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I M A G I N AT I O V E R A
ATA L A N TA
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Preliminares Campbell 2 edicion_Jordi Esteva 22/03/18 09:29 Página 4
Preliminares Campbell 3a ed.qxp_Jordi Esteva 7/3/23 10:44 Página 5
JOSEPH CAMPBELL
LAS EXTENSIONES INTERIORES
TRADUCCIÓN
ROBERTO R. BRAVO
ATA L A N TA
2023
Preliminares Campbell 3a ed.qxp_Jordi Esteva 7/3/23 10:44 Página 6
Tercera edición
ISBN: 978-84-940941-2-5
Depósito Legal: GI-466-2013
Preliminares Campbell 2 edicion_Jordi Esteva 22/03/18 09:29 Página 7
ÍNDICE
Prólogo
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Introducción
El mito y el cuerpo
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Capítulo I
La cosmología y la imaginación mítica
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Capítulo II
La metáfora como mito y como religión
El problema
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La metáfora como hecho, y el hecho
como metáfora
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Metáforas de la transformación psicológica
81
Imágenes en el umbral
88
El viaje metafórico
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La identificación metafórica
128
La red de gemas
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Capítulo III
La vía del arte
151
Notas
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man y la antropóloga Barbara Meyerhoff, en un acto que
culminó con la caída de una pléyade de globos desde el
elevado techo del escenario. Le debo a mi esposa Jean Erd-
man, bailarina y coreógrafa, la totalidad del tema y el ar-
gumento de mi charla titulada «La vía del arte», que escribí
en 1981 para el simposio que llevó por nombre Una lla-
mada a la belleza, organizado por Barbara McClintock y
moderado por James Hillman; finalmente, mi charla sobre
«El mito y el cuerpo» fue la introducción a un seminario
de una jornada sobre la mitología como función biológica,
celebrado en 1982 en el Instituto C. G. Jung.
A lo largo de la preparación de este pequeño libro ha
sido mi deseo, a la vez que una gran satisfacción, poder
ofrecer una retribución a las Gracias por las transforma-
doras reflexiones de estos últimos años que, debido a la
maravillosa participación del público de San Francisco,
hemos podido poner a prueba en el marco de una amplia
aventura espiritual compartida.
Joseph Campbell
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Introducción
El mito y el cuerpo
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rales y eternos, y las cuestiones relativas a la verdad y la
falsedad; además de distinguir como dos ciencias distin-
tas, aunque relacionadas, los estudios, por una parte, de
las diferentes «ideas folclóricas» o «étnicas», que son ob-
jeto propio de etnólogos e historiadores, y, por la otra, el
de las ideas elementales, Elementargedanken, que corres-
ponde a la psicología. No obstante, algunos destacados
psicólogos del pasado siglo se interesaron también por el
análisis de esos aspectos universales; de entre ellos, consi-
dero a C. G. Jung (1875-1961) el más profundo y esclare-
cedor. A los motivos míticos que Bastian había llamado
«ideas elementales», Jung los denominó «arquetipos del
inconsciente colectivo», trasladando así el énfasis de la es-
fera de la ideación mental racional al oscuro abismo subli-
minal del que surgen los sueños.
Porque, así considerados, tanto los mitos como los sue-
ños provienen de una misma fuente psicofisiológica, que
no es otra que la imaginación humana movida por las con-
flictivas exigencias de los órganos corporales (incluido el
cerebro), cuya anatomía sigue siendo básicamente la
misma desde hace algo más de cuarenta mil años. En con-
secuencia, de la misma manera que la imaginería del sueño
es una metáfora de la psicología del soñador, la que se ex-
presa en la mitología lo es de la actitud psicológica del
pueblo al que el soñador pertenece. El africanista Leo Fro-
benius (1873-1938) denominó «mónada cultural» a la es-
tructura sociológica que corresponde a dicha actitud. Cada
característica de ese organismo social es, según él, expre-
siva y, por tanto, simbólica de la actitud psicológica que le
confiere forma. En La decadencia de Occidente, Oswald
Spengler (1880-1936) identificó ocho colosales mónadas
de gran majestuosidad, más una novena, actualmente en
formación, que han configurado y dominado la historia
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mundial desde la aparición, en el IV milenio a.C., de las
primeras grandes culturas escritas: (1) la sumerio-babilo-
nia, (2) la egipcia, (3) la greco-romana (apolínea), (4) la
ario-védica de la India, (5) la china, (6) la maya-azteca-
inca, (7) la mágica (persa-árabe y judeo-cristiana-islámica),
(8) la fáustica (de la gótico-cristiana a la europeo-norte-
americana moderna) y, ahora, bajo la impuesta apariencia
de una pseudomorfosis cultural marxista, (9) la ruso-cris-
tiana, actualmente en germinación.1
Pero ya mucho antes de las apariciones históricas mun-
diales, florecimientos e inevitables decadencias de esas
espectaculares mónadas, se reconoce un período casi in-
temporal correspondiente a la existencia de sociedades
aborígenes ágrafas, algunas integradas por cazadores nó-
madas, otras por asentamientos agrícolas, formadas a veces
por no más de media docena de familias relacionadas, y
otras por decenas de miles de individuos. Cada una de ellas
poseía su mitología; en algunos casos muy pobre y frag-
mentaria, pero en otros maravillosamente rica y magnífi-
camente elaborada. Cada mitología estaba, desde luego,
condicionada por la particular geografía local, así como
por las necesidades del grupo. Sus imágenes se inspiraban
en los paisajes y la flora y fauna del lugar, y estaban com-
puestas por recuerdos de hechos y personajes, elabora-
ción de visiones compartidas y otras características que
conformaban temas narrativos y componentes míticos
que sobrevivían conservándose de uno a otro ámbito. La
definición de la «mónada» no depende del número y la na-
turaleza de los detalles e influencias experimentadas, sino
de la actitud psicológica hacia el universo del pueblo, sea
grande o pequeño, del cual la mónada representa la vida
que le da coherencia. El estudio de la mitología, para el et-
nólogo o el historiador, va desde la relevancia de sus me-
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táforas al descubrimiento de la estructura y la fuerza de
esa mónada nuclear que infunde sentido espiritual a cada
elemento de su cultura. De ella emergen las manifestacio-
nes de su arte, sus herramientas y armas, expresiones ri-
tuales, instrumentos musicales, normas sociales y formas
de relación con sus vecinos, tanto en la paz como en la
guerra.
En el vocabulario de Bastian, las mónadas son la orga-
nización local de las diversas «ideas folklóricas» o «étni-
cas» de las culturas representadas, en una constelación
variable de las necesidades e intereses que constituyen los
impulsos y energías primarias de toda la especie humana:
bioenergías que pertenecen a la propia esencia de la vida y
que cuando se desencadenan llegan a ser terribles, horro-
rosas y destructivas.
La primera de ellas, la más elemental y terrible de todas,
es la inocente voracidad de la vida, que se nutre de la pro-
pia vida, y constituye el interés primario del niño hacia la
madre que lo alimenta. La quietud del sueño se troca en
horrorosa pesadilla ante la aparición del ogro, el enorme
caníbal o el acechante cocodrilo, que son criaturas tam-
bién de los cuentos de hadas. El punto culminante de fre-
nesí con las orgías dionisíacas es todavía, en algunas partes
del mundo, un despiadado festín canibal de toros vivos.
La más expresiva imagen mitológica de esta sombría pre-
misa básica de la vida se encuentra en la figura hindú de la
madre del mundo, Kālī, «la Negritud del Tiempo», que
lame, consumiendo con su larga y roja lengua, la vida de
todos los seres de este mundo, creados por ella misma.
Porque, como escribió Adolf E. Jensen, el desaparecido
director del Instituto Frobenius en Frankfurt am Main, en
un ensayo sobre el homicidio ritual: «El rasgo común a
toda vida animal es que únicamente puede conservarse
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a sí misma mediante la destrucción de la vida», y citaba en
este punto una canción de Abisinia que celebra el gozo de
vivir con estas palabras: «Aquel que aún no haya matado,
matará. Aquella que aún no haya parido, concebirá».2
La segunda compulsión primordial, tan relacionada con
la primera que casi se identifica con ella (como reconoce el
panegírico abisinio recién citado), es el impulso sexual y
reproductivo, que durante los años de superación de la in-
fancia aflora a la conciencia con tal fuerza que en sus mo-
mentos más agudos llega incluso a imponerse sobre los
reclamos de la primera. Aquí se manifiesta la especie
misma. El individuo se ve sobrepasado. En la aljaba del
dios hindú Kāma, homólogo de Cupido –aunque a dife-
rencia de éste no es un niño, sino un espléndido joven que
destila el aroma de fragancias de flores, oscuro y magnífico
como un elefante movido por un vehemente impulso– y
cuyo nombre significa «deseo» o «anhelo», hay cinco fle-
chas floridas que saldrán de su también florido arco lla-
madas «Ábrete», «Paroxismo del impulso del Deseo»,
«Fogosidad», «Sediento» y «Portador de la Muerte». En
todas partes del mundo se conocen celebraciones orgiásti-
cas de grupos de personas alcanzadas por las fervorosas
flechas de este dios.
Una tercera motivación, que ha sido la única genera-
dora de acción sobre la escena histórica mundial –al menos
desde la época de Sargón I de Acadia, en el sur de Meso-
potamia, ca. 2300 a.C.– es el impulso en apariencia irresis-
tible al saqueo y la expoliación. Desde un punto de vista
psicológico, este impulso quizá podría considerarse una
extensión del enérgico mandato biológico para alimentarse
y consumir; pero esta motivación no posee la fuerza bio-
lógica primordial de las otras, sino que se trata de una in-
ducción lanzada desde los ojos, que impulsa no a consumir
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Imaginatio vera
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