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HISTORIA DE RASSELAS,

PRÍNCIPE DE ABISINIA

PRIMER VOLUMEN
CAPÍTULO I

Descripción de un palacio en el valle

U STEDES QUE escu chan con credu lidad los


fantasía y que persigu en con impacien cia la sombra de la
susurros de la

esperanza; que pi ensan que el ti empo solo dispond rá lo deseado en


la juventud y qu e el porvenir compensará la s caren cias del presen te;
atien dan la histori a de Rassela s, prínci pe de A bisin ia.

Rasselas era el cu art o hijo de un poderoso em perador, en cu yos


dominios nacía el curso vital d el Padre de las Aguas, y cuya
prodigiosa li beralidad atenuaba su riqueza perenne, pues esparcía
sobre medi o mundo los fru tos egipci os.

De a cuerd o a la costumbre transmi tida por generaci ones ent re los


mon arcas de la z ona tórrida, R asselas fue in ternado en un palaci o
privado, junto a otros hijos e hijas de la realeza abisinia, donde
permanecería hasta que la orden de sucesi ón lo llevase al tron o.

El lu gar, que la sabiduría o el caprich o de los antiguos había


design ado pa ra residencia de los príncipes a bisinios, era un
espaci oso valle en el rei no de Amh ara, rodeado enteramente de
mon tañas, cu ya s cimas se a pilaban hacia la pa rte central. El único
pasaj e de entrada se h alla ba baj o una roca, y era obj et o de la rgas
discusi ones si su formaci ón era obra de la naturaleza o de la
industria h umana. El denso bosque ocu lta ba la salida; la boca que
daba al valle estaba prot egida con pu ertas de acero forjada s por
antiguos a rt esan os; pu ertas tan pesadas que, sin ayuda de
art efact os, ningún hombre las hubiese podido manipular.

Desde los costad os de las mon tañas baja ban ria ch uelos que
colmaban t odo el valle de verdor y fertilidad. Al centro se form aba
un lago que h abita ban peces de todo tipo y que frecuentaban av es
ligeras, ca paces de h endir las agu as gracias a la instrucci ón del
tiempo. Una corri ente qu e se aventuraba ent re las gri etas oscu ras de
las peñas del nort e m esuraba el lago, y caía, después, de precipi ci o
en preci pici o, hast a en contrar su silencio.

L os flancos de las mon tañas esta ban cubi ertos de árboles; gran
vari edad de flores delineaba el borde de los arroyos; las ventiscas
pulían las rocas, rev elando sus aro mas al ent orno, y, cada m es,
como u n milagro, hacían caer los frutos a la tierra. Los a nimales que
pastan la v erdura del suelo o ram on ean los arbust os, ya fueran
salvajes o d omésticos, erraban despreocu pados por el vast o
circu it o, protegidos de las jaurías por el bastión n atural que los
cercaba. Aquí y allá, manadas ali mentán dose apacibl em ent e o,
animosas, ju gueteando en los pa st izales; el impetuoso ca brit o
triscando de roca a roca, el m on o sutil columpiándose entre el
ramaj e, y el solemn e elefant e reposando a la som bra. La diversidad
del mundo, la s bendici ones de la naturaleza, reunidas en un
santuario v edado a los demon i os y al mal.

El va lle, ext enso y rico, da ba a sus habitant es lo necesari o para


vivir. Y los deleites mundanos llega ban durante las visitas anuales
del em perador a sus hijos; cuando las puertas de hierro cedían al
sonido de la música y, du rante och o días, los residentes del valle
ex tremaban su ca pacidad para hacer agrada ble el aisla mient o, pa ra
sati sfacer las inquietudes de la curi osidad, y para amin orar el t edi o
de la s h oras calmas. Tod os los deseos eran cumplidos de inmediato.
Toda suerte de placer enriquecía las festividades; los músi cos
fatiga ban las posibilidades de la armonía y los bailarines
prodigaban su habilidad an te los príncipes, deseosos de pa sar su
vida en el et ern o gozo de u n cau tiveri o destinado sólo a aqu ellos
cuyo art e representara n ovedad o lu jo. Esa apari encia de seguridad
y di cha perpetuas daba aquel reti ro a los reci én llegados; y, como n o
era permitido el ret orn o a quienes eran despedidos, el efect o d e una
estancia prolonga da descan sa ba en el mist eri o. Cada año traí a
nuevas div ersiones y nuevos aspirantes al retiro.

El palaci o se alzaba sobre una llanura a treinta pasos de la


superfici e del la go. Se dividía en salas o cortes, con struidas con
mayor o men or magnificen cia según el rango de qu ienes las
habita ban. El t echo estaba ad ornad o con a rcos d e piedra ma ciza
unidos por un cem ent o q ue se endurecía al paso del tiempo; así, la
estru ctura soportaba, siglo tras siglo, desde el golpeteo de las
lluvias lev es del solsti ci o, hasta los bruscos hu ra canes del
equ inocci o, sin precisa r reparaci ones.

El edifici o era tan grande que só lo algunos viej os servidores,


cuyos servi ci os pasaban de una a ot ra d escenden cia, con ocían sus
secret os, pues, com o para guarda r secret os h abía sido planeado.
Cada cu art o poseía dos ent rada s, una de ellas oculta, y estaba
comunicado con el rest o de las h abitaci ones a través de galerías
privadas o de pasillos subt erráneos entre sótan os. Much as columnas
presenta ban ext rañ as cavidades que habían gu ardado los tesoros de
una larga esti rpe de reyes. Di chas abertura s estaban ocu ltas baj o
ornam en tos de márm ol para q ue no se abrieran sino en caso de
ex trema necesidad. Un libro cu st odiado en una torre a la qu e sólo
podía ingresar el emperador, asistido por el príncipe que h abría de
suced erlo, d etalla ba lo que habían at esorad o esos pilares.
CAPÍTULO II

El desconcierto de Rassela s en el Valle Feliz

A
LL Í, LOS HIJO S e hijas de Abisin ia, vivían entregados a las
suaves vicisitudes del pla cer y del reposo, at en didos por
quienes t enían la facultad de agradar; regalad os con cuant o
pudieran goza r los sentidos. Pa seaban por fra gan tes jardines, y
dormían en cobij o seguro. T odo a rt e pret endía hacerlos sentir
compla cidos de su situación. L os sa bi os que los instruían
enfatizaban las miserias d e la vida pública, y descri bían tod o más
allá de las m ontañas com o regi ones de calamidad, don de imperaba
la vi olen ta discordi a, y dond e el hom bre era presa del hombre.

Para mant ener la impresi ón de feli cidad, eran entret enidos


diariamen te con cancion es, cuyo tema era el Valle Feliz. Un a serie
intermin able de placeres div ersos excitaba su apetit o, y en juergas y
en risas ocu paban cada hora, desde el amanecer h asta el ocaso.

Dich os métodos, generalmente prosperaban; pocos prínci pes


habían deseado alguna vez amplia r sus horizont es; por lo comú n,
vivían convencidos de t ener a su alcance cuan to la naturaleza y el
art e podían ofrecer, y com padecían a quienes la provi dencia h abía
negado una dicha similar, com o ví ctimas de la su erte y esclav os de
la miseria.

Así pues, la mañana y la noche encontraban satisfech os de los


demás y de sí mi sm os, a t odos, men os a Rasselas, quien, en el
vigésimo sext o añ o de su edad, se distanci ó de pasatiempos y
reuniones para entregarse a caminatas solitarias y a medita ci ones
silenci osas. A menudo se veía en fastu osos banqu etes llen os de
manjares, y olvidaba probar siquiera las deli cias dispuestas frente a
sus oj os; se lev antaba abru ptam ente en mitad de un a canción, pa ra
alejarse, h astiado de la música. Los servidores notaron est os
cambi os, y se esforzaron en ren ov ar su amor por los placeres
fáciles. Él despreciaba su ofi ci osidad, rech aza ba sus in vitaci on es, y
pasaba los días en las ri beras de los arroyu elos, bajo la sombra de
los árboles, a veces escu chando el can to de los páj aros entre las
ramas, a veces observando el juego de los peces entre las rocas, o
dividiendo la aten ci ón entre el campo y las m ontañ as, donde los
animales pasta ban o dormían baj o los arbust os.

La singularidad de su gris humor lo destacaba. Uno d e los sa bi os,


cuyas pláti cas solía disfrutar, lo seguía en secreto, esperand o
descu brir el m oti vo de su inqu ietud. Rassela s, no sabi énd ose
observa do, tras haber puest o los oj os en unas ca bras q ue tasca ban
hierba en tre las rocas, em pez ó a compa rar su condi ci ón con la
propia.

“¿Q ué diferencia al hombre, se dijo, del rest o de los an imales de


la creaci ón? Todas las bestias q ue h allo junto a mí, tienen las
mismas necesidades corporales; si enten hambre y muerden el
césped, tienen sed y beben del arroyo, su sed y su hambre se
aqu ietan , se sient en satisfech as y descansan ; al desperta r, se hallan
hambri en tas nuevamente, así que se alimentan, para v olv er a
dormi r. Yo sient o hambre y sed como ellas, pero, cuand o cesan la
sed y el ham bre, no d escanso; yo, como ellas, sufro la necesidad,
pero la saciedad no m e bast a. L as horas desfilan pesadas y t rist es;
anh elo est ar hambrient o una vez más, pa ra t ener algo q ue llame mi
aten ci ón. Los pájaros picotean las bayas o el maíz, y vu elan hacia la
arboleda para posarse, en apa rent e felicidad, sobre las ra mas, d onde
se pa san la vida arm onizando una serie invariable de sonidos. Yo
podría llamar al lau dista y al cant or, pero los sonidos que ayer
disfrut é, hoy me fa stidian, y me h abrán de fastidiar mañana. No hay
en mí deseo que no pueda ser saciado, sin em ba rgo, no me sient o
conforme. El h om bre debe guardar u n sen timien to latente que n o
encuent ra consu elo en est e lugar, o debe t ener deseos más allá de lo
físico, qu e precisan ser mitigados ant es de poder ser feli z” .

Dich o lo ant eri or, levan t ó la ca bez a y, cont emplando la lu na que


se alza ba, caminó hacia el palaci o. Cuando pasaba por los jardines,
vio los an imales que allí había y dijo, “Ustedes son felices, y n o me
envidian al verm e entre los suyos, a brumado conmigo mism o; pero,
tampoco yo envidio su feli cidad, porq ue n o es la felicidad del
hom bre. T engo pesares qu e ustedes n o con ocen; t emo al d olor
antes de sentirlo; t em o a los males pa sados y a los males por venir;
mas, la equ idad de la providen cia, segurament e h a eq uilibrad o
sufrimient os ex cepci onales con placeres ún icos” .

El prínci pe se entret enía con observaci on es pa recidas du rante su


regreso al palaci o, y las pronunciaba con v oz quej osa; aunque era
not ori o qu e lo com placía su perspi ca cia, y qu e hallaba ci erto placer
en las a parent es miserias de su vida, pu es le perm itían tener
con ciencia de la delicadeza de sus sen timien tos y de la elocu encia
con que lograba ex presarlos. C on alguna alegría se reintegró en las
diversi on es d e la tarde, y t odos se regocija ron al adv erti r el
desah ogo en su cor azón.
CAPÍTUL O III

Las necesidades de quien nada necesita

A
L DÍA SIGUIENTE, su viej o instruct or, creyendo con ocer las
inqu ietudes del prínci pe, esperaba t ranq uilizarlas con
consej os. Buscó diligentem ente una oportunidad para en cara rlo;
pero el prínci pe, con sideran do a gotada la lu cidez del an ciano,
rehuía el encuentro: “ ¿Por qué desea entromet erse con migo? ¿Habré
de sufri r pa ra si empre el recu erdo de aqu ellas charla s que sólo
encan ta ban por la nov eda d, y q ue, para in teresar otra v ez, deben ser
olvidada s primero? ”. Despu és caminó h acia la a rboleda, dispu esto a
meditar com o de costum bre; pero, a ntes de que sus pensamient os
toma ran forma, sintió cercano a su persuasor. Movido por la
impa ciencia, q uiso huir precipita damen te; pero, no deseand o
ofender al h ombre que algu na v ez reveren ci ó y al que aún quería, lo
invitó a t omar asi ento junt o a él.

El viej o, así animado, com enz ó a lamentar los recientes cam bi os


del príncipe. Pregu ntó por qué abandonaba con frecu encia los
placeres del pala ci o a cambi o de la soledad y del silencio. “Huyo del
placer, cont est ó el príncipe, porq ue el placer n o me con forma. Est oy
solo porque soy misera ble y porque n o quiero nublar con mi
presencia la feli cidad ajena” . “Señ or, dijo el sabi o, eres el primer
desdichad o en el Valle Feliz. Esp ero convencerte de que tus
lament os son injustificables. Aq uí posees t od o cu anto puede
ot orgar el emperador de A bisinia; sin tener que soportar a rduas
tarea s, sin peli gro s que afrontar, ti en es cuanto procu ran la labor y
el riesgo. Mira alreded or y dime cu ál de tus necesidades permanece
insatisfecha; si nada quieres, ¿cóm o es qu e te sient es infeliz?” .
“Mi desinterés, respon di ó el prínci pe, o n o saber cuá les son mis
intereses es la causa de mis quejas; si su piera lo qu e n ecesito,
tendría ci ertas ambi ci ones; me esforzaría por alcan zarlas, y
ent onces, n o m e en tristecería ver la lenta marcha del sol hacia las
mon tañas del oest e, no me angu stiaría cuando irrumpe la mañana y
el su eñ o ya n o pu ede protegerm e de mí. Cu ando veo a los niños y a
los corderos persi guién dose unos a otros, se me ocu rre q ue serí a
feliz si tuviera algún propósit o. Pero , al tener t od o lo que me hace
falta, los días, las horas me parecen etern as, y cada una más tedi osa
que la anteri or. Usa tu ex periencia pa ra decirme cóm o recu perar
aqu ellos días de mi in fancia en que la naturaleza era novedosa y
cada instante brindaba algo nun ca vist o. Ya h e goza do bastant e;
dame algo a que aspirar” .

El an ciano est aba sorprendido por esta nu eva suerte de afli cci ón
y, aunque no quería qu edarse callado, n o sabía cómo respond er.
“Señor, dijo, si pudieras ver las miserias del mu ndo, valora rías tu
suerte” . “Ah ora, respon di ó el príncipe, me h as dado algo que desear;
debo partir para ver las miserias del mu ndo, pu esto q ue su
con ocimient o es necesari o para ser feliz” .
CAPÍTULO IV

El prínci pe continúa pesaroso y meditativo

U NA MÚSICA DECRETÓ la h ora de com er y con cluyó la ch arla. El


viej o se alej ó descont ent o de ver que sus razon amient os
habían preci pitad o el desenlace que intentaba prevenir. Pero, en el
crepúsculo de la vida, las penas y las culpas ti enen cort a du raci ón;
sea porque sobre llevamos con mayor fa cilidad lo que hemos
enfren tado de continuo; porqu e, al sufrir una edad en que
rarament e se preocupan de nosot ros, n os preocu pam os menos por
los demás; o porq ue la cercanía de la mu ert e impera sobre ot ras
aflicci on es.

El prínci pe, cu ya s perspectivas se habían ampliado, n o con seguía


sosegar a tiem po sus constantes inquietu des. An teriorment e, lo
había at errorizado la duraci ón de la vida q ue le depa raba la
naturaleza, pu es deducía que, a mayor ti em po, corresp ondía mayor
pesar; ah ora, se regocijaba de su juventud, pues más años
comportan má s a cciones.

Aquel primer rayo de esperanza qu e h acía blan co en su mente,


remozó el color de sus mejillas y aument ó el bri llo de sus ojos. L o
dominó el deseo d e hacer algo, pero no sa bía con cert eza qu é, ni
cómo.

Ya n o se le v eía soli ta ri o o trist e; pero, al consid erarse poseedor


de un a fu ent e secreta de feli cidad, si mulaba ocu parse en t odas las
formas de ent ret enimiento, y se esmeraba en h acer que los demás se
sintieran compla ci d os en un estado q ue a él, en realidad, le
fastidiaba. Pero los placeres n unca son tan t os ni tan continuados,
para n o deja r vacan te gran part e de la vida; h abía muchas h oras del
día y de la n oche, que él utilizaba para la reflexi ón, sin prov ocar
sospech as. Ha bía aligerado su carga espi ri tu al: acudía con
entusiasmo a las reunion es, porque suponía que su frecuen te
parti cipaci ón era necesaria para alcanzar sus propósit os; después,
ret ornaba gustoso a la privacidad, pues t enía en qu é trabaj ar el
pen samient o.

Su princi pal diversi ón era imagin arse aq uel mundo qu e n unca


había visto; situarse en circunstancias diversas; verse envuelto en
dificultades ilusorias, y com pli cado en fan tasiosas av en tu ras. Pero
esa imagi naci ón t erminaba por con vertirse en ansiedad; se revelaban
el engañ o y la opresi ón; se disipa ba el gozo.

Así pasa ron veinte meses. S e en tregaba con tal vehemen cia a sus
figuraci ones, qu e olvidó su v erdad era soledad; perdía tantas h oras
suponiendo viven cias ext raordinarias, que dej ó a segundo plan o su
relaci ón con el mundo.

Un día, al descan sar jun to al rí o, im aginó qu e una jov en hu érfana,


despoja da d e su pequeñ a dote por un amante t raici onero, imploraba
justicia. La imagen creada por su mente result ó tan vív ida, q ue se
levant ó en defensa de la don cella, y corri ó a la caza del ladrón con
el est remecimient o de una persecuci ón v erdadera. El t em or
acelera ba la huída del culpa ble. Rasselas no podía captu ra r al
fu gitivo a pesa r d e t odos sus esfuerzos; pero, decidido a vencer por
la persev eran cia a quien no podía ven cer en veloci dad, sigu ió
corrien do hasta que el pi e de la m ont aña lo detuv o.

Allí recu peró la compostura, y ri ó de su van o em puj e. Alzan do los


oj os hacia la mont aña, dijo, “ Est o es el obstá culo fatal qu e impide a
un tiempo disfruta r los placeres y ej ercitar la virtud. ¡Hace cuánt o
mis esperan zas y mis deseos ex cedieron los límites d e mi vida, los
cuales, sin em bargo, n o he llegado a bordear realment e!” .

A batid o por esta reflexi ón , se sent ó a m edita r y a recordar que,


desde q ue resolvió esca par de su confinamien to, el sol h abía
completado por segunda vez su ciclo anual. Ahora pa decía ci ert o
arrepentimient o que nunca antes sintió, porque imaginaba las cosas
que pudo haber hech o en el tiempo ya perdid o. Com paró esos v ein te
meses con la exist encia del h ombre. “ En la vida, dijo, n o importan la
ignorancia d e la niñ ez ni los impediment os de la senectud. Pa sa
largo tiempo antes de saber pen sa r, y pront o con cluye la ca pacidad
de ha cer. El peri odo útil de la vida h umana, pu ede estimarse en
cuarenta años, de los cuales he pa sado fantaseando la vigésima
cuarta part e. L o perdid o es inmu table, pero, ¿qué me d epa ra rán los
próxim os veinte m eses?” .

La con cien cia de sus errores lo afect ó profundamente, y ta rd ó


mucho en recon ciliarse con sigo mismo. “ El rest o de mi tiempo, se
dijo, ha sido malgastado por la insensatez de mis an cestros, y por
las tradici on es ab surdas d e mi paí s; lo recu erdo con disgusto,
aunque no sient o rencor. Pero los m eses transcurridos desde que mi
alma reci bi ó la nueva lu z, desde que con cebí la idea de u na legítima
feli cidad, han sido desperdi ciados por mi propia culpa. He perdid o
lo q ue no pued e ser rest au rado: he vist o la salida del sol, y su
ocaso, por v ein te meses, oci oso espectador del soberano del ci elo.
En ese tiempo, los pájaros d eja ron el nido de su madre y se
aventuraron hacia la arboleda y h acia las alturas: el niñ o que
abandonó el seno matern o ya se a ferra a la roca para sost en erse por
sí mismo. Sólo yo no he logrado av anzar, y sigo desamparado e
ignorante. L a luna, en sus más de v ein te translaci on es, m e ha
advertido sobre el flujo de la vida; el arroyo, incesan te baj o mis
pi es, reprocha mi i nactividad. Me entregué al festín de los placeres
intelectuales, sosla yan do el ej em plo de la tierra y las instrucci ones
de los astros. Y, ¡veinte meses pasaron, com o un sueño!” .

Estas lú gubres m edita ci ones tiranizaban su m ente; le t om ó cu atro


meses decidirse a no perd er más tiem po en inútiles cavila ci ones,
movido por la expresi ón que oyera d e una sirvienta luego d e haber
roto una taza de porcelana: “lo que no tien e remedio, n o debe
lamentarse” .
Aquello era obvio; y Rasselas deploró n o haberlo pensado ant es;
nunca consideró cuánta sabiduría podía gu ardar el azar, n i la
frecuencia con que la mente, absort a en los capri ch os de su
imaginería, descuida las v erdad es q ue descan san frent e a ella. Tras
sentirse av ergonza do de su s quejas durante algu nas horas, enfiló
sus pen samient os hacia la forma de escapa r del V alle de la
Felicidad.
CAPÍTULO V

El prínci pe planea su esca pe

D ETERMINÓ Q UE SERÍA mu y difícil llevar a cabo lo qu e h abía


sid o sencillo su poner. Cuando miró alrededor, se vi o cercad o
por obstá culos naturales nun ca antes vencidos, y por una puert a
que n o permitía el ret orn o de qu ien un a vez sali ó. Sentía la
impa ciencia del águila enjaulada. Pasó semana tras semana
escaland o m ontañ as en busca de algún resquicio en la arboleda,
pero t odo condu cí a hacia las alta s cimas inaccesi bles. Desisti ó de
forzar la gran pu erta de a cero; n o sólo porque había sido asegurada
por t odos los medios de la herrería; sino porque era cust odiada por
diversos centinelas, y porq ue su orientaci ón la exponía al escru tin io
constante de t odos los pobladores.

Examin ó la cav erna por d onde el lago se preci pitaba fuera del
valle; y, al bajar los oj os en un mom ento en q ue el sol ilumin aba con
fu erza gran pa rt e de la gruta, la descu bri ó llen a de rocas dentadas
que permitían el paso del agua a través d e est rech os pasaj es pero
que, sin duda, impedirían el paso de cu alquier cu erpo sólido. Acabó
descorazonado y lú gubre; aunque, alentad o por la bendici ón de la
esperanza, prometi ó nun ca rendirse.

Pasa ron diez meses de ex ploraci ones in fru ctu osas. Tiem po alegre,
sin emba rgo: se levantaba t odas las mañ anas con ren ovados brí os,
en las tard es alaba ba su propia diligencia, y en las noches
descansaba profundament e de t odas sus fatigas. Aunque frecu ent ó
cient os de diversi on es qu e en torpecían su labor y dispersaban sus
pen samient os; aprendió a distingu ir los va riados insti nt os animales
y las propi edades de las plantas, en ese retiro colmado de
maravilla s con las que pensaba con solarse en caso d e n o poder
efectuar su parti da. Se alegró d e que su s metas, aun sin ser
alcanzadas, lo hu bi eran provisto de una in agotable fu ente de
investigaci ón.

Pero su principal in quietu d no estaba satisfech a; deseaba


examinar el com port amient o de los hombres. Avivado el deseo,
mengua ba la esperanza. Dej ó de sondear las paredes de su encierro,
y ya n o idea ba nuevos mét odos para en cont rar salidas imposi bles.
No obstant e, h abía det erminado ma ntener siempre presen tes sus
obj etivos para a provech ar cualquier oportunidad que le brindara el
tiempo.
CAPÍTULO V

Una disertación sobre el arte de volar

E
NTRE LO S ARTISTAS traídos al Valle Feliz para t rabajar por la
com odidad y el placer de su s ha bi tan tes, se en con traba u n
hom bre, eminente por su con o cimien to sobre los poderes
mecánicos, que había inventan do mu chas máquin as para fines
prácti cos y recreaci onales. Mediante una rueda impulsada por el
mismo arroyo, dirigía el agu a hacia un a torre, desde donde era
distri bu ida hacia t odos los apartament os del pala ci o. Erigi ó un
pabellón en el jardín, alrededor del cual se mantenía el aire si em pre
fresco por m edi o de duchas artificiales. Una parte de la arboleda,
frecuentada por las mujeres, era ventilada por a banicos a través de
los cuales pasaba un riacho que mantenía el movimient o con stan te;
y, aparat os de su ave músi ca dispuest os a distan cias precisa s, eran
tañidos por el im pulso del vi ent o o el correr d el agua.

Est e a rtist a era visitad o algun as veces por Rasselas, q uien se


compla cía con t odo ti po de con ocim ien to, imaginan do que llega ría
el ti em po en que su sabiduría le sería ú til en el mundo real. Un día
en que llegó pa ra entret enerse com o acostu mbra ba, en cont ró a su
maestro ocu pado en la con st rucci ón de un carro im pulsado a v ela:
vio q ue el diseñ o era adecuado pa ra su perfi cies planas y, most rand o
gran admira ci ón , deseó v erlo pron to terminado. El q ue trabajaba se
most ró compla cido con la estima del prín cipe y qu iso estimular aún
más su sorpresa. “ Señ or, dij o, has vist o solam ente una mínima parte
de los alcan ces de la ciencia m ecánica. Soy d e la opinión de qu e, en
vez del tardo desplazamient o de barcas y carrozas, el h ombre
debería utilizar la veloz movilidad de las alas: el campo aéreo est á
abi erto a la inteligencia; ú nicamente el oci o y la i gnoran cia debi eran
arrastrarse por el suelo” .
Esta alusi ón reavi vó en el príncipe el deseo de su perar las
mon tañas; habiend o vist o lo q ue el i ngenio había llevado a cabo
hasta el m oment o, deseó fervient emente que pu diera hacer más;
aunque decidió av erigu ar a fondo, an tes de que la esperanza se
convirtiera en decepci ón . “ Me tem o, dijo al artista, que la
imaginación prevalez ca sobre la habilidad, y que h aya h ablado más
el deseo que el conocimient o. A cada animal se asigna un elemen to;
para la s a ves, el ai re, para el h om bre y la s d emá s bestias, la tierra” .
“Mas, replicó el artista, los peces ti enen el agu a, en la que otros
animales nadan por naturaleza, y el h ombre por maña. Aquél que
puede nadar, no debería pon er reparos al mi rar el cielo: n ada r es
vola r en un denso fluido, v olar es n adar en m edi o más sutil. Sólo
debem os arm onizar nuest ra resistencia con las diferentes
den sidades de la materia qu e qu eram os surca r. Sin duda te elevarás
mientras pu edas ren ova r el impulso sobre el aire más rá pido de lo
que el aire se desvía por la presi ón” .

“Pero la nataci ón es la bori osa, dijo el príncipe, in cluso el braz o


más fuert e queda pront o extenuado; tem o que el acto de volar sea
todavía má s vi olento, y q ue las alas no sean de gran utilidad; a
men os que podamo s v olar a ma yor distancia de la que nadamos” .

“L a tarea de elevarse, dij o el artista, será ardua, como lo vemos en


las pesadas aves d e corral; pero, a m edida que vayamos subi endo, la
atracci ón de la tierra y la grav edad del cu erpo disminu irán
gradu almente, h asta llega r el punto en q ue habrem os de flota r sin
posi bilidades de caer, y n o precisa remos más que m overn os hacia
adelan te, lo qu e efectuará el impulso más leve. Tú, señ or, con tu
vasta imaginaci ón, con cebirás fá cilmen te con qué pla cer u n filósofo,
provist o de alas y suspendido en el cielo, v erá a la Tierra, con sus
habitantes rodando debaj o de él, presentán dole sucesivamen te
todos los países u bicados en el mismo paralelo, gracias a su
movimient o diurno. ¡Cuán to regocijará al especta dor suspenso la
escena cambiante de tierra y océan os, desi ert os y ciudades!
¡Contempla r con la misma seguridad los cen tros de co merci o y los
campos de batalla; las montañas infestadas de bá rbaros y las
regi ones fru tales engalanadas de riqueza, al arrull o de la paz! ¡Cuán
fácilm en te remont aríam os toda la extensi ón del Nilo; d ejan do atrás
regi ones distant es, y examinando la faz de la n aturaleza de un
ex tremo a ot ro!” .

“T odo eso, dij o el prín cipe, es bastante deseable, pero t em o que


ningún hombre sea ca paz de respira r en esas regi ones de
cont emplaci ón y calma. Me han dicho que la respira ci ón se dificu lta
sobre las altas mon tañas, y qu e, de sus preci pi ci os, tan alt os com o
para producir u n aire muy t enu e, es m uy fá cil caer. En consecuencia,
sospech o que, a cualquier altura en que la vida sea posi ble, exist e el
peligro de un rápido descenso” .

“Nadie in tentarí a nunca nada, repuso el a rtist a, si todas las


obj eci ones posi bles debi eran ser resu eltas inicialmente. Si fav oreces
mi proyect o, inten taré el prim er vuelo baj o mi propi o riesgo. He
tomado en cu enta la estru ctura de t oda s las especies volátiles, y
descu brí q ue el plegamient o continuo de las ala s del murciélago se
acomodaría con m ayor fa cilidad a la forma human a. Basado en este
mod elo, mañ ana deberé comenzar mi labor, y pa sado un año espero
dominar las alturas, aleja do de la malicia y las preocupaci on es del
hom bre. Pero sólo tra ba jaré baj o esta condi ci ón : mis intenci ones n o
deben ser divu lgadas, y n o me pedirás ala s para nadie fuera de
nosot ros” .

“¿Por qu é negarle a otros una ventaja tan important e?, pregu ntó
Rasselas. Toda s las h abilidades deben ser ej ecutadas pa ra el
ben efici o u niversal; cada h ombre debe mu ch o a los otros, y debe
compensar las at en ci ones recibidas” .

“Si tod os los h ombres fueran virt uosos, exclam ó el artista, con
gran entusiasmo enseñaría a t od os a vola r. Pero, ¿qu é refugi o
tendrían los bu en os, si los malos pudieran acom et erlos desd e el
aire? Cont ra un ej ércit o que se abre pa so entre las nu bes, n o hay
muros, n i montañas, ni mares qu e den seguridad. Una banda de
salvajes prov enientes del n ort e pudiera ayudarse del vien t o pa ra
irrumpir d e una vez, con vi olencia i nexora ble, sobre u na capital o
regi ón produ ctiva situada debaj o de ellos. Incluso est e valle, retiro
de príncipes, templo de la felicidad, podría ser vi olado por el súbit o
descenso de alguna de las rústi cas nacion es q ue pululan en las
costas de los mares del su r” .

El prínci pe prom eti ó di screci ón, y esperó el resultado con alguna


esperanza de éxit o. Visitaba el taller de tiempo en tiempo,
observa ba los av ances, y adv ertía muchas mej oras in gen iosas pa ra
facili tar el movimient o y nivelar livia ndad con resist encia. El artista
estaba cada día más seguro de que dejaría atrás a los bu itres y a las
águilas. La fuerza de su con fianza alcanzó al prínci pe.

Luego d e un año, las alas esta ban terminadas y, la mañana


prevista, el creador apareci ó dispuest o a volar sobre un peq ueñ o
promon t ori o. Sacudió los piñon es por u n rat o, para juntar aire,
saltó de su sitio, y cayó h acia el la go inmediatament e. Sus alas,
inútiles en el aire, lo mantuvieron a flot e dentro del agua, y el
príncipe pud o dev olv erlo a tierra, medi o muerto por el terror y por
el fracaso.
CAPÍTUL O VII

El prínci pe encuentra a un hom bre de erudición

A
L PR ÍNCIPE NO lo afligi ó d emasiado est e desastre, sólo sufrí a
la espera de u na situaci ón más a fortu nada, pu es n o h abía
cont emplado ot ros medi os de escape. Persistía su deseo de
abandonar el Valle Feliz a la primera oportu nidad.

Su imaginación se había det enid o; a pesar de pon er todo su


esfu erzo en mantenerse animado, poco a poc o lo a presó el
descont ent o, y la trist eza nu bló sus pen samient os cu and o la
temporada de lluvias in terrum pi ó los paseos por el bosque.

Las lluvias fuero n más largas y más vi olentas q ue de costumbre:


las m ontañ as circundantes rompían las nu bes en t orrentes q ue se
precipitaban hacia el valle a t ravés d e las veredas. La gruta result ó
insu ficiente para desca rgar el agua, y el lago se desbordó,
inundando todo el valle. La elevaci ón sobre la que el palaci o estaba
construido, y algunos otros a ltos prom on t ori os, eran lo único
posi ble a la vist a. Las manadas y los rebañ os dejaron los pa stizales,
y los animales salvaj es y los man sos hicieron tregua en las
mon tañas.

L os príncipes est aban limitados a las diversi on es dom éstica s, y la


aten ci ón de Rasselas esta ba abi smada en un poema recitado por
Imlac, sobre las diversa s condici on es de la humanidad. O rden ó al
poeta que lo at endiera en su apartament o, y q ue recitara los versos
por segunda oca sión; despu és, pasan do a una plática familiar, se
sintió feliz d e haber hallado un hom bre que con ociera tan bi en el
mun do, y que pin tara con tanta h abilidad las escenas de la vida. Le
hizo cient os de pregu ntas sobre cosas que pensaba comunes a la
mayoría d e los mortales y que su confinamiento prematu ro le
mantuvo ajen as. El poeta compadeci ó su ign orancia, pero admi ró su
curi osidad, y lo en tretuvo día tras día con nov edades y en señan zas
que hacían que el príncipe deplora ra la necesidad de dormir, y
espera ra ansi oso qu e la mañana renovara su placer.

Un día, estando jun tos, el príncipe quiso q ue Imlac relata ra su


historia; el a ccidente o el m otivo que lo indu jo a t erminar su vida en
el Valle Feliz. Pero, cuando i ba a com enzar la n arración, Rasselas
fu e llamado a u n con ciert o, y obligado a reprimir su curiosidad
hasta el an ochecer.
CAPÍTUL O VIII

La historia de Imlac

E
N L AS REG IONES de la zona t órrida, el ún ico m oment o pa ra la
diversi ón y el ent ret en imiento se presen ta hacia el final del día.
Era pasada la m edi anoche cuando la música cesó y los príncipes se
retira ron a sus habitaci ones. Rasselas pidi ó a Im lac q ue lo
acompañara y q ue le refiri era la historia de su vida.

“Señ or, dij o Imlac, mi hist oria n o será larga: la vida consagrada al
con ocimient o t ranscu rre en silen ci o hasta su fin, y pocas v eces
varía. Ha blar en pú blico, reflexi onar en soledad, leer y escuchar y
cuesti onarse; respon der inquietudes, son ocupa ci on es del estudi oso.
Él anda por el mundo sin arrogan cia ni temor, y n o es con ocid o ni
valorado sin o por otros como él.

“Nací en el rein o de G oiama, a cort a distancia de la s fuen tes del


Nilo. Mi pad re era un rico m ercader qu e comercia ba entre las
regi ones del interior de África y los pu ert os del Mar R oj o. E ra
honest o, frugal y diligente, pero d e malos sentimient os y est recha
compren si ón : sólo desea ba ser rico y ocu lta r su riqueza, por mi ed o
a ser arruinado por los gobernant es d e la provincia” .

“Seguram ente, dijo el príncipe, mi padre ha bría d escuidado las


obligaci on es de su cargo, si un hom bre, den tro de sus dominios,
decidiera usurpa r las posesi ones de otro. ¿Acaso n o sabe que los
reyes son respon sa bles de las inju stici as permitidas, tant o como de
las h echas? Si yo fuera emperador, ni la m en or d e mis tareas sería
oprimida por la im punidad. Me hierv e la san gre al escu char que un
mercader n o se atreve a disfrutar sus h onest as ganancia s por mi ed o
de ex pon erse a la ra pacidad d el pod er. Nombra al gobern ador que
ha robado a la gen te; yo declara ré sus crímenes an te el emperador” .
“Señ or, dij o Im lac, tu a rd or es el efect o natural de la virtud
animada por la m ocedad: llegará el moment o en que h abrá s de
relevar a tu pad re, y tal vez escu charás con men or impacien cia los
actos del gober nador. En tierra s a bisin ias, la opresi ón es
infrecu ente e int olerable; pero aú n no h a sido descubierta una
forma de gobi ern o que pu eda imped ir tot alm ente la crueldad. L a
subordinaci ón sitúa de un lado el poder y del otro la obediencia;
mientras el pod er recaiga en man os del hombre, existirán abu sos. La
vigilancia del su premo magist rado puede hacer mu ch o, pero much o
quedará sin hacer. Él nunca podría estar al tant o de todos los
crímenes que se co meten, y rara v ez lograría castiga r t odos los que
con oce” .

“Eso, dij o el príncipe, me parece in con cebi ble, pero prefiero


escu chart e a discutir. C ontinúa tu rela to” .

“Mi padre, prosi guió Imlac, deseaba en u n principi o que yo n o


recibi era ot ra edu ca ci ón, sino aquella que me califi cara para el
comerci o; y, al descu brir en mí un a gran capacidad d e ret en ci ón , y
una rapidez de ent en dimiento poco común, a men udo confesa ba su
esperanza de que fuera, en algún moment o, el h ombre más rico de
Abisi nia” .

“¿Por q ué desea ba tu padre in cremen tar su opulen cia, dijo el


príncipe, cuando ésta ya era m ayor de la qu e podía manifestar o
disfrutar? No quiero dudar de tu vera cidad, pero, cu ando dos cosas
se contradicen, n o pueden ser correct as a la vez” .

“L as inconsist en cias, respondi ó Imlac, n o son correctas, pero,


tratándose del h ombre, pu eden ser v erdaderas. A demá s, la
diversidad n o es incon sist en cia. Mi padre podía esperar tiem pos
más seguros. De cualquier man era, es necesari o ma ntener algún
deseo para que la vida siga su curso, y, qui en tien e sat isfechas las
necesidades principales, pued e permi tirse aqu ellas de la fantasía” .
“Eso es aceptable hasta ciert o punt o, dij o el prínci pe. Lament o
haberte interrumpi do” .

“Con esa esperanza me man dó a la escu ela, procedi ó Imlac; pero,


cuando me d eleité en el con ocimi en to y sentí los placeres d e la
inteligencia y el orgullo de la inven ci ón , silenci osament e, empecé a
despreciar las riquezas y opté por relegar el propósit o de mi pad re,
cuyas rú sticas con cepci on es ganaron mi lástima. Tenía veinte añ os,
antes de que su ben ev olen cia me expusiera a las fa tigas del viaj e, en
cuya duraci ón fue instru ido sobre toda la literatura de mi pueblo
natal por diverso s maestros. A cada h ora obt enía un nu ev o
aprendizaje; vivía con stantes gratifica ci ones; pero, mi entras
avanzaba h acia la madurez, dejé de sentir mucha de la venera ci ón
con qu e solía observa r a mis instru ct ores; porque, al terminar la
lecci ón, no los h allaba más sa bi os o m ej ores q ue u n hom bre común.

“Pasado el tiem po, mi padre resolvi ó iniciarme en el comerci o, y,


reveland o un o de sus tesoros subt errán eos, sacó hasta diez mil
pi ezas de oro. E st o, jovencit o, me dij o, es el capital con q ue h abrás
de n egocia r. Yo comencé con men os de la qu inta parte, y pu edes v er
cómo la incrementaron el t rabaj o y la modera ci ón . Est o ha brás de
perder o de eleva r. Si lo derrocha s, por n egligen cia o ca prich o,
deberás esperar h asta mi muert e pa ra recuperar la fortuna; si en
cuatro añ os dupli cas tus recu rsos, cesará cualquier su bordinaci ón y
viviremos com o amigos y soci os; pues debe ser igual a mí quien
posee la misma ha bilidad en el arte de crear riq ueza.

“Descan samos nuest ro din ero sobr e los cam ellos, ocu lt o en fardos
de mercancías ba ratas, y viajamos rumbo a la costa d el Ma r R ojo.
Cuan do fijé los oj os en la vast edad de las a guas, mi corazón se
agitó com o el de un prisi onero fugitivo. Sen tí avivarse en mi men te
una curiosidad inextingu ible, y decidí a braz ar la oportu nidad de v er
los hábit os d e ot ras naci ones y de aprender ci encias descon ocidas
en Abisinia.
“R ecordé qu e mi padre m e ha bía obligado a incremen tar mi
ca pital, n o m ediante un a promesa que n o pudiera ser v iolad a, sin o
previendo una pen a qu e tenía libertad de su frir: así que det erminé
sati sfacer mi deseo predominante y, bebi endo de las fuentes del
con ocimient o, saciar la curi osidad com o se sacia la sed.

“Como se supon ía que debía comerciar lej os d el con tacto de mi


pad re, fue fá cil po nerme de acu erdo con el capitán de u n ba rco para
que me procu ra ra un pasaj e hacia otra regi ón. No ten ía m otivos pa ra
elegir det erminado rumbo; me bast aba no h aber vist o a ntes el lugar
al qu e arri ba ra. Por tal m otivo, abordé un a nave que se dirigía hacia
Surat, tras ha berle dejado u na carta a mi padre, ex plicánd ole mis
intencion es.
CAPÍTULO IX

La historia de Imlac continúa

C
UANDO ENTRÉ POR primera vez en el mundo d e las aguas y
perdí de vista la tierra, cont em plé lo que me rodeaba con
plácido terror y, pensan do que mi alma crecía ante la perspectiva
ilimitada, imagin é que podría fija r la mirada en cu alquier punto de
ese paisaj e sin cansarme nun ca; pero, tras un cort o ti empo, me sentí
hastiado d e la uniformidad est éril donde sólo podía ver lo q ue ya
había visto. Baj é a mi pieza, pregun tándome si sería posi ble que
todos mis placeres futuros t erminaran así, en disgusto y
frust ra ci ón. Pero, me dij e, el océan o y la ti erra son muy diferent es:
el a gua únicament e oscila d el m ovimiento al reposo, mi entras q ue la
tierra posee m ontañas y valles, ciudades y desi ertos; y es ha bitada
por h om bres de m uy distintas costumbres y de opiniones opu est as.
Puedo con fiar en que hallaré en esa vida la diversidad que me
niegue la naturalez a.

“Esa reflexi ón tran quilizó la mente y, durante el viaje, me


entretuv e, a veces a prendiendo de los marineros el arte de la
navegaci ón, que no ha bía practi ca do an tes; a v eces formand o
esquemas d e cond ucta para situaci ones en las que nunca me vi
envuelto.

“Esta ba casi h art o de mi s pasatiempos navales cuando arri bamos


a Surat. Asegu ré mi din ero, com pré algunas mercan cías para exhibi r,
y me uní a una caravana qu e se di rigía hacia tierra adentro. Mis
compañeros, por a lgun a razón , supon ían que yo era rico. Por mis
pregu ntas y por mi sorpresa d escubrieron mi ignorancia. Me
consid eraron un novat o al que tenían derecho a engañar, y que
debía aprender el art e del frau de pagan do el preci o acostu mbrad o
entre canallas. Me expusieron a la rapa cería de los sirvientes, al
abu so de los oficiales; me vieron ser despojado con falsas
promesas, sin más ganancia para ellos, que la de regoci jarse con la
superi oridad de su s con ocimient os” .

“Det ente un moment o, dij o el príncipe. ¿Exi st e en el hom bre tal


deprava ci ón, que le permite dañar a un sem ejan te sin obt ener
ben efici o? Puedo con cebir fá cilment e que a t odos les plazca la
superi oridad; pero tu ignoran cia era mero accidente y, al no ser
resu ltado d el crimen o de la estu pidez, no debi ó darles motiv o pa ra
con gratularse; el con ocimient o que ellos tenían, y que tú desea bas,
pudo ser t ransmitido por el consej o, con la misma efectividad que
por la t raici ón” .

“El orgullo, dij o Imlac, rara vez es delicado, y se com place con
actos perv ersos; el envidioso no perci be su feli cidad, sino al
compa rarla con la miseria de los ot ros. Eran mis enem igos porque
les afligía pen sa r en mi riqu eza; y, mis opresores, porque les
deleitaba sa berm e débil” .

“Prosi gue, dij o el príncipe. No dudo de los hech os que relatas,


pero sien to que los atri buyes a m otivos equivoca dos“ .

“Con tales com pañías, dij o Imla c, alcancé Agra, la ca pital del
Indostán, ciu dad donde, generalm ente, reside el G ran Mogol. Me
apliq ué al estudio del lenguaje nati vo, y en pocos m eses era capaz
de conv ersa r con hombres instruidos; algun os era n oscuros y
reservad os, otros eran accesi bles y comu nicativos; algunos
rech azaban en señar a los d emás lo que ellos h abían aprendid o
difícilmente; otros manifestaban que, el fin de sus estudios, era
ganarse el h onor de instru ir.

“El tu tor de los j óv enes príncipes llegó a estimarme a tal grado,


que me present ó ante el em perador como un hom bre de
ex tra ordinarios conocimient os. El emperador hizo muchas preguntas
acerca de mi país y de mis viajes; y, aunque de m om ento n o pued o
recordar algun a de las mu chas cosa s que dijo sobre el pod er del
hom bre común , q ued é asom brado de su sabiduría, y en am orado de
su bond ad.

“Mi repu taci ón creci ó tant o, qu e los mercad eres con los que había
viajado pedían mi recomenda ci ón ante las dama s d e la corte. Me
sorprendi ó la con fianza con que lo h acían y, gen tilmen te, les
reproch é sus a ctitudes durant e el camin o. Me escu charon
indiferent es y frí os; no dieron sign os de vergü en za o
arrepentimient o.

“Añ adieron a su peti ci ón la oferta de un soborn o; pero, lo que n o


haría por amabi lidad, no lo haría por din ero. L os rech acé, no por
haberme in juriado a mí, sino porq ue no podía permitirles dañar a
otros; sa bía que harían uso de mi bu en nom bre para engañar a
quienes compra ran sus m ercan cías.

“L uego de resid ir en Agra hasta que ya no qu edó más por


aprender, viajé a Persia, donde cont emplé los rest os de un
majestu oso pasad o, y donde observé mu chos nu ev os est ilos de vida.
La nación persa es nota blem en te soci al, y sus reuniones diarias me
dieron oportunidad de estudiar personaj es y costu mbres, y de
trazar la naturaleza humana en todas sus variaci on es.

“De Persia pasé a Ara bia, donde vi una naci ón al mism o tiempo
béli ca y past oral y nóma da; y cuyos ú nicos bi enes s on sus manadas
y rebañ os. Una naci ón que acarrea por genera ci ones una gu erra
hereditaria cont ra la humanidad, aunque n o codi ci en ni envidien sus
posesi ones.
CAPÍTULO X

L a historia de Im lac continúa. Una disertación sobre la poesía.

A
DO NDEQ UIERA QUE fui, encontré qu e la poesía era
considerada el aprendizaje má s n oble, y era vist a con una
veneraci ón sem eja nte a la que el hom bre debe tributar a la
Naturaleza Divina. Tam bién me llen ó de asom bro que, en casi t odos
los países, los poetas más antiguos eran considerados los mej ores:
ya fu era porqu e cualquier otro ti po de con ocimi ent o es u n logro
adq uirido gradualmente, mien t ras que la poesía es un don
con cedido t od o a un tiempo; o porqu e las primera s poesías de cad a
nación, admira bles por su noved ad, reti enen por consenso lo q ue en
principi o con siguieron por aza r; o porq ue, com o el propósit o de la
poesía es descri bir la naturaleza y la s pasi ones, que son siem pre las
mismas, los prim eros escrit ores t omaron para sí los tema s más
impa ctant es para hacer sus descri pciones y las idea s más efi caces
para la fi cci ón, obligando, a quienes siguen su camino, a transcri bir
los mism os event os y bu scar n uevas com bina ci ones de las mismas
imágen es. Cualquiera qu e haya sido la raz ón, es comúnmen te
acepta do qu e los primeros escrit ores conquistaron la natu raleza, los
siguien tes, el a rt e; los primeros dest acaron por su invenci ón y su
fu erza, los post eriores, por su elegancia y su refin amient o.

“Esta ba d eseoso de añ adir mi n om bre a esa ilustre frat ernidad. Leí


a todos los poetas de Persia y de Arabia; era capaz de repetir de
memoria los v olúmen es suspendidos en la mezquita de la Meca. Pero
pront o entendí que n ingún hom bre adquiere gran deza con
imitacion es. Mi anhelo de excelencia me impulsó a enfoca r mi
aten ci ón en la nat uraleza y en la vi da. La natu raleza iba a ser mi
tema, los hombres mi auditori o. Pero n o podía descri bir lo que n o
había vist o. No podía con mov er a nadie de t error o de gozo, si n o
entendía sus intereses y opin i ones.

“Decidido a con v ertirm e en poeta, comen cé a ver t odo d esde una


nueva perspecti va; mi campo de at en ci ón se había magn ificad o
súbitamente; n ingún tipo de con ocimi ent o m e era ex trañ o. Atravesé
mon tañas y desiert os en bu sca de imágenes y analogías, y grababa
en la mente cada árbol de los bosq ues y cada flor d e los valles.
Observaba con igual cuidado los vértices de la roca y los remat es
del pala ci o. A veces va gaba a lo largo del serpenteant e arroyo, a
veces con templaba los cam bi os en las nubes del verano. Para un
poeta, nada puede ser inútil. L a belleza y el espant o deben ser
familiares a su imagin aci ón: debe ser versado en el horror de lo
vast o y en la fin ura de lo pequ eño. Las planta s del jardín, los
animales del bosque, los min erales de la ti erra, los meteoros del
cielo, deben acudi r a su mente para prov eerla de una vari edad
inextinguible; porqu e t oda idea es útil pa ra reforzar o embellecer
las verdades de la religi ón o de la moral, y, quien sepa más, t en drá
mayor poder pa ra diversificar sus escen as y para grat ifi car a sus
lect ores con alusi ones remota s y en señanzas inesperada s.

“Por eso m e esmera ba estudiando t odas las apa riencias de la


naturaleza, y cada tierra q ue pude explorar favoreci ó en algo mis
habilidades poéticas” .

“En una investigaci ón tan ext en sa, dij o el prín cipe, seguram en te
quedó mu cho sin ser observado. Hasta ahora, he vivido en el
interi or de u n círcu lo de m ontañas, y nun ca he terminado un paseo
sin perci bi r algo que n o había cont em plad o o escuchado con
anteri oridad” .

“El tra bajo del poeta, dij o Imlac, n o es examinar al individuo, sin o
a la especi e; resalt ar propiedad es generales y a parien ci as comu nes.
Él no enumera las nervaduras del tulipán, ni descri be lo s diferentes
matices de la v erdura del bosqu e. En sus retra tos de la naturaleza,
debe exhibir caract erísticas impa ct antes y significativas para revivir
los ori ginales en la memoria; y debe pasar por alt o detalles
minu ciosos, q ue alguno pudiera apreciar y otro pa sa r por alt o, a
favor d e aquellos q ue son obvi os para la vigilancia o el d escuid o.

“El con ocimi ent o de la naturaleza es sólo la mitad de su la bor;


pues tam bi én debe estar en cont acto con t odos los modelos de vida.
Su condici ón req uiere qu e juzgue la feli cidad o la miseria de cada
circu nstancia, qu e observ e el alcance de t oda s la s pa si ones en todas
sus variantes, y t race los cam bi os de la ment e humana cuando es
modificada por las diferentes institu cion es y por las in flu encias
accidentales d el cli ma o de la s costu mbres, desde la vivacidad de la
infancia, h asta el abatimient o de la decrepitu d. Debe despoja rse de
los prejuici os de su edad y de su pueblo; debe considerar el bi en y
el mal en su estado a bstract o e invariable; debe d espreocu pa rse de
las leyes y opin ion es del presen te, y volcarse en las verdades
generales y t rascendentales, que siempre serán las mismas. En
consecu en cia, debe con tentarse con el lent o crecimien to de su
nom bre, desdeñar la admiraci ón de su propia época y confiar sus
deman das a la ju st icia de la post eridad. Debe escri bir como si fuera
el intérpret e de la natu raleza y el legislador de la humanidad, y
consid erar qu e presagia los pensamien tos y m odales de
generaci ones futuras, como un ser más allá del ti em po y del
espaci o.

“Y eso n o es t odo. Debe sa ber mu chas lengu as y muchas ciencias,


y, para que su estilo sea di gn o de sus pensami ent os, debe
familiarizarse con cad a sutileza del discurso y con ca da elegancia
de la arm onía, por medi o de la prácti ca in cesante” .
CAPÍTULO XI

El relato de Imlac continúa. Alusión sobre el peregrinaje.

I
ML AC SE HALL ABA arreba tado en extremo, y pret endía
engrandecer su profesi ón, cuan do el prín cipe exclam ó: “ ¡Basta!
Me h as conven cido de que ningún ser h umano puede llegar a ser
poeta. Continúa tu narraci ón” .

“Así es, ser poet a, dijo Imla c, es muy difícil” .

“Tan difícil, agregó el príncipe, que por el mom en to n o quiero


escu char más sobre sus t rabaj os. Dime hacia dónd e te diri giste
después d e ha ber v ist o Persia” .

“De Persia, dijo el poeta, viaj é a través de Si ria, y residí en


Palestin a por t res años, don de entré en relaci ones con gran número
de naci ones del n ort e y del oest e d e Eu ropa, la s na ci ones que ah ora
poseen t odo el poder y t odo el con ocimient o, cu yas armas son
irrefrenables, y cu yas flota s dominan hasta la s partes más rem otas
del globo. Cuan do com para ba a esos hom bres con los nativos de
nuestro rein o y de los rein os q ue nos rodean, casi me parecían otra
cla se de seres. En su s países es di fícil desear algo que no pueda
obt enerse; cient os de art es, sobre las cuales nu nca había escuchado,
tra bajan con tin uamen te para su con ven iencia y pla cer, y cualquier
cosa que les niega su clima, es provista por el comerci o” .

“¿Por qu é medi os, preguntó el prín ci pe, han llegado los europeos
a ser tan poderosos?, o ¿por qué, ya qu e pueden visitar tan
fácilm en te Asia y África para el comerci o o pa ra la conq uista, n o
pueden los asi áticos y los african os invadir sus costa s, establecer
colonias en sus pu ert os, y someter leyes a sus prín cipes legítimos?
El mism o vien to qu e los regresa a sus tierras puede llevarn os a
nosot ros” .

“S on más poderosos que nosot ros, señ or, dijo Imla c, porqu e son
más sa bi os; el con ocimien to si em pre habrá d e prevalecer sobre la
ignorancia, como el hom bre gobi ern a sobre los animales. Pero, ¿por
qué su conocimiento es mayor que el nu estro? Por la inson dable
volu ntad del S er Su premo; n o encu en tro ot ra razón” .

“¿Cuándo podré visitar Palestin a, dijo el prí ncipe suspirand o, y


ser pa rte de esa poderosa confluenci a de na ci ones? Ha sta el a rri bo
de ese m oment o feliz, permítem e aliviar el tiem po figurand o
imágen es com o las qu e me das. No ignoro el m otivo qu e reúne a
tanta gente en aquel siti o, y n o pu edo má s que con siderarlo el
centro de la sa bidu ría y de la vi rtud, lu gar al que los m ej ores y más
sa bi os h om bres de cada regi ón deben acudir continu amente”.

“Algunos pueblos, dijo Imlac, man dan emisari os haci a Palestina,


mientras qu e ot ros, inclu yendo la s más ilu stres y numerosas sectas
europeas, censuran el peregrinaje por superstici oso, o lo desprecian
por van o” .

“Tú sabes que la vida me ha a cercado poco a la diversidad de


opini ones; pasará mu cho ti empo antes de q ue pueda escu char los
argum en tos de am bos lados; tú, que has podido cotejarlos, dim e tu
resoluci ón” .

“El peregrin aje, dijo Imlac, com o muchos ot ros act os de piedad,
puede ser razonable o superstici oso, según los princi pios por los
que se realiza. No hacen falta largas jornadas en bu sca de la v erdad.
La verdad, como algo necesa ri o pa ra regular la vida, siempre es
descu bi erta en donde se busca h onestam en te. El in cremen to de la
pi edad n o viene d e traslada rse de un lugar a ot ro, pu es el cam bi o de
lugar produ ce, in evita blement e, disipaci ón mental. Mas, desde que
el h om bre frecu enta día tras día los campos d onde fueron
ej ecutadas grand es acci on es, y regresa con impresi on es más fuert es
sobre dich o event o, un a curiosidad similar n os mu eve a visitar aquel
país don de nu est ra religi ón tuvo comi en zo; creo qu e ningún h ombre
investiga esa s escenas t erri bles sin sen tirse impulsado por un a
resoluci ón divina. Que el S er Su premo sea más propici o en un lugar
que en otro, es el sueñ o de la superstici ón oci osa; pero, que algunos
lugares pueden operar sobre nuestra mente de manera in usual, es
una opinión ju stificada por la ex periencia diaria. Aquél qu e su pon e
que sus vicios serán combatidos con mayor éxit o en Palestina, quizá
descu brirá su error, pero lo hará sin sentirse t onto; aquél que
pi en sa que será perdonad o con ma yor libert ad, deshonra rá al mism o
tiempo a su raz ón y a su credo” .

“Ésas, dij o el prín cipe, son las distinciones europeas. Las


consid eraré en ot ro momen t o. ¿C uál es, para ti, el efect o del
con ocimient o? ¿S on esa s naci ones más feli ces que nosot ros?” .

“Hay tanta in felicidad en el mund o, dijo el poet a, que apenas


puede u n hom bre librarse de sus propia s angustias, com o pa ra
hacer un a com paraci ón sobre la felicidad de los otros. El
con ocimient o es m otivo de placer, como lo manifiesta el deseo
natural de toda mente por increm entar su s ideas. L a ign oran cia es
mera privaci ón, por la que n ada puede producirse; es un vacío en
que el alma yace inmóvil y aletargada por falta de m oti vaci ón y, sin
sa ber por q ué, el aprendizaje nos causa deleite, y a flicci ón, el
olvid o. Por lo tant o, me inclino a concluir que, si nada ent orpece el
proceso natural del a prendizaje, crecem os más felices a medida que
nuestra m ent e am plía sus horizontes.

“Enumeran do ahora las com odidades particu lares de la vida, se


deben recon ocer muchas ventajas del lad o de los europeos. Cu ran
heridas y enferm edades por las que n osot ros langu idecem os o
morim os. Sufrim os inclemen cias del ti em po que ellos pu eden
sort ear. Tienen artefa ct os para ej ecutar muchas tareas la bori osas
que nosotros desarrollam os manualmen te. Hay tal comu nicaci ón
entre lugares dist an tes, q ue un amigo difícilmente puede sentir la
ausen cia de otro. Sus normas evit an todos los inconv enientes
pú blicos; tien en caminos allanados entre las montaña s, y pu entes
que descansan sobre sus ríos. Y, si hablamos de la vida privada, sus
habita ci ones son más cómodas, y su s posesi ones están más
seguras” .

“Seguram ente son felices qu ienes t ienen t odas esas v entajas, de


las cuales yo no envidio sin o la facilidad con que los amigos
distantes intercambian sus pensami entos” , dijo el príncipe.

“L os europeos, d ijo Im lac, son m en os desdichados q ue n osot ros,


pero n o son feli ces. En t odas pa rt es, la vida d el h om bre con lleva
mucho sufrimient o y pocas alegrías” .
CAPÍTULO XII

La historia de Imlac continúa


NO QUIERO SUPONER, dijo el prínci pe, q ue la felicidad es
distri buida tan sobriam en te entre los mortales, n i pu edo dejar
de creer que, si pudiera elegir mi vida, sería ca paz d e llen ar cada
día con placeres. No la stimaría a ningún hom bre, y n o provoca ría
resentimient os; aliviaría cualquier ansiedad, y disfrutaría las
ben dici ones de la gratitud. Escogería a mis amigos de entre los más
sa bi os y a mi esposa de ent re las má s virtu osas y, en consecuen cia,
estaría a salvo de la traici ón y de la sev eridad. Baj o mi cust odia, mis
hijos serían estudiosos y compasiv os, y compensarían en mi vej ez lo
que reci bieran en la in fancia. ¿Q uién se at revería a m olestar a aquel
que pudi era n ombrar en cualquier part e a cien t os de personas
enriqu ecidas por su bon dad o asistidas por su poder? Y, ¿por qué la
vida no ha bría de flui r tranq uila, en reciprocidad a mi prot ecci ón y
reveren cia? Y t od o sería posi ble sin ayu da de los refin amient os
europeos, qu e por sus efect os parecen más ext rava gantes que útiles.
Dej ém oslos de lado, y si gam os nuest ro viaj e” .

“De Palestina, dijo Imla c, pa sé a través de muchas regi ones de


Asia; en los rein os más civilizados, com o m ercader, y entre los
pueblos bá rbaros de las m ontañas, como peregrino. Por último,
em pecé a extrañar mi país natal, don de debería reposar después de
mis viajes y fatiga s por los lugares donde h abía gastado los añ os
recientes, para alegrar a mis viej os compañeros con el relat o de mis
aventuras. A men udo imagin aba a aqu ellos con quienes habí a
disfrutad o las di chosas h oras en el amanecer de la vi da, sen tados
alred edor de mí en nuestro atardecer, maravillánd ose de mis
cuent os y escuchan do mis enseñanzas.
“Cuando est e pensamiento t om ó posesi ón de mi mente, con sideré
perdido cada moment o que pasaba lej os de A bisin ia. Me apresu ré a
entrar en Egipt o, y, a pesa r de mi impacien cia, me detuve diez
meses en la con templaci ón de su antigu a magnificencia y en
reflexi on es sobre los restos de su antigua sa biduría. Encont ré en El
Cairo una mezcla de t odas las n aciones: algu nos atraídos por el
am or al con ocimi ento, ot ros por el afán de lu cro, much os, por el
deseo de vivir a su manera sin ser ju zgados, escon didos en la
oscuridad de las m ultitudes; pu es en un a ciudad tan populosa com o
El Cairo, es posi ble obt ener al mismo tiempo las gratificaci ones de
la soci edad y la reserva de la soledad.

“De El Cairo vi ajé a Suez, y me embarqué en el Mar Roj o,


bordeand o las costas hasta arribar al puert o del que h abía salid o
veinte añ os at rás. Ahí me uní a un a ca ravana, y regresé a mi país
natal.

Espera ba las cari cias de mis familiares y la s felicitaci on es d e mis


amigos. No perdía la esperan za de qu e mi padre, aún con lo que
valoraba la riqueza, reci biera cont ento y orgulloso a un hijo que
habría de cont ri buir a la feli cidad y al h on or de la nación . Pero
pront o me con ven cí de q ue mis deseos eran van os. Mi pad re había
muerto cat orce a ños antes, dividiendo su fortuna en tre mis
descon ocidos herman os, quienes habían partido h acia diferentes
provin cias. De mis an tiguos com pañ eros, la ma yoría d escansa ba en
la fría tu mba; del rest o, algunos difícilment e m e recordaban, otros
me con sideraban corrompid o por las costu mbres ext ranjeras.

“Un hombre a costumbrado a las vicisitudes n o se desanima con


facili dad. Después de un tiempo, olvidé mi decepci ón y procedí a
recomendarm e ante los nobles d el reino; ellos me admitieron a su
mesa, escu charon mi historia, y me despidi eron. A brí una escu ela, y
me prohi bi eron enseñar. R esolví ent on ces relajarme en la quietud de
la vida d oméstica, y cortej é a una dama q ue hallaba a gradable mi
conversaci ón, pero que rech azó mis petici ones porqu e mi padre
había sido m ercader.

“Hastiado de solicitudes y rechaz os, decidí apartarme pa ra


siempre del mundo, y n o d epender m ás de la opin ión y del caprich o
de los otros. E speré el m oment o en que se a bri eran las puertas del
Valle Feliz, para d ecir adi ós al temor y a la esperanza; llegó el día,
mi actu aci ón fue favora ble, y m e entregu é con alegría al enci erro
perpetu o” .

“¿En cont raste a quí la felicidad?, pregunt ó Rasselas. Dilo sin


reserva, ¿estás con ten to con tu condici ón, o desearí as esta r otra vez
viajando y m edita ndo? Todos los habitant es d el valle celebran su
destino y, en la visita anual del emperador, in vitan a otros a
compa rtir su felicidad” .

“G ran prín ci pe, dijo Imlac, hablaré con la v erdad. No con ozco a
ninguno de tus sirvient es que no h aya lam en tado la hora en que
acept ó el encierro. Soy m en os infeliz que el rest o porque tengo la
mente repleta d e imágen es qu e puedo va riar y combinar a placer.
Puedo ent ret ener la soledad ren ovando el con oci mien to que
comien za a d esvan ecerse de mi memoria, y reco rdando los
accidentes de mi vida pasada. Pero t odo t ermina en la pen osa
consid eraci ón de que todos mis con ocimien tos son inú tiles ah ora, y
de que no podré goza r de n uev o nin gun o de mis placeres. L os
demás, cuyas m entes no tien en impresi on es sino la s del moment o
present e, están corroídos por pasi on es mali gnas o estancados
estúpidamente en las tinieblas del vacío perpetu o” .

“¿Q ué pa si ones in festan a aquellos qu e no tienen rivales?,


pregu nt ó el príncipe. E stamos en un lu gar donde la impoten cia
ex clu ye a la malicia, y don de toda la envidia se reprime por el
disfrut e común de los pla ceres” .

“Puede haber comunión de posesi ones ma teriales, dijo Imla c, pero


nunca podrá ha ber comunión en el am or o en la estima. Puede pasar
que uno agrad e má s q ue otro; aquel que se sa be despreciado sentirá
envidia, y su en vidia y malev olencia crecerá si está condenado a
vivir en presen cia de aquellos qu e lo d esprecian. Las invi taciones
con que animan a otros a compa rtir una situ aci ón qu e saben infeliz,
procede d e la n atural malignidad d e la miseria sin esperanza. Están
angustiados d e ellos mismos y d e los demá s, y espera n encontrar
alivio en nuevos compañeros. En vidian la libertad t orpem en te
perdida, y hallarían gusto en ver a t oda la hu manidad cau tiva com o
ellos.

“Sin em bargo, est oy com pletamente libre de ese cri men. Ningún
hom bre puede culparm e d e su desgra cia. Sient o lástima por las
multitudes que se congregan anualmen te para busca r un lugar en
esta reclu si ón, y desearía qu e me fu era permitido advertirles sobre
el peligro” .

“Mi querido Imlac, dijo el príncipe, a briré por completo mi


corazón ant e ti. He meditado d esde h ace ti em po mi esca pe del Valle
Feliz. He examinado cada lad o de las montañ as, hallándome
irremediablemente cond enado. Enséñame una manera de rom per
esta prisi ón; debes ser el cómpli ce de mi huída, el guía de mis
ex cursi ones, el compañ ero de mi fortun a, y el ú nico direct or en mi
elecci ón de vi da”.

“Señ or, respondió el poet a, tu escape será difícil, y quizá pront o


lament es tu curi osidad. El mundo, qu e imaginas grato y seren o
como el lago del valle, será para ti un mar espumeante de
tempestades, bullente de torbellinos; algunas veces t e abru marán
las olas d e vi olencia, y algunas v eces serás sa cu dido cont ra las
roca s de la traici ón . En medio de las equivoca ci ones y los frau des,
de la compet en cia y de la ansiedad, preferirás mil veces est e siti o
de quietud, y anhelarás olvidar tus esperanzas con tal de ser libre
del mi ed o” .
“No busques alejarme de mi propósit o, dijo el prínci pe. Est oy
impa cient e por ver lo q ue has visto; y desd e que h as confesado tu
angustia por este valle, es evident e que tu situación anteri or era
mej or que ésta. Cu alesqu iera que sean las consecuencias de mi
ex periment o, est oy decidido a ju zgar por mis propios oj os las
diferen tes condici on es d el h ombre, y realizar después,
deli beradamente, mi plan de vida” .

“Tem o que te obstaculizan rest ricci on es más fuertes que mi


persuasi ón, dijo Imlac. Pero, si tu det erminaci ón est á t omada, te
aconsej o n o desesperar. Pocas cosas resu ltan imposi bles para la
habilidad y la con stan cia”.
CAPÍTUL O XIII

Rasselas descubre la manera de escapar

E
todo
L PRÍNCIPE DE JÓ descan sar a su favorit o; pero la narraci ón de
maravilla s y n ovedades llen ó su m ente de inqu ietud. Repasó
lo que h abía escu chado, y prepa ró i nnumera bles
cuesti onamient os para la mañ ana.

Mu chas de su s an siedad es h abían desa parecido. Tenía un amigo a


quien comunicar sus pensamien tos, y cuya experiencia podría
asistirlo en sus plan es. Su corazón ya n o estaba con den ado a
hundirse en la silen te vejaci ón . Pensó qu e in cluso el Valle Feliz
podría ser soporta ble con una com pañ ía como ésa y que, si pudieran
recorrer el mu ndo jun tos, n o t en dría más que desea r.

A los pocos días, el a gua había cedido y el suel o esta ba seco.


Enton ces, el prínci pe e Imlac sali eron a camin ar j u ntos pa ra
conversar lejos de la presen cia de los ot ros. El príncipe, cuyo
pen samient o siempre estaba activo, al pasar por la gran puerta de
hierro, dij o, con expresi ón de pen a, “ ¿Por q ué eres tan fuerte tú , y
el h ombre tan débi l?”.

“El h om bre no es débil, respondi ó su acom pañ ante; el


con ocimient o vale más que la fuerza. Un maestro de la mecánica se
ríe de la fuerza. Podría v olar el port ón , pero n o puedo hacerlo en
secret o. Deberemo s in tentar algún ot ro medi o” .

Mientras caminaban a u n costado de las mont añas, observaron que


los con ej os, habiendo sido ex pulsados de sus madri gueras por las
lluvias, habían bu scado refugi o entre los arbu st os, y habían
formad o agujeros det rás de ellos, agujeros que seguían hacia arri ba
dejando una lín ea oblicua. “ Ha sido opinión de los an tiguos, dij o
Imlac, qu e la raz ón del h ombre tomó much os a rtifici os d el instinto
de los animales; n o n os a vergon cem os, pues, si aprendemos algo del
con ej o. Podremos esca par si perforam os la montaña en la misma
direcci ón. Empezarem os donde la cima se alza sobre la part e m edia,
y t ra baja remos hacia arri ba hasta que h ayamos at rav esad o la
colina” .

L os ojos del prín cipe, a l oí r esta proposi ci ón, cen tellea ron de
alegría. L a ejecu ci ón era sencilla y el éxit o seguro.

No perdieron ti em po. Tempran o al amanecer se a presuraron a


elegir un sitio propici o para la excavaci ón. Escalaron con gran fatiga
entre peñascos y maleza, y regresaron sin h aber descubiert o algú n
lugar adecuad o a su s propósit os. El segundo y el tercer dí a
sucedieron d e la misma man era, y con la misma frustración; pero en
el cuart o día, en cont ra ron un a pequeña caverna escondida baj o
matorrales, en la que decidi eron ha cer la prueba.

Imla c con siguió instrument os propi os pa ra pi car pi edras y


remover tierra, y, al día siguiente, se volcaron al trabaj o con más
ánimo y vigor. Not ablemen t e exhau st os por el esfuerzo, se senta ron
a descansar por un os m oment os sobr e la h ierba. El príncipe pa recí a
descorazonado. “Señ or, dijo su compañero, la prá cti ca nos permitirá
continuar nu estra labor por más tiem po. O bserva, de cualq uier
manera, cu ánt o hem os avan zad o, y te será fácil com prender que
nuestra tarea alguna vez ten drá fin. L os grandes t rabaj os se llevan a
ca bo, n o con fuerza, sin o con perseveran cia; aq uel pala ci o fu e
levantado a pa rtir de simples piedra s, y ah ora pu edes v er su altura
y amplitud. Aquel qu e camine con v italidad tres h oras diarias, en
siet e añ os h abrá fa tigado una distancia igual a la circun feren cia del
globo” .

Regresaron al t rabaj o día t ras día, y al poc o ti em po en cont ra ron


una fisura en la roca, que les permitió ir lej os con casi nula
resist en cia. Rasselas lo con sideró un bu en augurio. “ No distu rbes la
mente, dij o Imlac, con ot ras esperanzas o temores qu e la razón te
sugiera; si t e compla cen los pron ósti cos fav orables, te sentirás
aterrado con las señales de infortunio y t oda tu vida serás presa de
la supersti ci ón. Cualquier cosa qu e facilite n uest ra labor es más que
un presagi o; es una causa del éxito. É sta es un a de aquellas
agradables sorpresas que a menudo con oce la decisi ón activa.
Mu chas situaci on es di fíciles de predecir, resultan fáciles en la
ej ecuci ón” .
CAPÍTULO XIV

Rassela s e Im lac reciben una vi sita inesperada

H
ABÍAN TRABA JADO YA el camin o h asta el centro de la
montaña, y la cercanía de la li bertad motivaba su lu cha
cuando, el príncipe, al bajar a respirar ai re fresco, encont ró a su
hermana Nekayah parada en la boca de la gru ta. Se sobresalt ó y
quedó confundido, tem eroso de cont ar su plan, y sin esperanza de
mantenerlo ocult o. Después de un os in stantes, decidi ó con fiar en su
fidelidad y asegurar su secret o arriesgan do un a declaraci ón sin
reservas.

“No creas qu e he venido a espiarlos, dijo la prin cesa. Desde hace


tiempo he observ ado desde mi ventana que tú e Imlac salían a
caminar t odos los días hacia el mismo pu nto, pero su puse que n o
habría ot ra razón, sino la preferencia por la frescura de cierta
sombra o por la fragancia de ci ert o t erren o. L os segu í con la ú nica
fin alidad de tomar part e en su con versaci ón. Siendo q ue no fue la
sospech a sino el cariño quien los delat ó, n o me dejes perder la
ventaja de mi descubrimient o. Com partimos la an gustia del
enci erro, y n o est oy m en os deseosa de sa ber qué se hace o se sufre
en el mundo. Permíteme esca par con tigo de esta tranq uilidad
insípida que será más repulsiva cuan do me hayas d ej ado. Puedes
negart e a que los acompañe, pero, com o v es, no podrás impedir que
los siga” .

El prínci pe, qu e amaba a Nekayah más que a otra s herman as, n o


se sintió m ovido a rechazar su peti ci ón, y lament ó h aber perdido la
oportunidad de m ost ra rle su co nfianza comun icándole sus
intencion es v oluntariamente. Por lo tan to, se a cordó q ue ella
también dejaría el valle y que, hasta que llegara ese m oment o, debía
vigilar que ningún ot ro rezagado, por casualidad o curioseo, los
siguiera hasta la mon taña.

Al fin terminaron la obra. Vieron la luz al final de la gruta y,


cuando alcanzaron la cima, com o una delgada línea fluyendo baj o
sus pies, con templaron el Nilo.

El prínci pe, extasiad o, miró a su alred edor an ticipando t od os los


placeres del viaje, y su pen samient o ya lo ha bía transportad o más
allá de los d omin ios de su padre. Imlac, aunq ue se sentía cont ent o
por el escape, t enía men os expecta ción por los placeres del mundo,
pues ya ant es los había probado, y lo h abían llenad o de angustia.

Rasselas estaba t an cautivado el vasto horizonte, qu e no pudieron


convencerlo fácilmente de que regresa ra al valle. Informó a su
hermana q ue la ví a estaba abi erta, y qu e no qu eda ba sino dispon er
la partida.
CAPÍTULO XV

E l prí nci pe y la p ri nc e sa de j a n e l va l le , y o bs e rv a n m uc ha s m a ra vi ll a s

E L PRÍNCIPE Y la princesa t en ían joyas suficientes pa ra hacerlos


ricos en cualquier lugar donde existiera el comerci o, j oyas que,
por consej o de Imlac, ocultaron baj o la ropa. En la n oche de la
siguien te luna llena, dejaron el valle. L a princesa se h izo acom pañar
de u na sola fa vorita, que no supo hacia d ónde marcha ba.

Escalaron largo trech o de la cu eva, antes de descender haci a el


otro extrem o. La princesa y su criada paseaban la vist a por t odos
lados y, al n o ver límites en el h orizon te, t emieron perd erse en
aqu el deprim en te vací o. S e detu vieron, temblorosas. “ Me da miedo,
dijo la princesa, co menzar u n viaje al que no pu edo imaginar un fin,
y av entu rarm e en esta inmensa llan ura don de pu edo v erme cercada
por h om bres descon ocid os desd e cualquier lugar” . El prín ci pe
compa rtía un a emoci ón parecida, pero sin tió la viril obli ga ci ón de
disimularla.

Imla c sonri ó al nota r su inqu ietud, y los animó a con tinuar. Pero
la princesa se mantuvo va cilant e hasta qu e, sin darse cu en ta,
estaban dema siado lej os para regresar.

En la mañan a vi eron algunos past ores en el cam po, de quienes


recibi eron leche y frutas. L a prin cesa ext rañ ó n o v er un palaci o
dispu est o a reci birla con u na mesa colmada d e exquisiteces; pero el
hambre y el cansan cio la decidieron a comer y a be ber aqu ellos
aliment os qu e enco ntró de m ej or sabor que los product os d el v alle.

Avanzaban trayectos cortos, porque n o estaban acost umbra dos a


las difi cultades ni al t rabaj o du ro, y porqu e sabían que, aunque
notaran su au sen cia, no podrían ser perseguidos. A los pocos días
arri baron a una regi ón más popu losa, donde Imla c se di vertía con la
admiración de sus com pañeros an te la div ersidad de costum bres,
ocu paci ones y lu gares. Vestían de m odo que no levantaran
sospech as; sin embargo, en donde q uiera qu e se hallaban , el
príncipe esperaba ser obed ecido y la princesa se h orrorizaba porque
no ha bía quien se prost ern ara an te su presencia. Imlac, obli gad o a
vigilarlos cuidadosamente por t emor de que su comportamient o
inusual los t rai ci onara y descu briera su rango, los mantuvo algu nas
semanas en la primera villa del camino para acostumbra rlos a la
vista del h om bre común.

L os viaj eros reales fueron en tendiendo gra dualmente que debían


olvidar su jerarquía por un tiempo, y q ue sólo d ebía n esperar la
recompensa q ue la liberalidad y la cort esía pudieran procurarles.
Así qu e Imlac, h abi éndolos prevenido sobre los tumult os del pu ert o
y la ru deza de la clase m ercantil, los llevó h acia la costa.

El príncipe y su herman a, para quienes t odo era n uev o, estaban


compla cidos de igu al man era en cu alqu ier lu gar, y permaneci eron
algunos meses en el puert o si n ten er deseos de segu ir adelan te.
Imlac estaba con tento de esa larga estadía, porque no consid eraba
seguro expon erlos a los aza res de un país extranj ero, sin el debid o
con ocimient o del mun do.

Cuando empezó a temer q ue fueran descu bi ertos, propuso fijar el


día de su partida. Ellos, in decisos, deja ron el itinera rio baj o su
completa direcci ón. Entonces, Imlac con siguió pasaje en una
em barcaci ón cami n o a Su ez y, llegado el mom en to, tu vo gran
dificultad para con ven cer a la princesa de que abordara la nave.

Tuvieron un rápi do y próspero viaj e. T ras llega r a Suez, siguieron


por tierra hacia El Cairo.
CAPÍTULO XVI

Entran en E l Cairo, y con sideran felices a todos los hombres

A
PROX IMARSE A L A ciudad los iba llenando de asombro. “ Éste
es el lu gar donde se reúnen viajeros y mercaderes de t odos los
rin con es de la Tierra, dij o Imlac. Aquí en con tra rán hombres de
cualquier caráct er y ocu paci ón. Aquí el comerci o es h on orable. Yo
actu aré com o un mercader, y ust ed es com o ext ranj eros q ue n o
tienen otra razón para viaja r fu era de la curi osidad; pront o será
not oria n uest ra riqueza. Nuestra reputaci ón nos da rá acceso a
cuanto deseemos con ocer; v erán t odas las con di cion es de la
humanidad, y podrán desa rrolla r tran quilamente su plan de vida” .

Ahora, en la ciudad, los a turdía el ruido, y la muchedumbre era


una ofensa. Aún la in strucci ón no prevalecía sobre la costumbre, y
se ma ravilla ban de tran sitar las calles sin ser recon ocidos, y de que,
hasta la gent e más humilde, pasara jun to a ellos sin most rar
reveren cia o interés. Al prin cipio, la princesa n o podía soportar la
idea de v erse rebaj ada al nivel del vulgo y, por un tiempo, se limit ó
a perman ecer en su recámara, d on de era at endida com o en el
pala ci o del valle por Peku ah, su fav orita.

Imla c, q uien sabía negocia r, vendió parte de las j oyas al día


siguien te y alquiló una casa que adorn ó con tan ta m agn ificen cia,
que de inmediato fue con siderado un com erciante de en orme
fortu na. Su cortesí a le at raj o much as relaci ones, y su generosidad se
gan ó el favor de much os dependientes. A su mesa se reunían
hom bres de t odas las naci on es, qu e admiraban su co nocimient o y
soli citaban su apoyo. C omo sus a compañan tes n o era n capaces de
mezcla rse en la con versaci ón, n o pudieron d escu brir la ign oran cia o
la sorpresa de aquellas personas hasta que fu eron progresivam en te
introdu cidos en ese mundo al ti em po que con ocían su len guaje.
El prínci pe, por medi o de frecu ent es lecturas, había aprendido el
uso y la natu raleza del dinero; pero las mujeres pa saron la rgo
tiempo sin entender lo que hacían los mercaderes con esas
peq ueñ as piezas de oro y plat a, ni por qu é obj etos de tan poca
utilidad eran consi derados eq uivalentes a cuanto se necesitaba pa ra
vivir.

Estudiaron el idi oma duran te dos años, en los q ue Imlac les


most ró las varias jerarqu ías y condici ones de la humanidad. Para
esto, est rech ó rela ci on es con cualquiera qu e presen tara algo inu sual
en su fortuna o en su con ducta. Frecu ent ó al voluptu oso y al frugal,
al oci oso y al diligen te, al mercader y al estu di oso.

Com o el prínci pe ya era ca paz d e conversar con flu idez, y h abía


aprendido las precauci on es n ecesarias para rela cion arse con
ex trañ os, acompañ ó a Imlac en los lugares de esparcimien to y en las
reuniones que facilitarían su elecci ón de vida.

Por algún tiempo, consideró in necesaria la elecci ón, ya que todos


parecían ser verdaderam ente felices. Don deq uiera encon traba dich a
y amabilidad, oía can ci on es de alegría y risas despreocu padas.
Empez ó a creer que u na plenitud universal desbordaba el mundo, y
que n o había impedi men tos pa ra la n ecesidad o el mérit o; q ue t oda
mano esparcía gen erosidad y t odo corazón se derretía en
ben ev olen cia. “¿Q uién puede ser d esdich ado?” , se decía.

Imla c permiti ó esa ilusión pla centera para no destroza r las


esperanzas d e la in experien cia, hast a el día en que, sen tados en
silenci o, el príncipe dij o: “ No sé por qué razón soy menos feliz que
cualquiera de n uestros amigos. Veo su gozo perpetu o e inalterable,
mientras mi mente se inq uieta. No me satisfacen los placeres que la
mayoría procu ra. Vivo entre la jubilosa muchedumbre, no tant o por
disfrutar su compañía com o por evi tarm e a mí mismo, y finjo ser
risueñ o y alegre pa ra esconder mi t risteza” .
“T odo h om bre, dijo Imlac, debe examinar su s propi os
pen samient os para adivinar lo que pasa en la m ent e de los ot ros. El
sentir que es falsa tu alegría, debe llevart e a cuesti onar la
sinceridad de tus acompañantes. Por lo común, la envidia es
recíproca. Cu esta conv en cerse de que la felicidad es i n alcanzable;
cada q uien i magina que la disfrutan los ot ros, para mantener viva la
esperanza de obt en erla por cu enta propia. En la reu nión donde
estuviste an oche, parecía existir un aire de vivacidad y
ex tra vagancia digno d e seres de un orden su peri or, creados pa ra
habitar regi on es más serenas, inaccesibles a las preocu paci ones y al
dolor; pero créeme, prín cipe, n o hay quien no t ema el m om ent o en
que la soledad lo somete a la tiranía de la reflexi ón” .

“Est o puede ser v erdad pa ra ot ros, como lo es pa ra mí, dijo el


príncipe; sin emba rgo, cualquiera que sea la desventura común de
los h om bres, algun os estados son más feli ces que otros, y
seguram en te la sa bidu ría n os a yu da a t omar el men or de los males
en n uestro plan de vida” .

“L as cau sas del bi en y del mal, respondi ó Imla c, son variadas e


inciertas, se compli can un as con otras, se div ersifican al
relaci onarse, están sujet as a hech os i mprevisi bles; aqu el que quiera
fijar su condici ón de acu erdo a ra zones incu esti ona bles vivirá y
morirá reflexi onand o en su busca” .

“Pero, seguram ente el h ombre sabi o a q uien escuchamos con


reveren cia y asom bro, eli ge para sí el mod o de vida que con sidera
que lo hará más feliz” , dijo Rasselas.

“Muy pocos viven por elecci ón, dijo el poeta. Todo hombre ocu pa
su lu gar present e por causas q ue a ctú an fuera de su previsión, y con
las cuales él nunca inten tó cooperar; por tal motivo, será raro que
con ozcas a alguien que no crea mej or la su erte del v ecino que la
propia” .
“Me gusta pensar que mi est rella me ha dado al m enos un a ventaja
sobre los otros permitiénd ome escoger por mí mism o, dij o el
príncipe. T engo el mun do delante de mí. Lo estudiaré a placer:
seguram en te la feli cidad m e a guardará en alguna part e” .
Capítulo XVII

El prínci pe se une a jóvenes de espíritu y dicha

R
ASSELAS DESPERTÓ AL día siguiente, decidido a experimentar
la vida. “ La juven tu d, exclam ó, es tiempo para el pla cer: me
sumaré a los j óvenes, cu yo única labor es gratificar sus deseos, y
cuyo ti empo todo se derrama en sucesivos deleit es.

Fue fácilment e admitido en tales soci edades mas, a pocos días, se


encont ró cansado y a disgusto. Su regocij o era inconsecu ent e, su
hilaridad inmotivada; en sus placeres, grot escos y lascivos, la men te
no t enía lu gar; su conducta era, a un tiem po, salvaj e y ruin. Pero,
aunque se mofaban del orden y d e los códigos, la sombra de las
virtudes d espreciadas, el fantasma de la sa biduría, debilitaba su
vanidad.

El príncipe pront o deduj o, que nunca sería feliz llevan do una vida
que lo av ergon zara. No con cebía que un ser raci onal actuara sin
obj eto alguno, y que su trist eza o su cont ent o dependieran del azar.
“L a felicidad debe ser a lgo sólido y permanente, li bre d e t em ores y
flaquezas” , pensó.

Com o estimaba a sus j óv enes acompañ antes por la franq ueza y


cort esía q ue le habían demost rado, si ntió q ue no podía deja rlos sin
advert en cia y con sej o. “ Mis amigos, dijo, he con siderado seriamen te
nuestro comporta mient o y nuest ras perspectivas, y creo qu e hemos
dist orsi onado n uestros in tereses. L os prim eros añ os del h ombre
deben modela r los últimos. Aquel que nunca piensa no pod rá ser
sa bi o. L a perpetua ligereza condu ce a la ignorancia; y la desmesu ra,
aunque pu eda a vivar el ánimo una hora, acorta la vida y la vu elve
miserable. Tengamos en cuen ta la brevedad de la juvent ud, y qu e, en
la madurez, cuando cese el encant o d e lo ext rava gante y los
dem oni os del placer n o bailen más para nosotros, n o habrá más
consu elo que el ca riño que se guarda al hom bre sa bi o, y la
sati sfacci ón de las buenas obras. Det en gám on os, pu es, mientras
hacerlo est é en nuestras man os: vivam os com o h om bres que habrán
de envej ecer, y para q uien es el más at roz de los males será n o t ener
recu erdos sin locuras, y añora r la sa lud pasada sól o por la s taras
que provoca el desenfren o.

Por vari os segu ndos, se miraron u nos a otros en silen ci o y,


fin almente, lo despidieron baj o un coro de incesantes carcajadas.

La con ciencia de que su sen tir era ju st o, y ama bles sus


intencion es, apenas le sirvi ó de ayuda cont ra el h orror del esca rn io.
Pero recobró la calma, y continuó su busca.
Capítulo XVIII

El prínci pe encuentra un hombre sabio y feliz

U N DÍA, AL caminar por la calle, vi o u n espa ci oso edifi ci o, cuyas


puertas estaban abi ertas para t odos: sigui ó el paso de la
muchedumbre, y descu bri ó qu e era una gran sala o escuela de
orat oria, en la que va ri os profesores compartían lect uras con su
auditori o. Dirigi ó la vista hacia un sabi o apartado d el rest o, que
discursa ba enérgi camente sobre el gobi ern o de la s pasi ones. Su
aspect o era v enera ble, gráciles sus m ovimient os, clara su
pronun ciaci ón , y su dicci ón elegan te. Expli ca ba, con sen sible
convi cci ón y va ri edad de ej em plos, qu e la naturaleza humana se
degra da h asta la humillación cuand o los baj os instintos prevalecen
sobre la virtu d; que, cuand o la fantasía, parient e del frenesí, usu rpa
el dominio de la mente, sobrevi enen la an arquía, la perturba ci ón y
la confusi ón; ella t raici ona la s fortalezas del in telect o fav oreciend o
la rebeldía, e incitando a otras pasiones a levanta rse cont ra la
razón , su legítima soberana. Com pa raba la inteligencia con el sol,
cuya luz es con st ante, uniforme y duradera; y la fan tasía con un
meteoro, d e lust re cla ro, pero transitori o, de m ovimient o irregular y
direcci ón engañ osa .

Después, comu nicó vari os precept os t rabaj ados por genera ci ones,
cuyo fin era con quistar t oda pasión, y destacó la feli cidad de
aqu ellos que obtu vieron la im portan te vict oria, tras d e la cual, el
hom bre n o es ya esclavo d el miedo, n i burla de la esperanza; no es
ya con sumido por la en vidia, poseído por la ira, disminuido por la
sensi bilidad, o deprimido por la s penas; sin o qu e pasa sereno a
través de los tu mult os o privaci ones de la vida, com o el sol sigu e su
firme curso a t ra vés d el cielo apa ci ble o t orment oso.
Enu meró mu chos ejemplos de héroes inconmovi bles por el dolor o
el pla cer, impa si bles ant e las m oda s o accidentes que el vulgo llama
bi en y mal. Ex hort ó a los oyen tes a dejar de lado l os
convenci onalismos, y a protegerse contra las faltas d e la malicia o
la desventura ej ercitan do la paci en cia invulnerable, pu es ésta
predispon e la felici dad, y ser feliz est á en poder de cada uno.

Rasselas lo escuch ó con el respet o debido a las doct rin as de un


ser superi or y, esperándolo en la pu erta, humildemente le imploró
la liberta d de frecuentar a tan gran maestro de au téntica sa bidu ría.
El orad or vaciló po r un instante cuand o Rasselas puso una bolsa de
oro en su mano; mas, la recibi ó, con una mezcla de alegría y
sorpresa.

“He en con tra do, dij o el prínci pe al regresa r con Imlac, a un


hom bre capaz de enseñar t odo cu anto vale la pena aprender, quien,
desde el soli o inalterable de la fort aleza raci onal, contempla las
escenas d e la vida cambi ant e bajo sus pies. Habla, y la aten ci ón
descansa en su s la bi os. Raz ona, y la fe sella sus fra ses. Est e h ombre
será mi futuro men tor: aprenderé sus doct rinas, e imitaré su vida” .

“No seas tan impetu oso al con fiar o admi rar a los ma estros de la
moral: disertan como án geles, pero viven com o h ombres” , repuso
Imlac.

Rasselas, quien no concebía q ue un hombre pu diera raz onar con


tanto ferv or sin estar conv encido de sus a rgument os, realizó la
visita despu és de unos días, y le fue n egado el acceso. Pero, ah ora
con ocía el poder del dinero, y una pi eza de oro le abri ó paso h asta
el apartament o interi or, donde encon tró al filósofo en un cu arto a
media lu z, con los oj os nu blad os y el rost ro pálid o. “ Señor, dij o, has
venido en un moment o en que cu alquier muest ra de amistad resu lta
inútil; lo que sufro n o ti ene rem edi o, lo que he perdido n o pu ede
suplantarse. Mi hija, mi única hija, cuya ternura era el consu elo de
mi edad, mu ri ó de una fiebre la n oche de a yer. Mis creen cias, mis
propósit os, mis esperanzas declinan : soy ah ora u n ser solitari o
relegado de la soci edad” .

“Señ or, dij o el príncipe, la muert e es un event o que no d ebe


sorprender a u n hom bre sabi o; la tenemos siempre al acech o y, por
su cercanía, debe ser si em pre esperada” .

“Jov en , respondi ó el filósofo, hablas como alguien qu e nunca


sintió las crudeza s de la separaci ón“ .

“¿H as olvidado ent onces los precept os q ue con t an to ímpetu


dicta bas? ¿La sa bi duría n o tien e fuerza para prot eger a l corazón de
las calamidades?, pregu ntó Rasselas. Considera la naturaleza
varia ble de los h ech os ext ern os; únicam ente la v erdad y la razón
permanecen las mismas” .

“¿Q ué con suelo pu eden procu rarme la verdad y la razón?, o, ¿pa ra


qué sirv en ah ora, sino para saber, qu e mi hija nunca volv erá ?” ,
pregu nt ó el dolient e.

El príncipe, cuya hu manidad no le permitía insultar la miseria con


reproch es, se alej ó persuadido d el vací o de la ret órica, y de la
ineficacia de las frases pulidas y las senten cias estudiadas.
CAPÍTULO XIX

Una mirada a la vida pastoral

A
ÚN LO ESTIMULABA el mismo obj etivo. Ha bía escuchad o acerca
de un ermitañ o que vivía cerca de la cat arata más baja del
Nilo, y cuya afamada santidad se ext endía por t odo el país. D ecidi ó
visitar su retiro para preguntarle si podía encont rar en soledad la
feli cidad qu e no obt en ía en la vida pú bli ca, y si un h ombre,
venerable por su edad y su virtu d, podía enseñarle alguna forma
parti cu lar de evi tar los males o de sop ortarlos.

Imla c y la princesa a ceptaron acompañarlo y, d espués de las


prepa ra ci ones necesarias, em pren dieron el camino. La ru ta
atrav esaba campos don de los past ores con centra ban sus rebaños, y
donde las ovejas j ugaban libres en los pastizales. “Ést a es la vida
que ha sido celebrada a men udo por su inocencia y por su calma,
dijo el poeta; refugiém on os del calor del día en tre las ti endas d e los
past ores, para saber si nu estra búsqueda no t ermin a en la
simpli ci dad pastoral” .

La propu esta les agrad ó, y por m edi o de present es y de preguntas


familiares, hicieron qu e los past or es opin aran sobre su propi o
estado. Éstos fueron toscos e i gn orant es, poco hábiles pa ra ex presar
las v en tajas y desventajas de su ofici o y, tan parcos en sus
narraci ones y descripci on es, que fue muy poco lo q ue aprendieron
de ellos. Era evidente que sus corazon es estaban corrompidos por el
descont ent o; que se considera ban condenados a t rabajar para el
ben efici o d e los ricos; y que miraban con estú pida ma lev olencia a
quienes estaban por encima de ellos.

La princesa dij o, exaltada, que n o agu antaría que aqu ellos salvaj es
envidiosos fu eran sus acom pañantes y qu e, de m om ento, n o sen tía
deseos d e observa r más ejemplos de feli cidad rú stica. No podía
creer q ue t oda s las hist orias sobre placeres primitivos fueran
ficti cias, y duda ba qu e hubiese algo en aquella vida que ju stifica ra
la preferencia por los humildes deleites de los campos y bosq ues.
Esperaba q ue llegara el ti em po en que, con algunos elegantes y
virtu osos com pañ eros, recolecta ra flo res plantadas por sus propias
manos, y acariciara ovejas d e su propia grey, y escuch ara sin
preocu pa ci ones, junto al rumor del a rroyo y de la brisa, la voz de
una sirvienta recitán dole baj o la sombra.
CAPÍTULO XX

El peligro de la prosperidad

A
L DÍA SIG UIENTE continuaron su jornada, hasta que el calor los
obligó a buscar refugio. A corta distancia vieron un bosque
espeso y, en él, la proximidad de un sitio habitado. Cuidadosas
veredas se abrían entre los arbu st os; encima de ell as, se h abían
entrelazado la s ramas de los árboles para tener fresca sombra;
franjas de césped florecido ocu paban los siti os va cantes; y un
riach uelo qu e seguía los ca prich os de un cami no sinuoso, a v eces
estaba segmentado en piscinas, a veces estaba obstru ido por
peq ueñ os cúmulos de pi edras qu e aumentaban su rum or.

Atra vesa ron lent amen te la a rboled a, deleitándose con el paisaje


inesperado, y ent ret eniéndose en con jeturas sobre quién podía ser
el qu e, en aquellas regi on es áspera s y poco frecu entadas, se ocu pa ra
en ese art e d e esplendor in ofensivo.

Al segu ir avanzando escucharon una mú sica ext raña y vieron,


entre la espesu ra, el dan zar frenéti co de moz os y d on cella s; y,
todavía más adela nte, un majestu oso palaci o con st ruido sobre una
colina rodeada de árboles. Las leyes de h ospitalidad oriental les
permitían el paso. El amo les di o la bienvenida, haciendo gala de su
generosidad y su ri queza.

Era dema siado hábil para examinar las a parien cias de la gen te y
pront o advirti ó que n o eran h uéspedes comunes, así que prepa ró un
ban quete fastu oso. La elocu en cia d e Imlac cautivó su at enci ón, y la
soberbia cortesía de la princesa motiv ó su respet o. C uando
insinuaron su parti da, él los ent retuvo y, al día si guien te, sintió aún
men os deseos de v erlos march ar. Fá cilmente se dejaban convencer;
de la civilidad pa sa ron a la libertad y a la confiden cia.
El príncipe reparaba en la animosidad de los sirvientes y en el
aspect o sonri ente de la naturaleza en los alrededores del lugar. No
pudo cont ener la esperanza de conseguir lo q ue busca ba en aquel
sitio; pero, cuando felicita ba al am o por su s posesi on es, éste
cont esto suspiran do, “ Mi condi ci ón apa renta felicida d. Pero las
apa ri en cias son ilusorias. La prosperi dad pon e en peli gro mi vida; el
pachá de Egipt o es mi enemigo, avivad o por mi riqueza y
popu laridad. Hast a ah ora me han protegido de él todos los
príncipes d el país; pero, com o el apoyo de los grandes es incierto,
temo qu e u n día se unan al Pachá para com partir el saqueo. He
mandado mis tesoros a países rem ot os y, al primer si gno de alarma,
estoy preparad o para seguirlos. Cuando lo haga, mis enemigos
allanarán mi mansión y disfruta rán los jardin es que yo planté.

Todos lam en ta ron su peligro, y deploraron el destierro. La


princesa esta ba ta n abrumada por el dolor y la indign aci ón, qu e se
retiró a su apa rt ament o. Permanecieron u n os días más con su
amable an fitri ón, antes de con tinuar el camin o hacia la ermita.
CAPÍTULO XXI

La feli cidad del solitari o. Hist oria del ermitañ o.

A
L TERCER DÍA, gracias a las indicaci on es de los labriegos,
llegaron a la celda del ermitañ o. Era u na cueva algo ocu lta
baj o la sombra de altas palmeras, a u n costado de la mo ntaña, y tan
cerca de la s cataratas, qu e un lev e mu rmullo un iform e era t od o lo
que se oía. Dich o sonid o predispon ía la m ente para la medita ci ón,
sobre t odo cuando lo a compañaba el silbido del vi ent o al franquear
las h ojas de los árboles. L a mano d el hom bre m ej oró en mucho los
tímidos ensa yos de la Naturaleza sobre la gruta. El lugar tenía
vari os com partiment os adaptados para di stint os usos, qu e a
menudo servían de refugi o a viajantes sorprendidos por la
oscuridad o la t ormenta.

El ermitaño, sentado sobre una banca cercan a a la puerta,


disfrutaba el fresco inicio del an ochecer. Aquí, descansa ba un
gru eso li bro, u n par de plu mas, t osco papel; por allá , diferentes
tipos de in strumentos m ecán icos. Los viajeros se aproxima ban sin
hacerse n ota r. A la distancia, la princesa consideró q ue el ermitañ o
no tenía el aspect o de un hombre que h ubiera encontrado, o que
pudiera enseñar, el camin o pa ra ser feliz.

L o sa ludaron most rand o gran respet o. Él los reci bió como u n


hom bre desa costu mbrado a los m odales de la n obleza. “ Hijos míos,
dijo el eremita, si se han extraviado, les ofrezco las formas de est a
cueva contra las agresi on es de la oscu ridad. Apenas poseo lo que la
vida requiere, pero no esperarán que la celda de u n ermitañ o esté
colmada de luj os” .

Ellos agradeciero n la oferta. Al en trar, qu edaron asombrados con


la pulcritud y con el orden del lugar. El ermitañ o, aunque sólo se
alimenta ba de frut as y de a gua, traj o para ellos vino y un poco de
ca rn e. Su con versaci ón poseía la animosidad carent e de ligerezas, y
la conmisera ci ón libre de afecta ci on es. Pron to se gan ó la estima de
sus huéspedes, y la princesa se arrepin tió de su ju icio prematuro.

Hacia el final de la cena, Imlac dij o: “ No me maravilla el alcance


de tu reputaci ón: en El Cairo nos enteraron de tu sabiduría, y hemos
venido hasta ti pa ra i mplora rt e q ue acon sej es a estos j óv enes pa ra
una correcta elecci ón de vida”.

“Para el virtu oso, respondi ó el ermitañ o, cu alquier m odo d e vida


es dign o; el único req uisito para un a bu ena elecci ón es evitar t odos
los males aparent es” .

“Y evita rá t odos los males, añ adió el príncipe, quien se entregu e a


la soledad, com o sugiere tu ej emplo” .

“He vivi do quince añ os en soledad, y n o desea ría ser imitado. En


mi juventud profesé el am or a las armas, y logré el ran go más alt o
en la milicia. Atravesé vast os países a la ca beza de mi t ropa,
sostuve muchas ba talla s, estu ve en arduos asedi os. Un día,
disgustado por la preferencia haci a los oficiales m ás j óvenes,
sintiendo q ue mi vigor em pezaba a deca er, decidí termin ar mi vida
en paz, lu ego de haber con oci do un mun do llen o de trampas, de
discordia, de miseria. Algun a vez escapé de la persecu ción enemi ga
refugiándome en esta cu eva, así que la hice mi última mora da. Con
ayuda de artesan os con st ru í habitaciones, y la s a condici oné con
todo lo que pudiera hacerm e falta.

“Por a lgún tiem po, el retiro me a legró como la vist a del pu ert o
alegra al marinero abatido por la tormen ta. Estaba satisfech o con el
cambi o repentino del ruido y la a gitación de la batalla a la qu ietud y
al reposo. Perdido el placer de la novedad, comen cé a emplear mis
horas en el exam en de las plantas que crecen en el valle, y de los
minerales ocult os en las rocas. Pero esa s tareas se volvi eron
tedi osas e insípidas. L lev o un tiempo sintién dome desu bi cado y
distraíd o: millon es de dudas se añaden a los ca prichos de la
imaginación para i nquietar mi ment e; la dominan porque no t engo
oportunidad de relajarme y n o sobran diversi ones. A veces me
avergüenza haber descu idado otra s formas d e alej arme de los
vici os, y vivir en esta soleda d, don de tam bi én est oy lej os de
ej ercitar la virtud. Basé mi elecci ón en imágenes absurdas, y t em o
haber perdido mu ch o para tan poca gan ancia. Es ciert o que est oy
lej os de la influencia de los h om bres malos, pero ta mbi én est oy
privado de los con sej os y las con versaci ones de los h ombres probos.
He venido compara ndo las ven tajas y desven tajas de la soci edad por
largo tiempo, y he decidido reintegrarme al mundo a partir de
mañana. La soledad hace al h ombre más miserable que devot o” .

Todos escu charon con sorpresa ta l resoluci ón, pero después de un


brev e silen ci o, ofrecieron acompañarlo hasta El Cairo. El ermitañ o
desen terró la fort una q ue había ocultado entre las roc as, y parti ó
con ellos. La línea del h orizont e se dividi ó en ot ras líneas que
trazaron la ciudad, mientras el jú bilo se a poderaba del ermitañ o.
CAPÍTULO XXII

La feli cidad de vivi r de acuerdo a la naturaleza

R
ASSELAS FRECUENTABA UNA asamblea de h om bres in struidos
que compartían su s opiniones y d esenmarañ aban sus
pen samient os. Su conv ersaci ón era instructiva y sus disputas
agudas, aunque su s mod ales eran algo burdos. A veces sus
discusi ones se t ornaban vi olentas y se ext endían hasta q ue n ingun o
de los a dversari os recorda ba el t em a inicial. A todos les gustaba
escu char cóm o se despreciaba la gen ialidad o el con oci mient o de un
tercero.

En di cha asamblea, Rasselas ex puso el en cu entro con el ermitañ o,


y el asom bro de haberlo escuch ado censurar un modo de vida que
había escogido deliberadament e y que había segu ido hasta ent onces
con decoro. El sen tir de los oyentes se dividi ó. Algunos pensa ron
que la ingenuidad de su elecci ón lo había cond enado con justicia al
ostracismo. O tro, de los más j óvenes entre quienes depa rtían, con
gran arreba t o, lo consideró un hipócrita. Algunos h ablaron d e la
obligaci ón de los individuos a con tri bu ir con la soci edad, y creyeron
que su retiro era un a evasi ón al d eber. Y ot ros, más indulgentes,
comen taron qu e a t od o h om bre le llega el tiempo en qu e los
requerimientos de la sociedad han qu edado satisfech os, y es
apropiado volcarse hacia uno mism o pa ra repasa r lo hecho en vida y
purificar el corazón.

Uno, el más afect ado por la n arra ci ón, creyó probable la vuelta del
ermitaño a su retiro y, un a vez más, si la vergü enza o la muert e n o
lo retenían, su regreso al mu ndo. “ La esperanza de ser feliz deja
una impresi ón tan grande, que ni la más larga de las experiencias es
ca paz d e suprimirla. Acostum bram os perci bir sólo las miserias del
estado presen te, estado que, a la distan cia de los días, reapa rece
desea ble. Espero el mom en to en que la am bi ci ón deje de ser la
mayor de nu estras penas, y en que nin gún hombre sea desdichado,
salvo por sus propi as faltas” .

“Ese m om ent o, exclam ó un filósofo que se había mostrad o


impa cient e por hablar, corresponde a la a ctualidad del h ombre
sa bi o. El hom bre trama su propia desdich a. No hay nada más
absurdo que buscar la felicidad, cuando la propia Naturaleza la
pon e generosamente d elante d e n osotros. La única forma de ser
feliz, es viviendo de a cu erdo a la Naturaleza, obedeciendo la ley
universal e inalterable escrita en nuestros coraz on es por el d estin o
al mom ent o de nacer. El que vive de a cuerdo a la Na tu raleza n o
sufre las desilusion es de la esperanza ni las imperti nencias del
deseo; todo lo acepta o lo d eja ir con el ánimo impasi ble; siem pre
actú a movido por la razón. Algu nos se d em oran en frases colma das
de sutileza s o en razon amient os intrin cados. Q ui era el tiem po que
obt engan sabidurí a por m edi os más sen cillos; que a prendan del
cierv o de los bosqu es y del jilgu ero de la a rboleda, de cualqu ier
animal, pues a ellos los muev e el instinto y obedecen su guía, y son
feli ces. Nosotros, demos cese a la dispu ta y aprenda mos a vivir:
olvid em os los fa tigosos precept os qu e los aut ores divu lgan con
orgullo y q ue poc os entien den , a cambi o de esta máxima simple y
cla ra: apartarse de la Naturaleza es apartarse de la feli cidad”.

Cuando t ermin ó de hablar miró a su alreded or con aire plá cido,


convencid o de su grandeza.

“Señ or, habló el prínci pe con gran modestia, puest o que yo, al
igual que el rest o de la h umanidad, deseo alcan zar la felicidad, puse
toda mi aten ci ón en tu discu rso, y n o dudo en las con clusiones que
un h ombre a saz in struido compa rte tan confiadamente. Pero
quisiera saber, qué significa vivir de a cu erdo a la Naturaleza” .
“Cuando est oy en presencia de u n joven tan humilde y tan dócil,
dijo el filósofo, n o pu edo negar la in formaci ón qu e mis la bori osos
estudios me han permitido obt ener. Vivir de acuerdo a la
Naturaleza, es siempre actuar t eniendo en ment e la s rela ci ones
entre las causa s y los efect os; pa rti ci par del esqu ema magnífico e
inmu table d e la felicidad universal; cooperar con la s disposi ci ones
generales d el esta do presen te de las cosa s” .

El prín ci pe supo que estaba ant e un o de esos sab ios que son
men os compren sibles a m edida qu e hablan más. Hizo una
reveren cia, y guard ó silen ci o. El filósofo, con sideránd olo satisfech o,
y creyendo haberse im puest o sobre los demás, se levant ó de la
mesa, y se alej ó con el ai re de un hom bre q ue lleva sobre sus
hom bros el peso del equilibri o universal.
CAPÍTULO XXIII

El prínci pe y su hermana se divid en el campo de observa ci ón

R
ASSELAS VOLVIÓ A casa llen o de reflexi ones, dudando hacia
dónde debería dirigir sus futuros pasos. Ha bía descu biert o que
los sa bi os y los simples eran igualmen te ign orant es acerca del
camino a la feli cidad. Pero t enía la juven tu d a su fa vor, y habría
tiempo de sobra para má s ex perim ent os y meditaci ones. Habló con
Imlac sobre lo observado, sobre sus dudas, y, por toda respuesta, el
poeta hizo coment ari os y pregu ntas que lo incomodaron . Entonces
comen zó a frecuen tar a su h ermana, con qu ien charlaba librem en te
y compa rtía el mismo deseo, y quien, por más fru strado que
estuviera, siem pre le daba razon es por la s cuales al fin triunfaría.

“Es t odavía mu y poco lo qu e sa bem os del mundo, dijo ella. No


hem os sido afortunados, ni tampoco miserables. En nuest ro país,
aunque pert enecíam os a la n obleza, carecíam os de poder; aq uí n o
hem os d escubi ert o los pla ceres ocult os en la paz dom éstica. Imlac
men osprecia nuestra búsqueda; debemos hacerle v er su error.
Dividirem os el t raba j o: tú ex perim entara s lo q ue valga la pena vivir
en el esplendor de las cort es; yo recorreré las som bras de la vida
humilde. Quizá el gobi ern o y la aut oridad sean las ben dici ones
supremas, pu es conceden mayores oportun idades de hacer el bi en;
quizá todo lo que el mun do es capaz de ofrecer se halla ent re las
persona s d e la m odesta clase m edi a, sin grandes propósi t os, sin
grand es pen urias.
CAPÍTULO XXIV

Rasselas examina la felicidad de los alt os mandos

E L PRÍNCIPE CELEBRÓ la idea, y al día siguiente se presen tó en la


cort e del Bajá, a la cabeza d e u n magn ífico séqui to.
magnificen cia le permitió est rech ar relaci on es con los alt os oficiales
Esa

y sost en er conv ersaci ones frecu entes con el Bajá mismo. Era pa ra
ellos un prín cipe traído por la curi osi dad desde lugares remot os.

Al prin ci pi o creyó que u n hom bre t rat ado con rev eren cia y
escu chado con sumi sión , un hombre con el poder de somet er sus
mandat os sobre t od o un rein o, debía esta r com placido con su
fortu na. “ No debe haber pla cer sem ej ante al de sentir qu e miles de
persona s son felices bajo una sabia a dministraci ón. Sin em ba rgo, es
un goce exclusivo de un a sola person a. Debe ha ber algún deleite
más accesi ble y m ej or; el destino d e millones no puede limitarse a
llenar de cont ent o un solo pech o” .

A menudo t enía pen samient os semejant es; dudas que no podía


solven tar. Pero, a medida que los obsequ ios y la cort esía le gana ban
la estima de los nobles, encont ró que casi t od os los h ombres que
tenían un alto ran go en vidiaban al rest o, los odia ban, inclu so, y el
odi o era recí proco; t odas sus vidas se perdían en un a sucesi ón de
conspi ra ci ones y delaci ones, d e estra tagemas y esca pes, de vínculos
y t raici on es. Much os de quienes rodeaban al Bajá t enían la sola
tarea de observar y reportar su co nducta: cada boca estaba lista
para la censura, t od os los oj os ansiaban un a falta.

Se lograron los document os de revocaci ón , y el Bajá fue lleva do en


caden as a Con stant inopla, y su n ombre fu e proh ibido.
“¿Q ué pensar ahora sobre los privilegi os del pod er?, d ijo Rasselas
a su hermana. ¿Es i nsuficien te para obrar bi en , o s ólo los cargos
men ores son peli grosos y el poder últ imo es glori oso y seguro? ¿Es
el Sultán la única persona feliz en sus dominios, o también está
sujet o a los tormen tos de la sospech a y a las amen azas del
enemigo?” .

Un tiempo cort o, y el segun do Bajá era depu est o. El Sultán , que lo


había fav orecido, fue a sesin ado por los ingrat os j enízaros, y el
sucesor se present ó con nuevos plan es y nuevos predilectos.
CAPÍTULO XXV

L a princesa emprende su ta rea con más v oluntad que éxit o

L A PRINCESA SE introdu j o en muchas familias; pocas puertas se


resist en a la gen erosidad y al buen hu mor. L as j óvenes de
aqu ellos hogares eran alegres y desenfadadas; pero Nekayah, que se
había acostumbrado a las con versaci ones d e Imla c y de su herman o,
estaba lej os de disfrutar su s ligereza s in fantiles y sus parlot eos sin
sentido. Sus pensamient os eran estrechos, sus deseos mundanos,
sus risas fingidas. Los placeres, humildes com o ellas, no se
mantenían pu ros, la pueril compet en cia y la t orpe i mitaci ón los
corrom pían . Siempre esta ban celosas de la belleza de las demás.
Creían estar enamoradas pa ra sobrellevar sus larga s h ora s d e oci o, y
busca ban a person as frív ola s, como ellas. Ese afecto, aj en o al bu en
sentido y a la virtud, no podía termin ar sino humillándolas. Sin
em bargo, el su pu esto dolor, com o el falso cont ent o, duraba poco.
Ajenas a la con ciencia del pasado y del fu tu ro, dejaban q ue un
ca prich o sucedi era a ot ro, como una segunda piedra, al t ocar el
agua, desplaza y con fu nde los cí rculos d e la pri mera.

Nekayah se ent ret enía con esas mu jeres com o pu d o haberse


entret enido ent re in ofensivos animales. Pero su inten ci ón era
realizar un an álisis más profu ndo y, u sando su afa bilidad, logró
pen et rar aq uellos coraz ones im pacientes por compartir secret os,
placeres o a flicci ones.

Al atardecer, ella y su herman o se reunían en una casa d e campo


situada en los má rgenes del Nilo para rela tarse uno al ot ro las
ex perien cias del día. Sentados sob re el past o de la ri bera, el
príncipe hacía u n recu ent o m en tal de su j ornada, mientras la
princesa acaricia ba los pétalos de las flores y ahogaba la mirada en
el rí o que tenía delante. “ Atiende, oh gran padre de la s aguas, cuya
magnanimidad es sustent o de och en ta nacion es, los ruegos de una
hija de tu reino natal. Dime si tu largo curso ha con ocid o los
jardines de una sola h abita ci ón no t ocada por el eco de las quejas” .

“Veo qu e no has tenido mej or fortu n a en tre el vu lgo, de la q ue he


tenido yo en la s cort es” , dijo el prí ncipe.

“Desd e que nos dividimos la s tareas he podido con ocer muchas


familias a parentem ente prósperas y en paz, pero en sus h oga res n o
faltaban demoni os que dest ruyeran la calma.

“No buscaba el alivio ent re los pobres, porq ue l o consideré inútil


de anteman o. Pero vi personas humildes simu lando vivir en
bi en estar. En las grandes ciudades, la pobreza adopta muchas caras.
A menu do se encu entra ba j o el esplend or, o baj o el disfraz de la
ex tra vagancia. G ran part e de la humanidad se preocu pa por ocultar
sus caren cias a los otros. Pero se ayudan de cosas t emporales, y
pi erden cada día ingeniándoselas pa ra sobrevivir al sigu iente.

“Su pobreza, aunque era un mal frecuent e, n o me angustiaba. Era


algo que podía soluci ona r. Aunqu e algun os rechazaron mis
obseq uios, má s ofen didos por la rapidez con qu e detecté sus
necesidades, que complacidos por mi disposi ci ón para socorrerlos; y
otros, cuya ext rema miseria los hizo acepta r mis fav ores, no
pudieron ocultar su indign aci ón. No obstante, much os se m ostra ron
sinceramente agra decidos, sin dramatizar su emoci ón y sin esperar
nuevos fav ores” .
CAPÍTULO XXVI

La prin cesa prosigue sus observaci on es sobre la vida pri vada

N EKAYAH CO NTINUÓ SU narraci ón, animada por el interés que


most raba su hermano.

“En las familias, exista o n o pobreza, es común la discordia. Si,


como Imlac n os dice, u n reino es una gran familia, la familia es u n
reino di vidido en facci ones y expuesto a revu eltas. Cualquiera
espera ría que el am or entre padres e hijos fuera constante y
equ ilibrado. Pero la cort esía pocas veces su pera los añ os de la
infancia; en poco tiempo los hijos se rebelan contra los padres, y
quieren fav orecer sus ant oj os m ediante reproches, y dejan a la
envidia el lugar de la gratitu d.

“Entre ellos, ra ra vez hay arm oní a; cada hijo se esfuerza en


acapa ra r la estima o la predilecci ón de los padres; y los padres se
traici onan u no al otro por los h ijos. Algunos cent ran toda su
confianza en el pa dre, ot ros, en la madre, y poco a poco el h ogar se
llena de artifici os y rencillas.

“L as opin ion es de padres e hijos, de viej os y de j óven es, se


cont ra rían como la esperanza y el desalient o, como la expectaci ón y
la ex perien cia. Es natural, en ello no ha y crimen o in sensa t ez. La
juventud y la vej ez difieren como los colores de la primavera y del
invierno. ¿C ómo pueden creer los hijos en las asev eracion es de sus
pad res, si en ellas hablan de cosas que no h an expl orado su s oj os
lozan os?

“Además, pocos padres refu erzan con el ej em plo el efecto de las


máximas. El an ciano confía t otalment e en la lenta planeaci ón y en el
progreso gra dual; el j oven espera apresurar su s t riunfos en base al
genio, al vi gor, al arrebat o. El an ciano ven era la riqu eza; el joven
pond era la vi rtu d. El an ciano deifi ca la prudencia, y el j ov en se
entrega a la providen cia y al aza r. El j oven, libre de malicia, descree
de la s malas inten ci ones, y se mu estra ingenuo y ext rovertido; pero
su padre, habi endo sufrido las vejaci on es del engaño, está obligad o
a sospechar de todo, y acon seja la duda. El viej o mira con enfado la
temeridad d e la ju ventud, y la juventud despreci a la escrupulosidad
del viej o. Pasa el t iem po, llevándose el afect o entre padres e hij os;
y, si aquellos a quienes la Natu raleza une por la san gre se
convi ert en en t orm ent o u nos de ot ros, ¿en dónde podemos halla r la
ternura y el consuelo verdaderos?” .

“Quiero pensar que tuviste ma la su ert e al elegir la sede de tus


investigaci ones, d ijo el prín ci pe. No pued o creer que esas
friv olidades obstaculicen la más tiern a de las rela ci on es”.

“L a discordia n o es inevitable, pero es mu y difícil de superar. Casi


nunca se ve qu e todos los integran tes de una familia ej erzan la
virtud; y el bi en no soporta el mal, y el m al n o soporta a n adie.
Inclu so los virtuosos discrepan entre sí cuan do sus vi rtudes son
distintas y tienden al ext rem o. Pero aqu ellos qu e vi ven bien n o
pueden ser d espreciados, y algunos padres gozan de la reveren cia
de sus hijos porqu e la han sabido m erecer” .

“Muchos otros males infestan la vida domésti ca. Algunos se


vuelven esclavos de los si rvientes a qu ienes confiaron sus asunt os.
Algunos sufren ansiedad continua por el capri cho de pa rientes ricos
a los que no pued en complacer, pero a los que tampoco se at rev en a
decepci on ar. Algunos maridos son despóti cos, algunas esposas son
perversa s. E s más sencillo hacer el mal q ue hacer el bi en. La
sa biduría o la vi rtud de una sola persona raramen te logra la
feli cidad d e mu ch os, pero la insensat ez o el vici o de u no solo puede
hacer a much os mi sera bles” .
“Si ése es el efect o general d el ma trim onio, con sidero un peligro
unir mis intereses a los de otra persona y ex pon erme a ser infeliz
por su culpa” , dijo el príncipe.

“Con ocí a muchos qu e se manten ían solt eros por la misma razón,
dijo la prin cesa. Pero n o vi qu e su prudencia fuera envi diada. Pasan
los días sin amistad, sin afecto, sin sentido; a bsortos en diversi ones
pueriles y en deleit es groseros. Actúa n como seres a gobi ados por un
sentimient o de in feri oridad qu e les llena la ment e de rencores y la
lengua de vituperi os. Son i rritables en casa, y malici osos fu era de
ella. Aislados d e la sen da natural del h ombre, su ú nica ocupa ci ón y
placer es perturbar a la soci eda d que les niega sus privilegi os. Vivir
sin sentir o prov ocar simpatía, ser afortunado y n o facilitar el
bi en estar de otros, o ser desdichado sin ex perimentar el bálsamo de
la pi edad filial, son condici ones más sombrías que la soledad; eso
no es ren unciar a la hu manidad, sino ser excluido. El matrimon io
implica muchas penas, pero en la solt ería n o ha y pla ceres n obles” .

“¿Q ué hay que hacer ent onces?, pregu nt ó Rassela s. Cuanto más
investigam os menos pod emos resolver. Seguram ente sea más
dich oso el q ue n o propende a la reflexión” .
CAPÍTULO XXVII

Disquisición sobre la grandeza

L A CO NVERSACIÓ N SUFRIÓ una breve pau sa. El príncipe, tras


haber meditado las observa ci on es de su hermana, las con sideró
em pañ adas por el prejuici o; al querer ver miseria donde n o existía.
“Tu s comentari os aumentan la incertidumbre sobre los planes
fu tu ros. L as predi cci ones de Imlac parecen débiles bosq uej os fren te
a los males qu e pi ntas. Reci entem ent e m e he conv en cido d e que la
calma n o es hija de la grandeza o del poder; q ue su presen cia n o se
alcanza con dinero ni se con quista por la fu erza. E s ev idente que,
entre más ext en so es el círculo en qu e se desenvuelve un h ombre,
mayor es el peli gro de granjearse la enemistad del en vidioso o de
sufrir las va riacion es de la fortu na. Quien debe com placer o
gobernar a much os precisa delegar responsa bilidades entre diversos
ministros; algunos de ellos serán malvados, otros resultarán
ignorantes; algunos h abrán de falsear sus mandat os, otros lo
traici onarán . G ratificar a cualquiera, ofenderá a algún otro; quienes
no se v ean favorecid os a ca ba rán por sentirse insultados, y, como n o
se puede com pla cer a t odos, la gran mayoría permanecerá
invariablemente descon tenta” .

“Tal molestia me parece insensata, dijo la princesa. Espero t ener


siempre la valen tía de aborrecer sit uacion es sem ejant es, y espero
que siempre tengas el poder pa ra reprimirlas” .

“Aun baj o la ad ministraci ón más j usta y vigilante de los d eseos


pú blicos habrá ci ert o descon tent o irraci onal. Ha y virtu osos, baj o la
bruma de la indigen cia y de las facci on es, que no pueden ser
descu bi ert os ni recom pen sa dos por el observador más at ent o y
poderoso; y, quien ve a un a persona ser promovida sin merecerlo,
puede imputar esa gracia a la parcialidad o al ca prich o. Apenas
puede esperarse q ue un hombre, por magnán imo qu e sea, conserve
incorrupta su eq uidad. Algunas veces cederá a sus deseos o a los
deseos de sus favorit os; sentirá afect o por personas que nunca han
estado a su servici o; atri buirá a sus seres querid os cualidades que
en realidad n o poseen, y querrá com pensa r con gran lujo a quienes
han procurado serle grat os. De m odo que, a veces, prevalecerán
aqu ellos que se abren paso con dinero, o por m edi o de la adulaci ón
o el servilism o, soborn o au n más perj udicial.

“Quien tiene muchas responsa bilidades está expu esto a comet er


algún error, y d eberá sufrir las consecuencias. Y, d e ha ber obrado el
milagro de a ctuar siem pre con ju sticia, teniendo a tantas personas
dispu estas a la calumnia baj o su mando, habrá de ser condenad o
por malicia o por error.

“L a felicidad no se en cu entra en los alt os ca rgos; creo,


sinceramente, que ha dejado los t ron os luj osos y los magn íficos
pala ci os, para refugiarse en la plá cida oscuridad, en el anonimato
del h ogar humilde. ¿Q ué pued e impedir la felicidad d e quien posee
las h abili dades adecuadas para su empleo, de quien tiene a la vista
el resultado de sus acci ones, de quien escoge a la s personas de
confianza tras haberlas con oci do largo tiem po, d e qu ien n o es
engañado por las tentaci ones d el ambici oso o del traidor? Sus
únicas ocu paci ones deben ser ama r y ser amad o, practicar la virtu d
y ser feliz” .

“L o que hem os visto del mundo n o nos permit e sa ber si la virtu d


intachable pu ed e procu ra rn os la felicidad perfecta, di j o Neka yah.
Pero podemos sost ener qu e la felicid ad visi ble n o es proporci onal a
la virtud visible. Tod os los males de la n aturaleza, y ca si t odos los
males de la política, afectan al buen o y al malo por igual; no pu eden
ser distingu idos en la miseria de la hambrun a ni en la fu ria de las
facci on es; los so meten igualmen te las t em pestad es y la s hordas
ex tranj eras. La virtu d pued e procu rar t ran quilidad de con cien cia, y
la sólida esperan za de una mejor condición; lo que, a su vez, puede
ayudarn os a soportar las ca lamidades con paciencia, aunque la
misma pacien cia supon ga un d olor” .
CAPÍTULO XXVIII

Rasselas y Nekayah continú an su conversa ci ón

QUERIDA PRINCESA, CAES en el error comú n de la exagera ci ón


“ ret óri ca, refiri endo en una conversaci ón familiar ej emplos de
catá st rofes n aci onales y escenas d e gran miseria, ex traordinari os
por su h orror, n aturales a los li bros ant es que al mundo. No
inventem os males, ni ofendamo s a la vida con falsas
representaci on es. No puedo soportar las declara ci on es excesivas de
los farsantes que prev én para cada ciudad u n sitio como el de
Jerusalén ; que, al presen ciar el vuelo de una lan gosta, lloran la
próxima hambruna; o que tem en la pest e al ver el t emblor de los
árboles motivado por las brisas d el sur.

“Hay pad ecimientos comu nes e inevitables que abruman


súbitamente a los reinos: de nada sirven las disputa s; cont ra ellos
sólo q ueda resignarse. Pero es evi dente q ue esos fen ómen os
universales, aunque no se su fren con frecuencia, son temidos en
ex ceso; miles y miles de person as dejan la prosperidad de la
juventud y empiezan a su frir los cam bi os de su pi el qu e se
marchita, sin conocer otros males ademá s de los domésticos. No
importa si sus reyes eran a paci bles o severos, si su s ej ércit os
amenazaban al enemigo o se sometían an te él, t odos compa rtieron
los mismos deleit es y las mismas vejaci ones. Mient ras los problemas
intestinos alt eran las cort es y los embajadores pactan con las
nacion es ext ranjeras, el herrero t rabaja sus primores sobre el
yunque y el labra dor hiere la tierra con el arado; la s necesidades
básicas d e la vida son satisfechas du rante el pa so in altera ble de las
cuatro estaci ones.
“Dej em os de pensar en situaci ones que quizá nun ca ocurran, o
que, de ocurrir, habrán de reba sa r cualq uier especulaci ón. No
perdamos el tiem po tratan do de com batir la furia de lo s elem ent os
o intentando corregir el destin o d e nuestra naci ón. Nuest ro único
deber es descu bri r lo qu e personas com o n osotros pueden hacer
para alcanzar la feli cidad, y procurar la felicidad de quienes
pert en ecen a nuest ro cí rculo social, por mín imo q ue sea.

“El matrimonio, al parecer, es una disposi ci ón n atural; el h ombre


y la mujer están hech os para a com pa ñarse el un o al ot ro, y n o creo
estar errado al con sidera rlo un medi o para obt en er felici dad”.

“Y o pi en so q ue el matrimoni o es u na de las innumerables formas


de la miseria humana, dijo la princesa. Cuando repaso las diversas
causa s de infeli cidad con yugal: la inesperada y la rga discordia, las
desviaci on es del á nimo, las opini on es contrapuestas, la ru deza con
que se d efi en den los deseos cont radict ori os cuan do los vi olent os
amantes están poseídos por el impu lso, la obstinada com pet encia
cuando ambos buscan somet er una idea a parentem ente sustentada
en bu enas intencion es; me inclin o a pensar, al igual q ue los
ca suistas más sev eros de cualquier nación, qu e el matrimonio puede
ser útil, pero nunca ala bado, y que, de n o estar cega dos por una
pasi ón desmesu ra da, nadie com promet ería su dicha en un pact o
indisoluble” .

“Pareces olvidar qu e consid erast e men os feliz el celi bat o que el


matrim oni o, replicó el príncipe. Ambas condici on es pued en ser
malas, pero alguna deber ser peor qu e la ot ra. Cuando se ost entan
dos opini ones equ ivocadas, su elen destruirse mutuamente.
Enton ces, la ment e queda abi ert a a la verdad” .

“No esperaba que atri bu yeras a la falsedad lo q ue corresponde a


la flaq ueza. Para la men te, como para el oj o, es difícil comparar con
exactitud obj et os de vast a ext en si ón y d e elem ent os complej os.
Cuan do observamos o con cebim os el todo a un tiempo, podemos
discriminar con rapidez y elegir lo que cautive nuestro gu st o; pero
cuando ten emos dos sist emas qu e n o pu eden ser estu diados por
ningún ser humano en su t otal magn itu d y en sus diversas
complicaci on es, ¿es de asom brar que me v ea conm ovida
alternativamente por una part e o por ot ra, a medida qu e las
diferen cias alcan zan mi memoria y mi imaginación ? A menudo
discrepamos con nosot ros mismos y con los demás, cuando sólo
tomamos en cuenta u na parte de las situaci on es, como en las
múltiples relaci ones d e la política y de la moral; pero, cuando
perci bimos t odo de un a vez, com o en las computaci on es nu méri cas,
podemos mant ener un mismo ju ici o, y nadie varía su opi nión” .

“No agreguemos a los males de la vida la amargura de la


cont roversia, n i nos desga st emos peleando por su tilezas en los
argum en tos. Estamos inmersos en un a búsq ueda de cuyo éxit o o
fra ca so ambos n os regocija remos o nos lam entaremos por igu al; es
necesari o que nos ayudemos mutuamen te. Con seguri dad te has
precipitado al con denar la institu ción del matrim onio por algunos
problemas con yugales. Del mismo modo, al cont emplar la miseria
del mundo, podrías n egar que la vi da sea un regalo del cielo. Pero el
mun do debe ser poblado, con matrimonio o sin él” .

“No me im porta cómo debe ser poblado el mundo, y a ti tampoco


debería interesart e. No veo el peligro de que las presentes
generaci ones eviten dej ar d escendencia, porqu e no estamos
buscando el bi en del mu ndo, sino el nu estro. ”
CAPÍTULO XXIX

El debat e sobre el matrimoni o continúa

“ EL BIENESTAR DEL t odo su pone el bi enesta r d e las part es que lo


conforman, dijo R asselas. Si el matrimonio es lo mejor pa ra la
humanidad, debe ser lo m ej or pa ra los individuos, y no un a causa
permanent e de afli cci ones, a la q ue algunos deben sacri ficarse por
el bien de los demás. En la com paraci ón que has hech o sobre los dos
estados, parecería qu e las incom odidades del celibat o fueran
necesaria s e ineludibles, y aquéllas del mat rimonio, a cciden tales y
remediables. No puedo renu nciar a la idea de q ue la pru dencia y la
generosidad pu eden tornar feliz un matrim oni o. L a torpeza d e la
humanidad es la causa misma de sus lament os. Una elecci ón guiada
por la inmadurez de la juventud no pu ede ocasi onar sin o
arrepentimient o y decepci ón. Los ardientes deseos; la falta de juicio
y de previsi ón; no t omar en cu enta la diversidad d e opiniones; las
distintas costu mbres y formas de pensar; no m edit ar sobre la
pureza de los sentimientos, son algunos males que pierden a las
persona s.

“Y ése es el proc eso comú n del mat rimonio. D os jóv enes reu nidos
por el azar o t ras cansados artifi ci os, intercam bian miradas y
halagos, vuelv en a casa y fantasean co n el otro. Com o n o tienen ot ra
forma de entret enimien to ni acostumbran ej ercitar la men te, si enten
angustia cuan do la noche los a part a. Enton ces, piensan que estar
juntos los haría felices. Se casan , y descu bren lo q ue disfraza ba su
volu ntaria cegu era. La vida se les va de alt ercado en altercad o, y
atri buyen su error a la cru el naturaleza.

“También la rivalidad entre padres e h ijos proviene de los


matrim oni os prem aturos. El hijo está ansi oso por con ocer los
deleit es d el mu ndo, y el padre se interpon e y los toma para sí. No
hay lugar pa ra ambas generaci ones. L a hija comi enza a florecer
antes d e q ue la madre se resign e a su belleza, y a mbas buscan
acapa ra r la atenci ón, y desearían la au sencia de la otra.

“Seguram ente t odos estos males podrían evitarse por medi o de la


reflexi ón y la mesura que precisamos al t oma r decisi on es
irrevocables. Entre la vari edad y la dich a de los placeres juveniles
hay pocos que req uieren la presen cia de un cón yuge. Al pa so del
tiempo crece la ex peri encia, y el h orizon te se amplía y permite
mej ores selecci ones; al men os se tendrá la ventaja de q ue los padres
sean visiblem ent e mayores qu e los hij os” .

“L o que esca pa a nu estra razón, lo que la experi encia todavía n o


nos h a enseñ ado, puede deducirse de la experi encia de los demás,
dijo la princesa. M e han dich o que lo s mat rim onios tardíos n o son
parti cu larmente felices. Es un asunto que por su importancia n o
debe pasa rse por alt o, y q ue h e expu est o ant e quienes, por la
agudeza de sus observa ci ones y por los alcances de su
con ocimient o, merecen ser escu chados. Ellos determinaron
peligroso pa ra el h ombre y para la mujer pon er el destino en las
manos del otro, cuando ya los princi pi os y los hábitos están bien
enraizad os, cuan do cada un o tiene sus amistades y ha planeado la
vida met ódicament e, cuand o la mente se ha deleitad o largas h oras
imaginando la obtención de los deseos personales.

“Es poco probable que dos person as q ue han recorrido el mundo


movidos por el aza r se encu ent ren de pron to en el mismo camin o, y
tampoco es proba ble qu e un o deje la vía que la costumbre ha hech o
placen tera para seguir al otro. A la ligereza y a l os ca prich os de la
juventud siguen: el orgullo que se avergü enza de ceder, y la
obstinaci ón que se recrea en las disputas. Inclusive cuando la
estima mutua prov oca el deseo d e agradar al ot ro, el tiem po, a
medida que modifica las aparien cias ext ernas, d etermina la
direcci ón de las pa si on es, y le da una rigidez in alterable a las
costum bres. L os hábit os n o se rompen con fa cilidad; aquel que
intenta cam biar a menudo el curso de su vida, trabaja en vano; y,
¿cóm o va mos a esperar de ot ros lo qu e nosot ros mismos no somos
ca paces de lograr?” .

“Pero supon es que el principal mo tiv o pa ra elegir ha sido negad o


u olvidado, interpuso el prín cipe. A la persona qu e quisiera com o
esposa, le pregun taría primeramente si está dispu esta a ser guiada
por la razón” .

“Así es como se engañan los filósofos, dijo Neka yah. Hay miles de
problemas familiares q ue la raz ón no pu ede atemperar; cu esti on es
que esca pan a la investiga ci ón y qu e se bu rlan de la lógi ca; casos en
los qu e hay mucho por ha cer y muy poco que decir. Piensa en la
heterogénea hu manidad; consid era todas las situ aci ones para las
que no estam os prepa rados. D esdi chada la pareja con denada a
prever cad a mañ ana las ocu pa ci ones destinadas a cada minuto del
día.

“L a muerte salv ará de la s intru sion es de los hijos a quienes se


ca sen a una edad avanzada pero, a cam bi o, deberán escoger un
guardián piadoso con quien dejarlo s, in defensos e ignorantes; o
sufrirán la pena de a bandon ar el mundo sin ver que su s seres
querid os h an alcanzado la sa bidu ría o la grandeza” .

“Quienes, por su edad, n o deben temer las ingratitudes de los


hijos, tampoco deben espera r el frut o de sus virtudes; perderán la
oportunidad de forjar su caráct er para hacer fren te a las nuevas
impresi on es, y de aten uar sus diferencias gracias a la convivenci a
diaria, como se adaptan los cu erpos mediante el roce continuo,
añadió el príncipe.

“Creo qu e podemos con cluir que, quien es se casan más tarde,


encuent ran pla cer en sus h ijos, y quienes lo h acen a temprana eda d,
disfrutan mej or las bondades d e la pareja” .
“L a unión de esos dos afect os produciría t odo cu anto pudiera
desearse, asin tió Neka yah. Aca so ha y un tiempo ideal para obt ener
am bos tesoros; n i muy t empran o pa ra ser sólo padre, n i muy ta rdí o
para ser sólo esposo” .

“A cada h ora se confirm a mi preju ici o a favor de la posi ci ón tan


menci onada por la boca de Imlac: “ La naturaleza ofrece sus don es
con am ba s man os” . De manera que, a veces, por buscar un o en
especial, nos aleja mos de ot ros. Pod em os d ecir q ue, aquel que busca
hacer cosas que exceden la ca pacida d de los seres h umanos, nada
consi gue. No h ay qu e ilusionarse con las cont rari edades del placer.
Elige las bendici on es qu e est én a tu alcan ce y conf órmate. Ningú n
hom bre puede pro bar los frut os del otoñ o y a la vez deleitarse con
el aroma de las flores primav erales; n ingún hom bre puede llenar su
taza en las fu entes del Nilo y en su desembocadura al mismo
tiempo” , conclu yó R asselas.
CAPÍTULO XXX

Imlac ent ra, y cam bia la conv ersa ci ón

E L PO ETA ENTRÓ en el cuart o, interrumpiendo la conversa ci ón.


“Imlac, los labi os de la prin cesa han desent rañado historias
calamitosa s sobre la vida domést ica. Casi est oy decidido a
interrumpir la búsqueda” , dijo Rasselas.

“Usted es discu ten la mej or ma nera de sobrellevar la vida,


mientras la vida pasa d e largo. Han con ocido una sola ciudad que,
por extensa y va riada que sea, ya n o guarda sin o pocas n ovedades.
Olvidan qu e está n en un país fam oso ent re la s prin ci pales
mon arquías, por el poder y la sa biduría de sus h abitantes; el país
que con ci bi ó las ciencias que ahora iluminan el mun do, y an tes de
cuya forma ci ón no existían las art es, ni la sociedad civi l, ni la vida
dom ésti ca.

“L os antiguos egi pci os han dejado mon umentos de u na in dustria y


una majestu osidad que opacan cualquier lu jo eu ropeo. Las ruinas de
su arquitectura representan la escuela de los constru ct ores
mod ern os; y, de las maravillas qu e el tiempo ha respetad o,
vagam en te pod em os con jeturar el esplend or perdido” , dijo Imlac.

“Mi curi osidad n o me mu ev e a explorar los mont on es de pi edra


desga stada o d e bu rda tierra, dijo Rasselas. Mi asu nto es el h ombre.
No vine a m edir las fracturas de los t em plos ni a rast rear
acuedu ct os baj o los escom bros, sin o a estudiar las diversas escenas
del mund o presen te” .

“L as circunstancias presen tes requieren y merecen n uestra


aten ci ón, dijo la princesa. ¿Para qué me sirve el con oci mient o d e los
héroes y de los m onumen tos de los tiem pos antigu os; tiempos que
no volverán; héroes cuyas formas d e vida eran del t odo distintas a
las que ahora perm ite o n ecesita la humanidad?” .

“Para entender cualquier cosa, debemos con siderar sus orí gen es,
dijo el poeta. Para comprender a los hom bres debemos cont em plar
sus actividad es, y deducir si sus acci ones están moti vadas por la
razón o por el instin to. Eso n os dará u na idea gen eral d e los
principi os que rigen el comport amient o. Para juzgar el presen te,
debem os opon erlo al pasado; porq ue t odo juici o impli ca una
compa ra ci ón; del futuro, q ue es una abstracci ón , nada podemos
sa ber. Rara vez n os ocu pam os del present e; perdem os el tiempo
repasando memorias o a rriesgand o previsi on es. Vivimos de
apa ri en cias; pasi on es com o el gozo y la pena, el am or y el odi o, se
susten tan en el pasad o; el futuro es el campo d e la esperanza y del
miedo.

“El estado presente de las cosas es consecuencia de u n estad o


anteri or; y es natural in quirir cuáles fueron la s causas del bi en que
gozam os o d e los males qu e sufrimos. Si queremos lograr el
bi en estar propi o, no es prudent e despreciar el estudio de la
historia; si se nos h a confiado la prosperidad de lo s demás, es
injusto evadir la experiencia pasa da. L a ignoran cia, cuan do es
volu ntaria, es un crimen; quien rehúsa aprender a prevenir el mal,
puede ser a cusado de maldad.

“No hay pa rt e de la h ist oria tan útil como aq uella que relata el
progreso del con ocimien to, el perfecci onamient o gradual de la
razón , los contin uos avances d e la ci en cia, las vicisitudes del
aprendizaje y de la ignorancia, luz y sombra de los seres pensantes,
la extinci ón y el resu rgimient o de la s art es, y las rev olucion es del
mun do intelectual. Aunque el recu ento de esforzada s batallas y
severa s invasi ones sea el pa satiempo común de la n obleza, el
ej ercici o d e las art es prá cti cas o est éticas n o debe ser descu idado;
aqu ellos que habrán de gobernar gran des rein os d eberían cultivar el
entendimient o ant e todo.
“El ej emplo es más eficaz que las norma s. Un soldado se forma en
la gu erra; un pintor, reproduci endo famosa s pinturas. L a vida
cont emplativa del segundo tiene cierta ventaja. Pocas veces estamos
ex pu est os a grandes a con tecimient os, pero los frut os de la técnica
siempre están a la mano de aquel que desee abordar los alcan ces del
art e.

“Cuando la vista o la ima ginaci ón se estremecen ante una obra


inusual, la mente a ctiva indagará los medi os con que fu e ej ecutada.
Ésta es la verdadera utilidad de la contempla ci ón. Las nuevas ideas
aumen tan nuest ro ent endimiento y, al mirar los restos de la
antigüedad, quizá podam os recu perar algú n art e olvidado por el
hom bre; quizá podam os adq uirir destrezas ignoradas en nuestro
país. Al men os podremos compa rar n uest ros tiem pos con los
tiempos qu e fueron y alegra rn os de n uestros avan ces, o recon ocer
nuestros defect os, que es el primer pa so hacia la virtud” .

“Est oy dispu est o a tener en cu enta lo que sirva a mis propósitos” ,


dijo el príncipe.

“Y yo a prenderé gust osa algu nas de la s costumbres de la


antigüedad” , dijo la princesa.

“L a prueba más ilustre de la grandeza egipcia, y un a de las tareas


más a rdu as de la industria manual, son las pirámides; santuarios de
una hist oria que aú n n o era escrita, em bellecid os por el misteri o
que compensa la vaguedad d e las primeras narraci ones. Las más
grand es se con servan en pi e, in distintas al ti em po” , dijo Imlac.

“Visitém oslas ma ñan a, dijo la princesa. Ya he oído bastante acerca


de las pirámides, y no descansaré h asta haberlas vist o por dentro y
por fuera con mis propi os oj os” .
CAPÍTULO XXXI

Visitan las pirámides

U NA VEZ CONVENCIDO S, empren dieron la marcha. Era otro día.


M on taron tien das sobre su s camellos; estaban decididos a
acam par en tre las pirámides hast a que su curi osidad estuviera
completamente sat isfecha. Viajaron sin contrati empos. Desviaban su
camino d e cu ando en cu ando para estudiar aquello que llamaba su
aten ci ón, para co nversa r con los h abitant es de los pueblos que
atrav esaban, para con templar los div ersos a spectos de las ciudades
en ruinas y de la s ciudades habitadas; y la naturaleza cruda; y los
campos de cu ltivo.

Cuando llegaron a la gran pirámide quedaron mara villados con la


ex tensi ón de su base y de su altura. Imlac les explicó lo s principi os
que m otiva ron la forma piramidal para u na construcci ó n que debía
prevalecer hasta que el día y la noch e sufri eran el fin de su imperi o:
“la disminu ción gradual de la superfici e da a la est ructu ra una
estabilidad capaz de resistir los embates comun es de los element os;
hasta los t erremot os, inelucta ble mu estra de la vi olencia natu ral,
hallarían digna oposi ci ón en este coloso de piedra. Antes de v er una
fra ctura en sus paredes, veríamos el continen te devastado” .

Tras m edir la s dimension es d e la pirámide, instalaron las tien das


baj o su sombra. Al día siguiente pret endían con ocer las
habita ci ones internas; contrata ron guías pa ra ello. Esta ban por
escalar el primer pasaj e, cuando la fav orita de la princesa, luego de
escrutar el corredor est rech o, dio un paso hacia atrás, temblorosa.
“Pekuah, dijo la pri ncesa, ¿de q ué tien es miedo?” .

“De la en trada, que es angosta, y de la penu mbra inquietante,


respondi ó la dama. No me at rev o a ingresa r en un lugar
seguram en te habit ado por almas en pena. Los propi etarios legítimos
de estas bóvedas terri bles aparecerí an ante nosot ros, y qu izá nos
encerrarían para siem pre” . Terminó de ha blar y rodeó con sus
brazos el cu ello d e su señ ora.

“Si tu único miedo son las aparici ones, promet o que estará s a
salvo, dijo el príncipe. L os mu ert os n o representan ningú n peligro:
cuando alguien es sepultad o, jamás se le vuelve a v er” .

“No me at revería a sost ener q ue los muert os desa parecen para


siempre, cuando el t estim oni o invariable de t odas la s n aci ones y de
todas la s épocas sugiere lo cont rario. No ha y pueblo, bárbaro o
civilizad o, que descon ozca o niegu e las historias sobrenatu rales.
Sólo la v eracidad de sus principi os pudo universalizar estas
creen cias, que prevalecerán mientras exist a el h ombre; las
narraci ones de pa íses remot os, qu e se descon ocen en tre sí, n o
tendrían coincidencias relevantes de no est ar ba sadas en la
ex perien cia. Que exi stan algunos escépticos no desacredita la
opini ón gen eral; hay q uien es evidencian con su mied o lo qu e sus
labi os cen suran.

“No deseo añadir nu ev os t em ores a los t emores que dominan a


Pekuah, pero n o hay raz ón para qu e los espect ros prefieran unos
lugares a otros, com o pueden vaga r por las pirámides pudieran
vagar por las ri beras d el Nilo, por el á spero desierto o por las
conforta bles tiend as, aunque no hay motiv os pa ra creer que tengan
el poder o la intención de dañar a los in ocent es y a los puros.
Nuest ra visita n o viola sus privilegi os, ¿por qué se ofen derían, si n o
habremos de quitarles n ada?” .

“Pekuah , querida , iré siem pre dela nte de ti; Imlac t e cu idará las
espaldas. Recuerda que sirves a la princesa de A bisinia”, dijo
Nekayah.

“Si a la prin cesa le place mi muerte, con cédam e un final menos


sombrí o que el encierro en esta h órrida cav erna. Sabe que no me
atrev o a d esobedecer; iré si es su mandat o; pero sé que, una vez
den tro, ya nunca podré salir” .

La princesa n ot ó qu e su tem or era demasiado fuert e como pa ra


reprend erla o intentar disuadirla, así qu e la abrazó, y le dij o que
permaneciera en la tienda hasta su regreso. Pero Peku ah, lej os de
calma rse, le suplicó a la princesa que no cedi era al fu nest o
propósit o de profan ar las entrañ as de la pirámide.

“T odavía n o soy ej emplo d e valor, pero n o habré de frecuen tar la


cobardía. No renu nciaré a l único moti vo d e mi viaje” .
CAPÍTULO XXXII

Entran en la pirámi de

P
EKUAH VOLVIÓ AL refu gi o. Los demás ingresa ron en la
pirámid e, atrav esaron amplia s galerías, revisaron con asom bro
las maj estu osa s bó vedas d e ma rfil, y pasearon los dedos a lo largo
de los fin os relieves tallados en el dorado sa rcófago que debi ó
cont ener los rest os de algún mon arca. Antes de regresar,
descansaron sobre el suelo frí o de una de las cámaras más
espaci osas y oscuras que visitaron.

“Hemos complaci do nuest ra ment e con el estudi o minucioso de la


mayor obra del h ombre, despu és de la Muralla China, dij o Imlac.

“Pero la mu ralla tenía un motiv o prácti co: resguardar a un a nación


próspera y t emerosa de las in cursi ones de los pueblos bárbaros,
cuya falta de habilidad pa ra la s art es dignas, les hacía más fácil
sati sfacer su s necesidades por m edio de la ra piña que por la
industria, y que, de tiempo en tiempo, se abalan zaban sobre los
tranquilos habitan tes de las ciudades mercantiles, como los buitres
se lanzan sobre las av es dom ésti ca s. Su ambici ón y su fiereza
obligaron la con strucci ón de la muralla; su ignorancia la h izo eficaz.

“Para las pirámi des n o hay un a raz ón adecuada al costo y al


sa crifi ci o del t rab aj o. La estrechez de sus pasajes y apartam ent os
prueba que no servían de refugi o contra el en emigo; y los tesoros
pudieron haberse guardado con la misma seguridad en ot ros lugares
y a cost os men ores. Parece haber sido erigida baj o el solo yugo de la
imaginación; de ese apetit o q ue acosa al hom bre continuamen te y
que no tien e sosi ego; de esa inquietud que roe la vida y que
tratamos de evadir con cualquier ocu paci ón. Quienes ya poseen t od o
lo que otros d esearían, deben am pliar sus deseos. Quien ha
construido por necesidad, d ebe luego ext en der sus planes y
construir por van idad y lleva r al lí mite los alcan ces del in gen io
humano hasta v erse movido por ot ro deseo.

“Considero esta pod erosa estructura, un labori oso m onu ment o a


la in satisfacci ón del h ombre. Un rey de poder ilimitado, de una
riqueza capaz de proporci ona r placeres inimagin ables, de pron to, se
harta de su poder inútil, de sus in sípidas diversi ones, del tedi o de
la vida; y se le ocu rre con solarse con la erecci ón d e un a pirámide; se
le ocu rre a tenuar su miseria con t emplando la miseria de otros
hom bres, d e miles de h om bres q ue tra ba jan una vida sin sentido,
colocando una pesada piedra sobre otra, para n ada. ¡Tú, quienquiera
que sea s, tú qu e estás descon ten to de tu condici ón humilde, que
imaginas que la felicidad reposa en la magnificen cia de los n obles,
que sueñ as que la autoridad o la ri queza pued en sa ciar la voraz
curi osidad con deleit es perpetuos: observa las pi rámides, reflej o de
tu locura!” .
CAPÍTULO XXXIII

La princesa enfrent a u na desventura

L UEGO DE LEVANTARSE, regresaro n por el


estrech o. L a princesa tramaba u na larga narraci ón sobre los
mism o

oscuros laberintos, sobre las cáma ras lu josas, y sobre la s diferentes


pasillo

impresi on es que le ha bían prov ocado las variaci ones del camin o.
Pero cuando arri baron al campamento, encon traron a t odos los
hom bres descoraz onados y si lenci osos; los en con t raron
avergon zad os y t emerosos, y la s m ujeres llora ban dentro de las
tiendas.

No tu vieron tiempo para hacer co njeturas, porque de inmediat o


los sacudió el verdadero m otivo, “ Apen as entra ron a la pirámide,
dijo un o d e los guías, un a horda de ára bes arremeti ó cont ra
nosot ros, q ue fuim os incapa ces de resi stirlos, que fuimos muy
lent os para escapar. Estaban a punt o d e saq uear las tien das, de
atarn os sobre sus cam ellos para secuestrarn os y quizá v endernos
como esclav os en los merca dos de la gent e salvaj e cuando, la
llegada de un os jinet es turcos, los pu so en fuga; estaba n a punto de
secu estrarn os a t o dos, pero ún icamente la señ orita Peku ah y sus
dos a com pañantes con oci eron el rigor de sus t osca s man os.
Señalamos a los turcos la direcci ón en que los gritos de los bárbaros
y el llant o de las víctima s se con fundieron en un s olo rum or
ahogad o, y ah ora van tra s ellos, por nu estra s sú plica s. Quieran los
brazos del sol detener su escape” .

La princesa se vio sobrecogida por la sorpresa y la angustia.


Rasselas, movido por la furia, orden ó a sus sirvientes que lo
siguieran, y em pu ñó su sable, decidido a la persecu ci ón de los
secu estrad ores. “Señ or, dijo Imlac, ¿Q u é puedes esperar de la
temeridad y la vi olencia? L os á ra bes mon tan bestias di estra s en la
batalla y en la h uida; nosot ros t enem os lent os animales de ca rga. Si
dejamos el cam pamen to, antes que rescat ar a Peku ah, podríamos
perder a la prin cesa.

L os turcos regresaron despu és de un corto tiem po, sin noti cias. L a


princesa rom pi ó a llorar; Rasselas a penas pudo evitar ech arles en
ca ra su cobardía. Imlac pen sa ba q ue el esca pe de los árabes era una
desgracia men or, que hubieran podid o mat arlas en vez de
ca pturarlas.
C APÍTULO XXXIV

R egreso a El Cairo sin Pekuah

N O HABÍA R AZÓ N para quedarse más ti em po,


esperanza. Volvieron a El Cairo deplorand o su curi osidad,
no h abía

censu rando la n egligen cia d el gobi erno y su propi a imprudencia al


haberla dejado sin gu ardia; imagi naban numerosas formas en que
pudieron haber prev enid o la desa parici ón de Pekuah ; y, finalmente,
decidieron h acer a lgo para recuperarla, aunque nadie pudo referi r
un plan adecuad o.

Nekayah se retiró a su habi taci ón, don de las don cellas intentaron
reconfortarla dicién dole que todos estaban expuest os a los giros del
destino, qu e la señ orita Pekuah había gozad o muchas alegrías
durante su larga estancia en el mu ndo, era de esperarse un cambi o
de fortuna. Esperaban que Peku ah, donde estuviera, ren con tra ra el
bi en , y q ue su señ ora eligi era ot ra ami ga para ocu par su lugar.

La prin cesa no respon di ó. Ellas prolongaron su s condolencias por


cort esía, ya q ue, dentro de sus corazon es, n o existía tanta pena por
el secuestro de la fav orita.

Al día siguiente, el prínci pe dirigi ó al Bajá un mem orial sobre los


males que habí a su frido, y un a petici ón de enmienda. El Bajá a cord ó
ca stiga r a los secuestradores; pero ni siquiera in tentó rast rearlos o
dar alguna pista so bre el lugar en q ue debían bu scar.

Pront o d escu bri eron qu e nada podí a esperarse de las autoridades.


Los gobernant es están acostumbrados a escuchar má s delitos d e los
que pued en castigar, más d esgracias de las que pueden resarcir; n o
les pesa negligir, y, al perder de vi sta al supli cante, olvidan sus
deman das.
Imla c quiso a poyarse en oscuros informantes. Mu chas personas
apa rentaban con ocer con precisi ón t odas las gua ridas de los ára bes,
decían mantener contact o frecuen te con sus jefes, se most ra ban
dispu estas a cooperar en el rescat e de Pekuah. Algunas pidieron
dinero para sus viajes, y no v olvi eron; otras fueron bi en
recompensada s por t estim oni os que a los pocos días resu ltaban
falsos. Pero la princesa desea ba agotar los medi os posi bles, así
parecieran absurdo s. Mantenía viva la esperanza, no ten ía ot ra cosa
en mente. Cuan do un recurso fra ca saba, otro le era sugerid o;
cuando un mensaj ero regresa ba sin datos, ot ro era despedid o en
ru mbo diferen te.

Pasa ron d os meses, y n o ha bía señales de Pekuah; la esperanza


languidecía, y la princesa, al sentir que n o quedaba nada por h acer,
se abismó en la desesperanza. Mil veces se reproch ó la facilidad con
que le permiti ó a su favorita qu edarse en la tienda. “Si mi cariño n o
hubiese rebasado mi autoridad, Peku ah n o hu biera osado hablar
sobre su s t errores. Debi ó haberme t emido más que a los espectros.
Una mirada hosca la hu biera prev enido, algún mandato perent ori o la
hubiese forz ado a obedecer. ¿Por qué me dejé lleva r por la t orpe
indulgencia? ¿Por qu é no me negué a escuch arla?” .

“Alteza, dijo Imlac, n o debes reprochar tu virtud, ni debes


culparte por los m ales del azar. Tu ternu ra ante el t emor de Pekuah,
fu e un gest o amable y gen eroso. Cuando h acem os n uest ro deber, las
consecu en cias recaen en Aquel por cuyas leyes se rigen nuest ras
acci ones, y qu e no podría castigar a nadie por seguir su s designios.
Cuan do nos d esviamos d el camino prescrit o por la sabidurí a
superi or, en ara s de algún benefi ci o natural o moral, somos
respon sables d e la s consecuen cias. E l hom bre n o con oce con cert eza
las relaci ones entre las causas y los efectos, com o para aventurarse
en obrar mal para lograr u n bien. Cuando perseguim os nuestras
meta s por medi os lícit os, nu estros i nfortu nios se consu elan en la
ex pectaci ón de recom pensas futuras. Cuando sólo t omam os en
cuenta nuest ros deseos, y t ratamos de encont rar u n camino más
cort o hacia ellos, sobrepasan do los límites establecidos a cerca del
bi en y el mal, ni siquiera el éxito debería alegrarn os, porqu e n o
podemos soslayar la con ciencia de nuestras faltas; si fracasam os, la
decepci ón es irrem edia ble y amarga. ¡Cuán vasta es la pena del que
siente al mismo tiempo la s pu nzadas de la culpa y el vejamen de la
calamidad que ha caído sobre él!

“Considera lo que h ubiera pasado si la señ orita Pekuah te su plica


acompañart e, y la obligas a permanecer en el cam pamento, d onde,
más tarde, es secu estra da; o imagina el estad o de tu con cien ci a si la
hubieras forzado a entrar en la pi rá mide y ella mu ere delant e de ti
acosada por el t error” .

“Si hubiera pa sa do alguna de esas cosas, n o h ubiese soportad o


vivir h asta ah ora; me ha bría t orturado hasta la locura el recu erdo de
mi cru eldad, m e consumiría el a borrecimient o de mí misma” .

“Ése es el consuelo de toda conduct a virtu osa; nin guna


consecu en cia desa fortun ada d ebe con den arn os al arrepentimiento” ,
dijo Imlac.
C APÍTULO XXXV

L a princesa langu idece por la ausenci a de Pekuah

N EKAYAH PUDO R ECO NCILIARSE consigo misma al pensar que


no h ay t ragedia in soportable, fu era de las qu e son
acompañadas por el rem ordimient o de una acci ón siniestra. Pud o
liberarse de la angustia violenta y t empestu osa, para sumirse en la
meditaci ón si lent e y en la tranqu ilidad som bría. De la mañana a la
tarde repa sa ba t odo lo que Pekuah había dich o o realizado,
atesoran do cuidadosamen t e h asta la s cosas más pequ eñas en que
Pekuah veía algú n valor, y que pu dieran traer a su memori a
cualquier mínimo incidente o con versaci ón despreo cupada. Los
sentimient os de a quella a la que no esperaba volv er a v er se
convertían en n ormas d e vida, y, an te cada suceso, deliberaba cuál
hubiera sido la opi nión o con sejo de Pekuah .

Las mujeres q ue la atendían n o podían imaginar su verdadera


condici ón, por eso la prin cesa extremaba precau ci ones al dirigirse
hacia ellas. Ante cualquier pregun ta, Nek ayah se m ostra ba reticen te,
y procu ra ba n o gen erar du das qu e n o qu isiera responder. En un
principi o, Rasselas se esmeró en con sola rla, después, intent ó
divertirla; cont rat ó músicos, a los que simulaba pon er at enci ón,
pero n o los escuchaba en realidad; cont rat ó ma estros para que la
instruyeran en varias art es, cuya s lecci ones debían ser repetidas
una y otra vez en cada nueva visita. Había perdido el gu st o por los
placeres y la a mbi ci ón por la excelencia; su mente, aunque
estimulada por nuevas excursi ones, siempre volvía a perderse en la
imagen de su amiga.

Todas las mañ anas le ordenaba a Imla c reanu dar sus


investigaci ones, y t odas la s n oches le pregunta ba si ha bía escuchad o
algo sobre Pekuah; el poeta, incapa z de bri ndar a la princesa la
respuesta an helada, solía evita rla, pero ella, n otando su apren sión,
lo hacía obed ecer. “No d ebes confundir la impa ci encia con el
resentimient o, n i suponer q ue te juzgo negligente porque lam ent o el
fra ca so de tus investiga ci on es, dijo la princesa. No m e maravilla tu
esquivez. Sé qu e n ada compla ce a los desdicha dos, y que,
naturalmente, t od os evitan el cont acto con la miseria. Escuchar
quejas angustia por igual al infeliz y al dich oso; ¿quién deja ría que
las afli cci ones de otros nu blaran los pocos dest ellos de alegría que
ot orga la vida, o qu ién dejaría que las penas de otros añadieran
fu erza a los embat es de los demoni os persona les?

“En poco tiem po, nadie recorda rá la imagen de Neka ya h ni creerá


escu char en el aire su s hirientes su spiros; para mí, la busca de la
feli cidad ha termi nado. He resu elt o apartarme de los fav ores y de
los em bu st es del mu ndo; me oc ultaré en soleda d, sin otra
preocu pa ci ón que ordenar mis pen sa mient os y colmar las h oras de
inocent es tareas, hasta que, con la mente li bre de ambici ones
mun danas, llegue al estado de paz etern a en qu e sabré disfrutar la
amistad de Pekuah una vez más.” .

“No dej es que las con clu si on es precipitad as embrollen tus


pen samient os, ni acumules dolores volu ntari os a las penas d e la
vida, repuso Imla c. L as fatigas del ostracism o seguirán en au ment o
una vez que hayas superado la ausen cia de Pekuah . Qu e hayas sid o
privada de un placer n o es buen a razón pa ra rechazar el rest o” .

“Desd e que Pekuah me fue arreba tada, n o hay placeres que


rech azar o mant ener, dij o la princesa. Qu edan poca s esperan zas
cuando n o hay alguien a quien amar o en quien con fiar, porque amar
y t ener amigos son prin cipi os bá sicos de la feli cidad. Quizá
pen semos qu e las satisfacci ones de est e mundo depen dan de la
riqueza, del con ocimiento y de la bondad. Pero la riqueza n o si rve
de nada cuando n o se com part e, y el con ocimient o es inútil cuando
no se comun ica. ¿A quién podría ofrecer esas fortunas con agrado?
La bondad es el ún ico bi en que no precisa compañía, y la bondad
puede pra cticarse en el reti ro” .

“No habré de discutir las limitaci ones que hay en el destierro para
practi car la bondad, ni hasta qué punto fav orece su ejercicio,
replicó Imlac. Basta qu e recuerdes la confesi ón del piadoso
ermitaño. Vas a querer reintegrart e al mun do tan pronto como se
disu elva en tus pensamien tos la ima gen de tu compañ era” .

“Nu nca llegará ese moment o, con test ó Nekayah. Mientras viva
para v er el vi ci o y la t orpeza del mu ndo, siem pre ha bré de ex trañar
la generosa franqueza, la modesta obsequiosidad y la fiel discreci ón
de mi querida Peku ah” .

“El estad o de la mente oprimida por u na súbita ca lamidad es


semej ante al de los fa bulosos habitantes de la tierra recién creada,
quienes, al verse envu elt os por la primera oscuridad, creyeron que
nunca v olverían a ver la luz. C uando las tin ieblas de la an gustia se
agolpan sobre nosot ros y d esvan ecen el mundo t ras ellas, n o
sa bem os cuándo habrán de disi pa rse; pero, com o el día sigue a la
noche, n o hay pena tan larga que impida un nuev o aman ecer.
Quienes se resist en a encont rar con suelo, obran com o los seres
primitivos q ue se arranca ron los oj os en la primera oscuridad.
Nuest ra razón, como n uest ro cuerpo, cambia con stan temente; t oda
adq uisición supon e una pérdida. Perder much o al mism o tiem po es
inconveniente para ambos, pero, mien tras la fu erza vital
permanezca inalterable, la natu raleza dispon drá los medi os de
sanaci ón. L a distan cia tien e el mismo efect o para la mente q ue pa ra
la vista; mientras el curso del ti em po n os arrastra, sentimos men os
lo que dejam os detrá s, y crece la importancia de lo que acerca el
horizonte. No dej es que tu vida se estan que, porque el fango habrá
de consumirla; afronta de n uev o la corrient e del mundo; el víncu lo
de Peku ah ced erá gradualmente; en el camino encontrarás ot ra
favorita, o a prenderás a dist ra ert e en conv ersa ci on es grupales” .
“Al men os n o desesperes ant es de agotar t odos los medi os, dij o el
príncipe. L a búsqueda continú a, y habrá d e lleva rse a cabo con
mayor diligencia, con la condi ci ón de que prometas esperar un añ o
antes de t om ar una resoluci ón definitiva”.

Rasselas, por consej o de Imlac, hizo la deman da que Nekayah


consid eró razonable. El poeta n o tenía grandes esperanzas de
rescat ar a Pekuah, pero su puso q ue, en el seguro in tervalo de un
año, la princesa habría de olvida r la i dea del aislamien to .
C APÍTULO XXXVI

Persist e el recuerdo de Pekuah. Progresi ón de los pesares.

N EKAYAH, AL VER que no se escati ma ban esfuerzos para el


rescat e de su favorita, y ha biendo aplaza do su inten ción de
refugiarse en el aislami ent o, d ebid o a su promesa, v olví a
imperceptiblem en te a las preocu paci ones y placeres comu nes. Había
recobrado el bu en aspecto t ras la su spensión de sus penas, cont ra
su voluntad, y algunas veces la sorprendía y la indignaba que su
mente se ocu pa ra en situaci ones aj enas al recuerdo de aquella a
quien había prometido n o olvidar nunca.

Ent onces reserv ó ci erta h ora del día pa ra meditar las virtudes y el
ca riñ o d e Pekuah . Durante semanas se retira ba a un a h ora fija, y
regresaba con los oj os n ublados y el semblante oscurecido. Pero
gradu almente cedi ó a la s distracci ones, y cu alquier situación de
cierta urgen cia o importancia ret rasaba el t ri but o diari o de lágri mas
y recu erdos. Cedi ó hasta olvidarse de aquello q ue temía recordar;
hasta liberarse de la culpa por faltar al compromiso de la trist eza
constante.

El v erda dero a mor por Pekuah no h abía disminu ido. Mil


ocu rrencias la volv ían a su memoria; mil n ecesidad es, que n o podía
sati sfacer sin o la confiden cia del a migo, h acían que la extrañara.
Por eso le pidi ó a Imlac que nunca desistiera d e la búsqueda, que n o
deja ra a rtifici o si n probar; para t ener el consu elo de n o haberse
rendido a la pereza o al descuido.

“¿Q ué podem os espera r de nuestra met a, de nuest ro anhelo de


feli cidad, si lo q ue h em os visto de la vida nos enseña q ue la
feli cidad misma es una causa de miseria?, dijo ella. ¿Por qué
esforzarn os en con seguir algo t an efím ero; algo q ue quizá n o
podamos conservar? En adelante t emeré rendir mi corazón a la
ex celencia o al cariño, por brillan tes o tiern os q ue sean , para n o
perder d e nu ev o lo que se fue con Pekuah” .
C APÍTULO XXXVII

L a prin cesa recibe noticias de Pekuah

E L DÍA EN que Nekayah realizó la promesa, un nuevo m en sajero


se sum ó a la búsqueda y, t ras siete m eses de i nfructu osas
correría s, regresó, desde los límites d e Nu bia, con la noti cia de que
Pekuah esta ba en manos de un jefe ára be, qu e poseía un fortín o
ca stillo, en el lu gar más remot o d e Egipt o. El árabe, cu ya riqu eza se
fu ndaba en la rapiña, estaba dispuest o a entrega rlas, a ella y a sus
dos acom pañantes, a cambi o de d oscientas onza s de oro .

Nadi e discuti ó el preci o. El éxtasi s se a poderó d e la princesa al


escu char qu e su favorita estaba viva y qu e podía ser rescatada por
un preci o tan baj o. No qu ería demora r u n solo instante la feli cidad
de Peku ah o la suya, por lo que imploró a su h erman o qu e mandara
nuevamen te al mensajero con la suma requ erida. Imlac desconfiaba
de la veraci dad d el relat or, y descon fiaba aún más de la bu ena fe del
árabe, que bi en podía ret ener el dinero y las cau ti vas. Creyó
peligroso in gresar en los dominios del árabe y quedar a su merced;
y a la v ez, n o espera ba qu e el bandido se ex pusi era a transitar por
las regi on es bajas, donde podría ser alcanzado por las fuerzas del
Bajá.

Es difícil n egociar cuan do no existe confian za. Pero Imlac,


después de reflexion ar, orden ó al mensaj ero qu e regresara con la
propu esta de que Peku ah, escoltada por di ez jinet es, fu era llevada
al m onast eri o de San Antonio, situado en los desiert os del Alt o
Egi pto, don de sería esperada por igual número de h om bres, quienes
pagarían el rescat e.

Para ah orrar tiempo, y como esperaban que la propu esta n o fu era


rech azada, dispusieron inmediatam ente su traslado al m onast eri o,
mientras Imla c y el emisa ri o alcanzaban los dominios del árabe.
Rasselas quiso acompañarlos, pero ni su h ermana ni el poeta lo
consin tieron. El árabe, de acu erdo a las costu mbres de su pueblo,
observó rigu rosa mente las n orma s de la hospitali dad con las
persona s que tenía baj o su pod er. En pocos día s, condu jo a Pekuah
y a sus a compañan tes h asta el si ti o a cordado. Tra s reci bi r el botín,
restituyó a la fa vorita la li bertad y los amigos, y ofreci ó a com pañar
su regreso a El Cairo, para man tenerlos a salvo de rob os y vi olencia.

La princesa y su favorita se fu ndieron en u n a brazo de pasi ón


indescri pti ble, y bu scaron un lugar apartado pa ra verter tiernas
lágrimas y ex presi on es d e afect o y gratitud. Despu és de algu nas
horas, volvi eron al refect ori o del con vent o y, en presen cia d el pri or
y su hermandad, el prínci pe q uiso qu e Pekuah relatara sus
aventuras.
CAPÍTULO XXXVIII

Aventuras de Peku ah

CUÁNDO Y DE qué manera fui secuestrada, es cosa de t odos


“ sabida de boca de los sirvient es, dij o Pekuah . L a celeridad del
asalt o me t omó por sorpresa y, antes de sentirme a gobiada por el
temor o la angustia, me a brumó el desconci ert o. Mi confusión crecí a
conforme aumenta ban la v elocidad y el alborot o de la fuga, mient ras
nos vimos perseguidos por los turcos, quienes, al parecer, o
perdieron la esperanza de alcanzarnos, o sintieron mi edo al v erse
reflejados en los reci os alfanj es de aquellos a q uienes pretendían
intimidar.

“Cu ando los ára bes se vi eron fu era d e peligro, amin oraron la
marcha; la vi olen cia del escape decreció tambi én; pero dentro de mí,
de mi ment e, creci ó la inquietud. Despu és de u n rato, n os d etuvimos
cerca de un manantial rod eado de alt as pa lmera s qu e anunciaban su
frescura hasta don de la a rena comi enza a perd erse baj o el césped
tranquilo d el prado. Nos sentaron sobre el suelo, y n os ofrecieron
los mismos aliment os que compartían nuestros am os. Permiti eron
que mis compañeras y yo n os alejá ramos un poco del resto, y n o
hubo quien se a cercara a tranq uilizarn os; aunqu e no fu imos
insu ltadas, ahí comencé a sen tir t odo el peso de mi desgra cia. Mis
damas llora ban en silenci o; v olt ea ba n h acia mí de vez en cu ando,
como bu scando en mis oj os su consu elo. Yo n o sabía a qué
aten ern os, ni sabía cuál iba a ser n uestra condena; n o podía siquiera
imaginar h acia dónde n os llevaban cautivas; si cabía esperar nuestro
rescat e. Estaba entre ladron es y salvaj es, n o ha bía raz ón para
supon er qu e su piedad fu ese mayor que su justicia, o que pudiesen
reprimir sus instintos, capri ch os o crueldades. No obst a nte, besé a
mis doncella s, y me esforcé en calm arlas, recalcándoles que estaban
siendo t rat adas decen tement e, y que no ha bía peligro para nuest ras
vidas, puest o que los turcos ha bían quedado at rás, y nu estros
ra pt ores n os cuidaban d el hambre y la sed, t orturas má s simples.

“Mis doncella s se aferraron a mis brazos y a mi cuello cuando n os


orden aron m ontar de n uev o los ca ballos, reh usa ban separa rse; pero
les pedí que no enfadaran a quienes nos t enían en su poder. El rest o
del día, viajam os a través de regi ones ign otas, privadas de caminos.
Hacia el anoch ecer descansamos baj o un a colina, dond e acampa ba el
rest o de la horda impía. L as tiendas estaban armada s, era j oven el
fu ego, cuando nuestro j efe fue reci bido como alguien muy amad o
por su s dependient es.

“Fuimos in staladas en una larga ti enda, dond e con oci mos a ma bles
mujeres q ue acompañaban a sus maridos en la expedi ción. Pu sieron
ante n osot ros la cena que ellas mismas habían prepa rado y servid o
a los d emás, y comí, más por animar a mis d oncellas, que por
sati sfacer el apetito, pu es n o desea ba nada. Después de retirar lo
sobrant e, colocaron dispersos almadraqu es y t apet es en que
habríamos de dor mir. Exhausta, espera ba halla r en el sueñ o la
tranquilidad qu e el destin o me había arrebatado. O rden aron qu e me
desvisti era. Vi que las mujeres segu ían mis movimien tos con much a
aten ci ón, supongo qu e no espera ban verme atendida en forma tan
dócil. Cuan do me quitaron el chaleco, el esplendor de mis vestidos
consi guió maravillarlas; incluso, una de ellas acercó su man o tímida
para a cari ciar los ara bescos del fin o bordado, y sali ó de la ti enda;
tra s va ri os minutos, regresó en compañía de una mujer que pa recía
de mayor rango y au toridad. Esa mujer, al en tra r, hizo esta
reveren cia qu e acostumbran, y me t o mó de la man o para lleva rme a
una tienda más chica, t oda ella cu bierta de alfombra s lu josa s, d onde
tu ve una noche t ranquila junto a mis don cellas.

“Al amanecer, mi entras me h alla ba sentada en el pa st o, el j efe de


la horda vin o hacia mí. Me puse de pie para reci birlo, y él m e salud ó
con gran respet o. “ Ilustre señ ora, dijo, mi fortuna excede lo
esperado; las mu j eres me han dicho que en mi campamento se aloja
una prin cesa” . Señor, respon dí, sus mujeres se h an confundido, y lo
confunden; yo n o soy una princesa, soy sólo una desventurada
ex tranj era qu e desearía a bandonar, lo más pron to posible, este país
en que est oy prisi onera, quizá para siem pre” . “No sé quién sea, ni sé
de dónde v enga, repu so el ára be, pero su atu end o y sus sirvient es
reflejan un alto ran go y u na gran fortu na. ¿Por qué ha de t emer la
esclavitud perpetua alguien que fácilmente podría pagar su rescat e?
El obj etivo de mis incursion es es au mentar mi riqueza; mej or di cho,
propi ciar t ri but os. Los hijos de Ismael son señ ores naturales y
hereditari os de esta part e del con tin ente; regi ón usurpada por
invasores y tiran os de baja ex tra cci ón , a los que d ebemos quitar por
la espada lo q ue nos n iega su injusticia. El calor de la gu erra n o
permite distincion es: la lan za qu e se levanta con tra los culpables y
cont ra los ti ran os, algunas veces cae sobre los in ocen tes y los
gentiles” .

“¡ No hubiera esp erado que ca yese sobre mí!” , dije.

“L a desventura siempre debe esperarse, cont est ó el árabe. Si el


oj o h ostil estu viera abi ert o a la cort esía o a la pi edad, una
ex celencia como la su ya q uedaría exen ta de ultraj es. Pero los
oscuros ángeles esparcen el dolor so bre el virtu oso y el malvad o,
sobre el poderoso y el humilde, por i gual. No t e aflijas: no soy n i el
más cruel n i el más rebelde de los bandidos del desiert o; con ozco
las n ormas de la vida civil. Dispond ré tu rescat e, da ré un
salvocon duct o a t u mensajero, y cumpliré pun tu almente lo que
habremos de estipular” .

“L es será fácil creer que me t ran quilizaba su cort esía, y sa ber que
lo dominaba el ansia de dinero. Y sí, pen sé q ue nu estro peligro era
men or, porque el v alor de Peku ah no debía ser muy gra nde. Le dije
que si mantenía su amabilidad, n o con ocería mi i ngratitud, y que
podía esta r seguro de obt en er la suma q ue consi derara ad ecuada
para la li beraci ón de una sirvien ta, pero qu e no debía empecinarse
en tasa rm e como a una princesa. Él dijo q ue ya ha bría de pen sa r en
lo q ue iba a exigir; despu és, son riendo, h izo una rev eren cia y se
retiró.

“Poco despu és, sus mujeres entraron en la tienda , cada un a


queriendo m ostrarse má s servi cial que las ot ras, para servi rnos, a
mis doncellas y a mí, con afecta do respet o. El viaj e continu ó en
peq ueñ as jorn adas. Al cuart o día, el jefe m e dij o q ue h abía fijado el
mon to de mi liberaci ón, d oscientas on zas de oro que no sólo le
prometí, sino que acrecen té con cincuen ta onzas m ás, si mis
doncella s eran trat adas h on orablemente.

“Nu nca, h asta ese mom en to, sospeché los alcances del oro, que,
desde ent on ces, m e hiz o líder de la t ropa. El t ra yect o diario era tan
largo o tan cort o como yo q uisiera, y las tiendas eran levantadas
donde yo elegía descansar. Nos dieron cam ellos y otros ú tiles pa ra
hacer más cóm odo el viaje; t enía mujeres cuidando de mí tod o el
tiempo, mis propia s d on cellas eran bien servidas. Solía
entret enerm e observando las costumbres de los pu eblos n ómadas y
las ruinas de las edificaci on es a ntigu as, qu e debieron haber
colmad o de belleza en época s rem ot as los lu gares en que hoy reina
el oro del tiempo.

“El jefe de la banda estaba lej os de ser iletrado; era ca paz de


ori entarse por medio de las est rellas o del compás, y, de sus
errática s expedicion es, recorda ba los lugares que valía la pena
cust odiar. Él me enseñ ó qu e las grandes const rucci on es se
conservan mej or en lu gares poco con ocidos y d e difícil acceso,
porque, cu ando se agota la riqueza primitiva de un país, en tre más
habitantes permanezcan asentad os, más pronta deviene su ruin a. Es
más fá cil ext raer pi edra s de los muros qu e de la s can teras; los
pala ci os y los t emplos son demoli d os, y de sus escombros se
levantan esta blos y casas peq ueñ as que en nada sugieren la glori a
perdida” .
CAPÍTULO XX XIX

El relat o de Pekuah continú a

ASÍ VIAJAMO S DURANTE varias sem anas; el j efe pret en diend o


“ complacerme con gust o, yo, sabiendo que lo hacía por
convenien cia. Yo me esforza ba en fingirme cont enta, porque el
malhumor y el resentimient o hubieran sido cont raproducentes.
Dicho esfu erzo serenaba mi con ciencia, pero el corazón seguía
agitado con el recuerdo de Nekayah, y la n ostalgia de mis noches
solita rias t runcaba la mem oria de las diversi ones que pudiera haber
tenido duran te el día. Mis doncellas, quienes antes h abían
descargad o sobre mí toda s su s preocu pa ci ones, ah ora estaban
tranquilas, pues me veían ser t ratada con respet o, y se entrega ban a
cuanto pu diera ali viar n uestra fatiga sin preocu paci ones ni reparos.
Me agra daba su con tent o; su confian za me da ba fuerza. El terror de
vern os ca pturada s había disminuido desde que el árabe n os hiz o
sa ber que sólo bu sca ba riqueza. La avari cia es un defect o estable y
fácil d e manipu lar: ot ras perversi on es suelen ocasionar i nfinidad de
comportami en tos; lo qu e en u n moment o gusta, en otro ofende;
pero, para alcanzar la prot ecci ón del ambi ci oso, hay un solo camino,
prometerle recom pensas; n ada les será negado.

“Al fin llegamos a los dominios d e nuestro j efe; una mora da firme
y espaci osa, t oda h echa de pi edras, sobre una isla del Nilo q ue se
encuent ra, segú n me con taron , bajo el trópi co. “ Señ ora, dijo el
árabe, después de su larga av entura, le vendría bien d escansa r u nas
semanas; consid érese dueña de est e lugar. Mi ocupaci ón es la
guerra: así qu e perdonará qu e haya elegid o esta residencia oscu ra,
que pu edo abandonar o habitar a mi antoj o, sin ser perseguido.
Siéntase segu ra y gua rd e reposo: aquí en contra rá algunas
diversi on es, pero ningún peligro. Enton ces me condujo a las
habita ci ones interiores, y cediéndome el diván más lujoso, se
arrodilló para saludarme.

“L as mujeres d el palaci o me miraban con cierta malignidad, com o


a una esposa recién llega da, u na rival; pero pron t o se les inform ó
que yo era una dama noble, detenida para cobra r su rescate;
ent onces empeza ron a competir entre ellas por m ost rarse at entas y
servi ciales.

“Pen sa ba qu e pront o m e v ería en libertad, y mu chas veces olvidé


mi angustia para divertirme con las ra rezas de aq uel sitio. D esde las
atala yas distinguía el color de algun as regi ones, las sinuosidades
del Nilo, su cla ro su ru mor. Durante el día, pa seaba de un lugar a
otro, y pu de cont empla r la s va riaci on es qu e da el curso del sol a la
belleza de un mism o paisaj e, y vi mu chas otras cosa s que nu nca
había vist o y que no sé expli ca r. L os cocodrilos y los h ipopótamos
son comu nes en esa regi ón despoblada; aunque sa bía que no me
harían daño, su aspecto impon ente los hacía t erri bles. Esperaba
sorprender los juegos de las sirenas y de los trit on es, Imlac me
había con tado que los viajantes europeos los situa ban en el Nilo,
pero nun ca los vi; y, al preguntarle si con ocía el luga r preciso, el
árabe se ri ó de mi credu lidad.

“Al an och ecer, el árabe me lleva ba hacia una torre algo distan te
para observar el cielo. Intenta ba enseñarm e el n ombre de cada
estrella, y su comportamien to. No sentía inclinación por el estudi o
de los astros; pero era necesari o a parentar interés pa ra compla cer a
mi instruct or, quien valoraba la actividad en demasía. El tiem po se
alargaba, t edi oso. Un a estrella y otra, bi en podían ser la misma.
Pero necesitaba algo que me distraj era, las actividades de la mañana
y de la t arde ya n o reprimían mi nostalgia, y, al fin, h allé ci ert o
gust o en la con templaci ón del luminoso ci elo porque, mientras el
árabe imaginaba qu e seguía su discu rso, pensa ba en ti, Neka yah , y
en que qu izá esa noche com parti éramos la luz de un a misma
estrella. Poco después, el ára be hizo otra incursi ón, y mi único
entret enimiento fu e con versar con mi s don cellas sobre el a cciden te
que cam bi ó n uest ra fortun a, y sobre la feli cidad que sentiríamos al
fin de n uest ra esclavitu d” .

“Dijiste que el árabe t enía much as mujeres, interrumpi ó la


princesa; ¿por qu é no te m ezclast e con ellas pa ra ent ret en ert e con
sus pláti cas y com partir su div ersi ón? Ella s eran libres en ese lugar,
ahí encontraban quehaceres y alegría s, ¿por qu é quisiste estar sola,
dejando qu e la pesadumbre t e corroyera? En el peor de los casos,
pudist e haber ex perimentado la condici ón que ellas deben soportar
toda la vida“ .

“Un a mente acostumbrada a operaciones más com plej as, n o podía


ocu parse en las div ersi ones pueriles de aquellas mujeres. Corrían de
cuarto en cuart o como los pája ros enjaulados saltan de alambre en
alambre. Bailaban ridículament e, com o triscan los corderos en el
campo. Fingían estar heridas pa ra llamar la a t enci ón , o se escondían
para q ue las otra s las bu scaran. Gasta ban part e de su tiempo
miran do los obj et os que arrast raba el rí o, o enumerando las
diversa s formas en qu e se rom pen las nubes en el ci elo.

“Su único t rabaj o era borda r, y en eso les a yudába mos algunas
veces mis doncellas y yo. Pero la mente sa be desembarazarse del
tra baj o mecánico: la prisi ón y la ausencia de Nekayah, son cosas que
no se olvidan con flores de seda.

“De su con versación, n ada podía esperarse. ¿D e q ué podían hablar


si no h abían vist o nada? Desde su t emprana ju ventud habían vivid o
en ese punt o est rech o. ¿Q ué con ocimientos podían com partir si n o
sa bían leer? L as pocas cosas qu e teníamos a la vista eran lo único
que exi stía para ellas. Difícilmente podían nom brar ot ra cosa fuera
de sus prendas y aliment os. A menudo me llamaban pa ra darle fin a
sus disputas, pu es me con sideraban superi or; yo t rataba de obrar
con la mayor eq uidad posi ble. Otras veces, me llamaban pa ra
quejarse de la s demás; y, otras, pa ra somet erme larga s h istorias que
yo in terru mpía para no caer d e sueñ o. ” .

“¿C óm o puede el ára be, a qu ien descri bist e como un hombre de


vast o con ocimient o, en contrar placer en un h arén colmado de
mujeres sim ples? ¿A caso son de una belleza ext raordin aria?,
pregu nt ó Rasselas” .

“No carecen de la belleza innoble y fría que perviv e sin brillantez


o su blimidad, sin una mente aguda, sin virtudes. Pero para un
hom bre com o el á ra be, la belleza ext eri or es como u na flor que
deti ene un os instantes nu estro paso, y al poco tiem po es olvi dada.
No sé qué agrado tenga en ellas, pero n o es el q ue procuran la
amistad n i la sola compañía. Cu ando juegan delan te de él, las mira
con superi oridad y su aten ci ón es frágil; y, si com piten entre ellas
por hacerse n otar, él se a parta di sgu stad o. Y es qu e sus palabras n o
consi guen aligerar el t edi o de la vida. Su cariñ o, su aparente ca riño,
no lo en orgullece n i le es gra t o. No eleva su aut oestim a la son risa
de u na mujer que no sabe de otros h ombres, n i la mira da tiern a que
no sabe si atri bu ir a la sinceridad, o al d eseo v ehement e de
sobresalir en tre las otras. El am or superflu o que compartían, lo
ayudaba a pasar el tiem po; la s amaba como pued e amarse cualquier
obj eto, sin esperanzas ni miedos, sin alegrías ni trist ezas,
indiferent e” .

“Has dich o qu e te hacía feliz la esperanza de ser liberada


rá pidamente. ¿Cómo pu do una mente hambri en ta de con ocimient o
aplaza r el banquet e que supon e la con versaci ón de Peku ah?,
pregu nt ó Imlac” .

“Por algu na raz ón, el árabe bu sca ba maneras d e aplazar mi


rescat e. Si empre q ue le propuse en viar un men saj ero a El C airo, me
daba u na excu sa pa ra post ergarlo. Mientras estuve en su palacio,
realiz ó much as incursi on es por las regi on es vecin as, y q uizá se
hubiera rehusado a liberarme, si el botín de su rapa cería hubiera
superado al qu e le esperaba por mi entrega. A su regreso se
most raba si em pre cortés, me instaba a continuar con el estudio de
los astros, me narra ba su s avent uras, se deleitaba con mis
observa ci on es. Cuando le exi gía qu e al men os les hiciese llegar mis
ca rta s, trataba de calma rm e con palabras dulces y sin cera s; y,
cuando n o tenía modo d e negarse cordialment e, levantaba su tropa
y se pon ía en marcha, deján dom e el cont rol del hogar en su
ausen cia. M e afligí a esa dilaci ón m et ódica, algu nas v eces temí que
me olvidaran; qu e dejaran El Cairo y q ue me viera condenada a
terminar mis días en aqu ella isla remo ta del Nilo.

“L a desespera ci ón , la impotencia crecían. Ya n o m e im portaba


darle gust o, t odo lo que conseguía era saber de mí por mis
doncella s. Pudo haberse en am orado, de mis d on cellas, de mí, poco
importa ba; su amistad me llegó a ser odi osa por un tiempo. Pude
recobrar a lgo de a legría, o m e resi gné a mi condi ci ón , el caso es,
que permití que volviera a frecuentarm e, y me a vergon z ó un poco
mi aspereza.

“Él seguía aplazando mi liberaci ón , y la hubiera a plazado pa ra


siempre de n o haber encont rado en su camin o a ese último emisa rio.
No pud o rechazar el oro q ue se le ofrecía. Apresuró n uestra llegada,
con la actitud de un hom bre que libra una batalla interna. Pero la
am bici ón pudo má s que cualq uier ot ra pasión. Me despedí de las
mujeres con q uienes h abía compa rtido el en cierro, y ellas me
despidieron frías; apá tica s” .

Al terminar de oí r el relat o de su favorita, Nekayah se puso de


pi e, y la a braz ó. R asselas d ej ó en tre sus man os ci en onzas de oro
que debía presen tar al á ra be, en lugar de las cincuenta on zas
adici onales que había prometid o.
C APÍTULO XL

La h istoria de u n hom bre sabi o

R
EGRESARON A EL Cairo, tan cont entos de hallarse junt os, que
no querían apart arse por nada. El prí ncipe comenzó a amar el
con ocimient o. Un día le con fesó a Imlac que desea ba consagrarse a
la ci encia y pa sa r el resto de sus día s en la soledad de la literatura.

“An tes de hacer tu elecci ón final, le respon di ó el poeta, debes


tener en cuen ta sus riesgos, y con versar con algu ien que h aya
envejecido con la sola compañía de los li bros. Justam ente aca bo de
visitar el observat ori o de uno de los astrón om os má s sa bi os del
mun do, quien ha pasado cuaren ta años en la contempla ci ón
despreocu pada del m ovimien to y a parien cia de los cuerpos celest es,
y que ha puest o su alma en los cálculos intermin abl es. Un día de
cada mes, reci be en casa a unos poc os amigos para que escuch en
sus deducci ones y celebren sus descu brimient os. Fui presentad o
como un h ombre de vast o con ocimi ent o, dign o de sus pala bras. L os
hom bres de ideas extravagantes y conversa ci ón fluida, son bien
recibidos por aq uellos que han fijado su pensamiento en un solo
tema duran te largo tiempo, y bu scan expon er sus conclusi ones pa ra
asegura rse de que nada se les ha esca pado. Aceptó con gu sto mis
observa ci on es. Y escuch ó son riente la historia de nuestros viaj es,
encan tado de olvidar por un mom en to el quehacer de las
const elaci ones y recordar el trajín del mundo elemental.

“Volví a visita rlo al mes siguien te, y tuv e la f ortuna de


compla cerlo de n uev o. El rigor de su costum bre había cedido, me
permiti ó acom pañ arlo cuan do q uisiera. Si em pre lo en cu entro
ocu pad o, y siempre agradece el descan so qu e su pone nuest ro
encuent ro. C om o cada uno sabe cosa s que al ot ro le in teresan, es un
placer intercambi ar ideas. Si ent o que cada día me tiene más
confianza, y me da nuevas razones para admirar la profundidad de
sus pen sami ent os. Su compren si ón no tiene límites, su mem oria es
ágil y hart o ca paz, su discurso es metódico; claras, su s expresi on es.

“Su integridad y su benevolencia i gualan a su sa bidu ría. No duda


en interrumpir sus investigaci ones más profundas ni su s estudi os
favorit os, si se presenta la oportunidad de realizar una bu ena obra,
ya sea con su con sej o o con su riqu eza. Ni el más íntimo retiro, ni la
hora de mayor a ct ividad son obstácu lo para aquel que necesita su
ayuda. “Aunque evito el oci o y los pla ceres vanos, n o podrí a
cerra rle la puerta a la caridad. La contem placi ón de los ci elos es u n
derecho del h om bre, la virtud, la prácti ca de la vi rtud, es una
obligaci ón” , suele decir” .

“Ese h om bre es feliz, segurament e” , dijo la princesa.

“Más y más v eces frecuenté su com pañ ía, y el amor por sus
razon amient os n o deja ba de crecer: era su blime sin ser petulante,
cort és sin afect aci on es, comu nicativo sin arrogan cia. Al prin ci pi o,
alteza, tambi én creí que debía ser el h ombre más feliz de la tierra, y
lo felicita ba por la bendici ón que poseía. Pero a nada, salvo a los
elogi os, se mu estra indiferente; ante ellos lanza un a respuesta parca
y desvía pront o la conv ersaci ón.

“En el esfu erzo por compla cer a quien tant os placeres me da ba, n o
imaginé qu e algú n sentimiento do loroso lo at orm entaría. Sin
em bargo, ah ora recuerd o que, a menudo, el sol consume sus
pala bras a la mitad del discurso, inflama su aten ci ón ; a menudo, se
abst ra e en silenci o, ad opta el gest o de u n hom bre resuelto a
confesar lo qu e tanto ha reprimid o. A veces suele lla marm e, pide
que me apresure, el m ensaj ero lo descri be entusiasmado, pero, al
llegar a él, n o di ce nada fuera de lo común; a veces, ya de espalda s a
su pu ert a, vu elv e a llama rm e, det engo la marcha y l o busco;
ent onces calla, hace una larga pausa, baja los oj os, y vuelv e a
despedirme” .
C APÍTULO XLI

El ast rón om o rev ela la causa de su angustia

FINALMENTE LL EGÓ EL día en que el secret o fu e revelado. A yer en


“ la noch e, sen tados en un a de las t orres de su casa, esperá bamos
la apari ci ón de los sat élites de Jú piter. Una violenta lluvia arañó el
cielo hasta oscurecerlo, y debimos aplazar la observaci ón . Buscamos
el refugi o de un tech o, en la oscu ridad. Una vez cobijados, n os
sentamos sobre la h úmeda tierra y, más sorpresivas q ue la torm en ta,
fueron su s palabras: “ Imlac, desd e hace tiempo consid ero tu amistad
la mayor bendici ón de mi vida. L a mera integridad, sin con ocimien to,
es cosa débil e inútil, y el con ocimiento, sin integridad, es peligroso
y som brí o. En ti en cuent ro t odas las fa cultades que requ iere la
confian za; magn animidad, experi encia, fortaleza. Fa tigosos añ os
ej ercí un a labor q ue deberé abandonar pa ra at en der el llamado de la
naturaleza; me llenaría de jú bilo que, en la h ora de la v ej ez y sus
dolores, la n oble ta rea quedara en tus manos” .

“ Me sentí hon rado con su confidencia, y le dije que cualquier cosa


qu e lo h iciera feliz, me haría feliz ta mbi én.

“ Escu cha, Imlac, lo qu e n o habrás de creer sin dificultad. Desde


hace cinco añ os, la regulaci ón del clima y la distri bu ción de las
estaci ones dependen d e mí. El sol escucha mi dictamen , y va de u n
trópi co al ot ro baj o mi direcci ón; las nubes d erraman su agua a mi
señal, y el Nilo se desborda cuan do así lo q uiero. H e reprimido los
lances de Siro, estrella can ina, y he mitigad o la furia de la
const elaci ón del cangrej o. D e entre t odos los pod eres elem entales,
únicament e los vi ent os reh úsan mi autoridad y, sin que pueda
evitarlo, multitudes perecen baj o la s tempestades del eq uinocci o.
Pero mi labor descomun al ha sido admin istrada con justicia; las
diferent es n aci ones de la Ti erra han reci bido lluvia y sol en igual
gra do. Imagina la miseria q ue pesaría sobre la mitad del mu ndo si las
travi esas n ubes estuvieran limitadas a cierta s regi ones, o si hubiera
proh i bido al sol cruzar la lín ea ecuatorial” .
C APÍTULO XLII

L a opinión del a st rón omo es ex pli cada y justificada

SUPO NGO QUE MI gesto ra sgó la oscuridad, pues, luego de hacer


“ una pausa, procedi ó así:

“ Tu escepticismo n o me sorpren de ni me puede ofender, porque


soy, quizá, el primer ser hu man o a qu ien se confía esta gran misión,
qu e no atin o a co nsiderar don o castigo. Desde qu e la llevo a cabo,
est oy lej os de ser tan feliz como antes, y únicament e saber q ue obro
por el bi en de los demás, con suela el fa stidi o d e la vigilancia
constante” .

“ ¿S eñ or, por cuánto tiem po ha s debido soportar esa ta rea?,


pregunté.

“ Hace alreded or de diez años, mis observa ci on es diarias sobre las


variaci ones del cielo me h icieron pen sar que, si tuviera el poder de
las estaci on es, podría colmar de a bundancia a todos los seres de la
tierra. Esa idea dominó mis pensamien tos, y días y noches me creí
capaz de ese d on imagin ario, y derramé sobre esta y ot ras regi ones la
fértil perlería, y t ejí u na lluvia y ot ra con los hilos abu ndan tes del
sol. Todo lo que tenía eran deseos de a yudar, nunca imagin é que el
poder me sería otorgado.

“ Un día, mientras observaba las prad eras ma rchitas por el sol


agobiant e, sen tí deseos de hacer llover sobre la s mon tañas del sur;
de provocar el desborde del Nilo. En la desespera ción de aquel
pensamient o, elevé la v oz y le ordené a la lluvia que cayera. Unos
minutos d espués el bramido del agua me hizo saber que las nu bes
habían obedecido” .
“ ¿No pudo h aber sido ot ra la causa de la inun dación?, pregunté. El
Nilo n o si empre se desborda el mismo día” .

“ No creas q ue una obj eci ón tan simple pu do habérseme esca pado,


respon di ó con impacien cia. Reflexi on é largament e con tra mis propias
convi cci ones, y busqu é otros moti v os con obstinación exagerada.
Algu nas veces me creí loco, y n o hu biera podido compartir este
secret o sino a u n hom bre com o tú, capaz de distin guir lo maravilloso
y lo imposi ble, lo i ncreí ble y lo falso” .

“ ¿S eñ or, por qué llamar increí ble algo que sabes, o crees saber
ciert o?” , in terru mpí.

“ Porq ue no puedo probarlo con evidencias tangi bles; con ozco muy
bi en las leyes de la demost raci ón como para esperar qu e mis
creen cias influyan sobre cualquiera que, a diferen cia de mí, n o sea
consci ente de su fuerza. No intentaré ganar crédit o por m edio de
disputas. M e basta sentir el poder qu e tan largo ti empo he poseído, y
ej ercerlo diariam en te. Pero la vida del h om bre es corta, y las
debilidades de la edad arremet en con tra mí, guarda de las esta ci ones,
qu e pront o seré polv o en el polv o. La preocu pación de elegir su cesor
me ha perturbad o los últimos meses; h e pa sado días y n oches
estudiando el caráct er de la s personas que con oz co, y no en cuen tro a
nadie más dign o qu e tú” .
C APÍTULO XLIII

Imlac reci be in dica ci ones del ast rón om o

ESCUCHA CO N ATENCIÓ N, el bi enest ar del mundo lo req uiere. Si


“ se con sidera difícil la tarea de un rey, que tiene bajo su cuidado a
un os pocos millon es de personas a las que n o puede brin dar ma yor
prosperidad o daño, ¿cuánta ansieda d deberá soportar aquél de quien
dependen la acci ón de los elem ent os y las bon dades de la luz y del
calor? Escucha con t oda tu at en ci ón.

“ He con siderado profu ndamen te las posi ci ones d el sol y de la


tierra. He trazado infinidad de esquemas d onde m odifico su
ubica ci ón; a veces inclinando el ej e d e la ti erra; a veces alterando la
órbita d el sol; pero resulta imposi ble en cont rar u n est ado en que la
t otalidad del mundo obt en ga ventajas; el cam bi o más insign ifican te
hace que u na regi ón pierd a lo que en otra se gana, y est o sin t omar
en cuenta la s t ransformaci on es qu e puedan padecer los lugares más
rem ot os del orden solar. Así q ue, durante tu administraci ón del añ o,
no dej es qu e la a rrogancia t e seduzca y te lleve a i nnovar; n o te
complazcas pen sando en que trast ocar las esta ci on es puede dart e el
recon ocimient o de las generaci ones futuras. El recu erdo de un
hombre perverso no es una fama deseable. Tam poco te dej es llevar
por la pi edad o el interés. Nunca robes la lluvia de ot ros países pa ra
derrocha rla en el nu est ro. Pa ra n osot ros, el Nilo es sufici ente” .

“ Le prometí que cu ando tuviera el poder m antendría u na in tegridad


inflexible. Él me despidi ó, a pretando con fuerza mis dos man os con
las suya s. “ Mi coraz ón pu ede al fin descansar, dij o; las fatigas ya n o
destruirán mi calma. He en contrado a un hom bre sabi o, y virtu oso, y
el sol que le heredo sa brá obedecerlo con gu st o” .
El príncipe escuch ó el relat o con gran seriedad. Pero la princesa
sonreía; y Pekuah tem bla ba, t ratando de ocultar su hilaridad.
“ Señoritas, dij o Imlac, burla rse de las aflicci ones de un hom bre n o es
bondadoso ni sabio. Pocos alcanzan los con ocimient os de esta
person a; mu ch os men os igualan su virtud; pero t odos estamos
expu estos a sufrir su desdi cha. De los t em ores que pertu rban el
present e, nin gun o más alarmante n i angustioso que perder la razón” .

L a princesa y su favorita se compu sieron, avergonzadas. Rasselas,


desconcertad o, le pregun tó a Imlac qué tan frecu entes eran las
enfermedad es mentales, y de qué forma se adqu irían.
CAPÍTULO XL IV

El peligroso dominio de la ima ginaci ón

LO S DESÓRDENES DEL in telect o son más frecuen tes de lo que


“ pensaría cu alquier observad or su perficial, repuso Imlac. Siend o
rigurosos, quizá no exista m ente h umana en su correct o estad o. No
hay hom bre cu ya fan tasía no prevalezca sobre la razón alguna vez;
no ha y quien pueda regir t oda su a tenci ón a volu ntad, o cont rolar
perman ent ement e el fluj o de los pensamientos. Nadie está li bre de
los ca prich os de la mente, de su tiranía, de albergar miedos o
esperanzas que rebasan los límites de la prudencia. Toda flaq ueza de
la razón ante el exotismo es un grado de insania, pero mient ras
ten gam os con trol sobre n uest ras debilidades, mient ras podamos
reprimirla s y hacerlas invisibles a los demás, no s e consideran
depravaci on es men tales; la locura es el estado en que la fan tasía
resulta in gobernable y comien za a influir en nuest ros hech os y
palabras.

“ Cultivar los poderes de la ficción y da r ri enda su elta a la


imagin ería es diversi ón habitual de q uien es se deleitan en la
cont em pla ci ón silenciosa. Cuando estamos solos, n o si empre estamos
activos; el esfu erzo qu e supon e la m edita ci ón es d ema siado vi olent o
pa ra manten erse largas h ora s; el estudio impetu oso ced e ante la
pereza o el h astí o. El h ombre que n o en cuentra distra cci ones en el
exteri or, procu ra el placer en sus propi os pensami ent os, con ci be el
estad o ideal; porq ue, ¿quién está sat isfech o con lo q ue es? Recrea u n
futuro ilimitado, obtiene de sus cavilaci ones lo que niega el presente,
llena sus fantasías de pla ceres imposibles, confiere a su orgullo u n
dominio ext raordi nario. La mente danza de u na escena a otra, une
t odos los placeres en todas sus combin aci ones, se sumerge en
pla ceres que, para la natu raleza y la fortu na, aun con t oda su
bondad, son im posibles.

“ Despu és d e un ti empo, la aten ción se enfoca en un conju nto


pa rti cular de ideas; se rechazan las demás gratifica ci on es
intelectuales; la mente a gobiada por la in quietu d o por el oci o
recurre con stantemente a su ilusión favorita, y se regocija en el
engañ o placen tero cuando se si ente ofen dida por la brusca v erdad.
G radu almente se cond ensa el rein o de la fantasía, imperi oso y
déspota, hasta con creta rse en reali dades aparent es, prevalecen las
opini ones delu sori as, la vida se pierde en un su eño fascinante o
doloroso.

“ Est e, señ or, es un o de los peligros de la vida solitaria, qu e, segú n


el ermitañ o, n o siem pre propi cia el bien, y, dada la miseria del
ast rón om o, n o siempre lleva a la sabiduría” .

“ Dejaré de ima ginar que soy la reina de Abisinia, dijo Pekuah. En


las horas que la prin cesa m e regala, dispon go luj osas ceremonias y
vigilo el bu en comportamien to de la cort e; reprim o la ambici ón de
los poderosos, satisfago las petici on es de la gen te hu milde;
construyo palaci os de mayor esplendor y grandeza qu e los con ocidos
hasta ahora por el h ombre; ech o a baj o montañas y plan to en su lugar
bellos ja rdines; en fin , gozo todos lo s benefici os de la realeza, y de
manera tan vívida, que ca si olvido saludar a la princesa cuando
vuelv e a llamarme” .

“ Y yo dejaré de interpretar en mis ensueñ os el pa pel de pastora,


dijo la princesa. A menudo en dulzo mis pensami en tos con la calma y
la inocen cia de la vida past oral, y sient o en mi recá mara la brisa
aca riciadora, el rebañ o que balita; libero la pa ta de un cord erit o
traba do en la raigambre; salgo al en cuentro de un lobo, alzando mi
du ro cayado. Tengo u n vestido como los que usan las don cellas en
los prados; m e lo he puest o. Y he t ocado un a flauta mientra s pa stan
las a paci bles oveja s” .
“ Debo con fesa r u na fantasía acaso más peligrosa que la tu ya, dijo
el príncipe. A menudo imagino el gobi ern o perfecto, libre d e t odos
los males y de t odos los vici os, pródigo en comodidades y en
tranq uilidad para sus si erv os. Baj o esta idea planeo infinidad de
reformas, dict o leyes útiles y sanas. Ésa es la fantasía que prima en
mi soledad, y q ue me hace esperar con poca an gustia la muert e de mi
padre y la de mis h erman os” .

“ Tales son los efect os d e la s visi on es, dij o Imlac. Cuando recién las
ideam os, sabemos que son absu rdas, pero poc o a poco n os
familiarizamos con ellas, y al final se desdi buja cualquier rast ro de
irraci onalidad” .
CAPÍTULO XLV

Dialogan con un ancian o

E RA PASADA LA tarde cuando volvi eron a casa. Al camin ar por las


orilla s del Nilo, en can tados con la imagen tremolante de la luna
a cont racorri ent e, el prín cipe distinguió a corta di stancia la voz de
un an ciano que frecuen ta ba la asam blea de los sa bi os. “Hacia allá
escu ch o a un hombre, cu ya edad ha dominad o su s pa si ones sin
lastimar su raz ón. Finalicemos las discusi ones de la jornada
cuesti onando su sentir, y sabremos si sólo en la juventud exist en
m ortificaci ones; si hay algu na esperanza de que el espí ritu prospere
hacia la n och e de la vida”.

El sa bi o fue hacia d onde estaba n, y los salu dó. Fundieron su


marcha, y plati caron como viej os amigos reen con trados por
casualidad. El vi ej o era alegre y con versador; su com pañía acortaba
las distancias. L e agrada ba el respeto con qu e lo escu cha ban; habló
hasta alcanzar su destin o. El prín ci pe le pidi ó que los acompañara
du rante la cen a. Le cedieron el siti o d e h on or, el vino más fresco, la
fruta más dulce.

“ Señ or, dijo la prin cesa, una cami nata vespertin a debe gua rdar
pla ceres inconcebi bles para la ign orancia y la juv en tud. Un h ombre
de con ocimien to com o usted, sabe las cualidades de t odo lo qu e ve,
sus causas. Las leyes por las que fluyen los rí os, el ciclo de los
plan etas, el aspect o capri ch oso de algunos animales; t odo, en fin,
debe in spirarle agudas reflexi ones, y fortalecer la con scien cia de su
propia dignidad” .

“ Señ orita, respondió él, dej e el afán de nuevos placeres a los


j óv enes alegres y vigorosos: en la vej ez es su ficien te obt en er
holgura. Para mí, el mun do ha perdido n ovedad. Recuerdo haber vist o
ya, en días más felices, t odo lo q ue hay alrededor. D escanso baj o un
árbol, y recu erdo qu e, baj o la misma som bra, discutí la regularidad
de las inun daci ones d el Nilo con un amigo que hoy calla en su tu mba.
Con la mirada fija en las alturas, pi enso en la luna cam biante, y
pi enso, con dolor, en las vicisitudes de la vida. Ya n o me compla cen
las v erdades físi cas; ¿para qué ocupa rm e de las cosas que pront o
dejaré?” .

“ Al menos d ebería agradart e el recuerd o de un a vida útil y


decorosa; deberías disfrutar la s alabanzas que t odos te brindan” ,
dijo el poeta.

“ Los elogi os son pala bras hueca s para un ancian o, dijo el sabi o
lanzando un suspi ro. No tengo una madre que se en orgullezca de la
reputaci ón de su hijo, n i u na mujer que com pa rta los hon ores de su
esposo. H e sobrevivido a mis amigos y a mis rivales. Nada tiene
much a importancia ahora q ue no pu edo compartir mis intereses. A la
juventud le satisface el aplauso porque lo considera un augu rio de
bi enes por v en ir, porqu e tiene nu merosas y falsas expectativas del
mundo; pero para mí, qu e est oy por con ocer la decrepitud, hay poco
qu e t emer de la maldad del h ombre, y men os qu e esperar de su
bondad y de su afecto. Aú n podrían conseguir algo de mí, pero, de
ellos, n ada obt en go. L a riqueza me sería inú til; in útil y doloroso, u n
cargo importan te. En retrospectiv a, la vida me dio muchas
oportu nidades de hacer el bi en que pasé por alt o, perdí much o
tiem po en trivi alidades, en el oci o, en la va ci edad. Dej é gran des
plan es a la deriva, grandes a cci on es inacabadas. Pero mi men te está
libre de faltas gra ves, y he sabido m erecer la tranquilidad,
apartánd ome de las esperanzas y las preocu pa ci ones vanas que
intentan dominar mi corazón. Ah ora sólo espero, en ca lma y con
hu mildad, esa h ora inaplazable qu e me llevará a un lugar mej or,
donde logre la feli cidad que aquí no pude alcanzar, y la virtud” .

El ancian o se pu so de pie y abandon ó el hoga r, dejando a su


audien cia poco en tu siasmada con la posi bilidad de una vida longeva.
Pero el príncipe con sideró insensat o decepci ona rse por aquellas
palabras, pu es la vej ez no se caract eriza por ser un periodo feliz y,
si era posi ble man tenerse en calma fren te al abatimiento y la
decaden cia, ca bía la esperanza de que los días de vigor y alacridad
fueran felices; de tener u n resplandecient e medi odía antes de u n
claro ata rdecer.

L a prin cesa sospech ó que la v ej ez era u na época qu ejumbrosa y


malign a, ansiosa de reprimir las ilusion es de aqu ellos que comienzan
a explora r el mu ndo. Ella h abía vist o la envidia que t en ía la gen te
rica por q uien es h abían de ser sus herederos. Ella ha bía con ocido a
much os q ue procu raban solament e los placeres personales.

Peku ah creyó q ue el h om bre era m ás vi ejo de lo qu e aparen ta ba, y


atri bu ía sus lamentos a la melancolía deli rante; supuso qu e h abía
sido desdi ch ado, por t an to, se m ostraba descon tent o. “ Es comú n
pensar que nuestra condi ci ón persona l es inherente a la vida” , dijo.

Imlac, quien no deseaba v erlos deprimidos, son ri ó an te el consu elo


qu e se procu ra ban a sí mismos; y recordó qu e, a su mi sma edad, el
confiaba en la pro speridad, y era igu alment e fértil en recursos pa ra
consolarse. Pero se abstuv o de som eterles un con ocimi ent o
desagradable que el mismo tiempo se en cargaría de revelar. La
princesa y su dam a se retira ron exh au stas. La locu ra del ast rón om o
rondaba sus pen sa mient os, y hubieran deseado que Imlac entrara en
su oficina para demora r la salida del sol h asta la sigu iente mañan a.
CAPÍTULO XLVI

La princesa y Peku ah visitan al astrón om o

L A PRINCESA Y su dama, habiend o con versad o a solas a cerca del


ast rón omo, con sideraron su caráct er, tan amable y ex traño, que
desearon con ocerlo de cerca, y le pi dieron a Imla c que encont rara la
manera de reunirlos.

L abor difícil; el filósofo nu nca había reci bido la visita de una


mujer, aunq ue vivía en una ciudad habitada por mu chos europeos
qu e seguían las costumbres de su país, y por gent e de otras part es
del mundo que imitaba la s prá cticas europeas. Las mu jeres n o se
ren dían, y propu si eron diversas formas de cumplir su obj etiv o. Por
ej emplo, ser presen tadas com o extran jeras en apu ros, a quienes el
sabi o at endería por deber m oral; pero, tra s deli berar un poco,
rechazaron el a rti fici o porq ue la conv ersa ci ón con el sa bi o sería
mínima, y n o podrí an importunarlo a menudo. “ Eso pu ede ser v erdad,
dijo R asselas. Pero u na obj eci ón más grande dificulta sus
pretensi ones. Es desleal a la natu raleza humana emplea r las virtu des
de un hombre com o un medi o de engañarlo, sin importa r el fin . Toda
impostu ra debilita la con fianza y en fría la bonda d. Cuando el sabi o
descubra que n o son lo q ue a parentan, sentirá el resentimient o
natural de un hombre consci ente de sus grandes facult ades, qu e se
descubre engañado por un a inteligencia vulgar, y aca so la
desconfianza apague la v oz de su consej o, y ci erre su mano a la
caridad. ¿Cóm o podrán devolver sus benefici os a la h umanidad, la
paz a su propi o espíritu?” .

Ninguna pudo responder. Imlac esperaba qu e su curiosidad


disminuyera, pero, al día siguiente, Peku ah le dijo que había
encont rado una ra zón sincera para visitar al astrón omo: pediría su
aprobaci ón para continuar baj o su gu ía los estu di os que h abía
iniciad o con el á ra be, y la prin cesa habría de a cu dir com o compañera
de estu di os, o por que no era prudente q ue una mujer recorri era los
caminos solitaria. “ Tem o q ue pronto lo in com oda rían con su
presencia, dij o Imlac. A los h ombres de con ocimiento elevado les
desagrada repetir los rudiment os d e su arte, y n o est oy segu ro de
qu e, aun cuan do les com partiera las bases de su sabiduría, sus
conj etu ra s y sus reflexiones, ust edes logren ser un au ditori o dign o” .
“ Eso no d ebe preocupart e, dij o Pekuah. Sólo t e pi do que nos llev es a
él. Mi con ocimi ent o es, quizá, mayor d e lo qu e imagin as, y, si
procuro estar de acu erdo con sus opi niones, él lo creerá mayor de lo
qu e es realmente” .

Tras la rgas y ard orosas discusi ones, resolviero n decirle al


ast rón om o qu e su repu taci ón había llegado hasta una dama qu e suele
recorrer el mu ndo en busca de con ocimient o y que deseaba
conv ertirse en su alumna. L a inusual propu esta despert ó en él
curi osidad y sorpresa al mismo ti empo. R eflexi on ó un momen to,
antes de a sentir, y n o pudo ocult ar su impaci encia, en espera del
siguiente día.

L as mujeres vistieron majestu osamente. Imlac las con dujo hasta el


ast rón om o, a q uien complaci ó el respet o con q ue era tratado por
person as de apari encia tan espléndid a. Al intercambiar las prim eras
formalidades, mostró t emor y ciert a v ergü enza; pero cuando la
plá tica creci ó, tomó el control de la misma, y justificó los h on ores
qu e Imlac le h abía atri buido. Cuan do pregunt ó a Pekuah los motivos
qu e la llevaron a inclinarse por la ast ron omía, la mujer relat ó lo
acon tecid o en la pirámide y durant e el tiem po en q ue estuvo cautiva
en la isla del Nilo. Habló con elegancia y con soltura, y sus pala bras
t ocaron el corazón del sa bi o. D espu és, se enfocaron en la
ast ron omía. Pekuah arriesgó cuanto su po, y él la miró como se mira
un prodigi o, y le rogó que no deja ra los estudios que h abía
comenzado con tan ta fortuna.
Una y otra v ez lo frecu entaron , y fueron si empre bi en reci bidas. El
sabi o h acía por entret enerla s y prolon gar la visita, pu es h acían que
sus pensami ent os resplandecieran y que la bruma de su soledad se
desvaneci era gradualmente. L o afligían las despedidas, pero ya n o
más su vi eja ocu pa ci ón de regular el t iem po.

L a prin cesa y su favorita n o escuch aron de sus la bi os u na sola


palabra q ue las hiciera saber si el astrón om o seguía creyend o en su
misión sobrenatural. A men udo quisieron obli gar una decla ra ci ón
abi erta, pero él evadía sus ataqu es fácilm en te y, sin importar cuánto
lo presi onaran, en cont ra ba la forma de escapar hacia otro t ema.

Al crecer la fami liaridad, pudieron invitarlo a casa d e Imlac, d onde


extrema ban su respeto hacia él. Poco a poco en cont ró a grado en los
pla ceres sublunares. Llegaba t em prano, y el sol n o iluminaba su
regreso; trabaja ba en ser con stante y deferente; despertaba la
curi osidad de los otros ha cia nuevas art es pa ra seguirles si endo útil;
siem pre que hacían una excursi ón de placer o de estudios, procuraba
acom pañarlos.

L argo tiempo evidenciaron su integridad y sabiduría; el prínci pe y


su hermana esta ba n seguros de qu e podían confiar en él sin peligro.
Antes de causar falsas impresi on es en el astrón om o debido a la
cortesía que le m ostra ban, quisieron revelarle su v erda dera con dici ón
y los m otiv os de su labor; quisieron saber su opinión acerca de la
elecci ón de vida.

“ No soy ca paz de preci sar cuál de las diversas con di ci ones que el
mundo d espli ega frente a ust edes es la adecuada, dij o el sabi o. Tod o
lo qu e puedo decirles, es que elegí mal. He preferido el estudi o a la
vida. He aprendido cienci as de poca relevan cia para la humani dad. He
perseguido el con ocimient o a expensas de las comodidades
elem entales de la vida; me he perdido el cariño elegante de la
amistad femenina, y el com erci o feliz de la ternura familiar. Los
privi legi os que t engo sobre ot ros est udiantes ti enen su origen en el
tem or, en la inquietud y en la escrupulosidad; y son cu esti ona bles
ahora qu e mi s pensamient os se han ren ovado al con tacto del mundo.
Los pocos días que he di sipado plácidamente en su com pañía, me han
hech o pensa r q ue mis ju icios han sid o errad os, q ue h e sufrid o
much o, y en van o” .

Imlac estaba feli z de qu e la razón del sabi o aband ona ra la bruma, y


decidi ó mant en erlo alejad o de los pla netas h asta que olvidara la idea
de cont rolarlos, hasta q ue recuperara por complet o la sen satez.

Desde aqu el m oment o, el astrón omo goz o de una íntima amistad, y


pa rti cipó en t od os sus proyect os y en t odas su s di versi on es; el
respeto d e los demás man tenía su atenci ón; la a ctividad de Rasselas
reduj o su ti em po libre. Si em pre habí a algo por hacer; la mañana se
perdía en observaciones; la tarde en reflexi ones sobre lo observado, y
en planes para el día futuro.

El sa bi o le con fesó a Imla c que, desde que con oci ó las alegres
faenas de la vida y dividió sus h ora s entre segu ra s diversi on es, la
convi cci ón de su autoridad sobre los cielos había di sminuido; ya
desconfia ba de u na opin ión que carecía de pru ebas, sobre algo que
dependía en teram ente del aza r, y de ot ra s causas q ue esca pan a la
raz ón. “ Si por casualidad estoy solo unas horas, mi arrai gada
creen cia se lanza sobre mi espíritu , y mi mente se ofusca con
violen cia irresisti ble; pero las pala bras del príncipe m e tranqu ilizan,
y la llegada de Pekuah me libera del t odo. S oy como un h ombre
tem eroso a los espect ros q ue, al abrigo d e una lámpara, imagina los
peligros que lo a cechan en la oscuridad; y que, al ver extinta la luz
qu e lo prot ege, siente los t errores qu e hace poco ign oraba. A v eces
tem o que mi bien esta r no sea sino n egligen cia, el olvido v olun tario
de la en orm e labo r que me fue confiada. ¡Cuán angu stioso sería el
crimen de procu rar mi bi enestar equivocadamente; cu án an gustiosa
la duda que oscurece mi reci en te calma!” .
“ Ningún desorden de la imaginación es más difícil de cu rar, que el
qu e compli ca la angustian te culpa; la fantasía y la con cien cia
alternan en nosot ros, cam bian sus lugares, confunden sus dictados.
Si la fantasía presen ta imágen es dolorosas, aj en as a la moral y a la
religi ón, la mente las elimina; pero si esas imágen es se cu bren de
melancolía y adquieren la forma del deber, se apoderan de nuest ras
facultad es sin hallar op osi ci ón, porq ue t em em os excluir o suprimir
un com promiso. Por eso la su persti ción y la m elancolía se fortalecen
un a a la ot ra.

“ No debes permitir qu e las sugestion es d e la ti midez excedan tu


raz ón, repuso Imlac. L a negligen cia sólo es peligrosa cuando la
preocu paci ón tiene una causa real. Cu ando está s libre de tus
demoni os, sa bes que tu com promiso es absurdo, y la angustia
disminuye cada dí a. Abre tu corazón al alivio que de cuand o en
cuan do penetra la s pa redes de tu corazón; cuando el escrúpulo te
importune, cu ando t oda vía lo sepa s insen sato, no t e detengas a
pensar en él, antes debes ocu part e en algo o busca r a Pekuah. Eres un
pequeño pun to de la va sta hu manidad, ni tu s virtudes ni tus vici os
originan favores o ca rgas sobrenaturales” .
CAPÍTULO XLVII

Entra el príncipe con un nuevo t ema

A MENUDO PIENSO en eso, decía el ast rón omo, pero m i razón ha


“ estado su byugada por tant o tiempo a esa id ea incon trolable y
abrumadora, q ue no se aventura a con fiar en sus propias d eci si ones.
Ahora sé que he trai ci onad o fatalmente mi q uietud, sufriend o
qu imeras q ue me acosan en secreto; pero la melancolía evita la
comu nicaci ón, y n unca an tes confesé mis tri bu laci ones, aunque sabía
qu e hacerlo me h abría procu rado ci ert o alivi o. Me a legra ver
confirmado mi sentir en tus pala bras, que nunca han proferid o
engañ os, y n o ti en en razón para empeza r ah ora. Espero que las
distra cci ones y el tiempo disipen la tiniebla qu e me envuelv e desde
largo tiem po at rá s, y que mis últim os días sean claros y pacífi cos” .

“ Tu sabiduría y t u virtud respaldan esa esperanza” , dijo Imlac.

Rassela s, la princesa y Pekuah, entra ron en la habita ci ón pa ra


preguntar si ten ían prevista un a diversi ón para el día siguiente.
“ Nadie es feliz si no en la espera del cambi o, dij o Nekayah, ése es el
estad o de la vi da. El cambi o en sí, no es nada; una vez conseguido, lo
primero que deseam os es un nuevo obj etiv o. Pero estam os lej os de
agotar los t esoros del mu ndo: sugi éranme algo qu e nun ca h aya vist o
pa ra desear la mañ ana”.

“ La dich a necesit a variedad, dij o Rassela s, in cluso el Valle Feliz me


fastidiaba por sus lujos recurrentes; aun así, no puedo dejar de
reprocha rm e la impa ci encia, cuando v eo q ue los m onjes de San
Anton io soport an sin queja una vida, no de placeres rutinarios, sin o
de con stantes privaci ones” .
“ Esos hom bres, respon di ó Imlac, son men os d esdich ados en su
silenci oso conv en to, que los príncipes a bisinios en su prisi ón de
pla ceres. Cuan to hacen los m onjes es incitado por un motivo dign o y
raz ona ble. Suplen con tra bajo sus necesidades y les aguarda una
noble recom pensa. L a devoci ón les allana el cami n o hacia un mej or
estad o y les mantiene en mente su obj etiv o hast a qu e lo consigu en.
Su tiempo está distri buido m et ódica mente; un a tarea sucede a otra,
de manera q ue no hay lugar pa ra di stracci on es egoí st as; nadie se
pi erde en las sombras de la inactividad. Hay una h ora a propiada pa ra
ej ecutar cada tarea, y esos t rabaj os los llenan de jú bilo, porq ue los
consideran act os de pi edad y los acercan a la felicidad verdadera y
eterna” .

“ Así que piensas q ue la vida m oná stica es m ás sagra da y men os


imperfecta que la de cualquiera de n osot ros; q ue no puede esperar
igual fortu na aquel que conv ersa abi ertamente con la h umanidad y
socorre sus angustias cari tativamen te, aquel que utiliza sus
con ocimient os para instruir al i gnorante, aquel que contribuye con
su arte en el sist ema gen eral de la vida; porque le es dado omitir
algunas de las mortifi ca ci ones que se pra ctican en el claustro,
porq ue se permit e ciertos pla ceres inofensivos propi os de su
condici ón ” , dijo Nekayah.

“ Es una cuesti ón que ha dividido a los sabi os y ha con fu ndido a los


virtu osos. Temo aventurar una elecci ón. Actu ar bien en el mundo, es
preferi ble que actu ar bien en u n monasteri o. Pero n o t od os pu eden
afron ta r la s t entaciones de la vida pú bli ca, y es conv en iente el retiro
pa ra el q ue n o es capaz de dominarse. Algunos tien en poca ca pacidad
pa ra ha cer el bi en, y poca fuerza para resistirse al mal. Much os están
cansad os de com batir la adv ersidad, y anhelan distan ciar esas
pa si ones que los preocu pan de con tin uo. Y, a much os, la edad y las
enfermedad es les impiden cumplir los deberes más severos de la
sociedad. En los m ona st eri os, los t em erosos y los débiles en cuentran
feliz refu gi o, el afligido pued e reposa r, el penitente, ent rega rse a la
medita ci ón . Esos lugares de oraci ón y recogimient o tienen algo que
cautiva la men te de los h ombres, q uizá no haya algu ien que no deseé
con cluir su vida en piadosa abstracci ón, rodeado de hom bres
prudent es como él mism o” , añ adió Imlac.

“ Tal h a sido mi deseo, y h e oí d o decir a la princesa que no desea ría


m orir entre el vulgo” , dijo Pekuah.

“ La libertad d e frecu entar pla ceres in ofensivos n o está en disputa,


procedi ó Imla c. Pero ca be examinar cuáles son esos placeres. El mal
de cualquier act o imagin able, n o está en el act o mismo, sino en sus
consecuen cias. El pla cer inofen siv o en apari en cia, puede tornarse
malign o si n os llev a a conductas que sa bem os engañ osa s y fuga ces, si
pertu rba nuest ros pensamient os y los acerca al primitivismo; a ese
pu nt o en que, sin importar cuánto tiempo pase, n os man tendremos
apartados de nuestro ideal. La mortificaci ón no es virtu d en sí, ni
tien e otra utilidad qu e guardarn os de las sedu cci on es de los
sentidos. El estado de perfecci ón al que t odos aspiramo s, com prende
pla ceres sin consecuencias, y seguridad sin aislamient o” .

L a princesa se mantuvo en silencio, y Rasselas, dirigién dose al


ast rón om o, pregunt ó si n o podía apartar la idea del recogimien to,
enseñándole algo que no hubiera vist o jamás.

“ La curi osidad de ust edes h a sid o tan general, y el a fán de


con ocimient o tan vigoroso, que no es tarea sencilla procu rarles
alguna n ovedad; pero, lo que no es fácil encont rar entre los vivos,
bi en pod ría busca rse entre los muert os. Ent re la s ma ra villas de este
país, están las catacu mbas, antiguos reposit ori os que fu eron destin o
último de las primeras generaciones, donde se conservan sus cu erpos
incorrupt os gracias a las virtudes de la resina con que fueron
embalsamados” , sugiri ó el sabi o.

“ No sé qu é placer pu edan brin darnos las catacumbas, dijo Rasselas,


pero, a falta de un mej or plan, est oy dispuest o a visita rlas, con tal de
hacer algo” .
Al siguiente día, cust odiados por u na guardia de jinetes, visitaron
las cata cum bas. E sta ban a pu nto de adentrarse en los sepu lcros,
cuan do dij o la princesa: “ Pekua, una vez más estorbarem os el
descan so d e los muertos; sé q ue te rezagarás, así que procu ra
mantenert e a salv o hasta mi regreso” . “ No, respondi ó Pekuah , no me
qu edaré, baj aré con ustedes, entre el príncipe y tú” .

Ent onces, t odos descendieron, y vagaron a sombrad os a través del


la beríntico pasaj e su bt erráneo, a cuyos lados ya cían interminables
hiladas de cu erpos.
CAPÍTULO XLVII

Imlac discurre sobr e la naturaleza del alma

¿Q UÉ RAZÓ N TUVIERO N los egi pci os para preservar esas luj osas
“ carcasas que algunas naci on es cond enan al fuego, y ot ras ocultan
ba j o tierra, y t odas remu ev en de la vista tan pron to finalizan los
rit os mortu ori os?” , pregun tó el príncipe.

“ Se descon oce el origen de esta co stumbre inmem ori al, dijo Imlac,
pero las prá cticas con tin úan cuando el ti empo desvanece la s causas.
Es van o con jeturar cu ando se t rata de act os su perstici osos, porque la
raz ón no pued e expli car lo que no dicta. He creído que el
embalsamami ent o es una forma ti erna d e h on ra r lo s rest os de
familiares o amigos; y sost engo esta opini ón au nque pa rece
imposi ble que haya sido una ceremonia gen era lizada; si todos los
muert os h ubieran sido embalsama dos, los reposit ori os habrían sid o
más espa ci osos que la s moradas d e los vivos. Supon go qu e sólo la
gente ri ca y hon orable era guardada de la corrupci ón, y que el rest o
qu eda ba al arbit ri o de la naturaleza.

“ Los egi pci os su ponían que la vida del alma con tin uaba mientras se
preservara la carn e, de ahí est e intent o de elu dir la mu erte” .

“ ¿C ómo pu dieron los ilustres egi pci os tener una idea tan grosera
pa ra el alma ?, pregu nt ó Neka yah . Si el alma sobreviv e a la
separación, ¿de qué sirve el cu erpo?, ¿qu é reci be de él; qu é sufre?” .

“ Sin duda los egipci os se forjaro n ideas errón eas a partir del
oscuro paganismo y de los albores de la fi losofía, dij o el astrón omo.
Aún se discute la n aturaleza del alma, difícilmente se aclara rá su
con ocimient o; algun os dicen que es físico lo que, sin embargo,
consideran inmorta l” .
“ Es verdad qu e algunos creen en la materialidad d el alma, pero me
cuesta con cebir que un hom bre de raz ón haya llegado a esas
con clusiones: un análisis profu ndo respaldaría el princi pi o
inmaterial de la m en te, y t odas las noci ones de los sen tid os y las
investiga ci on es de la ciencia a cu erdan en qu e la mat eria es
irraci onal.

“ Nunca se ha pensad o que la reflexión es inh erent e a la mat eria, o


qu e cada pa rtícula es u n ser pen sante. Si cu alquier pa rt e de la
materia está d esprovista de pensamien to, ¿q uién se enca rga de
pensar? L a materia difiere de la materia en la forma, en la densidad,
en el volu men, en el m ovimien to, y en la direcci ón del m ovimien to.
¿A cuál de estas di versas cu alidades debem os atri buir la consci encia?
Ser redond o o cuadrado, ser sólido o fluido, ser grande o peq ueñ o,
m overse con lentitud o con prest eza, son cualidades d e la mat eria
igualmente aj enas a la meditaci ón. Si la mat eria es independiente del
pensamient o, sólo una modifica ci ón podría hacerla pensar; y esa
m odifica ci ón est á fuera de los alcances del h om bre” .

“ Pero los mat erialistas sosti enen que la mat eria tien e cu alidades
qu e nos son d escon ocidas” , dijo el astrón omo.

“ Aquel qu e argu menta contra las cosa s evident es, porque puede
haber algo que descon oce; aquel q ue precipita argument os
hipot éticos cont ra las consideraci on es admitidas, n o debe contarse
entre los seres raci onales. Sabemos de la mat eria: que es inert e,
insen sible, inanimada; y si sólo podem os opon er a dichas
convi cci ones, premisas no demost rables, t enem os la evidencia que el
intelect o pu ede admitir. Si lo q ue con ocem os pudiera ser refutad o
por lo descon oci do, ningún ser n o omn isciente sería ca paz de
presumir una cert eza” , obj et ó Imlac.

“ Evitemos que nuestra arrogan cia condicione los poderes del


Creador” , dijo el astrón om o.
“ No es limitar su omnipot enci a suponer que una cosa es
incongruent e con ot ra, que la misma proposi ci ón no pu ede ser
verdad era y falsa al mism o tiem po, qu e un mismo número n o pu ede
ser par e impar, q ue la reflexi ón es imposi ble pa ra aquello que fue
creado incapaz de razonar” , repli có el poeta.

“ No encuentro la utilidad de esta s cu esti ones, dij o Nekayah. ¿L a


inmaterialidad, que en mi opinión h as probad o con suficien cia, debe
implica r necesariamen te la duraci ón et erna?” .

“ Nuest ra con cepci ón de la in mortalidad es negativa y oscura, dij o


Imlac. La in mat eria lidad parece com port ar la perpetua ción, por estar
exenta de t od as las cau sa s que provocan la deca den cia de los
cuerpos: lo que perece es dest ruido por la separaci ón de sus
elem ent os, por la disoluci ón de su cont extura; no podemos con cebir
de qu é man era se puede corrom per o dañar aqu ello que no tiene
pa rt es, y que, por t anto, n o admit e sepa raci ón” .

“ Pero tampoco puedo imaginar algo etéreo, di jo Rasselas; y lo que


tien e cuerpo y ext en sión , goza d e pa rt es, y has di cho q ue lo que tien e
pa rt es puede ser destruido” .

“ Considera tus propias con cepci ones y la dificultad será men or,
respon di ó Imla c. Encontrarás sustancia sin cuerpo . Una figu ra
abst racta n o es m en os real que u n m ont ón de mat eria; y la figura
ideal ca rece de ext en si ón . No es men os verdadera la represen ta ci ón
mental de una pirámide que su referent e mat erial. La idea de la
pirámide no ocu pa más espa ci o q ue la idea de u n grano de maíz. L as
imágenes m entales n o su fren det eri oros, y, si después de un tiempo,
la pi rámide real h a cambiado, nuestra mente creará u na nu eva
imagen, y las representaci ones anteriores quedarán inalterables en
aquello que llamam os mem oria. El efect o es sem ejan te a la causa; los
pensamient os, com o el poder de pensa r, son imperturbables e
indescri pti bles” .
“ Pero el Ser que t emo n ombra r, el S er capaz de forjar almas,
tam bién puede destru irlas” , dijo Neka yah.

“ Seguramente podría, ya qu e reci be de una naturaleza superi or su


don de et ernidad, respondió Imlac. Pero que no decli nará por otra
causa, qu e no será dominada por ot ro prin ci pi o corrupt or, lo
demuestra la filosofía, eso y nada más puede decirse. Qu e no será
destrozada por Aquel que la formó, no podemos sa berlo, sin o de
alguien con mayor autoridad” .

Todos permanecieron silenci osos y ensimismados por unos


instantes. “ Salgamos de esta mad riguera d e la muerte, dijo Rasselas.
Cuán som brí os resultarían est os sepu lcros pa ra aquel que supiera
qu e no ha de morir; que lo que ahora es ca paz de a ctuar, segu irá
actuando eternamente, que lo que ahora es capaz de pensar, seguirá
pensando para si empre. Los que yacen tendidos a n uestros pies, los
poderosos y los sabi os de la antigüedad, nos advierten sobre la
fugacidad del estado presen te; q uizá fueron anulad os mientras se
ocu pa ban, como n osot ros, en la elección d e un estilo de vida” .

“ Pa ra mí, elegir un modo de vida ha perdid o relevancia, dijo la


princesa. D esd e ahora m e ocu paré en prev er la et ernidad” .

S e di eron prisa en sali r d e las grutas y, baj o el cuidado de los


gu ardias, regresaron a El Cairo.
CAPÍTULO XL IX

Con clusi ón en la que nada se con cluye

E
RA EL TIEMPO q ue d esborda las agu as del Nilo. Pocos días
después de visita r las cata cu mba s, el rí o empezó a crecer.

Se refugiaron en casa. La regi ón entera ya cía baj o el a gua,


impidiendo las excursi ones. Pero no esca seaban los temas de
conv ersa ci ón; y se divertían comparando la s diferentes formas de
vida que habían vist o, y los diversos proyect os que cada uno ideó
pa ra alcan zar la felicidad,

Ningún sitio era mej or pa ra Pekuah, que el C onvent o de San


Anton io, dond e el árabe la había devuelt o a la princesa; y deseaba
llenarlo de piadosas doncellas y con vertirse en abadesa de la orden.
Estaba cansada de la ex pectaci ón y el desen cant o, reci biría con gust o
un a condici ón inaltera ble.

La princesa pensaba que, de todas las cosas sublunares, el


con ocimient o era la mej or. An hela ba apren der t oda s las cien cias pa ra
fundar después u n colegi o de mu jeres instruidas, del cual sería
presidenta. Conv ersaría con gent e mayor y educaría a las j óvenes;
dividiría su tiempo entre la a dquisición y la difusión del
con ocimient o, formaría los m odelos de pru den cia y lo s patron es de
pi edad para las gen eraci ones fu tu ras.

El prínci pe d esea ba un pequeño reino q ue administraría con


justicia. Vigilaría en persona la est ructura del gobiern o. Nunca fijaría
los límites de su dominio; contin uamente aumentaría el nú mero de
sus si erv os, deseosos t odos d e vivir baj o su man do ej em plar.
Imlac y el a st rónomo se con tentaban con dejarse llevar por la
corrient e de la vida, tran quilos, y si n somet er su viaje a un pu ert o
específi co.

Pero bi en sa bían que ninguna de su s pret ensi ones sería con cretada.
Despu és del sueñ o, a corda ron lo q ue h abrían de h acer. Y cuan do cesó
la inundación, regresaron a A bisinia.

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