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Había una vez, en las frondosas arboledas de la cuenca Amazonica, una Hermosa pareja de

guacamayos amarillos. Formaban parte de una cuantiosa parvada de 30 preciosos individuos de


colas largas y plumas coloridas, cuyos majestuosos miembros solían volar por los cielos húmedos
de la selva.

Juntos, vivían su vida como cualquier animal salvaje, en búsqueda de alimento y refugio.

Él y ella llevaban largo tiempo de haberse emparejado, trayendo al mundo con su amor
inseparable y tras el paso de los años entre agostos y eneros, a 7 preciosos y fuertes polluelos que
habían crecido ya, para convertirse en magníficos ejemplares.

Comían juntos de la arcilla anaranjada que encontraban a la orilla de los ríos, para evitar así
intoxicarse con las exóticas delicias de las cuales solían deleitarse para suplir sus hambreados días
de vuelo y algarabía.

Y así vivían su día a día de animales, dos aves cuya alma era una sola, nacidas para pasar juntas su
existencia, entre ramas, arbustos y palmeras. Destinadas a compartir 36500 atardeceres
despiojándose el plumaje.

Con el paso de los años fueron testigos del ir y venir humano.

Ah, los humanos, criaturas peladas carentes de plumaje, como pichones recién salidos del
cascarón, con sus prendas extrañas de telas que simulaban el color cuyas almas oscurecidas por la
avaricia habían perdido.

Algunos cargaban objetos extraños que escupían fogonazos letales que esfumaban la vida de cuan
animal tuviera la mala suerte de toparse. Otros simplemente se dedicaban a observar con ojos
curiosos, siempre expectantes escudriñando los misterios de la selva. Había los que simplemente
se dedicaban a vagar sobre troncos enrarecidos que flotaban por el correr calmo de los ríos.

Al igual que las demás especies, los había de todo tipo, forma y variedades.

Sin embargo, todo ser vivo que caminase o poblase las amplias extensiones de la bella amazonia
tenía la certeza de saber que la presencia de los humanos jamás traía consigo cosas buenas.
Aunque no todos eran malos, como bien las aves lo sabían, su llegada arrastraba siempre un hedor
a mal presagio. Y de pronto, cuando menos lo pensabas, llegaba el caos provocado por sus manos
egoístas.

Pero para aquellos dos enamorados, los humanos parecían tan solo un cuento de malos andares y
raros aconteceres que volaba de boca en boca entre las lenguas silvestres pobladoras de la selva.

Sin embargo, con el paso de los años, y con el crecer de sus huevos convertidos en polluelos que
con su enaltecido vuelo mantuvieran vivo su legado, el avistamiento de los humanos se había
vuelto significativamente frecuente, hasta tornarse en un suceso casi cotidiano.

Así, nuestra bella pareja tuvo que aprender a mantenerse ocultos entre el follaje de las copas de
los árboles o los troncos huecos de las palmeras muertas en los que solían empollar. La cautela,
entre sus gritos y volares, se volvió un saber casi instintivo para aprender a sobrevivir en sus cada
vez más escasos hogares rotos por aquellos primates pelones que creían que por caminar erguidos
podían creerse superiores, y que derramaban la sangre de los suyos por luchas que los animales
percibían incomprensibles.

Habían contemplado pesarosos, la muerte de millones de otras aves, por motivos varios, pero
todos ellos causados por las mismas manos que acababan con todo lo que intentaban alcanzar
incluso antes de tocarlo.

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