Está en la página 1de 177

Si este libro ha llegado a tus manos, es porque quienes

participamos en su elaboración queremos que leas las historias que


tanto nos gusta y que no serán llevadas a nuestro idioma. Cuídalo y
no lo compartas descuidadamente. El nuestro, es un trabajo por
amor al arte.
Magia en la sangre. Peligro en las calles.
Lord Crane nunca ha tenido un amante tan escurridizo
como Stephen Day. Él sabe que el trabajo de Stephen como
justicia requiere secretismo, pero el mago está realizando su
acto de magia más de lo que parece razonable —sobre todo
porque Crane pronto regresará a su hogar, en China. Cuando
un extorsionista amenaza con exponer su ilícita relación, solo
hay una cosa que detiene a Crane de dejar el país que
desprecia: Stephen.

Stephen tiene sus propios problemas. Mientras investiga


una plaga de ratas gigantes que está barriendo con Londres, el
repentino incremento de su poder, aumentado por el lazo de
sangre —y sexo— con Crane, está levantando la sospecha de
que se está convirtiendo en brujo. Con todos los ojos puestos
sobre él, la amenaza de exponerse crece. Stephen podría
perder a sus amigos, su trabajo y su libertad por encima de su
relación con Crane. No está seguro de poder correr el riesgo
por más tiempo. Crane no está seguro de poder pedírselo.

Las ratas están cerca, algo tiene que…


Una para la pena
Dos para la alegría
Tres para una niña
Cuatro para un niño
Cinco para la plata
Seis para el oro
Siete para un secreto que nunca será contado
Ocho para una carta de ultramar
Nueve para un amante tan sincero como sea posible

Una para la pena


Dos para la alegría
Tres para una niña
Cuatro para un niño
Cinco para la riqueza
Seis para la pobreza
Siete para una perra
Ocho para una prostituta
Nueva para un funeral
Diez para una baile
Once para Inglaterra
Doce para Francia
CAPÍTULO UNO
̴
EN UNA CALUROSA NOCHE de verano, en una oficina pequeña y
desnuda de Limehouse, a unas calles del hedor del río y tres puertas más
allá de un fumadero de opio, Lucien Vaudrey, el Earl Crane, estaba
revisando conocimientos de embarque. Esta no era su manera preferida
de pasar la noche, pero ya que sus preferencias no habían sido
consultadas, y se necesitaba hacer el trabajo, es que lo estaba haciendo.
Repasó los recibos con el ojo amarillo de un comerciante chino,
preguntándose, no si le habían robado, sino en dónde había ocurrido el
robo. Si no lo podía encontrar, eso sugeriría que su agente allá en casa, en
Shanghái, era más inteligente o más honesto de lo que él había pensado,
y Crane no creía que el hombre fuera particularmente honesto.
Su pluma de hierro rascó el papel. Era una pluma funcional y barata,
como la sencilla mesa de operaciones y la oficina simple y escasa. No
había ninguna evidencia de riqueza en el cuarto, de hecho, a excepción
del traje de Crane, que había costado más que la casa en donde estaba
sentado.
Como Lucien Vaudrey, comerciante y ocasional traficante, se había
hecho satisfactoriamente rico, y su inesperada elevación a la nobleza le
había traído una enorme fortuna además del título. Ahora era uno de los
solteros más elegibles, para cualquiera que no supiera o eligiera hacer
caso omiso de su reputación en China, y esa misma noche estaba dejando
de asistir a tres veladas en las que tal vez habría conocido a una treintena
de mujeres que estarían más que entusiasmadas y disponibles para la
posición de la Condesa Crane. Sobre el escritorio en su casa había varias
docenas más de tarjetas de visita, invitaciones, peticiones de dinero y
peticiones de citas: un grueso fajo de laissez-passer1 para la alta sociedad
Podía elegir entre las bellezas de Londres que quisiera, mezclarse
con lo mejor de lo mejor, reafirmar su posición en lo más alto de la
sociedad, reivindicar el estatus social con el que muchos soñaban y por el
que algunos sacrificarían todo. Podía tener todo eso si levantase un dedo,
y si alguien sostuviera una pistola contra su cabeza para obligarle a
hacerlo.
Crane había pasado toda su vida adulta en Shanghái, codo a codo
con traficantes, prostitutas, apostadores, asesinos, comerciantes,
borrachos, chamanes, pintores, funcionarios corruptos, mandarines de
1
Salvoconductos.
barrios bajos, poetas, comedores de opio, y otras escorias como esas, y
amaba ese mundo sudoroso, vívido y embriagador. Las veladas educadas
y cenas elegante con personas cuyo único logro en la vida empezaba y
terminaba con sus orígenes no tenían atractivo alguno.
Así que declinaba, o ignoraba, las invitaciones porque comparado a
la alta sociedad, identificar en dónde era que habían trasquilado su
cargamento de granos de pimienta de Sichuan era una caza mucho más
gratificante.
No tan gratificante como la persecución de cierto individuo de ojos
ambarinos cuyo cuerpo pequeño, ágil y deliciosamente complaciente lo
mantenía despierto durante la noche, pero esa no era una opción en este
momento porque el pequeño diablo, una vez más, se había esfumado a
trabajar.
El carácter elusivo de Stephen era una novedad para Crane, que
siempre había encontrado más difícil deshacerse de sus amantes que
escogerlos, y que nunca había tenido una pareja que trabajara más duro
que él. Su propia inactividad era el problema, realmente, ya que si sus días
estuvieran más ocupados pasaría menos tiempo preguntándose en qué
estaría metido Stephen, pero para enmendar eso estableciendo un
negocio serio requeriría de un compromiso con Inglaterra que no se atrevía
a hacer. No cuando tenía una casa comercial muy buena en Shanghái, en
donde la vida era más fácil, más cómoda, y mucho más divertida.
No habría Stephen en Shanghái, por supuesto, pero, entonces, hasta
donde Crane sabía, tampoco se encontraba en Londres. Había
desaparecido hacía dos noches sin decir una palabra, y regresaría cuando
lo creyera conveniente.
Lo que era muy razonable. Stephen era un hombre libre, y uno con
responsabilidades que hacían que el negocio internacional de Crane
pareciera un pasatiempo poco serio. Ambos tenían trabajo que hacer, y ya
que Crane nunca había tolerado tener amantes que esperaban a que él
pusiera su negocio de lado para divertirse, difícilmente iba a exigir esas
cosas del tiempo de Stephen. Solo que era irritante que por una vez el
saco le quedara tan bien puesto2; es decir, Crane esperando a que
Stephen aparezca según su propio horario impredecible, sabiendo que no
ofrecería nada más que una sonrisa ladeada y provocativa como única
explicación para su ausencia.

2
A quien le quepa el saco, que se lo ponga; a quien le quede el guante…
Pensar en la irresistible sonrisa lobuna de su amante llevó a Crane a
considerar por un momento los usos más que interesantes que se le
podrían dar a su escritorio. Concluyó que la maldita cosa, sin duda, se
caería bajo la presión que tenía intención de aplicar tan pronto pusiera sus
manos en el fulanito, y pensando en eso, por fin, se dio cuenta en dónde
era que las cifras bien maquilladas del agente no cuadraban exactamente.
No era un mal intento, reflexionó, y un robo muy bien considerado:
suficiente para que valga la pena para el agente, y bastante tolerable para
Crane como parte de un pequeño negocio manejado de manera muy
competente. Asintió complacido. El hombre funcionaría bien.
Estiró la mano por el siguiente recibo, y se escuchó un sonoro
golpeteo en la puerta.
Qué fastidio, ya que él era la única persona en el edificio a las ocho
de la noche, lo ignoró. Hubo otro golpeteo más persistente. Luego un
llamado, a través del marco abierto de la ventana con barrotes de hierro.
—¡Vaudrey! ¡Vaudrey! Quiero decir Crane. —El visitante miró por la
ventana—. Ahí estás. Nong hao.
—Nong hao, Rackham —dijo Crane y fue a dejarlo entrar.
Theo Rackham había sido algo así como un amigo en China, como
otro inglés que prefería la sociedad local a los expatriados. Rackham era,
él mismo, practicante de magia, aunque no uno poderoso, y era él, quien le
había presentado a Stephen Day unos meses atrás.
—Qué placer inesperado. ¿Cómo estás?
Rackham no respondió de inmediato. Estaba recorriendo la sala,
mirando los mapas clavados con tachuela en las paredes enlucidas.
—¿Esta es tu oficina? Tengo que admitir que pensé que tendrías un
sitio mejor que esto. —Sonó casi ofendido.
—¿Qué hay de malo con esto?
—Está en Limehouse.
—Me gusta Limehouse —Crane dijo—. Así como a ti.
—A mí no me gusta. A nadie podría gustarle. Sitio inmundo. —Crane
arqueó una ceja, pero no se molestó en preguntar—. Sucia madriguera de
ladrones, matones y locos. —Rackham continuó—. Si fuera rico no pondría
un pie en esta maldita parte de la ciudad.
¿Entonces en dónde conseguirías tu opio? Crane se preguntó
mentalmente. Había notado las pupilas ligeramente dilatadas de Rackham,
pero ya que esa era una señal de un practicante haciendo uso de sus
poderes, tanto como de un adicto al opio, y ya que, a decir verdad, a él no
le importaba, no juzgaba.
Rackham parecía estar alimentando un resentimiento.
—Tú eres rico. ¿Por qué no actúas como uno? ¿Por qué no estás en
la grandes fiestas del West End de Londres en lugar de trabajar como un
esclavo en los muelles de Limehouse?
—A veces actúo como uno. Este saco no fue hecho en la calle
Commercial. Pero mi negocio está aquí, no en el Centro, y ciertamente no
en el West End.
—No entiendo por qué tienes siquiera un negocio. No necesitas más
dinero. —Hubo una inequívoca nota acusatoria en la voz de Rackham.
Crane se encogió de hombros.
—Francamente, me aburro, y no estaré menos aburrido en el West
End. Necesito hacer algo, y comerciar es lo que mejor sé.
—¿Por qué no regresas a China, entonces? —Rackham exigió—. Si
estás tan aburrido en Inglaterra, ¿qué haces aquí todavía?
—Cuestiones legales. Mi padre dejó sus asuntos en un estado
endemoniado. Está tomando una eternidad resolverlos, y ahora tengo unos
primos lejanos, salidos de la nada, exigiendo su tajada. ¿Por qué te
importa?
—No es que me importe. —Rackham arrastró la punta de un zapato
de cuero gastado contra el zócalo—. ¿Supongo que tus problemas no se
han repetido?
—¿Te refieres al asunto de la primavera? No. Eso está resuelto.
—Day se ocupó de ello.
—Lo hizo.
Crane había sido afligido con una maldición que había matado a su
padre y hermano; Rackham lo había puesto en contacto con Stephen Day,
cuyo trabajo era lidiar con mala praxis mágica. Crane y Stephen habían
estado muy cerca de ser asesinados antes de que Stephen terminara el
asunto con un espectacular despliegue de poder. Cinco personas habían
muerto ese día, y ya que Crane no tenía idea si aquello era de
conocimiento público o algo que Stephen quería mantener en silencio, solo
agregó:
—Es altamente eficiente.
Rackham resopló.
—Eficiente. Sí, se podría decir eso de él.
—Me salvó la vida en tres ocasiones en el lapso de una semana —
Crane dijo—. Yo lo llamaría competente.
—Te gusta, ¿no es así?
—¿Day? Es bastante agradable. ¿Por qué?
Rackham se concentró en enderezar unos papeles contra la esquina
del escritorio de Crane.
—Bueno, estuviste con él en Sheng la semana pasada.
—Así es —Crane estuvo de acuerdo—. ¿Sabías que he adquirido un
treinta por ciento de las acciones ahí? Tienes que venir conmigo otra vez
en algún momento. Esta noche, ¿a menos que tengas un compromiso
previo?
Rackham que nunca rechazaba comidas gratis, no respondió.
—¿Qué hizo Day con la comida de Sheng?
Crane reprimió una sonrisa ante el recuerdo del primer encuentro de
Stephen con la pimienta de Sichuan.
—Pienso que estuvo bastante sorprendido. No lo detuvo de comer.
No he conocido a nadie que coma tanto.
—¿Has tenido muchas comidas con él?
—Le he comprado un par de cenas en agradecimiento. ¿Hay alguna
razón para que preguntes? Porque, en serio, mi querido amigo, si estás
tras alguna información en particular, tú la conoces mejor que yo.
—Sé que él es como tú —Rackham dijo.
—Como yo. —Crane mantuvo su tono ligero—. Sí, el parecido es
sorprendente. Podría estar mirándome en un espejo.
Rackham sonrió automáticamente ante eso. Stephen Day tenía rizos
marrón rojizo contra el rubio claro, imperceptiblemente gris, y liso de
Crane, y la piel pálida contra su curtido bronceado; tenía veintinueve años
contra los treinta y siete de Crane y parecía más joven, pero más que
nada, era claramente quince pulgadas3 más bajo que los imponentes seis
pies tres pulgadas4 de Crane.
—No me refería a que te pareces a él —Rackham dijo sin
necesidad—. Me refería a… ya sabes. De tu tipo. —Cambio a shanghainés
para aclararlo—. El amor de la manga de seda. Oh, vamos Vaudrey. Sé
que él es marica.
—¿En serio? —Esta era una conversación que Crane no pensaba
tener ni con Rackham ni con nadie. No en Inglaterra, no en donde era
cuestión de vergüenza y largos años en prisión—. ¿Me estás preguntando
por mi evaluación de los gustos de Day? Porque diría que no son de mi
maldito asunto, o tuyo.
—Cenaste con él en Sheng —repitió Rackham con una mirada
maliciosa.
—Ceno con mucha gente en Sheng. Hace un par de semanas llevé a
Leonora Hart, y te reto a que veas más de lo que hay. Y ya que estamos,
te llevé a ti y no recuerdo que me dieras más que un apretón de manos.
Rackham se ruborizó furioso.
—Por supuesto que no. Yo no soy de tu tipo.
—O mi clase. —Crane dejó que una burlona pizca de lascivia en su
tono y vio a Rackham apretar la mandíbula—. Pero aunque lo fueras, mi
estimado colega, puedo asegurarte que no le contaría de tu asunto al
mundo. Ahora, ¿hay algo que pueda hacer por ti?
Rackham se controló.
—Te conozco, Vaudrey. No puedes jugar al virtuoso conmigo.
—No juego al virtuoso con nadie. Pero ya que la vida amorosa de
Stephen Day no me concierne…
—No te creo —dijo Rackham.
—¿Acabas de llamarme mentiroso? Oh, no contestes. Estoy
ocupado, Rackham. Tengo un manojo de conocimientos de embarque que
evaluar y un agente que atrapar. Asumo que viniste aquí por algo más que
pensamientos lascivos sobre amigos en común. ¿Qué quieres?

3
Aproximadamente 38 centímetros.
4
1.90 metros.
Rackham apartó la mirada. Su cabello color arena estaba
poniéndose gris y su cara delgada se veía hinchada y agotada, pero el
gesto le recordó a Crane a un adolescente enfurruñado.
—Quiero que me hagas un préstamo. —Miró afuera de la ventana
mientras hablaba.
—Un préstamo. Ya veo. ¿Qué es lo que tienes en mente?
—Cinco mil libras. —La voz de Rackham sonó desafiante, pero no
volteó la cabeza.
Crane se encontró momentáneamente sin palabras.
—Cinco mil libras —repitió por fin.
—Sí.
—Ya veo. Bien, soy el primero en admitir que te debo un favor,
pero…
—Eres bueno con eso.
—No en dinero suelto. —La astronómica suma era diez años de
sueldo para un empleado bien pagado—. ¿Qué términos tienes en mente?
¿Qué seguridad ofreces?
—No estaba pensando en términos. —Rackham volteó, pero sus
ojos apenas pasaron rozando el rostro de Crane y los apartó otra vez—.
Imaginé que sería un… acuerdo indefinido. Sin interés.
Crane mantuvo sus facciones quietas y calmadas, pero los nervios
se le estaban disparando por toda la piel, y sintió un frío apretón en la tripa
ante lo que se le venía, así como el primer arranque de furia.
—¿Quieres que te de cinco mil libras, que propones no pagar? ¿Por
qué haría eso, Rackham?
Rackham se encontró con sus ojos esta vez.
—Me lo debes. Yo te salvé la vida.
—Un demonio que lo hiciste. Fue una recomendación.
—Yo te presenté a Day. Estás en deuda conmigo.
—No te debo cinco mil libras por eso.
—Me las debes por quedarme callado acerca de Day y tú. —Los
labios de Rackham estaban muy pálidos y su piel se veía pegajosa—.
Ahora no estamos en China.
—Seamos claros. ¿Estás intentando extorsionarme?
—Qué palabra tan fea —dijo Rackham predeciblemente.
—Entonces te sienta bien, pedazo de mierda cara pálida y resacosa.
—Crane avanzó lentamente. Tenía unas buenas seis pulgadas por encima
de Rackham, y aunque con frecuencia era descrito como esbelto, esa era
en gran medida una ilusión óptica causada por su altura; la gente tendía a
no darse cuenta de los hombros tan anchos que tenía hasta que estaba
incómodamente cerca.
Rackham lo notó ahora y se alejó un paso.
—¡No me amenaces! ¡O te arrepentirás!
—No te he amenazado, cobarde inservible, ni lo haré. Simplemente
iré a la parte en donde te rompo los brazos.
Rackham retrocedió otros dos pasos y sostuvo una mano en alto.
—Yo te haré daño primero. Arruinaré a Day. —Señaló con un dedo
tembleque—. Dos años de trabajo forzado. Tú podrás comprar tu salida del
problema, quizás, pero él estará acabado. Arruinado. Lo destituirán. Yo lo
destruiré.
—¿Con qué, el cuento de una cena en Sheng? Vete al infierno.
—Él va a tus habitaciones. —Rackham se movió para poner una silla
entre Crane y él—. Por la noche. Regresó contigo después de Sheng y no
salió hasta las diez del día siguiente, y…
—Has estado espiándome —Crane dijo incrédulo—. Tú despreciable
imbécil.
—¡No me toques! Puedo arruinarlo y lo haré si me pones un dedo
encima.
—Un carajo que lo harás. Le tienes terror. Es por eso que me has
traído esta mierda a mí. Si lo intentaras con Stephen te haría picadillo para
perro, maldito relleno. —Crane escupió esa última palabra, el peor insulto
que podía darle a un practicante, con todo el desprecio que pudo reunir.
El color se precipitó a la mejillas de Rackham. Por un segundo,
Crane pensó que arremetería contra él, y se preparó, pero Rackham
mantuvo el control con visible esfuerzo.
—Se lo que estás haciendo. —Su voz sonó temblorosa de la ira—.
Bien, no funcionará. Si me atacas, se me permite defenderme. Y no voy a
tocarte con poder hasta entonces, sin importar cómo me llames. Así que tu
amiguito no puede tocarme. Los justicias tienen que obedecer la ley
también, sabes, y la sodomía es un crimen, así que puedo decir lo que
quiera y no él podrá detenerme, y si tú quieres mantenerme callado, ¡será
mejor que me entregues mi dinero!
—No es tu dinero. Es mío. Y prefiero gastarlo todo en abogados que
darte un centavo. Ahora, lárgate de mi vista.
La mirada de Rackham era salvaje.
—Iré al Consejo. Reportaré a Day. Le contaré a la policía. Arrestaron
a ese Baronet justo el mes pasado, te arrestarán a ti también. No les
importará tu nombre ni tu título.
—A mí tampoco —dijo Crane—. Así que te sugiero que practiques tu
extorsión en alguien que dé una mierda por lo que tengas que decir.
Lárgate. Y dale mis saludos a Merrick cuando lo veas.
—¿Merrick?
—Merrick. Mi criado, ¿recuerdas?
—¿Por qué vería a Merrick? —Rackham preguntó sin comprender.
—Bien, tal vez no lo hagas. Pero una de estas noche, en un callejón
oscuro, o cerca de una bonita y profunda zanja, o en el cuarto de atrás de
algún fumadero de opio, espero que él te vea a ti. De hecho, estoy seguro
de ello. Ahora, vete a la mierda y cierra la puerta detrás de ti.
Rackham se había puesto de un color lívido, como bien podía —el
esbirro de Crane había sido notorio incluso en las oscuros callejones de
Shanghái. Intentó decir algo; Crane ondeó la mano irritado y regresó a su
escritorio. Tras unos segundos, Rackham logró decir:
—Tienes tres días para cambiar de opinión. Me darás mi dinero para
el viernes o voy al Consejo y a la policía. Y si veo a Merrick, yo, yo…
—Te cagarás el pantalón y rogarás clemencia. —Crane levantó un
recibo y dirigió su atención a ello—. Pero no te preocupes. Le diré que se
asegure de que no lo veas llegar.
Rackham farfulló algo y salió hecho una furia. Crane esperó unos
segundos, escuchó el golpe de la puerta y respiró hondo.
Nunca había sido extorsionado. Había sido expulsado de tres
escuelas por flagrante inmoralidad y arrojado del país a los diecisiete años
por sus gustos ilícitos, pero eso había formado parte de su guerra contra
su padre, y la había peleado abiertamente. Y desde entonces había vivido
en China, en donde las leyes del hombre y de Dios eran sublimemente
indiferentes de con quién compartía su cama. Ocho meses de regreso en
Inglaterra no le habían inculcado la constante sensación de miedo,
persecución y terror a ser expuesto que podía haberle llevado a
doblegarse a las demandas de Rackham.
Había considerado el problema antes de regresar a Inglaterra, por
supuesto, y había decidido antes de que su barco llegara siquiera a
Portsmouth que, si alguna vez era arrestado, sobornaría a quien fuera
necesario, pagaría la fianza, y estaría en el siguiente barco rumbo a China.
Sería fácil, no sentiría vergüenza de huir, y francamente, estaría feliz de
regresar a casa.
Eso había sido antes de Stephen. Irresistible, asombroso,
enigmático, fieramente independiente Stephen, con su implacable sentido
de la justicia, y con tantísimos enemigos.
Él no podía, por conciencia, huir y dejar a Stephen solo. Tenía una
responsabilidad ahí.
Crane frunció el ceño, considerando qué tan malo podía ser eso.
Stephen era precavido y cauteloso, como la mayoría de los hombres que
gustaban de otros hombres en este país, pero él había dicho que no corría
ningún riesgo. Había dicho que prefería, como cualquier hombre sensato,
evitar los problemas, pero el Consejo de Practicantes se hacía de la vista
gorda con los pecadillos que no tenían que ver con la magia y las vidas
privadas excéntricas que no hacían daño a nadie. Él había dicho que podía
usar sus poderes para prevenir cualquier dificultad con las leyes del
mundo.
Desafortunadamente, como Crane bien sabía, Stephen era un
mentiroso fluido e impenitente. Mentiría sobre el peligro hacia sí mismo sin
escrúpulos, y Rackham claramente sentía que tenía suficiente para servirle
como una amenaza seria.
Stephen tenía que saber de esto, y rápido.
Crane garabateó una citación redactada de manera neutral y le puso
la dirección de Stephen, un cuarto en una pequeña pensión al norte de
Aldgate. Él nunca había puesto un pie ahí, probablemente nunca lo haría
por temor a ser descubiertos, pero imaginaba que una nota no provocaría
que la vida de Stephen se arruinara, y si pasaba, entonces hacía la
situación con Rackham mucho más urgente. No tenía otra manera de
ponerse en contacto con su huidizo amante, así que puso todo el asunto
firmemente al fondo de sus pensamientos, cerró la oficina, y se dirigió a la
calle a buscar un coche y algo de distracción.
Merrick estaría en Limehouse, más que probable, y si no, con los
amigos chinos estaría bien, pero Crane tendría que rastrear los pubs y
garitos de apuestas para encontrar a alguno, y solo y tan bien vestido, era
un riesgo que no estaba dispuesto a correr. La mayoría de sus amigos
ingleses eran de la escuela o conocidos sociales, y estarían, sin duda,
entreteniéndose en el tipo de noche elegante que él aborrecía, así que,
ante la ausencia de algo mejor que hacer, se marchó al club Lejano
Oriente Mercantil, conocido como Los Comerciantes.
CAPÍTULO DOS
̴
LOS COMERCIANTES ERA FRECUENTADO por viajeros, hombres de
negociosos, un puñado de exploradores, y eruditos: cualquiera que hubiera
viajado al este, más allá de la India, y quisiera contarlo. No estaba lleno,
pero había un pequeño grupo de viejos mercaderes de China que conocía,
así que Crane se les unió acercando un sillón de cuero, para saborear un
whisky muy decente y escuchar las últimas noticias de “Town” Cryer.
Town, cuyo verdadero nombre había sido olvidado hacía mucho,
terminó el recuento de un artículo sobre un triple tratado que involucraba la
ley de importación y exportación de Macao para aprobación del murmullo
en general, y se volvió hacia Crane, que aportó una divertida anécdota
sobre su compra de una participación minoritaria en Sheng.
—¡Oh, qué bien, Vaudrey! —dijo Shaycott, un hombre de Java—.
Quiero decir, Crane. Siempre cuentas buenas historias. Deberías venir
más seguido, no te hemos visto aquí en un siglo.
—He estado condenadamente ocupado con asuntos de familia. —
Crane reconoció las comprensivas inclinaciones de cabeza—. ¿Qué
nuevas, Town? Ponme al día.
—Bueno —dijo Town pensativo—. ¿Supongo que escuchaste de
Merton?
Crane contrajo un labio del disgusto.
—¿Qué pasó con él? Se subió a un barco, ¿espero?
—Su último viaje —Shaycott entonó las palabras—. Muerto, justo la
semana pasada.
Un tipo bronceado, más bien joven, algo cargado de copas,
murmuró:
—Oh, pobre hombre tan querido. Yo, ah… ¿deberíamos? —Empezó
a levantar su copa.
—Yo no voy a beber por Merton —dijo Humphris rotundamente. Otro
comerciante shanghainés, uno de los pocos que le agradaban a Crane en
lugar de tolerarlo por hábito.
—Yo beberé por su deceso —Crane agregó—. ¿Accidente? ¿O un
padre ultrajado dio con él?
—Accidente, limpiando su pistola. —Town tosió significativamente.
—No solo canalla pero un cobarde —Humphris habló
desdeñosamente, y luego miró a Crane con súbito horror, sin duda
recordando que su padre y hermano se habían quitado la vida—. Buen
Dios, Vaudrey, lo siento muchísimo. No quería…
—Para nada. —Crane rechazó las palabras con un gesto de la
mano—. Y en todo caso, estoy de acuerdo contigo.
—Aun así, por favor, perdóname. —Humphris buscó un cambio de
tema—. Oh, ¿han escuchado de Willetts? Ya saben, el comerciante de
copra5. ¿No lo vieron en los periódicos?
—No, ¿qué?
—Asesinado.
—Dios, del Cielo. —Crane se sentó—. ¿Hablas en serio? ¿Algún
arresto?
—No, nada. Fue encontrado en Poplar, cerca al río. Apuñalado,
aparentemente. Un salteador.
—Por un demonio. Pobre hombre.
—Willetts y Merton, en quince días. —Shaycott continuó con voz
portentosa.
—Sí, el libro de subscripciones por aquí va a empezar a verse
delgado a este ritmo —Crane estuvo de acuerdo despiadadamente, y
Town agregó:
—La Maldición de Los Comerciantes.
—No bromeen con eso, amigos. En mi época escuchaba algunas
cosas… —Shaycott ignoró los murmullos de irritación que este tipo de
comentarios siempre producía, y empezó un cuento. Era una de las
historias del fallecido Willetts, un largo relato que involucraba ratas del
tamaño de un perro, pero Crane lo había escuchado muchas veces antes y
encontró a Shaycott aburrido contando, incluso, la mejor de las historias.
Cayó como en un ensueño, preguntándose si Stephen estaría acurrucado
en su cama cuando él llegara a casa, y qué es lo que haría si así fuera. Su
atención fue reclamada cuando Humphris agitó una copia del diario The
Times en su cara.

5
Pulpa del coco seca. Koppara.
—¡Espabílate, Vaudrey! Te estaba preguntando si has visto esto. La
columna de Compromisos Matrimoniales.
—Curiosamente, hoy no la he leído. ¿Te deseamos que seas feliz,
Monk?
“Monk” Humphris, quien era un solterón empedernido como Crane,
aunque en su caso por una inclinación natural al celibato, hizo un gesto
vulgar.
—Yo no, tonto. Leonora Hart se casa.
—¡Un demonio que lo hace!
—Oh, ¿no te habías enterado? —dijo Town—. Yo lo escuché por ahí
hace un tiempo. El tipo está encandilado, según parece.
Crane agarró el periódico y lo revisó con cuidado.
—¿Eadweard Blaydon? ¿Cómo diablos dices eso?
—Se pronuncia Edward. Político. Miembro del Parlamento. Un
reformista. Acabar de raíz con la corrupción. Terminar la venta de honores,
los beneficios del clero y las perniciosas prácticas del soborno. Un
mandarín honesto.
Hubo un murmullo de duda ante eso. La mayoría de los presentes
consideraba el soborno como algo entre una herramienta útil y una forma
de impuesto. Ninguno de ellos tenía una buena opinión de los mandarines
de cualquier nacionalidad.
—¿Crees que le haya contado de Hart? —Un tipo impopular de
nombre Peyton, observó sarcástico—. Si en Shanghái hubo un funcionario
al que él no sobornó, nunca lo conocí.
—Hart no era tonto —Crane dijo—. Blaydon tendrá que trabajar
mucho para igualarse.
—¿Es por eso que la señora Hart no se ha casado? ¿Por el glorioso
recuerdo de Hart? —La voz de Peyton sonó desdeñosa—. Porque yo
escuché que hubo alguna clase de escándalo con un hombre de Singapur.
Town, ¿tú sabes…
—Tom y Leonora Hart eran dos de los mejores amigos que he tenido
—Crane interrumpió, mirando fijamente a los ojos a Peyton—. Hart me
salvó el pellejo en más de una ocasión. Su muerte devastó a Leo. Si ella
puede casarse otra vez, me alegró como la mierda por ella, y si alguno de
ustedes siente el impulso de esparcir chismes de verduleras
malintencionados sobre ella o Tom, sugiero que se abstenga de hacerlo.
—Peyton se puso rojo—. Leo es perfectamente capaz de defender su
honor —Crane continuó, tan fuerte, que las otras conversaciones en el
salón se cortaron—, y estoy seguro de que Blaydon podrá y lo hará por
ella también, pero solo para dejar las cosas claras, cualquier comentario
ofensivo sobre Leonora Hart me lo tomaré como una afrenta personal, y
haré que quien lo diga se coma sus palabras, con la punta de mi bota si es
necesario.
—Tienes mi apoyo —Monk Humphris dijo.
—Señor, no me gusta su tono con mi tío. —El joven se levantó
mientras hablaba, algo violento.
—Y a mí no me gusta el tono de su tío, así que estamos nivelados —
Crane replicó, y también se puso de pie, mirando fijamente al joven desde
su altura por un par de segundos deliberadamente intimidantes, antes de ir
a servirse otro whisky del tantalus6. Esto le dio tiempo a Monk y a los otros
para persuadir al joven de que se sentara y permaneciera en silencio. Las
palabras “escandaloso” e “ingobernable” se escucharon en la voz nasal de
Peyton; “muy cierto”, “malo cuando se enoja” y “ese despiadado bruto de
Merrick” le llegaron de los demás. Juzgándolo un análisis bastante
exhaustivo de sus capacidades para apagar la joven chispa, Crane regresó
tranquilamente a su sillón, decidiendo que descubriría a qué diablos estaba
jugando Leo por la mañana.

Stephen yacía desnudo, con los brazos completamente extendidos, y


el anillo del Lord Urraca brillante en su índice, iluminando los dedos
curvados como garras. Se retorcía y giraba, pronunciando ruegos
incoherentes pidiendo piedad mientras su sedosa polla sobresalía dura de
entre los rizos rojizos de su ingle.
—Por favor, mi lord, por favor —estaba sollozando, cuando Crane se
colocó a la entrada del pequeño y vigoroso cuerpo.
—¿Por favor, qué? —Crane exigió, empujando solo la punta de su
polla contra el culo de Stephen—. ¿Por favor, qué?

6
Especie de gabinete de madera con refuerzos metálicos y un pequeña cerradura con llave,
que contenía tres licoreras en fila. Típico de Inglaterra.
Stephen gritó, arqueando la espalda, empujando su cuerpo hacia
Crane.
—¡Por favor, mi lord!
Crane apretó sus hombros con fuerza contra la cama.
—Una vez más, mi niño bonito.
—Hazme tuyo. Hazme volar. Haz que las urracas vuelen.
—Tú volaras. —Estaba penetrando ahora el oscuro calor del cuerpo
de Stephen, observando las aves aletear en la piel de su amante, el
revoloteo de blanco y negro sobre sus ojos ambarinos. Los siete tatuajes
chillaron y batieron alas en silencio, y las urracas se elevaron a su
alrededor en una tormenta de alas y graznidos cuando las plumas se
desplegaron en los brazos extendidos de Stephen.
—Vuela —Crane dijo de nuevo, y se vino fuerte y caliente mientras
las urracas gritaban.
Se despertó dando vueltas entre sábanas enredadas y una cama
vacía, sudoroso, desconcertado, y con una inconfundible y pegajosa
humedad en el vientre.
—Mierda —dijo entre dientes con fuerza y dejó que su cabeza
volviera a caer sobre la almohada caliente mientras intentaba sacudirse el
sueño.
Solo habían sido unos días, maldición. Las emisiones nocturnas
apenas si parecían apropiadas a su edad avanzada. Y estaba empezando
a perder la paciencia con las malditas urracas.
Crane, aunque sin talento para la magia, era el último descendiente
del Lord Urraca, un mago inmensamente poderoso, y de una manera que
no entendía, él —su sangre y su cuerpo—, actuaba como conducto entre
el poder de su ancestro y el don de Stephen. Uno de los efectos
secundarios más estrafalarios de esto era que los siete tatuajes de urracas
de Crane cobraban vida cuando Stephen y él follaban, volando y brincando
por la piel de los dos hombres. Uno había decidido que prefería a Stephen
y había tomado residencia, permanentemente, en su espalda, dejando a
Crane con la experiencia, francamente perturbadora, de mirarse en el
espejo y ver su piel lisa y sin marcas en donde solía haber un tatuaje, y a
Stephen con el mismo perturbador regalo de un tatuaje que nunca se
había hecho. Crane bien podría vivir sin que los malditos pájaros
invadieran su vida amorosa imaginaria.
Se tocó el hombro, en donde el tatuaje desertor había extendido sus
alas alguna vez, profirió una maldición sobre las urracas, sueños y
amantes ausentes, se movió hacia un lado menos pegajoso de la sábana,
y regresó a dormir.
CAPÍTULO TRES
̴
AL DÍA SIGUIENTE NO hubo noticias de Stephen para las once, que fue
cuando Crane pasó a ver a Leonora Hart.
Leo Callas había sido una quinceañera retozona cuando la conoció,
hacía casi dos décadas. Su padre había sido comerciante, su madre
muerta hacía tiempo. Había corrido salvaje por las calles de Shanghái, los
establecimientos de comercio y los palacios de los mercaderes toda su
vida, y podía maldecir en inglés, español y shanghainés con tanta fluidez
como cualquiera de los jóvenes a su alrededor. A los diecisiete, había
florecido abruptamente en una belleza, y armada con la abultada bolsa de
su padre, había estado lista para ir a Londres y convertirse en un éxito. En
cambio, para asombro del todos excepto de Lucien Vaudrey, a los
dieciocho se había fugado y casado con Tom Hart, un comerciante de
seda de cuarenta y dos años, de dudosa reputación y sin atractivo alguno
para el padre de ella.
Lucien Vaudrey no se había sorprendido porque ella le había
confiado sus planes de fuga, y de hecho Merrick y él habían asumido el
poco convencional rol de padrinos de boda al dominar a los guardianes del
recinto de los Callas para permitir que Leo escapara esa noche.
Había realizado su parte sin titubear, porque Tom fue amable con él
en una vida que había sido bastante escasa de amabilidad, y porque tenía
veintidós años y no había esperado durar hasta los veintitrés. Para cuando
fue lo bastante mayor como para arrepentirse de su papel en una unión tan
obviamente desastrosa, había quedado claro que Tom y Leonora eran dos
mitades de una misma alma.
Tom Hart había muerto como unos ocho años atrás de un ataque al
corazón. Leonora casi había enloquecido del dolor, matándose de hambre,
bebiendo demasiado, actuando de una manera que escandalizó incluso a
los que menos se escandalizaban.
Ahora no había ningún rastro de esa viuda salvaje y loca, del mismo
modo que tampoco lo había del marimacho. Leonora Hart era una mujer
sumamente hermosa a los treinta y cuatro años. Alta y curvilínea, con
abundante pelo negro y llamativos ojos marrones, pómulos esculpidos, y la
piel lo bastante oscura para verse exótica sin levantar demasiados
murmullos salaces acerca de su origen mixto. El día de hoy vestía de seda
en un tono anaranjado ocre que era el contraste perfecto para sus ojos
otoñales, y se veía hermosa, elegante, sofisticada, y disparatadamente
fuera de lugar en la convencionalmente recargada sala de la casa de su
tía, en donde se había estado quedando los últimos dos meses.
—Leo, querida, te ves magnífica —dijo Crane, llevando su mano a
los labios.
Ella lo jaló para un abrazo.
—Tú, aristo7 podrido. Primero te conviertes en un par, y ahora juegas
al caballero. ¿Qué sigue, Lady Crane y unos cuantos chiquillos?
—Por Dios, no digas esas cosas. De cualquier manera, ¿no eres tú
la que está anidando? ¿Por qué no sé de esto?
—Oh, cielos. —Leonora levantó la mirada exasperada—. Supongo
que has visto The Times. Bien podría haber zarandeado a Eadweard.
—¿Pero es que estás comprometida?
—Sí. Bueno… lo estamos, pero se suponía que aún no tenía que
divulgarse.
—¿Por qué diablos, no?
Leonora señaló un par de sillones y se sentaron. Ella se inclinó hacia
él, y él la copió, sabiendo que las primas inglesas con las que vivía eras
demasiado respetables para su gusto. No le sorprendió cuando ella habló
en shanghainés.
—Eadweard me gusta mucho. Quiero casarme con él. De verdad.
Solo que… —Leonora entrelazó sus dedos—. Tú entiendes por qué me
casé con Jan Ahl, ¿cierto?
—Porque era el aniversario de la muerte de Tom, y habías estado
borracha casi toda la semana, y en la cama con Ahl gran parte de ese
tiempo, y casarte con él fue la alternativa a matarte, aunque no la mejor.
—Te quiero por tu gentileza, Lucien —Leonora dijo irónica—. Pero tú
entiendes. Porque tú conociste a Tom, y sabías lo que teníamos, y sabes
cómo crecí, y cómo son las cosas allá, en casa. Aquí no es así.
—No, no lo es.
—Y Eadweard no es como Tom —Leonora continuó—. No creo que
pudiera amarlo si lo fuera. Él… él es una persona recta. ¿Entiendes lo que

7
Aristócrata.
digo? No miente. Tiene un alto nivel moral y vive acorde a ello. Nunca me
defraudaría, nunca haría algo deshonesto.
—Tienes razón. No es como Tom.
—No. —Sonrió con nostalgia—. Tom fue el hombre más rebelde que
he conocido. Él siempre decía que nunca le fallaba a un amigo…
—Pero a veces las personas no se enteraban que ya no eran amigos
hasta que era demasiado tarde.
—¡Ja! Sí. Y, yo amaba a Tom, pero ahora estoy mayor y he estado
sola por tanto tiempo y… Eadweard es verdaderamente un buen hombre, y
yo respeto eso. No creo que sepas a que me refiero con rectitud, pero…
—Una honestidad que es básicamente intocable. Alguien que se
partiría antes que agachar la cabeza. Hay algún tipo de pureza en ello. Sí,
conozco el atractivo.
—Bueno —Leonora dijo—. Ese es el problema.
—Blaydon sabe de Tom, ¿correcto?
—Por supuesto. Es decir, no he entrado en mucho detalle. Él piensa
que Tom fue un sinvergüenza solo por fugarse y casarse conmigo, así que
ciertamente no le contaría acerca de sus negocios.
—¿Y qué piensa de Ahl?
—No se lo he dicho.
Crane digirió eso por un momento.
—No le has contado a tu prometido acerca de tu segundo esposo.
—No.
—¿No le has contado que tuviste un segundo esposo?
—No.
—Porque…
—Porque dormí con Ahl antes de casarnos, y porque me casé con él
estando borracha, y porque cuando me pegó, hice que le dieran una paliza
que lo dejó medio muerto e hice que lo arrojaran en un barco a la nada, y
luego me divorcié de él en ausencia. Y porque cada parte de eso
repugnaría a Eadweard, y aunque no le contara nada… —Respiró
hondo—. Él no aprueba el divorcio. Ni siquiera por la mejor de las razones,
ni conducido de la mejor manera.
Crane no estaba completamente convencido de que el divorcio de
Leonora fuera del todo legal, hecho como había sido por unas cuantas
palabras de un magistrado ebrio.
—Leo, ¿estás segura de que este compromiso es una buena idea?
—Sí. Él no tiene por qué saberlo. Fue un error, ya está hecho.
—Muy bien. Entonces, ¿por qué estas preocupada por el anuncio en
el periódico? Ahl está fuera de tu vida o no. No has escuchado de él,
¿cierto?
—No, no. —Leonora sonó desdeñosa, pero tenía una fina línea de
preocupación entre las cejas—. No. Él no es el problema.
—¿Entonces qué es?
Ella apartó la mirada, y la verdad iluminó a Crane como la mañana
de una ejecución.
—Leo, ¿de casualidad has recibido una visita de Theodore
Rackham, recientemente?
Ella giró bruscamente para mirarlo a la cara.
—¿Cómo…? ¿Oh, Dios, tú también?
—Vino a verme ayer.
—Oh, maldito sea. La pequeña mierda. —Leonora se mordisqueó el
labio, con la mirada preocupada—. Tienes que tener cuidado, Lucien, este
país absurdo te pondrá en prisión sin pensarlo dos veces. ¿Qué vas a
hacer? ¿Le has pagado?
—Un demonio que lo hago. Le dije que se fuera a la mierda. Siempre
dije que dejaría esta maldita isla en un santiamén en lugar de someterme a
un chantaje. Y lo haría…
Leonora lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Pero?
Crane suspiró.
—Pero hay alguien más involucrado.
—¿Tu hombre recto?
—¿Perdón?
—Oh, por favor, Lucien, sí te escucho. —La sonrisa conspiradora
que él conocía tan bien iluminó el rostro de ella—. Vamos, cuéntame.
¿Quién es? ¿Podré conocerlo? ¿Es guapo? ¿Por cuánto tiempo ha estado
pasando? No es casado, ¿o sí? ¿Estás enamorado?
—Cálmate, mujer —dijo Crane riendo—. Eh… es difícil de explicar,
no, no precisamente guapo pero atractivo, como cuatro meses, no es
casado, y… disfruto de su compañía. Yo lo llamaría un hombre justo en
lugar de recto, sin embargo.
—Interesante distinción. ¿Le gusta a Merrick?
—Muchísimo. Le gusta, lo respeta, y le tiene un poquito de miedo.
—En serio. —Leonora se sentó derecha—. ¿Qué clase de hombre
asustaría a Merrick?
—Uno justo, por supuesto. A ti te gustaría, Leo. A Rackham, sin
embargo, no, y ha amenazado con destruirlo a menos que le pague.
Eso mató el breve estallido de risa en los ojos de Leonora.
—¿Puede?
—Posiblemente. Tengo que hablar con él. Mi amante, no Rackham.
Así que, ¿con qué te está amenazando?
—Dijo que le contaría a Eadweard todo. Sobre Ahl y la semana
anterior a que me casara con él. Dijo que le contaría a Eadweard que no
estoy divorciada, y ya sabes, será increíblemente difícil probar que lo
estoy, y aunque lo hiciera… Eadweard no cree en el divorcio, piensa que lo
que Dios ha unido, el hombre no debe separar. Sé que me ama, pero
pienso que me dejará si descubre todo esto.
—Puedes negarlo.
—Podría intentarlo, pero… bueno, si empieza a averiguar…
Destruiría todo. No volvería a confiar en mí. —Tenía los ojos muy abiertos
del dolor de pensarlo.
—No, quizás no. —Crane sintió momentáneamente simpatía por el
ausente Blaydon—. Sabes, el curso apropiado a estas alturas sería
confesarlo todo. O Blaydon perdona todo y son felices para siempre o no,
pero ambos sabrán dónde están parados.
—No. —Su voz sonó inexpresiva—. No debo. No veo que merezca
que mi oportunidad de una nueva vida se arruine por algo que,
honestamente, miles de personas hacen todos los días. ¿Por qué debo
vivir como una monja solo porque cometí un error hace siete años? ¿Con
cuánta frecuencia te emborrachas y te levantas en la cama de alguien
más? ¿Qué hay del caudillo?
—No me lo recuerdes. No estoy discutiendo, pero no soy Blaydon,
tampoco. Y no será mucho mejor si él lo descubre después de estar
casados.
—Esa era la razón por la que quería esperar —Leonora dijo—. Pero
Eadweard no quiere. Quiere hijos. Le dije que nunca pude tenerlos con
Tom, pero está dispuesto a correr el riesgo.
—Bien por él. ¿Exactamente qué esperabas que este retraso
lograra? ¿Cómo se iba a ir todo esto?
Ella encogió levemente un hombro impotente.
—No lo sé. No sé qué hacer.
—¿Cuánto le has pagado a Rackham?
—Trescientas libras, la semana pasada. Quiere más. Envió una nota
esta mañana diciendo que vendría mañana. Debe haber visto ese maldito
anuncio.
—Hmm —Crane frunció el ceño—. A mí me pidió cinco mil.
—¿Cuánto?
—Y… Merton está muerto, ¿escuchaste? La semana pasada
—Qué bueno.
—Sí, Leo, pero se mató. Y si había alguien susceptible al chantaje,
era él.
—Oh —Leonora dijo lentamente—. Entonces… ¿Rackham mató a su
gallina de los huevos de oro, y ahora está buscando más gallinas?
—O necesita muchísimo dinero rápido. Me ha dado hasta el viernes
para encontrar las cinco mil libras.
—Tiene a alguien tras él. ¿Deudas de juego? ¿Deudas de opio?
—Exactamente lo que pienso.
Los ojos oscuros de Leonora se encontraron con los de él.
—¿Puedes encontrar a quién le debe?
—Voy a poner a Merrick en ello esta tarde.
—¿En qué estás pensando?
—En ofrecerle un pasaje en un barco y una bolsa llena. Si está
siendo presionado, podría aprovechar la oportunidad para escapar.
Leonora pareció dudosa.
—¿Qué, si es la clase de gente de la que no puedes huir?
—Lo descubriremos. No te preocupes. Esquívalo si puedes, págale
si no puedes hacerlo. Me encargaré de él de una manera u otra en los
siguientes dos días.
—Y… ¿Qué hay de la otra forma? —preguntó Leonora.
Hubo un corto silencio. Crane dijo:
—No lo sé.
—Yo sé lo que Tom habría hecho.
—Yo también. Y la he considerado. Incluso le dije que enviaría a
Merrick por él. Pero no creo que pueda explicarle a… mi hombre justo…
que planeé un asesinato, Leo. No creo que quiera intentarlo.
—¿Es asesinato matar a un extorsionador?
—Quizás no —Crane dijo—. No, si estás desesperado. Yo todavía
no estoy desesperado.
CAPÍTULO CUATRO
̴
EL RESTO DEL DÍA fue intensamente aburrido. Crane puso a Merrick al
corriente de la situación, y lo despachó a que escarbara los infortunios de
Rackham entre sus muchos amigos chinos de tragos y apuestas. Él se
contactó con sus banqueros para asegurarse de tener suficiente efectivo a
la mano para pagar la fianza de Stephen, Merrick y la suya por cualquier
cosas que la ley les pudiera arrojar, y sacarlos con urgencia del país, luego
lo pensó otra vez y aumentó la suma de modo que pudiera sacar a
Leonora también, si era necesario. Probablemente no lo fuera, pero uno
nunca sabía.
Examinó sus asuntos para estar seguro de haber cubierto las
cuestiones más inmediatas, si es que tuviera que salir corriendo.
Respondió secamente varias cartas de un primo lejano que le hacía
exigencias en su no reconocida y no deseada capacidad como cabeza de
la familia. Tuvo una discusión desagradablemente franca con sus
abogados sobre qué hacer en caso de ser arrestado bajo cargos de actos
contra natura. Pero sobre todo, resistió, con creciente dificultad, la
urgencia de dar la vuelta por las habitaciones de Stephen, o enviarle cada
vez más mensajes. Stephen reaparecería cuando le placiera.
Comió solo en un restaurante de carnes ya que Merrick todavía se
encontraba afuera, y estaba estirado en el sofá leyendo el último número
de All the Year Round8 con limitado interés, cuando escuchó la puerta
abrirse.
—Ya era la maldita hora —dijo en voz alta sin levantar la mirada,
cuando unos pasos silenciosos se acercaron—. ¿Bueno?
No hubo respuesta. Pero Crane sintió la presión en su cintura y echó
un vistazo hacia abajo para ver el primer botón abriéndose en silencio solo,
deslizándose por el ojal, aparentemente, por voluntad propia.
—Hola, Stephen —dijo, sin mirar a su alrededor.
—Hola —dijo Stephen, y cayó de rodillas al lado del sofá mientras los
botones restantes se desabotonaban rápidamente uno por uno.

8
Revista literaria semanal fundada por Charles Dickens en 1859 y se publicó hasta 1895.
Sangre, hueso y escupidura de pájaro, Stephen lo llamaba: un tipo
de magia profundamente enraizada, antigua y extraña que podía acceder
al inmenso poder inherente a la sangre de Crane. El asunto de la
primavera había sido un intento, por parte de un grupo de brujos, de
reclamar la magia del Lord Urraca usando los cuerpos maltratados de la
familia Vaudrey. Stephen había contraatacado el poder cuando compartió
la sangre de Crane. El tercer objeto de la lista, la escupidura de pájaro, era
un eufemismo del campo, y una ruta mucho menos efectiva al poder, pero
entonces, el poder no era la razón del ejercicio.
La boca de Stephen estaba ahora caliente y ansiosa en la verga de
Crane, deslizándose de arriba a abajo por el mango, y moviendo la lengua
rápidamente por la suave cabeza. Sus manos, esas manos mágicas que
pinchaban con poder, estaban en las caderas y muslos de Crane,
acariciando los tatuajes de las urracas que lo adornaban, el hormigueo de
sus dedos cada vez más fuerte conforme la excitación de Stephen
aumentaba, alimentando el evidente placer de Crane. Aparentemente,
estaba intentando que Crane se viniera solo con su boca, la lengua que
jugaba de arriba a abajo por la larga vena, los labios apretados con
endemoniada fuerza, y los dientes que mordisqueaban con la cantidad
justa de dolor, luego sacó la boca y abajo para colmar de atenciones sus
bolas otra vez. Crane soltó un gemido de agonía ante la retirada y miró la
cabeza rojiza de Stephen, atrapándolo cuando levantaba la mirada pícara.
Bueno, eso no se podía tolerar. Crane tomó un puñado de rizos y
tiró, sin gentileza.
—Tú, regresa la boca a mi polla. Ahora.
Las manos de Stephen llamearon de excitación, la cual se clavó en
las caderas de Crane como agujas de luz, cuando obedientemente volvió a
tomar a Crane en su boca y succionó con fuerza, haciéndola trabajar
apretadamente.
—Buen chico —Crane dijo—. Ahora contrólate. Quiero que te vengas
con mi verga hasta el fondo de tu garganta. Y no te atrevas a quitar la
boca.
Stephen gimió con la boca llena y deslizó una mano hacia su propia
ingle y empezó a masturbarse frenéticamente mientras chupaba. La otra
mano sujetó la cadera de Crane, el poder que se elevaba entre ellos
empezó a adquirir el pulsante latido en staccato que Crane conocía muy
bien.
—Cristo, te gusta eso, ¿no? —dijo con la voz ronca—. De rodillas
con una polla en la boca y la otra en la mano. Frótate más fuerte. Más
duro.
Stephen casi perdió el ritmo. Echó la cabeza hacia atrás un poquito y
masculló:
—Yo follo mi mano si tú follas mi boca.
Las bolas de Crane se contrajeron casi dolorosamente: hablar sucio
para Stephen era una cuestión de desesperación, del mejor tipo posible.
—Hechicero. —Agarró el pelo del pequeño hombre con más fuerza y
tiró de él hacia adelante—. Y no hables con la boca llena.
Entonces tomó el control, meciendo las caderas, penetrando tan
profundo como se atreviera. La mano de Stephen en su pierna pulsaba
violentamente de placer con el trato brusco mientras intentaba mantener el
control de sus labios y boca, hizo un sonido agonizante y urgente con la
garganta, y su cuerpo se sacudió, el orgasmo brillante entre sus dedos
como astillas de vidrio; Crane dejó ir toda restricción y empujó sin piedad,
sintiendo los sollozos estrangulados de Stephen vibrando por su polla
mientras se venía con fuerza, derramándose al fondo de la boca de su
amante.
Stephen se sintió ahogar por un segundo, tuvo unas leves arcadas y
entonces se lo tragó cuando Crane se dejó caer deshuesado sobre el sofá,
permitiendo que las olas de placer menguaran antes de levantarse sobre
sus codos para mirar a su amante.
El hombre más pequeño estaba sentado sobre sus talones,
lamiéndose los labios. Tenía líneas de cansancio alrededor de los ojos, y
un par de arañazos feos en la cara. Estaba más desaliñado que de
costumbre, ya que se veía como si hubiera dormido con su traje barato
puesto, o con más exactitud, como si no hubiera logrado dormir con su
traje barato puesto. Pero sus ojos ambarinos tenían ese brillo dorado que
follar y mamarla siempre le daban, la combinación de placer y poder
prestado, y la sonrisa zorruna que tiraba ligeramente del borde de esa
boca ágil.
Crane lo alcanzó y lo acercó para un beso.
—Además de eso —dijo—, ¿has comido?
Se sentaron en la cocina, en la mesa de madera, mientras Stephen
comía de a pocos una tajada de tarta de pollo frío y Crane le hacía
compañía con una copa de vino y una historia que no quería contar.
Stephen escuchó en silencio las amenazas de Rackham. No
estropearon su apetito, pero sus ojos dejaron de brillar, y Crane miró las
líneas de agotamiento en su rostro y sintió que la aversión hacia Rackham
se endurecía en su tripa.
—Interesante —Stephen dijo, por fin—. Fue contigo, no conmigo.
—Tú no tienes ni un centavo.
—No, es cierto, pero… Se ha hecho notar con la judicatura
últimamente. Hubiera pensado que me pediría que le hiciera las cosas más
fáciles.
—¿Y qué hubieras hecho tú si intentaba extorsionarte por
negligencia en el cumplimiento del deber? No es un tan idiota, tiene que
saber lo bien que tomarías algo así.
—¿Mientras que tú le entregarías cinco mil libras porque sí? —
preguntó Stephen.
—No, pero estoy listo para darle algo. Dinero y un pasaje a casa.
—¿En serio? —Stephen bajó el tenedor—. Lucien…
—No estamos solos en esto —Crane dijo—. También está
amenazando a una amiga mía. Y un tercer hombre se mató la semana
pasada. Bien podría haber sido otra víctima.
—¿También era un amigo? —preguntó Stephen preocupado al
instante.
—No, una porquería detestable, no se perdió nada. Estoy adivinando
con él, por supuesto, pero parece demasiada coincidencia que otro
hombre de Shanghái hubiera elegido esta semana para matarse. Soy de la
opinión que Rackham necesitaba efectivo con urgencia para pagarle a
alguien —Merrick anda en eso, intentando descubrir quién—, pero si está
en el lado equivocado de tu grupo, tal vez, solo esté juntando fondos para
salir huyendo. De cualquier manera, estoy preparado para pagarle para
que deje el país.
Stephen mordió su último bocado de tarta, frunciendo el ceño un
poquito.
—Su problema con nosotros no es tan grande. Así que quizás esté
metido en algo y yo no lo sé aun.
—Hablando de problema —Crane dijo—. ¿Qué tan malo es para ti?
Sé honesto, por favor.
Stephen apoyó los codos en la mesa y pasó el extremo del tenedor
sobre su pulgar.
—Bueno. De por sí, la judicatura no tiene la obligación de investigar
crímenes normales y no calificados por decirlo así. —Golpeteó las puntas
del tenedor pensativo. Los dientes de metal se abrieron como los pétalos
de una flor—. Si Rackham me reporta con el Consejo o la judicatura por
vicio, sería horrible y muy humillante, pero nada más. No hay suficientes
justicias como descartar a ninguno a la ligera. —Pasó su dedo a lo largo
de una de las puntas y la observó enroscarse—. Pero abusar del poder de
uno para cubrir sus propios crímenes, del tipo que sean, es otro asunto. Si
llamo la atención de la policía por, ya sabes, lo que hacemos… bueno,
siempre he tenido la intención de lidiar con esa situación con, eh… —
Sacudió el tenedor vagamente.
—¿Abusar de tus poderes?
—De manera controlada.
—Naturalmente —dijo Crane con sequedad—. Pero, ¿hay alguna
razón para que no puedas hacerlo ahora? ¿Rackham podría decir o
probar, que lo has hecho?
Stephen no contestó inmediatamente. Aparentemente tenía su
atención fija en las otras puntas del tenedor, las cuales estaban
entrelazándose solas en una trenza.
Crane, que no se había hecho rico por lanzarse a llenar los vacíos,
esperó.
—Si estuviera en una lista de seguimiento, sería difícil —Stephen
dijo, por fin—. Es decir, si uno es sospechoso de brujería, o de abusar de
sus poderes, el compañero de uno y los colegas pueden estar a cargo de
vigilarte y tratar con mano dura cualquier señal de deshonestidad. Cuando
estás en una lista de seguimiento, eres un hombre marcado, y no hay
beneficio en la duda. Si estuviera en una lista de seguimiento, y tuviera un
altercado con la policía, podría estar en un montón de problemas, porque
sería arrestado. Así que sí, sería malo.
—¿Y Rackham podría hacer que te pusieran en una lista de
seguimiento?
Stephen envolvió lentamente el delgado mango de metal alrededor
de su dedo, como si fuera papel.
—No, no podría hacerlo. En absoluto. Arruiné tu tenedor.
—Tengo más.
—Rico en tenedores. —Stephen arrojó el metal enroscado en la
mesa—. Hablemos de esto más tarde, Lucien. Quiero acostarme.

Debería haber sido una noche de amor, especialmente con la


frustración de la separación evaporada. Crane sentía una vulnerabilidad en
Stephen que llenaba su propio cuerpo de un extraño dolor, y le hizo el
amor como debía, con cuidado y cariño. Stephen se cobijó en él, y él
acarició la nuca del pequeño hombre mientras le besaba la oreja,
prodigando todo su atención al sensible lóbulo hasta que la respiración de
Stephen se hizo irregular. Besó, acarició y lamió un camino a lo largo del
cuerpo de Stephen, abrazándolo con fuerza, luego se movió hacia abajo
para tomar gentilmente sus bolas en la boca, haciéndolas rodar
suavemente con la lengua hasta que su amante gimió, y deslizó un dedo
lubricado en el culo de Stephen, ejerciendo presión con cuidado, para
excitar, no atormentar. Stephen estaba afable, complaciente y dócil esta
noche, y Crane sintió una ráfaga de ternura mientras observaba el rostro
de su amante, los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás.
—Está bien, mi niño, cariño —murmuró, moviéndose para
arrodillarse entre las piernas de Stephen—. Yo cuidaré de ti.
Los ojos de Stephen se abrieron, y, por un segundo, se encontraron
con los de Crane con una enorme mirada ámbar. Su expresión era
imposible de leer, parecía casi lúgubre. Entonces movió la cabeza, levantó
las piernas y se dio la vuelta para ponerse de rodillas sin darle la cara.
—¿Stephen?
—Así —dijo Stephen, con la voz apagada.
—No puedo besarte así. —No había posición en la tierra que no les
permitiera besarse cuando follaban. Crane no quiso hablar de que no vería
la fatiga en el rostro de Stephen, o leería su placer o la ausencia de este, a
través del hormigueo de sus manos—. Stephen, ¿estás seguro..?
—Así, Lucien. Duro. Lo necesito así. Por favor.
Crane abrió la boca para protestar, y se detuvo. A Stephen le
gustaba someterse, por supuesto, pero de vez en cuando, usaba su
cuerpo para acallar su mente, dejando que la intensa sensación física
bloqueara sensibilidades a cosas que Crane no podía ver y a recuerdos
que agradecía que no compartiera. En esos momentos, Stephen anhelaba
ser tratado con una violencia que Crane encontraba ligeramente
alarmante, principalmente porque al ser mucho más grande y más fuerte
temía causarle verdadero daño, y solo un poquito alarmante porque estaba
maltratando a alguien que podía matarlo con el pensamiento.
Pero Stephen sabía lo que quería. Crane se sintió decepcionado,
incluso irracionalmente enojado, de que las necesidades de su amante
estuvieran tan extraordinariamente desentonadas con sus propios deseos.
Pero era obvio que los últimos días le habían pasado factura, Stephen lo
había dejado claro, y sobre todo, Crane no podía obligarlo a hacer el amor
cuando necesitaba que lo follaran.
—¿Te gusta así?
—Sí —dijo Stephen entre dientes.
—Tú lo pediste.
Sujetó al pequeño hombre, y se hundió en su cuerpo lentamente,
pero sin detenerse, haciendo que Stephen tomara toda su longitud en un
único y largo movimiento. Stephen gritó de desesperación y alivio, y Crane
lo folló castigándolo con dureza, imponiendo su tamaño y su fuerza
despiadadamente con cada penetración, hasta que Stephen gimió en voz
alta. Podía escuchar el pesado anillo de oro que Stephen llevaba en una
cadena alrededor de su cuello chocando contra su pecho al oscilar con
cada golpe. Crane lo sostuvo abajo completamente, sujetando sus
hombros estrechos, empujándolos contra la cama, y muy pronto, el
hombre más joven se vino, con temblorosos chorros y con algo parecido a
un sollozo, mientras el tatuaje de la urraca aleteaba frenéticamente en su
espalda.
A continuación, Stephen se tendió sobre la cama con el rostro vuelto
hacia otro lado. Crane enroscó un brazo en sus hombros, acariciando
suavemente con un dedo el escaso vello en su pecho, y se echaron cuerpo
con cuerpo en silencio por un rato, mientras la tensión se escurría de
Stephen y sus músculos agarrotados se relajaban.
Por fin, Crane dijo:
—¿Me cuentas?
Pasaron unos minutos antes de que Stephen respondiera.
—Preguntaste si Rackham podría ponerme en una lista de
seguimiento.
—Y dijiste que no podía. Asumo que era mentira.
—No tiene que hacerlo. Ya estoy en una.
La mano de Crane se quedó quieta.
—Una lista de seguimiento contiene los nombres de sospechosos de
brujería. Sospechan de ti.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Unas semanas. Lo descubrí hace dos días.
—¿Por qué?
Stephen movió la cabeza.
—No importa.
—¡Sí importa! ¿Tú? ¿Un brujo? Nunca había escuchado semejante
mierda. ¡Tú! ¿Están locos?
Stephen alcanzó la mano de Crane. Los pinchazos eléctricos de su
roce se envolvieron cálidamente alrededor de los finos dedos de Crane.
—Gracias, Lucien. Se siente bonito tener un defensor.
—¿Y tu compañera? ¿Por qué no te está defendiendo?
Los dedos de Stephen se contrajeron.
—Porque ella es la que me está vigilando.
—¡La puta esa!
—No es su culpa —Stephen lo regañó—. No tenía que habérmelo
dicho. Tiene órdenes, no puede ignorarlas.
—¿Ignorar qué? ¿Por qué alguien pensaría eso?
—Oh, es una estupidez. Más que nada un malentendido, a decir
verdad. Eres tú.
—¿Yo?
Stephen suspiró.
—Lucien, cada vez que, ya sabes, hacemos algo, me deja volando.
Tú, en mí, el Lord Urraca, el poder. No puedo ocultarlo. Las personas se
dan cuenta. Tengo una fuente externa de poder y nadie sabe qué es y…
Su voz se fue apagando. Crane esperó, sin estar seguro de qué
estaba hablando, y entonces, abruptamente, se dio cuenta de lo que no
quería decir.
—¿Me estás diciendo que tus colegas piensan que estás despojando
a la gente? —Él había visto de primera mano los efectos de esa práctica,
cuando lo brujos usaban a otras personas como fuentes de poder y les
drenaban la vida en el proceso. Stephen le había contado que ese abuso
en particular era lo que definía a un brujo—. Pero por amor de Dios, tú no
harías eso. Con seguridad, saben que no lo harías.
Stephen hizo una mueca de dolor.
—No hay nada más obvio para explicar el poder. Yo no tengo una
explicación. ¿Qué se supone que piensen?
—¿No puedes decirles la verdad? —Crane lo pensó por dos
segundos y agregó—: A tu compañera, al menos. Sin entrar en detalles.
—Puedo contarle a Esther lo que ocurre cuando me llevas a tu cama,
sí —Stephen dijo—. Pero en realidad no quiero hacerlo. O podría,
simplemente, explicarle que eres una inmensa fuente de energía y esperar
a que no pregunte cómo la obtengo, aunque, por supuesto que lo haría.
Pero sí, de cualquier manera, podría contarle que tú eres la fuente, y
entonces podría llevarlo al Consejo para explicar por qué yo no debería
estar en una lista de seguimiento.
—Correcto. ¿Y no lo estás haciendo por qué..?
Stephen se giró para mirarlo.
—¿Has olvidado la última vez que unos practicantes supieron del
poder en tu sangre?
—Eran brujos.
—Eran practicante. Tú eres una fuente humana como no hay otra, y
sabes lo desesperados que podemos ponernos. Lo has visto. El hambre
de poder hace que el apetito por el dinero o el sexo parezca un… un
pasatiempo, y tú eres una fuente andante. ¿No lo ves? Sería como decirle
a una manada de perros hambrientos acerca de un hueso delicioso. —
Soltó una medio risa—. Por amor de Dios. Si se corre la voz de lo que
pasa cuando nos vamos a la cama, habría una cola hasta el final de la
calle por tus servicios. Tendrías a la mitad del Consejo listo a doblarse
para ti.
—¿Qué tan bien parecido es tu Consejo?
—Nada.
—Maldita sea.
—Esa es la menor de tus preocupaciones —Stephen dijo—. Porque
la otra mitad ya estaría pensando en cómo poner sus manos en tu sangre,
sin considerar tus preferencias.
—Es tu Consejo del que estás hablando. ¿La gente más reputada,
estás seguro?
—Oh, serán todos reputados. Habría una “necesidad de estudiar”.
Una “consideración por el legado del Lord Urraca”. Una “evaluación para el
bien mayor”. Pero significaría que pondrían sus manos sobre ti y no dejarte
ir. Tal vez me dejen verte…
—¿Dejen?
—No confío en mis colegas en este asunto. —La voz de Stephen
sonó débil—. Ese es más o menos el caso, Lucien. Pienso que muchísima
gente querrá un pedazo de ti por lo que podrían hacer por conducto tuyo, y
yo no podré protegerte de los mejores entre ellos, muchos menos de los
peores.
Crane pasó sus dedos por el pelo de Stephen.
—¿Pero este maldito asunto de las urracas tiene que llegar a
saberse? ¿Tu compañera no podría explicarlo por ti sin discutir los
detalles?
—Tal vez. No lo sé. Sería ponerle un gran peso encima. Sería su
deber transmitírselo al Consejo, por supuesto, aunque ella hace sus
propios juicios. Podría encubrirme si le cuento todo. Es solo que… —Hubo
una larga pausa—. No quiero hacerlo.
—Pensé que confiabas en ella.
—Confió en ella —Stephen dijo—. Confiamos el uno en el otro con
nuestras vidas. Literalmente. Si tuviera que contárselo a alguien, sería a
ella. Pero todavía me tiene en una lista de seguimiento, porque tiene que
aceptar que quizás me torcí. Y todavía no se lo quiero contar porque es
más seguro si nadie lo sabe excepto yo. —Sus labios se curvaron en algo
con la misma forma que una sonrisa—. Uno no puede ser sentimental
respecto a los practicantes, ya ves. Cualquiera puede caer.
Crane cerró los ojos contra la miseria en el rostro de Stephen.
—No quiero que te sacrifiques para protegerme. No soy un caso para
tu maldito Consejo.
—Vamos a mantenerlo de esa manera. Y no me estoy sacrificando.
No estoy abusando de mis poderes, no soy un brujo, y no seré atrapado
porque no estoy haciendo nada malo. Este asunto de la lista de
seguimiento es un malentendido, nada más. Solo que limita mis opciones
si me meto en problemas. Eso es lo que me preocupa.
Claramente no lo era. Crane suspiró.
—Supongo que no podré evitar que te arresten, pero si sucede, que
sepas que emplearé todos los recursos de mi riqueza para resolverlo.
Incluido los servicios de una firma de abogados que son más como
morenas que seres humanos.
—Sí.
Crane frunció el ceño ante el tono plano.
—Stephen habló muy en serio. No permitiré que vayas a juicio,
mucho menos a prisión. Puedo evitarlo y lo haré.
—Lo sé. —Stephen no lo estaba mirando.
—Le daré tu nombre a mis abogados —Crane continuó—. Son
totalmente discretos. Luego podrás usarlos a voluntad, sin tener que pasar
por mí.
—Sin embargo, todavía dependiente de ti.
—Bienvenido a la vida para todos los demás —Crane dijo con
brusquedad, un tanto ofendido por la desagradecida respuesta—. Al
menos tengo dinero. Hay muchísima gente sin dinero ni poder que tiene
que lidiar con esta mierda, así que…
—Lo sé. Lo siento. Gracias.
—No quiero tu agradecimiento. Simplemente deja de intentar ser
solo tú cuando no tienes que serlo. Acepta algo de ayuda, de vez en
cuando, maldita sea. Los demás lo hacemos.
Stephen le sonrió cansado y se acurrucó bajo su brazo, en su pecho,
pero no respondió, y en unos instantes estuvo dormido.
CAPÍTULO CINCO
̴
CRANE SE DESPERTÓ A la mañana siguiente con el ruido que hizo
Merrick al traerle una taza de café. Abrió un ojo y detectó que solo había
una taza en la bandeja al mismo tiempo que tomaba conciencia de la cama
vacía a su alrededor. Maldijo en voz baja.
—¿Algún problema? —inquirió su esbirro.
—No. Nada.
—¿El señor Day no apareció entonces? —dijo Merrick, dándole en el
blanco de sus pensamientos como siempre.
—Estuvo y se marchó.
—¿Se vino y se fue?
—Oh, cierra la boca. —Crane se sentó y bebió su café. Solo Dios
sabía en qué momento se fue Stephen, él ni siquiera se había sacudido,
pero el pequeño cerdo tenía maneras de desplazarse en silencio. No
habría, ya sabía, una nota. Nunca la había.
Lo que era perfectamente razonable, porque ambos eran hombres
libres que podían hacer lo que quisieran. Él hubiera preferido encontrar la
pequeña forma de Stephen enroscada bajo su brazo, hubiera preferido,
definitivamente, estar pasando una mañana lenta y relajada en la cama
con él, observando la risa y la lujuria calentar sus ojos color ámbar a
dorados, pero sin duda estaba ocupado. Crane había aprendido a no
preguntar sobre su trabajo, considerándolo únicamente como “ocupado” o
“no ocupado”.
Realmente habrían tenido que hablar más acerca del maldito
Rackham. Ese era el único problema. De otro modo Stephen podía irse y
venirse — gracias, Merrick—, como quisiera, y era absurdo que Crane se
sintiera herido, mucho menos que sintiera esta pequeñísima sombra de
temor de que esta vez no regresaría, de que el maldito asunto de la urraca
y el chantaje de Rackham hicieran que Stephen decidiera que la vida sería
más segura viviéndola solo.
Rackham. Crane entrecerró los ojos cuando observó a Merrick
moverse alrededor de la habitación.
—¿Tuviste suerte ayer?
—Ni pío. —Merrick recogió una media—. Sin deudas de juego o
porquerías. Nada de lo que se hable. Si el señor Rackham se metió en
problemas, me parece que es algo de chamanes.
—Está metido en un problema de chamanes —Crane dijo—.
Stephen lo mencionó, pero no piensa que sea suficiente para asegurar que
salga corriendo. Así que concluyó que Rackham debía estar haciendo algo
de lo que él no sabe.
—Bastardo desconfiado, el señor Day. ¿Qué hay con Rackham
entonces? ¿Le voy a romper las piernas?
—Aun no. —Crane vacío su taza—. Se ha estado aprovechando de
Leonora Hart.
—Una mierda que lo hace. —El rostro de Merrick se oscureció—.
¿Por qué no le rompo el maldito cuello y acabamos?
—Dale tiempo. Tenemos hasta el viernes —él dijo—. Y tenemos que
actuar de manera civilizada en este país, sabes.
—Si usted lo dice, mi lord —Merrick murmuró—. ¿Qué piensa el
señor Day?
—Dice que deberá estar bien. Dice que no es probable que sea un
problema.
—¿Le cree?
—No. Ven conmigo a la oficina hoy, te quiero en Limehouse. Voy a
cumplir con algunos compromisos y hacer algo más de trabajo en los
asuntos de Rackham. Compra algunas deudas. Revive viejos rencores.
Mira qué tan rápido puedo dejarlo al borde de la ruina.
—Ah —dijo Merrick, satisfecho—. Esa clase de civilizado.

Era las cuatro de la tarde cuando la citación llegó.


—¿Mi lord? —Su empleado abrió la puerta de la oficina con un
somero golpe—. Un mensaje para usted. Personal.
Era una chica, y una no muy impresionante, además. Tenía rasgos
enjutos, con una nariz puntiaguda, pelo rubio oscuro en un moño
desordenado, y un aire general de desaliño. Tenía el rostro sucio, pero la
suciedad era superficial, no estaba pegada, evidentemente se lavaba con
regularidad, y sus botas eran razonablemente nuevas y sólidas. Se veía
como de quince, en referencia a la juventud citadina. Estaba sonrojada de
la carrera y sujetaba un papel en la mano.
—¿Uste’s su señoría? —Arrastró las palabras.
—Yo soy Lord Crane.
—Ooh. —Sus ojos se agrandaron con burlón asombro. Eran de un
impresionante azul plateado claro—. Bien, Lord Crane, tengo un mensaje
para usted. —Le entregó el papel.
Era un programa de teatro, y el mensaje estaba garabateado en la
parte de atrás con lápiz.
Mi lord
Si le es conveniente, por favor acompañe al portador. Su ayuda sería
más que bienvenida en un asunto profesional.
S. Day
Crane lo pensó por un segundo, manteniendo el rostro en blanco.
Era más que extraordinario que Stephen debiera pedir ayuda con su
trabajo, pero le recordó lo poquito que Crane había visto de su puño y
letra, definitivamente era una referencia a su conversación de la noche
anterior, y la situación…
“Mi lord” en la voz de Stephen no era un tratamiento de respeto. El
hijo de un abogado, tenía muchísimo del orgullo de la clase oficinista y se
negaba ferozmente a usar términos que implicaran superioridad
aristocrática. Ni una solo vez los había usado con Crane, hasta que se
hicieron amantes y el juego empezó. En la cama (sobre un escritorio,
contra la pared), “mi lord” era una sumisión apasionada, desesperada, una
súplica de ser dominado, una rendición incondicional a las demandas y
deseos de Crane. En el papel, hacía de esta carta tanto un billet-doux9
como un llamado, e imaginar a Stephen escribiendo las palabras le dio una
sacudida directa a la entrepierna. Sea lo que sea en lo que el pequeño
cabrón andaba metido, había sabido que esto traería a Crane corriendo.
—Estaré con usted en un momento —dijo—. ¡Merrick!

9
Carta de amor.
Crane conocía Limehouse razonablemente bien, pero tras seguir a la
chica por callejones y atajos durante diez minutos, se sintió perdido. No
completamente perdido —sabía de qué lado estaba el río y de qué lado la
carretera Ratcliffe—, pero sí lo bastante perdido como para no haber
querido entrar ahí. Estaban en la parte más pobre de Londres ahora, en
donde los rostros en la calle eran asquerosos, de hablar arrastrado a
causa del alcohol, marcados por la enfermedad y crudos del hambre.
Había muchísimos chinos, lascars10 y marineros. Y todas las cabezas se
volvieron para observar el avance de Crane, su altura, la ropa hecha
perfectamente a la medida y la camisa inmaculada que lo marcaba como
un hombre rico, una víctima en potencia, una paloma que valía la pena
desplumar.
Había dejado a Merrick en la oficina, con varios trabajos que hacer.
Más se adentraban en esta tierra de nadie, más tenía que resistir el inútil
arrepentimiento de esa decisión.
La chica dobló en otro callejón sombrío, tan estrecho que los rayos
del sol apenas lo penetrarían al mediodía, y dos hombres caminaron al
mismo ritmo detrás de Crane. Él volteo, juzgó sus intenciones de una
mirada, y les espetó una sarta de horrorosos improperios para desanimar
cualquier intento sobre su persona o cartera.
—¿Qué está haciendo? —exigió la muchacha—. Venga.
—No tengo muchas ganas de que me aporreen o me corten la
garganta. —Crane lanzó una mirada de odio a los dos hombres.
—Ya, no se preocupe. Yo cuidaré de uste’. Por aquí.
Giró en una entrada oscura y baja. Crane le dio una última mirada de
desagrado a los dos hombres, y se agachó en el dintel para entrar en una
oscuridad cerrada y caliente, siguiendo la forma vaga de la falda de la
chica por un par de pasajes más hasta que salió a un cuarto más grande.
Este no tenía ventanas, y estaba iluminado por una cuantas velas en
faroles. El piso estaba pelado y las paredes sudaban humedad. Olía a ajo
cocido y al picor de las semillas de ají, a menudencia y a cloaca.
En el cuarto había siete personas. Cuatro eran chinos, con las caras
cautelosas, de cuclillas contra la pared más distante, a la espera. Los otros
tres eran europeos. Uno era un fornido joven de estatura media, con el

10
Nombre que se les dio a los marineros y criados provenientes de la India que servían en los
barcos ingleses.
cabello marrón claro, vívidos ojos verdes y mandíbula cuadrada. Estaba de
pie contra la pared, con los brazos cruzados, junto a gran bulto de yute. El
siguiente era una mujer de unos treinta años. Vestida con sencillez, con el
cabello oscuro retorcido en un moño prolijo, un rostro de piel olivácea que
era fuerte más que atractivo y unos ojos grandes e intensamente
marrones.
La última persona en el cuarto era Stephen. Sentado en el borde de
una mesa desvencijada, con los ojos ambarinos ligeramente brillantes. Los
que se achinaron casi imperceptiblemente cuando se encontraron con la
mirada de Crane.
—Buenas tardes, Lord Crane. Muchas gracias por venir. Me
preguntaba si podría darnos una mano.
—Por supuesto, señor Day. —Crane quiso que Stephen se
disculpara por su última desaparición, y una explicación de cómo la codicia
de Rackham era realmente una amenaza para él; quiso hundir los dedos
en ese pelo rojizo rizado y jalar la cabeza del pequeño hombre para un
beso. En su lugar le dio una pequeña sonrisa de cortesía—. ¿De qué
manera?
—Bueno —Stephen dijo—, necesitamos hablar con un practicante
urgentemente. Nuestro interprete habitual no está disponible, y nadie
parece comprender lo que estamos preguntando, y estos caballeros aquí,
no quieren que vayamos más lejos, pero me temo que esa no es una
opción. Preferiría no hacerlo por la fuerza, si tuviera que elegir. Los
practicantes aquí son el señor Bo y el señor Tang, y necesitamos de uno
de ellos tan pronto como sea posible.
—Veré qué es lo que puedo hacer. —Crane cambió a shanghainés, y
le habló a los hombres cuidadosa y razonablemente por unos minutos,
hasta que fue claro que no tenían intención de ayudar. Llegados a este
punto levantó la voz y bajó el tono.
—… ¡y tráiganlo ahora mismo, escrofulosos, desperdicios sifilíticos
manchados de mierda de prostíbulo infecto! —Bramó detrás de los tres
hombres que salieron huyendo del cuarto, dejando a un aterrorizado
guardia pegándose contra la pared. Se volvió hacia Stephen cuya
expresión era absolutamente neutral. Sus colegas se veían en algún punto
entre asombrados y horrorizados, habiendo entendido su tono si es que no
sus palabras. La jovencita estaba sonriendo.
—No estaban siendo muy cooperativos —Crane explicó—. Los
chamanes no están disponibles, dicen. Deben estar trayendo a un jefe,
alguien de autoridad, que me diga cuál es el problema.
—¿Qué son los chamanes? —preguntó el joven fornido. Tenía voz
profunda y la mirada inflexible.
—Un chamán es un practicante chino —Stephen dijo—. Permítanme
presentarlos. Lord Crane, estos son Peter Janossi, y la señora Esther
Gold, y ya conoció usted a Jenny Saint.
Crane murmuró unas cortesías y giró para mirar a la golfilla, dándose
cuenta de que ella tenía que ser la cuarta en el grupo de justicias de
Stephen. Había escuchado acerca de ellos un poco, y se los había
imaginado algo más impresionantes que la realidad. Janossi parecía
ligeramente hostil; Saint tenía lo que Crane sospechaba, era una sonrisita
burlona permanente. La señora Gold lo estaba mirando con interés, la
cabeza levemente ladeada.
Crane sabía por Stephen que la señora Gold era el miembro de más
rango del equipo, y que resentía la frecuente asunción de que estaba
subordinada a los hombres. Dirigió sus siguientes palabras hacia ella:
—Por favor, no piense que es vulgar curiosidad, pero si quieren que
traduzca cuando alguien llegue, ayudaría saber qué es lo que tengo que
discutir. ¿Cuál es el problema?
Los practicantes se miraron entre ellos, miradas rápidas y fugaces.
Esther Gold dijo:
—Ratas.
—¿Ratas?
—Ratas.
—Tenemos un problema de ratas. —Saint lució una sonrisita
maliciosa.
—Supongo que saben que pueden contratar a un hombre y un perro
en cualquier pub de esta ciudad —Crane ofreció.
—No sería de ayuda —Stephen dijo—. Joss muéstrale.
Janossi metió la punta del zapato bajo un pliegue del paquete de
yute y lo volteó. Crane se acercó y miró lo que estaba ahí adentro.
Era innegablemente una rata. Sus dientes largos y amarillos estaban
al descubierto. Los ojos llenos de sangre y protuberantes, lo que Crane
atribuyó a Stephen, ya que había visto a un hombre morir de esa manera
en sus manos. El pelaje apelmazado de un color marrón sucio estaba tieso
de inmundicia y polvo, las garras grises y escamosas, y la cola desnuda
sonrosada. Era una rata como cualquier otra, excepto por un aspecto.
Era como de cuatro pies de largo, sin contar la cola, y quizás de un
pie de altura por los hombros.
—Ya veo —dijo Crane lentamente—. No, supongo que un terrier no
ayudaría, ¿o sí? ¿Dijo usted rata, señora Gold, o ratas?
—Ratas.
—Eso no es bueno. —Crane miró fijamente al monstruo—.
¿Cuántas?
—No lo sabemos —dijo Stephen—. Al menos veinte. Y parecen ratas
normales además del tamaño, así que la respuesta de “cuantas” es, por lo
que sabemos, “el doble de ayer”. Ha sido una mañana agitada —concluyó
sin darle mucha importancia y miró a Crane a los ojos por un segundo.
—No tiene de qué preocuparse. —La señora Gold sonó amable, pero
firme—. Nosotros lidiaremos con esto. Solo ayúdenos a hablar con los
practicantes aquí, y eso será todo lo que le pediremos.
Janossi asintió con seguridad. Saint sonrió con suficiencia, la mirada
de Stephen se deslizó al techo.
—Gracias —Crane dijo agradable—. Dígame, ¿qué le hace pensar
que este es un problema chino?
—¿A qué se refiere? —preguntó Stephen.
—¿Por qué Limehouse? ¿Por qué chamanes? ¿Están seguros de
estar en el lugar correcto?
—¿Por qué no lo estaríamos? —exigió Janossi.
—Alguien viene —dijo Esther Gold, y todos giraron cuando un chino
gordo y mayor entró afanoso.
—¡Ah! —gritó—. ¡Bambú!
CAPÍTULO SEIS
̰
CRANE SE CRUZÓ DE brazos y miró furioso a Li Tang. Había conocido al
hombre por muchos años en Shanghái, tan bien como para que Li usara el
viejo apodo que alguna vez había sido tan apropiado para un jovencito
extraordinariamente alto y flaco. Se había encontrado con él con
frecuencia en los últimos meses. Tenían negocios en curso. No había
ninguna razón para que Li Tan se mostrara tan completa e inflexiblemente
poco dispuesto a ayudar.
—¿Por qué estás siendo tamaño bastardo, mi amigo? —inquirió en
voz baja.
Li Tan no respondió. Tenía el rostro pétreo.
—No se puede ver ningún chamán —repitió como por trigésima vez.
—¿Por nosotros o por cualquiera?
—No se puede ver ningún chamán.
—¿Rackham ha estado por aquí? —Crane preguntó, disparando una
flecha al azar.
Li Tan se encogió de hombros, aparentemente impasible con la
mención.
—No haría una diferencia. No se puede ver ningún chamán.
—¿Desde cuándo eres aprendiz de chamán? —Crane preguntó—.
¿No tienes otras cosas que hacer aparte de sacarle brillo a sus platos de
arroz y hacer sus citas? ¿Estás renunciando al mundo y tu barriga?
—Hablo con autoridad. —Li Tan lo miró con el ceño fruncido.
—Tú hablas con autoridad por los chamanes? —Crane levantó la voz
para beneficio de su audiencia, que al corriente sumaban ocho chinos así
como los practicantes británicos—. ¿Tú decides quién ve a un chamán?
Li Tan lo fulminó con la mirada.
—Hablo con autoridad.
—¿Cuáles son los nombres de tus chamanes?
—Eso no es relevante.
—El señor Bo y el señor Tsang, ¿cierto? ¿Cuáles son sus nombres
completos?
—No los puedes ver.
—Yo no pregunté eso. Te pedí que dijeras sus nombres. —Crane
dejó caer la voz y vio la pequeñísima contracción en los ojos de Li—. ¿Por
qué no dices sus nombres?
—Amigo mío, este no es tu asunto. Así que, ¿por qué no te vas a la
mierda?
—Solo soy el traductor de los chamanes británicos —dijo Crane—.
¿Por qué no les dices a ellos que se vayan a la mierda? Yo miraré. Mejor
aún, dado que tú y yo somos hombres de negocios, ¿por qué no vamos a
hacer algo de negocios y dejamos a los chamanes a su suerte?
—Hoy los dos somos portavoces —Li Tan contraatacó—. Y lo que mi
boca te dice es que no se puede ver ningún chamán. Mi consejo, Bambú,
es que tus oídos deben escuchar lo que mi boca dice.
—Escucho lo que me dices, mi gordo amigo —dijo Crane—. Lo
escucho claramente, de hecho.
Caminó con paso airado de regresó al pequeño grupo de justicias.
—¿Bien? —demandó Janossi.
—No lo suelta. Li Tang estaría feliz de asistirlos en todo lo posible,
aparte del chamán, pero tengo la fuerte sospecha de que eso servirá lo
mismo que un martillo de cristal. No van a ayudar.
—¿Así? —dijo Saint—. Bueno ese es su maldito problema, ¿no?
Vamos, no se lo permitiremos, ¿o sí?
—Por supuesto que no. —Janossi miró a Esther y Stephen—. Vamos
a entrar. Seguimos las ratas, descubrimos a dónde van y vemos lo que
pasa. ¿Por qué diablos tenemos que pedir permiso en nuestra propia
ciudad?
—Hemos pasado años construyendo un acercamiento con esta
gente —Stephen dijo—. Tú sabes lo que pasó con Arbuthnot el verano
pasado. Si vamos en tropel ahora…
—¡Aprenderán a cooperar la siguiente vez! —Janossi interrumpió, y
perdió la valentía, visiblemente, bajó la mirada que Stephen le dio.
La señora Gold estaba moviendo la cabeza.
—Yo no veo acercamiento aquí, Steph. Y este problema se está
extendiendo más allá de Limehouse, ya no se trata solo de ellos.
—¿Saliendo de, o entrando a? —preguntó Crane.
—¿A qué se refiere?
—¿Las ratas están saliendo de Limehouse, o emergen en otro sitio y
se dirigen hacia aquí?
Esther inclinó la cabeza hacia un lado.
—No sabemos de dónde vienen o a dónde van. Una cantidad de
ellas pareció venir hacia aquí. No sabemos más, porque no hemos logrado
hablar con ningún practicante —concluyó sin rodeos—. Y pienso que
debemos irnos y mirar, Steph. Lo siento si no les gusta, pero este es suelo
británico, no chino, ha muerto gente, y si no nos dejan consultarlos, no
serán consultados.
Stephen dio una leve encogida de hombros con renuente
conformidad y abrió la boca , y Crane dijo:
—Un momento.
—¿Qué? —Stephen preguntó. Frunció el ceño—. ¿Hay algún
problema?
—No estoy seguro. Miren, no voy a presumir de decirles lo que
tienen que hacer…
—¡Por un demonio espero que no!
—Es suficiente, Saint —dijo Stephen—. ¿Pero?
Crane lanzó una mirada hacia Li Tang.
—Pero China es mi asunto, y… realmente pienso que sería
aconsejable sonreír, y mover la cabeza afirmativamente, y salir.
—¿Qué? —preguntó Janossi.
La señora Gold se veía como si se le estuviera agotando la
paciencia.
—No sé si lo ha olvidado, su señoría, pero hay una rata gigante en el
suelo aquí adentro, y muchas más allá afuera, por lo que alguien tiene que
hacer algo al respecto.
—Veo la rata gigante —Crane dijo—. Y Li Tang también, y él no se
sorprendió de verla. Pienso que deberían irse ahora. Yo lo haría.
—¿Por qué?
—¿Podemos hablar de esto más tarde?
—No, ¿por qué no explica su razonamiento ahora? —La voz de
Esther sonó dura.
Crane le dio una sonrisa sin gracia.
—Porque preferiría no compartirlo con nuestros amigos allá.
—Pero aquí nadie habla inglés… —Esther se detuvo
abruptamente—. Por cierto. Ya veo.
—Lord Crane —Stephen interpuso—. ¿Es de su opinión profesional,
que sería aconsejable que partamos? Porque este no es un tema trivial.
Hay intrigas, y personas muertas.
—No, no es trivial. Y sí, esa es mi opinión profesional.
Stephen contempló al hombre más alto por un momento. Entonces
asintió y se volteó hacia los otros.
—Muy bien. Nos vamos. Lord Crane, dígale a los chinos… no sé, lo
que usted juzgue mejor. Regresaremos si es necesario.
—¿Qué? —dijo Janossi incrédulo, mientras que Esther dijo:
—¿Perdón?
—Estoy declarándolo, Es —Stephen le dijo—. Síganme, por favor. Lo
discutiremos más tarde.
Esther le dio una larga y dura mirada y asintió renuente.
—Muy bien. Joss, trae la rata.

Con la cara baja y sin éxito, el pequeño grupo salió atropelladamente


por el laberinto de pasillos y callejones, de vuelta al único espacio
respirable de las calles de Limehouse.
Crane salió último y estiró su paso para darle alcance a Esther y
Stephen que estaban ocupados en una furiosa discusión en voz baja.
—¡Porque él no es tonto, por eso! —Stephen estaba diciendo
enojado.
—Y tampoco es practicante —Esther siseó de vuelta—. Así que,
¿qué diablos hace que su opinión valga más que la mía?
—Perdón —Crane llamó, y ambos justicias giraron en redondo—.
Siento interrumpir, pero hay algo que se tiene que averiguar antes de que
vayamos más lejos.
—No hay vayamos. —Esther habló con enojo apenas contenido—.
Agradezco su traducción, pero ese es el límite de su intervención en este
asunto. ¡No es su problema!
—Déjalo hablar, Es. —Stephen sonó cansado e irritado—. ¿De qué
se trata, Lord Crane?
—¿Alguno de ustedes conoce un sitio con una buena vista de los
techos por aquí? Una torre alta, o la aguja de una iglesia? —Crane miró
los rostros en blanco y agregó—: No conozco esta parte de Limehouse, y
quiero ver los techos tan pronto como sea posible. Puede que no haya
mucho tiempo.
—¿Para qué? —exigió Janossi.
—Para probar una teoría.
—¿Una teoría?
—Saint puede subirse a los techos —Stephen dijo—. ¿Qué debe
buscar?
—Oh, por… —Esther giró para alejarse, obviamente dominando un
arranque de ira.
—Busque astas de banderas, señorita Saint —Crane le dijo—. Tal
vez una, posiblemente más. Paradas, sobresaliendo de chimeneas o
paredes, colocadas para ser visibles. Pueden tener varias banderas,
definitivamente tendrán pendones rojos largos y delgados, y… ¿me
prestan un lápiz? Gracias. Quizás vea este símbolo, aquí, en banderas
rojas cuadradas. Cuando digo “este símbolo” —Crane agregó, con ocho
meses de dolorosa experiencia—, me refiero a uno exactamente igual a
este, en lugar de uno que está hecho con las mismas líneas.
Saint le dio una mirada malévola, pero tomó el papel en el que él
había garabateado el carácter y se alejó medio agachada por un callejón
cercano. El resto se movió hacia la esquina de la calle, fuera del camino de
los viandantes y borrachos. Janossi le lanzó una mirada asesina a un
mendigo hasta que este se marchó.
Esther Gold que vigilaba a Saint, se volvió hacia Crane con los
brazos cruzados y dijo, al límite de su paciencia:
—¿Y podemos saber qué tiene que ver las astas con el serio
problema con el que se supone que deberíamos estar lidiando en este
momento?
Crane miró a su alrededor.
—Preferiría que esto no fuera escuchado.
Stephen hizo un rápido movimiento de dedos. El ruido de la calle
enmudeció abruptamente.
—No lo será. Continué.
—Las astas que ella está buscando son postes de fantasmas. —
Crane apoyó los hombros contra una pared de ladrillo entibiada por el sol
que todavía estaba, sin embargo, pegajosa de la prolongada humedad—.
Es una costumbre chamánica muy antigua. La idea es que cuando uno
muere y mientras el cuerpo es preparado para ser enterrado, existe la
posibilidad de que el alma vague. Si no encuentra su camino de vuelta al
cuerpo, podría convertirse en un fantasma hambriento o incluso invadir el
cuerpo de alguien más y convertirse en un chiang-shih, un vampiro. Por lo
que los postes de fantasmas se levantan en donde el cuerpo descansa,
para ayudar al espíritu a encontrar su camino de regreso.
—¿Y qué espíritus trastornados están en peligro de perderse? —
preguntó Stephen.
Crane le dio una sonrisa rápida.
—Esa es la cosa. Verán, los postes de fantasmas no son comunes
en estos días, ni siquiera en China. Dudo que mucha gente por aquí reciba
los ritos funerarios que se acostumbra, mucho menos el antiguo boato.
Pero hay un tipo de persona por la que uno estaría loco si no levanta un
poste de fantasma. Aunque se quiera mantener su muerte en absoluto
secreto, aunque se sea moderno e ilustrado, aunque apenas se crea en
los espíritus, uno levantaría un poste de fantasma por ellos.
Esther tenía el ceño levemente fruncido.
—¿Y ellos son?
—Chamanes —dijo Crane—. Practicantes. Las almas perdidas de
los chamanes hacen vampiros fantasmas de espantosa maldad y
depravación. Sin ofender.
Hubo silencio.
Janossi habló primero.
—¿Nos está tomando el pelo?
—No, no lo está haciendo —Stephen dijo.
—¿Usted piensa que los chamanes están muertos? —Esther
descruzó los brazos—. ¿Es por eso que no nos permitían verlos?
—Li Tang no dijo sus nombres en voz alta, sin importar lo mucho que
lo presioné, lo que es una señal… mencionarlos atraería la atención de las
almas errantes que aún están sin enterrar. Y no es el lugar de Li Tan ni de
nadie controlar el acceso a los chamanes. Los chamanes ven a quien
quieren. No se esconden. Todo en la conversación que acabo de tener
estuvo mal… a menos que estuviera intentando esconder que los hombres
de los que hablábamos están muertos. —Crane levantó las manos—. No
sé. Son conjeturas. Bien podría estar equivocado. Pero como lo veo, si ese
asunto hubiera tenido como fin ser un desaire, habría sido dicho de
manera que no dejara espacio para otra interpretación. Mi instinto me dice
no pudieron ver a los chamanes porque no hay nada que ver.
—¿Qué tan recién habría ocurrido esto? —preguntó Esther.
Crane encogió los hombros.
—Si los postes están puestos, habrán muerto dentro de los últimos
tres días. Es todo lo que puedo decir. Pero, tengan en mente, que Li Tang
no solo estaba intentando engañarme, estaba hablando para que toda la
gente a su alrededor escuchara. Sospecho que tiene órdenes de
mantenerse callado. ¿Hay otros chamanes chinos aquí?
—Ninguno que se nos haya permitido conocer. No se dignan a
mezclarse con nosotros al parecer, pero es difícil de saber. Rackham era
nuestro único punto de contacto y él… —Stephen claramente cambió lo
que iba a decir—. Él no está disponible.
—Aquí está Saint —dijo Esther.
La chica vino doblando la esquina tranquilamente un momento
después, con una sonrisita engreída que se evaporó cuando todos
voltearon hacia ella y Esther exigió:
—¿Bueno? ¿Hay astas de bandera?
Saint asintió.
—Dos, se veían como él dijo. ¿De qué se trata todo esto?
—Bueno, bueno, bueno. —Los ojos de Stephen se encontraron con
los de Crane por un segundo, brillando cálidos, y los apartó rápidamente
una vez más—. Muy bien hecho, mi lord. ¿Y de qué suponemos que
murieron?
—Ratas —dijo Janossi.
—O un cuchillo en las costillas —Crane sugirió.
Las cejas oscuras de Esther se contrajeron.
—¿Por qué?
—Es por eso que me pregunto si están buscando en el lugar
correcto. Miren, ¿vendrían conmigo a mi oficina? Hay algo más que tienen
que saber, y tal vez tome un poco de tiempo explicar. Y pienso que
podríamos usar a Merrick, mi hombre, esta vez.
—¿Mi hombre? —murmuró Janossi.
—Silencio, Joss —dijo Esther—. Lord Crane, si Saint identifica las
direcciones marcada con los postes, quizás nosotros… usted… ¿podría
descubrir con los chinos acerca de las muertes, si son practicantes, y qué
los mató?
—Puedo intentarlo.
—Bien. Saint, sube allá y busca los postes, y luego reúnete con
nosotros en la oficina de Lord Crane. Ni pienses en intentar actuar sola.
Adelante, su señoría.
CAPÍTULO SEIS
̰
EXCEPTO POR MERRICK, EL edificio estaba vacío cuando llegaron.
Crane los presentó brevemente, y los dos estuvieron parados con los tres
justicias en la oficina de Crane, mirando la rata muerta que Janossi había
soltado en el suelo.
Merrick la hincó pensativo, con la punta de su bota.
—Rata gigante. Asunto de Sumatra, ¿correcto, mi lord?
—Aún no lo sé.
—¿Qué es Sumatra? —preguntó Janossi.
—Un país, señor —Merrick dijo cortésmente—. Una de las Islas de la
Sonda. Al sur, desde Kampuchea, es imperdible. ¿Esto tiene que ver con
el señor Willetts, mi lord?
—Esa es mi pregunta, exactamente.
—Siéntase libre de explicarnos. —Stephen se sentó en el borde del
escritorio con las piernas colgando, y Crane tuvo ciertos problemas para
no pensar en su ensueño de la otra noche.
—Es una historia de viajeros. Específicamente, una historia contada
por David Willetts, un hombre de Java. Un comerciante, un viajero y un
cuentista crónico. Según contaba Sumatra está plagada de magia y
malvados cultos sacerdotales y encantamientos y hermosas brujas nativas.
—Crane inclinó la cabeza hacia Esther en reconocimiento. Ella lo fulminó
con la mirada, incrédula. Stephen se atoró—. Y fue de él que yo, Merrick, y
casi todos los que alguna vez se tomaron un trago con él, escuchamos
acerca de las ratas gigantes de Sumatra. Ratas del tamaño de un perro.
Stephen dejó de mecer las piernas. Esther juntó las manos y
tamborileó los dedos.
—No conozco a muchos javaneses —Crane continuó—. Así que no
sé si esta es una leyenda de Willetts en particular o una leyenda en
general…
—Yo no la he escuchado en ningún otro sitio —Merrick intervino.
—No. Hasta donde sé, las ratas gigantes de Sumatra era la historia
de Willetts. Y la razón de que la traiga a colocación es que Willetts está
muerto. Fue asesinado —una cuchillada en las costillas—, en Poplar, la
semana pasada. —Stephen soltó un silbido e intercambió una mirada con
Esther—. Ahora, podría ser una coincidencia que el único hombre en
Londres a quien uno le preguntaría acerca de las ratas gigantes haya sido
asesinado…
—No nos gustan las coincidencias —Esther dijo—. ¿Quién lo mató?
—No se sabe. Fue apuñalado y abandonado cerca del río, por lo que
escuché.
—Pero usted mencionó que muchas personas saben la historia. Así
que no fue asesinado para mantenerlo callado.
—No diríamos muchas, madam —Merrick ofreció—. El señor Willetts
no tenía muchos conocidos en Inglaterra y sus historias, uh…
—No eras apropiadas para audiencias mixtas —Crane proveyó—.
Cualquiera en Los Comerciantes, el club El Lejano Oriente Mercantil, las
habría escuchado, cualquiera que tomara con él, pero no era algo que
hubiera corrido a contar en la alta sociedad.
Stephen frunció el ceño.
—¿Cuál es la historia?
—No se preocupen por mí —Esther agregó—. Soy una mujer
casada.
—Es bastante larga. Muy bien, permítanme recordar los detalles. —
Crane cerró los ojos, trayendo el recuerdo de una noche cálida, la arena
tibia bajo sus pies, el sonido del mar—. ¿En dónde estábamos, Merrick?
—Hainan. En la playa.
—Correcto. Estábamos bebiendo esa cosa que huele a coco y sabe
a aceite de bisagra.
—Alguna cosa fermentada. Y él estaba intentando deshacerse de un
cargamento de copra11 con usted, y usted le arrojó su zapato a una rata, y
él dijo si queríamos escuchar una historia.
—Eso es. —Crane sintió que los recuerdos se abrían—. Empezaba
que él estaba en la jungla. A él le gustaba la jungla. Habría odiado morir
junto al Támesis, pobre diablo.

11
Médula del coco de la palma.
—Y se perdió —Merrick dijo—. Algo normal con el señor Willetts.
Con una canoa río abajo, algunos rápidos y dos días sobreviviendo solo en
el calor, y todo eso…
—Y se encontró con una aldea. Las chozas vacías, las ollas secas
sobre fuegos muertos, sin animales, sin gente. Marcas extrañas en los
árboles y las casas. Sangre en la tierra.
»Así que él duerme ahí, como buen idiota, y en la noche llegan
hombres con lanzas y le cubren los ojos con un trapo y lo llevan a una
cueva.
»Aquí es donde se convierte en un cuento muy de Willetts —Crane
dijo—. En esta cueva, que en realidad es un intrincado sistema de
cavernas decoradas con antiguas y extrañas tallas, conoce a dama
extraordinariamente hermosa y apenas vestida que es la sacerdotisa de
alguna deidad. Ella se enamora de él más o menos al verlo, como muchas
hermosas nativas hicieron, según él. —Miró a Esther—. Tal vez podemos
omitir el siguiente pedazo. La acción se eleva otra vez cuando ella le
explica que es… que era… el recipiente de la Marea Roja, algo que sirve
para destruir a cualquiera lo bastante tonto como para desafiar a su dios.
Ahora, también hay un sacerdote, un enorme nativo con una máscara de
oro. Él está celoso por la conquista de Willetts, naturalmente.
—Así es —Merrick metió su cuchara—. Y el tipo de la máscara
dorada arma un lío, y hay algo respecto al deber de ella para con su dios, y
algunas artimañas sobre una criada que también se enamora del señor
Willetts, solo que esto es una trampa, de hecho, tendida por el tipo de la
máscara dorada para enfadar a la sacerdotisa, ¿correcto?
—Dios del cielo —Stephen dijo—. ¿Cuánto más hay?
—Están recibiendo la versión abreviada —Crane dijo—. Willetts
podía continuar toda la noche, incluyendo los interludios con la
sacerdotisa, y con la criada, y con la sacerdotisa y la criada.
Las cejas de Esther se dispararon al cielo.
—Siéntase libre de obviar esa parte también.
—Así que, de cualquier modo, se reduce a que la sacerdotisa llama a
la Marea Roja sobre el señor Willetts y la criada, ¿no? —Merrick
continuó—. Solo que la criada lo vio venir, porque se había enamorado del
señor Willetts de verdad para ahora. —Esther suspiró con fuerza—. Y le
dio algo que lo salvaría.
—Un amuleto que pertenece al hombre de la máscara de oro —
Crane amplió.
—Y la Marea Roja viene, y lo que es, es este montón de ratas
gigantes.
—Docenas de cientos de ratas, una ola peluda, fluida y apestosa
gruñendo. —Crane recordó esta parte vívidamente—. Caen sobre la criada
y el tipo de la máscara dorada y los pelan hasta los huesos con dientes y
garras. También tumban a Willetts, pero él sale ileso por el amuleto.
Realmente se entusiasmó contando lo que se sintió tener a estos enormes
y pesados animales sobre él, azotándolo con las colas peladas, el olor y el
pelo húmedo y grueso de las barrigas frotándose por su cara, y las garras
pisoteándolo y aplastándolo. Fue muy convincente.
—Fue bueno, sí —Merrick estuvo de acuerdo—. Así que, por fin, la
dama termina y las ratas se van, y el señor Willetts no muere, pero el tipo
dorado. Y… ¿luego qué pasa?
—Ella declara su amor eterno, que él corresponde, y entonces se
despierta junto a su cadáver frío porque alguna otra sacerdotisa la ha
estrangulado mientras dormía.
Merrick estaba moviendo la cabeza.
—No, así no es. Lo que pasó, fue que ella quería que el señor
Willetts tomara la máscara y fuera el nuevo dios. Y cuando él dice que no,
ella llama a los guardias, y el señor Willetts la acusa de blasfemia, y
escapa de puntillas mientras los guardias la estrangulan.
—¿Cómo en el nombre del cielo confundió esas cosas? —preguntó
Stephen.
—Oh, el final cambió unas cuantas veces —Crane dijo—. Cuando un
tipo lo estaba contando la otra noche en Los Comerciantes, ella renuncia a
sus obligaciones para huir con Willetts, y antes de que pudiese subir a un
barco con él un asesino vino por ella, enviado por el dios traicionado. Ella
siempre muere, sin embargo.
—Qué curioso, ahora que lo dice —dijo Merrick—. Sus mujeres
normalmente suspiraban por él en las historias. No era común que
murieran.
—De cualquier manera. Eso es todo, en pocas palabras.
—Quizás no sea la historia más verosímil que haya escuchado —dijo
Stephen—. Sin embargo, tiene cosas interesantes.
—Por Dios que sí —dijo Janossi.
Esther asintió lentamente.
—¿Cuánto de verdad diría usted que había en eso?
Crane encogió los hombros.
—Willetts viajaba mucho, y en esa parte de mundo ocurren cosas
extrañas más abiertamente. Es decir, era un terrible mentiroso respecto a
las mujeres. Pero, en general, diría que adornaba las historias en lugar de
inventarlas.
—Contó la del hombre cangrejo prácticamente como ocurrió —
Merrick ofreció.
—¿Él que?
Merrick sonrió sin gracia.
—¿Qué, pensó que se quedaría callado con una historia como esa?
Pero es que le dio en el clavo, si recuerdo bien.
—Ese… individuo tiene suerte de estar muerto —dijo Crane—. Y ya
hablaré contigo más tarde, traidor. En fin. Es posible que algo de la historia
fuera cierta, pero qué y cuánto es conjetura de cada uno.
Esther frunció el ceño.
—¿Cómo invocaba a la Marea Roja la sacerdotisa? ¿Qué tanto
detalle dio?
—Eso no lo recuerdo. Habría sido, sin duda, bastante, tenía una
memoria asombrosa, pero yo no. ¿Merrick?
Merrick negó con la cabeza.
—Salmodiando, ¿no? ¿Cantando?
—Cuando usted dice una memoria asombrosa… —Stephen empezó,
—Muy buena, de hecho. Aprendía idiomas como nadie. Un oído
increíble.
—¿Tan bueno como para recordar y repetir, digamos un cántico, si
escuchaba uno?
—Quizás.
Esther asintió.
—¿Y qué paso con el amuleto?
—Ni idea.
—¿Cómo se fueron las ratas? ¿A dónde?
—No recuerdo nada de eso.
—¿O de dónde vinieron?
—Lo siento. Si Willetts lo puso en la historia, lo he olvidado.
Janossi hizo un sonido de disgusto.
—El único hombre con el que necesitamos hablar, y está muerto. Y
esa es la razón por la que está muerto, por supuesto.
—Probablemente, con seguridad —dijo Stephen—. Bien, ahora.
Ratas gigantes usadas como un arma. Una manera de conjurarlas. Un
amuleto protector. El hombre que podía saber el cántico o ser dueño del
amuleto apuñalado a muerte en Poplar la semana pasada.
—Las ratas surgieron por el East End y se dirigieron a Limehouse —
Esther continuó—. Dos practicantes chinos muertos.
—Una casa llena de cadáveres en la carretera Ratcliffe —Janossi
terminó sombrío—. ¿Casualidad o alguien está probando un juguete
nuevo?
—Así parece —dijo Esther—. Aquí viene Saint.
Sonaron unos golpes en la puerta del frente unos segundos después.
Merrick dejó entrar a la muchacha, y Esther le dio un rápido resumen de
los eventos. Mientras hablaban, Crane se acercó lentamente a Stephen y
se sentó en el escritorio.
—¿Un día interesante?
—Como verás. Gracias. Pensé que serías de ayuda, pero no
esperaba contribución tan grande.
—Estoy a tu servicio por siempre —dijo Crane suavemente, y sintió
la mirada de Stephen moverse rápida hacia él.
—Bueno, estoy en deuda contigo —respondió igual de suave—. Por
favor, cóbrate.
—Lo haré. —Crane le dio un pizca de promesa a su voz—.
Entonces, ¿ustedes creen que la historia de Willetts era más que un
montón de tonterías?
—Su asesinato le da credibilidad. Por supuesto podría ser solo
coincidencia, pero sabes lo que siento al respecto.
—La rechazas como harías con un perro rabioso.
Stephen le sonrió, luego miró a los otros.
—Muy bien, todo el mundo, plan de acción. Tenemos que descubrir
cómo murieron los chamanes y si está relacionado con las ratas; tenemos
que investigar sobre la muerte de Willetts; más crucial, tenemos que
buscar evidencia de que las ratas aparecen al azar o son invocadas. ¿Hay
sumatranos en Londres, Lord Crane?
—No que yo conozca. Alguno que otro marinero, quizás, no es una
colonia grande de inmigrantes.
—¿Sumatra es lo mismo que China? —preguntó Saint.
—No —dijeron Merrick y Crane simultanea y enfáticamente. Merrick
agregó—. A unas dos mil millas de distancia. Gente diferente. Idioma
diferente.
—¿Alguno de ustedes habla sumatrano? —Esther intervino.
—Malayo. No, pero Merrick es bueno con el pidgin12. Por otro lado,
cualquiera que sobreviva por aquí hablará inglés, no hay muchos que
hablen malayo en este lado del mundo.
Stephen asintió.
—Saint, ¿encontraste las direcciones? Bien. Señor Merrick, puedo
tomarlo prestado para que investigue qué pasó con los chamanes?
—Será un placer, señor.
—Gracias. Saint, lleva al señor Merrick a las casas con las astas y
respáldalo. Sutilmente, por favor. No te metas en problemas.
—Eso también va para ti —Crane le dijo a Merrick.
—¿Esther?

12
Lengua mixta, creada sobre la base de una lengua determinada y con la aportación de
numerosos elementos de otra u otras. Su origen es histórico y se usa especialmente en los
enclaves comerciales.
—Yo voy a ir a la carretera Ratcliffe para olisquear por los
alrededores. Si esta es una invocación deliberada, podría haber sido un
ensayo, en cuyo caso apuesto que el invocador estuvo cerca. Joss,
conmigo, ¿a menos que tú lo necesites, Steph?
—No, creo que investigaré la muerte del señor Willetts —Stephen
dijo—. Mientras más pronto descubramos si esta fue una invocación
deliberada, mejor. Lord Crane, si no está ocupado…
—Puedo llevarlo a Los Comerciantes —Crane ofreció—. Hay unos
cuantos hombres de Java allá, ellos sabrán tanto como cualquiera otro en
Inglaterra de Willetts. Y algunos del tipo académico que quizás sepan algo
sobre las leyendas sumatranas y demás.
—Perfecto. —Esther dio unas palmadas en el aire—. Lord Crane,
muchas gracias. No necesito decirle que mantenga esto en silencio,
¿cierto? Muy bien, Saint, caballeros, nos encontramos mañana, en el
consultorio, a las diez, a menos que algo vaya catastróficamente mal
antes. Muévanse, por favor.
—Déjeme cerrar aquí arriba, señor Day, y lo llevaré a Los
Comerciantes. —Crane se movió para cerrar las persianas mientras los
otros salían.
Cuando la puerta de afuera se cerró detrás del último de ellos, pasó
el cerrojo y sintió los brazos de Stephen moverse por su cintura.
—Hola. —Se dio la vuelta y deslizó las manos por debajo del
desgastado saco de Stephen.
—Hola a ti. —Stephen se inclinó, apoyando la cabeza en el pecho de
Crane—. Y gracias. Eres maravilloso.
—Dice el hombre de las manos mágicas. —Crane pasó sus propios
dedos delgados y ordinarios por los rizos de Stephen—. ¿A qué hora te
fuiste esta mañana?
—Cerca de las cuatro. Me hubiera quedado de haber podido, pero
estas malditas ratas.
—¿Qué pasó en la carretera Ratcliffe?
Stephen apretó los brazos ligeramente.
—Atacaron una pensión hace tres días. Muchas ratas. Veinte o más
de acuerdo a los sobrevivientes.
—Sobrevivientes. ¿Quiénes murieron?
—Todos los que no pudieron escapar. Una encajera, su bebé, su hijo
de dos años, un marinero con una pata de palo, un tísico. De alguna
manera las ratas atravesaron la puerta del sótano y subieron por toda la
casa como una, bueno, marea. Todo aquel que pudo correr lo hizo. Para
cuando volvieron a entrar, las ratas se habían ido, y había cinco cuerpos
comidos.
—Jesús. ¿Por qué no estuvo eso en los periódicos?
Stephen encogió un hombro.
—Existe, vamos a decir, una política en contra de causar alarma con
historias de este tipo. Es mejor que las personas no las escuchen. Los
sobrevivientes están siendo tratados por fiebre, un lote malo de ginebra, o
algo así, y las muertes atribuidas a un perro loco, creo.
—¿A los testigos se les está diciendo que vieron eso? —dijo Crane
incrédulo.
—Se les dijo que no ocurrió como pensaron. Quizás para algunos de
ellos sea un alivio creerlo. No lo sé. No sé si el pobre diablo que regresó a
su casa para encontrarse con su esposa e hijos muertos pueda encontrar
algún consuelo en la idea de que fueron destrozados por ratas gigantes. —
Stephen tragó saliva—. Vi su rostro, Lucien. El policía diciéndole que su
familia estaba muerta y que no podía ver los cuerpos. Había conseguido
un trabajo nuevo justo ese día. Estaba regresando a casa para contárselo
a su mujer. Tenía unos dulces en una canasta, para los niños.
—Dios.
—Creímos que era un accidente. Algún hecho anómalo. Mascotas
que se escaparon o experimentos o lo que se te ocurra. Eso ya era
bastante malo. Pero si fueron conjuradas, si fue deliberado en lugar de una
casualidad…
—La señora Gold habló de un ensayo —Crane dijo—. ¿Ensayar
qué?
—Probar el control sobre las ratas, me imagino. Hacerlas salir,
hacerlas volver. Verlas matar.
—La carretera Ratcliffe es un lugar bastante ajetreado para
experimentos mágicos.
—Mmm —dijo Stephen—. Me pregunto si sería una broma. Ratcliffe.
—Si lo fue, confío en que harás que al bromista se le quiten las
ganas de reír.
—Solo si Esther no llega a él primero. Ella no tiene sentido del
humor. —Stephen se aferró a Crane por un rato más, luego soltó un largo
suspiro—. Antes de ir a este club tuyo, ¿tenemos que conversar acerca de
Rackham?
—Deja que me haga cargo.
Stephen se quedó quieto. Retrocedió un par de pasos para poder ver
a Crane a la cara:
—No soy un niño, Lucien. Rackham es tan problema mío como tuyo.
Y no necesito tu protección.
—No, pero tienes que eliminar una plaga de ratas gigantes, y
encontrar al bastardo asesino que las conjura. Así que concéntrate en eso,
y yo te quitaré a Rackham de encima mientras lo haces.
Stephen lo quedó mirando un largo minuto, entonces dejó caer los
hombros un poquito.
—Entiendo lo que dices, pero…
Crane suspiró.
—Realmente es posible aceptar ayuda sin señalarte a ti mismo como
un débil, sabes.
Stephen se sonrojó.
—Soy perfectamente capaz de aceptar ayuda. Te pedí que vinieras
hoy, ¿no? Y mira lo que pasó.
—¿Qué? —dijo Crane, herido.
—Descubrimos que podemos tener dos chamanes muertos y a un
maniático controla ratas en general. Mientras que si no hubieras estado
ahí, quizás me hubiera dado por vencido e ido a casa más temprano. —
Stephen entró en el abrazo de Crane otra vez—. Lo siento, Lucien. Y
siento lo de la noche pasada, también, no fue muy justo de mi parte. Estoy
hecho un manojo de nervios en este momento. ¿Tengo que vestirme como
un maniquí para este club?
—No en los estándares humanos normales. Lo que quiere decir, sí,
querido mío, tienes que hacerlo. ¿Por qué no vienes a mi apartamento
para que te pongas ropa decente, y ver si puedo hacer algo con tus
nervios mientras estamos en ello?
—Mmm. Qué tentador. Sin embargo…
Stephen brincó hacia atrás para sentarse en el escritorio y Crane se
colocó entre sus piernas para darle un beso, lo sintió inclinarse hacia atrás
de manera tentadora, y sonrió contra su boca.
—Por Dios, señor Day. En verdad le gusta que lo follen en los
escritorios, ¿no? Lo pongo sobre uno, y me está rogando que lo haga.
¿Qué es tan, particularmente, excitante con los escritorios?
—No son excitantes, son aburridos. —Stephen se estremeció
cuando la boca de Crane se movió a sus orejas sensibles—. Uno escribe
en ellos y luego se va a casa, y nada terrible pasa, nadie muere.
Encantadoras superficies sosas. Tanto mejor para hacer cosas
interesantes sobre ellas. —Deslizó sus manos eléctricas por la espalda de
Crane, sobre sus caderas.
—Hay un escritorio muy bueno en el departamento —Crane dijo—.
Mucho más fuerte que este, y decididamente más seguro.
—Pero, en el Strand —Stephen alegó—, mientras que este escritorio
está aquí, y puedes tenerme sobre él en este instante.
—Ya te sientes más tú mismo, por lo que veo.
Stephen enganchó sus brazos alrededor del cuello de Crane,
envolvió las piernas en sus caderas, y se alzó en el aire para apretar su
cuerpo con el de Crane. Crane se tambaleó con su peso y se apoyó sobre
sus manos riendo.
—He querido hacer esto desde que llamaste a Esther hermosa
hechicera nativa. —Stephen empezó a reír también—. Su cara, por Dios.
Eres un canalla.
—Y te encantó.
Stephen sonrió, entonces se movió para encontrar los labios de
Crane en un largo y profundo beso que terminó con él de espaldas y Crane
medio encima, dolorosamente erecto.
—Tengo que echarle llave a la puerta —Crane dijo, ronco—. A
menos que tú lo hagas desde aquí.
—Hierro —Stephen dijo conciso; Crane era conciente que el hierro
no respondía a sus poderes—. Pero apuesto a que puedo quitarme la ropa
antes de que le eches llave y regreses.
—¿Qué apuestas?
—Ohh. Si yo gano, lo hacemos en el escritorio. Si tú ganas, puedes
tenerme contra la pared.
Esa era una apuesta que bien valía la pena. Crane amaba follar
contra las paredes, pero la diferencia de altura hacía necesario que
Stephen se parara sobre algo, y mientras que a él normalmente no le
preocupaba su estatura, eso sí lo molestaba.
—Te tomo la palabra.
Perdió, por supuesto, ya que Stephen hizo trampa sin compasión, al
hacer volar las llaves de su mano y que resbalaran por el piso, pero
cuando se hundió en el cuerpo de Stephen y sintió esas manos mágicas
llamear alegremente en su espalda mientras Stephen le hundía los dientes
en el hombro, sintió como si hubiera ganado una victoria de otro tipo
mucho más importante, aunque le habría resultado difícil decir de qué tipo.
CAPÍTULO OCHO
̰
UN PAR DE HORAS más tarde, Crane se sentó relajado en Los
Comerciantes. Stephen estaba a su lado, vistiendo el traje que Crane le
había comprado. La obvia pobreza de Stephen, agregada a la diferencia
de altura, creaba una disparidad en sus apariencias que atraía mucha más
atención de la que era prudente, y puesto que Crane era un hombre
extraordinariamente rico en donde Stephen batallaba por pagar la renta, le
había parecido sensato pagar por un juego de ropa decente. Stephen lo
había aceptado renuente, pero reaccionó con furia cuando descubrió que
Crane había mandado a hacerle varios trajes más al mismo tiempo. Habría
estado colérico de haber sabido lo obscenamente cara que era la discreta
sastrería.
Cualquiera que cuidara de su ropa lo sabría, Crane reflexionó. El
material que había seleccionado, sin la ayuda de su inexperto amante en
lo referente a ropa, era de un sutil jaspeado con minúsculas motitas de rojo
y amarillo, un suave efecto otoñal que hacía resaltar el pelo y los ojos de
Stephen a la perfección, y de un corte favorecedor, sin el ostentoso intento
de compensar por su falta de altura o de ancho. Crane pensaba que se
veía delicioso: bien vestido, los ojos brillantes y recién follado, ese último
punto, con suerte, perdido para los hombres reunidos alrededor de la mesa
con ellos.
Se hallaban en la sala de descanso de Los Comerciantes para los
tragos de sobremesa. Cryer estaba ahí, con un ojo especulativo sobre el
atractivo joven que había llegado con Crane; Humphris abstraído y
ceñudo; y Peyton, interviniendo con obvio sarcasmo cada vez que podía.
Shaycott estaba contando, entusiasta, la historia de la Marea Roja de
Willetts una vez más, pero se había ganado su sustento por presentar a un
hombre de Java de nombre Oldbury a quien Crane no había conocido con
anterioridad, y a uno del tipo erudito de nombre doctor Almont, a quien
había visto rondando la biblioteca en varias ocasiones, y quien al parecer
era un experto en las tradiciones polinesias, en la medida en que eso fuera
posible, sin haber salido jamás de Inglaterra.
Shaycott llegó al muy anticipado final de su cuento y obtuvo un
mínimo gruñido de aprecio de la mayoría de los presentes y una respuesta
entusiasmada de Stephen.
—Qué maravillosa historia, gracias. ¿Esa es una leyenda común por
esas partes, me pregunto, el culto a la rata?
—No que yo haya escuchado —Oldbury dijo—. Siempre la oí solo de
Willetts.
—Tiene algunas similitudes con otras historias respecto a los temas
de la sacerdotisa y la invocación. —El doctor Almont se acomodó para dar
una lección—. Curiosamente, carece de un elemento que uno habría
esperado, y que se puede encontrar en muchas historias superficialmente
similares, la razón o motivo del anitu.
—Fantasma —dijo Oldbury.
—Más que un simple fantasma, si se me permite. El anitu, o espíritu
del muerto que tiene la capacidad de animar otro cuerpo…
—No en este —Oldbury dijo con firmeza—. No hay fantasmas, solo
ratas.
—¿Cuánto de verdad dirían que había en esta historia? —Crane
preguntó.
—¡Verdad! —Peyton resopló—. ¡Ratas gigantes y negras
encantadoras! Honestamente Vaudrey…
—Crane. Lord Crane.
Peyton se sonrojó.
—Willetts era un mentiroso de atar. Sus historias eran pura basura.
Tú deberías saberlo. Tenía la más increíble de las historias sobre ti.
—Si te refieres a la del hombre cangrejo, es, desafortunadamente,
bastante fiel. —El coro de incrédula mofa que estalló sugería que Willetts
había compartido la historia ampliamente. Crane le dedicó un pensamiento
poco amable al comerciante muerto y esperó a que los chiflidos
murieran—. Sí, bueno estaba espantosamente borracho. Esas cosas
pasan.
—No le pasan a nadie más. —Monk pareció divertido por primera
vez esa noche.
—Oh, no sé. Siempre pensé que las cosas le pasaban a Willetts.
Oldbury gruñó de acuerdo.
—Listo para la farra. En busca de aventuras.
—Y cuando uno busca aventuras, uno las encuentra. He visto
algunas cosas raras… —Shaycott empezó.
Crane cayó sobre él implacable.
—Todos lo hemos hecho. ¿Alguna vez vio ese amuleto de ratas de
él, Oldbury?
El javanés se encogió de hombros.
—Cualquier cantidad. Cuartos llenos.
—¿Qué pasó con sus pertenencias? —Crane preguntó—. ¿Quién es
su pariente más cercano? ¿Siquiera tenía familia acá?
—Su hermana. La razón de que regresara. Enferma, ya sabe. Los
pulmones.
—Pobre tipo —Crane dijo, frunciendo el ceño—. ¿Tiene su dirección
de casualidad? Quisiera enviarle mis condolencias.
La conversación se dividió en grupos. Crane se aseguró de estar con
Oldbury y Humphris, descubriendo lo que pudiera del asesinato de Willetts
sin parecer demasiado obvio. No logró mucho. Tras media hora o algo así,
miró a su alrededor por Stephen, quien había tomado la nada envidiable
tarea de conversar con el doctor Almont. El estudioso aún estaba ahí,
ahora prendido de Shaycott, pero Stephen se había ido.
—¿Buscando a tu amigo? —preguntó Town, junto a él.
—Probablemente saltó por la ventana —dijo Crane—. Almont es un
idiota, ¿o no?
Town puso cara de fastidio.
—Shaycott y él no se callan, y Oldbury habla como si cobrara por
palabra. No sé qué pasa con los de Java. Aburridos hasta el último de
ellos. Excepto Willetts. ¿Tienes algún interés ahí?
—No en particular. Solo que lo lamento por el pobre hombre, me
preguntaba si podría ayudar a su hermana. Day es el interesado en Java.
—¿Tu pequeño, ah, amigo? —Town movió las cejas.
—Me temo que tienes el extremo de la vara equivocado —dijo
Crane—. Ya que no voy a lograr ni un pedazo de la vara en absoluto, si
sabes de lo que hablo—. Town, a quien le gustaban las broma obscenas,
escupió en su whisky—. Es amigo de uno de mis primos, tiene cierto
interés en el lugar. No es lo mío, pero puedo jugar a la cabeza de la familia
encajándoselo a Shaycott y a Almont, y si es bastante agradecido, quién
sabe, puede que el encaje no acabe ahí.
—¡Hah! Bueno, buena suerte con tu cacería, mi querido amigo —dijo
Town, con cómoda insensibilidad—. Aunque yo no consideraría tus
posibilidades si Peyton lo acorrala con historias de tus escándalos. Lo
siguió afuera hace unos minutos.
—Diablos. En fin, era una posibilidad remota. ¿Has visto a Rackham
últimamente?
Al parecer Town no lo había visto, ni tenía algún chisme nuevo que
ofrecer. Charlaron un rato más. Stephen no reapareció cuando Peyton lo
hizo, pero un momento más tarde un camarero trajo una nota que Crane
leyó y luego metió en su bolsillo.
Peyton estaba observándolo.
—¿Malas noticias, Lord Crane? Espero que sus planes para esta
noche no se hayan arruinado por alguna razón.
—Una trivialidad —dijo Crane.

Merrick regresó al apartamento casi media hora después de Crane,


viéndose decididamente ebrio.
—¿Una noche divertida?
—Podría decirlo. —Merrick intentó colgar su sombrero, y falló—.
¿Tiene alguna idea de lo que esa señorita Saint puede hacer?
—Emborrachar a un hombre hecho y derecho sin embriagarse,
aparentemente. ¿Averiguaste de los chamanes?
—Sí. Fueron ratas.
—¿Algún problema?
—Nada digno de mención —Merrick dijo—. ¿Usted?
—Sin mucho éxito. Y el Increíble Chaman Evanescente se largó otra
vez sin una palabra, como siempre. —El tono de Crane no sonó tan ligero
como hubiese querido.
—Dios mío. —Merrick negó con la cabeza—. Le ha pegado fuerte,
¿cierto?
—Cierra la boca.
—Solo digo. Comiendo de su mano.
—Cierra la boca.
—Suspirando, así es como está. No lo reconocí al principio, pero…
—Cierra la boca, repugnante borracho, o te despido sin un papel. Y
vete a la cama. Mañana nos levantamos temprano.
—Dios, ¿en serio? ¿Por qué?
—Rackham —dijo Crane—. Me dio hasta el viernes y eso es
mañana. Así que vamos a ir verlo primero.
—Él no estará levantado primero.
—Lo estará una vez que lo saque a rastras de la cama. Leo Hart me
envió una nota, le está pidiendo quinientas libras. Está verdaderamente
enojada. Y ya que no hemos encontrado nada bueno en él, vamos a tener
que actuar de manera algo más directa.
—Bien, oh. ¿Qué vamos a hacer?
—Romperle las piernas, supongo —Crane dijo—. U ofrecerle
quinientas monedas para que se vaya a la mierda. O ambos.
—Mejor no le rompemos las piernas si quiere que se vaya a la
mierda sobre ellas. ¿Qué dice el señor Day?
—Él tiene sus propios problemas. Quiero que Rackham deje de ser
uno de ellos.
—Sí, hágase cargo de eso. —Merrick dio un gran bostezo—. Dios
sabe que él no puede hacerlo solo. Y usted nunca sabe, hacer cosas por
él, a lo mejor y se queda un tiempo más.
—¿Qué diablos significa eso?
Merrick lo miró.
—Significa que tiene que pensar un poco más, eso es. ¿Usted cree
que si yo fuera una Long Meg13 como usted, no actuaría como si
gobernara el mundo?
—Yo no actúo como si gobernara el mundo, ¿y que tiene que ver mi
altura con nada? —Crane dijo con brusquedad—. ¿A qué viene esto?
—Usted descúbralo. Yo me voy a la cama.

13
Literalmente “Larga Meg”.
—Jódete tú también —dijo Crane y salió dando zancadas de un
humor de perros.

Todavía estaba de mal humor a la mañana siguiente cuando tocó a


la puerta de la casa de huéspedes de Rackham. Esta se encontraba por la
calle Cable, en un área más bien miserable de la ciudad, al este de la
Torre. La casa era húmeda, la casera para nada abrumadoramente
respetable o cortés. Se sentía dividida entre el desprecio por cualquiera
que quisiera ver a su malquerido inquilino y el asombro ante la obvia
riqueza de Crane.
—Bien, me imagino que puede ir directamente allá, señor —dijo en
voz baja, embolsándose la generosa propina que Crane le ofreció por su
molestia—. Tendrá suerte si lo encuentra despierto. Qué problema
perezoso e inútil que es ese hombre, con sus horribles amigos.
Crane y Merrick la siguieron por la puerta baja, a través de un
corredor húmedo y oscuro que apestaba a repollo, y subieron hasta un
rellano mal barrido, en donde ella los dejó con algo parecido a un gesto de
enfado, y una sugerencia de que Crane podría mencionarle el asunto de la
renta de este mes a Rackham mientras estaba ahí.
—Bueno, no se está gastando su dinero mal ganado en una vida de
lujos. —Crane tocó a la puerta con fuerza.
Merrick encorvó los hombros.
—¿Está sordo o qué? Ese estruendo me está dando dolor de
cabeza.
—No, ese eras tú echándote una buena borrachera con una niñita.
—Apenas probé una gota. Dios, ella sí que puede tomar esa cosa.
—Stephen también —Crane dijo—. Tal parece que no los toca. Debe
ser una cosa de practicantes. ¿Qué quisiste decir, anoche, sobre pensar
que gobierno el mundo?
—¿Yo dije eso? Debo haber estado completamente borracho.
—Lo estabas. ¿Qué quisiste decir?
Merrick lo miró con un ojo cerrado, evaluándolo.
—Sí, bueno, quizá no gobernar el mundo como tal…
—Entonces, ¿qué? Vamos, escúpelo. Quiero saber.
—Si usted lo dice, mi lord. Usted es condenadamente alto. Y es rico,
y no es estúpido, en su mayor parte, y hay gente que cree que no es mal
parecido, algo en lo que yo no tengo que opinar, y su viejo era un earl y se
nota. Siempre lo hizo.
—Correcto, me conoces —Crane dijo—. ¿Y?
Merrick lo miró exasperado.
—Y, lo que estoy diciendo es, que quizás usted piense que está
tratando a alguien como su igual, pero no. Porque mi lord, earl, cuando
uno es más grande, mayor, rico y todo lo demás y es un hideputa
dominante por naturaleza, tal vez esa otra persona no se sienta su igual,
sin importar lo que usted crea. No me refiero a mí —agregó en caso de
que Crane tuviera una idea equivocada.
Crane se movió más cerca y bajó la voz:
—Puede que sea todas esas cosas, pero yo no soy un mago. Cristo,
tú has visto lo que puede hacer, ¿y me estás diciendo que él se siente
intimidado por mí? ¡Él me asusta como la mierda!
—¿Él lo sabe? —dijo Merrick—. Es decir, es un chamán, pero
también es humano. Sin familia. Solo. Siempre cuidándose las espaldas. Y
entonces llega usted, con todas esas cosas que dije, además de que le
importa un comino si alguien sabe que le gustan los tipos. El problema
más grande que él tiene y que para usted es nada. Él se siente
aterrorizado, a usted le importa un carajo. Y usted es todo, como,
“compraré esto, te vestiré, lo arreglaré, yo estoy a cargo…
—Cállate —dijo Crane—. Suficiente.
—No digo que lo haga a propósito. Pero ese hombre se sostiene del
puro orgullo, y si usted se lo quita…
—Ya te escuché, maldita sea. Detente.
Merrick se encogió de hombros y se inclinó contra la pared. Crane se
quedó mirando el vacío por unos minutos, luego golpeó salvajemente la
puerta una vez más.
—¿Acaso este bastardo no va a abrir?
—Mire, que se vaya al diablo —dijo Merrick—. ¿La abro por usted?
—Oh, por qué no. Si no está, le dejaremos un mensaje. Si está, es
mi turno primero.
Crane se colocó para ocultar a Merrick de la vista de cualquiera que
subiera las escaleras mientras su esbirro trabajaba el cerrojo con una
pieza de metal doblado que sacó de su bolsillo. No le tomó más de cinco o
seis segundos, luego retrocedió con un gesto de ‘después de usted’, y
Crane giró la manija y abrió la puerta.
El olor fue lo primero que los golpeó. Era tres cosas: algo rancio y
animal; el familiar hedor a mierda y orina; y el fuerte olor a hierro de la
sangre. De un montón de sangre.
—Mierda —dijo Merrick, cuando se pararon en la entrada y se
quedaron mirando el matadero en el cuarto de Rackham—. Mierda.
Había sangre en las paredes. Estaban manchadas casi hasta un pie
del suelo, salpicadas más alto. Los pisos también estaban manchados,
como si unas barrigas peludas y chatas se hubieran arrastrado por los
charcos, con curvas como serpientes bien definidas en donde las colas de
las ratas se habían movido, y las inconfundibles huellas de dedos largos.
El pelo color arena de Rackham todavía era visible en la parte
superior de su cuero cabelludo, pero no había quedado mucho más que
fuera reconocible.
—Por Dios. —Crane volvió a cerrar la puerta.
—No creo que podamos escabullirnos —Merrick dijo tranquilamente,
en shanghainés—. La casera daría nuestra descripción.
—Por supuesto que lo haría. Cállate un instante. —Crane se mordió
el labio—. Correcto. Yo me quedaré. Tú ve a buscar a un policía. Y
luego… ¿recuerdas la dirección que Stephen te dio, allá en Piper, para la
señora Gold? ¿El consultorio de su esposo?
—Calle Devonshire. —Había sido hacía cuatro meses, pero Merrick
tenía la memoria retentiva del que apenas sabe escribir y leer.
—Muy bien. Ve ahí. Dijeron que se encontrarían allí a la diez. Si por
casualidad encuentras a Stephen solo, habla con él y sigue sus
instrucciones, pero si no, esto es importante, diles de todas maneras. No
esperes a hablar con él. Y presta atención: Yo soy el que está siendo
extorsionado por Rackham. No Stephen, nada que tenga que ver con
Stephen. No se lo vas a decir a la señora Gold porque no es su asunto,
pero esa es tu historia a tener en cuenta, ¿entendiste? Así que todo lo que
hagas tiene que fluir de eso. Hemos encontrado a Rackham muerto, por lo
que trajiste a la policía y fuiste directo a decirles a los chamanes de las
ratas, y que no te importe con cuál de ellos hablas, porque Stephen no
tiene nada que ver con esto, ni conmigo, ni con nada. ¿Entendido?
—Listo. ¿Hay alguna cosa que debo saber?
—Tiene problemas con sus colegas —Crane dijo, breve—. Te lo
contaré más tarde. Ve, y no hables con la dueña, envíala acá arriba.
CAPÍTULO NUEVE
̰
LA CASERA NO TOMÓ la noticia bien. Todavía estaba histérica cuando
un policía llegó. Le dio una mirada a la escena mortuoria en el cuarto de
Rackham y vomitó en el rellano, lo que escasamente mejoró la asfixiante
atmósfera. Para cuando llegó un inspector, Crane estaba listo a maldecir el
alma de Rackham por morir de una manera tan agresivamente
desagradable.
El inspector Rickaby al menos era competente. Un hombre de mirada
cansada con un impecable mostacho, contempló la carnicería con apenas
disgusto, y hurgó entre los trocitos de carne y huesos astillados como si
viera gente desmenuzada todos los días.
Estaban sentados en la salita desvencijada, y escuchó el relato de
Crane con una expresión de paciente interés.
—Entonces, mi lord, ¿usted estaba aquí solo para visitar a un
amigo?
—Así es.
El inspector Rickaby giraba la tarjeta de Crane como si esperara
encontrar una pista en ella.
—Earl Crane. ¿No debería tener un ‘de’?
—No. Es como el Earl Grey.
—¿El té?
—El lord.
—Ah. ¿Usted cree que el Earl Grey tenga muchos amigos en
Wapping?
—No tengo idea. No conozco al hombre.
—Solo un pensamiento. Si los earls normalmente tienen amigos en
estas partes de Londres.
—No podría hablar por otros earls —dijo Crane—. Yo tengo muchos
amigos en esta parte de Londres. Viví en China entre los diecisiete y
treinta y siete años, inspector, y regresé a Inglaterra hace ocho meses. La
mayoría de mis amistades en este país son chinos o viejos comerciantes
de China. Gente muy parecida a Rackham.
—Pero no muertos, espero.
—No, la mayoría no están muertos en absoluto.
El inspector inclinó la cabeza de lado.
—Un buen amigo, ¿no?
—Lo conocía desde hace mucho.
—No parece alterado.
—Me siento razonablemente alterado. Acabo de encontrarlo en
pedacitos.
—Tan doloroso, mi lord. ¿El difunto lo estaba esperando?
—Así es, pero no a una hora especifica —Crane dijo—. Le había
prometido un préstamo. Vine aquí de camino a mi oficina para dejarle el
dinero.
—Pero él no contestó la puerta cuando usted tocó.
—Por obvias razones.
—Entonces, ¿cómo entró?
—La abrí. No tenía cerrojo.
Rickaby asintió.
—Una vez más, mi lord, y perdone mi ignorancia, pero como un earl,
¿normalmente va por ahí probando las puertas de la gente por si acaso?
Porque la mayoría de nosotros, si nuestros amigos no contestan la puerta,
nos vamos, no vemos si podemos entrar.
Crane hizo una pausa, intentando dar la apariencia de un hombre
con un dilema moral, entonces habló francamente:
—Inspector, usted entenderá que preferiría que esto no se haga más
grande de lo que realmente es, pero el señor Rackham era un adicto al
opio. Era completamente normal para él dejar la puerta sin cerrojo.
Esperaba encontrarlo dormido en la cama, quería dejarle el dinero e irme
al trabajo, así que probé la puerta, y lo encontré… como vio.
—¿Tiene muchos amigos adictos al opio, mi lord? ¿Cómo earl?
—Como hombre de China, sí, así es.
—¿Quién cree que lo mató?
—Un animal. O un lunático.
—¿Un adicto al opio?
Crane fingió pensarlo.
—Es posible, supongo.
—¿Usted consume opio, mi lord?
—No, inspector, no lo hago. Tampoco mato gente.
—No necesita ponerse a la defensiva, mi lord, solo estoy haciendo
preguntas. Ahora… ¿qué pasa, Gerrard? ¿No puede ver que estoy
ocupado? —Rickaby miró furioso al joven gendarme de pie apenas
adentro del salón.
—Sí, señor. Lo siento, señor. Son ellos, señor.
—¿Ellos? ¿Qué ellos son esos, muchacho?
—Los raros, señor.
El rostro del inspector se quedó inmóvil. Entonces dijo:
—¿En dónde están?
—Allá arriba, señor, en la habitación. Lo siento, señor. No sé cómo
pasaron a Motley, señor.
Rickaby respiró hondo.
—Bien, ¿por qué no les pides que bajen, entonces?
—No es necesario. —Esther entró con paso firme a la sala. La basta
de su falda tenía sangre. Stephen la siguió. Sus rodillas tenían manchas
oscuras y se estaba limpiando las manos en un pañuelo desagrada-
blemente manchado. Su mirada se movió rápidamente sobre Crane, sin
señal de reconocimiento—. Una palabra, por favor, inspector.
La palabra tomó varios minutos. Crane esperó en el pasillo, como se
le pidió, aprovechando la oportunidad para ordenar sus pensamientos y
preparar su historia. El inspector había sido incómodamente perspicaz,
evidentemente presintiendo que había algo fuera de lugar en el relato de lo
ocurrido de Crane, y aunque su ropa inmaculada lo absolvía de serias
acusaciones con seguridad, su relación con Rackham no aguantaría una
investigación detallada.
Por fin la puerta se abrió.
—Como usted diga, señora Gold —dijo Rickaby, mientras se
preparaba para irse—. Pero ya sabe lo que pienso.
—Gracias —llegó la voz de Esther cuando el inspector pasó al lado
de Crane sin una palabra—. Lord Crane, ¿puede entrar?
Crane cerró la puerta detrás de él, mirando a Esther y a Stephen.
—Me siento como un escolar viniendo a ver al director. ¿Qué pasó?
—Le hemos pedido a la policía que nos deje la investigación a
nosotros —Stephen dijo—. Rickaby no quedó muy contento.
—¿Ustedes pueden hacer eso?
—Sí —dijo Esther—. Cuénteme que pasó.
—Vine a ver a Rackham. Estaba muerto. Eso es todo. No vi nada
que no siga ahí. Envié a Merrick por la policía y por ustedes.
—El inspector nos dijo que la puerta estaba sin cerrojo —Esther
comentó. Stephen no dijo nada, ni miró a Crane. Estaba más pálido de lo
normal.
Crane se aseguró de dirigirse a Esther.
—No, estaba con cerrojo. Merrick la forzó para mí. No le compartí
eso a Rickaby. Sentí que el misterio de una puerta con cerrojo era más de
lo que él necesitaba.
—Seguro que sí. ¿Por qué entró a su habitación a la fuerza?
—Porque quería hablar con él. Pensé que estaría drogado o
ignorándome a propósito.
—¿Por qué quería hablar con él?
—Esto no suena muy diferente a un interrogatorio —Crane
observó—. Y estoy bastante seguro de que no caigo bajo su jurisdicción.
—Mi problema es el siguiente —dijo Esther—. ¿Cuántos de sus
viejos comerciantes de China y de Java hay en Londres? ¿Toda esta
gente que vive al otro lado de mundo y se conoce?
—No lo sé. ¿Un par de cientos en total?
—Mmm. Y hace una semana uno de ustedes fue apuñalado, y otro
se mató, y ahora un tercero es hecho girones por las ratas, justo como dos
chinos más allá en Limehouse. ¿Normalmente esperaría perder tres
miembros de su club de manera violenta en menos de una quincena?
—Normalmente, no.
—Entonces, tenemos tres hombres muertos. Y un cuarto que
pertenece al mismo club, que está ahí cuando estuvimos averiguando
acerca de más hombres asesinados por ratas, que fuerza un cerrojo para
encontrar un cuerpo…
—Ah, no, espere un momento —dijo Crane—. Veo su manera de
pensar, pero está cometiendo un error de lógica.
—¿En serio?
—Sí. Está considerando mi asociación con Rackham como un factor,
cuando es más como una condición. Encontré al señor Day porque
conocía a Rackham. El señor Day me pidió ayuda ayer porque me conocía
a través de Rackham. Vine aquí esta mañana por un asunto que no tiene
relación, porque conocía a Rackham. La coincidencia… sé que esa no es
una palabra popular… reside en la relación de Rackham con las ratas, no
en la mía con Rackham.
Esther no pareció convencida
—Vino a verlo por pura casualidad, forzando una puerta para ello.
Crane ignoró eso. Estaba intentando evitar mirar a Stephen, pero su
visión periférica le estaba mostrando una cara muy blanca, y casi podía
sentir la enfermiza tensión del hombre más joven. Si Stephen sintiera que
era necesario para la investigación, hablaría, Crane lo sabía, y se obligó a
permanecer callado un poco más. Las palabras de Merrick zumbaron en
su cabeza, pero esto era algo a lo que él podía darle forma y Stephen no, y
con seguridad eso sería lo sensato.
—Mire, señora Gold, le concedo que las ratas atan a Rackham y
Willetts, pero en cuanto al suicidio de Merton y mi participación… ¿Asumo
que el muerto al que se refiere es Merton?
—Sí —dijo Stephen sin color.
—¿Usted piensa que es coincidencia que otro de sus amigos se
matara hace una semana, justo antes de todo esto? —Esther intervino.
—Merton no era amigo mío. —Crane se detuvo deliberadamente—.
No tengo idea de lo que está pasando aquí. Pero, en caso de que sea
relevante, le diré lo siguiente. Rackham era un extorsionador.
Stephen ahogó un pequeño grito. Esther dijo:
—¿Rackham?
—Sí. No sé si estaba extorsionando a Merton, pero lo presumo. Sé
que estaba intentando extorsionar a al menos otras dos personas. Ambos
comerciantes de China, como Merton, como Rackham.
—¿Como usted?
—Exactamente como yo —dijo Crane con calma—. Vine aquí con la
intención de darle una golpiza hasta dejarlo hecho polvo, solo para
encontrarlo muy obviamente muerto por las ratas. No puedo decir que
lamento su partida.
—¿Le dijo esto a Rickaby?
—Por Dios, no.
—¿Qué le sabía Rackham?
—¡Esther! —gritó Stephen.
—Nada que me preocupe. Me temo que mi profunda falta de interés
en el nombre de mi familia me hace un horrible objeto de extorsión.
—Qué interesante. Pero presumiblemente Rickaby ya sabía eso —
dijo Esther—. Así que, ¿por qué intentarlo?
Crane se encogió de hombros tan despreocupadamente como pudo.
—Tal vez esperaba que le lanzara unas cuantas monedas para que
se largara. Quizás hasta lo hubiese hecho. —Esther continuó mirándolo,
los ojos oscuros resueltos, las fosas nasales aleteando ligeramente. Crane
se concentró en mantener el cuerpo relajado, sin llenar el silencio.
Esther habló primero.
—¿A quién más estaba extorsionando?
—Eso no se lo diré. Solo sé de alguien más, y esa persona no es
practicante, no tiene nada que ver con todo esto, y ya ha recibido
suficientes insultos de las manos de Rackham.
—¿Qué le hace pensar que el Flautista es un practicante? —Esther
preguntó.
—¿Qué?
—Es como llamamos al invocador —la voz de Stephen sonó
ligeramente aguda a los oídos de Crane—. Flautista. Ratas.
—Sí, eso entendí. ¿Cómo no podría ser un practicante?
—Depende del método que use —Stephen dijo—. Pero es muy
posible que sea alguien con un talento latente o poderes muy limitados.
Alguien del que todavía no sabemos.
Crane digirió eso.
—¿Entonces puede ser alguien que conocía la historia de Willetts, y
que aprendió de encantamientos o que posee este amuleto?
—Alguien que conocía a Willetts bien, y que quería a Rackham y a
dos practicantes chinos muertos. —Esther arqueó una ceja—. ¿Puede
pensar en alguien así?
—De acuerdo a Rackham ninguno de esos chamanes hablaba inglés
—Stephen agregó—. Así que quien sea que los quería muertos tiene que
haber estado relacionado con China, para tener alguna conexión con ellos.
—Ya veo —dijo Crane lentamente, con la cabeza a toda velocidad—.
Ya veo.
—No espero que sea usted —Esther habló razonablemente—. Usted
llamó nuestra atención hacia Willetts y los practicantes muertos, después
de todo. Pero pienso que tendrá que decirnos todo lo que sepa sobre la
persona a la que Rackham estaba extorsionando.
—No.
Esther dio un paso al frente. Crane retrocedió rápidamente dos
pasos.
—Si está pensando en usar fluencia en mí, no. —Escuchó la nota de
algo parecido al pánico en su voz. Despreciaba la misma idea de la
fluencia, odiaba la idea de que alguien manipulara su mente por medio de
la magia otra vez, pero más aun, sabía que no podía arriesgarse a perder
el control, por el bien de Stephen y por el de él mismo.
Las cejas de Esther se elevaron.
—¿Cómo sabe de la fluencia?
—Yo le puse fluencia. —Stephen se paró detrás de ella, con la voz
triste—. Y no debí hacerlo, y juré que no lo haría otra vez. Ni dejaría que
alguien más lo hiciera.
—Bueno, eso fue tonto de tu parte —ella observó.
—Posiblemente. No lo hagas, Es. No puedo permitirlo. Lo prometí.
Esther giró para verlo. Stephen se encogió de hombros.
—Lo siento. No serviría de cualquier manera… —Tropezó con las
palabras, deteniéndose abruptamente.
—¿Por qué no? —preguntó Esther.
—Porque… Rackham tenía los dedos metidos en demasiados
pasteles. Bueno, ya sabes, tuvimos que dejar de usarlo para traducir, se
estaba volviendo cada vez menos confiable. No estoy diciendo que la
extorsión no causara su muerte, pero para alguien que hacía un lío de las
cosas a la escala en que él lo hizo, estoy, de hecho, listo a mirar la
coincidencia por una vez. De cualquier manera, mira Es, estamos
perdiendo el tiempo, y hay, al menos, dos cuestiones más urgentes, una
que tiene que ver con algunas de las personas que conocí en Los
Comerciantes anoche, y la otra que es cómo entraron las ratas.
Dijo la mayor parte de aquello muy rápido para el oído de Crane, y,
notablemente, no respondió a la pregunta original, pero la última frase
atrapó la atención de Esther.
—Sí, eso.
—Si la puerta estaba cerrada, entonces nos perdimos un agujero
realmente grande en la pared o se realizó un impresionante acto de
práctica —Stephen dijo—. ¿Tú mira eso, y yo cazaré los cabos sueltos
entre los mercaderes de China?
Esther inclinó la cabeza de lado en lo que Crane estaba empezando
a reconocer como su mirada de consideración.
—Muy bien. ¿De regreso al consultorio en un par de horas?
—Está bien. Lord Crane, ¿vendrá conmigo?
—Seguro. —Crane miró a Esther—. No tengo objeción en averiguar
por usted si alguien más le guardaba rencor a Rackham. Solo que no
propongo arrastrar a alguien que sé que no está involucrado.
—¿Protegiendo el nombre de la dama?
—No dije que fuera una dama.
—No. A decir verdad, no usó ningún pronombre en absoluto —dijo
Esther—. Lo que sugiere que está evitándolos porque son reveladores. Te
veo más tarde, Steph.
CAPÍTULO DIEZ
̰
SALIERON Y BAJARON POR la calle Cable en silencio por unos cuantos
cientos de yardas, hasta que Stephen soltó un largo y tembloroso suspiro.
—Diablos, diablos, maldito infierno.
—Cálmate. Está bien.
—¡No, no está bien!
—Sí, lo está —Crane insistió—. La señora Gold sabe todo lo que
necesita saber acerca de Rackham. No estás escondiendo nada relevante.
Con gusto le serviré en bandeja a cualquiera que Rackham estuviera
extorsionando. Conserva la cabeza.
—Conserva la… ¿Te das cuenta de lo que dije allá adentro?
—¿Qué?
Stephen se agarró el pelo con fuerza.
—Empecé a decirle a Esther que eres resistente a la fluencia y tuve
que inventar un montón de basura para cubrirlo.
—¿Por qué no debe saberlo?
—Porque —dijo Stephen, con escasa paciencia—, el Flautista
probablemente sea alguien con un talento latente o sin descubrir. Alguien
con una innata resistencia a la fluencia sería exactamente el tipo de
persona tras la que vamos. Dada la manera en que estás enredado en
medio de esta telaraña, ella estaría loca si no se fijara en ti. Y mientras
más cerca te mire Esther, más probable es que descubra sobre ti, y más
probable que descubra sobre mí. ¡Maldita sea!
—No fue nada. —Crane no estuvo seguro que eso fuera cierto.
—Esther no es estúpida. Sabe que estás escondiendo algo.
—Ese es mi problema, Stephen.
—No, realmente no lo es. —Stephen lo había llevado hasta el río con
pasos rápidos. Ahora se detuvieron, mirando al otro lado de la amplia
superficie marrón del revuelto Támesis—. Lucien, ¿tú sabes lo que
poseo?¿En la vida?
—¿Qué?
—Mi profesión. Eso es todo. No tengo familia, excepto mi tía, y ella
jamás volverá a hablarme. Vivo de la miseria que le pagan a los justicias.
Mis amigos son todos justicias, o están casados con ellos. Todos nos
odian. Si no pudiera ser un justicia, yo… Dios, no sé lo que haría. Si pierdo
eso, perdería todo.
—Aquí estoy —Crane observó, sin inflexión.
Stephen apoyó los codos en un pedazo de la cerca de madera.
Crane se unió a él, y ambos se quedaron mirando las aguas turbias.
—Tú vas a regresar a Shanghái —Stephen dijo por fin.
—¿Qué? No.
—Sí, sí, lo harás, un día. No soy idiota, Lucien. Estás aburrido.
Tenías esta maravillosa vida de aventuras y emoción y viviendo como
querías, y ahora estás aquí, sin ataduras, sin nada que hacer,
supuestamente en la Casa de los Lores o haciendo un matrimonio
apropiado, y tienes que esconder cómo eres, cómo somos… No, déjame
terminar. No me estoy quejando. Me… gustas, me gusta pasar el tiempo
contigo, pero no vas a tolerar esto por siempre, o por mucho tiempo más.
¿Por qué lo harías? Yo no dejaría de ser un justicia. Y ese es el punto. Tú
tienes una vida en China, y yo tengo mi profesión. Así que tengo que
asegurarme de no perder esa profesión, ni a mis amigos, por esto. Por ti.
No quiero que se vuelva una elección, pero si ocurre, entonces tengo que
elegir con el resto de mi vida en mente.
Crane miró fijamente las aguas sucias. Una brisa llevó el fuerte olor
de la sal en el aire a su nariz. Se sintió extrañamente calmado, pero con un
desagradable temblor en el estómago.
Quiso tomar a Stephen en sus brazos, abrazarlo, quitarle el miedo y
la soledad a besos, y entonces follarlo hasta que olvidara cualquier idea
que pudiera tener de acabar las cosas entre ellos. Pero no podía ni tocarlo
por las malditas leyes de este maldito país que, sí, lo aburría y lo irritaba
más de lo que podía soportar.
¿En verdad podía decir que no se iría un día?
Que importaba si lo decía o no. Tendría que ser lo que Stephen
eligiera.
Tomó aire, y mantuvo la voz serena.
—Entiendo. No deseo verte herido. ¿Qué quieres que haga?
—Tal vez no deberíamos… estar juntos. Por un tiempo. Hasta que
esto se acabe y Esther deje de preguntarse sobre ti, y vigilarme.
Crane miró sus manos, los largos dedos enredados, tan cerca de los
de Stephen sobre la madera podrida con costras de sal, tan lejos de poder
tocarlo.
—Si insistes. Si piensas que eso ayudaría.
—Podría.
Crane asintió lentamente. Stephen lo miró, mordisqueándose los
labios.
—Lo siento. Me doy cuenta que es agotador. Pero la muerte de
Rackham, y tú en el medio de todo, y Esther… Es demasiado, demasiado
peligroso. Mi error, por llamarte, pero es que necesitaba a alguien que
hablara chino y pudiera conversar con los chamanes, y no creo que en
Londres haya alguien que esté a la altura excepto Rackham y tú, y no
tenía idea de lo mucho que esto se saldría de control. —Soltó un pequeño
jadeo involuntario—. Sé lo que es perder todo, entiendes. No quiero pasar
por eso otra vez.
—No lo harás. No por mí. En lo absoluto. —Crane titubeó, pero tenía
que decirlo—. ¿No crees que deberías hablar con la señora Gold?
—Sobre…
—Todo.
—No.
—Quizás entienda. Tal vez ni se sorprenda como tú piensas.
—No, no puedo, Lucien. No puedo arriesgarme. No sería seguro.
—¿Porque no confías en ella para que sepa acerca del poder,
acerca de mí?
—Eso mismo.
—Mentiroso —dijo Crane. La fiera rectitud de Esther Gold ardía tan
brillante como la de Stephen. Podía entender cómo era que el par causaba
tanta antipatía en ciudadanos menos íntegros. No había duda del deseo de
Stephen de mantener el poder del Lord Urraca un secreto, pero Crane
habría apostado fuerte a la confianza que su amante le tenía a la señora
Gold, y en que esa confianza estaba bien puesta—. Prueba otra vez.
Stephen permaneció en silencio por un largo momento, mirando al
Támesis. Cuando habló, dirigió sus palabras a nadie, como si continuara
una discusión con las aguas del río:
—Mira, mis amigos no son personas que han vivido en China en
donde a nadie le importa con quién compartes tu cama. Mis amigos viven
aquí, en donde importa, en donde le dice a la gente del tipo de hombre que
eres. Y no quiero que lo sepan.
—Por amor de Dios, Stephen. Son tus amigos. Es tu vida.
—Es mi vida y mi decisión —Stephen dijo cortante—. Y hasta que no
tenga una maldita razón para tomar esa decisión…
¿Separarnos a la fuerza? ¿Esa no es una buena razón? Crane
apretó los labios. Obviamente, no lo era. Stephen no se iba a arriesgar con
sus amigos más cercanos por un amante que no creía que se quedaría
con él. Tenía sentido.
Stephen dejó caer los hombros levemente.
—Debe ser agradable poder conversar con tus amigos.
Crane aceptó el cambio de tono.
—Mmm. Leo Hart te adivinó.
—¡No me conoce!
—No personalmente. Pero que existes. Que hay alguien, para mí. —
¿Hay? ¿Había? No quería pensar en eso—. Quiere conocerte.
—Um…
—Dije que no, no te preocupes. —Crane hizo rodar los hombros,
adolorido de la posición inclinada que llevó su boca cerca del oído de
Stephen—. Ella es la otra víctima.
—La otra… ¿Rackham? ¿Él estaba extorsionando a la señora Hart?
—Lo estaba, la pequeña mierda. Esa es la razón de que fuera allá
para zanjar el asunto con violencia.
—Tengo que preguntar —Stephen empezó.
—No tengo razones para creer que ella sabe alguna cosa. Estoy
bastante seguro que no. Y si quería a Rackham muerto…
—¿Sí?
—Oh, si lo hubiese querido muerto, me habría pedido que lo mate —
Crane dijo con ligereza, recordando que ella había hecho precisamente
eso—. Iré a darle las buenas nuevas ahora. ¿Me necesitas para alguna
cosa respecto a Los Comerciantes?
—No, realmente. —Stephen se enderezó, indicando que debían
seguir andando—. El doctor Almont es bastante soso, ¿cierto? Estaba tan
feliz de tener un auditorio para su teoría del anitu javanés o espíritu
migratorio posesivo. —Imitó el tono exacto de Almont—. Pero no tuvo nada
que decir sobre los cultos a la rata así que me ahorré otra parrafada.
—Qué sabio —dijo Crane, mientras se dirigían al oeste, hacia el
centro de la ciudad—. ¿Qué te dijo Peyton?
—Peyton. ¿Altura media, quincuagenario?
Crane habría descrito a Peyton como un enano, pero ya que el
hombre era unas buenas cinco pulgadas más alto que Stephen, se refrenó.
—Y la cara como de una comadreja comiendo grosella sin madurar.
—Él —dijo Stephen reflexivo—. Sí. Me siguió al escusado y me contó
algunas cosas más bien malas de ti.
—En serio. ¿Qué clases de cosas?
—Aparentemente, te gusta acostarte con hombres. Quedé
sorprendido con eso, te digo.
Crane sonrió.
—Mi secreto es conocido. ¿Qué más?
Stephen le echó una mirada.
—Fue más bien poco halagador con la señora Hart. Tuvo unas
cuantas palabras fuertes sobre los negocios del señor Hart, y de ti por
apoyarlo.
—Tom era un auténtico granuja, no lo niego. Pasé contrabando para
él, y para mí mismo. Ya te lo conté.
—Mmm. —Stephen apuró el paso—. Lo llamó asesino.
—¿Ah, sí?
—Ya veo que no es nada nuevo para ti —Stephen observó.
—Tom mató hombres —Crane observó—. Tanto como decir
asesinó… bien, diferimos en eso.
—Así es. Por ejemplo, como yo lo veo, si tú matas a alguien por otra
razón que no sea en defensa propia o para prevenir un acto de maldad…
—Sí, muy virtuoso, pero tú no estás en China.
—¿La moral es diferente allá?
—Tú sabes muy bien que lo es. —Crane vio a Stephen parpadear—.
Y la vida es más barata. Sobre todo en las barriadas de Shanghái. Pero si
el pequeño gusano despreciable te llevó a creer que Tom Hart fue una
especie de cerebro criminal, o que él y yo fuimos por ahí matando por
capricho, es un maldito mentiroso.
—En eso estoy de acuerdo contigo —Stephen dijo—. Apestaba a
malicia. El doctor Almont fue mortalmente aburrido, ese hombre, Shaycott,
logró hacer una historia sobre ratas gigantes aburrida incluso bajo las
actuales circunstancias, y en general, no puedo creer que me hicieras
poner un traje elegante para esa experiencia.
—¿Hubiera sido más interesante si hubieses estado mal vestido? —
Crane preguntó, esforzándose por conseguir su tono de siempre.
—No me hubiera sentido tanto como una mona vestida de seda —
Stephen replicó.
Riñeron amigablemente de regreso a la carretera Ratcliffe, forzando
una ligereza que ninguno sentía, y si eso significaba deslizarse sobre
sangre y miedo y el prospecto de separarse, Crane estaría feliz con eso,
pero la nauseabunda sensación en la boca de su estómago todavía estaba
ahí cuando se separaron en la calle Oxford, y él se dirigió al oeste para
hacerle una visita a Leonora.
CAPÍTULO ONCE
̰
—QUÉ BUENO QUE VINISTE. —Leonora habló en shanghainés, cerrando
la puerta de la salita con cerrojo y colocando la llave en una mesita lateral.
Se veía demacrada, avejentada, obviamente falta de descanso—. Ese
maldito gusano de Rackham dijo que pasaría y recogería quinientos hoy.
No ha aparecido. Sigo pensando que ha ido con Eadweard. No crees
que…
—Estoy seguro que no —Crane dijo—. Leo, ¿qué quieres que haga
con él?
—No sé. ¿No podrías… bien, Merrick no podría hacer algo? ¿Lo que
le hizo a ese horrible recaudador de impuestos?
—Romperle los brazos y arrojarlo a una pocilga honda —Crane no
tuvo problemas en recordar ese incidente—. Y luego quedarse parado ahí,
mirando. Yo tuve que ayudarlo a salir al final, juro que Merrick hubiera
dejado que los cerdos se lo comieran. Sin embargo, logró el objetivo y no
tuvimos más problemas.
—¿Hay alguna granja de cerdos en Londres? —Leonora preguntó
pensativa.
—Seguramente hay alternativas. ¿Eso es lo que quieres?
—No quiero pagar dinero manchado de sangre por el resto de mi
vida. —Leonora apretó la mandíbula—. Tampoco permitiré que me tenga
viviendo con miedo. No me lo merezco. —Hizo una pausa, luego agregó
burlándose de sí misma—: Solo que no sé cómo evitarlo.
—Yo no me preocuparía —dijo Crane—. La pequeña mierda está
muerta.
—Él, ¿qué? —La sorpresa en su rostro pareció genuina. Se levantó
de un salto y dio unos cuantos pasos—. Oh, por Dios. Lucien, esto no es
Shanghái. Tienes que tener cuidado. ¿Qué pasó? ¿Por qué?
—No tengo idea. Fui a hacerle una visita a sus habitaciones y lo
encontré muerto.
—¡Oh! —Leonora se llevó la mano a la boca soltó un suspiro de
alivio—. Oh, gracias a Dios. Pensé que tú lo habías matado.
—Eso noté. Gracias por tan buena opinión.
—Bueno, en realidad… —Leonora giró bruscamente ante un ruido en
las paredes—. Mis malditas primas. Escuchan a escondidas, las perras
entrometidas. Evita los nombres. ¿Qué le pasó? ¿Se sobrepasó con el
opio?
—No, fue asesinado. —Crane vio los ojos de Leo abrirse como
platos—. Solo que no por mí.
—¿Por quién, entonces?
—Se supone que por alguien más que estaba extorsionando. —
Crane miró a su alrededor esta vez ante el sonido de traqueteos y
rasguños—. No sé sobre escuchar a escondidas, pero definitivamente
tienes ratones.
—Qué horrible —dijo Leonora, que una vez mató una cobra con sus
propias manos—. ¿Hablas en serio, sin embargo? ¿Está muerto? Oh, Dios
qué… maravilloso. ¡Qué increíble! Gracias al Cielo.
—Gracias a un asesino. No fue para nada bonito, Leo.
—Oh. No, supongo que no. Bien, lo siento… No, no es cierto. No
puedo fingir. Pienso que realmente tenemos que considerarlo algo así
como un golpe de suerte, ¿no crees? Ugh. —Su sonido de disgusto fue
dirigido, no a la desaparición de Rackham, pero a la pared—. Escucha.
Las malditas cosas están corriendo de arriba a abajo por el otro lado del
zócalo. Qué inmundicia. Y ni creo que sean ratones —agregó con
disgusto—. Suena más como ratas.
—Ratas —Crane repitió y se le erizaron todos los vellos del cuello y
los brazos en respuesta a la ola de miedo. Frotó el pulgar y el índice
suavemente, como hacía Stephen, y sintió… ¿imaginó? ¿sintió?... una
extraña untuosidad en el aire.
—…porque en realidad no lo son. Lucien, ¿me estás escuchando?
—Tenemos que irnos. —Crane volteó la cabeza, observando las
paredes—. Ahora. Fuera.
—¿Por qué? ¿Para qué?
—Ratas.
—Querido, es muy difícil que entren —dijo Leonora divertida, y lo
miró fijamente cuando él la sujetó del brazo—. ¿Qué diablos estás…? —
Su mirada voló más allá de él y pegó un chillido—. ¡Qué repugnante!
Crane volteó y vio las ratas saliendo de la pared.
Se veían como las alimañas de siempre, marrón grisáceo, con el
pelo apelmazado y las garras rosadas, pero estaban peleando por salir de
una rajadura en el zócalo, no con la desesperación que él había visto en
las ratas que huían del fuego, pero con la loca agresión que traía la
palabra rabiosa a la mente. La primera cayó en la sala con la nariz de otra
rata empujando con fuerza contra su cola pelada, y cuando se afirmó
sobre sus patas levantó la mirada hacia los dos humanos horrorizados, y
abrió la boca con un siseo de dientes amarillos.
Crane se lanzó por el atizador de la chimenea.
—Abre la puerta. ¡Ahora!
—Pero es solo una… ¡qué carajo! —dijo Leonora, cuando la rata
creció. Se hincho visiblemente frente a ellos, con los ojos saltándole
negros, las garras convulsionando y los enormes incisivos royendo el aire.
Leonora produjo un agudo sonido en su garganta cuando los músculos de
la rata se abultaron e inflaron bajo la piel sarnosa. Se lanzó para coger la
llave de la mesita, el mismo instante en que Crane pegó con fuerza el
deformado y burbujeante cráneo de la rata con el atizador. La cual golpeó
el suelo al segundo que la llave lo hizo al resbalar de las temblorosas
manos de Leonora, pero no significó nada, porque había otras cinco
criaturas más en el cuarto ahora, cada una creciendo monstruosamente
grande y aterradoramente rápido.
—¡Ábrela, Leo! —Crane golpeó a la segunda rata en la mandíbula
con el atizador cuando saltaba y pegó en la columna de la tercera cuando
brincaba hacia Leonora, pero eso no fue suficiente o siquiera algo parecido
para detener la incesante marea. Había más de esas cosas entrando a
raudales al salón, todas lanzándose contra Leo, con dos sobre ella ahora,
rasgando y escarbando su vestido con dientes y garras mientras luchaba
con la llave en el cerrojo. Crane golpeó con el atizador la cabeza de un
monstruo hasta que sintió que el hueso cedía, agarró otra rata con ambas
manos y la arrastró hasta el montón de animales retorciéndose, y la arrojó.
Esta rebotó en una mesa, que cayó al piso llevándose un florero en el
camino, y saltó de vuelta hacia Leonora.
Stephen, Stephen, ¿dónde estás cuando te necesito?
Leonora estaba gritando, la sangre brotaba a través de su vestido de
muselina cuando abrió la puerta de un tirón. Una rata aterrizó en su
espalda. Ella gritó, luchando por salir, y Crane se abalanzó sobre la
apestosa masa de pelo y empujó la puerta, casi cerrándola sobre ella que
salió gateando. Sujetó a otra de las monstruosas criaturas contra el marco
de la puerta con un pie para detenerla de seguir a Leo, y cuando ella
desapareció por el agujero, cerró la puerta con fuerza sobre el animal
repetidamente hasta que la cosa repugnante quedó flácida.
Con la espalda contra la puerta, fue confrontado por más o menos
quince ratas del tamaño de un perro. Las cuales lo observaron con ojos
protuberantes y locos, sin moverse, y a las que Crane miró con una
extraña tranquilidad fatalista, que se convirtió en absoluto asombro cuando
todas voltearon, simultáneamente, y regresaron corriendo a su pequeño
agujero de entrada en el zócalo, achicándose tan rápido como habían
crecido.
Le tomó medio segundo registrar que no iba a ser despedazado, y
entonces se dio cuenta que del otro lado de la puerta se escuchaba un
sonido espantoso.
Crane la abrió de un jalón, para revelar a las dos primas de Leonora,
a su tía y tres criadas, gritando con un miedo inútil. Leonora estaba en el
piso, luchando desesperadamente con la rata encima de ella, intentando
quitar los incisivos amarillos, cuando la mordió en el cuello. Él agarró la
cosa por la cola y las patas, la arrancó de su cuerpo, y, a falta de un arma,
la arrojó brutalmente contra el suelo con todas sus fuerzas una y otra vez,
hasta que algo se quebró adentro.
Dejó caer la carcasa. Los oídos le estaban zumbando. O, no: todas
estaban gritando.
Leonora se estaba desangrando del cuello, hombros y brazos, con
su vestido y carne rasgados, y haciendo un espantoso sonido con la
garganta jadeando. Crane se arrodilló a su lado.
—¿Leo? ¡Leo, háblame!
Tenía los ojos muy abiertos y ciegos del pánico, y se agarró de él
con manos ensangrentadas, apretándolas convulsivamente cuando un
horrible estremecimiento atravesó su cuerpo.
—Alguien debería ir por la doctora Grace —dijo inadecuadamente la
tía de Leonora con voz trémula, mientras el asombrado grupo de mironas
se aferraba la una a la otra y hacía sonidos de horror.
—Yo la llevaré al doctor. —Crane la levantó—. Haga salir a todos de
la casa. Ahora. —No escuchó pasos yendo a toda prisa por el corredor, así
que gritó por encima de su hombro—. ¡Puede haber más ratas! —Y
escuchó los gritos de pánico cuando abrió la puerta con fuerza y salió con
celeridad a la calle.
Había un coche a unas yardas. Llamó de un grito al cochero. El
hombre volvió la cabeza, sus ojos se abrieron enormes ante la vista de la
mujer desgarrada y sangrante, y levantó el látigo para instar al caballo a
partir, pero una ráfaga de urracas se elevó de los enrejados y pasó por su
lado, parloteando salvajemente, rozándole el rostro con sus plumas
cuando descendieron. El cochero retrocedió alarmado, y para cuando las
aves hubieron desaparecido, Crane tenía la puerta del coche abierta y
estaba metiendo a Leo con gran esfuerzo.
Le costó unos valiosísimos segundos de discusión y unas
escandalosas diez libras para hacer que el cochero los llevara a la calle
Devonshire. El hombre al menos fustigó su caballo con presteza, pero, aun
así, el viaje de diez minutos le pareció más largo que las noches que
Crane había pasado, alguna vez, en una celda para condenados
esperando su ejecución. Leonora yació quieta al principio, pero cuando el
vehículo pasó por Piccadilly empezó a agitarse violentamente, y se estaba
sacudiendo tan fuerte, que él apenas podía sostenerla cuando el coche se
detuvo con una sacudida.
—Consultorio del doctor Gold —dijo el cochero, abriendo la puerta de
un tirón—. Y… Dios mío.
Crane miró a Leo a la luz del sol y juró con espectacular bastedad.
Su rostro estaba inconfundible y horrorosamente hinchándose como una
vejiga inflándose bajo su piel. Tenía los labios estirados sobre unos dientes
que se veían muy grandes y muy amarillos.
Crane la sacó del coche, con las obscenidades del cochero vibrando
en su oídos, y subió tambaleante los escalones hasta la puerta, en donde,
a falta de una mano libre, la pateó con violencia hasta que un enfermera
de aspecto ofendido la abrió.
—El doctor Gold —jadeó, pero ella ya estaba gritando:
—¡Doctor!
Un hombre de cabello negro y rizado asomó la cabeza al vestíbulo.
—¿Cuál es pr..? ¡Gran Dios! Tráigala aquí. Rápido, hombre, en la
mesa.
Crane puso su sanguinolenta y convulsa carga en la mesa de
revisión del consultorio. El doctor le dijo a la enfermera:
—Agua caliente —mientras agarraba paños para contener la
hemorragia—¿Qué le pasó?
—Ratas. Ratas gigantes. Las que su esposa…
—Sujétela. —El doctor Gold se alejó de Leonora, dio dos pasos
hacia la puerta y bramó—: ¿Esther? ¡Esther! —Regresó a toda prisa a la
mesa cuando la enfermera trajo el agua caliente, y la ahuyentó—. Bien,
¿usted sabe del trabajo de mi esposa? Qué bueno, hace la vida más fácil.
—Extendió las manos sobre Leonora, y Crane vio sus ojos oscurecerse
conforme sus pupilas se expandían—. ¿Cuál es su nombre? ¿El de ella?
—Crane. Ella es Leonora Hart.
—¿Hace cuánto que pasó esto?
—Quince minutos… Oh, gracias a Dios —Crane dijo, casi doblando
las rodillas, cuando Esther entró, seguida de Stephen. Esther fue
directamente al lado de su esposo, pero Stephen se frenó en seco, con los
ojos muy abiertos del horror—. Es Leo —Crane le dijo—. Las ratas. Las
malditas ratas la atraparon.
—¡Válgame Dios! —dijo Esther—. ¿Qué pasó?
—¿Usted está bien? —Stephen demandó con voz ronca.
—Bien. —Crane no pudo entender por qué le preguntaba, hasta que
se echó un vistazo y se dio cuenta de que tenía la camisa y el pantalón
oscuros de la sangre—. Estoy bien. A mí no me tocaron. Ni siquiera un
rasguño. Estaban intentando matar a Leo.
—Todavía… lo intentan —dijo el doctor Gold entre dientes.
Stephen y Crane se volvieron. El doctor Gold estaba de pie a la
cabeza de Leonora, sujetándole el cráneo, con las pupilas inmensamente
dilatadas y los nudillos blancos. Esther sujetaba su hombro. Él estaba
transpirando.
—No puedo hacer que esto…
Stephen volteó y estiró una mano hacia él, y el doctor Gold inhaló
profundamente trémulo. Crane podía sentir la succión en el aire mientras
los tres practicantes atraían el poder hacia ellos. El doctor Gold tenía la
mandíbula tensa y apretada. Leonora se sacudió violentamente en la
mesa, y una mano contraída y retorcida se elevó como una garra.
—¿Qué está pasando? —Esther espetó.
—No… puedo detenerlo. Veneno. En la sangre. Por todas partes.
Demasiado. Sosténganla abajo —dijo el doctor cuando los brazos de
Leonora de pronto se agitaron. Stephen saltó a un lado de la mesa, Crane
al otro, y cada uno la sujetó por las muñecas. Crane apretó los dientes
mientras batallaba para mantenerla quieta, sin poder creer que no le
estuviera haciendo daño.
Las mejillas y cuello de Leonora se estaban hinchando y
contrayendo, y su nariz y labio superior se movían horriblemente,
olisqueando, buscando.
—Anitu —dijo Stephen—. Espíritu migratorio posesivo. ¿Hay alguien
ahí adentro, Dan?
—No lo sé. Veneno. Se encuentra demasiado débil para esto. No lo
puedo detener.
Crane levantó la mirada hacia él. Había escuchado de parte de
Stephen tanto sobre las habilidades de Daniel Gold como sanador, que no
se había permitido pensar que el hombre pudiera fallar.
—Siga intentándolo —gruñó.
—Eso estoy haciendo. Steph, más.
Stephen apretó las manos en el brazo de Leonora. Eso fue todo lo
que Crane se permitió ver, entonces concentró su mirada en sus propias
manos.
Si veía a Stephen ahora, sabía lo que su amante vería en su rostro.
Quería rogarle, suplicarle, ordenarle a Stephen que usara el poder del Lord
Urraca, y salvara a Leonora.
Pero no podía hacer eso. No podía pedírselo. No tenía derecho. La
vida y el futuro de Stephen dependían de los secretos que tenía que
ocultar. Crane no podía tomar esa decisión por él.
Si Stephen mantenía sus secretos, Leonora moriría.
Paralizado, con la vida de Stephen y la muerte de Leonora en la
balanza, y la garganta cerrada de inexpresable rabia y dolor, Crane no
levantó la mirada cuando Stephen dijo su nombre en voz baja, o cuando lo
repitió más fuerte. No levantó la mirada cuando Stephen dijo—: ¡Por amor
de Dios! —Pero fue demasiado tarde, porque Stephen ya había estirado la
mano, y el bisturí que sostenía ardió en el dorso de la mano de Crane,
abriendo un largo corte. Cuando la mirada de Crane voló a su rostro,
Stephen se abrió la palma de la mano, la estiró por encima del cuerpo
convulso de Leo otra vez y pegó su herida sangrante a la de Crane.
—¡Stephen! —chilló Esther, con absoluto horror.
—Agárrate fuerte, Dan —dijo Stephen calmado. Sus ojos se
encontraron con los de Crane por solo un segundo, muy abiertos y llenos
de una tensión que no se reflejaba en su voz, y entonces accedió al poder,
las manos hormigueantes se volvieron agujas de ardiente hielo que se
clavaban en la piel de Crane, y de pronto, los ojos de Stephen se llenaron
de urracas.
Crane lo sintió como una ola que llegaba a su punto más alto a
través de su cuerpo, una ráfaga como carne de gallina por músculos,
órganos y huesos. El pelo de su cabeza se erizó, y se paró visiblemente en
la de Stephen mientras sus ojos destellaban negro, blanco y azul. Stephen
tiró del poder con más fuerza, elevando a Crane a una mayor altura,
atravesándolo con una sensación casi orgásmica de exquisita tensión.
Esther estaba gritando, Leonora quejándose y el doctor Gold gruñendo de
agonía o de placer cuando Stephen trajo el poder en la sangre de Crane a
la espectacular y gloriosa vida…
…y alcanzaron la cima.
Crane parpadeó. Se sentía extraño, calmado, ligeramente mareado,
nada diferente a una leve intoxicación con opio, una sensación de
disociación, como si tuviera que moverse con cuidado para asegurarse de
que su mente no se olvidara de su cuerpo.
Los ojos de Stephen resplandecían dorados alrededor de unas
enormes pupilas, con unas sombras negras y blancas que revoloteaban y
titilaban. Tenía el rostro muy quieto.
El doctor Gold por el contrario, lucía una sonrisa incrédula.
—Oh, sí. —Deslizó sus manos sobre Leonora, y las horribles
sacudidas se detuvieron—. Oh, sí. Oh, que hermoso. Vamos a sacarte de
ahí, ¿sí?
—¿Qué demonios piensas que estás haciendo? —La voz de su
esposa sonó chillona.
—Mi trabajo, querida mía. —El doctor Gold sonrió beatíficamente.
Esther se volvió y alejó enojada, con las brazos cruzados y la cara
roja.
—Sal de ahí, ahora. Oh, qué fácil, tan, tan fácil. —El doctor Gold
movió una mano como un director de orquesta y un espeso humo marrón
salió de las heridas, ojos y boca de Leonora, vertiéndose al aire y
evaporándose en un instante—. Fuera, fuera, y adiós. Eso. Dios santo,
¿que fue todo ese alboroto? Y ahora, arreglemos a esta dama. —Miró el
rostro de Leonora y posó ambas manos encima. Respiró hondo, y echó la
cabeza hacia atrás boquiabierto, en éxtasis. El aire alrededor de sus
manos se hizo espeso y viscoso.
Crane le echó una mirada a Stephen, que miraba a Leonora con la
cara impasible. Su mano descansaba en la de Crane, por sobre el cuerpo
de ella. Tenía puesto el anillo del Lord Urraca. Normalmente lo mantenía
en una cadena alrededor de su cuello para evitar que el antiguo oro tallado
llamara la atención. Ahora era demasiado tarde para eso.
—Saque la manos, señor Crane —el doctor Gold dijo—. Aquí viene.
Fue, simplemente, curar. De los hombros para abajo, la carne se
cerró y remendó mientras Crane observaba con adormecida aceptación
cómo los rasgaduras y mordidas se reparaban solas. La palidez enfermiza
de Leo cambió a un saludable rosa, su respiración se volvió regular y
suave, y por fin el doctor Gold levantó las manos de su cabeza y miró la
piel inmaculada, con apenas unas líneas tenues para mostrar en dónde
habían estado las horribles heridas.
—Tsaena —Crane susurró—. Gracias, doctor.
—No le agradezca nada —Esther dijo—. No era su poder.
El doctor levantó la mirada, tenía los ojos muy brillantes.
—Pero puedo usarlo. Oh, cómo lo usaría. El cáncer del señor
Henville. La tisis de Luci Gillett…
—No, no, no, no. —La voz de Esther sonó dura—. Detente.
—Pero mira lo que puedo hacer. Piensa en quienes puedo curar.
Tanta gente. —Tenía el rostro iluminado de salvaje asombro y codicia.
—Detente, Danny. Detenlo ahora.
—No. No quiero que pare.
—¡Detenlo!
Stephen apartó la mano violentamente de la de Crane, y el mundo
regresó a la normalidad con una desconcertante sacudida, como la
sensación de caer durante un sueño. El doctor Gold soltó un grito de dolor
y rabia, y estiró la mano hacia Crane, pero Esther estaba justo en su cara
ahora, hablándole con urgencia. Stephen giró y se paró de cara a la pared.
Crane miró a Leonora, sin marcas y en paz, miró su propia mano sin trazas
de la herida, los hombros doblados y tensos de su amante, y luego a los
Gold. El doctor Gold estaba sentado en un banco a la cabeza de la mesa
de revisión ahora, con la cara entre las manos y Esther abrazándolo con
enojada preocupación.
Cuando el poder desapareció de la sala, el silencio aumentó.
—Así que —dijo Esther finalmente—. Magia de sangre.
—No fue… —empezó Stephen, sin voltear.
—Usaste su sangre. Has estado usando su sangre por meses.
—Dos veces. Lo he hecho dos veces. Y no fue…
—No me mientas. —La voz de Esther sonó como un látigo—. Te he
visto manejarla. ¿Qué estás haciendo, cortándolo? ¿Tomándotela? —Su
tono estuvo cargado de ira y desprecio.
—No he hecho nada de eso. —La voz de Stephen sonó apagada y
desesperada—. Esta es la segunda vez. Si no me crees…
—¡No, no te creo! —Esther gritó—. Te vi. Ese es el poder al que has
estado accediendo durante meses y yo te defendí frente al Consejo y les
dije, no, Stephen Day no se está volviendo brujo, y ahora esto… magia de
sangre en mi propia cara, y ni siquiera tienes la valentía de mirarme de
frente y admitirlo, pequeño cobarde…
—¡Señora Gold! —rugió Crane, con una voz entrenada por diez años
en el parqué de comercio. La cual rebotó por las paredes, hizo que el
doctor Gold levantara la mirada sobresaltado, y silenció a Esther
momentáneamente.
—Señora Gold —Crane repitió, con un volumen ligeramente más
bajo—. El señor Day le dijo la verdad. Esta es la segunda vez que ha
usado mi sangre de esa manera, y la primera vez fue para salvarme la
vida. Este asunto no se trata de su elección o su búsqueda, es mi culpa si
tiene que haber un culpable, y si tiene que gritarle a alguien, señora Gold,
entonces gríteme a mí y veremos quién grita más fuerte.
—Yo no quiero gritar —Esther dijo entre dientes, dirigiéndose a
Stephen—. Quiero una explicación. Usted me está diciendo que no es
magia de sangre. Muy bien, digamos que eso es verdad. ¿Entonces cómo
diablos es que has estado valiéndote de ese poder por meses? Si no has
estado usando magia de sangre, ¿cuál es la fuente?
Stephen se volvió. Estaba blanco como un fantasma.
—Es, um… es una transferencia, pero la sangre es puramente
catalítica. Como puedes ver. Si lo hubiese despojado, sería un montón de
polvo.
—Tiene razón, Esther —dijo el doctor Gold, cansado—. Me hubiera
dado cuenta.
—Un catalizador. En los últimos meses su sangre ha sido un
catalizador porque…
—No lo ha sido. Bueno, no precisamente. Es, um, yo…
Esther se cruzó de brazos. El rostro incrédulo e indignado.
—Mira. —Stephen cerró los ojos—. Es, um… bien, es físico, solo que
no es sangre, pero ocurre cuando, cuando nosotros… —Se le apagó la
voz, y le lanzó una mirada de desesperación a Crane, quien dio dos largos
pasos ante la muda súplica, aflojando los puños tras tenerlos apretados
con los nudillos blancos y las uñas clavadas en las palmas para
permanecer en silencio, y colocó ambas manos en los hombros delgados y
temblorosos de Stephen posesivamente.
—Oh —dijo el doctor Gold.
—Stephen y yo somos amantes. —Crane le sostuvo la mirada a
Esther cuando abrió los ojos enormes. No quería que mirara a Stephen—.
Lo hemos sido por unos cuatro meses. Eso es lo que causa la
transferencia de poder, según lo entiendo. No es magia de sangre, no es
brujería. Ocurre cuando nos vamos a la cama, tiene que ver con el linaje
de mi familia, y está fuera de mi control o el de él. Esa es la historia en
pocas palabras, y si tiene alguna opinión al respecto, puede dirigirlas a mí.
—Las últimas palabras sonaron más agresivas de lo que había tenido
intención, pero que lo maldijeran si Stephen permanecía aquí y lo
maltrataban.
Esther lo contempló, con el rostro tenso. Por el rabillo del ojo Crane
vio al doctor Gold absortó. Bajo sus manos, Stephen estaba rígido de la
tensión y tenía la cabeza agachada.
—¿Eso es cierto? —Esther dijo al fin.
—Sí. Él… nosotros… sí.
—Él y tú. Y él es una fuente.
—Sangre, hueso y escupidura de pájaro. —La voz de Stephen sonó
aguda—. No pueden decirle a nadie, ninguno de los dos, no sobre que él
es una fuente. Por favor. Di lo que sea necesario al Consejo, Esther, dile
cualquier cosa, por supuesto renunciaré, pero no podemos permitir que la
gente sepa de esto. Lo destrozarían.
—Tú no vas a renunciar por mí —Crane dijo con brusquedad—. Él
no ha roto las reglas, señora Gold. No ha hecho una maldita cosa mal.
Stephen soltó una medio risotada.
—Lucien, estamos infringiendo la ley.
Esther miraba a Stephen.
—Y esta es la razón por la que estuviste permitiendo que
pensáramos que te habías vuelto malo. Para esconder esto. ¡Por amor de
Dios! —Se volteó abruptamente. Stephen se estremeció con violencia, y
Crane lo sujetó más fuerte.
El doctor Gold soltó un largo suspiro.
—Oh, Steph. Podías habernos dicho algo.
Stephen hizo un sonido estrangulado. Crane dijo lentamente:
—¿Ah, sí?
—Sí, realmente, podía. No somos imbéciles. Gran Dios, hombre, ¿no
se te ocurrió que entenderíamos?
—Yo no entiendo —dijo Esther dándose la vuelta. Tenía la cara
roja—. Canalla, Stephen Day. Cerdo. Horrible y vil… pensé, maldito seas,
¡tenía tanto miedo!
Se le quebró la voz. Crane sintió el cuerpo de Stephen tensarse bajo
sus manos. Por instinto apretó los dedos sobre los hombros de su amante,
pero Stephen se retorció para liberarse con un ronco: —¡Es! —y salió
corriendo hacia su compañera.
Esther voló a sus brazos y lloró, ahogándose en amargos sollozos.
Stephen murmuró algo incoherente, con el rostro apretado en su hombro, y
Esther le golpeó la espalda con el puño.
—¿Por qué no lo dijiste? —logró decir entre lágrimas—. ¿Por qué
simplemente no lo dijiste?
Crane retrocedió un paso del par, casi mareado del alivio, y escuchó
un silbido bajito proveniente de la mesa. Se volteó para ver al doctor Gold
haciéndole un gesto con la cabeza llamándolo, y se acercó.
—¿Doctor?
—Nada en realidad —dijo el doctor Gold en voz baja—. Es solo que
si Esther se da cuenta de que usted la vio llorando, no se lo perdonará.
—Ah. Gracias. —Crane se volvió de Stephen y Esther, quienes
ahora estaban conversando con lágrimas en los ojos, rápido y al mismo
tiempo. Pudo escuchar a Stephen repitiendo: “lo siento, lo siento” y a
Esther furiosa: ¡eso no me importa!
Se concentró en el doctor Gold.
—¿Se encuentra bien, doctor?
El doctor Gold hizo una mueca. Se le veía más bien cansado.
—La he tenido peor. Así que. Usted y Stephen.
—Sí. No parece sorprendido.
—Bueno, él ha sido mi mejor amigo por diez años y el compañero de
mi esposa por cinco. Hemos tenido ocasión de observarlo. Y es su total
falta de interés en el bello sexo lo que le delata a la larga —el doctor
agregó amablemente.
—Tomaré nota.
—El asunto con el poder comenzó cuando regresó de ese, más bien,
dramático viaje al campo en primavera —el doctor Gold dijo—. El cual creo
recordar que mencionó, fue un trabajo de sangre, hueso y escupidura de
pájaro. Ahora, ¿eso lo hace a usted el tipo cuyo ancestro es el Lord
Urraca?
—Así es, sí. Lord Crane. —Extendió la mano.
El doctor Gold se la estrechó.
—Daniel Gold. Bien, puedo ver por qué Stephen lo había estado
manteniendo en silencio, muy aparte de lo otro. ¿Tengo razón en pensar
que fue su padre el que persiguió al padre de Stephen hasta matarlo?
Eso fue franco, por no decir brutal. Crane mantuvo la voz calma:
—Lo fue. Sí.
—Mmm. Difícilmente un comienzo auspicioso, pensaría.
No había sido ni remotamente auspicioso. La odiada familia de
Crane había arrojado una sombra sobre sus primeros encuentros con
Stephen. Y como no tenía intención de discutirlo, simplemente se encogió
de hombros.
El doctor Gold arqueó una ceja.
—Uno podría preguntarse por qué entraría Stephen en una, uh,
relación bajo circunstancias tan poco prometedoras.
—Tendrá que hablar con él sobre eso.
—Lo haré, la próxima vez que quiera escuchar un montón de
mentiras descaradas. Lord Crane, conozco a Stephen extremadamente
bien. Y esta es la primera vez que he sabido que se arriesga a que lo
arresten, al desastre y a la destrucción de su reputación profesional.
Considéreme fascinado de que lo haga por usted. Fascinado y un poco
preocupado.
—No tengo intención de que sufra alguna consecuencia.
—Dudo mucho que pueda evitarlas a la larga —el doctor Gold dijo—.
Se me ocurre que es algo así como un juego peligroso.
Crane echó una rápida mirada por encima de su hombro para
asegurarse que los dos justicias todavía estaban absortos el uno en el
otro.
—Entiendo su preocupación, doctor. No obstante, y con el debido
respeto, no es de su incumbencia.
El doctor Gold abrió las manos, aparentemente sin ofenderse.
—Tal vez, no. Aunque está llorando con mi esposa en mi consultorio.
Eso con seguridad me da algo de voz y voto en el asunto, si es que solo
para pedirle que se lleve sus lágrimas a otro lado.
Crane no estuvo seguro de cómo responderle, así que no lo hizo. El
doctor continuó:
—Queremos a Stephen, sabe. A pesar de las apariencias. No
quisiera verlo herido.
—Confió en que la señora Gold sienta lo mismo.
El doctor Gold hizo una mueca.
—El ladrido de Esther es peor que su mordida. Bueno, en realidad,
no lo es, pero tiene derecho a ladrar un poco de cualquier manera. Steph
la hizo pasar por unos cuantos meses desdichados con todo esto.
—Tampoco fue muy divertido para él —Crane respondió
rápidamente y vio un destello de algo como aprobación en la expresión del
doctor Gold.
—Bien, como usted dice, es su asunto. Pero tenga cuidado, Lord
Crane. Y, tal vez, tenga en cuenta que puede consultarme con confianza,
profesionalmente hablando. —Crane no tuvo idea de lo que se suponía
que significaba eso, pero el doctor Gold miró más allá de él antes de que
pudiera preguntarle—: Ah, el desfile de la justicia. ¿Ya terminaron ustedes
dos?
Crane se volteó para ver que Esther y Stephen se habían acercado
detrás de él, ambos con las mejillas y los ojos algo rojos, pero bajo control.
Arqueó una ceja hacia Stephen y recibió una rápida y tímida sonrisita.
—Ah. Dan… —Stephen empezó incómodo.
El doctor Gold sujetó a Stephen por el hombro y le dio un ligera
sacudida.
—Stephen Day, eres un imbécil.
—Lo sé.
—Bien —Esther dijo—. Y ahora que todo está resuelto, tenemos
trabajo que hacer.
CAPÍTULO DOCE
̰
ANTES DE QUE SE pudiera hacer cualquier trabajo, el doctor Gold tuvo
que despertar a Leonora de su inconciencia mágicamente inducida. Él
empezó una cuidadosa explicación, mientras ella miraba sus brazos sin
mordidas, que Crane interrumpió con un brusco:
—Son chamanes. Fue magia.
Leonora aceptó la situación bastante rápido dadas las circunstancias,
pero se negó a ser interrogada vestida con los jirones ensangrentados de
su ropa, así que Esther se la llevó para prestarle un vestido, y el doctor
Gold desapareció para buscarle una camisa a Crane mientras esperaban
por Merrick, quien había sido llamado para que trajera un remplazo para su
ropa empapada de sangre.
Lo que dejó a Stephen y a Crane brevemente solos.
—¿Estás bien? —Crane preguntó.
Stephen se acercó y abrazó todo lo que pudo alcanzar de Crane,
enterrando la cara en la camisa manchada, aferrándose con fuerza.
—Oh, Dios, Lucien. Dios. Tenía tanto miedo.
—Lo sé. Te viste muchísimo menos asustado cuando los brujos
estuvieron a punto de asesinarnos.
—Eso fue solo la muerte. Esto era Esther. —Stephen se acurrucó
más cerca, frotando su rostro contra el pecho de Crane, temblando
levemente—. Oh, Dios, qué cobarde soy. No me dejes ir.
—No tengo intención de hacerlo —dijo Crane, acariciando el cabello
rizado, y algo en su voz hizo que Stephen lo mirara.
—Tú no me pediste que lo hiciera. —Se apartó un poquito—. No me
debes nada. Fue mi elección.
Crane escuchó las palabras de esa mañana a lo lejos: Tengo que
elegir con el resto de mi vida en mente. Sus manos apretaron al pequeño
hombre, tirando de él tan cerca como pudiera una vez más.
—Sabes, Gold tiene razón. Eres un tonto, y yo también. Entre los
dos, apenas haríamos el idiota del pueblo. Qué hombre del carajo —
agregó cuando se escucharon unos pasos bajando la escalera—. Hablaré
contigo más tarde.
—¿Qué significa eso? —dijo Stephen cauteloso.
—Gritarte. Follarte. Adorarte. Ven aquí. —Tomó la barbilla de
Stephen y le plantó un duro beso en la boca, entonces lo soltó justo
cuando el doctor Gold abría la puerta de un fuerte golpe, con una camisa
de lino, tipo bata, en la mano.
—Es todo lo que tengo que pueda quedarle, me temo, tome. Las
señoras están listas. Si suben, quizás pueda ver algunos pacientes más.
¿Qué diablos es eso?
—Tatuajes. —Crane terminó de quitarse la camisa manchada
mientras el doctor miraba asombrado su piel decorada y animada—. Me
los hicieron en China.
—¡Se están moviendo!
—Así es —Stephen dijo—. No preguntes.
—Tan típico de ti, Steph —dijo el doctor Gold glacial—. Típico. Por
supuesto, no podías ser solo anormal como todos los demás. Vamos,
llévate esta lámpara mágica grandota de mi vista, este es un consultorio,
no un circo. ¡Largo!

Leonora y Esther estaban esperando en el salón de los Gold cuando


Crane entró, todavía sonriendo. Era un espacio pequeño, con piso de
madera y muebles baratos cubiertos de almohadones y mantas, con pilas
de libros y un par de tapices atractivos con inscripciones que Crane
supuso era hebreo. Las dos mujeres estaban sentadas juntas cuando
Crane y Stephen pasaron. Así como eran de tez parecida lo eran de altura,
aunque Leonora llenaba el sencillo vestido prestado casi hasta reventar.
Esther no daba la impresión de ser conciente del poco halagador
contraste.
—Se te ve maravillosamente… intacta —Crane le dijo a Leo—.
Stephen, la señora Hart. Leo, este es Stephen Day. En caso de que aún
no lo sepas, la señora Gold y el señor Day son justicias. Encargados de
hacer cumplir la ley chamánica. Ahora, presta atención. Las ratas que te
atacaron también mataron a Rackham. Antes de eso, mataron a dos
hombres en Limehouse, y a una familia en la carretera Ratcliffe. Es
probable, aunque no forzosamente, que haya un chamán detrás de esto.
Las ratas definitivamente estaban intentando matarte; a mí no me tocaron.
Así que, ¿quién está tras de ti?
—Nadie.
—Hazlo mejor.
—Dije que nadie —Leonora dijo con brusquedad—. Nadie está
intentando matarme. No tengo enemigos.
—¿Qué hay con Rackham?
—¿Qué hay con él? Está muerto.
—Estaba extorsionándote. —Crane atrapó su mirada
escandalizada—. No te hagas la ultrajada, adai, la señora Gold es la única
persona en esta habitación a la que no distinguió con sus atenciones.
Hasta donde sé.
—No —dijo Esther con firmeza—. Señora Hart, ¿a quién más estaba
extorsionando?
—No tengo idea.
—El caso es —Stephen dijo—, que usted y Rackham claramente
tienen un enemigo en común. La extorción es la conexión obvia…
—Yo no tengo nada que ver con ese mequetrefe desde antes de que
Tom muriera. Era un resacoso bueno para nada. —Leonora sonó
completamente sincera—. El asunto por el que me estaba extorsionando
no es… creíble, tal vez, pero no logro ver cómo es que está relacionado a
nada. ¿Quiénes son los otros muertos?
—La familia de la carretera Ratcliffe se apellidaba Trotter —dijo
Stephen—. Los chinos muertos son Tsang Ma y Bo Yi.
—Jamás escuché de ellos —dijo Leonora
—Bueno, ¿qué tal Java? —preguntó Crane—. Específicamente,
Sumatra. Las Indias Orientales Holandesas. Ese parece ser el origen del
asunto.
—¿Y?
Crane pasó al shanghainés para decir:
—Tu segundo esposo era holandés.
—Si me disculpan —dijo Esther en voz alta—. Esto lo haremos en
inglés.
—Está relacionado con un asunto privado. No veo ninguna posible
conexión. —Leonora miró de Stephen a Esther—. Les agradezco
enormemente que salvaran mi vida, pero no sé absolutamente nada de
esto. No sé nada de Sumatra más allá de unos pocos conocidos como
Lord Crane, no tengo idea en qué estaba metido Rackham, nunca había
escuchado de estas personas. Honestamente no puedo pensar en una
razón por la que alguien intentara matarme. ¿No podría ser un error?
¿Que estuvieran intentando matar a alguien más? Parece lo más probable.
—Hasta ahora las ratas han sido usadas en dos practicantes chinos,
un viejo comerciante de la China y usted, que está de regreso —dijo
Esther—. A mí me parece que hay un patrón.
—¿Qué significa “practicantes”? —Leonora preguntó.
Crane abrió la boca para replicar, pero en ese momento hubo un
suave golpe en la puerta, y Merrick entró con un bulto.
—Perdón —empezó, y retrocedió ante la apariencia de su amo—.
¿Qué le pasó?
—Culpa de Leo. Sangró por todas partes.
—¡Ese es el traje de Hawkes y Cheney! —dijo Merrick indignado—.
Jamás podré quitar esa mancha.
—La próxima vez sangraré con más cuidado —le aseguró Leonora—
. Hola, Frank.
—Misia14. ¿Cómo se encuentra?
—Ella está bien. Fueron las ratas. —Crane tomó el paquete—. Las
mismas que mataron a Rackham. Y ya que estás aquí, ¿me imagino que
no sabes nada de Tsang Ma y Bo Yi?
Merrick lo miró sin expresión.
—No puedo decir que sepa algo, mi lord. ¿Quiénes son?
—Los chamanes muertos.
—¿Qué? ¿Los que mataron las ratas allá en Limehouse? Esos no
son sus nombres, ¿o sí?
—Sí.
—¿Está seguro? —dijo Merrick frunciendo el ceño—. Podría jurar
que dijeron algo más.

14
En algunos países de Latinoamérica, forma coloquial y en desuso de señora.
—¿Dijeron? —Stephen repitió—. ¿No están muertos?
—No me refiero a cuando estaban muertos, señor —dijo Merrick
amablemente—. Me refiero a allá en China.
Crane se atragantó.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Cuando me crucé con ellos allá, en casa. Fue hace unos buenos
años.
—¿Tú los conociste? ¿Por qué diablos no lo dijiste?
—¿Por qué no dije qué? —reclamó Merrick—. Oigan, ustedes dos
chamanes chinos, ¿eran chamanes de la China? Le dije cada vez que
pasaba alguien que conocía, ¡no hablábamos de otra cosa! Mi Lord.
Crane lo fulminó con la mirada.
—No engañas a nadie, sabes. Entonces, ¿quiénes son?
Merrick levantó las manos exasperado.
—No sé, ¿o sí? Eran un par de chamanes de pueblo que conocí en
algún burdel. Eran nada. Usted no los conoció, yo no los conocí.
—Entonces, ¿por qué los recuerda? —preguntó Stephen.
—Bien, usted no ve chamanes en un burdel mucho, señor. Y este
era un par de aspecto peculiar. Bastante destrozados cuando los vi el otro
día, y estaban más viejos, como todos, ¿no? Pero uno tenía esta cosa
como un lunar con forma de flor en la mejilla, y el otro tenía cara como de
ma po do fu. Muy picada de viruela, quiero decir, señor. Se queda clavado
en la mente.
—¿Sí, señora Hart? —dijo Esther.
Todos voltearon. Leonora estaba mirando a la nada, con la boca
levemente abierta. La piel pálida.
—¿Leo? —dijo Crane.
—¿Quiénes eran los chamanes, señora Hart? —Esther preguntó.
—Pa Ma y Lo Tse-fun —Leonora susurró—. ¿Están muertos? Lo
mismo que Rackham… Oh, no. No, no, no. Tengo que salir de aquí.
—Tú no vas a ningún lado. —Crane la sujetó por las muñecas
cuando ella se levantó de un salto.
—¡Suéltame!
Crane la sujetó con más fuerza.
—Siéntate.
Leonora luchó en vano.
—Déjame ir, bastardo —gruñó en inglés, y se llevó una mano a la
boca como una niña.
—Cuida tu lenguaje —dijo Crane—. Y deja de actuar como una
tonta. Sea lo que sea, tu mejor opción es contárselo a estos dos ahora
mismo.
Leonora tragó saliva.
—Me querrán muerta.
—Si nos dice quiénes son, podremos detenerlos —Stephen dijo.
—No. Me refiero a ustedes. Ustedes me querrán muerta.
Stephen y Esther se miraron.
—Hablando en general —dijo Stephen con cuidado—, no es
frecuente que queramos matar gente.
—Habla por ti —dijo Esther—. ¿Por qué no nos cuenta al respecto,
señora Hart, y nos permite ser jueces de lo que pensamos?
—Nadie le va a poner un dedo encima, misia —dijo Merrick—. No
mientras mi lord y yo estemos en pie. Usted le cuenta al señor Day acerca
de eso y no se preocupa más.
—¿Desde cuándo hablas tú con la ley? —exigió Leonora en
shanghainés.
—Desde que su nobleza la está follando —Merrick replicó—. Usted
quiere al culo pequeño de su parte.
—Suficiente —Crane habló en inglés—. Siéntate, por favor.
Tiró de las muñecas de Leo una vez más, y ella colapsó en el sillón
sin resistirse, con los ojos brillantes de las lágrimas sin derramar.
—Se trata de Tom, ¿no es así? —dijo Crane observándola—. ¿Qué
pasó? ¿Qué hizo?
—¿Quién es Tom? —Esther preguntó.
Leonora se restregó el rostro con la base de las manos.
—Mi esposo. Él era un… comerciante, en Shanghái.
—Tom tenía un pequeño negocio de comercio legal, y uno más bien
grande ilegal —Crane dijo seco—. Manejó unas cuantas operaciones de
contrabando así como financió varios negocios de muy mala reputación.
Era despiadado y un hombre malo cuando se le contrariaba. Continúa.
—Él te quería —Leonora le reprochó.
—Y yo a él. ¿Qué hizo?
—Pa y Lo. Eran chamanes. De Xishan, en el campo. Pero no querían
ser chamanes, querían ser chicos de la ciudad. ¿Tú sabes..? ¿Es lo mismo
para los chamanes aquí?
—Lo dudo. —Crane miró a los dos justicias—. Los chamanes chinos
son más como un clero, incluso como monjes. Tienen un entrenamiento
riguroso, ascetismo, no beben, no apuestan, no usan drogas. Se pueden
casar, pero no van con prostitutas. Llevan una vida recta.
—Bueno, Pa y Lo no eran así —Leonora dijo—. Pienso que huyeron
de Xishan. Querían vivir la vida de Shanghái, pero no tenían dinero, y en
realidad, eran un par de pueblerinos, completamente desesperados. Y
Tom… bien, él vio una oportunidad.
—¿Para…?
—Para usar sus habilidades. Eso es lo que Tom hacía, lograba que
la gente hiciera cosas para él. Y aquí estaban estos dos chicos del campo,
que todo lo que querían era ir a tomar, con prostitutas y apostar sin que se
los llevaran para ser reeducados por otros chamanes, y tenían estos
poderes asombros. Así que Tom los tomó bajo su ala.
—Un momento. —Crane estaba frunciendo el ceño—. ¿Cuándo pasó
esto? No recuerdo nada así.
—Tú estabas en el norte ese año, jugando al tonto con aquel
caudillo. Empezó después de que te fuiste, y terminó mucho antes de que
regresaras. —Leo respiró hondo—. Pa y Lo eran estúpidos, codiciosos y
ociosos, pero no eran particularmente malos. No al principio. Pero les pasó
algo. Corrupción. —Su mirada se hizo distante—. Se volvieron malos
rápidamente. Se volvieron unos borrachos desagradables. Les gustaba
trabajar para Tom muchísimo.
—¿Haciendo qué?
—Recordarle a la gente de pagar sus recibos. Haciendo tratos.
Resolviendo problemas. Esa clase de cosas.
—¿Los chamanes hicieron esas cosas? —Merrick sonó sorprendido.
Leonora se encogió de hombros impaciente.
—Tú sabes cómo era Tom. Los abastecía de bebidas, mujeres y
opio, y los dejaba apostar en sus establecimientos, y ellos hacían lo que él
necesitara. A mí no me gustaban. Eran los mismos de siempre al principio,
pero cambiaron. Empezaron a darme miedo con el tiempo.
—Tal vez los chamanes chinos tienen una razón para sus reglas —
dijo Esther levemente.
—Y entonces Rackham se metió en problemas. Trabajaba con Tom
y con ellos, como una especie de intermediario. Y pidió ayuda, y Pa y Lo
fueron y… la chica murió. —Se mordió el labio—. Ellos la mataron.
—¿Los chamanes? —dijo Crane—. ¿Los chamanes mataron a una
muchacha?
Leonora asintió, mirando fijamente sus manos.
—No sé si era su intención. Dijeron que fue un accidente. Pero ella
murió. Así que Tom los ayudó a… ya sabes.
—¿Encubrirlo? —Crane pudo sentir los ojos de Stephen sobre él y
sintió la desconocida y poco grata espina de la vergüenza.
—Pero alguien lo descubrió de todas formas. Otro chamán vino con
Tom. Sabía todo. Dijo que Pa y Lo serían llevados para ser castigados y
que Rackham sería colgado por asesinato. Dijo que Tom sería castigado
por corromperlos. Estaba enojado y los amenazó y… —Se lamió los
labios—. Entraron en pánico. Pa, Lo y Rackham. Supongo que él no
esperaba que ellos lucharan, pero lo hicieron. Lo mataron.
—Otro chamán. Mientras estuve en el norte. —La voz de Crane sonó
hueca a sus propios oídos, y una horrible sospecha se formó en su
cabeza.
—Él había venido solo. Los chamanes normalmente trabajan solos
en China —Leonora le explicó a Esther—. Y Rackham dijo que si
poníamos su cuerpo en una caja de hierro, y la arrojábamos a la bahía, no
podría ser rastreada. Así que eso es lo que hicimos. Y…
—Un momento. —La misma sensación desagradable, obviamente,
acababa de tocar a Merrick—. El chamán, misia. Usted no está diciendo
que…
—Xan Ji-yin —dijo Crane—. ¿Tom mandó matar a Xan Ji-yin?
¿Tom?
—¡Él no lo mandó matar! Solo… pasó.
—¡Hideputa! —Crane se puso de pie de un salto y caminó enfadado
hasta la ventana—. Le pido perdón, señora Gold. Lo siento.
—No se preocupe por mí —dijo Esther con sequedad—. Enmiéndese
contándome quién era este hombre.
Crane enterró los dedos en su pelo.
—Uno de los chamanes más poderosos e influyentes de Shanghái.
Su desaparición todavía era un escándalo cuando nosotros regresamos de
Manchuria. Nunca dejaron de buscarlo. Imagínese golpear al Arzobispo de
Canterbury en la cabeza y tirarlo al Támesis.
Esther silbó, algo impropio de una dama.
—¿El cuerpo no fue encontrado?
—No para cuando partimos, y eso fue hace menos de un año. Eso
debió pasar cuándo, ¿hace trece años?
—¿Pero y las astas? Pensé que pasaban cosas terribles si uno no
enterraba apropiadamente a los chamanes.
—Usted dijo algo de que sus almas se convertían en vampiros. —La
voz de Stephen sonó profesional y objetiva—. Eso está más bien cerca de
este asunto de Java, el anitu. Las almas de los muertos que toman forma
de animal para matar.
—¿Tú piensas que es este tipo Xan quien posee las ratas? —dijo
Esther pensativa—. Bueno, eso sería interesante.
—Esa no es la palabra —Crane dijo con rudeza—. Sin duda eso no
es posible. ¡Ocurrió al otro lado del mundo!
Esther se encogió los hombros.
—¿Qué hizo este precioso par, y Rackham, después de matar al
arzobispo?
—Tom se deshizo de ellos. Envió a Pa y a Lo al otro extremo de
China y puso a Rackham en una barco rumbo a Macao, les dijo que nunca
más regresaran. Jamás volví a escuchar de Pa o Lo. Rackham regresó
unos cuantos años después, tras la muerte de Tom, con su vicio del opio.
—Leonora miró a su alrededor en vano—. Pensé que se había acabado.
Lo había olvidado.
Crane se sentó y se cubrió el rostro con las manos.
—Lo olvidaste.
—Bien, ¿qué querías que hiciera? —dijo Leonora con brusquedad—.
¿Que mandara drenar la bahía y le entregara los huesos a su pariente más
cercano? ¿Que fuera a un convento de monjas? ¡El hombre está muerto!
—¿Quién es su vengador? —preguntó Stephen.
Leonora movió la cabeza.
—No lo sé. Tenía aprendices, seguidores. Podría ser cualquiera.
—¿Usted no está de acuerdo? —Stephen le preguntó a Crane,
observando su rostro.
—No siento que esté bien. No puedo evitar pensar que se hubieran
hecho mucho más fuertes si fueran seguidores de Xan. Se hubieran
llevado a Pa, Lo y Rackham de regreso para castigarlos, los hubieran
confrontado a ustedes directamente. Habría esperado, más bien, que
hicieran un despliegue artístico de ello. Este asunto con las ratas es
venganza, no justicia. En especial por las muertes de la carretera Ratcliffe.
Eso no es lo que los chamanes —los verdaderos chamanes—, harían.
Esther asintió.
—¿Qué hay con la muchacha?
—¿Qué muchacha? —preguntó Leonora confundida.
—Esa, cuya asesinato escondió su esposo —Stephen dijo. Crane se
sintió haciendo una mueca junto con Leonora—. ¿Quién era ella?
Leonora se ruborizó.
—No estaba pensando… no sé quién era. Se llamaba Arabella.
Estaba con la misión bautista. No sé nada más. Tom no me contó y yo no
quise saber.
—¿Rackham hizo matar a una chica inglesa? —dijo Crane incrédulo.
—¿Eso es peor que matar a una muchacha china? —preguntó
Esther.
—Menos común. ¿Su cuerpo también fue arrojado? —Crane le
preguntó a Leonora.
—No lo sé. Supongo.
—Correcto —Stephen dijo—. Entonces tenemos nuestra conexión
entre las víctimas. Lo que deja la posible conexión con Java… ¿alguna
cosa que recuerde, señora Hart? ¿No? Y por otro lado, tenemos dos
motivos muy claros de venganza. Necesitamos saber quién era esta
Arabella. Lord Crane, ¿podría ayudarnos? —preguntó formalmente.
Todos en esta habitación saben que follamos. Por favor, no hagas
esto. Crane se obligó a encontrar la mirada neutral de Stephen con una
similar.
—Puedo preguntar. Si alguien recuerda un nombre, ese es Cryer.
—Entonces usted y yo iremos con el señor Cryer. Esther y el señor
Merrick se quedarán aquí con la señora Hart por ahora, por las ratas. Es,
llama a los otros, por favor. Si las ratas vuelven por la señora Hart, mantén
un par de vivas para mí, y las rastrearemos. Si no, la dejaremos con Joss,
y los demás iremos en busca de cualquier conexión, y si eso falla,
voltearemos Limehouse buscando amigos o parientes de este Xan.
—Estás asumiendo la cooperación Lord Crane y el señor Merrick —
dijo Esther suavemente.
—Sí, así es —Stephen dijo—. Es mejor que se cambie, Lord Crane.

Esther y Stephen los dejaron en la salita. Crane se cambió de ropa


rápidamente, sabiendo que a Leo no le importaba.
—Bien, todo está una cagada —observó Merrick en shanghainés
alcanzándole el pantalón.
—Lo está, sí.
—Es él, ¿el bajito? ¿Tuyo? —Leo preguntó.
—Sí. —Espero.
—No es del tipo que te gustan —ella observó.
—El tipo que le gustan son los pendejos peligrosos —Merrick dijo—.
Y no ha cambiado en nada. No enoje al señor Day.
—¿Qué me van a hacer? —preguntó con un hilo de voz.
—Nada —dijo Crane—. No estás dentro de su jurisdicción. Aquí las
cosas son diferentes. Su trabajo es detener a las personas de hacer mal
uso de la magia. Puede que no estén muy impresionados con esa historia,
pero a menos que descubran que tú mataste a Xan o a la muchacha
personalmente, no tienen nada que decir.
—Entonces, ¿por qué estás asustado? —preguntó Leonora.
Crane se puso el saco sin respeto por su calidad.
—Solo vámonos, ¿sí?
CAPÍTULO TRECE
̰
CRANE Y STEPHEN TOMARON un coche hacia los aposentos de Town,
que se encontraban en el área de Holborn, más que nada para tener una
conversación privada que para ahorrarse la caminata, aunque no hubo
ninguna conversación al principio. Finalmente, Crane respiró hondo y
empezó por algún sitio.
—¿Estás bien? ¿Con los Gold?
—Quizás. Probablemente. Depende de cómo se sienta Esther una
vez que deje de estar feliz de que no soy un brujo. Pero, bueno, dije que
entendería si ella quería un nuevo compañero, y ella dijo que sí, que
quería uno que no fuera congénitamente estúpido, por lo que creo que
podría estar bien. Puedes decir “te lo dije”, si quieres.
Crane soltó un largo suspiro, sintiendo que un nudo se relajaba.
—Me alegro.
—Supongo que siempre lo supieron, en realidad. Dan no pareció
sorprendido, ¿o sí?
—Para nada.
—¿De que estabas hablando con él?
—Estaba intentando determinar si era lo suficientemente bueno para
ti. —Crane sonrió ante la expresión de Stephen—. No con esa palabras
exactamente, por supuesto.
—Él, hm, puede ser un poco franco a veces —Stephen dijo
cauteloso.
—Yo también. Es completamente razonable, Stephen. Él es tu
amigo, se preocupa por ti.
—Y mira lo que le hice, lo que le hice pasar. Te había contado del
ansia de poder… bien, ya lo viste. Fue tonto hacerle eso sin prevenirlo.
—Dijo que la había tenido peor —Crane comento—. Y, si se me
permite decirlo, a ti te pasó lo mismo de buenas a primeras hace cuatro
meses, y no has estado como un poseso ansiando el poder, ¿cierto? —Se
detuvo—. ¿Cierto? Mierda. Stephen…
—Está bien.
—No, no lo está. ¿Qué tan difícil ha sido para ti? —Crane sintió una
oleada de culpa, otra sensación para nada familiar—. ¿Por qué no me lo
dijiste?
—No es nada que no pueda manejar —Stephen dijo—. Apenas es
como si estuviera practicando renunciamiento. Cada vez que vamos a la
cama…
—Pero eso es en otra escala. Yo sé que es diferente y no soy
practicante.
Stephen se frotó el rostro con las manos.
—Mira, tengo tres opciones. Que no te vuelva a ver para no sentirme
tentado; que me rinda a la tentación y te ordeñe el poder hasta convertirme
un loco rabioso; o que me controle. Y las dos primeras opciones no me
gustan.
—A mí tampoco. —Crane alcanzó su mano. Los dedos de Stephen
todavía estaban zumbando con el poder, las familiares agujas pinchaban
los nervios de Crane—. Lo siento. No lo sabía. ¿Puedo aliviarlo de alguna
manera?
—Está bien. Es mi problema, Lucien.
Crane se tragó la urgencia de insistir, tomó aire, y tanteó con
cuidado.
—Se me ocurre que nunca he sido completamente agradecido con la
buena suerte que tuve de que fueras tú el chamán que vino a ayudarme.
No solo porque logré poner mis manos en tu delicioso culo, pero porque la
mayoría de tus colegas se hubieran convertido en unos lunáticos locos de
poder a través de mi maligna influencia, mientras que tú sigues siendo el
hombre más fuerte, y el mejor, que he conocido. Le agradecería a
Rackham otra vez por presentarnos, si no estuviera muerto, y si no hubiera
planeado matarlo por mí mismo. —Escuchó el resoplido de Stephen, y
sintió una ola de alivio ante un obstáculo salvado—. ¿Por qué crees que
los chamanes chinos se hicieron malos?
Stephen suspiró.
—Nosotros somos personas precariamente balanceadas, ya sabes.
Tener demasiado poder te vuelve loco así como tener muy poco. Usarlo
con frecuencia puede ser malísimo; no usarlo puede ser peor. Tal vez haya
algo en el sistema que describes: privación corporal, renunciación. Quizás
eso los ayuda a controlarlo. No lo sé. Aquí no actuamos como monjes, la
iglesia no nos quiere, así que nadie siente una gran urgencia por imitar sus
formas. De cualquier manera, para responder a tu pregunta, al parecer Pa
y Lo dependían de su disciplina física para obtener control mental. Cuando
se perdió una, la otra también.
—Y por lo tanto fueron corrompidos. Tom los corrompió —dijo
Crane—. Dios, lo encuentro tan descorazonador. Que Tom pudiera hacer
eso.
—No fue una historia inspiradora. Pero… bien, ¿realmente te
sorprendió?
—Sí, en realidad, sí. No que encubriera un asesinato. Él lo haría, si
fueran sus hombres. —Crane atrapó la mirada del otro hombre—. Oh, por
favor, Stephen, ¿qué imaginas que pasa con los hombres que mueren en
las peleas de bar o las reyertas allá, en Limehouse? ¿La investigación de
un experto y un entierro como Dios manda?
—Lo sé, pero…
—Un rival envía diez matones a tu casa para que te rompan las
rodillas. Se arma una batalla. Llamas a la ley, te arrojan a la cárcel
siguiendo la rutina, gastas la mitad de tu fortuna en sobornos para salir, y
la otra mitad en abogados por los siguientes dos años. O, tiras los
cadáveres al río y se acabó. Lo que me asombra es que los barcos logren
pasar con todos los cuerpos.
Stephen hizo una mueca.
—Si la ley no es justa, entiendo lo que dices. Pero eso no es lo que
pasó aquí.
—No, no lo es. Pero estoy seguro de que Tom no ordenó matar a
esa chica que no encerraba ningún riesgo, y no sé… no quiero pensar que
él ordenó la muerte de Xan. Prefiero creer que pasó como Leo lo contó. —
Sintió los dedos de Stephen apretarlo—. Tom era un hombre duro, pero no
era malo. No corrompía inocentes.
—¿No? ¿Qué edad tenías cuando te convirtió en contrabandista? —
Stephen preguntó—. Y hablando de eso, ¿qué edad tenía la señora Hart
cuando se casó con ella?
—Leo tenía dieciocho cuando se casaron, y lo volvería a hacer en un
santiamén. Yo tenía diecinueve cuando empecé a trabajar para él, y en
cuanto a inocente… había estado vendiendo mi culo por meses para
entonces, intentando no morirme de hambre. A Merrick le sacaban la
mierda en las jaulas de lucha cada tantos días, porque un hombre blanco
era suficiente novedad como para hacer algo de dinero aunque perdiera.
Teníamos la esquina de un cuarto inmundo en la peor de las barriadas,
vivíamos de congee15 aguado y baijiu16 barato, de ese que te puede dejar
ciego. Estábamos magníficamente jodidos, Stephen. No hubiéramos
sobrevivido otro invierno. Entonces conocimos a Tom en una cantina,
conversamos, y esa noche él pagó nuestras deudas y nos dio trabajo,
dinero por adelantado. Nos sacó de la miseria y salvó nuestras vidas, solo
porque pensó que podríamos valer la pena.
Los dedos de Stephen se cerraron en los de él, dolorosamente
fuerte, tenía los ojos muy abiertos y la mirada horrorizada.
—Nunca me lo contaste. Dijiste que habían sido pobres, pero… no
tenía idea…
—No te pongas así, mi niño. No importa. Pasó hace mucho tiempo.
Solo estoy intentando explicarte de Tom. Él no era una persona moral bajo
ningún concepto, pero no era un hombre malo, y me sorprende que
cruzara esa línea. Corromper chamanes está mal. Es grotesco. —Crane
buscó las palabras, luchando por transmitir la repulsión visceral que
cualquier habitante de Shanghái sentiría—. Ellos son mejores que el resto
de nosotros. Animarlos a beber, a ir con prostitutas y jugar a los dados es
como… no sé, orinar en el altar de una iglesia. —Pensó en ello—. Y Tom
probablemente hubiera hecho eso, también, si necesitaba orinar y la
iglesia era conveniente. Ah, tal vez no estoy tan sorprendido, después de
todo. Tenía una personalidad endiabladamente fuerte, era fácil dejarse
arrastrar, hacerlo más de lo que era.
—No parece que Pa y Lo fueran particularmente reacios a dejarse
arrastrar —Stephen dijo—. Todos somos responsables de nosotros
mismos. Ellos eligieron caer, aunque Hart los ayudara. Y eran chamanes,
después de todo. No eran desvalidos.
—Tal vez. Pero uno podía seguir a Tom al mismo infierno, sin darte
cuenta a dónde ibas hasta que tus zapatos empezaban a quemarse.
—El encanto es algo muy peligroso. Lucien, cuéntame —Stephen
dijo pensativamente—. Este respeto por los chamanes, esta
inviolabilidad…

15
Especie de sopa espesa de arroz, que se come en toda Asia, y en China en particular.
16
Literalmente licor blanco. Por lo general destilado de sorgo fermentado.
—¿Mmm?
—Bueno, no sé si lo recuerdas, pero hace como tres semanas atrás
me ataste a los postes de tu cama y pasaste dos horas sometiéndome a
actos de inimaginable depravación. Y considerando que me llamas
chamán…
—Tengo un problema con la palabra “inimaginable” —Crane lo
interrumpió, un repentino calor atravesó todo su cuerpo—. Yo imagino
esos actos en detalle cada noche que no estás. De hecho, he imaginado
unos cuantos más a lo que tengo toda la intención de someterte en cuanto
tenga una oportunidad.
—¿En serio? —murmuró Stephen, moviéndose más cerca—. ¿Como
qué?
—Eso es para que yo lo sepa y tú lo descubras cuando estés
encadenado a mi cama. Y me refiero a encadenado. Con hierro, la próxima
vez. Te quiero indefenso. —Sintió el estremecimiento de Stephen por
encima del movimiento del carruaje—. Desnudo, indefenso, suplicante. Y
absolutamente vulnerable a cualquier cosa que elija hacerte.
Stephen tragó saliva.
—Te encanta ponerme a tus pies, ¿cierto?
—Me gusta que sepas quién es tu amo —Crane dijo—. Es lo justo. El
resto del tiempo me tienes tan completamente esclavizado, que bien
podría llevar un collar con tu nombre.
—¿Qué? Lucien… ¡Ah, maldita sea! —Stephen dijo cuando el coche
se detuvo.
Crane siseó, intentando hacer bajar su excitación.
—Lo juro, tendremos una conversación como se debe en algún
momento de este día, así tenga que matar a alguien para hacer que
ocurra. ¿Supongo que no podemos irnos a casa?
—Vamos. —Stephen bajó del carruaje de un salto—. Acabemos con
esto de una vez.
Pescaron a Town cuando estaba saliendo de sus aposentos para ir a
almorzar. Crane se sorprendió al darse cuenta de que aún no era
mediodía. La mañana pareció haber sido eterno.
—Qué gusto verte, querido amigo —Town le dijo a Crane—. Y señor
Day, encantado de verlo de nuevo. Eh, ¿entendí que sus intereses están
puestos en Java? —Le dio una mirada interrogativa y divertida a Crane.
—Tal vez no haya sido estrictamente exacto contigo la última vez
que nos vimos —Crane dijo—. Necesito que hagas memoria, Town.
¿Podemos entrar?
Town arqueó las cejas incluso más alto, si es que eso era posible,
cuando los hizo pasar a sus habitaciones.
—Mi querido amigo. ¿Huelo una historia?
—Una endiablada. Toda tuya más tarde. Por ahora, necesito algunas
respuestas. ¿Recuerdas cuando Xan Ji-yin desapareció?
—Difícil de olvidar —Town dijo—. La conmoción duro meses.
Tuvimos tres o cuatro rondas de guardias y chamanes haciendo
preguntas. ¿Tú sí?
—Yo no me encontraba ahí. Estuve en el norte como por un año o
más, me perdí todo el asunto.
—Por supuesto. Sí, lo recuerdo. Bien, espero que no me pidas que te
cuente qué le pasó, porque eso sobrepasa hasta lo que yo sé.
—¿Qué piensa que le pasó? —Stephen preguntó.
Town le dio una mirada astuta.
—No podría especular. Hubieron quienes dijeron que fue
transportado, transfigurado, elevado en cuerpo por el Emperador de Jade
en los Cielos, saben. Otros creyeron que había caído en desgracia con el
emperador. Jamás escuché una historia convincente. ¿Y tú?
Crane negó con la cabeza.
—En cualquier caso, no te estoy pidiendo que resuelvas ese
misterio. Esto es algo más, pero que ocurrió por el mismo tiempo. ¿De
casualidad conociste a alguna persona de la misión bautista?
Town se puso un dedo en los labios carnosos.
—Misión. ¿Esa grande en la montaña? Sí…
—Había una muchacha, o mujer, llamada Arabella —Crane dijo—.
Ella también desapareció, justo antes que Xan. Tengo la esperanza de
descubrir su nombre.
Town dio unos cuantos pasos hacia la ventana pensativo.
—Arabella. Arabella… Uno no era de primeros nombres con las
damas, naturalmente.
—Ciertamente, no —dijo Crane—. Pero no puedo imaginar que más
de una desapareciera justo antes que Xan.
—No, por supuesto que no. —Town giró para darles la cara—.
¿Puedo preguntar por qué?
—Más tarde. Es un poco urgente.
Town arqueó las cejas una vez más.
—¿Una chica que ha estado perdida por trece años es urgente?
—Es complicado —Crane le aseguró—. Necesito saber quién era.
—¿Era? ¿Está muerta?
Crane titubeó y se encogió de hombros.
—Eso es lo que tengo entendido. ¿Tú la conociste?
—Vagamente. —El rostro normalmente alegre de Town se puso
serio—. Cielos, Vaudrey, no esperaba que volvieras a tocar ese tema otra
vez. Fue algo terrible. —Caminó de arriba a abajo por la sala, entonces se
detuvo y colocó la mano en el respaldar de una silla como buscando
apoyo—. Desapareció, como dijiste. Un muchacha muy encantadora, muy
religiosa, por supuesto, pero tan llena de vida. Estaba en la misión para
llevar esperanza y alegría, no como la mayoría de los cuervos y gavilanes
que se posaban ahí. Ella resplandecía como el sol. Y entonces
desapareció, y hubo un escándalo por unos días, y luego Xan desapareció
y nadie se volvió a preocupar por ella. Los oficiales, los agentes, las
personas… todos los recursos estuvieron dirigidos a encontrar a Xan. Ella
fue olvidada. La misión continuó buscándola, por un tiempo, pero hubo
rumores malintencionados, calumnias en realidad, acusaciones de un
hombre —la basura de siempre—, y fue fácil que todos las creyeran y se
olvidaran de ella. Y la vida continuó y nadie la recordó. Tú debes ser la
primera persona que la menciona en años.
—¿Cuál era su nombre? —Stephen preguntó.
—Peyton. Arabella Peyton.
—Peyton. ¿Nuestro Peyton? ¿Ella era su..?
—Hermana —Town dijo—. O quizás no. Tal vez era demasiado
joven. Su prima, su sobrina, no lo sé. Ella era su única familia, por lo que
supe. No tenía a nadie más. Solo eran ellos dos. Fue a Shanghái para
estar con él así como para servir a Dios. Y cuando desapareció, bien, le
carcomió la cabeza, especialmente con toda la gente diciendo que había
huido con un hombre. Él nunca creyó eso. Tuvo que dejar de buscarla con
el tiempo, mantuvo la fachada social, así como estaba, pero nunca la
olvidó. Y no creo que perdone a su asesino. No. Jamás.
Crane asintió.
—Gracias, Town. ¿Puedo pedirte, encarecidamente, que mantengas
esta conversación para ti? Te contaré toda la historia en su momento, pero
por ahora no es tema para tocar, y en especial con Peyton. ¿Crees que
esté en Los Comerciantes?
—Se aloja en Hammersmith. La calle King, si no me equivoco.
Deberías ir allá primero. Él nunca está en el club para el almuerzo. Espero
que no estés planeando revivir recuerdos dolorosos, Vaudrey, pienso que
ya ha sufrido demasiado.
—No planeo nada —Crane dijo—. Solo quiero conversar con él.
Hasta más tarde.
—Adiós querido amigo. Un gusto verlo otra vez, señor Day.
CAPÍTULO CATORCE
̰
SALIERON JUNTOS DE LA casa hacia la abrasadora luz del sol cuando el
reloj tocaba el mediodía.
—Entonces, ¿Hammersmith? —Stephen preguntó.
—Vamos por Los Comerciantes, primero. Está de camino, y
podremos conseguir su dirección sin tener que adivinar el número de la
casa. Bueno. Peyton. La pequeña mierda.
—Tal parece que tiene una razón. Al señor Cryer claramente le
gustaba la señorita Peyton mucho. ¿Tú la conociste?
—Yo no me mezclaba con la gente de la misión por obvias razones.
¿Puedes hace esa cosa del silencio mientras caminamos? ¿Para poder
hablar?
Stephen titubeó, entonces movió rápidamente los dedos y el ruido de
la calle disminuyó bruscamente. Todavía llevaba puesto el anillo del Lord
Urraca, Crane notó, y sintió un latido de esperanza.
Tomó aire profundamente.
—Escucha. Siento que… siendo un día de dolorosas verdades…
necesito decirte algo.
—¿Qué? —la voz de Stephen sonó cautelosa.
Crane sintió la garganta incómodamente seca, y por una vez, las
palabras no le salieron. No tenía idea de qué decir o hacer exactamente,
sin frases ensayadas; solo sabía lo que tenía que decirse.
Al diablo, Vaudrey. Habla.
—Mira. Estoy bastante seguro de haberte dicho lo increíble que eres.
Sé que lo he hecho. Mágico, infinitamente follable, y extraordinariamente
valiente. También soy muy conciente de que tú eres mejor hombre de lo
que yo seré jamás. Estoy más o menos seguro de que no tienes idea de lo
glorioso que eres, lo que para mí es afortunado, porque mientras más
tiempo paso contigo más consciente soy de mis muy obvias fallas. Y me
doy cuenta que tú no confías en mí completamente… no, déjame decirlo
—insistió cuando Stephen intentó interrumpirlo—. Me doy cuenta, y no te
culpo, pero quiero… quisiera… que me dieras la oportunidad de
demostrarte que sí puedes hacerlo. No voy a regresar a Shanghái mientras
me quieras aquí. De hecho, no voy a dejar este maldito país a menos que
tú estés conmigo en el barco. Al parecer soy particularmente inepto para
entender tus necesidades cuando no estamos en la cama, y sé que me he
equivocado muchísimo hasta ahora, pero… no huyas de mí, por favor. No
desaparezcas.
Levantó la mirada al cielo límpido y sin nubes para evitar el rostro de
Stephen.
—Recuerdo cuando Tom vio a Leo por primera vez. No la primera,
pero es que ella había cambiado, prácticamente, de la noche a la mañana
de ser una adolescente desgarbada a una belleza, y nosotros asistíamos a
una fiesta en el recinto de su padre. Se veía tan maravillosa, y luego Tom
estuvo silencioso por lo que parecieron horas, y entonces me dijo “Mi vida
cambió esta noche”. Bien, él tuvo más sentido común que yo, o vio las
cosas con más claridad. Mi vida cambió hace cuatro meses, y fallé
aparatosamente en entenderlo hasta hace poco, y por esa razón… tal vez
haya omitido decir que te amo. —Respiró hondo—. Eso es todo.
Caminaron por las calles abarrotadas, lado a lado en silencio, Crane
limitando su paso al de Stephen. Cuando Stephen habló, su voz sonó
estrangulada:
—¿Hay alguna razón para que hicieras esto en público, cuando ni
siquiera puedo tocarte, mucho menos… mucho menos decir algo
apropiadamente?
—Bueno, sí. Ya sé lo que piensa tu polla. Me gustaría saber lo que
piensa tu cabeza, también. O tu corazón.
Stephen continuó caminando, con la cabeza gacha y las manos en
los bolsillos. Crane podía sentir la tensión, yendo a su lado.
–Oh, Dios —dijo por fin—. Qué patético soy. Tú sabes perfectamente
bien que soy tuyo, Lucien, o deberías saberlo. Tengo tu tatuaje, Dios del
Cielo. Estoy marcado de por vida. Y eso me asusta, me aterroriza. No
tengo idea de por qué piensas que soy valiente, cuando soy un vil cobarde.
Tengo tanto miedo de creer que esto, tú y yo, pueda durar, porque si no es
así, no creo que pueda soportarlo, por lo que sería más fácil no empezar
nada, pero ahora es demasiado tarde. —Tragó saliva—. Y no es que no
confié en ti. Es solo que… me cuesta creer que alguien como tú pueda
querer realmente a alguien como yo. No, ahora es mi turno, déjame
terminar. Eres extremadamente atractivo y elegible, y yo no lo soy. Y tal
parece que no hago más que tomar de ti…
—No, no puedo dejar pasarlo, eso es realmente mierda. Por lo que
más quieras, hombre, apenas puedo darte la hora sin pelear. Merrick dice
que te sostienes del puro orgullo.
—Dale las gracias de mi parte. —Stephen hundió la mano en su
pelo—. De cualquier manera esa no era la cuestión. Ya no estoy seguro de
cuál era. Ah, diablos. Te amo, Lucien. No sería tan angustiante si no lo
hiciera.
Crane dio dos pasos más sintiendo la reveladora felicidad esparcirse
por todo él, y tuvo que controlar la voz cuando observó:
—No, tienes razón, fue una terrible idea hacer esto en público.
¿Supongo que no puedes hacernos invisibles?
—Tienes que estar bromeando —Stephen dijo—. Levanta la mirada.
Crane miró, y gruñó en voz alta cuando vio las urracas. Estaban
apiñadas en las lámparas de gas, los bordes de los techos y los
barandales, dando vueltas en el cielo buscando dónde posarse. Unas
cuantas aterrizaron frente a él, en el pavimento, mirándolo con sus
brillantes ojos negros.
—Oh, por… ¿puedes hacer que se vayan?
—No me eches la culpa, yo no las llamé. —Stephen le estaba
sonriendo con ese familiar diente torcido pellizcando su labio superior y
una luz en sus ojos dorados que hizo que el corazón de Crane diera un
bandazo—. Y sospecho que cualquier cosa que intente hacer iluminará la
calle como una hoguera y atraerá a todos los practicante de millas a la
redonda. Me siento algo explosivo.
—Tú y yo, también. Me gustaría muchísimo ponerte las manos
encima.
—Yo quiero ponerte la boca encima —dijo Stephen de manera
increíblemente directa considerando que no estaban en la cama, y ahora
no solo fue el corazón de Crane el que estuvo palpitando—. Cuando esto
acabe, ¿podemos irnos lejos? ¿A tu sitio de caza otra vez?
—Tan pronto como quieras. ¿Cuánto tiempo te puedes tomar?
—¿Cuánto tiempo quieres?
—El resto tu vida. —Crane observó que Stephen abría los ojos
enormes—. Por ahora, ¿qué tal dos semanas?
—Hecho —dijo Stephen—. Y… hecho.
—Dios, mi dulce muchacho. Te amo. Creo que necesito decirlo
muchas veces.
—Siempre. —La voz de Stephen sonó un poco temblorosa, tenía los
ojos brillantes.
Hubo un revoloteo de plumas cuando un grupo de urracas los
alcanzó, cinco aterrizaron en fila en las barandales, cuatro justo frente a
ellos en la vereda. Crane contó automáticamente y no pudo evitar sonreír.
—Mira eso. ¿Acaso las malditas cosas saben la rima?
—Espero que no. Es nueve para un funeral, ¿correcto?
Crane dejó que su mano rozara el brazo de Stephen.
—Intenta: “Nueve para un amante tan sincero como sea posible”.
—Oh, me gusta tu versión más. —Stephen chocó suavemente contra
él, un pequeño toque, nada que un observador pudiera objetar—. Aquí
está Los Comerciantes.
Crane aminoró el paso cuando estuvieron cerca del edificio cuadrado
de ladrillo.
—Quiero que este asunto se acabe. Creo que puedo sentirme
apenado por Peyton, sabes, y eso es algo que no digo con frecuencia.
—Yo también. Pero apuesto que el señor Trotter no. Lucien, quiero
que vengas a Hammersmith conmigo. No tienes que hablar con Peyton, o
siquiera ser testigo de la conversación, ya que dudo que vaya a ser bonita,
pero quiero que permanezcas cerca. Y puedes borrar esa sonrisita. Me
refiero a las ratas.
—¿Ratas? ¿Yo?
Stephen se encogió de hombros.
—Fuiste amigo de Hart. No sé qué tan lejos llegue esto. Dame el
gusto.
Crane levantó una mano agradecido.
—Si insistes en que no muera horriblemente, supongo que tendré
que darte el gusto. —Entró primero al relativo frío del vestíbulo y saludó al
portero con una inclinación de cabeza—. Hola, Arthurs. ¿Podrías
indicarme la dirección del señor Peyton?
—Ciertamente, mi lord, pero, ¿usted quiere hablar con él? Está
almorzando arriba.
Crane le echó una mirada a Stephen.
—¿En verdad? Qué suerte. Sí, iremos arriba, no importa la dirección.
—¿Qué quieres hacer ahora? —Stephen preguntó tranquilamente—.
Quédate aquí abajo si te afecta en lo personal.
—No, iré contigo. Quizá sea más fácil conversar en privado de esa
manera.
Se dirigieron escaleras arriba juntos, Crane dividido entre hacer una
mueca de disgusto por el trabajo en ciernes y la tentación de dirigirse al
bar y ordenar champaña. Había sido, sin duda, un momento
extremadamente inapropiado para sacar el tema de su relación, pero
ahora… No tendría que volver a ver esa mirada de dolor y soledad en los
ojos de Stephen. Podría quitarle la preocupación del dinero, el miedo a ser
arrestado, la silenciosa y constante inquietud de un futuro solitario. Podría
agasajar a Stephen como se merecía, y definitivamente, encontraría la
manera de asegurarse de que el pequeño cabrón estuviera acurrucado en
su cama todas las noches, que regresara a él, en lugar de desvanecerse
sin decir una palabra hacia peligros inexplicables. Mi pequeño hechicero.
Suprimió la urgencia de silbar.
—Te ves como el gato que se tomó la leche —Stephen dijo bajito.
—Eso viene más tarde. Este es el comedor.
El salón de ventanas pequeñas y muebles de madera oscura parecía
particularmente sombrío contra la brillante luz del sol afuera. Peyton
estaba sentado solo, leyendo el periódico. No pareció contento de ver a
Crane cuando se acercaron a su mesa.
—Vaudrey. Oh, perdón, Lord Crane —dijo con su habitual
desprecio—. Y su pequeño amigo.
—¿Podemos hablar con usted?
Peyton se encogió de hombros.
—Si tiene que hacerlo. ¿Qué ocurre?
—En privado, por favor —Stephen dijo.
—No quiero hablar con ustedes en privado. —Peyton sacudió el
periódico intencionadamente—. Estoy esperando mi almuerzo.
Stephen puso una mano en la de Peyton.
—Escúcheme. Levántese y venga con nosotros ahora.
Peyton se levantó inmediatamente y obedeció cuando Crane los
condujo a uno de los pequeños estudios. Stephen entró al último, cerrando
la puerta, mientras Peyton parpadeaba sorprendido de encontrarse ahí.
—Señor Peyton, hábleme de Arabella.
Peyton lo quedó mirando.
—¿Quién?
—Su pariente, Arabella.
—¿Qué hay con ella?
—¿Cuándo descubrió que estaba muerta?
Peyton frunció el ceño.
—Bueno, cuando mi hermana me escribió, por supuesto.
—Su hermana —repitió Stephen.
—Sí, María. La tía abuela Belle vivía con ella hasta que cayó de su
percha. ¿Qué diablos tiene que ver mi familia con usted?
—¿Familia? —dijo Crane.
Stephen le sostuvo la mirada a Peyton.
—Quiero saber sobre su pariente femenina de la misión bautista de
Shanghái.
—Nosotros somos anglicanos —Peyton dijo—. Yo no tengo parientes
en Shanghái. Nunca los he tenido. Y…
—¿Tiene muchos aquí?
—Cuatro hermanas y sus hijos. Mire, no sé…
—Mierda —dijo Crane—. Mierda. Stephen…
—Lo sé. Señor Peyton, ¿usted estuvo en Shanghái cuando Xan Ji-
yin desapareció?
—¿Qué?
—¡Respóndame! —Stephen gritó, sobresaltando a los otros dos
hombres.
—Sí, yo… —Peyton empezó con tono herido.
—¿Recuerda a la muchacha que desapareció de la misión bautista?
—¿De eso se trata todo esto? ¿De la hermana de Town? Dios, sí,
huyó con un hombre, ¿no? Al menos, yo escuché…
Stephen giró y salió a toda velocidad por la puerta, con Crane
pisándole los talones. Bajaron la escalera dos escalones a la vez, y Crane
casi tropezó con Stephen, cuando este se detuvo en el arranque.
—Envíale una nota a Esther al consultorio —dijo breve—. Diles que
nos encuentren en los aposentos de Cryer. Dame el alcance.
—Toma un coche. —Crane buscó en su bolsillo por un puñado de
monedas—. Lo siento, Stephen.
—Es mi responsabilidad. —Stephen cogió el dinero y se lanzó a la
calle.
Crane garabateó la nota y le pagó al mensajero generosamente para
que la llevara tan rápido como pudiera, luego llamó un coche para él,
maldiciendo groseramente. No se le había ocurrido dudar de Town: el
hombre siempre había sido parte de la escena, un chismoso confiable,
alguien gracioso. Examinó y repasó los eventos; él no había tomado parte
en ninguno.
Pero los había enviado en una búsqueda inútil, tras un hombre que
sabía que le desagradaba a Crane. Y Crane debía haber sabido que había
algo mal con su historia del hombre solitario y su único pariente porque él
había conocido al maldito sobrino de Peyton, maldita sea —en este punto
se dio un cabezazo contra el costado del coche con fuerza—, y ahora
había le había fallado a Stephen totalmente. Mierda.
Creía, sin embargo, parte de la historia de Town. La hermana
amada, la vida de amargura. Eso había sonado muy verdadero. Podía
imaginar lo que se sentiría que una persona amada desapareciera para
siempre —lo había imaginado, se dio cuenta, aquella vez que Stephen se
fue tras un brujo y no regresó por cuatro días, sin decir una palabra. Y
tener a hombres como Peyton lanzando ocasionales calumnias sobre el
honor de la hermana amada, tuvo que haber sido hiel en la herida, incluso
antes de que Town supiese que estaba muerta.
¿Quién se lo dijo?
El coche se detuvo, y Crane subió corriendo las escaleras al
apartamento de Town. El ama de llaves lo dejó entrar sin discutir, tenía la
mirada vacía. Stephen estaba usando la fluencia con abandono, al
parecer.
La puerta de Town estaba abierta.
—No entres —Stephen gritó desde el interior cuando Crane se
acercó resuelto—. Hace tiempo que se fue. Estoy intentando determinar a
dónde. No soy bueno con eso, necesito la nariz de Esther. ¿Puedes
quedarte afuera? Estás afectando todo.
Eso, dejando la discreción de lado, significaba que Stephen estaba
interrogando el éter buscando trazas de Town. En ocasiones había
mencionado que la presencia etérica de Crane era extremadamente fuerte,
al tirar de las imperceptibles corrientes hacia él. Yu Len, un chamán chino,
siempre había dicho que Crane tenía un ch’i poderoso, pero nunca había
sido un problema, en realidad.
Sintiendo que había hecho suficiente daño por un día, Crane se retiró
obediente a la calle y se quedó parado, esperando, estimando cuánto
tiempo le llevaría a los otros justicias llegar, preguntándose qué harían con
Leonora. En lo que realmente quería pensar era si Stephen estaría de
acuerdo en mudarse a las habitaciones de Crane en el Strand, pero bajo
las actuales circunstancias eso se sentía como tentar al destino.
Estaba mirando fijamente al camino, cuando un coche se detuvo más
allá y Monk Humphris bajó.
Monk parecía inquieto y preocupado, como había ocurrido por
semanas. Caminó decidido hacia los aposentos de Town, el ceño fruncido.
Crane levantó una mano a manera de saludo, y, ya que eso falló en
atrapar la atención del hombre, lo llamó:
—¡Hoi, Monk!
Monk levantó la mirada y lo vio. Toda su cara cambió a una máscara
de horror cuando reconoció a Crane afuera del edificio de Town. Entonces
giró y huyó calle abajo.
Crane estuvo detrás de él antes de tener tiempo de pensarlo. No fue
una decisión racional. Monk corrió y Crane lo persiguió, poniendo su mente
al día con su cuerpo mientras corría.
Probablemente era estúpido. Probablemente sin sentido. Pero
Stephen podría seguirlo si tenía que hacerlo, y más le valía atrapar a Monk
y encontrarlo irrelevante a permitir que se le fuera otra pista.
Y no es que no tuviera sentido. ¿Por qué correría Monk si no tenía
que hacerlo? El calor ardía en la nuca de Crane y caía a plomo sobre su
traje gris claro, que se estaba empapando rápidamente. Merrick lo mataría.
Stephen le había dicho hacía tiempo: “no Savile Row”, cuando se
encontraran corriendo por sus vidas; cuando sus zapatos caros se
deslizaron por las piedras del pavimento, recordó la verdad de esas
palabras.
Monk se estaba cansando ahora, estaba doblando los hombros y
bajando la velocidad. Volteó la esquina hacia un callejón con
desesperación. Crane le agregó velocidad, teniendo la ventaja de sus
piernas largas como siempre, dio la vuelta a la esquina, saltó una pila de
basura que Monk había derribado en el camino, y sujetó al hombre por el
hombro.
Jadeando, Monk se volteó. Intentó pelear, pero se veía exhausto.
—Detente —Crane dijo respirando con fuerza—. ¿Qué carajo,
Monk?
—Lárgate —Monk logró decir entre jadeos—. En nombre de Dios,
vete, hombre. Corre. ¡Corre!
—¿Por qué?
Monk lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Tomó aire una
única vez. Entonces sus pupilas se contrajeron, desvaneciéndose en un
puntito, de manera que sus ojos quedaron vacíos y fijos. Algo terrible,
miedo y dolor, pasó por su rostro y se desvaneció, dejando tan solo una
aceptación impasible. Concentró su mirada ciega en Crane, y siseó:
—Chamán.
—¿Qué? —dijo Crane—. No es cierto.
—Chamán —repitió Monk, oliendo, su nariz se agitó con una odiosa
movilidad, la codicia floreció en sus ojos muertos.
—No. —Crane retrocedió un paso, queriendo correr, dándose
cuenta, de pronto, del gran error que había cometido—. ¿Monk?
—Poder —Monk habló en shanghainés—. Fuerza, alegría y ch’i.
Tanto. Sí, este estará bien.
Estiró una mano como una garra. Crane retrocedió otro paso,
obedeciendo, por fin, sus instintos que le advertían a gritos, giró y salió
corriendo, solo para encontrarse con Town Cryer, que lo sujetó por un
brazo.
—Tú, estúpido tonto —dijo Town, y todo se hizo negro.
CAPÍTULO QUINCE
̰
CRANE PARPADEÓ RECOBRANDO LA conciencia debido al dolor, y
deseó no haberlo hecho.
Los brazos le dolían como el diablo, sus hombros gritaban. Se debía,
se dio cuenta, a que tenía las muñecas atadas a la pared detrás de él, con
los brazos en alto y abiertos, tipo crucifixión. Su cuerpo, sin un apoyo,
había caído hacia delante de modo que las trece piedras17 al completo
colgaban de los músculos de sus hombros, con los brazos doblados hacia
atrás.
Tenía los tobillos atados, pero los pies debajo de él, y los enderezó
hasta que apoyaron su peso, sintiendo que el agonizante fuego en sus
hombros se mitigaba a un mero infierno.
Estaba en algún tipo de caverna. ¿Una celda? Estaba fría, oscura y
olía a tierra. Una lámpara en el suelo de tierra iluminaba las paredes
encaladas, aunque irregulares y sucias. Frente a él había una mesa
maciza, y en el rincón más alejado del cuarto una puerta de madera
oscura, reforzada con una gruesa barra del mismo material que se
asentaba en el marco.
Monk caminaba alrededor de la celda farfullando, pero eso no era
Monk. Crane no necesitaba ser practicante para saberlo. La manera en
que se sacudía, la odiosa crispación de la cara, la luz en los ojos sin vida,
nada de eso pertenecía al cuerpo que se sacudía como un títere
desgarbado.
¿Hay alguien ahí?
Town estaba de cuclillas contra la pared, a la manera china, con las
manos en el rostro.
—Oi —Crane dijo—. ¿Qué diablos es esto?
Town levantó la vista.
—Vaudrey. Tenías que interferir, ¿no? No podías irte nada más. ¡Te
dije que fueras a Hammersmith, maldita sea! ¿Por qué no fuiste a
Hammersmith?
—Suerte de mierda. —La voz de Crane sonó ronca y seca—.
Intentaste matar a Leo Hart. Con las ratas.

17
1 piedra equivale a 6.35 kilos en el sistema imperial de medidas.
—Se lo merece.
—Una mierda que se lo merece. Rackham, esos dos presuntos
chamanes sí, pero Leo no, y no una casa llena de gente en la carretera
Ratcliffe.
—¿A quién le importan? —Town dijo con dureza, pero apartó la
mirada rápidamente.
—A Stephen Day. ¿Lo recuerdas? El tipo pequeño, de pelo rojizo,
uno de los hombres más peligrosos de Londres, está viniendo hacia aquí
para arrancarte la columna por el culo. Así que, ¿quién está en Monk? —
Crane miró las horribles y locas sacudidas del hombre—. Xan Ji-yin,
presumo.
Monk tiró la cabeza para atrás y soltó un alarido. Su mandíbula
pareció desencajarse, estirándose y abriéndose como la de una culebra.
—Qué bonito. —Crane tenía que seguir hablando, porque de otra
manera podía orinarse fácilmente del terror—. Qué amigos tan
encantadores tienes Town.
—Esto es lo que pasa cuando tratas a la gente como asaduras. —
Town habló con concentrado veneno—. Ese bastardo de Hart y sus locos
asesinaron a mi hermana y a Xan Ji-yin y los arrojaron al agua como
perros muertos. Si hubieran tenido un funeral decente… Bien, esos cerdos
están pagando ahora.
—Rackham y los chamanes con seguridad han pagado —Crane
dijo—. Qué gran éxito. ¿Por qué estoy yo aquí?
—Él te quiere. —Town señaló a Monk con un rápido movimiento de
cabeza.
—¿Él? ¿Eso? ¿Por qué?
—Necesita un cuerpo adecuado. —Town se lamió los labios. Tenía
el rostro bajo control, pero los ojos llenos de horror—. Y las personas
normales no le sirven. Se mueren todas, ves. Ha pasado de cuerpo en
cuerpo, pero con toda la buena voluntad del mundo, simplemente no le
sirven una vez que empieza a usarlos, y no puede vivir en cadáveres.
Estuvo en el cuerpo de Monk por un tiempo sin que él lo notara, pero
ahora… Pobre Monk. Aunque él conoció a Bella, y le gustó. No le hubiera
importado, en verdad.
—¿En serio? —dijo Crane, observando los músculos del cuello de
Monk distorsionarse cuando la cosa en su cuerpo se enfureció.
—Y ahora te quiere a ti. Aparentemente eres un chamán. Eso es lo
que él necesita. No sabía que fueras chamán.
—¡No lo soy, maldita sea!
—Él dice que lo eres. Quiere tu cuerpo. Cuando haya acabado aquí y
tenga un huésped chamán, se irá y todo terminará, por fin. Lo siento,
Vaudrey, pero debiste haber ido a Hammersmith. Intenté decírtelo. Y eras
uña y carne con Hart…
—Yo estaba a miles de millas de distancia cuando tu hermana murió
—dijo Crane—. La primera vez que lo escuché fue esta mañana. ¡Town,
por amor de Dios, no permitas que haga esto!
Town movió la cabeza.
—Es demasiado tarde. Xan Ji-yin necesita un cuerpo con poderes de
chamán, y tú los tienes, eso es todo. —Encogió un hombro con una leve
inclinación de cabeza, un pequeño gesto que Crane había visto hacer a su
amigo miles de veces—. Lo siento, mi querido amigo. Si no peleas, pienso
que será rápido.
—La maldita cosa no va a tomar mi maldito cuerpo. —Crane apenas
pudo mover la boca del terror. Había visto cuando la posesión chamánica
redujo a Merrick a un imbécil babeante, había atacado su mente en
repetidas ocasiones, e incluso había hecho que Stephen violara sus
recuerdos una vez. La idea de que esa cosa abyecta dentro de Monk se
mudara a su propia mente lo mareó del horror y el miedo—. Estás
cometiendo un grave error. Stephen es un chamán. Uno de verdad, no una
maldita parodia como ese desecho de osero. Me tocas, y él te perseguirá
hasta la tumba. No sabrás lo que es una venganza hasta que él te de
caza.
—Sé lo que es vengarse —Town dijo—. Hart está muerto. Xan ha
matado a Rackham, Pa y Lo. Ahora va a salir de aquí llevándote puesto
como un abrigo, y así es como acabará con Leonora Hart, y espero que
Hart levante la mirada desde el infierno para verlo.
—Bastardo. —Crane se revolvió y tiró de las cuerdas, pero no hubo
suerte, las ataduras estaban apretadas y eran seguras. Town se puso de
pie y habló con Monk, en voz baja. Luego recogió una pequeña escudilla y
un cuchillo y se acercó para colocarlos en la mesa. Desabotonó uno de los
puños de Crane y enrolló la manga.
Tomó la vasija y el cuchillo una vez más.
—Necesitaremos un poco de tu sangre para esto —explicó, e hizo un
corte en el antebrazo de Crane.
Crane gritó, del dolor, y con la esperanza de llamar la atención. La
sangre corrió por su brazo, salpicando al recipiente que Town sostenía,
anormalmente rápido, en exceso, salía de la pequeña herida como si le
hubieran cortado un arteria.
—¿Magia de sangre? —gruñó—. Eres un maldito brujo sin siquiera
ser un chamán. ¡Stephen te matará, y te traerá de entre los muertos solo
para matarte una vez más, hideputa!
—Supongo que él es tu nuevo compañero de cama. —Town colocó
la escudilla llena sobre la mesa con cuidado—. Por lo general no se
quedan cuando las cosas se ponen difíciles, ¿o sí? —Tomó una venda y
empezó a enrollarla alrededor de la herida.
Crane le escupió en el rostro. Town apretó la boca mientras se
limpiaba la saliva.
—No hagas eso —dijo—. No es mi culpa.
La cosa en el cuerpo de Monk se acercó a la mesa, de frente a
Crane, cuando Town terminó de vendarlo. Su cara se movía y sacudía
continuamente, atravesada por líneas y arrugas, con los labios crispados y
balbuceantes.
Crane tiró violentamente de las cuerdas que lo mantenían atado,
sabiendo que era inútil.
Monk levantó las manos en un gesto que se vio completamente
chino, completamente chamánico, y la sangre en el recipiente empezó a
moverse, primero en ondas y luego a burbujear. El rojo se oscureció, y
aparecieron remolinos de un marrón turbio por toda la vasija.
Crane estaba revolviéndose ahora, desesperado, indefenso, gritando
con furia. Era tan condenadamente injusto que tuviera que morir hoy, o
peor que morir, que tuviera que perder la cabeza por culpa de esta criatura
sin haber besado a Stephen una vez más o siquiera haberlo abrazado. No
servía de consuelo que le hubiese dicho al hombre que lo amaba o que lo
hubiera escuchado de sus labios. Lo único que significaba era un pleno y
angustioso conocimiento de lo que iba a perder.
Nueve para un funeral.
La sangre infecta en la escudilla se elevó en la forma de una tromba
marina, de un marrón oscuro podrido, desafiando a la naturaleza, y
mientras Crane se quedó mirándola, sintió al fantasma invadiéndole.
Era asqueroso. Un asfixiante vileza sepulcral como una espesa tela
de araña húmeda sobre su cara, ojos y boca, que se arrastraba adentro de
sus oídos, al interior de su nariz, por todo su cuerpo. Intentó gritar y los
zarcillos se hundieron más hondo. En su mente podía oír un loco
murmullo, fragmentos de ira, furia y acusaciones, y un horrible regocijo
cuando la cosa esa tuvo acceso a un lugar profundo y desgarrador. El
poder se encendió en su sangre, pero le fue arrebatado con avidez,
extrayéndolo de su carne y de sus huesos, nada como lo que hizo
Stephen. Esta era una violación. Movió violentamente la cabeza porque no
podía hacer nadas más, y el espíritu del muerto se asentó para
alimentarse, empujando una película sobre sus ojos mientras él miraba
con impotente horror el recipiente con la sangre espumeante y revuelta.
El chorro dio una repentina sacudida. Volvió a enderezarse, se
estabilizó, entonces se sacudió de lado una vez más, y vetas rojas brillaron
vivamente en el marrón sucio. Monk, parado como una marioneta con los
hilos sueltos, también se sacudió, levantando la cabeza. La tromba
empezó a convulsionar con violencia, batiéndose de lado a lado,
rompiendo y restableciendo su ritmo y rompiéndolo otra vez. El fantasma
de Xan soltó un terrible y agudo alarido, y hundió unas garras impalpables
en la mente de Crane, pero, ahora, él podía sentir el otro tirón
precipitándose por sus venas en una tormenta de plumas negras y
blancas, y desde algún lugar en lo más profundo de su ser, le dio la
bienvenida, le tendió la mano y dejó que las aves tomaran el control.
Yo soy el Lord Urraca —insistió para sí mismo, entre los gritos de
Xan—. Nosotros somos el Lord Urraca. ¡Déjalas volar, Stephen, vuela con
ellas y saca a este monstruo de mi mente!
Xan le hundió la base de sus manos en un intento desesperado.
Crane gritó muy fuerte, un grito de dolor y desafío que hizo eco en los
graznidos de las aves que no estaban ahí, en los agudos picotazos, en el
trueno de los alas invisible que batían a su alrededor y a través de él.
La vasija explotó. Los fragmentos de loza salieron volando por la
habitación, y la sangre se esparció en una brillante nube roja, en la que
colgó, por una fracción de segundo, la imagen de un pájaro, antes de
disiparse en la nada. La criatura en el cuerpo de Crane le fue arrancada,
con un alarido. Crane jadeó buscando aire, la cabeza le punzaba con
repentina agonía. Monk empezó a gritar de verdad. Y la gruesa puerta de
madera explotó como golpeada por un gigantesco puño.
Stephen entró corriendo, esquivando los trozos, Esther Gold
inmediatamente detrás de él. Estiró una mano con fuerza mientras corría,
enviando a Monk hacia atrás tambaleándose, y se precipitó hacia Crane,
los ojos le centelleaban dorado y negro en su rostro blanco. Town gritó de
furia y sacó una pistola, pero un golfillo —no, Jenny Saint en pantalón y
gorra—, corrió hacia él, se elevó por el aire como si estuviera subiendo
escaleras invisibles, y lo pateó ferozmente en la cara. Town cayó, y ella
aterrizó sobre él con fuerza y le dio un puntapié en la mano, haciendo
resbalar la pistola por el suelo.
Janossi, Merrick y Leonora estuvieron adentro para entonces.
Merrick vio a su señor, juró con gusto y se acercó corriendo. Leonora lo
siguió, deteniéndose para patear a Town en las bolas con fuerza y
precisión. Stephen se alejó de Monk, mirando a Crane, empezando a
hablar, pero Crane solo tuvo ojos para el cuerpo desplomado de Monk. Su
viejo amigo se veía una vez más como él mismo, sin una conciencia
extraña ahí, y Crane junto cada pizca de fuerza que le quedaba para
bramar:
—¡Ratas!
Por una fracción de segundo hubo una total quietud. Entonces
aparecieron las ratas.
Llegaron en masa desde cada esquina y grieta. No eran las pocas
que casi habían matado a Leo, pero cientas, tropezando entre ellas,
creciendo mientras él veía, lanzándose hacia adelante con gruñidos como
perros. Se encontraron con una onda de poder de Esther y Stephen que
las arrojó repetidas veces hacia atrás, pero, con el rebote, se pararon y
avanzaron una vez más con un chillido estridente y el seco murmullo de
las garras sobre la tierra y la piedra.
—¡Libérelo! —Stephen le gritó a Merrick, cuando Esther empujó a
Leonora detrás de ella. Los cuatro justicias formaron un semicírculo frente
a Crane, hombro con hombro, lanzando energía. Una rata saltó sobre
Esther y su cráneo explotó como una naranja podrida. Detrás de ellos,
Merrick saltó a la mesa con su navaja en la mano, y empezó a cortar las
gruesas cuerdas que ataban a Crane.
—¡Hoi! —le gritó a Leonora—. Suba aquí, ayúdeme. —Sacó otra
navaja—. Y tú Vaudrey, de pie.
—Inténtalo —farfulló Crane, tensando las piernas lo mejor que pudo
para evitar que su cuerpo se desplomara.
—Mierda. —Merrick estaba trabajando furiosamente—. ¿Qué carajo
le hicieron?
—Meter ese cosa en mí. El fantasma del chamán.
—Hideputa.
—‘Stá bien,
—No es cierto —dijo Leonora sombría, cortando en la otra muñeca.
Crane miró a su alrededor. La ratas llenaban la habitación ahora, por
cientos, trepando una sobre otra con una salvaje y resuelta determinación
asesina. Los cuatro justicias sostenían sus posiciones, manteniendo de
alguna manera un espacio frente a ellos, pero había tantas ratas que la
pila de las muertas ya tenía dos pies de profundidad y las criaturas
seguían llegando. Una rata saltó por encima de las demás, y por sobre sus
cabezas, con las extremidades extendidas lista para atacar. Saint se elevó
alto en el aire para alejarla de una patada, y los otros tres gritaron:
—¡Mantén la línea! —balanceándose hacia atrás al unísono.
Crane miró hacia su izquierda y gritó:
—¡Janossi!
El hombre tenía buenos reflejos, lo que le salvó la vida. No miró a
Crane, pero a su costado, y eso significó que pudo esquivar el ataque de
Town por lo que el cuchillo que iba dirigido a su corazón le raspó las
costillas y se clavó en la carne debajo del hombro.
Janossi soltó un alarido de dolor y liberó un rayo de energía que
mando volando a Town hacia atrás, contra la pared, y mientras lo hacía,
las ratas aumentaron.
—¡Sostengan la maldita línea! —Stephen gritó—. Resonancia tres
sobre ocho y adelante.
Los cuatro justicias inhalaron aire con un siseo en violenta
consonancia. Una terrible y aguda vibración llenó la cabeza de Crane.
Leonora se tapó el oído con la mano libre, retorciendo el cuello en un fútil
intento de alejarse del sonido. El tono subió ligeramente y se convirtió en
una sensación, un zumbido en los dientes y las órbitas de los ojos. Las
ratas se arrastraron hacia atrás, vacilantes, chillando confundidas, y Saint
dio un salvaje grito de triunfo cuando los justicias empujaron hacia
adelante a una orden de Esther, haciendo volar pedazos de rata, pero las
criaturas giraron en una fluida y coordinada ola y volvieron a atacar mucho
más salvajes que antes.
—¡Corten la maldita soga de una vez! —Stephen gritó.
—Casi ahí, señor —llamó Merrick, cortando pacientemente con el
cuchillo.
Cuchillo.
Town había sostenido el cuchillo como un experto, el hombre sabía
cómo apuñalar a alguien hasta matarlo…
—¿Por qué mataron a Willetts? —Crane preguntó en voz alta.
—¿A quién carajo le importa? —gruñó Merrick—. Eso. —La gruesa
soga se rompió y las últimos fibras se rasgaron cuando Crane le dio un
tirón. Merrick se movió inmediatamente para ayudar a Leonora con la otra
soga.
—Él no necesita de un hechizo, míralo. —Él era Xan; Crane no iba a
decir su nombre en voz alta—. Y tampoco necesita un amuleto para
controlar a las ratas. ¿Así que por qué matar a Willetts? ¿Qué sabía
Willetts?
—¿La historia?
—El final —Crane dijo, con súbita certeza—. El verdadero final. La
muchacha, el recipiente de la Marea Roja. Por supuesto.
Miró a Stephen, pero los justicias estaban luchando por sus vidas
ahora, no había tiempo para hablar. Janossi cayó sobre una rodilla y
Esther lo levantó, pero le costó retroceder un paso.
—Mierda. —Crane tiró de su mano atada, pero no estaba libre ni de
cerca, así que tomó una decisión, dio la orden.
—Merrick. Mata al señor Humphris con la soga. Estrangúlalo. Sin
sangre.
Merrick dejó de cortar la soga. Miró a Crane a los ojos, con el rostro
inexpresivo.
—Ahora —Crane dijo.
Merrick dobló su navaja y la puso en la mano libre de Crane.
—¿Alguien tiene un pedazo de cuerda?
—En mi bolsillo hay un pañuelo.
—Toma. —Leonora se sacó el zapato de una patada y se quitó la
media de seda rasgada—. Espero que sepas lo que estás haciendo.
Merrick tomó la media y bajó de la mesa de un salto, sacando un
lápiz de uno de sus bolsillos. Fue hacia donde Monk se encontraba
recostado contra la pared y jaló al hombre yaciente a una posición de
rodillas. Deslizó la media alrededor de su cuello con el lápiz dentro del
lazo, y empezó a ajustar el garrote improvisado, con el rostro distante y
calmado.
—Oh, Dios, Lucien —Leonora susurró.
—Sigue cortando. —La mano de Crane temblaba tan fuerte que
hubiese corrido el peligro de rebanarse una arteria si intentaba ayudar.
Monk parecía inconsciente, pero cuando Merrick apretó la cuerda
empezó a sacudirse y a luchar, como por instinto. Todas las ratas en el
cuarto se quedaron congeladas, de pronto rígidas. Y entonces, como si
fueran una, se volcaron hacia Merrick.
—¡A la mierda! —dijo Saint, que se hallaba de ese lado de la
habitación. Retrocedió tambaleante bajo el enorme peso de la furia de los
roedores, los escudos invisibles doblándose bajo la presión. Esther y
Stephen se lanzaron de lado hacia ella, Janossi una fracción más tarde, y
ahora los cuatro justicias estaban amontonados delante de Merrick, y el
corredor de espacio protector entre ellos y las ratas se redujo a solo
pulgadas, y se dobló hacia atrás cuando las ratas se apilaron en tres,
cuatro pies de altura. Garras y dientes rasguñaban salvajemente mientras
las ratas chillaban su furia. Monk pateó y convulsionó, con ojos
protuberantes y la piel ennegrecida, los justicias gritaban todos, y la otra
mano de Crane quedó libre. Cayó hacia adelante, golpeando la mesa con
el pecho, y quedó tendido ahí, jadeante.
La lengua de Monk salió protuberante, el rostro demudado y los ojos
desorbitados, y por la manera en que se sacudía, Crane supo que sus pies
estaban golpeando el suelo. Muy pronto, quedó laxo.
Las ratas chillaron al mismo tiempo. Lo que resonó por los huesos,
ojos y cabello de Crane en una agonía desgarradora, y entonces,
abruptamente, paró, y las ratas retrocedieron, huyendo, encogiéndose.
—Jesús. —Crane se deslizó de la mesa y cayó al piso. Vio a las
ratas vivas huir por los huecos en las paredes y a las muertas desinflarse
como vejigas pinchadas.
—¡Lucien! —Se escuchó un chirrido cuando Stephen empujó la
mesa de su camino. Se veía gris del cansancio—. Lucien, ¿estás bien?
—Bien. Bueno, no bien. Vivo.
Stephen cayó de rodillas frente a él y lo tomó por la barbilla con
mano gentil. Crane se inclinó levemente hacia adelante para convertir el
roce en una caricia, conciente de los otros, pero necesitando el consuelo, y
sintió que Stephen tomaba su rostro tiernamente hasta cuando lo volteaba
de lado a lado, examinando sus ojos.
—Pensé que habíamos acordado que no te iban a matar
horriblemente. Estoy seguro de que lo dijiste.
—Dije que no iba a morir horriblemente asesinado por ratas. Nunca
prometí que dejaría que mi alma fuera comida por un fantasma demente.
—Crane estaba intentando un poco de humor, pero la voz se le quebró
traicionándolo—. Dios. Jamás había querido ver a alguien tanto en mi vida.
—Me alegro de que llegáramos a tiempo. —Stephen habló
suavemente, pero sus manos desmentían la tranquilidad de sus palabras.
Crane miró a su alrededor. Merrick estaba observándolo, ileso. Le
dio una inclinación de cabeza a Crane cuando sus miradas se encontraron.
La ratas muertas estaban amontonadas, encogiéndose con menos rapidez
que las vivas. De pronto fue conciente del asfixiante hedor de los cuerpos
fétidos, del desagüe inmundo y la orina de roedor. Janossi se había
desplomado en el piso con Leo sosteniendo un pañuelo contra su herida;
Saint vomitaba ruidosamente en la esquina. Esther estaba sentada sobre
sus talones, se veía toda arrugada y agotada,
—¿Se acabó? —dijo Crane.
—Para ellos sí —dijo Esther—. Dígame, señor Merrick, ¿por qué lo
mató? —Señaló con la cabeza hacia Monk.
—¿Hay algún problema, madam? —inquirió Merrick sin inflexión.
—No, es solo una pregunta. ¿Cómo supo qué hacer?
—Yo le dije que lo hiciera —dijo Crane—. Es mi responsabilidad. —
Se dio cuenta de que sus tobillos seguían atados. Se sentó, moviendo las
piernas hacia adelante y empezó a cortar la cuerda con la navaja. En
silencio, Stephen tomó el cuchillo de su mano y se inclinó para hacerlo él.
—¿Y?
Crane flexionó un hombro cauteloso. Tenía la garganta horriblemente
seca.
—Willetts. Ustedes especularon que fue asesinado por alguien que
necesitaba el cántico o el amuleto. Pero claramente el chamán, esa cosa,
no necesitaba de ellos. Así que, ¿por qué matarlo? Llegué a la conclusión
de que fue apuñalado para acallarlo. No por la historia que ya conocíamos
todos, pero por lo que solo él sabía. El verdadero final.
La voz se le quebró. Merrick le lanzó una licorera de metal18, y bebió
un trago de brandy puro.
—¡Cristo! La próxima vez, roba del bueno, tú sabes dónde está. —Se
la pasó a Stephen—. La primera vez que escuchamos la historia, todo
acababa cuando el recipiente que contenía a la Marea Roja es
estrangulada. Sin sangre. Pensé que quizás eso era lo que querían
esconder. El fantasma necesitó sangre para mudarse dentro de mí. Y si el
huésped era asesinado sin derramamiento de sangre… bien, Town dijo
que Xan no podía vivir en un cadáver.
—Ya veo. —Esther tomó la licorera de Stephen y se echó un trago—.
Esa fue una deducción endiablada. ¿Cómo estuvo seguro de que su
versión del final era la verdadera?
—No lo estaba. Fue un riesgo calculado.
Ella lanzó la cabeza hacia atrás con una súbita risotada.
—Magnífico. Es un placer hacer negocios con usted, Lord Crane.
Crane se obligó a controlar la voz.

18
Petaca, petaquita, pacha, caminera, chata, etc.
—El hombre que acabo de hacer matar se llamaba Paul Humphris.
Monk, le decíamos. Él no formaba parte de todo esto. Town lo atrapó para
que la maldita criatura lo usara. Intentó avisarme de que corriera antes que
esa cosa tomara control de él. Él era un amigo.
Stephen detuvo su tarea para ponerle una mano en el hombro a
modo de aviso.
Esther dijo:
—Lo siento. Pero sepa que usted no lo mató. La posesión le
destruyó la mente, y su cuerpo no hubiera sobrevivido mucho tiempo
después. Su amigo ya no existía.
—Yo lo vi esta mañana temprano —Crane dijo obstinado—. Era él.
Habló conmigo.
Stephen le acarició el brazo con gentileza.
—Cosas como esa pueden estar agazapadas en la mente, casi
inadvertidas, casi inofensivas, por muchísimo tiempo. Como una sabandija
o un cáncer. Me imagino que solo reposaba en el señor Humphris cuando
no estaba controlando a las ratas. Es solo cuando toman control del
cuerpo que destruyen a su habitante original, eliminan el cerebro, el alma y
los nervios, y los reemplazan. No hay regreso de eso.
Crane recordó el cuerpo de Monk, las horribles sacudidas.
—Lo movía como a un títere. Un títere de carne y hueso. Iba a hacer
eso conmigo, ¿cierto?
—No en mi tiempo. —Stephen cortó las últimas fibras de la cuerda,
dejó caer el cuchillo, y pasó las manos por los tobillos maltratados de
Crane con un gesto que se veía profesional y se sentía como cualquier
cosa menos eso—. Pienso, que te encuentras bien. No hubo daño. Señor
Merrick, ¿está herido?
—No, señor.
—¿Joss?
—Una herida superficial.
—Una herida sangrante —Stephen dijo—. Pudiste haber sido el
siguiente en ser poseído porque permitiste que te apuñalaran. Tienes que
prestar más atención.
—Señor.
—Y ya que estoy en el tema de atención, cuando digo tres sobre
ocho me refiero a tres sobre ocho, y no a algún sitio entre tres y medio y
cuatro —Stephen agregó—. Nunca había escuchado tamaño ruido.
¿Tenemos que repasar resonancia otra vez, Saint?
—Estuvimos algo ocupados —Saint murmuró.
—Siempre estarás ocupada. Y entonces estarás muerta porque no
puedes hacer una simple resonancia bien. Ambos irán a donde el señor
Maupert mañana, y no regresen hasta que puedan darme tres sobre ocho
por cinco minutos, ¿entendido?
—Señor —murmuraron los dos jóvenes a coro. Saint continuó—:
Pero la señora Gold no…
—Cuando puedas hacer lo que la señora Gold hace, podrás decidir
por ti misma lo que es importante —Stephen dijo—. Mientras tanto,
resonancia.
—Animen sus lecciones meditando en las palabras mantengan la
línea —Esther agregó—. Eso fue caótico, Saint. Por lo demás, sin
embargo, buen trabajo ustedes dos. Todavía nos hubieran dado una
patada en los cuartos traseros sin la ayuda de Lord Crane, por supuesto.
—Lo opuesto es significativamente más el caso —Crane dijo—.
Estoy en deuda con todos ustedes.
—Y yo también —dijo Leonora en voz baja—. Fue mi culpa, la culpa
de Tom. Lo siento.
Eso fue recibido con silencio, porque no había mucho que decir al
respecto. Crane echó una mirada alrededor.
—¿Town?
—Muerto —Esther dijo.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Veneno. Al parecer tomó algo muy desagradable y de acción muy
rápida. Sin sangre. No creo que quisiera ser el siguiente huésped de Xan.
—Jesús. ¿Qué vamos a hacer con él? —Crane preguntó—. ¿Con
todo este lío?
Stephen abrió la boca, pero Esther lo interrumpió con firmeza:
—Eso lo decido yo. Señor Merrick, necesito un hombre apto para el
trabajo. ¿Puedo contar con usted?
—Por supuesto, madam.
—Bien. Joss, lleva a la señora Hart al consultorio. Usted podrá
lavarse ahí y tomar un vestido prestado —le dijo a Leonora—. Mientras ella
se cambia, Joss, haz que te cosan, y luego la acompañas a su casa. Pero
envía por el inspector Rickaby primero y haz que venga a aquí.
¿Entendido? Steph, quiero asegurarme de que Lord Crane esté libre de
esa cosa. Acompáñalo a su casa y mantén un ojo sobre él durante la
noche, por favor. Saint, tú, el señor Merrick y yo arreglaremos aquí.
—¿Cómo es eso justo? —se quejó Saint.
—¿En qué momento te prometí que sería justo? Tienen sus tareas,
vayan.
—Sí, señora. —Stephen tenía una de sus expresiones más afables
en el rostro.
Merrick se acercó y le ofreció una mano a Crane, poniéndolo de pie.
—¿Ustedes están bien?
—Sí. ¿Ustedes?
—Por supuesto.
Crane asintió, sujetando la mano de Merrick en un instante de
silenciosa conexión. El criado le dio una palmada en el hombro.
—Váyase, mi lord. Se acabó todo.
CAPÍTULO DIECISEIS
̰
SUBIERON POR UN TRAMO de escalera hacia una casa limpia, pero
abandonada, y salieron a la luz del anochecer juntos. Crane no había
tenido idea de en dónde estaba o por cuánto tiempo había estado en la
celda, pero ahora miró su alrededor con el ceño fruncido.
—¿Estamos en Holborn?
—Cerca. ¿Puede caminar a casa? Sería lo mejor, para hacer que su
cuerpo se sienta más normal. El ejercicio es bueno para eso —Stephen
agregó recatado—. Joss, lleva a la señora Hart en un coche. A menos
que… Lord Crane…
Crane encontró un par de chelines en su bolsillo.
—Tomen. Sé buena, Leo. Te veo mañana.
—¿Estás bien, Lucien? —ella preguntó—. Se te ve terrible.
—Gracias, adai. Estaré mejor una vez que me meta en la cama.
—Estoy segura de que así será. —Le dio una sonrisa pequeñita—.
Hasta mañana, entonces.
—¿No piensas que vaya a necesitar a alguien con ella? —preguntó
Stephen cuando se alejaban—. Debe estar sintiéndose horriblemente
culpable.
—Vivirá. Leo nunca tuvo más moral que Tom, no realmente.
—Hart tenía un montón por lo que responder —dijo Stephen
sombrío—. Esa pobre alma.
—¿Monk?
—Xan.
—¿Qué?
—¿Tú crees en el infierno? —Stephen preguntó abruptamente.
—No, en verdad no. ¿Debería?
Stephen se encogió de hombros.
—Yo no creo en demonios y horcas. Pero pienso, que si tuviera que
definir lo que es el infierno, podría tomar a un hombre bueno y negarle los
ritos en los que cree, y condenar su alma a un lento proceso de locura,
venganza y corrupción hasta que no fuera más que una masa de furia y
odio y maldad pura que su verdadero ser hubiera despreciado. Pienso que
ese sería el infierno. —Dio unos pasos más, acompañado por el
horrorizado silencio de Crane—. No lo sé, por supuesto. Nunca conocí al
hombre. Quizás se volvió malo porque tenía algún vicio. O, quizás, lo que
encontramos ya no tenía conciencia de lo que solía ser. Tengo la
esperanza de que haya sido así.
Crane tragó saliva.
—Crees… hay oraciones y rituales… si se realizan, aun sin el
cuerpo, ¿crees que lo ayuden ahora?
—No tengo idea —Stephen dijo—. No haría daño.
—No. Veré que se hagan. Por Xan Ji-yin, Arabella Cryer, y el pobre y
desgraciado Monk. Y por Town, también. ¿Crees que él quiso hacer todo
esto, o que lo forzaron a hacerlo?
Stephen suspiró.
—Todo el mundo puede cometer actos de maldad. Algunas personas
pueden ser forzadas a hacerlo y algunas luchan contra ello, y algunas ni
siquiera necesitan invitación. Me imagino que el señor Cryer eligió desde el
principio; no creo que entendiera las consecuencias de su elección más de
lo que Pa, Lo y Rackham lo hicieron.
Continuaron caminando por las calles calientes, Crane se sintió
mejor con cada paso, mientras sus músculos se movían, trabajan y se
soltaban y el sol de verano entibiaba su piel. También se dio cuenta de que
sentía un hambre voraz, y no dudó de que Stephen sintiera lo mismo, pero
no tenía sentido sugerir que se detuvieran a comer. Tenía los bolsillos
pelados, y era muy consciente de las miradas de repulsión que se estaban
ganando, cuando la gente se apartaba de la pestilencia, notando,
entonces, de lo bien vestido que uno de los hombres malolientes iba.
—Dios del Cielo, quiero lavarme.
—Lavar. Comer. —Stephen le echó una mirada—. Y así.
Lo que forzó a Crane a preguntar:
—Stephen. La verdad, por favor. Esa cosa… ¿todavía podría estar
en mí?
—¿Qué? No, por supuesto que no. Si pensara que es así, no
estaríamos caminando a casa.
—Sí, pero, ¿cómo puedes estar tan seguro? ¿Qué, si dejó algo en
mí, y follamos y se mete en ti…?
—Primero —Stephen dijo con firmeza—, si hubiera logrado
controlarte, todos estaríamos muertos. Esa cosa, ¿con tu potencial?
Hubiera sido un baño de sangre. Segundo, sé que no está en ti porque yo
estuve en ti. Por lo que estoy agradecido, porque si no hubiera tenido tu
sangre en mis venas hoy, no habría sabido lo que esa cosa estaba
haciendo a tiempo, ni hubiera tenido la posibilidad de derrotarlo. Pero lo
hice, y gané, y ya no existe. Confía en mí.
Crane asintió, asimilándolo, sintiendo el miedo desvanecerse.
—Entonces, ¿luchaste con eso, peleaste por mí, en mi sangre?
—Más o menos. Encendí el poder, llamé a las urracas.
—Lo sé, lo sentí, pero… ¿eso no te hizo vulnerable a esa cosa? Si
hubiese ganado, y tú estabas en mi sangre…
—Ah, bueno, eso no hace la diferencia —Stephen dijo deprisa—. Si
algo así de malévolo se hubiese apoderado del poder del Lord Urraca
hubiera sido un desastre de proporciones épicas, así que prevenirlo era lo
importante.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Cristo, Stephen. Ven a casa
conmigo, y esta vez no te vayas.

El departamento de lujo de Crane, en el Strand, tenía, entre otros


lujos, un cuarto de baño de azulejos con agua corriente. La que estaba
fría, ya que el calentador estaba apagado, pero Stephen se sentó junto al
lavabo con una mano metida en el agua, que bulló suavemente contra sus
dedos hasta que se elevó el vapor.
Crane lo observó.
—Dios, qué útil. Útil, hermoso, extraordinario.
—Lavable —Stephen dijo—. Quiero arrojar este traje, creo.
—Yo he querido que lo hagas por meses.
Se desprendieron de la ropa manchada de sangre que apestaba a
rata, y Stephen tomó el montón y lo tiró afuera de la puerta de la cocina.
Crane aprovechó la oportunidad para empezar a lavarse, enjabonándose y
enjuagándose, restregándose la piel contaminada con una esponja áspera.
—Yo te lavo la espalda —dijo Stephen suavemente, detrás de él.
Crane jaló un banco con el pie y se sentó. Las manos de Stephen,
resbaladizas del jabón, pincharon y acariciaron su espalda, deslizándose
por los costados y moviéndose en círculos para acariciar su pecho. Las
puntas de sus dedos se cerraron alrededor de las tetillas de Crane,
rodándolas y trabajándolas, y Crane gimió y se inclinó contra él. Stephen
se deslizó hacia abajo por lo que su aliento se sintió caliente en la espalda
de Crane y una lengua tibia se movió rápida sobre la parte superior de su
culo y hacia abajo, entre sus nalgas, mientras las manos de Stephen
vagaban por sus muslos, entonces, muy deliberadamente, rozaron la punta
de su polla tensa.
Crane gimoteó.
—Pequeño brujo sucio.
—Muy cierto —Stephen murmuró, haciendo danzar las puntas de
sus dedos destellantes por la verga de Crane—. Si me lavaras, no estaría
sucio.
—Siempre serás sucio para mí. —Crane tiró de él. Stephen cayó de
buena gana en su regazo, arqueando la espalda, ofreciéndose, y Crane
agarró el jabón y empezó a pasarlo por su pecho, hundiéndolo y
moviéndolo en el agua para formar espuma. Prodigó su atención a esas
manos sensibles hasta que Stephen gimió ruidosamente, luego bajó
lentamente por el estrecho torso del pequeño hombre hasta la
sobresaliente cadera y los rizos rojo oscuro en su entrepierna.
Crane ladeó el jabón y lo deslizó gentilmente a lo largo de la raya del
culo de Stephen, sintiéndolo retorcerse bajo la provocación. Hundió un
dedo en la espuma y dibujó delicados diseños sobre la piel del hombre,
deslizándolo hacia abajo y alrededor, por debajo y por encima, mientras lo
observaba torcerse y gemir.
—Por Dios, qué hermoso eres —dijo—. Dime qué quieres.
—Te quiero a ti, mi lord —Stephen dijo con voz ronca—. Quiero que
me folles y nunca me dejes ir. Te amo.
—Yo también te amo. —Crane acarició el pelo de Stephen y le dio
una sonrisa torcida—. Mi héroe.
—Estaba aterrorizado. —Las palabras salieron de improviso. Los
dedos de Crane se quedaron inmóviles cuando los ojos dorados de
Stephen se encontraron con los suyos, su expresión de pronto en carne
viva—. Pensé que te había perdido, Lucien. Pensé que encontraría a esa
cosa usando tu cuerpo y comiéndote la mente, y no lo podía soportar. Oh,
Dios mío.
—Ven aquí. —Crane enderezó a Stephen en su regazo y lo abrazó.
Stephen bajó la cabeza. Crane pudo sentirlo temblar cuando la tensión del
día por fin lo alcanzó, y envolvió sus brazos alrededor de su amante
presionando la boca contra el pelo de Stephen.
Stephen tomó una pequeña bocanada de aire.
—Lo siento. Lo siento. Es solo…
—Sssh. Está bien, amor. No me voy a ningún lado. Tómate tu
tiempo.
Permanecieron en silencio por un rato, la respiración de Stephen
lenta y superficial mientras intentaba recuperar el control. Crane lo abrazó
y prestó atención y por fin escuchó la rápida y brusca inhalación que le
indicó que su amante se había calmado.
—¿Estás bien?
—Sí. Discúlpame, ese fue un mal momento para un ataque de
nervios.
—Tenemos toda la noche. Ten todos los ataques que quieras.
Stephen se acurrucó más cerca. Crane acarició su pelo, deslizó sus
dedos por las puntas de sus orejas y las acarició hasta los lóbulos.
—Está bien —murmuró—. Todo está bien.
—Ahora lo está. Fue un día tan horrible —Stephen dijo
lastimeramente en el pecho de Crane.
—Oh, no sé. Tuvo sus momentos.
—Cierto. Esos momentos fueron maravillosos. Pero me gustaría
olvidar muchas horas.
—Eso se puede arreglar. Cuando estés listo. —Crane pasó una uña
por la nuca de Stephen, observándolo estremecerse.
—Mmm. Gracias, Lucien.
—¿Por qué?
—No sé. Por estar aquí.
—Bueno, eso es tu culpa —señaló—. Sigues salvándome el pellejo.
Stephen levantó la mirada con una naciente sonrisa de medio lado.
—Pero es una pellejo tan maravillosamente decorado. Sería una
lástima que se desperdiciara.
Crane atrajo a Stephen para un profundo beso por esas palabras,
dejando vagar sus manos, y sintió el eléctrico hormigueo en respuesta.
Acarició, lamió y mordió, sin darle tregua a su amante de volver a pensar,
preparando al hombre con cuidado hasta que estuvo retorciéndose en su
regazo sin poder evitarlo.
—Lucien, mi lord, mi lord…
—¿Mmm? —murmuró Crane, sugerente.
—Ahora. Por favor. Fóllame. Mucho.
—Vamos a follar hasta que olvides tu propio nombre, pero… —Crane
no pudo imaginar otra cosa que quisiera más que manejar a Stephen, pero
hoy no—. Quiero que tú estés a cargo. —Sonrió ante la expresión de
asombro de Stephen. Su amante tenía una inquebrantable preferencia por
ser el extremo receptor, y eso le quedaba bien a Crane, pero ya era hora
de que Stephen ampliara su experiencia un poquito—. Ven aquí, brujo.
Llévame dentro de ti.
—Oh. —Stephen luchó para colocarse en posición sobre su regazo,
bajó con cuidado hasta la rígida verga de Crane, y sujetó sus hombros
para mantener el balance mientras se tranquilizaba—. Mmm.
—Cuando gustes —Crane murmuró, besando el cuello y hombros de
Stephen, y manteniendo sus propias caderas quietas—. Tú pon el ritmo.
Tú eres quien manda. Hazlo exactamente como tú quieres.
—Estoy empezando a preguntarme si no habrá alguien más ahí —
Stephen dijo bajito, deslizándose con cuidado hacia abajo una agonizante
pulgada o algo así. Crane empezó a estirar los brazos, haciendo una
mueca ante el agudo recordatorio del dolor y puso las manos detrás de su
cabeza, en su lugar, para no sujetar las caderas del pequeño hombre y
penetrarlo con fuerza. Los lentos movimientos de Stephen hablaban de
que Crane solo lo había penetrado hasta la mitad, y de que tenía las bolas
dolorosamente tensas de la necesidad de llenar a su amante hasta el final.
Se mordió el labio.
—¿Estás sufriendo mi lord? —preguntó Stephen suavemente,
posando delicados besos en su pecho—. Dime lo que quieres.
—Tú estás a cargo.
Stephen se detuvo y pellizcó una tetilla como castigo.
—Sí, y te dije que me dijeras lo que quieres. Me gusta la manera en
que me hablas.
Crane gimió.
—Cristo, Stephen. Quiero que te folles conmigo. Que te des placer
con mi polla justo como te gusta. Hazte venir.
—Oh, Dios, sí —Stephen dijo, y se hundió para tomar a Crane hasta
la empuñadura en un único y fluido movimiento. Crane gritó al mismo
tiempo que su amante gemía en voz baja, y Stephen empezó a follarse en
serio.
Sus manos se sintieron abrasadoras en los hombros de Crane y el
tatuaje prestado chilló en silencio en su piel pálida, mientras se movía con
concentrada lentitud, subiendo hasta que solo la cabeza del miembro de
Crane estuviese dentro de él y entonces hundiéndose para tomarlo
profundamente. Su propia polla estaba brillante y dura como el acero
contra el estómago de Crane, y Crane dijo ronco:
—Dime si puedo tocarte.
—No. Quiero venirme así. Solo contigo.
A Crane se le quedó el aliento en la garganta. Stephen siseó, cambió
de ángulo, y tiró la cabeza hacia atrás.
—Sí. ¿Te gusta así, Lucien? ¿Necesitas moverte?
—Nunca he estado más duro —Crane dijo entre dientes—. Y si me
muevo, será para arrojarte al piso y arrasarte como un animal salvaje, así
que ni lo sugieras.
—No tengo ni idea de quién está a cargo ahora —Stephen dijo con la
voz entrecortada. Se estaba moviendo más rápido, su cuerpo apretado y
tenso en la erección de Crane.
—Tú. Siempre tú.
—Te recordaré eso cuando me tengas encadenado a la cama.
—No hará falta —Crane dijo, sintiendo las manos de Stephen latir
contra él, y el tenso hormigueo que crecía mientras lo montaba cada vez
más fuerte—. No es que vayas a poder hablar con mi polla en tu boca, por
supuesto. En tu boca, en tu dulce culo, dándote placer y haciéndote venir
hasta que estés sollozando por piedad, porque así es como te gusta
exactamente, y yo siempre te daré exactamente lo que quieras…
—¡Lucien! —gritó Stephen, y llegó al clímax violentamente,
salpicando el líquido caliente sobre el vientre de Crane, y meciéndose con
un descoordinado abandono que llevó a término al otro hombre unas
cuantas mecidas después.
Se aferraron el uno al otro, jadeando y murmurando palabras de
amor y lujuria entrecortadas mientras los tatuajes de las urracas
revoloteaban entre ellos.
—Tienes una en el cuello —Stephen observó, cuando recuperó el
aliento—. Vete, vamos, shu. —Movió la mano hacia el errante tatuaje,
urgiéndolo a bajar.
—Malditos pájaros —dijo Crane observando el pico de tinta picando
la tetilla de Stephen—. No, a decir verdad, retiro lo dicho.
—Como debes. Cuanto más nos salvan la vida, más cariño les
tengo.
—Puro interés de su parte. —Crane acarició con un dedo las finas
líneas en el rabillo del ojo de Stephen, las marcas de demasiadas cosas
que no se podían ocultar—. ¿Te encuentras bien, mi querido niño? ¿Eso
era lo que necesitabas?
Stephen inclinó la cabeza, pensativo.
—Sí. Pienso que sí, a decir verdad. Gracias.
—¡Por Dios! —Crane empezó, y entonces atrapó el brillo en la
mirada de Stephen y le arrojó un poco de agua a modo de reprimenda.
Stephen se la cobró enviando una ola desde el lavabo, empapando a
Crane completamente. Riéndose, volvieron a lavarse, y finalmente fueron
hasta la cocina para asaltar la despensa. Stephen se sentó desnudo en el
borde de la mesa cuando Crane le cortó una porción de pan y jamón.
—¿Qué harás ahora? —Stephen preguntó, una vez que devoró la
mitad.
—¿Ahora mismo? Llevarte a la cama y mantenerte ahí hasta
mañana a la hora del almuerzo, mínimo. ¿A largo plazo? Trasladar mis
operaciones de comercio aquí, creo. Si me voy a quedar —y lo estoy
haciendo—, necesitaré mover el control hacia acá y designar a un agente
que solo me robe con una mano, no con ambas. Puedo hacer crecer el
lado europeo un poco, algo que podría ser interesante. Y debo tomar las
posesiones de los Vaudrey más en serio, también. He reparado algo de la
idiotez de mi padre, pero hay muchísimo que hacer. Y mis primos se han
vuelto un maldito fastidio, algo que necesita ser tratado. No me faltará
trabajo.
—A veces me alegra muchísimo ser pobre —Stephen dijo—.
¿Tendrás tiempo para actuar como enlace con los chinos, también? Al
menos por un tiempo. En Limehouse se está cocinando un indudable caos
con los chamanes que quedan, y necesito a alguien en quien pueda
confiar para que trabaje con nosotros.
—¿La señora Gold estará contenta con eso?
—Pienso que tenemos su bendición, sí.
—En ese caso, estoy a tus órdenes.
—Eso fue lo que me dijiste —Stephen dijo, con los ojos cálidos de
afecto—. No siempre, sin embargo.
—Ciertamente no. Si quieres volver a tomar el control de la follada,
mejor me salvas la vida otra vez para ganártelo.
—Espera un momento. Eso significa que al menos me pertenecen
tres…
Crane levantó la voz en juguetona protesta y buscó sujetarlo, y se
rieron y forcejearon, mientras que afuera de la ventana y en el techo, las
urracas volaban en círculos y se juntaban y tocaban tierra por centenares.
Sobre la Autora

KJ CHARLES es escritora y editora. Vive en Londres con


su esposo, dos hijos, un jardín con bastantes cosas con
espinas, y un gato con problemas de manejo de asesinatos.
Gracias a quienes participaron en la elaboración de
este trabajo.

También podría gustarte