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Introducción a la literatura
Estudios

Selección y Edición Prof.


Adolfo Bisama F
Universidad de Playa
Ancha 2017
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UNIVERSIDAD DE PLAYA ANCHA
MANUAL DEL CURSO
INTRODUCIÓN A LA LITERATURA
SEDE SAN FELIPE 2017

INDICE:

INTRODUCCIÓN................................................................................................3

INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO DE LA LITERATURA: ALGUNOS CONCEPTOS Y TERMINOLOGÍA BÁSICA


....................................................................4 CONCEPTO Y FUNCIÓN DE LA LITERATURA 13

¿QUÉ ES LA LITERATURA, Y QUÉ IMPORTA LO QUE SEA? _ 13 EL CONCEPTO DE LITERATURA 30 LA


VERDAD DE LAS MENTIRAS______________________________________________________________ 32 DIEZ
TESIS SOBRE LA CRÍTICA 37 EL POEMA Y EL LENGUAJE ORDINARIO _ 45 ¿QUÉ ES LA LITERATURA? 49
LOS TEXTOS FUNCIONALES INVADEN EL CAMPO DE LOS TEXTOS LITERARIOS............................60

GÉNEROS LITERARIOS. 64

TEORÍA DE LOS GÉNEROS LITERARIOS. _ 71 TRIPARTICIÓN GENÉRICA. 82 LA NARRACIÓN. 83 ORÍGENES


DE LA NOVELA _ 89 ORIGEN Y CRISIS DE LA NOVELA MODERNA 94 EL GÉNERO LÍRICO. ESPECIFICIDAD
_ 100 EL GÉNERO DRAMÁTICO. ESPECIFICIDAD 108 LA ACCIÓN DRAMÁTICA. _ 111

TEATRO GRIEGO 114

ORÍGENES DEL TEATRO I 114 ORÍGENES DEL TEATRO II 117 EL TEATRO CLÁSICO. EDIPO REY DE
SÓFOCLES _ 124

TEXTO DE USO INTERNO.


4
Introducción

El presente Manual de Estudio está constituido esencialmente por parte de la Bibliografía


General de la asignatura INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA perteneciente a la malla
curricular de la Carrera de Castellano, curso que actualmente desarrollamos en el Campus
San Felipe de nuestra Universidad.

De dicha Bibliografía General hemos seleccionado una serie de estudios que forman el
sustento teórico de las clases que impartimos allí y que -por su condición de artículos casi
canónicos- son de lectura obligatoria por parte de nuestros/as alumnos/as.

Los apartados seleccionados han sido ordenados siguiendo, por supuesto, la secuencia de
las Unidades del Programa del curso en comento.

Tales apartados están constituidos habitualmente por artículos reproducidos íntegramente, o


por transcripciones de fragmentos de los textos correspondientes y al final de cada uno de
ellos se anota su fuente libresca; en otras oportunidades -las menos- ellos son paráfrasis
-hechas por el editor de esta recopilación- de artículos de otros autores y que pueden ser
reconocidos por las iniciales ABF que se anotan después de cada título; finalmente
-aprovechando las posibilidades tecnológicas que nos provee la digitalización- también
hemos insertado aquí artículos de incuestionable rigor académico que se encuentran a
disposición en Internet, de los cuales también registramos la dirección Web correspondiente.

Prof. Adolfo Bisama Fernández. 5


INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO DE LA LITERATURA:
ALGUNOS CONCEPTOS Y TERMINOLOGÍA BÁSICA (*)
CARLOS GONZÁLEZ SANZ

Este tema, considerado como unidad 0 y vinculado a la evaluación inicial, contiene algunos
conceptos fundamentales sobre la literatura y su estudio, así como terminología básica. No
obstante, sí resulta imprescindible conocer y manejar apropiadamente tales conceptos y
terminología. Por otra parte, supone una necesaria reflexión a la hora de abordar el estudio
de la Historia de la Literatura y comentar textos literarios.

¿QUÉ ES LA LITERATURA?

Habitualmente suele considerarse a la literatura como el tipo de arte que usa la palabra
como materia e instrumento de expresión. También se entiende como literatura el
conjunto de las obras literarias de una nación o lengua (hay que entender expresiones
como "literatura inglesa" con el sentido de literatura en lengua inglesa y no de Inglaterra); de
una época ("literatura del Siglo de Oro") o, incluso, de un género ("literatura fantástica").

Sin embargo, la Teoría de la Literatura, que estudia desde una perspectiva puramente teórica
el discurso literario, no ha dado aún con una definición totalmente satisfactoria de literatura
debido a su complejidad, que se explica por las peculiaridades del lenguaje literario (en el
que se produce un uso anómalo del lenguaje y los elementos del acto de comunicación
adquieren una complejidad extraordinaria); por el hecho de que las formas literarias (figuras,
procedimientos, etc.) pueden ser utilizadas también en otros tipos de lenguaje o discurso (no
hay manera, por tanto, de establecer leyes aplicables a la literatura) y por tratarse, ante todo,
de un hecho social, de manera que en cada época y en cada cultura se han establecido
límites distintos para lo que se ha considerado literario.

Ello ha llevado a la Teoría de la Literatura a considerar que su objeto de estudio no es,


propiamente, la literatura (que resulta inabordable e inabarcable), sino la "literariedad", es
decir, las condiciones que establecen los límites entre lo que se considera literario y lo
que no se considera literario. Por nuestra parte, podemos abordar el estudio de la literatura
teniendo presentes, en su conjunto, los diversos acercamientos y concepciones de la
literatura derivadas de las diferentes ciencias que la estudian y de las sucesivas escuelas y
teorías que han tratado de entender la literariedad.

Para empezar a concretar esta, merece la pena recordar que el término literatura se deriva
del latín litterae (de littera —'letra', 'escrito'—), que hace referencia a la acumulación de
saberes para escribir y leer de modo correcto.
[ El estudioso alemán Ernst Robert Curtius, en su obra Literatura Europea y Edad media
Latina alude de esta forma a la etimología de la palabra “literatura”:

“La primera de las siete artes es la gramática : la prima arte (Dante). La palabra viene del
griego gramma, letra. Todavía para Platón y Aristóteles, la “ciencia de las letras” no era sino
arte de leer y escribir. En el periodo helenístico, la gramática incluirá también la explicación de
los poetas; Quintiliano ya la divide en dos partes: recte loquendi scientiam et poetarum
enarrationem (correcto empleo del habla y comentario de los poetas), Como equivalente latino
de grammatice se empleó la palabra literatura (Quintiliano), derivada de 6
littera, letra, como gramática de gramma. En un principio, la palabra literatura no tenía, pues,
el sentido que le damos hoy; el litteratus era el conocedor de la gramática y la poesía, pero
no necesariamente el escritor.”]

Grosso modo, podemos decir pues que el término literatura designó en la antigüedad a las
letras o la escritura en su conjunto, algo, por otra parte, bastante lógico si tenemos presente
que en épocas pretéritas fueron mayoría las personas iletradas o analfabetas y que, derivado
de esto, al ser minoritario el uso de la escritura, esta se caracterizó por utilizarse para temas
elevados y siempre con una cuidada factura. De esta concepción inicial se deriva también la
expresión bellas letras, que limitaría la literatura a los escritos con una intención estética o
con una forma especialmente cuidada, tanto en lo gramatical, como en lo retórico y lo
poético.

No obstante, la idea de literatura como escritura deja fuera al amplio campo de la


llamada literatura oral, que ha existido en todo tiempo, incluso antes del nacimiento de la
escritura. Conviene por ello, acudir, en el inicio de nuestro recorrido, a la concepción de la
literatura en la Poética de Aristóteles, donde es entendida fundamentalmente como "el arte
de la palabra" y no, exclusivamente, como escritura. Se trata, además, del primer
acercamiento teórico a lo literario y tuvo (y sigue teniendo) una importancia fundamental para
entender lo que se ha considerado como literatura en nuestra cultura, especialmente desde el
siglo XVI al XVIII, donde muchas de las ideas de Aristóteles configuraron la llamada
preceptiva literaria, o reglas que deben seguirse para crear obras literarias.

Aristóteles, en su Poética (de la que solo nos ha llegado uno de los dos libros que la
componían) utiliza para definir los principales géneros literarios el término poiesis (del
que deriva el castellano poesía), que debe entenderse, tal como lo concibe Platón en El
banquete, como "la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a
ser", o dicho de otro modo, como convertir pensamientos en materia o, simplemente, como
'creación' u 'obra'. Desde este punto de vista, la literatura (o poesía en toda la extensión del
término) no es tanto fruto de la escritura como del proceso creativo, eso sí, mediante el uso
de la palabra. Este proceso, de acuerdo con Aristóteles, es fruto de la mímesis, concepto
estético que define el fin esencial del arte como imitación de la naturaleza (entendida
como mundo material). No debe confundirse, por otra parte, mímesis con representación
pues la obra artística, aunque haga uso de técnicas de representación, no pretende ser un
equivalente al original.

Más adelante, se entrará en la concepción de los géneros literarios con más detalle, pero, de
momento, a la vista de lo expuesto, podría decirse que en la antigüedad clásica se concibió
la literatura como una de las artes, la que hace uso de la palabra, con una intención estética,
como materia y medio de expresión, con lo que conlleva esto de dominio y de perfección en
lo gramatical y lo retórico.

Tal concepción de la literatura se mantuvo vigente en gran medida hasta el siglo XIX, en el
que la revolución romántica, que coincide en el tiempo con el origen de nuestra sociedad
contemporánea, pondrá en tela de juicio la preceptiva clásica, dando origen a la llamada
literatura de la modernidad.

Desde ese momento, y en particular, desde los inicios del siglo XX, con las diversas teorías
literarias (que nacerán de los estudios modernos de lingüística) surgen nuevas concepciones
de la literatura, o, mejor dicho, de la literariedad, que tienen en común la 7
idea de que el lenguaje literario se distingue del resto de lenguajes o discursos por el
uso anómalo de la lengua. Resumiendo mucho y en esencia, cabe destacar las siguientes
corrientes de la Teoría de la Literatura, todas, como se decía antes, aprovechables para
nuestros fines, aunque ninguna logre una definición totalmente satisfactoria de la literariedad:

La estilística pone el acento en las razones que llevan al autor de la obra literaria a
seleccionar expresiones particulares en su uso del lenguaje; se centra, por tanto, en el
emisor de la obra literaria, como si la anomalía a la que se aludía antes fuera producto
de su particular biografía. Nos aporta, por tanto, la idea de que resulta necesario conocer la
vida de un autor para poder comprender y estudiar su obra.

El formalismo ruso y el estructuralismo ponen el acento en el propio texto (es decir, en


el mensaje), tratando de encontrar en sus peculiaridades la anomalía que caracteriza a la
literariedad. Su aportación más importante es la del lingüista Roman Jakobson, que considera
que la literariedad es producto de la presencia de la función poética o estética del
lenguaje. Grosso modo, podemos entender a partir de esta idea que en la literatura la
forma se impone al contenido o bien que forma y contenido son igualmente
importantes y contribuyen solidariamente a la intención comunicativa del emisor del
discurso estético. Esta corriente tiene una importancia fundamental pues nos proporciona
los instrumentos y conceptos básicos para el análisis del lenguaje literario junto con la antigua
retórica.

La estética de la recepción, por su parte, hace hincapié en el lector (o receptor),


considerando que la obra literaria no es solo el resultado de la creación por parte del
autor, sino también de la lectura (de ahí que una obra pueda evolucionar en el tiempo al ser
leída en cada época de manera distinta). Por otra parte, también estudia la manera en que la
idea que el autor tiene de sus potenciales lectores (el lector implícito) influye en su creación
(pues todo autor espera satisfacer las expectativas de estos). Además, esta escuela introduce
en la Teoría literaria los conceptos de horizonte de expectativas y horizonte de
experiencias, que determinan la experiencia lectora. De esta estética resultan muy
aprovechables la idea de que la obra literaria deja de pertenecer a su autor en el
momento en que es publicada y la necesidad de conocer el momento histórico en el que se
creó una obra para poder comprenderla (hay que ponerse en la piel de los lectores de esa
época) ya que, en definitiva, desde este punto de vista, la literatura es una institución
social o, dicho de otro modo, es literatura aquello que una sociedad determinada
considera como tal.

La pragmática de la comunicación trata de superar y englobar a las anteriores teorías al


contemplar la obra literaria como un acto de habla en su conjunto, sin dar especial relevancia
a uno solo de sus elementos e incidiendo en su dimensión comunicativa (especialmente
ligada al contexto). Esta escuela trata de definir así lo literario a partir del valor de verdad que
se da a lo escrito y concluye que el acto de comunicación literario se caracteriza por no
tener fuerza ilocutiva o, dicho de otro modo, porque en él queda en suspenso el valor de
verdad.

Actualmente los teóricos de la literatura vuelven sus ojos a la antigua retórica, disciplina
que nació y se desarrolló en Grecia y Roma y que era entendida como el arte de expresarse
de la manera adecuada para lograr la persuasión del auditorio o los 8
lectores. Aunque la retórica se usa en todo tipo de lenguajes, sus recursos o figuras han sido
siempre y siguen siendo imprescindibles para el análisis del lenguaje literario, en el que
adquieren especial importancia.

Ciencias que estudian la literatura


Además de lo dicho hasta aquí, el estudio de la literatura (la llamada Ciencia de la
Literatura) puede afrontarse desde tres ciencias o puntos de vista distintos:

La Historia de la Literatura (que es la perspectiva dominante en nuestra materia) estudia


autores, obras y movimientos estéticos en su contexto histórico. Relacionada con ella está la
Literatura Comparada, que trata de establecer la difusión y evolución de temas y técnicas
literarias comparando las obras de diferentes autores, épocas y movimientos estéticos.
También interesa en esta última perspectiva la intertextualidad (concepto desarrollado
principalmente por Bajtín) y que se entiende como la relación que un texto mantiene con
otros (ningún creador parte de 0 y es inevitable que sus obras sean tributarias de otras, sobre
todo, de aquellas que forman parte de sus lecturas).

La Teoría de la Literatura o Teoría literaria, que estudia, como se ha visto, la literariedad


y que tiene una estrecha relación con disciplinas anteriores como la poética, la retórica, la
estética y la hermenéutica.

La crítica literaria, que consiste, propiamente, en el análisis y valoración razonada de una


o varias obras literarias y que, por tanto, tiene una estrecha relación con la Teoría de la
Literatura, al aplicar sus instrumentos y proporcionarle, al mismo tiempo, nuevas ideas y
métodos de análisis e interpretación.

Además de estas ciencias, para el caso particular de la literatura de tradición oral, se ha


desarrollado, dentro de los estudios del Folklore, la llamada Etnopoética, que estudia las
manifestaciones verbales de este, destacando su carácter estético y estableciendo sus
diferentes géneros y subgéneros en cada cultura.

LOS GÉNEROS LITERARIOS

Anteriormente vimos cómo la primera gran obra teórica para el estudio de la literatura
(dejando a parte las aportaciones que Platón hizo entre otras obras en El Banquete y La
República) fue la Poética de Aristóteles, en la que este, además de definir la literatura como
una de las artes (ligada al concepto de mímesis), sienta las bases de la teoría de los
géneros literarios, que serían los grupos o categorías en que podemos clasificar las
obras literarias según aspectos como su temática, su tono, la forma de expresión, etc. Estos
interesan tanto al autor como al lector pues establecen modelos que facilitan la creación
literaria y satisfacen las expectativas de sus receptores.

Aristóteles definió los géneros literarios a partir del modo, el medio y el objeto de
imitación. Respecto a los modos de imitación, diferencia dos: la forma activa, propia del
teatro, en el que únicamente intervienen los personajes; y la forma narrativa, en la que
pueden señalarse dos variedades según si el poeta narra personalmente, o lo hacen
sus personajes. Respecto al medio de imitación (ritmo, lenguaje y armonía) se diferencian
por usarlos de manera distinta. Por último, en cuanto al objeto de imitación, los géneros
se distinguen por hacer a los hombres mejores, peores o iguales. Grosso 9
modo, de sus propuestas surgen los tres grandes géneros literarios, definidos como tipos de
poesía o creación literaria:

Poesía épica, que tiene carácter narrativo y un tono elevado pues se dedica a contar las
hazañas de héroes o pueblos, sirviendo pues de modelo de conducta.

Poesía lírica (así llamada por su carácter musical —ligada al uso de la lira—) es la forma
poética que expresa un sentimiento intenso o una profunda reflexión, en ambos casos como
manifestaciones de la experiencia del yo y con la finalidad de conmover a lectores u oyentes.

Poesía dramática, que, frente a la épica, presenta a los personajes "imitados" como
operantes y actuantes. En ella se distinguen:

o la tragedia (que, como demostró Nietzsche, tiene un origen religioso) que es imitación de
una acción esforzada y que mediante temor y compasión lleva a cabo la purgación de tales
afecciones (catarsis).

o la comedia, a la que se dedicaba, al parecer, el segundo libro, perdido, de la Poética, pero


que, según interpreta Escohotado, se entendería como la imitación de personajes y
acciones ridículas o grotescas, teniendo, por tanto, un carácter crítico, al poner en evidencia
aspectos mejorables de nuestra sociedad.

Cabe señalar, además de lo dicho, que en el estudio de la tragedia (al que se dedica en gran
medida el primer libro de la Poética) se sientan las bases de la regla de las tres unidades,
que tuvo especial importancia en la preceptiva literaria, sobre todo en el siglo XVIII. Según
esta regla, la obra teatral debe presentar unidad de tiempo (su tiempo interno debe ser de
unas 24 horas), unidad de acción (solo debe existir una trama, repartida en tres actos) y
unidad de espacio (todo debe suceder en un único lugar y, por tanto, en un solo escenario).
Lógicamente, tomar al pie de la letra estos preceptos lleva a un tipo de teatro, como ya
observó Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias, alejado de los gustos del
público.
Por otra parte, merece la pena destacar que en la época clásica (y durante gran parte de la
historia de la literatura) la forma de expresión en todos los géneros (e incluso en la Historia y
la Ciencia) fue el verso, seguramente porque este facilita la memorización (en épocas donde
la oralidad dominaba sobre la escritura) y porque su carácter rítmico da un tono más elevado
a la obra. 8

Huelga decir que prosa y verso no son sino formas de expresión y que, aunque hoy en día
sea así en grandes rasgos, no deben concebirse como equivalentes, respectivamente, de
narrativa y poesía.

En cualquier caso, la teoría de los géneros se desarrolló (y en buena medida se simplificó


dando lugar a una taxonomía) a partir de los estudios de la retórica clásica, que son los que
definitivamente establecieron la clasificación de géneros y subgéneros literarios (de estos
últimos se nombran solo los más importantes) vigente hasta hoy en día, en que presenta a
grandes rasgos cuatro grandes géneros con las siguientes características:

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Narrativa (que englobaría a la antigua épica), definida por el hecho de contar una
historia (independientemente de su tono o temática) y en la que los subgéneros principales
serían la novela y el cuento, que hemos de diferenciar no solo por su mayor o menor
extensión sino por el carácter totalmente abierto de la novela frente al cuento, donde los
elementos narrativos se desarrollan mínimamente y todo gira en torno a la intriga y, sobre
todo, al final que la resuelve. A su vez, en ambos casos pueden establecerse subgéneros
definidos por la temática como novela negra, cuento de terror, ciencia ficción, novela
sentimental, novela histórica, etc.

Poesía (la antigua poesía lírica), único género en el que hoy en día se mantiene el uso del
verso pues el elemento rítmico o musical ayuda a su fin, que sería conmover al lector u
oyente haciéndole compartir las emociones expresadas por el autor. Entre sus
subgéneros existen algunos definidos por el tipo de emoción (oda, elegía, sátira...) y otros en
los que la forma métrica tiene aún gran importancia (romance, soneto, etc.). No obstante,
estos últimos deben ser considerados fundamentalmente como tipos de estrofa o poema.
Cabe destacar que desde el siglo XIX la métrica, aunque se mantenga el uso del verso, ha
perdido importancia frente al contenido, siendo hoy frecuente el uso del verso libre e incluso
del poema en prosa.

Teatro (la antigua poesía dramática), caracterizado, obviamente, por ser escrito para ser
representado en un escenario (por lo que se trata de un género en el que el texto en sí es
solo una parte de la obra y lo literario se mezcla con otras artes como la danza, la música, la
pintura —escenografía—, etc.). Aunque sigue hablándose fundamentalmente de tres grandes
subgéneros, tragedia, comedia y drama, en la actualidad se tiende a la mezcla de géneros
(iniciada por el drama) y a que cada vez tenga menor importancia el texto y el dramaturgo y
cobren mayor relevancia la representación y la escenografía (hoy en día muchas obras son
creadas colectivamente por las compañías teatrales como "montajes escénicos").

El género didáctico, que estaría en los límites de la literatura pues su fin principal es la
enseñanza (dominan en él lo expositivo y lo argumentativo). Entre sus subgéneros
estuvieron en un pasado reciente el diálogo (usado sobre todo en Filosofía) o la fábula
literaria. Hoy en día, sin embargo, se reducen casi en exclusiva al ensayo. Aunque en
épocas pasadas se consideraban literarias todas las obras de este tipo (incluyendo incluso
las de científicos como Newton) y, sobre todo en el siglo XVIII, fue considerado como uno de
los principales géneros literarios, se tiende hoy a considerar que los ensayos tienen carácter
literario solo cuando presentan un lenguaje especialmente cuidado y con un claro
componente estético, algo que, en todo caso, se da en el campo de las humanidades y nunca
ya en el científico, donde dominan la exposición, la impersonalidad y el lenguaje
técnico-científico.

Actualmente, muchos teóricos de la literatura hablan de la desaparición de los géneros, que


sería un producto, precisamente, de la evolución de estos en la literatura de la modernidad (el
período en el que se centra nuestra materia). En él veremos que el Romanticismo criticó y
desechó la preceptiva literaria y empezó a entender los géneros como categorías abstractas
(y no como una mera taxonomía), hablando de lo lírico o lo dramático en vez de pensar en
poesía lírica o teatro. Esto y el desarrollo de la novela moderna como una especie de
género de géneros (capaz de englobar a todos los demás) ha ido borrando los límites
entre lo lírico, lo épico, lo dramático y lo 11
didáctico, e incluso entre diferentes artes como el cine y la literatura (se dan así fenómenos
como el poema en prosa, el drama —como fusión de comedia y tragedia—, la mezcla de
discursos y subgéneros temáticos, etc.).

POESÍA E HISTORIA

De la Poética de Aristóteles se deriva también un tema de interés sobre los fines que
distinguen a la poesía o literatura y a la historia. Para Aristóteles, esta debe tratar de lo que
ha sucedido (por tanto, de lo verídico), mientras que la literatura trataría de lo que podría
suceder (por tanto, de lo verosímil). Junto a estos términos, cabe destacar otros que
debemos usar con precisión:
Lo ficticio o la ficción son en principio sinónimos de lo verosímil, pues, como puede
observarse, el término se deriva del verbo fingir (por tanto, imitar). Pero la ficción engloba y
rebasa a la verosimilitud, pues la obra literaria puede crear otros mundos distintos al real.

Lo fantástico o la fantasía: derivado de lo anterior, podemos observar que la ficción en


ocasiones hace uso de elementos imaginarios que pueden ser irreales o sobrenaturales. En
este último caso, si en la trama participa lo mágico y lo imposible se hace posible, podemos
usar también el término maravilloso.

Lo histórico (cuando hacemos uso del adjetivo para referirnos a novela o drama
históricos) no debe confundirse con la historia. Diríamos que una novela es histórica cuando
desarrolla una ficción en un contexto histórico y hablaríamos de historia novelada cuando se
nos presentan hechos realmente históricos o verídicos mediante las técnicas de la narrativa.

La ciencia ficción, especula con acontecimientos que se considera que podrían llegar a
suceder (y así ha sido en muchas ocasiones) fundamentando su verosimilitud en los campos
de las ciencias físicas, naturales o sociales.

Las distopías imaginan sociedades ficticias indeseables, advirtiendo, generalmente, sobre


la deriva de nuestra sociedad hacia ese mundo posible, que deberíamos tratar de evitar.

El realismo, en literatura, busca la verosimilitud más absoluta tratando de imitar la


realidad de la manera más fiel posible. Interesa darse cuenta de que por ello siempre
adquiere un carácter crítico pues nos muestra cómo es nuestro mundo con todos sus
aspectos negativos, aunque el autor o el narrador sean totalmente objetivos y no nos
ofrezcan su opinión. Frente al realismo, la literatura fantástica propone una evasión de la
realidad y tiene, por tanto, un carácter idealista.

LA NARRATOLOGÍA

Dado que en nuestra materia tienen un peso muy importante las obras narrativas, interesa
repasar algunos conceptos fundamentales de la narratología, que es la ciencia que estudia
específicamente estas obras y que, además, ha influido notablemente en la narrativa
contemporánea (tanto literaria como cinematográfica).

Para empezar, resulta necesario diferencia en toda narración tres planos íntimamente 12
relacionados, pero que debemos separar si queremos comprender en profundidad el sentido
y las técnicas utilizadas en una novela o cuento:

La narración, que sería el propio acto de narrar y, por tanto, la obra en su conjunto.

La historia, que sería el conjunto de los hechos que se cuentan dispuestos en orden lineal
cronológico, sin ninguna alteración ni omisión.

El relato, que sería la disposición de tales hechos que nos ofrece el narrador (puede omitir
hechos de la historia, volver atrás en el tiempo o adelantar acontecimientos futuros, resume
en ocasiones la historia o, al contrario, se detiene con descripciones ampliando su duración,
etc.).

De las relaciones entre historia y relato, tanto en lo relativo al tiempo de la historia con
respecto al del relato, como en relación con el ritmo con el que es relatada la historia, surgen
las llamadas anacronías entre las que interesa distinguir sobre todo:

Analepsis o flashback: supone una vuelta al pasado de la historia respecto de la línea


temporal básica del discurso.

Prolepsis: el movimiento contrario al anterior, se trataría, por tanto, de un relato


prospectivo, que adelanta hechos futuros.

Escena: en la que, generalmente mediante el diálogo, coinciden el tiempo de la historia


con el tiempo del relato.

Elipsis: u omisión de hechos de la historia.

Sumario o resumen: lo más habitual pues el relato tiende a contar resumidamente la


historia, seleccionando solo los hechos significativos.

Ralentí: que se da, generalmente, cuando se usa la descripción o se producen


digresiones, haciendo que el tiempo del relato sea mayor que el de la historia.

Otro elemento fundamental en la narración, como es sabido, es el narrador, que, ante todo,
incluso en los casos en que resulte difícil establecer la separación, debe distinguirse del
autor, pues es, en todo caso, la voz narrativa que emite el relato (el autor, por su parte, es el
emisor de la obra en tanto que persona real de carne y hueso). Frente a este, como receptor
de su relato, tenemos al narratario, llamado así cuando se trata de un personaje al que de
manera explícita se dirige el narrador (si no se da este caso, se confunde con el llamado
lector implícito).

Los distintos tipos de narrador son fundamentales para entender la perspectiva o el punto de
vista desde el que se narra. Hay muchas clasificaciones que inciden en diversas
características de este. La más común es la que lo caracteriza por la persona gramatical,
existiendo narradores en primera, segunda o tercera persona, tendiendo el narrador en
primera persona a la subjetividad, mientras que el narrador en tercera persona es, por regla
general más objetivo (el narrador en segunda persona es una posibilidad muy infrecuente,
usada, sobre todo, en obras contemporáneas de carácter experimental).

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Pero también el narrador puede clasificarse por su punto de vista, en el sentido de qué es lo
que conoce y, por tanto, nos puede contar de la historia. Así, cabe distinguir entre narradores
protagonistas o narradores personajes, para la primera persona, y, para el caso de la
tercera, entre narradores testigos (que simplemente pueden contarnos lo que ven) o
narradores omniscientes, que parecen un reflejo del autor pues controlan todos los
aspectos de la narración y pueden contarnos todo lo que sienten y piensan los personajes,
así como los hechos ocultos que estos protagonizan (y que no han podido ser vistos por
nadie).

Otra posible clasificación es la establecida por Gerard Genette, que distingue entre
narradores:

Heterodiegéticos (en 3a persona), que cuentan la historia de otro.

Homodiegéticos (en 1a persona), que cuentan su propia historia, bien como


protagonistas (autodiegéticos), bien como personajes testigo.

Extradiegéticos, que cuentan la historia desde fuera de esta, pudiendo haber tomado
parte (homodiegéticos) o no (heterodiegéticos) en ella.

Intradiegéticos, que cuentan la historia desde dentro de ella, es decir, en primer nivel,
tomen (homodiegéticos) o no (heterodiegéticos) parte en ella.

Por último, interesa distinguir las diversas formas de citar discursos ajenos en una
narración. Entre ellas hay que destacar:

Estilo directo: las palabras de un personaje, entre comillas o mediante el uso del guión,
se citan literalmente.

Estilo indirecto: las palabras de un personaje son relatadas por el narrador.

Estilo indirecto libre: como en el anterior, son palabras contadas por el narrador, pero
este imita el tono o usa incluso algunas de las expresiones del personaje.

Monólogo interior: técnica que intenta plasmar el flujo del pensamiento del protagonista
mostrándonos su mundo interior y cómo siente o percibe el mundo real.

TÓPICOS Y FIGURAS LITERARIAS

Para terminar, interesa recordar que el escritor, como cualquier otro artista, hace uso de
técnicas y procedimientos propios de su arte. Estos, en el caso que nos ocupa, fueron
perfectamente definidos desde antiguo por la retórica y pueden ser:

temas recurrentes que se han venido desarrollando a lo largo de distintas épocas


históricas (los tópicos) y que suelen conocerse mediante expresiones latinas (p. ej. Collige
virgo rosas);

técnicas o recursos que afectan a los diversos planos del lenguaje (fónico, morfosintáctico
o semántico) y que conocemos como figuras retóricas o recursos literarios (p. ej. anáfora,
quiasmo, metáfora, etc.).

14
No hay espacio en este resumen para introducir, dada su extensión, un listado de tópicos y
recursos literarios, pero resulta conveniente conocer los más frecuentes para poder analizar
en profundidad las obras literarias objeto de estudio.

(*) Ap. en eltecnofilo.es/IES_BALTASAR.../wp.../Introducción-al-estudio-de-la-Literatura.pdf

CONCEPTO Y FUNCIÓN DE LA LITERATURA

¿QUÉ ES LA LITERATURA, Y QUÉ IMPORTA LO QUE SEA? (*)


¿Qué es la literatura? Uno pensaría que esa ha de ser una cuestión central en la teoría
literaria, pero en realidad no parece haber importado demasiado. ¿Por qué razón?

Al parecer hay sobre todo dos razones. En primer lugar, dado que la propia teoría
entremezcla ideas de la filosofía, la lingüística, la historia, la teoría política y el psicoanálisis,
¿por qué habríamos de preocuparnos de si los textos que leemos son literarios o no? Los
estudiantes y los profesores de literatura tienen hoy a su alcance una larga serie de proyectos
de investigación sobre los que escribir y leer - «imágenes de la mujer a principios del siglo
xx», por poner un ejemplo- que dan cabida con igual derecho a textos tanto literarios como no
literarios. Se pueden estudiar las novelas de Virginia Woolf, la narración de los casos clínicos
de Freud o incluso esos dos ámbitos, y no parece que la distinción sea crucial para el
método. No se trata de que todos los textos sean de algún modo iguales: algunos se
consideran más ricos, más poderosos, ejemplares, revolucionarios o fundamentales, por las
razones que sean. Pero ambas obras, las literarias y las no literarias, pueden estudiarse
conjuntamente y con métodos parejos.

Literariedad fuera de la literatura

En segundo lugar, la distinción no es crucial porque diversas obras de teoría hayan


descubierto lo que podríamos llamar, simplificando al máximo, la «literariedad» de numerosos
fenómenos no literarios. Muchos de los rasgos que con frecuencia se han tenido por literarios
resultan ser también fundamentales en discursos y prácticas no literarios. Por ejemplo, en las
discusiones recientes sobre la naturaleza de la comprensión histórica, se ha tomado como
modelo el análisis de la comprensión de una narración. Un historiador no ofrece propiamente
explicaciones equiparables a las leyes científicas con valor predictivo; no puede mostrar que
si X se da conjuntamente con Y, entonces indefectiblemente pasará Z. Lo que hace, más
bien, es mostrar cómo un hecho condujo a otro, qué produjo que estallara una guerra mundial
y no por qué tenía que estallar. El modelo subyacente a la explicación histórica es, por tanto,
la lógica de la narración: la manera en que las narraciones muestran que algo ocurre, al
engranar la situación inicial, el desarrollo y el resultado de modo que adquieran sentido.

15
El modelo de inteligibilidad histórica es, en resumen, el de la narración literaria. Los que
gustamos de leer y escuchar relatos podemos determinar con facilidad si la trama tiene
sentido y es coherente, o si la historia ha quedado sin final. Si tanto la narrativa histórica
como la literaria se caracterizan por los mismos modelos de lo que tiene sentido y lo que
estructura una historia, entonces deja de parecer un problema teórico urgente la distinción
entre ambas.

Asimismo, la teoría ha insistido en la importancia crucial que en muchos textos no literarios


-ya se trate de las narraciones freudianas de casos clínicos o de obras de discusión filosófica-
tienen recursos retóricos como la metáfora, que se creía definitoria de la literatura, pero solía
concebirse como meramente ornamental en otros tipos de discurso. Al mostrar cómo una
figura retórica puede dar forma al pensamiento en discursos no literarios, los teóricos han
demostrado la profunda literariedad de esos textos supuestamente no literarios, complicando
así la separación entre lo literario y lo no literario.

Sin embargo, el mismo hecho de referirnos al descubrimiento de la «literariedad» de


fenómenos no literarios para describir esta situación indica que la noción de literatura
continúa desempeñando un determinado papel que debemos desentrañar.

¿De qué pregunta se trata?

Nos encontramos de vuelta en la pregunta inicial, «¿Qué es la literatura?», que no encuentra


respuesta. ¿De qué pregunta se trata, sin embargo? Si fuera un niño de cinco años el que se
acercara a preguntármelo, lo tendría fácil: «La literatura son los cuentos, los poemas y el
teatro», le diría. Pero si me lo pregunta un teórico, es difícil saber cómo afrontar la pregunta;
quizá me interpela sobre la naturaleza general del objeto «literatura», que los dos conocemos
a fondo. ¿Qué tipo de objeto o de actividad es? ¿Qué hace? ¿A qué fin atiende? En tal caso,
«¿Qué es literatura?» no reclama una definición, sino más bien un análisis, incluso la
discusión sobre por qué hay que ocuparse de la literatura.

Pero «¿Qué es literatura?» podría ser igualmente una pregunta sobre los rasgos distintivos
de las obras que coincidimos en llamar literarias: ¿qué las distingue de las no literarias?,
¿qué diferencia a la literatura de otras actividades o entretenimientos del ser humano? Esta
cuestión podría tener como origen el dudar sobre cómo decidir qué libro es literatura y cuál
no; pero es más probable que ya se tenga una idea previa de qué se considera literario y se
quiera saber algo diferente: ¿existen rasgos distintivos esenciales presentes en todas las
obras literarias?

Es difícil responder a eso. La teoría ha pugnado por encontrar la respuesta, pero sin
demasiado éxito. Las razones están al alcance de todos: las obras literarias son de todos los
tamaños y colores, y la mayoría parece tener más aspectos en común con obras que pocas
veces llamamos literatura que con otras que son reconocidamente literarias. Así, Jane Eyre,
de Charlotte Bronté, se parece bastante más a una autobiografía que a un soneto; y un
poema de Robert Burns -«My love is like a red, red rose» («Mi amada es una rosa, una rosa
roja»)- se parece más a una canción popular que a Hamlet. ¿Existen rasgos compartidos por
los poemas, las obras de teatro y las novelas que los distingan de, pongamos por caso, las
canciones, la transcripción de una conversación o las autobiografías?

16
Perspectiva histórica

Basta con contemplarla bajo una ligera perspectiva histórica para que la cuestión se nos
complique más. Lo que hoy llamamos literatura se ha venido escribiendo desde hace más de
veinticinco siglos, pero el sentido actual de la palabra literatura se remonta a poco más allá
de 1800. Antes de esa fecha, literatura y términos afines en otras lenguas europeas
significaban «escritos» o «conocimiento erudito». Todavía hoy se conserva en inglés o
alemán la acepción común de «bibliografía» o «estudios» para litterature y Literatur, e incluso
en español cabe esa acepción cuando se habla, por ejemplo, de «literatura médica». Las
obras que hoy se estudian como literatura inglesa, española o latina en las escuelas y
universidades antes se consideraban sólo ejemplos excelsos del uso posible del lenguaje y la
retórica, y no un tipo particular de escritura. Eran muestras de una categoría mayor de
prácticas ejemplares de la escritura y el pensamiento, que incluía el discurso retórico, los
sermones, la historia y la filosofía. No se pedía a los estudiantes que los interpretaran, en el
sentido en que se interpretan hoy las obras literarias, procurando explicar «de qué tratan en
realidad». Se llevaban a cabo otras tareas; los estudiantes memorizaban las obras,
estudiaban su gramática, identificaban sus figuras retóricas y las estructuras o
procedimientos de la argumentación. Una obra como la Eneida de Virgilio, que hoy se estudia
como literatura, recibía un trato muy diferente en las escuelas de antes de 1850.

El sentido moderno de literatura en Occidente, entendida como un escrito de imaginación,


tiene su origen en los teóricos del Romanticismo alemán de la transición de los siglos xviii y
xix y, por buscar una fuente concreta, en el libro que publicó en 1800 la baronesa francesa
Madame de Staél, muy cercana a los primeros románticos alemanes: De la literatura
considerada en sus relaciones con las instituciones sociales. Pero incluso si nos limitamos a
los dos últimos siglos, la categoría de literatura escapa a nuestra definición: ¿acaso ciertas
obras que hoy consideramos literatura -poemas sin rima ni metro aparente, escritos en el
lenguaje propio de la conversación ordinaria- hubieran cumplido los requisitos para que
Madame de Staél los calificara de «literatura»? Y deberíamos dar entrada en nuestras
consideraciones a las culturas no europeas, lo que complica todavía más la cuestión. Uno
siente la tentación de abandonar y concluir que es literatura lo que una determinada sociedad
considera literatura; un conjunto de textos que los árbitros de esa cultura reconocen como
pertenecientes a la literatura.
Desde luego, una conclusión como esta es totalmente insatisfactoria. No resuelve la cuestión,
sólo la desplaza; en lugar de preguntarnos qué es la literatura, debemos preguntarnos ahora
qué es lo que nos impulsa (a nosotros, o a los miembros de otra sociedad) a tratar algo como
literatura. Sin embargo, lo mismo ocurre en otras categorías, que no se refieren a
propiedades específicas sino sólo a los criterios, variables, de cada grupo social. Tómese por
ejemplo una pregunta como «¿Qué es una mala hierba?». ¿Existe una esencia de la
«malayerbidad», un algo especial, un no sé qué, que las malas hierbas comparten y que las
distingue de las otras plantas? Quien con su mejor voluntad se haya puesto a escardar un
jardín sabe cuánto cuesta distinguir una mala hierba de las otras plantas, y se preguntará
cuál es el secreto. ¿Qué puede ser? ¿Cómo se reconoce una mala hierba? Bien, el secreto
es que no hay secreto. Las malas hierbas son sencillamente plantas que los jardineros no
quieren que crezcan en su jardín.

Quien tenga curiosidad por ellas perderá el tiempo si busca la naturaleza botánica de la
«malayerbidad», las características físicas o formales que hacen que una planta sea una 17
mala hierba. En lugar de eso hay que emprender estudios históricos, sociológicos y quizá
psicológicos sobre los tipos de planta que se consideran indeseables por parte de diferentes
grupos en diferentes lugares.

Quizá la literatura es como las malas hierbas. Pero esta respuesta no elimina la pregunta; la
reformula de nuevo: ¿qué elementos de nuestra cultura entran en juego cuando tratamos un
texto como literatura?

Tratar textos como literatura

Supongamos que nos encontramos con una frase como la siguiente:

We dance round in a ring and suppose, But


the Secret sits in the middle and knows.

Bailamos en círculo y suponemos, Pero el


Secreto sabe, sentado en el centro.)

Bueno, ¿de qué se trata, y cómo lo sabemos? Dependerá en gran parte de dónde
encontremos este texto. Si aparece en el apartado de horóscopo de un periódico, no será
más que una redacción inusualmente enigmática; pero si tiene valor de ejemplo, como en
esta ocasión, podemos indagar las diversas posibilidades que nos ofrecen los usos corrientes
del lenguaje. ¿Es quizá una adivinanza, y nos toca adivinar el Secreto? O tal vez se trate de
publicidad de un producto nuevo, el Secreto, pues es frecuente que la publicidad recurra a la
rima -«Winston tastes good, like a cigarette should», «Recuérdalo: con agua sólo cueces, con
Avecrem enriqueces»- y se ha ido volviendo progresivamente 1 más enigmática, para intentar
impactar a un público cada vez cansado. Aun así, esta frase parece desligada de todo
contexto práctico imaginable, incluida la venta de un producto. Si añadimos que el texto rima
y que, tras las dos primeras palabras, sigue un esquema rítmico regular de alternancia de
sílabas átonas y tónicas (róundin-a-ríng-and-suppóse), surge la posibilidad de que este texto
pueda ser poesía, una muestra de literatura.

Algo no cuadra del todo, sin embargo; lo que origina la posibilidad de que estemos ante un
texto literario es que no tiene utilidad práctica evidente, pero ¿podemos conseguir ese mismo
efecto si sacamos otras frases del contexto en que se clarifica su función? Tomemos una
frase de un libro de instrucciones, un prospecto, un anuncio, un periódico, y escribámosla
aislada sobre el papel:

Agítese enérgicamente y déjese reposar cinco minutos.

¿Es literatura? ¿Lo he convertido en literatura al sacarlo del contexto práctico de unas
instrucciones? Tal vez sí, pero no está muy claro que lo haya logrado. Parece que nos falta
algo: la frase no tiene recursos que nos permitan trabajar sobre ella. Para que fuera literatura
necesitaríamos, acaso, inventar un título cuya relación con el «verso» creara problemas y
obligara a ejercitar la imaginación: «El secreto», por ejemplo, o «La esencia

1
Es la marca premium de caldos de la firma española Gallina Blanca y por tanto sólo está disponible en el mercado
europeo. Bajo esta marca se distribuyen salsas, sazonadores y los ya indispensables cubitos de caldo.

18
de la compasión».

No obstante, sería bastante más fácil si la frase sonara algo así como «Una nube de azúcar
al alba, en la almohada», que parece tener más oportunidades de ser literatura, pues no
puede ser nada más que una imagen, lo que invita a un cierto tipo de atención, invita a
pensar. Eso sucede con los textos en los que la relación entre forma y contenido puede dar
que pensar. En esta perspectiva, la frase que abre un libro de filosofía como el de W. O.
Quine, From a Logical Point of View, podría ser considerada un poema:
Una cosa extraña sobre el problema
ontológico es su sencillez.

Dispuesta en la página en esas tres líneas y rodeada de intimidatorios márgenes de silencio,


la frase puede despertar una forma de atención que podríamos llamar «literaria»: un interés
por las palabras, por cómo se relacionan entre sí, qué implican, y especialmente un interés
por saber cómo se relacionan lo dicho y la manera en que se dice. Es decir, por estar escrita
de esa manera, la frase parece capaz de responder a la idea moderna de poema y al tipo de
atención que se asocia hoy con la literatura. Si alguien nos dijera este enunciado, le
preguntaríamos qué quiere decir; pero al tomarlo como un poema, la pregunta ya no es la
misma; no se trata de qué quiere decir el emisor o el autor, sino qué quiere decir el poema;
cómo funciona su lenguaje; qué hace este texto, en definitiva.

Si aislamos la primera frase, «Una cosa extraña», se deriva la cuestión de qué es una cosa y
cuándo una cosa es extraña. «¿Qué es una cosa?» es precisamente una de las cuestiones
de la ontología, la ciencia del ser, el estudio de lo que es o existe. Pero «cosa» en el
sintagma «una cosa extraña» no se refiere a un objeto físico, sino a algo parecido a una
relación o un aspecto que no parecen existir de la misma manera que existe una casa o una
piedra. La frase, por tanto, postula la sencillez pero no practica lo que postula, sino que
ilustra, en esa ambigüedad de la cosa, una parte de los imponentes problemas que afronta la
ontología. Sin embargo, la propia sencillez del poema -el hecho de que se pare después de
«sencillez», como si no fuera necesario añadir nada- otorga credibilidad a la por otra parte
inverosímil afirmación de la sencillez. En cualquier caso, si la aislamos de este modo, la frase
puede generar una actividad como la que hemos desarrollado: el modelo de actividad
interpretativa que asociamos con la literatura.

¿Qué nos dicen sobre la literatura experimentos como estos? Nos sugieren, en primer lugar,
que si se aísla el lenguaje de otros contextos, si se lo separa de otros propósitos, puede ser
luego interpretado como la literatura (a condición de que posea algunas cualidades que le
permitan responder a esa forma de interpretación). Si la literatura es lenguaje
descontextualizado, apartado de otras funciones o propósitos, es también en sí misma un
contexto, que suscita formas especiales de atención. Así, por ejemplo, el lector de literatura
prestará atención a la complejidad potencial del texto y buscará significados implícitos; sin
que ello implique, además, que el enunciado le esté exigiendo un comportamiento concreto.
Describir la «literatura» sería, entonces, determinar qué conjunto de supuestos y operaciones
interpretativas aplica el lector en su acercamiento a esos textos.

Las convenciones de la literatura


19
El análisis de la narración (y englobamos bajo «narración» desde la anécdota personal a una
novela entera) ha permitido observar la vigencia de un acuerdo o convención que, aunque se
presenta bajo el formidable nombre de «principio de cooperación hiperprotegido», es en
realidad muy sencillo. Por una parte, nuestra comunicación diaria depende de una
convención fundamental: los participantes cooperan unos con otros y, por tanto, se
comprometen a intercambiarse información relevante para la conversación. Si le pregunto a
alguien si Manuel es un buen estudiante y me responde que «suele ser puntual», interpretaré
la respuesta presuponiendo que mi interlocutor coopera conmigo y que lo que me dice es
relevante; de modo que no me quejaré de que no me haya respondido, sino que entenderé
que la respuesta está implícita y se quiere decir que, aparte de la puntualidad, poco más se
puede añadir de positivo sobre Manuel como estudiante.

Mientras no se demuestre lo contrario, un hablante presupone que la persona con la que


habla coopera con él.

En cuanto a la narración literaria, considerémosla parte de una clase mayor de textos, los
«textos expositivos narrativos»; la relevancia de estos enunciados no depende de la
información que aportan a su oyente o lector, sino de su «explicabilidad». Tanto si explicamos
una anécdota a un amigo como si escribimos una novela para la posteridad, lo que hacemos
es muy diferente de lo que se hace, por ejemplo, al testificar en un juicio: intentamos crear
una historia que «valga la pena» para el oyente; que tenga algún tipo de finalidad o de
sentido, que divierta o entretenga. Lo que distingue a los textos literarios de otros textos
expositivos igualmente narrativos es que han superado un proceso de selección: han sido
publicados, reseñados e impresos repetidamente, de modo que un lector se acerca a ellos
con la seguridad de que a otros antes que a él les ha parecido que estaban bien construidos
y «valían la pena». Por tanto, en la comunicación literaria, el principio de cooperación está
«hiperprotegido». Nos haremos cargo de las oscuridades o irrelevancias manifiestas que
encontremos, sin suponer que carecen de sentido. El lector presupone que las dificultades
que le causa el lenguaje literario tienen una intención comunicativa y, en lugar de imaginar
que el hablante o el escritor no está cooperando en la comunicación (como podríamos pensar
en otros contextos), se esforzará por interpretar esos elementos que incumplen las
convenciones de la comunicación eficiente integrándolos en un objetivo comunicativo
superior. La «literatura» es una etiqueta institucionalizada que nos permite esperar
razonablemente que el resultado de nuestra esforzada lectura «valdrá la pena»; y gran parte
de las características de la literatura se deriva de la voluntad de los lectores de prestar
atención y explorar las ambigüedades, en lugar de correr a preguntar «¿qué quieres decir
con eso?».

La literatura, podríamos concluir, es un acto de habla o un suceso textual que suscita ciertos
tipos de atención. Contrasta con otras clases de actos de habla, como es el transmitir
información, preguntar o hacer una promesa. En la mayoría de casos, lo que como lectores
nos impele a tratar algo como literatura es, sencillamente, que lo encontramos en un contexto
que lo identifica como tal: en un libro de poemas, en un apartado de una revista o en los
anaqueles de librerías y bibliotecas.

Una incógnita pendiente

Nos queda todavía una incógnita por resolver. ¿Hay acaso, maneras especiales de manejar el
lenguaje que nos indiquen que lo que leemos es literatura? ¿O, por el contrario, 20
cuando sabemos que algo es literatura le prestamos una atención diferente a la que damos a
los periódicos y, en resultas, encontramos significados implícitos y un manejo especial del
lenguaje? La respuesta más factible es que se dan ambos casos; a veces el objeto tiene
características que lo hacen literario y otras veces es el contexto literario el que motiva la
decisión. Que el lenguaje esté estructurado de forma rigurosa no es suficiente para convertir
un texto en literario; no hay ningún texto más estructurado que la guía de teléfonos... Y no
podemos tampoco convertir el primer texto que se nos ocurra en literario con solo aplicarle
ese calificativo; no puedo tomar mi viejo manual de química y leerlo como una novela.

Por una parte, entonces, la literatura no es un mero marco en el que quepa cualquier forma
de lenguaje, y no todas las frases que dispongamos en un papel como si fueran un poema
lograrán funcionar como literatura. A su vez, no obstante, la literatura es más que un uso
particular del lenguaje, pues muchas obras no hacen ostentación de esa supuesta diferencia;
funcionan de un modo especial porque reciben una atención especial.

Nos las vemos con una estructura complicada. Las dos perspectivas se superponen
parcialmente, se entrecruzan, pero no parece que se derive una síntesis. Podemos pensar
que las obras literarias son un lenguaje con rasgos y propiedades distintivas, o que son
producto de convenciones y una particular manera de leer. Ninguna de las dos perspectivas
acoge satisfactoriamente a la otra, y tenemos que conformarnos con saltar de una a otra.
Apuntaré a continuación cinco consideraciones que la teoría ha propuesto sobre la naturaleza
de la literatura: en cada una partimos de un punto de vista razonable, pero al final debemos
hacer concesiones a las otras propuestas.

La naturaleza de la literatura
1. La literatura trae «a primer plano» el lenguaje

Se suele decir que la «literariedad» reside sobre todo en la organización del lenguaje, en una
organización particular que lo distingue del lenguaje usado con otros propósitos. La literatura
es un lenguaje que trae «a primer plano» el propio lenguaje; lo rarifica, nos lo lanza a la cara
diciendo «¡Mírame! ¡Soy lenguaje!», para que no olvidemos que estamos ante un lenguaje
conformado de forma extraña. La poesía, de modo quizá más evidente que los otros géneros,
organiza el sonido corriente del lenguaje de forma que lo percibamos. Veamos el comienzo
de un soneto de Miguel Hernández:

Tu corazón, una naranja helada con un


dentro sin luz de dulce miera y una
porosa vista de oro: un fuera venturas
prometiendo a la mirada.

La disposición lingüística pasa a primer término (escúchese la repetida presencia de las


erres, además del ritmo acentual o la rima), y aparecen imágenes de objetos inusuales como
«un dentro sin luz»; todo indica que estamos ante un manejo especial del lenguaje que
quiere atraer nuestra atención hacia las propias estructuras lingüísticas.

Pero es igualmente cierto que la mayoría de lectores no perciben los patrones lingüísticos a
no ser que algo aparezca identificado como literatura. Al leer prosa corriente no estamos 21
escuchando. El ritmo de mi frase anterior, por ejemplo, no habrá dejado huella en el oído del
lector; pero si asoma una rima, el lector ya no escatima su atención y se aproxima... a
escuchar atentamente. La rima, que es una señal convencional de literariedad, nos hace
percibir el ritmo que previamente ya estaba en la frase. Cuando el texto que tenemos delante
se etiqueta como literario, estamos dispuestos a prestar atención a cómo se organizan los
sonidos y otros elementos del lenguaje que generalmente nos pasan inadvertidos.

2. La literatura integra el lenguaje

La literatura es un lenguaje en el que los diversos componentes del texto se relacionan de


modo complejo. Si me llega una carta al buzón pidiéndome colaboración para una causa
noble, difícilmente encontraré que su sonido sea un eco del sentido; pero en literatura hay
relaciones -de intensificación o de contraste y disonancia- entre las estructuras de los
diferentes niveles lingüísticos: entre el sonido y el sentido, entre la organización gramatical y
la estructura temática. Una rima, al unir dos palabras (helada/mirada), nos lleva a relacionar
su significado (la «mirada helada» podría resumir la actitud que el yo poético percibe en su
amada).

Pero ninguna de las dos propuestas vistas hasta ahora, ni ambas en conjunto, nos definen
qué es la literatura. No toda la literatura trae a primer término el lenguaje como se sugiere en
la consideración 1, pues muchas novelas no lo hacen:

Una muralla de piedra, negruzca y alta, rodea a Urbía. Esta muralla sigue a lo largo del
camino real, limita el pueblo por el norte, y al llegar al río se tuerce, tropieza con la iglesia, a
la que coge, dejando parte del ábside fuera de su recinto, y después escala una altura y
envuelve la ciudad por el sur.

Con estas palabras empieza no una guía rural, sino Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja.
Igualmente, no todos los textos que traen el lenguaje a un primer plano son literatura; los
trabalenguas («Tres tristes tigres comían trigo en un trigal») son considerados literatura muy
raramente, pero llaman la atención sobre el lenguaje mismo, además de lenguarnos la traba.
Los anuncios publicitarios hacen gala de los recursos lingüísticos más llamativos de forma
muchas veces más radical que la poesía, y la integración de los diferentes niveles lingüísticos
puede ser más chillona. Así, Roman Jakobson cita como ejemplo clave de la función poética
no un verso de un poema, sino el eslogan político de la campaña presidencial de Dwight D.
(«Ike») Eisenhower: I like Ike («Me gusta Ike»). A través de un juego de palabras, resulta que
tanto yo -I, el sujeto de la frase- como el candidato Ike -el objeto del verbo- estamos
integrados en el núcleo verbal: like-gustar. ¿Cómo no va a gustarme si líke y Ike son incluso
difíciles de distinguir? Parece que hasta al lenguaje le guste ese ajuste... En definitiva, no se
trata tanto de que las relaciones entre los niveles lingüísticos sean relevantes sólo en
literatura, sino de que en literatura es más probable que busquemos y encontremos un uso
productivo de la relación entre forma y contenido o entre tema y lenguaje; y al intentar
entender en qué contribuye cada elemento al efecto global, hallaremos integración, armonía,
tensión o disonancia.

Las explicaciones de la literariedad que recurren a la rarificación o la integración del lenguaje


no conducen a tests que pueda aplicar, pongamos, un marciano para separar la literatura de
las otras formas de escritura. Sucede más bien que estas explicaciones -como la mayoría de
pretensiones de definir la naturaleza de la literatura- dirigen la atención a 22
determinados aspectos de la literatura que se consideran esenciales. Leer un texto como
literatura, nos dicen estas aproximaciones, es mirar ante todo la organización del lenguaje; no
es leerlo como expresión de la psique del autor o como reflejo de la sociedad que lo ha
producido.
3. La literatura es ficción

Una de las razones por las que el lector presta una atención diferente a la literatura es que su
enunciado guarda una relación especial con el mundo; una relación que denominamos
«ficcional». La obra literaria es un suceso lingüístico que proyecta un mundo ficticio en el que
se incluyen el emisor, los participantes en la acción, las acciones y un receptor implícito
(conformado a partir de las decisiones de la obra sobre qué se debe explicar y qué se supone
que sabe o no sabe el receptor). Las obras literarias se refieren a personajes ficticios y no
históricos (Emma Bovary, Huckleberry Finn, el capitán Alatriste), pero la ficcionalidad no se
limita a los personajes y los acontecimientos. Los elementos «deícticos» del lenguaje
(elementos de orientación, cuya referencia depende de la situación de enunciación), como los
pronombres (yo, tú) o los adverbios de tiempo y lugar (aquí, allá, arriba, hoy, ayer, mañana),
funcionan de un modo particular en las obras literarias. El ahora de un poema («Agora que sé
d'amor me metéis monja», como dice la canción tradicional) no se refiere al instante en que
se compuso el poema o se publicó por primera vez, sino al tiempo interno del poema, propio
del mundo ficticio de lo narrado. Y el «yo» que aparece en un poema, como el de Lorca «Y
que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela», es también ficcional; se refiere al yo
que dice el poema, que puede ser muy diferente del individuo empírico, Federico García
Lorca. (Puede haber vínculos muy estrechos entre lo que le sucede al yo poético o al yo
narrador y lo que le haya sucedido al escritor en un momento de su vida. Pero un poema de
un escritor viejo puede presentarse en la voz de un yo poético joven y viceversa. Y, de forma
más evidente en el caso de la novela, el narrador, el personaje que dice «yo»; al par que
cuenta la historia, puede tener experiencias y expresar opiniones muy diferentes de las de
sus autores.) En la ficción, la relación entre lo que dice el yo ficcional y lo que piensa el autor
real es siempre materia de debate. Lo mismo., sucede con la relación entre los sucesos
ficticios y las circunstancias del mundo. El discurso no ficcional acostumbra a integrarse en
un contexto que nos aclara cómo tomarlo: un manual de instrucciones, un informe
periodístico, la carta de una ONG. Sin embargo, el concepto de ficción deja abierta,
explícitamente, la problemática de sobre qué trata en verdad la obra ficcional. La referencia al
mundo no es tanto una propiedad de los textos literarios como una función que la
interpretación le atribuye. Si quedo con alguien para cenar «en el Hard Rock Café, mañana, a
las diez», él o ella entenderán que es una invitación concreta e identificarán la referencia
espacial y temporal según el contexto de la enunciación («mañana» será por ejemplo el 14
de junio de 2003, «las diez» son las diez de la noche, hora peninsular). Pero cuando el poeta
Ben Jonson escribe un poema «Invitando a un amigo a cenar», la ficcionalidad del poema
conlleva que su relación con el mundo esté sujeta a interpretaciones: el contexto del mensaje
es literario y hay que decidir si consideramos que el poema caracteriza sobre todo la actitud
de un emisor ficcional, si bosqueja un modo de vida pretérito o si sugiere que la amistad y los
placeres humildes son esenciales para la felicidad humana.

¿Cómo interpretar Hamlet? Entre otras cosas, deberemos decidir si creemos que trata,
pongamos, de los problemas de los príncipes daneses o bien del dilema del hombre del
Renacimiento que experimenta cambios en la concepción del yo; o si quizá habla de las
relaciones en general de los hombres con su madre, o tal vez afronta la cuestión de cómo 23
una representación (incluyendo una representación literaria) afecta a la manera en que
damos sentido a nuestra experiencia. Hay referencias a Dinamarca a lo largo y ancho de la
obra, pero eso no significa que sea necesario leer Hamlet como una obra sobre Dinamarca;
esa es una decisión interpretativa. Podemos relacionar la obra con el mundo en diferentes
niveles. La ficcionalidad de la literatura separa el lenguaje de otros contextos en los que
recurrimos al lenguaje, y deja abierta a interpretación la relación de la obra con el mundo.

4. La literatura es un objeto estético

Las tres características de la literatura que hemos visto hasta aquí -los niveles
suplementarios de la organización lingüística, la separación de los contextos prácticos
de enunciación y la relación ficcional con el mundo- se pueden agrupar bajo el
encabezamiento de «función estética del lenguaje». Estética es el nombre tradicional de la
teoría del arte, que ha debatido por ejemplo si la belleza es una propiedad objetiva de las
obras de arte o si se trata de una respuesta subjetiva de los espectadores, o también cómo
se relaciona lo bello con lo bueno y lo verdadero.

Para Immanuel Kant, el teórico principal de la estética moderna en Occidente, recibe el


nombre de «estético» el intento de salvar la distancia entre el mundo material y el espiritual,
entre el mundo de las fuerzas y las magnitudes y el mundo de los conceptos. Un objeto
estético, como podría ser una pintura o una obra literaria, ilustra la posibilidad de reunir lo
material y lo espiritual gracias a su combinación de forma sensorial (colores, sonidos) y
contenido espiritual (ideas). Una obra literaria es un objeto estético porque, con las otras
funciones comunicativas en principio puestas entre paréntesis o suspendidas, conduce al
lector a considerar la interrelación de forma y contenido.

Los objetos estéticos, para Kant y otros teóricos, tienen una «finalidad sin finalidad». Su
construcción tiene una finalidad; se los organiza para que todas sus partes cooperen para
lograr un fin. Pero esa finalidad es la propia obra de arte, el placer de la creación o el placer
ocasionado por la obra, no una finalidad externa. En la práctica, esto supone que considerar
un texto como literario es preguntar cómo contribuyen las partes al efecto global, pero en
ningún caso creer que la intención última de una obra es cumplir un objetivo, como por
ejemplo informamos o convencernos. Cuando decíamos que una narración es un acto de
lenguaje cuya relevancia depende de su «explicabilidad», quedaba implícito que hay una
finalidad en las historias (cualidades que pueden convertirla- en «buenas historias»), pero que
ésta no se enlaza con propósitos externos; en ese momento estamos describiendo la función
afectiva, estética, de las historias, incluidas las no literarias. Una buena historia se puede
explicar, impacta en el lector o el oyente como algo que «vale la pena». Quizá divierta o
enseñe o provoque, puede ocasionar una variedad de efectos, pero no podemos definir las
buenas historias, en general, dependiendo de si originan alguno de estos efectos.

5. La literatura es una construcción intertextual o autorreflexiva

La teoría reciente ha defendido que las obras literarias se crean a partir de otras obras, son
posibles gracias a obras anteriores que las nuevas integran, repiten, rebaten o transforman.
Esta noción se designa a veces con el curioso nombre de «intertextualidad». Una obra existe
entre otros textos, a través de las relaciones con ellos. Leer algo como literatura es
considerarlo un suceso lingüístico que cobra sentido en relación con otros 24
discursos: por ejemplo, cuando un poema juega con las posibilidades creadas por los
poemas previos, o una novela escenifica y critica la retórica política de su tiempo. El soneto
de Shakespeare «My mistress' eyes are nothing like the sun» («Los ojos de mi señora no son
comparables con el Sol») recoge las metáforas de la tradición previa de poesía amorosa para
negarlas («But no such roses see 1 in her cheeks», «yo no veo rosas tales en sus mejillas»);
para negarlas como medio de elogiar a una mujer que «cuando camina, pisa en el suelo»
(«when she walks, treads on the ground»). El poema tiene sentido en relación con la tradición
que lo hace posible.

[ Quizá sea la frase bíblica "No hay nada nuevo bajo el sol" la que mejor resuma el carácter
último que tiene la intertextualidad: todo texto es, en mayor o menor medida, producto de la
influencia de otros con los que el autor ha entrado en contacto.

La cuestión intertextual ha sido estudiada ampliamente por críticos de las escuelas europeas
y americanas, a pesar de lo cual existen todavía puntos divergentes a la hora de proporcionar
una denominación concreta, única y válida de la intertextualidad. Empezaremos pues por
intentar acercarnos a la definición del fenómeno intertextual mediante las teorías de una serie
de autores que han trabajado sobre éste, para aclarar después de que concepto o conceptos
vamos a partir en este estudio..

Planteamientos teóricos Julia Kristeva afirma que cada texto está construído como un
"mosaico de citaciones", lo que implica el reconocimiento de la intertextualidad como un
fenómeno que se encuentra en la base del texto literario. "Todo texto es la absorción o
transformación de otro texto", ha dicho Kristeva.

Riffaterre considera la intertextualidad como la percepción por parte del lector de la relación
entre una obra y otras que la preceden. En "Palimsestos", habla Genette de un total de cinco
relaciones transtextuales. La primera, la intertextualidad, la define como "una relación de
copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la
presencia efectiva de un texto en otro. Su forma más explícita y literal es la cita (con
comillas, con o sin referencia precisa)...el plagio, que es una copia no declarada pero literal...
la alusión, es decir, un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su
relación con otro enunciado al que remite necesariamente tal o cual de sus inflexiones, no
perceptible de otro modo".

En el mismo trabajo hace una crítica de la definición que de intertextualidad ofrece Riffaterre,
por considerar que ésta incluye el total de los cinco casos de transtextualidad "...las
relaciones estudiadas por Riffaterre pertenecen siempre al orden de las microestructuras
semántico-estilísticas, al nivel de la frase o del fragmento breve, generalmente poético. La
huella intertextual, según Riffaterre, es más bien (como la alusión) del orden de la figura
puntal, del detalle, que de la obra estudiada en su estructura de conjunto" .

Efectivamente, Riffaterre está identificando la intertextualidad con el conjunto del fenómeno


literario , y así el concepto es demasiado amplio. Genette, sin embargo, pretende aplicar al
término una acepción tan concreta que no nos permite aplicarlo más que en casos muy
determinados. Quizá lo más correcto sería hablar de distintos tipos de relación intertextual

25
En su artículo "Intertexte et autotexte" ("Poetique". no 26, París, 1976), Lucien Dällenbach
cita los trabajos de Jean Ricardou, que en un estudio presentado en 1974 propone establecer
la diferencia entre una intertextualidad general y una intertextualidad limitada, y que ya
en 1971 había demarcado la distinción entre intertextualidad externa (entendida como la
influencia de un texto en otro texto) y una intertextualidad interna (influencia de un texto en
sí mismo). Por su parte, Dällenbach propone reconocer "l'existence, à cote de l'intertextualité
générale et de l'intertextualité restreinte, d'une intertextualité autarcique" . Para el autor
francés existen tres tipos de intertextualidad: la general (entre distintos autores);
restreinte/restringida (entre distintos textos de un mismo autor) y autarcique/autárquica (la
que se encuentra dentro de un solo texto).

Las definiciones son útiles como punto de partida para establecer luego otras diferencias. No
seguiremos, sin embargo, las denominaciones que Dallenbach aplica al hacer su
clasificación, por encontrar su término "Intertextualidad general" demasiado ambiguo en la
concepción que de él se tiene.

La intertextualidad, tal como se entiende en el presente , obedece más en su concepción a lo


que Genette califica de hipertextualidad dentro de su clasificación de las relaciones
transtextuales: "Entiendo por ello toda relación que une un texto B (que llamaré
hipertexto) a un texto anterior A (que llamaré hipotexto) en el que se injerta de una
manera que no es la del comentario...Para decirlo de otro modo, tomemos una noción
general de texto de segundo grado o texto derivado de otro texto preexistente ".

Ejemplos de intertextualidad en García Márquez

Intertextualidad general

En su "Palimsestos" escribe Genette "para transformar un texto, puede bastar con un gesto
simple y mecánico (...) ; para imitarlo, en cambio, es preciso adquirir un dominio al menos
parcial, el dominio de aquel de sus caracteres que se ha elegido para la imitación" . Dentro de
la dinámica intertextual creo que sería interesante clasificar aisladamente aquellos textos
cuya temática y cuyo sentido último están tan ligados a un texto anterior que pueden
entenderse como una forma de imitación. La opera prima del autor colombiano es un texto
derivado de "Antígona". La referencia al clásico griego no puede ser más clara: "La
Hojarasca" se inicia con una cita de la tragedia de Sófocles. Como en "Antígona", la esencia
del texto no es otra que la contravención de la voluntad general por parte de un personaje
individual. Tanto en "Antígona" como en "La Hojarasca", un hombre ha sido condenado a
permanecer insepulto por haber sido considerado traidor a su pueblo. En las dos obras, un
personaje toma la decisión personal de llevar a cabo el enterramiento, oponiéndose así a la
intención popular de castigar al culpable aún después de su muerte.

Intertextualidad de caracteres

El personaje de Remedios la Bella, la muchacha de hermosura sobrenatural que se eleva a


los cielos en "Cien años..." tiene, a decir de los críticos, mucho que ver con otros personajes
femeninos. En "Intertextuality in GM", Arnold N. Pinuel propone a Remedios la Bella como una
parodia de la Virgen María. Por su parte , Samuel García: "Tres mil años de literatura en Cien
años de soledad. Intertextualidad en la obra de GM" coloca en paralelo los personajes de
Remedios La Bella y de Helena de Troya, no sólo por la belleza 26
física que es característica común a ambas, sino sobre todo por las consecuencias trágicas
de esta. Remedios La Bella provoca la muerte de cuantos se enamoran de ella. Y, como
recuerda Samuel García, de Helena de Troya decían los ancianos "No es reprensible que
troyanos y aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como esta". Sin
embargo, el referente más próximo a Remedios la Bella parece estar en el personaje
faulkneriano de Eula Snopes. La característica definitoria de ambas no es tanto su hermosura
casi suprahumana, sino su ignorancia sobre el efecto que esta belleza causa sobre los
hombres, así como su candor absoluto que raya casi en el retraso mental. No es la única
influencia faulkneriana que encontraremos en García Márquez. Es curioso que el autor afirme
que comenzó a leer a Faulkner cuando ya los críticos acusaban influencias del escritor
americano en la narrativa del de Colombia.

García Márquez ha escrito en un artículo, que Faulkner "el hombre que descubrió dentro de
América ese otro continente ignorado que es el condado de Yoknapatawpha". Quizá en esa
frase, escrita por el autor cuando tenía sólo veintitrés años y todavía no había publicado su
primera novela, está el germen de las concomitancias innegable entre Yoknapatawpha y
Macondo. ]

Si leer un poema como literatura es relacionarlo con otros poemas, comparar y contrastar la
manera en que crea sentido con la manera en que lo crean otros, resulta posible por tanto
leer los poemas como si en cierta medida trataran sobre la propia poesía: se relacionan con
las operaciones de la imaginación y la interpretación poética. Estamos aquí ante otra noción
que ha sido importante en la teoría reciente: la literatura reflexiona sobre sí misma, es
«autorreflexiva». Las novelas tratan hasta cierto punto de las novelas, de qué problemas y
qué posibilidades se encuentran al representar y dar forma o sentido a nuestra experiencia.
Desde esta perspectiva, Madame Bovary se puede leer como la exploración de las relaciones
entre la «vida real» de Emma Bovary y la manera en que tanto las novelas románticas que
ella lee como la propia novela de Flaubert dan sentido a esa experiencia. Siempre podemos
preguntar a una novela (o a un poema) cómo lo que deja implícito sobre la construcción del
sentido es un comentario a la manera en que lleva a cabo la construcción del sentido. En la
práctica literaria, los autores persiguen renovar o hacer avanzar la literatura y con ello,
implícitamente, reflexionan sobre ella. Pero de nuevo, hallaremos que esta característica se
da por igual en otras formas: el significado de un adhesivo de coche, como el de un poema,
puede depender de los adhesivos anteriores: el eslogan reciente «Nuke a Whale for Jesus!»
(«¡Haga estallar una ballena, por Dios!») no tiene sentido sin sus precedentes «No nukes»
(«Armas nucleares no»),«Save the Whales» («Salvemos las ballenas») y «Jesus
saves»(«Jesús te salva»), y se podría decir, sin duda, que «Nuke a Whale for Jesus» trata en
realidad de los adhesivos. La intertextualidad y la autorreflexividad de la literatura, por tanto,
no son un rasgo distintivo, sino el llevar a primer plano ciertos aspectos del uso del lenguaje y
ciertas cuestiones sobre la representación que se pueden observar también en otros textos.

¿Propiedades o consecuencias?

En los cinco casos hemos encontrado la situación que mencionábamos más arriba: estamos
ante lo que podemos describir como propiedades de las obras literarias, ante características
que las señalan como literarias, pero que podrían ser consideradas igualmente resultado de
haber prestado al texto determinado tipo de atención; otorgamos esta función al lenguaje
cuando lo leemos como literatura. Ninguna de estas perspectivas, 27
se diría, puede englobar al resto para convertirse en la perspectiva exhaustiva. Los rasgos
propios de la literatura no se pueden reducir ni a propiedades objetivas ni a meras
consecuencias del modo en que enmarcamos el lenguaje. Hay para ello una razón
fundamental, que ya vimos en los pequeños experimentos mentales al comienzo de este
capítulo: el lenguaje se resiste a los marcos que le imponemos. Es difícil convertir el pareado
«We dance round in a ring...» en un horóscopo de periódico, o la instrucción «Agítese
enérgicamente» en un poema que agite nuestro ánimo. Al tratar algo como literatura, al
buscar esquemas rítmicos o coherencia, el lenguaje se nos resiste; tenemos que trabajar en
él, trabajar junto a él. En definitiva, la «literariedad» de la literatura podría residir en la tensión
que genera la interacción entre el material lingüístico y lo que el lector, convencionalmente,
espera que sea la literatura. Pero lo afirmo no sin precaución, pues en las cinco
aproximaciones anteriores se ha visto que todos los rasgos identificados como características
importantes de la literatura han acabado por no ser un rasgo definitorio, ya que se observa
que funcionan por igual en otros usos del lenguaje.

Las funciones de la literatura

Al comienzo de este capítulo decíamos que la teoría literaria de los últimos veinte años no ha
concentrado sus análisis en la diferencia entre las obras literarias y no literarias. Lo que han
emprendido los teóricos es una reflexión sobre la literatura como categoría social e
ideológica, sobre las funciones políticas y sociales que se creía que realizaba ese algo
llamado «literatura». En la Inglaterra del siglo XIX, la literatura surgió como una idea de
extraordinaria importancia, un tipo especial de escritura encargado de diversas funciones. Se
convirtió en un sujeto de instrucción en las colonias del Imperio Británico, con la misión de
que los nativos apreciaran la grandeza de Inglaterra y se comprometieran, como partícipes
agradecidos, en una empresa civilizadora de alcance histórico. En la metrópoli debía
contrarrestar el egoísmo y el materialismo fomentados por la nueva economía capitalista,
ofreciendo valores alternativos a las clases medias y los aristócratas y despertando el interés
de los trabajadores por la cultura que, materialmente, los relegaba a una posición
subordinada. De una tacada, la literatura iba a enseñar la apreciación desinteresada del arte,
despertar un sentimiento de grandeza de la patria, generar compañerismo entre las clases y,
en última instancia, funcionar como sustituto de la religión, que ya no parecía capaz de
mantener unida a la sociedad.

Cualquier conjunto de textos que pueda conseguir todo eso sería, desde luego, muy especial.
¿Qué hay en la literatura para que se pudiera pensar que hacía todo eso? En ella
encontramos algo a la vez fundamental y singular: ejemplaridad. Una obra literaria es,
paradigmáticamente -tomemos Hamlet-, la historia de un personaje ficticio: se presenta, en
cierta medida, como ejemplar (si no fuera así, ¿por qué la leeríamos?), pero a la vez se
resiste a definir el ámbito de alcance de esa ejemplaridad; de aquí la facilidad con la que
lectores y críticos hablan de la «universalidad» de la literatura. La estructura de la obra
literaria es tal que resulta más sencillo tomar el texto como si nos hablara de la «condición
humana» en general que especificar qué categorías más específicas son las que describe o
ilumina. ¿Hamlet trata sólo de los príncipes, de los hombres del Renacimiento, de los jóvenes
introspectivos, o de las personas cuyo padre muere en circunstancias oscuras? Todas esas
respuestas parecen insuficientes; resulta más sencillo no responder y aceptar implícitamente,
con ello, una posible universalidad. En su particularidad, las novelas, los poemas'; y las obras
de teatro declinan explorar de qué son un ejemplo, a la vez que invitan al lector a implicarse
en los pensamientos y concepciones del narrador y sus personajes.

28
Sin embargo, la combinación de una propuesta universalizable con el hecho de que la
literatura se dirige a todos los que leen la lengua en que ha sido escrita ha desarrollado una,
potente función nacional. Benedict Anderson, en su libro Comunidades imaginadas:
reflexiones sobre el origen y la expansión del nacionalismo, una obra de historia política que
ha ejercido influencia como teoría, ha defendido que las obras literarias -particularmente la
novela- ayudaron a crear comunidades nacionales al postular una amplia comunidad de
lectores y apelar a ella; esta comunidad es limitada, pero en principio abierta a todos los que
pueden leer la lengua. «La ficción», escribe Anderson, «se filtra callada y continuadamente
en la realidad, creando esa notoria confianza de la comunidad en el anonimato que es el hito
de las naciones modernas». Presentar a los personajes, narradores, argumentos y temas de
la literatura inglesa como potencialmente universales es promover una comunidad imaginaria,
abierta pero limitada, a la cual se invita a que aspiren, por ejemplo, los súbditos de las
colonias británicas. De hecho, cuanto más se acentúa la universalidad de la literatura, ésta
puede desarrollar en mayor medida una función nacional: reivindicar la universalidad de la
visión del mundo que nos ofrece Jane Austera convierte a Inglaterra, sin duda, en un lugar
muy especial, que muestra las normas del gusto y la conducta y, ante todo, los escenarios
éticos y las circunstancias sociales en los que se resuelven las cuestiones de moral y se
forma la personalidad.

La literatura se ha considerado un tipo especial de escritura que podía civilizar, se decía, no


sólo a las clases bajas sino también a la aristocracia y a las clases medias. Esta perspectiva
de la literatura como un objeto estético capaz de hacernos «mejores» se vincula con una
determinada idea del sujeto, que la teoría ha dado en llamar el «sujeto liberal»: el individuo
definido no por su condición e intereses sociales, sino por una subjetividad individual
(racional y moral) que se cree esencialmente libre de determinantes sociales. El objeto
estético, carente de finalidad práctica, nos despierta maneras particulares de reflexión e
identificación y con ello nos ayuda a convertirnos en «sujeto liberal», mediante el ejercicio
libre y desinteresado de una facultad imaginativa que combina el saber y el juicio en la
proporción correcta. La literatura lo consigue, se pensaba, al animar al lector a considerar
situaciones complejas sin necesidad de emitir un juicio urgente sobre ellas, al comprometer
nuestra mente en cuestiones éticas e inducirnos a examinar conductas humanas (incluyendo
la propia) como lo haría un extraño o un lector de novelas. Ensalza el desinterés, enseña a
tener sensibilidad y realizar distinciones sutiles, nos mueve a identificamos con hombres y
mujeres de otra condición y, en consecuencia, promueve el compañerismo. En 1860, un
educador sostenía que al departir con los pensamientos y dichos de los que son lideres
intelectuales de la raza, nuestros corazones terminan por latir en acordamiento con un sentir
de humanidad universal, Descubrimos que no existe diferencia de clase, partido o credo que
pueda destruir la facultad del genio de cautivar e instruir; y que, por encima del humo y la
agitación, del estruendo y la confusión de la vida inferior del hombre con sus congojas, sus
ocupaciones y discusiones, existe una serena y luminosa tierra de la verdad, donde todos
pueden encontrarse y esparcirse en común.

Las discusiones teóricas recientes han puesto en duda, comprensiblemente, esta concepción
de la literatura, y han denunciado en particular la mistificación que pretende distraer de la
miseria de su condición a los trabajadores, ofreciéndoles acceso a esta «región superior»;
pues, como dice Terry Eagleton, «si no se arroja a las masas unas cuantas novelas, quizás
acaben por reaccionar erigiendo unas cuantas barricadas». Sin embargo, en nuestro examen
de qué se afirma que hace la literatura, de cómo funciona en 29
tanto que práctica social, nos encontraremos con argumentos varios que no será fácil
cohonestar.

Se ha concedido a la literatura funciones diametralmente opuestas. ¿Es acaso la literatura un


instrumento ideológico, un conjunto de relatos que seducen al lector para que acepte la
estructura jerárquica de la sociedad? Si las novelas dan por sentado que la mujer debe
alcanzar su felicidad, en el supuesto de que deba, en el matrimonio; o si aceptan con
naturalidad las clases sociales explorando cómo una doncella virtuosa puede casarse con un
lord, están operando con ello una legitimación de acuerdos históricos contingentes. ¿O tal
vez la literatura es, por el contrario, la plaza en que se revela la ideología, se expone como
algo cuestionable? La literatura representa, por ejemplo, de modo potencialmente intenso y
afectivo, la limitada variedad de opciones que históricamente se ha ofrecido a las mujeres y,
al evidenciarlas, crea la posibilidad de no aceptarlas. Ambas afirmaciones son perfectamente
plausibles: que la literatura es vehículo de la ideología o que es un instrumento para
desarmarla. De nuevo, hallamos aquí una complicada oscilación entre «propiedades»
potenciales de la literatura y la atención que hace resaltar esas propiedades.

La relación entre literatura y acción también se ha contemplado con enfoques contrarios.


Unos teóricos han mantenido que la literatura fomenta, como instrumentos de nuestro
compromiso con el mundo, la lectura y la reflexión en solitario y, por tanto, contrarresta las
actividades sociales y políticas que pueden ocasionar un cambio. En el mejor de los casos
promueve la objetividad y una apreciación positiva de la diversidad, en el peor genera
pasividad y aceptación de lo existente. Pero hay que destacar que, históricamente, la
literatura se ha considerado peligrosa: impulsa a cuestionar la autoridad y las convenciones
sociales. Platón expulsó a los poetas de su república ideal, porque sólo podían causar daño;
y las novelas han tenido la fama durante mucho tiempo de crear insatisfacción en los lectores
para con la vida que han heredado y despertarles el anhelo de algo nuevo, ya sea la vida en
la gran ciudad, el amor o la revolución. Al hacer posible que nos identifiquemos con gente de
nuestra clase, sexo, raza, nación o edad, los libros promueven un compañerismo que
disuade de la lucha; pero también pueden transmitir con vivacidad una sensación de injusticia
que posibilite el progreso social. Históricamente, se ha atribuido a la literatura la capacidad de
producir cambios: La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, fue un best-seller en su
día y ayudó a extender la repugnancia por la esclavitud que hizo posible la guerra civil
americana.

En el capítulo 8 volveremos sobre las cuestiones de la identificación y sus efectos: ¿qué


papel desempeña la identificación del lector con los personajes o narradores? De momento,
notemos sobre todo la complejidad y diversidad de la literatura en cuanto institución y práctica
social. Después, de todo, estamos ante una institución que se funda en la posibilidad de decir
todo lo imaginable. Esto es esencial en literatura: frente a cualquier ortodoxia, cualquier
creencia o cualquier valor, la literatura puede imaginar una ficción diferente y monstruosa,
burlarse, parodiar. Desde las novelas del Marqués de Sade, que pretendían averiguar qué
ocurriría en un mundo en el que las acciones correspondieran a una naturaleza entendida
como apetencia inmoderada, hasta Los versos satánicos de Salman Rushdíe, que ha
causado tanto escándalo por su uso de nombres y motivos sagrados en un contexto de sátira
y parodia, la literatura ha sido siempre la posibilidad de exceder ficcionalmente lo que se ha
escrito o pensado con anterioridad. Cualquier idea que tenga sentido, la literatura puede
convertirla en sinsentido, dejarla atrás, transformarla de modo que cuestione su legitimidad y
adecuación.

30
La literatura ha sido la actividad de una elite cultural y lo que se ha denominado en ocasiones
«capital cultural»: aprender literatura es una inversión en cultura que se rentabilizará de
diversas maneras, por ejemplo ayudándonos a integrarnos entre personas de un estatus
social más elevado. Pero la literatura no puede reducirse a esta función social conservadora:
provee escasamente de «valores familiares», pero muestra la seducción de toda clase de
crímenes, como la revuelta de Satán contra Dios en El Paraíso perdido de Milton o el
asesinato de una vieja por Raskólnikov en Crimen y castigo de Dostoiesvki. Nos impele a
resistirnos a los valores capitalistas, a los aspectos prácticos de ganar y gastar. La literatura
es tanto el ruido como la información de la cultura. Es una fuerza de entropía a la vez que
capital cultural. Es escritura, exige una lectura y 2 compromete al lector en los problemas del
significado.

La paradoja de la literatura

La literatura es una institución paradójica, porque crear literatura es escribir según fórmulas
existentes (crear algo que tiene el aspecto de un soneto o que sigue las convenciones de la
novela), pero es también contravenir esas convenciones, ir más allá de ellas. La literatura es
una institución que vive con la evidenciación y la crítica de sus propios límites, con la
experimentación de qué sucederá si uno escribe de otra manera. Por tanto literatura es a la
vez sinónimo de lo plenamente convencional -el corazón disputa con la razón, una doncella
es hermosa y un caballero es valiente- y de lo rupturista, en que el lector debe esforzarse por
crear cualquier mínimo sentido, como en Finnegans Wake de Joyce o en este fragmento del
«Galimatazo » de Lewis Carroll: 3

Brillaba, brumeando negro, el sol;


agiliscosos giroscaban los ligazones
banerrando por las váparas lejanas;
mimosos se fruncían los borogobios
mientras el momio rantas murgiflaba...

La pregunta de qué es literatura no surge, según sugerí más arriba, porque se tema confundir
una novela con un estudio histórico o el horóscopo semanal con un poema. Ocurre más bien
que los críticos y teóricos tienen la esperanza de que, al definir de una manera concreta la
literatura, adquieran valor los métodos críticos que ellos consideran más pertinentes y lo
pierdan los que no tienen en cuenta esos rasgos supuestamente fundamentales y distintivos
de la literatura. En el contexto de la teoría reciente, esta pregunta tiene importancia porque
ha desvelado la literariedad de toda clase de textos. Pensar la literariedad, entonces, es
mantener ante nosotros, como recursos para el análisis de esos discursos, ciertas prácticas
que la literatura suscita: la suspensión de la exigencia de inteligibilidad inmediata, la reflexión
sobre qué implican nuestros medios de expresión y la atención a cómo se producen el
significado y el placer.

(*) Culler, Jonathan. Breve Introducción a la Teoría Literaria. Barcelona, Crítica,

2
Medida de la incertidumbre existente ante un conjunto de mensajes, del cual va a recibirse uno solo 3 De “galimatías”: Del

fr. galimatias 'discurso o escrito embrollado',. 1. m. coloq. Lenguaje oscuro por la impropiedad de la frase o por la confusión
de las ideas.(DRAE)

31
2000, Cap. II.
EL CONCEPTO DE LITERATURA (*)

A mi entender, la función poética del lenguaje se caracteriza primaria y esencialmente por el


hecho de que el mensaje crea imaginariamente su propia realidad, por el hecho de que la
palabra literaria, a través de un proceso intencional, crea un universo de ficción que no se
identifica con la realidad empírica, de suerte que la frase literaria significa de modo inmanente
su propia situación comunicativa, sin estar determinada inmediatamente por referentes reales
o por un contexto de situación externa.

En el lenguaje usual, un acto de habla depende siempre de un contexto extraverbal y una


situación efectivamente existentes, que preceden y son exteriores a ese mismo acto de habla.
En el lenguaje literario, en cambio, el contexto extraverbal y la situación dependen del
lenguaje mismo, pues el lector no conoce nada acerca de ese contexto ni de esa situación
antes de leer el texto literario. El lenguaje histórico, filosófico y científico es un lenguaje
heterónomo desde el punto de vista semántico, ya que siempre presupone seres, cosas y
hechos reales sobre los que transmite algún conocimiento. El lenguaje literario es
semánticamente autónomo, "porque tiene poder suficiente para organizar y estructurar [...]
mundos expresivos enteros" : "la verdad de ciertas densas londinenses nieblas dickensianas
inolvidables (por tomar en este punto un caso de `prosa' de novela) se debe exclusivamente a
la palabra de Dickens, la cual se basta a sí misma (pero, ¿qué palabra de geógrafo,
historiador, o científico en general, se basta a sí misma, es verdadera por sí misma?)" . Por
eso precisamente el lenguaje literario puede ser explicado, pero no verificado: este lenguaje
constituye un discurso contextualmente cerrado y semánticamente orgánico, que instituye
una verdad propia.

Cuando se lee en un libro de historia : "A primera hora de la mañana, Bonaparte había dejado
Albenga y alcanzado, junto con Berthier y el comisario Saliceti, la colina de Cabianca, desde
donde había vigilado la operación de Montenotte", sabemos que esta frase expresa una
sucesión de hechos realmente acontecidos, en un tiempo y en un espacio reales, implicando
a personajes que efectivamente existieron. En cambio, cuando leemos al comienzo de Os
Maias: La casa que los Maias habían venido a habitar en Lisboa, el otoño de 1875, era
conocida en las cercanías de la Rua de San Francisco de Paula, y en todo el barrio de las
Janelas Verdes, por el nombre de "casa del Ramalhete", o simplemente "el Ramalhete", no
nos hallamos ante hechos realmente acontecidos e históricamente verídicos, pues ni existió
la familia de los Maias, ni el Ramalhete, ni, por consiguiente, los Maias se mudaron, en el
otoño de 1875, a este palacio. Todo esto, sin embargo, es verdad en el mundo imaginario
creado por la obra literaria. Cuando alguien escribe en un diario donde registra
minuciosamente los momentos de su vida : "Hoy fui en tren a Évora", tenemos que admitir
que ese alguien, situado en un tiempo y un espacio reales, ha viajado efectivamente en tren,
y ha estado de verdad en Évora ; pero cuando leemos en un poema de Álvaro de Campos :
Ao volante do Chevrolet pela estrada de Sintra, / ao luar e ao sonho, na estrada deserta, /
sózinho guío, guio quase devagar... ("Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra, / con
luz de luna y con sueño, en la carretera desierta, / conduzco solo, conduzco casi
despacio..."), no podemos concluir que el poeta, en su realidad personal, sepa conducir, que
conducía despacio un Chevrolet, que iba solo hacia Sintra: todo eso sólo es verdad en la
ficción del lenguaje poético, es verdad únicamente en relación con el Yo de la poesía, no en
relación con la persona física y social del autor.

Entre el mundo imaginario creado por el lenguaje literario y el mundo real, hay siempre 33
vínculos, pues la ficción literaria no se puede desprender jamás de la realidad empírica. El
mundo real es la matriz primordial y mediata de la obra literaria ; pero el lenguaje literario no
se refiere directamente a ese mundo, no lo denota : instituye, efectivamente, una realidad
propia, un heterocosmo, de estructura y dimensiones específicas. No se trata de una
deformación del mundo real, pero sí de la creación de una realidad nueva, que mantiene
siempre una relación de significado con la realidad objetiva.

(*) Aguiar e Silva, Vitor Manuel. Teoría de la literatura, Madrid, Gredos,1975, p.16
34
LA VERDAD DE LAS MENTIRAS
Mario Vargas Llosa (Fragmento
Inicial)
I

Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era verdad».
Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, vez que
contesto a esa pregunta, no importa cuan sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho
algo que nunca da en el centro del blanco.

Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o
malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo
primero.

Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas
en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y
absurdos —es decir, mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los
indios. Por esta razón, los hispanoamericanos sólo leyeron ficciones de contrabando durante
trescientos años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó en América española
apareció sólo después de la independencia (en México, en 1816). Al prohibir no unas obras
determinadas sino un género literario en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus
ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen
una visión falaz de la vida. Hace años escribí un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios,
capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores españoles
fueron acaso los primeros en entender —antes que los críticos y que los propios novelistas—
la naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.

En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo una parte
de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede
expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el
semblante de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no
están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres
u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese
apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan
las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una
inconformidad, late un deseo.

¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad? ¿Que los introspectivos


bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos
castigados por la adversidad de Franz Kafka y los eruditos metafísicos de los cuentos de
Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada que hacer con nosotros, porque
nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar
con cuidado, pues este camino —el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está
sembrado de trampas y los invitadores oasis que aparecen en el horizonte suelen ser
espejismos.

¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y
cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos— sucede mi
primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándolo de calumnioso 35
a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía Julia y el
escribidor, y que, sintiéndose inexactamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que
pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay
más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca
pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela.
En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias aún vivas en
mi memoria y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo que refleja de manera muy
infiel esos materiales de trabajo.

No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. En
las novelitas del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, ellas
son un catálogo de las costumbres del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas
tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay, sin embargo, algo diferente, mínimo
pero revolucionario. Que, en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas por la
pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas espirituales, etc., sino,
exclusivamente, por la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo» al
fetichismo del botín).

De una manera menos cruda y explícita, y también menos consciente, todas las novelas
rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola— como lo hizo, con deliciosa
ingenuidad, el profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la vida —en los que el
novelista materializa sus secretas obsesiones— reside la originalidad de una ficción. Ella es
más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuantos más sean,
a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos
filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en
aquellas novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos? Ciertamente. Pero
aun si hubiera conseguido esa aburrida proeza de sólo narrar hechos ciertos y describir
personajes cuyas biografías se ajustaban como un guante a las de sus modelos, mis novelas
no hubieran sido, por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son.

Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción.


Sino que ella sea escrita, no vivida, que esté hecha de palabras y no de experiencias
concretas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una profunda modificación.

El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha
que amé— es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al
elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o
versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se
convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o
tradición a la que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos que los lectores
pueden reconocer como posibles a través de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en
efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que describe mundos irreconocibles y
notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficción. En
verdad, sí se plantea, aunque de otra manera. La «irrealidad» de la literatura fantástica se
vuelve, para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación de realidades, de
experiencias que sí puede identificar en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter
«realista» o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y
mentira en la ficción.

36
A esta primera modificación —la que imprimen las palabras a los hechos— se entrevera
una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es
inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y por lo
mismo no empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel
vertiginoso desorden se vuelve orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La
soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en que está escrita. También, de su
sistema temporal, de la manera como discurre en ella la existencia: cuándo se detiene,
cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir ese tiempo
inventado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de
una ficción hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un artificio fabricado para
conseguir ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede ser posterior al presente —el
efecto preceder a la causa— como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que
comienza con la muerte de un hombre anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro
materno; o ser sólo pasado remoto que nunca llega a disolverse en el pasado próximo desde
el que narra el narrador, como en la mayoría de las novelas clásicas; o ser eterno presente
sin pasado ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o un laberinto en que pasado,
presente y futuro coexisten, anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner.

Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas, la vida
adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida
verdadera, en la que estamos inmersos, siempre nos niega. Ese orden es invención, un
añadido del novelista, simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A
veces sutil, a veces brutalmente, la ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trama de
palabras que la reducen de escala y la ponen al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla,
entenderla, y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no consiente.

¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o un libro de
historia? ¿No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso en el tiempo
artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? La respuesta es: se trata de
sistemas opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela se rebela y transgrede la
vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o mentira
funciona de manera distinta en cada caso. Para el periodismo o la historia la verdad depende
del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía, más verdad, y, a más
distancia, más mentira. Decir que la Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la
Historia de la Conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas» es vejarlas, insinuar que
carecen de seriedad. En cambio, documentar los errores históricos de La guerra y la paz
sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no
depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza
comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y
toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela significa hacer vivir al
lector una ilusión y «mentir» ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un
género amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son
conceptos exclusivamente estéticos. Arte «enajenante», es de constitución anti-brechtiana:
sin «ilusión» no hay novela.

De lo que llevo dicho, parecería desprenderse que la ficción es una fabulación gratuita,
una prestidigitación sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que sea, hunde sus
raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que alimenta. Un tema 37
recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas
al pie de la letra, creer que la vida es como ellas la describen. Los libros de caballerías
queman el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a alancear molinos de viento y
la tragedia de Emma Bovary no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a
las heroínas de las novelitas románticas que lee. Por creer que la realidad es como
pretenden las ficciones, Alonso Quijarlo y Emma sufren terribles quebrantos. ¿Los
condenamos por ello? No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible
de vivir la ficción nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque
querer ser distinto de lo que se es ha sido la aspiración humana por excelencia. De ella
resultó lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido también las ficciones.

Cuando leemos novelas no somos el que somos habitualmente, sino también los seres
hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el
reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente
experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos
completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener
una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil. Ese espacio entre nuestra vida real y
los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones.

En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo
vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y
aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las
mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de
nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de
las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el
sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no
documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se
embriagaban para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada
únicamente de seres de carne y hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se
mudan para romper las barreras que los limitan y los frustran.

Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida. Por
eso, cuando la vida parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo justifica y absorbe,
los hombres se conforman con su destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno. Las
culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez grandes novelas. La ficción es un arte de
sociedades donde la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en algo, donde la
visión unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visión resquebrajada y una
incertidumbre creciente sobre el mundo en que se vive y el trasmundo. Además de
amoralidad, en las entrañas de las novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura
religiosa entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la
sujetaban y se vuelve caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus órdenes
artificiales proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan, libremente, aquellos
apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficción es un
sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento
brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que, a
la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan,
espoleando los deseos y la 38
imaginación.

Los inquisidores españoles entendieron el peligro. Vivir las vidas que uno no vive es
fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía, actitud
indócil frente a lo establecido. Es comprensible, por ello, que los regímenes que aspiran a
controlar totalmente la vida, desconfíen de las ficciones y las sometan a censuras. Salir de sí
mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de
experimentar los riesgos de la libertad.

(*)Vargas Llosa, Mario. La verdad de las mentiras. Barcelona, Alfaguara,


2011
39
DIEZ TESIS SOBRE LA CRÍTICA(*)
Grínor Rojo

Tesis uno La especificidad de los textos literarios con respecto a otros textos, lo que
nuestros mayores llamaban la "literariedad" o la "literaturidad" de la escritura, es hoy
dudosa. El postestructuralismo, cuyos antecedentes más remotos se pueden rastrear en las
boutades del joven Borges, pero realizado ya cabalmente en la desconstrucción derridiana o
en la más tardía de los profesores de Yale, ha desdibujado, cuando no suprimido por
completo, unos límites que hasta hace no mucho tiempo se consideraban infranqueables. En
1971, sentenciaba Paul de Man: "llamamos 'literario', en el sentido pleno de este término, a
cualquier texto que implícita o explícitamente significa su propio modo retórico y prefigura su
propio malentendimiento [misunderstanding] como un correlato de su naturaleza retórica, esto
es, de su 'retoricidad'. Puede hacerlo mediante una afirmación [statement] declarativa o por
inferencia poética". Y agregaba en una nota al pie de página: "Un texto discursivo, crítico o
filosófico, que hace esto por medio de afirmaciones, no es más o menos literario que un texto
poético, que evita la afirmación directa. En la práctica, las distinciones se confunden a
menudo: la lógica de muchos textos filosóficos se apoya en gran medida en la coherencia
narrativa y en las figuras del lenguaje, mientras que en la poesía abundan las afirmaciones
generales. El criterio de especificidad literaria no depende de la mayor o menor discursividad
del modo sino del grado de consistente retoricidad del lenguaje".

Partiendo pues de una noción de dominio común, que entre otras cosas cabe notar que
forma parte del equipaje conceptual de la crítica angloamericana previa al arribo del
estructuralismo y que establece que todos o casi todos los textos se hallan dotados de un
excedente retórico, el que es origen de su "malentendimiento", Paul de Man concluye que es
ahí, en la proporción y manejo de ese surplus figurativo, donde se aloja aquello a lo cual
nosotros le damos o podemos darle el nombre de literatura. Las etapas que cubre su
argumento son tres: primero, de Man detecta la potencialidad metalingüística que todo
lenguaje posee de suyo y a través de cuyo despliegue ese lenguaje va a experimentar con
sus propios medios y para sus propios fines la evidencia de sus límites o su "ceguera"
significacional. Postula en seguida que es en el conocimiento que de sus limitaciones acaba
por tener el lenguaje donde nosotros debemos buscar el domicilio de una contrapulsión
compensatoria, fuente ésta del surplus retórico. Y, por último, sostiene que es ese surplus
retórico el que genera un surplus extra o seudosemántico, el que, de acuerdo con la
sugerencia de I. A. Richards en The Philosophy of Rhetoric, sería la causa de nuestro
malentendimiento. El corolario que se desprende de un raciocinio como el suyo es que lo que
el lenguaje pierde en el plano de la potencialidad "comunicativa" (Richards, otra vez), lo gana
en el de la literaturidad.

Mi impresión es que, al construir su cadena de inferencias, de Man llega a un resultado que es


positivo en el nivel superficial y negativo en el profundo. Si por un lado es cierto que su
retoricismo lo habilita para defender con eficacia la existencia de la literatura, basándose en
una maniobra de repliegue hacia las seculares compartimentalizaciones del trivium (que él
aprovecha explícitamente en "The Resistance to Theory", donde fustiga la gramaticalización
que se suele hacer del trivium a expensas de la retórica y propone para combatir ese vicio
"una 'verdadera' lectura retórica, que esté a salvo de cualquier indebida fenomenalización o de
cualquier indebida codificación gramatical o performativa del texto", 40
por otro no es menos cierto que ese retoricismo pone en descubierto los escrúpulos que se
apoderan de él cuando le llega el momento de dar cuenta de "lo literario" de un modo que,
como se viene diciendo desde un tiempo a esta parte y no sin la más grande repugnancia, se
atenga a los protocolos de una definición "esencialista". Coincide así, creo yo, en el ámbito de
su discurso profundo, con un criterio ampliamente difundido en los círculos de la lingüística
contemporánea. Por ejemplo, Michael Halliday, un especialista inglés de renombre, quien ha
concentrado sus actividades profesionales en la investigación de las estructuras lingüísticas
que se levantan por sobre el nivel de la frase, dictamina que "no importa cuáles sean las
configuraciones [patterns] y propiedades especiales que pueden hacer que nos refiramos a
algo como un texto literario, ellas son por cortesía; su existencia depende de configuraciones
que ya están en el (nada simple) material del que están hechos todos los textos [...] Hay
pocas, quizás ninguna, categoría lingüística que puede aparecer en la descripción de los
textos literarios que no pueda encontrarse también en el análisis de los textos no literarios" .

Evidentemente, a través del veredicto que acabamos de citar, Halliday retoma y a la vez
expande la opinión de los viejos retores, por lo menos la que ellos sostuvieron hasta los
tiempos de la fusión entre retórica y poética, la que se inaugura con Ovidio y Horacio y se
consolida en la Edad Media. Para la retórica anterior a aquella simbiosis, sabemos que el
objeto de estudio era doble, lo que como en Aristóteles hacía de la retórica misma o bien una
tejné retoriké, que trataba "de un arte de la comunicación cotidiana, del discurso en público",
o bien una tejné poietiké, que trataba "de un arte de la evocación imaginaria". Más aún: para
aquellos maestros augurales el "material" lingüístico con que ambas técnicas trabajaban era
neutro. Era el emisor quien, merced al aprovechamiento que hacía de ese material, infundía
en él su poder "persuasivo" o "poético". Pero el posterior afinamiento en la inteligencia del
papel de la tejné retoriké y la identificación de los medios que, en el campo de la organización
y/o el embellecimiento lingüístico, eran los más idóneos para llevar a cabo una faena distinta
a la meramente persuasiva, y los que con el andar del tiempo fueron descritos, delimitados y
codificados de la manera que todos conocemos, apunta ya en una dirección que se aproxima
a la contemporánea de Halliday y de Man, para quienes la virtud poética se encuentra
instalada en el interior del lenguaje mismo, como una de sus propiedades, y actuando de
una manera que es natural y profesionalmente rastreable en cada nivel de su estructura.
Convergen, por esta vía, el crítico de propensiones medievalizantes, admirador
nostálgico de la limpieza metodológica del trivium, con el lingüista metafrástico y, en el
horizonte de investigaciones virtuales que se abre gracias a dicha convergencia, a
nosotros nos cuesta poco percatarnos de que la literatura deja de ser un discurso con
un radio de acción que le pertenezca sólo a ella y que por el contrario se transforma en
un atributo cuantitativamente variable de todos los discursos.

No es que una caracterización cuantitativa sea del todo indigna de nuestro aprecio, sin
embargo. No lo será si nos ponemos de acuerdo en que también se puede tender un puente
entre el aspecto cuantitativo y el cualitativo de las unidades que integran el espectro de las
emisiones lingüísticas que nosotros nos sentimos inclinados a indagar. Para que eso se
produzca, es necesario otorgarle prioridad no tanto a la "discreción" (al "número") como a la
"continuidad" (a la "magnitud") de la relación que se advierte entre ellas. El empleo de este
método de análisis permitirá que saquemos un mejor provecho de las frases de Paul de Man
que yo cité más arriba, minimizando la referencia que se hace en ellas a la cantidad (esto es,
al monto de la retoricidad) y maximizando en cambio la referencia a la relación intencional que
establecen las partes que componen el conjunto 41
(es decir que estaremos poniendo así el acento sobre el "grado de consistencia" de su
común participación en el despliegue retórico del texto, como dice de Man), lo que al cabo
debiera autorizarnos para dar el salto que conduce desde el peldaño inferior cuantitativo
hasta el superior cualitativo según la escala de las categorías.

Pero de todos modos creo que es de mínima justicia que convengamos en este punto en que
la metamorfosis de la cantidad en cualidad, aun cuando abastezca al argumento de marras
con una cuota de convicción que es menos mezquina de lo que pudo parecernos a la luz del
primer enunciado, no nos entrega todavía una definición de inexpugnable fortaleza. Teniendo
presente los requisitos cuyo cumplimiento la lógica clásica le exige a todo aquel que pretenda
definir con rigor y que son requisitos que, como es bien sabido, demandan el uso de un
"predicado de definición", es decir, de un predicado que expresa una propiedad esencial del
sujeto, que pertenece a él y a nada o a nadie más que a él, lo que se logra calzando el genus
con la differentia, no cabe duda de que para buscarle un desenlace adecuado al discrimen
que ahora estamos ensayando nos hace falta un elemento respecto del cual sea legítimo
hipotetizar con confianza que él es patrimonio exclusivo de la literatura. Porque, si la
diferencia en cuestión no es una diferencia específica, lo que habremos seleccionado es una
"propiedad no esencial" de la especie. Y así, si decimos que la literatura es "lenguaje retórico",
a la expresión "lenguaje retórico" nosotros no podemos acordarle la jerarquía de un predicado
de definición, porque, aun cuando es incontrovertible que el adjetivo "retórico" apunta a una
propiedad de la especie literatura, esa propiedad en unión con el género "lenguaje" no forma
una síntesis esencial, o sea, no constituye un predicado del que se pueda decir sin discordia
que pertenece o corresponde a ese sujeto y sólo a él. Es en tales circunstancias que se puede
echar mano del recurso "cuantitativo". Cierto, la literatura no es el único lenguaje retórico que
existe en el mundo, es lo que diremos entonces, pero es, sí, el más retórico de todos. No sólo
eso, sino que cuando decimos "más retórico" y acordándonos esta vez de Paul de Man, no
nos estaremos refiriendo exclusivamente a la cantidad ni nos encerraremos sólo en el reducto
de los "tropos" y "figuras", ya que al fin y al cabo cualquier pasquín de prensa amarilla supera
en ese regusto por la facundia artificiosa a, por ejemplo, la poesía de Pound, Eliot y sus
discípulos los bardos "objetivistas" angloamericanos del medio siglo (o a la de sus parientes
entre nosotros, desde los sencillistas a los conversacionalistas, a los antipoetas y a los
contrapoetas). Hablaremos más bien del "diseño retórico" del texto, de la "textura" o la
"tesitura" del mismo, del trabajo que el escritor ha hecho en o sobre esa dimensión del objeto
y de la importancia que ello tiene para una delimitación de algún modo de la identidad de la
obra que nos proponemos conocer. Todo lo cual nos lleva a una reconsideración del
aparentemente inofensivo dictum de Jakobson en 1958, cuando en la conferencia de
Bloomington éste afirmó que "puesto que el principal objeto de la poética es la differentia
specifica del arte verbal en relación con las demás artes y con las otras clases de conducta
verbal" y que "puesto que la lingüística es la ciencia global de la estructura verbal, la poética
puede ser considerada como una parte integral de la lingüística"(. Vemos que Jakobson
definió en aquel legendario congreso la diferencia específica de la literatura por medio de la
expresión "arte verbal", una expresión en cuyo interior la palabra "arte" nombraba al género y
la palabra "verbal" a la diferencia, produciendo de esta manera una síntesis que en sí misma a
mí no me parece objetable. Pero no me inspira igual sentimiento de tranquilidad el primer
corolario de la definición jakobsoniana: según ese corolario, la "poética", que en la opinión del
conferenciante y al parecer siguiendo para ello a sus antiguos amigos los formalistas rusos, es
la disciplina que tiene que ocuparse de los objetos de la literatura, también constituye o
debería 42
constituir una parte de la "lingüística". Por mi lado, yo confieso que, aun cuando sea cierto
que el arte del lenguaje puede considerarse una diferencia "interna" del lenguaje en general,
no veo cómo ni por dónde la poética, que es y no puede ser sino una rama de la estética,
podría llegar a ser (¿además?) una rama de la lingüística. No ha habido aquí, es lo que se
puede intuir, una selección correlativa y satisfactoria del género próximo, malentendido que
deviene de las más graves consecuencias, porque apenas la poética pasa a albergarse bajo
el paraguas de la lingüística, los objetos que son de su incumbencia, esto es, los objetos
literarios, tienen a definirse genéricamente no como objetos de arte sino como objetos de
lenguaje. La dimensión estética, a primera vista prioritaria en la expresión "arte verbal", pasa
a un segundo plano de hecho, retrocede y acaba por esfumarse del mapa epistémico.
Personalmente, y sólo en el mejor de los casos, yo pienso que la lingüística se encuentra
habilitada para dar cuenta de la literatura en cuanto "verbo". En ningún caso, estaría
dispuesto a conceder que ella pueda dar cuenta de la literatura como un "arte" verbal. Lo que
este segundo objetivo exige es que le demos cabida en la discusión acerca de la naturaleza
de "lo literario" a un razonamiento de otro orden, que apunta hacia un genus alterno al
lenguaje. Me refiero al genus que el propio Jakobson sugirió en primer lugar, que introdujo en
el texto de su definición y del que después se olvidó yo no sé si por casualidad o porque él
mismo era más un lingüista que un crítico de literatura.

De ahí que de la doble plataforma teórica de la que Jakobson se sirvió para definir el discurso
literario en 1958, aislando como las dos llaves maestras de su programa el predominio de la
autorreflexividad del mensaje, el aspecto cuantitativo del funcionamiento lingüístico desde
nuestro punto de vista (se trata aquí de la mayor cantidad de atención que el mensaje se
dedica a sí mismo) y la ley de proyección del principio de equivalencia desde el eje
paradigmático de la selección al sintagmático de la combinación, el aspecto cualitativo (se
trataría, en esta segunda instancia, de la postulación de la metáfora como el mecanismo que
caracteriza normalmente a la secuencia poética, lo que a su vez constituye una secuela
necesaria de la teoría, si consideramos que ésta es la que patrocina un recobro en el territorio
estético del predominio de la autorreflexividad del mensaje), no se puede decir que ella sea
una plataforma "poética" hablando con la mínima precisión deseable. Jonathan Culler, que
captó esto bien y tempranamente, señaló que "Jakobson ha hecho una contribución
importante a los estudios literarios, llamando la atención sobre la diversidad de las figuras
gramaticales y sus funciones potenciales, pero sus propios análisis están viciados por la
creencia de que la lingüística suministra un procedimiento de descubrimiento automático de
los patterns poéticos y por su fracaso para percibir que la tarea central consiste en explicar
cómo las estructuras poéticas emergen de la multiplicidad de las estructuras lingüísticas
potenciales".

A eso y a otras razones tal vez no tan doctas, en las que no creo que sea de caballeros
insistir, se debe que Paul de Man, y no sólo Paul de Man, ya que los formalistas rusos
hicieron lo mismo mucho antes que él, apueste en su argumento a la alternativa más segura
de todas, atrincherándose detrás de aquel rasgo que con más firme regularidad se repite
entre los textos a los cuales la experiencia de los lectores identifica como literarios: el
componente retórico. Una enciclopedia de lingüística, aparecida en Inglaterra hace menos de
diez años, funcionando con un haz de supuestos que son similares a los de Paul de Man, es
menos astuta (o más sarcástica) que él y recurre por eso al expediente que los lógicos
describen a menudo en sus manuales como una definición ostensiva . Leemos en 4 el artículo
sobre "estilística": "La distinción entre lo que es y lo que no es literatura se

4
1. adj. Que muestra u ostenta algo. (DRAE)

43
cuestiona con frecuencia, pero es posible seguirla manteniendo con un espíritu
puramente práctico: hay algunos textos que llegan a ser literatura porque se los trata
de una manera especial, que entre otras cosas abarca su inclusión en los cursos de
literatura...".

Recordemos ahora que la raya que separa el texto literario del no literario se tiró
también en el pasado haciendo un uso más o menos explícito del criterio de ficción.
Cualesquiera hayan sido los "estratos" o "niveles" de la "obra" en los que los distintos
teóricos pusieron el ojo, al escoger ellos esta segunda avenida para el enfoque del problema
que aquí nos convoca, la oposición entre lo ficticio y lo real constituía la base de sus
razonamientos. El mundo de la literatura era ficticio y, por lo tanto, diferente del mundo
real. El lenguaje de la literatura era imaginario y, por lo tanto, diferente del lenguaje
real.

En el último cuarto de siglo, un grupo de prestigiosos contendores en las disputas en torno a


la naturaleza del texto, entre los que se cuentan Tzvetan Todorov, Terry Eagleton, Mary
Louise Pratt, Richard Rorty y sobre todo Jacques Derrida, han puesto esta convicción en tela
de juicio. No tanto para desmentir el aserto de acuerdo con el cual aquello que la
literatura nombra es a unos entes que se alimentan de ficciones, cosa en la que todos
o casi todos concuerdan, como para dudar de que ese rasgo sea suyo en exclusiva. Es
decir que, si ponemos nuestras esperanzas en la colaboración del principio de la
ficcionalidad, pensando que con ese principio vamos a construir una definición que satisfaga
nuestras aspiraciones cabalmente, nos veremos enfrentados por segunda vez, si es que no
con una derrota completa, en todo caso con una victoria no muy envidiable. Por ejemplo, en
el pensamiento de Derrida, quien como todo el mundo sabe ha hecho profesión de fe del
ataque contra la pretensión del filósofo de decir lo que dice con un lenguaje que no es literario
--pues cuando es el filósofo quien lo usa ese lenguaje se trueca mágicamente en "serio",
"literal" y "verdadero"--, el desmantelamiento de tan grande soberbia no es menos sistemático
que la soberbia misma. La desconstrucción que Derrida lleva a cabo del concepto de verdad,
encomendándose para tales propósitos a l'enseignement metafórico de Nietzsche, y su
manipulación del texto filosófico como si se tratara de un texto literario más, ateniéndose para
esto otro a los consejos de Paul Valéry, son dos indicadores contundentes de ese trabajo
suyo desestabilizador de certidumbres monótonas al que ahora me estoy refiriendo.
Advirtamos que la teoría de lo primero, que se encuentra en muchas partes, adquiere una
nitidez excepcional en "Le facteur de la verité" (1975), en medio de la crítica que Derrida le
hace ahí a la interpretación lacaniana de "The Purloined Letter", en tanto que la de lo
segundo puede seguirse muy bien en el bellísimo ensayo sobre Paul Valéry, que forma parte
de Marges de la philosophie (1972), y donde Derrida concluye con una asertividad que no
suele ser frecuente en su prosa: "Una tarea se impone entonces: estudiar el texto filosófico en
su estructura formal, en su organización retórica, en la especificidad y diversidad de sus tipos
textuales, en sus modelos de exposición y producción --más allá de lo que previamente se
designó como géneros--, y también el espacio de sus mises en scène, en una sintaxis que no
sólo será la articulación de sus significados, de sus referencias al Ser o a la verdad, sino
también el manejo de sus procedimientos y de todo lo que en ellos se ha invertido. En una
palabra, la tarea consiste en considerar también a la filosofía como un 'género literario
particular'.

44
Como vemos, en el pensamiento derridiano la filosofía termina siendo tanto o más literaria
que la literatura o, como ironizó Borges en "Tlón...", termina siendo "una rama de la literatura
fantástica". También, si para las necesidades de este despeje de nuestro teatro de
operaciones teóricas nos movemos hacia el costado de las convergencias y divergencias
entre literatura e historia, aquél cuya explicación inaugura la Poética, comprobaremos que
Hayden White efectúa una parecida faena de zapa. La tesis que recorre todos sus libros de
los años setenta y ochenta es la del tropologismo que infesta invariablemente al 5 lenguaje de
la historia. Esta tesis, que como la de Derrida respecto de la filosofía se estrena con el
designio de una pesquisa retórica, acaba deslizándose, también como la de Derrida, debajo
de las sábanas de la ficción. En las primeras páginas de "The Fictions of Factual
Representation", cuyo título desafiantemente oximorónico anticipa los contenidos del
razonamiento por venir, White declara:

"Los artefactos verbales llamados historias y los artefactos verbales llamados novelas son
indistinguibles los unos de los otros. No se los puede distinguir fácilmente desde un punto de
vista formal a menos que nos acerquemos a ellos con preconcepciones específicas acerca
de las clases de verdades de las que se supone que cada uno trata. Pero el objetivo del
escritor de una novela tiene que ser el mismo que el del escritor de una historia. Ambos
quieren proporcionarnos una imagen de la 'realidad'. El novelista puede presentar su noción
de esta realidad indirectamente, es decir por medio de técnicas figurativas, en vez de
directamente, o sea registrando una serie de proposiciones que se supone que corresponden
punto por punto con algún dominio extratextual de ocurrencias o acontecimientos, que es lo
que el historiador dice hacer. Pero la imagen de la realidad que el novelista construye tiene el
propósito de corresponder en su bosquejo general con algún dominio de la experiencia
humana que no es menos 'real' que el que no es referido por el historiador". Es así como el
análisis de White se resbala, con una facilidad que a los historiadores de la vieja escuela ha
de haberles parecido escandalosa, pero que en último término hay que aceptar que no lo es,
desde el terreno "formal", puramente retórico, en el tratamiento de los textos que involucra su
programa cognoscitivo, a una consideración de las "imágenes de la realidad" con que nos
regalan el novelista y el historiador. En esta segunda etapa de la investigación de White, a mí
me parece evidente que su tesis pega un brinco, que deja de referirse a la carga tropológica
del discurso histórico, y se convierte en cambio en una pregunta relativa a los procesos de
desrealización (y de desverificación) que, según él mismo nos deja saber, serían
consustanciales al relato del historiador.

En resumen: si de todos los discursos --de los literarios, pero también de los
filosóficos y de los históricos-- se puede predicar que son ficticios o, lo que es más
grave, si de todos ellos se puede predicar que no son verdaderos, ya sea porque la
correspondencia con sus referentes extratextuales es indemostrable, como asegura
Derrida, ya sea porque "el dominio de la experiencia humana" con que trabaja el
escritor de una novela "no es menos 'real' que el que nos es referido por el
historiador", como discurre White, la plataforma de apoyo que este segundo grupo de
nuestros maestros escogió para dar origen a su trabajo especulativo es tanto o más
sospechosa que la que pone sus huevos en la canasta retórica.

5 De “tropológico”: Figurado, expresado por tropos. (DRAE)

45
Para poner la cosa más cerca nuestro ahora, comprobemos que en la historia de la teoría
crítica latinoamericana moderna uno de los primeros desarrollos de la tesis de la literariedad
o de la literaturidad afianzada por los buenos oficios de la ficción se encuentra en El deslinde,
el famoso libro del ensayista mexicano Alfonso Reyes, publicado en 1944, y uno de los
últimos en La estructura de la obra literaria, obra del académico chileno Félix Martínez Bonati,
cuya primera edición es de 1960. Hacia el fin del capítulo cuarto del libro de Reyes, cuando
éste hace un arqueo de lo que en el desarrollo de su investigación lleva cubierto hasta ese
punto y con una graciosa pirueta de armonía clásica pone en relación el universalismo
aristotélico con el ficcionalismo platónico, leemos: "El análisis semántico que hemos
emprendido, primero por cuantificación y luego por cualificación, nos lleva a concluir la
naturaleza universal de la literatura, a la vez que su naturaleza ficticia con respecto al
suceder real. Universalidad por ficción; ficción para universalidad". En cuanto al libro de
Martínez Bonati, en el comienzo de su tercera parte nos topamos con el siguiente raciocinio:

"La frase 'Pedro es mi amigo', pronunciada por mí en relato directo, aquí y ahora, es,
por cierto, un signo. Pero no es un signo lingüístico. Si lo fuera, significaría que Pedro
es mi amigo, lo cual evidentemente no es el sentido de lo relatado ni de este signo no
lingüístico [...] Ahora bien, la posibilidad de pronunciar (o escribir) frases que no son
tales, sino representantes de auténticas frases, permite poner en el ámbito de la
comunicación frases imaginarias. Esto es, nos es dado pronunciar seudofrases que
representan a otras auténticas, pero irreales [...] Lo asombroso, frente a esto, es la
aparición de pseudofrases sin contexto ni situación concretos, es decir, de frases
representadas, imaginadas sin determinación externa de su situación comunicativa.
Tal es el fenómeno literario.

No obstante la táctica de desplazamiento que Martínez Bonati emplea para llevar a buen
puerto su ejercicio filosófico, un ejercicio al que como vemos él saca del terreno de las
"objetividades" representadas (uso su propia jerga) para trasladarlo al terreno del signo,
nosotros pecaríamos de inadvertencia culpable si no nos percatáramos que la base de su
meditación no difiere sustancialmente de la que para sí había escogido veinte años antes el
más sonriente ensayismo de Reyes. Por eso, aunque me interesa mucho incluir en mi libro las
contribuciones que los latinoamericanos han hecho al asunto sobre el que estoy tratando de
producir un línea nueva de comprensión y aunque nada menos que Roberto Fernández
Retamar afirmó en su momento que la de Martínez era "la única teoría literaria completa
escrita en Hispanoamérica", yo me excusaré de infligirle en estas páginas un escrutinio
minucioso. Quedaré satisfecho si el lector halla en La estructura de la obra literaria una
exposición óptima, puesta al día desde los énfasis sobre todo lingüísticos que hicieron presa
de la teoría crítica durante los años cincuenta y sesenta de nuestro siglo, de una perspectiva
epistemológica de rancio y populoso respaldo. Respecto del también excelente libro de
Reyes, que en la mitad de la década del cuarenta se autoasignó la tarea de desmalezar el
camino que conduce desde la literatura como "literatura ancilar" a la literatura como "literatura
en pureza", lo cierto es que desde sus primeras líneas él se mostraba tan à la page con los
"progresos" de la disciplina en los países del Primer Mundo que uno no puede menos que
preguntarse cómo fue que un hombre de gustos clásicos, que además se notaba no sólo
cómodo sino que al parecer sinceramente complacido en sus tratos con el polvoriento
conservantismo de la filología española, llegó a pensar en tales términos. En realidad, el estar
à la page de Alfonso Reyes sugiere que el "isocronismo" que según Angel Rama pone en
marcha Darío entre la historia intelectual de 46
América Latina y la historia metropolitana correspondiente pudiera ser, al menos en lo que
atañe a esta materia, menos antojadizo de lo que nos parece a los escépticos.

Por fin, y para no excusarme de retrotraer hasta sus orígenes el problema que me he
propuesto abordar durante el curso de estos tanteos preliminares, me gustaría insistir en que
la tesis que encuentra en la ficción el elemento que aporta la diferencia específica con cuyo
auxilio se ha definido tantas veces la naturaleza esencial de la obra de arte literario no es un
descubrimiento moderno, producto del romanticismo o de alguna otra corriente artística
posterior, sino que se registra ya en el Mundo Antiguo, cuando debuta el concepto de
mimesis, elaborado primero y despectivamente por Platón, a quien como sabe cualquier
estudiante de licenciatura la poesía se le antojaba repudiable en tanto que ella era sólo la
imitación de una imitación y, por consiguiente, una falsificación de segundo grado e inclusive
una inmoralidad , y después, si bien cambiando éste la carga axiológica desde el polo
negativo al positivo, por Aristóteles. Aristóteles, quien juzga que la tendencia a imitar es una
tendencia humana universal, se opone, según nos enseña Gerald Else, a la "visión elitista" de
la naturaleza humana, que es la que por cierto motiva la condena platónica, e insiste en que
"la imitación surge del deseo de conocer que existe en todos los hombres". "Así", sigue
explicando Else, "estamos autorizados para considerar que la poesía, qua imitación, es una
actividad humana y que los poetas son nuestros aliados naturales en la actividad de ser
hombres". En el Mundo Moderno, por su parte, la estética romántica, con sus debilidades por
los prodigios de la "imaginación" y la "visión" (pienso en Hölderlin, en Blake y en Shelley),
hasta alcanzar el arco que va desde los simbolistas franceses a la literatura de vanguardia
(digamos que esto otro a través de los lazos de parentesco artístico que unen a un Charles
Baudelaire con, sin ir más lejos, un Vicente Huidobro), redescubre su importancia a la vez
que revitaliza y divulga su empleo de una manera extraordinaria a cuyas no siempre felices
exageraciones la circunspecta mesura de los filósofos griegos no tenía por qué anticiparse.
En cuanto a los varios teóricos cuya autoridad yo invoqué en los párrafos anteriores de este
capítulo, ellos son, reconózcanlo o no, continuadores o refutadores de la tendencia moderna,
la misma cuyo margen de eficacia pareciera hallarse hoy en el último respiro de su
agotamiento. (*) Rojo, Grínor. Diez tesis sobre la crítica. Santiago de Chile. LOM, 2001
47
EL POEMA Y EL LENGUAJE ORDINARIO (*)
OCTAVIO PAZ

El escritor, poeta, ensayista y Premio Nobel de Literatura (1990), el mexicano Octavio Paz,
en su obra EL Arco y la Lira plantea una serie de importantes conceptos teóricos respecto a
las relaciones y oposiciones entre el poema –como texto literario emblemático- y el
lenguaje ordinario; conceptos que a continuación reproducimos textualmente:

“La constante producción de imágenes y de formas verbales rítmicas es una prueba del
carácter simbolizante del habla, de su naturaleza poética. El lenguaje tiende
espontáneamente a cristalizar en metáforas. Diariamente las palabras chocan entre sí y
arrojan chispas metálicas o forman parejas fosforescentes. El cielo verbal se puebla sin cesar
de astros nuevos. Todos los días afloran a la superficie del idioma palabras y frases
chorreando aún humedad y silencio por las frías escamas. En el mismo instante otras
desaparecen. De pronto, el erial de un idioma fatigado se cubre de súbitas flores verbales.

Criaturas luminosas habitan las espesuras del habla. Criaturas, sobre todo, voraces. En el
seno del lenguaje hay una guerra civil sin cuartel. Todos contra uno. Uno contra todos.
¡Enorme masa siempre en movimiento, engendrándose sin cesar, ebria de sí! En labios de
niños, locos, sabios, cretinos, enamorados o solitarios, brotan imágenes, juegos de palabras,
expresiones surgidas de la nada. Por un instante, brillan o relampaguean. Luego se apagan.
Hechas de materia inflamable, las palabras se incendian apenas las rozan la imaginación o la
fantasía. Mas son incapaces de guardar su fuego. El habla es la sustancia o alimento del
poema, pero no es el poema. La distinción entre el poema y esas expresiones poéticas
—inventadas ayer o repetidas desde hace mil años por un pueblo que guarda intacto su
saber tradicional— radica en lo siguiente: el primero es una tentativa por trascender el
idioma; las expresiones poéticas, en cambio, viven en el nivel mismo del habla y son el
resultado del vaivén de las palabras en las bocas de los hombres. No son creaciones, obras.
El habla, el lenguaje social, se concentra en el poema, se articula y levanta. El poema es
lenguaje erguido.

Así como ya nadie sostiene que el pueblo sea el autor de las epopeyas homéricas, tampoco
nadie puede defender la idea del poema como una secreción natural del lenguaje.
Lautréamont quiso decir otra cosa cuando profetizó que un día la poesía sería hecha por
todos. Nada más deslumbrante que este programa. Pero como ocurre con toda profecía
revolucionaria, el advenimiento de ese estado futuro de poesía total supone un regreso al
tiempo original. En este caso al tiempo en que hablar era crear. O sea: volver a la identidad
entre la cosa y el nombre. La distancia entre la palabra y el objeto —que es la que obliga,
precisamente, a cada palabra a convertirse en metáfora de aquello que designa— es
consecuencia de otra: apenas el hombre adquirió conciencia de sí, se separó del mundo
natural y se hizo otro en el seno de sí mismo. La palabra no es idéntica a la realidad que
nombra porque entre el hombre y las cosas —y, más hondamente, entre el hombre y su ser—
se interpone la conciencia de sí. La palabra es un puente mediante el cual el hombre trata de
salvar la distancia que lo separa de la realidad exterior. Mas esa distancia forma parte de la
naturaleza humana. Para disolverla, el hombre debe renunciar a su humanidad, ya sea
regresando al mundo natural, ya trascendiendo las limitaciones que su condición le impone.
Ambas tentaciones, latentes a lo largo de toda la historia, ahora se presentan con mayor
exclusividad al hombre moderno. De ahí que la poesía contemporánea se mueva entre dos
polos: por una parte, es una profunda afirmación de 48
los valores mágicos; por la otra una vocación revolucionaria.

Las dos direcciones expresan la rebelión del hombre contra su propia condición. «Cambiar al
hombre», así, quiere decir renunciar a serlo: hundirse para siempre en la inocencia animal o
liberarse del peso de la historia. Para lograr lo segundo es necesario trastornar los términos
de la vieja relación, de modo que no sea la existencia histórica la que determine la conciencia
sino a la inversa. La tentativa revolucionaria se presenta como una recuperación de la
conciencia enajenada y, asimismo, como la conquista que hace esa conciencia recobrada del
mundo histórico y de la naturaleza. Dueña de las leyes históricas y sociales, la conciencia
determinaría la existencia. La especie habría dado entonces su segundo salto mortal. Gracias
al primero, abandonó el mundo natural, dejó de ser animal y se puso en pie: contempló la
naturaleza y se contempló. Al dar el segundo, regresaría a la unidad original, pero sin perder
la conciencia sino haciendo de ésta el fundamento real de la naturaleza. Aunque no es ésta
la única tentativa del hombre para recobrar la perdida unidad de conciencia y existencia
(magia, mística, religión y filosofía han propuesto y proponen otras vías), su mérito reside en
que se trata de un camino abierto a todos los hombres y que se reputa como el fin o sentido
de la historia. Y aquí habría que preguntarse: una vez reconquistada la unidad primordial
entre el mundo y el hombre, ¿no saldrían sobrando las palabras? El fin de la enajenación
sería también el del lenguaje. La utopía terminaría, como la mística, en el silencio. En fin,
cualquiera que sea nuestro juicio sobre esta idea, es evidente que la fusión —o mejor: la
reunión— de la palabra y la cosa, el nombre y lo nombrado, exige la previa reconciliación del
hombre consigo mismo y con el mundo. Mientras no se opere este cambio, el poema seguirá
siendo uno de los pocos recursos el hombre para ir; más allá de sí mismo, al encuentro de lo
que es profunda y originalmente Por tanto, no es posible confundir el chisporroteo de lo
poético con las empresas más temerarias y decisivas de la poesía.

La imposibilidad de confiar al puro dinamismo del lenguaje la creación poética se corrobora


apenas se advierte que no existe un solo poema en el que no haya intervenido una voluntad
creadora. Sí, el lenguaje es poesía y cada palabra esconde una cierta carga metafórica
dispuesta a estallar apenas se toca el resorte secreto, pero la fuerza creadora de la palabra
reside en el hombre que la pronuncia. El hombre pone en marcha el lenguaje. La noción de
un creador, necesario antecedente del poema, parece oponerse a la creencia en la poesía
como algo que escapa al control de la voluntad. Todo depende de lo que se entienda por
voluntad. En primer término, debemos abandonar la concepción estática de las llamadas
facultades como hemos abandonado la idea de un alma aparte. No se puede hablar de
facultades psíquicas —memoria, voluntad, etc. -como si fueran entidades separadas e
independientes. La psiquis es una totalidad indivisible.

Si no es posible trazar las fronteras entre el cuerpo y el espíritu, tampoco lo es discernir dónde
termina la voluntad y empieza la pura pasividad. En cada una de sus manifestaciones la
psiquis se expresa de un modo total. En cada función están presentes todas las otras. La
inmersión en estados de absoluta receptividad no implica la abolición del querer. El testimonio
de San Juan de la Cruz —«deseando nada»— cobra aquí un inmenso valor psicológico: la
nada misma se vuelve activa, por la fuerza del deseo. El Nirvana ofrece la misma combinación
de pasividad activa, de movimiento que es reposo. Los estados de pasividad —desde la
experiencia del vacío interior hasta la opuesta de congestión del ser— exigen el ejercicio de
una voluntad decidida a romper la dualidad entre objeto y sujeto. El perfecto yogui es aquel
que, inmóvil, sentado en una postura apropiada, «mirando con mirada impasible la punta de
su nariz», es tan dueño de sí que 49
se olvida de sí.

Todos sabemos hasta qué punto es difícil rozar las orillas de la distracción. Esta experiencia
se enfrenta a las tendencias predominantes de nuestra civilización, que propone como
arquetipos humanos al abstraído, al retraído y hasta al contraído. Un hombre que se distrae,
niega al mundo moderno. Al hacerlo, se juega el todo por el todo. Intelectualmente, su
decisión no es diversa a la del suicida por sed de saber qué hay del otro lado de la vida. El
distraído se pregunta: ¿qué hay del otro lado de la vigilia y de la razón? La distracción quiere
decir: atracción por el reverso de este mundo. La voluntad no desaparece; simplemente,
cambia de dirección; en lugar de servir a los poderes analíticos les impide que confisquen
para sus fines la energía psíquica. La pobreza de nuestro vocabulario psicológico y filosófico
en esta materia contrasta con la riqueza de las expresiones e imágenes poéticas.
Recordemos la «música callada» de San Juan o «el vacío es plenitud» de Laotsé. Los
estados pasivos no son nada más experiencias del silencio y el vacío, sino de momentos
positivos y plenos: del núcleo del ser salta un chorro de imágenes. «Mi corazón está brotando
flores en mitad de la noche», dice el poema azteca. La voluntaria parálisis no ataca sino a
una parte de la psiquis. La pasividad de una zona provoca la actividad de la otra y hace
posible la victoria de la imaginación frente a las tendencias analíticas, discursivas o
razonadoras. En ningún caso desaparece la voluntad creadora. Sin ella, las puertas de la
identificación con la realidad permanecen inexorablemente cerradas.

La creación poética se inicia como violencia sobre el lenguaje. El primer acto de esta
operación consiste en el desarraigo de las palabras. El poeta las arranca de sus conexiones y
menesteres habituales: separados del mundo informe del habla, los vocablos se vuelven
únicos, como si acabasen de nacer. El segundo acto es el regreso de la palabra: el poema se
convierte en objeto de participación. Dos fuerzas antagónicas habitan el poema: una de
elevación o desarraigo, que arranca a la palabra del lenguaje; otra de gravedad, que la hace
volver. El poema es creación original y única, pero también es lectura y recitación:
participación. El poeta lo crea; el pueblo, al recitarlo, lo recrea. Poeta y lector son dos
momentos de una misma realidad. Alternándose de una manera que no es inexacto llamar
cíclica, su rotación engendra la chispa: la poesía.

Las dos operaciones —separación y regreso— exigen que el poema se sustente en un


lenguaje común. No en un habla popular o coloquial, como se pretende ahora, sino en la
lengua de una comunidad: ciudad, nación, clase, grupo o secta. Los poemas homéricos
fueron «compuestos en un dialecto literario y artificial que nunca se habló propiamente»
(Alfonso Reyes). Los grandes textos de la literatura sánscrita pertenecen a épocas en que
esta lengua había dejado de hablarse, excepto entre grupos reducidos. En el teatro de
Kalidasa los personajes nobles hablan sánscrito; los plebeyos, pracrito. Ahora bien, popular o
minoritario, el lenguaje que sustenta al poeta posee dos notas: es vivo y común. Esto es,
usado por un grupo de hombres para comunicar y perpetuar sus experiencias, pasiones,
esperanzas y creencias. Nadie puede escribir un poema en una lengua minoritaria, excepto
como ejercicio literario (y entonces no se trata de un poema, porque éste sólo se realiza
plenamente en la participación: sin lector la obra sólo lo es a medias), tampoco el lenguaje
matemático, físico o de cualquier otra ciencia ofrece sustento a la poesía: es lenguaje común,
pero no vivo. Nadie canta en fórmulas. Es verdad que las definiciones científicas pueden ser
utilizadas en un poema (Lautréamont las empleó con genio). Sólo que entonces se opera una
transmutación, un cambio de signo: la fórmula científica deja de servir a la demostración y
más bien tiende a destruirla. El humor es una 50
de las armas mayores de la poesía.

Al crear el lenguaje de las naciones europeas, las leyendas y poemas épicos contribuyeron a
crear esas mismas naciones. Y en ese sentido profundo las fundaron: les dieron conciencia
de sí mismas. En efecto, por obra de la poesía, el lenguaje común se transformo en
imágenes míticas dotadas de valor arquetípico. Rolando, el Cid, Arturo, Lanzarote, Parsifal
son héroes, modelos. Lo mismo puede decirse —con ciertas y decisivas salvedades— de las
creaciones épicas que coinciden con el nacimiento de la sociedad burguesa: las novelas.
Cierto, lo distintivo de la edad moderna, desde el punto de vista de la situación social del
poeta, es su posición marginal. La poesía es un alimento que la burguesía —como clase—
ha sido incapaz de digerir. De ahí que una y otra vez haya intentado domesticarla. Sólo que
apenas un poeta o un movimiento poético cede y acepta regresar al orden social, surge una
nueva creación que constituye, a veces sin proponérselo, una crítica y un escándalo. La
poesía moderna se ha convertido en el alimento de los disidentes y desterrados del mundo
burgués. A una sociedad escindida corresponde una poesía en rebelión. Y aun en este caso
extremo no se rompe la relación entrañable que une al lenguaje social con el poema. El
lenguaje del poeta es el de su comunidad, cualquiera que ésta sea. Entre uno y otro se
establece un juego recíproco de influencias, un sistema de vasos comunicantes. El lenguaje
de Mallarmé es un idioma de iniciados. Los lectores de los poetas modernos están unidos por
una suerte de complicidad y forman una sociedad secreta. Pero lo característico de nuestros
días es la ruptura del equilibrio precariamente mantenido a lo largo del siglo XIX.

La poesía de sectas toca a su fin porque la tensión se ha vuelto insoportable: el lenguaje


social día a día se degrada en una jerga reseca de técnicos y periodistas; y el poema, en el
otro extremo, se convierte en ejercicio suicida. Hemos llegado al término de un proceso
iniciado en los albores de la edad moderna.
Muchos poetas contemporáneos, deseosos de salvar la barrera de vacío que el mundo
moderno les opone, han intentado buscar el perdido auditorio: ir al pueblo. Sólo que ya no
hay pueblo: hay masas organizadas. Y así, «ir al pueblo» significa ocupar un sitio entre los
«organizadores» de las masas. El poeta se convierte en funcionario. No deja de ser
asombroso este cambio. Los poetas del pasado habían sido sacerdotes o profetas, señores o
rebeldes, bufones o santos, criados o mendigos. Correspondía al Estado burocrático hacer
del creador un alto empleado del «frente cultural». El poeta ya tiene un «lugar» en la
sociedad. ¿Lo tiene la poesía?

La poesía vive en las capas más profundas del ser, en tanto que las ideologías y todo lo que
llamamos ideas y opiniones constituyen los estratos más superficiales de la conciencia. El
poema se nutre del lenguaje vivo de una comunidad, de sus mitos, sus sueños y sus
pasiones, esto es, de sus tendencias más secretas y poderosas.

El poema funda al pueblo porque el poeta remonta la corriente del lenguaje y bebe en la
fuente original. En el poema la sociedad se enfrenta con los fundamentos de su ser, con su
palabra primera. Al proferir esa palabra original, el hombre se creó. Aquiles y Odiseo son algo
más que dos figuras heroicas: son el destino griego creándose a sí mismo. El poema es
mediación entre la sociedad y aquello que la funda. Sin Homero, el pueblo griego no sería lo
que fue. El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos.”

(*) Paz, Octavio. EL Arco y la Lira .Mexico, F.C.E., 1967, pp.34-41.

51
52
¿QUÉ ES LA LITERATURA?(*)
TERRY EAGLETON

En caso de que exista algo que pueda denominarse teoría literaria, resulta obvio que hay una
cosa que se denomina literatura sobre la cual teoriza. Consiguientemente podemos principiar
planteando la cuestión: ¿qué es literatura?

Varias veces se ha intentado definir la literatura. Podría definirsela, por ejemplo, como obra
de "imaginación”, en el sentido de ficción, de escribir sobre algo que no es literalmente real.
Pero bastaría un instante de reflexión sobre lo que comúnmente se incluye bajo el rubro de
literatura para entrever que no va por ahí la cosa. La literatura inglesa del siglo xvii incluye a
Shakespeare, Webster, Marvell y Milton, pero también abarca los ensayos de Francis Bacon,
los sermones de John Donne, la autobiografía espiritual de Bunyan y aquello -llámese como
se llame- que escribió Sir Thomas Browne. Más aún, incluso podría llegar a decirse que
comprende el Leviatán de Hobbes y la Historia de la Rebelión de Clarendon. A la literatura
francesa del siglo xvii pertenecen, junto con Corneille y Racine, las máximas de La
Rochefoucauld, las oraciones fúnebres de Bossuet, el tratado de Boilean sobre la poesía, las
cartas que Madame de Sevigné dirigió a su hija, y también los escritos filosóficos de
Descartes y de Pascal. En la literatura inglesa del siglo xix por lo general quedan
comprendidos. Lamb (pero no Bentham), Macaulay (pero no Marx), Mill, (pero no Darwin ni
Herbert Spencer) .

El distinguir entre "hecho" y "ficción", por lo tanto, no parece encerrar muchas


posibilidades en esta materia, entre otras razones (y no es ésta la de menor importancia),
porque se trata de un distingo a menudo un tanto dudoso. Se ha argüido. pongamos por
caso, que la oposición entre lo "histórico" y lo "artístico" por ningún concepto se aplica a las
antiguas sagas islándicas. En Inglaterra, a fines del siglo xvi y principios del xvii, la palabra
"novela" se empleaba tanto para denotar sucesos reales como ficticios; -más aún, a duras
penas podría aplicarse entonces a las noticias el calificativo (de reales u objetivas. Novelas e
informes noticiosos eran ni netamente reales u objetivos ni netamente novelísticos. Simple y
sencillamente no se aplicaban los marcados distingos que nosotros establecemos entre
dichas categorías. Sin duda Gibbon pensó que estaba consignando verdades históricas, y
quizá pensaron lo mismo los autores del Génesis. Ahora algunos leen esos escritos como si
se tratase de "hechos", pero otros los consideran "ficción". Newman, ciertamente, consideró
verdaderas sus meditaciones teológicas, pero hoy en día muchos lectores las toman como
"literatura". Añádase que si bien la "literatura" incluye muchos escritos "objetivos" excluye
muchos que tienen carácter novelístico. Las tiras cómicas de Superman y las novelas de Mills
y Boon refieren temas inventados pero por lo general no se consideran como obras literarias
y, ciertamente, quedan excluidos de la literatura. Si se considera que los escritos "creadores"
o "de imaginación" son literatura, ¿quiere esto decir que la historia, la filosofía y las ciencias
naturales carecen de carácter creador y de imaginación?

Quizá haga falta un enfoque totalmente diferente. Quizá haya que definir la literatura no con
base en su carácter novelístico o "imaginario" sino en su empleo característico de la lengua.
De acuerdo con esta teoría, la literatura consiste en una forma de escribir, según palabras
textuales del crítico ruso Roman Jakobson, en la cual "se violenta organizadamente el
lenguaje ordinario". La literatura transforma e intensifica el lenguaje ordinario; se aleja
sistemáticamente de la forma en que se habla en la vida diaria. Si en una parada de autobús
alguien se acerca a mí y me murmura al oído: "Sois la virgen 53
impoluta del silencio", caigo inmediatamente en la cuenta de que me hallo en presencia de lo
literario. Lo comprendo porque la textura, ritmo y resonancia de las palabras exceden, por
decirlo así, su significado "abstraíble"; o bien, expresado en la terminología técnica de los
lingüistas, porque no existe proporción entre el significante y el significado.El lenguaje
empleado atrae sobre sí la atención, hace gala de su ser material, lo cual no sucede en
frases como "¿No sabe usted que hay huelga de choferes?"

De hecho, esta es la definición de lo "literario"que propusieron los formalistas rusos, entre


cuyas filas figuraban Viktor Shklovsky, Roman Jakobson, Osip Brik, Yury Tynyanov, Boris
Eichenbaum y Boris Tomashevsky. Los formalistas surgieron en Rusia en los años anteriores
a la revolución bolchevique de 1917, y cosecharon laureles durante los años veinte, hasta
que Stalin les impuso silencio. Fue un grupo militante y polémico de críticos que rechazaron
las cuasi místicas doctrinas simbolistas que anteriormente habían influido en la crítica
literaria, y que con espíritu científico práctico enfocaron la atención a la realidad material del
texto literario. Según ellos la crítica debía separar arte y misterio y ocuparse de la forma en
que los textos literarios realmente funcionan. La literatura no era una seudorreligión,
psicología o sociología sino una organización especial del lenguaje. Tenía leyes propias
especificas, estructuras y recursos, que debían estudiarse en si mismos en vez de ser
reducidos a algo diferente. La obra literaria no era ni vehículo ideológico, ni reflejo de la
realidad social ni encarnación de alguna verdad trascendental; era un hecho material cuyo
funcionamiento puede analizarse como se examina el de una máquina. La obra literaria
estaba hecha de palabras, no de objetos o de sentimientos, y era un error considerarla como
expresión del criterio de un autor. Osip Brik dijo alguna vez -con cierta afectación y a la ligera-
que Eugenio Onieguin, el poema de Pushkin. se habría escrito aunque Pushkin no hubiera
existido. -

El formalismo era esencialmente la aplicación de la lingüística al estudio de la literatura; y


como la lingüística en cuestion era de tipo formal, enfocada más bien a las estructuras del
lenguaje que a lo que en realidad se dijera, los formalistas hicieron a un lado el análisis del
"contenido" literario (donde se puede sucumbir a lo psicológico o a lo sociológico ), y se
concentraron en el estudio de la forma literaria. Lejos de considerar la forma como expresión
del contenido, dieron la vuelta a estas relaciones y afirmaron que el contenido era meramente
la "motivación" de la forma, una ocasión u oportunidad conveniente para un tipo particular de
ejercicio formal. El Quijote no es un libro "acerca" de un personaje de ese nombre; el
personaje no pasa de ser un recurso para mantener unidas diferentes clases de técnicas
narrativas. Rebelión en la Granja (de Orwell) no era, según los formalistas, una alegoría del
estalinismo; por el contrario, el estalinismo simple y llanamente proporcionó una oportunidad
útil para tejer una alegoría. Esta desorientada insistencia ganó para los formalistas el nombre
despreciativo que les adjudicaron sus antagonistas. Aun cuando no negaron que el arte se
relacionaba con la realidad social -a decir verdad, algunos formalistas estuvieron muy unidos
a los bolcheviques- sontenían desafiantes que esta relación para nada concernía al crítico.

Los formalistas principiaron por considerar la obra literaria como un conjunto más o menos
arbitrario de "recursos", a los que sólo más tarde estimaron como elementos relacionados
entre sí o como "funciones" dentro de un sistema textual total. Entre los "recursos" quedaban
incluidos sonido, imágenes, ritmo, sintaxis, metro, rima, técnicas narrativas, en resumen, el
arsenal entero de elementos literarios formales. Éstos compartían su efecto "enajenante" o
"desfamiliarizante". Lo específico del lenguaje literario, lo que lo distinguía de otras formas de
discurso era que "deformaba" el lenguaje ordinario en diversas formas. 54
Sometido a la presión de los recursos literarios, el lenguaje literario se intensificaba,
condensaba, retorcía, comprimía, extendía, invertía. El lenguaje "se volvía extraño” y por esto
mismo también el mundo cotidiano se convertía súbitamente en algo extraño, con lo que no
está uno familiarizado. En el lenguaje rutinario de todos los días, nuestras percepciones de la
realidad y nuestras respuestas a ella se enrancian, se embotan o, como dirían los formalistas,
"se automatizan". La literatura, al obligarnos en forma impresionante a darnos cuenta del
lenguaje, refresca esas respuestas habituales y hace más "perceptibles” los objetos. Al tener
que luchar más arduamente con el lenguaje, al preocuparse por él más de lo que suele
hacerse, el mundo contenido en ese lenguaje se renueva vívidamente. Quizá la poesía de
Gerard Manley Hopkins proporcione a este respecto un ejemplo gráfico. El discurso literario
aliena o enajena el lenguaje ordinario, pero, paradójicamente, al hacerlo, proporciona una
posesión más completa, más íntima de la experiencia. Casi siempre respiramos sin darnos
cuenta de ello: el aire, como el lenguaje, es precisamente el medio en que nos movemos.
Ahora bien, si el aire de pronto se concentrara o contaminara tendríamos que fijarnos más en
nuestra respiración, lo cual quizá diera por resultado una agudización de nuestra vida
corporal. Leemos una nota garrapateada por un amigo sin prestar mucha atención a su
estructura narrativa; pero si un relato se interrumpe y después recomienza, si cambia
constantemente de nivel narrativo y retarda el desenlace para mantenernos en suspenso nos
damos al fin cuenta de cómo está construido y, al mismo tiempo, quizá también se haga más
intensa nuestra participación. El relato, el argumento, como dirían los formalistas, emplea
recursos que "entorpecen" o "retardan" a fin de retener nuestra atencion. En el lenguaje
literario, estos recursos "quedan al desnudo". Esto es lo que movió a Viktor Shklovsky a
comentar maliciosamente que Tristram Shandy, de Laurence Sterne, es una novela que
entorpece su propia línea narrativa a tal grado que a duras penas por fin comienza, y que "es
la novela más típica de la literatura mundial".

Los formalistas, por consiguiente, vieron el lenguaje literario como un conjunto de


desviaciones de una norma. como una especie de violencia lingüística: la literatura es
una clase "especial" de lenguaje que contrasta con el lenguaje "ordinario" que
generalmente empleamos. El reconocer la desviación presupone que se puede identificar la
norma de la cual se aparta. Si bien el "lenguaje ordinario" es un concepto del que están
enamorados algunos filósofos de Oxford, el lenguaje de estos filósofos tiene poco en común
con la forma ordinaria de hablar de los cargadores portuarios de Glasgow. El lenguaje que los
miembros de estos dos grupos sociales emplean para escribir cartas de amor usualmente
difiere de la forma en que hablan con el párroco de la localidad. No pasa de ser una ilusión el
creer que existe un solo lenguaje "normal" idea que comparten todos los miembros de la
sociedad. Cualquier lenguaje real y verdadero consiste en gamas muy complejas del discurso,
las cuales se diferencian según la clase social, la región, el sexo, la categoría y así
sucesivamente, factores que por ningún concepto pueden unificarse cómodamente en una
sola comunidad lingüística homogénea. Las normas de una persona quizá sean irregulares
para alguna otra. "Ginne" como sinónimo de "alleywav" (callejón) quizá resulte poético en
Brighton pero no pasa de ser lenguaje ordinario en Barnsley. Aun los textos más "prosaicos"
del siglo xv pueden parecernos "poéticos" por razón de su arcaísmo. Si nos cayera en las
manos algún escrito breve, aislado de su contexto y procedente de una civilización
desaparecida hace mucho, no podríamos decir a primera vista si se trataba o no de un escrito
"poético" por desconocer el modo de hablar "ordinario" de esa civilización; y aun cuando
ulteriores investigaciones pusieran de manifiesto características que se "desvían" de lo
ordinario no quedaría probado que se trataba de un escrito poético pues no todas las
desviaciones lingüísticas son poéticas. 55
Consideremos el caso del argot, del slang. A simple vista no podríamos decir si un escrito en
el cual se emplean sus términos pertenece o no a la literatura "realista" sin estar mucho
mejor informados sobre la forma en que tal escrito encajaba en la sociedad en cuestión.

Y no es que los formalistas rusos no se dieran cuenta de todo esto. Reconocían que tanto las
normas como las desviaciones cambiaban al cambiar el contexto histórico o social y que, en
este sentido, lo "poético" depende del punto donde uno se encuentra en un momento dado.
El hecho de que el lenguaje empleado en una obra parezca "alienante" o "enajenante" no
garantiza que en todo tiempo y lugar haya poseído esas características. Resulta enajenante
sólo frente a cierto fondo lingüístico normativo, pero si éste se modifica quizás el lenguaje ya
no se considere literario. Si toda la clientela de un bar usara en sus conversaciones
ordinarias frases comno "Sois la virgen impoluta del silencio", este tipo de lenguaje dejaría de
ser poético. Dicho de otra manera, para los formalistas ,"lo literario" era una función de las
relaciones diferenciales entre dos formas de expresión y no una propiedad inmutable. No se
habían propuesto definir la "literatura sino lo "literario", los usos especiales del lenguaje que
pueden encontrarse en textos "literarios" pero también en otros diferentes. Quien piense que
la "literatura" puede definirse a base de ese empleo especial del lenguaje tendrá que
considerar el hecho de que aparecen más metáforas en Manchester que en Marvell. No hay
recurso "literario" -metonimia, sinécdoque, lítote, inversión retórica, etc.- que no se emplee
continuamente en el lenguaje diario.

Sin embargo, los formalistas suponían que la "rarefacción" era la esencia de lo literario. Por
decirlo así, "relativizaban" este empleo del lenguaje, lo veían como contraste entre dos
formas de expresarse. Ahora bien, supongamos que yo oyera decir en un bar al parroquiano
de la mesa de al lado "Esto no es escribir; esto es hacer garabatos". La expresión ¿es
"literaria" o "no literaria"? Pues es literaria ya que proviene de Hambre, la novela de Knut
Hamsun. Pero ¿cómo sé yo que tiene un carácter literario? Al fin y al cabo no llama la
atención por su calidad verbal. Podría decir que reconozco su carácter literario porque estoy
enterado de que proviene de esa novela de Knut Hamsun. Forma parte de un texto que yo leí
como "novelístico", que se presenta como "novela", que puede figurar en el programa de
lecturas de un curso universitario de literatura, y así sucesivamente. El contexto me hace ver
su carácter literario; pero el lenguaje en sí mismo carece de calidad o propiedades que
permitan distinguirlo de cualquier otro tipo de discurso, y quien lo empleara en el bar no sería
admirado por su destreza literaria. El considerar la literatura como lo hacen los formalistas
equivale realmente a pensar que toda literatura es poesía. Un hecho significativo: cuando los
formalistas fijaron su atención en la prosa, a menudo simplemente le aplicaron el mismo tipo
de técnica que usaron con la poesía. Por lo general se juzga que la literatura abarca muchas
cosas además de la poesía; que incluye, por ejemplo, escritos realistas o naturalistas
carentes de preocupaciones lingüísticas o de llamativo exhibicionismo. A veces se emplea el
adjetivo "excelente" o (algún sinónimo) a un texto precisamente porque su lenguaje no atrae
inmoderadamente la atención. Se admira su sencillez lacónica o su atinada sobriedad. ¿Y
qué decir sobre los chascarrillos, las porras deportivas, los lemas o slogans, los encabezados
periodísticos, los anuncios publicitarios, a menudo verbalmente llamativos pero que
generalmente no se clasifican como literatura?
Otro problema relacionado con la "rarificación" consiste en que, con suficiente ingenio,
cualquier texto adquiere un carácter "raro". Fijémonos en una advertencia de suyo nada
ambigua que a veces se lee en el metro londinense: "Hay que llevar en brazos a los perros
por la escalera mecánica". Sin embargo, quizá la frase no sea tan clara o tan carente de 56
ambigüedad como de momento puede parecer. ¿Quiere decir que uno debe llevar un can
abrazado en esa escalera? ¿Corre peligro de que se le impida usar la escalera si no
encuentra un perro callejero y lo toma en sus brazos? Muchos avisos aparentemente claros
encierran ambigüedades como las que acabamos de señalar. "La basura debe arrojarse en
este cesto", o el letrero "Salida" que se lee en las carreteras británicas pueden resultar
desconcertantes para un californiano. Con todo, aun haciendo de lado molestas
ambigüedades, es a todas luces obvio que ese aviso del metro puede considerarse como
literatura. Puede uno detenerse a considerar el staccato abrupto y amenazador de las
solemnes voces monosílabas iniciales ("hay que"). Y cuando se llega a aquello de "llevar en
brazos", pleno de sugerencias, quizá la mente esté considerando la posibilidad de ayudar
durante toda la vida a perros lisiados. Quizá se descubra en cada cadencia, en cada inflexión
del término "escalera mecánica" una imitación del movimiento ascendente y descendente de
aquel dispositivo. Puede tratarse de un empeño infructuoso, pero no mucho más infructuoso
que el afirmar que se perciben los tajos y las acometidas de los estoques en la descripción
poética de un duelo. El primer enfoque tiene al menos la ventaja de sugerir que la "literatura"
puede referirse, en todo caso, tanto a lo que la gente hace con lo escrito como a lo que lo
escrito hace con la gente.

Aun cuando alguien leyera el aviso en la forma indicada, subsistiría la posibilidad de leerlo
como poesía, que es sólo una parte de lo que usualmente abarca la literatura. Por lo tanto,
consideraremos otra forma de "malinterpretar" un letrero que puede conducirnos todavía un
poco más lejos. Imagine a un ebrio noctámbulo, derrumbado sobre el pasamanos de la
escalera mecánica, que lee y relee el letrero con laboriosa atención durante varios minutos y
musita: "¡Qué gran verdad!" ¿En qué tipo de error se ha incurrido en ese momento? En
realidad, el ebrio aquel considera el letrero como una expresión de significado general e
incluso de trascendencia cósmica. Al aplicar a esas palabras ciertos ajustes o
convencionalismos relacionados con la lectura, el ebrio de marras las arranca de su contexto
inmediato, hace generalizaciones basándose en ellas, y les atribuye un significado más
amplio y profundo que la finalidad pragmática a que estaban destinadas. Ciertamente, todo
esto parecería ser una operación relacionada con lo que la gente llama literatura. Cuando el
poeta nos dice que su amor es cual rosa encarnada, sabemos, precisamente porque recurrió
a la métrica para expresarse, que no hemos de preguntarnos si realmente estuvo enamorado
de alguien que, por extrañas razones, le pareció que tenia semejanza con una rosa. El poeta
simplemente ha expresado algo referente a las mujeres y al amor en términos generales. Por
consiguiente, podríamos decir que la literatura es un discurso "no pragmático". Al contrario de
los manuales de biología o los recados que se dejan para el lechero la literatura carece de un
fin práctico inmediato, y debe referirse a una situación de caracter general. Algunas veces -no
siempre- puede emplear un lenguaje singular como si se propusiera dejar fuera de duda ese
hecho, como si deseara señalar que lo que entra en juego es una forma de hablar sobre una
mujer en vez de una mujer en particular, tomada de la vida real. Este enfoque dirigido a la
manera de hablar y no a la realidad de aquello sobre lo cual se habla, a veces se interpreta
como si con ello se quisiera indicar que entendemos por literatura cierto tipo de lenguaje
autoreferente: un lenguaje, que habla de sí mismo.

Con todo, también esta forma de definir la literatura encierra problemas. Por principio de
cuentas, probablemente George Orwell se habría sorprendido al enterarse de que sus
ensayos se leerían como si los temas que discute fueran menos importantes que la forma en
que los discute. En buena parte de lo que se clasifica como literatura el valor-verdad y la
pertinencia práctica de lo que se dice se considera importante para el efecto total. Pero 57
aun si el tratamiento "no pragmático" del discurso es parte de lo que quiere decirse con el
término "literatura", se deduce de esta "definición" que, de hecho, no se puede definir la
literatura "objetivamente". Se deja la definición de literatura a la forma en que alguien decide
leer, no a la naturaleza-de lo escrito. Hay ciertos tipo de textos -poemas, obras dramáticas,
novelas- que obviamente no se concibieron con "fines pragmáticos", pero ello no garantiza
que en realidad vayan a leerse adoptando ese punto de vista . Yo podría leer lo que Gibbon
relata sobre el Imperio Romano no porque mi despiste llegue al grado de pensar que allí
encontraré información digna de crédito sobre la Roma de la antigüedad, sino porque me
agrada la prosa de Gibbon o porque me deleitan las representaciones de la corrupción
humana sea cual fuere su fuente histórica. También puedo leer el poema de Robert Burns
-suponiendo que yo fuese un horticultor japonés- porque no había yo aclarado si en la
Inglaterra del siglo XVIII florecían o no las rosas rojas. Se dirá que esto no es leer el poema
"como literatura"; pero, ¿podría decirse que leo los ensayos de Orwell como literatura
siempre y cuando generalice yo lo que él dice sobre la Guerra Civil española y lo eleve a la
categoría de declaraciones de valor cósmico sobre la vida humana? Es verdad que muchas
de las obras que se estudian como literatura en las instituciones académicas fueron
"construidas" para ser leídas como literatura, también es verdad que muchas no fueron
construidas" así. Un escrito puede comenzar a vivir como historia o filosofía y,
posteriormente, ser clasificado como literatura; o bien puede empezar como literatura y
acabar siendo apreciado por su valor, arqueológico. Algunos textos nacen literarios; a otros
se les impone el carácter literario. A este respecto puede contar mucho más la educación que
la cuna. Quizá lo que importe no sea de dónde vino uno sino cómo lo trata la gente. Si la
gente decide que tal o cual escrito es literatura parecería que de hecho lo es,
independientemente de lo que se haya intentado al concebirlo.

En este sentido puede considerarse la literatura no tanto como una cualidad o conjunto de
cualidades inherentes que quedan de manifiesto en cierto tipo de obras, desde Beowul hasta
Virginia Woolf, sino como las diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito. No
es fácil separar, de todo lo que en una u otra forma se ha denominado "literatura", un conjunto
fijo de características intrínsecas. A decir verdad, es algo tan imposible como tratar de
identificar el rasgo distintivo y único que todos los juegos tienen en común. No hay
absolutamente nada que constituya la "esencia" misma de la literatura. Cualquier texto puede
leerse sin "afán pragmático", suponiendo que en esto consista el leer algo como literatura;
asimismo, cualquier texto puede ser leído "poéticamente". Si estudio detenidamente el
horario-itinerario ferrocarrilero no para averiguar qué conexión puedo hacer sino para
estimularme a hacer consideraciones de carácter general sobre la velocidad y la complejidad
de la vida moderna, podría decirse que lo estoy leyendo como literatura. John M. Ellis sostiene
que el término "literatura" funciona en forma muy parecida al término "hierbajo". Los hierbajos
no pertenecen a un tipo especial de planta; son plantas que por una u otra razón estorban al
jardinero. Quizá "literatura" signifique precisamente lo contrario: cualquier texto que, por tal o
cual razón, alguien tiene en mucho. Como diría un filósofo, "literatura" y "hierbajo" son
términos más funcionales que ontológicos; se refieren a lo que hacemos y no al ser fijo de las
cosas. Se refieren al papel que desempeña un texto o un cardo en un contexto social, a lo que
lo relaciona con su entorno y a lo que lo diferencia de él, a su comportamiento, a los fines a
los que se le puede destinar y a las actividades humanas que lo rodean. En este sentido,
"literatura"' constituye un tipo de definición hueca, puramente formal. Aunque dijéramos que
no es un tratamiento pragmático del lenguaje, no por eso habríamos llegado a una esencia de
la literatura porque existen otras aplicaciones del lenguaje, como los chistes, pongamos por
caso. De cualquier manera, dista mucho de quedar claro que se pueda distinguir con precisión
entre 58
las formas "prácticas" y las "no prácticas" de relacionarse con el lenguaje. Evidentemente no
es lo mismo leer una novela por gusto que leer un letrero en la carretera para obtener
información. Pero ¿qué decir cuando se lee un manual de biología para enriquecer la mente?
¿Constituye esto, una forma pragmática de tratar el lenguaje? En muchas sociedades la
"literatura" ha cumplido funciones de gran valor práctico, como las de carácter religioso.
Distinguir tajantemente entre lo "práctico" y lo "no práctico" sólo resulta posible en una
sociedad como la nuestra, donde la literatura en buena parte ha dejado de tener una función
práctica. Quizá se esté presentando como definición general una acepción de lo "literario"
que en realidad es históricamente específica.
Por lo tanto, aún no hemos descubierto el secreto de por qué Lamb, Macaulay y Mill son
literatura, mientras que, en términos generales, no lo son ni Bentham, ni Marx, ni Darwin.
Quizá la respuesta sin complicaciones sea que los tres primeros son ejemplos de lo "bien
escrito" pero no los otros tres. Esta respuesta encierra la desventaja de que en gran parte es
errónea (al menos a juicio mío), pero presenta la ventaja de sugerir, de un modo general, que
la gente denomina "literatura" a los escritos que le parecen buenos. Evidentemente a esto
último se puede objetar que si fuera enteramente cierto no habría nada que pudiera llamarse
"mala literatura". Me parece que quizás se exagera el valor de Lamb y Macaulay, pero esto
no significa necesariamente que vaya a dejar de considerarlos como literatura. A usted le
puede parecer que Raymond Chandler es "bueno dentro de su género", aunque no sea
precisamente literatura. Por otra parte, si Macaulay realmente fuera un mal escritor, si
desconociera totalmente la gramática y sólo pareciera interesarse en los ratones blancos,
entonces es probable que la gente no daría a su obra el nombre de literatura, ni siquiera el de
mala literatura. Parecería, pues, que los juicios de valor tienen ciertamente mucho que ver
con lo que se juzga como literatura y con lo que se juzga que no lo es, si bien no
necesariamente en el sentido de que un escrito, para ser literario, tenga que caber dentro de
la categoría de lo "bien escrito", sino que tiene que pertenecer a lo que se considera "bien
escrito", aun cuando se trate de un ejemplo inferior de una forma generalmente apreciada.
Nadie se tomaría la molestia de decir que un billete de autobús constituye un ejemplo de
literatura inferior, pero sí podría decirlo acerca de la poesía de Ernest Dowson. Los términos
"bien escrito" o "bellas letras" son ambiguos en este sentido: denotan una clase de
composiciones generalmente muy apreciadas pero que no comprometen a opinar que es
"bueno" tal o cual ejemplo en particular.

Con estas reservas, resulta iluminadora la sugerencia de que "literatura" es una forma de
escribir altamente estimada, pero encierra una consecuencia un tanto devastadora: significa
que podemos abandonar de una vez por todas la ilusión de que la categoría "literatura" es
"objetiva", en el sentido de ser algo inmutable, dado para toda la eternidad. Cualquier cosa
puede ser literatura, y cualquier cosa que inalterable e incuestionablemente se considera
literatura -Shakespeare, pongamos por caso- puede dejar de ser literatura. Puede
abandonarse por quimérica cualquier opinión acerca de que el estudio de la literatura es el
estudio de una entidad estable y bien definida, como ocurre con la entomología. Algunos
tipos de novela son literatura, pero otros no lo son. Cierta literatura es novelística pero otra
no. Una clase de literatura toma muy en cuenta la expresión verbal, pero hay otra que no es
literatura sino retórica rimbombante. No existe literatura tomada como un conjunto de obras
de valor asegurado e inalterable, caracterizado por ciertas propiedades, intrínsecas y
compartidas. Cuando en el resto del libro use las palabras "literario" y "literatura" llevarán una
especie de invisible tachadura para indicar que realmente no son las apropiadas pero que de
momento no cuento con nada mejor.

59
Los juicios de valor son notoriamente variables: por eso se deduce de la definición de
literatura como forma de escribir altamente apreciada que no es una entidad estable. "Los
tiempos cambian, los valores no", proclama el anuncio de un diario, como si todavía
creyéramos que hay que matar a las criaturas enfermizas o exhibir en público a los enfermos
mentales. Así como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde
calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo que considera
escritos valiosos. Más aun, puede cambiar de opinión sobre los fundamentos en que se basa
para decidir entre lo que es valioso y lo. que no lo es. Esto, como ya indiqué no significa
necesariamente que el público vaya a negar el título de literatura a una obra que, al fin y al
cabo, considera de calidad inferior; la llamará literatura para indicar que, poco más o menos,
pertenece al tipo de escritos que por lo general aprecia. Por otra parte, esto no significa que
el llamado "canon literario", la intocable "gloriosa tradición" de la "literatura nacional" tenga
que tomarse como un concepto -una "construcción"- cuya conformación estuvo a cargo de
ciertas personas movidas por ciertas razones en cierta época. No hay ni obras ni tradiciones
literarias valederas, por sí mismas, independientemente de lo que sobre ellas se haya dicho o
se vaya a decir. "Valor" es un término transitorio; significa lo que algunas personas aprecian
en circunstancias específicas, basándose en determinados criterios y a la luz de fines
preestablecidos. Es por ello muy posible que si se realizara en nuestra historia una
transformación suficientemente profunda, podría surgir en el futuro una sociedad incapaz de
obtener el menor provecho de la lectura de Shakespeare. Quizá sus obras le resultasen
desesperadamente extrañas, plenas de formas de pensar y sentir que en la sociedad en
cuestión se considerarían estrechas o carentes de significado. En esas circunstancia
Shakespeare no valdría más que los letreros murales -graffitis- que hoy se estilan. Si bien
muchos considerarían que se habría descendido a condiciones sociales trágicamente
indigentes, creo que se pecaría de dogmatismo si se rechazara la posibilidad de que esa
situación proviniera más bien de un enriquecimiento humano generalizado. A Karl Marx le
preocupaba saber por qué el arte de la antigüedad griega conserva su “encanto eterno" aun
cuando hace mucho tiempo que desaparecieron las condiciones que lo produjeron. Ahora
bien, eso que aún no termina la historia ¿cómo podríamos saber que va a continuar siendo
"eternamente" encantador? Supongamos que, gracias a expertas investigaciones
arqueológicas, se descubriera mucho más sobre lo que la tragedia griega en realidad
significaba para el público contemporáneo, nos diéramos cuenta de la enorme distancia que
separa lo que entonces interesaba de lo que hoy nos interesa, y releyéramos esas obras a la
luz de conocimientos más profundos. Ello podría dar por resultado -entre otras cosas- que
dejaran de gustarnos esas tragedias y comedias. Quizá llegáramos a pensar que antes nos
habían gustado porque, inconscientemente, las leíamos a la luz de nuestras propias
preocupaciones. Cuando esto resultara menos posible, quizá esas obras dramáticas dejaran
de hablarnos significativamente.

El que siempre interpretemos las obras literarias, hasta cierto punto, a través de lo que nos
preocupa o interesa (es un hecho que en cierta forma "lo que nos preocupa o interesa" nos
incapacita para obrar de otra forma), quizá explique por qué ciertas obras literarias parecen
conservar su valor a través de los siglos. Es posible, por supuesto, que sigamos compartiendo
muchas inquietudes; con la obra en cuestión; pero también es posible que, en realidad y sin
saberlo, no hayamos estado evaluando la "misma" obra. "Nuestro" Homero no es idéntico al
Homero de la Edad Media, y "nuestro" Shakespeare no es igual al de sus contemporáneos.
Más bien se trata de esto: períodos históricos diferentes han elaborado, para sus propios
fines, un Homero y un Shakespeare "diferentes", y han 60
encontrado en los respectivos textos elementos que deben valorarse o devaluarse (no
necesariamente los mismos). Dicho en otra forma, las sociedades "reescriben", así sea
inconscientemente todas las obras literarias que leen. Más aún, leer equivale siempre a
"reescribir” . Ninguna obra, ni la evaluación que en alguna época se haga de ella pueden, sin
más ni más, llegar a nuevos grupos humanos sin experimentar cambios que quizá las hagan
irreconocibles. Esta es una de las razones por las cuales lo que se considera como literatura
sufre una notoria inestabilidad.

No quiero decir que esa inestabilidad se deba al carácter "subjetivo" de los juicios de valor.
Según este punto de vista, el mundo se halla dividido entre hechos sólidamente concretos
que están "allá", como la Estación Central del ferrocarril, y juicios de valor arbitrarios que se
ubican "aquí dentro", como el gusto por los plátanos o el sentir que el tono de un poema de
Yeats va desde las bravatas defensivas hasta la resignación hosca pero dúctil. Los hechos
están a la vista y son irrecusables, pero los valores son cosa personal y arbitraria.
Evidentemente no es lo mismo consignar un hecho, por ejemplo: "Esta catedral fue
construida en 1612", que expresar un juicio de valor como "esta catedral es una muestra
magnífica de la arquitectura barroca". Pero supongamos que dije lo primero cuando
acompañaba por diversas partes de Inglaterra a un visitante extranjero y me di cuenta de que
lo había desconcertado bastante. ¿Por qué, podría preguntarme, insiste en darme las fechas
de la construcción de todos estos edificios: ¿A qué se debe esa obsesión con los orígenes?
En la sociedad donde vivo, podría agregar, para nada conservamos datos de esa naturaleza.
Para clasificar nuestros edificios nos fijamos en si miran al noroeste o al sudoeste. Esto
quizás pusiera de manifiesto una parte del sistema inconsciente basada en juicios de valor
subyacentes en mis datos descriptivos. Juicios de valor como éstos no son necesariamente
del mismo tipo que aquel otro de "Esta catedral es una muestra magnífica de la arquitectura
barroca", pero no dejan de ser juicios de valor, y ninguna enunciación de hechos que yo
pudiera formular sería ajena a ellos. La enunciación de un hecho no deja de ser, después de
todo, una enunciación, y da por sentado cierto número dejuicios cuestionables: que esas
enunciaciones valen la pena más que otras; que estoy capacitado para formularlas y
garantizar su verdad; que mi interlocutor es una persona a quien vale la pena formularlas;
que no carece de utilidad el formularlas, así por el estilo. Bien puede transmitirse información
en las conversaciones de bar, pero en esos diálogos también sobresalen elementos de lo que
los lingüistas llaman "fáctico", o sea, de lo relacionado con el propio acto de comunicar.
Cuando charlo con usted sobre el estado del tiempo doy a entender que una conversación
con usted vale la pena, que lo considero persona de mérito y que se emplea bien el tiempo
charlando con usted, que no soy antisocial, que no me voy a poner a criticar de la cabeza a
los pies su aspecto personal.

En este sentido no hay posibilidad de formular una declaración totalmente desinteresada. Por
supuesto, se considera que el decir cuándo se construyó una catedral no demuestra tanto
interés en nuestra cultura como expresar una opinión sobre su estilo arquitectónico; pero
también podrían imaginarse situaciones en las cuales la primera declaración estuviera más
"preñada de valores" que la otra. Quizás "barroco" y "magnífico" hayan llegado a ser términos
más o menos sinónimos, pero sólo unos cuantos tercos se aferrarían a una idea exagerada
sobre la importancia de la fecha en que se construyó un edificio, y al consignarla enviaba yo
un mensaje para indicar que me adhería a ellos. Todas las declaraciones descriptivas se
mueven dentro de una red (a menudo invisible) de categorías de valor. Añádase que,
indudablemente, sin esas categorías no tendríamos absolutamente nada que decirnos. No se
trata solamente de que poseyendo conocimientos que corresponden a la realidad los
falseemos movidos por intereses y 61
opiniones particulares (cosa ciertamente posible); se trata también de que aún sin intereses
especiales podríamos carecer de conocimientos porque no nos hemos dado cuenta de que
vale la pena adquirirlos. Los intereses son elementos constitutivos de nuestro conocimiento,
no meros prejuicios que lo ponen en peligro. El afirmar que el conocimiento debe ser "ajeno a
los valores" constituye un juicio de valor.

Bien puede ser que el gusto por los plátanos no pase de ser una cuestión privada, pero de
hecho esto también es cuestionable. Un análisis a fondo sobre mis gustos en materia de
comida probablemente revelaría profundos lazos con ciertas experiencias de mi primera
infancia, con mis relaciones con mis padres y hermanos y con muchos otros factores
culturales que son tan sociales y tan "no subjetivos" como las estaciones de ferrocarril. Esto
es aún más cierto en lo referente a la estructura fundamental de los criterios e intereses
dentro de los cuales nací por ser miembro de una sociedad en particular, como por ejemplo,
creer que debo procurar mantenerme en buen estado de salud, que los diferentes papeles
que se representan según el sexo al cual se pertenece tienen sus raíces en la biología
humana o que el hombre es más importante que los cocodrilos. Usted y yo podemos no estar
de acuerdo en tal o cual cuestión, pero ello se debe exclusivamente a que compartimos
ciertas formas profundas de ver y evaluar enlazadas a nuestra vida social y que no pueden
cambiar si antes no se transforma esa vida. Nadie me va a imponer un fuerte castigo porque
me desagrade algún poema de Donne, pero si reconozco que de plano la obra de Donne no
es literatura, en ciertas circunstancias me arriesgaría a perder mi empleo. Estoy en libertad
de votar por los laboristas o los conservadores, pero si trato de conducirme basándome en la
creencia de que tal libertad meramente encubre un gran prejuicio -o sea que la democracia
se reduce a la libertad de cruzar un emblema en la cédula para votar cada vez que se
celebran elecciones- en ciertas circunstancias especiales bien podría acabar en la cárcel.

La estructura de valores (oculta en gran parte) que da forma y cimientos a la enunciación de


un hecho constituye parte de lo que se quiere decir con el término "ideología". Sin entrar en
detalles, entiendo por "ideología" las formas en que lo que decimos y creemos se conecta con
la estructura de poder o con las relaciones de poder en la sociedad en la cual vivimos. De
esta definición gruesa de la ideología se sigue que no todos nuestros juicios y categorías
subyacentes pueden denominarse -con provecho- ideológicos. Ha arraigado profundamente
en nosotros la tendencia a imaginarnos moviéndonos hacia el futuro (aun cuando existe por
lo menos una sociedad que se considera de regreso ya del futuro), pero si bien esta manera
de ver quizá logre conectarse ignificativamente con la estructura del poder en nuestra
sociedad, no es preciso que tal cosa suceda siempre y en todas partes. Por ideología no
entiendo nada más criterios hondamente arraigados, si bien a menudo inconscientes. Me
refiero muy particularmente a modos, de sentir, evaluar, percibir y creer que tienen alguna
relación con el sostenimiento y la reproducción del poder social. Que tales criterios no son,
por ningún concepto, meras rarezas personales puede aclararse recurriendo a un ejemplo
literario.

En su famoso estudio Practical Criticism: (1929), el crítico I.A.Richards, de la Universidad de


Cambridge, procuró demostrar cuán caprichosos y subjetivos pueden ser los juicios literarios,
y para ello dio a sus alumnos (estudiantes de college) una serie de poemas pero sin
proporcionar ni el nombre del autor ni el título de la obra, y les pidió que emitieran su opinión.
Por supuesto, en los juicios hubo notables discrepancias, además, mientras poetas
consagrados recibieron calificaciones medianas se exaltó a oscuros escritores. Opino sin
embargo que, con mucho, lo más interesante del estudio -en lo cual muy 62
probablemente no cayó en la cuenta el propio Richards- es el firme consenso de valoraciones
inconscientes subyacente en las diferencias individuales de opinión. Al leer lo que dicen los
alumnos de Richards sobre aquellas obras literarias, llaman la atención los hábitos de
percepción e interpretación que espontáneamente comparten: lo que suponen que es la
literatura, lo que dan por hecho cuando se aproximan a un poema y los beneficios que por
anticipado suponen se derivarán a de su lectura. Nada de esto es en realidad sorprendente,
pues presumiblemente todos los participantes en el experimento eran jóvenes británicos, de
raza blanca pertenecientes a la clase alta o al estrato superior de la clase media, educados
en escuelas particulares en los años veinte, por lo cual su forma de responder a un poema
dependía de muchos factores que no eran exclusivamente "literarios". Sus respuestas críticas
estaban firmemente entrelazadas con prejuicios y criterios de amplio alcance. No se trata de
que haya habido culpa: no hay respuesta crítica ajena a esos enlaces, y, por lo tanto, no
existen las interpretaciones o los juicios críticos literarios "puros". Uno mismo tiene la culpa,
en caso de que alguien la tenga. El propio I. A. Richards como joven profesor de Cambridge,
perteneciente a la clase media superior, no pudo objetivar un contexto de intereses que él
mismo había en gran parte compartido y, por consiguiente, tampoco pudo reconocer a fondo
que las diferencias de evaluación locales, "subjetivas" actúan dentro de una forma particular,
socialmente estructurada de percibir el mundo.

Si no se puede considerar la literatura como categoría descriptiva "objetiva", tampoco puede


decirse que la literatura no pasa de ser lo que la gente caprichosamente decide llamar
literatura. Dichos juicios de valor no tienen nada de caprichosos. Tienen raíces en hondas
estructuras de persuación al parecer tan inconmovibles como el edificio Empire State. Así, lo
que hasta ahora hemos descubierto no se reduce a ver que la literatura no existe en el mismo
sentido en que puede decirse que los insectos existen, y que los juicios de valor que la
constituyen son históricamente variables;hay que añadir que los propios juicios de valor se
relacionan estrechamente con las ideologías sociales. En última instancia no se refieren
exclusivamente al gusto personal sino también a lo que dan por hecho ciertos grupos sociales
y mediante lo cual tienen poder sobre otros y lo conservan. Como esta afirmación puede
parecer un tanto forzada y nacida de un prejuicio personal, vale la pena ponerla a prueba
considerando el ascenso de la "literatura" en Inglaterra...

(* )Eagleton, Terry. Introducción a la Teoría Literaria. FCE. Mexico. 1994. Cap 1o.
63
Los textos funcionales invaden el campo de los textos
literarios (ABF)

Hay dos afirmaciones expresadas en páginas anteriores que ahora quisiéramos cuestionar:

“Desde ese momento, y en particular, desde los inicios del siglo XX, con las diversas teorías
literarias (que nacerán de los estudios modernos de lingüística) surgen nuevas concepciones
de la literatura, o, mejor dicho, de la literariedad, que tienen en común la idea de que el
lenguaje literario se distingue del resto de lenguajes o discursos por el uso anómalo de
la lengua. Resumiendo mucho y en esencia, cabe destacar las siguientes corrientes de la
Teoría de la Literatura, todas, como se decía antes, aprovechables para nuestros fines,
aunque ninguna logre una definición totalmente satisfactoria de la literariedad” (Vid. supra
pp.4).

“Los formalistas, por consiguiente, vieron el lenguaje literario como un conjunto de


desviaciones de una norma. como una especie de violencia lingüística: la literatura es una
clase "especial" de lenguaje que contrasta con el lenguaje "ordinario" que
generalmente empleamos.” (Vid. supra pág. 51)

Se destaca en ambos casos la cualidad de cierta “anomalía”, de excepcionalidad, de


rarificación del lenguaje literario respecto al lenguaje “ordinario”.
Tesis que aparece insostenible en innumerables casos de textos literarios que más que
buscar apartarse de los textos funcionales, estructurados por un lenguaje común, quieren
asimilarse a ellos.

Como ejemplos propios de este acercamiento buscado por la obra literaria en relación con el
texto funcional, transcribimos a continuación tres tipos de textos, indesmentiblemente
literarios pero que adquieren los formatos de una receta, el primero; de las comunicaciones
entre las autoridades de un colegio y los apoderados, de los telegramas, el segundo; y de los
post it o notas adhesivas, el tercero:

64
Guillermo Rodríguez Rivera
(Santiago de Cuba, 1943)

Receta de amor

Tómese un par de corazones, 2 corazones grandes y


completos. 2 corazones donde quepan la ternura, la
cólera,la alegría, el dolor, el error, la pasión más
absolutamente desmedida y todo el desconcierto.
(Parecerá, a primera vista, que se podría prescindir de
algunos de los ingredientes; pero una vez que se pruebe el
resultado, se advertirá que no hay nada superfluo.)
Mézclense bien; añádase a los corazones -claro está-
cualquier otra porción decisiva de sus dueños y póngase a
hervir en su propia sangre sobre un fuego muy lento. Si los
corazones son de primera clase como se recomienda, resultan
francamente innecesarias las especias, pero si se desea puede
añadirse un pizca de cerveza, una canción o un verso después
de que la sangre esté caliente.

El tiempo de cocción es muy variable, por eso el guiso ha de probarse


repetidas veces. Sírvase en raciones grandes pero diseminadas y
cómase de manera despaciosa, lujuriosa, reflexiva e intensa. No se
requieren peculiarmente favorables condiciones de ambiente; al revés,
este plato exquisito, caprichoso, cuece mejor si arde la llama en
dirección opuesta a la del viento. Protéjase, eso sí, de las miradas de
la gente. Si sus propósitos son otros, sencillamente, espere: la receta
de matrimonio se publica la semana siguiente.

65
FALSIFICATIVO FINAL (Rodrigo Toloza) Antes que todo, disculpe Ud. no haber podido
responder positivamente a tan amable invitación. Me
Sr. Apoderado: encuentro aquejado de una molesta gripe. Quiero
Comunico a Ud. que su pupilo, Jesús Martínez, ha también, mediante la presente, agradecer sus
sido reiteradamente sorprendido haciendo desorden en indicaciones, pues me han servido para poner en
clase. Además de lo antes dicho, ha tenido actitudes vereda a este muchacho.
poco decorosas hacia sus profesores, lo que denota Atte.
una absoluta falta de respeto para con sus mayores. Juan Martínez.
Ruego a Ud. acercarse lo más pronto posible a QUERIDO PAPA STOP OJALA ESTES
nuestro establecimiento para conversar acerca de esta DISFRUTANDO TUS VACACIONES EN EUROPA
conducta. Atte. STOP AQUI TODO BIEN STOP TE QUIERE MUCHO
Miguel Quevedo. STOP JESÚS.
Inspector General.
Sr. Inspector General: Sr. Apoderado don Juan Martínez:
Disculpe Ud. por insistir en nuestra entrevista. América Sede Linares.
Pero creo que la educación de los hijos es algo que
merece toda nuestra preocupación. QUERIDO JESUS STOP EXTRAÑO MUCHO STOP
Atte VUELVO A CHILE ANTES QUE TERMINE ESCUELA
STOP ESPERO HAYAS PORTADO BIEN STOP JUAN
MARTINEZ.
Miguel Quevedo G.H.L.L.P.A.L.S.L Inspector
General C.L.P.A.S.L. Sr. Quevedo:
Estimado Inspector General Colegio Líderes Para
En su misiva no menciona nuevas quejas en
América Sede Linares Sr. Don Miguel Quevedo, Gran
contra de mi hijo. Yo acepté la promesa de él, de que
Hermano de la Logia Luz Para América Latina Sede
sus indecorosos comportamientos no volverán a
Linares:
repetirse. Haga Ud. lo mismo.
Ruego a Ud. disculpar mis anteriores palabras,
Atte.
pues fueron formuladas sin pensar. Mientras las
Juan Martínez.
escribía tenía mi mente puesta en un rumor -
seguramente mal intencionado - que lo involucra en un
QUERIDO PAPA STOP NINGUN PROBLEMA EN bochornoso incidente con una alumna de Cuarto
PROLONGAR VACACIONES HASTA FINALIZADO Medio. Si me obliga a presentar descargos ante el
AÑO ESCOLAR STOP AQUI TODO BIEN STOP TE Honorable Centro de Padres de esa prestigiosa
EXTRAÑO STOP JESUS. institución, tendré que intentar justificarme
argumentando lo que acabo de exponer.
Sr. Martínez:
Atte.
Creo poder apreciar los modelos que imita su
Juan Martínez.
pupilo. La indecorosa actitud del padre explica la
conducta del hijo
Sr. Apoderado Juan Martínez:
Miguel Quevedo G.H.L.L.P.A.L.S.L Inspector
Es increíble la cantidad de cosas que se dicen sin
General Colegio Líderes Para América Sede
pensar. Olvidemos estos violentos y desagradables
Linares.
incidentes y no empañemos una amistosa relación
Quevedo: No acepto lecciones de urbanidad de nadie
hasta ahora tan fructífera. A lo pasado, pasado y
y menos de un inspector con sus antecedentes. Su
borrado.
fama lo precede, Quevedo, tenga cuidado con lo que
dice, para tirar piedras no hay que tener tejado de Atte.
vidrio. Miguel Quevedo. Inspector General.
Juan Martínez.
QUERIDO PAPA STOP VUELVE PRONTO STOP 66
Martínez: Sus insinuaciones carecen de todo
ECHO DE MENOS STOP JESUS.
fundamento. No porque su hijo vaya a egresar de este
ilustre establecimiento a final de año, Ud. puede
considerarse exento de cumplir con sus obligaciones
como apoderado. En nuestros reglamentos existen Nancy. Claudio Bertoni
sanciones para personas como Ud., y en este caso,
personalmente pediré que se apliquen con el máximo
NANCY (I)
rigor que contemplen.

Miguel Quevedo. Gran Hermano Nancy por favor haga porotos


de la Logia Luz Para América con tallarines
Latina. Sede Linares. Inspecto
General Colegio Líderes Para
La niña se cayó anoche sentada en
el tiesto de la tortuga y se mojó de
los pies a la cabeza Nancy
r favor
Los zapatos blancos están
mojados póngale pantalones de papas
y que no se desabrigue y échele
Ignacia que
Gracias as narices

NANCY (II) NANCY (V)


NANCY (V)
Nancy la niña ha tenido
fiebre déle los remedios y Nancy por favor haga
mucha agua charquicán le dejo $20 para el
zapallo de esa comida le da a la
Por favor haga arroz con carne nina
pero con poca cebolla Nancy por favor haga
charquicán le dejo $20 para el
Usted no sabe lo que pasó a las zapallo de esa comida le da a la
tres y media de la mañana nina
CY (III) Nancy por favor haga
charquicán le dejo $20 para el
y por favor haga porotos zapallo de esa comida le da a la
allarines y a la niña caldo nina

un trozo de pollo en La Ignacia queda con


rigerador pilucho y camisa
cambiada
los remedios a la Ignacia La Ignacia queda con
el Emiliano no vea mucha pilucho y camisa
cambiada
La Ignacia queda con
ias pilucho y camisa
cambiada
a la Ignacia
elotitas de Déle el salbutamol y la
opatía en la bromexina
Déle el salbutamol y la
bromexina El chupete de la niña
está en la cama saltó de
Por favor abríguela la mamadera
para ir a buscar al
Emiliano
Por favor abríguela No he dormido nada ni la
para ir a buscar al señora Carmen
Emiliano
Gracias
Gracias dos en la tarde)
Gracias

NANCY (VI)

Nancy dejé arroz


hágalo con vienesas
Nancy dejé arroz
hágalo con vienesas

Por favor busque la


crema de la caja
naranja de la Ignacia
Por favor busque la
crema de la caja Gracias
naranja de la Ignacia (busque el hilo negro que lo
Por favor busque la necesito y unos lápices de
crema de la caja colores)
naranja de la Ignacia

El chupete de la niña
está en la cama saltó de
la mamadera
El chupete de la niña
está en la cama saltó de
la mamadera
¡Un escándalo!
resfriada y déle
spirina de las
GÉNEROS LITERARIOS.

¿Cuál es el motivo de la necesidad de los géneros literarios?

- Necesidad de un principio de organización: “concepciones metodológicas aglutinantes


que permiten formar un cuerpo ordenado de n la exposición de las diversas obras de la
Literatura, reuniéndolas en grupos de condición poética afín. ( López Estrada). También
Warren y Wellek hablan de “un principio de orden”, una clasificación no cronológica ni
espacial, sino “por tipos de organización o estructuras específicamente literarias”.

- Necesidad de situar las obras en la tradición histórica. R. Lapesa dice que “la costumbre
heredada de la tradición ha ido fijando los distintos tipos de obras o géneros literarios”.

Antonio García Berrio:

La tipología de base trimembre –lírica, épica y dramática- que constituye el


fundamento del sistema genérico más aceptado en Occidente se encuentra ya esbozada
en las breves...reflexiones que Platón dedica al asunto en La República... Es en el Libro III
donde el filósofo griego distingue las “ficciones poéticas que se desarrollan enteramente por
imitación” –tragedia y comedia- de aquellas que emplean “la narración hecha por el propio
poeta” –ditirambo- y de una tercera especie que “reúne ambos sistemas y se encuentra en
las epopeyas y otras poesías.

Aristóteles en La Poética, sienta la primera tal vez más decisiva reflexión acerca de los
géneros literarios hasta el punto de que se ha podido afirmar que “la historia de la teoría
genérica occidental no es, en lo sustancial, más que una basta paráfrasis de ella”. Y esto, a
pesar de las indudables limitaciones de la Poética aristotélica, como se sabe, inacabada e
incompleta.

Desde un punto de vista metodológico se ha subrayado también lo modélico que resulta el


programa de Aristóteles ... ya que recoge los tres aspectos más importantes en orden a la
clasificación de un género:

-su origen. -su constitución formal o


estructural. -su contenido temático e
ideológico.

La definición de la mímesis –concepto básico de su Poética- permite a Aristóteles ir


delimitando el ámbito de los diversos géneros. La mímesis o imitación puede ser de varias
clases según sean los medios de imitación, los objetos imitados y la manera de imitar.

De acuerdo al primer criterio –medios de realización de la mimesis- distingue el ditirambo de


la tragedia y de la comedia, pues en estas dos últimas, ritmo, melodía y verso
–componentes fundamentales de la obra artística- se dan separadamente, en cambio en el
ditirambo se dan al mismo tiempo.

Según los objetos imitados –personajes- resultaría un esquema tripartito, en el que 68


domina la apreciación del género dramático y el épico, mientras que solo se mencionan de
un modo secundario formas asimilables al género lírico, desconsiderado por Aristóteles por
las razones que mas adelante se discuten.

Conforme al tercer criterio –modos de imitación- distingue el modo narrativo –el poeta
narra en su propio nombre o asumiendo personalidades diversas-, del modo dramático -los
actores representan directamente la acción. En razón de este criterio resultarían dos grandes
géneros –el épico y el dramático.

Como ya se ha dicho, de la Poética aristotélica está ausente una de las especies que
constituye la tríada genérica básica: la poesía lírica. Tal ausencia ha sido explicada por varios
motivos. a) el carácter fragmentario de la obra. b) El hecho de que la gran poesía lírica de los
siglos V y VI a. C. fuese cantada y, por lo tanto, considerada un subgénero de la música. c)
Su subordinación a la poesía épica, porque la epopeya es la verdadera obra de arte de la
época, y cuando se cree el concepto de poeta se aplicará a Homero antes que a nadie.

Aún cuando el latino Horacio no conoció la Poética de Aristóteles los principios


fundamentales de su Ars Poética proceden sin duda de obras inspiradas en las doctrinas
aristotélicas.

Del pasaje siguiente, primero en que aborda la cuestión, se infiere que cada género
literario está definido por Horacio en función del tipo métrico empleado

En qué metro podían escribirse las gestas de reyes y señores y las guerras luctuosas,
Homero lo mostró. En dos versos desiguales desunidos se encerró inicialmente la queja,
luego también el parecer de un voto conseguido. Sin embargo acerca de qué autor haya
enunciado el primero los breves elegíacos disputan los gramáticos y aún el proceso está
pendiente de juez. La rabia armó del yambo que le es propio a Arquíloco; los zuecos y los
altos coturnos venciendo el barullo popular y hecho para la acción. La Musa concedió a la lira
celebrar a los dioses y al púgil victorioso y al caballo que entra el primero en la carrera y las
inquietudes amorosas de los jóvenes y las libres reuniones en que se bebe vino.

El fragmento, de una gran carga metafórica, es un compendio perfecto de los tres grandes
géneros literarios y, por ello representa un indudable avance respecto de Aristóteles en la
concreción de una moderna teoría genérica .

Mayores posibilidades en orden a una Teoría de los géneros literarios, es la que se ofrece
en el Libro X de la Institución Oratoria de Quintiliano. En el modelo genérico propuesto por
este se comprende tanto al verso como a la prosa y dentro de esta última , tanto a la
“literaria” como a la “no literaria”, lo que representa un notable avance en la configuración
más moderna de los géneros, que en nuestra opinión [la de García Berrio] debe ir en pos
configurar una tipología fundamentalmente cuatripartita:

69

Establecidas las ideas básicas aportadas sobre los géneros literario por los autores de al
antigüedad clásica, veamos los aportes modernos respecto de esta temática:

Roman Jacobson [década del 50] relacionó las características de los géneros con las
funciones del lenguaje. El género épico, característico de la tercera persona gramatical, se
correspondería, según él, con la intensificación de la función referencial; el género lírico,
típico de la primera persona, se correspondería con la función emotiva; el género dramático,
que hace de la segunda persona la fundamental, realzaría la función apelativa.

El conocido estudioso Aguiar e Silva en su Teoría de la Literatura plantea que Emil


Staiger, al publicar en 1952 su obra Grundbegriffe der Poetik, mostró cuál es el camino
seguro en el estudio de los géneros literarios. Condenando una poética apriorística y
anti-histórica, Staiger acentúa la necesidad de que la poética se apoye firmemente en la
historia, en la tradición formal concreta e histórica de la literatura, ya que la esencia del
hombre es la temporalidad. Restableciendo la tradicional tripartición de lírica, épica y drama,
la reformuló profundamente, sustituyendo estas formas sustantivas por los conceptos
estilísticos de lírico, épico y dramático. ¿Qué es lo que permite fundamentar la existencia de
estos conceptos básicos de la poética? La propia realidad del ser humano, pues "los
conceptos de lo lírico, de lo épico y de lo dramático son términos de la ciencia literaria para
representar con ellos posibilidades fundamentales de la existencia humana en general, y hay
una lírica, una épica y una dramática porque las esferas de lo emocional, de lo intuitivo y de lo
lógico constituyen ya la esencia misma del hombre, lo mismo en su unidad que en su
sucesión, tal como aparecen reflejadas en la infancia, la juventud y la madurez". Staiger
caracteriza lo lírico como "recuerdo", lo épico como "observación" y lo dramático como
"expectativa". Tales caracteres distintivos se conectan obviamente con la tridimensionalidad
del tiempo existencial: el recuerdo implica el pasado, la observación se sitúa en el presente,
la expectativa se proyecta al futuro. De este modo, la poética se vincula estrechamente a la
ontología y a la antropología, y el análisis de los géneros literarios se torna, en última
instancia, estudio de la problemática existencial del hombre.

Por su parte Wolfgang Kayser en su texto canónico, Interpretación y Análisis de la Obra


Literaria , en el siguiente apartado expone su teoría sobre los géneros literarios de manera
similar a Steiger

LA LÍRICA - LA ÉPICA - LA DRAMÁTICA y LO


LÍRICO - LO ÉPICO - LO DRAMÁTICO.

Nuestro breve resumen de la historia del problema de los géneros ha demostrado que la
palabra género se usa en sentidos diversos. Sobre todo, se emplea en dos áreas de 70
acepción claramente separadas : unas veces se refiere a los tres grandes fenómenos : la
Lírica, la Épica y la Dramática; otras expresa fenómenos determinados; como canción,
himno, epopeya, novela, tragedia, comedia, etc., que parecen estar incluidos en aquellos tres
planos.

En general, no ofrece duda la cuestión de si una obra pertenece a la Lírica, a la Epica o a la


Dramática. La inclusión en el plano correspondiente está condicionada por la forma en que
se presenta la obra de arte. Si se nos cuenta alguna cosa, estamos en el dominio de la
Epica; si unas personas disfrazadas actúan en un escenario, nos encontramos en el de la
Dramática, y cuando se siente una situación y es expresada por un "yo", en el de la Lírica. 6
Los títulos engañosos (Divina Commedia,[La Divina Comedia] Comédie humaine , Comedia
sentimental, A Winter's Tale) no pueden aquí inducirnos a error, como tampoco el hecho de
que dentro de las obras existan a veces partes que pertenecen a otro género : así, cuando en
novelas y dramas encontramos canciones, cuando en un drama un mensajero cuenta un
suceso, etc.

No es preciso que nos ocupemos aquí de este concepto del género según la forma externa
de la presentación. Lo que en una obra queda determinado por ésta, lo hemos expuesto en
capítulos anteriores, sobre todo en el que trata de las formas de presentación. Pero las
designaciones genéricas Lírica, Epica, Dramática, se usan también, evidentemente, en otro
sentido.

Leemos una narración y olvidamos por completo que se nos cuenta algo; nos sentimos
impresionados y vivimos el mundo de la narración de la misma manera que nos sucede en el
drama; sentimos la narración dramáticamente y la calificamos de dramática. O bien, a la
inversa, a pesar de la forma externa de su presentación, un drama nos produce la sensación
de que no es dramático, sino tal vez épico. Así sucede muchas veces en la dramatización de
una novela. Y también fuera de la literatura hablamos de cosas o sucesos líricos, épicos o
dramáticos sin pretender expresarnos metafóricamente. Hemos presenciado en la calle una
riña dramática, pensamos que un conocido nuestro ha vivido una novela, y en los Intermezzi,
de Brahms, descubrimos una calidad lírica.

Con estos términos se designan diversas actitudes básicas. "Las nociones de lírico, épico,
dramático, son nombres científico-literarios aplicados a posibilidades fundamentales de la
existencia humana en general", dice E. Staiger en sus Grundbegriffe, en que ha esclarecido
precisamente estos fenómenos. Es importante subrayar que, por parte de lo objetivo, que
parece incorporar las actitudes básicas, se trata sin duda de un ser formado desde dentro,
pero no de formas en el sentido de estructuras acabadas. No necesito presenciar el principio
y el fin de aquella riña en la calle para sentir su dramatismo, y para sentirme, líricamente
movido bastan algunos compases de un Intermezzo. (Críticos del siglo XVIII llegaron a
afirmar que podían indicar, por un verso aislado, el género a que pertenecía la obra.) La
terminología científica debiera atenerse al lenguaje vivo, que suele designar lo genérico en
este sentido interno mediante los adjetivos lírico, épico, dramático, mientras que la
designación basada en la forma de presentación suele hacerse bien mediante los sustantivos
Lírica, Epica, Dramática. Por lo demás, algunos investigadores, utilizando la terminología de
Goethe, quieren designar lo lírico, lo épico y lo dramático no como "géneros", sino como
"especies naturales" (Naturarten) de la poesía. Esta manera de
6
Aquí Kayser comete el común error de confundir obra dramática con obra teatral.

71
proceder, defendida sobre todo por Karl Viétor y que suprime parte de las confusiones
reinantes, parece absolutamente justificada.

Benedetto Croce: primer autor que niega con rotundidad no la teoría, sino la aplicación de
los géneros. Cada obra es única e irrepetible: oda inclusión de una obra en un género
preestablecido le resta originalidad a la creación literaria. Considera reprobable supeditar la
expresión de la individualidad artística a una teoría genérica, y más aún si ésta pretende ser
normativa. La teoría clásica de los géneros falsea totalmente el juicio estético.

La teoría clásica de los géneros como demostró sistemáticamente Croce, es inaceptable: los
géneros no son esencias independientes y absolutas ni ideales platónicos. Aquella teoría
había sustituido el concepto de belleza por el de subordinación a unas normas
preestablecidas. Los géneros, hoy día, ya no se entienden como entidades cerradas e
inmutables, no comunicables entre sí, y es gracias a ello que, como dice De Aguiar e Silva, la
moderna teoría poética ha rehabilitado el concepto de género.

Por otro lado, en lo que se refiere a la subdivisión de los grupos, fruto del hibridismo que la
práctica de los géneros ha supuesto siempre, la única solución solvente aportada hasta ahora
por la teoría genérica es la que proponen Eduard von Hartmann (1924) y Albert Guérard
(1940), en el sentido de distinguir dentro de cada género tres grados distintos:

a) Género lírico. 1. lírico-lírico 2. lírico-épico 3.


lírico-dramático

b) Género épico 1. épico-épico


2. épico-lírico 3.
épico-dramático

c) Género dramático 1. dramático-dramático


2. dramático-lírico 3.
dramático-épico
Ejemplos de este hibridismo son los siguientes fragmentos de las obras que se
indican

72
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha

“En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio
loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su
honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el
mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él
había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio,
y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama”.

“¡Válame Dios! dijo Sancho; ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía,
que no eran sino molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros tales en la
cabeza? Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra, más que
otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que
aquel sabio Frestón, que me robó el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en
molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al
cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la voluntad de mi espada. Dios lo
haga como puede, respondió Sancho Panza”.

“Oh Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella
de mi ventura, así el cielo te la de buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el
lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas
al que a mi fé se le debe. Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante habéis de hacer
compañía a mi soledad, dad indicio, con el blando movimiento de vuestras ramas, que no os
desagrada mi presencia. Oh tú, escudero mio, agradable compañero en mis prósperos y
adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes
y recites a la causa total de todo ello”.
cuánto será mi dolor...
Maldigo del alto cielo la estrella
A recorrer me dediqué esta con su reflejo, maldigo los
tarde Las solitarias calles de mi azulejos destellos del
aldea Acompañado por el buen arroyuelo, maldigo del alto
crepúsculo Que es el único suelo la piedra con su
amigo que me queda. Todo está contorno, maldigo el fuego del
como entonces, el otoño Y su horno porque mi alma está de
difusa lámpara de niebla, Sólo luto, maldigo los estatutos del
que el tiempo lo ha invadido tiempo con sus bochornos,
todo Con su pálido manto de cuánto será mi dolor...
tristeza. Nunca pensé, Maldigo del alto cielo la estrella
creédmelo, un instante Volver a con su reflejo, maldigo los
ver esta querida tierra, azulejos destellos del
Nicanor Parra arroyuelo, maldigo del alto
re mar, ya sabemos suelo la piedra con su
o te llamas, todas las contorno, maldigo el fuego del
otas reparten tu nombre horno porque mi alma está de
as arenas: ahora, luto, maldigo los estatutos del
ate bien, no sacudas tus tiempo con sus bochornos,
es, no amenaces a cuánto será mi dolor...
e, no rompas contra el
o tu bella dentadura... Violeta Parra 73

Pablo Neruda ANTÍGONA (Fragmento)


Maldigo del alto cielo la estrella
con su reflejo, maldigo los CREONTE
azulejos destellos del
¿Con que si, eh? Por este
arroyuelo, maldigo del alto
Olimpo, entérate de que no
suelo la piedra con su
añadirás a tu alegría el
contorno, maldigo el fuego del
insultarme, después de tus
horno porque mi alma está de
reproches. (A unos esclavos.)
luto, maldigo los estatutos del
Traedme a aquella odiosa
tiempo con sus bochornos,
mujer para que aquí y al punto, ba a abajo triple
ante sus ojos, presente su corona para el
novio, muera. os, al verla,
apresamos.
HEMÓN. CREONTE
CREONTE
Eso si que no: no en mi
presencia; ni se te ocurra Ay! ¡Ay de mi! De todo, la culpa
pensarlo, que ni ella morirá a es mía y nunca podrá
mi lado ni tú podrás nunca corresponder a ningún otro
mas, con tus ojos, ver mi rostro hombre. Si, yo, yo la mate, yo,
ante ti. Quédese esto para infortunada. Y digo la verdad.
aquellos de los tuyos que sean Llevadme, servidores, lo más
cómplices de tu locura. rápido posible, moved los pies,
sacadme de aquí: a mi, que ya
Sale Hemón, corriendo. no soy mas que quien es nada
RDIÁN. ( A Creonte) (Imprecando a los dos
cadáveres.) Hijo mío, yo sin
así la cosa: cuando
quererlo te he matado y a ti
mos a la guardia, bajo el
también, esposa, mísero de
terrible de tus amenazas,
mi... Ya no sé ni cuál de los dos
ués de barrer todo el polvo
inclinarme a mirar. Todo aquello
cubría el cadáver, dejando
en que pongo mano sale mal y
al desnudo su cuerpo ya en
sobre mi cabeza se ha abatido
omposición, nos sentamos
un destino que no hay quien
rigo del viento, evitando
lleve a buen puerto
al soplar desde lo alto de
Ay! ¡Ay de mi! De todo, la culpa
eñas nos enviara el hedor
es mía y nunca podrá
despedía. Los unos a los
corresponder a ningún otro
con injuriosas palabras
hombre. Si, yo, yo la mate, yo,
iertos y atentos nos
infortunada. Y digo la verdad.
mos, si alguien descuidaba
Llevadme, servidores, lo más
igosa vigilancia...y cuando
rápido posible, moved los pies,
o, después de largo tiempo,
sacadme de aquí: a mi, que ya
claró, vimos a esta
no soy mas que quien es nada
ella... ella, al ver el cadáver
(Imprecando a los dos
alido.... veloz en las manos
cadáveres.) Hijo mío, yo sin
árido polvo y de un
quererlo te he matado y a ti
manil de bronce bien
también, esposa, mísero de
mi... Ya no sé ni cuál de los dos inclinarme a mirar. Todo aquello
inclinarme a mirar. Todo aquello en que pongo mano sale mal y
en que pongo mano sale mal y sobre mi cabeza se ha abatido
sobre mi cabeza se ha abatido un destino que no hay quien
un destino que no hay quien lleve a buen puerto
lleve a buen puerto Ay! ¡Ay de mi! De todo, la culpa
Ay! ¡Ay de mi! De todo, la culpa es mía y nunca podrá
es mía y nunca podrá corresponder a ningún otro
corresponder a ningún otro hombre. Si, yo, yo la mate, yo,
hombre. Si, yo, yo la mate, yo, infortunada. Y digo la verdad.
infortunada. Y digo la verdad. Llevadme, servidores, lo más
Llevadme, servidores, lo más rápido posible, moved los pies,
rápido posible, moved los pies, sacadme de aquí: a mi, que ya
sacadme de aquí: a mi, que ya no soy mas que quien es nada
no soy mas que quien es nada (Imprecando a los dos
(Imprecando a los dos cadáveres.) Hijo mío, yo sin
cadáveres.) Hijo mío, yo sin quererlo te he matado y a ti
quererlo te he matado y a ti también, esposa, mísero de
también, esposa, mísero de mi... Ya no sé ni cuál de los dos
mi... Ya no sé ni cuál de los dos inclinarme a mirar. Todo aquello
inclinarme a mirar. Todo aquello en que pongo mano sale mal y
en que pongo mano sale mal y sobre mi cabeza se ha abatido
sobre mi cabeza se ha abatido un destino que no hay quien
un destino que no hay quien lleve a buen puerto
lleve a buen puerto
Ay! ¡Ay de mi! De todo, la culpa
es mía y nunca podrá
corresponder a ningún otro
hombre. Si, yo, yo la mate, yo,
infortunada. Y digo la verdad.
Llevadme, servidores, lo más
rápido posible, moved los pies,
sacadme de aquí: a mi, que ya
no soy mas que quien es nada
(Imprecando a los dos
cadáveres.) Hijo mío, yo sin
quererlo te he matado y a ti
también, esposa, mísero de
mi... Ya no sé ni cuál de los dos
TEORÍA DE LOS GÉNEROS LITERARIOS. (*)
0. Introducción.

. Los géneros pueden abordarse - desde la teoría a la práctica: la tradición crítica ha ido
creando un amplio bagaje de consideraciones teóricas sobre la cuestión hasta formar una
preceptiva, unos modelos ideales, fijos e inmutables. - desde la práctica a la teoría: las obras
literarias se saltan las distinciones genéricas: funden o fusionan géneros, rompen reglas,
tratan de desmarcarse de la preceptiva,.. Los géneros aparecen y desaparecen, están de
moda y dejan de estarlo, se heredan unos a otros, varían de país a país, de obra a obra, de
autor a autor, de época a época.

Lo que debe interesarnos sobre todo es la función social de los géneros como
expresión estética del modo de interpretar o humano en cada época.

1. Problemática de los géneros. Resumen-introducción histórica.


La teoría – y el problema – de la delimitación de los géneros viene de tan lejos como Platón o
Aristóteles, y ha ocupado siempre un lugar central en la teoría literaria, y más aún con las
últimas aproximaciones pragmático-textuales, en las que es fundamental el establecimiento
de estructuras (y super y macro-estructuras) predeterminadas.

El número inabarcable de subgéneros dentro de cada uno de los grandes géneros, así como
la delimitación misma de estos grandes géneros – con toda la variedad de definiciones y
aproximaciones que se han realizado desde los más diversos puntos de vista – conlleva una
enorme dificultad en el tratamiento de este aspecto de la teoría literaria.

La tendencia tradicional en Occidente – desde mediados del siglo XVI – ha sido la división
tripartita: lírica, épica y dramática, ajustada a la división poética tradicional expresivo-retórica
de las modalidades del discurso: exegemática (lírica), dramática (diálogo) y mixta (narración).
La contribución de Hegel en el XIX – siguiendo a F. Schlegel – contribuyó a asentar el
esquema forzando una identificación entre subjetivo-lírico, objetivo-épico y síntesis-dramático.

Esa clasificación tripartita es la que se ha asentado en los manuales de retórica, poética y


literatura en general. Hubo, a lo largo del siglo XX, intentos de renovación - Northop Frye o K.
Hamburger - pero siempre presuponiendo una base natural expresivo-genérica. La oposición
radical a la tipología de los géneros – aparte de Croce – se ha producido en el arte moderno y
ha cuajado en ciertas actitudes teóricas que reflejan la natural oposición del artista a la rigidez
del corsé genérico.

La teoría clásica de los géneros (ver más abajo), como demostró sistemáticamente Croce, es
inaceptable: los géneros no son esencias independientes y absolutas ni ideales platónicos.
Aquella teoría había sustituido el concepto de belleza por el de subordinación a unas normas
preestablecidas. Los géneros, hoy día, ya no se entienden como entidades cerradas e
inmutables, no comunicables entre sí, y es gracias a ello que, como dice De Aguiar e Silva, la
moderna teoría poética ha rehabilitado el concepto de género. Staiger (1952) sustituyó la
noción sustantiva o esencialista de los géneros por conceptos 75
estilísticos: “son términos de la ciencia literaria para representar con ellos posibilidades
fundamentales de la existencia humana en general, y hay una lírica, una épica y una
dramática porque las esferas de lo emocional , de lo intuitivo y de lo lógico constituyen ya la
esencia misma del hombre”. Jakobson (1960) relaciona el género con los participantes (lírica,
1a pers., referencial; épica 3a pers, emotiva; dramática, 2a pers., incitativa).

1.1. Terminología.
Frecuentemente se ha llamado género a las formas básicas o nivel 1: narrativa, lírica o
dramática. También se llama género a formas de un nivel inferior o nivel 2: oda, novela,
romance. Incluso podemos encontrar el uso del término en un nivel 3: novela policíaca,
comedia de capa y espada.

Distintas denominaciones del nivel 1. Goethe > formas


naturales. Staiger > conceptos fundamentales de poética.
Kayser > actitudes fundamentales. Genette >
architextualidad. Spang > formas básicas de presentación
literaria. Otros > archigénero, género natural o
macrogénero.

Para Spang el problema es secundario, si no usamos el mismo nombre para dos categorías y
esté clara la división en niveles. La tendencia actual es reservar el término género para el
nivel 2 y subgénero para el 3. Para el nivel 1 adoptamos el término archigénero.

Aguiar E Silva incide en la confusión en torno al término “género” debido a que se aplica
tanto a las formas naturales (los archigéneros) como a los subgéneros de los niveles 2 y 3.
En cuanto a las combinaciones fijadas tradicionalmente por la métrica, la rima, la estrofa, ...
propone llamarlas formas poéticas fijas.

2. Formas de entender los géneros: las dos grandes ideas de género.

- Históricamente, dos formas de entender los géneros:


Como descripción retrospectiva, análisis de la evolución hasta una determinada fecha. Con
un enfoque prospectivo, considerando el género como base de modelos posteriores.

Puede ser:
Preceptivo: concepción didáctico - preceptista del género. El más habitual desde la
Antigüedad.
Especulativo o descriptivo.

- El estudio del concepto, la evolución y la rigidez o flexibilidad de la estructura del género


está íntimamente unido al concepto que los escritores de diversas épocas tienen sobre la
labor creativa.

Dos grandes bloques, según Spang: Hasta el Romanticismo: Actitud preceptista, normativa y
conservadora. La teoría clásica-clasicista considera el género como una forma exigida por la
naturaleza misma de los entes literarios y por eso 76

fija, definida. Moldes fijos. ̈ Respeto a las reglas e imitación de modelos.


̈ Los modelos permanecen casi sin variaciones. ̈
Imitatio / Contaminatio.

A partir del Romanticismo, los géneros pierden su carácter prescriptivo, serán según Buchón,
“especies naturales de la creación literaria”.:
· Originalidad, capacidad de innovación del creador.
· La ruptura, lo nuevo se convierte en aspiración unánime.
· Se niega la propia existencia de los géneros.

Si Benedetto Croce negó la existencia de lo géneros, o atacó al menos furibundamente la


versión más clásica (Brunetiere), vale la pena contrastar otras opiniones:

- Ortega y Gasset dijo “la antigua poética entendía por géneros literarios ciertas reglas de
creación a las que el poeta había de ajustarse, vacíos esquemas, estructuras formales dentro
de quienes la musa, como una abeja dócil, deponía su miel. En este sentido no hablo yo de
géneros literarios.... Los géneros literarios son las funciones poéticas, direcciones en que
gravita la generación estética... Entiendo por géneros literarios, a la inversa que la poética
antigua, ciertos temas radicales, irreductibles entre sí, verdaderas categorías estéticas”. Un
género podría ser “una cierta cosa a decir y la única manera de decirlo plenamente”.

-Wellek y Warren hablan de género como “institución”: “cabe trabajar, expresarse a través de
instituciones existentes, crear otras nuevas [...], cabe también adherirse a instituciones para
luego reformarlas”. Consideran los géneros un principio de orden no estricto, no fijado, en el
que puede –con muchos matices– insertarse toda obra literaria.

Respecto a la bipartición entre las teorías del género clásica y la moderna, matizan que la
clásica no fue el bobo autoritarismo que algunos le atribuyen, sólo consideraba los géneros
diferentes por naturaleza y jerarquía y no fusionables entre ellos: cada clase de arte tiene sus
propias posibilidades y provoca unas emociones y un placer propios (especialización). Los
géneros tiene además diferencias sociales: la épica y la tragedia tratan asuntos nobles y
regios, la comedia los de la clase media, la sátira y la farsa los del vulgo. A ello se sumaban
restricciones a la duración, el tiempo, el espacio, la acción, el tono, el registro, los temas. Es
una teoría normativa y preceptiva: la doctrina de la pureza de los géneros.
La teoría moderna es descriptiva: no limita el número de los posibles géneros ni impone
restricciones a los autores. Considera que cualquier género puede tratar cualquier tema y que
pueden mezclarse para producir nuevos géneros. El placer de la obra literaria se produce en
base a una mezcla de novedad y reconocimiento.

3. Historia de los géneros literarios. (seguimos a Aguiar E Silva – un poco – y


mucho a García Berrio y Huerta Calvo)

3.1. Antigüedad clásica.

Platón. Se le atribuye al libro III de la República la distinción entre los tres géneros
clásicos:

77
Poesía mimética o dramática.
Poesía no mimética o lírica.
Poesía mixta o épica.

En realidad Platón habla de:


Ficciones poéticas desarrolladas por imitación: tragedia y comedia. Las que emplean
la narración hecha por el propio poeta: ditirambos. Un tipo que reúne ambos sistemas
y se encuentra en las epopeyas y otros poemas.

Para Huerta Calvo, el interés de Platón era analizar qué géneros eran beneficiosos para
todos en su república ideal, es decir, una poesía de carácter objetivo, racionalista, acrítico, no
ambiguo. En el fondo está abogando por la disolución de los géneros.

- Aristóteles. Primera y más decisiva reflexión sobre los géneros literarios. Diferencia
varios géneros según los distintos medios, objetos y modos de la mimesis. Según los
medios:
· Poesía ditirámbica: ritmo, melodía y verso aparecen conjuntamente.
· Drama: ritmo, melodía y verso se usan separadamente.
Según los objetos:
· Tragedia, epopeya: imita a personajes moralmente superiores a los hombres .
· Comedia, parodia, ditirambo: imita a personajes inferiores moralmente.

Según los modos:


· Narrativo: el poeta narra en su nombre o asumiendo personalidades diversas.
· Dramático: los actores representan directamente la acción.

Llama la atención la ausencia de la lírica en la tríada básica – sólo hay alguna mención
marginal. Se había atribuido al carácter fragmentario de la obra, o a que la gran lírica se
considerase musical. Kate Hamburger afirmó que Aristóteles distinguía poiesis – hacer – de
legein – decir –, o sea, mímesis de logos. La poesía, como literatura no mimética, cae fuera
del dominio de la poiesis.

- Horacio. Iniciador de la línea didáctico - preceptista. Horacio parece definir los géneros por
el tipo métrico empleado, asociado a una temática concreta adecuada para cada género.
Formula y difunde las parejas ingenium / ars, docere / delectare, res / verba (topica mayor) y
la idea del decorum (topica minor).

- Retóricos. Desde la retórica se formularon clasificaciones genéticas muy olvidadas que


presentaban sin embargo una capacidad globalizadora y una amplitud muy superiores a las
de Aristóteles u Horacio. Así, Quinitiliano – siguiendo el esquema de Dionisio de
Halicarnaso-, por ejemplo, clasifica a los autores en POETAS ( EPICOS, LIRICOS,
TRÁGICOS, CÓMICOS), HISTORIADORES, ORADORES y FILÓSOFOS.

3.2. Edad Media. Se caracteriza por la idea de crisis y la ruptura con la tradición clásica: el
auge de lenguas vernáculas y de nuevas formas literarias conlleva un cierto olvido de modelos
y 78
presupuestos clásicos. Sin embargo, la pobre teorización de la época no responde a la
variedad e innovación de géneros (cantares de gesta, romances, sirventés, cuento, autos
sacramentales, disputas,...). - Diómedes realizó una atinada subdivisión del género dramático
e incorporó subgéneros en prosa al narrativo, considerando épica y lírica dentro del mismo
genus commune. Influyó enormemente en otra aportación interesante, la de Jean de
Garlande.
- Los trabajos de Isidoro de Sevilla o Averroes son sintomáticos de la crisis de la teoría en
la EM: se habla de formas en desuso o mal conocidas, se incorporan formas nuevas y se
dejan fuera otras por la dificultad de clasificarlas.
- La aportación más destacada es la de Jean Bodel por su intento de categorización del
género más en boga en la época: la epopeya prenovelesca.
- El mayor esfuerzo por dar cobertura teórica a los géneros poéticos de nueva creación
corresponde a Dante (De vulgari eloquentia). En ella reafirma la dignidad de la lengua vulgar,
y establece una correspondencia entre tres estilos y sus formas genéricas: estilo sublime
para la tragedia (canción); inferior para la comedia (tonada) y estilo propio de la desgracia
para la elegía.
- En el ámbito español, el Marqués de Santillana distingue en su Proemio e carta
(1446-1449) tres estilos o “grados”: sublime (versos en gr. y lat.), mediocre en vulgar, y bajo
para las obras más populares. Puramente prescriptivos son los tratados de E. de Villena (Arte
de trovar) y de Juan del Encina (Arte de poesía castellana).

3.3. Consolidación del modelo antiguo: siglo XVI y XVII. Amplio movimiento de teorización
literaria. Al igual que en otras esferas de la cultura, la Teoría Genérica recupera las
coordenadas de la poética clásica (Aristóteles y Horacio). Se establece definitivamente la
tripartición entre lírica, épica y dramática a partir de la intervención del autor en la obra. Los
géneros se jerarquizan socialmente. - Minturno: habla por primera vez de las tres formas
fundamentales: lírica, dramática y épica. Divide a su vez la épica según esté en prosa, en
verso o mixta. Incorpora los géneros narrativos. Divide la dramática en trágica, cómica y
satírica. - Alfonso López Pinciano: elabora una amplísima casuística de subgéneros de base
retórica, acogiendo formas literarias de muy reciente creación.
- Lope de Vega: Arte Nuevo de hacer comedias (1609), nuevo formulación de la comedia
radicalmente opuesta a la de la antigüedad: mezcla de lo trágico y lo cómico, ruptura de las
unidades clásicas.
- A Ludovico Castelvetro se le debe la regla de las tres unidades. F. Robortello tradujo y
comentó la Poética aristotélica y el De Sublime de Longino.

3.4. El Normativismo Neoclásico. La aceptación incondicional del sistema


aristotélico-horaciano conduce a entender el género “como una especie de esencia eterna,
fija, inmutable, gobernada por regalas específicas y también inmutables”.
- N. Boileau (Arte poética) es el más representativo de esta sujeción estricta a las reglas. El
género dramático es el que más se adecua a las reglas de las tres unidades y la verosimilitud
inexcusables en la imitación.
- Luzán establece en España definiciones rotundas de los géneros, y trata formas
específicamente españolas (tragicomedia, drama pastoril, églogas, autos,...)

Prerromanticismo: - Giambattista Vico (La Scienza Nova, 1725), considera la Filología no


sólo como estudio de la lengua, sino también de las costumbres, leyes y mitos de un pueblo.
Lo mítico 79
es, para Vico, equivalente a lo poético: clave constitutiva de la edad primera de la humanidad
o edad poética. De esa primitiva forma se formarían – en evolución –ciertos géneros.

3.5. Romanticismo. - Victor Hugo, en el prefacio de su Cromwell considera el drama como el


periodo de madurez de esa evolución que señaló Vico: “el drama es poesía completa, pues
encierra y resume toda la epopeya. Toda la poesía moderna desemboca en el drama”. La
confusión de géneros es positiva y revitalizadora. - Lessing: considera al drama al principal
de los géneros. Admite la confusión de los géneros: el hibridismo enriquece la obra literaria:
“en nuestros manuales, bien está que los separemos unos de otros, lo más cuidadosamente
posible, pero si un genio, llevado por más altos propósitos, amalgama varios de ellos en una
sola obra, olvidémonos de nuestro manual”. - F. Schiller dice algo parecido, enlazando los
géneros con la actitud filosófica: el teatro está sujeto a la causalidad, la épica a la
sustancialidad. La poesía de mayor rango será una síntesis épico-trágica y que culmina en el
drama musical o la ópera. - Schelling: primer autor que concede notable importancia a la
novela, a la que reconoce mayor capacidad totalizadora y mayor grado de madurez. También
F. Schlegel considera la novela como género de géneros, pues en ella cabe todo. - Jean Paul
Richter ve en la multiplicidad de formas románticas la imposibilidad de establecer reglas.
También concede gran importancia a la novela. - La culminación del romanticismo son las
Lecciones de estética de Hegel, donde aparece la más completa tipología genérica jamás
elaborada, tradicionalmente simplificada por los manuales en la identificación de los géneros
con la expresión o no expresión de la subjetividad.
Género épico expone con amplitud una acción en todas sus fases. Género lírico es la
expresión de lo subjetivo, de los movimientos interiores del alma individual.
Género dramático reúne lo objetivo y lo subjetivo, los motivos interiores que impulsan a
los personajes.

3.6. El SIGLO XX. - Benedetto Croce: primer autor que niega con rotundidad no la teoría,
sino la aplicación de los géneros. Cada obra es única e irrepetible: la inclusión de una obra
en un género preestablecido le resta originalidad a la creación literaria. Considera reprobable
supeditar la expresión de la individualidad artística a una teoría genérica, y más aún si ésta
pretende ser normativa. La teoría clásica de los géneros falsea totalmente el juicio estético.
- Formalismo ruso: relacionan la noción de género con la idea de evolución literaria. Por
ejemplo, Shklovski afirmó que “el género no es sólo una unidad establecida, sino también la
contraposición de determinados fenómenos estilísticos que la experiencia ha demostrado que
son acertados y que poseen un determinado matiz emocional y que se perciben como
sistema.”. Jakobson relacionó los géneros con las funciones del lenguaje.
- New Criticism. N. Frye es el único en esta escuela que atiene a la cuestión genérica con
su teoría sobre las categorías preexistentes o elementos narrativos pregenéricos.
- E. Staiger. Prefiere hablar de actitudes, y considera los géneros como flexibles y
permeables. Lo lírico o lo dramático no está vinculado exclusivamente a la literatura. Puede
surgir un impulso lírico al contemplar un paisaje o uno dramático al presenciar una riña.
Distingue:
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