llama el Directorio Oficial (D.O.,
primer suelo pueda sostener las columnas y paredes maestras que van a levantarse sobre
él, también la comprensión de las escenas de la vida de Jesús, que se van a contemplar
en las Semanas siguientes, necesita sentir y gustar un punto de apoyo firme, que es la
bondad incondicional de Dios. Por eso es esencial, siempre que se hacen Ejercicios,
repetir o resumir la Primera Semana.

La presentación del método ignaciano de los Ejercicios


Los cinco ejercicios de meditación ofrecidos en la Primera Semana son progresivos y
forman una unidad indisociable, como dice el Directorio dictado de palabra a Polanco
–«no se den juntos, sino uno a uno todos cinco»–. Recorren el mismo camino que se va a
repetir después en todos los Ejercicios. Es decir, de la cabeza al corazón, y de este a la
sensibilidad, que, además de fortalecer el afecto, debe ser educada también «para que
obedezca a la razón» [Ej 87]. Por eso están construidos escalonadamente.
Los dos primeros ejercicios [Ej 45-61] tienen un planteamiento inicialmente
discursivo, marcado por los verbos «traer a la memoria», «ponderar» y «considerar»,
pero abiertos inmediatamente al afecto, a través del «coloquio» y la petición expresa de
«mover más los afectos con la voluntad». Aun siendo meditaciones, en ningún momento
se presentan como actos solo del entendimiento.
El tercer ejercicio, reforzado por el cuarto [Ej 62-64], está ya centrado en el afecto –
es una «repetición» y un «triple coloquio», que son los dos recursos fundamentales para
afectarse en la metodología ignaciana–, pero se abre también a la sensibilidad a través de
los términos «aborrecimiento» y «aborreciendo», reiterados las tres veces en los
coloquios «a nuestra Señora, al Hijo y al Padre» [17] . Al ejercitante se le sugiere pedir
una sensibilidad en consonancia con la del Señor; esto es, que aborrezca todo lo que Él
aborrece y rechace todo lo que Él rechaza. San Ignacio cree que solo así podrá estar
ordenado para comportarse después, en su vida, correctamente.
El quinto ejercicio, el del infierno [Ej 65-71] –¡tantas veces mal interpretado y peor
utilizado, creyendo que su sentido es el de asustarnos para hacernos reaccionar!– está ya
centrado en una apertura de los sentidos corporales a esa realidad llamada a «ser
aborrecida». Lo aborrecible es la desconsideración y el desagradecimiento a Dios,
robustecer y estabilizar un «interno sentimiento» de agradecimiento a Dios por su
fidelidad, y de «vergüenza y confusión» por mi comportamiento. No se trata de
exacerbar el miedo al infierno, sino de dar estabilidad a una decisión afectiva previa que
podría hacerse veleidosa sin querer –«para que si del amor del Señor eterno me olvidare
por mis faltas, al menos el temor de las penas me ayude a no venir en pecado» [Ej 65]–.
El vértigo sentido del desamor consolida la conservación del amor, como ocurre en todos
los órdenes de la vida.
San Ignacio no propone formalmente más ejercicios para esta Primera Semana que
estos cinco. Si luego la versión de la Vulgata desarrolla algunos más, solo insinuados en
los Ejercicios [Ej 78], no debería hacerse traicionando la utilización, tan alejada del
miedo, con que san Ignacio apela a la consideración de la muerte y del juicio, tanto en la
«elección» como en la «reforma de vida» [Ej 186-187 y 340-341]. Conservando este
esquema y este sentido, el que da los Ejercicios puede sustituir con otras consideraciones
las meditaciones ignacianas, o completarlas con la presentación de las parábolas o con
otros pasajes de la Escritura, si le pareciese oportuno.

El encuentro inicial con la misión a la que somos llamados


Ninguna parte de los Ejercicios ignacianos, ni siquiera la Primera Semana, está dirigida
exclusivamente a la santificación propia. Desde Manresa, san Ignacio tiene ya el
decidido propósito de «ayudar a las ánimas», y con este fin ofrece los Ejercicios al P.
Miona en 1536: «Veréis cuánto os aprovechará para poder fructificar, ayudar y
aprovechar a otros muchos».
Dicha mirada hacia fuera va a más, según avanza el proceso completo, pero está ya
presente, como era de esperar, en la Primera Semana. Lo está de dos modos
complementarios.
El primero es el «coloquio imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en
cruz» [Ej 53], con el que se cierra el primer ejercicio, pero que es a la vez el resumen que
recoge y condensa el fruto de la Primera Semana. Un ejercicio, por eso, importante, que
no debe suprimirse nunca. La relación intrínseca entre la deuda de gratitud con Él y la
pregunta nacida en el corazón del amigo agradecido o del caballero afectado –«¿qué
«llamamiento del rey» [Ej 91-98], pero solo va a recibir respuesta para cada uno a lo
largo de la Segunda y Tercera Semanas, «juntamente contemplando» los misterios de la
vida de Cristo [Ej 135].
El segundo camino complementario para el descubrimiento por el ejercitante de la
misión a la que puede ser llamado se realiza por medio de la consideración de las «reglas
de discernimiento de la Primera Semana» [Ej 313-327] [18] , que san Ignacio cree
oportuno presentar en este momento. Su fin es interpretar bien las llamadas del Señor,
para después no hacerles oídos sordos, sino mantenerse en ellas. La explicación de la
sabiduría que puede aprenderse en la experiencia alternada de consolaciones y
desolaciones es el primer elemento de todo discernimiento posterior. Está en juego el
saber escuchar correctamente después las llamadas que el Espíritu le hace a cada
ejercitante, tanto para hacer su «elección» como para una «reforma de vida». Ambos
procesos han de apoyarse también en la bondad infinita y la misericordia gratuita de
Dios, sentidas y saboreadas durante la Primera Semana.
Para ponderar bien la importancia que san Ignacio concede a esta Primera Semana,
tampoco debe olvidarse que, en su Directorio autógrafo, desaconseja empezar los
ejercicios de la Segunda Semana cuando el ejercitante no termina la Primera con «mucho
fervor y deseo de ir adelante». En ese caso, dice, mejor esperar «a lo menos por un mes
o dos». Es otra manera, todavía más clara, de calificar como fundamental la Primera
Semana.
Textos bíblicos para la Primera Semana
En primer lugar, ayuda hacernos cargo, también por lo que respecta a los textos bíblicos,
de la continuidad en la dinámica de Ejercicios. Si un texto me ha ayudado, puede seguir
haciéndolo; así que tener presentes los textos utilizados en el Principio y Fundamento es
un buen inicio cuando queremos encontrarnos con Dios, bondad infinita y perdonador
absoluto. Podemos volver a ellos y continuar sintiendo y gustando, repetir algún
versículo o palabra que más nos haya llegado, etc. En esta línea de servirnos de textos
más breves pero con fuerza, sugerimos algunos versículos de la Escritura que pueden
acompañar esta etapa de Ejercicios, dentro y fuera de los tiempos de oración, siempre en
búsqueda de un mejor conocimiento de nosotros mismos y de la misericordia de Dios:
«tu luz, Señor, nos hace ver la luz» (Sal 36,9); «si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8); «no juzguéis
y no seréis juzgados» (Mt 7,1); «si nuestra conciencia nos acusa, Dios es más grande que
nuestra conciencia» (1 Jn 3,20); «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm
5,20); «me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). El elenco no es exhaustivo y pueden
encontrarse, por supuesto, otros.
Entrando en el primer ejercicio del texto ignaciano, puede ser útil la historia del
pecado del rey David (2 Sm 11,1–12,14). De alguna manera, lo que el profeta Natán
hace con David, que es narrarle una historia para abrirle los ojos, es lo que san Ignacio
pretende al invitar al ejercitante a considerar el pecado de otros. También puede
servirnos de espejo la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). Inmediatamente
tendemos a rechazar la actitud del fariseo que se siente superior a los demás, pero, al
hacerlo, en realidad caemos en su mismo defecto y nos identificamos con él. Se nos pone
así sobre la pista de actitudes que funcionan automáticamente en nosotros y que, sin
embargo, no son las que Dios quiere.
Para iluminar la oración que pretende el conocimiento del propio pecado ayuda una
serie de relatos que presentan el pecado como ruptura de una relación con Dios o con el
prójimo, que son inseparables (cf. Mc 12,28-31). Encontramos ejemplos de ruptura con
Dios en Adán y Eva (Gn 3) y en el pueblo de Israel, que lo sustituye por el ídolo del
becerro de oro (Ex 32,1-14). Ruptura con el prójimo es la de Caín con Abel (Gn 4,1-16)
dimensión estructural del pecado pueden ser la historia de los reyes Ajab y Jezabel, que
asesinan a Nabot para robarle (1 Re 21), y los oráculos del profeta Amós contra las
naciones, que denuncian la violencia y la injusticia (Am 1,3–3,8).
El denominador común a todos es la ruptura del vínculo de filiación y/o fraternidad.
A la vez, es preciso notar que por parte de Dios nunca se rompe la relación del todo, lo
que ofrece una nota de esperanza: teje unas pellizas para Eva y Adán, marca a Caín para
que nadie lo mate, sigue enviando a sus profetas (Natán, Moisés, Elías o Amós), y en las
parábolas nos ofrece el camino a seguir, ya sea con el ejemplo del samaritano, ya
recordándonos que tenemos la Ley y los Profetas para hacerles caso.
Un fragmento del Nuevo Testamento esencial para purificar la imagen de Dios y
evitar las falsas actitudes ante el mal es el capítulo 15 del evangelio de san Lucas, que
presentamos a continuación con más detalle. Su punto de partida es la crítica que sufre
Jesús por andar con pecadores y comer con ellos (15,1-2). En este contexto, Jesús cuenta
tres parábolas en las que las claves perder y encontrar juegan un papel fundamental, y
que hay que entender como explicación de su comportamiento.
La primera y la segunda parábolas guardan un gran paralelismo: una oveja y una
moneda que se pierden; un hombre y una mujer que buscan hasta que las encuentran; la
invitación a amigos y vecinos para festejarlo (15,3-7.8-10). Ambas concluyen señalando
la correspondencia entre la alegría de la tierra y la que hay en el cielo por la conversión
de un pecador. Por eso Jesús hace lo que hace y frecuenta la compañía de los pecadores:
porque alegra a su Padre en el cielo. Es la alegría del Evangelio anunciada a Zacarías y a
los pastores (1,14; 2,10) y traída por el Resucitado (24,41.52).
La tercera parábola es la historia de un padre y dos hijos (15,11-32). Conocida
habitualmente como el hijo pródigo, quizá deba ser llamada el padre bueno, pues el
padre es el auténtico protagonista. Podemos distinguir dos pequeñas escenas, cada una
dedicada a un hijo (vv. 11-24 y 25-32). La primera se inicia con la petición del hijo
menor de su parte de la herencia. El padre se la reparte a los dos hermanos, y el pequeño
emigra y, tras gastarlo todo –no se especifica cómo, frente a lo que el hermano mayor
dirá luego–, se ve reducido a cuidar cerdos, grado sumo de alienación para un judío.
Recapacita y decide regresar a su casa, reconocer su error delante de su padre y pedirle
ser tratado como un jornalero. Sin embargo, antes de que llegue, su padre lo ve a lo lejos,
discurso, le restituye en su lugar de hijo con el vestido, el anillo y la fiesta, porque ha
encontrado a su hijo perdido.
La segunda escena arranca con la llegada del campo del hijo mayor. Enterado de lo
ocurrido, se niega a entrar; pero el padre sale al encuentro de su hijo y le pide que entre.
Con esta acción de dejar la fiesta y a los invitados, como en la anterior de perder la
compostura y echar a correr, el padre está rompiendo los códigos sociales al uso. Para ir
al encuentro de sus dos hijos se sale del patrón establecido de lo que se supone que debe
hacer un padre de familia. En contraste, la respuesta del hijo nos deja su retrato: hace
años que le sirve, es decir, se siente menos que un trabajador contratado; no ha
desobedecido nunca, o sea, no percibe la necesidad de cambiar; se queja de no haber
celebrado una fiesta con sus amigos, es decir, excluye a su padre; y habla de «ese hijo
tuyo», o sea, tampoco se siente hermano. La contestación del padre le recuerda que
comparten los bienes (dado que, efectivamente, les repartió la herencia a los dos) y,
sobre todo, su identidad de hijo y hermano, que le debe llevar a celebrar la fiesta, porque
su hermano perdido ha sido encontrado. El perdón tiene que ver con reencuentro:
reencuentro con el otro y con Dios.
En definitiva, y volviendo a los versículos iniciales, Jesús se comporta como lo
hace porque ese comportamiento alegra a su Padre del cielo. Se sale de los caminos
marcados para ir al encuentro de quien tiene necesidad, que es la prioridad para Dios. La
parábola desenmascara la culpabilidad mal enfocada del hijo pequeño, que cree no
merecer ya ser hijo, y el fariseísmo del hermano mayor, que niega a su hermano la
fraternidad. Por paradójico que nos resulte, no hay nada que podamos hacer para que
Dios nos ame menos ni para que nos ame más. Dios nos ama incondicionalmente. El
proceso de Ejercicios nos revela que somos pecadores, pero también que Dios nos sigue
amando y nos perdona. Somos pecadores perdonados.
En los coloquios con el crucificado o ante la cruz pueden ayudar algunas oraciones
de arrepentimiento y petición de perdón tomadas del AT (Baruc 1,15–3,8; Sal 41; 51);
pero, sobre todo, salmos de acción de gracias, como el 103, y textos del NT, en especial
paulinos, que subrayan el amor de Dios manifestado en Cristo que nos libera y perdona
(Rm 5,6-8; 7,14-25; 8,31-39; Jn 3,16) y nos abre a la gratitud. Por su parte, la meditación
del infierno puede ser acompañada por pasajes que resaltan, ya sea el olvido de Dios
Dios.
Por último, para plantear la misión futura a la que abre el perdón de Dios una
opción es recurrir a la curación del paralítico (Mc 2,1-12). Por un lado, la imagen de la
parálisis expresa bien lo que es el pecado, mientras que la curación que devuelve la
iniciativa y la capacidad de movimiento visualiza el perdón y la vida nueva que
posibilita. En medio encontramos la palabra hijo con la que Jesús se dirige al hombre: el
perdón restaura nuestra identidad de hijas e hijos de Dios y nos permite vivir de nuevo
como hermanas y hermanos. Dos detalles fundamentales son: la fe de los camilleros, que
mueve a actuar a Jesús y nos recuerda la fuerza de la intercesión, y el hecho de que Jesús
mande al hombre cargar con su camilla y volver a casa. El paralítico curado es invitado a
realizar con otros lo mismo que sus camilleros han hecho con él: llevar a quien lo
necesita a Jesús. En palabras de san Pablo, Dios nos ha reconciliado consigo y nos ha
encargado el oficio de reconciliar (cf. 2 Cor 5,14-21). El regalo del perdón no es para
nosotros solos. Otro texto que pone de relieve la transformación que genera el encuentro
con la salvación que Jesús trae es el relato de Zaqueo (Lc 19,2-10). Al recibir a Jesús,
Zaqueo se llena de alegría, reconoce su verdad, repara el daño causado y cambia. Se nos
recuerda que Zaqueo también es «hijo de Abrahán», y reconocemos que se comporta de
nuevo como hermano.
Instrucciones y Reglas de la Primera Semana
Los puntos de oración de los Ejercicios ignacianos son acompañados, en la misma
presentación del método, por una serie de Instrucciones y Reglas como ayuda indirecta
para disponer el alma a recibir esa oración. Con frecuencia son presentados en el libro de
los Ejercicios en forma de apéndices ordenados de cada Semana. Otras veces aparecen
en el mismo texto de estas, siempre por algún motivo concreto o para darles mayor
relevancia. Al menos para los ejercitantes que acceden por primera vez al método, es
muy conveniente hacer referencia a ellas en forma de plática o instrucción
complementaria.
En la Primera Semana, estas ayudas indirectas son: las Anotaciones [Ej 1-20], los
Exámenes [Ej 24-44], los Tres modos de orar [Ej 238-260] y las Reglas para sentir y
conocer las mociones que en el ánima se causan [Ej 313-327]. El Directorio autógrafo
de san Ignacio subraya lo que ya dijera en las Anotaciones, estableciendo la
conveniencia de presentar o explicar en la Primera Semana al ejercitante algunos de
estos documentos o, mejor aún, todos ellos [Ej 6-9, 18-20].

• LAS ANOTACIONES
Como todo método nuevo, también los Ejercicios ignacianos habían de ser explicados
por su autor, y para esa función están escritas las Anotaciones. Aunque san Ignacio se
apropió con libertad de mimbres viejos –en particular, tomados del Ejercitatorio de
García Jiménez de Cisneros–, el resultado fue un cesto muy original y distinto. Aún hoy,
los Ejercicios ignacianos son muy diferentes de otras prácticas devotas que usan el
mismo nombre. Por eso, en la mayoría de los casos sigue siendo conveniente que el que
da los Ejercicios vuelva a presentarle al ejercitante los aspectos fundamentales del
método.
Las primeras Anotaciones explicitan las dos clases de acciones que se van a
demandar del ejercitante durante todos los Ejercicios. Unas son propias del
entendimiento –«examinar, considerar, entender, discurrir»–, y otras, de la voluntad o
corazón –«afectarse, reflectir, sentir y gustar internamente»–, con una preferencia clara
por estas últimas [Ej 3]. La oración no llega a ser realidad hasta que aflora y se asienta en
Ejercicios son un método para hacer pasar de la cabeza al corazón la Palabra escuchada
con fe» [19] . Los pensamientos que están solo en la cabeza no nos cambian la actitud,
pero los que bajan al corazón sí que nos transforman la vida. En los Ejercicios
ignacianos, la especulación no debe tener preferencia sobre los afectos en ningún
momento.
En las siguientes Anotaciones, al desentrañar las ayudas que puede necesitar el
ejercitante a lo largo del proceso, san Ignacio utiliza significativamente dos expresiones
diferentes para nombrarle. Unas veces –las menos– le llama «el que se ejercita». Otras –
las más–, «el que recibe o toma ejercicios». Expresa así el carácter, más místico que
ascético, de la experiencia, a la que considera más reconocible en sí misma como una
experiencia regalada de Dios que como el resultado de un esfuerzo del ejercitante; una
vivencia, en suma, «más passive que active», como calificara Laínez la actitud de san
Ignacio «en las cosas de Dios». La tarea que se pide al ejercitante es tan solo «preparar,
disponer o aparejar» el alma [Ej 5, 15, 20, 238, 239], como simple requisito para recibir
«lo que quiere y desea» [Ej 48]. En ningún momento de la experiencia debe olvidar que
no está en su mano producir el regalo que demanda al Señor, sino tan solo disponerse a
recibirlo.
Por último, en algunas de esas siguientes Anotaciones [Ej 15. 17] se precisa el papel
que se debe esperar del que da los Ejercicios, que no es un predicador, ni un director
espiritual (en este momento), ni tampoco un confesor. Su función se limita a respetar (y
resaltar) la acción del Señor en quien está siendo «abrazado inmediatamente por Él» y
ayudarle en el discernimiento de «los pensamientos que le vienen de fuera» [Ej 17].
Igual que al ejercitante se le pide estar convencido de que el auténtico protagonista de
los Ejercicios es el Señor y solo Él, también al que da los Ejercicios se le pide que deje
actuar al Señor sin intercalar en su acompañamiento, a lo largo de todo el proceso,
adoctrinamientos y sentimientos propios, por buenos y edificantes que fueren [cf. Ej 6].

• LOS EXÁMENES
El material que san Ignacio da en su libro a continuación [Ej 24-44] suele ser dejado de
lado por muchos, al considerarlo obsoleto o solo válido para la preparación de una
confesión general. Probablemente era el único material que san Ignacio tenía escrito y
presentan este material por extenso, como si su misión principal fuera purificar el alma,
que es el objetivo propio de los Ejercicios leves. Pero, al mismo tiempo, difícilmente
sería excusable no aprovechar hoy los elementos que también contienen para sentar las
bases del discernimiento de espíritus [20] .
«Examinar la conciencia», en efecto, es un ejercicio importante para «preparar y
disponer el ánima», tal como ha sido anunciado desde el principio [Ej 1]. A pesar de la
insistencia subrayada en el «sentir y gustar», los Ejercicios distan mucho de proponer un
abandono irracional a la experiencia orante. El sentir pide ser contrastado por la razón.
Por eso, preguntarse «cómo me ha ido» será la propuesta de san Ignacio después de cada
rato de oración [Ej 77], y «mucho examinar» será su recomendación en los momentos
difíciles de la desolación [Ej 319]. La interioridad deseada exige estos análisis de los
propios sentimientos.
El campo del examen es mucho más amplio que lo simplemente moral, puesto que
considera también «los pensamientos que vienen de fuera» y que piden ser
convenientemente discernidos –porque «el uno viene del buen espíritu, y el otro del
malo» [Ej 32]–; incluye, pues, lo moral y (más aún) el discernimiento. Es, sobre todo,
una oración de observación sobre el paso de Dios en mi vida y, por tanto, está más
pendiente del futuro que del pasado; de los sueños de Dios sobre mí que de las
limitaciones propias e incluso de los pecados cometidos.
Para cualquier forma –antigua o moderna– de «examinar la conciencia», san
Ignacio propone un primer punto ineludible, que es «dar gracias a Dios nuestro Señor
por los beneficios recibidos» [Ej 43]. Sin esta perspectiva inicial, el examen puede
convertirse en nuestras manos en un ejercicio ético voluntarista, casi narcisista,
fomentador del ego, en lugar de revelador de la presencia permanente de Dios en nuestra
vida.

• TRES MODOS DE ORAR


San Ignacio los propone, no como métodos o modos de oración, sino como ayudas para
preparar al orante –«es más dar forma, modos y ejercicios cómo el ánima se apareje y
aproveche en ellos que no dar forma ni modo alguno de orar» [Ej 238]–. Para el
ejercitante que pueda tener el peligro de entender estos modos de orar como unas
aparejar el alma» para recibir la oración que el Señor le envía. No hacerlo así sería
desaprovechar las ayudas que el mismo autor de los Ejercicios le ofrece.
Algunos Directorios colocan este documento solo al final de la experiencia, como
instrumento dirigido a la conservación de la oración al término de los Ejercicios. Pero
parece más útil recordarlo ya al principio de estos, al menos en parte. Porque san Ignacio
adjudica el «primer modo de orar» a la Primera Semana o a los Ejercicios leves [Ej 18]
y lo plantea como un examen de conciencia orado, con disposición previa del alma
–«considerando a dónde voy y a qué» [Ej 239]– y petición de gracia para «enmendarme»
[Ej 240, 243].
En realidad, estos «tres modos de orar» son un camino sugerido, dentro de los
Ejercicios, para una apertura humilde de nuestros sótanos más hondos al Señor y para
adecuar nuestra sensibilidad a nuestro afecto. Porque, tal como están propuestos, no
responden a la pregunta «¿Cómo se hace oración?», sino a una cuestión que a san
Ignacio le parece previa y más englobante: ¿Con qué actitud se ora o «a quién se
endereza la oración»? [Ej 251]. Están más dirigidos a crear una actitud humilde y
suplicante –«convirtiéndose a la persona a quien ha orado» [Ej 257] o «mirando la
diferencia de tanta alteza de la persona a quien reza y de tanta bajeza propia» [Ej 258]–
que a detallar los pasos a seguir en un acto de oración. La actitud humilde del orante es
lo fundamental, y su resultante es pedir y pedir, dar gracias y pedir perdón. Solo así
«dispone» cada uno su alma para recibir oración [21] .

• LAS REGLAS PARA SENTIR Y CONOCER MOCIONES


Toda clase de Ejercicios ignacianos se asienta sobre la experiencia personal y discernida
de consolaciones y desolaciones. Para no carecer de recursos en la comprensión y
manejo de ellas se ofrecen estas primeras reglas sobre el tema, que por eso «son más
propias para la Primera Semana» [Ej 313]. San Ignacio las presenta con un título muy
expresivo: «Reglas para en alguna manera sentir y conocer las varias mociones que en
el ánima se causan; las buenas para recibir y las malas para lanzar». Todos los
Directorios aconsejan «declararlas» desde el comienzo a los ejercitantes, «a fin de que
estos se vean animados e instruidos», como dice el de Polanco. Porque es «el dar ánimo
y fuerzas para adelante» [Ej 7] la razón de ser fundamental –«el provecho»– de estas
momento, lo constituyen 14 reglas centradas sobre todo en la experiencia de la
desolación. Están referidas a cómo reconocerla, cómo no dejarse arrastrar hacia la
mudanza que nos propone, cómo plantarle cara sin perder la paz y, finalmente, cómo
sacar provecho y lección de ella. La regla central es la «nona» [Ej 322], esencial para
entender que «todo es don y gracia de Dios nuestro Señor» y para no venir «en alguna
soberbia o gloria vana» como remanente o fruto de la consolación anteriormente
disfrutada [23] .
Tanto la consolación como la desolación deben ser discernidas, porque una y otra
son estados de ánimo temporales, y ninguna de las dos es un absoluto en la experiencia
del ejercitante. Una y otra esconden una posible mala interpretación a su término. La
primera puede llevar a presunción, y la segunda a desaliento. Pero las dos son un
instrumento precioso del Señor para hacérsenos presente e indicarnos el camino a seguir.
Las dos pueden ser tiempo de gracia, porque ambas contienen presencia del Señor,
aunque en una de ellas dicha presencia se esté manifestando aparentemente como
ausencia. Contra lo que pueda parecer al comienzo de la vida espiritual –y el mismo san
Ignacio lo pensó al comienzo de su vida penitente [cf. Au 21]–, el lenguaje del Señor no
es monocorde, sino sinfónico.
Como añadido postrero en esta serie de reglas, san Ignacio resume en tres parábolas
su experiencia personal de victorias frente al tentador. La primera, sobre la conveniencia
de plantarle cara –«ponerle mucho rostro» y «no tener temor ni perder ánimo» [Ej
325]–. En esta parábola, san Ignacio toma de san Bernardo la expresión «el enemigo de
natura humana» para señalar no solo al demonio, sino a lo que hemos llamado después
«los enemigos del alma», es decir, los valores de este mundo, la tentación del mal y la
soberbia (la absolutización del Yo). Los tres van a aparecer después, unidos, en el
ejercicio de las Dos Banderas [cf. Ej 142].
La segunda parábola subraya la necesidad de acudir siempre a «su buen confesor u
otra persona espiritual, que le ayude a descubrir los engaños y malicias» del enemigo
[Ej 326]. Y la tercera aconseja analizarse y conocer bien los propios puntos débiles –«la
parte más flaca»–, para no dejarse sorprender por el tentador [Ej 327]. Como en toda su
obra, y sobre todo en los Ejercicios, a san Ignacio «algunas cosas que observaba en su
alma y las encontraba útiles, le parecía que también podrían ser útiles a otros» [Au 99].
Adiciones y complementos de la Primera Semana
Sentido y peligros de hablar de Adiciones y Complementos en Ejercicios
a) Adiciones
Adiciones es un término que san Ignacio utiliza en las Cuatro Semanas de Ejercicios para
proponer una serie de elementos exteriores –gestos corporales, cuidado de algunas
circunstancias ambientales, o sencillas dinámicas de comportamiento– que ayuden al
ejercitante en su proceso interior. Suponen la unidad de la persona humana y afirman
que el cuidado de todos esos elementos exteriores dispone mejor a la persona para su
encuentro con Dios. Recuerdan, por otra parte, que los Ejercicios son un proceso a
tiempo completo: no solo se está haciendo Ejercicios en las horas de oración, sino a lo
largo de todo el día; porque a lo largo de todo el día se está a la escucha de Dios y en
apertura y disposición de acoger su presencia.
Otro elemento significativo de lo que nos dice el texto ignaciano de los Ejercicios
sobre las adiciones es su constante adaptación a los diversos momentos del proceso. Por
citar solo un ejemplo: la utilización de la luz mayor o menor como factor ambiental que
nos pueda ayudar es diversa en los distintos momentos del proceso de Ejercicios: en la
Primera Semana hay que «privarse de toda claridad» [Ej 79], y en la Cuarta Semana hay
que «usar de claridad» [Ej 229].
Este criterio de adaptación de las adiciones ignacianas nos pide que hagamos una
reflexión y un esfuerzo por pensar qué elementos exteriores de la cultura de los/as
ejercitantes que hacen hoy Ejercicios habría que cuidar para que su proceso interior
discurra con mayor fluidez y fruto, y cuáles habría que tener en cuenta para que no lo
dificulten. Obviamente, muchas de las adiciones ignacianas conservan su plena vigencia,
pero igual es necesario acentuar más unas u otras, o proponer algunas nuevas. Pretendo
en estas líneas avanzar y sugerir algo en esa dirección.

b) Complementos
Entiendo como complementos la posibilidad de sugerir algunos sencillos materiales –
literarios, gráficos o visuales– que el que da Ejercicios pueda ofrecer a los ejercitantes
sencillos, para que sean un elemento que ayude a hacer los Ejercicios y no distraigan al
ejercitante o perviertan lo que los Ejercicios son.
Porque los Ejercicios ignacianos no son un tiempo de reciclaje ni un cursillo de
espiritualidad o de teología o de actualización pastoral. Son una experiencia personal en
la que se busca, y san Ignacio lo deja muy claro desde el principio, «...no el mucho
saber... mas el sentir y gustar de las cosas internamente» [Ej 2]. No se trata de consumir
ni textos bíblicos ni materiales profanos, sino de saborear y profundizar para llevar al
corazón la Palabra.
Consumir puede ser una tentación para el que hace Ejercicios, especialmente
cuando no está acostumbrado a saborear, o cuando el profundizar le resulta duro. Pero
dar abundantes materiales y/o complementos puede ser también una tentación para el
que da Ejercicios cuando no acaba de encontrar el modo de hacer propuestas que
ayuden, o cuando se deja llevar de la comodidad o la rutina.
Todo lo que a continuación pueda decir, tanto sobre adiciones como sobre
complementos, tiene aplicaciones diversas, más o menos sentido, mayor o menor
utilidad, en función de qué ejercitantes son los que consideramos: su experiencia
espiritual, su edad, el ambiente del que provienen o las características del proceso de
Ejercicios que están realizando.

«...antes de entrar en la oración repose un poco el espíritu... como mejor le


parecerá...» [Ej 239]
Esa observación que hace san Ignacio al hablar de los modos de orar me parece
especialmente pertinente e importante en nuestro tiempo y circunstancias, en que muchas
veces el ejercitante entra en Ejercicios desde un ritmo de vida intenso, cuando no agitado
y disperso. Con frecuencia, no le resulta fácil al ejercitante de hoy pasar del ritmo de su
vida cotidiana al ritmo de los Ejercicios.
Para quien da ejercicios esta sugerencia ignaciana es una llamada, que me parece
importante atender, a cuidar la entrada en Ejercicios y a darle el tiempo necesario. No es
tiempo perdido el dedicado a este «reposar el espíritu»; por el contrario, es un tiempo
que posibilita una mejor disposición del ejercitante para aprovechar. Empezar
no se ha entrado en Ejercicios.
Para «reposar el espíritu» san Ignacio sugiere, una vez más, la integración de lo
exterior –«asentándose o paseándose»– y lo interior –«considerando a dónde voy y a
qué»–. «Adaptarse al ritmo, tiempos y lugar de los Ejercicios» pide que el que los da
ayude y sugiera en función de quiénes y cómo vienen, y de las características propias del
lugar. Y no está de más que el «considerar» de este número de los Ejercicios se traduzca
en subrayar unas actitudes básicas con las que situarse en ellos. Consideraciones que
serenen interiormente frente a ansiedades, expectativas prefijadas y/o desmedidas, o
prisas, y que estimulen en situaciones de rutina y menos implicación.

«... tanto más se aprovechará cuanto más se apartare de todos amigos y


conocidos y de toda solicitud terrena...» [Ej 20]
No creo exagerar si digo que una de las primeras preguntas que hoy hacen muchos/as
ejercitantes cuando llegan a una casa de Ejercicios es cuál es la clave y contraseña del
wi-fi. En el equipaje de quienes hoy se retiran para hacer Ejercicios no suele faltar
alguno de los diversos aparatos que nos permiten conectarnos a Internet, estemos donde
estemos. El «apartarse» que san Ignacio afirma como condición de aprovechamiento de
los Ejercicios va hoy mucho más allá de los kilómetros que se ponen de por medio entre
la residencia habitual y el lugar de los Ejercicios.
Este es, pues, un desafío que no podemos ignorar y que hemos de afrontar quienes
damos Ejercicios. ¿Qué uso hacer de Internet, en sus diversas formas, en ese tiempo? ¿O
ninguno? Porque, al margen de este tema del «apartarse», resulta que, como iremos
viendo, también Internet puede tener su sentido y su aportación para la dinámica de
Ejercicios. Todas estas cuestiones me evocan al menos dos momentos del libro de los
Ejercicios: las adiciones que hace san Ignacio sobre la penitencia [Ej 82-89], en las que
plantea, por una parte, el uso de «lo conveniente» y la «mudanza» que haya que hacer de
ello en los Ejercicios y, por otra, el «ordenarse» en temas tan cotidianos y necesarios
como el comer [Ej 210-217].
¿No será útil pedir al ejercitante que ya en el mismo comienzo de los Ejercicios
reflexione sobre este tema y se fije a sí mismo (con ayuda del acompañante) unos
personas que hacen Ejercicios son muy diversos.

«... Traer a la memoria...»


Puede ayudar en Ejercicios, también en Primera Semana, ayudarse de materiales o
complementos que sirvan de apoyo y abran perspectivas sobre la materia que se trata,
teniendo en cuenta las consideraciones que he hecho al comienzo sobre el uso adecuado
de estos materiales en Ejercicios. Sugiero algunos:

– Los capítulos 2º y 6º de la Encíclica Laudato si’ del Papa Francisco pueden


ayudar a ampliar la perspectiva del Principio y Fundamento y de la relación
con el Dios Creador y con las demás criaturas. Las dos oraciones finales de
dicha Encíclica –«Oración por nuestra tierra» y «Oración cristiana con la
creación»– son muy sugerentes.
– Los números 6 a 9 de la Bula Misericordiae vultus del Papa Francisco nos
pueden ayudar a nosotros y a los ejercitantes a tener una comprensión muy
evangélica de la misericordia.
– En ese mirar el pecado en la historia, decisivo en la dinámica ignaciana de la
Primera Semana, puede ayudar el proponer testimonios personales concretos
del sufrimiento que generan el pecado y la injusticia. Testimonios personales,
no estadísticas, pues no se trata de dar una clase de economía o de sociología,
sino de acercarnos a los infiernos que el pecado y la injusticia generan también
en este mundo. Es importante que quien da los Ejercicios haga una propuesta
concreta de material escrito, gráfico o audiovisual (¡ahí puede ser útil
Internet!) que sea concorde con su planteamiento de Ejercicios y que no haga
perder tiempo al ejercitante en búsquedas inútiles. Incluso, en determinados
casos y para determinados públicos, puede ayudar también visionar alguna
buena película significativa: por poner solo un ejemplo, la película Babel, de
González Iñarritu, permite, en mi opinión, una buena reflexión sobre el pecado
estructural y sus consecuencias.
CAPÍTULO 4:
La Segunda Semana
Directorio breve sobre la Segunda Semana (A)
En el conjunto de los Ejercicios ignacianos, la Segunda Semana es la más larga de las
cuatro y la más heterogénea en su composición [24] . En sus primeros días, reúne
componentes tan diversos y dispares que no raras veces desconciertan al ejercitante.
Unos son propuestas de modos nuevos de comenzar la oración (contemplaciones de los
misterios de la vida de Cristo, las repeticiones y el «pasar los sentidos»); otros son
ejercicios específicos para la preparación de la elección o la reforma de vida (Banderas y
Binarios); hay documentos con explicaciones añadidas sobre el discernimiento (reglas
de Segunda Semana); e incluso aparece el programa insólito de una alternancia de
meditaciones y contemplaciones, rompiendo su homogeneidad. Quizá por eso no haya
modo de encontrar indicaciones globales para toda esta Semana en los Directorios, sino
tan solo referencias parciales a algunos de sus elementos.
El tema unificador de tanta diversidad es el seguimiento de Jesús. Considerarlo,
gustarlo, pedirlo y animarlo es el objetivo de la Segunda Semana. El cambio de
perspectiva con respecto a la Primera Semana es, en este punto, total. Sin embargo, la
relación entre ellas está muy bien trabada a partir de la pregunta con que terminaba la
Primera, en su «coloquio ante Cristo nuestro Señor puesto en cruz» –«¿qué debo hacer
por Él?» [Ej 53]–, contestada ahora por la invitación del Rey eterno a su seguimiento,
«quien quisiere venir conmigo... ha de trabajar conmigo» [Ej 93]. Este ejercicio del Rey
temporal hace de enlace lógico entre las dos Semanas.

El seguimiento es con cabeza y corazón


Los Ejercicios ignacianos están marcados, a lo largo de todo su proceso, por una plena
integración de esas dos facultades humanas que llamamos cabeza y corazón –en
terminología ignaciana, «entendimiento y voluntad»–. No resulta extraño, por eso, que
las dos dimensiones queden perfectamente destacadas en el ejercicio inicial de esta
Semana. Aunque redactado con el lenguaje todavía arcaico de la época de Manresa, es
bien significativo que san Ignacio lo mantuviera en la redacción final.
Para el Directorio de Miró, corroborado por el Directorio Oficial (D.O., 147), la
invitación a formar equipo con Jesús y, sobre todo, a responder a ella con cabeza y
corazón. Las dos reacciones ofrecidas en el texto [Ej 96 y 97], lejos de representar dos
respuestas diferentes a la llamada recibida del Rey eterno –¡distinción absolutamente
impensable en san Ignacio!–, reflejan muy bien esa doble dimensión, razonable y
afectiva, del único ofrecimiento que puede esperarse del ejercitante: «¡Quiero ir contigo
y como tú!». La oblación propuesta en este ejercicio [Ej 98] pretende advertir que solo
una afectividad bien implicada en el seguimiento puede hacer libre y constante este. Por
eso, en toda la Segunda Semana se va a repetir firmemente día tras día, antes de cada
contemplación, el deseo fuerte de conocer internamente a Jesús, para amarle y seguirle
más [Ej 104].
Con un lenguaje mucho más universal y cultivado, san Ignacio repite la misma idea
al presentar la contemplación de la Encarnación. Elabora para ello una nueva parábola,
que contextualiza el texto evangélico y delimita el modo de «traer la historia de la cosa
que tengo que contemplar». Si bien es verdad que el que da los Ejercicios debe narrar
dicha historia de una forma fiel, sucinta y breve [Ej 2], sin embargo, también se espera
de él que la oriente convenientemente en los puntos, como enseña a hacerlo aquí san
Ignacio. No puede pasar desapercibida, en efecto, la manera de resaltar la diferente
mirada y consideración sobre el mundo que espontáneamente tenemos nosotros [Ej
106,1-2] y la que se supone, en cambio, ser propia de «las tres personas divinas» [Ej
106,3]. La petición que se propone en esta contemplación es pensar y sentir como Jesús
(no de otra manera), para «seguirle e imitarle más». Este es el sello distintivo de toda la
Segunda Semana.

Contemplar a Jesús desde el principio


El contigo y como tú va a ser la música de fondo demandada en todos los ejercicios de la
Segunda Semana, desde el mismo comienzo de la vida de Jesús. La contemplación de los
relatos de la infancia es propuesta en este momento (como sugiere algún Directorio) para
facilitar el mirarle más afectivamente. Es bueno tomar tales relatos como una modalidad
acertada de teología narrativa y subrayar, como hace el mismo san Ignacio, su
paralelismo pretendido con las escenas de la vida pública y la pasión, que van a
persona de Jesús va a ser el foco absoluto de toda oración. Mirarle y contemplarle con
cariño es la propuesta básica de san Ignacio para purificar el seguimiento. Por eso, el que
da los Ejercicios debe procurar, no tanto presentar una cristología orada, cuanto
posibilitar que el ejercitante tenga una experiencia inmediata de Dios en Jesús [25] [Ej
15], sin pretender interferir en su oración con recomendaciones morales o doctrinales. Al
que contempla no se le aconseja discurrir, sino «reflectir en sí mismo».
Todavía encuentra san Ignacio otros dos recursos eficaces para fortalecer el fruto o
provecho de las contemplaciones de la vida de Jesús. El primero es, de nuevo, la
repetición, notando y haciendo pausa en lo ya contemplado, como medio idóneo para dar
más espacio en la oración a lo afectivo. Dicha propuesta ignaciana ocupa toda la tarde de
todos los días de la Segunda Semana, y por eso, si se puede, no debería obviarse este
consejo nunca.
El segundo recurso es el «pasar o traer los sentidos de la imaginación» sobre lo ya
contemplado y repetido dos veces, con la intención de asimilar así más íntimamente lo
contemplado. O de «imprimirlo en el alma», como dice gráficamente la Vulgata. No se
puede olvidar que incluso el Directorio Oficial, pese a la temprana reacción jansenista
contra la impronta mística de los Ejercicios, mantuvo la recomendación de esta forma de
orar en la Segunda Semana para el final de cada día [26] .

Un mundo de autoengaños
Junto a la contemplación, y en estrecha relación siempre con ella [Ej 135], el otro raíl
paralelo sobre el que discurre, de principio a fin, el proceso de los Ejercicios ignacianos
es el discernimiento. También se hace referencia a él, comenzando esta Segunda
Semana, al preparar la elección o la reforma de vida.
Para plantear el tema, san Ignacio conservó desde Manresa otra parábola muy
cercana a su primera afición y cultura y que ha hecho después fortuna en la familia
ignaciana, «las dos Banderas», a pesar de no haber sido siempre bien entendida. Es
preciso caer en la cuenta de que una bandera no representaba en tiempos de san Ignacio
ni una causa ni un país –como significa hoy–, sino las simples señas de identidad de un
capitán reclutador de soldados. Este sentido ilumina mucho mejor la imagen ignaciana
mercenario para conseguir soldados. El «mal caudillo», padre de la mentira, no va a
cumplir después su promesa de dar felicidad a base de fomentar la vanagloria y la
soberbia. El «buen capitán», en cambio, es de fiar.
Para aprovechar bien la parábola de san Ignacio, el que da los Ejercicios debe
destacar, con las palabras que quiera, que hay dos estilos, dos lógicas, dos mundos de
valores radicalmente opuestos y enfrentados. Uno de ellos estamos llamados a
visualizarlo, en las siguientes contemplaciones, como anunciado por Jesús. El otro,
aunque nos cueste reconocerlo, es el habitual nuestro. Por eso, es preciso reservar para el
final del día un nuevo ejercicio, «los Binarios», con todas sus características de un test
de autenticidad sobre nuestras respuestas más interesadas. Porque es cierto que
utilizamos muchas formas engañosas de negarle algo al Señor [27] .
El carácter directivo de ambos ejercicios obliga a calificarlos como meditaciones, y
no contemplaciones, pese a la distorsión que ello pueda provocar en el ejercitante. A
nadie puede extrañar, en cambio, que la forma de orarlas sea pidiendo –no proponiendo–
ser recibido en el camino del «buen capitán», para poder disfrutar de la libertad que
ofrece.
Lo mismo ocurre con el ejercicio de las tres maneras de humildad, propuesto para
hacerlo antes de las elecciones o de la reforma, y también orado, por supuesto, «con los
tres coloquios» [Ej 164-168]. San Ignacio llamó inicialmente a este ejercicio «los grados
de amor» [28] , pero en la redacción final prefirió reservar la palabra «amor» para
referirse a «el que viene de arriba» [cf. Ej 184, 230-237, 338] y tomó de san Bernardo el
término «humildad» para designar la disposición del alma para recibir a Dios –como
hizo «nuestra Señora» [cf. Ej 108].
La «consideración a ratos por todo el día» de los grados de amor o las maneras de
humildad se propone para entusiasmarnos con «la vida verdadera» que se ha presentado
en la parábola de las Dos banderas [Ej 139]. No es ni quiere ser un examen de
conciencia sobre nuestras mezquindades en el amor a Dios, sino un hacernos tomar
conciencia de la pregunta previa sobre cuántos y cuáles son nuestros deseos de amarlo,
cuánto queremos querer a Dios, dónde ponemos realmente el listón de nuestra intención
de amarlo. Frente a las respuestas incompletas y defectuosas de solo desear cumplir los
una relación con Él de entusiasmo en el seguimiento, por encima de lo que más miedo
pudo darnos antes [Ej 167]. Esta es la «mayor y mejor humildad» que san Ignacio
propone al ejercitante pedir –no prometer– «haciendo los tres coloquios» [Ej 168].
Como aconseja el Directorio de Miró, siempre tiene sentido hacer estas tres
meditaciones ignacianas al comienzo de la Segunda Semana, aunque no esté previsto
hacer después ninguna elección en particular. El objetivo de este día especial es afianzar
la sospecha sobre nosotros mismos y asegurar un espacio más lúcido a nuestra libertad.
Por eso, años después, con un lenguaje menos imaginativo pero más universal, san
Ignacio reiteró la misma advertencia de las Banderas en las «reglas con mayor
discreción de espíritus, para la Segunda Semana», sistemática denuncia de tantos
autoengaños nuestros en el seguimiento. También es importante recordar estos consejos
siempre.
Textos bíblicos para la Segunda Semana (A)
Como texto para acompañar la transición entre la primera y la segunda semana puede
ayudar la conversión de san Pablo camino de Damasco, que narra la transformación
operada en Saulo –que de perseguidor pasa a ser testigo–, causada por el encuentro con
Jesucristo. De las tres versiones que trae el libro de los Hechos en los caps. 9, 22 y 26,
sugerimos la segunda (Hch 22,3-16), pues incluye la doble pregunta de Saulo a Jesús:
«¿Quién eres, Señor?, ¿qué he de hacer?». Su respuesta será objeto de las
contemplaciones de los días siguientes, cuyo centro es Jesús y en las que se va a plantear
la elección o reforma de vida. Dios tiene un plan para mí, un proyecto de plenitud, que
parte del encuentro con Él.
También puede ayudar para enlazar con los coloquios tenidos en la Primera Semana
ante la cruz, en particular con la pregunta «¿qué debo hacer por Cristo?» [Ej 53], orar
con el Salmo 40 [39]: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». Ponernos libres e
indiferentes en manos del Señor para buscar y hallar su voluntad, que está unida a la
persona de Cristo, que tanta misericordia ha tenido con nosotros, puede ser una
invocación que nos acompañe en distintos momentos del día.
Entrando propiamente en los materiales propuestos por san Ignacio, la parábola
ignaciana del llamamiento del Rey Temporal aparece como fundamento de todo lo que
sigue. Se puede recurrir a algún texto de llamada como, por ejemplo, Lc 5,1-11, que
subraya la condición de pecador de Simón Pedro, la cual, sin embargo, no es obstáculo
para la llamada de Jesús a unirse a Él y a su proyecto. En otra línea algo diversa, el envío
de los discípulos por parte del Resucitado en Mt 28,16-20 recoge la voluntad del Rey
Eternal de conquistar todo el mundo [Ej 95]. Otro texto que puede ayudar a orar con el
Señor y a proponer al ejercitante el contigo y como tú es Lc 4,16-20, que presenta a
Jesús, en el inicio de su vida pública, ungido por el Espíritu para anunciar la buena
noticia a los pobres. Pueden servir de complemento los himnos cristológicos de Col
1,15-20 y Ef 1,3-14, que presentan la profundidad de la identidad de Jesús que llama e
invita. Si acaso se quisiera proponer materia sobre la posibilidad de rechazar la llamada
de Jesús, dos pasajes podrían servir: el del hombre rico (Mc 10,17-22) y la parábola de
los invitados al banquete (Lc 14,15-24).
por san Ignacio son la Encarnación y el Nacimiento. Aunque él presenta ambas con
puntos muy elaborados –pues aprovecha para introducir este tipo de oración–, se asume
la necesidad de acompañarlas con la Escritura para facilitar la entrada en la
contemplación de quien hace los Ejercicios. Así hace el propio san Ignacio, que, una vez
que iniciamos la oración con los misterios de la vida de Cristo, sugiere una serie de
puntos de oración para cada escena en relación con los textos bíblicos [cf. Ej 262 en
adelante]. Para la Encarnación, se nos pone ante los ojos un tríptico de escenas: el
mundo en su diversidad y también en su pecado; la Trinidad; y Nuestra Señora en
Nazaret. La situación de la creación expectante de redención puede iluminarse con Rm
8,18-25; la mirada de la Trinidad, que se concreta en la encarnación del Hijo, con Flp
2,5-11; y, finalmente, la escena del envío del ángel y su acogida por María, con Lc 1,26-
38. El pasaje para orar el nacimiento de Jesús lo encontramos en Lc 2,1-20, que permite
distinguir, además, entre los previos y el nacimiento propiamente dicho, por un lado, y la
posterior visita de los pastores, por otro. En cualquier caso, conviene siempre tener en
cuenta las indicaciones de los puntos ignacianos, particularmente significativas para esta
segunda contemplación.
Las referencias para el resto de misterios de la infancia de Jesús que se pueden
proponer (presentación en el templo, huida a Egipto, vida oculta en Nazaret, Jesús
perdido y hallado en el templo) aparecen en los evangelios de la infancia (Lc 2 ó Mt 2).
En concreto, puede presentar alguna dificultad la mínima referencia en los evangelios a
la vida oculta de Jesús: apenas cuatro versículos (Lc 2,39-40.51-52). Aparte de poder
sencillamente afrontar la escasez de textos como un signo de ese mismo ocultamiento, se
puede también, a partir de pasajes posteriores de la vida pública y del Jesús que aparece
en ellos, rastrear hacia atrás las claves y vivencias que habrían acompañado la vida de
Jesús en los años de Nazaret. Como ejemplos pueden valer los momentos en que Jesús
ora, o la sabiduría que encontramos en sus parábolas.
Tras estas contemplaciones, san Ignacio presenta dos meditaciones compuestas por
él, que buscan disponer al ejercitante para poder entrar en el tiempo de elección o de
reforma de vida. La primera, la meditación de las Dos Banderas, busca aportar lucidez al
ejercitante. La ilustración en lenguaje evangélico de esas dos lógicas de valores
radicalmente opuestos y enfrentados la encontramos en la proclamación que Jesús
imposibilidad de suprimir el mal, mientras que Ef 6,10-18 nos habla de la necesidad de
disponernos para el combate espiritual.
En la segunda meditación de lo que se denomina «la jornada ignaciana», los tres
Binarios, san Ignacio presenta tres actitudes distintas ante una misma situación humana
de posesión en lo que resulta ser un test de autenticidad sobre nuestra libertad afectiva.
El pasaje del hombre rico (Mc 10,17-22) ilumina bien el primer modo de respuesta o,
casi mejor, de no-respuesta, pues el protagonista acaba evadiendo el encuentro con Dios
e, instalado en sus posesiones, evita los cuestionamientos. Es preciso notar dos rasgos
del texto marcano: se nos dice literalmente que Jesús amó al hombre que se le acercó –
no solo que le mirara con cariño, como a veces se traduce–, y no hay mención de su
edad. Mateo sí lo considera joven, pero Marcos piensa que no hay edad en la que
estemos libres de poder rechazar el amor que nos ofrece Jesús, debido a nuestros
enganches afectivos.
La segunda actitud es la de quien quiere que Dios venga adonde está él, con un
punto de negociación y auto-justificación. Se trata, bien del seguimiento con condiciones
que descubrimos en las dos breves escenas de Lc 9,59-62, o bien de una voluntad que no
acaba de poner todos los medios de su parte, como les ocurre a las doncellas necias de la
parábola (Mt 25,1-13). En contraste, el tercer binario o tipo de persona quiere de verdad
y pone los medios que Dios le pide, sin condiciones. Es la indiferencia de la persona que
confía y que está plenamente abierta a lo que Dios quiera poner en su corazón. Es la
actitud de Abrahán (Gn 22,1-19), de María (Lc 1,26-38) y de Jesús en el huerto (Mt
26,36-46).
Por último, para las tres maneras de humildad, de nuevo una serie de textos puede
acompañar su consideración. Son textos muy breves, pues la propuesta ignaciana es
considerar estas tres posibles maneras de relación y amistad con Jesús a ratos durante el
día [Ej 164]. La primera manera es la fidelidad, pero quizá con algo de distancia. Puede
representarla la imagen del hombre rico que ha cumplido todos los mandamientos desde
joven (Mc 10,20). La segunda la encontraríamos reflejada en el ofrecimiento generoso e
incondicional a Jesús de un discípulo anónimo (Lc 9,57). Mientras que la tercera la
encontraríamos en la identificación con Jesús, que ha venido a servir y a dar la vida (Mc
10,44-45; Jn 12,24-26), o bien encarnada en Pablo cuando afirma: «ya no vivo yo, es
Directorio breve sobre la Segunda Semana (B)
La separación de esta Semana en dos partes solo tiene un sentido práctico al presentarla
así en este Directorio breve, pues la unidad de la Segunda Semana, pese a ser la más
compleja de todas, es evidente [29] . Toda ella está centrada en el seguimiento efectivo y
afectivo de Jesús («contigo y como tú») y encara decididamente al ejercitante con la
pregunta al Señor que se arrastra ya desde la Primera Semana: «¿Qué debo hacer?» [Ej
53]. San Ignacio cuida mucho de cómo disponer el alma para recibir la respuesta y cómo
garantizar que el auto-engaño no prevalezca en ella.
Con este fin, y aprendiendo de su experiencia personal vivida en Manresa y en el
regreso de su viaje a Jerusalén, san Ignacio recomienda dos pilares que considera
igualmente necesarios y básicos para el ejercitante: primero, hacer y mantener dicha
pregunta ante Cristo nuestro Señor «juntamente contemplando su vida» [Ej 135]; y
segundo, no buscar después «su propio amor, querer e interés» al examinar las
respuestas intuidas [Ej 179.189]. Para poder asegurar que las llamadas vienen del Señor
y no son auto-engaños, la Segunda Semana propone afianzar el seguimiento de Jesús
sobre ambos fundamentos.
Las meditaciones ignacianas y la «forma del ejercicio» de la contemplación son los
pasos previos ofrecidos en los primeros cuatro días de la Segunda Semana para poder
hacer realmente esta. Según los Directorios, es a partir del «quinto día» y bajo el
epígrafe de «la elección», cuando se pone en marcha esencialmente esta Semana. Al que
da los Ejercicios, sobre todo en un contexto ajeno al mes, se le deja en sus manos si
aludir o no, y cómo, a las meditaciones ignacianas, mientras da las contemplaciones de
la vida pública de Jesús.
Tanto por el espacio ocupado en el libro de los Ejercicios como por las
explicaciones dadas en los Directorios, la elección es el tema central de esta etapa de los
Ejercicios. Lo interesante es interpretar bien lo que san Ignacio quiere expresar con esta
palabra «elección».

La elección ignaciana
entre el hacerlos y el recibirlos. También aquí se reconoce idéntico equilibrio entre la
voz activa y la voz pasiva de este verbo elegir [30] . El que da los Ejercicios no puede
dejar de mostrar al ejercitante la riqueza particular de este término en el sentido
ignaciano, muy alejado de todo voluntarismo. Significativamente, también la «elección»
–como antes se había hecho en los ejercicios de Banderas, Binarios y Maneras de
Humildad– se propone orarla con los tres coloquios [cf. Ej 199].
Tanto en el libro de los Ejercicios como después, en casi todos los Directorios, la
elección ocupa un número elevado de páginas. En alguna Instrucción puede ser
conveniente declararle al ejercitante el Preámbulo [Ej 169] y los tres tiempos o
situaciones para hacer elección. Pero, a la hora de animarle a hacerla, no debe olvidarse
el consejo del Directorio Oficial –«de ningún modo se debe dar elección, y mucho menos
imponer y forzar, al que no la desea» (D.O., 170)– y la recomendación ignaciana a los
Padres de Portugal –«yo en dar elecciones sería rarísimo»–. El objetivo y razón de ser
más habitual de los Ejercicios no es la elección del estado de vida, a pesar de que así se
ha presentado formalmente muchas veces [31] .
No sería justo olvidar que san Ignacio dio a Javier el mes de Ejercicios a
continuación de los votos emitidos en Montmartre, cuando ya su opción de vida estaba,
por tanto, muy tomada. Lo mismo ocurrió desde el principio, cuando daba los Ejercicios
a otros sacerdotes o religiosos o laicos que no se planteaban el cambio de vida. O cuando
dejó prescrito en las Constituciones que los jesuitas hicieran de nuevo el mes de
Ejercicios al final de su formación, cuando ya llevaban más de diez años de vida
religiosa [Co 71]. Para el creador del método, los Ejercicios no tenían como fin necesario
hacer elección.
Tampoco lo tienen hoy habitualmente para muchos ejercitantes. El que da los
Ejercicios ha de tener siempre presente la formulación del Directorio de Gil González
–«ninguno se admita a la elección sin que él la pida y la desee»– y, por tanto, no reducir
la experiencia a este fin [32] .

La reforma ignaciana de vida


En su lugar, sí es conveniente para todos los ejercitantes, y en toda clase de Ejercicios, la
e interés» [Ej 189] [33] .
San Ignacio espera del ejercitante, cuando no tiene sentido hacer una elección de
vida o cuando no hay «muy pronta voluntad para hacerla», que siempre «dé forma y
modo de enmendar y reformar la propia vida y estado» [Ej 189]. A veces, como dice el
Directorio de Miró, el objeto de la elección son cosas importantes, pero no
especialmente el estado de vida. En todos los casos, siempre se espera que la cercanía
sentida al Señor en la oración, así como la acción de gracias renovada desde la Primera
Semana, posibiliten una nueva manera de mirar la propia vida y sus hábitos.
Dedicar un tiempo a ella es propio de toda clase de Ejercicios ignacianos, sea cual
sea su duración. El ejercitante «debe mucho considerar y rumiar» en oración lo que ha
ido descubriendo en el estilo y la lógica de Jesús al contemplar su vida. Para ayudarle en
esta consideración, san Ignacio le ofrece en este momento las «reglas del limosnero» [Ej
337-344], que son consejos válidos para discernir la distribución del tiempo, de la
profesionalidad, del uso del dinero o, en general, de cualquier otro bien limitado en la
vida ordinaria. Su aplicación se prolonga ordinariamente en las Semanas siguientes hasta
el final de los Ejercicios [34] .

Contemplando la vida pública de Jesús


San Ignacio no concibe otra forma de preguntarse qué quiere el Señor de nosotros más
que sobre el telón de fondo de la vida de Jesús. Por eso considera forzoso relacionar
siempre la contemplación y el discernimiento, mutuamente implicados como dos raíles
paralelos. La recomendación ignaciana sobre la elección o la reforma de vida subraya
que ambas formas de discernimiento solo pueden tener fundamento y validez cuando se
hacen contemplando juntamente la vida de Jesús. Nunca al margen de ella.
La Segunda Semana avanza para el ejercitante animando al seguimiento a Jesús en
las escenas de su vida pública, tal como las relatan los cuatro Evangelios. A una persona
se la conoce mejor cuando se es testigo de su actuación en las más diversas
circunstancias de la vida y de sus reacciones ante una variedad grande de personas. Por
eso, todas las escenas evangélicas de la vida pública de Jesús pueden servirnos como
materia de nuestra contemplación. El que da los Ejercicios debe presentarlas no tanto
para facilitar un mayor «conocimiento interno del Señor» [Ej 104].
Todo el discurrir de sus hechos y enseñanzas por los caminos de Galilea y Samaría
fue abocando irremediablemente hacia la condena final de Jesús en Jerusalén. A los ojos
de sus enemigos, se fue ganando a pulso su muerte por mantener su mensaje, a pesar de
las advertencias que se le hicieron. A los ojos de sus discípulos y amigos, era evidente
que, en su fidelidad al Padre, asumió demasiados riesgos. Pese a unos y a otros, es
inevitable considerar cómo Él se fue acercando a la ciudad santa, en su última Pascua,
con plena conciencia de lo que allí se estaba fraguando para matarle. Tiene más
densidad, entonces, contemplar cómo en estas circunstancias, y aun sabiéndose tan
amenazado, no varió en nada su actitud.
El creador de los Ejercicios anima a interrogarse por los sentimientos y la libertad
de Jesús en esta subida final a Jerusalén [cf. Ej 287-288]. Al ejercitante le aprovecha
también mucho sentir la coherencia interna entre el Jesús de la vida pública y el de su
pasión y muerte. Así se prepara mejor para entender la trabazón lógica entre la Segunda
y la Tercera Semana de los Ejercicios.
Textos bíblicos para la Segunda Semana (B)
Para acompañar la Segunda Semana a partir del quinto día, san Ignacio hace una
propuesta de un itinerario concreto de textos del evangelio, de «misterios de la vida de
Cristo», como él los denomina.

La propuesta ignaciana
El tema principal es la elección, y san Ignacio quiere que comencemos a «investigar y
demandar en qué vida o estado se quiere servir de nosotros su divina majestad», a la vez
que contemplamos la vida de Cristo nuestro Señor [Ej 135]. De la misma manera que san
Ignacio da instrucciones para hacer elección, ofrece una serie de indicaciones sobre el
número de los misterios de la vida de Cristo a contemplar y el modo de hacerlo [Ej 158-
159, 161-163], sugiriendo además puntos para orar con ellos [Ej 273-288] [35] .
San Ignacio plantea un misterio por día, del quinto al duodécimo, para el que da
puntos; un misterio que es objeto de los cinco ejercicios de contemplación, concluidos
siempre con el coloquio de binarios: la partida de Cristo de Nazaret al Jordán y el
Bautismo, según Mt 3 [Ej 273]; Cristo fue del Jordán al desierto, según Lc 4 y Mt 4 [Ej
274]; Andrés y otros siguen al Señor, remitiendo a escenas de llamada en los cuatro
evangelios [Ej 275]; el Sermón del Monte, de las ocho bienaventuranzas, en Mt 5 [Ej
278]; la aparición de Cristo a sus discípulos sobre las ondas del mar, según Mt 14 [Ej
280]; cómo el Señor predicaba en el templo, según Mt 19 [Ej 288]; la resurrección de
Lázaro en Jn 11 [Ej 285]; y el día de Ramos según Mt 21 [Ej 287]. E indica en cualquier
caso que, según las condiciones del ejercitante, las contemplaciones de esta Segunda
Semana se pueden abreviar o prolongar [Ej 162].
De los misterios elegidos surge más bien la gloria y majestad de Cristo, que
contradice aparentemente la invitación a los oprobios e injurias meditada en Banderas y
Binarios. Pese a la primera impresión, en palabras de P.-H. Kolvenbach, se nos descubre
que «el Pantocrátor es el mismo Siervo paciente» [36] . Considerada en su conjunto, la
opción ignaciana privilegia la acción de Jesús frente a su enseñanza o sus milagros, así
como el Evangelio de san Mateo, el más leído en su tiempo junto con el de san Juan.
explique qué fue lo que le llevó a la muerte y cómo reaccionó ante ello. Por otro lado, a
la hora de facilitar la contemplación en la dinámica de «conocimiento interno del Señor»
propia de la Segunda Semana [Ej 104], es preciso tener en cuenta que Mateo es un
evangelio menos narrativo que Marcos o Lucas, y su cristología es más hierática,
presentando a Jesús sobre todo como Señor, Dios con nosotros (cf. Mt 1,23; 28,20).

Algunas sugerencias complementarias


Dado que el mismo san Ignacio abre la puerta para poder escoger otros misterios de la
vida de Cristo [cf. Ej 162], presentamos algunas sugerencias, teniendo presente que la
selección del misterio a contemplar se ha de hacer según la situación en que se encuentre
el ejercitante de cara a la elección. En este sentido, resulta esencial que la imagen de
Cristo que se ofrezca a contemplar sea lo más completa posible y que los textos
presenten las distintas dimensiones de la persona y el proyecto de Jesús en su vida
pública: Jesús ora y se relaciona con su Padre; Jesús llama a discípulos a seguirle; Jesús
enseña y cura; Jesús sufre el conflicto y camina hacia Jerusalén. Este enfoque ayudará
también a quien se plantee su reforma de vida, que ha de hacerse siempre en referencia al
estilo y a la lógica de Jesús. Si se asume esta perspectiva, se puede tanto partir de la
selección ignaciana y completarla, como diseñar un itinerario diferente, que en cualquier
caso debe cuidar y hacer comprensible la transición a la Tercera Semana.
En esta línea realizamos cuatro sugerencias prácticas sin pretender agotar la
posibilidad de propuestas, pues sin duda se pueden encontrar otras, o bien presentar las
mismas líneas con pasajes similares de otros evangelios:

a) Escenas en las que Jesús ora: Lucas es el evangelista que más veces presenta a
Jesús orando, y hace de ello un hábito (5,16). En concreto, frente a Mateo y
Marcos, lo explicita en momentos fundamentales de la vida de Jesús como
antes de elegir a los Doce (6,12), o de preguntar por su identidad a Pedro
(9,18), o en el momento de la transfiguración (9,28.29). Gracias a Jesús
conocemos al Padre (10,22) y su oración lleva a su discípulos a pedirle que les
enseñe a orar (11,1ss. cf. 18,1ss.10-11).
b) Encuentros de Jesús en los que Él no tiene la iniciativa, como las curaciones
siquiera es aludida. En ambos casos, además, Jesús atraviesa la frontera de la
pureza-impureza, también en su vertiente de encuentro con una mujer
extranjera, y su vida se ve de algún modo alterada. Tras sanar al leproso, Jesús
ya no puede frecuentar lugares habitados (1,45), y después de su encuentro con
la mujer Jesús emprende un viaje por territorio pagano (cf. 7,31) que no tenía
planeado, a la vista de su actitud previa de pasar inadvertido en 7,24.
c) El conflicto y la oposición experimentados por Jesús, que recoge la curación
del hombre de la mano paralizada en sábado (Mc 3,1-6). Esta perícopa
culmina una serie de cinco controversias vividas por Jesús en Galilea en torno
a su poder para perdonar pecados, el ayuno y el significado del sábado (cf.
2,1–3,6), que expresan la novedad y el tiempo de fiesta que trae su persona,
identificada con un novio (cf. 2,19). La curación del hombre, con el acto
simbólico de ponerlo de pie y en el centro antes de sanarlo, visibiliza el
dinamismo de inclusión del Reino y atrae sobre Jesús la oposición de fariseos
y herodianos, que se ponen de acuerdo para destruirlo (3,6). Aprendemos que
el conflicto vivido por Jesús arranca desde el inicio de su vida pública en
Galilea y no puede reducirse a la esfera religiosa.
d) El final del camino de Jesús a Jerusalén, que puede facilitar el puente con la
Tercera Semana. Si nos fijamos en la versión de Marcos, comienza con el
tercer anuncio de la pasión, sigue con la petición a Jesús de los Zebedeos y
culmina con la curación de Bartimeo, el mendigo ciego (Mc 10,32-52). Esta
sección nos permite, en primer lugar, acceder al modo en que Jesús afronta su
muerte: es consciente de lo que le espera en Jerusalén, pero asume su destino y
sigue caminando delante de sus discípulos. Ellos van con miedo y no lo
entienden –como refleja la petición de puestos de gloria por parte de los
Zebedeos–, pero Él sigue enseñándoles su estilo de humildad, entrega y
servicio con paciencia (10,43-45).

El encuentro con Bartimeo aparece en claro contraste con lo que ha precedido. El


ciego grita en búsqueda de Jesús: su salto arrojando el manto contrasta con la actitud del
hombre atrapado por su riqueza (10,17-22), y su petición con la de los Zebedeos (10,37).
significa volver a ver a Jesús y seguirle por el camino, el camino que lleva a Jerusalén, el
camino que lleva a la cruz. Bartimeo nos enseña que la ceguera producida por las
riquezas y el vano honor que nos impide el seguimiento solo se puede superar por la fe,
que es confianza en Jesús, expresada en su grito y su salto. Frente a las dudas de los
Doce, personifica al discípulo identificado con Jesús –en la línea de los coloquios de
Banderas, Binarios y Maneras de Humildad– y que le sigue adonde va. Desde aquí
pueden entenderse mejor la entrada en Jerusalén y la unción de Betania como antesala de
la pasión.
Instrucciones y Reglas de la Segunda Semana
Nunca estará de más que el que da los Ejercicios comunique de algún modo al
ejercitante, al comienzo de la Segunda Semana, la inflexión establecida por san Ignacio
en este momento del proceso. En efecto, una y otra vez recoge en sus Directorios que a
los que no muestren al terminar la Primera Semana «mucho fervor y deseo de ir
adelante», mejor es dilatarles la Segunda, «a lo menos por un mes o dos». La imagen de
«dejarles con sed o hambre» se repite después en todos los Directorios hasta el Oficial.
Una vez entrados en la Segunda Semana, son cuatro las Instrucciones que se debe, o
puede ser conveniente, transmitir al ejercitante: las Reglas con mayor discreción de
espíritus para la Segunda Semana [Ej 328-336], las Instrucciones propias para Hacer
elección o Enmendar y reformar la propia vida y estado [Ej 169-189], las Reglas en el
ministerio de distribuir limosnas [Ej 337-344] y las Notas para sentir y entender
escrúpulos [Ej 345-351]. Es evidente que no todos estos documentos tienen el mismo
valor, ni es igualmente oportuno presentarlos siempre a los que hacen los Ejercicios.

• LAS REGLAS CON MAYOR DISCRECIÓN DE ESPÍRITUS


Si hay unas reglas ignacianas que deben ser presentadas siempre a todo tipo de
ejercitantes, son estas. El Directorio de Miró es taxativo en este punto –«deben darse a
todos los que se ejercitan»–, y el consejo es válido, más aún que para los principiantes,
para los que «caminan muy adelante en la vía del espíritu», porque en estos el auto-
engaño «bajo capa de bien» [Ej 10] es aún más frecuente y sutil [37] .
En el fondo, estos consejos ignacianos son importantes porque apuntan a lo más
nuclear de los Ejercicios: La batalla permanente y nunca terminada entre la llamada de
Jesús a descentrarnos de nosotros mismos y la resistencia del propio Yo a aceptar ese
desafío. Es en el ansia por encontrar una componenda de ambos polos donde radican y se
consolidan todos nuestros engaños en el discernimiento. Una y otra vez, en nuestro Yo
hacen pinza tanto los demonios interiores –el ansia de éxito personal– como los
exteriores –los valores de realización inmanente–, y entre ambos nos oscurecen o hacen
opaca la acción de Dios [38] . Desde la meditación de las dos Banderas, san Ignacio lo
declara así expresamente al ejercitante. No es casual que la palabra «engaños» aparezca
determinación, «engaños encubiertos y perversas intenciones» [Ej 332].
Aunque todas son y pretenden ser iluminadoras, las reglas fundamentales son la
quinta y la sexta [Ej 333-334]. El ejercitante debe ser advertido de que, si en «el discurso
de los pensamientos» todos los pasos recorridos no son buenos –«inclinados a todo
bien»– y, sobre todo, si el final de ellos «acaba en alguna cosa mala, o distractiva, o
menos buena» que la que se tenía antes pensado hacer, o «quita la paz, tranquilidad y
quietud que antes tenía», el auto-engaño es evidente. Al dirigir la mirada hacia sí mismo,
se espera del ejercitante esa lucidez que suele demostrar al percibir los engaños en los
que quedan prendidos, casi sin darse cuenta, los demás, y que san Ignacio recomienda
traer a la memoria deliberadamente cuando se hace una elección –«guardar la regla que
para el otro pongo» [Ej 185, 339].
Para las personas espirituales, atender estos consejos permite mantener la capacidad
básica de todo discernimiento, que pasa siempre por saber captar la sutileza escondida
del propio Yo. De ahí su importancia. Porque, así como a los que buscan a Dios, el
consejo ignaciano consiste en no parar de buscarlo, así también conviene no olvidar que
la fuente de los engaños brota de haber detenido esa búsqueda y permanecer, en cambio,
mirándose uno complacidamente solo a sí mismo [39] .

• HACER ELECCIÓN O ENMENDAR Y REFORMAR LA VIDA


En la larga y prolija presentación que ofrece el libro de los Ejercicios sobre «los tiempos
para hacer sana y buena elección», cada uno de los tres tiempos tiene su propia
definición y sus medios particulares y diferentes de abordarlos. La distinción de
«tiempos» o situaciones viene marcada por el mayor o menor grado de consolación en
cada uno de ellos. Pero incluso en el menos consolado de ellos –el «tercer tiempo»–,
para el que se duplican los modos aconsejados para «hacer la elección», no se da por
terminada esta sin haber recibido una prueba del Señor de haberla «recibido y
confirmado» [Ej 183,188]. En otras palabras, lo que el ejercitante le está preguntando al
Señor en todo momento es cómo le sueña Él. Para elegirlo, aceptarlo y agradecérselo
entonces con determinación.
En el Directorio Autógrafo de san Ignacio, el «segundo tiempo de elección» –«por
experiencia de consolaciones y desolaciones»– es valorado como el más accesible de
cuál de ellos le agrada». La recomendación vuelve a repetirse después en todos los
Directorios –«el segundo tiempo es el más elevado y el más excelente»–, e incluso la
misma imagen del «manjar presentado» es retomada, al menos, por Miró, Gil González
Dávila y el Directorio Oficial.
Para el ejercitante normal que hace Ejercicios, no basta con recibir la explicación
detallada sobre los «tiempos y modos de elección», sino que necesita, sobre todo, ser
animado a hacer una reforma de su vida «juntamente contemplando la vida de Jesús» [Ej
135]. Por supuesto, de un modo coherente con el espíritu de todos los Ejercicios. Es
decir, no apoyándola en propósitos voluntaristas –que nunca aseguran el seguimiento de
Jesús–, sino asentándola en la determinación de una petición continuada con «los tres
coloquios», que es como la concibe san Ignacio [Ej 199]. Así concebida, siempre es
provechoso para el ejercitante recibir esta Instrucción.
El modo de enfocar san Ignacio la reforma de vida es peculiar. Muy lejos de
cualquier planteamiento basado en el examen moral y la fuerza de los propósitos –como
es característico en el método de ver-juzgar-actuar, por ejemplo–, lo esencial, en
cambio, de la reforma ignaciana es el discernimiento y la petición con los tres
coloquios. En la práctica, esto pasa por presentarle al Señor los negocios de la propia
vida y escuchar después en el corazón sus advertencias.
Si la imagen de los diversos manjares presentados a un príncipe hizo fortuna entre
los primeros compañeros para escenificar cómo plantear la elección en una alternativa
«entre cosas indiferentes o buenas en sí», la imagen más actual de enseñarle una
radiografía propia al médico puede servir para entender bien que es el médico, y no cada
uno en su ignorancia, quien ha de señalar y ponderar la importancia de las manchas que
aparecen en ella.
Del mismo modo, la reforma de vida pasa por escuchar lo que dice el Señor sobre
ella, y no lo que hemos podido pensar o considerar antes al respecto cada uno de
nosotros. Porque, por desgracia y con frecuencia, nuestra percepción narcisista se ceba
en lamentar defectos que ni nos separan de Dios ni está en nuestra mano eliminar; y no
capta ni nos alerta, en cambio, de la aparición de actitudes –incluso mínimas– que nos
centran en el propio Yo y se derivan de nuestro amor propio escondido. Ellas son las que
nos separan realmente de Él y de los demás. Por eso, a este segundo campo, y no tanto al
normal y qué es peligroso en ella; qué es lo que no nos separa de Él –como le pareció a
Pablo antes de escuchar: «Te basta con mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad» (2
Cor 12,9)– y cuáles son, en cambio, las actitudes que sí nos oscurecen su Presencia.

• LAS «REGLAS DEL LIMOSNERO»


Muy diferente es el caso de estas reglas. Aun tratándose claramente de unos consejos
apropiados para hacer la reforma de vida [40] , los Directorios de Polanco y Miró no
consideran necesario darlas o presentarlas a todos los ejercitantes. Solo juzgan oportuno
ofrecerlas para «aquellos que parezcan necesitarlas». Es sorprendente que el Directorio
Oficial determine que «no deberán darse sino a los que son ricos, y que suelen o pueden
dar limosnas», porque, al presentarlas así, se desfigura en buena medida su alcance y su
significado. Tras su lectura atenta es fácil descubrir que su sentido es mayor que ese.
Porque, en realidad, no son «reglas de la limosna», sino del «limosnero» –«en el
ministerio de distribuir limosnas...» [Ej 337]–. San Ignacio toma esta imagen, entonces
conocida y frecuente, del limosnero de los obispados o de las abadías para dar criterios
de discernimiento en el uso específico de los bienes limitados. ¿A quién debe dar el
limosnero la cantidad de dinero que se le ha encomendado repartir a los pobres? Si se lo
da a sus parientes y amigos y, sobre todo, si lo reserva para su propio disfrute, no está
cumpliendo la tarea que le fue encomendada por su señor. Así planteadas estas reglas,
resulta inmediata su utilidad para discernir el uso que cada uno debe hacer de las
cualidades o riquezas recibidas de su Criador y Señor.
Corresponde al que da los Ejercicios abrir los ojos del ejercitante al presentarle
estas reglas, haciéndole ver su aplicabilidad práctica a muchos campos de su vida
ordinaria. En realidad, a todos aquellos en los que toda preferencia conlleva
forzosamente el abandono o reducción de otras dedicaciones. Porque se trata de bienes
limitados –como el tiempo, la profesionalidad o el dinero del que disponemos– que no
pueden repartirse hasta el infinito. De ahí que la reforma de vida no esté concluida hasta
que el ejercitante ore y discierna bien su ocio y su agenda de libre elección y determine,
en consecuencia, cómo distribuir, entre sus potenciales beneficiarios, su tiempo libre, sus
bienes económicos, sus facultades personales y su competencia profesional.
ejemplo concreto de la tentación narcisista que, bajo apariencia de mayor humildad,
termina distanciando al alma de la misericordia y la cercanía de Dios [Ej 332] [41] . La
respuesta es la misma que la aconsejada cuando uno se da cuenta del engaño padecido
«bajo capa de bien»: mirar la derivación engañosa de aquello que comenzó con buenos
pensamientos y aprender la lección «para adelante» [Ej 334].
San Ignacio califica al escrúpulo como tentación del mal espíritu, recomendando
oponerse siempre fuertemente a él [Ej 350-351]. Aunque matiza que, «por algún espacio
de tiempo, no poco aprovecha al ánima» para purificarse [Ej 348]. El ejercitante no
puede menos de recordar la experiencia padecida por aquel peregrino al comienzo de su
estancia en Manresa, y cómo, después de haber sido largamente vencido por los
escrúpulos, un día se despertó «como de un sueño» y, al «mirar por los medios con que
aquel espíritu era venido», desenmascaró el engaño en el que estaba y se alejó de él [Au
25].
Con todo, en vista de la neurosis obsesiva que podrían desatar, sin desearlo, en
quienes no la padecen, todos los grandes Directorios coinciden en encarecer a los que
dan Ejercicios que no ofrezcan estos consejos «a los que no son agitados por
escrúpulos», sino solo «a aquellos que parezcan necesitarlos».
Adiciones y complementos de la Segunda Semana
«De manera que se hagan todas las diez adiciones con mucho cuidado» [Ej 130]: esta
observación ignaciana, situada muy al comienzo del proceso de la Segunda Semana, nos
hace caer en la cuenta de que las adiciones que se dieron en Primera Semana no son
simplemente consejos para principiantes y, en consecuencia, prescindibles a medida que
se avanza en la marcha de los Ejercicios, sino que es necesario seguir teniéndolas en
cuenta y darles la importancia que merecen. Llama la atención el hecho de que, en el
medido lenguaje ignaciano, aparezcan en esta frase dos expresiones de refuerzo de
lo que se dice: «todas las diez», referida a las adiciones (las diez que se indican en
Primera Semana [Ej 73-90]) y «mucho», referida a la atención que se les debe prestar.
Los números 130 y 131 de los Ejercicios hacen este recordatorio del necesario
papel de las adiciones. Al mismo tiempo, señalan algunos cambios de matiz en las
mismas, vinculados a la materia de la Segunda Semana. Pero son cambios de matiz, no
olvidos. Y la expresión «mucho cuidado» apunta, por una parte, a su importancia y, por
otra, nos sitúa en una clave de discernimiento sobre el qué y el cómo de estas adiciones
de Segunda Semana. Creo que será bueno subrayar algunos de los acentos que pone san
Ignacio en las adiciones de esta semana para que quien da Ejercicios pueda ayudar al
ejercitante «para más aprovechar».

«Poniendo delante de mí a donde voy y delante de quién» [Ej 131]


Hace referencia este número 131 de Ejercicios a las adiciones 2ª y 3ª de la Primera
Semana [Ej 74-75]. ¿Delante de quién?: de «Dios nuestro Señor (que) me mira» [Ej 75].
Pienso que en el número 131 se nos está invitando al «mucho cuidado» del
momento de entrada en la oración y, con él, del modo mismo de situarnos en la oración.
No solo del situarnos físicamente (que también), sino del modo de situarnos
interiormente: un cuidado que nunca hemos de desdeñar. Porque es muy importante el
cómo nos acercamos a orar... Me suscita esta adición el recuerdo de aquellas palabras de
Yahveh: «quítate las sandalias que llevas puestas, porque el lugar que pisas es suelo
sagrado» (Ex 3,5). No se puede entrar en la oración de cualquier manera, ni sin
en la capilla y ya, sin más preámbulo ni más advertencia, coger el libro (aunque sea el
libro sagrado) y ponerse a leer! Ni de entrar, sin pausa, en los apuntes tomados de los
puntos.
El «a dónde voy y delante de quién» ignaciano nos invita, por una parte, al sosiego
y a la escucha en la oración y, por otra, nos recuerda, una y otra vez y siempre, que
cualquier oración es don del Espíritu y, porque es don, es siempre fecunda –«la palabra
de mi boca no tornará a mí de vacío»: Is 55,11–. Ese recuerdo nos sitúa, como orantes,
en clave de humildad y de confianza. ¡No es poco todo esto! ¡No es prescindible! Porque
siempre estamos amenazados por el peligro de hacer la oración nuestra: y en la medida
en que es nuestra, hacerla más cavilación que escucha y vivir la desolación como fracaso
y la consolación como éxito, cuando ambas no son otra cosa que don y lenguaje de Dios
para nosotros [Ej 322 y 324].
De todo esto hablamos a los/as ejercitantes al comienzo de los Ejercicios; pero no
estará de más, seguramente, recordarlo alguna vez a lo largo del proceso en puntos,
pláticas o acompañamientos.

«La oración preparatoria sea la sólita» [Ej 46. 91]


No se cansa san Ignacio de hacer notar la importancia de la «sólita oración
preparatoria». Está presente esta llamada al comienzo de todas y cada una de las
grandes meditaciones o contemplaciones de la Segunda Semana [ver Ej 91, 101, 110,
118, 121, 136, 149, 159]. Es evidente que con esta insistencia el santo está apuntando a
algo muy importante.
La «sólita oración preparatoria» [Ej 46] es la que nos hace pedir gracia para que
todo aquello que hacemos y emprendemos «sea puramente ordenado en servicio y
alabanza de su divina majestad». Es la oración que nos recuerda y nos llama sin cesar a
la indiferencia del Principio y Fundamento: «solamente deseando y eligiendo lo que más
nos conduce para el fin que somos criados» [Ej 23].
Siempre es necesario pedir esta gracia de la indiferencia. ¡Y cuánto más en esta
Segunda Semana de Ejercicios, en la que se propone la elección o la reforma de vida!
Para asegurar que el amor que me mueve y que ha de relucir en todas mis decisiones
sospecha de que incluso la oración y toda actividad espiritual puede pervertirse por los
engaños del enemigo a través de un ego ensoberbecido o dominado por afecciones
desordenadas. Algo muy de Segunda Semana... que nos pide estar en constante
vigilancia y en constante petición de la gracia de la limpieza de intención.
Con las más hermosas palabras podemos enmascarar nuestras posturas
predeterminadas; a base de frases evangélicas podemos justificar (y justificamos muchas
veces) actitudes que no tienen nada de evangélico; de un modo a veces muy ingenuo y a
veces muy sutil podemos estar convirtiendo nuestra oración, no en el camino de ir
nosotros hacia Dios, sino en el camino de forzar a Dios a que venga adonde a nosotros
nos conviene [Ej 169].
La «sólita oración preparatoria» nos acerca a la oración y a la contemplación de
los grandes misterios de la vida del Señor con la actitud humilde de quien va a escuchar,
a recibir, a aprender, a dejarse conmover; la actitud de quien desea que el Señor le dé su
luz y la gracia de hacer del deseo de Dios el deseo de su propio corazón [Ej 180], que es
el núcleo de la elección ignaciana.
Y lo pedimos muchas veces, y tanto, porque lo necesitamos mucho y porque es
decisivo. La «sólita oración preparatoria» no es un trámite, sino que muchas veces, y en
momentos decisivos de los Ejercicios, es lo que más necesitamos al ponernos a
contemplar o a elegir. Valorar el sentido de esta oración y rescatarla de la rutina o el
olvido será siempre un buen servicio que el que da Ejercicios puede prestar a quien los
hace. Y, ciertamente, si en un rato de oración no pasamos de la «sólita oración
preparatoria», para nada hemos perdido el tiempo.

«... juntamente contemplando... investigar y... demandar» [Ej 135]


Esta frase ignaciana está llena de contenido y de intención. Cada una de sus palabras y la
relación entre ellas son enormemente significativas. Son muchas las cosas que se podrían
decir, pero, en el contexto de esta reflexión sobre las adiciones, quiero fijarme solo en un
aspecto.
La Segunda Semana es, básicamente, la contemplación de los misterios de la vida
del Señor. Pero ¿desde dónde se contempla? ¿Cuál es la intención de esa sostenida
espectador curioso, ni siquiera un devoto observador o un observador devoto. Es alguien
que «investiga» y «demanda».
El ejercitante se acerca a esas contemplaciones desde la pregunta por la llamada del
Señor para su vida y desde la oración para encontrar en su contemplación la gracia y la
luz del Señor sobre una cuestión tan decisiva. Es un contemplativo interesado y
apasionado: interesado en algo que para él es decisivo; y apasionado en su deseo de
buscar, hallar y responder al amor de Cristo.
La selección de misterios de la vida del Señor que hace san Ignacio [Ej 261-288]
responde a ese planteamiento, no es una selección cualquiera. Y esa selección es
orientadora para la selección que quien da Ejercicios ha de proponer.
Está en juego la fidelidad al proceso de Ejercicios en este situar adecuadamente la
contemplación y al ejercitante que contempla. En algún momento, y antes de comenzar
con las contemplaciones, será necesario que, de un modo u otro, quien da los ejercicios
recuerde al ejercitante el desde dónde y el para qué contempla: «juntamente
contemplando», comenzará a «investigar y demandar» lo que el Señor le está pidiendo
en este momento y circunstancia concreta de su vida.

«... mucho aprovecha el leer algunos ratos en los libros De imitatione Christi o
de los Evangelios y de vidas de santos» [Ej 100]
Esta observación ignaciana creo que debe ser tenida en cuenta en su amplitud, pero
también en todos sus matices.
Confieso que, personalmente, no soy muy partidario de que los ejercitantes abunden
en lecturas en el tiempo de Ejercicios. Por una parte, creo que es bueno dedicar tiempo a
saborear lo que se va contemplando más allá del tiempo estricto de oración; por otra
parte, creo que el tiempo de ejercicios no es, en primera instancia, un tiempo de
formación teológica ni, menos aún, de recuperación de lecturas atrasadas.
Sin embargo, dice san Ignacio que «mucho aprovecha» en este tiempo una lectura
espiritual. Pero señala dos matices que me parecen importantes:

1) Con respecto al tiempo dedicado a esta lectura: «algunos ratos». Creo que la
expresión ignaciana apunta a tiempos limitados y medidos;
lecturas especulativas cuanto de lecturas de testimonios personales que
iluminan y estimulan en el seguimiento de Jesús. Biografías, libros de
memorias espirituales, diarios personales de testigos de la fe... En definitiva,
libros que van y ayudan en lo que es el objetivo básico de la Segunda Semana:
«no ser sordo al llamamiento del Señor»[Ej 91].
CAPÍTULO 5:
La Tercera Semana
Directorio breve sobre la Tercera Semana
La Tercera Semana está presentada en los Ejercicios sin discontinuidad alguna con la
Segunda Semana [Ej 116 y 206]. Al ejercitante se le anima a sentir y gustar lo que ya
sabe por su fe: que la pasión y la muerte de Jesús fueron la consecuencia anunciada y
previsible de su vida pública. Las últimas escenas contempladas en la Segunda Semana
han mostrado a Jesús tomando la opción libre y voluntaria de subir a Jerusalén, a pesar
de saberse allí tan fuertemente cuestionado y amenazado.
A partir de esta entrega libremente asumida por Jesús, el enfoque ignaciano de la
Tercera Semana va a apoyarse en tres consideraciones clave: el amor que muestra Jesús,
más fuerte que el sufrimiento que padece [Ej 195]; la purificación que el cristiano ha de
hacer el Viernes Santo de la imagen de Dios [Ej 196]; y el aprendizaje espiritual que el
seguidor de Jesús puede sacar de la contemplación de estos misterios [Ej 197]. Estas tres
consideraciones marcan el carácter propio de la Tercera Semana [42] .

Un amor más fuerte que el sufrimiento


San Ignacio pide al ejercitante que en las escenas de la Pasión no se fije tanto en que
Jesús padece cuanto en que «quiere padecer» [Ej 195]. La voluntariedad que ha marcado
su subida a Jerusalén es la que sigue expresando esencialmente el sentido profundo de
todos los sufrimientos padecidos por Jesús hasta su muerte en cruz. Los aspectos
cruentos de la Pasión, igual que para los evangelistas, pasan para san Ignacio a un
segundo plano menos interesante. Lo central es contemplar el amor con que Jesús se ha
acercado a su final y cómo lo mantiene intacto hasta el término de su vida.
Los momentos en que se hace referencia al dolor que Él padece son como un estar
hablando del continente para señalar el contenido. El contenido de la Pasión es el amor
de Jesús, que se mantiene intacto por encima de los ultrajes y el odio recibidos. Ni el
desamparo de sus discípulos, ni la traición de un amigo, ni las mentiras o la maldad de
los enemigos, ni el desagradecimiento insultante de la gente... consiguen que Jesús deje
de reaccionar como siempre lo había hecho: con amor y atención a Pedro y a Judas, a las
mujeres que lloran, al buen ladrón, incluso a los que le insultan «porque no saben lo que
brote una consolación grande y acentuada en toda la Tercera Semana. San Ignacio, que
ha iniciado estas contemplaciones proponiendo al ejercitante entrar en ellas con
veneración y consternación ante «tanto dolor y tanto padecer de Cristo nuestro Señor»
[Ej 206], no duda en afirmar que, al mirar más hondo el amor que explica la actuación de
Jesús en su Pasión, notará calor en el corazón, caridad y esperanza acrecentadas, gozo
interno y pacificación del alma [cf. Ej 316]. La consolación es frecuente en la Tercera
Semana.

Al cristiano se le revela en la Pasión cómo es Dios


Tradicionalmente, siempre ha sido la Pasión el lugar privilegiado para purificar la
imagen de Dios. Una y otra vez, al repasar sus escenas, nuestra espontánea imagen de la
divinidad choca frontalmente con lo que hemos llamado el silencio de Dios cuando, en el
primer Viernes Santo, y en tantos menores viernes santos posteriores, parece triunfar el
mal. Para no pocas personas, esta experiencia provoca y justifica un claro ateísmo
coyuntural o permanente. Para los creyentes cristianos, en cambio, es esta experiencia la
que permite purificar su imagen de Dios.
San Ignacio pide, tanto al que da como al que hace los Ejercicios, encarar esta
necesidad de purificación. A tal fin, la segunda perspectiva que propone en la Tercera
Semana es considerar bien este silencio de Dios en la Pasión, porque «podría destruir a
sus enemigos y no lo hace» y, en cambio, «deja padecer crudelísimamente a Jesús» [Ej
196]. No mucho después, en la Cuarta Semana, san Ignacio subrayará que Dios solo
«parecía esconderse en la pasión» [Ej 223], y con esta nueva percepción corregirá la
interpretación primera y común de suponer que se había escondido. Porque el Misterio
Pascual enseña al cristiano que en la ausencia de Dios también hay Palabra. El cristiano
entiende y siente que, a diferencia nuestra, Dios no vence destruyendo, sino dando
sentido positivo a todo. Su poder no se dirige a eliminar el mal, que es fruto originario y
exclusivo de la libertad humana, sino a iluminarlo y vencerlo con el bien.
Todo ello explica que la Pasión solo pueda contemplarse correctamente desde la
Resurrección, como hicieron desde el primer momento los evangelistas. La pregunta de
por qué «era necesario pasar por ahí» –como señalará el Resucitado a los de Emaús (Lc
preguntándose ante el Resucitado cómo es Dios.

Las lecciones para nuestro provecho espiritual


Los Directorios de Gil González Dávila, Cordeses y el Directorio Oficial repiten que el
afecto de la compasión, con ser importante, no puede ser el único fin buscado en la
Tercera Semana, y que en ella «deben procurarse simultáneamente otros afectos más
útiles para nuestro aprovechamiento espiritual». La recomendación es deducción lógica
de la tercera consideración que propone san Ignacio: «Todo esto es por mí» [Ej 197 y
203].
En efecto, fijándose en Jesús, el ejercitante puede tener un modelo a seguir para no
romperse ni perder el horizonte en los inevitables y desconcertantes viernes santos que le
aguardan en la vida. Cuando llegan las traiciones, los fracasos, los abandonos, los
desagradecimientos, las mentiras, las injusticias y la muerte, entonces la tentación,
incluso para el cristiano, puede ser olvidarse del amor recibido y justificar una respuesta
de amargura, egoísmo, auto-encerramiento o venganza. Nada de esto aparece en Jesús el
Viernes Santo. Ni los bofetones arbitrarios ni las sentencias injustas le impiden
preocuparse por Pedro, por Judas –que, a diferencia de Pedro, no se aventuró a resistir la
mirada del Maestro, y por eso se ahorcó– y por todos los suyos al pie de la cruz. Jesús
muere agradeciendo con el salmista la fidelidad del Padre a todos (Sal 22).
El ejercitante necesitaba que un guía cercano y valiente como Él le enseñase a vivir
las pasividades de disminución de la vida, en terminología de Teilhard. En su Pasión,
Jesús nos mostró, con su esfuerzo y sus padecimientos, que es posible, mirando al Padre,
pasar sin romperse por las experiencias humanas más difíciles. Nada humano quedó
fuera de su mensaje abierto y cargado de esperanza. Todo lo malo posible quedó
iluminado. Cuando san Ignacio sugiere entonces al ejercitante que se pregunte «qué debe
hacer y padecer por Cristo» [Ej 197], es porque no duda que todo cristiano ya ha podido
aprender, gracias a Jesús, cómo hay que vivir los padecimientos y cómo éstos, cuando
son bien asumidos, pueden ser expresión de un amor todavía mayor.

La culminación de la elección, o la reforma


o, más frecuentemente, la reforma ignaciana [Ej 199]. Para ello inserta aquí san Ignacio,
en el texto principal del libro –en un lugar paralelo al que habían ocupado en la Segunda
Semana «tiempos y modos de elección»–, las «reglas para ordenarse en el comer en
adelante» [Ej 210-217]. Pese a lo desorientador que pueda resultar su restringido título,
son consejos dirigidos a ordenar las dependencias, las adicciones y, en general, todas las
esclavitudes compulsivas que pueden aparecernos en la vida. Porque también en ellas el
buen seguidor de Jesús está llamado a ser «señor de sí» [Ej 216], haciendo que «la
sensualidad obedezca a la razón» [Ej 87]. A san Ignacio le parece que la Tercera
Semana, con sus contemplaciones de identificación más afectiva con Jesús, puede ser el
mejor momento para que se le desvelen al ejercitante sus dependencias todavía
inconfesadas [43] .
Se termina la elección como se comenzó: «juntamente contemplando la vida de
Jesús» [Ej 135]. San Ignacio vuelve a recordar que se hagan los cinco ejercicios de
oración diarios. Aunque añada, con su característica flexibilidad, que, según la edad,
disposición y temperamento –«temperatura»– del ejercitante, puedan ser «menos» [Ej
205].
En el tránsito de la Tercera a la Cuarta Semana, el ejercitante queda con María. Se
le propone acompañarla, después de sepultado Jesús, en su soledad, tan diferente de la de
los discípulos –«considerando la soledad de nuestra Señora, con tanto dolor y fatiga;
después, por otra parte, la de los discípulos» [Ej 208]–. No es desacertado entender que
así se le está animando al ejercitante a pedir «conocimiento interno de María, para imitar
su esperanza». Porque en aquel Sábado Santo ella nos enseñó a mantener plenamente la
memoria agradecida y a iluminar así el Misterio Pascual en nuestros sábados santos.
Textos bíblicos para la Tercera Semana
Antes de entrar propiamente en materia, es preciso recordar lo que afirmábamos en el
capítulo anterior sobre la conveniencia de cuidar la transición entre la Segunda y Tercera
Semanas. San Ignacio cierra la Segunda con la contemplación del día de Ramos,
habiendo adelantado al día décimo la contemplación de la predicación de Jesús en el
templo de Jerusalén. En la selección y en el orden de misterios que presenta, quizá no
queda bien explicitado por qué dan muerte a Jesús, de manera que sería necesario prestar
especial atención para ayudar a que el ejercitante pueda experimentar la continuidad
entre estas dos Semanas de Ejercicios [Ej 206].

La propuesta ignaciana
Sobre el contenido de la Tercera Semana ya ha advertido san Ignacio al inicio de los
Ejercicios que corresponde a la pasión de Cristo nuestro Señor [Ej 4]; en consonancia,
cuando llega el momento, la comienza con la contemplación de la cena y la concluye con
la sepultura de Jesús y la soledad de nuestra Señora. Para las dos primeras
contemplaciones da puntos detallados, y en la segunda –«desde el huerto hasta la
cena»– incluye la petición propia de la pasión: «dolor con Cristo doloroso, quebranto
con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí»
[Ej 203]. En continuidad con la Segunda Semana, el foco de atención sigue siendo el
Señor, al que hay que acompañar.
El planteamiento ignaciano es exhaustivo. En contraste con la Segunda Semana, san
Ignacio no realiza ninguna selección de misterios sino que hace referencia a todas las
escenas de la pasión, que distribuye a lo largo de seis días, añadiendo otro día más para
la repetición del conjunto: cena, huerto, Anás y Caifás, Pilato, Herodes, cruz, sepultura
[Ej 190.200.208]. Para todos estos misterios ofrece puntos [Ej 289-298], dejando sin
embargo el margen acostumbrado para que se pueda alargar o abreviar [Ej 209].
De acuerdo con el P. Kolvenbach señalamos algunos rasgos de la «pasión según san
Ignacio» [44] :

– su aspecto intemporal: san Ignacio no retiene ninguna de las indicaciones


– sin embargo, no es estática, pues ofrece un itinerario. San Ignacio identifica las
contemplaciones marcando un camino a recorrer: «desde... hasta...». Este
camino comenzó, de hecho, en el nacimiento de Jesús [Ej 206; cf. 116];
– el cambio de nombre para referirse a Jesús: en vez de «Cristo nuestro Señor» o
«Cristo» o «Señor», san Ignacio introduce ahora otros títulos, como «Jesús
Galileo» o «Jesús Nazareno». La divinidad se esconde;
– el paso del Cristo activo de la Segunda Semana al Cristo siervo paciente de la
Tercera. San Ignacio acentúa más que los evangelios la pasividad de Jesús y
subraya que la omnipotencia divina se revela en la impotencia humana. Jesús
aparece tan solo una vez en los puntos ignacianos como sujeto activo: para
llevar la cruz; y ni siquiera puede con ella [Ej 296];
– la pasividad no es negatividad: san Ignacio indica que Cristo «quiere padecer».
La divinidad posee la iniciativa de dejar padecer a la humanidad, y esto «por
mis pecados» [Ej 195-197].

En conjunto, san Ignacio propone el relato evangélico como una secuencia que
muestra que el camino del magis es el del minus. Queda de manifiesto que el objetivo de
esta Semana no se agota en la petición que busca la com-pasión con Cristo, sino que se
nos ofrece a Jesús como modelo que debe configurar nuestro seguimiento, integrando
nuestra acción y nuestra pasividad: «qué debo yo hacer y padecer por él» [Ej 197].

Perspectivas bíblicas
Los cuatro evangelistas coinciden en la atención prestada a las últimas horas de Jesús y
en vincularlas a toda su vida. Presentan, además, la misma serie de acontecimientos,
aunque la narración de cada uno sigue un modo propio que responde a su proyecto
literario y teológico. Cada evangelista muestra sus propios matices, tanto en la pasión
como en otros aspectos de la vida y obra de Jesús. La recomendación sería, por tanto,
elegir un evangelio y seguirlo durante toda la pasión para reconocer la riqueza y
particularidad de cada uno. El mal a evitar sería la fusión de relatos en una lectura
combinada de todos los evangelios y forzar una coincidencia a toda costa [45] .
Para nuestras sugerencias nos guiamos por los subrayados ignacianos. El primero,
institución de la eucaristía según uno de los tres sinópticos. San Ignacio da puntos para
las dos escenas conjuntamente y señala que la segunda responde a una «grandísima
señal de su amor» [Ej 289]. Aunque la propuesta en este caso sea recurrir a dos
evangelios, no se trata de fundirlos, sino de entender la eucaristía y el lavatorio de los
pies como las dos caras complementarias de la misma moneda. Ambos relatos se
entienden mejor cuando se los relaciona. Ambos anticipan la entrega de Jesús en la cruz;
ambos muestran su amor y están vinculados a la creación de la comunidad de sus
seguidores.
Las otras dos líneas –la purificación de la imagen de Dios y el aprendizaje
espiritual por parte del ejercitante– irán cultivándose a lo largo de la pasión. Los cuatro
evangelios proclaman a las claras que el Jesús que muere en la cruz es Hijo de Dios (cf.
Mc 15,39; Mt 27,54; Lc 23,40-46; Jn 13,1-3 y 19,30), culminando así la revelación de su
identidad. El Dios que sufre y muere confronta tanto nuestras imágenes de Él como
nuestros constructos sobre dónde y cómo podemos encontrarlo.
Por su parte, un modo de facilitar el aprendizaje del ejercitante en su seguimiento
puede ser adoptar la perspectiva de los discípulos en la pasión. Marcos puede ser muy
útil en este punto, dado el retrato crítico que ofrece de los discípulos (Judas, Pedro y los
Doce), que desapareciendo de la narración, mientras emergen nuevos seguidores: Simón
de Cirene (15,21), el centurión (15,39), María Magdalena, María la de Santiago y
Salomé –que aprendemos ahora que han seguido y servido a Jesús desde Galilea (15,40-
41.47)– y, por último, José de Arimatea (15,42-46) [46] .
También Juan puede ayudar, a partir de la introducción que hace en su evangelio
del «discípulo amado», precisamente en la pasión. La primera ocasión en que se le
nombra es en la última cena, cuando se nos dice que uno de los discípulos, «aquel a
quien Jesús amaba», estaba al lado de Jesús, y Pedro se dirige a él para que pregunte a
Jesús quién es el que lo va a traicionar (13,23-24). Después está presente en la escena de
la crucifixión, acompañando a María, la madre de Jesús, al pie de la cruz. Allí Jesús les
encomienda el uno al otro, como madre e hijo (19,25-27). Volverá a aparecer más tarde
en los relatos de la resurrección, pero bastan ya estas dos escenas para que emerja ante
nosotros como un discípulo modelo que es amado por Jesús y le ama, que goza de su
intimidad, que permanece fiel hasta la cruz y al que le es confiada la madre del Señor. La
él. En una línea similar, también puede plantearse la contemplación de la pasión según
san Juan acompañando a María, modelo de todo creyente, pues es el único evangelista
que la sitúa al pie de la cruz. Junto a ambos se puede vivir la soledad del Sábado Santo.
Por añadir una palabra final sobre Mateo y Lucas [47] : el primero permanece, en
conjunto, muy cercano a Marcos. Sus añadidos, además de proporcionar algunos
detalles, refuerzan su cristología de Hijo de Dios y también reflejan el conflicto que su
comunidad vivía con el judaísmo de su tiempo. En concreto, alguna nota antijudía, como
la de Mt 27,25 parece olvidar incluso que Jesús fue judío. En cuanto a Lucas, percibimos
cómo resalta la misericordia y serenidad del Señor; mejora la imagen de los discípulos,
que aparecen más cerca de Jesús si lo comparamos con Marcos; y está siempre atento a
sus destinatarios de cultura pagana, proporcionando algunos datos que nos sorprenden:
Pilato no condena a Jesús, los romanos no lo azotan, el centurión lo declara inocente, y
no hay referencias al templo de Jerusalén.
Instrucciones y Reglas de la Tercera Semana
Cuando el que da los Ejercicios accede a la Tercera Semana, descubre que san Ignacio le
pide dar unos puntos de contemplación muy intensos y hondos sobre la Pasión del Señor,
a la vez que le ofrece una casi absoluta carencia de Instrucciones y Reglas para
acompañarlos. Tan solo unas «reglas para ordenarse en el comer para adelante» [Ej
210-217], aparecidas excepcionalmente en el texto principal del libro, pero de difícil
interpretación en una primera lectura. No es extraño, por tanto, que muchos de los que
dan Ejercicios prescindan de ellas. Sin embargo, son importantes, y probablemente sea
conveniente comunicarlas al ejercitante siempre.

• LAS «REGLAS DE LA TEMPLANZA»


Es verdad que varios Directorios, y el mismo Directorio Oficial, las interpretan
simplemente como «reglas de la penitencia», algo que parece venir sugerido por el
hecho de ofrecerlas en la Tercera Semana. Pero si san Ignacio ha afirmado anteriormente
que «penitencia es cuando quitamos de lo conveniente» y que, en cambio, «cuando
quitamos de lo superfluo, no es penitencia, sino temperancia [templanza]» [Ej 83], hay
que reconocer entonces que estos consejos están en su mayor parte dirigidos a la
templanza y no a la penitencia. Con razón las denominó Francisco Suárez en 1609, en
contra del Directorio Oficial, «reglas de la templanza» [48] .
El horizonte de su interpretación se abre entonces mucho más, porque sitúan estos
consejos como complemento de la elección o la reforma de vida. En efecto, estos dos
ejercicios, que con todo derecho se prolongan en la Tercera Semana [Ej 199], esperan
siempre que la sensibilidad colabore con la opción tomada por el entendimiento y la
voluntad –«que la sensibilidad obedezca a la razón» [Ej 87]–, para que no quede en
nada la decisión ya tomada en la elección o en la reforma. Sin embargo, aunque es cierto
que la sensibilidad fortalece y estabiliza el afecto, tampoco se puede olvidar que está
sometida al azote de las dependencias y adicciones compulsivas.
En tiempo de san Ignacio, las más frecuentes de ellas nacían del comer. Por eso, a
nadie extrañó entonces que la primera definición que él formulara del seguimiento
adoptara esta forma: «quien quisiere venir conmigo ha de ser contento de comer como
adicciones y esclavitudes compulsivas –por ejemplo, la bebida, las ludopatías, el
consumismo, la pornografía– el mensaje reiterado por san Ignacio es que a la libertad
deseada frente a ellas no se accede por un esfuerzo ascético, sino, sobre todo, por
contagio de nuestro modelo a imitar: Jesús.
De ahí que la más importante de estas Ocho reglas sea la séptima [Ej 216]: Mirar
que el ejercitante sea, como Jesús, «señor de sí», es decir, que pueda responder
plenamente de su persona entera en los momentos decisivos de su vida –elección o
reforma–, sin dejar que las esclavitudes sensibles o los bloqueos que pudiera encontrar
en sí mismo le desvíen de adonde él quiere y desea verdaderamente ir [49] . Este es el
núcleo de la Instrucción que debe recibir el ejercitante en la Tercera Semana.
Ser señor de sí hace referencia al deseo de actuar siempre con una libertad plena,
sin esclavitudes conscientes ni semiconscientes que consigan, en la práctica, maniatarla.
Es la expresión y la consecuencia de no dejarse determinar en las elecciones vitales por
las afecciones desordenadas, ni dejarse arrastrar en las decisiones de reforma de vida por
los apetitos o atracciones instintivas.
Por eso, no extraña nada que, para alcanzar la libertad, san Ignacio dé inicialmente
consejos de carácter místico –considerar «como que ve a Cristo nuestro Señor comer con
sus apóstoles, y cómo bebe, y cómo mira y cómo habla; y procure de imitarle» a Él y a
los santos [Ej 214-215]–. Solo en segundo lugar da también un consejo ascético
[Ej 217], repetido luego en los primeros Directorios –«cuando uno hace Ejercicios,
siempre le sea demandado que, cuando hubiere acabado de comer, él mismo diga lo que
quiere cenar; y así, después de cenar, lo que querrá comer el día siguiente»–, porque
sabe por experiencia que el voluntarismo no es el mejor y más eficaz camino para
superar las adicciones no queridas.
Significativamente, la colocación de estas reglas y de esta Instrucción en la Tercera
Semana intenta facilitar al ejercitante la búsqueda o la recuperación de la libertad, no por
el propio esfuerzo, sino sobre todo por sintonía afectiva íntima con Jesús, «juntamente
contemplando» [Ej 135] cómo Él se acerca libremente a la muerte y cómo mantiene
hasta el final la fuerza del amor.
Adiciones y complementos de la Tercera Semana
De entrada, si algo recomiendo a las personas que van a dar la Tercera Semana de
Ejercicios y quieren hacerlo con plena fidelidad a la dinámica ignaciana, es la lectura con
detenimiento y profundidad de la conferencia del P. Peter-Hans Kolvenbach, «La Pasión
según san Ignacio» [50] . Porque de lo que se trata en la Tercera Semana de Ejercicios no
es de proponer un acercamiento cualquiera a la Pasión del Señor, sino de proponer un
acercamiento coherente con el proceso y la dinámica de los Ejercicios. Y en esa
dirección la conferencia del P. Kolvenbach da pistas de una gran sabiduría y, por ello, de
un enorme valor. Nada de lo que yo pueda decir aquí añade ni sustituye la lectura y
meditación de dicho texto.

«... los trabajos, fatigas y dolores de Cristo nuestro Señor» [Ej 206]
La Tercera Semana mantiene la dinámica contemplativa de la Segunda. Una
contemplación cuyo centro es siempre la persona de Jesús: «... Ignacio no insiste en el
sufrimiento, sino en el Cristo que sufre» [51] . Se trata en la Tercera Semana de
contemplar a Jesús en la pasión: lo que la pasión nos revela de sus actitudes, de su
proyecto salvífico, de su fidelidad al Padre, de su amor por la humanidad. El peligro que
hemos de evitar es perdernos en detalles accesorios o en consideraciones sobre temas
que identifican la pasión de Jesús con tantas formas de pasión de la humanidad, que son
bien ciertas, pero perdiéndole de vista a Él.
De muchos modos insiste san Ignacio en que mantengamos al ejercitante en esa
dinámica contemplativa: «... de la misma forma que está dicho y declarado en la
segunda semana» [Ej 204]. Para ayudar a ello, el autor de los Ejercicios detalla con
bastante minuciosidad los puntos de las contemplaciones correspondientes a la pasión
[Ej 289-298] y en dichas contemplaciones mantiene los preámbulos y la dinámica que ya
ha introducido en las contemplaciones de la Segunda Semana: «... siempre preponiendo
la oración preparatoria y los tres preámbulos» [Ej 204], «... se harán dos repeticiones...
y después... se traerán los sentidos» [Ej 204, 208]. En esa línea de continuidad con la
dinámica precedente, «el examen particular sobre los ejercicios y adiciones presentes se
Cristo: «... dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado...» [Ej 203], y
es en la experiencia de comunión donde podemos experimentar la confirmación de la
elección o la reforma que hayamos hecho. Una confirmación donde el factor afectivo
juega un importante papel, aunque no exclusivo ni excluyente [52] .

«...contemplación de toda la pasión junta...» [Ej 208]


Resulta un tanto sorprendente esta observación ignaciana para el séptimo día, después de
haber propuesto en los días anteriores un detallado camino de contemplación de los
misterios de la pasión, uno a uno y día a día. Y es llamativo que esa sugerencia la vuelva
a repetir el autor de los Ejercicios por dos veces en el número siguiente.
En este número 209, san Ignacio abre paso a una flexibilidad en cuanto al tiempo
que puede dedicarse a la Tercera Semana: «... quien más se quiera alargar en la
pasión...» o «... quien quisiere más abreviar en la pasión». Flexibilidad que el
ejercitante, ayudado por quien da los Ejercicios, ha de utilizar para adecuar la Tercera
Semana al momento del proceso de los Ejercicios en el que se encuentra y al logro de los
objetivos de esta Semana «como más le parecerá que aprovecharse podrá» [Ej 209].
Esta flexibilidad con respecto al número de días a dedicar a esta Semana se suma a la
indicada un poco antes sobre el número de ejercicios de cada día: «Según la edad,
disposición y temperatura ayuda a la persona que se ejercita, hará cada día los cinco
ejercicios o menos» [Ej 205].
Pues bien, tanto en un caso como en otro vuelve a insistir san Ignacio en esa
contemplación de la pasión junta. En la primera hipótesis, alargar la contemplación de la
pasión, indica que «... después de acabada la pasión, tome un día entero la mitad de
toda la pasión, y el segundo día la otra mitad, y el tercero día toda la pasión». Y en el
caso de querer acortar el tiempo de la Tercera Semana, propone: «... después de así
acabada toda la pasión, puede hacer otro día toda la pasión junta, en un ejercicio o en
diversos...» [Ej 209].
¿Cuál es el sentido de esta propuesta tan reiterada? Los comentaristas de Ejercicios
apuntan a la unidad de la pasión como misterio único de la entrega de Jesús, de su
fidelidad al Padre, de su amor extremo por la humanidad: «... El hecho de que la pasión
constituye, propiamente hablando, sino un misterio único a través de sus múltiples
episodios, esta repetición panorámica resulta adecuada y muy propia de la manera de
proceder de san Ignacio» [54] .
Creo que esta propuesta ignaciana de «toda la pasión junta» puede invitar al
ejercitante a hacer un ejercicio de relectura y de síntesis de la experiencia espiritual que
ha vivido en su Tercera Semana, desde aquellas luces y sentimientos más repetidos que
el Espíritu ha ido dejando en su corazón en las contemplaciones de los días precedentes.
Se anima al ejercitante a una acogida agradecida de lo que el Señor le haya querido
regalar a lo largo de los días en que le ha acompañado en «... tanto dolor y... tanto
padecer...» [Ej 206].
En este momento puede ser útil la oración del Via Crucis, tan arraigada en la vida
de la Iglesia. El Via Crucis tiene como sujeto y centro de sus estaciones la persona de
Jesús y, en ese sentido, es plenamente concorde con el enfoque ignaciano de contemplar
a Jesús en la Pasión. Por otra parte, el que da los Ejercicios puede disponer de un
material muy valioso en los diversos Via Crucis del Papa Francisco en Viernes Santo,
fácilmente localizables y accesibles: son textos de una gran calidad teológica y, también,
de un acercamiento muy directo a las cruces donde Cristo es hoy crucificado.

«Se traerán los sentidos...» [Ej 204]


Desde hace mucho tiempo, es frecuente que los directores de Ejercicios presenten a los
ejercitantes, como ayuda para su oración, imágenes de los misterios de la Pasión
aprovechando la muy abundante y valiosa iconografía que las variadas manifestaciones
del arte ofrecen sobre los mismos. En muchos contextos y situaciones, y para muchas
personas, puede ser una valiosa ayuda.
Sin embargo, creo que es necesaria una selección de aquello que se presenta, para
que coincida con la música de fondo del modo ignaciano de acercarse a la pasión y no
distraiga o difiera del mismo.
Quiero poner un ejemplo concreto de lo que quiero decir basándome en el cine. El
famoso film La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, me parecería absolutamente
inadecuado, porque sus acentos sobre la pasión de Cristo no están en consonancia con
voluntario, pudiéramos ver la película De dioses y hombres, de Xavier Beauvois. Me
pareció un acierto: en ella no aparece nada de la pasión física e histórica de Cristo, pero
sí la misma dinámica de fidelidad a la vocación y de entrega hasta el final, así como una
historia de discernimiento que puede ayudar a los ejercitantes en este momento del
proceso de Ejercicios.
CAPÍTULO 6:
La Cuarta Semana
Directorio breve sobre la Cuarta Semana
La Cuarta Semana es la más difícil de las cuatro [55] . No pocos ejercitantes no saben
cómo hacerla o la desvirtúan, considerándola como una ampliación feliz de la Segunda
Semana. Nunca puede ser eso, porque entonces la Tercera Semana pasaría a ser un
paréntesis sin sentido, y la Resurrección ya no daría sentido al dolor de la Pasión.
Tampoco basta con confesar teológicamente que la Resurrección es el núcleo de
nuestra fe (1 Cor 15,14), si esta confesión no resulta también convenientemente orada.
Por eso, los Ejercicios ignacianos no están completados si el ejercitante, después de
haber contemplado la muerte de Jesús, no llega también a sentir y gustar la presencia del
Resucitado en su vida. La afirmación de Kolvenbach –«todos los Ejercicios no son más
que la introducción y preparación para orar el Misterio Pascual» [56] – tiene
consecuencias prácticas en la misma forma de dar los Ejercicios. La primera
consecuencia es que nunca tendrían sentido estos si terminaran en el Calvario o en el
sepulcro.
La Cuarta Semana es esencial, porque su objetivo es bajar de la cabeza al corazón, y
del corazón a la vida, esta segunda parte del Misterio Pascual. No ayudan mucho para
ello los antiguos Directorios, es cierto. Los más primitivos no hablan ni siquiera de la
Cuarta Semana, y cuando el de Gil González Dávila o el Oficial se refieren a ella, es para
limitarse a decir que dicha semana «parece responder a la vía unitiva». Lo cual, ni está
dicho por san Ignacio ni resulta muy iluminador para el que da o hace los Ejercicios [57] .
El sentido más hondo se encuentra en el mismo texto ignaciano.

El recurso ignaciano para contemplar al Resucitado


Sería un grave error intentar contemplar las escenas propias de la Cuarta Semana de una
manera similar a como se habían contemplado las de la Segunda Semana. Los evangelios
repiten que el Resucitado es el mismo Jesús, pero también insisten en que su manera de
hacerse presente a sus amigos ya no es la misma. El género literario que utilizan los
evangelistas expresa casi siempre un no reconocimiento inicial por parte de los
discípulos y un sorprendente entrar, salir, aparecer y desaparecer de la escena por parte
mirarlo imaginativamente para más seguirlo e imitarlo.
La genialidad de san Ignacio al presentar estas escenas es abocarnos a considerar en
ellas, no tanto la persona de Jesús, cuanto «los verdaderos y santísimos efectos de la
Resurrección» [Ej 223]; es decir, los cambios constatables y reales que ahora se pueden
reconocer en Magdalena, Pedro, Juan, Tomás y los de Emaús. A estas figuras, hasta
ahora secundarias, anima san Ignacio a dirigir la mirada contemplativa del ejercitante,
para descubrir en ellas, contra todo pronóstico, la acción milagrosa del Resucitado.
A Jesús se le mira ahora «en su oficio de consolar» [Ej 224], y con esta expresión,
que solo ha sido utilizada al presentar al ángel en la contemplación de la Encarnación
–«el ángel haciendo su oficio de legado» [Ej 108]–, está manifestando san Ignacio una
deliberada diferenciación con la mera humanidad física de Jesús. Corporalmente, Cristo
nuestro Señor ya no es como antes, aunque es un hecho verdadero que consuela «como
unos amigos suelen consolar a otros». Este consuelo que trae el Resucitado es ahora el
objeto a sentir y gustar.
En efecto, el consuelo que reciben los discípulos en las apariciones es como una
reestructuración inmediata y milagrosa de aquellas personas totalmente abatidas y rotas.
Lejos de ser fruto de un deliberado olvido del sufrimiento vivido –en todas las
apariciones se recuerda expresamente la muerte en cruz o se muestran el sudario o las
heridas–, es una nueva lectura de lo ocurrido antes, que deja ahora a los discípulos
sorprendentemente renacidos, «con el corazón en ascuas» (Lc 24,32). El que da los
Ejercicios de la Cuarta Semana debe enfocar al ejercitante hacia estos «efectos
verdaderos y santísimos» [Ej 223], animándole a pedir una alegría y gozo intensos por
«tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» [Ej 221].
También estos «verdaderos y santísimos efectos» permiten continuar la purificación
de la imagen de Dios que se inició en la Tercera Semana, porque ahora, vistos los efectos
reales de sus apariciones, se puede comprobar que el Padre no se había «escondido» en
la Pasión, sino que solo «pareció esconderse». La presunción humana de los discípulos –
y del ejercitante– pudo haberse desatado ante la cruz, protestándole a Dios porque no
destruía a sus enemigos y dejaba padecer, en cambio, crudelísimamente a Jesús [Ej 196].
Ahora, al contemplar los sucesos subsiguientes a aquella Pascua, al ejercitante –como
entonces a los discípulos– se le desvela que para Dios es más importante construir
destrozarlos; salvar al mundo que condenarlo.

La esperanza confirmada de María, nuestra Señora


En el pequeño Directorio que incluye san Ignacio en su libro de los Ejercicios, reserva
para la Cuarta Semana algunas novedades. La primera es sustituir –si se quiere– las
repeticiones, tan esenciales en las semanas anteriores, por la contemplación de nuevas y
distintas apariciones [Ej 227]. Probablemente, porque descubre en los relatos de los
evangelistas el mismo objetivo de mayor implicación afectiva buscado antes por él con
las repeticiones.
La otra novedad es aconsejar prescindir del ejercicio de la noche, dejando así en
cuatro ejercicios diarios la distribución horaria durante esta Cuarta Semana. Esta medida,
junto a las ayudas ambientales y. sobre todo, el «traer a la memoria cosas motivas a
placer, alegría y gozo espiritual, así como de gloria» [Ej 229] son una manera de
solicitar al ejercitante que disponga el alma para que nada le impida recibir lo que está
pidiendo: «consolarse intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» [Ej
221].
Pero la principal novedad es la exhaustiva relación de apariciones que san Ignacio
propone contemplar al ejercitante. Entre ellas destaca con luz propia «la primera a
Nuestra Señora» [Ej 218-219 y 299]. Retomando piadosamente la devoción medieval
que él encontró en el Cartujano, esta aparición sobrepasa en manos de Ignacio aquella
devoción, al «traer a la memoria» del ejercitante la esperanza confirmada de María,
modelo a imitar en nuestros personales sábados santos. Ningún otro consuelo es más
intenso para cualquiera de nosotros que este de ver confirmado qué bien hicimos en
fiarnos anteriormente de Dios. Si «tiene entendimiento» [cf. Ej 299], es lo primero que
puede sentir el ejercitante el domingo de Pascua al considerar esta «primera aparición».

El acceso coherente a la eclesialidad


No es casual que la segunda serie de apariciones que propone san Ignacio esté llena de
alusiones sacramentales. Es una manera de subrayar la realidad eclesial que el Espíritu
Santo puso en marcha con la Resurrección de Jesús. A la experiencia sentida y gustada
personal; pero, al contemplar las apariciones, hace enterarse al corazón de que la fe es
también una realidad que se vive, se cultiva, se guarda y se celebra en plural. De todo
ello dan abundantes signos los relatos evangélicos de las apariciones a los de Emaús,
Tomás, los de Tiberíades, Pablo, etc. El grupo se rehace al reencontrarse sentados a la
mesa con Él; al preguntarse solícitos por aquellos que todavía no se han incorporado a
ella; y al recibir con agrado a los recién llegados. Sobre todo, lo eclesial se mantiene
porque se le reconoce a Él en medio del grupo, como se le contempla en aquel almuerzo
en la playa de Tiberíades (Jn 21,9-13) [Ej 306].
Para san Ignacio, fue su propia experiencia mística del seguimiento de Jesús y su
determinación consiguiente de «ayudar a las almas» lo que configuró el marcado
carácter eclesial de su vida. La Cuarta Semana facilita esta misma experiencia también
para el ejercitante.
Las «reglas para sentir en la Iglesia» [Ej 352-370], que presenta en este momento
san Ignacio, no podrían entenderse fuera de la Cuarta Semana, porque son criterios
oportunos de discernimiento para vivir correctamente –desde la discreta caridad que
hace sentir y gustar la unidad– los inevitables conflictos eclesiales, que solo son fruto de
la pequeñez humana.
Lo propio de la Cuarta Semana es acceder así, también como hace san Ignacio, a la
eclesialidad del don de la fe. Todo lo recibido es para darlo. La contemplación final de la
Ascensión, tan resaltada por san Ignacio en sus Directorios y señalada expresamente en
el mismo libro de los Ejercicios –«contemplar todos los misterios de la resurrección
hasta la ascensión inclusive» [Ej 226]–, refuerza para los ejercitantes el encargo de Jesús
de «ser testigos suyos hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). La Cuarta Semana
termina devolviendo al ejercitante a la misión. Es de esperar que con una mirada nueva.
Textos bíblicos para la Cuarta Semana
El contenido de la Cuarta Semana se nos ha avanzado al inicio del libro de los
Ejercicios, «la resurrección y ascensión» [Ej 4], que pone de manifiesto su indisoluble
vinculación con la Tercera Semana: se trata de las dos caras del misterio pascual.
Además, existe una estrecha conexión entre las dos en cuanto al modo de proceder,
porque, a la hora de orientar las contemplaciones, san Ignacio aconseja tener «la misma
forma y manera, en toda la semana de la resurrección, que se tuvo en toda la semana de
la pasión». Significa que la primera contemplación da la pauta para el resto, y se
mantiene el modo de la semana de pasión en repeticiones, aplicación de sentidos y en
acortar o alargar los misterios [Ej 226; cf. Ej 204]. Con todo, y fiel a su estilo, san
Ignacio abre inmediatamente la puerta a la posibilidad de cambio al recomendar hacer
cuatro ejercicios de oración al día, en vez de los cinco de las semanas precedentes, y
permitir flexibilidad en el número de puntos de cada contemplación [cf. Ej 227-228].
Existe todavía un tercer elemento de contacto con la Tercera Semana, y es la
exhaustividad de la oferta ignaciana en los pasajes a contemplar para los que ofrece
puntos [Ej 299-311]. Contiene, no solo todas las escenas de apariciones narradas en los
evangelios, sino también otras apariciones, con o sin base bíblica. Entre las primeras
están la aparición a Simón [Pedro], mencionada en Lc 24,34, y las citadas por san Pablo
en 1 Cor 15, mientras que entre las extra-bíblicas se incluye, además de la aparición a la
Virgen, una a José de Arimatea y otra a los santos del limbo, esta referida junto a la de
san Pablo y otras muchas a los discípulos [Ej 311]. Son, en conjunto, 13 propuestas a las
que hay que añadir la Ascensión [Ej 312]. El total de 14 coincide con el presentado por
Ludolfo de Sajonia en su Vita Christi y podría potencialmente dar lugar a siete días
contemplativos, como en la semana anterior, a razón de dos misterios por día, con su
repetición y aplicación de sentidos [58] . Al mirar con detalle los puntos ignacianos,
percibimos algunas ulteriores influencias de la Vita Christi y también una fusión de los
distintos evangelios, en particular en los puntos que ofrece para la aparición a Pedro [cf.
Ej 302].
A la hora de elegir un itinerario, y atentos siempre a cuidar la continuidad entre la
Tercera y Cuarta Semanas, resulta conveniente tener presentes las opciones que se
evitando en principio cambiar de evangelio y, sobre todo, combinar escenas de diversos
evangelios. Así cuidamos la unidad teológica, y las escenas de apariciones que se
contemplen serán el mejor complemento al relato de la pasión precedente [59] . En ese
recorrido siempre es posible mantener la propuesta ignaciana de comenzar con la
contemplación de la aparición a Nuestra Señora [Ej 218ss, 299]. Aunque ausente de la
Escritura, como el mismo san Ignacio señala, puede ayudar como obertura de la semana,
al ser María modelo de creyente y modelo de la Iglesia. Sobre todo, sería conveniente
conservarla si María ha servido de guía en el camino de acompañar a Jesús hasta la cruz
durante la Tercera Semana.
Señalamos a continuación una serie de observaciones para el conjunto de la
Semana:

– La petición ignaciana [Ej 221] pone en el centro a Cristo, en coherencia con la
Segunda y Tercera Semanas: pedimos alegrarnos y gozar de su gloria y su
gozo. No hay resurrección sin Resucitado, y la alegría de la resurrección no es
otra que la del Señor. Es un don que solo podemos pedir: ser contagiados por
ella. La actitud de petición conecta con la forma de expresión griega utilizada
para las apariciones, que subraya que son un don: Jesús «se deja ver», nadie
consigue por sí mismo verlo. Buscamos, como en ocasiones proclamamos al
final de la liturgia de la eucaristía, «que la alegría del Señor resucitado sea
nuestra fuerza». Su alegría ha de ser el motor de nuestro seguimiento.
– El modo de considerar cómo la divinidad se muestra por «los efectos de la
resurrección y de mirar el oficio de consolar de Cristo» [Ej 223-224] pasa por
ver, oír y mirar hacer a las personas en los encuentros que el Señor tiene con
las mujeres y los varones que son sus discípulos. Es muy significativo el
protagonismo de las mujeres en estos pasajes: los cuatro evangelios las
presentan como las primeras testigos del hecho de la tumba vacía; y para
Mateo, Marcos y Juan son también las primeras destinatarias de las
apariciones.
– Los evangelios presentan una secuencia en las escenas: parten del hecho de la
tumba vacía para narrar luego una serie de apariciones que se abren finalmente
seguidores.
– Con respecto a Jesús, los relatos subrayan siempre la identidad del Resucitado
con el Crucificado, que muestra sus manos y su costado (Mt 28,5-6; Mc 16,6;
Lc 24,39-40; Jn 20,20). En cuanto los discípulos, mujeres y varones, asistimos
a su transformación desde el miedo y la incredulidad respecto de su
capacitación y su envío como testigos (Mt 28,10.16-20; Lc 24,48-50; Jn
20,17.21). Lucas, en particular, se esfuerza en señalar cómo encontramos al
Resucitado en la Eucaristía y en la Escritura (Lc 24,35.45), y Juan pone en
paralelo el amor y el envío del Padre a Jesús con el amor y envío de este a los
discípulos (Jn 15,9 y 20,21).
– El interés progresivo de los textos por la misión y la creación de la comunidad
sirve de contexto adecuado para la presentación de las llamadas «reglas para
sentir en la Iglesia» [Ej 352-370]. El tiempo de la Iglesia es tiempo del
Espíritu, a cuyo envío se refiere el Señor antes de la Ascensión (Lc 24,49; Hch
1,8) y del que ha hablado en los discursos de la cena del cuarto evangelio.
Puede entonces resultar oportuno ofrecer textos como Pentecostés (Hch 2,1-4)
y orar la enseñanza de Jesús sobre el Espíritu en Jn 14–16.
Instrucciones y Reglas de la Cuarta Semana
En la Cuarta Semana le esperan al ejercitante las «Reglas para sentir en la Iglesia» [Ej
352-370] [60] . Pocas páginas de los Ejercicios más tergiversadas, e incluso dolosamente
manipuladas, que este último documento del libro ignaciano. En efecto, su objetivo
verdadero no son ni los mandamientos de la Iglesia, ni las rúbricas litúrgicas, ni la
ortodoxia doctrinal, como a veces ha llegado a decirse. Parece obvio que, si estuvieran
escritas para animar a cumplir las prescripciones eclesiales, san Ignacio no las habría
colocado en la Cuarta Semana, sino en la Primera o incluso antes [61] .

• LAS REGLAS PARA SENTIR EN LA IGLESIA


En lugar de aquellas desajustadas interpretaciones, la realidad es que son «reglas de
discernimiento para encarar bien los conflictos eclesiales», y su sentido verdadero solo
puede entenderse desde y en la Cuarta Semana. Es decir, al término del proceso de
Ejercicios, cuando se están contemplando «los verdaderos y santísimos efectos de la
resurrección», y a partir de ellos [Ej 223].
Por desgracia, los conflictos en la Iglesia son inevitables, como bien supo y
comprobó en su vida el mismo san Ignacio. Pero lo que él quiere aconsejar finalmente al
ejercitante es cómo plantearlos y vivirlos sin romper ni dañar el tejido eclesial. La Cuarta
Semana nos permite comprender que a la Iglesia como misterio se accede siempre desde
la experiencia de Dios, y no al revés. San Ignacio lo tiene esto muy claro, aunque sepa
también –con la misma claridad– que es la mediación de la Iglesia la que nos señala
existencialmente a cada uno la Presencia de Dios en medio de nosotros.
La dificultad a la hora de exponer estas reglas al ejercitante suele ser grande,
porque es necesario informarle simultáneamente del contexto en que fueron elaboradas,
si se desea ayudarle a entenderlas bien y a comprender el mensaje ignaciano. El que da
Ejercicios debe, por eso, conocer, recordar y explicar bien dicho contexto. La simple
repetición literal del texto, fuera del contexto, se presta, con frecuencia, a dar a entender
algo muy diferente de lo que realmente dicen. O a aprovecharlas para dar otra doctrina.
Afortunadamente, la bibliografía sobre el tema es abundante y accesible [62] .
En seis posibles apartados puede dividirse el contenido de estas 18 reglas. El
353]
Lo propio del discernimiento es la preeminencia del sentir sobre el parecer, y por eso
aquél ha de realizarse «juntamente contemplando la vida de Jesús» [Ej 135], para evitar
identificarlo con nuestros propios juicios o pensamientos. Esto es lo que afirma y repite
aquí san Ignacio. «Deponer el juicio» no es lo mismo que «no pensar», sino liberarse de
ese juicio propio, a veces inamovible –lo que solemos llamar hoy pre-juicio–, que nos
impide dejar paso a la novedad del Espíritu. Deponer todo juicio previo y sustituirlo por
el «ánimo aparejado y pronto» para mirar con veneración y cariño a la Iglesia de las
mediaciones [63] es la condición esencial para poder iniciar todo discernimiento. Sin este
preámbulo no hay escucha a Dios, sino mera defensa –a veces, encendida y visceral– de
los propios pensamientos [64] .

Alabar toda presencia del Espíritu en los demás, aunque no implique una
llamada para mí [Ej 354-361]
Las actas del Concilio de Sens (1528) y la posterior reacción contestataria de los
erasmistas de la Sorbona le sirvieron a san Ignacio de ejemplo innegable de un fuerte
conflicto eclesial. El choque frontal entre ambas concepciones de la Iglesia no había
encontrado otra forma de expresarse y afirmarse que en las excomuniones mutuas, ya
fuesen canónicas o ideológicas. San Ignacio tomó una de esas listas y, sin polemizar para
nada con unos ni con otros, antepuso al comienzo de cada una de las proposiciones la
palabra «alabar». Ni defenderlas como intocables ni criticarlas como rechazables;
simplemente, y por encima de todo, alabarlas, esto es, hablar bien de todas ellas.
Qué quiso decir san Ignacio al recomendar tan rotundamente esa alabanza absoluta
se entiende bien al comprobar que la mitad de esas alabanzas se refieren a temas sobre
los cuáles él no se sentía llamado y, por tanto, no los había aceptado. Es honesto
considerar que, para él y para la Compañía, no aceptó ni el rezo coral de las horas
canónicas [Ej 355] ni las penitencias y ayunos de regla [Ej 359]; la veneración de las
reliquias no formó parte de sus devociones personales, ni la venta de indulgencias [Ej
358] entró nunca en sus recomendaciones a los compañeros que enviaba a Alemania;
tampoco se mostró favorable a la ampliación suntuosa de la ermita de la Strada que
alabar en estas reglas no es una manera de mostrar una opinión favorable a los objetos
de esa alabanza, sino el reconocimiento de la inspiración del Espíritu en quienes las
proponen, aun siendo tan distinta de la llamada que san Ignacio siente recibir del mismo
Espíritu. En realidad, el sentido profundo del consejo ignaciano es una llamada a asumir
la pluralidad legítima de opiniones teológicas o pastorales que existen en la Iglesia. Lo
único que san Ignacio censura y rechaza es ridiculizar o descalificar toda opinión ajena
donde el Espíritu pueda estar actuando [65] .

Hablar de las malas costumbres de otros solo a las mismas personas que
pueden remediarlas [Ej 362]
En una situación real como la que san Ignacio vivía en París, donde los buenos deseos de
los erasmistas por reformar la Iglesia parecían estar necesitando multiplicar la crítica
acerba a la vida licenciosa de papas y obispos, él opta por recomendar «hablar de esas
malas costumbres a las mismas personas que pueden remediarlas» y evitar, en cambio,
una propagación pública de ellas, ya que «engendraría más escándalo que provecho».
La recomendación parece coherente con la experiencia espiritual de la Primera Semana,
que tan significativamente deja ver que un perdonado –¡y todos hemos sido perdonados
antes!– no tiene ya derecho a condenar a nadie. Es propio de los fariseos olvidar este
principio.

Evitar en la Iglesia posturas sesgadas o presuntuosas [Ej 363-364]


En un ambiente académico como el que san Ignacio encuentra en la Sorbona, donde los
erasmistas y otros criticaban despiadadamente la teología escolástica y llamaban a
Erasmo «el nuevo Agustín», san Ignacio recomienda aceptar lo que cada escuela
teológica puede dar de sí –ya sea «la doctrina positiva o la escolástica»– y «guardarse
de hacer comparaciones de los que somos vivos a los bienaventurados pasados». «No
poco se yerra en esto», se atreve a decir.

Predicar sobre Dios con humildad [Ej 365]


De Erasmo era una afirmación lapidaria que se repetía con furor en París al llegar san
era dar por supuesto que la percepción humana podía acceder a las realidades divinas
con el mismo grado de seguridad y certeza con que los sentidos corporales pueden captar
las realidades físicas e incluso las sociales.
Para san Ignacio, en cambio, que está contando con la promesa de la presencia
segura del Espíritu en la Iglesia –«la verdadera esposa de Cristo nuestro Señor», la
llama dos veces [Ej 353 y 365]–, esa argumentación de Erasmo es falaz. Sin nombrarle,
le responde que «para en todo acertar» es preciso mirar «lo que yo veo blanco» como
falible y no determinante, si la Iglesia de las mediaciones «lo ve negro». En el campo del
discernimiento, propio de estos consejos ignacianos, la afirmación del pensamiento
propio no puede formularse con un «es» asertivo, sino con un mucho más humilde «me
parece a mí...», «pienso yo...» o «yo lo veo así...»; porque no debe olvidarse que «el
mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas... es el que
rige y gobierna nuestra santa madre Iglesia». Frente a eso, la soberbia hace creer que el
Espíritu es solo posesión propia. Ya había subrayado san Ignacio en la meditación de las
Dos Banderas que la humildad lleva a Dios, y la soberbia no [Ej 142 y 146].

En la presentación de tesis teológicas divergentes, no es justo defender la


propia sin matizar o reconocer parte de acierto en la contraria [Ej 366-
370]
El escándalo creado por la predicación de Mainardi en la cuaresma romana de 1538,
contestada en su momento por Fabro y Laínez al considerar sus tesis luteranizantes, es
aprovechado años después por san Ignacio –cuando Mainardi ya se ha confesado
públicamente luterano y antes de que en Trento se formule una teología uniforme en la
Iglesia Romana– para ampliar sus consejos sobre «el modo de hablar y comunicar»,
dentro de la Iglesia, los pensamientos teológicos contrarios.
Para precisar su mensaje, san Ignacio vuelve ahora a recordar los cuatro capítulos
presentados por Mainardi en aquella cuaresma, subrayando en todos ellos que «no
debemos hablar tan largo o mucho» de un solo aspecto, o «sin alguna distinción y
declaración», que se desconcierte al pueblo o se dé ocasión para interpretar esas tesis de
manera que rompan la unidad eclesial. Algo hay siempre de verdad en la tesis o
Mal servicio se haría al ejercitante si todo se redujera a hablarle en estas reglas de
Erasmo, del Concilio de Sens o de la predicación de Mainardi. Más bien, el que da
Ejercicios ha de citar de todo ello lo mínimo necesario para explicar mejor al ejercitante
lo que san Ignacio aconseja. A la argumentación ignaciana en estas reglas, igual que
ocurre con las «reglas de distribuir limosnas» y con las «del comer en adelante»,
subyace una referencia muy concreta; pero se ofrecen con la pretensión de que tanto el
que da los Ejercicios como el que los hace encuentren en ellas, sin traicionarlas, una
aplicabilidad más universal.
En el extenso campo de la misión compartida en cada diócesis entre el clero
diocesano, los religiosos y religiosas y los movimientos apostólicos laicales, tiene amplia
y provechosa aplicación este mensaje ignaciano. Como también lo tiene, muy evidente,
en la vida comunitaria de los religiosos, en todos sus niveles.
Los conflictos eclesiales son inevitables; pero lo lamentable es que no siempre se
resuelven bien. Porque, ciertamente, ni el querer apagarlos con un escasamente
respetuoso ordeno y mando, ni el desprecio manifiesto al responsable de cada situación,
ni las críticas continuadas a quien tiene la última palabra, ni la amargura resultante en
unos y en otros, ni la división afectiva o de hecho pueden llamarse «resolverlos bien».
La Cuarta Semana abre al ejercitante a respuestas mejores que esas: las que pueden nacer
de la escucha orante del Espíritu, que habita también en los demás y trabaja en toda la
realidad eclesial. Tal mensaje es el que san Ignacio pide recibir y transmitir con estas
«reglas para sentir en la Iglesia».
Adiciones y complementos de la Cuarta Semana
Es una verdadera pena que, muchas veces, la Cuarta Semana no pase de ser,
especialmente en los Ejercicios de ocho días, una especie de apéndice por el que se pasa
rápidamente y sin prestarle mucha atención [66] . Y digo que es una pena porque es muy
importante cuidar el final del proceso de Ejercicios (al igual que se cuida su inicio) y
porque en esa Cuarta Semana san Ignacio aporta una valiosa serie de materiales y
sugerencias de gran utilidad para ayudar a vivir la experiencia de Dios en la vida
cotidiana. Confieso que no me gusta nada la tan manida expresión de la Quinta Semana,
referida a la vida después de los Ejercicios. No hay ninguna quinta semana de Ejercicios.
Después de los Ejercicios, está la vida, y de lo que se trata es de vivirla desde la
experiencia de encuentro con Dios que se ha experimentado en los Ejercicios.
Es importante caer en la cuenta del importante material ignaciano para esta Cuarta
Semana: las contemplaciones de los misterios de la Resurrección del Señor, que ofrecen
pistas concretas para conocer qué es lo que nos dificulta y qué es lo que nos ayuda a
encontrarnos con Jesús, que vive y nos sale al paso en el hoy y el cada día de nuestra
vida; la «Contemplación para alcanzar Amor» como mirada en profundidad a la
presencia de Dios en nuestra historia personal y en nuestro presente; y, finalmente, las
«Reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener», con sus
claves para vivir en comunión con la Iglesia universal nuestra experiencia personal de
Dios. Su valor y su utilidad son grandes, y de ahí la necesidad de utilizarlos
adecuadamente en una Cuarta Semana muy rica y llena de propuestas.
Dicho todo esto, que me parecía importante subrayar, paso a considerar brevemente
anotaciones y complementos ignacianos a esta Cuarta Semana. Para ello nos van a ser de
especial utilidad los números 226 a 229 de los Ejercicios, las cuatro notas que san
Ignacio incluye en el texto mismo de esa semana.

«... Se proceda por todos los misterios de la resurrección de la manera... que se


tuvo en toda la semana de la pasión...» [Ej 226]
En esta primera nota de la Cuarta Semana san Ignacio llama al ejercitante a una plena
fidelidad al método contemplativo que se ha venido observando en las semanas
se pueden acortar o alargar, pero en todos aquellos que se contemplen hay que cuidar el
modo de contemplar.
¿Cuál es, en mi opinión, la llamada de fondo de esta nota ignaciana? Una llamada a
mantener la seriedad y la fidelidad en el cuidado y profundidad de la oración o, si se
quiere, una advertencia a evitar cualquier forma de relajación en esta Cuarta Semana,
que puede venir de una sensación psicológica de «ya está todo hecho», «no hay nada
más que pueda entender o recibir». Esta insistencia ignaciana responde bien a esos
estados de ánimo conformistas o escapistas de los/as ejercitantes que podemos encontrar
con alguna frecuencia.
Y expresa también la confianza que tiene san Ignacio en su propuesta de método
para la contemplación. Ciertamente, los Ejercicios están abiertos a muchas posibilidades
y sugerencias de orar, pero la insistencia ignaciana en el contemplar es significativa,
porque está especialmente indicada para «el conocimiento interno del Señor». Los que
damos Ejercicios y los ejercitantes haremos bien en tenerlo en cuenta.

«... trayendo los cinco sentidos sobre los tres ejercicios del mismo día...» [Ej
227]
El contexto de esta segunda nota es el de reducir el número de horas de oración en esta
Cuarta Semana. Pero nos puede resultar sorprendente lo que san Ignacio sugiere para
ello: suprimir las repeticiones, pero mantener el «traer los cinco sentidos» [Ej 121-126].
En otro lugar de este libro se habla sobre el valor y la importancia de la «aplicación de
sentidos» en el proceso de los Ejercicios; baste citar y remitir también a la excelente
reflexión de Philip Endean en el Diccionario de Espiritualidad Ignaciana [67] .
La experiencia cotidiana nos hace valorar el papel de los cinco sentidos para el
contacto humano, para el conocimiento de las personas y en nuestro modo de
relacionarnos unos con otros. Vamos aprendiendo de la insuficiencia de las palabras y de
la necesidad de atender y percibir detalles que no se expresan solo con palabras, de intuir
lo que se esconde, de verificar por nosotros mismos realidades y circunstancias... En
alguna reflexión mía sobre acompañamiento me he atrevido a formularlo como
«escuchar con los cinco sentidos» [68] .
de los cinco sentidos» en esta Cuarta Semana. Para percibir el paso por nuestra vida del
Señor que vive, su presencia amorosa y esperanzadora, hay que poner en juego los cinco
sentidos. Por poner dos ejemplos concretos: los discípulos de Emaús no descubren a
Jesús en su discurso o en sus palabras, sino al partir el pan; y el punto 2º de la
Contemplación para Alcanzar Amor –«mirar cómo Dios habita en las criaturas» [Ej
235]– será tanto más sugerente y rico cuanto mayor sea nuestra capacidad y posibilidad
de «aplicar sentidos».

«... antes de entrar en la contemplación, conyecturar y señalar los puntos que


ha de tomar...» [Ej 228]
Aparece en esta nota una tensión muy propia de todo el proceso de los Ejercicios y que
en estos momentos finales quizá se manifieste de un modo más claro: la tensión entre,
por una parte, la fidelidad al método y al proceso que indican los Ejercicios y, por otra,
el proceso personal de «la persona que contempla» y, en ella, su libertad para, bajo la
inspiración del Espíritu y la orientación del acompañante, ir haciendo su propio camino.
Camino propio que no puede ser fruto de la improvisación del momento, sino que se ha
de señalar «antes de entrar en la contemplación».
Esta nota es también muy interpelante para los que proponemos Ejercicios. ¿Cómo
hemos de plantear y/o proponer puntos de modo que vayamos marcando los contenidos
y el ritmo adecuado del proceso y, al mismo tiempo, posibilitemos la libertad del que
hace los Ejercicios para ir haciendo sus propias opciones? Ni «todo vale» ni «todo está
ya predeterminado».
¿Es válida esta nota solo para la Cuarta Semana o es aplicable ya en momentos
anteriores de los Ejercicios? Pienso que, de modo creciente, a lo largo del proceso se va
abriendo paso la mayor capacidad y posibilidad de que la persona que hace Ejercicios
pueda «conyecturar y señalar los puntos que ha de tomar». Las luces que el ejercitante
va recibiendo de la gracia a lo largo del tiempo de Ejercicios iluminan también el camino
que queda por delante.

«... se gozar en su Criador y Redentor...» [Ej 229]


atención de inmediato la reiteración de la expresión «gozo»: «... queriéndome afectar y
alegrar de tanto gozo y alegría de Cristo Nuestro Señor»; «... pensar cosas motivas a
placer, alegría y gozo espiritual»; «... ayudar para se gozar en su Criador y Redentor».
Expresión que en las «Reglas de discernimiento» asocia san Ignacio a la consolación
espiritual.
Es una expresión que nos ayuda a constatar, una vez más, que de lo que se trata en
el proceso de Ejercicios es de la comunión con Cristo. En el Diccionario de la Real
Academia se define el gozo como la alegría del ánimo. Es, pues, una alegría profunda,
no vinculada a acontecimientos episódicos o superficiales, sino a la vivencia de
comunión con el Cristo gozoso, porque en su Resurrección llega a plenitud la obra
salvadora de Dios.
Y al final del camino de Ejercicios, en ese gozo o alegría de ánimo, el/la ejercitante
se ve confirmado/a en su elección en la que, como a san Ignacio mismo, «Dios Padre le
ponía con Cristo» [Au 96]. Ese es el fruto que nos es dado desear y pedir cuando nos
ponemos en Ejercicios.
CAPÍTULO 7:
La Contemplación para alcanzar amor
Directorio breve sobre la Contemplación para alcanzar amor
Los Ejercicios ignacianos culminan su proceso de cuatro Semanas con una página
excepcional, la «Contemplación para alcanzar amor» (CAA), que pretende consolidar
los frutos obtenidos en todo el conjunto, disfrutándolos y orándolos de nuevo en un solo
ejercicio de agradecimiento [Ej 230-237] [69] .
La genialidad de san Ignacio se descubre aquí, como en tantos otros pasajes de su
libro, en la correspondencia fundamentada de este ejercicio de oración con otros muchos
momentos del proceso de los Ejercicios. Advertir dichas correspondencias permite
disponer, al que da la CAA, de muchas más posibilidades para presentarla bien.

Es, sobre todo, un ejercicio de agradecimiento al Señor


De la primera a la última línea de este ejercicio se subrayan la gratitud y la alabanza
consiguiente al Señor, de quien hemos recibido tantos y tan diversos beneficios que
«desea dársenos» aún más; que habita en las criaturas y hace entender al hombre; que
trabaja sin descanso por cada uno y se manifiesta tan claramente en los efectos de una
gratuidad que desciende sobre nosotros –«como del sol descienden los rayos» [Ej 237].
Tal como aparece ya desde la Primera Semana, el agradecimiento es el sustrato más
firme de toda oración. También de la elección o reforma de vida, en la Segunda y
Tercera Semanas. No es de extrañar, por tanto, que algunos, en los comienzos,
trasladaran con facilidad la CAA al principio de la Segunda Semana, antes de la
elección. Los Directorios de González Dávila, Cordeses y el Directorio Oficial tuvieron
que rescatarla para volver a colocarla al final de los Ejercicios, tal como lo había
dispuesto san Ignacio. Su sentido básico es «despertar el gusto de lo celestial» como
colofón de todo el proceso de los Ejercicios. Lo que en terminología temprana se llamó
«encontrar a Dios en todas las cosas» o hacerse «contemplativo en la acción», como lo
formuló Nadal. He aquí el objetivo indiscutible y esencial de la CAA [Ej 233].

Es también una contemplación «sentida y gustada» de la acción del Espíritu


Santo
misterios de la Resurrección, hasta la ascensión inclusive» [Ej 226], está dando pie a
que se interprete el ejercicio que coloca inmediatamente después de la ascensión, la
CAA, como «el Pentecostés ignaciano». La utilización en el texto de los rasgos que san
Agustín adscribe al Espíritu Santo –«comunicación, don y amor»–, así como las
expresiones típicas en la Escritura para referirse a su presencia entre nosotros –«templo
suyo, amante» [70] –, corroboran dicha interpretación.
La dimensión eclesial, que es el fruto que la Cuarta Semana pone expresamente de
relieve como «verdadero y santísimo efecto de la resurrección», está apoyada en la
acción del Espíritu, que, además de habernos llamado y conducido a la elección o
reforma, «es el mismo que gobierna y rige a la Iglesia» [Ej 365]. La CAA es, entonces,
el ejercicio previsto por san Ignacio para sentir y gustar esa acción del Espíritu en mí –
en cada uno– y en los demás, porque todos «hemos recibido sus beneficios» [Ej 234],
todos «somos templos suyos» [Ej 235], por todos «ha trabajado Dios con esfuerzo» [Ej
236], y en todos «ha hecho notar sus efectos verdaderos y santísimos» [Ej 237].
Al que da los Ejercicios le compete en estos momentos abrir el horizonte del
ejercitante, que ya ha sentido las consolaciones del Espíritu a lo largo de todo el proceso,
a la realidad que más le cuesta siempre reconocer al creyente: que el Espíritu Santo está
presente y actúa también en los demás. El individualismo de los alumbrados o de los
gnósticos está muy lejos de los parámetros de san Ignacio, pero es una tentación perenne,
entonces y hoy.

Es también una recapitulación y resumen de las Cuatro Semanas de los


Ejercicios
Las posibilidades pastorales al dar a los ejercitantes la CAA como corona y resumen de
los Ejercicios ignacianos, se multiplican enormemente cuando se reconoce en cada uno
de sus cuatro puntos un reflejo premeditado de las peticiones y coloquios de cada una de
las Cuatro Semanas precedentes.
La repetición ignaciana del encuentro con Dios como Bondad infinita y Perdonador
absoluto –que es el sentimiento principal gustado en la Primera Semana– se lleva a cabo
ahora «ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y
nosotros –tal como es buscado en la Segunda Semana–, reposa en la imagen de verle
«haciéndome templo suyo, siendo criado a su similitud e imagen» [Ej 235]. Saborear
cómo en su Pasión –«por mí»– muestra Jesús un amor más fuerte que el mal que recibe,
revela a un Dios que «trabaja y labora por mí en todas las cosas criadas» [Ej 236]. Por
último, el camino de sentir y gustar «los efectos reales y santísimos» de su resurrección,
para poder acceder a la Causa que los produjo, encuentra su mejor expresión en «mirar
cómo todos los bienes y dones descienden de arriba, así como del sol descienden los
rayos» [Ej 237].
Así, la unidad de este ejercicio de la CAA está resaltando y confirmando la unidad
del proceso completo de las Cuatro Semanas y su orientación definitiva: Todo lleva al
creyente a Dios. Todas las experiencias de la vida, malas y buenas –Tercera y Cuarta
Semanas– encierran palabra de Dios. En todas se manifiesta Él, y por eso se le puede
«encontrar a Él en todo» [cf. Ej 233].

Para terminar: un brindis elegante y lleno de agradecimiento a Dios


En la CAA integra san Ignacio, como resumen orado del proceso completo de los
Ejercicios y regalo suyo final al ejercitante, la oración del «Tomad, Señor, y recibid...»
[Ej 234], construida como un brindis elegante y lleno de agradecimiento a Dios, un eco
explícito y buscado de la Eucaristía –«Tomad y comed... Tomad y bebed...»–. Todo en la
vida se convierte, para el que agradece, en una cálida correspondencia de detalles con
Dios, como un precioso intercambio mutuo de gratuidades sin fin: «¡Esto va por ti,
Señor, va por ti! Tú has comenzado un brindis conmigo; por eso ahora yo levanto muy
alto mi copa por ti».
Es un brindis de confianza absoluta. No es una oración que lleve a renunciar a los
dones recibidos o haga dejación de nuestra libertad, sino todo lo contrario. Es una
oración que pretende poner en sus manos, consciente y deliberadamente, la
administración de los dones recibidos de Él –«disponed [de ellos] a toda vuestra
voluntad»–, para aprovecharlos y disfrutarlos mejor. Se trata –como fruto eficaz de los
Ejercicios– de cimentar sobre el agradecimiento y la confianza una relación con Dios en
todos los sucesos de la vida, porque la amistad íntima y agraciada con Él –«vuestro
gestione y administre en nosotros. Al ejercitante se le anima a volver a la vida ordinaria
con este bagaje aprendido.
Textos bíblicos para la Contemplación para alcanzar amor
Antes de entrar en materia es preciso señalar que san Ignacio no realiza ninguna
referencia a textos de la Escritura cuando presenta el contenido de la CAA. Es coherente
con el resto de su obra, pues a lo largo de los Ejercicios solo lo hace para las
contemplaciones de los misterios de la vida de Cristo.
En primer lugar, en relación con las dos notas que introduce san Ignacio acerca de
cómo el amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras y cómo es ante todo
comunicación, cabe sencillamente evocar el ejemplo del mismo Jesús, cuyo amor hasta
el extremo es tan concreto que lava los pies a los suyos (cf. Jn 13,1) y nos invita a hacer
lo mismo (Jn 13,17), dejándonos el mandamiento del amor recíproco (Jn 13,34).
A la hora de seguir los contenidos ignacianos, en el primer punto se trata de «traer
a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares» para
ponderar cuánto Dios ha hecho por mí y cuánto me ha dado, reflectir y considerar «lo
que yo debo de mi parte ofrecer y dar» [Ej 234].
Para recoger el fruto y expresar el agradecimiento de esta dinámica de traer,
ponderar, reflectir y considerar pueden ayudarnos, por ejemplo, algunos salmos, como el
18 [17]: «Te amo, Señor, fortaleza mía»; el 136 [135]: «Dad gracias al Señor, porque es
bueno, porque es eterno su amor»; y el 139 [138]: «Tú me sondeas, Señor, y me
conoces». También el cántico de alabanza del libro de Daniel (3,51-90), que la Iglesia
recita en la oración de Laudes algunos domingos y en las fiestas y solemnidades. Otro
texto utilizado en la liturgia, en este caso en el rezo de Vísperas, como es el Magníficat
de María (Lc 1,46-55) nos permite proclamar con ella que el Señor ha sido nuestro
salvador y que su misericordia ha llegado fielmente a nosotros. La percepción ignaciana
de que la fidelidad de Dios es la raíz de la promesa y que desea seguir dándosenos puede
ser iluminada por las palabras de Jesús a Natanael: «verás cosas mayores» (Jn 1,50).
Por lo que respecta al segundo punto –«mirar cómo Dios habita en las criaturas...
asimismo haciendo templo en mí, siendo criado a la similitud e imagen de su divina
majestad» [Ej 235]–, podemos comenzar con el versículo del Génesis al que alude san
Ignacio (Gn 1,26). Un par de textos paulinos formulan la inhabitación del Espíritu en
nosotros: «¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
la eucaristía está en el Señor, y el Señor en él (Jn 6,56).
En el tercer punto, san Ignacio invita a «considerar cómo Dios trabaja y labora por
mí» en todas las cosas criadas [Ej 236]. Son diversos los textos que hablan de este
trabajo de la Trinidad. San Pablo lo expresa de diversas maneras: «en todas las cosas
interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,26); «hay diversidad de
actividades, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos» (1 Cor 12,6); y «Dios obra
en vosotros tanto el querer como el hacer según su voluntad buena» (Flp 2,13). Por su
parte, en el cuarto evangelio encontramos la afirmación de Jesús «mi Padre sigue
trabajando, y yo también trabajo» (Jn 5,17), y se nos presenta la actividad del Espíritu
que recuerda y enseña, da testimonio y guía (Jn 14,26; 15,26; 16,13).
Por último, en el cuarto punto, miramos «cómo todos los bienes y dones descienden
de arriba» [Ej 237], es decir, cómo nuestra justicia, bondad, piedad, misericordia, etc.
participan de la de Dios. El libro de los Hechos afirma que «en él vivimos, nos movemos
y existimos» (Hch 17,28), y san Pablo recuerda que caminamos hacia el horizonte de la
transformación en Dios: «también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él
todas las cosas para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28); «todos nosotros, que con
el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos
transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos, por el Espíritu del Señor»
(2 Cor 3,18); «nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como salvador
al Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo
glorioso» (Flp 3,20-21).
Epílogo:
El mejor regalo de san Ignacio

Han pasado casi cinco siglos desde aquella carta de san Ignacio al que había sido su
confesor en Alcalá, contándole que los Ejercicios Espirituales que él acababa de dar a
sus compañeros en París, eran «todo lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir y
entender, así para poderse aprovechar a sí mismo como para poder ayudar y
aprovechar a otros muchos», y que por eso «os pido que os pongáis en ellos». A la
altura de 1536, ya no podía ocultar cuánto había sobrepasado sus previsiones y de qué
modo había colmado sus expectativas aquel método para ordenar la vida que le había
crecido entre las manos.
Esa misma experiencia y asombro se repite hoy en todos los que intentamos dar a
otros fielmente el método ignaciano y en muchos de los que confiadamente lo siguen. El
resultado –sus frutos– sigue sorprendiendo aún a unos y a otros.
Los que damos Ejercicios solemos introducir la experiencia anunciando que la
proponemos para encontrarnos con Dios. La expresión parece realmente pretenciosa,
pero ¿qué otra expresión sería válida para reflejar el efecto de esos treinta u ocho días tan
especiales? Porque lo que resulta de ellos no es solo un incremento inusitado de fervor,
sino la reestructuración interna de los deseos e inquietudes más hondas del ejercitante.
He visto –siempre con asombro– a hombres y mujeres que entraban en los días de
Ejercicios con un sentimiento impreciso de estar mal, preocupados y confusos por no
saber tampoco a qué atribuirlo, y aturdidos por un caos interno aparentemente ya
consolidado para siempre...; y los he visto salir de ellos serenos, sonrientes, alegres, en
paz consigo mismos y con su vida, sorprendentemente nuevos a pesar de seguir
sabiéndose tan débiles como antes.
He visto a otros venir profundamente desengañados de falsas soluciones que algún
día creyeron que bastaban para hacerlos felices, descontentos ahora, quizá por eso,
consigo mismos; abatidos por no haber sabido perdonarse bien algunos hechos pasados;
un perdón que antes les parecía imposible merecer, llenos de proyectos y deseos
activados, asombrados de sentirse de nuevo viviendo en plenitud.
He visto entrar en Ejercicios a gentes inseguras ante un futuro inmediato que no
veían nada claro o que no deseaban o no aceptaban..., y los he visto acabarlos
serenamente abrazados a ese futuro, habiéndolo redescubierto y reconocido –sin
mediación humana determinante– como el camino que era suyo desde siempre,
iluminado ahora mejor que antes por una Presencia amistosa que entendían que venía
acompañándoles toda la vida, en las duras y en las maduras, en los tiempos felices y en
los amargos, en los comienzos y en el ocaso de sus años.
He recibido –ya sin asombro– a cientos de ejercitantes inicialmente inquietos por no
saber si podrían resistir tantos días en silencio –en la mejor de las propuestas, un mes
entero– ni si sabrían estar tanto tiempo exclusivamente dedicados a cultivar una
interioridad que no conseguían de ningún modo imaginar atractiva...; y los he visto
marcharse al final de la experiencia con una sonrisa abierta y grande, perfectamente
expresiva y transparente, ante la pregunta intencionada por su opinión definitiva sobre
aquellos miedos iniciales.
He vivido también, dando Ejercicios, numerosas situaciones de cansancio lánguido
en mi tarea, abrumado por el interrogante de no saber si estaba ayudando realmente a los
ejercitantes que tenía delante o no, sintiéndome incapaz y torpe para captar sus
sensibilidades tan diferentes, hambreando confirmaciones sobre la empatía o el acierto
del lenguaje que estaba utilizando, desconcertado por no poder saber si mis palabras les
comunicaban de verdad algo realista para su vida...; y he terminado recibiendo, sin
esperarla, la confidencia excepcional de algún ejercitante que me ha dejado ver que todo
lo dicho hasta entonces por mí cobraba sentido y que casi cada palabra parecía
habérmela dictado para él un Señor que ahora se me mostraba muy lleno de detalles y
confirmaciones.
He vivido también –como creo que les ha pasado también a otros muchos igual que
a mí al dar Ejercicios– la decepción provocada en no pocas tandas de ellos por la
incómoda actitud o desgana de algunos ejercitantes, aparentemente nada dispuestos a
entrar en la dinámica ignaciana de interioridad y silencio..., para constatar de improviso,
en la persona o en el momento más inesperados, un cambio imprevisible de resultados y
desde fuera.
Ciertamente, los Ejercicios producen frutos sorprendentes. Siempre pasan cosas en
ellos cuando se hacen con ganas –«con ánimo y generosidad», dice san Ignacio–. Nunca
dejan a los ejercitantes en la misma situación estrecha o angustiosa que sufrían, sin poder
soltársela de encima, al comienzo de ellos.
Unas veces, porque los Ejercicios les aportan respuestas satisfactorias y hondas a
preguntas que ni siquiera habían sido bien formuladas antes. Y otras, porque son origen
y causa de un entusiasmo eficaz renovado, cuando ya había motivos para pensar que este
había quedado para siempre desaparecido o disuelto en una apatía vital aparentemente
invencible. Un entusiasmo nuevo que luego, contra todo pronóstico, se mantiene eficaz
durante años y años.
A su vez, para los que damos los Ejercicios, tanta y tan repetida desproporción entre
el esfuerzo y el resultado apunta sin ambages hacia el protagonismo mayor de otra
Presencia permanentemente activa, porque es una gran verdad que el método ignaciano
funciona muy por encima de las capacidades y aciertos del que lo ofrece. Al que da
Ejercicios le resulta siempre fácil constatar que su papel está limitado a ser solo
mediación y no protagonista.
Sabemos que san Ignacio hablaba de realidades bien experimentadas antes por él
mismo cuando recomendaba a otros sus Ejercicios, «tanto para provecho propio como
para poder ayudar y aprovechar a otros muchos». El revival que estamos conociendo
hoy de estos Ejercicios corrobora esta misma apreciación, tanto para el que los da como
para el que los hace. Ambos descubren, una y otra vez, cuánto fomenta el método
ignaciano las actitudes que disponen el alma a escuchar a Dios. Y cómo el sentir su
amor incondicional y gratuito es «todo lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir
y entender», en confesión ignaciana.
Presentación de los autores

ANTONIO GUILLÉN (Valencia, 1943). Jesuita. Instructor de Tercera Probación en


Salamanca desde 2011. Director de la revista Manresa desde 2014. Ha publicado:
Agradecer tanto bien recibido. Ejercicios de San Ignacio, Frontera-Hegian, Vitoria 2006
(agotado).

PABLO ALONSO (Murcia, 1968). Jesuita. Profesor de Nuevo Testamento y de


Espiritualidad en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). Maestro de novicios entre
2011 y 2016, y desde 2014 Delegado de Formación. Miembro del Consejo de redacción
de la revista Manresa.

DARÍO MOLLÁ (Alcoy, 1949). Jesuita. Especialista en espiritualidad ignaciana. Da


Ejercicios Espirituales y colabora en el Centro Arrupe, Valencia. Ha publicado: Pedro
Arrupe, carisma de Ignacio, Mensajero – Sal Terrae – U. P. Comillas (Colección
«Manresa», n. 55), Bilbao – Santander – Madrid 2015 y Discernimiento: concretar el
amor, Frontera-Hegian, Vitoria 2016.
Notas

[1] Cf. PARMANANDA R. DIVARKAR, S.J., La senda del conocimiento interno. Reflexiones sobre los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola, Sal Terrae, Santander 1984, 92; PIET VAN BREEMEN, SJ, Como pan que se
parte, Sal Terrae, Santander 1992, 37-53.
[2] El paréntesis meditativo del Rey temporal y de las Dos Banderas, en la Segunda Semana, probablemente
porque es de origen manresano, no es presentado como meditación con las tres potencias ni tiene exactamente la
misma dinámica explícita de «mover más los afectos con la voluntad». En lo que sí coinciden ambas propuestas
meditativas es en la consideración de unos pensamientos como paso previo a una petición final.
[3] Cf. [Ej 53, 61, 63, 71, 147 y 156].
[4] Cf. mi artículo «La contemplación según San Ignacio»: Manresa 65 (1993), 19-31; ID.,
«Contemplación», en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, Mensajero – Sal Terrae, Bilbao –
Santander 2007, 445-452.
[5] Cf. J. R. BUSTO, SJ «Exégesis y contemplación»: Manresa 64 (1992), 15-23.
[6] Estas páginas son un extracto de mi artículo más amplio, «La repetición y el resumen»: MANRESA 81
(2009), 167-173. Cf. también S. ARZUBIALDE , SJ. Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Historia y análisis,
Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 1991, 161-168; y C. GARCÍA HIRSCHFELD, SJ, «Repetición» en GEI
(ed), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op. cit., 1.567-1.570.
[7] Cf. mi artículo más amplio, «Sentidos y sensibilidad en los Ejercicios»: Manresa 80 (2008), 47-60;
también J. MELLONI, SJ «Sentir», en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad ignaciana, op. cit., 1.631-1.636.
[8] Dicha aclaración aparece en la traducción latina de los Ejercicios, conocida como Vulgata, n. 227.
[9] «Todos tengan especial cuidado en guardar con mucha diligencia las puertas de sus sentidos, en
especial los ojos y oídos y la lengua, de todo desorden; y de mantenerse en la paz, y verdadera humildad de su
ánima, y dar de ella muestra en el silencio, cuando conviene guardarle, y cuando se ha de hablar, en la
consideración y edificación de sus palabras, y en la modestia del rostro, y madurez en el andar, y todos sus
movimientos, sin alguna señal de impaciencia o soberbia» [Co 250].
[10] B. GONZÁLEZ BUELTA, SJ, «Ver o perecer», en Mística de ojos abiertos, Sal Terrae, Santander 2006,
180.
[11] Con esta expresión define J. A. PAGOLA el rasgo característico de Jesús, en su obra Jesús. Aproximación
histórica, PPC, Madrid 2007, 127-151 y 465-467.
[12] B. GONZÁLEZ BUELTA, op. cit., 67.
[13] Pedro ARRUPE, El modo nuestro de proceder (18 enero 1979), n. 56. Cf. el texto completo y la lectura
más accesible en D. MOLLÁ (ed.), Pedro Arrupe, carisma de Ignacio, Mensajero – Sal Terrae – UP Comillas (nº 55
de la Colección Manresa), Bilbao – Santander – Madrid 2015, 227-232.
[14] Los Directorios son colecciones de explicaciones sobre los Ejercicios y consejos prácticos para darlos
bien, que fueron escritas al comienzo de su primera difusión. Los más primitivos fueron dictados oralmente por el
mismo san Ignacio o recibidos directamente de él. A su muerte fueron escribiéndose Directorios más grandes y
exhaustivos, por encargo del P. General Claudio Acquaviva, hasta que se redactó y publicó el Directorio Oficial
(D.O.) en 1599. Cf. la recopilación completa en MIGUEL LOP, SJ, Los Directorios de Ejercicios (1540-1599),
[16] Cf. JOSÉ A. GARCÍA, SJ, Ventanas que dan a Dios, Sal Terrae, Santander 2011, 99-117; cf. también, PIET
VAN BREEMEN, SJ, Él nos amó primero, Sal Terrae, Santander 1988, 62–88.
[17] No puede olvidarse la forma mucho más afectiva con que san Ignacio hacía este triple coloquio.
Además de ampliarlo dirigiéndolo también al Espíritu Santo y a la Trinidad, lo expresaba en forma de pregunta
retórica –«Padre Eterno, ¿no me lo confirmaréis?» [De 48]–, que contribuía a subrayar más intensamente la
confianza filial del orante.
[18] Explicadas poco después en este mismo capítulo.
[19] J. LAPLACE, SJ, El camino espiritual a la luz de los Ejercicios ignacianos, Sal Terrae, Santander 1988,
14.
[20] Cf. G. A. ASCHENBRENNER , SJ, «Examen del consciente»: Manresa 83 (2011), 259-272; también P.
CEBOLLADA, SJ, «El examen ignaciano. Revisión y equilibrio personal»: Manresa 81 (2009), 127-139.
[21] El segundo modo de orar está dirigido expresamente a la contemplación. Y el tercero, a la «aplicación
de sentidos». Pero los tres coinciden en la pretensión de ofrecer «ayudas para aparejar el alma».
[22] Sobre lo característico de las dos experiencias, consolación y desolación, véase una explicación muy
completa en los dos números (296 y 197) de Manresa 75 (2003) dedicados monográficamente a ellas.
[23] Cf. más desarrollado en A. GUILLÉN, SJ, «El valor pedagógico de la desolación»: Manresa 75 (2003),
345-357.
[24] Por razón de su complejidad, dividimos su tratamiento en dos partes, reservando esta primera (A)
únicamente a los denominados cuatro primeros días de la 2ª Semana. Véase, para una mejor comprensión: S.
ARZUBIALDE, SJ, Ejercicios Espirituales de S. Ignacio. Historia y análisis, Mensajero – Sal Terrae, Bilbao –
Santander 20092, 269-443; P. GERVAIS, SJ, «Segunda Semana», en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad
Ignaciana, op. cit., 1.624-1.630; I. IGLESIAS, SJ, «Sentir y cumplir», en (J. A. GARCÍA, SJ, ed.), Escritos ignacianos,
Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 2013.
[25] No se pueden olvidar en este punto las afirmaciones matizadas y fundamentadas de KARL RAHNER, SJ,
en Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy, Sal Terrae, Santander 1990, 6-8.
[26] Están más explicadas estas formas de orar propias de la contemplación, la repetición y el «traer los
sentidos» en el primer capítulo de este libro.
[27] El ejercicio de los tres binarios y las reglas de mayor discreción de espíritus vienen explicados
después, en este mismo capítulo.
[28] Así aparece nombrado en los apuntes que se conservan del sacerdote irlandés Helyar, que recibió los
Ejercicios de Fabro en 1535.
[29] Cf., para una mejor comprensión de esta segunda parte (B): A. BARREIRO LUAÑA, Los misterios de la
vida de Cristo, Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 2014; P-H. KOLVENBACH, SJ, «Decir... al «Indecible».
Estudios sobre los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, op. cit.; A. SAMPAIO SJ, Los tiempos de elección en los
Directorios de Ejercicios, Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 2004.
[30] Por ejemplo, el uso de la voz activa de elegir aparece en: [Ej 152, 167, 169, 172, 177, 184 y 185]. El
uso de la voz pasiva, en cambio, en: [Ej 135, 146, 147, 157, 168, 180 y 183].
[31] M. LOP SEBASTIÁ, SJ, «Para los Directorios, el fin de los Ejercicios no es ni mucho menos la elección»,
en Los Directorios de Ejercicios. 1540-1599, op. cit., 652.
[32] La forma de hacer la «elección», cuando hubiere de hacerse, se explica en este mismo capítulo, más
tarde.
[35] Para profundizar en la cuestión de los misterios de la vida de Cristo véase la exhaustiva monografía de
A. BARREIRO, Los misterios de la vida de Cristo, op. cit. También puede consultarse S. ARZUBIALDE, SJ, «Los
misterios de la vida de Cristo nuestro Señor [Ej 261-312]: Manresa 64 (1992) 5-14; y J. GUEVARA, «Misterios de la
vida de Cristo», en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op. cit., 1.250-1.255.
[36] Cf. S. ARZUBIALDE, art. cit., 9, que trae la cita del P. Kolvenbach.
[37] Cf. más ampliado en A. GUILLÉN, «Los engaños en el discernimiento»: Manresa 82 (2010), 15-25.
[38] Cf. JOSÉ A. GARCÍA, «Éxito» no es ninguno de los nombres de Dios. Tampoco «fracaso», en Ventanas
que dan a Dios, op. cit., 118-132; cf. también B. GONZÁLEZ BUELTA, «Ver o perecer». Mística de ojos abiertos, op.
cit., 137.
[39] Cf. TERESA DE JESÚS PLAZA, «El discernimiento espiritual como actitud permanente»: Manresa 82
(2010), 41-52.
[40] Se utilizan idénticas palabras en ambos documentos [Ej 189 y 342], y además se dice así expresamente
[Ej 343]. Cf. A. GUILLÉN, «Reglas “distribuir limosnas”», en G EI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana,
op. cit., 1.550-1.552.
[41] Cf. P.-H. KOLVENBACH, «Normas de San Ignacio sobre los escrúpulos», en Decir...al «Indecible», op.
cit, 183-197.
[42] Cf. A. GARCÍA ESTÉBANEZ, SJ., «Tercera Semana» en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad
Ignaciana, op. cit., 1.701-1.703; A. GUILLÉN, «La originalidad ignaciana de la tercera semana», en Manresa 83
(2011), 339-350; P-H. KOLVENBACH, «La Pasión según San Ignacio», en Decir ...al «Indecible». Estudios sobre los
Ejercicios Espirituales de San Ignacio, op. cit., 91-100.
[43] Las «reglas para ordenarse en el comer para adelante» son explicadas después, en este mismo
capítulo.
[44] P.-H. KOLVENBACH, «La pasión según San Ignacio», en Decir... al «Indecible», op. cit., 93-97.
[45] Para un tratamiento básico de este tema, en el que se presentan los relatos de la pasión de los cuatro
evangelios, véase P. ALONSO, SJ, «La Pasión de Cristo, núcleo y clave del Evangelio»: Manresa 83 (2011), 317-
326.
[46] Cf. Ibid., 320-321.
[47] Cf. Ibid., 321-323.
[48] FRANCISCO SUÁREZ, SJ, Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Una defensa, Mensajero – Sal
Terrae, Bilbao – Santander 2003, 155-157; cf. A. GUILLÉN, «Reglas para ordenarse en el comer», en GEI (ed),
Diccionario de espiritualidad ignaciana, op. cit., 1.553-1.555.
[49] Cf. ANTONIO GUILLÉN, SJ, «Ser señor de sí»: Manresa 82 (2010), 241-246.
[50] Conferencia del P. Kolvenbach, en febrero de 1987, en el Curso Ignaciano del Centro de Espiritualidad
Ignaciana de Roma. Cf. Decir... al «Indecible». Estudios sobre los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, op. cit.,
91-100.
[51] P-H. KOLVENBACH, «La Pasión según San Ignacio», op. cit, 98.
[52] Cf. la voz «Confirmación» en GEI, Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op. cit., 389-391.
[53] JOSEP M. RAMBLA, SJ, Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Una relectura del texto (5),
Cuadernos EIDES, n. 79, Cristianismo y Justicia, Barcelona 2016, 21.
[54] HERVÉ COATHALEM, Comentario del libro de los Ejercicios, Apostolado de la Oración, Buenos Aires
M. TEJERA, SJ, «Cuarta Semana», en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op. cit., 511-515.
[56] P-H. KOLVENBACH, op. cit., 99.
[57] San Ignacio evita encuadrar sus Ejercicios en las tres clásicas vías de san Buenaventura –purgativa,
iluminativa y unitiva–, y en la única ocasión en que parece hacerlo, solo nombra las dos primeras, y las llama
significativamente «vida», en lugar de vía [Ej 10]. Fueron comentaristas posteriores, a partir del Directorio Oficial
y del P. La Palma, los que buscaron esa relación que San Ignacio no declaró.
[58] Cf. S. ARZUBIALDE, Ejercicios Espirituales de S. Ignacio. Historia y Análisis, op. cit., 576-579.
[59] A este respecto. y en relación con el Evangelio de san Marcos, hay que recordar que su final (16,9-20),
aun tratándose de un texto canónico e inspirado, no es, sin embargo, el final original marcano sino un apéndice
posterior, tal y como suelen indicar las notas de las diversas biblias. Marcos habría concebido. por tanto, un
evangelio sin relatos de apariciones, que remite a volver a Galilea para ver allí al Señor (Mc 16,7). La experiencia
del Resucitado se vincula, por consiguiente, a la realidad del seguimiento. La cuestión excede los límites de estas
breves orientaciones. Cf. P. ALONSO, «La espiritualidad del seguimiento y discipulado en el Evangelio de San
Marcos», en J. GARCÍA DE CASTRO – S. MADRIGAL (eds.), Mil gracias derramando. Experiencia del Espíritu ayer y
hoy, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2011, 137-151.
[60] Este es el título con l que aparecen en el texto Autógrafo y en la primera traducción latina (Versio
Prima). En el texto latino posterior de la Vulgata aparecieron traducidas como «Reglas para sentir CON la
Iglesia», y así quedaron tituladas en el Breve Pastoralis Oficii de Paulo III (1548). Roothaan logró en 1834 que
fuera reconocido como texto oficial de los Ejercicios el del Autógrafo, y con él la formulación inicial ignaciana de
«Reglas para sentir EN la Iglesia». Es claro que, al menos hoy, los matices que se sugieren con una y otra
preposición no son los mismos.
[61] Para dichas prescripciones eclesiales san Ignacio no admite cuestionamiento alguno [cf. Ej 229].
[62] Cf. J. CORELLA, SJ, Comentario a las reglas ignacianas para el sentido verdadero de Iglesia,
Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 1988; ID., «San Ignacio y la Iglesia. Unas reglas que nos siguen
iluminando»: Manresa 79 (2007), 167-182; S. MADRIGAL, SJ, «Reglas “Sentir la Iglesia”», en G E I (ed),
Diccionario de Espiritualidad ignaciana, op. cit., 1.555-1.561; ID., Eclesialidad, reforma y misión, San Pablo –
UP Comillas, Madrid 2008, 73-139; A. GUILLÉN, «Alabar, actitud fundamental en la Iglesia»: Manresa 84 (2012),
235-245; D. MOLLÁ, SJ, «La difícil alteridad en el interior de la Iglesia. Inspiraciones ignacianas»: Manresa 86
(2014), 149-158; J. M. LERA, SJ, La pneumatología de los Ejercicios Espirituales, Mensajero – Sal Terrae – UP
Comillas, Bilbao – Santander – Madrid 2016, 304-346.
[63] «Iglesia jerárquica» es un término creado por san Ignacio (sin equivalencia con lo que hoy llamamos
«Jerarquía eclesial») para expresar la totalidad de la Iglesia, con sus mediaciones jerárquicas incluidas.
[64] Véase, por ejemplo, [Ej 22, 169, 189, 333, 336...].
[65] El P. Kolvenbach lo expresó así (2004): «Permítanme decirles que “alabar”, en las Reglas, no quiere
necesariamente decir que debamos adoptar las prácticas que él menciona. Ya sabemos que Ignacio puso fuertes
límites a esas prácticas por parte de los miembros de la Compañía de Jesús. Lo que él realmente deplora es la
tendencia a atacarlas y ridiculizarlas» (P-H. KOLVENBACH, «Pensar con la Iglesia después del Vaticano II», en
Selección de Escritos (1991-2007), Curia Provincial de España, Madrid 2007, 588).
[66] Si se me permite una broma, últimamente suelo decir que milagro es que en una tanda de Ejercicios de
ocho días todos/as los/as ejercitantes esperen para irse hasta el final...
[67] Cf. GEI (ed.) Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op. cit., 184-192.
[68] Cf. mi artículo «Acompañar en el sufrimiento»: Sal Terrae (noviembre 2017), 899-900.
[69] En adelante, CAA. Cf. M. J. BUCKLEY, «Contemplación para alcanzar amor», en GEI (ed.), Diccionario
Portada 2
Índice 3
Créditos 8
Notas sobre la edición 9
Prólogo 10
Capítulo 1: La oración en Ejercicios 14
¿Es difícil orar? 15
Orar no es hacer algo, sino recibir un don 15
Orar ante el Dios Regalador, todo Misericordia 16
La meditación con las tres potencias 18
Los sentimientos que segregan los buenos pensamientos 18
La contemplación de escenas evangélicas 21
Los previos o preámbulos de la contemplación 21
El «provecho» de contemplar 22
La repetición ignaciana 25
Un recurso para acentuar lo afectivo 25
Un requisito indispensable para luego «hacer memoria» 26
El «traer los sentidos» a la oración 29
«Las puertas de los sentidos» 29
La «aplicación de sentidos» en los Ejercicios 31
Capítulo 2: El inicio de los Ejercicios 33
La charla introductoria de los Ejercicios 34
Las piezas del método 34
La actitud imprescindible para hacer Ejercicios 35
El planteamiento básico 35
Textos bíblicos para la charla introductoria 37
Directorio breve sobre el Principio y Fundamento 40
Reconocer el propio desorden 41
Textos bíblicos para el Principio y Fundamento 43
Capítulo 3: La Primera Semana 45
Directorio breve sobre la Primera Semana 46
Textos bíblicos para la Primera Semana 51
Instrucciones y Reglas de la Primera Semana 55
• Las Anotaciones 55
• Los Exámenes 56
• Tres modos de orar 57
• Las reglas para sentir y conocer mociones 58
Adiciones y complementos de la Primera Semana 60
Sentido y peligros de hablar de Adiciones y Complementos en Ejercicios 60
a) Adiciones 60
b) Complementos 60
«...antes de entrar en la oración repose un poco el espíritu... como mejor le
61
parecerá...» [Ej 239]
«... tanto más se aprovechará cuanto más se apartare de todos amigos y
62
conocidos y de toda solicitud terrena...» [Ej 20]
«... Traer a la memoria...» 63
Capítulo 4: La Segunda Semana 64
Directorio breve sobre la Segunda Semana (A) 65
El seguimiento es con cabeza y corazón 65
Contemplar a Jesús desde el principio 66
Un mundo de autoengaños 67
Textos bíblicos para la Segunda Semana (A) 70
Directorio breve sobre la Segunda Semana (B) 73
La elección ignaciana 73
La reforma ignaciana de vida 74
Contemplando la vida pública de Jesús 75
Textos bíblicos para la Segunda Semana (B) 77
La propuesta ignaciana 77
Algunas sugerencias complementarias 78
Instrucciones y Reglas de la Segunda Semana 81
• Las Reglas con mayor discreción de espíritus 81
• Hacer elección o enmendar y reformar la vida 82
• Las «reglas del limosnero» 84
«... juntamente contemplando... investigar y... demandar» [Ej 135] 88
«... mucho aprovecha el leer algunos ratos en los libros De imitatione
89
Christi o de los Evangelios y de vidas de santos» [Ej 100]
Capítulo 5: La Tercera Semana 91
Directorio breve sobre la Tercera Semana 92
Un amor más fuerte que el sufrimiento 92
Al cristiano se le revela en la Pasión cómo es Dios 93
Las lecciones para nuestro provecho espiritual 94
La culminación de la elección, o la reforma 94
Textos bíblicos para la Tercera Semana 96
La propuesta ignaciana 96
Perspectivas bíblicas 97
Instrucciones y Reglas de la Tercera Semana 100
• Las «reglas de la templanza» 100
Adiciones y complementos de la Tercera Semana 102
«... los trabajos, fatigas y dolores de Cristo nuestro Señor» [Ej 206] 102
«...contemplación de toda la pasión junta...» [Ej 208] 103
«Se traerán los sentidos...» [Ej 204] 104
Capítulo 6: La Cuarta Semana 106
Directorio breve sobre la Cuarta Semana 107
El recurso ignaciano para contemplar al Resucitado 107
La esperanza confirmada de María, nuestra Señora 109
El acceso coherente a la eclesialidad 109
Textos bíblicos para la Cuarta Semana 111
Instrucciones y Reglas de la Cuarta Semana 114
• Las reglas para sentir en la Iglesia 114
La comprensión espiritual de la Iglesia solo se percibe en el discernimiento
115
[Ej 353]
Alabar toda presencia del Espíritu en los demás, aunque no implique una
115
llamada para mí [Ej 354-361]
Hablar de las malas costumbres de otros solo a las mismas personas que
116
pueden remediarlas [Ej 362]
Aplicabilidad de estos consejos ignacianos 118
Adiciones y complementos de la Cuarta Semana 119
«... Se proceda por todos los misterios de la resurrección de la manera...
119
que se tuvo en toda la semana de la pasión...» [Ej 226]
«... trayendo los cinco sentidos sobre los tres ejercicios del mismo día...»
120
[Ej 227]
«... antes de entrar en la contemplación, conyecturar y señalar los puntos
121
que ha de tomar...» [Ej 228]
«... se gozar en su Criador y Redentor...» [Ej 229] 121
Capítulo 7: La Contemplación para alcanzar amor 123
Directorio breve sobre la Contemplación para alcanzar amor 124
Es, sobre todo, un ejercicio de agradecimiento al Señor 124
Es también una contemplación «sentida y gustada» de la acción del Espíritu
124
Santo
Es también una recapitulación y resumen de las Cuatro Semanas de los
125
Ejercicios
Para terminar: un brindis elegante y lleno de agradecimiento a Dios 126
Textos bíblicos para la Contemplación para alcanzar amor 128
Epílogo: El mejor regalo de san Ignacio 130
Presentación de los autores 133
Notas 134

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