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Dos árboles y una familia de ardillas - Sergio Augusto Vistrain.

Érase una vez un bosque lleno de árboles, arbustos y flores de todos tamaños, formas y
colores, enclavado en un área de clima tropical, donde muchos animales, desde que nacían y
hasta que morían, vivían gozando de la abundancia de alimento que el bosque les convidaba.
En medio del bosque corría un río, cuyo caudal era tan fuerte, que no era raro ver cómo
arrastraba toda clase de plantas y animales sin la menor compasión ni misericordia, hasta
abandonarlos totalmente destrozados, muy lejos de donde los recogía.
Una familia de ardillas que no tenía hogar, decidió ocupar dos de los más hermosos árboles
de ese bosque. Eran los más frescos y frondosos, pues habían nacido justo a la orilla del río, lo
cual, les permitía nutrirse a placer tanto de la tierra como del agua, que bañaba la parte superior
de sus raíces y las mantenía eternamente frescas a pesar del irreverente calor que azotaba la
región.
Ambos árboles, crecieron junto con varias generaciones de esa familia de esponjados y
traviesos petigrises que los habitaban. En uno de ellos, el que se encontraba río arriba, por alguna
razón se habían concentrado las ardillas más irresponsables e insensatas de la familia, mientras
que, en el otro, y por la misma extraña razón, parecían haberse aglomerado las más cuidadosas,
esmeradas y trabajadoras; las más responsables y solidarias.
Todos saben que los árboles no pueden ver, pues no tienen ojos, pero, aunque tampoco
tienen oídos, son capaces de escucharnos si les hablamos. Y también son capaces de sentirnos si
nos aproximamos a ellos y los tocamos con cariño. Cuando así lo hacemos, notamos claramente
que su follaje es más abundante y frondoso, sus flores más bellas y aromáticas, y sus frutos más
dulces y jugosos. Y cuando reciben huéspedes en sus troncos y en sus ramas, los acogen y les dan
cobijo, seguridad y alimento.
Eso mismo hicieron los dos árboles que protagonizan esta historia. Alojaron a la familia de
ardillas, les brindaron alimento y las protegieron de las inclemencias del tiempo; el viento, la
lluvia y el ardiente sol del trópico.
Con el tiempo, el árbol que se encontraba río abajo, el de las ardillas amistosas, continuó su
desarrollo y se convirtió en la envidia de toda la comarca. Era el más grande, el más frondoso y el
más pródigo de todos, y el más generoso también. Sus afanosas pobladoras, no sólo se servían de
él, sino que también se esforzaban por tenerlo en forma. Lo limpiaban, lo abonaban, y aun
cuando sabían que al árbol le resultaba aguda y profundamente doloroso, también lo podaban. Le
mondaban las ramas que le crecían del lado del río, como si se opusieran a la natural tendencia
que tienen todas las plantas a buscar la humedad. Pero ellas sabían por qué lo hacían.
En cambio, las ardillas del otro árbol, del que se encontraba río arriba, se limitaban a
disfrutar de la hospitalidad de éste, sin darle nada a cambio, sin cuidarlo, sin limpiarlo. Y como
intuían que a todos los seres vivos les duele que los mutilen, nunca lo podaban. Por el contrario,
dejaban que se desarrollara y se extendiera a su libre albedrío. Así, con el paso de los años, una
de sus ramas, la más grande y exuberante, creció, creció y creció, extendiéndose sin límite sobre
el cauce del río, como si quisiera acompañarlo hasta encontrarse con el mar. Ambos, anfitrión y
huéspedes, disfrutaban con plenitud de la fresca brisa de las aguas que incesantemente corrían
debajo. Era el lugar preferido por esas ardillas. Pasaban ahí la mayor parte del día y de la noche.
Era un lugar paradisiaco; apacible y plácido, casi celestial.
Cierta tarde, al principio del verano, cayó sobre aquel bosque una lluvia torrencial que mojó
a todos los animales y plantas que allí vivían, e hizo crecer el cauce pluvial con tal magnitud, que
alcanzó la idílica rama y tiró de ella con tal fuerza, que sin la menor misericordia arrastró al árbol
entero, cual despreciable baratija, junto con todos sus moradores.
Haber cortado al árbol esa rama, cuando era apenas una vara, desde luego que le habría
dolido, pero seguramente que el final de esta historia no habría sido tan desdichado.
Moraleja: Si tu mejor amigo desvía su camino, y no quieres abandonarlo, no te importe si el
contrariarlo, sirve para que enderece su destino.

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