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ean Lacouture

JESUTAS
I.LOS CONQUISTADORES

PAIO0S ESIA00Y S0CIEDAD


CAPÍTULo 13

UNA TEOCRACIA BARROCA EN TIERRA


GUARANÍÍ

Un espacio racionalizado, un arte auténtico La


leyenda dora-
da, de oltaire Chateaubriand Los seminómadas tupí-
a

guarantes Reducti sunt Un bastión español contra los portu-


*

gueses Los «mamelucos»*Un inperio del mate?


del guaraní Persecución de los La guerra
indios, persecución los jesui-
de
tas Dos películas, dos
interpretaciones de la gran aventura

En primer lugar, la selva.


A un lado y otro de la
carretera, rectilínea como una
espada
de conquistador, que une Foz de Iguazú, en Brasil, con Posadas,
en
Argentina, a través de la provincia llamada
Misiones, se ex-
tiende una selva llena de vida, poblada de
araucarias oscuras
y de eucaliptos melenudos, pero menos densa, sin lugar a du-
das, que aquella en la que, hace cinco
níes y en la que, machete en siglos, erraban los guara-
mano, los jesuitas se abrieron
camino.
A menos de 300 kilómetros al milagrosas
sur de las catara-
tas de
Iguazú, San Ignacio sólo
es un
pueblo banal, casas de la-
drillo y madera, tiendas, una
te. Sin iglesia como en cualquier otra par
embargo, un pequeño letrero anuncia unas Ruinas
jesuiticas. Qué vestigios pueden haber
queo de
sobrevivido al gran sa-
1767 y al incendio de 1817,
paraguayo Rodríguez de Francia?
provocado por el dictador
542 Jesuitas

Oculta entre las ranmas, despus desplegada en el claro como


una Angkor decapitada, cuerpo a cuerpo de lianas y de basalto
(o de gres) rojo en el corazón de un silencio roto por los gritos
de los pájaros, ésta es, sin embargo, la «reducción» de San
Ig.
nacio Miní, en donde una gran losa recubre los restos de los
pio-
neros de la «república de los guaraníes», Giuseppe Cataldino
y Simone Maceta.
Caminamos sobre baldosas escarlata, entre muros erizados
de arbustos, el laurel negro, el cocú, la
el arbusto del mate,
«yerba» que no es sino
contemplando los capiteles barrocos en los
que se afirma el genio descriptivo y visionario de estos «Salva-
jes» que, durante más de un siglo, bajo la férula de los buenos
padres, hicieron de este kibutz papista un crisol de remodela-
ción cultural. Para lo mejor y
para lo peor.
Muy pronto, el significado del proyecto estalla a la vista de
manera evidente: una reinvención del paisaje, del
metido por la línea, por la piedra, por el orden de un
espacio, so
pensamiento
sometido, como en Pekín, en Versalles o en San Petersburgo, a
las leyes de la razón. Lo que se ha construido
aquí," en el cora
zón de la selva, seguramente no es la ciudad del sol de
nella. Es una ciudad del orden «civilizador», racional, Campa-
tivista, de un orden que se quiere tan pertecto que sólo produc-
un Dios
único y todopoderoso podría haber
pensado y decretado su cons
trucción.
De todos los enigmas-espiritual, político, cultural, lingüís-
tico, histórico-que plantea la ambigua saga de las «reduccio-
nes»** jesuitas del Paraguay, he aquí uno
que se disipa de en-
trada, por virtud de lavista: el que hace referencia a la naturaleza
de la empresa - e n cualquier caso a tal como
había evoluciona-
do hacia finales del siglo XVII, en función de los
éxitos y de los
fracasos, de
las
tragedias y de las
Se trata evidentemente de una remodelación conquistas.
autoritaria, pri-
meramente de un paisaje y, a través de él, de un
visión del mundo, semejante a la pueblo, de una
que los grandes monasterios
*En Argentina.
**
Sobre esta palabra, véanse págs. 555-557.
Una tcocracia barroca en tierra guaraní 543

benedictinos sobre todo, levaron a cabo en Europa


Edad Media, fijando y organizando los poblados bár
europeos,

d u r a n t e la
en el que las legiones romanas habían
haros del
baros gran bosque
del gra
no habían «civilizado».
penetrado, pero que
de las perspectivas, la limpieza de las lineas,
Por la amplitud
potencia del material y su belleza solar, aquí se
la formidable
el orden, la estabilidad y la seguridad,
manifiestan teatralmente racionalizar el mundo y los pueblos
a domesticar y
con vistas
más tarde, se dice que inspirándose en
de la selva. Tres siglos
el gran urbanista Lucio Costa diseñó y
constru-
estos modelos,
yó Brasilia.

Lo que se visita en 1990 no es el primer San Ignacio Mini,


la tercera versión de la «reducción»
el de los orígenes (1610): es
Cataldino y Maceta. Por muy
fundada por los padres italianos
su conjunto resultase la fija
esencial que para el proyecto en
de los guaranies (que, poor
ción, la sedentarización agrupada
otra parte, eran seminómadas),
las convulsiones que agitaban
entonces a lo que se llamaba el Paraguay, provocadas por la
«mamelucos» y las riva
rapacidad de los cazadores de esclavos
lidades hispano-portuguesas, condujeron a las primeras c o m u -
nidades a la inestabilidad.
Huyendo del Guairá (país de los guaraníes) originario, saquea-
vecinos de San
do por los traficantes de esclavos «paulistas», los
tuvie-
Ignacio, veinte años después de su primer agrupamiento, de las
más allá
ron que emprender un gran éxodo hacia el sur,
enmarcada
cataratas gigantes de Iguazú, hasta la mesopotamia
también
por el Paraná y el Uruguay. El segundo emplazamiento
ita-
fue destruido. Es entonces cuando dos jesuitas y arquitectos
tarde el
lianos, primeramente el padre Angelo Paragressa, más
hermano Giuseppe Brasanelli (al que llamaban, se dice, el «pe-
queño Miguel Angel»), edificaron en 1696 este tercer San lgna-
cio, llamado Miní (o pequeño) con relación al primero llamado
Guazú (o grande)
Si el ordenamiento geométrico de la «reducción» dice mu-
cho sobre el espíritu didáctico del proyecto -racionalización

*Situadoen el territorio del actual Paraguay.


544 Jesuitas

del espacio, encuadramiento de la sociedad en un pequcño es-


píritu productivista y monoteísta-, los detalles plásticos de los
edificios manifiestan otra cosa muy dilerente: una síntesis cul-
tural o, más modestamente, un mestizaje. En nombre de
concep-
tos extranjeros, el urbanismo es autoritario «reductor».
y La es-
cultura es libre, «indígena», impregnada de autenticidad.
Qué
más elocuente, a este propósito, que el
pórtico que separa la igle-
sia del claustro de San Ignacio, calificado
por el profesor de es-
tética Enrique Busaniche de «joya del arte americano»
no decir amerindio?). (por quué
Irrumpiendo en la arquitectura neoclásica de Brasanelli, el
bajorrelieve que adorna este pórtico, los diferentes dinteles y
otros numerosos detalles decorativos manifiestan una
ción lujuriante. Las formas, el simbolismo de imagina-
los temas, son ex-
presión de una cultura tropical. Hasta el punto de que un «visi-
tante» romano, por muy impregnado que estuviese del
habría podido encontrar en todo ello rococó,
ro. Este barroco no es
algún diabolismo bárba
su propio sabor.
simplemente una planta
romana. Tiene
Colonizados, «reducidos» en su visión del mundo y su socia-
bilidad, los guaraníes recordaban de este modo a sus amos la
salvaje vitalidad de su genio," y así hacían de las «reducciones»,
si no un verdadero diálogo de culturas de
y
micas, al menos un himno al mestizaje cultural.
concepciones cós
tamente. Pero la vigorosa selva no es la única
Desigual? Cier-
da que las reducciones para uso de los aquí que recuer-
solamente un triunfo de la «cultura»
guaraníes no fueron
turaleza dócil**
importada sobre una na-
Fertilización cultural? Violación de un equilibrio natural?
El debate sobre el
significado y sobre el principio de la empre
sa jesuita entre los guaraníes permanece abierto y se muestra
muy vivo en el propio seno de la Compañía de Jesús. Poco des
pués de esta visita a San Ignacio Miní, fui recibido en el
de los jesuitas de Río de Janeiro colegio
(5.000 alumnos) por dos desta-
*
Veremos el mismo fenómeno en la música.
**
Josefina Piá ha dedicado un libro al barroco
hispano-guaraní.
Una teocracia barroca tierra
en
guaraní 545

cadas personalidades, el rector y una hermana del Sagrado Co-


razón, investida a todas luces de una autoridad que hubiese sor-
prendido al fundador.
A la pregunta que yo formulaba ambos sobre lo que repre-
a
sentaba para ellos, hoy en día, la epopeya multiforme de las
reducciones» en el país guaraní, el primero respondió que la «re-
pública jesuita» había salvado a un pueblo y una lengua: «Al
llevar a los guaraníes más allá de los
rápidos de Iguazú, los pro-
tegió de los paulistas. impone la práctica exclusiva del gua-
Al
raní en las misiones, permitió que dicha lengua sobreviviese».
A lo que la hermana Mariana respondió con calma: «Sí. Pero
una cultura no se resume a un pueblo y a una lengua. La socio-
logía y la etnología indianistas actuales hacen un balance mu-
cho más matizado, cuando no negativo, de la aventura a la
que
los jesuitas arrastraron los
guaraníes. Sabemos lo que se ha
a

ganado. Pero no lo que se perdió. Qué valores, qué creencias, qué


equilibrios fueron destruidos: hay que volver a examinarlo
todo...»
Este nuevo examen, por otra
parte, está en curso, dirigido
por un jesuita español, el Rdo. P. Bartolomeu Melià. Este soció-
logo, que vive en un medio indígena, ha intentado,
guara- en El
ni conquistado y
reducido, reconstituir el choque cultural que
tuvo lugar en el siglo XVI evaluar las
y consecuencias positivaas
y negativas que tuvieron sobre el pueblo adoctrinado por los
fundadores de las reducciones.
Asi, es en el
propio corazón de la Compañía donde se plan-
tean los
problemas que ahora tenemos que estudiar. No nos atre-
veriamoS a resumirlos en esta doble pregunta: los fundadores
ae la «república de los guaraníes», para evitar el genocidio prac-
icaron el etnocidio? 0, para evitar el etnocidio, sustituyeron
uenamente el esclavismo por una piadosa colonización o in-
CIuso, atrevámonos con la palabray con la fórmula, por unapart-
ned paternal? Quizá se nos creerá si decimos que estas
aclones no resumen nuestro pensamiento. Pero son un prov
punto
ae
partida para nuestra investigación..
NO podríamos abrir el expediente de la «república de los gua
anies» sin evocar la leyenda dorada que desde el comienzo la
46 Jnitn

Ia oalendo,en enlones debida a la pliuma de enemiys coife


Nidlen ole la Compunla, como Voltaire o D'Alemhert
m o r mallgnoque, de modo particular en Prancia, a me
ndo nceompanó a lan actividadles de los
jesuitas, de sus inten
toN r conipetir con la Sorbo1A las
a
quercllas de los ritrs chi
nON y a loN debates obre el jansenism0 o cl yalicanismo, pare
nqui invertlrse: en el propio corazdn del siglo de los fillwsn,
vemos desarrollarse, inl
lamarse, una incsperada alabanza diri
gida a los hombres de Loyola, quc hacía poco hahían sido acu
chillados por Pasquier y Pascal.
En el origen del largo ditirambo, el autor de referencia es
el lilósolo italiano Antonio Muratori, nativo de Módena
y que,
por lo demás, nunca salió de su ciudad natal, hasando sus
in
ornaciones, en lo esencial, en la correspondencia de uno de sus
compatriolas, el Rdo. P, Cattanco, que había «mísionado» en el
Paraguay. Su libro fuc publicado en 1743 con el titulo de Il chris
tianismo lelice nelle missioni della
Compagnia di Gesú (El tra-
tianismo feliz en las misiones de la Compañía de Jesús). Sucris
ducción, debida al padre de Lourmel, en 1754, conoció un
inmenso éxilo.
Montesquicu le debe mucho, prestando la autoridad que le
conliere un punto de vista más científico y más «laico» a la de-
fensa apologética de Muratori, católico muy ferviente, en- que
ontraba en las misiones a «la primitiva
iglesia». Al comparar
a los legisladores de Paraguay con
Licurgo o Platón, el autor de
L'Esprit des lois (El esptritu de las leyes) saluda en ellos a los
fundadores de una ciudad ideal donde se había sabido
nar a los hombres hacindolos
«gober-
felices» y ve en este «modelo re-
publican0» una utopía linalmente vivida.
Diderot se dedica a poner en guardia a sus lectores contra
«la extraña manía» de estos individuos
que iban al final del mun-
do a costa de las «comodidades de la vida» a dedicarse a la
«fun-
ción sacrificada y desgraciada de
misionero», movidos por ese
«terrible resorte que es el entusiasmo
a los
religioso»; incluso trata
jesuitas paraguayos de «crueles espartanos en hábitos ne
gros», Diderot pierde su tiempo, en esta ocasión es
sumergido
por la ola de admiración que suscita en la Europa de las Luces
Una teocracia barroca en tierra zuaraní 4

la ciudad ideal edificada para los guaraníes por los buens


padres.
El autor del Supplément au voyage de Bougainville (Suple
mento al viaje de Bougainville), que tanto ha alabado la perspi
cacia y el espíritu «filosófico» del navegante, su «mirada que
capta lo esencial de las cosas», no puede rechazar en bloque
a

este testigo que, en el curso del gran viaje de La Boudeuse(y no


sin formular reservas que se citarån más adelante), rinde ho-
menaje a la obra de los jesuitas: «De una nación bárbara sin cos
tumbres y sin religión, hicieron un pueblo dulce, civilizado [..]
encantado por esos hombres a los que veían sacrificarse por su
felicidad...
En el Cándido, Voltairese divierte en hacer pasar a su héroe
por Paraguay, en donde ve a los jesuitas tomando un desayuno
«preparado en jarros de oro len] un cenador, adornado con una
preciosa columnata de mármol verde y oro, y enrejados que en-
cerraban loros, colibríes y pájaros-mosca», mientras que los in-
dios comen «maíz en escudillas de madera, en pleno campo, bajo
el ardor del sol». Poco más adelante, el jefe de la misión, un co
ronel alemán, cubierto de cascoy armado de espada, declara:
«Recibimos airadamente a las tropas del rey de España. L..] Se
rán excomulgadas y vencidas». En en el Essai sur les moeurs (En-
sayo sobre las costumbres), el mismo Voltaire saluda con una es
pecie de fervor a esta sociedad en la que todo es hecho en nombre
de la «razón» y por las vías de la «persuasión» y que en muchos
puntos es un «triunfo de la humanidad». Buffon, el abate Ray-
nal (que había pertenecido a la Compañía) comparte este entu-
siamo, al que se sumó la piedad cuando los padres fueron victi-
mas de la terrible represión desencadenada por las monarquias
europeas tras la guerra del guaraní.
Posteriormente, Chateaubriand -habitualmente reservado
a propósito de los jesuitas, cuyas relaciones con los Borbones
le parecían sospechosas- y Augusto Comte, que los admiraba
tanto que pretendía aliarse con la Compañía para fundar el Es
tado positivista de sus sueños, se hicieron heraldos del mito
jesuítico-guaraní.
A través de estas nubes de incienso hay que intentar descu
548 Jesuitas

brir la verdad acerca de una de las


empresas más audaces de
la historia de las sociedades, de las culturas
de
y las creencias,
esta intrusión
pacílica (pero podemos decir no violenta?) de la
razón en el mundo del mito, del orden en el universo de la selva,
del Estado en una sociedad sin
Estado, en definitiva, de la uto
pía en la historia.

Los jesuitas no habían sido en esta tierra los


había sucedido en Japón, ni los inventores de unpioneros,
como
sistema, como
en China.
Aunque sólo fuese por la simple razón de la fecha de
su institución
(1540), habían sido precedidos a principios de si-
glo por los franciscanos -en particular los doce «sabios» lla-
mados por Hernán Cortés-y por los dominicos Montesinos y
Bartolomé de las Casas, valientes denunciadores de la matanza
de los indios.
Sin embargo, desde mediados de siglo, los padres Manuel de
Nobrega y José de Anchieta, el fundador de São Paulo, habían
levantado los primeros hitos jesuitas a partir de Bahía, hacia
Perú, Rio de la Plata y Paraguay, en donde Asunción, recién
fundada, iba a convertirse en el centro de las futuras empre-
sas: aquí se había creado un colegio jesuita en 1595. Y es tam-
bién aquí donde, en 1603, un sínodo reunido a iniciativa de un
primo de Ignacio de Loyola, Martín, decidió el envío de los je
suitas a Guairá, país de los guaraníes, en el río
Paraná.
Los misioneros franciscanos ya habían intentado evangeli-
zara los « salvajes» y agruparlos en comunidades. Pero estos in-
tentos se inscribían en un contexto demasiado desfavorable, de-
masiado marcado por las luchas entre los imperialismos rivales
y por las más odiosas prácticas coloniales, como para que las
conversiones obtenidas pudiesen tener la menor significación
y asegurar un mínimo de paz regional. Es por ello que el obis-
po de Tucumán, Francisco de Vitoria, dominico impresionado
por las experiencias de las comunidades fundadas en Brasil por
el Rdo. P. de Nobrega con el nombre de «aldeas», se había resig-
nado a recurrir a los jesuitas, cuya intervención preparaba des-
de Roma el quinto prepósito general, Claudio Aquaviva.
Una teocracia barroca tierra
en
guaraní 549
Pero no se podría entender esta estrategia y estos métodos,
la creación y la expansión de las «reducciones del Paraguay»,
sin haber evocado brevemente las tensiones que agitaban al con-
tinente sudamericano, los contlictos entre potencias y el estado
en el que vivian las tribus que iban a convertirse en víctimas
pasivas y luego en actores principales.
Tan pronto como Cristóbal Colón tomó posesión del conti
nente en nombre de los soberanos de España (los de Portugal
más tarde los de Francia le habian negado su ayuda), el
papa
Alejandro VI (Borja, por lo tanto español) tuvo la iniciativa de
hacer firmar a las cortes de Madrid y de Lisboa el tratado de
Tordesillas (1594), que delimitaba los dos imperios. Los caste-
llanos se veian atribuir las tierras situadas al oeste, los lusita-
nos las situadas al este del meridiano 50, a 500 kilómetros de
las Azores, no lejos de la actual São Paulo. Esta delimitación to-
talmente
arbitraria era, a pesar de la unión teórica de las coro
nas española y
portuguesa en 1580, fuente de perpetuos conflic-
tos, en los que se inscribirá la historia de las reducciones.
Por muy virulenta que fuese la rivalidad entre
españoles y
portugueses, no era sólo de naturaleza diplomática y estatal a
propósito de fronteras y de tierras. Era también cultural, meto-
dológica. No se puede escribir que la colonización española del
continente amerindio haya sido tranquila y racional. Pero a
de los fuertes avisos de Las Casas de los
partir
y franciscanos de Cor-
tés, el poder español intentó «civilizar» sus acciones y
der menos por la
proce
rapiña y el exterminio que por el influjo y la
persuasión, cuestionando la práctica de la esclavitud que será
progresivamente condenada por razones políticas y morales: aun-
que muchos doctores hacían referencia a Aristóteles y la justi-
icación que el filósofo daba de la servidumbre de
ros. Pero los barba
parecía que la tribus preferían resistirse a ella antes
que sufrirla.
Las ideas de Las Casas
progresaban en las colonias españo-
dS. En 1543, «nuevas leyes» preparaban la abolición de la es
avitud-aunque manteniendo la encomienda, que ponia al in-
agena a disposición del colono que era el amo, no de su cuerpo,
SIno de su fuerza de trabajo, a condición de «conducirlo a la fe
550 Jesuitas

cristiana... Nada menos adecuado para convencer a los in-


dios a que se sumasen al Evangelio que esta
especie
de servi.
dumbre, ya fuese practicada en su forma radical o en su forma
atenuada (mita). La encomienda podía tomar formas tan fero-
ces-por ejemplo, en las minas de plata de Potosi- que los po-
bres indios enviados a estos lugares eran
obligados, antes de la
partida del convoy, a asistir al oficio de difuntos...
Por muy terrible que fuese, el
yugo español estaba someti-
do a determinadas normas, ciertamente más fundadas
sobre el
rendimiento que sobre exigencias humanas, los
res de Lima, Buenos Aires o
que gobernado-
Asunción, se esforzaban en hacer
observar. En el territorio portugués reinaba la
peor ley de l
selva. El colono era rey o dios. A de las
pesar exhortaciones de
un misionero
jesuita, Antonio Vieira, el indio aquí era conside
rado como una cabeza de ganado, una fuerza
bruta, a la que ha-
bía que cazar como a un animal
salvaje. Peor aún, puesto que
las más poderosas familias de São Paulo habían
creado bandas
de mestizos
indoportugueses, tan feroces que se les llamaba ma-
melucos -recuerdo de la
ocupación
los morosque tenían por única
de la peninsula Ibérica por
A
tarea capturar a los «salvajes».
partir del momento en que el poder español se propuso
corregir este estado de cosas, dando por misión a los religiosos
innovadores el transformar las relaciones entre el mundo indio
yel orden europe, fue combatido por las fuerzas brutales a las
que la débil administración portuguesa
ra que extendiesen sus actividades a
otorgaba licencia pa-
partir de São Paulo: dos
poderes, dos visiones del mundo, incluso dos siglos-el de la
pura rapiña al Este, el de la colonización al Oeste- iban a en-
frentarse sin piedad. En el marco de este terrible conflicto se
inscribe la aventura de la república de los
a 1767.
guaraníes,
de 1610

El territorio en el que se desarrolla nuestra historia no


debe,
a pesar de la leyenda, confundirse con lo que hoy se llama Para-
guay. A partir de esta región se desarrolló el movimiento del que
Asunción fue de alguna manera la base de partida. Pero la em-
presa tiene por cuna la provincia de Guairá, país de los guara-
níes, que se extiende ahora por dos provincias de Brasil, Para-
Una teocracia barroca en tierra guaraní 551

Rio Grande Do Sul, y el norte de


Argentina (las
provincias
de Misiones y de Corrientes).
En efecto, la historia de la república de los guaraníes, que
denominó en laCompañia, la Paracuaria, no es inmóvil: pa-
rece una navegación a lo largo de tres rios-Paraguay, Paraná.
Uruguay- y tiene como eje fundamental el segundo de estos
rcOs de agua. Fue en la orilla oeste del alto Paraná donde na-
cieron las primeras cudades; fue en el Paranapanema, su afluen-
te, donde se inició el gran exodo de l630; fue en Entre Rios, en-
tre el Paraná y el Uruguay, en donde se estableció finalmente
la confederación que, durante un siglo y medio, se convirtió en
el asombro del mundo.
Si nos referimos a las fronteras actuales, constatamos que
de las treinta reducciones que sobrevivieron," durante décadas,
a los saqueadores, asesinos y cazadores de esclavos mamelucos,
quince estaban situadas en Argentina, ocho en Paraguay, siete
en Brasil.** Todo ello en un territorio de 800 por 300 kilóme
tros (aproximadamente 350.000 kilómetros cuadrados), alrede-
dor de dos tercios de la Francia actual. Las reducciones alber-
garon a unos 200.000 indios guaraníes y a poco más de 200
padres jesuitas, de los que unos 30 fueron, por una razón u otra,
asesinados.

Pero quiénes eran los guaraníes? La más importante, pro-


bablemente la más numerosa, de las tribus o contederaciones
de tribus existentes entre Perú, Amazonía y Río de la Plata. Nada
los incas,
que ver, claro está, con pueblos tan avanzados como
e in-
los mayas o los aztecas dotados de una civilización urbana
ventores de un suntuoso. Y
arte diferentes de las hordas
muy
nómadas de cazadores neolíticos como sus vecinos los guaycu-

rúes o charrúas.
con el
Los guaraníes -los etnólogos prefieren designarlos
nombre de tupí-guaraníes-eran seminómadas que practicaban

Fueron fundadas cuarenta y ocho.


**En sus fronteras actuales.
552 Jesuitas

una agricultura simple basada en la roza; sólo disponían de ape


ros de madera, emigraban de un lugar a otro según las cosechas
o las estaciones. Grandes cazadores, se dedicaban a una espe
cie de ganadería extensiva, vivían en pequeños grupos de una
veintena de familias nucleares. Polígamos, practicaban la antro-
pofagia, que aplicaban sobre todo a los prisioneros de guerra.
Más bien pacíficos pero valientes, al principio habían reci-
bido bien a los europeos, viendo en ellos, como lo habían hecho
antes los incas y los aztecas, a semidioses provistos de poderes
sobrenaturales, mientras que sus vecinos los guaycurúes, mu-
cho más guerreros, siempre se habían resistido a la penetración
europea. Habían sido necesarios los excesos de los conquista-
dores, después de la encomienda, posteriormente las incursio0-
nes de los cazadores de esclavos paulistas, para que se levanta-
sen contra los extranjeros: así, durante la semana santa de 1539,
intentaron adueñarse de Asunción, atrayendo sobre sí una te-
rrible represión. Pero a los jesuitas les bastará con hacer prue-
ba de inteligencia y de comprensión para que el justo rencor de
los guaraníes haga sitio a la curiosidad, a menudo a la acogida,
en ocasiones a la adhesión.
Es cierto que los padres adoptaron por norma aprender la
lengua de los guaraníes: el más eminente de ellos, Antonio Ruiz
de Montoya, estableció una gramática y un léxico. Desde 1615
ningún jesuita fue enviado donde vivían los guaraníés si no ha-
blaba la lengua. También es cierto que los hombres de sotana
llevaban con ellos algo mejor que los regalos ordinarios, chu-
cherías, cristalerías, espejos o instrumentos de música:* herra-
mientas de hierro, sobre todo el hacha, cuya introducción trans-
formó la productividad agrícola y constituyó, según Alfred
Métraux, «una verdadera revolución cultural». Todos los obser-
vadores lo señalan: los jesuitas obtuvieron mucho de su presti-
gio del suministro de arpones para la pesca, anzuelos, rejas de
arado. Ningún regalo era más apreciado por sus neótitos.
Si los jesuitas penetraron tan bien en la sociedad guaraní y
fueron tan pronto considerados como maestros de comporta-

*Sobre los que volveremos, claro está.


Una teocracia barroca en tierra guaraní 553

miento, no fue sólo por razones lingüisticas y tecnológicas, fue


también porque entre sus anfitriones y ellos se manifestaron al.
gunas convergencias, tanto en el ámbito de la vida pública como
en la religión. Convergencias desveladas por el etnólogo Roger
Lacombe en una comunicacion presentada en Porto Alegre en
1988.
El dato básico de la sociedad guaraní, tal como lo describe
entre otros Pierre Clastres en L'Esprit des lois sauvages (El
espi
ritu de las leyes salvajes), era la ausencia de cualquier
autori
dad estatal, o mas bien, de cualquier poder institucionalizado,
puesto que los jetes (caciques) sólo ejercían una autoridad pro-
visional que era equilibrada por la de los chamanes, brujos in-
vestidos de poderes indetinibles (los más prestigiosos eran lla-
mados karai).
Lo que caracterizaba a este tipo de sociedad, era
que los unos
y los otros, caciques y chamanes, tenían más cuentas que ren-
dir a la colectividad que medios coercitivos
para controlarla:
obligación del jefe para con el grupo más que del grupo para
con el jefe. Se alabe o se
vitupere, la comunidad guaraní, por
otra parte muy individualista fuera del marco de la familia nu-
clear, era simplemente una sociedad sin Estado, cuando no sin
un poder situado en lo alto.
Los jesuitas, observa Roger Lacombe, no estaban mal situa-
dos para comprender este punto de vista. Ciertamente habían
establecido un buen número de alianzas con los poderes esta-
tales y, en particular, con el más poderoso de la Europa de en-
tonces, el de la corte de Castilla -por no hablar de la Santa
Sede- Pero por naturaleza, estaban dispuestos
los
a desconfiar de
poderes establecidos, los cuales habían crucificado a Jesús,
perseguido a los cristianos, reducido al papa al estado de vasa-
llo del Santo Imperio, hecho del luteranismo la religión oficial

dela mitad de los alemanes


mar la Sorbona
y prohibido a los jesuitas transfor
otra
en
Gregoriana...
La propia religión no levantaba en todos los casos una ba-
Trera intranqueable entre guaraníes y jesuitas. Las creencias de
Os indios de Guairá-que, por otra parte, variaban de una tri-
Du a o t r a - tenían de hecho poco que ver con las que preten-
554 Jesuitas

dian inculcarles los reci n llegados. Pero existían algunos pun


tos de convergencia.
Algunas tribus tupf-guaraníes, es verdad, eran animistas: uno
de los primeros historiadores de la «república jesuita», el Rdo.
P. de Charlevoix, señala que dos misioneros descubrieron un
pue-
blo en el momento en que los indios adoraban una
gigantesca
serpiente a la que estaba consagrada un gran altar.. El fondo
de esta religiosidad era la defensa contra los demonios señorees
de la selva y de las tormentas. Es contra ellos,
se pedía la intervención de los
despiadados, que
chamanes. El más temible de es-
tas deidades era
Tupán, señor del rayo.
Pero otras tribus creían en un Ser
sin mal», donde los
superior, señor del país
«

justos, conducidos por un «héroe civiliza-


dor», serían algún día acogidos: algo semejante al
tribus reverenciaban paraíso.
Las
a un cierto Pai-Sumé en quien los
simularon encontrar un
jesuitas
santo Tomás que no sólo habría evan-
gelizado las Indias orientales* sino también las occidentales:
extraordinarios trabajos para un hombre de poca fe...
Roger Lacombe pone el acento, a propósito de los tupí-
guaraníes, sobre «un cierto mesianismo, rasgo bastante común
entre lospueblos nómadas», al observar que creían en una tie-
rra
prometida que estaba «delante de ellos»: de ahí el mito de
El Dorado, así llamado por los
daba el oro-metal que parecía
conquistadores porque en él abun-
despreciable tanto a los «salva-
jes» como a sus misioneros Común ausencia de avidez que
tal creó entre ellos el más sólido de los vínculos.
vez
El proyecto consistente en hacer de los
guaraníes, habida
cuenta de sus costumbres más dulcesy de sus
creencias más
«elevadas», una especie de comunidad modelo, después de ha-
berlos arrancado de la permanente incursión de
mujeres y de
esclavos, de la servidumbre y del seminomadismo, no nació en
el cerebro de un único jesuita o funcionario
colonial. Bajo la
égida del gobernador Hernandarias y bajo el impulso de un gran
jesuita, Diego de Torres-Bollo, el proyecto se formó in situ, pro-
gresivamente, en los primerísimos años del siglo XVI, del síno
*Véaseel capítulo 5.
Una teocracia barroca en tierra guaraní 555

dode Asunción (1603)a


las
ordenanzas llamadas de Alfaro (1611),
iniciativas de jesuitas que estaban
enocasiones precedido por
impacientes por actuar (es en l609 cuando se funda la primera
reducción, la de Loreto).
as ordenanzas dictadas por el magistrado Francisco de Al.
elgenio inventivo de Torres-quien estaba
faro inspirado por
proyecto Bartolomé de las Ca-
diseñado por
al corriente de un
sas y de las tentativas esporádicas debidas a los franciscanos
pueden resumirse así:
a) Prohibición de cualquier forma de esclavitud y de
encomienda" de los indios convertidos.
b) Reunión de las tribus en pueblos fijos dotados de un ca-
cique y de un concejo municipal autónomo, el cabildo.
c) Prohibición a los españoles, portugueses, negros y mesti-
zos de penetrar en estas comunidades.
Éstos fueron los principios que sirvieron de «ley-marco» a
la gran empresa: rechazo de la esclavitud, reunión, aislamiento,
que también se puede llamar segregación... El poder civil espa-
ñol representó en todo ello un papel determinante gracias a fun
cionarios inteligentes, convencidos de la maldad de la explota-
ción desenfrenada y proclives a pensar que un endulzamiento
de la colonización, confiado a esos expertos de la práctica so-
cial y de la persuasión espiritual que eran los jesuitas, servía
mejor a los intereses de la corona (en particular, contra las am-
biciones portuguesas deshonradas por los esclavistas paulistas)
que la ferocidad de los émulos de Pizarro y de los colonos. En
el origen, por consiguiente, se halla la convergencia entre los
objetivos del rey y los de la Compañía. En el origen..

Es el momento de definir las «reducciones». Y 1la palabray


la cosa que, por otra parte, evolucionarán profundamente de 1610

Lasupresión de la encomienda fue compensada con un tributo pagado a la coro


CSpanola, pago que se efectuaba a través de los jesuitas, a petición de los indios.
nproviene un incremento del poder de la Compañía, origen de innumerables po
lemicas, sobre todo en el siglo XVIIL.
556 Jesuitas

a 1760, en función de las experiencias, las pruebas, los éxitos


y los fracasos, y también de las presiones exteriores.
Notemos en primer lugar que las comunidades guaraníes reu-
nidas a partir de 1609, siguiendo el llamamiento de los jesuitas,
no llevaban, en aquel momento, el titulo de «reducciones». Se
las llamaba unas veces «doctrinas» o parroquias, otras veces
«pueblos» (en Brasil «aldeas»). Pero es con el vocablo extranje
ro
de «reducciones» con el que han pasado a la posteridad.
Tres definiciones son clásicas: la que se desprende de los tex
tos fundadores de los jesuitas (en latín), la que ha dado uno de
los héroes de la aventura, el gran Ruiz de Montoyay la de Mura-
tori, un siglo más tarde, tomada de Cicerón.
Citemos primeramente el texto del fundador: Ad vitam civi
lam et ad ecclesiam reducti sunt («han sido reducidos a la vida
civil y a la Iglesia»). El acento se pone a la vez sobre el carácter
autoritario de la operación venida desde arriba, sobre el paso
a la cultura ciudadana y sobre la conversión al catolicismo. Vol-
veremos sobre estos puntos.
Ruiz de Montoya es más preciso, al definir las reducciones
como «pueblos de indios, que viviendo a su antigua usanza [L.]
los redujo la diligencia de los Padres a poblaciones grandes y
a vida política y humana, a beneficiar del algodôn con que se
vistan». Anotación muy interesante relativa al respeto de las an-
tiguas costumbres, pero sólo para recordar la prohibición de la
desnudez, sin hacer alusión a la antropofagia ni a la poligamia
n i y es, en especial, sobre este punto sobre el que hay que
volver al ocio.
El tercer modo de descripción de la reducción es el de Mu-
ratori: alaba «al primer hombre que supo reunir y unir en un
mismo lugar a hombres que anteriormente estaban dispersos
en los campos o en los antros de las rocas.. De feroces y crueles
que eran los volvió humanos y pacíficos». Aquí, el significado
de las palabras latinas reducere y el castellano «reducir» se hace
evidente: se trata de la reunión en sociedad de seres anterior-
mente destinados a la «dispersión», es decir, así se pensaba, al
salvajismo. Reunidlos, se transformarán en hombres civilizados:"

Civitas, polis.
Una teocracia barroca en tierra guaraní 557

se vuelve siempre a la idea de la ciudad, de la agrupación, de


la aglomeración fija.
Pero debemos detenermos en otro de los datos que conlleva
este vocablo: es estratégico. Volveremos sobre las intenciones
de los fundadores preocupados por proteger a «sus indios» de
la rapacidad de los paulistas cazadores de esclavos. Los diccio-
narios latinos citan una fórmula de César, hábil a reducere. a
concentrar sus lineas de defensa para resistir mejor a los asal
tantes. Y las primeras cartas jesuitas designaban a las futuras
reducciones como oppida christianorum -fortalezas cristia-

tèrmino militar por excelencia.


nasVemos la complejidad de la palabra y la diversidad de los
problemas que plantea. Una sola de las múltiples interpretacio-
nes propuestas porlos historiadores parece excesiva: la que quie
re ver en esta palabra la idea de «conducir» a los indios a la ver
dadera religión. Ciertamente, la intención apologética es evidente
e incluso fundamental, como hemos visto. Pero el reducti sunt
tiene un sentido esencialmente sociológico y cultural. Si se hu-
biese tratado en primer lugar de religión, los padres fundado-
res hubiesen escrito ducti sunt, no «reducidos», sino «conduci-
dos». A menos que no los hayan considerado como discípulos
de Paï-Sumé, de santo Tomás..
La idea de concentración, de socialización, de convivencia,
primera fase de la urbanización, vía real de la civilización, es
esencial. Sin embargo, no debemos asociar este vocablo con la
idea de campo (de concentración), aunque en una película de
la que hablaremos" el nombre de reducción será constamente
traducido por esta palabra, temible, je impropia!
La reducción (o doctrina o pueblo o aldea) es por consiguiente
una especie de colectivo donde se fabrican civilizados; una for-
ja para sociabilizary convertir, que a la vez es fortaleza. La des-
cripción que hemos dado de San Ignacio Miní va, nos parece,
en este sentido: todo está diseñado, construido, creado para obli-
gar a una vida en común ordenada por la razón e iluminada por
la fe en un Dios único.

*Véanse págs. 588-589.


558 Jesuitas

A menudo se ha buscado el origen de este grandioso proyec


to entre los grandes utópicos curopeos de la época, Tomás Moro
o Campanella, y ésta es una de las razones por las que con fre.
cuencia se ha estudiado la «república de los guaranies» desde
esta perspectiva, cuando en realidad se trata de una de las rea
lizaciones más duraderas, tanto materiales como espirituales,
del espíritu organizador jesuita, anclado en realidades socioló-
gicas, agrícolas, militares y con un objetivo muy productivista.
En efecto, como ha sugerido la definición de Ruiz de Monto
ya, el proyecto de las reducciones, maduró a través de muchos
intentos y bocetos abortados, estuvo menos inspirado por mo-
delos extranjeros que por las tradiciones guaraníes. Ciertamente,
el asentamiento en un lugar permanente iba en contra de las
costumbres, del seminomadismo de estas tribus; ciertamente
el acento puesto en el espíritu comunitario no expresaba el in-
dividualismo guaraní; ciertamente el fomento del trabajo como
ley de la ciudad desconcertaba profundamente a un grupo en-
tregado a una espontaneidad despreocupada, que trabajaba úni-
camente para cubrir sus necesidades. Pero la flexibilidad de la
organización social, los equilibrios encontrados entre la auto-
ridad del cacique y las responsabilidades del cabildo, el iguali-
tarismo, la protección de la familia nuclear respondían en par-
te a las aspiraciones y a las esperanzas de los guaraníes.
Para un pueblo que durante tanto tiempo había ignorado la
autoridad, la disciplina, semejante tratamiento no era menos tur-
bador. El guaraní reducido sufría las presiones de cuatro jerar-
quías superpuestas:
-
la del padre jesuita del pueblo, a su vez sometido al su-
perior de las misiones, al provincial de la orden y, en Roma, al
prepósito general; el cual debía obediencia al papa, que a su vez..

- l a del gobernador de la provincia de la Plata, que depen


día del virrey de Perú, designado por Madrid;
la del clero secular, el obispo de
-

Asunción subordinado
al arzobispo de Buenos Aires: estructura paralela que compli-
caba mucho las cosas y que fue el origen de numerosos con-

flictos uarta jerarquía era tribal: la del cacique flanqueado


Una tcocracia barroca en tierra guaraní 559

del cabildo, o concejo, de un corregidor, de un alcalde y de al


guacile indígenas, el conjunto sumamente muy complejo.'
A esta impresionante enumeración, se debe añadir
añadir un quin-
un qui
el de los
De
to tipo de poder, brujos a los que los
chamanes, jesui-
tas intentaban elimimar, pero que subsistian aquíy allí, ingenián-
dose
lose
en explotar sus faltas. Asi, observa Maurice Ezran, «el indio
ue había abandonado su tribu para entrar en la reducción es-
1aba bien custodiado y vigilado. Sólo era posible someterse y
ta
adherirse a este nuevo sistema de valores»2
Qué aspecto tenia una reducción? La mayor parte de las ve-
ces hablamos de misiones de tercera edad, las que fueron cons-
truidas a finales del siglo XVII como San Ignacio. Las de los
comienzos eran de aspecto muy diferente: hacia 1650, cuando
llegó a San Francisco Javier, el Rdo. P. Paucke, sólido alemán,
se sorprende de no encontrar nada

«que se parezca a una calle o una plaza. Las chozas de paja de los
indios, de dos metros cincuenta de altura, están separadas por pa-
tios malolientes. En ellos las vacas se pasean libremente y los in-
dios arrojan los restos de los animales muertos. La iglèsia y las «ha-
bitaciones» de los padres están hechas de cuero sin curtir y parecen
tiendas de gitanos. Sin embargo, la iglesia tiene techo de paja; muy
cerca, y de unos maderos, están colgadas dos pequeñas campanas.
El altar está hecho de ladrillos de barro secados al sol y está ador-
nado con un crucifijo y con dos cuernos de buey llenos de arena
en los que se colocan las velas».

El efectivo numérico de una reducción? Si, a partir de fina-


les del siglo XVI, el plano era uniforme («quien ha visto una,
las ha visto todas», escribe un informador de Bougainville) y el
modo de organización normalizado, la amplitud y la densidad

dela aglomeración podían variar de 300 a más de 1.000 fami-


lias, es decir de 2.000 a 7.000 u 8.000 almas aproximadamente.
Lo que era la vida cotidiana de una reducción guaraní lo co-
nocemos gracias a un buen número de relatos y, en particular,
a los que esmaltaban las Lettres édifiantes et curieuses (Cartas
edificantes y curiosas), a la correspondencia de los padres,
como

el Rdo. P. Florentin de Bourges. La campana suena al empezar


560 Jesuitas

los niños a partir de los siete


el día. Escuela obligatoria para alrededor del
abren «colegio»
años. Los «talleres» (artesanos)
se
colectivos
parten can-
los cultivadores que exigen
los trabajos
y llevando piadosos estandartes. Un hora
tando hacia los campos,
hacia las 11. El tiempo de la tar.
de descanso para el almuerzo
al trabajo en la parcela fami-
de, hasta las cinco, se consagra
de c e r e m o n i a s cantadas.
liar. Todo ello acompañado
recuerda este tipo de vida es monás
La única referencia que
todo con ocasión de las fiestas, en
tica. Y ésta se impone sobre
reducción, Ignacio, Javier, Miguel
particular, la del patrón de la teatral de la Com
Pedro. Entonces se entrelaza la religiosidad
o
de los neófitos, con un resabio
pañía y el barroquismo salvaje de la selva. Abramos Mu-
de militarismo español y de paganismo
ratori:

más destacan por su brillo y


«Capturan pájaros vivos, los que
atan por la pata a arcos de triun-
la diversidad de sus colores; y los
fo conhilos lo suficientemente largos para que puedan revolotear
calles pequeños tigres y otros anima-
...]y colocan a lo largo de las daño a nadie [..]. La fiesta
les feroces, atados para que no hagan
tambores reunidos delante del ofi-
se anuncia al son de trompetas y
cial que lleva el estandarte real [...] montado sobre un caballo rica
mente enjaezado que marcha a la cabeza del cortejo hacia la iglesia.»

San Ignacio, Toledo o Sevilla?


Estamos en
Esta «gloria de Dios» a la española, este triunfalismo del oro,
el incienso y los cánticos, esta teofanía con vistas a proclamar
la teocracia, no estaba desprovista de penas que sufrían tanto
los padres como «Sus» salvajes. Nadie mejor que Maxime Hau-
bert ha sabido evocar página tras página, al referirse a los clá-
sicos del mundo guaraní, las pruebas increíbles que marcan lo
que Diderot, irritado, denomina «la función penosa y desgraciada
de los misioneroS».
Según las primeras instrucciones dadas a sus misioneros por
Diego de Torres, los fundadores de las doctrinas estaban llama-
dos a ejercer «un oficio de ángel». De ángeles o de mártires?
Ruiz de Montoya narra que
cuando llegó a la primera reduc-
ción, la de Loreto, encontró a los padres Cataldino y Maceta
Una teocracia barroca en tierra guaraní 561

nabrisimos [.]. Los remiendos de sus vestidos no daban distinción


a la materia principal. Tenian los zapatos que habían sacado del
Paraguay remendados con pedazos de paño que cortaban de la orilla
de sus sotanas. [. La choza, las alhajas y cl sustento decían
muy
bien con los de los anacoretas; pan, vino y sal no se
gustó por mu-
chos años; carne alguna vez la veíamos de caza, que bien de tarde en
tarde nos traían algún pedazuelo de limosna. El principal sustento
eran patatas, plátanos, raíces de mandioca [...]. Obligó la necesidad
a sembrar por nuestras manos el trigo necesario para las hostias.
Durónos media arroba de vino [es decir, alrededor de 5 litros y me
diol casi cinco años, tomando de él lo preciso solamente para con
sagrar, y por no ser cargosos a los indios, teníamos en nuestros huer.
tecillos de las raíces comunes y legumbres con que sustentarnos.
Según una relación de 1628, los misioneros utilizan durante la
mayor parte del año una sotana de algodón groseramente teñida
de negro ("con barro y el jugo de ciertas hojas"); comen sin sazo
nar, como los indios; algunos años tienen vino, y otros no; duermen
en hamacas [..]. El padre Falconer, que no tiene plato para comer
la carne de caballo que comparte con ellos, se sirve de su sombre-
ro; éste está tan grasiento que es comido por los perros salvajes
mientras duerme, al mismo tiempo que las termitas invaden el le-
cho del padre Dobrizhoffer [.]. Las sanguijuelas, los
murciélagos,
los sapos infestan las calles, las casas, las ropas, las cacerolas, la
propia iglesia; los lirones, que se desplazan en grupos, devastan todo
a su paso, roen los tejidos, gustan de la carne de buey.. y muerden
a los que duermen. Florian Paucke afirma haber contado cuarenta
y ocho especies de gusanos sobre su mesa. Si el misionero no quie-
re encontrar su sopa llena de
pelos y de piojos tiene que preparár
sela él mismo».

Los misioneros, encontrarían alguna recompensa estética


al contemplar, como Chateaubriand hechizado
por el imagina-
rio la belleza triste de la
Meschacebé, pampa o del Chaco, ellos
que habían hecho de la prodigiosa maravilla del Iguazú una de
Sus armas estratégicas? Ni siquiera eso, observa Maxime Hau-
bert. Aparentemente no encontraban ninguna compensación de
este tipo a esta labor, a estos sufrimientos:

«En medio de los salvajes, es sólo con Dios con quien viven y
trabajan los jesuitas; sólo es en su amor donde encuentran su ali-
vio; sólo es en su gloria donde encuentran su orgullo.»
562 Jesuitas

Se habla de Estado jesuita, en ocasiones calificado de


lista, incluso de comunista. Volveremos sobre estos adjetivos
socia
claro está, para comentar sobre todo su impropiedad.
do? Para qué utilizar una palabra tan
Y Esta-
ambiciosay
cuada? A partir de 1609 y a través de muchos
tan inade
avatares, los ie
suitas fundaron en el río Paraná y los alrededores más
de
cincuenta reducciones que agrupaban según las épocas de
30.000
a 150.000 indios. Treinta de estas reducciones
subsistieron du-
rante más de un siglo. Se reconocieron dos
capitales: una político-
religiosa al norte, Candelaria, otra económica al sur, Yapeyú. Pero
el conjunto no puede definirse como un Estado, ni siquiera en
comparación con los principados italianos o alemanes de la
época.
Cada una de estas colonias, como se ha dicho, estaba
imbri
cada en un mecanismo jerárquico que
dependía de Madrid y de
Roma. El hecho de que les fuese concedida una cierta autono-
mía administrativa,
posteriormente económica y militar, no sig.
nifica en este caso que tuviese una estructura estatal. En
una
perspectiva económica, Pierre Chaunu ha hablado de un Impe.
rio del mate. Hemos visto que
Montesquieu evocaba una «repú-
blica», más por el espíritu que por la realidad de sus prácticas.
Maurice Ezran habla de un «proto Estado». No se
nada mejor.
decir podría
En efecto, trata, entre el Paraná, el Paraguay y el Uruguay,
se
de una confederación de teocracias cooperativistas autónomas,
pero tan poco independientes que, en cuanto quisieron afirmar
su existencia trente a un trato
injusto y que les llevaba a la de
sintegración,* fueron aplastadas y dispersadas.
En el fondo, cuál era el objetivo profundo de la corte de Ma-
drid cuando animó a sus representantes
América a apoyar
en
y legalizar el proyecto jesuita formado en Asunción y cuya rea-
lización se iniciaba en Guairá y que luego se expandiría hacia
el sur? Era, como hemos dicho, una operación de revisión de
un sistema de opresión que agonizaba por el propio hecho de

E l tratado hispano-portugués de 1750, 1lamado «de los límites». Véase más ade
lante, pág. 588-589.
Una teocracia barroca en tierra guaraní 563
vcesos, yy que
excesos,
que hhubiese desembocado en el horror y en la náu-
s s
sus
i el
sea si el
arte políticode los jesuitas no hubiese puesto orden.

Era también un
proyecto estratégico.
Tln siglo después de que el papa Borja hubiese impuesto a
Madrid ya Lisboa el tratado de lordesillas, todavía nadie sabía
gué fronteras había trazado. Pero lo que estaba claro era que
dos imperialismos se entrentaban: uno portugués, basado so-
bre la explotación desentrenada de tierras y de hombres, siem-
nre a la búsqueda de yacimientos mineros y de esclavos para
pre
Sus plantaciones; el otro, más racional, más organizador, de ob-
ietivos más amplios y que por haber destruido verdaderos im-
perios, de México a Lima, sabía que este continente podía pro-
ducir otra cosa que la fuerza del trabajo y los metales preciosos.
Constantemente superados o dominados por la potencia es-
pañola desde 1492, los portugueses intentaban volver a ganar
el terreno perdido mediante la agitación y el exceso. Que fue
ron exarcebados cuando desde el gran imperio vecino partie-
ron, para el colmo, lecciones de moral, prohibiciones de la es-
clavitud y de la servidumbre... Era demasiado: se irá a buscar
a mano armada la fuerza de trabajo que el español pretendía
confiscar y, más aún, por virtud cristiana...
Contra esta ebullición rabiosay revanchista, a veces, sangui-
naria, el poder de Madrid consideró oportuno dotarse de un es-
cudo lateral y bendecido por Dios. La «república» jesuita-guaranií
fue creada o aceptada como un Estado-tampón entre el impe-
rio de los Habsburgo de España y los satélites turbulentos de
Lisboa. Así, en 1649, Felipe IV de España reconocía a los guara-
nies su condición de vasallos en tanto que «barrera del Para-
guay contra el Brasil».
Por fascinantes que sean, los debates ideológicos sobre la na-
uraleza del « Estado» jesuita serían engañosos si no tuviesen
en un dato muy importante al que las
consideración reducc1o
nes fueron de alguna manera adosadas: los colegios jesuitas de
América Latina. El historiador sueco Magnus Mörner ha llamado
particularmente la atención sobre estos fundamentos de la en
lo
PCa asOcialista» del Paraná v que fueron a las reducciones
que los kibutzim israelíes a la generosa diaspora.

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