Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Ann Benson
Título original: The Burning Road
Tercera edición: marzo, 2002
©1998, Ann Benson
© de la traducción: Eduardo G. Murillo
© 2001, Plaza & Janes Editores, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los
titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o
préstamo públicos.
Printed in Spain - Impreso en España
ISBN: 84-8450-146-9 (vol. 388/2) Depósito legal: B. 10.794 -
2002
Impreso en Novoprint, S. A.
Energía, 53. Sant Andreu de la Barca (Barcelona)
Pájaros.
Luz del sol a través de los visillos.
El olor del café.
Tom debió de programar la cafetera ayer antes
de marcharse, supuso Janie. Su gratitud es
inmensa. Es una pena que no esté aquí para
preparar el desayuno otra vez, se sorprendió
pensando.
De pronto el maravilloso aroma de las tortitas
le llamó la atención. Se ha quedado, se dijo. La
idea le resultó de lo más atractiva. Quizá había
dormido en el sofá. Se puso una bata sobre el
camisón, ató el cinturón con un solo nudo y siguió
el rastro de olores, que le llevaron a la cocina.
Había una bandeja de tortitas sobre la
encimera, y un poco de mantequilla resbalaba por
un costado de la pila dorada. Al lado había un
tazón de café, con un platillo encima, y junto a él
vio una nota.
«Bruce ha llamado. Te quiero.»
Oyó ruidos procedentes de la sala de estar, y
volvió la cabeza en aquella dirección.
—¿Tom? —preguntó.
No hubo respuesta. Con la nota en la mano
entró en la amplia sala de techo alto, anticipando
un caluroso recibimiento.
Sin embargo no encontró a Tom, su amigo y
abogado, sino a una completa desconocida, una
joven de unos veinte años a quien no recordaba
haber visto en la vida, y mucho menos en su casa.
La chica canturreaba mientras se agachaba y
levantaba, pues estaba recogiendo los restos del
asalto del día anterior. Era algo huesuda, de
miembros largos, y espeso cabello rubio oscuro,
rizado, recogido con un pañuelo. Su aspecto era
bonachón y llevaba un delantal, de modo que
habría podido pasar por un ama de casa o una
criada dedicada a sus labores.
En todo caso era una intrusa. Janie lanzó una
exclamación ahogada, blasfemó y, sin soltar la
nota, corrió hacia la cocina en busca de algo
afilado y amenazador.
La muchacha arrojó los objetos que había
recogido y la siguió.
—Espere...
Cuando la desconocida entró en la cocina, se
encontró con un brillante y reluciente cuchillo de
carnicero, que sujetaba con firmeza la mano
derecha de Janie.
—Largo —siseó ésta.
—No, espere. No es lo que piensa...
—¿No tuvo bastante la última vez?
Janie agitó el cuchillo.
—No, doctora Crowe, espere un momento...
No soy una ladrona. Si deja ese...
Janie acuchilló el aire, esta vez con un gesto
más amenazador. La joven retrocedió.
—¿Quién es usted?
Siguió un silencio.
—Le hice esa pregunta una vez.
—No. Es la primera vez que nos vemos.
—No nos conocíamos en persona —repuso la
joven—. Deje el cuchillo, por favor.
—No, hasta que me dé una explicación
convincente de su presencia aquí. —Su voz
temblaba de miedo, pero se mostró firme—. Si
tiene suerte, decidiré no utilizarlo.
La muchacha retrocedió un poco más y tendió
una mano para protegerse.
—No tenga miedo —susurró.
—¿Qué?
—He dicho que no tenga miedo.
El correo electrónico. Debía de ser la persona
que le había enviado el enigmático mensaje.
—Oh, Dios mío.
Janie y la joven sostuvieron la mirada, y al
cabo de unos momentos bajó poco a poco el
cuchillo y lo dejó sobre la encimera. Apoyó la
mano sobre el mango, y su mirada comunicó a la
desconocida: No cometas ninguna estupidez.
La muchacha exhaló un suspiro y mostró sus
manos vacías.
—Estoy desarmada. Ni siquiera llevo una lima
de uñas.
Seguía sin explicar su presencia.
—Continúe hablando —dijo Janie.
—Sí, sí, pero tranquilícese. Me llamo Kristina
Warger. —Avanzó con paso vacilante y tendió la
mano—. Tenía muchas ganas de conocerla.
Janie aún no estaba dispuesta a estrechar la
mano de aquella desconocida, de manera que
retrocedió y se ciñó mejor la bata.
Warger. Muy lista.
—Wargirl —dijo.
Kristina sonrió.
—Ésa soy yo.
—¿Qué hace en mi cocina?
Como si la pregunta de Janie la hubiera
sorprendido, Kristina señaló la bandeja y el tazón
con una expresión de completa inocencia.
—Le estaba preparando el desayuno. Pensé
que estaría hambrienta. —Ladeó la cabeza en
dirección a la sala de estar—. Se me ocurrió que
no estaría mal ordenar un poco las cosas. Estaba a
punto de despertarla, porque no sé dónde poner
algunos objetos, y las tortitas estaban a punto de...
—Basta. Basta. —Janie todavía estaba
aturdida por la presencia de aquella desconocida
en su casa. No era consolador que Kristina Warger
pareciera tan... joven—. Necesito saber cómo
entró aquí.
—La puerta no estaba cerrada con llave.
¿Cómo? Imposible. Tom era demasiado
cuidadoso para no echar la llave.
Entornó los ojos con suspicacia.
—¿La ha enviado Tom?
—Tom ¿qué?
—père.
Alejandro, que dormía sentado en una silla,
junto a la cama del muchacho, despertó y vio a
Kate de pie.
—Mi vientre quiere librarse de su carga.
Alejandro se despejó casi al instante. Se
levantó e indicó a Kate que tomara asiento.
—¿Has roto aguas?
—No lo sé —respondió la joven con
nerviosismo—. Estaba dormida, al lado del hogar.
Mis faldas están húmedas, de modo que supongo
que sí. —Se inclinó, con las manos sobre el
vientre—. Ay —gimió—. Otra contracción. La
siento en mis entrañas.
Alejandro no sabía qué hacer, de modo que
despertó a De Chauliac.
—El bebé —dijo cuando el francés abrió los
ojos.
—¿Ya viene?
—Sí.
De Chauliac se levantó y se ajustó la ropa.
Desdeñando el peligro que pudiera correr, se
acercó a la silla donde Kate estaba sentada.
—Describid vuestro dolor, madame —ordenó.
—Empieza en el mismísimo hueco de mis tripas
y se propaga a todo el estómago, hasta que
experimento la sensación de que voy a expulsar las
entrañas —explicó la joven mientras se apretaba
el abdomen. Miró a Alejandro con desesperación
—. Así han de ser los dolores del infierno, père.
Estoy segura.
Alejandro se apresuró a consolarla.
—Nunca conocerás esos dolores —afirmó.
—La llevaremos a mi mansión ahora mismo,
antes de que ya no pueda viajar.
Alejandro se volvió hacia el chiquillo
acostado y después miró a De Chauliac.
—Pero el niño...
—Podéis quedaros con él. La muchacha
vendrá conmigo. No debe dar a luz aquí. La peste
acecha en la habitación, y un recién nacido no
debe exponerse a ella.
—No, por favor —exclamó Kate—. Te lo
suplico, père, no me dejes... No tengo hermana ni
madre que puedan ayudarme, sólo te tengo a ti.
Alejandro miró a De Chauliac con
determinación.
—No me iré.
Ambos se volvieron al oír el largo gemido que
surgió de la boca de Kate. Vieron horrorizados que
se levantaba de pronto y se alzaba la falda. Un
hilillo de sangre resbalaba por su pierna,
manchaba la media y su zapato de piel. Alejandro
vio el cuchillo que siempre guardaba allí, el
mismo con que había amenazado al barón de
Coucy cuando había intentado secuestrarla.
Parecía muy pequeño, pero le había salvado la
vida.
Ahora la sangre de la vida escapaba de ella, y
Alejandro sintió ganas de vomitar.
—Mon Dieu —susurró De Chauliac—. Tendrá
que dar a luz aquí.
Se acercó presuroso a la campanilla y tiró de
ella. Después se dirigió a la puerta y esperó con
impaciencia al criado.
—Ve a buscar a la condesa, por favor —indicó
en cuanto el hombre apareció—. Es muy urgente.
—¿El niño...?
—¡Ve a buscarla!
Momentos después la condesa Isabel apareció.
Se detuvo a varios centímetros de la puerta.
—¿Cómo está mi hijo? —inquirió.
—Gracias a Dios y al español, vivirá.
La condesa se persignó con gestos teatrales.
Murmuró oraciones, enlazó las manos y alzó la
vista hacia el cielo.
—También debéis dar las gracias a esta
muchacha —añadió De Chauliac—. Permaneció a
su lado y lo limpió. De no haber sido por ella,
habría padecido sobremanera. Ahora la joven
necesita un lugar limpio para dar a luz a su hijo.
—Que dé a luz ahí —replicó Isabel—. Está
rodeada de médicos, ¿no?
—Condesa, el niño no puede nacer en una
habitación donde convalece un enfermo de la
peste... De hecho yo no debería estar aquí, pero me
he quedado por la lealtad que os profeso.
—Debería haberlo pensado antes de entrar ahí.
Ahora, tendría incluso que agradecerme que le
deje ese espacio.
Dio media vuelta y, cuando se disponía a
alejarse, Alejandro se asomó al pasillo. Llevaba
al hijo de la condesa en brazos.
—Condesa, por favor —suplicó.
La mujer siguió andando con paso decidido.
—Isabel.
Al oír su nombre, los hombros de la dama se
encorvaron un poco. Se detuvo y dio media vuelta
poco a poco, con la cabeza gacha.
—Mirad a vuestro hijo —indicó Alejandro—.
Vive. Ya no tiene fiebre ni os puede contagiar la
enfermedad.
El pequeño extendió los brazos hacia su
madre, que miró a Alejandro. Sus ojos verdes
expresaron ira y el dolor por la traición. No
desvió la vista hacia el niño.
—Venid —dijo Alejandro—, cogedle. Anhela
los brazos de su madre.
Por fin Isabel miró a su hijo. Al verlo empezó
a llorar, echó a correr y lo cogió en brazos.
—Está muy pálido —exclamó.
—Con el tiempo, recobrará el color —afirmó
Alejandro—. Volverá a ser el de antes, porque me
he ocupado de él, le he cuidado, me he entregado
para devolvéroslo. —Abrió un poco la puerta—.
Ahora, mirad dentro, y veréis sufrir a mi hija.
¿Procuraréis devolvérmela?
Isabel echó un vistazo al interior y observó que
Kate se secaba la sangre que corría por sus
piernas con un paño ya empapado, mientras De
Chauliac la sostenía. La condesa palideció y
susurró una oración antes de mirar a Alejandro con
expresión atemorizada.
—Cuando hay tanta sangre, significa que ya
está a punto.
Volvió a asomarse a la habitación.
—Entonces ayudadla, por favor. —La dama
levantó una mano para interrumpirle, miró a Kate,
y su expresión se endureció.
—Por la gracia de Dios —dijo mientras
observaba a la ensangrentada—. Chaucer tiene
razón. —Lanzó una mirada acusadora a Alejandro
—. Vuestra hija posee un parecido misterioso con
mi esposo.
Alejandro sonrió con nerviosismo y notó que
se le revolvía el estómago.
—No es más que una coincidencia, madame.
Su madre era inglesa, de manera que es normal que
guarden cierto parecido, sobre todo en el color de
la piel.
Isabel no le escuchó.
—No se parece en nada a vos —observó con
suspicacia—. Si fuera un hombre, podría ser el
gemelo de mi señor.
—Ya veis que no es un hombre. Está
padeciendo la situación más femenina que existe, y
vos podríais facilitarle las cosas. Por favor —
suplicó—, dejad de lado esta cuestión
insignificante de los parecidos. Es una
coincidencia, no significa nada. Ayudadme ahora,
tal como yo os he ayudado. No podemos sacarla
de aquí. Es demasiado tarde. Hemos de trasladarla
a otra habitación.
Cuando la condesa volvió la vista hacia él, sus
ojos seguían llenos de rencor y dolor por la forma
en que la había engañado.
—No comprendo por qué habéis vuelto para
atormentarme.
—No era mi intención atormentaros. —Tendió
una mano hacia ella con cierta vacilación y, como
no se movió, se atrevió a acariciarle la mejilla.
Sintió la piel suave bajo los dedos, y algo en su
interior se removió—. Volví para salvar a vuestro
hijo —añadió—, en virtud del afecto que siento
por vos, aunque tenéis buenos motivos para no
creerme. Os lo debo.
—Me debéis eso y más —replicó la mujer, con
los ojos llenos de lágrimas.
—Lo sé, y lo lamento, os lo aseguro. Ojalá
Dios os ayude a comprenderlo, mediante la
curación de vuestro hijo, mas ya hablaremos de
estas cosas en otro momento, porque mi hija
necesita mi ayuda.
Por fin la condesa se calmó. Llamó a otra
criada, a quien entregó el niño. Al ver la expresión
atemorizada de la mujer, dijo:
—La enfermedad ya no puede salir de él. Eso
ha dicho este hombre instruido.
Su explicación pareció suficiente, porque la
criada se alejó a toda prisa con el chiquillo en
brazos. Isabel se volvió hacia Alejandro.
—Seguidme —indicó—. Podéis ocupar la
habitación de mi doncella.
Subieron por un estrecho tramo de escalera
hasta el tercer piso del castillo. Alejandro llevaba
en brazos a Kate, aunque tuvo que utilizar toda su
fuerza, y De Chauliac intentaba ayudar, si bien el
espacio era demasiado exiguo. Por fin llegaron al
rellano.
La habitación a la que les condujo Isabel era
muy parecida a la que Alejandro había ocupado en
casa de Guy de Chauliac, con un techo inclinado,
más esquinas de las que las leyes de la geometría
parecían permitir, y una ventana pequeña. El
mobiliario se reducía a una estrecha cama, una
mesa y una silla. El crucifijo omnipresente, con la
imagen del Salvador ensangrentado, estaba
clavado en una pared, y tal vez era la posesión
más preciada de la doncella. Alejandro depositó a
Kate sobre el jergón y empezó a quitarle la ropa.
—Enviaré a mis mujeres con todo lo necesario
—susurró Isabel, y con una expresión contrita en
los ojos desapareció escalera abajo.
Las mujeres llegaron al poco con ropa blanca,
vendas y agua. Una robusta femme cargaba con una
silla de parto de madera que había subido por los
peldaños sin ayuda, pero una mirada a Kate le
bastó para convencerla de que ya no era necesaria.
La dejó a un lado y se abrió paso entre Alejandro
y De Chauliac.
Habló con un acento que traicionaba su origen
irlandés, al igual que Isabel.
—Mi señora dice que sois médicos.
Ambos asintieron.
La mujer rió.
—En ese caso, no serviréis de nada en el
nacimiento de un niño. Será mejor que os hagáis a
un lado.
De Chauliac manifestó su indignación.
—¿Alguno de los dos ha mirado entre sus
piernas? —preguntó la mujer.
Un silencio estupefacto fue seguido por
protestas que apelaban al decoro.
La irlandesa meneó la cabeza con desagrado
cuando los oyó balbucear explicaciones.
—Idiotas —espetó—. Hay que mirar para
saber lo que se debe hacer.
Cuando Kate gimió de dolor, la mujer le
acarició el vientre al tiempo que susurraba
palabras tranquilizadoras. Después se volvió hacia
los médicos.
—Quedaos y mirad si queréis, y tal vez
aprenderéis algo útil.
Los relegó a un rincón del dormitorio, como un
par de inútiles, mientras las mujeres maniobraban
alrededor de la cama como un enjambre de abejas,
con la reina irlandesa en el centro. La corpulenta
pelirroja poseía una energía casi mágica y, con los
diestros movimientos de sus manos, sacaba al niño
al mundo, poco a poco.
Animó a Kate a desembarazarse de su
atormentador.
—Así va bien, señora —indicó la irlandesa—.
Ahora, haced fuerza como si quisierais hacer de
cuerpo.
—Pero ensuciaré la cama —gimió Kate.
—No, pero tendréis la misma sensación. No se
puede evitar. Significa que el niño está cerca y
atraviesa vuestros intestinos durante su recorrido.
No os importe ensuciar la cama. La condesa se
puede permitir una nueva.
Confortada por aquellas palabras, Kate se
concentró en la tarea de dar a luz con más
decisión. Empujó, gritó, se tensó y gimió, y por fin
apareció una cabecita ensangrentada.
—Haced eso otra vez, señora, para orgullo de
las mujeres.
Kate empujó con todas las fuerzas y emitió un
gemido que pareció surgir del centro de su alma.
Entonces el niño quedó libre, tendido sobre la paja
que había entre sus piernas. La irlandesa extrajo la
placenta y cortó el cordón umbilical con los
dientes. Envolvió el órgano en un paño y lo
entregó a otra mujer.
—Hiérvelo hasta que se ponga marrón —
ordenó— y luego tráelo sin dejar que se enfríe.
Cogió al niño por los pies y le dio una buena
palmada en el trasero. La criatura empezó a llorar.
La mujer secó al bebé, lo envolvió y después
lo dejó en brazos de Kate.
—Tenéis un hijo sano, señora. Y rubio. Igual
que vos.
Alejandro se acercó y contempló asombrado al
niño, a quien a partir de aquel momento llamaría
nieto. Aunque acababa de nacer, era la viva
imagen de Guillaume Karle, si bien la irlandesa
tenía razón, pues había heredado el color de piel
de su abuelo Plantagenet, y de su madre medio
Plantagenet. Incluso en los delgados brazos de
Kate parecía perfecto, una maravilla de la
naturaleza. Ardía en deseos de acunarlo en sus
brazos.
—Hija, ¿puedo coger a tu hijo? —murmuró.
—Sí —susurró la joven. Mientras miraba a su
padre mecer al bebé, añadió—: Oh, père, tengo un
hijo... Ojalá Karle pudiera verle, abrazarle.
—Yo le abrazaré, para que crea que soy su
padre —la tranquilizó Alejandro.
De Chauliac, olvidado en un rincón, se
adelantó y miró por encima del hombro de
Alejandro.
—Parece un chico guapo —observó con su
habitual distanciamiento—, pero no puedo verle
bien. Traedle a la luz de esta ventana. Quiero
comprobar que esté sano.
Pero el sol se había desplazado hacia el otro
lado del castillo, y acercarse a la ventana no sirvió
de gran cosa.
—Sacad el niño al pasillo y llevadle a la
ventana oeste —aconsejó la irlandesa—. Allí hay
mucha luz. Yo he de atender a la señora, y será
necesaria cierta privacidad.
—¿Puedo? —preguntó Alejandro a Kate.
—Ve, pero vuelve pronto con mi hijo.
Alejandro, con pasos lentos y precavidos,
porque cargaba con un peso mucho más valioso
que todo el oro que había visto en su vida, sacó al
pequeño de la habitación, avanzó por el pasillo,
dobló una esquina y llegó ante la ventana indicada
por la irlandesa. De Chauliac le siguió unos pasos,
y después se detuvo.
—Vos mismo sabréis determinar si el bebé
está sano —afirmó con altivez—. Tal vez
debería... irme ya.
Alejandro se volvió.
—No —protestó—, quedaos, a menos que
tengáis motivos para marchar.
—Aquí ya no soy necesario.
—La necesidad no siempre es el vínculo entre
los hombres —repuso el judío.
—Entre nosotros siempre ha sido así, colega.
—En este momento no. —Señaló la ventana
con un movimiento de la cabeza—. Venid y mirad
a mi nieto. Por una vez, compartamos algo bueno.
Se quedaron un rato admirando al niño, a la
espera de que la irlandesa anunciara que ya había
curado las partes femeninas de Kate y que el rorro
debía probar su primera leche, pero el tiempo
pasaba y la luz disminuía, y pronto empezaron a
preocuparse.
—Me pregunto si algo va mal —declaró
Alejandro.
—Iré a ver —se ofreció De Chauliac.
La irlandesa no le permitió entrar en la
habitación.
—Ha sangrado un poco, pero he aplicado las
hierbas apropiadas a sus partes, y parece que la
hemorragia ha cesado. Necesita descansar y de
momento no debería moverse.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Alejandro
con nerviosismo cuando De Chauliac regresó con
la noticia—. La condesa no querrá que me demore
aquí ni un momento más de lo necesario e insistirá
en que me lleve a mi hija.
—No creo que se oponga a que Kate se quede
—conjeturó De Chauliac—. Es posible que la
dama esté enfadada con vos, pero no es un
monstruo. Un corazón bondadoso late en su pecho.
Permitirá que se quede hasta que se haya
recuperado.
—Detesto abandonarla —dijo Alejandro—.
Ya lo hice una vez, y no...
Se interrumpió al oír pasos en la escalera,
enérgicos, masculinos, no las pisadas delicadas de
la condesa y sus damas. También percibió el
sonido de voces profundas de hombres animados
por un firme propósito. Buscó refugio detrás de la
esquina y se apoyó contra la pared, con el niño
aferrado contra su pecho. Miró a De Chauliac con
los ojos llenos de miedo.
Las voces y los pasos llegaron a lo alto de la
escalera, y De Chauliac se asomó un momento
para ver quiénes eran los recién llegados.
Masculló algo y se escondió detrás de la esquina.
—Es Lionel y... y...
—¿Y quién?
—Carlos de Navarra, me temo.
—¡Isabel! —siseó Alejandro. Se aplastó
contra la pared y cerró los ojos—. Se ha vengado
de mí. —Apretó al pequeñín contra su cuerpo—.
Debió avisarle en cuanto llegamos, y el monstruo
habrá estado esperando a que su hijo curara. Bien,
seguirá esperando en el infierno.
Intentó entregar el recién nacido a De
Chauliac, pero el francés se negó a cogerlo. En
cambio retuvo a Alejandro para impedir que
cometiera una locura.
—¡No! —susurró—. ¡No salgáis!
—Mataré a ese canalla...
—¿Olvidáis que lleváis en brazos al nieto del
rey de Inglaterra?
Lo había olvidado. Miró al niño, su nieto, y
que Dios maldijera a cualquiera que intentara
separarle de él o de su madre.
Oyeron voces en la habitación.
—He venido para reclamar a mi sobrino, en
nombre de mi padre —anunció Lionel con
determinación—, y para hablar con mi hermana, a
la que creía perdida para siempre.
El corazón de Alejandro latía deprisa.
—¿Dónde está el niño? —oyeron.
—Los médicos se lo llevaron —respondió la
irlandesa—. No sé adonde. Tal vez bajaron por la
escalera antes de que llegarais.
Una buena mujer, pensó Alejandro, y le envió
su bendición.
—¿El médico judío o el otro?
—No sé cuál —contestó la irlandesa—.
Ninguno de los dos me pareció judío —añadió—.
Por lo que yo sé, podrían serlo los dos.
De Chauliac apoyó una mano sobre el hombro
de Alejandro.
—Debéis llevaros al niño y huir —aconsejó.
—No puedo abandonar a Kate...
—Su destino ha escapado de vuestras manos.
Yo volveré a la habitación. No he de temer nada
de esos hombres. Conozco demasiados de sus
defectos secretos. Les distraeré mientras vos
escapáis con el niño.
—Pero Kate... —gimió Alejandro.
—Salvad a su hijo —insistió De Chauliac—, o
perded a los dos. Vos elegís. Os prometo que, si os
vais, intentaré cuidar de ella.
—¿Qué podréis hacer vos?
—Aún no lo sé —admitió el francés—, pero
haré cuanto esté en mi mano. Os lo prometo, por el
gran afecto y respeto que os profeso.
Alejandro miró a su antiguo preceptor a los
ojos y vio a un amigo. No lo habría creído dos
semanas antes, pero ahora no dudaba de su
palabra.
—Marchad —susurró De Chauliac—, corred a
mi mansión, coged un buen caballo y abandonad
París. Vuestra bolsa de oro está en mi estudio,
detrás del libro de obras griegas que os presté.
¿Adonde podría ir? ¿Dónde podría encontrar
seguridad, en aquel mundo oscuro?
—¿Aún hay judíos en Aviñón? —preguntó.
—Sí —contestó De Chauliac—. Los edictos
de Clemente han dejado una fuerte huella. En esa
ciudad hay un gueto floreciente. Seréis bienvenido.
—Iré allí. Donde hay judíos, siempre hay un
rabino. Enviadme un mensaje por su mediación.
—Lo haré en cuanto pueda. —De Chauliac
abrazó al asustado Alejandro y al niño—. Buena
suerte, colega. Ojalá el Señor permita que
volvamos a encontrarnos, en tiempos mejores.
El francés dobló la esquina y avanzó con sigilo
por el pasillo. Alejandro asomó la cabeza y vio
que entraba en la habitación y cerraba la puerta.
Oyó voces masculinas, que se alzaban y
expresaban agitación y disgusto. Bajó por la
estrecha escalera, luego descendió por la principal
y por fin salió a la fría y oscura noche de París.
TREINTA Y SEIS