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La represión contra comunidades del interior del país cobró mayor fuerza en la

década de los 80. De hecho, en la capital el inicio de 1980 fue marcado por la
llegada de una comisión de campesinos de Uspantán, Quiché, quienes buscaban
llamar la atención nacional e internacional sobre la violencia que sus comunidades
sufrían. En agosto y septiembre de 1979 nueve indígenas de las comunidades
aledañas a Uspantán habían sido asesinados en lo que significaba el
desplazamiento de la represión hacia el Occidente de Guatemala.

En un principio los indígenas, por medio del dirigente de FUR Abraham Rubén
Ixcamparic, buscaron una audiencia en el Congreso de la República. Pero en
respuesta, agentes del gobierno mataron a tiros a Ixcamparic frente al palacio de
la Policía Nacional. Ante este vil crimen, los campesinos consideraron que era
urgente hacer públicas sus demandas. No obstante y tomando en cuenta el alto
grado de represión, una marcha pública resultaba arriesgada y por lo tanto
imposible.

Los sucesos ocurridos en la Embajada de España marcaron el inicio de una nueva


fase en las luchas políticas de Guatemala. El gobierno demostró un completo
desprecio por el estado de derecho y esto trajo para el país las peores
consecuencias del aislamiento internacional, el cual, desde la perspectiva de
Lucas García, no era una vergüenza, sino una necesidad para desarrollar una
guerra sin límites en contra de cualquier expresión de oposición política. Por otra
parte, la quema de la misión diplomática fue una clara muestra para los
guatemaltecos de los extremos a los que el gobierno estaba dispuesto llegar para
acallar las voces desafectas. Ya en la Universidad, esa masacre de campesinos
provocó el más grande repudio, así como discusiones y debates en las aulas
universitarias sobre la necesidad de buscar nuevos métodos de lucha.

Lejos de desarticular o neutralizar a la oposición política, la represión dio lugar a


una mayor militancia. En la Universidad había mayor presencia de revolucionarios:
hombres y mujeres armados y enmascarados aparecieron en los buses, en las
aulas, y en las calles cercanas a la Universidad, distribuyendo volantes y haciendo
mítines para incitar a la lucha para la "toma del poder". Como era imposible
realizar manifestaciones masivas o huelgas generales, las acciones "relámpago"
se convirtieron en un método eficaz.

A finales de febrero de 1980, el Ejército Secreto Anticomunista (ESA) prometió


llevar a cabo un "Marzo Negro" en contra de la Universidad. La base de datos del
CIIDH contiene los casos de 19 universitarios que fueron blanco de ese "Marzo
Negro" y que pagaron con sus vidas su amor por la lucha. Entre ellos se
encuentran estudiantes, trabajadores de la Universidad, asesores laborales y
profesores de Derecho, miembros del Consejo Superior Universitario así como
altos funcionarios de la rectoría de Saúl Osorio.

Muchos universitarios que participaron en las jornadas de lucha en los años 70 y


80 suelen criticar a la nueva generación de estudiantes por su falta de interés en la
problemática nacional y por sus pasiones consumistas. Viendo la historia de la
San Carlos, lo más impresionante es el alto número de jóvenes (e intelectuales
relativamente privilegiados), quienes arriesgaron sus vidas luchando por un
cambio social, incluyendo los que apoyaron los movimientos guerrilleros.

A los guatemaltecos nunca les han faltado razones para motivar sus participación
en un movimiento social de oposición. Quizá el principal factor para explicar tantas
décadas de protesta en Guatemala ha sido la existencia de un sistema estatal,
caracterizado por la exclusión y corrupción, y dominado por militares y una
intransigente elite económica.

A lo largo del conflicto armado, entre la juventud guatemalteca, especialmente en


la capital, se estableció una tradición activa de idealismo político. Esta militancia
estudiantil no es de nada sorpresiva, dada la tendencia de los jóvenes en todo el
mundo de rebelarse contra las reglas de la sociedad y, en el caso de Guatemala,
dada la injusticia de estas reglas.

Los estudiantes organizados siempre contaban con el respaldo de sus


compañeros. Pero en su decisión de unirse a una lucha identificada con los
intereses de los pobres, tenían que enfrentar la resistencia de su familia y del
círculo social.

El gobierno de Lucas García también usó la violencia como reacción a actividades


de grupos populares no armados. En enero de 1981, por ejemplo, las fuerzas de
seguridad llegaron tarde para reprimir un "mitin relámpago" del Frente Popular "31
de Enero" en conmemoración de la masacre en la Embajada de España un año
atrás. Militantes del Frente Popular, levantaron barricadas y quemaron un muñeco
frente al Paraninfo Universitario. Cuando los agentes del Estado arribaron
momentos después, los manifestantes ya no estaban, entonces entraron al
Paraninfo y ametrallaron de forma indiscriminada a una presentación desarrollada
por el departamento de la Extensión Universitario.

En abril de 1980 la AEU impulsó la formación de "comités de autodefensa de la


autonomía" en un intento, tal vez tardío, de tratar de contrarrestar el baño de
sangre en la Universidad. Ni la autonomía escrita en la ley ni mucho menos "las
fuerzas de seguridad" podía garantizar la integridad de los universitarios, así que
estos comités pedían a todo sospechoso que aparecía en la Universidad que se
identificara. Con esto se logró que los agentes del gobierno vestidos de civil
difícilmente ingresaran a la Universidad.

Con el fin de repeler o prevenir ataques, los miembros del FERG y otros grupos
empezaron a portar armas en la Ciudad Universitaria. Esta "autodefensa" en cierta
forma significó la militarización del campus universitario. Y aunque no siempre
evidente, los estudiantes que no compartían los objetivos político-militares del
FERG lo notaron. Para ellos, la presencia de gente armada era intimidatoria y
representaba el completo establecimiento de las fuerzas guerrilleras en la casa de
estudios.

Por cada asesinato de uno de sus compañeros, los estudiantes organizados se


sentían más frustrados. A veces su ira explotaba en contra de quienes
aparentemente fueron parte de las fuerzas represivas. Los comités de
autodefensa, al detectar a un supuesto "oreja", lo desnudaban y lo hacían caminar
por el campus hasta expulsarlo del lugar. En algunas ocasiones estos comités
ajusticiaron a los capturados. En junio y julio de 1980, varios agentes de las
fuerzas de seguridad aparecieron muertos en la Ciudad Universitaria. Estos casos
pudieron haber sido parte de la reacción estudiantil o rebelde ante el terror del
Estado

Conforme se agudizaba el conflicto, las acciones militares de la oposición se


hicieron más frecuentes. Por ejemplo, el domingo 7 de septiembre, la derecha
política convocó a una manifestación "anticomunista" y pro gobierno frente al
Palacio Nacional. Para contrarrestar este intento oficial de mostrar apoyo popular,
la guerrilla colocó una serie de bombas en el centro de la ciudad. Una de éstas
explotó frente al Palacio, matando a siete personas. A pesar de esto la
manifestación se llevó a cabo con la participación de más de cien mil personas,
muchos de ellos trabajadores públicos que habían sido obligados a asistir

Aunque las manifestaciones públicas eran casi imposibles, los cortejos fúnebres
se convirtieron en una oportunidad para expresar el repudio hacia el Estado.
Algunos de éstos se debieron realizar en el interior de la Ciudad Universitaria, por
temor a que fueran blanco de ataques de agentes del Estado.

Sin duda, muchos de los sobrevivientes de la época del terror aún sufren traumas
y heridas. Esa psicosis de persecución trastornó a quienes la sobrevivieron. Un
catedrático de la Facultad de Derecho, quien enterró a muchos de sus
compañeros de estudio, recuerda cómo "todos nos sentíamos perseguidos y
veíamos la cara de un policía judicial en cualquiera". Hay quienes dependían de
los tranquilizantes para poder vivir. Otros se desahogaron en el alcoholismo, o les
sirvió para adquirir el coraje y poder ir así un día más a la Universidad.

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