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ADRIANA
Y
MARGARITA
LUCILA GAMERO MONCADA
EDITORIAL UNIVERSITARIA
Tegucigalpa, M.D.C., C.A.
Marzo 2007
Digitalizado en 2014, Club de lectura UNAH
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LUCILA GAMERO MONCADA
ADRIANA Y MARGARITA
Biografía
Nació doña Lucila Gamero de Medina en la ciudad de Danlí, el 12 de junio de
1873.
Fueron sus padres el Doctor don Manuel Gamero y Doña Camila de Gamero.
Tuvo una infancia feliz y fue una niña voluntariosa, llevando siempre la
dirección en todos los grupos para hacer travesuras y para hacerles también a
todos sus compañeros y a gente de mayor edad una serie de diabluras de su
invención.
A prin
princi
cipi
pios
os de este siglo
siglo publi
publicó
có su fam
famosa nove
novela
la BLANCA OLMEDO,
OLMEDO, que ha
hecho llorar especialmente a infinidad de jovencitas. Se publicó una segunda
edición en 1933 y una tercera en 1954 y la reciente fue publicada en 1972.
Parece que ha habido también ediciones clandestinas.
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LUCILA GAMERO MONCADA
ADRIANA Y MARGARITA
Biografía
Nació doña Lucila Gamero de Medina en la ciudad de Danlí, el 12 de junio de
1873.
Fueron sus padres el Doctor don Manuel Gamero y Doña Camila de Gamero.
Tuvo una infancia feliz y fue una niña voluntariosa, llevando siempre la
dirección en todos los grupos para hacer travesuras y para hacerles también a
todos sus compañeros y a gente de mayor edad una serie de diabluras de su
invención.
A prin
princi
cipi
pios
os de este siglo
siglo publi
publicó
có su fam
famosa nove
novela
la BLANCA OLMEDO,
OLMEDO, que ha
hecho llorar especialmente a infinidad de jovencitas. Se publicó una segunda
edición en 1933 y una tercera en 1954 y la reciente fue publicada en 1972.
Parece que ha habido también ediciones clandestinas.
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novelis
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ta de Hondu
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fue la pione
pionera
ra del
del fem
feminism
inismoo
en este país. Desde muy joven luchó por los derechos de la mujer y sus frutos se
han venido viendo en los últimos tiempos.
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ADRIANA Y MARGARITA
I
DON FERNANDO
Don Fernando Alonzo era uno de esos hombres ricos, achacosos, después de
haber pasado su juventud en placeres de todas clases, llegan a viejos, cansados
del mundo y hastiados de la vida. Entonces busca su cansado cerebro nuevas
impresiones, y en el oscuro horizonte de su porvenir distinguen un punto
luminoso: el matrimonio. Semejantes a las mariposas que al ver la luz corren
hacia ella, así los hombres de que vengo hablando se lanzan ala matrimonio y
una vez casados, abandonan el teatro de sus aventuras, y prefieren la vida
monótona del campo, muchas veces a despecho de sus esposas; con una sola
diferencia, que las mariposas hallan la muerte victimas de su antojo, y los
hombres encuentran en su nueva vida goces que ni aún se habían imaginado.
El señor Alonzo, perteneciente a esta escuela, como ya lo he dicho, se casó
todavía joven, a los cuarenta años de su vida, y cuando algunos hilos de plata
empezaban a mezclarse en su negro cabello.
Adela Miranda se llamaba la virtuosa compañera de don Fernando. Veintiséis
años contaba cuando se casó. Pertenecía a una de las principales familias de
Guatemala. Ella creyó ver en el señor Alonzo al hombre que haría su felicidad; y,
sin pensarlo mucho, entregó su mano a él elegido de su corazón.
Todo el risueño porvenir que se había figurado empezó a oscurecerse, cuando
al mes de casada notó con, angustia, los preparativos que su esposo á para
trasladarse definitivamente a su quinta* “La Ilusión”.
Adela, de carácter tímido, nunca osó decirle nada a don Fernando, y lo siguió
resignada ya a vivir en el campo.
Pero ella, flor nacida para brillar en los salones, al sentirse bruscamente
trasplantada a otro lugar, lejos de la sociedad en que se había criado, se sintió
desfallecer, y poco a poco, fue minando su existencia, y burlando la ciencia de
los médicos murió a los dos años de casada, dejando a la pequeña Margarita de
un año de edad.
Yo no podré deciros si don Fernando sintió a su esposa; pero él no se volvió a
casar, y todavía en sus últimos años, al recordarla, se le llenaban de lágrimas los
ojos.
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II
ADRIANA MORENO
Adriana Moreno se llamaba la amiga de Margarita: hacia cuatro años que vivía
con ella en la quinta de don Fernando.
La infancia y parte de la juventud de la señorita Moreno, está resumida en
pocas palabras.
Cuando Margarita entró al colegio, notó que había una niña de la misma edad
de ella, a quien la directora quería mucho, y la cual casi siempre estaba triste, y
raras veces se reunía con las colegialas. Así pasó el tiempo, y un día, cuando ya
las niñas contaban catorce años, Margarita, atraída por la profunda simpatía
que le inspiraba aquella joven, se le acercó y le preguntó con vos cariñosa:
--¿por qué vives tan triste, Adriana?
Adriana levantó la cabeza, y dirigiendo a la señorita Alonso sus hermosos ojos
negros, contestó con dulzura:
--Vivo triste porque vivo sola.
-- ¿no tienes amigas?
--No
Margarita, cogiéndole una mano con sumo cariño, le dijo:
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--¿cuáles son?
¿Quieres saberlas?
De seguro: todo lo que se relaciona contigo me interesa.
--pues escucha: yo soy huérfana; cuando entré al colegio, algunos meses antes
que tú, noté algún tiempo después , que mis condiscípulas no me querían, a
causa seguramente, del afecto que me profesaba la directora. Yo no hacía
mucho caso de esto y procuraba juntarme con ellas, a pesar del marcado
disgusto que mi presencia les ocasionaba. Pero como yo vivía sola, tenía sed de
cariño y no retrocedía, por más que comprendía que aquello me humillaba. Una
vez me quedé sola en el jardín con una de las niñas, y le dije con timidez:
-- Teresa, ¿quieres ser mi amiga? Mira: yo seré buena contigo y te querré
mucho.
--“¡bah! – me respondió con acento despreciativo. –Tu eres, según los
profesores, la niña más adelantada del colegio, y al decir dela directora, la más
inteligente; ella te adora, y creo que te basta y sobra con el aprecio de los unos y
el cariño de la otra, para que vengas a implorar una amistad que te rebajará, y
que, aunque no valga nada, no estoy dispuesta a concederte.”
Y al decir esto, la orgullosa niña me dio las espaldas y se retiró sin mirarme
siquiera. No podré explicarte lo que sentí entonces; hubiera deseado volver
sobre mis pasos. Aquella respuesta me heló el corazón, mientras mi cabeza
ardía bajo el peso de la humillación que acababa de sufrir. Entonces comprendí
que tenía un alma altiva, incapaz de humillarse ante nadie, y juré no volver
nunca a implorar la protección de mis semejantes. He aquí explicado el porqué
de mi proceder.
Adriana, al acabar de hablar, tenía las mejillas encendidas, y se pasaba
repetidas veces la mano por la frente, como si quisiera borrar de ella hasta el
último recuerdo de aquella tarde.
--pobre, amiga mía, --dijo Margarita; --comprendo que has debido sufrir mucho.
--sí, mucho; pero ya todo pasó—añadió con más calma.
--dime, Adriana—preguntó Margarita, cambiando de conversación-- ¿es cierto
que no posees ninguna fortuna?
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-- tan cierto, que ahora no hay una niña en el colegio tan pobre que yo.
-- tú has dicho “ahora;” luego, antes tenías algo.
--antes, --Respondió Adriana sin afectar satisfacción, ninguna de las fortunas
de mis condiscípulas hubiera podido compararse con la mía.
--y esa fortuna ¿Qué se ha hecho?
--¿Qué se ha hecho?
-- Sí ¿Qué ha sido de ella?
--La explicación es muy sencilla. Cuando mis padres murieron, dejaron un
capital considerable; yo era única heredera; pero como estaba muy pequeña, un
tío mío fue nombrado mi tutor, y tomó posesión de mis bienes. Ese tío, así
estuve en edad de aprender algo, me puso de interna en este colegio, y le
pagaba muy bien a la directora, la cual me tenía con lujo y nada me hacía falta.
Así pasó algún tiempo, pero hará un año que mi tío se fue, llevándose mi
fortuna, y nada he vuelto a saber de él. La directora, que es tan buena, es la que
me sostiene, y gracias a ella, paso bien; de lo contrario, quien sabe que hubiera
sido de mí.
--ven, querida Adriana que desde pequeña has sido desgraciada.
--Desde que nací, y quien sabe si toda mi vida irá a ser una cadena de
desgracias.
--No lo creas; hay algo que me dice que a fin serás dichosa.
--¡Dios lo quiera!—exclamó la señorita moreno con inseguro acento.
Sonó la campanilla, y las dos niñas volvieron a sus clases.
Pasaron dos años, durante los cuales Adriana y margarita se dieron inequívocas
pruebas de cariño.
Cuando ya Margarita contaba diez y seis años de edad mandó don Fernando a
llevarla a su quinta. La joven, al saberlo, corrió a donde Adriana y le dijo.
--Adriana, vengo a darte una noticia.
--¿qué noticia?
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Seis horas después de esta despedida estaban las dos jóvenes en la quinta del
señor Alonzo
Margarita corrió a abrazar a su padre.
Después le dijo:
Papá, te traigo otra hija.
¿Otra hija?
Sí, la señorita Adriana Moreno es mi amiga más querida; más que amiga es mi
hermana; y no dudo que tú te alegrarás porque de la noche a la mañana te doy
una hija tan encantadora como ella.
Don Fernando tendió una mano a Adriana, diciéndole.
--Bienvenida, señorita: a esta su casa; la amiga de mi hija no podrá nunca ser
indiferente para mí; recibo a Ud. Con verdadero gusto y le agradezco que sólo
por acompañar a mi hija se resigne Ud. A vivir en este desierto. Aquí, en cambio
de distracciones, tendrá Ud. Nuestro cariño.
Adriana dio las gracias a don Fernando por la buena acogida que le dispensó.
--No te dije, Adriana, que mi padre te recibiría bien?
--Dijo la señorita Alonzo.
--No lo dudaba, Margarita; tan generosa hija debe, necesariamente tener un
padre así.
El señor Alonzo se inclinó con profundo agradecimiento ante Adriana.
Margarita ocupó el resto de la tarde en enseñar a Adriana las piezas que le
destinaba en la casa, y el bello jardín de la quinta.
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III
ADRIANA Y MARGARITA
En la mañana de un bello día del mes de junio, y en el salón de la quinta de don
Fernando Alonzo, dos jóvenes de peregrina belleza, muellemente reclinadas en
un rico sofá, se entretenían en oír el dulce y triste canto de los enjaulados
pajaritos, enfermos de nostalgia, y en platicar alegremente.
Estas dos jóvenes eran Adriana y Margarita.
¡Quien sin conocerlas las hubiera visto en un jardín, en una clara noche de luna,
las habría tomado por la personificación de una de esas imágenes de vírgenes
vaporosas, intangibles, ideales, que la poética fantasía se forja en esas horas
gratas de amoroso ensueño, tal era la maravillosa belleza de las dos jóvenes!
Adriana era morena, pero de ese bello color moreno limpio y diáfano: lo
sonrosado de sus mejillas contribuía a darle más brillo a sus ojos grandes,
negros y aterciopelados, cuya expresión habitual denotaba un carácter alegre:
pero un hábil observador hubiera notado, desde luego, que bajo aquel aspecto
alegre se ocultaba un corazón impresionable, una voluntad enérgica y un alma
esencialmente melancólica; su cuerpo, aunque no alto, era delgado y esbelto,
teniendo cierta gracia sumamente elegante; tenía la boca fresca, tersa y
sonrosada y un tanto desdeñosa, y el cabello obscuro, undoso y apenas rizado.
En fin, Adriana era inteligente, buena, hermosa, simpática y agradable.
Margarita era blanca, pálida, con cabellos de un rubio envidiable y ojos azules
de expresión dulcísima y soñadora; su nariz era recta, su boca finísima y su
carácter, aunque un tanto reservado, no por eso dejaba de ser amable y
bondadoso.
-¡Oh, que dulce es la vida a los veinte!.... dijo Margarita después de un rato de
silencio.
--para unos muy dulce, contestó Adriana-- ¡pero para otros!...
Para ti por ejemplo.
Para mí no tiene ningún atractivo.
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--Me alegro de saberlo, pues eso es decir que yo soy nada para ti, y que no te
puedo hacer agradable la vida.
Perdóname, Margarita; pero sin padres, sin hermanos, y casi sin parientes,
¿Cómo quieres que mi vida sea agradable?
Mi padre y yo procuramos complacerte, Adriana.
--Es cierto eso; y yo fuera muy feliz si no echara de menos el calor de mi hogar
perdido.
--Ya formarás otro, tal vez más grato que el perdido ..--murmuró Margarita,
riéndose.
Adriana se estremeció:
--Eso nunca será-- dijo
¡Quién sabe! De poco tiempo a esta parte nos visitan varios jóvenes que, aunque
tú lo niegues, sé que están enamorados de ti.
--No lo niego; pero yo no pienso en ellos, solo me ocupo de saber de mis
parientes.
--¿tus buenos parientes?
--No sé si son buenos o malos; pero deseo saber mucho de mi tía Jorge y de su
hijo, mi primo Julio, que están en parís.
--¿en parís? Murmuró Margarita, pensativa. –ahora que me acuerdo, Adriana, se
me había olvidado decirte que mañana llegará a esta quinta mi primo Emilio.
--¿por qué me lo dices hasta ahora?
--Porque nosotros lo acabamos de saber, Emilio escribió una carta, hace como
dos meses, anunciando su venida a Guatemala, y hasta hoy la recibimos,
juntamente con el aviso de que mañana vendrá a esta hacienda.
¿ Y dónde ha estado Emilio? –preguntó Adriana.
--en París
--¿estudiando acaso?
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--Si, estudiando—
¿Y qué estudiaba?
--Matemáticas.
--¿se recibió ya?
Viene hecho todo un ingeniero.
--¿le conoces tú?
--perfectamente bien.
¿Dónde le conociste?
Aquí: aquel año en que vino a pasar las vacaciones, cuando mi papá lo mandó a
traer.
--¿antes no le habías visto?
--No; porque cuando él se fue a París, contaba ocho años, y yo apenas tenía dos
meses.
¿Él es ocho años mayor que tú?
Y que tú también, puesto que las dos cumplimos en este mes veinte años.
..¿Y es galán? Preguntó Adriana con curiosidad.
--Algo.
¿Se parece a ti?
--un poco; él tiene los ojos azules, el cabello castaño claro y algo rizado; el
cuerpo alto y elegante y la boca tan fresca, que cualquiera señorita se
contentaría con ella.
--Un Adonis, en fin, --dijo Adriana, mirando a Margarita y sonriéndose con una
sonrisa indefinible.
--no tanto, pero casi, casi…..
Es hijo Emilio de un hermano de tu madre, ¿verdad?
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Y al decir esto, se dirigió al piano: sus manos empezaron a acariciar las teclas
con aparente descuido.
Empezó la pieza.
Torrentes de armonías, melodías desconocidas se oyeron, mientras Adriana,
con la mirada distraída, sacudiendo graciosa e indolentemente la cabeza para
librarse de los negros y ondulantes cabellos, que, sobre la frente de la diosa,
parecía más entregada a sus pensamientos, no se ocupaba de ver la pieza de
música que tenía ante sus ojos.
Don Fernando se levantó.
¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Brillante! Exclamó, agitando las manos y acercándose al
piano donde se hallaba la señorita Moreno.
Adriana sonrió dulcemente y dejó de tocar, pues ya la pieza llegaba a su fin.
--¡eso es saber ejecutar! Continúa, hija mía, o, por mejor decir, vuelve a empezar
, vuelve a tocar esa divina pieza, que oyéndola, me aduermo y no pienso en las
miseria de este mundo.
Adriana volvió a colocar sus manos con dulce abandono sobre el teclado.
Don Fernando cerró los ojos y parecía extasiado aspirando todas las armonías
que revoloteaban en el aire.
Adriana cesó de tocar, y girando sobre su asiento, se puso de pie delante de
Alonzo;
--¿y bien, don Fernando?
--¿y bien, hija mía?
--¿le ha gustado la pieza?
--más que gustado, encantado, extasiado, deslumbrado. Eres una verdadera
artista.
--¿de veras? –dijo Adriana con maliciosa sonrisa.
--ciertísimo
--En fin, don Fernando, ya hay uno que me lo diga.
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--- y todos los que tengan la dicha de oírte, confesarán, conmigo que eres una
artista consumada.
--Así me gustan los hombres como Ud.: galantes—exclamó Adriana con una
sonrisa tan burlona, que desmentía claramente el sentido de sus palabras.
--justos, hija mía, apreciadores de lo bello.
--Sí Ud. Fuese apreciador de lo bello, bien podría apreciar la habilidad de
Margarita.
--Margarita no toca como tú.
--Dice Ud. Bien: toca mejor.
--¿estás loca, querida mía?
--No, señor, en mi entero juicio. Reflexione Ud. Que yo no toco, desde que salí
del colegio, hasta hoy.
-- Eso prueba que lo que una vez se aprende bien, nunca se olvida.
--Basta ya de adulaciones don Fernando; y si Ud. Quiere, empezaré a leer –dijo
Adriana con encantadora sonrisa.
--muy bien, hija mía. Está visto hoy no piensas dejar que me fastidie.
Adriana empezó a leer.
El timbre de su vos era melodioso, vibrante.
Alonzo, según su costumbre de cuando quería saborear algo, cerró los ojos.
Cuando lo volvió a abrir, era porque la señorita moreno había concluido su
lectura.
--gracias mi buena Adriana.
--¿has visto hoy a Margarita?—preguntó el señor Alonzo.
--sí.
--¿Qué te ha dicho?
-- Nada de importancia.
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--sin embargo…
--sin embargo, ¿qué?... le interrumpió la señorita Moreno.
-- es extraño que no te halla anunciado…
--la venida de Emilio ¿no es cierto?
--precisamente.
Yo creía que eso no era de importancia.
--pues si lo es. Escúchame: Emilio viene a casarse.
--¿a casarse?
--sí.
--¿con quién?
Con Margarita.
--¿con Margarita? Exclamó Adriana asombrada.
--con ella misma
--pero mi amiga no me ha dicho nunca nada.
--ya lo creo.
--¿ya lo creo?—repitió Adriana maquinalmente.
-- Pues sí lo creo; porque ni ella misma lo sabe.
--¿no lo sabe?
-- No.
--¿y quién se lo dirá?
--yo.
--¿Cuándo?
--Mañana.
--¿y por qué no hoy?
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-- porque no me conviene.
-- sin embargo, es mejor que lo sepa antes que él llegue.
--todo lo contrario, hija mía.
--pero…
--¿por qué?
¿Por qué ese misterio?
--si no hay ningún misterio en esto
Mañana lo sabrá todo.
--Luego, yo no le digo nada.
--No, hija mía.
Adriana, dando por terminada esta conversación, se acercó al señor Alonzo e
imprimió sus sonrosados y frescos labios en la frente marchita del anciano.
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IV
EMILIO MIRANDA
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¿Nada más?
--Como hermano.
--¿Nada más? – volvió a preguntar Alonzo.
-- ¿y en qué modo quieres que lo quiera, -- dijo la joven pensando que adonde
iría a parar su padre con tantas preguntas.
-- es que… --empezó a decir don Fernando.
--¿Qué, padre mío?
-- Que Emilio quiere casarse contigo.
--¿conmigo? –preguntó Margarita.
--sí, contigo. ¡qué dices tú de eso?
--¡yo! Nada
--¡como, nada! Por fuerza hay que contestarle.
--Luego ¿me ha pedido?
-- Sí, ¿Qué le contesto?
--lo que tú quieras.
--eso es como no decir nada.
Sin embargo, es decir mucho.
--¿mucho?
--Sí, porque te dejo a ti disponer de mi mano.
--Pero tú comprenderás, hija mía, que no quiero contrariar tu gusto.
---Lo comprendo, y por eso te digo que obres como te parezca mejor, seguro de
que, cualquiera que sea tu resolución, la recibiré con agrado.
--Luego ¿aceptas?
--Antes de contestar, permíteme hacerte unas preguntas.
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--Pues entonces, tío, creo que dentro de un mes podrá efectuarse nuestro
matrimonio.
--así creo yo, --contestó Alonzo, cerrando los ojos.
Emilio comprendió que quería descansar, y saludándolo, salió de la pieza.
V
EN EL JARDÍN
A separarse Margarita de don Fernando, fue a buscar a Adriana y no la
encontró, en vez de averiguar en donde estaba, dispuso irse a sus habitaciones
a meditar sobre los sucesos que habían ocurrido durante el día, que ya tocaba a
su fin. Embebida en sus meditaciones la sorprendió la noche y no volvió a ver a
su amiga.
Margarita no pensaba comunicarle a Adriana sus proyectos, hasta que ya fuera
del todo imposible ocultárselos. ¿por qué ese silencio con su mejor amiga?
¿Sería obra de su genio? No; pero Margarita comprendía que si confiaba en
Adriana su amor a Emilio, estaba expuesta a sufrir bromas propias del carácter
de su amiga y a ver la sonrisa picante en los labios de la maliciosa joven.
Además, ella no creía muy seguro su alcance con Emilio, puesto que no conocía,
hasta entonces, la manera con que había sido proyectado, y su primo tampoco
le había hablado nada acerca del particular.
Se levantó muy temprano, al siguiente día, y como no halló a su amiga en las
piezas que esta ocupaba, se dirigió al jardín, donde la joven iba todas las
mañanas.
Allí, recostada en un banco rustico, con el aire más negligente del mundo y la
elegancia más refinada, estaba Adriana, entretenida, al parecer, en desojar una
rosa y llevarse, con marcada distracción, las blancas hojas a sus sonrosados
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labios, las cuales instantáneamente cian en desorden sobre la falda del vestido
de la joven, de donde las arrojaba al aire a los pies de la seductora beldad.
El ligero roce de un vestido la hizo volver la cabeza y descubrir a Margarita a
pocos pasos de ella.
¡Una corona y eres reina!, --exclamó la señorita Alonzo, extasiada,
contemplando la belleza de su amiga.
--¡Reina!—contestó Adriana, avanzando, con exquisito desdén, su labio inferior.
--No lo deseo.
--¿No lo deseas?—preguntó Margarita admirada, sentándose al lado de su
amiga y recostando su cabeza en el hombro de ésta.
---.No lo sedeo, volvió a decir Adriana.
¿y por qué?
--¿por qué?—exclamó la joven, jugando con las hebras de oro de la cabeza de
Margarita. –porque, mi buena amiga, yo no consentiría jamás en que me
mostraran una humildad fingida y un respeto estudiado.
--.en una palabra, quieres que te estimen por tu persona únicamente.
Has acertado, quiero que me respeten por lo que valgo, y o por un puesto que el
día menos pensado se puede perder.
--pero los reyes no pierden su puesto tan fácilmente.
--es cierto, pero cuando lo pierden, les sucede como a los presidentes, que
perdido el puesto ¡adiós consideraciones!
--sin embargo…
--Sin embargo –me dirás –hay personas que siempre tienen su reputación
buena; eso es cierto, pero es raro; pues, regularmente, al abandonar su empleo,
han puesto en duda, por lo menos, la dignidad con que subieron a él. ¿lo dudas?
--De ninguna manera, me has convencido.
--Es cuanto deseaba.
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VI
ENTRE LA AMISTAD Y EL AMOR
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--Tampoco.
--Margarita, no eres mi amiga.
--¿por qué, Adriana?
--porque no tienes confianza en mí.
--La tengo absoluta.
--¿Cómo no me contestas lo que te pregunto, tal y cómo es?
--Te contesto la verdad.
--mira, yo sería más franca.
--¿tú?
--sí, yo.
--¿tienes algo que decirme?
--si tengo.
--Concerniente a quién?
--A Emilio.
Margarita se puso pensativa.
Adriana continuó:
--Margarita, eres mi amiga ¿verdad?
--¿y los has dudado alguna vez, querida Adriana?
--Nunca.
¿Entonces?
--quería estar más segura de tu amistad.
--no dudes mí, que me ofendes con eso, y cuéntame, lo que tienes que decirme.
--¿no le dirás a nadie lo que te diga?
--A nadie.
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--Margarita, lo que te he dicho es nada más que una broma, para hacer que me
dijeras la verdad.
Nada tan natural como esta disculpa para convencer a la joven, dado el carácter
de Adriana.
Pero Margarita solo dijo:
Me quieres desorientar, ¿no es así?
--Margarita, créeme, es una broma.
--no te creo. ¿Quién me había de decir, cuatro años antes, al traerte del colegio,
que con esto me ibas a pagar?
Adriana se puso roja de vergüenza, de indignación, estaba herida en su amor
propio. Lo último que acababa de oír de los labios de Margarita la dejó
anonadada. Jamás pensó que su amiga le fuera a echar en cara, alguna vez,
aquel servicio.
--Tú comprendes, añadió Margarita, sin mirar a Adriana, que después de lo
pasado entre nosotras, no puedes seguir en la quinta.
Adriana se puso en pie de un salto.
--Lo sé. –dijo irguiéndose con esa majestuosa altivez y suma elegancia que eran
suyas propias.
Luego, más calmada, y enjugándose las lágrimas que corrían por sus mejías,
continúo con dignidad:
--Me iré, Margarita, pero hasta que te deje feliz.
Su resolución estaba tomada.
Margarita, arrepintiéndose de lo que había dicho; y las lágrimas de Adriana la
convencieron de que había sido una broma de su amiga lo que acababa de
pasar.
Adriana hizo ademán de retirarse, Margarita la detuvo arrojándose a sus brazos
y diciéndole:
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--solo.
--¿nada más?
--Sí, sí; hay algo más que te lo diré, así como de ahora en adelante no te ocultaré
nada.
--¿y qué es eso más?
--Pensaba que te ibas a reír de mí.
--¡Oh, qué mal me conoces! Yo, que me rio de las cosas pequeñas, tomo lo
grande por su lado más serio.
--Adriana, no volvamos a recordar esta tarde.
--Tú la olvidarás; para mí su recuerdo es imperecedero, pues me recordará tu
desprecio y la última vez que visité este jardín.
--¿Qué dices?
--Que hoy no puedo irme, pero que mañana será otro día.
--¡Adriana, piensas irte?
--Tú me lo has dicho; y aún sin decírmelo, me hubiera marchado.
--Adriana, tú no me quieres.
--Porque te quiero es que me voy; no quiero estorbar tu felicidad.
--Oh! ¿Qué estás diciendo? ¿Estorbar mi felicidad?---Adriana, si tú te vas, hoy
mismo despido a Emilio y no lo vuelvo a ver nunca.
--¿y por qué?
--Porque quiero vivir contigo.
--¿y qué quieres que haga?
--Que no te vayas, que sigas siendo mi hermana.
--Bien, quiero que seas feliz; y ojalá pudiera pagarte con algo los beneficios que
me has hecho!
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--yo solo te he dado disgustos. Adriana, que no sepa nada mi papá de todo lo
que ha pasado.
--No lo sabrá.
--¿no te irás, dímelo?
--NO, ahora no.
--¿y después?
Ambas jóvenes se retiraron, dejando solo el jardín. Adriana llevaba la firme
resolución de abandonar “la quinta”, pero hasta que margarita estuviera
casada.
Margarita pensaba, por su parte, que el tiempo y sus pruebas de cariño harían
que Adriana olvidara la violenta escena que acababa de pasar; pero se
equivocaba. Adriana la querría siempre, la trataría como antes, la perdonaría su
mal proceder, pero olvidarlo ¡nunca!
VII
ABNEGACIÓN
Cuando Adriana tomaba una resolución era difícil, por no decir imposible,
hacerla cambiar de parecer. Pensaba mucho antes de determinar una cosa, pero
una vez determinada se sostenía en ella.
Después de su conversación con Margarita sólo pensó en hablar con Emilio
para asegurar el porvenir de su amiga, pues presentía que si ella no tomaba
parte activa en dicho matrimonio, no se haría.
Se dirigió a la sala, en donde pensó podría estar Emilio. En efecto, allí lo
encontró.
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--¿Margarita?
Sí: ya ve Ud. Que lo sé todo, todo.
Y recalcó estás últimas palabras.
--señorita, al ofrecerle casarme con Ud., es porque podía cumplir mi palabra.
--Adriana se rio de un modo particular.
--Desearía saber, caballero, si se puede casar Ud. Con dos mujeres al mismo
tiempo.
--Ud. Se burla de mí, señorita., contestó con tristeza.
--¿Burlarme de Ud.? ¡Oh no! Lo que Ud. Ha hecho no merece burla, sino
desprecio.
--Señorita, dijo Emilio—quiero justificarme ante Ud.
--¿de qué modo?
--Rompiendo inmediatamente el matrimonio proyecto con mi prima.
--¡valiente proceder digno de un caballero!
--¿y que quiere Ud. Que haga?
--¡yo! Nada.
Reinó un momento de silencio.
Emilio lo interrumpió diciendo:
Adriana, si Ud. No se casa con migo, tampoco me casaré con Margarita.
La joven se encogió de hombros, y cambiando de tono, dijo:
--Caballero, después de hacer las preguntas que he hecho a usted., venía a que
me prometiera una cosa.
--¿Qué cosa?
--contésteme antes si está Ud. Dispuesto a concederme lo que le pida.
--Señorita, sea lo que fuere lo que Ud. Exige de mí, está concedido.
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Me dijo que vendría pronto a ver a una sobrina y a entregarle la herencia de sus
padres, que él tiene.
--esa soy yo.
--Me alegro de que vuelva Ud. A ver a su tía y primo.
--Gracias, caballero.
--Adriana hizo ademan de marcharse.
--señorita, --dijo Miranda, --me casaré con Margarita, puesto que Ud. Lo quiere.
Me voy mañana para Guatemala y vendré dentro de ocho días.
--Gracias por su condescendencia, caballero, --dijo Adriana, y salió de la sala.
Emilio, al verla alejarse, dijo:
--he ahí una joven que tiene más cabeza que corazón, y más agradecimiento que
amor.
VIII
PREPARATIVOS
Emilio volvió de su viaje, ocho días después, como se lo había dicho a Adriana.
Don Fernando y Margarita, ayudados por la señorita Moreno, hacían los
preparativos del viaje a Guatemala, donde se debía celebrar el matrimonio;
pero pasado éste, regresarían con los convidados a “La Ilusión”, en donde
habría un suntuoso baile.
Margarita estaba contenta.
Emilio, en apariencia, satisfecho.
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Adriana, sin dejar de traslucir nada, se conocía que gozaba con la próxima
felicidad de su amiga.
Don Fernando, cuatro días antes del viaje a Guatemala, mandó llamar a Adriana.
La joven acudió inmediatamente.
Alonzo la sentó a su lado, y le dijo:
--hija mía, necesito hablar contigo.
--Estoy a su disposición, señor.
--¿está arreglado todo para irnos el lunes?
--todo
-- El vestido de Margarita ¿ya está hecho?
--¿Cuál?
--El de novia.
-- sí, señor: Ud. Sabe que Emilio le regalo el traje completo.
--No me refiero a ese.
--¿A cuál, pues?
--al que yo le mandé hacer.
También está listo.
--¿y el tuyo?
--está ya, señor.
--¿Los hizo la misma modista?
--No, señor
--¿y por qué?
--Porque yo hice el mío.
--Mal hecho. Yo te dije que lo mandaras a hacer.
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IX
EL DÍA DE LA BODA
La noche del 1ero de agosto de 1880, estaba el salón de la casa de don Jorge
Moreno, esplendido.
Todos los convidados estaban ya reunidos. Adriana iba y venía haciendo los
honores del baile. Innecesario me parece decir que estaba hermosísima: vestida
de raso blanco, propio para hacer resaltar más su deslumbrante belleza.
Después le dijo:
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--porque yo no lo consentiría.
--Margarita fijó sus azules ojos en los negros de su amiga y le dijo con voz de
reconvención:
--¿es decir, Adriana, que ahora que me ves feliz quieres empañar mi felicidad?
--¿entonces?
--- bien, Margarita, me iré con Uds. Pero regresaré muy pronto con Julio.
Empezaba a amanecer.
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Poco después se dirigieron los novios con parte de los convidados a la iglesia.
Así pasó esta noche, dejando grato recuerdo en el alma de los que asistieron al
baile y particularmente de Margarita y Emilio.
Pero todo pasa. El segundo baile pasó, y todos los invitados regresaron a
Guatemala, quedándose únicamente Adriana y Julio.
LA DESPEDIDA
Dos días después de estar en la quinta, dispuso Adriana retirarse de ella e irse a
vivir a casa de su tío.
Inútiles fueron todos los esfuerzos que hizo margarita para detenerla; cuando
Adriana una resolución, era irrevocable.
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Don Fernando no sabía nada de la ida de Adriana, hasta que esta, acompañada
de margarita, se presentó en su habitación.
--- ¿Y entonces?
--Sí.
--sí, señor.
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--yo pensaba, Adriana, que los cuatro años que has permanecido con nosotros
me daban el derecho a llamarte hija.
--¿y que es mejor para ti, vivir con un padre o con un tío?
--¿por qué?
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---Don Fernando, dijo Adriana con voz dulce y haciendo un gran esfuerzo por
parecer serena, --no sé cómo deba dar a Ud. Las gracias por lo bueno que para
conmigo ha sido Ud.: no hay palabras humanas que puedan expresar mi
agradecimiento..
Y al decir esto, le tendió una mano a su protector, mano que él tomó en las
suyas.
--Adriana, esto es horroroso!... te vas, me dejas sola. ¿Qué voy a hace? Yo que
estaba acostumbrada a vivir contigo, solo contigo; tú eras mi única hermana, mi
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--Sí, Julio.
--Entonces…….
--Pues vámonos.
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Emilio no insistió.
--Hasta la vista, amigo mío, --dijo el doctor Moreno apretando la mano del
Licenciado Miranda.
Julio, loco de contento, corrió a montar a su prima, y los dos tomaron el camino
de Guatemala.
--oh, y mucho
---y yo que pensaba que las mujeres entre sí no se profesaban cariño sincero.
---Lo creo; esa es la creencia general de Uds. Los hombres; por sus amistades
juzgan las nuestras.
---gracias, primo.
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--- es que si yo dijera todas las que mereces, no acabaría en este año.
--¿qué hallas?
--Capaz de enloquecer….
---pardiez.*2
--¿Cómo no había de haber, cuando por ti olvido hasta a los ángeles, Primita?
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Caramba, tiranía mía, que lo acosas a uno de tal manera que no hay más
remedio que rendirse ante tu ingenio.
--muy contento y nada más. Te fijaste, añadió de repente, --en el modo como te
miraba Emilio.
--sí
-- no me fijé
-- por qué te miraba con una insistencia que si Margarita fuera celosa…
--¿y bien?
No te enfades, primera mía; yo lo digo solo por él, porque tú eres pura como un
rayo de luz; y, además, noté que al decirle adiós ni siquiera te dignaste en
mirarlo, sino que tus ojos se fijaron en esta camelia que tengo en el pecho. ¿En
qué pensabas entonces, Adriana?
-¡yo! No sé; quizá en que esa camelia es de las más bellas que he visto.
-- no, gracias; guárdala y no pienses que ha sido una indirecta para que me la
des.
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--pues tómala, tómala, dijo y la dejó caer en las enguantadas manos de su prima.
--Oh, qué bien está ahí esa flor, --exclamó el doctor Moreno, parece que de mi
corazón ha pasado al tuyo; ¿pretenderá unirlos, hermosa prima?
--¿qué Manuel?
--¿yo? –exclamó Adriana, haciendo con los labios ese gesto desdeñoso que era
propio de ellos, al mismo tiempo que su semblante tomaba esa expresión
despreciativa que siempre aparecía en él cuando le decían que algún hombre
podía impresionarla.
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--¿por qué?
--¿lo amas?
--no, niño.
--¿y a Enrique?
--tampoco
..Y a….
Tal vez.
Harás mal.
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Nada tiene.
--en cuanto a lo de Emilio es, y así debes creerlo, nada más que una suposición
tuya.
una hondureña llena de cultura, cuya educación a sido desarrollada al aire libre
de Guatemala.
Adriana quería a su patria adoptiva, pero nunca con aquella sinceridad, con
aquella efusión con que amaba a su verdadera patria, y cuyo recuerdo, como
eco turístico de pasadas, venía a turbar con mucha frecuencia la tranquilidad de
su vida.
Cuantas veces dirigiendo sus ojos hacia nuestra bella patria, y como
interpretando y expresando así los sentimientos de la que describe estas líneas,
solía exclamar:
XI
EN EL HOGAR
El señor Alonzo desde que se marchó Adriana, se fue poniendo más triste, más
débil y a veces ni las medicinas quería tomar.
Las atenciones de sus hijos no eran suficientes para borrar la honda melancolía
del anciano.
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--amigo mío, --le dijo a Miranda, --don Fernando es una lámpara que se apaga
por falta de gas; se muere, porque le falta vida.
No obstante esto, recetó varios remedios, de esos que sirven, más que para
alivio del enfermo, para consuelo de los dolientes.
Un día fue Margarita a ver como seguía su padre y lo halló pero que los otros
días.
--no, dijo.
--pero es necesario.
--¿necesario?
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Ellas te curarán.
--¿y qué importa morir uno o dos días antes? De todos modos he de morir; pero
muero tranquilo.
¿Acaso no he cumplido con mis deberes? Dos hojas tengo, la una verdadera, la
otra adoptiva; por primera que eres tú, no tengo que temer, dejo asegurado tu
porvenir y te veo dichosa. Eres dichosa ¿verdad?
Suponte que hoy muero, --añadió Alonzo—me llorarías mañana, y tal vez otros
días; pero poco a poco, los quehaceres de la casa y otras muchas ocupaciones
distraerían se pensamiento, haciéndote olvidar al pobre viejo. Después, el
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tiempo, las ocasiones de divertirse, todo contribuirá a hacerte dichosa, sin que
por eso, de cuando en cuando, al acostarte, reces un Padre Nuestro por el alma
que te dio el ser. Esa es la vida, hija mía, esa es la vida!
--pero si es lo cierto. En cuanto a mi otra hija, Adriana, creo que será feliz con su
tío. ¿Crees tú lo mismo?
--¿sabe de mi enfermedad?
Si sabe.
--Margarita, -dijo don Fernando, con voz suave y pausada, quiere siempre a
Adriana, trátala con el mismo cariño de antes y como hermana, salúdala de mi
parte y dile que siento mucho no verla ahora, y que después…después..
--ay, hija mía, ¡que feo es morir! Como tengo la cabeza vacía… que debilidad
siento… mis miembros se ponen rígidos… mis manos frías, muy frías…. No, no
llames, no me dejes solo. ¡Qué desvanecimiento… hija mía, ponme la mano aquí,
sobre el corazón que quiere estallar… que horribles, que horribles son estos
momentos entre el ser y no ser. Adiós, hijas mías.. Dios mío… Dios mío…..!
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Emilio, a pocos pasos de ella, estaba también, sentado con una niñita en las
piernas y entretenido con los negros rizos de su hija.
Se parece ¡cosa extraña! A su madrina, tu amiga: tiene, como ella, el cabello y los
ojos negros; la boquita sonrosada, y en los labios ese desdén picaresco propio
de Adriana.
--Es cierto, --contestaba Margarita; ¡ojalá fuera tan buena como ella!
Esta escena se repitió con alguna frecuencia entre los habitantes de la quinta
que, aunque echando de menos al bueno de don Fernando, no por eso dejan de
ser felices.
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XII
El amor que Adriana había creído sentir por Emilio, se había desvanecido en su
mente, y no le quedaba de él, ni el recuerdo. Seguramente fue un momentáneo
devaneo, que nunca llegó a convertirse en amor verdadero.
Tanta indiferencia mostró por Miranda, que el mismo Emilio, que en un tiempo
creyó ser amado, se convenció luego de que la joven no había tenido por el más
que simpatía.
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Un día, estando Adriana sola en el salón de la casa de su tío, entró Julio y fue a
sentarse en un sofá al lado de ella.
--¿Cuál?
--¡Jesús! Me asustas; será mejor que te calles para que no turbes mi calma.
--pues habla pronto-- exclamó, al tiempo mismo que sus ojos se fijaban en los
del doctor, como si quisieran imponerle silencio.
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En ese instante hasta sus bromas había olvidado. Julio contemplaba en silencio,
y aun se atrevió a tomar en las suyas la perfumada mano de la señorita Moreno,
mano que la Joven ni pensó en retirar.
En aquel momento los dos jóvenes mostraban un cuadro digno del pincel de un
buen artista.
Y era que Julio estaba realmente hermoso; tenía en el semblante ese algo de
tristeza, de súplica, que tan fácilmente impresiona a las mujeres. Por lo demás,
su alta estatura; lo esbelto y bien proporcionado de sus formas; el color
ligeramente trigueño de su cutis; sus ojos grande, negros y con expresión de
profunda melancolía; su castaño y un tanto rizado cabello; su negro y poblado
bigote; lo elegante de sus maneras, y esa simpatía que inspiraba a todos los que
le trataban, no era nada desfavorable a los ojos de una señorita.
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Algun
Algunaa just
justic
icia
ia debe
deben
n tene
tenerr los homb
hombre
ress al decir
decir que
que el coraz
corazón
ón de la muj
mujer
er es
es
una cosa inexplicable. La mujer quiere, pero al mismo tiempo daría su vida por
el hombre que ama, tiene no sé qué placer secreto en hacerlo padecer, siempre
que en ello halla una nueva prueba de amor. Cuando están en sociedad—bien
que esté allí su amado, y salvando las excepciones que son varias, es muy
frecuente que al que le es indiferente, le dirijan una sonrisa, también
indiferente, pero que a los ojos del enamorado, tiene mucha significación; y
cuando después su pretendiente les hace algún cargo, ellas contestan
enviándolos con su mirada al fuego.
--Eres un niño.
La mujer, pues, juega con el hombre—y permítaseme la frase tan vulgar –como
el gato con el ratón; ya lo cogen, ya lo sueltan, y por último, si el ratón no anda
listo concluyen por….por atraparlo de veras; pero lo cierto de todo es que esa
mitad del género humano a quien llaman sexo bello, ese pedacito de hombre,
que ya tiene el aliento de un gigante, y la timidez de un niño, muy severa, y a
veces muy condescendiente; con cosas de grande y candideces de chiquito,
capaz de todo lo bueno, y quizás de todo lo malo; esa mitad, digo, es la única
que puede hacer al hombre conocer la felicidad verdadera.
Adri
Adrian
ana,
a, óyem
óyeme.
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--majestuoso.
--¿yo?
-- sí, tú.
--¡yo! ¿Reina?
Adri
Adrian
anaa posó
posó sus
sus ojos
ojos en los de su prim
primo,
o, y habí
habíaa en ellos
ellos un no sé qué,
qué, que
que
atraía, y una mezcla de duda, de gozo, y en el fondo de todo eso estaba el amor.
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Al tiempo mismo que los labios de la señorita Moreno se abrían para dejar que
saliera esta frase tan ansiada y que más bien parecía ser un suspiro:
--Sí
--Oh! Qué feliz me haces, mi adorada, mi prometida, dijo Julio, abriendo los
brazos para estrecharla en ellos; pero no anduvo listo, porque la joven
comprendiendo su intención, se escapó ligera como una gacela asustada, y,
parándose en la puerta, le dijo:
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La mayor parte del tiempo viven en Guatemala, y raras veces van a “La Ilusión”,
a donde nunca han querido acompañarlos Adriana y julio, buscando, para ello,
una buena disculpa.
Adriana, cuando más feliz es, se acuerda de la tarde más memorable de su vida;
y sin embargo siempre quiere igual a Margarita.
--¿y a nosotros?
--A vosotros? ¡Bah! Vosotros tenéis el mundo donde escoger, y culpa vuestra
será si no sabéis encontrar una Adriana, o una Margarita; pero yo os digo: tened
mucho cuidado, escoged bien; ved que el matrimonio es cosa seria; y que yo, en
los diez y ocho años que tengo de vida, no he conocido más que un matrimonio
completamente feliz: el de Adriana y Julio.
FIN
1897
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