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PRÍNCIPE DE ABISINIA
PRIMER VOLUMEN
CAPÍTULO I
Desde los costad os de las mon tañas baja ban ria ch uelos que
colmaban t odo el valle de verdor y fertilidad. Al centro se form aba
un lago que h abita ban peces de todo tipo y que frecuentaban av es
ligeras, ca paces de h endir las agu as gracias a la instrucci ón del
tiempo. Una corri ente qu e se aventuraba ent re las gri etas oscu ras de
las peñas del nort e m esuraba el lago, y caía, después, de precipi ci o
en preci pici o, hast a en contrar su silencio.
L os flancos de las mon tañas esta ban cubi ertos de árboles; gran
vari edad de flores delineaba el borde de los arroyos; las ventiscas
pulían las rocas, rev elando sus aro mas al ent orno, y, cada m es,
como u n milagro, hacían caer los frutos a la tierra. Los a nimales que
pastan la v erdura del suelo o ram on ean los arbust os, ya fueran
salvajes o d omésticos, erraban despreocu pados por el vast o
circu it o, protegidos de las jaurías por el bastión n atural que los
cercaba. Aquí y allá, manadas ali mentán dose apacibl em ent e o,
animosas, ju gueteando en los pa st izales; el impetuoso ca brit o
triscando de roca a roca, el m on o sutil columpiándose entre el
ramaj e, y el solemn e elefant e reposando a la som bra. La diversidad
del mundo, la s bendici ones de la naturaleza, reunidas en un
santuario v edado a los demon i os y al mal.
A
LL Í, LOS HIJO S e hijas de Abisin ia, vivían entregados a las
suaves vicisitudes del pla cer y del reposo, at en didos por
quienes t enían la facultad de agradar; regalad os con cuant o
pudieran goza r los sentidos. Pa seaban por fra gan tes jardines, y
dormían en cobij o seguro. T odo a rt e pret endía hacerlos sentir
compla cidos de su situación. L os sa bi os que los instruían
enfatizaban las miserias d e la vida pública, y descri bían tod o más
allá de las m ontañas com o regi ones de calamidad, don de imperaba
la vi olen ta discordi a, y dond e el hom bre era presa del hombre.
A
L DÍA SIGUIENTE, su viej o instruct or, creyendo con ocer las
inqu ietudes del prínci pe, esperaba t ranq uilizarlas con
consej os. Buscó diligentem ente una oportunidad para en cara rlo;
pero el prínci pe, con sideran do a gotada la lu cidez del an ciano,
rehuía el encuentro: “ ¿Por qué desea entromet erse con migo? ¿Habré
de sufri r pa ra si empre el recu erdo de aqu ellas charla s que sólo
encan ta ban por la nov eda d, y q ue, para in teresar otra v ez, deben ser
olvidada s primero? ”. Despu és caminó h acia la a rboleda, dispu esto a
meditar com o de costum bre; pero, a ntes de que sus pensamient os
toma ran forma, sintió cercano a su persuasor. Movido por la
impa ciencia, q uiso huir precipita damen te; pero, no deseand o
ofender al h ombre que algu na v ez reveren ci ó y al que aún quería, lo
invitó a t omar asi ento junt o a él.
El an ciano est aba sorprendido por esta nu eva suerte de afli cci ón
y, aunque no quería qu edarse callado, n o sabía cómo respond er.
“Señor, dijo, si pudieras ver las miserias del mu ndo, valora rías tu
suerte” . “Ah ora, respon di ó el príncipe, me h as dado algo que desear;
debo partir para ver las miserias del mu ndo, pu esto q ue su
con ocimient o es necesari o para ser feliz” .
CAPÍTULO IV
Así pasa ron veinte meses. S e en tregaba con tal vehemen cia a sus
figuraci ones, qu e olvidó su v erdad era soledad; perdía tantas h oras
suponiendo viven cias ext raordinarias, que dej ó a segundo plan o su
relaci ón con el mundo.
Examin ó la cav erna por d onde el lago se preci pitaba fuera del
valle; y, al bajar los oj os en un mom ento en q ue el sol ilumin aba con
fu erza gran pa rt e de la gruta, la descu bri ó llen a de rocas dentadas
que permitían el paso del agua a través d e est rech os pasaj es pero
que, sin duda, impedirían el paso de cu alquier cu erpo sólido. Acabó
descorazonado y lú gubre; aunque, alentad o por la bendici ón de la
esperanza, prometi ó nun ca rendirse.
Pasa ron diez meses de ex ploraci ones in fru ctu osas. Tiem po alegre,
sin emba rgo: se levantaba t odas las mañ anas con ren ovados brí os,
en las tard es alaba ba su propia diligencia, y en las noches
descansaba profundament e de t odas sus fatigas. Aunque frecu ent ó
cient os de diversi on es qu e en torpecían su labor y dispersaban sus
pen samient os; aprendió a distingu ir los va riados insti nt os animales
y las propi edades de las plantas, en ese retiro colmado de
maravilla s con las que pensaba con solarse en caso d e n o poder
efectuar su parti da. Se alegró d e que su s metas, aun sin ser
alcanzadas, lo hu bi eran provisto de una in agotable fu ente de
investigaci ón.
E
NTRE LO S ARTISTAS traídos al Valle Feliz para t rabajar por la
com odidad y el placer de su s ha bi tan tes, se en con traba u n
hom bre, eminente por su con o cimien to sobre los poderes
mecánicos, que había inventan do mu chas máquin as para fines
prácti cos y recreaci onales. Mediante una rueda impulsada por el
mismo arroyo, dirigía el agu a hacia un a torre, desde donde era
distri bu ida hacia t odos los apartament os del pala ci o. Erigi ó un
pabellón en el jardín, alrededor del cual se mantenía el aire si em pre
fresco por m edi o de duchas artificiales. Una parte de la arboleda,
frecuentada por las mujeres, era ventilada por a banicos a través de
los cuales pasaba un riacho que mantenía el movimient o con stan te;
y, aparat os de su ave músi ca dispuest os a distan cias precisa s, eran
tañidos por el im pulso del vi ent o o el correr d el agua.
“¿Por qu é negarle a otros una ventaja tan important e?, pregu ntó
Rasselas. Toda s las h abilidades deben ser ej ecutadas pa ra el
ben efici o u niversal; cada h ombre debe mu ch o a los otros, y debe
compensar las at en ci ones recibidas” .
“Si tod os los h ombres fueran virt uosos, exclam ó el artista, con
gran entusiasmo enseñaría a t od os a vola r. Pero, ¿qu é refugi o
tendrían los bu en os, si los malos pudieran acom et erlos desd e el
aire? Cont ra un ej ércit o que se abre pa so entre las nu bes, n o hay
muros, n i montañas, ni mares qu e den seguridad. Una banda de
salvajes prov enientes del n ort e pudiera ayudarse del vien t o pa ra
irrumpir d e una vez, con vi olencia i nexora ble, sobre u na capital o
regi ón produ ctiva situada debaj o de ellos. Incluso est e valle, retiro
de príncipes, templo de la felicidad, podría ser vi olado por el súbit o
descenso de alguna de las rústi cas nacion es q ue pululan en las
costas de los mares del su r” .
A
L PR ÍNCIPE NO lo afligi ó d emasiado est e desastre, sólo sufrí a
la espera de u na situaci ón más a fortu nada, pu es n o h abía
cont emplado ot ros medi os de escape. Persistía su deseo de
abandonar el Valle Feliz a la primera oportu nidad.
La historia de Imlac
E
N L AS REG IONES de la zona t órrida, el ún ico m oment o pa ra la
diversi ón y el ent ret en imiento se presen ta hacia el final del día.
Era pasada la m edi anoche cuando la música cesó y los príncipes se
retira ron a sus habitaci ones. Rasselas pidi ó a Im lac q ue lo
acompañara y q ue le refiri era la historia de su vida.
“Señ or, dij o Imlac, mi hist oria n o será larga: la vida consagrada al
con ocimient o t ranscu rre en silen ci o hasta su fin, y pocas v eces
varía. Ha blar en pú blico, reflexi onar en soledad, leer y escuchar y
cuesti onarse; respon der inquietudes, son ocupa ci on es del estudi oso.
Él anda por el mundo sin arrogan cia ni temor, y n o es con ocid o ni
valorado sin o por otros como él.
“Descan samos nuest ro din ero sobr e los cam ellos, ocu lt o en fardos
de mercancías ba ratas, y viajamos rumbo a la costa d el Ma r R ojo.
Cuan do fijé los oj os en la vast edad de las a guas, mi corazón se
agitó com o el de un prisi onero fugitivo. Sen tí avivarse en mi men te
una curiosidad inextingu ible, y decidí a braz ar la oportu nidad de v er
los hábit os d e ot ras naci ones y de aprender ci encias descon ocidas
en Abisinia.
“R ecordé qu e mi padre m e ha bía obligado a incremen tar mi
ca pital, n o m ediante un a promesa que n o pudiera ser v iolad a, sin o
previendo una pen a qu e tenía libertad de su frir: así que det erminé
sati sfacer mi deseo predominante y, bebi endo de las fuentes del
con ocimient o, saciar la curi osidad com o se sacia la sed.
C
UANDO ENTRÉ POR primera vez en el mundo d e las aguas y
perdí de vista la tierra, cont em plé lo que me rodeaba con
plácido terror y, pensan do que mi alma crecía ante la perspectiva
ilimitada, imagin é que podría fija r la mirada en cu alquier punto de
ese paisaj e sin cansarme nun ca; pero, tras un cort o ti empo, me sentí
hastiado d e la uniformidad est éril donde sólo podía ver lo q ue ya
había visto. Baj é a mi pieza, pregun tándome si sería posi ble que
todos mis placeres futuros t erminaran así, en disgusto y
frust ra ci ón. Pero, me dij e, el océan o y la ti erra son muy diferent es:
el a gua únicament e oscila d el m ovimiento al reposo, mi entras q ue la
tierra posee m ontañas y valles, ciudades y desi ertos; y es ha bitada
por h om bres de m uy distintas costumbres y de opiniones opu est as.
Puedo con fiar en que hallaré en esa vida la diversidad que me
niegue la naturalez a.
“El orgullo, dij o Imlac, rara vez es delicado, y se com place con
actos perv ersos; el envidioso no perci be su feli cidad, sino al
compa rarla con la miseria de los ot ros. Eran mis enem igos porque
les afligía pen sa r en mi riqu eza; y, mis opresores, porque les
deleitaba sa berm e débil” .
“Con tales com pañías, dij o Imla c, alcancé Agra, la ca pital del
Indostán, ciu dad donde, generalm ente, reside el G ran Mogol. Me
apliq ué al estudio del lenguaje nati vo, y en pocos m eses era capaz
de conv ersa r con hombres instruidos; algun os era n oscuros y
reservad os, otros eran accesi bles y comu nicativos; algunos
rech azaban en señar a los d emás lo que ellos h abían aprendid o
difícilmente; otros manifestaban que, el fin de sus estudios, era
ganarse el h onor de instru ir.
“Mi repu taci ón creci ó tant o, qu e los mercad eres con los que había
viajado pedían mi recomenda ci ón ante las dama s d e la corte. Me
sorprendi ó la con fianza con que lo h acían y, gen tilmen te, les
reproch é sus a ctitudes durant e el camin o. Me escu charon
indiferent es y frí os; no dieron sign os de vergü en za o
arrepentimient o.
“De Persia pasé a Ara bia, donde vi una naci ón al mism o tiempo
béli ca y past oral y nóma da; y cuyos ú nicos bi enes s on sus manadas
y rebañ os. Una naci ón que acarrea por genera ci ones una gu erra
hereditaria cont ra la humanidad, aunque n o codi ci en ni envidien sus
posesi ones.
CAPÍTULO X
A
DO NDEQ UIERA QUE fui, encontré qu e la poesía era
considerada el aprendizaje má s n oble, y era vist a con una
veneraci ón sem eja nte a la que el hom bre debe tributar a la
Naturaleza Divina. Tam bién me llen ó de asom bro que, en casi t odos
los países, los poetas más antiguos eran considerados los mej ores:
ya fu era porqu e cualquier otro ti po de con ocimi ent o es u n logro
adq uirido gradualmente, mien t ras que la poesía es un don
con cedido t od o a un tiempo; o porqu e las primera s poesías de cad a
nación, admira bles por su noved ad, reti enen por consenso lo q ue en
principi o con siguieron por aza r; o porq ue, com o el propósit o de la
poesía es descri bir la naturaleza y la s pasi ones, que son siem pre las
mismas, los prim eros escrit ores t omaron para sí los tema s más
impa ctant es para hacer sus descri pciones y las idea s más efi caces
para la fi cci ón, obligando, a quienes siguen su camino, a transcri bir
los mism os event os y bu scar n uevas com bina ci ones de las mismas
imágen es. Cualquiera qu e haya sido la raz ón, es comúnmen te
acepta do qu e los primeros escrit ores conquistaron la natu raleza, los
siguien tes, el a rt e; los primeros dest acaron por su invenci ón y su
fu erza, los post eriores, por su elegancia y su refin amient o.
“En una investigaci ón tan ext en sa, dij o el prín cipe, seguram en te
quedó mu cho sin ser observado. Hasta ahora, he vivido en el
interi or de u n círcu lo de m ontañas, y nun ca he terminado un paseo
sin perci bi r algo que n o había cont em plad o o escuchado con
anteri oridad” .
“El tra bajo del poeta, dij o Imlac, n o es examinar al individuo, sin o
a la especi e; resalt ar propiedad es generales y a parien ci as comu nes.
Él no enumera las nervaduras del tulipán, ni descri be lo s diferentes
matices de la v erdura del bosqu e. En sus retra tos de la naturaleza,
debe exhibir caract erísticas impa ct antes y significativas para revivir
los ori ginales en la memoria; y debe pasar por alt o detalles
minu ciosos, q ue alguno pudiera apreciar y otro pa sa r por alt o, a
favor d e aquellos q ue son obvi os para la vigilancia o el d escuid o.
I
ML AC SE HALL ABA arreba tado en extremo, y pret endía
engrandecer su profesi ón, cuan do el prín cipe exclam ó: “ ¡Basta!
Me h as conven cido de que ningún ser h umano puede llegar a ser
poeta. Continúa tu narraci ón” .
“¿Por qu é medi os, preguntó el prín ci pe, han llegado los europeos
a ser tan poderosos?, o ¿por qué, ya qu e pueden visitar tan
fácilm en te Asia y África para el comerci o o pa ra la conq uista, n o
pueden los asi áticos y los african os invadir sus costa s, establecer
colonias en sus pu ert os, y someter leyes a sus prín cipes legítimos?
El mism o vien to qu e los regresa a sus tierras puede llevarn os a
nosot ros” .
“S on más poderosos que nosot ros, señ or, dijo Imla c, porqu e son
más sa bi os; el con ocimien to si em pre habrá d e prevalecer sobre la
ignorancia, como el hom bre gobi ern a sobre los animales. Pero, ¿por
qué su conocimiento es mayor que el nu estro? Por la inson dable
volu ntad del S er Su premo; n o encu en tro ot ra razón” .
“El peregrin aje, dijo Imlac, com o muchos ot ros act os de piedad,
puede ser razonable o superstici oso, según los princi pios por los
que se realiza. No hacen falta largas jornadas en bu sca de la v erdad.
La verdad, como algo necesa ri o pa ra regular la vida, siempre es
descu bi erta en donde se busca h onestam en te. El in cremen to de la
pi edad n o viene d e traslada rse de un lugar a ot ro, pu es el cam bi o de
lugar produ ce, in evita blement e, disipaci ón mental. Mas, desde que
el h om bre frecu enta día tras día los campos d onde fueron
ej ecutadas grand es acci on es, y regresa con impresi on es más fuert es
sobre dich o event o, un a curiosidad similar n os mu eve a visitar aquel
país don de nu est ra religi ón tuvo comi en zo; creo qu e ningún h ombre
investiga esa s escenas t erri bles sin sen tirse impulsado por un a
resoluci ón divina. Que el S er Su premo sea más propici o en un lugar
que en otro, es el sueñ o de la superstici ón oci osa; pero, que algunos
lugares pueden operar sobre nuestra mente de manera in usual, es
una opinión ju stificada por la ex periencia diaria. Aquél qu e su pon e
que sus vicios serán combatidos con mayor éxit o en Palestina, quizá
descu brirá su error, pero lo hará sin sentirse t onto; aquél que
pi en sa que será perdonad o con ma yor libert ad, deshonra rá al mism o
tiempo a su raz ón y a su credo” .
“
NO QUIERO SUPONER, dijo el prínci pe, q ue la felicidad es
distri buida tan sobriam en te entre los mortales, n i pu edo dejar
de creer que, si pudiera elegir mi vida, sería ca paz d e llen ar cada
día con placeres. No la stimaría a ningún hom bre, y n o provoca ría
resentimient os; aliviaría cualquier ansiedad, y disfrutaría las
ben dici ones de la gratitud. Escogería a mis amigos de entre los más
sa bi os y a mi esposa de ent re las má s virtu osas y, en consecuen cia,
estaría a salvo de la traici ón y de la sev eridad. Baj o mi cust odia, mis
hijos serían estudiosos y compasiv os, y compensarían en mi vej ez lo
que reci bieran en la in fancia. ¿Q uién se at revería a m olestar a aquel
que pudi era n ombrar en cualquier part e a cien t os de personas
enriqu ecidas por su bon dad o asistidas por su poder? Y, ¿por qué la
vida no ha bría de flui r tranq uila, en reciprocidad a mi prot ecci ón y
reveren cia? Y t od o sería posi ble sin ayu da de los refin amient os
europeos, qu e por sus efect os parecen más ext rava gantes que útiles.
Dej ém oslos de lado, y si gam os nuest ro viaj e” .
“G ran prín ci pe, dijo Imlac, hablaré con la v erdad. No con ozco a
ninguno de tus sirvient es que no h aya lam en tado la hora en que
acept ó el encierro. Soy m en os infeliz que el rest o porque tengo la
mente repleta d e imágen es qu e puedo va riar y combinar a placer.
Puedo ent ret ener la soledad ren ovando el con oci mien to que
comien za a d esvan ecerse de mi memoria, y reco rdando los
accidentes de mi vida pasada. Pero t odo t ermina en la pen osa
consid eraci ón de que todos mis con ocimien tos son inú tiles ah ora, y
de que no podré goza r de n uev o nin gun o de mis placeres. L os
demás, cuyas m entes no tien en impresi on es sino la s del moment o
present e, están corroídos por pasi on es mali gnas o estancados
estúpidamente en las tinieblas del vacío perpetu o” .
“Sin em bargo, est oy com pletamente libre de ese cri men. Ningún
hom bre puede culparm e d e su desgra cia. Sient o lástima por las
multitudes que se congregan anualmen te para busca r un lugar en
esta reclu si ón, y desearía qu e me fu era permitido advertirles sobre
el peligro” .
E
todo
L PRÍNCIPE DE JÓ descan sar a su favorit o; pero la narraci ón de
maravilla s y n ovedades llen ó su m ente de inqu ietud. Repasó
lo que h abía escu chado, y prepa ró i nnumera bles
cuesti onamient os para la mañ ana.
L os ojos del prín cipe, a l oí r esta proposi ci ón, cen tellea ron de
alegría. L a ejecu ci ón era sencilla y el éxit o seguro.
H
ABÍAN TRABA JADO YA el camin o h asta el centro de la
montaña, y la cercanía de la li bertad motivaba su lu cha
cuando, el príncipe, al bajar a respirar ai re fresco, encont ró a su
hermana Nekayah parada en la boca de la gru ta. Se sobresalt ó y
quedó confundido, tem eroso de cont ar su plan, y sin esperanza de
mantenerlo ocult o. Después de un os in stantes, decidi ó con fiar en su
fidelidad y asegurar su secret o arriesgan do un a declaraci ón sin
reservas.
E l prí nci pe y la p ri nc e sa de j a n e l va l le , y o bs e rv a n m uc ha s m a ra vi ll a s
Imla c sonri ó al nota r su inqu ietud, y los animó a con tinuar. Pero
la princesa se mantuvo va cilant e hasta qu e, sin darse cu en ta,
estaban dema siado lej os para regresar.
A
PROX IMARSE A L A ciudad los iba llenando de asombro. “ Éste
es el lu gar donde se reúnen viajeros y mercaderes de t odos los
rin con es de la Tierra, dij o Imlac. Aquí en con tra rán hombres de
cualquier caráct er y ocu paci ón. Aquí el comerci o es h on orable. Yo
actu aré com o un mercader, y ust ed es com o ext ranj eros q ue n o
tienen otra razón para viaja r fu era de la curi osidad; pront o será
not oria n uest ra riqueza. Nuestra reputaci ón nos da rá acceso a
cuanto deseemos con ocer; v erán t odas las con di cion es de la
humanidad, y podrán desa rrolla r tran quilamente su plan de vida” .
“Muy pocos viven por elecci ón, dijo el poeta. Todo hombre ocu pa
su lu gar present e por causas q ue a ctú an fuera de su previsión, y con
las cuales él nunca inten tó cooperar; por tal motivo, será raro que
con ozcas a alguien que no crea mej or la su erte del v ecino que la
propia” .
“Me gusta pensar que mi est rella me ha dado al m enos un a ventaja
sobre los otros permitiénd ome escoger por mí mism o, dij o el
príncipe. T engo el mun do delante de mí. Lo estudiaré a placer:
seguram en te la feli cidad m e a guardará en alguna part e” .
Capítulo XVII
R
ASSELAS DESPERTÓ AL día siguiente, decidido a experimentar
la vida. “ La juven tu d, exclam ó, es tiempo para el pla cer: me
sumaré a los j óvenes, cu yo única labor es gratificar sus deseos, y
cuyo ti empo todo se derrama en sucesivos deleit es.
El príncipe pront o deduj o, que nunca sería feliz llevan do una vida
que lo av ergon zara. No con cebía que un ser raci onal actuara sin
obj eto alguno, y que su trist eza o su cont ent o dependieran del azar.
“L a felicidad debe ser a lgo sólido y permanente, li bre d e t em ores y
flaquezas” , pensó.
Después, comu nicó vari os precept os t rabaj ados por genera ci ones,
cuyo fin era con quistar t oda pasión, y destacó la feli cidad de
aqu ellos que obtu vieron la im portan te vict oria, tras d e la cual, el
hom bre n o es ya esclavo d el miedo, n i burla de la esperanza; no es
ya con sumido por la en vidia, poseído por la ira, disminuido por la
sensi bilidad, o deprimido por la s penas; sin o qu e pasa sereno a
través de los tu mult os o privaci ones de la vida, com o el sol sigu e su
firme curso a t ra vés d el cielo apa ci ble o t orment oso.
Enu meró mu chos ejemplos de héroes inconmovi bles por el dolor o
el pla cer, impa si bles ant e las m oda s o accidentes que el vulgo llama
bi en y mal. Ex hort ó a los oyen tes a dejar de lado l os
convenci onalismos, y a protegerse contra las faltas d e la malicia o
la desventura ej ercitan do la paci en cia invulnerable, pu es ésta
predispon e la felici dad, y ser feliz est á en poder de cada uno.
“No seas tan impetu oso al con fiar o admi rar a los ma estros de la
moral: disertan como án geles, pero viven com o h ombres” , repuso
Imlac.
A
ÚN LO ESTIMULABA el mismo obj etivo. Ha bía escuchad o acerca
de un ermitañ o que vivía cerca de la cat arata más baja del
Nilo, y cuya afamada santidad se ext endía por t odo el país. D ecidi ó
visitar su retiro para preguntarle si podía encont rar en soledad la
feli cidad qu e no obt en ía en la vida pú bli ca, y si un h ombre,
venerable por su edad y su virtu d, podía enseñarle alguna forma
parti cu lar de evi tar los males o de sop ortarlos.
La princesa dij o, exaltada, que n o agu antaría que aqu ellos salvaj es
envidiosos fu eran sus acom pañantes y qu e, de m om ento, n o sen tía
deseos d e observa r más ejemplos de feli cidad rú stica. No podía
creer q ue t oda s las hist orias sobre placeres primitivos fueran
ficti cias, y duda ba qu e hubiese algo en aquella vida que ju stifica ra
la preferencia por los humildes deleites de los campos y bosq ues.
Esperaba q ue llegara el ti em po en que, con algunos elegantes y
virtu osos com pañ eros, recolecta ra flo res plantadas por sus propias
manos, y acariciara ovejas d e su propia grey, y escuch ara sin
preocu pa ci ones, junto al rumor del a rroyo y de la brisa, la voz de
una sirvienta recitán dole baj o la sombra.
CAPÍTULO XX
El peligro de la prosperidad
A
L DÍA SIG UIENTE continuaron su jornada, hasta que el calor los
obligó a buscar refugio. A corta distancia vieron un bosque
espeso y, en él, la proximidad de un sitio habitado. Cuidadosas
veredas se abrían entre los arbu st os; encima de ell as, se h abían
entrelazado la s ramas de los árboles para tener fresca sombra;
franjas de césped florecido ocu paban los siti os va cantes; y un
riach uelo qu e seguía los ca prich os de un cami no sinuoso, a v eces
estaba segmentado en piscinas, a veces estaba obstru ido por
peq ueñ os cúmulos de pi edras qu e aumentaban su rum or.
Era dema siado hábil para examinar las a parien cias de la gen te y
pront o advirti ó que n o eran h uéspedes comunes, así que prepa ró un
ban quete fastu oso. La elocu en cia d e Imlac cautivó su at enci ón, y la
soberbia cortesía de la princesa motiv ó su respet o. C uando
insinuaron su parti da, él los ent retuvo y, al día si guien te, sintió aún
men os deseos de v erlos march ar. Fá cilmente se dejaban convencer;
de la civilidad pa sa ron a la libertad y a la confiden cia.
El príncipe reparaba en la animosidad de los sirvientes y en el
aspect o sonri ente de la naturaleza en los alrededores del lugar. No
pudo cont ener la esperanza de conseguir lo q ue busca ba en aquel
sitio; pero, cuando felicita ba al am o por su s posesi on es, éste
cont esto suspiran do, “ Mi condi ci ón apa renta felicida d. Pero las
apa ri en cias son ilusorias. La prosperi dad pon e en peli gro mi vida; el
pachá de Egipt o es mi enemigo, avivad o por mi riqueza y
popu laridad. Hast a ah ora me han protegido de él todos los
príncipes d el país; pero, com o el apoyo de los grandes es incierto,
temo qu e u n día se unan al Pachá para com partir el saqueo. He
mandado mis tesoros a países rem ot os y, al primer si gno de alarma,
estoy preparad o para seguirlos. Cuando lo haga, mis enemigos
allanarán mi mansión y disfruta rán los jardin es que yo planté.
A
L TERCER DÍA, gracias a las indicaci on es de los labriegos,
llegaron a la celda del ermitañ o. Era u na cueva algo ocu lta
baj o la sombra de altas palmeras, a u n costado de la mo ntaña, y tan
cerca de la s cataratas, qu e un lev e mu rmullo un iform e era t od o lo
que se oía. Dich o sonid o predispon ía la m ente para la medita ci ón,
sobre t odo cuando lo a compañaba el silbido del vi ent o al franquear
las h ojas de los árboles. L a mano d el hom bre m ej oró en mucho los
tímidos ensa yos de la Naturaleza sobre la gruta. El lugar tenía
vari os com partiment os adaptados para di stint os usos, qu e a
menudo servían de refugi o a viajantes sorprendidos por la
oscuridad o la t ormenta.
“Por a lgún tiem po, el retiro me a legró como la vist a del pu ert o
alegra al marinero abatido por la tormen ta. Estaba satisfech o con el
cambi o repentino del ruido y la a gitación de la batalla a la qu ietud y
al reposo. Perdido el placer de la novedad, comen cé a emplear mis
horas en el exam en de las plantas que crecen en el valle, y de los
minerales ocult os en las rocas. Pero esa s tareas se volvi eron
tedi osas e insípidas. L lev o un tiempo sintién dome desu bi cado y
distraíd o: millon es de dudas se añaden a los ca prichos de la
imaginación para i nquietar mi ment e; la dominan porque no t engo
oportunidad de relajarme y n o sobran diversi ones. A veces me
avergüenza haber descu idado otra s formas d e alej arme de los
vici os, y vivir en esta soleda d, don de tam bi én est oy lej os de
ej ercitar la virtud. Basé mi elecci ón en imágenes absurdas, y t em o
haber perdido mu ch o para tan poca gan ancia. Es ciert o que est oy
lej os de la influencia de los h om bres malos, pero ta mbi én est oy
privado de los con sej os y las con versaci ones de los h ombres probos.
He venido compara ndo las ven tajas y desven tajas de la soci edad por
largo tiempo, y he decidido reintegrarme al mundo a partir de
mañana. La soledad hace al h ombre más miserable que devot o” .
R
ASSELAS FRECUENTABA UNA asamblea de h om bres in struidos
que compartían su s opiniones y d esenmarañ aban sus
pen samient os. Su conv ersaci ón era instructiva y sus disputas
agudas, aunque su s mod ales eran algo burdos. A veces sus
discusi ones se t ornaban vi olentas y se ext endían hasta q ue n ingun o
de los a dversari os recorda ba el t em a inicial. A todos les gustaba
escu char cóm o se despreciaba la gen ialidad o el con oci mient o de un
tercero.
Uno, el más afect ado por la n arra ci ón, creyó probable la vuelta del
ermitaño a su retiro y, un a vez más, si la vergü enza o la muert e n o
lo retenían, su regreso al mu ndo. “ La esperanza de ser feliz deja
una impresi ón tan grande, que ni la más larga de las experiencias es
ca paz d e suprimirla. Acostum bram os perci bir sólo las miserias del
estado presen te, estado que, a la distan cia de los días, reapa rece
desea ble. Espero el mom en to en que la am bi ci ón deje de ser la
mayor de nu estras penas, y en que nin gún hombre sea desdichado,
salvo por sus propi as faltas” .
“Señ or, habló el prínci pe con gran modestia, puest o que yo, al
igual que el rest o de la h umanidad, deseo alcan zar la felicidad, puse
toda mi aten ci ón en tu discu rso, y n o dudo en las con clusiones que
un h ombre a saz in struido compa rte tan confiadamente. Pero
quisiera saber, qué significa vivir de a cu erdo a la Naturaleza” .
“Cuando est oy en presencia de u n joven tan humilde y tan dócil,
dijo el filósofo, n o pu edo negar la in formaci ón qu e mis la bori osos
estudios me han permitido obt ener. Vivir de acuerdo a la
Naturaleza, es siempre actuar t eniendo en ment e la s rela ci ones
entre las causa s y los efect os; pa rti ci par del esqu ema magnífico e
inmu table d e la felicidad universal; cooperar con la s disposi ci ones
generales d el esta do presen te de las cosa s” .
El prín ci pe supo que estaba ant e un o de esos sab ios que son
men os compren sibles a m edida qu e hablan más. Hizo una
reveren cia, y guard ó silen ci o. El filósofo, con sideránd olo satisfech o,
y creyendo haberse im puest o sobre los demás, se levant ó de la
mesa, y se alej ó con el ai re de un hom bre q ue lleva sobre sus
hom bros el peso del equilibri o universal.
CAPÍTULO XXIII
R
ASSELAS VOLVIÓ A casa llen o de reflexi ones, dudando hacia
dónde debería dirigir sus futuros pasos. Ha bía descu biert o que
los sa bi os y los simples eran igualmen te ign orant es acerca del
camino a la feli cidad. Pero t enía la juven tu d a su fa vor, y habría
tiempo de sobra para má s ex perim ent os y meditaci ones. Habló con
Imlac sobre lo observado, sobre sus dudas, y, por toda respuesta, el
poeta hizo coment ari os y pregu ntas que lo incomodaron . Entonces
comen zó a frecuen tar a su h ermana, con qu ien charlaba librem en te
y compa rtía el mismo deseo, y quien, por más fru strado que
estuviera, siem pre le daba razon es por la s cuales al fin triunfaría.
y sost en er conv ersaci ones frecu entes con el Bajá mismo. Era pa ra
ellos un prín cipe traído por la curi osi dad desde lugares remot os.
Al prin ci pi o creyó que u n hom bre t rat ado con rev eren cia y
escu chado con sumi sión , un hombre con el poder de somet er sus
mandat os sobre t od o un rein o, debía esta r com placido con su
fortu na. “ No debe haber pla cer sem ej ante al de sentir qu e miles de
persona s son felices bajo una sabia a dministraci ón. Sin em ba rgo, es
un goce exclusivo de un a sola person a. Debe ha ber algún deleite
más accesi ble y m ej or; el destino d e millones no puede limitarse a
llenar de cont ent o un solo pech o” .
“Con ocí a muchos qu e se manten ían solt eros por la misma razón,
dijo la prin cesa. Pero n o vi qu e su prudencia fuera envi diada. Pasan
los días sin amistad, sin afecto, sin sentido; a bsortos en diversi ones
pueriles y en deleit es groseros. Actúa n como seres a gobi ados por un
sentimient o de in feri oridad qu e les llena la ment e de rencores y la
lengua de vituperi os. Son i rritables en casa, y malici osos fu era de
ella. Aislados d e la sen da natural del h ombre, su ú nica ocupa ci ón y
placer es perturbar a la soci eda d que les niega sus privilegi os. Vivir
sin sentir o prov ocar simpatía, ser afortunado y n o facilitar el
bi en estar de otros, o ser desdichado sin ex perimentar el bálsamo de
la pi edad filial, son condici ones más sombrías que la soledad; eso
no es ren unciar a la hu manidad, sino ser excluido. El matrimon io
implica muchas penas, pero en la solt ería n o ha y pla ceres n obles” .
“¿Q ué hay que hacer ent onces?, pregu nt ó Rassela s. Cuanto más
investigam os menos pod emos resolver. Seguram ente sea más
dich oso el q ue n o propende a la reflexión” .
CAPÍTULO XXVII
“Y ése es el proc eso comú n del mat rimonio. D os jóv enes reu nidos
por el azar o t ras cansados artifi ci os, intercam bian miradas y
halagos, vuelv en a casa y fantasean co n el otro. Com o n o tienen ot ra
forma de entret enimien to ni acostumbran ej ercitar la men te, si enten
angustia cuan do la noche los a part a. Enton ces, piensan que estar
juntos los haría felices. Se casan , y descu bren lo q ue disfraza ba su
volu ntaria cegu era. La vida se les va de alt ercado en altercad o, y
atri buyen su error a la cru el naturaleza.
“Así es como se engañan los filósofos, dijo Neka yah. Hay miles de
problemas familiares q ue la raz ón no pu ede atemperar; cu esti on es
que esca pan a la investiga ci ón y qu e se bu rlan de la lógi ca; casos en
los qu e hay mucho por ha cer y muy poco que decir. Piensa en la
heterogénea hu manidad; consid era todas las situ aci ones para las
que no estam os prepa rados. D esdi chada la pareja con denada a
prever cad a mañ ana las ocu pa ci ones destinadas a cada minuto del
día.
“Para entender cualquier cosa, debemos con siderar sus orí gen es,
dijo el poeta. Para comprender a los hom bres debemos cont em plar
sus actividad es, y deducir si sus acci ones están moti vadas por la
razón o por el instin to. Eso n os dará u na idea gen eral d e los
principi os que rigen el comport amient o. Para juzgar el presen te,
debem os opon erlo al pasado; porq ue t odo juici o impli ca una
compa ra ci ón; del futuro, q ue es una abstracci ón , nada podemos
sa ber. Rara vez n os ocu pam os del present e; perdem os el tiempo
repasando memorias o a rriesgand o previsi on es. Vivimos de
apa ri en cias; pasi on es com o el gozo y la pena, el am or y el odi o, se
susten tan en el pasad o; el futuro es el campo d e la esperanza y del
miedo.
“No hay pa rt e de la h ist oria tan útil como aq uella que relata el
progreso del con ocimien to, el perfecci onamient o gradual de la
razón , los contin uos avances d e la ci en cia, las vicisitudes del
aprendizaje y de la ignorancia, luz y sombra de los seres pensantes,
la extinci ón y el resu rgimient o de la s art es, y las rev olucion es del
mun do intelectual. Aunque el recu ento de esforzada s batallas y
severa s invasi ones sea el pa satiempo común de la n obleza, el
ej ercici o d e las art es prá cti cas o est éticas n o debe ser descu idado;
aqu ellos que habrán de gobernar gran des rein os d eberían cultivar el
entendimient o ant e todo.
“El ej emplo es más eficaz que las norma s. Un soldado se forma en
la gu erra; un pintor, reproduci endo famosa s pinturas. L a vida
cont emplativa del segundo tiene cierta ventaja. Pocas veces estamos
ex pu est os a grandes a con tecimient os, pero los frut os de la técnica
siempre están a la mano de aquel que desee abordar los alcan ces del
art e.
“Si tu único miedo son las aparici ones, promet o que estará s a
salvo, dijo el príncipe. L os mu ert os n o representan ningú n peligro:
cuando alguien es sepultad o, jamás se le vuelve a v er” .
“Pekuah , querida , iré siem pre dela nte de ti; Imlac t e cu idará las
espaldas. Recuerda que sirves a la princesa de A bisinia”, dijo
Nekayah.
Entran en la pirámi de
P
EKUAH VOLVIÓ AL refu gi o. Los demás ingresa ron en la
pirámid e, atrav esaron amplia s galerías, revisaron con asom bro
las maj estu osa s bó vedas d e ma rfil, y pasearon los dedos a lo largo
de los fin os relieves tallados en el dorado sa rcófago que debi ó
cont ener los rest os de algún mon arca. Antes de regresar,
descansaron sobre el suelo frí o de una de las cámaras más
espaci osas y oscuras que visitaron.
impresi on es que le ha bían prov ocado las variaci ones del camin o.
Pero cuando arri baron al campamento, encon traron a t odos los
hom bres descoraz onados y si lenci osos; los en con t raron
avergon zad os y t emerosos, y la s m ujeres llora ban dentro de las
tiendas.
Nekayah se retiró a su habi taci ón, don de las don cellas intentaron
reconfortarla dicién dole que todos estaban expuest os a los giros del
destino, qu e la señ orita Pekuah había gozad o muchas alegrías
durante su larga estancia en el mu ndo, era de esperarse un cambi o
de fortuna. Esperaban que Peku ah, donde estuviera, ren con tra ra el
bi en , y q ue su señ ora eligi era ot ra ami ga para ocu par su lugar.
“No habré de discutir las limitaci ones que hay en el destierro para
practi car la bondad, ni hasta qué punto fav orece su ejercicio,
replicó Imlac. Basta qu e recuerdes la confesi ón del piadoso
ermitaño. Vas a querer reintegrart e al mun do tan pronto como se
disu elva en tus pensamien tos la ima gen de tu compañ era” .
“Nu nca llegará ese moment o, con test ó Nekayah. Mientras viva
para v er el vi ci o y la t orpeza del mu ndo, siem pre ha bré de ex trañar
la generosa franqueza, la modesta obsequiosidad y la fiel discreci ón
de mi querida Peku ah” .
Ent onces reserv ó ci erta h ora del día pa ra meditar las virtudes y el
ca riñ o d e Pekuah . Durante semanas se retira ba a un a h ora fija, y
regresaba con los oj os n ublados y el semblante oscurecido. Pero
gradu almente cedi ó a la s distracci ones, y cu alquier situación de
cierta urgen cia o importancia ret rasaba el t ri but o diari o de lágri mas
y recu erdos. Cedi ó hasta olvidarse de aquello q ue temía recordar;
hasta liberarse de la culpa por faltar al compromiso de la trist eza
constante.
Aventuras de Peku ah
“Cu ando los ára bes se vi eron fu era d e peligro, amin oraron la
marcha; la vi olen cia del escape decreció tambi én; pero dentro de mí,
de mi ment e, creci ó la inquietud. Despu és de u n rato, n os d etuvimos
cerca de un manantial rod eado de alt as pa lmera s qu e anunciaban su
frescura hasta don de la a rena comi enza a perd erse baj o el césped
tranquilo d el prado. Nos sentaron sobre el suelo, y n os ofrecieron
los mismos aliment os que compartían nuestros am os. Permiti eron
que mis compañeras y yo n os alejá ramos un poco del resto, y n o
hubo quien se a cercara a tranq uilizarn os; aunqu e no fu imos
insu ltadas, ahí comencé a sen tir t odo el peso de mi desgra cia. Mis
damas llora ban en silenci o; v olt ea ba n h acia mí de vez en cu ando,
como bu scando en mis oj os su consu elo. Yo n o sabía a qué
aten ern os, ni sabía cuál iba a ser n uestra condena; n o podía siquiera
imaginar h acia dónde n os llevaban cautivas; si cabía esperar nuestro
rescat e. Estaba entre ladron es y salvaj es, n o ha bía raz ón para
supon er qu e su piedad fu ese mayor que su justicia, o que pudiesen
reprimir sus instintos, capri ch os o crueldades. No obst a nte, besé a
mis doncella s, y me esforcé en calm arlas, recalcándoles que estaban
siendo t rat adas decen tement e, y que no ha bía peligro para nuest ras
vidas, puest o que los turcos ha bían quedado at rás, y nu estros
ra pt ores n os cuidaban d el hambre y la sed, t orturas má s simples.
“Fuimos in staladas en una larga ti enda, dond e con oci mos a ma bles
mujeres q ue acompañaban a sus maridos en la expedi ción. Pu sieron
ante n osot ros la cena que ellas mismas habían prepa rado y servid o
a los d emás, y comí, más por animar a mis d oncellas, que por
sati sfacer el apetito, pu es n o desea ba nada. Después de retirar lo
sobrant e, colocaron dispersos almadraqu es y t apet es en que
habríamos de dor mir. Exhausta, espera ba halla r en el sueñ o la
tranquilidad qu e el destin o me había arrebatado. O rden aron qu e me
desvisti era. Vi que las mujeres segu ían mis movimien tos con much a
aten ci ón, supongo qu e no espera ban verme atendida en forma tan
dócil. Cuan do me quitaron el chaleco, el esplendor de mis vestidos
consi guió maravillarlas; incluso, una de ellas acercó su man o tímida
para a cari ciar los ara bescos del fin o bordado, y sali ó de la ti enda;
tra s va ri os minutos, regresó en compañía de una mujer que pa recía
de mayor rango y au toridad. Esa mujer, al en tra r, hizo esta
reveren cia qu e acostumbran, y me t o mó de la man o para lleva rme a
una tienda más chica, t oda ella cu bierta de alfombra s lu josa s, d onde
tu ve una noche t ranquila junto a mis don cellas.
“L es será fácil creer que me t ran quilizaba su cort esía, y sa ber que
lo dominaba el ansia de dinero. Y sí, pen sé q ue nu estro peligro era
men or, porque el v alor de Peku ah no debía ser muy gra nde. Le dije
que si mantenía su amabilidad, n o con ocería mi i ngratitud, y que
podía esta r seguro de obt en er la suma q ue consi derara ad ecuada
para la li beraci ón de una sirvien ta, pero qu e no debía empecinarse
en tasa rm e como a una princesa. Él dijo q ue ya ha bría de pen sa r en
lo q ue iba a exigir; despu és, son riendo, h izo una rev eren cia y se
retiró.
“Nu nca, h asta ese mom en to, sospeché los alcances del oro, que,
desde ent on ces, m e hiz o líder de la t ropa. El t ra yect o diario era tan
largo o tan cort o como yo q uisiera, y las tiendas eran levantadas
donde yo elegía descansar. Nos dieron cam ellos y otros ú tiles pa ra
hacer más cóm odo el viaje; t enía mujeres cuidando de mí tod o el
tiempo, mis propia s d on cellas eran bien servidas. Solía
entret enerm e observando las costumbres de los pu eblos n ómadas y
las ruinas de las edificaci on es a ntigu as, qu e debieron haber
colmad o de belleza en época s rem ot as los lu gares en que hoy reina
el oro del tiempo.
“Al fin llegamos a los dominios d e nuestro j efe; una mora da firme
y espaci osa, t oda h echa de pi edras, sobre una isla del Nilo q ue se
encuent ra, segú n me con taron , bajo el trópi co. “ Señ ora, dijo el
árabe, después de su larga av entura, le vendría bien d escansa r u nas
semanas; consid érese dueña de est e lugar. Mi ocupaci ón es la
guerra: así qu e perdonará qu e haya elegid o esta residencia oscu ra,
que pu edo abandonar o habitar a mi antoj o, sin ser perseguido.
Siéntase segu ra y gua rd e reposo: aquí en contra rá algunas
diversi on es, pero ningún peligro. Enton ces me condujo a las
habita ci ones interiores, y cediéndome el diván más lujoso, se
arrodilló para saludarme.
“Al an och ecer, el árabe me lleva ba hacia una torre algo distan te
para observar el cielo. Intenta ba enseñarm e el n ombre de cada
estrella, y su comportamien to. No sentía inclinación por el estudi o
de los astros; pero era necesari o a parentar interés pa ra compla cer a
mi instruct or, quien valoraba la actividad en demasía. El tiem po se
alargaba, t edi oso. Un a estrella y otra, bi en podían ser la misma.
Pero necesitaba algo que me distraj era, las actividades de la mañana
y de la t arde ya n o reprimían mi nostalgia, y, al fin, h allé ci ert o
gust o en la con templaci ón del luminoso ci elo porque, mientras el
árabe imaginaba qu e seguía su discu rso, pensa ba en ti, Neka yah , y
en que qu izá esa noche com parti éramos la luz de un a misma
estrella. Poco después, el ára be hizo otra incursi ón, y mi único
entret enimiento fu e con versar con mi s don cellas sobre el a cciden te
que cam bi ó n uest ra fortun a, y sobre la feli cidad que sentiríamos al
fin de n uest ra esclavitu d” .
“Su único t rabaj o era borda r, y en eso les a yudába mos algunas
veces mis doncellas y yo. Pero la mente sa be desembarazarse del
tra baj o mecánico: la prisi ón y la ausencia de Nekayah, son cosas que
no se olvidan con flores de seda.
R
EGRESARON A EL Cairo, tan cont entos de hallarse junt os, que
no querían apart arse por nada. El prí ncipe comenzó a amar el
con ocimient o. Un día le con fesó a Imlac que desea ba consagrarse a
la ci encia y pa sa r el resto de sus día s en la soledad de la literatura.
“Más y más v eces frecuenté su com pañ ía, y el amor por sus
razon amient os n o deja ba de crecer: era su blime sin ser petulante,
cort és sin afect aci on es, comu nicativo sin arrogan cia. Al prin ci pi o,
alteza, tambi én creí que debía ser el h ombre más feliz de la tierra, y
lo felicita ba por la bendici ón que poseía. Pero a nada, salvo a los
elogi os, se mu estra indiferente; ante ellos lanza un a respuesta parca
y desvía pront o la conv ersaci ón.
“En el esfu erzo por compla cer a quien tant os placeres me da ba, n o
imaginé qu e algú n sentimiento do loroso lo at orm entaría. Sin
em bargo, ah ora recuerd o que, a menudo, el sol consume sus
pala bras a la mitad del discurso, inflama su aten ci ón ; a menudo, se
abst ra e en silenci o, ad opta el gest o de u n hom bre resuelto a
confesar lo qu e tanto ha reprimid o. A veces suele lla marm e, pide
que me apresure, el m ensaj ero lo descri be entusiasmado, pero, al
llegar a él, n o di ce nada fuera de lo común; a veces, ya de espalda s a
su pu ert a, vu elv e a llama rm e, det engo la marcha y l o busco;
ent onces calla, hace una larga pausa, baja los oj os, y vuelv e a
despedirme” .
C APÍTULO XLI
“ ¿S eñ or, por qué llamar increí ble algo que sabes, o crees saber
ciert o?” , in terru mpí.
“ Porq ue no puedo probarlo con evidencias tangi bles; con ozco muy
bi en las leyes de la demost raci ón como para esperar qu e mis
creen cias influyan sobre cualquiera que, a diferen cia de mí, n o sea
consci ente de su fuerza. No intentaré ganar crédit o por m edio de
disputas. M e basta sentir el poder qu e tan largo ti empo he poseído, y
ej ercerlo diariam en te. Pero la vida del h om bre es corta, y las
debilidades de la edad arremet en con tra mí, guarda de las esta ci ones,
qu e pront o seré polv o en el polv o. La preocu pación de elegir su cesor
me ha perturbad o los últimos meses; h e pa sado días y n oches
estudiando el caráct er de la s personas que con oz co, y no en cuen tro a
nadie más dign o qu e tú” .
C APÍTULO XLIII
“ Tales son los efect os d e la s visi on es, dij o Imlac. Cuando recién las
ideam os, sabemos que son absu rdas, pero poc o a poco n os
familiarizamos con ellas, y al final se desdi buja cualquier rast ro de
irraci onalidad” .
CAPÍTULO XLV
“ Señ or, dijo la prin cesa, una cami nata vespertin a debe gua rdar
pla ceres inconcebi bles para la ign orancia y la juv en tud. Un h ombre
de con ocimien to com o usted, sabe las cualidades de t odo lo qu e ve,
sus causas. Las leyes por las que fluyen los rí os, el ciclo de los
plan etas, el aspect o capri ch oso de algunos animales; t odo, en fin,
debe in spirarle agudas reflexi ones, y fortalecer la con scien cia de su
propia dignidad” .
“ Los elogi os son pala bras hueca s para un ancian o, dijo el sabi o
lanzando un suspi ro. No tengo una madre que se en orgullezca de la
reputaci ón de su hijo, n i u na mujer que com pa rta los hon ores de su
esposo. H e sobrevivido a mis amigos y a mis rivales. Nada tiene
much a importancia ahora q ue no pu edo compartir mis intereses. A la
juventud le satisface el aplauso porque lo considera un augu rio de
bi enes por v en ir, porqu e tiene nu merosas y falsas expectativas del
mundo; pero para mí, qu e est oy por con ocer la decrepitud, hay poco
qu e t emer de la maldad del h ombre, y men os qu e esperar de su
bondad y de su afecto. Aú n podrían conseguir algo de mí, pero, de
ellos, n ada obt en go. L a riqueza me sería inú til; in útil y doloroso, u n
cargo importan te. En retrospectiv a, la vida me dio muchas
oportu nidades de hacer el bi en que pasé por alt o, perdí much o
tiem po en trivi alidades, en el oci o, en la va ci edad. Dej é gran des
plan es a la deriva, grandes a cci on es inacabadas. Pero mi men te está
libre de faltas gra ves, y he sabido m erecer la tranquilidad,
apartánd ome de las esperanzas y las preocu pa ci ones vanas que
intentan dominar mi corazón. Ah ora sólo espero, en ca lma y con
hu mildad, esa h ora inaplazable qu e me llevará a un lugar mej or,
donde logre la feli cidad que aquí no pude alcanzar, y la virtud” .
“ No soy ca paz de preci sar cuál de las diversas con di ci ones que el
mundo d espli ega frente a ust edes es la adecuada, dij o el sabi o. Tod o
lo qu e puedo decirles, es que elegí mal. He preferido el estudi o a la
vida. He aprendido cienci as de poca relevan cia para la humani dad. He
perseguido el con ocimient o a expensas de las comodidades
elem entales de la vida; me he perdido el cariño elegante de la
amistad femenina, y el com erci o feliz de la ternura familiar. Los
privi legi os que t engo sobre ot ros est udiantes ti enen su origen en el
tem or, en la inquietud y en la escrupulosidad; y son cu esti ona bles
ahora qu e mi s pensamient os se han ren ovado al con tacto del mundo.
Los pocos días que he di sipado plácidamente en su com pañía, me han
hech o pensa r q ue mis ju icios han sid o errad os, q ue h e sufrid o
much o, y en van o” .
El sa bi o le con fesó a Imla c que, desde que con oci ó las alegres
faenas de la vida y dividió sus h ora s entre segu ra s diversi on es, la
convi cci ón de su autoridad sobre los cielos había di sminuido; ya
desconfia ba de u na opin ión que carecía de pru ebas, sobre algo que
dependía en teram ente del aza r, y de ot ra s causas q ue esca pan a la
raz ón. “ Si por casualidad estoy solo unas horas, mi arrai gada
creen cia se lanza sobre mi espíritu , y mi mente se ofusca con
violen cia irresisti ble; pero las pala bras del príncipe m e tranqu ilizan,
y la llegada de Pekuah me libera del t odo. S oy como un h ombre
tem eroso a los espect ros q ue, al abrigo d e una lámpara, imagina los
peligros que lo a cechan en la oscuridad; y que, al ver extinta la luz
qu e lo prot ege, siente los t errores qu e hace poco ign oraba. A v eces
tem o que mi bien esta r no sea sino n egligen cia, el olvido v olun tario
de la en orm e labo r que me fue confiada. ¡Cuán angu stioso sería el
crimen de procu rar mi bi enestar equivocadamente; cu án an gustiosa
la duda que oscurece mi reci en te calma!” .
“ Ningún desorden de la imaginación es más difícil de cu rar, que el
qu e compli ca la angustian te culpa; la fantasía y la con cien cia
alternan en nosot ros, cam bian sus lugares, confunden sus dictados.
Si la fantasía presen ta imágen es dolorosas, aj en as a la moral y a la
religi ón, la mente las elimina; pero si esas imágen es se cu bren de
melancolía y adquieren la forma del deber, se apoderan de nuest ras
facultad es sin hallar op osi ci ón, porq ue t em em os excluir o suprimir
un com promiso. Por eso la su persti ción y la m elancolía se fortalecen
un a a la ot ra.
¿Q UÉ RAZÓ N TUVIERO N los egi pci os para preservar esas luj osas
“ carcasas que algunas naci on es cond enan al fuego, y ot ras ocultan
ba j o tierra, y t odas remu ev en de la vista tan pron to finalizan los
rit os mortu ori os?” , pregun tó el príncipe.
“ Se descon oce el origen de esta co stumbre inmem ori al, dijo Imlac,
pero las prá cticas con tin úan cuando el ti empo desvanece la s causas.
Es van o con jeturar cu ando se t rata de act os su perstici osos, porque la
raz ón no pued e expli car lo que no dicta. He creído que el
embalsamami ent o es una forma ti erna d e h on ra r lo s rest os de
familiares o amigos; y sost engo esta opini ón au nque pa rece
imposi ble que haya sido una ceremonia gen era lizada; si todos los
muert os h ubieran sido embalsama dos, los reposit ori os habrían sid o
más espa ci osos que la s moradas d e los vivos. Supon go qu e sólo la
gente ri ca y hon orable era guardada de la corrupci ón, y que el rest o
qu eda ba al arbit ri o de la naturaleza.
“ Los egi pci os su ponían que la vida del alma con tin uaba mientras se
preservara la carn e, de ahí est e intent o de elu dir la mu erte” .
“ ¿C ómo pu dieron los ilustres egi pci os tener una idea tan grosera
pa ra el alma ?, pregu nt ó Neka yah . Si el alma sobreviv e a la
separación, ¿de qué sirve el cu erpo?, ¿qu é reci be de él; qu é sufre?” .
“ Sin duda los egipci os se forjaro n ideas errón eas a partir del
oscuro paganismo y de los albores de la fi losofía, dij o el astrón omo.
Aún se discute la n aturaleza del alma, difícilmente se aclara rá su
con ocimient o; algun os dicen que es físico lo que, sin embargo,
consideran inmorta l” .
“ Es verdad qu e algunos creen en la materialidad d el alma, pero me
cuesta con cebir que un hom bre de raz ón haya llegado a esas
con clusiones: un análisis profu ndo respaldaría el princi pi o
inmaterial de la m en te, y t odas las noci ones de los sen tid os y las
investiga ci on es de la ciencia a cu erdan en qu e la mat eria es
irraci onal.
“ Pero los mat erialistas sosti enen que la mat eria tien e cu alidades
qu e nos son d escon ocidas” , dijo el astrón omo.
“ Aquel qu e argu menta contra las cosa s evident es, porque puede
haber algo que descon oce; aquel q ue precipita argument os
hipot éticos cont ra las consideraci on es admitidas, n o debe contarse
entre los seres raci onales. Sabemos de la mat eria: que es inert e,
insen sible, inanimada; y si sólo podem os opon er a dichas
convi cci ones, premisas no demost rables, t enem os la evidencia que el
intelect o pu ede admitir. Si lo q ue con ocem os pudiera ser refutad o
por lo descon oci do, ningún ser n o omn isciente sería ca paz de
presumir una cert eza” , obj et ó Imlac.
“ Considera tus propias con cepci ones y la dificultad será men or,
respon di ó Imla c. Encontrarás sustancia sin cuerpo . Una figu ra
abst racta n o es m en os real que u n m ont ón de mat eria; y la figura
ideal ca rece de ext en si ón . No es men os verdadera la represen ta ci ón
mental de una pirámide que su referent e mat erial. La idea de la
pirámide no ocu pa más espa ci o q ue la idea de u n grano de maíz. L as
imágenes m entales n o su fren det eri oros, y, si después de un tiempo,
la pi rámide real h a cambiado, nuestra mente creará u na nu eva
imagen, y las representaci ones anteriores quedarán inalterables en
aquello que llamam os mem oria. El efect o es sem ejan te a la causa; los
pensamient os, com o el poder de pensa r, son imperturbables e
indescri pti bles” .
“ Pero el Ser que t emo n ombra r, el S er capaz de forjar almas,
tam bién puede destru irlas” , dijo Neka yah.
E
RA EL TIEMPO q ue d esborda las agu as del Nilo. Pocos días
después de visita r las cata cu mba s, el rí o empezó a crecer.
Pero bi en sa bían que ninguna de su s pret ensi ones sería con cretada.
Despu és del sueñ o, a corda ron lo q ue h abrían de h acer. Y cuan do cesó
la inundación, regresaron a A bisinia.