Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
K. J. Charles - Serie Un Encantamiento de Urracas 2 - Un Caso de Posesión - KJC
K. J. Charles - Serie Un Encantamiento de Urracas 2 - Un Caso de Posesión - KJC
2
A quien le quepa el saco, que se lo ponga; a quien le quede el guante…
Pensar en la irresistible sonrisa lobuna de su amante llevó a Crane a
considerar por un momento los usos más que interesantes que se le
podrían dar a su escritorio. Concluyó que la maldita cosa, sin duda, se
caería bajo la presión que tenía intención de aplicar tan pronto pusiera sus
manos en el fulanito, y pensando en eso, por fin, se dio cuenta en dónde
era que las cifras bien maquilladas del agente no cuadraban exactamente.
No era un mal intento, reflexionó, y un robo muy bien considerado:
suficiente para que valga la pena para el agente, y bastante tolerable para
Crane como parte de un pequeño negocio manejado de manera muy
competente. Asintió complacido. El hombre funcionaría bien.
Estiró la mano por el siguiente recibo, y se escuchó un sonoro
golpeteo en la puerta.
Qué fastidio, ya que él era la única persona en el edificio a las ocho
de la noche, lo ignoró. Hubo otro golpeteo más persistente. Luego un
llamado, a través del marco abierto de la ventana con barrotes de hierro.
—¡Vaudrey! ¡Vaudrey! Quiero decir Crane. —El visitante miró por la
ventana—. Ahí estás. Nong hao.
—Nong hao, Rackham —dijo Crane y fue a dejarlo entrar.
Theo Rackham había sido algo así como un amigo en China, como
otro inglés que prefería la sociedad local a los expatriados. Rackham era,
él mismo, practicante de magia, aunque no uno poderoso, y era él, quien le
había presentado a Stephen Day unos meses atrás.
—Qué placer inesperado. ¿Cómo estás?
Rackham no respondió de inmediato. Estaba recorriendo la sala,
mirando los mapas clavados con tachuela en las paredes enlucidas.
—¿Esta es tu oficina? Tengo que admitir que pensé que tendrías un
sitio mejor que esto. —Sonó casi ofendido.
—¿Qué hay de malo con esto?
—Está en Limehouse.
—Me gusta Limehouse —Crane dijo—. Así como a ti.
—A mí no me gusta. A nadie podría gustarle. Sitio inmundo. —Crane
arqueó una ceja, pero no se molestó en preguntar—. Sucia madriguera de
ladrones, matones y locos. —Rackham continuó—. Si fuera rico no pondría
un pie en esta maldita parte de la ciudad.
¿Entonces en dónde conseguirías tu opio? Crane se preguntó
mentalmente. Había notado las pupilas ligeramente dilatadas de Rackham,
pero ya que esa era una señal de un practicante haciendo uso de sus
poderes, tanto como de un adicto al opio, y ya que, a decir verdad, a él no
le importaba, no juzgaba.
Rackham parecía estar alimentando un resentimiento.
—Tú eres rico. ¿Por qué no actúas como uno? ¿Por qué no estás en
la grandes fiestas del West End de Londres en lugar de trabajar como un
esclavo en los muelles de Limehouse?
—A veces actúo como uno. Este saco no fue hecho en la calle
Commercial. Pero mi negocio está aquí, no en el Centro, y ciertamente no
en el West End.
—No entiendo por qué tienes siquiera un negocio. No necesitas más
dinero. —Hubo una inequívoca nota acusatoria en la voz de Rackham.
Crane se encogió de hombros.
—Francamente, me aburro, y no estaré menos aburrido en el West
End. Necesito hacer algo, y comerciar es lo que mejor sé.
—¿Por qué no regresas a China, entonces? —Rackham exigió—. Si
estás tan aburrido en Inglaterra, ¿qué haces aquí todavía?
—Cuestiones legales. Mi padre dejó sus asuntos en un estado
endemoniado. Está tomando una eternidad resolverlos, y ahora tengo unos
primos lejanos, salidos de la nada, exigiendo su tajada. ¿Por qué te
importa?
—No es que me importe. —Rackham arrastró la punta de un zapato
de cuero gastado contra el zócalo—. ¿Supongo que tus problemas no se
han repetido?
—¿Te refieres al asunto de la primavera? No. Eso está resuelto.
—Day se ocupó de ello.
—Lo hizo.
Crane había sido afligido con una maldición que había matado a su
padre y hermano; Rackham lo había puesto en contacto con Stephen Day,
cuyo trabajo era lidiar con mala praxis mágica. Crane y Stephen habían
estado muy cerca de ser asesinados antes de que Stephen terminara el
asunto con un espectacular despliegue de poder. Cinco personas habían
muerto ese día, y ya que Crane no tenía idea si aquello era de
conocimiento público o algo que Stephen quería mantener en silencio, solo
agregó:
—Es altamente eficiente.
Rackham resopló.
—Eficiente. Sí, se podría decir eso de él.
—Me salvó la vida en tres ocasiones en el lapso de una semana —
Crane dijo—. Yo lo llamaría competente.
—Te gusta, ¿no es así?
—¿Day? Es bastante agradable. ¿Por qué?
Rackham se concentró en enderezar unos papeles contra la esquina
del escritorio de Crane.
—Bueno, estuviste con él en Sheng la semana pasada.
—Así es —Crane estuvo de acuerdo—. ¿Sabías que he adquirido un
treinta por ciento de las acciones ahí? Tienes que venir conmigo otra vez
en algún momento. Esta noche, ¿a menos que tengas un compromiso
previo?
Rackham que nunca rechazaba comidas gratis, no respondió.
—¿Qué hizo Day con la comida de Sheng?
Crane reprimió una sonrisa ante el recuerdo del primer encuentro de
Stephen con la pimienta de Sichuan.
—Pienso que estuvo bastante sorprendido. No lo detuvo de comer.
No he conocido a nadie que coma tanto.
—¿Has tenido muchas comidas con él?
—Le he comprado un par de cenas en agradecimiento. ¿Hay alguna
razón para que preguntes? Porque, en serio, mi querido amigo, si estás
tras alguna información en particular, tú la conoces mejor que yo.
—Sé que él es como tú —Rackham dijo.
—Como yo. —Crane mantuvo su tono ligero—. Sí, el parecido es
sorprendente. Podría estar mirándome en un espejo.
Rackham sonrió automáticamente ante eso. Stephen Day tenía rizos
marrón rojizo contra el rubio claro, imperceptiblemente gris, y liso de
Crane, y la piel pálida contra su curtido bronceado; tenía veintinueve años
contra los treinta y siete de Crane y parecía más joven, pero más que
nada, era claramente quince pulgadas3 más bajo que los imponentes seis
pies tres pulgadas4 de Crane.
—No me refería a que te pareces a él —Rackham dijo sin
necesidad—. Me refería a… ya sabes. De tu tipo. —Cambio a shanghainés
para aclararlo—. El amor de la manga de seda. Oh, vamos Vaudrey. Sé
que él es marica.
—¿En serio? —Esta era una conversación que Crane no pensaba
tener ni con Rackham ni con nadie. No en Inglaterra, no en donde era
cuestión de vergüenza y largos años en prisión—. ¿Me estás preguntando
por mi evaluación de los gustos de Day? Porque diría que no son de mi
maldito asunto, o tuyo.
—Cenaste con él en Sheng —repitió Rackham con una mirada
maliciosa.
—Ceno con mucha gente en Sheng. Hace un par de semanas llevé a
Leonora Hart, y te reto a que veas más de lo que hay. Y ya que estamos,
te llevé a ti y no recuerdo que me dieras más que un apretón de manos.
Rackham se ruborizó furioso.
—Por supuesto que no. Yo no soy de tu tipo.
—O mi clase. —Crane dejó que una burlona pizca de lascivia en su
tono y vio a Rackham apretar la mandíbula—. Pero aunque lo fueras, mi
estimado colega, puedo asegurarte que no le contaría de tu asunto al
mundo. Ahora, ¿hay algo que pueda hacer por ti?
Rackham se controló.
—Te conozco, Vaudrey. No puedes jugar al virtuoso conmigo.
—No juego al virtuoso con nadie. Pero ya que la vida amorosa de
Stephen Day no me concierne…
—No te creo —dijo Rackham.
—¿Acabas de llamarme mentiroso? Oh, no contestes. Estoy
ocupado, Rackham. Tengo un manojo de conocimientos de embarque que
evaluar y un agente que atrapar. Asumo que viniste aquí por algo más que
pensamientos lascivos sobre amigos en común. ¿Qué quieres?
3
Aproximadamente 38 centímetros.
4
1.90 metros.
Rackham apartó la mirada. Su cabello color arena estaba
poniéndose gris y su cara delgada se veía hinchada y agotada, pero el
gesto le recordó a Crane a un adolescente enfurruñado.
—Quiero que me hagas un préstamo. —Miró afuera de la ventana
mientras hablaba.
—Un préstamo. Ya veo. ¿Qué es lo que tienes en mente?
—Cinco mil libras. —La voz de Rackham sonó desafiante, pero no
volteó la cabeza.
Crane se encontró momentáneamente sin palabras.
—Cinco mil libras —repitió por fin.
—Sí.
—Ya veo. Bien, soy el primero en admitir que te debo un favor,
pero…
—Eres bueno con eso.
—No en dinero suelto. —La astronómica suma era diez años de
sueldo para un empleado bien pagado—. ¿Qué términos tienes en mente?
¿Qué seguridad ofreces?
—No estaba pensando en términos. —Rackham volteó, pero sus
ojos apenas pasaron rozando el rostro de Crane y los apartó otra vez—.
Imaginé que sería un… acuerdo indefinido. Sin interés.
Crane mantuvo sus facciones quietas y calmadas, pero los nervios
se le estaban disparando por toda la piel, y sintió un frío apretón en la tripa
ante lo que se le venía, así como el primer arranque de furia.
—¿Quieres que te de cinco mil libras, que propones no pagar? ¿Por
qué haría eso, Rackham?
Rackham se encontró con sus ojos esta vez.
—Me lo debes. Yo te salvé la vida.
—Un demonio que lo hiciste. Fue una recomendación.
—Yo te presenté a Day. Estás en deuda conmigo.
—No te debo cinco mil libras por eso.
—Me las debes por quedarme callado acerca de Day y tú. —Los
labios de Rackham estaban muy pálidos y su piel se veía pegajosa—.
Ahora no estamos en China.
—Seamos claros. ¿Estás intentando extorsionarme?
—Qué palabra tan fea —dijo Rackham predeciblemente.
—Entonces te sienta bien, pedazo de mierda cara pálida y resacosa.
—Crane avanzó lentamente. Tenía unas buenas seis pulgadas por encima
de Rackham, y aunque con frecuencia era descrito como esbelto, esa era
en gran medida una ilusión óptica causada por su altura; la gente tendía a
no darse cuenta de los hombros tan anchos que tenía hasta que estaba
incómodamente cerca.
Rackham lo notó ahora y se alejó un paso.
—¡No me amenaces! ¡O te arrepentirás!
—No te he amenazado, cobarde inservible, ni lo haré. Simplemente
iré a la parte en donde te rompo los brazos.
Rackham retrocedió otros dos pasos y sostuvo una mano en alto.
—Yo te haré daño primero. Arruinaré a Day. —Señaló con un dedo
tembleque—. Dos años de trabajo forzado. Tú podrás comprar tu salida del
problema, quizás, pero él estará acabado. Arruinado. Lo destituirán. Yo lo
destruiré.
—¿Con qué, el cuento de una cena en Sheng? Vete al infierno.
—Él va a tus habitaciones. —Rackham se movió para poner una silla
entre Crane y él—. Por la noche. Regresó contigo después de Sheng y no
salió hasta las diez del día siguiente, y…
—Has estado espiándome —Crane dijo incrédulo—. Tú despreciable
imbécil.
—¡No me toques! Puedo arruinarlo y lo haré si me pones un dedo
encima.
—Un carajo que lo harás. Le tienes terror. Es por eso que me has
traído esta mierda a mí. Si lo intentaras con Stephen te haría picadillo para
perro, maldito relleno. —Crane escupió esa última palabra, el peor insulto
que podía darle a un practicante, con todo el desprecio que pudo reunir.
El color se precipitó a la mejillas de Rackham. Por un segundo,
Crane pensó que arremetería contra él, y se preparó, pero Rackham
mantuvo el control con visible esfuerzo.
—Se lo que estás haciendo. —Su voz sonó temblorosa de la ira—.
Bien, no funcionará. Si me atacas, se me permite defenderme. Y no voy a
tocarte con poder hasta entonces, sin importar cómo me llames. Así que tu
amiguito no puede tocarme. Los justicias tienen que obedecer la ley
también, sabes, y la sodomía es un crimen, así que puedo decir lo que
quiera y no él podrá detenerme, y si tú quieres mantenerme callado, ¡será
mejor que me entregues mi dinero!
—No es tu dinero. Es mío. Y prefiero gastarlo todo en abogados que
darte un centavo. Ahora, lárgate de mi vista.
La mirada de Rackham era salvaje.
—Iré al Consejo. Reportaré a Day. Le contaré a la policía. Arrestaron
a ese Baronet justo el mes pasado, te arrestarán a ti también. No les
importará tu nombre ni tu título.
—A mí tampoco —dijo Crane—. Así que te sugiero que practiques tu
extorsión en alguien que dé una mierda por lo que tengas que decir.
Lárgate. Y dale mis saludos a Merrick cuando lo veas.
—¿Merrick?
—Merrick. Mi criado, ¿recuerdas?
—¿Por qué vería a Merrick? —Rackham preguntó sin comprender.
—Bien, tal vez no lo hagas. Pero una de estas noche, en un callejón
oscuro, o cerca de una bonita y profunda zanja, o en el cuarto de atrás de
algún fumadero de opio, espero que él te vea a ti. De hecho, estoy seguro
de ello. Ahora, vete a la mierda y cierra la puerta detrás de ti.
Rackham se había puesto de un color lívido, como bien podía —el
esbirro de Crane había sido notorio incluso en las oscuros callejones de
Shanghái. Intentó decir algo; Crane ondeó la mano irritado y regresó a su
escritorio. Tras unos segundos, Rackham logró decir:
—Tienes tres días para cambiar de opinión. Me darás mi dinero para
el viernes o voy al Consejo y a la policía. Y si veo a Merrick, yo, yo…
—Te cagarás el pantalón y rogarás clemencia. —Crane levantó un
recibo y dirigió su atención a ello—. Pero no te preocupes. Le diré que se
asegure de que no lo veas llegar.
Rackham farfulló algo y salió hecho una furia. Crane esperó unos
segundos, escuchó el golpe de la puerta y respiró hondo.
Nunca había sido extorsionado. Había sido expulsado de tres
escuelas por flagrante inmoralidad y arrojado del país a los diecisiete años
por sus gustos ilícitos, pero eso había formado parte de su guerra contra
su padre, y la había peleado abiertamente. Y desde entonces había vivido
en China, en donde las leyes del hombre y de Dios eran sublimemente
indiferentes de con quién compartía su cama. Ocho meses de regreso en
Inglaterra no le habían inculcado la constante sensación de miedo,
persecución y terror a ser expuesto que podía haberle llevado a
doblegarse a las demandas de Rackham.
Había considerado el problema antes de regresar a Inglaterra, por
supuesto, y había decidido antes de que su barco llegara siquiera a
Portsmouth que, si alguna vez era arrestado, sobornaría a quien fuera
necesario, pagaría la fianza, y estaría en el siguiente barco rumbo a China.
Sería fácil, no sentiría vergüenza de huir, y francamente, estaría feliz de
regresar a casa.
Eso había sido antes de Stephen. Irresistible, asombroso,
enigmático, fieramente independiente Stephen, con su implacable sentido
de la justicia, y con tantísimos enemigos.
Él no podía, por conciencia, huir y dejar a Stephen solo. Tenía una
responsabilidad ahí.
Crane frunció el ceño, considerando qué tan malo podía ser eso.
Stephen era precavido y cauteloso, como la mayoría de los hombres que
gustaban de otros hombres en este país, pero él había dicho que no corría
ningún riesgo. Había dicho que prefería, como cualquier hombre sensato,
evitar los problemas, pero el Consejo de Practicantes se hacía de la vista
gorda con los pecadillos que no tenían que ver con la magia y las vidas
privadas excéntricas que no hacían daño a nadie. Él había dicho que podía
usar sus poderes para prevenir cualquier dificultad con las leyes del
mundo.
Desafortunadamente, como Crane bien sabía, Stephen era un
mentiroso fluido e impenitente. Mentiría sobre el peligro hacia sí mismo sin
escrúpulos, y Rackham claramente sentía que tenía suficiente para servirle
como una amenaza seria.
Stephen tenía que saber de esto, y rápido.
Crane garabateó una citación redactada de manera neutral y le puso
la dirección de Stephen, un cuarto en una pequeña pensión al norte de
Aldgate. Él nunca había puesto un pie ahí, probablemente nunca lo haría
por temor a ser descubiertos, pero imaginaba que una nota no provocaría
que la vida de Stephen se arruinara, y si pasaba, entonces hacía la
situación con Rackham mucho más urgente. No tenía otra manera de
ponerse en contacto con su huidizo amante, así que puso todo el asunto
firmemente al fondo de sus pensamientos, cerró la oficina, y se dirigió a la
calle a buscar un coche y algo de distracción.
Merrick estaría en Limehouse, más que probable, y si no, con los
amigos chinos estaría bien, pero Crane tendría que rastrear los pubs y
garitos de apuestas para encontrar a alguno, y solo y tan bien vestido, era
un riesgo que no estaba dispuesto a correr. La mayoría de sus amigos
ingleses eran de la escuela o conocidos sociales, y estarían, sin duda,
entreteniéndose en el tipo de noche elegante que él aborrecía, así que,
ante la ausencia de algo mejor que hacer, se marchó al club Lejano
Oriente Mercantil, conocido como Los Comerciantes.
CAPÍTULO DOS
̴
LOS COMERCIANTES ERA FRECUENTADO por viajeros, hombres de
negociosos, un puñado de exploradores, y eruditos: cualquiera que hubiera
viajado al este, más allá de la India, y quisiera contarlo. No estaba lleno,
pero había un pequeño grupo de viejos mercaderes de China que conocía,
así que Crane se les unió acercando un sillón de cuero, para saborear un
whisky muy decente y escuchar las últimas noticias de “Town” Cryer.
Town, cuyo verdadero nombre había sido olvidado hacía mucho,
terminó el recuento de un artículo sobre un triple tratado que involucraba la
ley de importación y exportación de Macao para aprobación del murmullo
en general, y se volvió hacia Crane, que aportó una divertida anécdota
sobre su compra de una participación minoritaria en Sheng.
—¡Oh, qué bien, Vaudrey! —dijo Shaycott, un hombre de Java—.
Quiero decir, Crane. Siempre cuentas buenas historias. Deberías venir
más seguido, no te hemos visto aquí en un siglo.
—He estado condenadamente ocupado con asuntos de familia. —
Crane reconoció las comprensivas inclinaciones de cabeza—. ¿Qué
nuevas, Town? Ponme al día.
—Bueno —dijo Town pensativo—. ¿Supongo que escuchaste de
Merton?
Crane contrajo un labio del disgusto.
—¿Qué pasó con él? Se subió a un barco, ¿espero?
—Su último viaje —Shaycott entonó las palabras—. Muerto, justo la
semana pasada.
Un tipo bronceado, más bien joven, algo cargado de copas,
murmuró:
—Oh, pobre hombre tan querido. Yo, ah… ¿deberíamos? —Empezó
a levantar su copa.
—Yo no voy a beber por Merton —dijo Humphris rotundamente. Otro
comerciante shanghainés, uno de los pocos que le agradaban a Crane en
lugar de tolerarlo por hábito.
—Yo beberé por su deceso —Crane agregó—. ¿Accidente? ¿O un
padre ultrajado dio con él?
—Accidente, limpiando su pistola. —Town tosió significativamente.
—No solo canalla pero un cobarde —Humphris habló
desdeñosamente, y luego miró a Crane con súbito horror, sin duda
recordando que su padre y hermano se habían quitado la vida—. Buen
Dios, Vaudrey, lo siento muchísimo. No quería…
—Para nada. —Crane rechazó las palabras con un gesto de la
mano—. Y en todo caso, estoy de acuerdo contigo.
—Aun así, por favor, perdóname. —Humphris buscó un cambio de
tema—. Oh, ¿han escuchado de Willetts? Ya saben, el comerciante de
copra5. ¿No lo vieron en los periódicos?
—No, ¿qué?
—Asesinado.
—Dios, del Cielo. —Crane se sentó—. ¿Hablas en serio? ¿Algún
arresto?
—No, nada. Fue encontrado en Poplar, cerca al río. Apuñalado,
aparentemente. Un salteador.
—Por un demonio. Pobre hombre.
—Willetts y Merton, en quince días. —Shaycott continuó con voz
portentosa.
—Sí, el libro de subscripciones por aquí va a empezar a verse
delgado a este ritmo —Crane estuvo de acuerdo despiadadamente, y
Town agregó:
—La Maldición de Los Comerciantes.
—No bromeen con eso, amigos. En mi época escuchaba algunas
cosas… —Shaycott ignoró los murmullos de irritación que este tipo de
comentarios siempre producía, y empezó un cuento. Era una de las
historias del fallecido Willetts, un largo relato que involucraba ratas del
tamaño de un perro, pero Crane lo había escuchado muchas veces antes y
encontró a Shaycott aburrido contando, incluso, la mejor de las historias.
Cayó como en un ensueño, preguntándose si Stephen estaría acurrucado
en su cama cuando él llegara a casa, y qué es lo que haría si así fuera. Su
atención fue reclamada cuando Humphris agitó una copia del diario The
Times en su cara.
5
Pulpa del coco seca. Koppara.
—¡Espabílate, Vaudrey! Te estaba preguntando si has visto esto. La
columna de Compromisos Matrimoniales.
—Curiosamente, hoy no la he leído. ¿Te deseamos que seas feliz,
Monk?
“Monk” Humphris, quien era un solterón empedernido como Crane,
aunque en su caso por una inclinación natural al celibato, hizo un gesto
vulgar.
—Yo no, tonto. Leonora Hart se casa.
—¡Un demonio que lo hace!
—Oh, ¿no te habías enterado? —dijo Town—. Yo lo escuché por ahí
hace un tiempo. El tipo está encandilado, según parece.
Crane agarró el periódico y lo revisó con cuidado.
—¿Eadweard Blaydon? ¿Cómo diablos dices eso?
—Se pronuncia Edward. Político. Miembro del Parlamento. Un
reformista. Acabar de raíz con la corrupción. Terminar la venta de honores,
los beneficios del clero y las perniciosas prácticas del soborno. Un
mandarín honesto.
Hubo un murmullo de duda ante eso. La mayoría de los presentes
consideraba el soborno como algo entre una herramienta útil y una forma
de impuesto. Ninguno de ellos tenía una buena opinión de los mandarines
de cualquier nacionalidad.
—¿Crees que le haya contado de Hart? —Un tipo impopular de
nombre Peyton, observó sarcástico—. Si en Shanghái hubo un funcionario
al que él no sobornó, nunca lo conocí.
—Hart no era tonto —Crane dijo—. Blaydon tendrá que trabajar
mucho para igualarse.
—¿Es por eso que la señora Hart no se ha casado? ¿Por el glorioso
recuerdo de Hart? —La voz de Peyton sonó desdeñosa—. Porque yo
escuché que hubo alguna clase de escándalo con un hombre de Singapur.
Town, ¿tú sabes…
—Tom y Leonora Hart eran dos de los mejores amigos que he tenido
—Crane interrumpió, mirando fijamente a los ojos a Peyton—. Hart me
salvó el pellejo en más de una ocasión. Su muerte devastó a Leo. Si ella
puede casarse otra vez, me alegró como la mierda por ella, y si alguno de
ustedes siente el impulso de esparcir chismes de verduleras
malintencionados sobre ella o Tom, sugiero que se abstenga de hacerlo.
—Peyton se puso rojo—. Leo es perfectamente capaz de defender su
honor —Crane continuó, tan fuerte, que las otras conversaciones en el
salón se cortaron—, y estoy seguro de que Blaydon podrá y lo hará por
ella también, pero solo para dejar las cosas claras, cualquier comentario
ofensivo sobre Leonora Hart me lo tomaré como una afrenta personal, y
haré que quien lo diga se coma sus palabras, con la punta de mi bota si es
necesario.
—Tienes mi apoyo —Monk Humphris dijo.
—Señor, no me gusta su tono con mi tío. —El joven se levantó
mientras hablaba, algo violento.
—Y a mí no me gusta el tono de su tío, así que estamos nivelados —
Crane replicó, y también se puso de pie, mirando fijamente al joven desde
su altura por un par de segundos deliberadamente intimidantes, antes de ir
a servirse otro whisky del tantalus6. Esto le dio tiempo a Monk y a los otros
para persuadir al joven de que se sentara y permaneciera en silencio. Las
palabras “escandaloso” e “ingobernable” se escucharon en la voz nasal de
Peyton; “muy cierto”, “malo cuando se enoja” y “ese despiadado bruto de
Merrick” le llegaron de los demás. Juzgándolo un análisis bastante
exhaustivo de sus capacidades para apagar la joven chispa, Crane regresó
tranquilamente a su sillón, decidiendo que descubriría a qué diablos estaba
jugando Leo por la mañana.
6
Especie de gabinete de madera con refuerzos metálicos y un pequeña cerradura con llave,
que contenía tres licoreras en fila. Típico de Inglaterra.
Stephen gritó, arqueando la espalda, empujando su cuerpo hacia
Crane.
—¡Por favor, mi lord!
Crane apretó sus hombros con fuerza contra la cama.
—Una vez más, mi niño bonito.
—Hazme tuyo. Hazme volar. Haz que las urracas vuelen.
—Tú volaras. —Estaba penetrando ahora el oscuro calor del cuerpo
de Stephen, observando las aves aletear en la piel de su amante, el
revoloteo de blanco y negro sobre sus ojos ambarinos. Los siete tatuajes
chillaron y batieron alas en silencio, y las urracas se elevaron a su
alrededor en una tormenta de alas y graznidos cuando las plumas se
desplegaron en los brazos extendidos de Stephen.
—Vuela —Crane dijo de nuevo, y se vino fuerte y caliente mientras
las urracas gritaban.
Se despertó dando vueltas entre sábanas enredadas y una cama
vacía, sudoroso, desconcertado, y con una inconfundible y pegajosa
humedad en el vientre.
—Mierda —dijo entre dientes con fuerza y dejó que su cabeza
volviera a caer sobre la almohada caliente mientras intentaba sacudirse el
sueño.
Solo habían sido unos días, maldición. Las emisiones nocturnas
apenas si parecían apropiadas a su edad avanzada. Y estaba empezando
a perder la paciencia con las malditas urracas.
Crane, aunque sin talento para la magia, era el último descendiente
del Lord Urraca, un mago inmensamente poderoso, y de una manera que
no entendía, él —su sangre y su cuerpo—, actuaba como conducto entre
el poder de su ancestro y el don de Stephen. Uno de los efectos
secundarios más estrafalarios de esto era que los siete tatuajes de urracas
de Crane cobraban vida cuando Stephen y él follaban, volando y brincando
por la piel de los dos hombres. Uno había decidido que prefería a Stephen
y había tomado residencia, permanentemente, en su espalda, dejando a
Crane con la experiencia, francamente perturbadora, de mirarse en el
espejo y ver su piel lisa y sin marcas en donde solía haber un tatuaje, y a
Stephen con el mismo perturbador regalo de un tatuaje que nunca se
había hecho. Crane bien podría vivir sin que los malditos pájaros
invadieran su vida amorosa imaginaria.
Se tocó el hombro, en donde el tatuaje desertor había extendido sus
alas alguna vez, profirió una maldición sobre las urracas, sueños y
amantes ausentes, se movió hacia un lado menos pegajoso de la sábana,
y regresó a dormir.
CAPÍTULO TRES
̴
AL DÍA SIGUIENTE NO hubo noticias de Stephen para las once, que fue
cuando Crane pasó a ver a Leonora Hart.
Leo Callas había sido una quinceañera retozona cuando la conoció,
hacía casi dos décadas. Su padre había sido comerciante, su madre
muerta hacía tiempo. Había corrido salvaje por las calles de Shanghái, los
establecimientos de comercio y los palacios de los mercaderes toda su
vida, y podía maldecir en inglés, español y shanghainés con tanta fluidez
como cualquiera de los jóvenes a su alrededor. A los diecisiete, había
florecido abruptamente en una belleza, y armada con la abultada bolsa de
su padre, había estado lista para ir a Londres y convertirse en un éxito. En
cambio, para asombro del todos excepto de Lucien Vaudrey, a los
dieciocho se había fugado y casado con Tom Hart, un comerciante de
seda de cuarenta y dos años, de dudosa reputación y sin atractivo alguno
para el padre de ella.
Lucien Vaudrey no se había sorprendido porque ella le había
confiado sus planes de fuga, y de hecho Merrick y él habían asumido el
poco convencional rol de padrinos de boda al dominar a los guardianes del
recinto de los Callas para permitir que Leo escapara esa noche.
Había realizado su parte sin titubear, porque Tom fue amable con él
en una vida que había sido bastante escasa de amabilidad, y porque tenía
veintidós años y no había esperado durar hasta los veintitrés. Para cuando
fue lo bastante mayor como para arrepentirse de su papel en una unión tan
obviamente desastrosa, había quedado claro que Tom y Leonora eran dos
mitades de una misma alma.
Tom Hart había muerto como unos ocho años atrás de un ataque al
corazón. Leonora casi había enloquecido del dolor, matándose de hambre,
bebiendo demasiado, actuando de una manera que escandalizó incluso a
los que menos se escandalizaban.
Ahora no había ningún rastro de esa viuda salvaje y loca, del mismo
modo que tampoco lo había del marimacho. Leonora Hart era una mujer
sumamente hermosa a los treinta y cuatro años. Alta y curvilínea, con
abundante pelo negro y llamativos ojos marrones, pómulos esculpidos, y la
piel lo bastante oscura para verse exótica sin levantar demasiados
murmullos salaces acerca de su origen mixto. El día de hoy vestía de seda
en un tono anaranjado ocre que era el contraste perfecto para sus ojos
otoñales, y se veía hermosa, elegante, sofisticada, y disparatadamente
fuera de lugar en la convencionalmente recargada sala de la casa de su
tía, en donde se había estado quedando los últimos dos meses.
—Leo, querida, te ves magnífica —dijo Crane, llevando su mano a
los labios.
Ella lo jaló para un abrazo.
—Tú, aristo7 podrido. Primero te conviertes en un par, y ahora juegas
al caballero. ¿Qué sigue, Lady Crane y unos cuantos chiquillos?
—Por Dios, no digas esas cosas. De cualquier manera, ¿no eres tú
la que está anidando? ¿Por qué no sé de esto?
—Oh, cielos. —Leonora levantó la mirada exasperada—. Supongo
que has visto The Times. Bien podría haber zarandeado a Eadweard.
—¿Pero es que estás comprometida?
—Sí. Bueno… lo estamos, pero se suponía que aún no tenía que
divulgarse.
—¿Por qué diablos, no?
Leonora señaló un par de sillones y se sentaron. Ella se inclinó hacia
él, y él la copió, sabiendo que las primas inglesas con las que vivía eras
demasiado respetables para su gusto. No le sorprendió cuando ella habló
en shanghainés.
—Eadweard me gusta mucho. Quiero casarme con él. De verdad.
Solo que… —Leonora entrelazó sus dedos—. Tú entiendes por qué me
casé con Jan Ahl, ¿cierto?
—Porque era el aniversario de la muerte de Tom, y habías estado
borracha casi toda la semana, y en la cama con Ahl gran parte de ese
tiempo, y casarte con él fue la alternativa a matarte, aunque no la mejor.
—Te quiero por tu gentileza, Lucien —Leonora dijo irónica—. Pero tú
entiendes. Porque tú conociste a Tom, y sabías lo que teníamos, y sabes
cómo crecí, y cómo son las cosas allá, en casa. Aquí no es así.
—No, no lo es.
—Y Eadweard no es como Tom —Leonora continuó—. No creo que
pudiera amarlo si lo fuera. Él… él es una persona recta. ¿Entiendes lo que
7
Aristócrata.
digo? No miente. Tiene un alto nivel moral y vive acorde a ello. Nunca me
defraudaría, nunca haría algo deshonesto.
—Tienes razón. No es como Tom.
—No. —Sonrió con nostalgia—. Tom fue el hombre más rebelde que
he conocido. Él siempre decía que nunca le fallaba a un amigo…
—Pero a veces las personas no se enteraban que ya no eran amigos
hasta que era demasiado tarde.
—¡Ja! Sí. Y, yo amaba a Tom, pero ahora estoy mayor y he estado
sola por tanto tiempo y… Eadweard es verdaderamente un buen hombre, y
yo respeto eso. No creo que sepas a que me refiero con rectitud, pero…
—Una honestidad que es básicamente intocable. Alguien que se
partiría antes que agachar la cabeza. Hay algún tipo de pureza en ello. Sí,
conozco el atractivo.
—Bueno —Leonora dijo—. Ese es el problema.
—Blaydon sabe de Tom, ¿correcto?
—Por supuesto. Es decir, no he entrado en mucho detalle. Él piensa
que Tom fue un sinvergüenza solo por fugarse y casarse conmigo, así que
ciertamente no le contaría acerca de sus negocios.
—¿Y qué piensa de Ahl?
—No se lo he dicho.
Crane digirió eso por un momento.
—No le has contado a tu prometido acerca de tu segundo esposo.
—No.
—¿No le has contado que tuviste un segundo esposo?
—No.
—Porque…
—Porque dormí con Ahl antes de casarnos, y porque me casé con él
estando borracha, y porque cuando me pegó, hice que le dieran una paliza
que lo dejó medio muerto e hice que lo arrojaran en un barco a la nada, y
luego me divorcié de él en ausencia. Y porque cada parte de eso
repugnaría a Eadweard, y aunque no le contara nada… —Respiró
hondo—. Él no aprueba el divorcio. Ni siquiera por la mejor de las razones,
ni conducido de la mejor manera.
Crane no estaba completamente convencido de que el divorcio de
Leonora fuera del todo legal, hecho como había sido por unas cuantas
palabras de un magistrado ebrio.
—Leo, ¿estás segura de que este compromiso es una buena idea?
—Sí. Él no tiene por qué saberlo. Fue un error, ya está hecho.
—Muy bien. Entonces, ¿por qué estas preocupada por el anuncio en
el periódico? Ahl está fuera de tu vida o no. No has escuchado de él,
¿cierto?
—No, no. —Leonora sonó desdeñosa, pero tenía una fina línea de
preocupación entre las cejas—. No. Él no es el problema.
—¿Entonces qué es?
Ella apartó la mirada, y la verdad iluminó a Crane como la mañana
de una ejecución.
—Leo, ¿de casualidad has recibido una visita de Theodore
Rackham, recientemente?
Ella giró bruscamente para mirarlo a la cara.
—¿Cómo…? ¿Oh, Dios, tú también?
—Vino a verme ayer.
—Oh, maldito sea. La pequeña mierda. —Leonora se mordisqueó el
labio, con la mirada preocupada—. Tienes que tener cuidado, Lucien, este
país absurdo te pondrá en prisión sin pensarlo dos veces. ¿Qué vas a
hacer? ¿Le has pagado?
—Un demonio que lo hago. Le dije que se fuera a la mierda. Siempre
dije que dejaría esta maldita isla en un santiamén en lugar de someterme a
un chantaje. Y lo haría…
Leonora lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Pero?
Crane suspiró.
—Pero hay alguien más involucrado.
—¿Tu hombre recto?
—¿Perdón?
—Oh, por favor, Lucien, sí te escucho. —La sonrisa conspiradora
que él conocía tan bien iluminó el rostro de ella—. Vamos, cuéntame.
¿Quién es? ¿Podré conocerlo? ¿Es guapo? ¿Por cuánto tiempo ha estado
pasando? No es casado, ¿o sí? ¿Estás enamorado?
—Cálmate, mujer —dijo Crane riendo—. Eh… es difícil de explicar,
no, no precisamente guapo pero atractivo, como cuatro meses, no es
casado, y… disfruto de su compañía. Yo lo llamaría un hombre justo en
lugar de recto, sin embargo.
—Interesante distinción. ¿Le gusta a Merrick?
—Muchísimo. Le gusta, lo respeta, y le tiene un poquito de miedo.
—En serio. —Leonora se sentó derecha—. ¿Qué clase de hombre
asustaría a Merrick?
—Uno justo, por supuesto. A ti te gustaría, Leo. A Rackham, sin
embargo, no, y ha amenazado con destruirlo a menos que le pague.
Eso mató el breve estallido de risa en los ojos de Leonora.
—¿Puede?
—Posiblemente. Tengo que hablar con él. Mi amante, no Rackham.
Así que, ¿con qué te está amenazando?
—Dijo que le contaría a Eadweard todo. Sobre Ahl y la semana
anterior a que me casara con él. Dijo que le contaría a Eadweard que no
estoy divorciada, y ya sabes, será increíblemente difícil probar que lo
estoy, y aunque lo hiciera… Eadweard no cree en el divorcio, piensa que lo
que Dios ha unido, el hombre no debe separar. Sé que me ama, pero
pienso que me dejará si descubre todo esto.
—Puedes negarlo.
—Podría intentarlo, pero… bueno, si empieza a averiguar…
Destruiría todo. No volvería a confiar en mí. —Tenía los ojos muy abiertos
del dolor de pensarlo.
—No, quizás no. —Crane sintió momentáneamente simpatía por el
ausente Blaydon—. Sabes, el curso apropiado a estas alturas sería
confesarlo todo. O Blaydon perdona todo y son felices para siempre o no,
pero ambos sabrán dónde están parados.
—No. —Su voz sonó inexpresiva—. No debo. No veo que merezca
que mi oportunidad de una nueva vida se arruine por algo que,
honestamente, miles de personas hacen todos los días. ¿Por qué debo
vivir como una monja solo porque cometí un error hace siete años? ¿Con
cuánta frecuencia te emborrachas y te levantas en la cama de alguien
más? ¿Qué hay del caudillo?
—No me lo recuerdes. No estoy discutiendo, pero no soy Blaydon,
tampoco. Y no será mucho mejor si él lo descubre después de estar
casados.
—Esa era la razón por la que quería esperar —Leonora dijo—. Pero
Eadweard no quiere. Quiere hijos. Le dije que nunca pude tenerlos con
Tom, pero está dispuesto a correr el riesgo.
—Bien por él. ¿Exactamente qué esperabas que este retraso
lograra? ¿Cómo se iba a ir todo esto?
Ella encogió levemente un hombro impotente.
—No lo sé. No sé qué hacer.
—¿Cuánto le has pagado a Rackham?
—Trescientas libras, la semana pasada. Quiere más. Envió una nota
esta mañana diciendo que vendría mañana. Debe haber visto ese maldito
anuncio.
—Hmm —Crane frunció el ceño—. A mí me pidió cinco mil.
—¿Cuánto?
—Y… Merton está muerto, ¿escuchaste? La semana pasada
—Qué bueno.
—Sí, Leo, pero se mató. Y si había alguien susceptible al chantaje,
era él.
—Oh —Leonora dijo lentamente—. Entonces… ¿Rackham mató a su
gallina de los huevos de oro, y ahora está buscando más gallinas?
—O necesita muchísimo dinero rápido. Me ha dado hasta el viernes
para encontrar las cinco mil libras.
—Tiene a alguien tras él. ¿Deudas de juego? ¿Deudas de opio?
—Exactamente lo que pienso.
Los ojos oscuros de Leonora se encontraron con los de él.
—¿Puedes encontrar a quién le debe?
—Voy a poner a Merrick en ello esta tarde.
—¿En qué estás pensando?
—En ofrecerle un pasaje en un barco y una bolsa llena. Si está
siendo presionado, podría aprovechar la oportunidad para escapar.
Leonora pareció dudosa.
—¿Qué, si es la clase de gente de la que no puedes huir?
—Lo descubriremos. No te preocupes. Esquívalo si puedes, págale
si no puedes hacerlo. Me encargaré de él de una manera u otra en los
siguientes dos días.
—Y… ¿Qué hay de la otra forma? —preguntó Leonora.
Hubo un corto silencio. Crane dijo:
—No lo sé.
—Yo sé lo que Tom habría hecho.
—Yo también. Y la he considerado. Incluso le dije que enviaría a
Merrick por él. Pero no creo que pueda explicarle a… mi hombre justo…
que planeé un asesinato, Leo. No creo que quiera intentarlo.
—¿Es asesinato matar a un extorsionador?
—Quizás no —Crane dijo—. No, si estás desesperado. Yo todavía
no estoy desesperado.
CAPÍTULO CUATRO
̴
EL RESTO DEL DÍA fue intensamente aburrido. Crane puso a Merrick al
corriente de la situación, y lo despachó a que escarbara los infortunios de
Rackham entre sus muchos amigos chinos de tragos y apuestas. Él se
contactó con sus banqueros para asegurarse de tener suficiente efectivo a
la mano para pagar la fianza de Stephen, Merrick y la suya por cualquier
cosas que la ley les pudiera arrojar, y sacarlos con urgencia del país, luego
lo pensó otra vez y aumentó la suma de modo que pudiera sacar a
Leonora también, si era necesario. Probablemente no lo fuera, pero uno
nunca sabía.
Examinó sus asuntos para estar seguro de haber cubierto las
cuestiones más inmediatas, si es que tuviera que salir corriendo.
Respondió secamente varias cartas de un primo lejano que le hacía
exigencias en su no reconocida y no deseada capacidad como cabeza de
la familia. Tuvo una discusión desagradablemente franca con sus
abogados sobre qué hacer en caso de ser arrestado bajo cargos de actos
contra natura. Pero sobre todo, resistió, con creciente dificultad, la
urgencia de dar la vuelta por las habitaciones de Stephen, o enviarle cada
vez más mensajes. Stephen reaparecería cuando le placiera.
Comió solo en un restaurante de carnes ya que Merrick todavía se
encontraba afuera, y estaba estirado en el sofá leyendo el último número
de All the Year Round8 con limitado interés, cuando escuchó la puerta
abrirse.
—Ya era la maldita hora —dijo en voz alta sin levantar la mirada,
cuando unos pasos silenciosos se acercaron—. ¿Bueno?
No hubo respuesta. Pero Crane sintió la presión en su cintura y echó
un vistazo hacia abajo para ver el primer botón abriéndose en silencio solo,
deslizándose por el ojal, aparentemente, por voluntad propia.
—Hola, Stephen —dijo, sin mirar a su alrededor.
—Hola —dijo Stephen, y cayó de rodillas al lado del sofá mientras los
botones restantes se desabotonaban rápidamente uno por uno.
8
Revista literaria semanal fundada por Charles Dickens en 1859 y se publicó hasta 1895.
Sangre, hueso y escupidura de pájaro, Stephen lo llamaba: un tipo
de magia profundamente enraizada, antigua y extraña que podía acceder
al inmenso poder inherente a la sangre de Crane. El asunto de la
primavera había sido un intento, por parte de un grupo de brujos, de
reclamar la magia del Lord Urraca usando los cuerpos maltratados de la
familia Vaudrey. Stephen había contraatacado el poder cuando compartió
la sangre de Crane. El tercer objeto de la lista, la escupidura de pájaro, era
un eufemismo del campo, y una ruta mucho menos efectiva al poder, pero
entonces, el poder no era la razón del ejercicio.
La boca de Stephen estaba ahora caliente y ansiosa en la verga de
Crane, deslizándose de arriba a abajo por el mango, y moviendo la lengua
rápidamente por la suave cabeza. Sus manos, esas manos mágicas que
pinchaban con poder, estaban en las caderas y muslos de Crane,
acariciando los tatuajes de las urracas que lo adornaban, el hormigueo de
sus dedos cada vez más fuerte conforme la excitación de Stephen
aumentaba, alimentando el evidente placer de Crane. Aparentemente,
estaba intentando que Crane se viniera solo con su boca, la lengua que
jugaba de arriba a abajo por la larga vena, los labios apretados con
endemoniada fuerza, y los dientes que mordisqueaban con la cantidad
justa de dolor, luego sacó la boca y abajo para colmar de atenciones sus
bolas otra vez. Crane soltó un gemido de agonía ante la retirada y miró la
cabeza rojiza de Stephen, atrapándolo cuando levantaba la mirada pícara.
Bueno, eso no se podía tolerar. Crane tomó un puñado de rizos y
tiró, sin gentileza.
—Tú, regresa la boca a mi polla. Ahora.
Las manos de Stephen llamearon de excitación, la cual se clavó en
las caderas de Crane como agujas de luz, cuando obedientemente volvió a
tomar a Crane en su boca y succionó con fuerza, haciéndola trabajar
apretadamente.
—Buen chico —Crane dijo—. Ahora contrólate. Quiero que te vengas
con mi verga hasta el fondo de tu garganta. Y no te atrevas a quitar la
boca.
Stephen gimió con la boca llena y deslizó una mano hacia su propia
ingle y empezó a masturbarse frenéticamente mientras chupaba. La otra
mano sujetó la cadera de Crane, el poder que se elevaba entre ellos
empezó a adquirir el pulsante latido en staccato que Crane conocía muy
bien.
—Cristo, te gusta eso, ¿no? —dijo con la voz ronca—. De rodillas
con una polla en la boca y la otra en la mano. Frótate más fuerte. Más
duro.
Stephen casi perdió el ritmo. Echó la cabeza hacia atrás un poquito y
masculló:
—Yo follo mi mano si tú follas mi boca.
Las bolas de Crane se contrajeron casi dolorosamente: hablar sucio
para Stephen era una cuestión de desesperación, del mejor tipo posible.
—Hechicero. —Agarró el pelo del pequeño hombre con más fuerza y
tiró de él hacia adelante—. Y no hables con la boca llena.
Entonces tomó el control, meciendo las caderas, penetrando tan
profundo como se atreviera. La mano de Stephen en su pierna pulsaba
violentamente de placer con el trato brusco mientras intentaba mantener el
control de sus labios y boca, hizo un sonido agonizante y urgente con la
garganta, y su cuerpo se sacudió, el orgasmo brillante entre sus dedos
como astillas de vidrio; Crane dejó ir toda restricción y empujó sin piedad,
sintiendo los sollozos estrangulados de Stephen vibrando por su polla
mientras se venía con fuerza, derramándose al fondo de la boca de su
amante.
Stephen se sintió ahogar por un segundo, tuvo unas leves arcadas y
entonces se lo tragó cuando Crane se dejó caer deshuesado sobre el sofá,
permitiendo que las olas de placer menguaran antes de levantarse sobre
sus codos para mirar a su amante.
El hombre más pequeño estaba sentado sobre sus talones,
lamiéndose los labios. Tenía líneas de cansancio alrededor de los ojos, y
un par de arañazos feos en la cara. Estaba más desaliñado que de
costumbre, ya que se veía como si hubiera dormido con su traje barato
puesto, o con más exactitud, como si no hubiera logrado dormir con su
traje barato puesto. Pero sus ojos ambarinos tenían ese brillo dorado que
follar y mamarla siempre le daban, la combinación de placer y poder
prestado, y la sonrisa zorruna que tiraba ligeramente del borde de esa
boca ágil.
Crane lo alcanzó y lo acercó para un beso.
—Además de eso —dijo—, ¿has comido?
Se sentaron en la cocina, en la mesa de madera, mientras Stephen
comía de a pocos una tajada de tarta de pollo frío y Crane le hacía
compañía con una copa de vino y una historia que no quería contar.
Stephen escuchó en silencio las amenazas de Rackham. No
estropearon su apetito, pero sus ojos dejaron de brillar, y Crane miró las
líneas de agotamiento en su rostro y sintió que la aversión hacia Rackham
se endurecía en su tripa.
—Interesante —Stephen dijo, por fin—. Fue contigo, no conmigo.
—Tú no tienes ni un centavo.
—No, es cierto, pero… Se ha hecho notar con la judicatura
últimamente. Hubiera pensado que me pediría que le hiciera las cosas más
fáciles.
—¿Y qué hubieras hecho tú si intentaba extorsionarte por
negligencia en el cumplimiento del deber? No es un tan idiota, tiene que
saber lo bien que tomarías algo así.
—¿Mientras que tú le entregarías cinco mil libras porque sí? —
preguntó Stephen.
—No, pero estoy listo para darle algo. Dinero y un pasaje a casa.
—¿En serio? —Stephen bajó el tenedor—. Lucien…
—No estamos solos en esto —Crane dijo—. También está
amenazando a una amiga mía. Y un tercer hombre se mató la semana
pasada. Bien podría haber sido otra víctima.
—¿También era un amigo? —preguntó Stephen preocupado al
instante.
—No, una porquería detestable, no se perdió nada. Estoy adivinando
con él, por supuesto, pero parece demasiada coincidencia que otro
hombre de Shanghái hubiera elegido esta semana para matarse. Soy de la
opinión que Rackham necesitaba efectivo con urgencia para pagarle a
alguien —Merrick anda en eso, intentando descubrir quién—, pero si está
en el lado equivocado de tu grupo, tal vez, solo esté juntando fondos para
salir huyendo. De cualquier manera, estoy preparado para pagarle para
que deje el país.
Stephen mordió su último bocado de tarta, frunciendo el ceño un
poquito.
—Su problema con nosotros no es tan grande. Así que quizás esté
metido en algo y yo no lo sé aun.
—Hablando de problema —Crane dijo—. ¿Qué tan malo es para ti?
Sé honesto, por favor.
Stephen apoyó los codos en la mesa y pasó el extremo del tenedor
sobre su pulgar.
—Bueno. De por sí, la judicatura no tiene la obligación de investigar
crímenes normales y no calificados por decirlo así. —Golpeteó las puntas
del tenedor pensativo. Los dientes de metal se abrieron como los pétalos
de una flor—. Si Rackham me reporta con el Consejo o la judicatura por
vicio, sería horrible y muy humillante, pero nada más. No hay suficientes
justicias como descartar a ninguno a la ligera. —Pasó su dedo a lo largo
de una de las puntas y la observó enroscarse—. Pero abusar del poder de
uno para cubrir sus propios crímenes, del tipo que sean, es otro asunto. Si
llamo la atención de la policía por, ya sabes, lo que hacemos… bueno,
siempre he tenido la intención de lidiar con esa situación con, eh… —
Sacudió el tenedor vagamente.
—¿Abusar de tus poderes?
—De manera controlada.
—Naturalmente —dijo Crane con sequedad—. Pero, ¿hay alguna
razón para que no puedas hacerlo ahora? ¿Rackham podría decir o
probar, que lo has hecho?
Stephen no contestó inmediatamente. Aparentemente tenía su
atención fija en las otras puntas del tenedor, las cuales estaban
entrelazándose solas en una trenza.
Crane, que no se había hecho rico por lanzarse a llenar los vacíos,
esperó.
—Si estuviera en una lista de seguimiento, sería difícil —Stephen
dijo, por fin—. Es decir, si uno es sospechoso de brujería, o de abusar de
sus poderes, el compañero de uno y los colegas pueden estar a cargo de
vigilarte y tratar con mano dura cualquier señal de deshonestidad. Cuando
estás en una lista de seguimiento, eres un hombre marcado, y no hay
beneficio en la duda. Si estuviera en una lista de seguimiento, y tuviera un
altercado con la policía, podría estar en un montón de problemas, porque
sería arrestado. Así que sí, sería malo.
—¿Y Rackham podría hacer que te pusieran en una lista de
seguimiento?
Stephen envolvió lentamente el delgado mango de metal alrededor
de su dedo, como si fuera papel.
—No, no podría hacerlo. En absoluto. Arruiné tu tenedor.
—Tengo más.
—Rico en tenedores. —Stephen arrojó el metal enroscado en la
mesa—. Hablemos de esto más tarde, Lucien. Quiero acostarme.
9
Carta de amor.
Crane conocía Limehouse razonablemente bien, pero tras seguir a la
chica por callejones y atajos durante diez minutos, se sintió perdido. No
completamente perdido —sabía de qué lado estaba el río y de qué lado la
carretera Ratcliffe—, pero sí lo bastante perdido como para no haber
querido entrar ahí. Estaban en la parte más pobre de Londres ahora, en
donde los rostros en la calle eran asquerosos, de hablar arrastrado a
causa del alcohol, marcados por la enfermedad y crudos del hambre.
Había muchísimos chinos, lascars10 y marineros. Y todas las cabezas se
volvieron para observar el avance de Crane, su altura, la ropa hecha
perfectamente a la medida y la camisa inmaculada que lo marcaba como
un hombre rico, una víctima en potencia, una paloma que valía la pena
desplumar.
Había dejado a Merrick en la oficina, con varios trabajos que hacer.
Más se adentraban en esta tierra de nadie, más tenía que resistir el inútil
arrepentimiento de esa decisión.
La chica dobló en otro callejón sombrío, tan estrecho que los rayos
del sol apenas lo penetrarían al mediodía, y dos hombres caminaron al
mismo ritmo detrás de Crane. Él volteo, juzgó sus intenciones de una
mirada, y les espetó una sarta de horrorosos improperios para desanimar
cualquier intento sobre su persona o cartera.
—¿Qué está haciendo? —exigió la muchacha—. Venga.
—No tengo muchas ganas de que me aporreen o me corten la
garganta. —Crane lanzó una mirada de odio a los dos hombres.
—Ya, no se preocupe. Yo cuidaré de uste’. Por aquí.
Giró en una entrada oscura y baja. Crane le dio una última mirada de
desagrado a los dos hombres, y se agachó en el dintel para entrar en una
oscuridad cerrada y caliente, siguiendo la forma vaga de la falda de la
chica por un par de pasajes más hasta que salió a un cuarto más grande.
Este no tenía ventanas, y estaba iluminado por una cuantas velas en
faroles. El piso estaba pelado y las paredes sudaban humedad. Olía a ajo
cocido y al picor de las semillas de ají, a menudencia y a cloaca.
En el cuarto había siete personas. Cuatro eran chinos, con las caras
cautelosas, de cuclillas contra la pared más distante, a la espera. Los otros
tres eran europeos. Uno era un fornido joven de estatura media, con el
10
Nombre que se les dio a los marineros y criados provenientes de la India que servían en los
barcos ingleses.
cabello marrón claro, vívidos ojos verdes y mandíbula cuadrada. Estaba de
pie contra la pared, con los brazos cruzados, junto a gran bulto de yute. El
siguiente era una mujer de unos treinta años. Vestida con sencillez, con el
cabello oscuro retorcido en un moño prolijo, un rostro de piel olivácea que
era fuerte más que atractivo y unos ojos grandes e intensamente
marrones.
La última persona en el cuarto era Stephen. Sentado en el borde de
una mesa desvencijada, con los ojos ambarinos ligeramente brillantes. Los
que se achinaron casi imperceptiblemente cuando se encontraron con la
mirada de Crane.
—Buenas tardes, Lord Crane. Muchas gracias por venir. Me
preguntaba si podría darnos una mano.
—Por supuesto, señor Day. —Crane quiso que Stephen se
disculpara por su última desaparición, y una explicación de cómo la codicia
de Rackham era realmente una amenaza para él; quiso hundir los dedos
en ese pelo rojizo rizado y jalar la cabeza del pequeño hombre para un
beso. En su lugar le dio una pequeña sonrisa de cortesía—. ¿De qué
manera?
—Bueno —Stephen dijo—, necesitamos hablar con un practicante
urgentemente. Nuestro interprete habitual no está disponible, y nadie
parece comprender lo que estamos preguntando, y estos caballeros aquí,
no quieren que vayamos más lejos, pero me temo que esa no es una
opción. Preferiría no hacerlo por la fuerza, si tuviera que elegir. Los
practicantes aquí son el señor Bo y el señor Tang, y necesitamos de uno
de ellos tan pronto como sea posible.
—Veré qué es lo que puedo hacer. —Crane cambió a shanghainés, y
le habló a los hombres cuidadosa y razonablemente por unos minutos,
hasta que fue claro que no tenían intención de ayudar. Llegados a este
punto levantó la voz y bajó el tono.
—… ¡y tráiganlo ahora mismo, escrofulosos, desperdicios sifilíticos
manchados de mierda de prostíbulo infecto! —Bramó detrás de los tres
hombres que salieron huyendo del cuarto, dejando a un aterrorizado
guardia pegándose contra la pared. Se volvió hacia Stephen cuya
expresión era absolutamente neutral. Sus colegas se veían en algún punto
entre asombrados y horrorizados, habiendo entendido su tono si es que no
sus palabras. La jovencita estaba sonriendo.
—No estaban siendo muy cooperativos —Crane explicó—. Los
chamanes no están disponibles, dicen. Deben estar trayendo a un jefe,
alguien de autoridad, que me diga cuál es el problema.
—¿Qué son los chamanes? —preguntó el joven fornido. Tenía voz
profunda y la mirada inflexible.
—Un chamán es un practicante chino —Stephen dijo—. Permítanme
presentarlos. Lord Crane, estos son Peter Janossi, y la señora Esther
Gold, y ya conoció usted a Jenny Saint.
Crane murmuró unas cortesías y giró para mirar a la golfilla, dándose
cuenta de que ella tenía que ser la cuarta en el grupo de justicias de
Stephen. Había escuchado acerca de ellos un poco, y se los había
imaginado algo más impresionantes que la realidad. Janossi parecía
ligeramente hostil; Saint tenía lo que Crane sospechaba, era una sonrisita
burlona permanente. La señora Gold lo estaba mirando con interés, la
cabeza levemente ladeada.
Crane sabía por Stephen que la señora Gold era el miembro de más
rango del equipo, y que resentía la frecuente asunción de que estaba
subordinada a los hombres. Dirigió sus siguientes palabras hacia ella:
—Por favor, no piense que es vulgar curiosidad, pero si quieren que
traduzca cuando alguien llegue, ayudaría saber qué es lo que tengo que
discutir. ¿Cuál es el problema?
Los practicantes se miraron entre ellos, miradas rápidas y fugaces.
Esther Gold dijo:
—Ratas.
—¿Ratas?
—Ratas.
—Tenemos un problema de ratas. —Saint lució una sonrisita
maliciosa.
—Supongo que saben que pueden contratar a un hombre y un perro
en cualquier pub de esta ciudad —Crane ofreció.
—No sería de ayuda —Stephen dijo—. Joss muéstrale.
Janossi metió la punta del zapato bajo un pliegue del paquete de
yute y lo volteó. Crane se acercó y miró lo que estaba ahí adentro.
Era innegablemente una rata. Sus dientes largos y amarillos estaban
al descubierto. Los ojos llenos de sangre y protuberantes, lo que Crane
atribuyó a Stephen, ya que había visto a un hombre morir de esa manera
en sus manos. El pelaje apelmazado de un color marrón sucio estaba tieso
de inmundicia y polvo, las garras grises y escamosas, y la cola desnuda
sonrosada. Era una rata como cualquier otra, excepto por un aspecto.
Era como de cuatro pies de largo, sin contar la cola, y quizás de un
pie de altura por los hombros.
—Ya veo —dijo Crane lentamente—. No, supongo que un terrier no
ayudaría, ¿o sí? ¿Dijo usted rata, señora Gold, o ratas?
—Ratas.
—Eso no es bueno. —Crane miró fijamente al monstruo—.
¿Cuántas?
—No lo sabemos —dijo Stephen—. Al menos veinte. Y parecen ratas
normales además del tamaño, así que la respuesta de “cuantas” es, por lo
que sabemos, “el doble de ayer”. Ha sido una mañana agitada —concluyó
sin darle mucha importancia y miró a Crane a los ojos por un segundo.
—No tiene de qué preocuparse. —La señora Gold sonó amable, pero
firme—. Nosotros lidiaremos con esto. Solo ayúdenos a hablar con los
practicantes aquí, y eso será todo lo que le pediremos.
Janossi asintió con seguridad. Saint sonrió con suficiencia, la mirada
de Stephen se deslizó al techo.
—Gracias —Crane dijo agradable—. Dígame, ¿qué le hace pensar
que este es un problema chino?
—¿A qué se refiere? —preguntó Stephen.
—¿Por qué Limehouse? ¿Por qué chamanes? ¿Están seguros de
estar en el lugar correcto?
—¿Por qué no lo estaríamos? —exigió Janossi.
—Alguien viene —dijo Esther Gold, y todos giraron cuando un chino
gordo y mayor entró afanoso.
—¡Ah! —gritó—. ¡Bambú!
CAPÍTULO SEIS
̰
CRANE SE CRUZÓ DE brazos y miró furioso a Li Tang. Había conocido al
hombre por muchos años en Shanghái, tan bien como para que Li usara el
viejo apodo que alguna vez había sido tan apropiado para un jovencito
extraordinariamente alto y flaco. Se había encontrado con él con
frecuencia en los últimos meses. Tenían negocios en curso. No había
ninguna razón para que Li Tan se mostrara tan completa e inflexiblemente
poco dispuesto a ayudar.
—¿Por qué estás siendo tamaño bastardo, mi amigo? —inquirió en
voz baja.
Li Tan no respondió. Tenía el rostro pétreo.
—No se puede ver ningún chamán —repitió como por trigésima vez.
—¿Por nosotros o por cualquiera?
—No se puede ver ningún chamán.
—¿Rackham ha estado por aquí? —Crane preguntó, disparando una
flecha al azar.
Li Tan se encogió de hombros, aparentemente impasible con la
mención.
—No haría una diferencia. No se puede ver ningún chamán.
—¿Desde cuándo eres aprendiz de chamán? —Crane preguntó—.
¿No tienes otras cosas que hacer aparte de sacarle brillo a sus platos de
arroz y hacer sus citas? ¿Estás renunciando al mundo y tu barriga?
—Hablo con autoridad. —Li Tan lo miró con el ceño fruncido.
—Tú hablas con autoridad por los chamanes? —Crane levantó la voz
para beneficio de su audiencia, que al corriente sumaban ocho chinos así
como los practicantes británicos—. ¿Tú decides quién ve a un chamán?
Li Tan lo fulminó con la mirada.
—Hablo con autoridad.
—¿Cuáles son los nombres de tus chamanes?
—Eso no es relevante.
—El señor Bo y el señor Tsang, ¿cierto? ¿Cuáles son sus nombres
completos?
—No los puedes ver.
—Yo no pregunté eso. Te pedí que dijeras sus nombres. —Crane
dejó caer la voz y vio la pequeñísima contracción en los ojos de Li—. ¿Por
qué no dices sus nombres?
—Amigo mío, este no es tu asunto. Así que, ¿por qué no te vas a la
mierda?
—Solo soy el traductor de los chamanes británicos —dijo Crane—.
¿Por qué no les dices a ellos que se vayan a la mierda? Yo miraré. Mejor
aún, dado que tú y yo somos hombres de negocios, ¿por qué no vamos a
hacer algo de negocios y dejamos a los chamanes a su suerte?
—Hoy los dos somos portavoces —Li Tan contraatacó—. Y lo que mi
boca te dice es que no se puede ver ningún chamán. Mi consejo, Bambú,
es que tus oídos deben escuchar lo que mi boca dice.
—Escucho lo que me dices, mi gordo amigo —dijo Crane—. Lo
escucho claramente, de hecho.
Caminó con paso airado de regresó al pequeño grupo de justicias.
—¿Bien? —demandó Janossi.
—No lo suelta. Li Tang estaría feliz de asistirlos en todo lo posible,
aparte del chamán, pero tengo la fuerte sospecha de que eso servirá lo
mismo que un martillo de cristal. No van a ayudar.
—¿Así? —dijo Saint—. Bueno ese es su maldito problema, ¿no?
Vamos, no se lo permitiremos, ¿o sí?
—Por supuesto que no. —Janossi miró a Esther y Stephen—. Vamos
a entrar. Seguimos las ratas, descubrimos a dónde van y vemos lo que
pasa. ¿Por qué diablos tenemos que pedir permiso en nuestra propia
ciudad?
—Hemos pasado años construyendo un acercamiento con esta
gente —Stephen dijo—. Tú sabes lo que pasó con Arbuthnot el verano
pasado. Si vamos en tropel ahora…
—¡Aprenderán a cooperar la siguiente vez! —Janossi interrumpió, y
perdió la valentía, visiblemente, bajó la mirada que Stephen le dio.
La señora Gold estaba moviendo la cabeza.
—Yo no veo acercamiento aquí, Steph. Y este problema se está
extendiendo más allá de Limehouse, ya no se trata solo de ellos.
—¿Saliendo de, o entrando a? —preguntó Crane.
—¿A qué se refiere?
—¿Las ratas están saliendo de Limehouse, o emergen en otro sitio y
se dirigen hacia aquí?
Esther inclinó la cabeza hacia un lado.
—No sabemos de dónde vienen o a dónde van. Una cantidad de
ellas pareció venir hacia aquí. No sabemos más, porque no hemos logrado
hablar con ningún practicante —concluyó sin rodeos—. Y pienso que
debemos irnos y mirar, Steph. Lo siento si no les gusta, pero este es suelo
británico, no chino, ha muerto gente, y si no nos dejan consultarlos, no
serán consultados.
Stephen dio una leve encogida de hombros con renuente
conformidad y abrió la boca , y Crane dijo:
—Un momento.
—¿Qué? —Stephen preguntó. Frunció el ceño—. ¿Hay algún
problema?
—No estoy seguro. Miren, no voy a presumir de decirles lo que
tienen que hacer…
—¡Por un demonio espero que no!
—Es suficiente, Saint —dijo Stephen—. ¿Pero?
Crane lanzó una mirada hacia Li Tang.
—Pero China es mi asunto, y… realmente pienso que sería
aconsejable sonreír, y mover la cabeza afirmativamente, y salir.
—¿Qué? —preguntó Janossi.
La señora Gold se veía como si se le estuviera agotando la
paciencia.
—No sé si lo ha olvidado, su señoría, pero hay una rata gigante en el
suelo aquí adentro, y muchas más allá afuera, por lo que alguien tiene que
hacer algo al respecto.
—Veo la rata gigante —Crane dijo—. Y Li Tang también, y él no se
sorprendió de verla. Pienso que deberían irse ahora. Yo lo haría.
—¿Por qué?
—¿Podemos hablar de esto más tarde?
—No, ¿por qué no explica su razonamiento ahora? —La voz de
Esther sonó dura.
Crane le dio una sonrisa sin gracia.
—Porque preferiría no compartirlo con nuestros amigos allá.
—Pero aquí nadie habla inglés… —Esther se detuvo
abruptamente—. Por cierto. Ya veo.
—Lord Crane —Stephen interpuso—. ¿Es de su opinión profesional,
que sería aconsejable que partamos? Porque este no es un tema trivial.
Hay intrigas, y personas muertas.
—No, no es trivial. Y sí, esa es mi opinión profesional.
Stephen contempló al hombre más alto por un momento. Entonces
asintió y se volteó hacia los otros.
—Muy bien. Nos vamos. Lord Crane, dígale a los chinos… no sé, lo
que usted juzgue mejor. Regresaremos si es necesario.
—¿Qué? —dijo Janossi incrédulo, mientras que Esther dijo:
—¿Perdón?
—Estoy declarándolo, Es —Stephen le dijo—. Síganme, por favor. Lo
discutiremos más tarde.
Esther le dio una larga y dura mirada y asintió renuente.
—Muy bien. Joss, trae la rata.
11
Médula del coco de la palma.
—Y se perdió —Merrick dijo—. Algo normal con el señor Willetts.
Con una canoa río abajo, algunos rápidos y dos días sobreviviendo solo en
el calor, y todo eso…
—Y se encontró con una aldea. Las chozas vacías, las ollas secas
sobre fuegos muertos, sin animales, sin gente. Marcas extrañas en los
árboles y las casas. Sangre en la tierra.
»Así que él duerme ahí, como buen idiota, y en la noche llegan
hombres con lanzas y le cubren los ojos con un trapo y lo llevan a una
cueva.
»Aquí es donde se convierte en un cuento muy de Willetts —Crane
dijo—. En esta cueva, que en realidad es un intrincado sistema de
cavernas decoradas con antiguas y extrañas tallas, conoce a dama
extraordinariamente hermosa y apenas vestida que es la sacerdotisa de
alguna deidad. Ella se enamora de él más o menos al verlo, como muchas
hermosas nativas hicieron, según él. —Miró a Esther—. Tal vez podemos
omitir el siguiente pedazo. La acción se eleva otra vez cuando ella le
explica que es… que era… el recipiente de la Marea Roja, algo que sirve
para destruir a cualquiera lo bastante tonto como para desafiar a su dios.
Ahora, también hay un sacerdote, un enorme nativo con una máscara de
oro. Él está celoso por la conquista de Willetts, naturalmente.
—Así es —Merrick metió su cuchara—. Y el tipo de la máscara
dorada arma un lío, y hay algo respecto al deber de ella para con su dios, y
algunas artimañas sobre una criada que también se enamora del señor
Willetts, solo que esto es una trampa, de hecho, tendida por el tipo de la
máscara dorada para enfadar a la sacerdotisa, ¿correcto?
—Dios del cielo —Stephen dijo—. ¿Cuánto más hay?
—Están recibiendo la versión abreviada —Crane dijo—. Willetts
podía continuar toda la noche, incluyendo los interludios con la
sacerdotisa, y con la criada, y con la sacerdotisa y la criada.
Las cejas de Esther se dispararon al cielo.
—Siéntase libre de obviar esa parte también.
—Así que, de cualquier modo, se reduce a que la sacerdotisa llama a
la Marea Roja sobre el señor Willetts y la criada, ¿no? —Merrick
continuó—. Solo que la criada lo vio venir, porque se había enamorado del
señor Willetts de verdad para ahora. —Esther suspiró con fuerza—. Y le
dio algo que lo salvaría.
—Un amuleto que pertenece al hombre de la máscara de oro —
Crane amplió.
—Y la Marea Roja viene, y lo que es, es este montón de ratas
gigantes.
—Docenas de cientos de ratas, una ola peluda, fluida y apestosa
gruñendo. —Crane recordó esta parte vívidamente—. Caen sobre la criada
y el tipo de la máscara dorada y los pelan hasta los huesos con dientes y
garras. También tumban a Willetts, pero él sale ileso por el amuleto.
Realmente se entusiasmó contando lo que se sintió tener a estos enormes
y pesados animales sobre él, azotándolo con las colas peladas, el olor y el
pelo húmedo y grueso de las barrigas frotándose por su cara, y las garras
pisoteándolo y aplastándolo. Fue muy convincente.
—Fue bueno, sí —Merrick estuvo de acuerdo—. Así que, por fin, la
dama termina y las ratas se van, y el señor Willetts no muere, pero el tipo
dorado. Y… ¿luego qué pasa?
—Ella declara su amor eterno, que él corresponde, y entonces se
despierta junto a su cadáver frío porque alguna otra sacerdotisa la ha
estrangulado mientras dormía.
Merrick estaba moviendo la cabeza.
—No, así no es. Lo que pasó, fue que ella quería que el señor
Willetts tomara la máscara y fuera el nuevo dios. Y cuando él dice que no,
ella llama a los guardias, y el señor Willetts la acusa de blasfemia, y
escapa de puntillas mientras los guardias la estrangulan.
—¿Cómo en el nombre del cielo confundió esas cosas? —preguntó
Stephen.
—Oh, el final cambió unas cuantas veces —Crane dijo—. Cuando un
tipo lo estaba contando la otra noche en Los Comerciantes, ella renuncia a
sus obligaciones para huir con Willetts, y antes de que pudiese subir a un
barco con él un asesino vino por ella, enviado por el dios traicionado. Ella
siempre muere, sin embargo.
—Qué curioso, ahora que lo dice —dijo Merrick—. Sus mujeres
normalmente suspiraban por él en las historias. No era común que
murieran.
—De cualquier manera. Eso es todo, en pocas palabras.
—Quizás no sea la historia más verosímil que haya escuchado —dijo
Stephen—. Sin embargo, tiene cosas interesantes.
—Por Dios que sí —dijo Janossi.
Esther asintió lentamente.
—¿Cuánto de verdad diría usted que había en eso?
Crane encogió los hombros.
—Willetts viajaba mucho, y en esa parte de mundo ocurren cosas
extrañas más abiertamente. Es decir, era un terrible mentiroso respecto a
las mujeres. Pero, en general, diría que adornaba las historias en lugar de
inventarlas.
—Contó la del hombre cangrejo prácticamente como ocurrió —
Merrick ofreció.
—¿Él que?
Merrick sonrió sin gracia.
—¿Qué, pensó que se quedaría callado con una historia como esa?
Pero es que le dio en el clavo, si recuerdo bien.
—Ese… individuo tiene suerte de estar muerto —dijo Crane—. Y ya
hablaré contigo más tarde, traidor. En fin. Es posible que algo de la historia
fuera cierta, pero qué y cuánto es conjetura de cada uno.
Esther frunció el ceño.
—¿Cómo invocaba a la Marea Roja la sacerdotisa? ¿Qué tanto
detalle dio?
—Eso no lo recuerdo. Habría sido, sin duda, bastante, tenía una
memoria asombrosa, pero yo no. ¿Merrick?
Merrick negó con la cabeza.
—Salmodiando, ¿no? ¿Cantando?
—Cuando usted dice una memoria asombrosa… —Stephen empezó,
—Muy buena, de hecho. Aprendía idiomas como nadie. Un oído
increíble.
—¿Tan bueno como para recordar y repetir, digamos un cántico, si
escuchaba uno?
—Quizás.
Esther asintió.
—¿Y qué paso con el amuleto?
—Ni idea.
—¿Cómo se fueron las ratas? ¿A dónde?
—No recuerdo nada de eso.
—¿O de dónde vinieron?
—Lo siento. Si Willetts lo puso en la historia, lo he olvidado.
Janossi hizo un sonido de disgusto.
—El único hombre con el que necesitamos hablar, y está muerto. Y
esa es la razón por la que está muerto, por supuesto.
—Probablemente, con seguridad —dijo Stephen—. Bien, ahora.
Ratas gigantes usadas como un arma. Una manera de conjurarlas. Un
amuleto protector. El hombre que podía saber el cántico o ser dueño del
amuleto apuñalado a muerte en Poplar la semana pasada.
—Las ratas surgieron por el East End y se dirigieron a Limehouse —
Esther continuó—. Dos practicantes chinos muertos.
—Una casa llena de cadáveres en la carretera Ratcliffe —Janossi
terminó sombrío—. ¿Casualidad o alguien está probando un juguete
nuevo?
—Así parece —dijo Esther—. Aquí viene Saint.
Sonaron unos golpes en la puerta del frente unos segundos después.
Merrick dejó entrar a la muchacha, y Esther le dio un rápido resumen de
los eventos. Mientras hablaban, Crane se acercó lentamente a Stephen y
se sentó en el escritorio.
—¿Un día interesante?
—Como verás. Gracias. Pensé que serías de ayuda, pero no
esperaba contribución tan grande.
—Estoy a tu servicio por siempre —dijo Crane suavemente, y sintió
la mirada de Stephen moverse rápida hacia él.
—Bueno, estoy en deuda contigo —respondió igual de suave—. Por
favor, cóbrate.
—Lo haré. —Crane le dio un pizca de promesa a su voz—.
Entonces, ¿ustedes creen que la historia de Willetts era más que un
montón de tonterías?
—Su asesinato le da credibilidad. Por supuesto podría ser solo
coincidencia, pero sabes lo que siento al respecto.
—La rechazas como harías con un perro rabioso.
Stephen le sonrió, luego miró a los otros.
—Muy bien, todo el mundo, plan de acción. Tenemos que descubrir
cómo murieron los chamanes y si está relacionado con las ratas; tenemos
que investigar sobre la muerte de Willetts; más crucial, tenemos que
buscar evidencia de que las ratas aparecen al azar o son invocadas. ¿Hay
sumatranos en Londres, Lord Crane?
—No que yo conozca. Alguno que otro marinero, quizás, no es una
colonia grande de inmigrantes.
—¿Sumatra es lo mismo que China? —preguntó Saint.
—No —dijeron Merrick y Crane simultanea y enfáticamente. Merrick
agregó—. A unas dos mil millas de distancia. Gente diferente. Idioma
diferente.
—¿Alguno de ustedes habla sumatrano? —Esther intervino.
—Malayo. No, pero Merrick es bueno con el pidgin12. Por otro lado,
cualquiera que sobreviva por aquí hablará inglés, no hay muchos que
hablen malayo en este lado del mundo.
Stephen asintió.
—Saint, ¿encontraste las direcciones? Bien. Señor Merrick, puedo
tomarlo prestado para que investigue qué pasó con los chamanes?
—Será un placer, señor.
—Gracias. Saint, lleva al señor Merrick a las casas con las astas y
respáldalo. Sutilmente, por favor. No te metas en problemas.
—Eso también va para ti —Crane le dijo a Merrick.
—¿Esther?
12
Lengua mixta, creada sobre la base de una lengua determinada y con la aportación de
numerosos elementos de otra u otras. Su origen es histórico y se usa especialmente en los
enclaves comerciales.
—Yo voy a ir a la carretera Ratcliffe para olisquear por los
alrededores. Si esta es una invocación deliberada, podría haber sido un
ensayo, en cuyo caso apuesto que el invocador estuvo cerca. Joss,
conmigo, ¿a menos que tú lo necesites, Steph?
—No, creo que investigaré la muerte del señor Willetts —Stephen
dijo—. Mientras más pronto descubramos si esta fue una invocación
deliberada, mejor. Lord Crane, si no está ocupado…
—Puedo llevarlo a Los Comerciantes —Crane ofreció—. Hay unos
cuantos hombres de Java allá, ellos sabrán tanto como cualquiera otro en
Inglaterra de Willetts. Y algunos del tipo académico que quizás sepan algo
sobre las leyendas sumatranas y demás.
—Perfecto. —Esther dio unas palmadas en el aire—. Lord Crane,
muchas gracias. No necesito decirle que mantenga esto en silencio,
¿cierto? Muy bien, Saint, caballeros, nos encontramos mañana, en el
consultorio, a las diez, a menos que algo vaya catastróficamente mal
antes. Muévanse, por favor.
—Déjeme cerrar aquí arriba, señor Day, y lo llevaré a Los
Comerciantes. —Crane se movió para cerrar las persianas mientras los
otros salían.
Cuando la puerta de afuera se cerró detrás del último de ellos, pasó
el cerrojo y sintió los brazos de Stephen moverse por su cintura.
—Hola. —Se dio la vuelta y deslizó las manos por debajo del
desgastado saco de Stephen.
—Hola a ti. —Stephen se inclinó, apoyando la cabeza en el pecho de
Crane—. Y gracias. Eres maravilloso.
—Dice el hombre de las manos mágicas. —Crane pasó sus propios
dedos delgados y ordinarios por los rizos de Stephen—. ¿A qué hora te
fuiste esta mañana?
—Cerca de las cuatro. Me hubiera quedado de haber podido, pero
estas malditas ratas.
—¿Qué pasó en la carretera Ratcliffe?
Stephen apretó los brazos ligeramente.
—Atacaron una pensión hace tres días. Muchas ratas. Veinte o más
de acuerdo a los sobrevivientes.
—Sobrevivientes. ¿Quiénes murieron?
—Todos los que no pudieron escapar. Una encajera, su bebé, su hijo
de dos años, un marinero con una pata de palo, un tísico. De alguna
manera las ratas atravesaron la puerta del sótano y subieron por toda la
casa como una, bueno, marea. Todo aquel que pudo correr lo hizo. Para
cuando volvieron a entrar, las ratas se habían ido, y había cinco cuerpos
comidos.
—Jesús. ¿Por qué no estuvo eso en los periódicos?
Stephen encogió un hombro.
—Existe, vamos a decir, una política en contra de causar alarma con
historias de este tipo. Es mejor que las personas no las escuchen. Los
sobrevivientes están siendo tratados por fiebre, un lote malo de ginebra, o
algo así, y las muertes atribuidas a un perro loco, creo.
—¿A los testigos se les está diciendo que vieron eso? —dijo Crane
incrédulo.
—Se les dijo que no ocurrió como pensaron. Quizás para algunos de
ellos sea un alivio creerlo. No lo sé. No sé si el pobre diablo que regresó a
su casa para encontrarse con su esposa e hijos muertos pueda encontrar
algún consuelo en la idea de que fueron destrozados por ratas gigantes. —
Stephen tragó saliva—. Vi su rostro, Lucien. El policía diciéndole que su
familia estaba muerta y que no podía ver los cuerpos. Había conseguido
un trabajo nuevo justo ese día. Estaba regresando a casa para contárselo
a su mujer. Tenía unos dulces en una canasta, para los niños.
—Dios.
—Creímos que era un accidente. Algún hecho anómalo. Mascotas
que se escaparon o experimentos o lo que se te ocurra. Eso ya era
bastante malo. Pero si fueron conjuradas, si fue deliberado en lugar de una
casualidad…
—La señora Gold habló de un ensayo —Crane dijo—. ¿Ensayar
qué?
—Probar el control sobre las ratas, me imagino. Hacerlas salir,
hacerlas volver. Verlas matar.
—La carretera Ratcliffe es un lugar bastante ajetreado para
experimentos mágicos.
—Mmm —dijo Stephen—. Me pregunto si sería una broma. Ratcliffe.
—Si lo fue, confío en que harás que al bromista se le quiten las
ganas de reír.
—Solo si Esther no llega a él primero. Ella no tiene sentido del
humor. —Stephen se aferró a Crane por un rato más, luego soltó un largo
suspiro—. Antes de ir a este club tuyo, ¿tenemos que conversar acerca de
Rackham?
—Deja que me haga cargo.
Stephen se quedó quieto. Retrocedió un par de pasos para poder ver
a Crane a la cara:
—No soy un niño, Lucien. Rackham es tan problema mío como tuyo.
Y no necesito tu protección.
—No, pero tienes que eliminar una plaga de ratas gigantes, y
encontrar al bastardo asesino que las conjura. Así que concéntrate en eso,
y yo te quitaré a Rackham de encima mientras lo haces.
Stephen lo quedó mirando un largo minuto, entonces dejó caer los
hombros un poquito.
—Entiendo lo que dices, pero…
Crane suspiró.
—Realmente es posible aceptar ayuda sin señalarte a ti mismo como
un débil, sabes.
Stephen se sonrojó.
—Soy perfectamente capaz de aceptar ayuda. Te pedí que vinieras
hoy, ¿no? Y mira lo que pasó.
—¿Qué? —dijo Crane, herido.
—Descubrimos que podemos tener dos chamanes muertos y a un
maniático controla ratas en general. Mientras que si no hubieras estado
ahí, quizás me hubiera dado por vencido e ido a casa más temprano. —
Stephen entró en el abrazo de Crane otra vez—. Lo siento, Lucien. Y
siento lo de la noche pasada, también, no fue muy justo de mi parte. Estoy
hecho un manojo de nervios en este momento. ¿Tengo que vestirme como
un maniquí para este club?
—No en los estándares humanos normales. Lo que quiere decir, sí,
querido mío, tienes que hacerlo. ¿Por qué no vienes a mi apartamento
para que te pongas ropa decente, y ver si puedo hacer algo con tus
nervios mientras estamos en ello?
—Mmm. Qué tentador. Sin embargo…
Stephen brincó hacia atrás para sentarse en el escritorio y Crane se
colocó entre sus piernas para darle un beso, lo sintió inclinarse hacia atrás
de manera tentadora, y sonrió contra su boca.
—Por Dios, señor Day. En verdad le gusta que lo follen en los
escritorios, ¿no? Lo pongo sobre uno, y me está rogando que lo haga.
¿Qué es tan, particularmente, excitante con los escritorios?
—No son excitantes, son aburridos. —Stephen se estremeció
cuando la boca de Crane se movió a sus orejas sensibles—. Uno escribe
en ellos y luego se va a casa, y nada terrible pasa, nadie muere.
Encantadoras superficies sosas. Tanto mejor para hacer cosas
interesantes sobre ellas. —Deslizó sus manos eléctricas por la espalda de
Crane, sobre sus caderas.
—Hay un escritorio muy bueno en el departamento —Crane dijo—.
Mucho más fuerte que este, y decididamente más seguro.
—Pero, en el Strand —Stephen alegó—, mientras que este escritorio
está aquí, y puedes tenerme sobre él en este instante.
—Ya te sientes más tú mismo, por lo que veo.
Stephen enganchó sus brazos alrededor del cuello de Crane,
envolvió las piernas en sus caderas, y se alzó en el aire para apretar su
cuerpo con el de Crane. Crane se tambaleó con su peso y se apoyó sobre
sus manos riendo.
—He querido hacer esto desde que llamaste a Esther hermosa
hechicera nativa. —Stephen empezó a reír también—. Su cara, por Dios.
Eres un canalla.
—Y te encantó.
Stephen sonrió, entonces se movió para encontrar los labios de
Crane en un largo y profundo beso que terminó con él de espaldas y Crane
medio encima, dolorosamente erecto.
—Tengo que echarle llave a la puerta —Crane dijo, ronco—. A
menos que tú lo hagas desde aquí.
—Hierro —Stephen dijo conciso; Crane era conciente que el hierro
no respondía a sus poderes—. Pero apuesto a que puedo quitarme la ropa
antes de que le eches llave y regreses.
—¿Qué apuestas?
—Ohh. Si yo gano, lo hacemos en el escritorio. Si tú ganas, puedes
tenerme contra la pared.
Esa era una apuesta que bien valía la pena. Crane amaba follar
contra las paredes, pero la diferencia de altura hacía necesario que
Stephen se parara sobre algo, y mientras que a él normalmente no le
preocupaba su estatura, eso sí lo molestaba.
—Te tomo la palabra.
Perdió, por supuesto, ya que Stephen hizo trampa sin compasión, al
hacer volar las llaves de su mano y que resbalaran por el piso, pero
cuando se hundió en el cuerpo de Stephen y sintió esas manos mágicas
llamear alegremente en su espalda mientras Stephen le hundía los dientes
en el hombro, sintió como si hubiera ganado una victoria de otro tipo
mucho más importante, aunque le habría resultado difícil decir de qué tipo.
CAPÍTULO OCHO
̰
UN PAR DE HORAS más tarde, Crane se sentó relajado en Los
Comerciantes. Stephen estaba a su lado, vistiendo el traje que Crane le
había comprado. La obvia pobreza de Stephen, agregada a la diferencia
de altura, creaba una disparidad en sus apariencias que atraía mucha más
atención de la que era prudente, y puesto que Crane era un hombre
extraordinariamente rico en donde Stephen batallaba por pagar la renta, le
había parecido sensato pagar por un juego de ropa decente. Stephen lo
había aceptado renuente, pero reaccionó con furia cuando descubrió que
Crane había mandado a hacerle varios trajes más al mismo tiempo. Habría
estado colérico de haber sabido lo obscenamente cara que era la discreta
sastrería.
Cualquiera que cuidara de su ropa lo sabría, Crane reflexionó. El
material que había seleccionado, sin la ayuda de su inexperto amante en
lo referente a ropa, era de un sutil jaspeado con minúsculas motitas de rojo
y amarillo, un suave efecto otoñal que hacía resaltar el pelo y los ojos de
Stephen a la perfección, y de un corte favorecedor, sin el ostentoso intento
de compensar por su falta de altura o de ancho. Crane pensaba que se
veía delicioso: bien vestido, los ojos brillantes y recién follado, ese último
punto, con suerte, perdido para los hombres reunidos alrededor de la mesa
con ellos.
Se hallaban en la sala de descanso de Los Comerciantes para los
tragos de sobremesa. Cryer estaba ahí, con un ojo especulativo sobre el
atractivo joven que había llegado con Crane; Humphris abstraído y
ceñudo; y Peyton, interviniendo con obvio sarcasmo cada vez que podía.
Shaycott estaba contando, entusiasta, la historia de la Marea Roja de
Willetts una vez más, pero se había ganado su sustento por presentar a un
hombre de Java de nombre Oldbury a quien Crane no había conocido con
anterioridad, y a uno del tipo erudito de nombre doctor Almont, a quien
había visto rondando la biblioteca en varias ocasiones, y quien al parecer
era un experto en las tradiciones polinesias, en la medida en que eso fuera
posible, sin haber salido jamás de Inglaterra.
Shaycott llegó al muy anticipado final de su cuento y obtuvo un
mínimo gruñido de aprecio de la mayoría de los presentes y una respuesta
entusiasmada de Stephen.
—Qué maravillosa historia, gracias. ¿Esa es una leyenda común por
esas partes, me pregunto, el culto a la rata?
—No que yo haya escuchado —Oldbury dijo—. Siempre la oí solo de
Willetts.
—Tiene algunas similitudes con otras historias respecto a los temas
de la sacerdotisa y la invocación. —El doctor Almont se acomodó para dar
una lección—. Curiosamente, carece de un elemento que uno habría
esperado, y que se puede encontrar en muchas historias superficialmente
similares, la razón o motivo del anitu.
—Fantasma —dijo Oldbury.
—Más que un simple fantasma, si se me permite. El anitu, o espíritu
del muerto que tiene la capacidad de animar otro cuerpo…
—No en este —Oldbury dijo con firmeza—. No hay fantasmas, solo
ratas.
—¿Cuánto de verdad dirían que había en esta historia? —Crane
preguntó.
—¡Verdad! —Peyton resopló—. ¡Ratas gigantes y negras
encantadoras! Honestamente Vaudrey…
—Crane. Lord Crane.
Peyton se sonrojó.
—Willetts era un mentiroso de atar. Sus historias eran pura basura.
Tú deberías saberlo. Tenía la más increíble de las historias sobre ti.
—Si te refieres a la del hombre cangrejo, es, desafortunadamente,
bastante fiel. —El coro de incrédula mofa que estalló sugería que Willetts
había compartido la historia ampliamente. Crane le dedicó un pensamiento
poco amable al comerciante muerto y esperó a que los chiflidos
murieran—. Sí, bueno estaba espantosamente borracho. Esas cosas
pasan.
—No le pasan a nadie más. —Monk pareció divertido por primera
vez esa noche.
—Oh, no sé. Siempre pensé que las cosas le pasaban a Willetts.
Oldbury gruñó de acuerdo.
—Listo para la farra. En busca de aventuras.
—Y cuando uno busca aventuras, uno las encuentra. He visto
algunas cosas raras… —Shaycott empezó.
Crane cayó sobre él implacable.
—Todos lo hemos hecho. ¿Alguna vez vio ese amuleto de ratas de
él, Oldbury?
El javanés se encogió de hombros.
—Cualquier cantidad. Cuartos llenos.
—¿Qué pasó con sus pertenencias? —Crane preguntó—. ¿Quién es
su pariente más cercano? ¿Siquiera tenía familia acá?
—Su hermana. La razón de que regresara. Enferma, ya sabe. Los
pulmones.
—Pobre tipo —Crane dijo, frunciendo el ceño—. ¿Tiene su dirección
de casualidad? Quisiera enviarle mis condolencias.
La conversación se dividió en grupos. Crane se aseguró de estar con
Oldbury y Humphris, descubriendo lo que pudiera del asesinato de Willetts
sin parecer demasiado obvio. No logró mucho. Tras media hora o algo así,
miró a su alrededor por Stephen, quien había tomado la nada envidiable
tarea de conversar con el doctor Almont. El estudioso aún estaba ahí,
ahora prendido de Shaycott, pero Stephen se había ido.
—¿Buscando a tu amigo? —preguntó Town, junto a él.
—Probablemente saltó por la ventana —dijo Crane—. Almont es un
idiota, ¿o no?
Town puso cara de fastidio.
—Shaycott y él no se callan, y Oldbury habla como si cobrara por
palabra. No sé qué pasa con los de Java. Aburridos hasta el último de
ellos. Excepto Willetts. ¿Tienes algún interés ahí?
—No en particular. Solo que lo lamento por el pobre hombre, me
preguntaba si podría ayudar a su hermana. Day es el interesado en Java.
—¿Tu pequeño, ah, amigo? —Town movió las cejas.
—Me temo que tienes el extremo de la vara equivocado —dijo
Crane—. Ya que no voy a lograr ni un pedazo de la vara en absoluto, si
sabes de lo que hablo—. Town, a quien le gustaban las broma obscenas,
escupió en su whisky—. Es amigo de uno de mis primos, tiene cierto
interés en el lugar. No es lo mío, pero puedo jugar a la cabeza de la familia
encajándoselo a Shaycott y a Almont, y si es bastante agradecido, quién
sabe, puede que el encaje no acabe ahí.
—¡Hah! Bueno, buena suerte con tu cacería, mi querido amigo —dijo
Town, con cómoda insensibilidad—. Aunque yo no consideraría tus
posibilidades si Peyton lo acorrala con historias de tus escándalos. Lo
siguió afuera hace unos minutos.
—Diablos. En fin, era una posibilidad remota. ¿Has visto a Rackham
últimamente?
Al parecer Town no lo había visto, ni tenía algún chisme nuevo que
ofrecer. Charlaron un rato más. Stephen no reapareció cuando Peyton lo
hizo, pero un momento más tarde un camarero trajo una nota que Crane
leyó y luego metió en su bolsillo.
Peyton estaba observándolo.
—¿Malas noticias, Lord Crane? Espero que sus planes para esta
noche no se hayan arruinado por alguna razón.
—Una trivialidad —dijo Crane.
13
Literalmente “Larga Meg”.
—Jódete tú también —dijo Crane y salió dando zancadas de un
humor de perros.
14
En algunos países de Latinoamérica, forma coloquial y en desuso de señora.
—¿Dijeron? —Stephen repitió—. ¿No están muertos?
—No me refiero a cuando estaban muertos, señor —dijo Merrick
amablemente—. Me refiero a allá en China.
Crane se atragantó.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Cuando me crucé con ellos allá, en casa. Fue hace unos buenos
años.
—¿Tú los conociste? ¿Por qué diablos no lo dijiste?
—¿Por qué no dije qué? —reclamó Merrick—. Oigan, ustedes dos
chamanes chinos, ¿eran chamanes de la China? Le dije cada vez que
pasaba alguien que conocía, ¡no hablábamos de otra cosa! Mi Lord.
Crane lo fulminó con la mirada.
—No engañas a nadie, sabes. Entonces, ¿quiénes son?
Merrick levantó las manos exasperado.
—No sé, ¿o sí? Eran un par de chamanes de pueblo que conocí en
algún burdel. Eran nada. Usted no los conoció, yo no los conocí.
—Entonces, ¿por qué los recuerda? —preguntó Stephen.
—Bien, usted no ve chamanes en un burdel mucho, señor. Y este
era un par de aspecto peculiar. Bastante destrozados cuando los vi el otro
día, y estaban más viejos, como todos, ¿no? Pero uno tenía esta cosa
como un lunar con forma de flor en la mejilla, y el otro tenía cara como de
ma po do fu. Muy picada de viruela, quiero decir, señor. Se queda clavado
en la mente.
—¿Sí, señora Hart? —dijo Esther.
Todos voltearon. Leonora estaba mirando a la nada, con la boca
levemente abierta. La piel pálida.
—¿Leo? —dijo Crane.
—¿Quiénes eran los chamanes, señora Hart? —Esther preguntó.
—Pa Ma y Lo Tse-fun —Leonora susurró—. ¿Están muertos? Lo
mismo que Rackham… Oh, no. No, no, no. Tengo que salir de aquí.
—Tú no vas a ningún lado. —Crane la sujetó por las muñecas
cuando ella se levantó de un salto.
—¡Suéltame!
Crane la sujetó con más fuerza.
—Siéntate.
Leonora luchó en vano.
—Déjame ir, bastardo —gruñó en inglés, y se llevó una mano a la
boca como una niña.
—Cuida tu lenguaje —dijo Crane—. Y deja de actuar como una
tonta. Sea lo que sea, tu mejor opción es contárselo a estos dos ahora
mismo.
Leonora tragó saliva.
—Me querrán muerta.
—Si nos dice quiénes son, podremos detenerlos —Stephen dijo.
—No. Me refiero a ustedes. Ustedes me querrán muerta.
Stephen y Esther se miraron.
—Hablando en general —dijo Stephen con cuidado—, no es
frecuente que queramos matar gente.
—Habla por ti —dijo Esther—. ¿Por qué no nos cuenta al respecto,
señora Hart, y nos permite ser jueces de lo que pensamos?
—Nadie le va a poner un dedo encima, misia —dijo Merrick—. No
mientras mi lord y yo estemos en pie. Usted le cuenta al señor Day acerca
de eso y no se preocupa más.
—¿Desde cuándo hablas tú con la ley? —exigió Leonora en
shanghainés.
—Desde que su nobleza la está follando —Merrick replicó—. Usted
quiere al culo pequeño de su parte.
—Suficiente —Crane habló en inglés—. Siéntate, por favor.
Tiró de las muñecas de Leo una vez más, y ella colapsó en el sillón
sin resistirse, con los ojos brillantes de las lágrimas sin derramar.
—Se trata de Tom, ¿no es así? —dijo Crane observándola—. ¿Qué
pasó? ¿Qué hizo?
—¿Quién es Tom? —Esther preguntó.
Leonora se restregó el rostro con la base de las manos.
—Mi esposo. Él era un… comerciante, en Shanghái.
—Tom tenía un pequeño negocio de comercio legal, y uno más bien
grande ilegal —Crane dijo seco—. Manejó unas cuantas operaciones de
contrabando así como financió varios negocios de muy mala reputación.
Era despiadado y un hombre malo cuando se le contrariaba. Continúa.
—Él te quería —Leonora le reprochó.
—Y yo a él. ¿Qué hizo?
—Pa y Lo. Eran chamanes. De Xishan, en el campo. Pero no querían
ser chamanes, querían ser chicos de la ciudad. ¿Tú sabes..? ¿Es lo mismo
para los chamanes aquí?
—Lo dudo. —Crane miró a los dos justicias—. Los chamanes chinos
son más como un clero, incluso como monjes. Tienen un entrenamiento
riguroso, ascetismo, no beben, no apuestan, no usan drogas. Se pueden
casar, pero no van con prostitutas. Llevan una vida recta.
—Bueno, Pa y Lo no eran así —Leonora dijo—. Pienso que huyeron
de Xishan. Querían vivir la vida de Shanghái, pero no tenían dinero, y en
realidad, eran un par de pueblerinos, completamente desesperados. Y
Tom… bien, él vio una oportunidad.
—¿Para…?
—Para usar sus habilidades. Eso es lo que Tom hacía, lograba que
la gente hiciera cosas para él. Y aquí estaban estos dos chicos del campo,
que todo lo que querían era ir a tomar, con prostitutas y apostar sin que se
los llevaran para ser reeducados por otros chamanes, y tenían estos
poderes asombros. Así que Tom los tomó bajo su ala.
—Un momento. —Crane estaba frunciendo el ceño—. ¿Cuándo pasó
esto? No recuerdo nada así.
—Tú estabas en el norte ese año, jugando al tonto con aquel
caudillo. Empezó después de que te fuiste, y terminó mucho antes de que
regresaras. —Leo respiró hondo—. Pa y Lo eran estúpidos, codiciosos y
ociosos, pero no eran particularmente malos. No al principio. Pero les pasó
algo. Corrupción. —Su mirada se hizo distante—. Se volvieron malos
rápidamente. Se volvieron unos borrachos desagradables. Les gustaba
trabajar para Tom muchísimo.
—¿Haciendo qué?
—Recordarle a la gente de pagar sus recibos. Haciendo tratos.
Resolviendo problemas. Esa clase de cosas.
—¿Los chamanes hicieron esas cosas? —Merrick sonó sorprendido.
Leonora se encogió de hombros impaciente.
—Tú sabes cómo era Tom. Los abastecía de bebidas, mujeres y
opio, y los dejaba apostar en sus establecimientos, y ellos hacían lo que él
necesitara. A mí no me gustaban. Eran los mismos de siempre al principio,
pero cambiaron. Empezaron a darme miedo con el tiempo.
—Tal vez los chamanes chinos tienen una razón para sus reglas —
dijo Esther levemente.
—Y entonces Rackham se metió en problemas. Trabajaba con Tom
y con ellos, como una especie de intermediario. Y pidió ayuda, y Pa y Lo
fueron y… la chica murió. —Se mordió el labio—. Ellos la mataron.
—¿Los chamanes? —dijo Crane—. ¿Los chamanes mataron a una
muchacha?
Leonora asintió, mirando fijamente sus manos.
—No sé si era su intención. Dijeron que fue un accidente. Pero ella
murió. Así que Tom los ayudó a… ya sabes.
—¿Encubrirlo? —Crane pudo sentir los ojos de Stephen sobre él y
sintió la desconocida y poco grata espina de la vergüenza.
—Pero alguien lo descubrió de todas formas. Otro chamán vino con
Tom. Sabía todo. Dijo que Pa y Lo serían llevados para ser castigados y
que Rackham sería colgado por asesinato. Dijo que Tom sería castigado
por corromperlos. Estaba enojado y los amenazó y… —Se lamió los
labios—. Entraron en pánico. Pa, Lo y Rackham. Supongo que él no
esperaba que ellos lucharan, pero lo hicieron. Lo mataron.
—Otro chamán. Mientras estuve en el norte. —La voz de Crane sonó
hueca a sus propios oídos, y una horrible sospecha se formó en su
cabeza.
—Él había venido solo. Los chamanes normalmente trabajan solos
en China —Leonora le explicó a Esther—. Y Rackham dijo que si
poníamos su cuerpo en una caja de hierro, y la arrojábamos a la bahía, no
podría ser rastreada. Así que eso es lo que hicimos. Y…
—Un momento. —La misma sensación desagradable, obviamente,
acababa de tocar a Merrick—. El chamán, misia. Usted no está diciendo
que…
—Xan Ji-yin —dijo Crane—. ¿Tom mandó matar a Xan Ji-yin?
¿Tom?
—¡Él no lo mandó matar! Solo… pasó.
—¡Hideputa! —Crane se puso de pie de un salto y caminó enfadado
hasta la ventana—. Le pido perdón, señora Gold. Lo siento.
—No se preocupe por mí —dijo Esther con sequedad—. Enmiéndese
contándome quién era este hombre.
Crane enterró los dedos en su pelo.
—Uno de los chamanes más poderosos e influyentes de Shanghái.
Su desaparición todavía era un escándalo cuando nosotros regresamos de
Manchuria. Nunca dejaron de buscarlo. Imagínese golpear al Arzobispo de
Canterbury en la cabeza y tirarlo al Támesis.
Esther silbó, algo impropio de una dama.
—¿El cuerpo no fue encontrado?
—No para cuando partimos, y eso fue hace menos de un año. Eso
debió pasar cuándo, ¿hace trece años?
—¿Pero y las astas? Pensé que pasaban cosas terribles si uno no
enterraba apropiadamente a los chamanes.
—Usted dijo algo de que sus almas se convertían en vampiros. —La
voz de Stephen sonó profesional y objetiva—. Eso está más bien cerca de
este asunto de Java, el anitu. Las almas de los muertos que toman forma
de animal para matar.
—¿Tú piensas que es este tipo Xan quien posee las ratas? —dijo
Esther pensativa—. Bueno, eso sería interesante.
—Esa no es la palabra —Crane dijo con rudeza—. Sin duda eso no
es posible. ¡Ocurrió al otro lado del mundo!
Esther se encogió los hombros.
—¿Qué hizo este precioso par, y Rackham, después de matar al
arzobispo?
—Tom se deshizo de ellos. Envió a Pa y a Lo al otro extremo de
China y puso a Rackham en una barco rumbo a Macao, les dijo que nunca
más regresaran. Jamás volví a escuchar de Pa o Lo. Rackham regresó
unos cuantos años después, tras la muerte de Tom, con su vicio del opio.
—Leonora miró a su alrededor en vano—. Pensé que se había acabado.
Lo había olvidado.
Crane se sentó y se cubrió el rostro con las manos.
—Lo olvidaste.
—Bien, ¿qué querías que hiciera? —dijo Leonora con brusquedad—.
¿Que mandara drenar la bahía y le entregara los huesos a su pariente más
cercano? ¿Que fuera a un convento de monjas? ¡El hombre está muerto!
—¿Quién es su vengador? —preguntó Stephen.
Leonora movió la cabeza.
—No lo sé. Tenía aprendices, seguidores. Podría ser cualquiera.
—¿Usted no está de acuerdo? —Stephen le preguntó a Crane,
observando su rostro.
—No siento que esté bien. No puedo evitar pensar que se hubieran
hecho mucho más fuertes si fueran seguidores de Xan. Se hubieran
llevado a Pa, Lo y Rackham de regreso para castigarlos, los hubieran
confrontado a ustedes directamente. Habría esperado, más bien, que
hicieran un despliegue artístico de ello. Este asunto con las ratas es
venganza, no justicia. En especial por las muertes de la carretera Ratcliffe.
Eso no es lo que los chamanes —los verdaderos chamanes—, harían.
Esther asintió.
—¿Qué hay con la muchacha?
—¿Qué muchacha? —preguntó Leonora confundida.
—Esa, cuya asesinato escondió su esposo —Stephen dijo. Crane se
sintió haciendo una mueca junto con Leonora—. ¿Quién era ella?
Leonora se ruborizó.
—No estaba pensando… no sé quién era. Se llamaba Arabella.
Estaba con la misión bautista. No sé nada más. Tom no me contó y yo no
quise saber.
—¿Rackham hizo matar a una chica inglesa? —dijo Crane incrédulo.
—¿Eso es peor que matar a una muchacha china? —preguntó
Esther.
—Menos común. ¿Su cuerpo también fue arrojado? —Crane le
preguntó a Leonora.
—No lo sé. Supongo.
—Correcto —Stephen dijo—. Entonces tenemos nuestra conexión
entre las víctimas. Lo que deja la posible conexión con Java… ¿alguna
cosa que recuerde, señora Hart? ¿No? Y por otro lado, tenemos dos
motivos muy claros de venganza. Necesitamos saber quién era esta
Arabella. Lord Crane, ¿podría ayudarnos? —preguntó formalmente.
Todos en esta habitación saben que follamos. Por favor, no hagas
esto. Crane se obligó a encontrar la mirada neutral de Stephen con una
similar.
—Puedo preguntar. Si alguien recuerda un nombre, ese es Cryer.
—Entonces usted y yo iremos con el señor Cryer. Esther y el señor
Merrick se quedarán aquí con la señora Hart por ahora, por las ratas. Es,
llama a los otros, por favor. Si las ratas vuelven por la señora Hart, mantén
un par de vivas para mí, y las rastrearemos. Si no, la dejaremos con Joss,
y los demás iremos en busca de cualquier conexión, y si eso falla,
voltearemos Limehouse buscando amigos o parientes de este Xan.
—Estás asumiendo la cooperación Lord Crane y el señor Merrick —
dijo Esther suavemente.
—Sí, así es —Stephen dijo—. Es mejor que se cambie, Lord Crane.
15
Especie de sopa espesa de arroz, que se come en toda Asia, y en China en particular.
16
Literalmente licor blanco. Por lo general destilado de sorgo fermentado.
—¿Mmm?
—Bueno, no sé si lo recuerdas, pero hace como tres semanas atrás
me ataste a los postes de tu cama y pasaste dos horas sometiéndome a
actos de inimaginable depravación. Y considerando que me llamas
chamán…
—Tengo un problema con la palabra “inimaginable” —Crane lo
interrumpió, un repentino calor atravesó todo su cuerpo—. Yo imagino
esos actos en detalle cada noche que no estás. De hecho, he imaginado
unos cuantos más a lo que tengo toda la intención de someterte en cuanto
tenga una oportunidad.
—¿En serio? —murmuró Stephen, moviéndose más cerca—. ¿Como
qué?
—Eso es para que yo lo sepa y tú lo descubras cuando estés
encadenado a mi cama. Y me refiero a encadenado. Con hierro, la próxima
vez. Te quiero indefenso. —Sintió el estremecimiento de Stephen por
encima del movimiento del carruaje—. Desnudo, indefenso, suplicante. Y
absolutamente vulnerable a cualquier cosa que elija hacerte.
Stephen tragó saliva.
—Te encanta ponerme a tus pies, ¿cierto?
—Me gusta que sepas quién es tu amo —Crane dijo—. Es lo justo. El
resto del tiempo me tienes tan completamente esclavizado, que bien
podría llevar un collar con tu nombre.
—¿Qué? Lucien… ¡Ah, maldita sea! —Stephen dijo cuando el coche
se detuvo.
Crane siseó, intentando hacer bajar su excitación.
—Lo juro, tendremos una conversación como se debe en algún
momento de este día, así tenga que matar a alguien para hacer que
ocurra. ¿Supongo que no podemos irnos a casa?
—Vamos. —Stephen bajó del carruaje de un salto—. Acabemos con
esto de una vez.
Pescaron a Town cuando estaba saliendo de sus aposentos para ir a
almorzar. Crane se sorprendió al darse cuenta de que aún no era
mediodía. La mañana pareció haber sido eterno.
—Qué gusto verte, querido amigo —Town le dijo a Crane—. Y señor
Day, encantado de verlo de nuevo. Eh, ¿entendí que sus intereses están
puestos en Java? —Le dio una mirada interrogativa y divertida a Crane.
—Tal vez no haya sido estrictamente exacto contigo la última vez
que nos vimos —Crane dijo—. Necesito que hagas memoria, Town.
¿Podemos entrar?
Town arqueó las cejas incluso más alto, si es que eso era posible,
cuando los hizo pasar a sus habitaciones.
—Mi querido amigo. ¿Huelo una historia?
—Una endiablada. Toda tuya más tarde. Por ahora, necesito algunas
respuestas. ¿Recuerdas cuando Xan Ji-yin desapareció?
—Difícil de olvidar —Town dijo—. La conmoción duro meses.
Tuvimos tres o cuatro rondas de guardias y chamanes haciendo
preguntas. ¿Tú sí?
—Yo no me encontraba ahí. Estuve en el norte como por un año o
más, me perdí todo el asunto.
—Por supuesto. Sí, lo recuerdo. Bien, espero que no me pidas que te
cuente qué le pasó, porque eso sobrepasa hasta lo que yo sé.
—¿Qué piensa que le pasó? —Stephen preguntó.
Town le dio una mirada astuta.
—No podría especular. Hubieron quienes dijeron que fue
transportado, transfigurado, elevado en cuerpo por el Emperador de Jade
en los Cielos, saben. Otros creyeron que había caído en desgracia con el
emperador. Jamás escuché una historia convincente. ¿Y tú?
Crane negó con la cabeza.
—En cualquier caso, no te estoy pidiendo que resuelvas ese
misterio. Esto es algo más, pero que ocurrió por el mismo tiempo. ¿De
casualidad conociste a alguna persona de la misión bautista?
Town se puso un dedo en los labios carnosos.
—Misión. ¿Esa grande en la montaña? Sí…
—Había una muchacha, o mujer, llamada Arabella —Crane dijo—.
Ella también desapareció, justo antes que Xan. Tengo la esperanza de
descubrir su nombre.
Town dio unos cuantos pasos hacia la ventana pensativo.
—Arabella. Arabella… Uno no era de primeros nombres con las
damas, naturalmente.
—Ciertamente, no —dijo Crane—. Pero no puedo imaginar que más
de una desapareciera justo antes que Xan.
—No, por supuesto que no. —Town giró para darles la cara—.
¿Puedo preguntar por qué?
—Más tarde. Es un poco urgente.
Town arqueó las cejas una vez más.
—¿Una chica que ha estado perdida por trece años es urgente?
—Es complicado —Crane le aseguró—. Necesito saber quién era.
—¿Era? ¿Está muerta?
Crane titubeó y se encogió de hombros.
—Eso es lo que tengo entendido. ¿Tú la conociste?
—Vagamente. —El rostro normalmente alegre de Town se puso
serio—. Cielos, Vaudrey, no esperaba que volvieras a tocar ese tema otra
vez. Fue algo terrible. —Caminó de arriba a abajo por la sala, entonces se
detuvo y colocó la mano en el respaldar de una silla como buscando
apoyo—. Desapareció, como dijiste. Un muchacha muy encantadora, muy
religiosa, por supuesto, pero tan llena de vida. Estaba en la misión para
llevar esperanza y alegría, no como la mayoría de los cuervos y gavilanes
que se posaban ahí. Ella resplandecía como el sol. Y entonces
desapareció, y hubo un escándalo por unos días, y luego Xan desapareció
y nadie se volvió a preocupar por ella. Los oficiales, los agentes, las
personas… todos los recursos estuvieron dirigidos a encontrar a Xan. Ella
fue olvidada. La misión continuó buscándola, por un tiempo, pero hubo
rumores malintencionados, calumnias en realidad, acusaciones de un
hombre —la basura de siempre—, y fue fácil que todos las creyeran y se
olvidaran de ella. Y la vida continuó y nadie la recordó. Tú debes ser la
primera persona que la menciona en años.
—¿Cuál era su nombre? —Stephen preguntó.
—Peyton. Arabella Peyton.
—Peyton. ¿Nuestro Peyton? ¿Ella era su..?
—Hermana —Town dijo—. O quizás no. Tal vez era demasiado
joven. Su prima, su sobrina, no lo sé. Ella era su única familia, por lo que
supe. No tenía a nadie más. Solo eran ellos dos. Fue a Shanghái para
estar con él así como para servir a Dios. Y cuando desapareció, bien, le
carcomió la cabeza, especialmente con toda la gente diciendo que había
huido con un hombre. Él nunca creyó eso. Tuvo que dejar de buscarla con
el tiempo, mantuvo la fachada social, así como estaba, pero nunca la
olvidó. Y no creo que perdone a su asesino. No. Jamás.
Crane asintió.
—Gracias, Town. ¿Puedo pedirte, encarecidamente, que mantengas
esta conversación para ti? Te contaré toda la historia en su momento, pero
por ahora no es tema para tocar, y en especial con Peyton. ¿Crees que
esté en Los Comerciantes?
—Se aloja en Hammersmith. La calle King, si no me equivoco.
Deberías ir allá primero. Él nunca está en el club para el almuerzo. Espero
que no estés planeando revivir recuerdos dolorosos, Vaudrey, pienso que
ya ha sufrido demasiado.
—No planeo nada —Crane dijo—. Solo quiero conversar con él.
Hasta más tarde.
—Adiós querido amigo. Un gusto verlo otra vez, señor Day.
CAPÍTULO CATORCE
̰
SALIERON JUNTOS DE LA casa hacia la abrasadora luz del sol cuando el
reloj tocaba el mediodía.
—Entonces, ¿Hammersmith? —Stephen preguntó.
—Vamos por Los Comerciantes, primero. Está de camino, y
podremos conseguir su dirección sin tener que adivinar el número de la
casa. Bueno. Peyton. La pequeña mierda.
—Tal parece que tiene una razón. Al señor Cryer claramente le
gustaba la señorita Peyton mucho. ¿Tú la conociste?
—Yo no me mezclaba con la gente de la misión por obvias razones.
¿Puedes hace esa cosa del silencio mientras caminamos? ¿Para poder
hablar?
Stephen titubeó, entonces movió rápidamente los dedos y el ruido de
la calle disminuyó bruscamente. Todavía llevaba puesto el anillo del Lord
Urraca, Crane notó, y sintió un latido de esperanza.
Tomó aire profundamente.
—Escucha. Siento que… siendo un día de dolorosas verdades…
necesito decirte algo.
—¿Qué? —la voz de Stephen sonó cautelosa.
Crane sintió la garganta incómodamente seca, y por una vez, las
palabras no le salieron. No tenía idea de qué decir o hacer exactamente,
sin frases ensayadas; solo sabía lo que tenía que decirse.
Al diablo, Vaudrey. Habla.
—Mira. Estoy bastante seguro de haberte dicho lo increíble que eres.
Sé que lo he hecho. Mágico, infinitamente follable, y extraordinariamente
valiente. También soy muy conciente de que tú eres mejor hombre de lo
que yo seré jamás. Estoy más o menos seguro de que no tienes idea de lo
glorioso que eres, lo que para mí es afortunado, porque mientras más
tiempo paso contigo más consciente soy de mis muy obvias fallas. Y me
doy cuenta que tú no confías en mí completamente… no, déjame decirlo
—insistió cuando Stephen intentó interrumpirlo—. Me doy cuenta, y no te
culpo, pero quiero… quisiera… que me dieras la oportunidad de
demostrarte que sí puedes hacerlo. No voy a regresar a Shanghái mientras
me quieras aquí. De hecho, no voy a dejar este maldito país a menos que
tú estés conmigo en el barco. Al parecer soy particularmente inepto para
entender tus necesidades cuando no estamos en la cama, y sé que me he
equivocado muchísimo hasta ahora, pero… no huyas de mí, por favor. No
desaparezcas.
Levantó la mirada al cielo límpido y sin nubes para evitar el rostro de
Stephen.
—Recuerdo cuando Tom vio a Leo por primera vez. No la primera,
pero es que ella había cambiado, prácticamente, de la noche a la mañana
de ser una adolescente desgarbada a una belleza, y nosotros asistíamos a
una fiesta en el recinto de su padre. Se veía tan maravillosa, y luego Tom
estuvo silencioso por lo que parecieron horas, y entonces me dijo “Mi vida
cambió esta noche”. Bien, él tuvo más sentido común que yo, o vio las
cosas con más claridad. Mi vida cambió hace cuatro meses, y fallé
aparatosamente en entenderlo hasta hace poco, y por esa razón… tal vez
haya omitido decir que te amo. —Respiró hondo—. Eso es todo.
Caminaron por las calles abarrotadas, lado a lado en silencio, Crane
limitando su paso al de Stephen. Cuando Stephen habló, su voz sonó
estrangulada:
—¿Hay alguna razón para que hicieras esto en público, cuando ni
siquiera puedo tocarte, mucho menos… mucho menos decir algo
apropiadamente?
—Bueno, sí. Ya sé lo que piensa tu polla. Me gustaría saber lo que
piensa tu cabeza, también. O tu corazón.
Stephen continuó caminando, con la cabeza gacha y las manos en
los bolsillos. Crane podía sentir la tensión, yendo a su lado.
–Oh, Dios —dijo por fin—. Qué patético soy. Tú sabes perfectamente
bien que soy tuyo, Lucien, o deberías saberlo. Tengo tu tatuaje, Dios del
Cielo. Estoy marcado de por vida. Y eso me asusta, me aterroriza. No
tengo idea de por qué piensas que soy valiente, cuando soy un vil cobarde.
Tengo tanto miedo de creer que esto, tú y yo, pueda durar, porque si no es
así, no creo que pueda soportarlo, por lo que sería más fácil no empezar
nada, pero ahora es demasiado tarde. —Tragó saliva—. Y no es que no
confié en ti. Es solo que… me cuesta creer que alguien como tú pueda
querer realmente a alguien como yo. No, ahora es mi turno, déjame
terminar. Eres extremadamente atractivo y elegible, y yo no lo soy. Y tal
parece que no hago más que tomar de ti…
—No, no puedo dejar pasarlo, eso es realmente mierda. Por lo que
más quieras, hombre, apenas puedo darte la hora sin pelear. Merrick dice
que te sostienes del puro orgullo.
—Dale las gracias de mi parte. —Stephen hundió la mano en su
pelo—. De cualquier manera esa no era la cuestión. Ya no estoy seguro de
cuál era. Ah, diablos. Te amo, Lucien. No sería tan angustiante si no lo
hiciera.
Crane dio dos pasos más sintiendo la reveladora felicidad esparcirse
por todo él, y tuvo que controlar la voz cuando observó:
—No, tienes razón, fue una terrible idea hacer esto en público.
¿Supongo que no puedes hacernos invisibles?
—Tienes que estar bromeando —Stephen dijo—. Levanta la mirada.
Crane miró, y gruñó en voz alta cuando vio las urracas. Estaban
apiñadas en las lámparas de gas, los bordes de los techos y los
barandales, dando vueltas en el cielo buscando dónde posarse. Unas
cuantas aterrizaron frente a él, en el pavimento, mirándolo con sus
brillantes ojos negros.
—Oh, por… ¿puedes hacer que se vayan?
—No me eches la culpa, yo no las llamé. —Stephen le estaba
sonriendo con ese familiar diente torcido pellizcando su labio superior y
una luz en sus ojos dorados que hizo que el corazón de Crane diera un
bandazo—. Y sospecho que cualquier cosa que intente hacer iluminará la
calle como una hoguera y atraerá a todos los practicante de millas a la
redonda. Me siento algo explosivo.
—Tú y yo, también. Me gustaría muchísimo ponerte las manos
encima.
—Yo quiero ponerte la boca encima —dijo Stephen de manera
increíblemente directa considerando que no estaban en la cama, y ahora
no solo fue el corazón de Crane el que estuvo palpitando—. Cuando esto
acabe, ¿podemos irnos lejos? ¿A tu sitio de caza otra vez?
—Tan pronto como quieras. ¿Cuánto tiempo te puedes tomar?
—¿Cuánto tiempo quieres?
—El resto tu vida. —Crane observó que Stephen abría los ojos
enormes—. Por ahora, ¿qué tal dos semanas?
—Hecho —dijo Stephen—. Y… hecho.
—Dios, mi dulce muchacho. Te amo. Creo que necesito decirlo
muchas veces.
—Siempre. —La voz de Stephen sonó un poco temblorosa, tenía los
ojos brillantes.
Hubo un revoloteo de plumas cuando un grupo de urracas los
alcanzó, cinco aterrizaron en fila en las barandales, cuatro justo frente a
ellos en la vereda. Crane contó automáticamente y no pudo evitar sonreír.
—Mira eso. ¿Acaso las malditas cosas saben la rima?
—Espero que no. Es nueve para un funeral, ¿correcto?
Crane dejó que su mano rozara el brazo de Stephen.
—Intenta: “Nueve para un amante tan sincero como sea posible”.
—Oh, me gusta tu versión más. —Stephen chocó suavemente contra
él, un pequeño toque, nada que un observador pudiera objetar—. Aquí
está Los Comerciantes.
Crane aminoró el paso cuando estuvieron cerca del edificio cuadrado
de ladrillo.
—Quiero que este asunto se acabe. Creo que puedo sentirme
apenado por Peyton, sabes, y eso es algo que no digo con frecuencia.
—Yo también. Pero apuesto que el señor Trotter no. Lucien, quiero
que vengas a Hammersmith conmigo. No tienes que hablar con Peyton, o
siquiera ser testigo de la conversación, ya que dudo que vaya a ser bonita,
pero quiero que permanezcas cerca. Y puedes borrar esa sonrisita. Me
refiero a las ratas.
—¿Ratas? ¿Yo?
Stephen se encogió de hombros.
—Fuiste amigo de Hart. No sé qué tan lejos llegue esto. Dame el
gusto.
Crane levantó una mano agradecido.
—Si insistes en que no muera horriblemente, supongo que tendré
que darte el gusto. —Entró primero al relativo frío del vestíbulo y saludó al
portero con una inclinación de cabeza—. Hola, Arthurs. ¿Podrías
indicarme la dirección del señor Peyton?
—Ciertamente, mi lord, pero, ¿usted quiere hablar con él? Está
almorzando arriba.
Crane le echó una mirada a Stephen.
—¿En verdad? Qué suerte. Sí, iremos arriba, no importa la dirección.
—¿Qué quieres hacer ahora? —Stephen preguntó tranquilamente—.
Quédate aquí abajo si te afecta en lo personal.
—No, iré contigo. Quizá sea más fácil conversar en privado de esa
manera.
Se dirigieron escaleras arriba juntos, Crane dividido entre hacer una
mueca de disgusto por el trabajo en ciernes y la tentación de dirigirse al
bar y ordenar champaña. Había sido, sin duda, un momento
extremadamente inapropiado para sacar el tema de su relación, pero
ahora… No tendría que volver a ver esa mirada de dolor y soledad en los
ojos de Stephen. Podría quitarle la preocupación del dinero, el miedo a ser
arrestado, la silenciosa y constante inquietud de un futuro solitario. Podría
agasajar a Stephen como se merecía, y definitivamente, encontraría la
manera de asegurarse de que el pequeño cabrón estuviera acurrucado en
su cama todas las noches, que regresara a él, en lugar de desvanecerse
sin decir una palabra hacia peligros inexplicables. Mi pequeño hechicero.
Suprimió la urgencia de silbar.
—Te ves como el gato que se tomó la leche —Stephen dijo bajito.
—Eso viene más tarde. Este es el comedor.
El salón de ventanas pequeñas y muebles de madera oscura parecía
particularmente sombrío contra la brillante luz del sol afuera. Peyton
estaba sentado solo, leyendo el periódico. No pareció contento de ver a
Crane cuando se acercaron a su mesa.
—Vaudrey. Oh, perdón, Lord Crane —dijo con su habitual
desprecio—. Y su pequeño amigo.
—¿Podemos hablar con usted?
Peyton se encogió de hombros.
—Si tiene que hacerlo. ¿Qué ocurre?
—En privado, por favor —Stephen dijo.
—No quiero hablar con ustedes en privado. —Peyton sacudió el
periódico intencionadamente—. Estoy esperando mi almuerzo.
Stephen puso una mano en la de Peyton.
—Escúcheme. Levántese y venga con nosotros ahora.
Peyton se levantó inmediatamente y obedeció cuando Crane los
condujo a uno de los pequeños estudios. Stephen entró al último, cerrando
la puerta, mientras Peyton parpadeaba sorprendido de encontrarse ahí.
—Señor Peyton, hábleme de Arabella.
Peyton lo quedó mirando.
—¿Quién?
—Su pariente, Arabella.
—¿Qué hay con ella?
—¿Cuándo descubrió que estaba muerta?
Peyton frunció el ceño.
—Bueno, cuando mi hermana me escribió, por supuesto.
—Su hermana —repitió Stephen.
—Sí, María. La tía abuela Belle vivía con ella hasta que cayó de su
percha. ¿Qué diablos tiene que ver mi familia con usted?
—¿Familia? —dijo Crane.
Stephen le sostuvo la mirada a Peyton.
—Quiero saber sobre su pariente femenina de la misión bautista de
Shanghái.
—Nosotros somos anglicanos —Peyton dijo—. Yo no tengo parientes
en Shanghái. Nunca los he tenido. Y…
—¿Tiene muchos aquí?
—Cuatro hermanas y sus hijos. Mire, no sé…
—Mierda —dijo Crane—. Mierda. Stephen…
—Lo sé. Señor Peyton, ¿usted estuvo en Shanghái cuando Xan Ji-
yin desapareció?
—¿Qué?
—¡Respóndame! —Stephen gritó, sobresaltando a los otros dos
hombres.
—Sí, yo… —Peyton empezó con tono herido.
—¿Recuerda a la muchacha que desapareció de la misión bautista?
—¿De eso se trata todo esto? ¿De la hermana de Town? Dios, sí,
huyó con un hombre, ¿no? Al menos, yo escuché…
Stephen giró y salió a toda velocidad por la puerta, con Crane
pisándole los talones. Bajaron la escalera dos escalones a la vez, y Crane
casi tropezó con Stephen, cuando este se detuvo en el arranque.
—Envíale una nota a Esther al consultorio —dijo breve—. Diles que
nos encuentren en los aposentos de Cryer. Dame el alcance.
—Toma un coche. —Crane buscó en su bolsillo por un puñado de
monedas—. Lo siento, Stephen.
—Es mi responsabilidad. —Stephen cogió el dinero y se lanzó a la
calle.
Crane garabateó la nota y le pagó al mensajero generosamente para
que la llevara tan rápido como pudiera, luego llamó un coche para él,
maldiciendo groseramente. No se le había ocurrido dudar de Town: el
hombre siempre había sido parte de la escena, un chismoso confiable,
alguien gracioso. Examinó y repasó los eventos; él no había tomado parte
en ninguno.
Pero los había enviado en una búsqueda inútil, tras un hombre que
sabía que le desagradaba a Crane. Y Crane debía haber sabido que había
algo mal con su historia del hombre solitario y su único pariente porque él
había conocido al maldito sobrino de Peyton, maldita sea —en este punto
se dio un cabezazo contra el costado del coche con fuerza—, y ahora
había le había fallado a Stephen totalmente. Mierda.
Creía, sin embargo, parte de la historia de Town. La hermana
amada, la vida de amargura. Eso había sonado muy verdadero. Podía
imaginar lo que se sentiría que una persona amada desapareciera para
siempre —lo había imaginado, se dio cuenta, aquella vez que Stephen se
fue tras un brujo y no regresó por cuatro días, sin decir una palabra. Y
tener a hombres como Peyton lanzando ocasionales calumnias sobre el
honor de la hermana amada, tuvo que haber sido hiel en la herida, incluso
antes de que Town supiese que estaba muerta.
¿Quién se lo dijo?
El coche se detuvo, y Crane subió corriendo las escaleras al
apartamento de Town. El ama de llaves lo dejó entrar sin discutir, tenía la
mirada vacía. Stephen estaba usando la fluencia con abandono, al
parecer.
La puerta de Town estaba abierta.
—No entres —Stephen gritó desde el interior cuando Crane se
acercó resuelto—. Hace tiempo que se fue. Estoy intentando determinar a
dónde. No soy bueno con eso, necesito la nariz de Esther. ¿Puedes
quedarte afuera? Estás afectando todo.
Eso, dejando la discreción de lado, significaba que Stephen estaba
interrogando el éter buscando trazas de Town. En ocasiones había
mencionado que la presencia etérica de Crane era extremadamente fuerte,
al tirar de las imperceptibles corrientes hacia él. Yu Len, un chamán chino,
siempre había dicho que Crane tenía un ch’i poderoso, pero nunca había
sido un problema, en realidad.
Sintiendo que había hecho suficiente daño por un día, Crane se retiró
obediente a la calle y se quedó parado, esperando, estimando cuánto
tiempo le llevaría a los otros justicias llegar, preguntándose qué harían con
Leonora. En lo que realmente quería pensar era si Stephen estaría de
acuerdo en mudarse a las habitaciones de Crane en el Strand, pero bajo
las actuales circunstancias eso se sentía como tentar al destino.
Estaba mirando fijamente al camino, cuando un coche se detuvo más
allá y Monk Humphris bajó.
Monk parecía inquieto y preocupado, como había ocurrido por
semanas. Caminó decidido hacia los aposentos de Town, el ceño fruncido.
Crane levantó una mano a manera de saludo, y, ya que eso falló en
atrapar la atención del hombre, lo llamó:
—¡Hoi, Monk!
Monk levantó la mirada y lo vio. Toda su cara cambió a una máscara
de horror cuando reconoció a Crane afuera del edificio de Town. Entonces
giró y huyó calle abajo.
Crane estuvo detrás de él antes de tener tiempo de pensarlo. No fue
una decisión racional. Monk corrió y Crane lo persiguió, poniendo su mente
al día con su cuerpo mientras corría.
Probablemente era estúpido. Probablemente sin sentido. Pero
Stephen podría seguirlo si tenía que hacerlo, y más le valía atrapar a Monk
y encontrarlo irrelevante a permitir que se le fuera otra pista.
Y no es que no tuviera sentido. ¿Por qué correría Monk si no tenía
que hacerlo? El calor ardía en la nuca de Crane y caía a plomo sobre su
traje gris claro, que se estaba empapando rápidamente. Merrick lo mataría.
Stephen le había dicho hacía tiempo: “no Savile Row”, cuando se
encontraran corriendo por sus vidas; cuando sus zapatos caros se
deslizaron por las piedras del pavimento, recordó la verdad de esas
palabras.
Monk se estaba cansando ahora, estaba doblando los hombros y
bajando la velocidad. Volteó la esquina hacia un callejón con
desesperación. Crane le agregó velocidad, teniendo la ventaja de sus
piernas largas como siempre, dio la vuelta a la esquina, saltó una pila de
basura que Monk había derribado en el camino, y sujetó al hombre por el
hombro.
Jadeando, Monk se volteó. Intentó pelear, pero se veía exhausto.
—Detente —Crane dijo respirando con fuerza—. ¿Qué carajo,
Monk?
—Lárgate —Monk logró decir entre jadeos—. En nombre de Dios,
vete, hombre. Corre. ¡Corre!
—¿Por qué?
Monk lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Tomó aire una
única vez. Entonces sus pupilas se contrajeron, desvaneciéndose en un
puntito, de manera que sus ojos quedaron vacíos y fijos. Algo terrible,
miedo y dolor, pasó por su rostro y se desvaneció, dejando tan solo una
aceptación impasible. Concentró su mirada ciega en Crane, y siseó:
—Chamán.
—¿Qué? —dijo Crane—. No es cierto.
—Chamán —repitió Monk, oliendo, su nariz se agitó con una odiosa
movilidad, la codicia floreció en sus ojos muertos.
—No. —Crane retrocedió un paso, queriendo correr, dándose
cuenta, de pronto, del gran error que había cometido—. ¿Monk?
—Poder —Monk habló en shanghainés—. Fuerza, alegría y ch’i.
Tanto. Sí, este estará bien.
Estiró una mano como una garra. Crane retrocedió otro paso,
obedeciendo, por fin, sus instintos que le advertían a gritos, giró y salió
corriendo, solo para encontrarse con Town Cryer, que lo sujetó por un
brazo.
—Tú, estúpido tonto —dijo Town, y todo se hizo negro.
CAPÍTULO QUINCE
̰
CRANE PARPADEÓ RECOBRANDO LA conciencia debido al dolor, y
deseó no haberlo hecho.
Los brazos le dolían como el diablo, sus hombros gritaban. Se debía,
se dio cuenta, a que tenía las muñecas atadas a la pared detrás de él, con
los brazos en alto y abiertos, tipo crucifixión. Su cuerpo, sin un apoyo,
había caído hacia delante de modo que las trece piedras17 al completo
colgaban de los músculos de sus hombros, con los brazos doblados hacia
atrás.
Tenía los tobillos atados, pero los pies debajo de él, y los enderezó
hasta que apoyaron su peso, sintiendo que el agonizante fuego en sus
hombros se mitigaba a un mero infierno.
Estaba en algún tipo de caverna. ¿Una celda? Estaba fría, oscura y
olía a tierra. Una lámpara en el suelo de tierra iluminaba las paredes
encaladas, aunque irregulares y sucias. Frente a él había una mesa
maciza, y en el rincón más alejado del cuarto una puerta de madera
oscura, reforzada con una gruesa barra del mismo material que se
asentaba en el marco.
Monk caminaba alrededor de la celda farfullando, pero eso no era
Monk. Crane no necesitaba ser practicante para saberlo. La manera en
que se sacudía, la odiosa crispación de la cara, la luz en los ojos sin vida,
nada de eso pertenecía al cuerpo que se sacudía como un títere
desgarbado.
¿Hay alguien ahí?
Town estaba de cuclillas contra la pared, a la manera china, con las
manos en el rostro.
—Oi —Crane dijo—. ¿Qué diablos es esto?
Town levantó la vista.
—Vaudrey. Tenías que interferir, ¿no? No podías irte nada más. ¡Te
dije que fueras a Hammersmith, maldita sea! ¿Por qué no fuiste a
Hammersmith?
—Suerte de mierda. —La voz de Crane sonó ronca y seca—.
Intentaste matar a Leo Hart. Con las ratas.
17
1 piedra equivale a 6.35 kilos en el sistema imperial de medidas.
—Se lo merece.
—Una mierda que se lo merece. Rackham, esos dos presuntos
chamanes sí, pero Leo no, y no una casa llena de gente en la carretera
Ratcliffe.
—¿A quién le importan? —Town dijo con dureza, pero apartó la
mirada rápidamente.
—A Stephen Day. ¿Lo recuerdas? El tipo pequeño, de pelo rojizo,
uno de los hombres más peligrosos de Londres, está viniendo hacia aquí
para arrancarte la columna por el culo. Así que, ¿quién está en Monk? —
Crane miró las horribles y locas sacudidas del hombre—. Xan Ji-yin,
presumo.
Monk tiró la cabeza para atrás y soltó un alarido. Su mandíbula
pareció desencajarse, estirándose y abriéndose como la de una culebra.
—Qué bonito. —Crane tenía que seguir hablando, porque de otra
manera podía orinarse fácilmente del terror—. Qué amigos tan
encantadores tienes Town.
—Esto es lo que pasa cuando tratas a la gente como asaduras. —
Town habló con concentrado veneno—. Ese bastardo de Hart y sus locos
asesinaron a mi hermana y a Xan Ji-yin y los arrojaron al agua como
perros muertos. Si hubieran tenido un funeral decente… Bien, esos cerdos
están pagando ahora.
—Rackham y los chamanes con seguridad han pagado —Crane
dijo—. Qué gran éxito. ¿Por qué estoy yo aquí?
—Él te quiere. —Town señaló a Monk con un rápido movimiento de
cabeza.
—¿Él? ¿Eso? ¿Por qué?
—Necesita un cuerpo adecuado. —Town se lamió los labios. Tenía
el rostro bajo control, pero los ojos llenos de horror—. Y las personas
normales no le sirven. Se mueren todas, ves. Ha pasado de cuerpo en
cuerpo, pero con toda la buena voluntad del mundo, simplemente no le
sirven una vez que empieza a usarlos, y no puede vivir en cadáveres.
Estuvo en el cuerpo de Monk por un tiempo sin que él lo notara, pero
ahora… Pobre Monk. Aunque él conoció a Bella, y le gustó. No le hubiera
importado, en verdad.
—¿En serio? —dijo Crane, observando los músculos del cuello de
Monk distorsionarse cuando la cosa en su cuerpo se enfureció.
—Y ahora te quiere a ti. Aparentemente eres un chamán. Eso es lo
que él necesita. No sabía que fueras chamán.
—¡No lo soy, maldita sea!
—Él dice que lo eres. Quiere tu cuerpo. Cuando haya acabado aquí y
tenga un huésped chamán, se irá y todo terminará, por fin. Lo siento,
Vaudrey, pero debiste haber ido a Hammersmith. Intenté decírtelo. Y eras
uña y carne con Hart…
—Yo estaba a miles de millas de distancia cuando tu hermana murió
—dijo Crane—. La primera vez que lo escuché fue esta mañana. ¡Town,
por amor de Dios, no permitas que haga esto!
Town movió la cabeza.
—Es demasiado tarde. Xan Ji-yin necesita un cuerpo con poderes de
chamán, y tú los tienes, eso es todo. —Encogió un hombro con una leve
inclinación de cabeza, un pequeño gesto que Crane había visto hacer a su
amigo miles de veces—. Lo siento, mi querido amigo. Si no peleas, pienso
que será rápido.
—La maldita cosa no va a tomar mi maldito cuerpo. —Crane apenas
pudo mover la boca del terror. Había visto cuando la posesión chamánica
redujo a Merrick a un imbécil babeante, había atacado su mente en
repetidas ocasiones, e incluso había hecho que Stephen violara sus
recuerdos una vez. La idea de que esa cosa abyecta dentro de Monk se
mudara a su propia mente lo mareó del horror y el miedo—. Estás
cometiendo un grave error. Stephen es un chamán. Uno de verdad, no una
maldita parodia como ese desecho de osero. Me tocas, y él te perseguirá
hasta la tumba. No sabrás lo que es una venganza hasta que él te de
caza.
—Sé lo que es vengarse —Town dijo—. Hart está muerto. Xan ha
matado a Rackham, Pa y Lo. Ahora va a salir de aquí llevándote puesto
como un abrigo, y así es como acabará con Leonora Hart, y espero que
Hart levante la mirada desde el infierno para verlo.
—Bastardo. —Crane se revolvió y tiró de las cuerdas, pero no hubo
suerte, las ataduras estaban apretadas y eran seguras. Town se puso de
pie y habló con Monk, en voz baja. Luego recogió una pequeña escudilla y
un cuchillo y se acercó para colocarlos en la mesa. Desabotonó uno de los
puños de Crane y enrolló la manga.
Tomó la vasija y el cuchillo una vez más.
—Necesitaremos un poco de tu sangre para esto —explicó, e hizo un
corte en el antebrazo de Crane.
Crane gritó, del dolor, y con la esperanza de llamar la atención. La
sangre corrió por su brazo, salpicando al recipiente que Town sostenía,
anormalmente rápido, en exceso, salía de la pequeña herida como si le
hubieran cortado un arteria.
—¿Magia de sangre? —gruñó—. Eres un maldito brujo sin siquiera
ser un chamán. ¡Stephen te matará, y te traerá de entre los muertos solo
para matarte una vez más, hideputa!
—Supongo que él es tu nuevo compañero de cama. —Town colocó
la escudilla llena sobre la mesa con cuidado—. Por lo general no se
quedan cuando las cosas se ponen difíciles, ¿o sí? —Tomó una venda y
empezó a enrollarla alrededor de la herida.
Crane le escupió en el rostro. Town apretó la boca mientras se
limpiaba la saliva.
—No hagas eso —dijo—. No es mi culpa.
La cosa en el cuerpo de Monk se acercó a la mesa, de frente a
Crane, cuando Town terminó de vendarlo. Su cara se movía y sacudía
continuamente, atravesada por líneas y arrugas, con los labios crispados y
balbuceantes.
Crane tiró violentamente de las cuerdas que lo mantenían atado,
sabiendo que era inútil.
Monk levantó las manos en un gesto que se vio completamente
chino, completamente chamánico, y la sangre en el recipiente empezó a
moverse, primero en ondas y luego a burbujear. El rojo se oscureció, y
aparecieron remolinos de un marrón turbio por toda la vasija.
Crane estaba revolviéndose ahora, desesperado, indefenso, gritando
con furia. Era tan condenadamente injusto que tuviera que morir hoy, o
peor que morir, que tuviera que perder la cabeza por culpa de esta criatura
sin haber besado a Stephen una vez más o siquiera haberlo abrazado. No
servía de consuelo que le hubiese dicho al hombre que lo amaba o que lo
hubiera escuchado de sus labios. Lo único que significaba era un pleno y
angustioso conocimiento de lo que iba a perder.
Nueve para un funeral.
La sangre infecta en la escudilla se elevó en la forma de una tromba
marina, de un marrón oscuro podrido, desafiando a la naturaleza, y
mientras Crane se quedó mirándola, sintió al fantasma invadiéndole.
Era asqueroso. Un asfixiante vileza sepulcral como una espesa tela
de araña húmeda sobre su cara, ojos y boca, que se arrastraba adentro de
sus oídos, al interior de su nariz, por todo su cuerpo. Intentó gritar y los
zarcillos se hundieron más hondo. En su mente podía oír un loco
murmullo, fragmentos de ira, furia y acusaciones, y un horrible regocijo
cuando la cosa esa tuvo acceso a un lugar profundo y desgarrador. El
poder se encendió en su sangre, pero le fue arrebatado con avidez,
extrayéndolo de su carne y de sus huesos, nada como lo que hizo
Stephen. Esta era una violación. Movió violentamente la cabeza porque no
podía hacer nadas más, y el espíritu del muerto se asentó para
alimentarse, empujando una película sobre sus ojos mientras él miraba
con impotente horror el recipiente con la sangre espumeante y revuelta.
El chorro dio una repentina sacudida. Volvió a enderezarse, se
estabilizó, entonces se sacudió de lado una vez más, y vetas rojas brillaron
vivamente en el marrón sucio. Monk, parado como una marioneta con los
hilos sueltos, también se sacudió, levantando la cabeza. La tromba
empezó a convulsionar con violencia, batiéndose de lado a lado,
rompiendo y restableciendo su ritmo y rompiéndolo otra vez. El fantasma
de Xan soltó un terrible y agudo alarido, y hundió unas garras impalpables
en la mente de Crane, pero, ahora, él podía sentir el otro tirón
precipitándose por sus venas en una tormenta de plumas negras y
blancas, y desde algún lugar en lo más profundo de su ser, le dio la
bienvenida, le tendió la mano y dejó que las aves tomaran el control.
Yo soy el Lord Urraca —insistió para sí mismo, entre los gritos de
Xan—. Nosotros somos el Lord Urraca. ¡Déjalas volar, Stephen, vuela con
ellas y saca a este monstruo de mi mente!
Xan le hundió la base de sus manos en un intento desesperado.
Crane gritó muy fuerte, un grito de dolor y desafío que hizo eco en los
graznidos de las aves que no estaban ahí, en los agudos picotazos, en el
trueno de los alas invisible que batían a su alrededor y a través de él.
La vasija explotó. Los fragmentos de loza salieron volando por la
habitación, y la sangre se esparció en una brillante nube roja, en la que
colgó, por una fracción de segundo, la imagen de un pájaro, antes de
disiparse en la nada. La criatura en el cuerpo de Crane le fue arrancada,
con un alarido. Crane jadeó buscando aire, la cabeza le punzaba con
repentina agonía. Monk empezó a gritar de verdad. Y la gruesa puerta de
madera explotó como golpeada por un gigantesco puño.
Stephen entró corriendo, esquivando los trozos, Esther Gold
inmediatamente detrás de él. Estiró una mano con fuerza mientras corría,
enviando a Monk hacia atrás tambaleándose, y se precipitó hacia Crane,
los ojos le centelleaban dorado y negro en su rostro blanco. Town gritó de
furia y sacó una pistola, pero un golfillo —no, Jenny Saint en pantalón y
gorra—, corrió hacia él, se elevó por el aire como si estuviera subiendo
escaleras invisibles, y lo pateó ferozmente en la cara. Town cayó, y ella
aterrizó sobre él con fuerza y le dio un puntapié en la mano, haciendo
resbalar la pistola por el suelo.
Janossi, Merrick y Leonora estuvieron adentro para entonces.
Merrick vio a su señor, juró con gusto y se acercó corriendo. Leonora lo
siguió, deteniéndose para patear a Town en las bolas con fuerza y
precisión. Stephen se alejó de Monk, mirando a Crane, empezando a
hablar, pero Crane solo tuvo ojos para el cuerpo desplomado de Monk. Su
viejo amigo se veía una vez más como él mismo, sin una conciencia
extraña ahí, y Crane junto cada pizca de fuerza que le quedaba para
bramar:
—¡Ratas!
Por una fracción de segundo hubo una total quietud. Entonces
aparecieron las ratas.
Llegaron en masa desde cada esquina y grieta. No eran las pocas
que casi habían matado a Leo, pero cientas, tropezando entre ellas,
creciendo mientras él veía, lanzándose hacia adelante con gruñidos como
perros. Se encontraron con una onda de poder de Esther y Stephen que
las arrojó repetidas veces hacia atrás, pero, con el rebote, se pararon y
avanzaron una vez más con un chillido estridente y el seco murmullo de
las garras sobre la tierra y la piedra.
—¡Libérelo! —Stephen le gritó a Merrick, cuando Esther empujó a
Leonora detrás de ella. Los cuatro justicias formaron un semicírculo frente
a Crane, hombro con hombro, lanzando energía. Una rata saltó sobre
Esther y su cráneo explotó como una naranja podrida. Detrás de ellos,
Merrick saltó a la mesa con su navaja en la mano, y empezó a cortar las
gruesas cuerdas que ataban a Crane.
—¡Hoi! —le gritó a Leonora—. Suba aquí, ayúdeme. —Sacó otra
navaja—. Y tú Vaudrey, de pie.
—Inténtalo —farfulló Crane, tensando las piernas lo mejor que pudo
para evitar que su cuerpo se desplomara.
—Mierda. —Merrick estaba trabajando furiosamente—. ¿Qué carajo
le hicieron?
—Meter ese cosa en mí. El fantasma del chamán.
—Hideputa.
—‘Stá bien,
—No es cierto —dijo Leonora sombría, cortando en la otra muñeca.
Crane miró a su alrededor. La ratas llenaban la habitación ahora, por
cientos, trepando una sobre otra con una salvaje y resuelta determinación
asesina. Los cuatro justicias sostenían sus posiciones, manteniendo de
alguna manera un espacio frente a ellos, pero había tantas ratas que la
pila de las muertas ya tenía dos pies de profundidad y las criaturas
seguían llegando. Una rata saltó por encima de las demás, y por sobre sus
cabezas, con las extremidades extendidas lista para atacar. Saint se elevó
alto en el aire para alejarla de una patada, y los otros tres gritaron:
—¡Mantén la línea! —balanceándose hacia atrás al unísono.
Crane miró hacia su izquierda y gritó:
—¡Janossi!
El hombre tenía buenos reflejos, lo que le salvó la vida. No miró a
Crane, pero a su costado, y eso significó que pudo esquivar el ataque de
Town por lo que el cuchillo que iba dirigido a su corazón le raspó las
costillas y se clavó en la carne debajo del hombro.
Janossi soltó un alarido de dolor y liberó un rayo de energía que
mando volando a Town hacia atrás, contra la pared, y mientras lo hacía,
las ratas aumentaron.
—¡Sostengan la maldita línea! —Stephen gritó—. Resonancia tres
sobre ocho y adelante.
Los cuatro justicias inhalaron aire con un siseo en violenta
consonancia. Una terrible y aguda vibración llenó la cabeza de Crane.
Leonora se tapó el oído con la mano libre, retorciendo el cuello en un fútil
intento de alejarse del sonido. El tono subió ligeramente y se convirtió en
una sensación, un zumbido en los dientes y las órbitas de los ojos. Las
ratas se arrastraron hacia atrás, vacilantes, chillando confundidas, y Saint
dio un salvaje grito de triunfo cuando los justicias empujaron hacia
adelante a una orden de Esther, haciendo volar pedazos de rata, pero las
criaturas giraron en una fluida y coordinada ola y volvieron a atacar mucho
más salvajes que antes.
—¡Corten la maldita soga de una vez! —Stephen gritó.
—Casi ahí, señor —llamó Merrick, cortando pacientemente con el
cuchillo.
Cuchillo.
Town había sostenido el cuchillo como un experto, el hombre sabía
cómo apuñalar a alguien hasta matarlo…
—¿Por qué mataron a Willetts? —Crane preguntó en voz alta.
—¿A quién carajo le importa? —gruñó Merrick—. Eso. —La gruesa
soga se rompió y las últimos fibras se rasgaron cuando Crane le dio un
tirón. Merrick se movió inmediatamente para ayudar a Leonora con la otra
soga.
—Él no necesita de un hechizo, míralo. —Él era Xan; Crane no iba a
decir su nombre en voz alta—. Y tampoco necesita un amuleto para
controlar a las ratas. ¿Así que por qué matar a Willetts? ¿Qué sabía
Willetts?
—¿La historia?
—El final —Crane dijo, con súbita certeza—. El verdadero final. La
muchacha, el recipiente de la Marea Roja. Por supuesto.
Miró a Stephen, pero los justicias estaban luchando por sus vidas
ahora, no había tiempo para hablar. Janossi cayó sobre una rodilla y
Esther lo levantó, pero le costó retroceder un paso.
—Mierda. —Crane tiró de su mano atada, pero no estaba libre ni de
cerca, así que tomó una decisión, dio la orden.
—Merrick. Mata al señor Humphris con la soga. Estrangúlalo. Sin
sangre.
Merrick dejó de cortar la soga. Miró a Crane a los ojos, con el rostro
inexpresivo.
—Ahora —Crane dijo.
Merrick dobló su navaja y la puso en la mano libre de Crane.
—¿Alguien tiene un pedazo de cuerda?
—En mi bolsillo hay un pañuelo.
—Toma. —Leonora se sacó el zapato de una patada y se quitó la
media de seda rasgada—. Espero que sepas lo que estás haciendo.
Merrick tomó la media y bajó de la mesa de un salto, sacando un
lápiz de uno de sus bolsillos. Fue hacia donde Monk se encontraba
recostado contra la pared y jaló al hombre yaciente a una posición de
rodillas. Deslizó la media alrededor de su cuello con el lápiz dentro del
lazo, y empezó a ajustar el garrote improvisado, con el rostro distante y
calmado.
—Oh, Dios, Lucien —Leonora susurró.
—Sigue cortando. —La mano de Crane temblaba tan fuerte que
hubiese corrido el peligro de rebanarse una arteria si intentaba ayudar.
Monk parecía inconsciente, pero cuando Merrick apretó la cuerda
empezó a sacudirse y a luchar, como por instinto. Todas las ratas en el
cuarto se quedaron congeladas, de pronto rígidas. Y entonces, como si
fueran una, se volcaron hacia Merrick.
—¡A la mierda! —dijo Saint, que se hallaba de ese lado de la
habitación. Retrocedió tambaleante bajo el enorme peso de la furia de los
roedores, los escudos invisibles doblándose bajo la presión. Esther y
Stephen se lanzaron de lado hacia ella, Janossi una fracción más tarde, y
ahora los cuatro justicias estaban amontonados delante de Merrick, y el
corredor de espacio protector entre ellos y las ratas se redujo a solo
pulgadas, y se dobló hacia atrás cuando las ratas se apilaron en tres,
cuatro pies de altura. Garras y dientes rasguñaban salvajemente mientras
las ratas chillaban su furia. Monk pateó y convulsionó, con ojos
protuberantes y la piel ennegrecida, los justicias gritaban todos, y la otra
mano de Crane quedó libre. Cayó hacia adelante, golpeando la mesa con
el pecho, y quedó tendido ahí, jadeante.
La lengua de Monk salió protuberante, el rostro demudado y los ojos
desorbitados, y por la manera en que se sacudía, Crane supo que sus pies
estaban golpeando el suelo. Muy pronto, quedó laxo.
Las ratas chillaron al mismo tiempo. Lo que resonó por los huesos,
ojos y cabello de Crane en una agonía desgarradora, y entonces,
abruptamente, paró, y las ratas retrocedieron, huyendo, encogiéndose.
—Jesús. —Crane se deslizó de la mesa y cayó al piso. Vio a las
ratas vivas huir por los huecos en las paredes y a las muertas desinflarse
como vejigas pinchadas.
—¡Lucien! —Se escuchó un chirrido cuando Stephen empujó la
mesa de su camino. Se veía gris del cansancio—. Lucien, ¿estás bien?
—Bien. Bueno, no bien. Vivo.
Stephen cayó de rodillas frente a él y lo tomó por la barbilla con
mano gentil. Crane se inclinó levemente hacia adelante para convertir el
roce en una caricia, conciente de los otros, pero necesitando el consuelo, y
sintió que Stephen tomaba su rostro tiernamente hasta cuando lo volteaba
de lado a lado, examinando sus ojos.
—Pensé que habíamos acordado que no te iban a matar
horriblemente. Estoy seguro de que lo dijiste.
—Dije que no iba a morir horriblemente asesinado por ratas. Nunca
prometí que dejaría que mi alma fuera comida por un fantasma demente.
—Crane estaba intentando un poco de humor, pero la voz se le quebró
traicionándolo—. Dios. Jamás había querido ver a alguien tanto en mi vida.
—Me alegro de que llegáramos a tiempo. —Stephen habló
suavemente, pero sus manos desmentían la tranquilidad de sus palabras.
Crane miró a su alrededor. Merrick estaba observándolo, ileso. Le
dio una inclinación de cabeza a Crane cuando sus miradas se encontraron.
La ratas muertas estaban amontonadas, encogiéndose con menos rapidez
que las vivas. De pronto fue conciente del asfixiante hedor de los cuerpos
fétidos, del desagüe inmundo y la orina de roedor. Janossi se había
desplomado en el piso con Leo sosteniendo un pañuelo contra su herida;
Saint vomitaba ruidosamente en la esquina. Esther estaba sentada sobre
sus talones, se veía toda arrugada y agotada,
—¿Se acabó? —dijo Crane.
—Para ellos sí —dijo Esther—. Dígame, señor Merrick, ¿por qué lo
mató? —Señaló con la cabeza hacia Monk.
—¿Hay algún problema, madam? —inquirió Merrick sin inflexión.
—No, es solo una pregunta. ¿Cómo supo qué hacer?
—Yo le dije que lo hiciera —dijo Crane—. Es mi responsabilidad. —
Se dio cuenta de que sus tobillos seguían atados. Se sentó, moviendo las
piernas hacia adelante y empezó a cortar la cuerda con la navaja. En
silencio, Stephen tomó el cuchillo de su mano y se inclinó para hacerlo él.
—¿Y?
Crane flexionó un hombro cauteloso. Tenía la garganta horriblemente
seca.
—Willetts. Ustedes especularon que fue asesinado por alguien que
necesitaba el cántico o el amuleto. Pero claramente el chamán, esa cosa,
no necesitaba de ellos. Así que, ¿por qué matarlo? Llegué a la conclusión
de que fue apuñalado para acallarlo. No por la historia que ya conocíamos
todos, pero por lo que solo él sabía. El verdadero final.
La voz se le quebró. Merrick le lanzó una licorera de metal18, y bebió
un trago de brandy puro.
—¡Cristo! La próxima vez, roba del bueno, tú sabes dónde está. —Se
la pasó a Stephen—. La primera vez que escuchamos la historia, todo
acababa cuando el recipiente que contenía a la Marea Roja es
estrangulada. Sin sangre. Pensé que quizás eso era lo que querían
esconder. El fantasma necesitó sangre para mudarse dentro de mí. Y si el
huésped era asesinado sin derramamiento de sangre… bien, Town dijo
que Xan no podía vivir en un cadáver.
—Ya veo. —Esther tomó la licorera de Stephen y se echó un trago—.
Esa fue una deducción endiablada. ¿Cómo estuvo seguro de que su
versión del final era la verdadera?
—No lo estaba. Fue un riesgo calculado.
Ella lanzó la cabeza hacia atrás con una súbita risotada.
—Magnífico. Es un placer hacer negocios con usted, Lord Crane.
Crane se obligó a controlar la voz.
18
Petaca, petaquita, pacha, caminera, chata, etc.
—El hombre que acabo de hacer matar se llamaba Paul Humphris.
Monk, le decíamos. Él no formaba parte de todo esto. Town lo atrapó para
que la maldita criatura lo usara. Intentó avisarme de que corriera antes que
esa cosa tomara control de él. Él era un amigo.
Stephen detuvo su tarea para ponerle una mano en el hombro a
modo de aviso.
Esther dijo:
—Lo siento. Pero sepa que usted no lo mató. La posesión le
destruyó la mente, y su cuerpo no hubiera sobrevivido mucho tiempo
después. Su amigo ya no existía.
—Yo lo vi esta mañana temprano —Crane dijo obstinado—. Era él.
Habló conmigo.
Stephen le acarició el brazo con gentileza.
—Cosas como esa pueden estar agazapadas en la mente, casi
inadvertidas, casi inofensivas, por muchísimo tiempo. Como una sabandija
o un cáncer. Me imagino que solo reposaba en el señor Humphris cuando
no estaba controlando a las ratas. Es solo cuando toman control del
cuerpo que destruyen a su habitante original, eliminan el cerebro, el alma y
los nervios, y los reemplazan. No hay regreso de eso.
Crane recordó el cuerpo de Monk, las horribles sacudidas.
—Lo movía como a un títere. Un títere de carne y hueso. Iba a hacer
eso conmigo, ¿cierto?
—No en mi tiempo. —Stephen cortó las últimas fibras de la cuerda,
dejó caer el cuchillo, y pasó las manos por los tobillos maltratados de
Crane con un gesto que se veía profesional y se sentía como cualquier
cosa menos eso—. Pienso, que te encuentras bien. No hubo daño. Señor
Merrick, ¿está herido?
—No, señor.
—¿Joss?
—Una herida superficial.
—Una herida sangrante —Stephen dijo—. Pudiste haber sido el
siguiente en ser poseído porque permitiste que te apuñalaran. Tienes que
prestar más atención.
—Señor.
—Y ya que estoy en el tema de atención, cuando digo tres sobre
ocho me refiero a tres sobre ocho, y no a algún sitio entre tres y medio y
cuatro —Stephen agregó—. Nunca había escuchado tamaño ruido.
¿Tenemos que repasar resonancia otra vez, Saint?
—Estuvimos algo ocupados —Saint murmuró.
—Siempre estarás ocupada. Y entonces estarás muerta porque no
puedes hacer una simple resonancia bien. Ambos irán a donde el señor
Maupert mañana, y no regresen hasta que puedan darme tres sobre ocho
por cinco minutos, ¿entendido?
—Señor —murmuraron los dos jóvenes a coro. Saint continuó—:
Pero la señora Gold no…
—Cuando puedas hacer lo que la señora Gold hace, podrás decidir
por ti misma lo que es importante —Stephen dijo—. Mientras tanto,
resonancia.
—Animen sus lecciones meditando en las palabras mantengan la
línea —Esther agregó—. Eso fue caótico, Saint. Por lo demás, sin
embargo, buen trabajo ustedes dos. Todavía nos hubieran dado una
patada en los cuartos traseros sin la ayuda de Lord Crane, por supuesto.
—Lo opuesto es significativamente más el caso —Crane dijo—.
Estoy en deuda con todos ustedes.
—Y yo también —dijo Leonora en voz baja—. Fue mi culpa, la culpa
de Tom. Lo siento.
Eso fue recibido con silencio, porque no había mucho que decir al
respecto. Crane echó una mirada alrededor.
—¿Town?
—Muerto —Esther dijo.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Veneno. Al parecer tomó algo muy desagradable y de acción muy
rápida. Sin sangre. No creo que quisiera ser el siguiente huésped de Xan.
—Jesús. ¿Qué vamos a hacer con él? —Crane preguntó—. ¿Con
todo este lío?
Stephen abrió la boca, pero Esther lo interrumpió con firmeza:
—Eso lo decido yo. Señor Merrick, necesito un hombre apto para el
trabajo. ¿Puedo contar con usted?
—Por supuesto, madam.
—Bien. Joss, lleva a la señora Hart al consultorio. Usted podrá
lavarse ahí y tomar un vestido prestado —le dijo a Leonora—. Mientras ella
se cambia, Joss, haz que te cosan, y luego la acompañas a su casa. Pero
envía por el inspector Rickaby primero y haz que venga a aquí.
¿Entendido? Steph, quiero asegurarme de que Lord Crane esté libre de
esa cosa. Acompáñalo a su casa y mantén un ojo sobre él durante la
noche, por favor. Saint, tú, el señor Merrick y yo arreglaremos aquí.
—¿Cómo es eso justo? —se quejó Saint.
—¿En qué momento te prometí que sería justo? Tienen sus tareas,
vayan.
—Sí, señora. —Stephen tenía una de sus expresiones más afables
en el rostro.
Merrick se acercó y le ofreció una mano a Crane, poniéndolo de pie.
—¿Ustedes están bien?
—Sí. ¿Ustedes?
—Por supuesto.
Crane asintió, sujetando la mano de Merrick en un instante de
silenciosa conexión. El criado le dio una palmada en el hombro.
—Váyase, mi lord. Se acabó todo.
CAPÍTULO DIECISEIS
̰
SUBIERON POR UN TRAMO de escalera hacia una casa limpia, pero
abandonada, y salieron a la luz del anochecer juntos. Crane no había
tenido idea de en dónde estaba o por cuánto tiempo había estado en la
celda, pero ahora miró su alrededor con el ceño fruncido.
—¿Estamos en Holborn?
—Cerca. ¿Puede caminar a casa? Sería lo mejor, para hacer que su
cuerpo se sienta más normal. El ejercicio es bueno para eso —Stephen
agregó recatado—. Joss, lleva a la señora Hart en un coche. A menos
que… Lord Crane…
Crane encontró un par de chelines en su bolsillo.
—Tomen. Sé buena, Leo. Te veo mañana.
—¿Estás bien, Lucien? —ella preguntó—. Se te ve terrible.
—Gracias, adai. Estaré mejor una vez que me meta en la cama.
—Estoy segura de que así será. —Le dio una sonrisa pequeñita—.
Hasta mañana, entonces.
—¿No piensas que vaya a necesitar a alguien con ella? —preguntó
Stephen cuando se alejaban—. Debe estar sintiéndose horriblemente
culpable.
—Vivirá. Leo nunca tuvo más moral que Tom, no realmente.
—Hart tenía un montón por lo que responder —dijo Stephen
sombrío—. Esa pobre alma.
—¿Monk?
—Xan.
—¿Qué?
—¿Tú crees en el infierno? —Stephen preguntó abruptamente.
—No, en verdad no. ¿Debería?
Stephen se encogió de hombros.
—Yo no creo en demonios y horcas. Pero pienso, que si tuviera que
definir lo que es el infierno, podría tomar a un hombre bueno y negarle los
ritos en los que cree, y condenar su alma a un lento proceso de locura,
venganza y corrupción hasta que no fuera más que una masa de furia y
odio y maldad pura que su verdadero ser hubiera despreciado. Pienso que
ese sería el infierno. —Dio unos pasos más, acompañado por el
horrorizado silencio de Crane—. No lo sé, por supuesto. Nunca conocí al
hombre. Quizás se volvió malo porque tenía algún vicio. O, quizás, lo que
encontramos ya no tenía conciencia de lo que solía ser. Tengo la
esperanza de que haya sido así.
Crane tragó saliva.
—Crees… hay oraciones y rituales… si se realizan, aun sin el
cuerpo, ¿crees que lo ayuden ahora?
—No tengo idea —Stephen dijo—. No haría daño.
—No. Veré que se hagan. Por Xan Ji-yin, Arabella Cryer, y el pobre y
desgraciado Monk. Y por Town, también. ¿Crees que él quiso hacer todo
esto, o que lo forzaron a hacerlo?
Stephen suspiró.
—Todo el mundo puede cometer actos de maldad. Algunas personas
pueden ser forzadas a hacerlo y algunas luchan contra ello, y algunas ni
siquiera necesitan invitación. Me imagino que el señor Cryer eligió desde el
principio; no creo que entendiera las consecuencias de su elección más de
lo que Pa, Lo y Rackham lo hicieron.
Continuaron caminando por las calles calientes, Crane se sintió
mejor con cada paso, mientras sus músculos se movían, trabajan y se
soltaban y el sol de verano entibiaba su piel. También se dio cuenta de que
sentía un hambre voraz, y no dudó de que Stephen sintiera lo mismo, pero
no tenía sentido sugerir que se detuvieran a comer. Tenía los bolsillos
pelados, y era muy consciente de las miradas de repulsión que se estaban
ganando, cuando la gente se apartaba de la pestilencia, notando,
entonces, de lo bien vestido que uno de los hombres malolientes iba.
—Dios del Cielo, quiero lavarme.
—Lavar. Comer. —Stephen le echó una mirada—. Y así.
Lo que forzó a Crane a preguntar:
—Stephen. La verdad, por favor. Esa cosa… ¿todavía podría estar
en mí?
—¿Qué? No, por supuesto que no. Si pensara que es así, no
estaríamos caminando a casa.
—Sí, pero, ¿cómo puedes estar tan seguro? ¿Qué, si dejó algo en
mí, y follamos y se mete en ti…?
—Primero —Stephen dijo con firmeza—, si hubiera logrado
controlarte, todos estaríamos muertos. Esa cosa, ¿con tu potencial?
Hubiera sido un baño de sangre. Segundo, sé que no está en ti porque yo
estuve en ti. Por lo que estoy agradecido, porque si no hubiera tenido tu
sangre en mis venas hoy, no habría sabido lo que esa cosa estaba
haciendo a tiempo, ni hubiera tenido la posibilidad de derrotarlo. Pero lo
hice, y gané, y ya no existe. Confía en mí.
Crane asintió, asimilándolo, sintiendo el miedo desvanecerse.
—Entonces, ¿luchaste con eso, peleaste por mí, en mi sangre?
—Más o menos. Encendí el poder, llamé a las urracas.
—Lo sé, lo sentí, pero… ¿eso no te hizo vulnerable a esa cosa? Si
hubiese ganado, y tú estabas en mi sangre…
—Ah, bueno, eso no hace la diferencia —Stephen dijo deprisa—. Si
algo así de malévolo se hubiese apoderado del poder del Lord Urraca
hubiera sido un desastre de proporciones épicas, así que prevenirlo era lo
importante.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Cristo, Stephen. Ven a casa
conmigo, y esta vez no te vayas.