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Israel Sánchez
Son muchas las razones por las que merece la pena someter al amor a un juicio serio e
inclemente. Sin embargo, la mayoría de ellas necesitan, para ser reconocidas como tales, de
cierta cooperación por parte del interlocutor. El amor está protegido por una corteza de
dogmas de fe, flexible y resistente, que acaba agotando la moral de prácticamente cualquier
proyecto de crítica.
Hay dos argumentos, sin embargo, cuya evidencia no puede pasar por alto forma alguna de
sentido común.
En definitiva: más que relaciones de amor, lo que vivimos son deforestaciones afectivas en
torno a una persona a la que consideramos pareja.
Sólo obviando el recuerdo de cada una de las barreras afectivas que hemos creado o
encontrado para defender nuestra relación de pareja o para no perjudicar otras, podremos
pensar que el amor es una dinámica afectiva cordial.
Si miramos con valentía a nuestro alrededor veremos que el amor nos somete a una
discriminación de clase transversal a la económica, rodeándonos de unos pocos
privilegiados y de un gran número de desgraciados, avergonzados de su fracaso e, incluso,
de su sufrimiento.
Que un mecanismo tan universal chirríe de esta manera, y que su chirrido resulte, a pesar de
todo, inaudible para una parte mayoritaria de la sociedad, parece el cuadro sintomático de
una patología muy concreta y muy conocida: el sistema.
No dispongo aquí de espacio suficiente para desarrollar mi tesis al respecto, de modo que
sólo la indicaré: el amor es la ideología que permite al sistema persuadirnos para realizar el
trabajo reproductivo en el tiempo que nos deja libre del trabajo productivo. Esta
optimización de nuestra fuerza productiva sería difícilmente alcanzable sin una maquinaria
demagógica que nos convenciera sistemáticamente de que lo mejor que todos y cada uno de
nosotros podemos hacer con nuestra libertad es construir una familia. Al amor le importa
muy poco cumplir con lo que nos promete a nosotros. Su cometido se origina en otro lugar,
y lo lleva a cabo con ejemplar eficacia.
Los cambios socioculturales de las últimas décadas han obligado al amor a adaptarse. El
ateísmo, el feminismo o la revolución sexual han forzado al amor a flexibilizar su discurso.
Hoy es un junco dramáticamente inclinado que, sin embargo, nos sigue conduciendo,
sorprendentemente, a la misma vieja raíz reproductiva y socialmente atomizadora.
Es esta raíz la que debe ser eliminada si queremos poner nuestras relaciones al servicio de
nuestra felicidad, y no a nosotros al servicio de unas relaciones que, como hemos visto,
beben de fuentes muy insanas.
Así, la agamia sería el libre crecimiento del conjunto de las relaciones sociales del
individuo, una vez que éstas no son coartadas por la relación de pareja. La agamia entiende
la vida socio-afectiva del individuo como un entramado que va creciendo e intensificándose
a lo largo de su existencia, estableciendo lazos cada vez más ricos y sólidos con el entorno.
Factor clave constituyen las relaciones sexuales, que son para las parejas “gámicas” el
sacramento fundacional. La pareja queda establecida por la relación sexual misma. Tras ella
podrá empezar a utilizarse el lenguaje del amor. Tras ella se habrá firmado un contrato
consuetudinario que cualquiera de los miembros de la pareja podrá reivindicar en su
camino hacia la formación de una familia. Vivimos el sexo como un símbolo del plan
familiar o de cualquiera de sus sublimaciones contemporáneas.
La agamia libera al sexo de esta función sagrada y lo devuelve al uso cotidiano, reintegrado
con el resto de las actividades y diversificado libremente según el criterio personal. Lejos
de trivializar el sexo, la agamia trascendentaliza las relaciones, cuya importancia no
depende ya de su componente sexual. El amor sexualizaba nuestras relaciones,
confundiendo y frustrando con ello nuestra vida afectiva y sexual. Para la agamia
“relacionarse es relacionarse”, es decir, no un sinónimo de sexo.
Pero en una cultura cuyo ámbito privado está dominado sin resquicios por la ideología del
amor, un modelo alternativo de relaciones se enfrenta con una importante cantidad de
aparentes paradojas cuya resolución le conviene manejar con soltura.
A este fin se especifican para la agamia ocho presupuestos ideológicos, que son también
líneas de reflexión, desarrollo y experimentación, y que pueden enunciarse así:
-Renuncia al amor.
La agamia entiende el amor como un subsistema ideológico que sirve a los intereses
patriarcales y de clase. Tras su promesa de felicidad, espera la esclavitud psíquica y social.
-Reivindicación de la razón.
“En el amor como en la guerra” no debería ser un aforismo que nos liberara de
responsabilidad, sino el que nos abriera los ojos sobre la depravación moral del amor.
Desde el momento en que el amor empieza a asumir responsabilidades al nivel de cualquier
otra forma de relación social, deja de ser amor.
Los celos son la cárcel del amor. Sin encontrar escapatoria, cualquier paso es imposible.
Sobreponerse por la fuerza es algo que sólo puede lograrse en situaciones de privilegio.
Sólo entendiendo cuándo nuestra indignación es justa y cuándo es injusta, podremos
transformar una emoción ineficaz en una importante herramienta de socialización.
No es cierto que los criterios de belleza sean imposiciones naturales, como no es cierto que
el oro sea más hermoso que el cobre. Determinamos nuestro gusto según funcionalidades
que manejamos de modo consciente o inconsciente. Si nos hacemos cargo de ella, veremos
como algo hermoso lo que es bueno, precisamente porque es bueno.
El más mezquino de los argumentos a favor del amor es que no hay otro medio que la
pareja tradicional para lograr compañías estables y pactos de crianza. Las figuras “madre” y
“padre” son arbitrarias y generalizables bajo la categoría de “tutor” o “tutores”, y éstos
pueden ser quienes quiera que se comprometan a satisfacer las necesidades de los hijos. En
cuanto a la compañía, de cara al final de la vida, hay que recordar que al menos uno de cada
dos monógamos muere viudo y solo.
La agamia no es una utopía: ante todo es una declaración ideológica. Ser ágam@ no
implica ejercer de ágam@, porque el trato con otr@s y con nuestro propio contexto
establecerá límites. Pero la comprensión de esos límites, así como la extensión del consenso
alrededor de los principios de la agamia, hará accesible su superación. A diferencia de la
adhesión a una ideología política utópica, la agamia no se vive a la espera de una gran
transformación, sino construyendo cotidianamente esa transformación en torno nuestro.
Ser ágam@ es ir desarrollando las ideas, herramientas y relaciones que acercan la vida a
una vida ágama. Es entender que la eliminación de los lazos amorosos nos permite
construir otros más coherentes, integradores y estables; que era precisamente dentro del
amor, y no fuera de él, donde estábamos solos.
http://hyperbole.es/2014/03/agamia-mas-alla-del-amor/