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Texto incluido en las solapas de la edición

impresa de 1982

Durante la época más trágica y sombría de la historia judía,


cuando reinaban la desesperanza y la desesperación, cuando la
judería europea era conducida a las cámaras de gas y la judería
norteamericana se caracterixaba por su apatía y mediocridad,
un joven erudito judío era arrancado de las llamas que lo rodea-
ban y llevado a los Estados Unidos, donde por espacio de treinta
y dos años enseñó y escribió infatigablemente. Sus alumnos se
pueden hallar en todo el mundo desempeñándose en calidad de
rabinos y maestros. No se limitan al movimiento conservador,
ni siquiera al pueblo judío. Durante una famosa entrevista con el
Papa, este último agradeció al Dr. Heschel sus libros, y dijo que
se consideraba uno de sus alumnos. En todo el mundo, los eru-
ditos católicos y protestantes liberales han expresado su deuda
y su admiración por las obras y enseñanzas de Abraham Joshua
Heschel. Sin lugar a dudas, sus libros ya han ingresado en la his-
toria eterna del gran pensamiento judío, y se estudiarán a lo lar-
go de los siglos cuando quieran los seres humanos enfrentarse
con las eternas verdades y grandeza del judaísmo.

“Se necesitan tres cosas –escribió– para adquirir la sensación


de ser un ente significativo: Dios, un Alma y un Momento. Para
Heschel, el momento fue el siglo XX, una época cuyas tendencias
analizó como un profeta que hubiera transitado desde el Viejo
Testamento hasta Norteamérica por el medio de la corriente”.
Así comienza la necrología de la revista Time.

A. J. Heschel observó una vez: “Cuando marché con Martin Lu-


ther King en Selma, Alabama, sentí que mis piernas rezaban”.
En un sentido muy real, toda la vida del Prof. Heschel fue una
plegaria pronunciada con compromiso, amor, compasión y un
sentido del significado final de la historia. Mucho antes de que
resultara aceptable o estuviera de moda que los teólogos parti-
ciparan en la lucha por la conducta ética en el gobierno, la blas

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femia religiosa del prejuicio racial, la inaceptabilidad moral de
la guerra, especialmente en Vietnam, la voz de Abraham Jos-
hua Heschel retumbó por todo el país enseñando que el religioso
tenía la obligación de verse constantemente involucrado en la
lucha a muerte por el triunfo del Espíritu. En una demostración
antibélica expresó a la multitud: “Esta no es una demostración
política. Es una convocatoria moral, un despliegue de preocupa-
ción por los derechos humanos”.

Con harta frecuencia, el mundo es un lugar excesivamente solita-


rio, frío y sombrío. El hombre necesita y busca desesperadamen-
te ejemplos de seres humanos que reivindican la historia. Con
muy poca frecuencia se ve recompensada nuestra hambrienta
búsqueda de individuos espiritualmente vivos, dispuestos a pa-
gar el precio de sus convicciones y creencias. Abraham Joshua
Heschel fue sino uno de estos seres humanos.

ABRAHAM J.
HESCHEL
Foto de
Joel Orent

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El Seminario agradece especialmente a los donantes:
Anónimo (rabino egresado de nuestra casa),
Rabino Dr. Claudio J. Kupchik
y a las comunidades
Congregation Etz Hayim (Arlington, VA, USA),
Aventura Turnberry Jewish Center (Miami, USA),
Temple Beth Sholom (Las Vegas, Nevada, USA),
y a sus rabinos,
por el financiamiento para digitalizar las obras
del Rabino Prof. Abraham Joshua Heschel en español,
permitiendo con este importante hito que
sus obras estén al alcance de todos.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

EL HOMBRE NO
ESTÁ SOLO
Una filosofía de la religión

BUENOS AIRES
2021

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“El hombre no está solo. Una filosofía de la religión”. Título del
original: Man is not Alone. A Philosophy of Judaism.

© 1951 por Farrar, Straus and Giroux, Inc. Nueva York.

Basado en la versión castellana de Teresa Snajer.

© 1982 por Seminario Rabínico Latinoamericano.

© 2021 por Seminario Rabínico Latinoamericano.

José Hernández 1750, C1426EOD CABA. República Argentina.

info@seminariorabinico.org
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Supervisión: Marshall T. Meyer.

Diseño de tapa sobre idea original de Ariel Pien.

Heschel, Abraham Joshua


El hombre no está solo: una filosofía de la religión / Abraham Joshua
Heschel. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ediciones Semina-
rio Rabínico Latinoamericano Marshall T. Meyer, 2021.
Libro digital, Amazon Kindle. Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Teresa Snajer.
ISBN 978-987-8394-14-5
1. Religión Judía. I. Snajer, Teresa, trad. II. Título.
CDD 296

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial


de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia,
grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del co-
pyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la
propiedad intelectual y su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
Contenido

Prefacio ......................................................................................17

I.
EL PROBLEMA DE DIOS ................................................... 23

1. El sentido de lo inefable ................................................. 24


LA PERCEPCIÓN DE LA GRANDEZA..................................................... 24
EL SENTIDO DE LO INEFABLE.............................................................. 25
EL ENCUENTRO CON LO INEFABLE..................................................... 26
¿HAY UNA PUERTA DE ENTRADA A LA ESENCIA?............................. 27
DISPARIDAD ENTRE ALMA Y RAZÓN.................................................. 28

2. El estupor radical .............................................................31


RAZÓN Y ASOMBRO.................................................................................31
LA FILOSOFÍA COMIENZA EN EL ASOMBRO...................................... 33
EN LA RAZÓN MORA EL MISTERIO...................................................... 34
EXPERIENCIA SIN EXPRESIÓN............................................................. 36
LA RAÍZ DE LA RAZÓN............................................................................ 37

3. El mundo es una alusión ............................................... 38


UNA INTUICIÓN COGNOSCITIVA......................................................... 38
UNA PERCEPCIÓN UNIVERSAL............................................................. 38
LA CONDICIÓN ALUSIVA DEL SER........................................................41

4. Ser es significar.................................................................43
UNIVERSALIDAD DE LA REVERENCIA................................................ 43
LA REVERENCIA: UN IMPERATIVO CATEGÓRICO............................. 45
SIGNIFICADO FUERA DE LA MENTE.................................................... 46
EXPECTATIVA Y CERTIDUMBRE DE LA SIGNIFICACIÓN................. 47
LA CIENCIA: UNA PUERTA DE ENTRADA A LO INFINITO................ 48

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TODO CONOCIMIENTO ES UNA PARTÍCULA...................................... 49
¿ES LO INEFABLE UNA ILUSIÓN?..........................................................51

5. Al conocimiento mediante la apreciación............ 53


UNA PERCEPCIÓN EN EL CONFÍN DE LA PERCEPCIÓN................... 53
EL CAMINO DE LO UTILITARIO............................................................ 54
LA VOLUNTAD DE ASOMBRO................................................................ 55
EL MUNDO COMO OBJETO.................................................................... 56
¿SE HALLA EL MUNDO A MERCED DEL HOMBRE?........................... 58
CANTAMOS POR TODAS LAS COSAS..................................................... 59

6. Una pregunta más allá de las palabras ...............60


NO SABEMOS CÓMO PREGUNTAR.......................................................60
¿POR QUÉ? ¿EN ARAS DE QUIÉN?.........................................................61
¿QUIÉN ES “YO”?..................................................................................... 62
YO SOY QUE NO SOY............................................................................... 65
NO HAY UN SUJETO QUE PUEDA PREGUNTAR................................. 65

7. El Dios de los filósofos .................................................... 67


DIOS COMO PROBLEMA ESPECULATIVO............................................ 67
¿ES EL ORDEN LA CUESTIÓN SUPREMA?........................................... 70
LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN............................................................71

8. La pregunta última ..........................................................73


QUÉ HACE EL HOMBRE CON SU ASOMBRO ÚLTIMO....................... 73
LA RELIGIÓN COMIENZA CON EL SENTIDO DE LO INEFABLE....... 74
LA PREGUNTA ÚLTIMA.......................................................................... 75
LA SITUACIÓN QUE GENERA LA PREGUNTA......................................77
MÁS ALLÁ DE LAS COSAS....................................................................... 78
UNA PRESENCIA ESPIRITUAL...............................................................80

9. En presencia de Dios....................................................... 82
DE SU PRESENCIA A SU ESENCIA......................................................... 82
EL ALBOREAR DE LA FE......................................................................... 83
QUÉ HACER CON EL ASOMBRO............................................................ 83
¿QUIÉN ES EL ENIGMA?......................................................................... 85
LA PREGUNTA INVENCIBLE..................................................................86

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EN BUSCA DE UN ALMA......................................................................... 87
LA PREMISA DE LA ALABANZA.............................................................89
DEJAR OBRAR A LA INTUICIÓN...........................................................90
DIOS BUSCA AL HOMBRE.......................................................................91
LA PREOCUPACIÓN IMPUESTA............................................................ 92

10. Dudas................................................................................. 95
11. La Fe................................................................................. 100
LA FE NO ES UN ATAJO........................................................................ 100
CAMINOS HACIA LA FE........................................................................ 102
ALGUNOS NOS RUBORIZAMOS........................................................... 104
LA PRUEBA DE LA FE............................................................................ 106
UN ACTO DEL ESPÍRITU........................................................................107

12. ¿Qué queremos significar con “Lo divino”?......... 109


EL RIESGO DE LA PALABRA................................................................ 109
NORMAS DE EXPRESIÓN...................................................................... 111
¿QUÉ QUEREMOS SIGNIFICAR CON “LO DIVINO”?.......................... 112
EL ATRIBUTO DE PERFECCIÓN........................................................... 113
LA IDEA DEL UNIVERSO....................................................................... 114
LA HERMANDAD CÓSMICA.................................................................. 116
EL REINO DEL SER Y EL REINO DE LOS VALORES........................... 117
UNO NO ES DIOS....................................................................................119

13. Un Dios único ................................................................123


LA ATRACCIÓN DEL PLURALISMO......................................................123
LA UNIDAD COMO META......................................................................123
LA INNEGABLE PLURALIDAD..............................................................125
A DÓNDE IRÉ..........................................................................................125
OYE, OH ISRAEL.....................................................................................127
UNO SIGNIFICA SIN PAR...................................................................... 128
UNO SIGNIFICA ÚNICO........................................................................ 130
UNO SIGNIFICA EL MISMO................................................................... 131
EL BIEN Y EL MAL..................................................................................132
ÉL ES TODO EN TODAS PARTES...........................................................134
UNIDAD ES DESVELO............................................................................136

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14. Dios es el sujeto ............................................................137
EL “YO” ES UN “ELLO”...........................................................................137
LA IDEA DE DIOS NO TIENE FACHADA..............................................139
LA VISIÓN DIVINA DEL HOMBRE........................................................ 141
¿ES DIOS INCOGNOSCIBLE?.................................................................142
NUESTRO CONOCIMIENTO ES UNA NOCIÓN INCOMPLETA......... 144
CONOCIMIENTO O COMPRENSIÓN....................................................145

15. El desvelo divino............................................................147


EL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA.....................................................147
LA VIDA ES PREOCUPACIÓN............................................................... 148
LA PREOCUPACIÓN TRANSITIVA....................................................... 149
LAS TRES DIMENSIONES...................................................................... 151
LA ABNEGACIÓN COMO IMPULSO......................................................152
LA LIBERTAD ES ÉXTASIS ESPIRITUAL..............................................154
LA PREOCUPACIÓN DIVINA.................................................................155
EXPRESIÓN CONTINUA........................................................................157
LA CIVILIZACIÓN PENDE DE UN HILO...............................................159
LA COMPASIÓN...................................................................................... 160
MANIFESTACIÓN Y ENMASCARAMIENTO.........................................162

16. El Dios que se oculta.....................................................164


17. Más allá de la fe ............................................................. 171
LOS PELIGROS DE LA FE•..................................................................... 171
CREER ES RECORDAR...........................................................................173
LA FE COMO MEMORIA INDIVIDUAL................................................. 177
FE Y CREENCIA.......................................................................................178
FE Y CREDO.............................................................................................179
LA IDOLATRÍA DE LOS DOGMAS.........................................................181
¿SON INNECESARIOS LOS DOGMAS?................................................. 182
FE Y RAZÓN............................................................................................ 183
“CONCÉDENOS CONOCIMIENTO...”....................................................185
FE EN RECIPROCIDAD...........................................................................187
LA RELIGIÓN ES MÁS QUE INTERIORIDAD...................................... 188

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II.
EL PROBLEMA DEL VIVIR............................................... 191

18. El problema de las necesidades.................................192


DEL ASOMBRO A LA PIEDAD................................................................192
EL PROBLEMA DE LO NEUTRAL..........................................................193
LA EXPERIENCIA DE LA NECESIDAD................................................ 194
LA VIDA: UN HATO DE NECESIDADES................................................195
LA INEFICACIA DE LA ÉTICA............................................................... 196
EL PELIGRO DE VIVIR.......................................................................... 198
LAS NECESIDADES NO SON SAGRADAS............................................ 199
¿QUIÉN CONOCE SUS VERDADERAS NECESIDADES?....................200
BUENAS Y MALAS NECESIDADES.......................................................202

19. El sentido de la existencia.................................205


EL DESCONOCIMIENTO FAVORITO DEL HOMBRE......................... 205
EL SENTIDO DE LA EXISTENCIA........................................................206
LA CONJETURA ÚLTIMA...................................................................... 207
EL HOMBRE NO ES UN FIN PARA SÍ MISMO....................................208
¿EXISTE EL HOMBRE POR EL BIEN DE LA SOCIEDAD?..................209
LA AUTO-ANIQUILACIÓN DEL DESEO................................................ 211
LA BÚSQUEDA DE LO DURADERO......................................................212
EL ANSIA INSATISFECHA......................................................................213
¿QUÉ ES LA EXISTENCIA?.....................................................................214
LA TEMPORALIDAD DE LA EXISTENCIA............................................214
EL CARÁCTER ININTERRUMPIDO DE LA EXISTENCIA...................215
EL SECRETO DE LA EXISTENCIA.........................................................216
SIENDO OBEDECEMOS......................................................................... 218
LA META ÚLTIMA.................................................................................. 218
TIEMPO Y ETERNIDAD.........................................................................220

20. La esencia del hombre................................................ 222


LA SINGULARIDAD DEL HOMBRE..................................................... 222
EN LA OSCURIDAD DE LA POTENCIA................................................ 224
ENTRE DIOS Y LAS BESTIAS................................................................ 225
MÁS ALLÁ DE NUESTRAS NECESIDADES.......................................... 227

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¿QUIÉN NECESITA AL HOMBRE?....................................................... 229

21. El problema de los fines .............................................232


NECESIDADES BIOLÓGICAS Y CULTURALES................................... 232
EL MITO DE LA AUTOEXPRESIÓN...................................................... 233
FINES Y NECESIDADES........................................................................ 234
EL ERROR DE LA PAN-PSICOLOGÍA................................................... 236
LA CONCIENCIA DEL BIEN Y DEL MAL.............................................. 238
EL ARMA SECRETA DE DIOS...............................................................240

22. ¿Qué es la religión?...................................................... 243


CÓMO ESTUDIAR LA RELIGIÓN.......................................................... 243
¿ES LA RELIGIÓN UNA FUNCIÓN DEL ALMA?................................. 246
MAGIA Y RELIGIÓN............................................................................... 247
EL LADO OBJETIVO DE LA RELIGIÓN............................................... 249
LA NEUTRALIDAD NO EXISTE............................................................250
LA DIMENSIÓN SAGRADA....................................................................251
LA PIEDAD ES UNA RESPUESTA......................................................... 252
LA MODESTIA DEL ESPÍRITU.............................................................. 253

23. Una definición de la religión judía .........................256


DIOS NECESITA AL HOMBRE.............................................................. 256
EL PATHOS DIVINO............................................................................... 259
¿QUÉ DESEA DIOS?”...............................................................................261
LA NECESIDAD RELIGIOSA................................................................. 263
LOS FINES DESCONOCIDOS................................................................ 264
LA CONVERSIÓN DE LOS FINES EN NECESIDADES........................ 266
EL PLACER DE LAS BUENAS ACCIONES............................................ 267

24. La gran añoranza......................................................... 269


EL ANHELO DE VIDA ESPIRITUAL..................................................... 269
LA NOBLE NOSTALGIA......................................................................... 270
EL INACABABLE DESCONTENTO........................................................ 273
ASPIRACIONES...................................................................................... 275

25. Una pauta de vida .........................................................277


LO INEXPRESADO................................................................................. 277

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NI DEIFICAR NI VILIPENDIAR............................................................ 278
CARNE Y ESPÍRITU............................................................................... 279
EN LA VECINDAD DE DIOS.................................................................. 281
LO SAGRADO DENTRO DEL CUERPO.................................................282
SANTIFICACIÓN, NO SACRIFICIO.......................................................284
LAS NECESIDADES COMO MITZVOT.................................................. 285
VIVIR DENTRO DE UN ORDEN............................................................286
LA TOTALIDAD DE LA VIDA.................................................................286
LO NO HEROICO.................................................................................... 287
LA AUTORIDAD INTERIOR.................................................................. 287

26. El hombre piadoso ...................................................... 289


¿QUÉ ES LA PIEDAD?............................................................................289
EL MÉTODO DE ANÁLISIS....................................................................290
UNA ACTITUD DEL HOMBRE TOTAL................................................. 292
LA ÚNICA VIDA QUE MERECE VIVIRSE............................................. 293
EL ANONIMATO INTERIOR................................................................. 295
LA PIEDAD NO ES UN HÁBITO............................................................ 295
SABIDURÍA Y PIEDAD........................................................................... 296
FE Y PIEDAD...........................................................................................296
EN PRESENCIA DE DIOS......................................................................298
DIOS SE YERGUE ENTRE EL HOMBRE Y EL MUNDO......................298
UNA VIDA COMPATIBLE CON LA PRESENCIA DE DIOS.................. 299
EL VALOR DE LA REALIDAD................................................................300
UNA ACTITUD HACIA LA REALIDAD TODA...................................... 301
REVERENCIA..........................................................................................302
GRATITUD..............................................................................................303
LOS HECHOS COMUNES SON AVENTURAS......................................304
RESPONSABILIDAD...............................................................................304
UN REGALO PERPETUO....................................................................... 307
EL SENTIDO DEL SACRIFICIO............................................................. 307
AFINIDAD CON LO DIVINO..................................................................309
UN TESORO DE DIOS............................................................................309
NUESTRO DESTINO ES AYUDAR.......................................................... 311

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Prefacio

Esta obra de Abraham J. Heschel, titulada El hombre no


está solo: una filosofía de la religión, junto con Dios en
busca del hombre: una filosofía del judaísmo, constituye
su Magnum Opus filosófico y teológico.

Al publicarse en el original inglés (Man Is Not Alone) en


1951, el gran teólogo protestante Reinhold Niebuhr anti-
cipó que Heschel se transformaría en una voz de autori-
dad no sólo en la comunidad judía sino también en la vida
religiosa de los Estados Unidos. Y efectivamente fue así.
Heschel se convirtió en una figura renombrada en la vida
pública de los Estados Unidos, y su filosofía religiosa hoy
es incluso reconocida internacionalmente, tanto en círcu-
los judíos como no judíos.

La presente obra nos permite adentrarnos en las categorías


fundamentales del pensamiento de Heschel. En ella, pode-
mos vislumbrar no sólo su forma muy singular y creativa
de abordar la teología y el estudio de la religión, sino tam-
bién su vasta erudición y conocimiento de diversos campos
del mundo académico: la filosofía, la antropología, la psi-
cología, la sociología, la pedagogía, la estética, la ética y la
política.

El punto de partida de las enseñanzas de Heschel es siem-


pre metodológico. En las dos obras arriba mencionadas,
Heschel comienza explicando cuál debe ser el método que
se debe aplicar en el estudio de la religión y la teología. In-
dicando los límites de la razón para comprender el fenóme-
no religioso, Heschel nos invita a apreciar la importancia
de desarrollar en nosotros mismos el sentido de lo inefable.

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Cierto es que el valor de la palabra en la educación religiosa
ocupa un lugar predominante en la tradición judía. Tam-
bién en el mundo jasídico –en cuyo seno Heschel nació y
creció– la palabra es muy valorada como algo sagrado, en
especial en el ámbito de la plegaria y la oración. Y Heschel
mismo, antes de adentrarse en la filosofía occidental, se su-
mergió en el mundo de la poesía, la cual es crucial al mo-
mento de apreciar el efecto de los escritos de Heschel en su
lector.

Así y todo, para Heschel, lo más valioso de la vida del ser


humano no puede ser capturado en las ideas, los conceptos,
los pensamientos y las palabras. Pertenece al ámbito de lo
inefable, de lo real, del encuentro y la experiencia directos e
inmediatos del ser humano con el mundo y con Dios.

Heschel nos advierte que para desarrollar una auténtica fi-


losofía de la religión, debemos primero comprender el pe-
ligro que implica hacer de la filosofía misma una religión.
Las categorías y formas del pensamiento religioso no son
las mismas que las de la filosofía, y no se deben imponer los
axiomas y categorías del pensamiento filosófico –en parti-
cular el griego y el occidental– al fenómeno religioso.

En el ámbito de la experiencia religiosa, no es la mente –con


sus propios procesos perceptuales y conceptuales– la que ope-
ra primariamente, sino el alma del ser humano, que aprehende
aquello que la mente no puede comprender. La mente pue-
de luego intentar dar cuenta de esa experiencia y traducirla
a sus propios términos, pero el resultado –las creencias, el
dogma– no debe confundirse con la fe, que echa sus raíces
en el suelo de una experiencia inefable, y cuyo estudio es el
objeto de lo que Heschel denomina “la teología profunda”.

A diferencia del científico o del filósofo analítico, que utili-


zan el lenguaje denotativamente, Heschel intenta –a través

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del poder evocativo del mismo– despertar el alma del lector
y sensibilizarlo a la dimensión religiosa de su existencia.

Especialmente en la modernidad occidental, que puso en


jaque a la religión y reemplazó a la fe con la razón en el ám-
bito público, el ser humano perdió contacto con los antece-
dentes de la vida religiosa. Dejó de tener sensibilidad hacia
las preguntas supremas y últimas sobre la situación total
del ser humano, las que dan a luz al fenómeno religioso
en primer lugar. Son estas las preguntas que apuntan a los
problemas persistentes y más acuciantes de la condición
humana, las que debemos redescubrir para comprender
mejor el sentido de las enseñanzas de la religión. Sin una
sensibilidad hacia estas preguntas supremas de la vida, la
religión pierde todo su sentido y su mensaje se torna irre-
levante para el ser humano. Heschel sufre, se desvela y se
angustia frente a la triste situación espiritual del ser hu-
mano en la modernidad. Y nos transmite en cada página
de su obra su pasión por reavivar esa conciencia espiritual
perdida.

El camino de la vida religiosa comienza con una experien-


cia de asombro radical frente a la mismísima existencia del
universo, el cual deja de ser “dado por sentado” (taken for
granted). Es la maravilla de percibir que el mundo podría
haber nunca existido, la que lo lleva al ser humano a sen-
tir un pavor reverente frente al misterio de la existencia
misma. Luego, el ser humano se percata que también su
propia existencia es un milagro inesperado y asombroso en
sumo grado, con el cual se encuentra no por designio pro-
pio. Estas experiencias religiosas son las que lo interpelan
y lo llevan a sentir un profundo agradecimiento radical por
la existencia del mundo y la propia misma, y lo encaminan
hacia una vida religiosa, la cual es una respuesta a esa sor-
presa del vivir.

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El hombre no está solo es primero y ante todo, una especie
de diario espiritual en el cual Heschel nos da acceso a sus
propias vivencias religiosas. Nos conduce y guía por ellas a
través de su excelsa prosa poética. Las metáforas que uti-
liza para despertar nuestra conciencia espiritual son como
perlas preciosas que uno va encontrando durante la lectu-
ra. Una lectura que es como un caminar por la ribera de
una playa –justo en el límite entre la tierra firme de este
mundo y el vasto océano de lo divino–, y agarrar una gran
caracola y ponerla al oído para escuchar los sonidos miste-
riosos que nos llegan desde allende las olas.

Así, con esta obra, como con toda su vida, Heschel cumple
con el imperativo profético “AtemEdai”, “Seréis mis testi-
gos” (Isaías 43:10).

Y es ese mismo imperativo –que constituye el lema, la ra-


zón de ser y la misión en el mundo del Seminario Rabínico
Latinoamericano– el que inspiró la reedición y publicación
digital de este libro. Con ellas, el Seminario renueva en
nuestros días el legado de su fundador, Marshall T. Meyer,
y el de su maestro, Abraham J. Heschel.

Rabino Ernesto V. Yattah


Decano
Instituto de Formación Rabínica Abraham J. Heschel
Seminario Rabínico Latinoamericano Marshall T. Meyer
Buenos Aires, Argentina
11 de diciembre de 2021

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El ser humano vive y vibra en el pensamiento de todos los
que lo recuerdan.

Abraham Joshua Heschel revive y hace vibrar cada vez


que alguien lo lee.

Un padre vive en los corazones de sus hijos a quienes


prodigó su amor. Que la memoria de Arón Nuri Cabuli
siga inspirando a aquellos que lo amaban.

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I.
EL PROBLEMA
DE DIOS

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

1. El sentido de lo inefable

LA PERCEPCIÓN DE LA GRANDEZA

Tres son los aspectos de la naturaleza que suscitan la aten-


ción del hombre: fuerza, belleza, grandeza. La fuerza la ex-
plota, la belleza la goza, la grandeza le inspira un temor
reverente. Damos por sentado que el espíritu del hombre
ha de ser sensible a la hermosura de la naturaleza. De igual
modo damos por sentado que la persona a quien no afecta
la visión de la tierra y del cielo, que no tiene ojos para ver la
majestad de la naturaleza y para percibir aunque sólo sea
en forma vaga lo sublime, no es humana.

¿Pero por qué? ¿De qué nos sirve esa percepción? El per-
catarnos de la grandeza no cumple ninguna función social
o biológica: muy raras veces puede el hombre trasmitir a
los demás su apreciación de lo sublime o incorporarlo a su
conocimiento científico. Tampoco es esa percepción agra-
dable para los sentidos o gratificante para nuestra vanidad.

¿Por qué, entonces, exponernos a la inquietante provoca-


ción de algo que constituye un desafío a nuestro anhelo de
saber, a algo que hasta puede embargarnos de temor, me-
lancolía o resignación? Aun así, insistimos en sostener que
es indigno del hombre no percatarse de lo sublime.

Acaso más significativo que el hecho de percatarnos de lo


cósmico sea el tener conciencia de que debemos percatar-
nos de ello, como si se tratara de un imperativo, de una

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

compulsión a prestar atención a aquello que está más allá


de nuestro alcance.

EL SENTIDO DE LO INEFABLE

La facultad de expresión no es monopolio del hombre. En


alguna medida también los animales son capaces de expre-
sarse y comunicarse. Lo que caracteriza al hombre no es
sólo su capacidad para plasmar palabras y símbolos, sino
también el hecho de verse forzado a trazar una distinción
entre lo expresable y lo inexpresable, su abrumado descon-
cierto ante aquello que es, pero que no puede ser puesto en
palabras.

Debemos considerar el sentido de lo sublime como la raíz de


la actividad creativa del hombre en el arte, el pensamiento
y el noble vivir. Al igual que ninguna flora ha manifestado
jamás en toda su plenitud la vitalidad oculta de la tierra,
así también ninguna obra de arte logró jamás comunicar
la profundidad de lo inexpresable en cuya vecindad viven
las almas de los santos, los poetas y los filósofos. El intento
de trasmitir lo que vemos y no podemos decir es el tema
sempiterno de la sinfonía inconclusa de la humanidad, em-
presa nunca llevada a buen término. Sólo quienes viven
de palabras prestadas creen en su don de expresión. Toda
persona sensible sabe que lo intrínseco, lo esencial, jamás
se expresa. La mayor parte, y a menudo lo mejor de lo que
transcurre en nuestro interior, es nuestro propio secreto y
a solas debemos debatirnos con él. No existe lenguaje capaz
de enunciar la emoción que produce en nuestros corazones
la contemplación de un cielo tachonado de estrellas. Lo que
nos golpea con un asombro sin límites no es aquello que
entendemos y somos capaces de comunicar, sino aquello

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

que, estando a nuestro alcance, escapa a nuestra compren-


sión; no el aspecto cuantitativo de la naturaleza, sino un
elemento cualitativo; no lo que nos desborda en el tiempo
y el espacio, sino el verdadero significado, las verdaderas
fuentes y fines del ser; en otras palabras, lo inefable.

EL ENCUENTRO CON LO INEFABLE

Lo inefable habita por igual la realidad entera, lo magní-


fico y lo común, los hechos grandiosos y los minúsculos.
Hay quienes sólo lo perciben a intervalos distantes, frente
a acontecimientos extraordinarios; otros lo encuentran en
los sucesos corrientes, en cualquier grieta, en cualquier rin-
cón, día tras día, hora tras hora. Para ellos las cosas están
desprovistas de trivialidad, para ellos el ser no casa con el
sinsentido. Ellos oyen el silencio que puebla el mundo a pe-
sar de nuestro ruido, a pesar de nuestra codicia. Por fútiles
y simples que sean las cosas –un trozo de papel, una rodaja
de pan, una palabra, un suspiro–, ellas ocultan y guardan
un secreto imperecedero. ¿Vislumbre de Dios? ¿Afinidad
con el espíritu del ser? ¿Eterno destello de una voluntad?

Apartémonos de los preconceptos, suprimamos nuestra


proclividad a reiterar y a saber antes de ver, procuremos
ver el mundo por vez primera con ojos no empañados por
la memoria o la volición, y descubriremos que nosotros
y las cosas que nos rodean –árboles, pájaros, sillas– son
cual líneas paralelas que corren próximas sin encontrarse
jamás. Entonces abandonaremos muy pronto nuestra mal
fundada certeza de que conocemos el mundo.

¿Cómo intentamos aprehender el mundo? La inteligencia


indaga la índole de la realidad y, dado que no puede traba-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

jar sin sus herramientas, toma aquellos fenómenos que al


parecer encajan en sus categorías como respuestas a su in-
quirir. Sin embargo, cuando tratamos de enfrentarnos con
la realidad cara a cara, sin ayuda de palabras ni conceptos,
advertimos que lo que resulta inteligible a nuestra mente
es apenas una delgada capa exterior de lo profundamente
irrelevado, una onda que riza la superficie del inveterado
silencio, inmune a la curiosidad y a la indagación como una
fronda distante en el crepúsculo.

¿HAY UNA PUERTA DE ENTRADA A LA ESENCIA?

Por más que analicemos, pesemos o midamos un árbol, por


más que observemos y describamos sus formas y funcio-
nes, su génesis y las leyes que lo rigen, nunca lograremos
conocer su esencia. Mirar las cosas a través de nuestros
pensamientos no es más que un acto adivinatorio; mira-
mos la bola de cristal y si bien las figuras que inducimos
son parte de la verdad, lo que vemos es una imagen men-
tal y no las cosas mismas. En su apresurada carrera por la
estrecha senda del tiempo, el hombre y el mundo carecen
de una estación, de un presente en el que puedan conocer-
se. El pensamiento nunca es contemporáneo de su objeto,
ya que sigue el proceso de percepción que tuvo lugar pre-
viamente. En nuestros pensamientos manejamos siempre
objetos póstumos. Puesto que actúa siempre a la zaga de
la percepción, el pensamiento sólo tiene a su disposición
recuerdos. Su objeto es cosa del pasado, como un momento
antes del último: tan cercano y tan lejano. El conocimiento,
por lo tanto, es un conjunto de reminiscencias, y puesto
que nuestra percepción es siempre incompleta y se halla
plagada de emisiones, es también una combinación poste-
rior de recuerdos fortuitos. Raras veces descubrimos; re-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

cordamos antes de pensar, vemos el presente a la luz de


lo ya conocido. Constantemente comparamos en lugar de
penetrar y nunca lo hacemos de un modo por completo
desprejuiciado. A menudo la memoria es una rémora para
la experiencia creadora.

El pensamiento está engrillado por las palabras, por los


nombres, y los nombres describen aquello que las cosas
tienen en común. Los nombres no captan lo que la realidad
tiene de individual y singular. Aun así, nuestra mente se ve
obligada a transigir con las palabras, con los nombres. Ésta
es una de las razones por las que rara vez encontramos la
puerta de entrada a la esencia. Ni siquiera podemos decir
con propiedad qué es lo que se nos escapa.

¿Será necesario escalar la montaña de las ideas para des-


cubrir que nuestras soluciones son enigmas, que nuestras
palabras son impertinentes? Un mundo de cosas se abre
ante nuestra mente, pero a menudo parecería que la mente
es una criba en la que tratamos de retener el flujo de la rea-
lidad, y hay momentos en los que la mente se ve arrastrada
por la marea de lo inexplorable, una marea que a menudo
logramos contener pero que jamás se retira.

DISPARIDAD ENTRE ALMA Y RAZÓN

La percatación de lo desconocido precede a la percatación


de lo conocido. El árbol del conocimiento crece en el suelo
del misterio. Lo que se halla próximo a nuestra mente no
son los conceptos, las palabras, los nombres, sino lo innom-
brable, lo inexpresable, el ser. Pues si bien es cierto que lo
dado, lo manifiesto, se halla junto a nuestra experiencia,
dentro de la experiencia nos encontramos con la otredad,

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

con la ajenidad. Los conceptos son deliciosos bocados con


los que tratamos de mitigar nuestro desconcierto. En cuan-
to pensamos la realidad en sí misma y procuramos olvidar
lo que sabemos, de inmediato nos percatamos de nuestra
hambre dolorosa. Mal podemos esperar que los pensa-
mientos nos den más de lo que contienen. Alma y razón no
son la misma cosa. Parecería que los conceptos y nuestro
propio ser fueran extraños que alguna vez, allá en los confi-
nes del tiempo, se conocieron y se hicieron amigos. Muchas
veces se acercan y otras tantas se distancian, para bien de
ambos. Cuanto más incisiva sea nuestra percatación de lo
desconocido y más sostenida nuestra aprehensión inme-
diata de la realidad, tanto más punzante y tenaz se torna
nuestra comprensión de esa disparidad. Así como el simple
identifica apariencia y realidad, así también el docto identi-
fica lo expresable con lo inefable, lo lógico con lo metalógi-
co, los conceptos con las cosas. Y del mismo modo en que el
pensamiento crítico es consciente de su no-identidad con
las cosas, así nuestra alma guarda en su fuero íntimo una
conciencia de sí misma distinta del contenido lógico de sus
pensamientos.

Nuestra búsqueda debe comenzar por la percepción de lo


inefable. La filosofía, seducida por la promesa de lo conoci-
do, ha cedido muchas veces a poetas y místicos los tesoros
del misterio último, aunque sin el sentido de lo inefable no
existen problemas metafísicos ni conciencia del ser como
ser, del valor como valor.

La búsqueda de la razón termina en la ribera de lo cono-


cido; la inmensa vastedad que se extiende más allá de esa
ribera sólo puede surcarla el sentido de lo inefable. Sólo él
conoce la ruta que conduce hacia aquello que es ajeno a la
experiencia y la comprensión. Ninguno de los dos es anfi-
bio: la razón no puede ir más allá de la ribera y el sentido

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de lo inefable está fuera de lugar cuando de medir y pesar


se trata. No abandonamos la ribera de lo conocido en busca
de aventura o suspenso, ni porque la razón sea incapaz de
responder a nuestras preguntas. Partimos porque nuestra
mente se asemeja a una fantástica caracola marina, y cuan-
do acercamos el oído a sus labios oímos el murmullo per-
petuo de las olas más allá de la ribera.

Ciudadanos de dos reinos, todos debemos mantener una


doble lealtad: en un reino percibimos lo inefable, en el otro
nombramos y explotamos la realidad. Entre ambos erigi-
mos un sistema de referencias, pero nunca logramos llenar
la brecha. Ambos reinos están tan lejanos y tan próximos
como el tiempo y el calendario, el violín y la melodía; como
la vida y lo que hay más allá del último aliento.

Con nuestra razón escudriñamos los fenómenos tangibles,


en tanto que con el sentido de lo inefable atisbamos lo in-
demostrable y lo sagrado. La fuerza inspiradora que nos
induce al sacrificio y la abnegación, los pensamientos que
generan humildad dentro de la mente y más allá de ella, no
son iguales a la destreza del lógico. No hay razón capaz de
constreñir la pureza con la que jamás dejamos de soñar, las
cosas no dichas que amamos con insaciable amor, la visión
del bien por la que morimos o perecemos en vida. Es en lo
inefable donde llegamos a gustar el sabor de lo sagrado, el
júbilo de lo imperecedero.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

2. El estupor radical

RAZÓN Y ASOMBRO

El mayor obstáculo en el camino del conocimiento es nues-


tra adaptación a ideas convencionales, a clisés mentales.
De ahí que el asombro o el estupor radical, el estado de
inadaptación a las palabras y las ideas, constituya una con-
dición previa para una auténtica percepción de lo que es.

Cara a cara con el ser como tal, comprendemos que dos


son las facultades con las que podemos mirar el mundo: la
razón y el asombro. Mediante la primera tratamos de expli-
car o de adaptar el mundo a nuestros conceptos; mediante
la segunda intentamos adaptar nuestras mentes al mundo.

El asombro, antes que la duda, es la raíz del conocimiento.


La duda sucede al conocimiento como un estado de vacila-
ción entre dos criterios opuestos o contradictorios, como
un estado en el que una creencia que habíamos abrazado
comienza a tambalearse. La duda pone en tela de juicio el
informe que presenta la mente acerca de la realidad y exi-
ge la revisión y verificación de lo que en ella se encuentra
depositado. Dicho de otro modo, la duda no se ocupa de la
realidad misma, sino que antes bien su función consiste en
controlar los informes que la mente presenta acerca de la
realidad; la duda se ocupa del contenido de la percepción
antes que de la percepción como tal.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

La duda no se aplica a aquello de lo que poseemos una con-


ciencia inmediata. No dudamos de que existimos ni de que
vemos; simplemente nos preguntamos si conocemos lo que
vemos o si lo que vemos es un auténtico reflejo de lo que en
realidad existe. Es decir que la duda surge una vez que la
percepción se ha cristalizado en un concepto.

La duda, pues, es una actividad interdepartamental de la


mente. Primero vemos, luego juzgamos y formamos opi-
nión; sólo entonces dudamos. En otras palabras, dudar es
impugnar lo que un momento antes aceptamos como po-
siblemente cierto. La duda es un acto de convocación, un
procedimiento mediante el cual traemos un juicio lógico
desde la memoria a la facultad crítica de la mente para re-
examinarlo. De ahí que antes de poder dudar debamos pri-
mero juzgar y, de resultas de nuestro juicio, adherir a una
creencia. Pero si debemos saber a fin de poder impugnar,
si debemos abrazar una creencia a fin de poder ponerla en
duda, está claro que la duda no puede ser el comienzo del
conocimiento.

El asombro trasciende el conocimiento. No dudamos de


que dudamos, pero nos maravilla nuestra capacidad para
dudar, nos maravilla nuestra capacidad para asombrarnos.
Aquel que es perezoso denostará a la duda; aquel que es
ciego, denostará al asombro. La duda puede llegar a su fin;
el asombro es eterno. El asombro es una disposición en la
que no miramos la realidad a través del enrejado de nues-
tro conocimiento memorizado, en la que no damos nada
por descontado. En el terreno espiritual no podemos vivir
limitándonos a reiterar un saber prestado o heredado. Pre-
guntemos a nuestra alma qué sabe, qué toma por seguro.
Su única respuesta será que no toma nada por seguro, que
toda cosa es una sorpresa, que ser es increíble. Nos llena de
estupor el ver cualquier cosa, nos maravillan no sólo deter-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

minadas cosas o valores, sino lo inesperado del ser como


tal, el hecho de que haya ser.

LA FILOSOFÍA COMIENZA EN EL ASOMBRO

Una filosofía que comienza en la duda radical termina en la


desesperanza radical. Fue el principio de dubito ut intelli-
gam el que abonó el terreno para los modernos evangelios
de la desesperación. “La filosofía comienza en el asombro”
(Platón, Teeteto 155D), en un estado de ánimo que nos gus-
taría denominar taumatismo (de thaumazein, dudar) para
distinguirlo del escepticismo.

Aun antes de conceptualizar lo que percibimos nos asom-


bramos más allá de las palabras, más allá de las dudas. Po-
demos dudar de cualquier cosa, salvo del asombro que nos
abruma. Cuando dudamos, formulamos preguntas; cuan-
do nos asombramos, ni siquiera sabemos cómo formular la
pregunta. Las dudas pueden resolverse; el estupor radical
jamás se extingue. No existe en el mundo respuesta al es-
tupor radical del hombre. Bajo el mar fluyente de nuestras
teorías y explicaciones científicas se abre el abismo origina-
rio del estupor radical.

El estupor radical tiene un alcance más amplio que cual-


quier otro acto del hombre. Mientras que cualquier acto
de percepción o cognición tiene como objeto un segmento
determinado de la realidad, el estupor radical concierne a
la realidad entera; no sólo a lo que vemos, sino también al
acto mismo de mirar, así como a nuestro propio yo, el yo
que ve y que se asombra ante su capacidad para ver.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

EN LA RAZÓN MORA EL MISTERIO

Lo inefable no es un interrogante particular que se le plan-


tea a la mente, tal como puede serlo, por ejemplo, la cau-
sa de las erupciones volcánicas. No tenemos necesidad de
agotar las instancias del razonamiento para encontrarlo.
Como dijimos antes, lo inefable es algo con lo cual nos en-
frentamos en todas partes y en todo momento. Aun el acto
mismo de pensar desconcierta a nuestro pensamiento, del
mismo modo que todo hecho inteligible, en virtud de ser
un hecho, se halla cargado de un desconcertante distan-
ciamiento. ¿Acaso no reina el misterio en el interior del ra-
zonamiento, de la percepción, de la explicación? ¿Dónde
hallar la auto-comprensión que pudiera desplegar la mara-
villa de nuestro propio pensar, que pudiera explicar la gra-
cia que nos permite apropiarnos de lo concreto vaciándolo
mediante encantamientos de abstracción? ¿Qué fórmula
podría explicar y resolver el enigma que encierra el acto
mismo de pensar? No poseemos la cosa ni el pensamiento;
sólo la magia sutil que une a ambos.

Lo que nos llena de estupor radical no son las relaciones en


las que todo se halla engastado, sino el hecho de que aun la
mínima percepción sea un enigma máximo. El hecho más
incomprensible es el hecho mismo de comprender.

Es imposible darse por satisfecho y descansar en ideas que


se han convertido en hábitos, en teorías “enlatadas” en las
que se conservan nuestras intuiciones o las de otras per-
sonas. No podemos dejar nuestra preocupación en la caja
de seguridad de las opiniones ni delegarlas en terceros y
así obtener una comprensión vicaria. Debemos mantener
vivos nuestro propio asombro, nuestro propio afán. Y si lle-
gamos a fracasar en nuestra búsqueda de comprensión, no
es porque sea imposible lograrla, sino porque no sabemos

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

cómo vivir, cómo precavernos de la tendencia narcisista de


la mente a enamorarse de su propio reflejo, tendencia que
desgaja al pensamiento de sus raíces.

El árbol del conocimiento y el árbol de la vida hunden sus


raíces en el mismo suelo. Empero, jugueteando con vien-
tos y soles, a menudo el árbol del conocimiento produce,
en lugar de frutos, hojas brillantes y sin savia. No importa
que las hojas se marchiten, pero la savia no debe secarse.
¿De qué vale la especulación sutil sin la intuición prístina
del carácter sagrado de la vida, intuición que tratamos de
traducir a términos filosóficos racionales, a modos de vida
religiosos, a las formas y las visiones del arte?

Mantener el bullente fluir de esa intuición en todos los pen-


samientos, de modo que aun en nuestras dudas su savia
no deje de manar, significa alimentar nuestras raíces en el
suelo de todo lo que es creativo en la civilización y la re-
ligión, un suelo del que sólo las flores artificiales pueden
prescindir.

El sentido de lo inefable no silencia la búsqueda del pen-


samiento sino que, por lo contrario, desbarata la placidez
y descorre el cerrojo de nuestra impresionabilidad repri-
mida. La vía de acceso a lo inefable pasa por las profun-
didades del conocimiento, antes que a través de la igno-
rante mirada animal. En aquellos espíritus que no cometen
el error universal de dar por conocido un mundo que es
desconocido, de colocar la solución delante del enigma,
la abundancia de lo expresable jamás podrá desplazar el
mundo de lo inefable.

Las almas bien centradas, las que no se dejan apabullar por


la apariencia ni apelan a las palabras y las nociones prefa-
bricadas de las que la memoria se halla repleta, esas almas
pueden contemplar las montañas como si fuesen gestos de

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

exaltación. Así como para ellas toda visión es repentinidad,


los ojos que no disciernen el destello en la oscuridad de las
cosas sólo perciben una serie de clisés.

EXPERIENCIA SIN EXPRESIÓN

Siempre andamos en pos de las palabras, y las palabras


siempre se nos escapan. Pero las experiencias más impor-
tantes son aquellas para las cuales no encontramos expre-
sión. Vivir únicamente de lo que podemos decir es chapa-
lear en el cieno en lugar de trabajar la tierra. ¿Cómo igno-
rar el misterio que nos rodea, el misterio al que estamos
ligados por nuestra existencia misma? ¿Cómo permanecer
sordos al latido cósmico del que nuestra propia alma nos
devuelve un eco sutil? Lo más íntimo es lo más misterioso.
Sólo el asombro es la brújula capaz de encaminarnos hacia
el polo del significado. Al entrar en el próximo segundo de
mi vida, mientras escribo estas líneas, tengo conciencia de
que vivir dentro del núcleo es dejarse arrollar por el enigma
y detenerse, en lugar de huir y olvidar.

Cobrar conciencia de lo inefable es apartarse de las pala-


bras. La esencia, la tangente de la curva de la experiencia
humana, está más allá de los límites del lenguaje. El mun-
do de cosas que percibimos es apenas un velo. Su vibración
es la música, su ornamento la ciencia, pero lo que oculta es
inescrutable. Su silencio permanece intacto; no hay pala-
bras que puedan quebrarlo.

A veces desearíamos que el mundo pudiera gritar y hablar-


nos de aquello que lo preñó de su pavorosa majestad. A
veces desearíamos que nuestro propio corazón pudiera ha-
blarnos de aquello que lo colmó de asombro.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

LA RAÍZ DE LA RAZÓN

¿Debemos todo lo que sabemos al pensamiento discursivo?


¿Es nuestra capacidad silogística la que soporta el embate
total? El raciocinio no es el único motor de la vida men-
tal. Nadie ignora que nuestras convicciones contienen más
de lo que se ha cristalizado en conceptos definibles. Es un
error de concepto suponer que no hay nada en nuestro fue-
ro consciente que no haya existido previamente en la per-
cepción o la razón analítica. Gran parte del discernimien-
to inherente a nuestra conciencia es la raíz –antes que el
fruto– de la razón. Hay en nuestra alma más cantares de
los que la lengua es capaz de entonar. Desprendida de sus
intuiciones originales, la mente discursiva se torna avara,
y cuando descubrimos que los conceptos no proporcionan
alivio a nuestra conciencia afrentada ni sacian nuestra sed
de integridad, nos volvemos hacia el origen del pensamien-
to, hacia la interminable playa que se extiende al otro lado
de lo lógico. Al igual que la mente es capaz de formar con-
cepciones sobre la base de la percepción sensorial, así tam-
bién es capaz de penetrar por intuición la dimensión de lo
inefable. Las intuiciones son las raíces del arte, la filosofía
y la religión y se las debe reconocer como hechos comunes
y fundamentales de la vida mental. Los caminos del pen-
samiento creador no siempre coinciden con los que tran-
sitan los lógicos tradicionales; difícilmente pueda la lógica
penetrar en el reino donde mora el genio, donde obra la
intuición.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

3. El mundo es una
alusión

UNA INTUICIÓN COGNOSCITIVA

No nos percatamos de lo inefable por caminos indirectos,


por analogía o por inferencia; no pensamos acerca de lo
inefable in absentia. Antes bien, lo sentimos como algo que
nos es dado en forma inmediata, a través de una intuición
inacabable e intransferible, lógicamente y psicológicamen-
te previa al juicio, a la asimilación de lo percibido a catego-
rías mentales; una intuición universal que aprehende un
aspecto objetivo de la realidad y de la que son capaces to-
dos los hombres en todo momento; no la frívola espuma de
la ignorancia, sino el clímax del pensamiento, connatural
al clima reinante en las cumbres del esfuerzo intelectual,
donde nacen obras como los últimos cuartetos de Beetho-
ven. Es una intuición cognoscitiva, puesto que la percep-
ción que convoca constituye un rotundo enriquecimiento
de la mente.

UNA PERCEPCIÓN UNIVERSAL

El sentido de lo inefable no es una facultad esotérica, sino


una aptitud que poseen todos los hombres; potencialmen-
te, es tan común como la vista o la aptitud para formar si-
logismos. Porque del mismo modo como el hombre está

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

dotado con la capacidad para conocer ciertos aspectos de


la realidad, también lo está con la facultad de saber que
hay más de lo que él sabe. A su mente le incumbe tanto lo
inefable como lo expresable, y la conciencia de su estupor
radical es tan universalmente válida como el principio de
contradicción o el principio de razón suficiente.

Así como las cosas materiales ofrecen resistencia a nues-


tros impulsos naturales y es esa sensación de resistencia la
que nos lleva a creer que las cosas son reales, no ilusorias,
así también lo inefable ofrece resistencia a nuestras cate-
gorías.

Lo que percibe el sentido de lo inefable es algo objetivo, no


susceptible de ser concebido por la mente ni aprehendido
por la imaginación o el sentimiento; algo real que, en vir-
tud de su esencia misma, escapa al alcance del pensar y el
sentir. Aquello de lo que poseemos conciencia primordial
no es nuestro ser propio, nuestro ánimo interno, sino una
situación transubjetiva frente a la cual falla nuestra capa-
cidad de captación. Lo que es subjetivo es la manera, no la
materia de nuestra percepción. Lo que percibimos es obje-
tivo en el sentido de que es independiente de nuestra per-
cepción y corresponde a ella. Nuestro asombro radical res-
ponde al misterio, mas no lo produce. No somos nosotros
quienes hemos inventado la grandeza del cielo ni dotado al
hombre con el misterio del nacimiento y de la muerte. No
creamos lo inefable, lo encontramos.

Nuestra percatación de lo inefable se halla potencialmente


presente en toda percepción, en todo acto de pensamiento
y en todo disfrute o valoración de la realidad. Puesto que es
un hecho incontestable, ninguna teoría humana sería com-
pleta si lo excluyera. Dan prueba de su existencia intrépi-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

dos y triunfantes exploradores que después de llegar a la


cumbre se tornan más humildes que nunca.

Lo subjetivo es la ausencia, no la presencia del asombro


radical. Tal carencia o ausencia es signo de una mente des-
atenta, indiferente, de un sentido atrofiado de la profundi-
dad de las cosas.

Lo inefable, pues, es susceptible de verificación por cual-


quier hombre sencillo, quien sólo podrá encontrarlo me-
diante su propia experiencia. Es por ello que todas las pala-
bras que apuntan a lo inefable resultan comprensibles para
cualquiera.

Sin el concepto de lo inefable sería imposible explicar la


diversidad de intentos realizados por el hombre para ex-
presar o describir la realidad; la diversidad de filosofías,
visiones poéticas o representaciones artísticas, la concien-
cia que poseemos de hallarnos todavía en los comienzos de
nuestro intento de decir lo que vemos a nuestro alrededor.

Hemos caracterizado la percepción de lo inefable como una


percepción universal. Pero si su contenido es incomunica-
ble, ¿cómo podemos saber que es el mismo para todos los
hombres?

A ello responderíamos que si bien somos incapaces ya sea


de definir o de describir lo inefable, nos es dado señalarlo.
Valiéndonos de medios indicativos antes que descriptivos,
logramos transmitir a los demás aquellos caracteres de
nuestra percepción conocidos por todos los hombres.

Tampoco la percepción de la belleza se expresa mediante


definiciones, y puesto que lo que sentimos no es idéntico en
todos los casos, las descripciones que se nos brindan diver-
gen sobremanera. Sin embargo, damos por supuesto que

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

todas ellas significan esencialmente lo mismo. Ello se debe


a que el lector reconoce en las descripciones la esencia de
una percepción de la que también él participa, aun cuando
las descripciones puedan diferir en grado sumo.

LA CONDICIÓN ALUSIVA DEL SER

Lo inefable no es sinónimo de lo desconocido o lo no des-


crito; su esencia no estriba en el hecho de ser un enigma, de
hallarse oculto detrás del telón.

Lo que encontramos en nuestra percepción de lo sublime,


en nuestro estupor radical, es una insinuación espiritual
dentro de la realidad, una alusión al significado trascen-
dente. El mundo, en su grandiosidad, está inundado de un
esplendor espiritual para el cual no tenemos ni nombre ni
concepto.

Poseemos aguda conciencia de la inmensa maravilla de


ser; una maravilla que no es objeto de análisis sino causa
de asombro, una maravilla inexplicable, innominada, a la
que no podemos definir ni ubicar en alguna de nuestras ca-
tegorías. Aun así, tenemos una certeza sin conocimiento:
es real sin ser expresable. No la podemos comunicar a los
demás, cada hombre debe encontrarla por sí mismo. En los
momentos en que percibimos lo inefable estamos tan segu-
ros del valor del mundo como lo estamos de su existencia.
Debe de haber un valor por el que valió la pena que el mun-
do llegara a existir. Podemos ser escépticos en cuanto a la
perfección del mundo. No obstante, aun admitida su im-
perfección, la maravilla de su grandeza es incuestionable.

Así pues, si bien lo inefable es un término de negación in-


dicativo de una limitación expresiva, su contenido es in-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

tensamente afirmativo y denota una alusión a algo signi-


ficativo para lo cual carecemos de medio de expresión. De
ordinario consideramos significativo aquello que puede
expresarse y carente de significado aquello que no puede
expresarse. Sin embargo, la identificación de lo significa-
tivo con lo expresable ignora un vasto dominio de la expe-
riencia humana y se ve desmentida por nuestro sentido de
lo inefable, que es la percepción de una alusión a lo signifi-
cativo, sin la posibilidad de expresarlo. La prueba de que el
sentido de lo inefable es una percepción significante la da
el hecho de que la reacción interior que provoca es de pavor
o reverencia.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

4. Ser es significar

UNIVERSALIDAD DE LA REVERENCIA

La reverencia es una actitud tan innata de la condición hu-


mana como el temor frente al peligro el dolor al ser herido.
Si bien la gama de objetos reverenciados puede variar, la
reverencia como tal es propia del hombre en todas las ci-
vilizaciones. Analicemos un ejemplo bastante corriente y
acaso universal de dicha actitud, cuya estructura interna
resultará idéntica en todos los casos, cualquiera sea el ob-
jeto reverenciado. Es obvio que no podemos escarnecer a
las estrellas, burlarnos del alba o mofarnos del hecho total
de ser. La grandeza sublime despierta un temor reverencial
decidido, sin vacilaciones. Lejos de lo inmenso, enclaustra-
dos en nuestros propios conceptos, podemos hacer befa de
todo y vilipendiarlo. Pero plantados entre la tierra y el cie-
lo, la visión nos llama a silencio.

¿Por qué resulta imposible mostrarse arrogante frente al


Universo? ¿Será el miedo la causa? Las estrellas no podrían
hacernos daño si las ridiculizáramos. ¿Será acaso un temor
heredado de nuestros antepasados primitivos, una supers-
tición atávica de la que deberíamos liberarnos? Nadie, por
desprejuiciado que sea, podría afirmar en presencia de la
majestad del Universo que semejante reverencia es insen-
sata o absurda. ¿Será una forma refinada de egotismo?
Ninguna persona en su sano juicio podría albergar el deseo

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de venerarse a sí misma. La reverencia se brinda siempre


hacia el exterior; la auto-reverencia no existe.
No es la ignorancia la causa de la reverencia. Lo descono-
cido como tal no nos infunde pavor. No nos inspira pavor
el otro lado de la Luna ni lo que pueda ocurrir mañana.
Tampoco es la fuerza o la cantidad lo que provoca tal acti-
tud. No nos inspira reverencia el pugilista ni el millonario,
sino el frágil anciano o nuestra madre. De igual modo, no
reverenciamos un objeto por su belleza, una proposición
por su coherencia lógica o una institución por los fines que
cumple.
Tampoco reverenciamos lo conocido, pues lo conocido está
a nuestro alcance y sólo reverenciamos lo que nos excede.
No reverenciamos el regular sucederse de las estaciones
sino aquello que lo hace posible; no la máquina de calcular,
sino a la mente que la inventó; no al Sol, sino al poder que
lo creó. Lo que reverenciamos es lo extremadamente pre-
cioso, ya sea en el terreno moral, intelectual o espiritual.
La reverencia es una de las respuestas del hombre a la pre-
sencia del misterio. De ahí que, en contraste con otras emo-
ciones, no le urja expresarse. Cuando nos sentimos sobre-
cogidos de temor reverencial nuestros labios no piden la
palabra; saben que si habláramos nos envileceríamos. En
momentos tales la palabra es una abominación. Lo único
que deseamos es hacer una pausa, permanecer en silencio
para que el momento se prolongue. Es como escuchar una
música excelsa, que hace surgir la mies en el suelo fértil del
silencio y nos arrebata sin que podamos valorarla. El signi-
ficado de las cosas que reverenciamos es abrumador y es-
capa a los alcances de nuestra comprensión. Carecemos de
categorías donde poder ubicarlo y si tratásemos de medir-
lo según nuestro sistema de valores lo distorsionaríamos;
esencialmente, excede nuestro discernimiento.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

LA REVERENCIA: UN IMPERATIVO CATEGÓRICO

Podría objetarse a lo expuesto que una reacción psicológi-


ca no es prueba de un hecho ontológico y que no podemos
inferir el objeto mismo del posible sentimiento que acerca
de él experimente una persona. El sentimiento de pavor
reverencial puede ser a menudo el resultado de la com-
prensión errónea de un hecho corriente; puede uno sentir-
se sobrecogido de pavor ante un espectáculo artificial o un
despliegue de poder maligno. La objeción, por supuesto, es
válida. Sin embargo, no basamos nuestra inferencia sobre
el sentimiento concreto de pavor, sino sobre la certidum-
bre intelectual de que frente a la majestad y el misterio de
la naturaleza debemos responder con pavor; no sobre un
estado psicológico, sino sobre una norma fundamental de
la conciencia humana, sobre un imperativo categórico. De
hecho, la validez y la condición imperativa del pavor po-
seen un grado de certeza ni siquiera superado por la axio-
mática certeza de la geometría.

No percibimos el misterio porque sintamos necesidad de


él, del mismo modo como no reparamos en el mar o en el
cielo porque sintamos el deseo de verlos. El sentido del
misterio no es producto de nuestra voluntad. La voluntad
puede reprimirlo, pero no generarlo. El misterio no es pro-
ducto de una necesidad: es un hecho.

El embate del misterio no es un pensamiento de nuestra


mente sino una presencia poderosa más allá de la mente.
Al afirmar que lo inefable posee realidad espiritual inde-
pendiente de nuestra percepción, no investimos de exis-
tencia real a una mera idea, tal como no lo hacemos al afir-
mar “esto es un océano” cuando sus olas nos arrastran. Lo
inefable se halla presente antes de que nos formemos una
idea de ello. Para el espíritu del hombre su propio espíritu

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

es un testigo fidedigno de que el misterio no es un absurdo;


que, por lo contrario, las cosas conocidas y perceptibles es-
tán cargadas con el sentido electrizante y desgarrador del
misterio.

SIGNIFICADO FUERA DE LA MENTE

Nuestro postulado de que hay en las cosas un significado,


un sentido que tiene la virtud de inspirar pavor a la men-
te humana, entraña un principio que acaso sorprenda a
muchos lectores, a saber: que el sentido es algo que se da
fuera de la mente, en cosas objetivas y con independencia
de nuestra conciencia subjetiva del mismo. En efecto, sos-
tenemos que los significados, al igual que los hechos, son
independientes de la estructura de la mente humana y nos
son dados con o dentro de las cosas y los sucesos. Si bien en
el análisis abstracto distinguimos entre hecho y significado
estableciendo una división entre ambos, en la percepción
concreta los dos se dan juntos. No existen hechos desnu-
dos, neutrales. El ser como tal es inconcebible; siempre se
halla investido de significado.

El sentido no es un don que el hombre otorga a la realidad.


Suponer que la realidad es caótica y desprovista de signifi-
cado en tanto el hombre no la aborda con el toque mágico
de su mente, equivaldría a negar que la naturaleza se rige
por leyes. La esencia del pensar es el descubrimiento, antes
que la invención.

Mientras que en la percepción del hombre común los he-


chos se presentan con un mínimo de significación, para el
artista el hecho rebosa de sentido; las cosas le trasmiten
más significado del que él es capaz de absorber. La vida

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

creativa en el arte, la ciencia y la religión constituye un des-


mentido a la presunción de que el hombre es la fuente de la
significación; el hombre se limita a prestar sus categorías y
medios de expresión a un sentido ya presente. Sólo quienes
han perdido el sentido de la significación podrían sostener
que la autoexpresión, antes que la expresión del Universo,
es el objeto del vivir.

EXPECTATIVA Y CERTIDUMBRE DE LA
SIGNIFICACIÓN

La expectativa de significación, la certidumbre de que todo


lo que existe ha de valer la pena, de que todo lo real ha de
ser compatible con un pensamiento, se halla en la raíz de
todo pensamiento, sentimiento y volición. Es el oráculo o
axioma de la razón y para vindicarlo arriesgamos todo lo
que poseemos; no hay refugio que nos permita eludirlo, sal-
vo la autodestrucción o la locura. Siempre en pos de alguna
calidad intrínseca de la realidad que manifieste en forma
patente su significado, estamos seguros de que lo oculto y
desconocido jamás resultará absurdo o carente de sentido.
Hay una excelsitud trascendente que supera nuestra capa-
cidad de apreciación y de la cual nuestros más altos valores
son apenas un tenue indicio. Su resplandor inunda el mun-
do y la percibimos por doquier, aunque nuestros corazones
sean demasiado débiles o indignos para poder penetrarla.

¿Acaso deberemos condenar esa certidumbre como una


loca audacia sólo porque no logramos vindicada constan-
temente? ¿O es nuestra mente culpable por malinterpre-
tar sus propias expectativas, por transigir con algunas de
sus divagaciones e ideas caprichosas, distorsionando así lo
que en sus orígenes fue una auténtica intuición? La idea

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de que el sentido supremo debe ser patente y anunciarse


a sí mismo como un reloj, la tendencia a lanzarle al mun-
do nuestras concepciones antropocéntricas favoritas, todo
ello ha acabado por convertir al misterio en una caricatura.
El ignominioso intento de adaptar la significación a nues-
tra mente, de indagar sin pausa qué valor tiene para noso-
tros el Universo, puede por cierto bloquearnos en forma
irrevocable la comprensión del sentido.

LA CIENCIA: UNA PUERTA DE ENTRADA A LO


INFINITO

La ciencia no procura desentrañar el misterio. Se limita a


describir y explicar en términos de necesidad causal la for-
ma en que las cosas se comportan. No se propone sumi-
nistrarnos una explicación en función de necesidad lógica,
decir por qué debe haber cosas en primer lugar, y por qué
las leyes de la naturaleza deben ser como son. Ignoramos,
por ejemplo, por qué ciertas combinaciones de determina-
da índole forman una constelación que responde a fenóme-
nos eléctricos mientras que otras responden a fenómenos
magnéticos. El conocimiento de la forma en que funciona
el mundo no nos familiariza con su esencia ni nos permite
aprehender su significado, del mismo modo como un cono-
cimiento general de fisiología y psicología no nos familiari-
za con el Dalai Lama, a quien jamás hemos visto.

Tratar de penetrar el misterio con nuestras categorías es


como tratar de morder una pared. La ciencia no limita sino
que amplía el ámbito de lo inefable, y a mayor conocimien-
to nuestro estupor radical se acrecienta en lugar de redu-
cirse. La teoría de la evolución y adaptación de las especies
no mata en la criatura el hechizo del asombro. Hombres

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

como Kepler y Newton, que se enfrentaron con la realidad


del infinito, mal hubieran podido acuñar una frase acerca
de los cielos que proclamara la gloria de Kepler o Newton
y no la de Dios, o el verso: “Gloria al hombre en las alturas,
pues él es el señor de las cosas”.

La investigación científica es una entrada a lo infinito, no


un callejón cerrado; en cuanto resolvemos un problema,
otro mayor surge ante nosotros. Una respuesta genera
multitud de nuevas preguntas; las explicaciones son me-
ros indicadores de enigmas más profundos. Todo apunta
a algo que lo trasciende; el detalle apunta al todo; el todo,
a la idea; la idea a su misteriosa raíz. Lo que parece ser un
centro es apenas un punto en la periferia de otro centro. La
totalidad de una cosa es la infinitud.

TODO CONOCIMIENTO ES UNA PARTÍCULA

Ningún pensador auténtico ignora que su pensamiento es


parte de un contexto infinito, que sus ideas no proceden del
aire. Toda filosofía no es más que una palabra en una fra-
se, tal como para un compositor la sinfonía más completa
no es más que una nota de una melodía inagotable. Sólo si
estamos intoxicados por nuestras propias ideas podemos
considerar el mundo del espíritu como un soliloquio y los
ideales, los pensamientos, las melodías, como nuestras
propias sombras. Los ricos de espíritu son incapaces de en-
orgullecerse de lo que llegan a captar, pues perciben que
las cosas que abarcan son erupciones de una significación
inabarcable, que no hay ideas aisladas girando en el vacío,
de las que alguien pueda apoderarse y apropiarse. Ser im-
plica significar, representar, porque todo ser es represen-
tativo de algo que es más que él mismo; porque lo visto,

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

lo conocido, representa lo no visto, lo desconocido. Aun la


más abstracta fórmula matemática a la que pudiéramos re-
ducir el orden del Universo nos plantearía un interrogante:
¿Qué significa esto? La respuesta, necesariamente, será:
representa la majestad de aquello que se trasciende a sí
mismo. Cualquiera que sea la cumbre del pensamiento a la
que podamos arribar, allí nos enfrentamos con la significa-
ción trascendente.

O el misterio del mundo es un caos sin valor alguno, o se


halla henchido de una infinita significación que escapa al
alcance de las mentes finitas; en otras palabras, o carece
absolutamente de sentido o posee pleno sentido; o es de-
masiado inferior o demasiado superior para constituir un
objeto susceptible de aprehensión humana.

Sin embargo, mal podríamos percibir el misterio del ser si


no fuese mediante nuestro sentido de lo inefable, y es él el
que nos comunica la supremacía y la grandeza de lo inefa-
ble junto con el conocimiento de su realidad. Así pues, no
podemos negar que lo inefable es superior a nuestra men-
te, si bien, por la misma razón, no podemos probarlo.

Por otro lado, el hecho de que seamos capaces de percibirlo


y de percatarnos de su existencia es un indicio seguro de
que lo inefable se halla relacionado de alguna manera con
la mente del hombre. No debemos por lo tanto tildarlo de
irracional ni descartarlo como residuo del conocimiento,
como lamentable despojo de la especulación, indigno de
nuestra atención. Pese a ser incognoscible, lo inefable es
concebible.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

¿ES LO INEFABLE UNA ILUSIÓN?

Contra nuestra afirmación de lo inefable podría argüirse


lo siguiente: aun si admitimos que dentro de la realidad
se dan ciertas cualidades significantes, hay por cierto otras
cualidades de la misma índole a las que tomamos por rea-
les a pesar de ser meras ilusiones. Por ejemplo, no sosten-
dríamos que existe en la realidad algo que corresponde a
las imágenes grotescas de los demonios adorados en los
cultos religiosos primitivos. ¿Acaso no será también lo in-
efable una mera palabra, una impostura? ¿Acaso el hecho
de que tenga sentido para nosotros prueba necesariamente
que es representativo de algo? ¿Quién nos garantiza que la
percepción de lo inefable sea algo más que una impresión
subjetiva? Aceptemos una posible teoría y digamos que es
un sueño nacido en las fronteras de la mente, el mágico re-
toño de un intenso deseo, pero que no pasa de ser un deseo.
Y bien, el camino bien pavimentado que nos ofrece esta
teoría es engañoso; más aún, es demasiado resbaloso para
andar por él. ¿Por qué habría el hombre de desear o postu-
lar una maravilla que es incapaz de dominar y comprender,
que lo embarga de terror y humildad? Las teorías son siem-
pre magnánimas, pero se las pone a prueba al aplicarlas,
¿Resulta acaso imaginable que una academia internacional
de sabios proclamara un día que no hay nada digno de re-
verencia, que el misterio de la vida, del cielo y de la tierra,
no es más que una ficción de la mente?

Afirmar que las mentes más sensibles de todos los tiem-


pos fueron víctima de una ilusión, que la religión, el arte,
la poesía, la filosofía, fueron resultado de un autoengaño,
es demasiado alambicado para resultar razonable. Es obvio
que al menoscabar el genio del hombre, semejante aserto
descalificaría a nuestra propia mente para cualquier clase
de aserto. Es verdad que la historia de la religión abunda

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

en ejemplos de ídolos y símbolos que estaban cargados de


sentidos para algunos y carecían de él para otros. ¿Pero de
veras no representaban nada? Es posible señalar comple-
jos psíquicos que presumiblemente generaron el deseo de
crear esos ídolos primitivos, así como su carácter ridículo y
perverso. No obstante, el rechazarlos como productos pre-
meditados de la mente no empaña el sentido del misterio
implícito en el impulso de crearlos y de rendirles culto. El
error del adorador de ídolos comienza en el proceso de ex-
presión de su sentido del misterio, cuando empieza a rela-
cionar lo trascendente con sus necesidades e ideas conven-
cionales y procura individualizar aquello que está más allá
de su alcance. En dicho proceso entran en juego motivacio-
nes que nada tienen que ver con la intuición original de esa
persona. Comienza a considerar lo instrumental como defi-
nitivo, lo temporal como esencial, y de ese modo distorsio-
na tanto los hechos que adora como la calidad divina que él
les confiere. Aún le queda por oír: “No te harás imagen ni
ninguna semejanza”. No hay cosa alguna que pueda servir
como símbolo o semejanza de Dios; ni siquiera el Universo.

En una hermosa tarde de verano un distinguido educador


admiraba el cielo. Su pequeña hija le preguntó: “¿Qué hay
detrás del cielo?”. El padre le dio una respuesta “científi-
ca”: Éter, hija mía”. “¡Éter!”, exclamó la niña, y se apretó
la nariz...

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

5. Al conocimiento
mediante la apreciación

UNA PERCEPCIÓN EN EL CONFÍN DE LA PERCEPCIÓN

Raras veces nos percatamos del “allende” que toca tan-


gencialmente la rueda girante de la experiencia. Llevados
por nuestra pasión de conocimiento, rapiñamos la riqueza
de un mundo que no ofrece resistencia a nuestra mente y
tras apoderarnos de nuestro magro botín nos apresuramos
a abandonar el terreno para perdernos en el torbellino de
nuestro propio conocimiento.

El horizonte del conocimiento se pierde en la niebla ge-


nerada por las frases y las modas pasajeras. Nos negamos
a prestar atención a lo que se halla más allá de su campo
visual, nos contentamos con transformar las realidades
en opiniones, los misterios en dogmas y las ideas en una
multitud de palabras. Lo extraordinario se nos presenta
como un hábito, el amanecer como una rutina diaria de la
naturaleza. Pero de tanto en tanto despertamos. En medio
de nuestro andar por la interminable sucesión de días y
noches nos invade de pronto un solemne terror, la sensa-
ción de que nuestro saber es inferior al polvo. No podemos
soportar el acongojante esplendor del ocaso. ¿De qué nos
sirven, entonces, las opiniones, las palabras, los dogmas?
En el claustro de nuestro cuarto de estudio nuestro cono-
cimiento nos parece un pilar de luz. Pero en cuanto nos
asomamos a la puerta que da al infinito advertimos que to-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

dos los conceptos no son más que motas centelleantes que


pueblan un rayo de sol.

Para algunos de nosotros las explicaciones y las opiniones


son la prenda que nos deja el asombro al retirarse, seme-
jando un toque de queda que marcara el final de la intui-
ción y la búsqueda. Empero, aquellos a quienes la realidad
les es más cara que la información, aquellos para quienes
la vida es más fuerte que los conceptos y el mundo más po-
deroso que las palabras, esos jamás se dejan engañar por
la ilusión de que lo que conocen y perciben es el núcleo,
el corazón de la realidad. Podemos usufructuar las cosas,
rotularlas con palabras bien pulidas, pero cuando cesamos
de someterlas a nuestros fines y de imponerles las formas
de nuestro intelecto, nos sentimos aturdidos y somos in-
capaces de decir qué son las cosas en sí mismas; somos in-
capaces de experimentar algo que está frente a nosotros,
algo demasiado grande como para que podamos percibirlo.
Música, poesía, religión, todas ellas nacen en el encuentro
del alma con un aspecto de la realidad para el cual la razón
no tiene conceptos ni el lenguaje nombres.

EL CAMINO DE LO UTILITARIO

Dedicamos el grueso de nuestra atención a lo utilitario, a


lo conveniente, a lo que nos lleva a obtener ventajas y nos
permite explotar los recursos de nuestro planeta. Si nues-
tra filosofía fuese una proyección del comportamiento real
del hombre, deberíamos definir el valor de la tierra como
una fuente de materia prima para nuestras industrias y el
océano como un vivero de peces. Sin embargo, tal como
hemos visto, hay más de un aspecto de la naturaleza que
suscita nuestra atención. Salimos al encuentro del mundo

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

no sólo por el camino de lo útil y conveniente sino también


por el camino del asombro. En el primero acumulamos in-
formación a fin de dominar; en el segundo profundizamos
nuestra apreciación a fin de responder. El poder es el idio-
ma de lo utilitario; la poesía, el idioma del asombro.

Cuando procuramos ampliar nuestro conocimiento para


gratificar nuestra pasión de poder, el mundo se torna ajeno
y amenazante. En cambio, el conocimiento que adquirimos
movidos por el anhelo de ahondar nuestra apreciación es
una forma de descubrir nuestra armonía con todas las co-
sas. Con la información estamos solos; en la apreciación
estamos con todas las cosas.

LA VOLUNTAD DE ASOMBRO

A medida que la civilización avanza, declina casi necesaria-


mente el sentido del asombro. Esa declinación es un sínto-
ma alarmante de nuestro estado mental. La humanidad no
perecerá por falta de información, sino tan sólo por falta de
apreciación. El comienzo de nuestra felicidad estriba en la
comprensión de que una vida sin asombro no merece ser
vivida. Lo que nos falta no es voluntad de creer, sino volun-
tad de asombro.

Interceptar las alusiones que encierra lo perceptible, los


valores intersticiales que nunca afloran a la superficie, la
dimensión indefinible de toda existencia: he ahí la misión
de la auténtica poesía. Por ello la poesía es para la religión
lo que el análisis es para la ciencia, y ciertamente no es por
azar que la Biblia no fue escrita more geometrico sino en el
lenguaje de los poetas. Empero, lo inefable tal como lo per-
cibe el artista es anónimo, se asemeja a un niño expósito.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Para el hombre religioso nada se halla jamás abandonado;


es como si Dios estuviera entre él y el mundo. Lo más fami-
liar se aparta de su visión y él distingue la escritura original
bajo el palimpsesto de las cosas.

EL MUNDO COMO OBJETO

Segura de sí misma, nuestra mente se especializa en produ-


cir navajas como si se tratara de una cuchillería, y en todos
sus pensamientos arroja una hoja filosa que corta el mundo
en dos: una cosa y un yo, un objeto y un sujeto que concibe
el objeto como distinto de sí mismo. Mercenaria de nuestra
voluntad de poder, la mente está entrenada para el ataque
y el pillaje, no para la comunión y el amor. Por otra parte,
dado que nuestra atención es necesariamente selectiva, al
mirar una cosa pasamos por alto todas las demás, las cua-
les, al quedar fuera de control, hacen tabla rasa de nuestra
autoridad. Cuando el hombre cesa de convertir el mundo
en objeto de su abstracción, llega a comprender que su pro-
pia mente lo trata como a un satélite, le impide establecer
contacto con la realidad misma y nunca revela su propio
secreto, cerrándole así el acceso a la esencia en lugar de
introducirlo en ella.

Cuando el hombre sale al encuentro del mundo, no con las


herramientas que él se fabricó sino con el alma que recibió
al nacer, no como un cazador en pos de su presa sino como
un amante deseoso de corresponder al amor recibido,
cuando el hombre y la materia se encuentran como iguales
ante el misterio, ambos creados, mantenidos y destinados
a desaparecer, lo que se presenta a su percepción no es un
objeto, una cosa, sino un estado de confraternidad que lo
abarca a él y a todas las cosas; no un hecho determinado,

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

sino la asombrosa situación de que haya hechos en general;


el ser, la presencia del Universo, el desplegarse del tiempo.
El sentido de lo inefable no se interpone entre el hombre y
el misterio, no le impide penetrar en él; antes bien, lo acer-
ca a sus puertas.

Para nuestro conocimiento el mundo y el “yo” son dos,


un objeto y un sujeto, pero dentro de nuestro asombro el
mundo y el “yo” son uno solo en el ser, en la eternidad. En-
tonces despertamos a la comprensión de que vivimos en la
gran hermandad de todos los seres y dejamos de conside-
rar las cosas como oportunidades pasibles de aprovechar-
se. El acatamiento al ego deja de ser nuestra preocupación
exclusiva y cuestionamos nuestro derecho de enjaezar a la
realidad para ponerla al servicio de los así llamados fines
prácticos.

Las cosas que nos rodean emergen de la trivialidad estereo-


tipada en que las habíamos sumido y su singularidad se abre
como un vacío entre ellas y nuestra mente, un vacío que las
palabras son incapaces de llenar. ¿Cómo se explica que yo
esté usando esta pluma y escribiendo estas líneas? ¿Quié-
nes somos nosotros para escudriñar las esotéricas estrellas,
para presenciar las puestas del sol, para vigorizarnos con el
hálito renovador de la primavera? ¿Cómo podremos jamás
retribuir el don de la respiración y el pensamiento, de la
vista y el oído, del amor y el logro? Una prueba prolongada
y palmaria nos aparta entonces del error, impidiéndonos
confundir un mundo benévolo con un mundo sin dueño; su
vivir simbólico, con un orden mediocre.

Uno de los golpes más serios que recibimos en la infancia


es el descubrimiento de que no siempre nuestras necesida-
des y acciones merecen la aprobación de nuestros seme-
jantes, que el mundo no es un mero alimento destinado a

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

nuestro deleite. La resistencia que encontramos, los desai-


res que sufrimos, nos abren los ojos a la existencia de un
mundo exterior a nosotros. Pero a medida que crecemos y
nos hacemos más fuertes nos recuperamos gradualmente
de ese golpe, procuramos olvidar su dolorosa lección y con-
sagramos lo mejor de nuestro ingenio a imponer nuestra
voluntad a la naturaleza y a los hombres. Ningún recuerdo
de nuestra pasada experiencia llega a desbaratar por ente-
ro la arrogancia que una y otra vez embotella el tránsito en
nuestra mente. Encandilados por los triunfos brillantes del
intelecto en la ciencia y la técnica nos hemos dejado arras-
trar a la falaz creencia de que somos los amos de la tierra
y que nuestra voluntad es la pauta definitiva del bien y del
mal.

¿SE HALLA EL MUNDO A MERCED DEL HOMBRE?

Empezamos hoy a despertar de un estado de embriaguez,


de un alborozo juvenil por los triunfos de nuestra sapien-
cia. Empezamos a comprender en qué triste situación se
hallarían tanto la naturaleza como el hombre si estuvieran
por entero a merced de éste y de sus caprichos. No nos de-
jemos inducir a engaño por el relativo caudal de teorías que
no dan respuesta a nuestros problemas más vitales y que
tan sólo ridiculizan el impulso innato de formular la pre-
gunta más acuciante y perentoria: ¿Cuál es el secreto de
la existencia? ¿Por qué y en aras de quién vivimos? Sólo
quienes nunca hayan experimentado el terror de vivir, sólo
quienes afirman que vivir es un placer y que sólo placer, y
acrecentado, les espera a las generaciones venideras, sólo
ellos pueden negar la necesidad esencial de preguntar:
¿Por qué? ¿En aras de quién?

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

CANTAMOS POR TODAS LAS COSAS

Las mentes prácticas prestan más atención a las comas y


puntos del gran texto de la realidad que a su contenido y
significado; en cambio, para el sentido de lo inefable las co-
sas se destacan como signos de exclamación, como testigos
silenciosos, y el alma del hombre es un anhelo de cantar
por todos los seres, de cantar acerca de aquello a lo que
todos ellos representan. Todas las cosas llevan en sí una
carga de significado que excede el ser, significan más de
lo que son en sí mismas. Aun los hechos finitos son repre-
sentación de una significación infinita. Es como si todas las
cosas vibraran de sentido espiritual, y lo que tratamos de
lograr mediante el arte creador y las buenas acciones es en-
tonar la melodía secreta, un aspecto de este significado.

Mientras sólo vemos objetos estamos solos. Cuando empe-


zamos a cantar, cantamos por todas las cosas. En esencia
la música no describe aquello que es, sino que más bien
intenta comunicar aquello de lo cual la realidad es repre-
sentación. El Universo es una partitura de eterna música y
nosotros somos el grito, somos la voz.

La razón explora las leyes de la naturaleza, intenta desci-


frar las escalas sin llegar a captar la armonía, en tanto que
el sentido de lo inefable anda en pos de la canción. Cuando
pensamos empleamos palabras o símbolos de lo que senti-
mos acerca de las cosas. Cuando cantamos nos arrastra el
asombro, y los actos de asombro son signos o símbolos de
aquello que todas las cosas significan, de aquello que todas
las cosas representan.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

6. Una pregunta más allá


de las palabras

NO SABEMOS CÓMO PREGUNTAR

El Universo es una inmensa alusión y nuestra vida interior


una cita anónima; sólo la bastardilla es nuestra. ¿Está den-
tro de nuestro alcance verificar la cita, identificar la fuente,
llegar a saber qué es aquello que todas las cosas significan,
aquello que todas las cosas representan?

La pregunta está en el comienzo de todo pensar. La única


esperanza de arribar a una respuesta estriba en formular
correctamente la pregunta. Al plantear una pregunta de-
bemos tener por anticipado una ligera noción de la índole
de aquello por lo cual preguntamos. De ahí que no sepa-
mos cómo formular la pregunta por la fuente última de
toda realidad. La pregunta se refiere a algo que no pode-
mos encajar forzadamente en nuestras categorías finitas,
aherrojar en una frase y convertirla en un asunto definido
sobre el cual preguntaremos. Fórmulas como “¿cuál es el
origen último del Universo?” o “¿qué hay detrás de todos
los hechos?” son parodias de aquello que le es dado de ma-
nera inmediata y arrolladora a nuestro sentido prístino del
asombro. ¿Queremos preguntar por el origen del Universo,
o bien por su presencia, su objetivo y su misión? ¿Sabemos
dónde trazar la línea divisoria entre el origen desconoci-
do y el producto conocido, o dónde termina la fuente y
empieza la derivación? Incluso la estructura sintáctica de

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

dichas fórmulas entraña una serie de presupuestos lógicos


cuyo análisis riguroso presenta inmensas dificultades.

La condición previa de nuestra empeñosa búsqueda de res-


puesta es una profunda percepción de la incongruencia de
todas las categorías con la omnipresencia innominada e in-
sondable del misterio. Cuanto más nos guardemos de que
nuestra incomparable pregunta se vea adulterada o aun as-
fixiada por formulaciones inadecuadas, tanto mayor será
nuestra posibilidad de arrostrar las respuestas definitivas,
especiosas.

¿POR QUÉ? ¿EN ARAS DE QUIÉN?

Porque en nuestra ansiedad olvidamos toda prudencia y


cautela. Ni el sabio ni el bárbaro son capaces de eludir el
problema. ¿Quién es el gran autor? ¿Por qué hay, en gene-
ral, un mundo? ¿Cuál es el sentido de estar vivo?

A despecho de nuestras conquistas y nuestro poderío, so-


mos semejantes a mendigos ciegos en un laberinto; no
sabemos a qué puerta llamar para lograr alivio a nuestras
ansiedades. Sabemos cómo actúa la naturaleza, pero no
por qué o en aras de quién. Sabemos que vivimos, pero
ignoramos por qué y con qué fin. Sabemos que debemos
indagar pero ignoramos quién ha sembrado en nosotros la
ansiedad de indagar.

Intimidado por el vigor con que el agnosticismo proclama


como única actitud honesta posible la ignorancia acerca de
las cuestiones últimas, el hombre moderno se aparta te-
meroso de la metafísica y tiende a reprimir su percepción
innata, a acallar las preguntas que trascienden el ámbito
de lo mental y a buscar refugio dentro de los confines de

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

su propio yo finito. Sin embargo, semejante actitud es una


trampa, a la vez incoherente y auto-engañosa. Al insistir
en que somos incapaces de conocer, ponemos de manifies-
to un conocimiento al que proclamamos inalcanzable. La
postulación de que no existe un sentido último suena como
una chirriante discordancia en el profundo silencio de lo
inefable.

¿Es posible eludir la cuestión última replegándose dentro


de los confines del yo? A menudo la percepción del misterio
es sofocada por la tendencia de la mente a la dicotomía, lo
cual nos hace considerar lo inefable como si fuese una cosa
o un aspecto de las cosas separado de nuestro propio ser,
como si sólo las estrellas, y no nuestra propia existencia,
estuvieran rodeadas de un halo de misterio. La verdad es
que el yo, nuestro “señor”, es una cosa desconocida, incon-
cebible en sí misma. Al penetrarlo descubrimos la paradoja
de desconocer lo que tan bien creemos conocer.

¿QUIÉN ES “YO”?

El hombre ve las cosas que lo rodean mucho antes de co-


brar conciencia de sí mismo. Muchos de nosotros somos
conscientes del carácter recóndito de las cosas, pero pocos
somos los que percibimos el misterio de nuestra propia
presencia. El ser propio no puede ser descrito en el lengua-
je de la mente, pues todos nuestros símbolos son demasia-
do pobres para expresarlo. El ser propio es más de lo que
pueden abarcar nuestros sueños; se halla, por así decir, de
espaldas a la mente. En verdad, para la mente aun la mente
misma es más enigmática que una estrella. Esquivo es el
modo de operar de la mente humana; las ideas, ladrillos
con los que se construyen las convicciones, son símbolos

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

cuyo significado el hombre jamás penetra por entero, y lo


que él desea expresar está sumido en la inescrutable pro-
fundidad del inconsciente. El fondo de mi propia vida in-
terior se halla fuera de mi alcance. Ni siquiera estoy seguro
de que lo que surge de mí es la voz de una unidad personal
definida. ¿Cómo distinguir en mi voz entre lo que se ha ori-
ginado en mí y la resonancia transubjetiva? Al decir “yo”
mi intención es diferenciarme de otras personas y otras co-
sas. ¿Pero cuál es el contenido directo, categórico del yo?
¿El florecer de lo consciente en el impenetrable suelo de lo
subconsciente? El yo contiene tanta realidad desconocida
y subconsciente, como la conocida y consciente. Ello sig-
nifica que el yo sólo puede ser separado claramente en sus
ramas, es decir de otros individuos y otras cosas, pero no
en sus raíces.

Lo único que conocemos del yo es su expresión, pero el yo


nunca se expresa plenamente. Lo que somos no podemos
decirlo; lo que llegamos a ser no podemos aprehenderlo.
Todo no es más que una abreviatura críptica y sugerente
que la mente procura en vano descifrar. Como la zarza, el
yo está en llamas sin consumirse jamás. Lleva en su seno
algo más que razón y se esfuerza por dar a luz lo inefable.
Algo significa el símil del hombre. ¿Pero qué?

Como veremos más adelante[1], existir implica ser dueño


del tiempo. ¿Pero es dueño del tiempo el hombre? Lo cier-
to es que no puedo poseer el tiempo, los momentos que
integran mi vivir, a la vez que el elemento intemporal de
mi temporalidad no constituye, por cierto, mi propiedad
privada. Sin embargo, si la vida no me pertenece exclusi-
vamente a mí, ¿qué derecho legal poseo sobre ella? ¿Acaso
posee mi esencia el derecho de decir “yo”? ¿Quién es ese yo

1  Véase cap. 18.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

al que supuestamente pertenece mi vida? Nadie conoce ni


su contenido ni sus límites. ¿Es algo que se marchita, o algo
que el tiempo no nos puede arrebatar?

Como individuo, como un yo, estoy separado de la realidad


exterior, de otros hombres y de otras cosas. Pero en la única
relación en que el yo se percata de sí mismo, en la relación
con la existencia, me encuentro con que lo que llamo mi yo
es un autoengaño, que la existencia no es una propiedad
sino un fideicomiso, que el yo no es un ente aislado, con-
finado en sí mismo, un reino regido por nuestra voluntad.

Lo que encontramos al penetrar en el yo es la paradoja de


no conocer lo que suponemos conocer tan bien. Una vez
que descubrimos que el yo como tal es una monstruosa fa-
lacia, que el yo es algo trascendente enmascarado, empe-
zamos a sentir la presión que nos reduce a la condición de
un mero yo. Empezamos .a comprender que nuestra con-
ciencia normal se halla en estado de trance, que lo que hay
en nosotros de más elevado está por lo general suspendido.
Empezamos a sentirnos como extraños dentro de nuestra
propia conciencia normal, como si nuestra propia voluntad
nos fuera impuesta.

Las almas clarividentes, aprisionadas en la tensión que se


da entre lo pródigamente obvio y el silencio clandestino, no
se sienten ofuscadas ni sorprendidas. Observan la intermi-
nable pantomima que tiene lugar en un mundo ostentoso
y turbulento, y saben que el misterio no está allí y nosotros
aquí. La verdad es que estamos todos inmersos en él, im-
buidos de él: somos, en parte, el misterio.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

YO SOY QUE NO SOY

Y dijo Dios a Moisés:

Yo Soy que Soy (sic), y dijo:

Así dirás a los hijos de Israel,

Yo Soy me envió a vosotros.

(Éxodo 3:14)

Estoy dotado de voluntad, pero la voluntad no es mía: es-


toy dotado de libertad, pero es una libertad impuesta a mi
voluntad. La vida es algo que visita mi cuerpo, un préstamo
trascendente; yo no he iniciado ni concebido su valor y su
significado. La esencia de lo que soy no es mía. Yo soy lo
que no es mío. Yo soy que no soy.

En el nivel consciente normal me hallo envuelto en


la conciencia de mí mismo y sostengo que mis actos y
estados se originan en mí y a mí me pertenecen. Pero
al penetrar el yo y ponerlo de manifiesto comprendo
que el yo no se originó en sí mismo, que la esencia del
yo consiste en ser un no-yo: que, en última instancia, el
hombre no es un sujeto sino un objeto.[2]

NO HAY UN SUJETO QUE PUEDA PREGUNTAR

Es fácil formular la pregunta verbalmente: ¿Quién es el su-


jeto cuyo objeto es mi yo? Pero penetrar en la intimidad
de su significado es algo que excede nuestra capacidad de

2  Véase cap. 13.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

comprensión. De hecho, es imposible comprender lógica-


mente sus inferencias. En efecto, al formular la pregun-
ta siempre soy consciente de que soy yo quien pregunta.
Pero en cuanto me conozco a mí mismo como un yo, como
un sujeto, ya no soy capaz de captar el contenido de la pre-
gunta, en la cual soy propuesto como un objeto. Así pues,
en el nivel de la autoconciencia no hay forma de encarar la
cuestión, de formular la pregunta absoluta. Por otra parte,
cuando nos embarga el espíritu de lo inefable, no hay ya
ningún yo lógico que pueda formular la pregunta ni existe
el poder mental que se erija en juez tomando a Dios por
objeto, a Dios, sobre cuya existencia debo decidir. Soy in-
capaz de alzar mi voz ni de formular un juicio. Ya no existe
yo alguno que pueda decir: yo creo que...

En realidad, no existe ningún nivel especulativo en el que


pudiera plantearse la pregunta. O no percibimos el sentido
de la cuestión, o bien cuando comprendemos acerca de qué
deberíamos preguntar ya no existe sujeto lógico alguno ca-
paz de preguntar, de examinar, de indagar.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

7. El Dios de los filósofos

DIOS COMO PROBLEMA ESPECULATIVO

Tradicionalmente, la pregunta última se formula en térmi-


nos especulativos. Si tomamos como punto de partida de
dicha pregunta el mundo o el orden de la naturaleza, pre-
guntaríamos: ¿Sugieren los hechos de este mundo la pre-
sencia o existencia de una inteligencia suprema?

La ciencia se basa sobre el supuesto de que existen en la


naturaleza leyes inteligibles que la mente humana es capaz
de observar, concebir y describir. El científico no inventó
esas leyes intrincadas; ellas existían mucho antes de que él
se dispusiera a explorarlas. De modo pues, que cualquiera
que sea la forma en que tratemos de concebir la realidad
de la naturaleza –como un mecanismo o como un orden
orgánico– ella nos es dada como un todo significante cuyos
procesos están regidos por principios estrictos. Esos prin-
cipios no sólo son inherentes a las relaciones concretas en-
tre los componentes de la realidad, sino que son también
intrínsecamente racionales si nuestra mente es capaz de
comprenderlos.

Pero si la racionalidad opera en la naturaleza, no hay modo


de dar razón de ella sin referirla a la actividad de una inte-
ligencia suprema.

Por lo tanto, la probabilidad de que el Universo haya naci-


do a la existencia sin un designio es infinitesimalmente pe-

www.seminariorabinico.org 67
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

queña, mientras que la probabilidad de que la inteligencia


esté en la raíz de lo existente es tan grande, que ni siquiera
el fundamento de la ciencia goza de mayor verosimilitud.
El surgimiento de un orden universal por puro accidente
–que es una categoría irracional– le resulta mucho menos
plausible a nuestra mente que su surgimiento en manos de
un artífice supra-racional.

No resulta demasiado difícil descubrir ciertas sutiles fala-


cias en las pruebas especulativas. Así, por ejemplo, se pue-
de decir que la presencia de un orden en el mundo no de-
muestra la existencia de una mente divina que se halla por
encima y separada de dicho orden. Sólo podemos inferir de
él la existencia de una causa más alta, pero no la existencia
de un ser que trasciende toda causalidad. O para decirlo
en términos lógicos, el Universo tal como lo concebimos
es un sistema cerrado de relaciones lógicas, y lo más que
de él podemos inferir es una estructura lógica última. Al
presumir la existencia de una mente o de un ser supremo
allende el Universo, pasamos del dominio de la lógica al de
la ontología. En el terreno de la lógica, podría argüirse, no
se justifica presumir la existencia de un ser supremo. Lo
que observamos en la naturaleza es un orden mecánico, no
una conciencia viviente. De ello se sigue que lo único que
la mente humana puede presumir es la existencia de una
mente mecánica superior, una fuerza ciega del destino. Por
lo tanto, como filósofos nos abstenemos de creer en la exis-
tencia de un ser supremo dotado de voluntad e inteligencia.

Semejante abstención responde por entero a nuestros há-


bitos. Nos comportamos como si la naturaleza fuese un ár-
bol que brotó de súbito en alguna anónima tumba primor-
dial y como si nosotros, los hombres, estuviésemos vivos
por error, por azar o por un descuido.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Tratamos al mundo como a un roble poderoso al que los


niños le mochan las ramas mientras los turistas graban sus
nombres en la corteza.

Los argumentos especulativos son o bien cosmocéntricos o


bien antropocéntricos. La fundamentación cosmológica de
la existencia de Dios toma como punto de partida el orden
y la realidad del Universo. Su pregunta es: ¿Cuál es la cau-
sa última de todo lo que existe? El principio de causalidad
sirve como escalera por la cual la mente trepa hasta un ser
supremo; a Él se lo ve como explicación de los hechos na-
turales, como solución científica de un problema. De modo
similar, la argumentación moral de Kant tendiente a pro-
bar la existencia de Dios parte de premisas morales. Para
que la moralidad sea más que un sueño vano es preciso que
se lleve a cabo la unión de la virtud y la felicidad. Ahora
bien, la experiencia nos provee abundantes pruebas de que
en el sistema de la naturaleza empíricamente conocido no
hay dependencia entre felicidad y virtud. Por lo tanto, la
unión no podemos llevarla a cabo nosotros, sino que debe
hacerlo por nosotros un poder supremo. Así, la existencia
de un ser supremo sagrado y absolutamente sabio se con-
vierte en un postulado de la moralidad.

La debilidad esencial de estos argumentos estriba en el he-


cho de que no toman como punto de partida un problema
de orden religioso, sino cosmológico o antropológico. Pero
existe también una situación religiosa singular en la cual
la preocupación primordial de la mente no la constituyen
los problemas de la naturaleza y el hombre –sin dejar de
tomar en cuenta su urgencia e importancia– sino Dios; no
la relación del mundo con nuestras categorías, sino la rela-
ción del mundo con Dios.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

¿ES EL ORDEN LA CUESTIÓN SUPREMA?

Otra deficiencia de las pruebas especulativas de la existen-


cia de Dios radica en el hecho de que aun si su validez fue-
se indiscutible, es muy poco lo que demuestran. ¿Cuál es
el quid de estas pruebas? Todas parten de esta afirmación:
dados ciertos hechos de la experiencia, tales como el orden
racional del Universo, Dios es la hipótesis necesaria para
explicarlos. Puesto que es una conclusión no puede conte-
ner más de lo que implican las premisas, un dios deducido
de la especulación no es, en el mejor de los casos, más que
lo que exigiría nuestro conocimiento finito de los hechos
del Universo, es decir, una hipótesis. Mediante una justifi-
cación racional de nuestro credo podemos arribar a la idea
de que la existencia de Dios es tan verosímil como el éter
en física o el flogisto en química, hipótesis que puede ser
fácilmente refutada o tornarse superflua por un cambio de
premisas. Por lo demás, concediendo que se demuestre la
existencia de un ser dotado de genio y sabiduría supremos,
sigue en pie la pregunta: ¿Por qué habríamos de preocu-
parnos nosotros, pobres criaturas, de la existencia de Él,
el más perfecto? Podemos incluso aceptar la idea de un su-
premo hacedor y aun así decir: “¿Y qué?”. En tanto el con-
cepto de Dios no nos subyuga, en tanto podemos decir “¿y
qué?”, no es de Dios de lo que hablamos, sino de otra cosa.

La idea de un artífice supremo puede constituir una fuente


de seguridad intelectual en nuestra búsqueda del diseño, la
ley y el orden del Universo, al garantizarnos la validez de
la teoría científica. No obstante, aun cuando aceptáramos
el Universo como un golpe de genio, aun cuando viéramos
a las estrellas radiantes de esplendor significativo, aun así
nuestras almas no dejarían de sentirse acosadas por el te-
mor a la futilidad, un temor que no se aliviaría por creer que
en algún repliegue de la recóndita, infinita morada de la di-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

vinidad, existe un pozo de sabiduría. ¿Es el orden nuestra


preocupación suprema? ¿Es el orden el producto más alto
de la divina sabiduría? Anhelamos con más vehemencia sa-
ber si hay un Dios de justicia que descubrir si hay un Dios
de orden. ¿Hay un Dios que junta las lágrimas, que honra
a la esperanza y recompensa las ordalías de los inocentes?
¿O debemos suponer que los imperios del pensamiento, las
empresas piadosas, las armonías y los sacrificios de los ino-
centes y de los modestos son apenas imágenes pintadas en
la superficie del mar?

LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN

La cuestión que debe examinar en primer lugar la filosofía


de la religión no es la creencia, el ritual o la experiencia
religiosa, sino la fuente de todos esos fenómenos, la situa-
ción total del hombre; no la forma en que experimenta lo
sobrenatural, sino por qué lo experimenta y lo acepta. La
pregunta es: ¿Por qué es imperativa la necesidad de reli-
gión en mi vida y en la de todos?

La filosofía de la religión no es la filosofía de una filosofía,


la filosofía de una doctrina, la interpretación de un dogma,
sino la filosofía de sucesos, actos e intuiciones concretas, de
aquello que al hombre piadoso le es dado en forma inme-
diata. Los dogmas son un mero catálogo, una indispensa-
ble tabla de materias. Pues la religión es más que un credo
o una ideología y no se la puede entender si se la desgaja
de la vida real. Surge a la luz en momentos en que nuestra
alma se ve sacudida por una acuciante preocupación acerca
del sentido de todo sentido, acerca de nuestro compromiso
último, que es parte de nuestra existencia misma; en mo-
mentos en que quedan en suspenso todas las certidumbres,

www.seminariorabinico.org 71
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

todas las trivialidades que asfixian nuestra vida, en mo-


mentos en que el alma está sedienta de una vislumbre de
la realidad eterna, en momentos en que discernimos lo re-
pentino indestructible dentro de lo constante perecedero.

Mucho es lo que podemos lograr en nuestra busca de Dios


aplicando métodos racionales, con la condición de recor-
dar que en cuestiones que incumben a la totalidad de la
vida debernos poner en acción las prendas más elevadas de
nuestra personalidad, y en particular nuestro sentido de lo
inefable.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

8. La pregunta última

QUÉ HACE EL HOMBRE CON SU ASOMBRO ÚLTIMO

Las pruebas especulativas son resultado de lo que el hom-


bre hace con su razón. Pero la especulación, como es sabi-
do, no constituye nuestra única fuente de certeza. Por pre-
ciosa que sea la ayuda, la guía vital y la tensión moderadora
de la razón, ella no alivia la carga de ansiedad que el mundo
nos obliga a soportar, la compulsión a preocuparnos por
cosas no convertibles en imágenes mentales. Existe, por
cierto, otra clase de prueba de lo que Dios es y significa. Y
ella es resultado de lo que hace el hombre con su asombro
último, con su sentido de lo inefable.

La humanidad no hubiera podido hacer brotar el inagota-


ble caudal de su conciencia de Dios de la roca de los hechos
finitos, mediante el análisis de las capas geológicas. En ver-
dad, cuando damos un paso más allá del análisis y procu-
ramos ver la roca como roca y reflexionar acerca de lo que
significa ser, la roca aparta el rostro, rehúye nuestro escru-
tinio y lo que queda es más improbable, más increíble que
el misterioso fundamento del ser. Entonces se nos revela
que, salvo en sus avanzadas funcionales, el mundo de lo co-
nocido es un mundo desconocido, que acariciar la idea de
que la vida es transparente y familiar sería como dejarnos
adormecer por un cuento de hadas. Para una mente abierta
libre de la distorsión del hábito intelectual y del precon-
cepto de lo ya conocido, para la sorpresa innata y absolu-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

ta, no existen ni axiomas ni dogmas; sólo hay asombro, el


descubrimiento de que el mundo es demasiado increíble,
demasiado significativo para nosotros. La existencia del
mundo es el hecho más desconcertante, más inverosímil.
Aun nuestra capacidad para la sorpresa está más allá de la
expectativa. En nuestro asombro sin tregua somos como
espíritus que nunca tuvieron conciencia de la realidad ex-
terior y a quienes por vez primera se les revela la existencia
del Universo. ¿Quién puede creerlo? ¿Quién puede conce-
birlo? Debemos aprender a superar la resbaladiza certeza y
a comprender que la existencia del Universo es contraria a
toda expectativa razonable. El misterio es el punto de don-
de partimos sin supuestos, sin argumentos, sin doctrinas,
sin dogmas.

LA RELIGIÓN COMIENZA CON EL SENTIDO DE LO


INEFABLE

El pensar acerca de Dios comienza en la escarpada ribera


de la mente, donde el murmullo se interrumpe de pronto,
donde ya no sabemos cómo vivir nuestro anhelo, nuestro
temor reverencial. Sólo quienes saben vivir espiritualmen-
te en ascuas serán capaces de ir más allá de la ribera sin
añorar las certezas arraigadas en la roca artificial de nues-
tra especulación.

No es la especulación teórica sino el sentido de lo inefable


el que precipita el problema de los problemas. No lo mani-
fiesto, sino lo oculto en lo manifiesto, no la sabiduría, sino
el misterio de la trama del Universo; las preguntas que no
sabemos cómo formular siempre han avivado las llamas de
la ansiedad humana La religión comienza en el sentido
de lo inefable, en la percepción de una realidad que desa-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

credita nuestro saber, que sacude nuestros conceptos. De


ahí que debamos comenzar por lo inefable, ya que de otro
modo no hay problema; de ahí que debamos retornar a la
percepción de lo inefable, ya que de otro modo ninguna so-
lución será adecuada.

LA PREGUNTA ÚLTIMA

Al abordar nuestro problema nos encontramos con un


error nocivo que a menudo da por tierra con los esfuerzos
filosóficos. Pareceríamos olvidar que una pregunta válida
representa más de lo que dice. Así como la naturaleza tie-
ne horror al vacío, así también la vacuidad de pensamiento
tiene horror a los problemas. Para poder inquirir, para bus-
car una respuesta, debe uno poseer cierto conocimiento,
saber cuál es el objeto de su búsqueda. Debe existir una
situación que justifique el surgimiento de la pregunta, una
raison d’être para la presencia de la pregunta en nuestra
mente. Así pues, nuestra primera tarea será rastrear el ori-
gen de la pregunta, recuperar el conocimiento que ella dejó
atrás. A menos que nuestros corazones se abran a lo que
está detrás de la apariencia verbal de la pregunta, ésta pa-
sará de largo ante nosotros, nos eludirá.

Es el reino de lo inefable, antes que el de la especulación, el


clima en el que nace la pregunta última, y es en su morada
natural, en la que el misterio se halla al alcance de todos los
pensamientos, donde se la debe estudiar. En su estado ori-
ginario la pregunta última difiere en su forma del contorno
lógico que adopta cuando se la traslada al nivel abstracto
de la especulación.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Hay un mundo en el que el asombro está muerto, en el que


la pregunta última resulta inalcanzable. El reino de la es-
peculación, donde habitualmente debatimos los méritos de
nuestra pregunta, se halla a distancia abismal de la morada
natal de aquélla, el reino de lo inefable. Cuando por fin la
pregunta llega y se presenta ante nuestra mirada crítica,
ya se ha marchitado como una hoja agostada por el soplo
ardiente de un horno.

Brote que crece curvándose hacia la luz de una realidad úl-


tima, el sentido de lo inefable no se puede trasplantar a la
tierra poco profunda de la mera reflexión. Arrancado de su
medio, por lo general sufre una metamorfosis como una
rosa comprimida entre las páginas de un libro. Reducido a
palabras y definiciones es poco más que un resto desecado
de lo que otrora fuera una realidad viviente.

Si a pesar de ello procuramos abordar la pregunta última


en su forma lógica, deberemos por lo menos tratarla como
a una planta que ha sido desarraigada de su suelo, aleja-
da de sus vientos y soles nativos, privada de su entorno
natural y que sólo puede sobrevivir si se la mantiene en
condiciones que en alguna medida se asemejen al clima
originario. Por ello, aun cuando nuestro pensar se ubique
en un nivel discursivo, nuestra memoria debe permanecer
anclada a nuestras percepciones de lo inefable y nuestra
mente sujeta a un estado de temor reverencial sin el cual
jamás lograremos un lenguaje común con el espíritu de la
pregunta, sin el cual la índole originaria del problema ja-
más se nos revelará.

La cuestión que se halla en juego sólo será aprehendida por


quienes sean capaces de encontrar categorías susceptibles
de mezclarse con lo puro y sin mezcla, y de vaciar lo im-
ponderable en el molde de una expresión única. No basta

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

describir el contenido dado de la conciencia de lo inefable.


Debemos presionar al alma con preguntas, obligándola a
comprender y a desentrañar la significación de lo que le
ocurre al vislumbrar el horizonte último. Al penetrar en
nuestra conciencia de lo inefable, acaso podamos concebir
la realidad que la trasciende.

LA SITUACIÓN QUE GENERA LA PREGUNTA

Nuestro punto de partida no es la visión de lo oculto e


inescrutable; desde la niebla sin fin de lo desconocido mal
podríamos arribar a la comprensión de lo conocido. Es la
tensión entre lo conocido y lo desconocido, lo ordinario y
lo sagrado, lo accesible y lo inefable, es esa tensión la que
llena los momentos de nuestras intuiciones.

Nuestra pregunta última no surge porque tropezamos en


medio de una niebla de ignorancia contra un muro de enig-
mas insondables. No preguntamos porque somos pobres
de espíritu y carentes de conocimiento; preguntamos por-
que percibimos un espíritu que excede nuestra capacidad
para abarcarlo. Debemos nuestra pregunta a algo que no
es menos sino más que lo conocido. Preguntamos porque
el mundo es demasiado para nosotros, porque lo conocido
está pletórico de maravilla, porque el mundo está henchido
de aquello que es más que el mundo tal como lo entende-
mos.

La pregunta acerca de Dios no es una pregunta acerca de


todas las cosas, sino una pregunta de todas las cosas; no
es una indagación en lo desconocido, sino una indagación
de aquello que todas las cosas significan, de aquello de lo
cual son representación; es una pregunta que formulamos

www.seminariorabinico.org 77
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

por todas las cosas. No la formulamos en categorías de ra-


zón sino en actos en los que nos movilizamos más allá de
las palabras. La mente no sabe cómo formular la pregunta,
pero el alma la suspira, la canta, la implora.

MÁS ALLÁ DE LAS COSAS

Cuando tratamos de resolver un problema racional debe-


mos ante todo examinar lo que le es dado a nuestra mente
y lo que las categorías mentales son capaces de comunicar.
También en nuestro caso debemos aplicar todo lo que co-
nocemos acerca de lo que le es dado a la incomprensión
más alta del hombre, a su puro asombro desnudo, y lo que
la intuición de lo inefable comunica a nuestra conciencia.
Recordemos un hecho fundamental: la existencia de una
percepción universal no discursiva de lo inefable, es decir
un sentido de significación trascendente, un percatarnos
de que el Universo posee un sentido que excede nuestra ca-
pacidad de comprensión. El conocimiento racional incluye
siempre elementos alógicos, tales como una confianza ini-
cial en la veracidad de nuestras facultades y una confianza
continua, una suerte de fe, en la hipótesis más razonable.
La percepción de lo inefable nos obliga a tener fe en un
significado no revelado y nos impide desestimar lo desco-
nocido. La pregunta que se plantea es si también en este
terreno la mente se ve naturalmente arrastrada hacia una
hipótesis razonable, si es esa hipótesis la que anhela.

Ciertamente, lo que la mente anhela es lo razonable como


tal y a ello se siente arrastrada. Pero el placer y la esencia
de lo razonable estriban en su afinidad con nuestra men-
te. Cuando decimos que algo es razonable queda implícito
que es razonable para nosotros y que podemos incorporar-

78 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

lo a nuestro sistema de conceptos. Lo inefable, en cambio,


es significante sin ser razonable; como si se hallara fuera
de lugar en nuestro cerebro, no se somete al análisis ni se
ajusta a nuestras categorías. No es, además, una idea a la
que se llega mediante abstracciones, sino que se la apre-
hende en forma concreta e inmediata; no se aplica como
una ley general a fenómenos particulares, sino que es algo
no orgánico, una relación, algo que no se encuentra dentro
de los hechos sino que los excede.

Sin embargo, tal como lo hemos mostrado, la realidad del


sentido inefable se halla fuera de disputa. Su certificado de
existencia es el imperativo del pavor reverencial, un certi-
ficado universal que todos ratificamos y sellamos estreme-
cidos y temblorosos, no porque lo deseemos sino porque
estamos abrumados y no podemos arrostrarlo. ¡Hay tanto
más sentido en la realidad del que mi alma es capaz de ab-
sorber! Y cuando comienzo a deletrear la frase infinita de
mi estupor y a decir lo que percibo, me percato de que toda
percepción es una externalización, que la esencia empieza
donde termina la percepción. Percibo que la esencia supe-
ra mi capacidad de percepción y ese percibir es demasiado
coherente, abrumador y universal para ser ilusorio.

La pregunta última, por lo tanto, no es una creatio ex nihilo


de la mente sino una reiteración en la mente de lo que le es
dado al alma. La señal que apunta a lo que trasciende todas
las cosas nos es dada con la misma inmediatez con que se
nos dan las cosas mismas. Su presencia es un hecho como
cualquier otro; es, en verdad, mucho más: es un hecho den-
tro de todos los hechos. Pues si bien es cierto que los aspec-
tos concebibles de la realidad se hallan próximos a nuestra
experiencia, en el interior de la experiencia nos topamos
con el misterio. Mientras nuestra mente se adhiere a las
cosas, nuestra alma es transportada más allá de las cosas.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

UNA PRESENCIA ESPIRITUAL

Todos los hombres comparten la percepción del misterio.


Empero, como hemos visto, a menudo se equivocan y to-
man lo que perciben como algo separado de su propia exis-
tencia, como si sólo hubiese maravilla en lo que ven, no en
el acto mismo de ver, como si el misterio fuese meramente
un objeto de observación. Un pensar libre, incondiciona-
do, abre nuestra mente al hecho de que el misterio no está
separado de nosotros mismos, que no es una cosa lejana
como un arco iris en el cielo; el misterio está a la intem-
perie, en todas las cosas que nos rodean, no sólo allí don-
de hay más de lo que los sentidos pueden captar. Aquellos
para quienes la percepción de lo inefable es un estado espi-
ritual constante saben que el misterio no es una excepción
sino un aire que envuelve todo lo que es, un marco espiri-
tual de la realidad; no algo separado y distinto, sino una
dimensión de toda existencia.

Ellos aprenden a sentir que toda existencia se halla rodeada


por una presencia espiritual, que la vida no es propiedad
del yo, que el mundo es una casa abierta en la que la pre-
sencia del dueño se halla tan bien disimulada que a menu-
do confundimos Su discreción tomándola por inexistencia.

Un hálito sagrado flota sobre todas las cosas y en ciertos


momentos las hace aparecer ante nuestros ojos como obje-
tos de meditación trascendente, como si ser significara ser
pensado por Dios[3], como si toda vida externa estuviera
rodeada por una vida interna, por un proceso que trans-
curre en una mente, un proceso pensante, intencional. Los
números, las relaciones abstractas, expresan en esencia tan
poco como lo que la cantidad de miembros de una familia

3  Véase cap. 13.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

revela acerca de su historia singular. Hablar de vida inter-


na, de ser pensado, es, claro, un símil, pero al referirnos a
la esencia última sólo podemos comunicarnos con símiles.

Para el hombre religioso es como si las cosas se halla-


ran de espaldas a él, el rostro vuelto hacia Dios, como si
la calidad inefable de las cosas consistiera en el hecho
de que son un objeto del pensamiento divino. Al igual
que al tocar un árbol sabemos que el árbol no es el fin del
mundo, que el árbol se yergue en el espacio, así también
sabemos que lo inefable –lo que hay de sagrado en la jus-
ticia, la compasión y la veracidad– no es el fin del espíri-
tu, que los valores últimos sobreviven a nuestros juicios
erróneos, nuestros desprecios y nuestros repudios, que
si el sentido tiene sentido no es merced a la mente del
hombre, que si la belleza es bella no es por gracia del
hombre.

El alma del hombre penetra en una realidad que no sólo


es distinta de ella como lo es en los actos de percepción
corrientes; penetra en una realidad que es más alta que el
Universo. Comparada con la gloria de esa realidad nues-
tra alma es como un soplo comparado con todo el aire del
mundo. La percepción de esa realidad en la que penetra-
mos nos resulta más preciosa que nuestra propia existen-
cia. La idea de esa realidad es demasiado poderosa para
poder ignorarla y demasiado sagrada para poder absorber-
la. Es un pensamiento en el cual participamos. Es como si
la mente humana no estuviese sola al pensarlo, sino que el
pensamiento llenara el Universo entero. Nuestro asombro
ya no se dirige a las cosas, sino que nos asombramos con
todas las cosas. No pensamos acerca de las cosas; pensa-
mos por todas las cosas.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

9. En presencia de Dios

DE SU PRESENCIA A SU ESENCIA

El sentido de lo inefable pone al alma en presencia del as-


pecto divino del Universo, de una realidad más alta que
el Universo. Sin embargo, al declarar que ser significa ser
pensado por Dios, que el Universo es un objeto del pensa-
miento divino, hemos afirmado la existencia de un ser que
está más allá de lo inefable. ¿Cómo sabemos que Dios es
más que la dimensión sagrada, más que un aspecto o un
atributo del ser? ¿Cómo pasamos de la condición alusiva
del mundo a un ser a quien el mundo alude?

Al pensar en el nivel de lo inefable no partimos de la idea


preconcebida de un ser supremo al que poseemos, procu-
rando determinar si Él es en realidad como es en nuestra
mente. La percepción que abre nuestra mente a la existen-
cia de un ser supremo es una percepción de la realidad, la
percepción de una presencia divina. Mucho antes de alcan-
zar cualquier conocimiento acerca de Su esencia, poseemos
la intuición de una presencia divina.

Es en este punto donde la vía de lo inefable difiere de la


vía especulativa. En esta última pasamos de una idea de
la esencia de Dios a la creencia en su existencia, mientras
que en aquella pasamos de la intuición de su presencia a
la comprensión de Su esencia.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

EL ALBOREAR DE LA FE

El sentido de lo inefable no nos proporciona una percep-


ción de Dios. Sólo nos conduce a un plano en el que nadie
puede permanecer insensible y calmo, impertérrito y se-
guro de sí mismo; donde podemos repudiar Su presencia
mas no negarla y donde, en última instancia, la fe en Él es
el único camino.

Una vez que nuestra alma desnuda se abre a la omnipre-


sencia de lo inefable, no podemos ordenarle que deje de
estremecernos con su apremiante asombro. Es como si no
hubiese más que signos e indicios ocultos del solo y único
verdadero sujeto, cuyo objeto críptico es el mundo.

¿Quién encendió el portento ante nuestros ojos y el porten-


to de nuestros ojos? ¿Quién hizo brotar el relámpago en las
mentes y nos impuso el quemante imperativo de sentirnos
sobrecogidos por lo sagrado, un imperativo tan inextingui-
ble como la visión de las estrellas?

QUÉ HACER CON EL ASOMBRO

El comienzo de la fe no es la vislumbre del misterio de la


vida ni la sensación de asombro, miedo o pavor reverencial.
La raíz de la religión es la pregunta acerca de qué hacer con
la vislumbre del misterio de vivir, qué hacer con el miedo,
el asombro, el pavor. La religión, el fin del aislamiento, em-
pieza cuando tomamos conciencia de que se nos pregunta
algo. En ese tenso, eterno preguntar está prisionera el alma
y es él el que induce la respuesta del hombre.

El asombro no es un estado de goce estético. El asombro


interminable es interminable tensión, una situación en la

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

que nos choca la insuficiencia de nuestro pavor, la debili-


dad de nuestra reacción, y en la que nos sentimos los desti-
natarios de la pregunta última.

El asombro sin fin da libre curso a un sentido innato de


obligación, de que estamos en deuda. En nuestro pavor re-
verencial no cabe la afirmación del yo. En nuestro pavor
reverencial sólo sabemos que todo lo que poseemos lo de-
bemos. El mundo no consta de cosas, sino de deberes. El
asombro es un estado en el que se nos formula una pregun-
ta. Lo inefable es una pregunta dirigida a nosotros.

Lo único que se nos da es una opción: responder o negar-


nos a responder. Sin embargo, cuanto más profundamente
escuchamos, tanto más nos despojamos de la arrogancia y
la indiferencia que nos permitirían –sólo ellas– negarnos
a responder. Portamos una carga de maravilla y estamos
deseosos de cambiarla por la simplicidad de saber para qué
vivir; no podemos ni abandonar la carga, ni seguir lleván-
dola a cuestas sin saber a dónde la llevamos.

Cuando estalla un incendio que amenaza destruir nuestro


hogar no nos detenemos a averiguar si el peligro que en-
frentamos es real o producto de nuestra imaginación. No es
ése el momento indicado para estudiar el principio quími-
co de la combustión ni para investigar quién es culpable del
estallido del incendio. Cuando la pregunta última estalla en
nuestra alma, es demasiado sobrecogedora, lleva una carga
demasiado pesada de inenarrable asombro como para ser
una pregunta teórica, como para hallarse suspendida en un
punto equidistante del sí y del no. No es ése el momento
para arrojar dudas sobre la razón en torno a la formulación
de la pregunta.

84 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

¿QUIÉN ES EL ENIGMA?

Cuando pensamos con toda nuestra mente, con todo nues-


tro corazón, con toda nuestra alma, cuando nos percatamos
de que el yo no puede valerse por sí solo, comprendemos
que las más sutiles explicaciones son espléndidos enig-
mas, que Dios es más verosímil que nuestro propio yo, que
el enigma no es Dios, sino que lo somos nosotros. Cuan-
do nuestro espíritu entero fulgura con la pregunta eterna
como un rostro al contemplar una poderosa hoguera, no
nos sentimos movidos a preguntar “¿dónde está Dios?”,
pues esa pregunta implicaría que nosotros, los que pregun-
tamos, estamos presentes, mientras que Dios está ausente.
En el reino de lo inefable, donde nuestra propia presencia
es increíble, no preguntamos dónde está Dios. Sólo pode-
mos exclamar: ¿Dónde no está Él?; ¿Dónde estamos noso-
tros?; ¿Cómo es posible nuestra presencia?

En el momento en que por vez primera nos golpea la pre-


gunta última, confesamos sin reservas nuestra incapacidad
para enfrentar el mundo sin un ser que está más allá del
mundo. En esencia, nuestra pregunta es una certeza, una
respuesta enmascarada. Porque una vez que aceptamos la
validez de la pregunta, ya la hemos respondido afirmativa-
mente. El hecho de que nuestra mente no consiga encontrar
pruebas de la presencia de Dios es apenas una admisión
implícita de que consideramos tan perfecta a la naturaleza
como para que resulte imposible detectar huella alguna de
su dependencia de lo sobrenatural; es como si Dios hubiese
irradiado un esplendor destinado a ocultar Su presencia.

Aun así, hay una dimensión en la que Dios no se halla ocul-


to, en la que percibimos Su presencia detrás del esplendor.
¿Pero somos capaces de expresar lo que sentimos? ¿Somos
capaces de hacer patente la razón profunda de nuestra cer-

www.seminariorabinico.org 85
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

tidumbre acerca de la existencia de un ser de gloria supre-


ma?

El interrogante que entonces se nos plantea no es si hay


un Dios, sino si sabemos que hay un Dios; no si Él existe,
sino si somos lo bastante inteligentes como para proponer
razones adecuadas para afirmarlo. El problema es: ¿Cómo
se lo decimos a nuestra mente?; ¿Cómo superamos las an-
tinomias que nos impiden saber en forma clara y nítida qué
significa Dios?

LA PREGUNTA INVENCIBLE

La percepción de lo divino, que en un comienzo irrumpe


como un sentimiento de asombro resplandeciendo a través
de la indiferencia, como una compulsión a percatarnos de
lo inefable, crece en forma imperceptible, como un pelo,
se transforma en inquietud y ansiedad hasta erizarnos con
una preocupación insoportable que nos priva de bienestar
y serenidad, obligándonos a volcarnos a metas que no nos
atraen ni responden a nuestros intereses personales. Con
toda nuestra fuerza, con todo nuestro orgullo, con toda
nuestra confianza en nosotros mismos procuramos enfren-
tar, reprimir y combatir esa preocupación por lo ignorado,
por lo ilimitado, por aquello a lo cual ni mente, ni voluntad
ni aun nuestra propia vida pueden ponerle trabas. Preferi-
ríamos ser prisioneros, siempre que nuestra mente, nues-
tra voluntad, nuestra pasión y nuestra ambición fuesen los
cuatro muros de la celda. En verdad, ¿qué podría ser más
agradable que vivir en la seguridad de las certezas, si no
fuera por esa corrosiva preocupación que hace añicos todas
las conclusiones?

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

¿Cuál es la índole de esa preocupación impuesta a la que


con tanta vehemencia nos resistimos? Es una preocupación
que no nos pertenece: una presión que pesa sobre nosotros
al igual que sobre todos los hombres. No imparte palabras;
sólo pregunta, sólo llama. Planta ante nosotros una pre-
gunta, un mandato al que nuestro corazón hace eco como
una campana poderosa, como si fuese el único sonido en el
silencio infinito y nosotros los únicos capaces de respon-
derle. Nuestra mente, nuestra voz, son demasiado toscas
para modular una respuesta. Es una pregunta que exige
como respuesta nuestro ser entero. Ya no sirven a modo de
respuesta nuestras palabras, nuestras posesiones, nuestros
logros. Las teorías y las explicaciones se desvanecen como
meras digresiones. Cesamos de tomar las respuestas por
la pregunta, los árboles por el bosque. No hay ya ni cielos
ni mares, ni pájaros ni árboles; sólo hay una pregunta, y la
pregunta es inefable.

EN BUSCA DE UN ALMA

La pregunta insondable que nos persigue, la pregunta que


no encaja en nuestra curiosidad intelectual, nos atrapa en
su lucha por abrirse camino hacia nuestra mente, en su
búsqueda de un alma que se consagre por comprenderla.

No podemos cuestionar la pregunta suprema e invencible


que se extiende frente a nosotros, que se abre a nosotros
como el tiempo, incesante, implorando como una voz que
se hubiese fundido con el silencio.

No existe conocimiento que pueda responder al asombro


infinito, que pueda contener la marea de su silencioso de-
safío. Cuando nos abruma el asombro infinito, toda infe-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

rencia es una torpe regresión; en momentos tales el silo-


gismo no es incontrovertible, pero sí lo es la intuición. En
momentos tales nuestra afirmación lógica, nuestro decir
“sí” se asemeja a una burbuja de pensamiento en la ribera
de un mar eterno. Comprendemos entonces que nuestra
preocupación no es: ¿Qué podemos saber?; ¿Cómo podría-
mos abrir a Dios el camino de nuestra mente? Nuestra pre-
ocupación es: ¿A quién pertenecemos? ¿Cómo podríamos
abrir nuestras vidas a Dios?

Cuando deja de actuar la afirmación del yo, cuando com-


prendemos que el asombro no es un logro nuestro, que el
estremecimiento del estupor radical no depende sólo de
nosotros, ya no podemos asumir el papel de examinador,
de sujeto en busca de un objeto, tal como buscamos una
causa cuando percibimos el trueno. El asombro último no
es igual a la curiosidad. La curiosidad es el estado de una
mente en busca de conocimiento, en tanto que el asombro
último es el estado del conocimiento en busca de una men-
te, es el pensamiento de Dios en busca de un alma.

Lo decisivo no es el momento existencial de desesperación,


la aceptación de nuestra propia bancarrota sino, por el con-
trario, la comprensión de nuestro gran poder espiritual, el
poder de curar lo que está fracturado en el mundo, la com-
prensión de que somos capaces de responder a la pregunta
de Dios.

La fe no es producto de nuestra voluntad. Ocurre sin in-


tención, sin voluntad. Las palabras expiran al ser pronun-
ciadas y la fe es como el silencio que acerca a los amantes,
como una respiración que es parte del viento.

No es una inferencia a partir de premisas lógicas ni el re-


sultado de un sentimiento lo que nos lleva a creer en Su
existencia; no es una idea a la que se llega merced a la ob-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

servación pasiva o ahondando en el alma para escuchar


nuestra voz interior. No creemos porque arribemos a una
conclusión o porque nos invada una emoción. Lo que nos
lleva a la fe es un giro en el interior de la mente, producido
por un poder que está más allá de la mente; lo que nos obli-
ga a creer, es el choque con lo increíble.

LA PREMISA DE LA ALABANZA

La prueba especulativa no es un preludio de la fe. Los an-


tecedentes de la fe son la premisa del asombro y la pre-
misa de la alabanza. Alabamos antes de probar. Mientras
que respecto de otras cuestiones dudamos antes de decidir,
respecto de Dios cantamos antes de decir. A menos que se-
pamos alabar a Dios no podemos aprender a conocerlo. La
alabanza es nuestra primera respuesta al asombro. En ver-
dad, enfrentados con lo sublime, ¿qué otra cosa podríamos
hacer más que alabar, arder en la llama de nuestra impo-
tencia para decir lo que vemos y sentirnos avergonzados
por no saber cómo agradecer el don de ver?

Sentirse embargado por el temor de Dios no significa al-


bergar un sentimiento, sino participar de un espíritu infuso
en todos los seres. “Todos agradecen, todos alaban, todos
dicen: no hay nadie como Dios”. En tanto acto de recono-
cimiento personal, nuestra alabanza sería fatua; sólo tiene
sentido como acto mediante el cual nos unimos al cantar
infinito. Alabamos con los guijarros del camino, que son
cual asombro petrificado, con todas las flores y los árboles,
que parecen hipnotizados en silenciosa devoción.

Cuando alma y cuerpo concuerdan, nace la fe. Pero antes


nuestros corazones han de conocer el estremecimiento de
la adoración.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

DEJAR OBRAR A LA INTUICIÓN

Nuestra percepción de Dios es una sintaxis del silencio en


la cual nuestras almas se confunden con lo divino, en la
cual lo inefable que habita en nosotros comulga con lo in-
efable que está más allá de nosotros. Es el resplandor últi-
mo de años en los que alma y cielo permanecen juntos en
silencio, el resultado de certidumbres acumuladas acerca
de la abundante, perenne presencia de lo divino. Lo único
que deberíamos hacer es dejar obrar a la intuición y prestar
oído a la certeza recóndita del alma, su certeza de ser un
paréntesis en el inmenso manuscrito de la palabra eterna
de Dios.

La gran intuición no se logra razonando o deduciendo el


más allá a partir del aquí. En el reino de lo inefable Dios
no es una hipótesis inferida de supuestos lógicos, sino una
intuición inmediata, evidente e incontrovertible como la
luz. No es algo que debamos buscar en la oscuridad con
la luz de la razón. Frente a lo inefable Él es la luz. Cuando
se produce la comprensión última, ella es como un relám-
pago, llega de súbito. Para las mentes reflexivas lo inefa-
ble es críptico, inarticulado: puntos, marcas de significado
secreto, indicios dispersos que hay que reunir, descifrar y
ordenar hasta constituirlos en una prueba; en cambio, en
momentos de intuición lo inefable es una metáfora en una
lengua materna olvidada.

Así pues, la conciencia de Dios no llega por grados, de la


timidez a la temeridad intelectual, de la conjetura y la re-
nuencia a la certidumbre; no es una decisión que se toma
en la encrucijada de la duda. Llega cuando, perdidos en el
yermo, sin rumbo, divisamos de pronto la inmutable estre-
lla polar. El alma emerge entonces de la ansiedad sin fin, de
la negación y la desesperanza y estalla en un llanto mudo.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

DIOS BUSCA AL HOMBRE

Golpear tímidamente a distantes puertas de silencio pre-


guntando si hay un Dios en alguna parte, no es el camino.
Todos poseemos la facultad de descubrir en la piedra o el
árbol más próximos, en el sonido o el pensamiento más
cercanos, el refugio de Su bondad tantas veces profanada;
allí aguarda Dios que el corazón del hombre se entregue
a Su voluntad. Dura faena es percibir la manifestación de
lo divino en este mundo de lucha y envidia. Sin embargo,
una fuerza que viene de más allá de la conciencia se hace
presente con su grito admonitorio para recordarle al hom-
bre que el disoluto fracasará en su rebelión contra el bue-
no. Quien esté dispuesto a ser un eco de esa voz suplicante
abrirá su vida a la comprensión de lo oculto en el desierto
de la indiferencia. Dios busca nuestra devoción constan-
temente, persistentemente; Dios sale a nuestro encuentro
apenas anhelamos conocerlo.

La religión no nace de la curiosidad intelectual, sino del


hecho y la experiencia de la pregunta que se nos formula.
Mientras estructuramos y rumiamos nuestras propias pre-
guntas, ni siquiera sabernos cómo preguntar. Sabemos de-
masiado poco para poder inquirir. La fe no es el producto
de la búsqueda y el esfuerzo, sino la respuesta a un desafío
que nadie puede ignorar por siempre. El introductor de la
fe no es un problema, sino una exclamación. La filosofía
comienza en la pregunta del hombre; la religión comienza
en la pregunta de Dios y la respuesta del hombre.

Aquel que elige una vida de supremo esfuerzo en pos del


premio supremo, el vital e incomparable premio de Dios,
siente por momentos como si el espíritu de Dios se posara
sobre sus pestañas, cerca de sus ojos, aunque sin mostrarse
nunca. Aquel que ha comprendido que el sol y las estre-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

llas y las almas no deambulan en el vacío, aquel mantendrá


su corazón dispuesto para la hora en que el mundo esté
hechizado. Porque las cosas no son mudas, el silencio está
pletórico de demandas, a la espera de un alma que inhale
el misterio que exhalan todas las cosas en su afán de comu-
nión. Del mundo emerge el mandato de insuflar en el aire
un canto embelesado a Dios, de encarnar en las piedras un
mensaje de humilde belleza y de instilar en el corazón de
todos los hombres una plegaria por la bondad.

LA PREOCUPACIÓN IMPUESTA

El mundo en que vivimos es una vasta jaula en el interior


de un laberinto, alta como nuestra mente, ancha como
nuestra fuerza de voluntad, larga como el espacio de nues-
tra vida. Quienes nunca han llegado a la verja ni han visto
lo que hay más allá de la jaula, ignoran una libertad con
la cual pudieran soñar; así, están dispuestos a rebelarse y
morir por civilizaciones que vienen y van y se hunden en el
abismo del olvido, un abismo que jamás logran llenar.

En nuestra era tecnológica el hombre fue incapaz de con-


cebir este mundo más que como un instrumento para su
propia realización. Se ungió a sí mismo soberano de su
destino, capaz de plasmar estirpes, de adaptar una filoso-
fía a sus necesidades transitorias y de crear una religión a
su gusto. Postuló la existencia de un Poder que le sirviera
como garantía de su propia realización, como si Dios fuese
un lacayo destinado a satisfacer las necesidades del hom-
bre y ayudarlo a extraer el máximo de la vida.

Pero aun aquellos que se golpearon la cabeza contra la


reja de la jaula y descubrieron que la vida es una suma de

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

problemas que ellos son incapaces de resolver, que el afán


de posesividad que llena calles, hogares y corazones con
su clamor y estridencia se ve constantemente burlado por
la ironía del tiempo, que la auto-destructividad arrasa con
nuestro espíritu constructivo, aun esos prefieren la dieta
suntuosa y refinada de la jaula al esfuerzo de buscar la sa-
lida del laberinto para procurar la libertad en la oscuridad
de lo desconocido.

Otros, en cambio, incapaces de soportarlo, desesperan.


Agotada su capacidad de fe, no tienen meta por la cual lu-
char ni fuerzas para buscarla. Pero de pronto, en un mo-
mento que llega como un rayo, un chispazo de lo descono-
cido hace pedazos nuestra oscura apatía. Es un momento
fulgurante y poderoso, como un punto en el que convergen
los momentos todos de la vida o un pensamiento superior
a todos los que alguna vez pudimos concebir. Hay tanta luz
en nuestra jaula, en nuestro mundo, como si éste se halla-
ra suspendido entre las estrellas. De improviso la apatía se
troca en esplendor. Lo inefable ha irrumpido en el alma.
Ha entrado en nuestra conciencia como un rayo luminoso
en un lago. La refracción de ese rayo penetrante produce
un giro en nuestra mente: estamos penetrados por la intui-
ción de Dios. Ya no podemos pensar como si Él estuviese
allá y nosotros acá. Él está al mismo tiempo allá y acá. Él no
es un ser, sino el ser, dentro y más allá de todos los seres.

Un temblor se apodera de nuestros miembros; nuestros


nervios sacudidos vibran como cuerdas, nuestro ser en-
tero se estremece. Es entonces cuando un grito nacido de
lo más hondo de nosotros mismos llena el mundo que nos
rodea como si de pronto hubiera de alzarse una montaña
frente a nuestros ojos. Es una sola palabra: DIOS. No es
una emoción, no es un sentimiento que nos agita, sino una
fuerza, una maravilla que nos trasciende, que hace estallar

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

el mundo en pedazos. La palabra que significa más que el


Universo: sagrado, sagrado, sagrado, esa palabra no po-
demos aprehenderla. Sólo sabemos que significa infinita-
mente más de lo que podemos expresar. Turbados, presas
de vértigo, apenas si podemos tartamudear: Él, que es más
que todo lo que es, Él, que habla a través de lo inefable,
cuya pregunta es más de lo que nuestra mente puede res-
ponder; Él, para quien nuestra vida puede ser el balbuceo
de una respuesta.

Una inspiración pasa; el estado de inspiración que una vez


experimentamos, no cesa jamás. Perdura como una isla en
medio del desasosiego del tiempo, una isla hacia la cual na-
vegamos en la estela del asombro inmarcesible. Atrás deja-
mos un afán, un anhelo, un sentimiento de vergüenza por
si alguna vez cayera sobre nosotros la mácula del olvido...

Acaso seamos capaces de decir que no, si decidimos ali-


mentar a nuestra mente de soberbia y fatuidad, persistir
en el doblez y negarnos a ser fieles a lo que percibimos,
a avalar lo que sentimos. Mas no hay hombre que no se
sienta estremecido durante un instante por lo eterno. Y si
alegamos no tener corazón para sentir ni alma para oír, im-
ploremos el don de las lágrimas o la vergüenza.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

10. Dudas

Más tarde, cuando el sentido de lo inefable mengua y la


coerción de las intuiciones invasoras empieza a desvane-
cerse, la pregunta eterna parece desentonar en medio del
ajetreo de la posesividad y el pensamiento cotidiano y ruti-
nario. A fuerza de ser honesta, la mente proclama sus du-
das. El encuentro con lo inefable, en el cual nos percatamos
de la existencia de un ser allende lo inefable, ¿puede consi-
derarse una fuente segura de saber? Tal encuentro podría
no ser más que un soliloquio, y el conocimiento que nos
proporciona nada más que una ficción de la mente, un pro-
ducto de la voluntad.

No poseemos, por cierto, pruebas que nos permitan de-


mostrar a los demás que la preocupación imperecedera en
la que hemos sido iniciados no es una efusión de nuestros
propios corazones. Si ni siquiera es posible demostrar la
receptividad, la respuesta a lo inefable, tanto menos po-
demos alumbrar aquello a lo cual respondemos, como si
hiciéramos arder el matorral con la llama de Dios para que
todos los hombres pudieran verla.

Nadie, sin cometer perjurio con su alma, puede atestiguar


la no existencia de Dios, pues quienes se ocultan culposos,
quienes siempre están ausentes cuando Dios está presente,
sólo tienen derecho a presentar una coartada por su inca-
pacidad para prestar testimonio.

En su forma lógica la pregunta primordial es un desafío


siempre presente con el que nos topamos por doquier y que
no hay forma de ignorar. El hombre no puede permitirse

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

una actitud prescindente respecto de una realidad de la


cual dependen el sentido y el modo de su existencia. Así, se
ve arrastrado hacia alguna suerte de afirmación. Cualquie-
ra que sea la decisión que adopte, acepta implícitamente o
bien la presencia de Dios, o bien lo absurdo de negarla. El
sinsentido de la negación es demasiado monstruoso para
resultar concebible, ya que implica que el Universo está
solo, salvo por la compañía del hombre, que la mente hu-
mana supera a todo lo existente en el Universo y más allá
de él. A menos que olvidemos lo que nos ocurre en el estado
de pura percepción de lo inefable, en nuestro mudo estu-
por, cuando descartamos la mayoría de nuestros conceptos
y el yo y la soberbia se repliegan, no podemos sostener que
el hombre posee el monopolio de la mente y el alma, que él
es el único ser vivo y consciente dentro del Universo y más
allá de él, que no hay espíritu salvo el espíritu del hombre.
Quienes están abiertos a lo inefable se guardarán de la es-
quizofrenia espiritual, es decir de la pérdida de contacto
con el misterio de la vida que nos rodea en todas partes y en
todo momento. Por otro lado, quien afirma la existencia de
Dios, aunque no logre defender la coherencia epistemoló-
gica de su juicio, es consecuente con su percepción viviente
de lo inefable.

El sentido de lo inefable precede a las dudas y es más fuerte


que ellas. Las pruebas lógicas de la existencia de Dios de-
fraudan a quienes se han sentido sacudidos por aquello que
los conceptos procuran determinar.

Al tratar de demostrar o refutar la existencia de Dios seme-


jamos marionetas danzantes que, incapaces de saber con
qué fin y cómo son capaces de danzar, se atrevieran a dic-
taminar si hay o no alguien que tira de los hilos. Aquellos a
quienes les resulta imposible subsistir con la dieta racional
del alma racional no podrán cumplir la solemne ceremo-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

nia de otorgar a Dios un reconocimiento de jure después


que Su existencia haya sido concluyentemente demostrada
y debidamente confirmada.

Cuando el alma no está inflamada no hay luz especulativa


capaz de iluminar las tinieblas de la indiferencia. Ninguna
demostración lógica de la existencia de Dios, por magistral
que sea, ningún análisis de los intrincados conceptos tradi-
cionales de Dios logrará dispersar las tinieblas. Los hom-
bres casi han desaprendido el arte de convencerse de la
realidad última mediante abstracciones, y la austera digni-
dad de las pruebas lógicas abstractas rara vez se impone a
los recelos de la inercia intelectual. Sería ingenuo suponer
que el hombre moderno perdió la fe debido a la refutación
que hizo Kant de las pruebas clásicas de la existencia de
Dios. El hombre perdió la fe mucho antes de que comenza-
ra su escepticismo.

Las pruebas pueden contribuir a proteger la certidumbre,


mas no a instaurarla: en esencia, son explicaciones de lo
que en forma intuitiva ya nos resulta claro.

El que busca a Dios para confirmar sus dudas, para apla-


car su escepticismo o para satisfacer su curiosidad, yerra el
blanco y pierde de vista el centro de la cuestión. La busca
de Dios comienza por la comprensión de que el problema
es el hombre, de que el hombre es un problema para Dios
más de lo que Él lo es para el hombre.

Si lo divino fuese una noción compleja podríamos sospe-


char que se trata de un producto de la fantasía, de una com-
binación de características que se encuentran por separado
en el mundo y a las que la imaginación reúne en un solo
ser. Pero lo divino como primera intuición, antes que un
compuesto de características halladas en el mundo, es una

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

realidad que trasciende tanto el poder de la mente como el


orden del mundo.

Lo divino es demasiado inefable para ser un producto de


la mente humana: es demasiado grave, exigente y supremo
para ser resultado de una expresión de deseos. ¿De dón-
de podría provenir la conciencia de un ser supremo sino
de una intuición intransferible de Su condición suprema?
Podría, no obstante argüirse: ¿acaso no abrigamos muchas
veces creencias que a la postre resultan ilusorias? Es cierto:
cruzando el desierto en automóvil creemos ver una casa y
al acercarnos comprobamos a menudo que era un espejis-
mo. Pero no podemos creer que un cuadro representa una
casa si no existe el objeto casa como tal.[4]

La objeción central a la creencia en la existencia de Dios es


que semejante creencia pasa de los datos mentales a algo
que excede los alcances de la mente. ¿Qué nos asegura que
una idea que acaso nos veamos obligados a albergar aseve-
re la existencia de una realidad que supera los alcances de
la mente? La objeción es válida en el terreno especulativo.
Empero, como hemos visto, la certidumbre de la existencia
de Dios no se produce como corolario de premisas lógicas,
como un salto desde el dominio de la lógica al de la onto-
logía, desde una presunción a un hecho. Por lo contrario,
es la transición de una aprehensión inmediata a un pensa-
miento, de un sentirnos sobrecogidos por la presencia de
Dios a un percatarnos de Su esencia.

Al percibir la dimensión espiritual de todo lo existente nos


percatamos de la absoluta realidad de lo divino. Al for-
mular un credo, al aseverar “Dios existe”, nos limitamos
a hacer descender una realidad sobrecogedora al nivel del

4  Véase de Ch. S. Peirce, Collected Papers, 6.493.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

pensamiento. Nuestra creencia no es más que una idea a


posteriori.

En otras palabras, cuando creemos en la existencia de Dios


no se trata de que primero poseamos una idea y luego pos-
tulemos la equivalencia óntica de esa idea, o para usar una
frase de Kant, de que primero tengamos la idea de cien dó-
lares y luego, sobre la base de esa idea, aleguemos poseer-
los. Lo que aquí se da es primero la posesión real de los
dólares y luego el intento de contar la suma. Hay posibili-
dades de error al contar los billetes, pero éstos como tales
existen. La fase decisiva, la transición del estado de olvido
al de percepción de Dios, no es un salto por sobre el esla-
bón faltante de un silogismo sino una retirada, el abandono
de premisas antes que la adición de una nueva; de lo que
se trata es de replegarnos detrás de nuestra conciencia del
yo y poner en tela de juicio al yo y a todas sus pretensiones
cognoscitivas.

No poseemos la facultad de llegar a la cumbre más alta del


pensamiento, ni alas que nos permitan elevarnos dejando
atrás todo riesgo de distorsión. Pero hay momentos en los
que ardemos con un fulgor que va más allá de nuestra vo-
luntad y aun en contra de ella, y a menos que la existencia
humana sea descartada como un hospicio, el análisis es-
pectral de ese rayo de luz es una prueba para aquellos que
la buscan.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

11. La Fe

LA FE NO ES UN ATAJO

Muchas veces los hombres trataron de explicar en forma


pormenorizada las razones que los mueven a creer en la
existencia de Dios. Tales explicaciones son como trigo ma-
duro que cosechamos en la superficie de la tierra. Pero el
punto en que la semilla deviene árbol, en que el acto de fe
acontece, está más allá de todas las razones, debajo de la
superficie. Raras veces sabe el alma cómo elevar sus secre-
tos más hondos o los niveles discursivos de la mente. De
ahí que no se deba equiparar el acto de fe con su expresión.
La expresión de la fe es una afirmación de la verdad, un jui-
cio concluyente, una convicción, en tanto que la fe misma
es un acto, algo que acontece, antes que algo que se acumu-
la; es un momento en el que el alma del hombre comulga
con la gloria de Dios.

¿Cuál es la índole de dicho acto? ¿Cómo se produce?

La pregunta del salmista: “¿Hay algún entendido que bus-


que a Dios?» (14:2), fue interpretada por Rabí Mendel de
Kotzk del siguiente modo: ¿Es capaz de buscar a Dios un
hombre que sólo cuenta con su entendimiento?

Muchos de nosotros estamos dispuestos a embarcarnos


en cualquier aventura, excepto a penetrar en el silencio y
aguardar, a depositar toda la riqueza de la sabiduría en el

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

secreto del suelo, a sembrar nuestra propia alma como se-


milla en esa franja de tierra acordada a toda vida, a la que
llamamos tiempo, y dejar que el suelo fructifique más allá
de sí mismo. La fe es una semilla sembrada en lo hondo del
curso de una vida.

Muchos de nosotros pareceríamos creer que la fe es un có-


modo atajo para llegar al misterio de Dios atravesando la
interminable, vertiginosa carretera de la especulación crí-
tica. La verdad es que la fe no es un camino sino el acto de
abrir un camino; es el pasaje que el alma debe cavar ince-
santemente entre montañas de insensibilidad. La fe no es
ni un don que recibimos ni un tesoro que podamos encon-
trar por azar.

No tropezamos con los logros. La fe es el fruto de un desvelo


y una vigilia arduos y constantes, de la fidelidad persistente
a una visión; no es un acto de inercia, sino la aspiración a
mantener viva nuestra apertura a Dios.

Del mismo modo como el hombre es incapaz de advertir


los fenómenos más obvios de la naturaleza a menos que
esté ansioso de conocerlos (tal como ninguna revelación
científica le será dada a quien no se halle preparado), tam-
bién es incapaz de aprehender lo divino a menos que se
torne sensible a su pertinencia suprema. Sin una voluntad
definida y clara la mente es impermeable a la pertinencia
de Dios.

A un salvaje que sólo aprecia los utensilios de su tribu un


violín puede parecerle un extraño trozo de madera. Por lo
demás, es sabido que hay mucha gente para quien todas las
melodías suenan igual.

El arte de intuir a Dios, el arte de sentir su presencia en


nuestra vida cotidiana, no se puede improvisar. La gracia

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de Dios resuena en nuestras vidas como un staccato. Sólo


reteniendo las notas en apariencia inconexas aprendemos
a captar el tema.

CAMINOS HACIA LA FE

La fe descenderá sobre aquel que anhela apasionadamente


conocer el sentido último, aquel que está alerta a la subli-
me dignidad del ser, abierto a la maravilla de la materia,
al increíble núcleo secreto de lo conocido, lo concreto, lo
evidente.

A fin de captar lo que tan abrumadoramente obvio le resul-


ta al hombre piadoso, debemos suspender el pensamiento
trivial que embota las intuiciones reveladoras y negarnos a
asfixiar a nuestra mente con ideas producidas en serie. El
mayor obstáculo en el camino hacia la fe es la tendencia a
satisfacerse con verdades a medias y realidades a medias.
La fe sólo le es dada a quien vive con toda su mente y toda
su alma, a quien se empeña no sólo en lograr conocimiento
acerca de los demás sino en entenderse con todos los seres:
a aquel cuyo permanente afán es cultivar su sentido de lo
extraordinario, educarse en la percepción de lo inefable[5].
La fe se encuentra en la solicitud por la fe, en un celo apa-
sionado por la maravilla que nos rodea por doquier.

5  Pues es propio de lo evidente no resultar obvio para todas las mentes, por
rudimentarias que sean, sino en ser aprehendido en forma directa por las men-
tes que han alcanzado cierto grado de madurez. Y para que las mentes lleguen
al grado de madurez requerido, es tan necesario el desarrollo que tiene lugar
de generación a generación como el que se produce desde la infancia a la vida
adulta:·W.D. Ross, The Right and the Good, p. 12.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Primero en la lista de virtudes, ese fervoroso cuidado se


extiende no sólo a la esfera moral sino a todos los domi-
nios de la vida; a uno mismo y a los demás, a las palabras
y los pensamientos, a los hechos y las acciones. Sin dejar-
se amilanar por la estrechez mental reinante, persiste en
una actitud hacia la realidad entera; aprendemos a otorgar
grandeza a las cosas pequeñas, a tomar con seriedad los
asuntos intrascendentes, a relacionar lo cotidiano con lo
eterno. No es una actitud de apartamiento de la realidad,
de absorción pasiva o de auto-anulación, sino más bien la
capacidad para ver lo sagrado en los asuntos del mundo y
albergar un sentimiento de vergüenza y descontento cuan-
do vivimos sin fe, sin receptividad de lo sagrado.

Extrañas y dispersas son las fuentes en las que bebemos


ese descontento. A algunos nos agobia el espanto de vivir
constantemente para la nada, el terror de una muerte para
la que no estamos preparados; algunos nos acongojamos
por la forma en que la inocencia de nuestros propios miem-
bros, de nuestras propias palabras, se ve sometida a nues-
tro dominio torpe y temerario. Otros se sienten fascinados
por la santidad de un vivir conforme a Sus leyes. En lugar
de ceder a los celos y la codicia, de regodearse en la auto-
complacencia, deciden abrir sus corazones a los signos de
lo inefable que nos rodean por todas partes.

Si estamos dispuestos a renunciar a la belleza por la bon-


dad, al poder por el amor, a la pesadumbre por la gratitud,
si suplicamos al Señor que nos ayude a comprender nues-
tras esperanzas y nos dé fuerzas para hacer frente a nues-
tros miedos, acaso nos llegue un tenue soplo de lo sagrado
que impregna el aire como una maravilla inextirpable. Si
desde el fondo de la trampa de la auto-gratificación implo-
ramos la pureza de la devoción, prepararemos el alborear
de la fe.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Algunos hombres inician una huelga de hambre en la pri-


sión de la mente, se dejan morir de hambre de Dios. Hay
júbilo en ese hambre, júbilo antiguo y súbito. Hay recom­
pensa; en el llameante embeleso que irrumpe a través de las
rejas del pensamiento, casi llegamos a tocar lo intangible.

ALGUNOS NOS RUBORIZAMOS

Dios no desea estar solo y el hombre no puede permanecer


por siempre cerrado a lo que Él anhela mostrar. Aquellos
que son incapaces de no ofrecer resistencia tienen a veces
una visión de lo invisible y el fulgor de esa luz los ilumina.
Algunos nos ruborizamos, otros usan una máscara. La fe es
un rubor ante la presencia de Dios.

Algunos nos ruborizamos; otros usan una máscara que


vela la sensibilidad espontánea a la dimensión sagrada e
inefable de la realidad. Todos usamos tantos afeites men-
tales que ya casi hemos perdido nuestra cara. Pero la fe
sólo acude cuando nos plantamos cara a cara –lo inefable
que llevamos dentro con lo inefable que está más allá de
nosotros–, cuando nos dejamos ver, cuando comulgamos,
cuando estamos dispuestos a recibir un rayo de esa luz y a
reflejarla. Mas para hacerlo, el alma debe estar viva dentro
de la mente.

La apertura a Dios no puede copiarse; debe ser original


para cada uno. Ni siquiera se puede comprender el signifi-
cado de lo divino cuando éste es impuesto por una doctrina
o aceptado de oídas. Sólo penetra en nuestro campo de vi-
sión cuando salta como una chispa del yunque de la mente,
sobre el cual cae el martillo de nuestro estremecido pavor
reverencial.

104 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Quienes busquen a Dios mediante abstracciones no lo en-


contrarán. Dios no es una perla extraviada en el fondo de la
mente, que podemos encontrar buceando entre las olas de
los argumentos racionales. Lo supremo nunca es aquello
que esperamos.

Es en nuestra incapacidad de asir a Dios cuando más cer-


ca estamos de Él. La existencia de Dios no es real porque
sea concebible; es concebible porque es real. Y es real para
aquel que aprende a vivir en el estremecimiento y el temor
reverencial sin fines ulteriores, sin aguardar recompen-
sas, aquel que mora en el estremecimiento y el temor re-
verencial porque no puede hacer otra cosa, que vive en la
conciencia de lo inefable aunque eso parezca tonto, vano o
impropio

El pensar en Dios a modo de hobby, de ocupación parcial,


ni siquiera es útil para exponer los términos de la cuestión.
Pues, ¿cuál es la cuestión que nos ocupa? ¿Se trata de una
curiosidad como la que nos mueve a indagar en la índole de
la electrónica? La electrónica nada nos pide, mientras que
comenzar a comprender lo que Dios significa es percatar-
nos de que estamos comprometidos con Él.

Dios no es una explicación de los enigmas del mundo o una


garantía de nuestra salvación. Es un eterno desafío, una ur-
gente demanda. No es un problema por resolver, sino una
pregunta dirigida a nosotros como individuos, como nacio-
nes, como humanidad.

Dios no es importante a menos que Su importancia sea


suprema, lo cual implica la profunda convicción de que es
mejor ser derrotado con Él que triunfar sin Él.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

LA PRUEBA DE LA FE

El hombre que vive conforme a su fe es aquel que, aun si


los sabios del mundo entero proclamaran que no hay Dios,
aun si la humanidad entera lo avalara por abrumadora
mayoría y si los experimentos que a veces se adaptan a las
teorías favoritas del hombre lo corroboraran, aun así ese
hombre preferiría sufrir en manos de la razón antes que
aceptar como ídolo a su propia razón; que aun sufriendo no
vacilaría ni traicionaría su sentimiento de insuficiencia en
presencia de lo inefable. Pues la fe es una prenda que con-
servamos hasta la hora de nuestra muerte, una prenda que
ninguna doctrina puede rescatar, que ni siquiera podemos
trocar por intuiciones. Lo que Dios quiere significar se ex-
presa en las palabras: “Pues mejor es Tu benevolencia que
la vida” (Salmos 63:4). Dios es Aquel cuya consideración
por mí me es más valiosa que la vida.

No se logra la fe observando los hechos del mundo físico


que se apartan de las leyes de la naturaleza. ¿De qué le sir-
ven los milagros a nuestros sentidos falibles, a nuestro co-
nocimiento incompleto? La fe precede a toda experiencia
palpable; no deriva de ella. Sin poseer fe, ninguna expe-
riencia nos transmitirá una significación religiosa.

Dícese en el Cantar de los Cantares: “Como un manzano


entre los árboles del bosque” (2:3). Rabí Aja ben Zeira hace
esta comparación: “El manzano echa flores antes que ho-
jas; así Israel en Egipto alcanzó la fe aun antes de percibir
el mensaje de la redención, pues está escrito: ‘Y el pueblo
creyó; y oyó que el Señor había recordado’ (Éxodo 4:31)”
(Midrash Jazita 2, 10).

Un dicho de Rabí Isaac Meir de Guer puede ilustrar lo que


queremos significar. Comentando el versículo “Y vio Israel
aquel grande hecho que el Señor ejecutó contra los egip-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

cios, y el pueblo temió al Señor, y tuvo fe en el Señor y en


su siervo Moisés” (Éxodo 14:31), señaló: “Aunque vieron
el milagro con sus propios ojos, aún necesitaban de la fe,
pues la fe es superior a la visión; con fe se ve más que con
los ojos”.

UN ACTO DEL ESPÍRITU

A la luz de la fe no procuramos descubrir ni explicar, sino


percibir y absorber las rarezas del misterio que irradian
todas las cosas; no pretendemos saber más, sino unirnos
a aquello que es más que todo lo que podemos asir. Sólo
quienes sostienen que todas las cosas de la vida y de la
muerte se hallan al alcance de su voluntad tratan de ubi-
car el mundo dentro del marco de su propio conocimiento.
¿Mas quién puede permanecer por siempre insensible al
aroma de lo sagrado que perfuma la vida?

Sensible a lo divino de toda existencia, al carácter sagra-


do de todo lo que es, el hombre piadoso puede renunciar a
la alegría de saber, a la exaltación de percibir. Quien ama
la majestad de lo que la fe revela se mantiene a distancia
de su meta, esquiva la familiaridad con lo que está nece-
sariamente oculto y no busca ni pruebas ni milagros. La
existencia de Dios jamás puede ser sometida a prueba por
el pensamiento humano. Todas las pruebas son meras de-
mostraciones de nuestra sed de Él. ¿Necesita acaso el se-
diento pruebas de su sed?

Al reino al que apunta la fe podemos allegarnos, mas no


penetrarlo; podemos aproximarnos a él, mas no entrar en
él; aspirar a él, mas no alcanzarlo; percibirlo, mas no exa-
minarlo. Pues tener fe es habitar racionalmente fuera y es-
piritualmente dentro del misterio.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

La fe es un acto del espíritu. El espíritu puede permitir-


se reconocer la superioridad de lo divino; tiene la entereza
necesaria para hacerse cargo de la grandeza de lo trascen-
dente, para amar su superioridad. El hombre de fe no se
deja seducir por lo ostensible. Se abstiene de la arrogan-
cia intelectual y menosprecia el triunfo de lo meramente
obvio. Sabe que la posesión de la verdad es devoción a la
verdad. Gozándose más en dar que en recibir, más en creer
que en percibir, puede permitirse desechar las deficiencias
de la razón. Éste es el secreto del espíritu, no revelado a la
razón: la adaptación de la mente a lo sagrado, la humildad
intelectual en presencia de lo supremo. La mente se rinde
al misterio del espíritu, no por resignación sino por amor.
Al comprometer su destino con lo esencial, entra en íntima
relación con Dios.

¿Confiar es una rendición? ¿Creer es un sacrificio? Es cierto


que las creencias no son confirmables por la demostración
ni inmunes a la objeción. ¿Pero acaso la virtud significa ser-
vir sólo en tanto dure la recompensa? Las torres son más
propensas a derrumbarse que las tumbas. La duda, la im-
pugnación y la frustración persistentes pueden embrutecer
la mente segura, pueden convertir en ruinas los templos.
Los hombres de fe, los que plantan pensamientos sagrados
en las tierras altas del tiempo, los jardineros secretos del
Señor en las desoladas esperanzas de la humanidad, pue-
den flaquear y demorarse, pero raras veces traicionan su
vocación.

Ser cínico es fácil en extremo. Es tan fácil negar su exis-


tencia como suicidarse. No obstante, nadie está privado de
alguna medida de receptividad a lo Sagrado. Hasta las al-
mas más pobres tienen alas para remontarse por sobre las
alturas donde la desesperanza ve un techo.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

12. ¿Qué queremos


significar con “Lo divino”?

EL RIESGO DE LA PALABRA

El gran secreto parece no tener afinidad con principios de


ningún tipo. Difícilmente haya un símbolo que al ser uti-
lizado no menoscabe o incluso anule la aprehensión o el
recuerdo de lo incomparable. Las opiniones confunden y
obstaculizan el camino de las intuiciones; los análisis y las
definiciones usan el nombre de Dios en vano. No tenemos
ni una imagen ni una definición de Dios. Sólo tenemos Su
nombre. Y el nombre es inefable.

Por ello el hombre piadoso no se distingue por una apasio-


nada inclinación a formular en palabras lo que sabe, cons-
ciente del peligro de desprenderse de lo más precioso y no
poder recuperarlo. Al expresarse se libera uno de lo que
lo llena por entero, y el deseo del hombre piadoso no es
verse liberado de ello, sino vivirlo. La elocuencia es un don
raras veces otorgado a los santos. Es natural, también, que
la expresión de lo más profundo sea tridimensional, ya que
el significado literal refleja apenas la superficie de lo que se
procura comunicar mediante la expresión.

Si un poeta y un hombre piadoso intercambiaran modos de


ver, el poeta diría: “Todo lo que él dice, yo lo vivo”.

En lugar de mirar el misterio cara a cara, el teórico lo mira


reflejado en sus espejos mentales y así convierte los mis-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

terios en mitos, los enigmas en dogmas, y adora la imagen


del espejo. Parece no entender que el transformar las ideas
en ídolos conduce a una atrofia de la intuición de lo inefa-
ble, que Dios puede perderse en nuestro credo, en nuestro
culto, en nuestros dogmas.

Valdría la pena dedicar toda una vida a decir cómo nues-


tros pensamientos detectan la pátina de lo sagrado en la
superficie de lo común. Pero son raros los pensamientos
en que la pátina puede advertirse y las palabras más vitales
mueren al ser pronunciadas. Por eso Dios comienza donde
acaban las palabras.

Sin embargo, nadie puede vivir sólo de misterio. Cuando


nos percatamos de lo inefable es como si escucháramos
una pregunta, un mandato. Algo se nos pide. ¿Pero qué?
Nos vemos impulsados a conocer a Dios a fin de ajustarnos
a Sus designios. Pero para conocerlo deberíamos lograr lo
casi imposible: comunicar lo inefable en términos positi-
vos. Se plantea entonces una pregunta: si a fin de ser co-
nocido lo inefable debe ser expresado, ¿no se desprende de
ello que lo conocemos tal como no es?

Las intuiciones religiosas han de recorrer una larga distan-


cia para llegar a la expresión y es muy fácil que se mar-
chiten o incluso perezcan en el camino que va del corazón
a los labios. Nuestra percatación es inmediata, pero nues-
tras interpretaciones son discursivas. A menudo ellas son
víctimas del tránsito congestionado del alma, sobre todo
cuando la tensión de intentar comprender más de lo que
el corazón es capaz de oír nos lleva a transigir con palabras
que nos hacen perder el rumbo.

La intuición de Dios es universal; no obstante, salvo unas


pocas posibles excepciones, no existe una forma universal
de expresarla. De hecho, las concepciones de lo divino di-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

firieron siempre sobremanera, contradiciéndose unas a


otras y proliferando a menudo como semillas dañinas de
ponzoña y discordia. Si la uniformidad y la expresión im-
pecable fuesen signo de autenticidad, tales divergencias y
distorsiones refutarían nuestro aserto acerca de la realidad
del misterio. Lo cierto es, sin embargo, que a lo largo de
la historia las opiniones de los hombres acerca de Dios no
muestran mayor variedad que, por ejemplo, sus opiniones
acerca de la naturaleza del mundo.

NORMAS DE EXPRESIÓN

Debemos guardarnos de violar lo sagrado, de asfixiar el


misterio con nuestros dogmas, de ahuyentarlo con la me-
lopea de nuestros salmos. Sólo le es dado el derecho de in-
terpretación a aquel que se cubre el rostro, “temeroso de
mirar a Dios”, a aquel que, cuando la visión le es impuesta,
dice: “Estoy perdido... pues mis ojos han visto al Rey”. Sólo
podemos beber el agua de los pensamientos tal como mana
de la roca de sus palabras. Al hablar de Dios sólo podemos
usar como metáforas palabras que no sonaran trilladas en
presencia de un moribundo, ideas que no palidecieran ante
el sol naciente o en medio de un violento terremoto: “Dios
Uno”, o: “Santo, Santo, Santo es el Señor de las Huestes...”.

Lo inefable sólo puede penetrar en una palabra del mismo


modo como la hora por venir penetra en la senda del tiem-
po; cuando no hay otras horas que le impiden el paso. Lo
inefable hablará cuando de todas las palabras sólo una val-
ga la pena. Pues el misterio no siempre es esquivo. En raros
momentos se confía a aquellos que son elegidos. Aunque no
podemos expresar a Dios, Dios nos expresa Su voluntad. A
través de Su palabra sabemos que Dios no está más allá del

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

bien y del mal. De no ser por la guía que recibimos, nuestra


emoción nos sumiría en un estado de aturdimiento.

¿QUÉ QUEREMOS SIGNIFICAR CON “LO DIVINO”?

¿Cómo identificamos lo divino? A fin de reconocerlo, debe-


ríamos conocerlo. Pero si nuestro conocimiento dependie-
ra de actos de comunicación divina, acaso nunca pudiéra-
mos identificar a ésta como tal.

Por otro lado, una idea no se torna válida o creíble en virtud


de las circunstancias en las que penetra en nuestra mente.
No podemos aducir como fundamento de una verdad los
dolores de alumbramiento de esa verdad. Todo mensaje
que se pretende divino ha de valer por sí mismo y estar
saturado de una significación singular que lo identifique
como divino. Si alguien apareciera entre nosotros procla-
mando una idea que le fue comunicada de un modo mila-
groso, y aun si nuestro examen crítico confirmara el carác-
ter milagroso de la experiencia, ¿acaso nos sentiríamos por
ello obligados a aceptar la idea de esa persona corno válida
y verdadera?

Tampoco correrían mejor suerte nuestras propias expe-


riencias interiores. Debemos estar en posesión de una idea
a priori de lo divino, de una cualidad o relación que repre-
sente para nosotros lo divino y que nos permitiría identifi-
carlo cuando se nos diera a través de esas experiencias.

La compulsividad no es signo de lo supremo, así como


nuestro sentimiento de dependencia absoluta no es señal
de Su presencia. La fuerza física o las obsesiones internas
pueden dominarnos en forma de irresistible compulsión, y
como se ha señalado muchas veces, el sobreviviente de un

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

naufragio, abrazado a un madero flotante, se halla en un


estado de absoluta dependencia con respecto al madero.

No es posible iniciar ninguna indagación sin partir de al-


gún supuesto o perspectiva. Al formular un problema el
hombre de ciencia debe prever en alguna medida el con-
tenido de la solución que busca, ya que de otro modo no
sabría acerca de qué pregunta ni estaría en condiciones de
juzgar si las soluciones que encuentra son pertinentes. Se
ha definido a la filosofía como una ciencia con un mínimo
de supuestos, pues no hay manera de avanzar en nuestro
pensamiento sin ninguna perspectiva, sin ninguna presun-
ción inicial.

La misma presunción inicial se halla en el comienzo de


toda especulación acerca de Dios. Para la mente especula-
tiva Dios es el ser más perfecto, y el atributo de perfección
y la sabiduría implícita en él sirven como punto de partida
para indagar en la existencia de la naturaleza de Dios.

EL ATRIBUTO DE PERFECCIÓN

La noción de Dios como ser perfecto no es de extracción


bíblica. No es producto de una religión profética sino de
la filosofía griega; es un postulado de la razón antes que
una respuesta directa, perentoria e inicial del hombre a Su
realidad. En el Decálogo, Dios no habla de Su perfección,
sino que declara haber convertido a esclavos en hombres
libres. Con su significado de sin defecto ni carencia la per-
fección es un vocablo de alabanza que acaso pronunciemos
cuando la emoción nos desborda; empero, que el hombre
lo pronunciara como nombre de Su esencia significaría
evaluar a Dios y sancionarlo. El lenguaje bíblico se halla

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

libre de semejante insolencia; sólo osó llamar perfectos,


tamín, a “Su obra’” (Deuteronomio 32:4), “Su camino” (II
Samuel 22:31) o a la “Torá” (Salmos 19:7). Nunca se nos
dijo: “¡Oye, oh Israel, Dios es perfecto!”. Es una atribución
notoriamente ausente tanto en la literatura bíblica como en
la rabínica.
¿Quiénes somos nosotros para valorar a Dios o aun para
nombrarlo? Jamás usamos el Nombre Inefable, sino que
recurrimos a una paráfrasis –el Señor– que en nuestro vo-
cabulario es un título de importancia secundaria. Según
Rabi Pinjas de Koretz ello no se debe al hecho de que Su
majestad sea limitada, sino a que nuestro mundo es de im-
portancia secundaria. Un gran emperador detenta entre
sus numerosos apelativos el título de “soberano” de cierta
isla. El título es de escaso valor, porque la isla tiene poca
extensión[6].
Hay, no obstante, una idea que conduce nuestros pensa-
mientos más allá del horizonte de nuestra isla, una idea
que se dirige a todas las mentes y es aceptada en forma
tácita como un axioma por la ciencia y como un dogma por
la religión monoteísta. Es la idea de lo uno. Todo conoci-
miento y comprensión descansan sobre la validez de esa
idea. A pesar de las profundas diferencias de lo que des-
cribe y significa en los diversos dominios del pensamiento
humano, hay muchos elementos comunes y de importan-
cia recíproca.

LA IDEA DEL UNIVERSO

A despecho de toda especialización y meticulosidad en el


estudio de los detalles, la perspectiva de la cual depende-

6  Nofet Tsufin, 22.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

mos en ciencia y filosofía es un panorama del todo, sin el


cual nuestro conocimiento sería como un libro compues-
to exclusivamente de puntos. De ahí que todas las ciencias
y las filosofías posean un axioma en común, el axioma de
la unidad de todo lo que es, fue y será. Todas parten del
supuesto de que las cosas no están por entero divorciadas
entre ellas ni se son indiferentes las unas a las otras, sino
que están sujetas a leyes universales y forman mediante su
interacción (o según palabras de Lotze, mediante su “con-
cordancia armónica”) un universo. Cabe notar, sin embar-
go, que la posibilidad de interacción entre las cosas depen-
de de una unidad que las penetra a todas. El mundo no
podría existir salvo como uno; privado de unidad no sería
un cosmos sino un caos, una aglomeración de incontables
posibilidades.

Los expositores del pluralismo, al afirmar que “la realidad


está constituida por un número de entes relativamente in-
dependientes, cada uno de los cuales existe, al menos en
alguna medida, por derecho propio”, parecerían negar la
unidad e integridad fundamentales del Universo. Sin em-
bargo, si bien ponen en tela de juicio la unidad total y abso-
luta en un grado que excluiría el azar y las indeterminacio-
nes, se ven obligados a complementar la hipótesis pluralis-
ta con un principio de unidad a fin de explica r la interac-
ción de los entes independientes y dar razón de aquello que
hace de la realidad un mundo[7].

Tampoco la teoría de la relatividad contradice la doctri-


na de la constancia y unidad de la naturaleza. Al mostrar
que la simultaneidad de dos procesos es relativa y que las
magnitudes están determinadas por el sistema de referen-
cia con el que se las mide, su objetivo es encontrar nuevas

7  Véase C. A. Richardson, Spiritual Realism and Recent Philosophy, pp. 82 ss.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

invariantes al describir la realidad de una manera que sería


independiente de la elección del sistema de referencia. La
teoría de la relatividad no descarta el principio de unidad
sino que, por lo contrario, se empeña en “satisfacer una
nueva y más estricta exigencia de unidad”[8].
Si bien es imposible rastrear la forma en que el gran secreto
de la unidad omni-abarcante penetró en nuestras mentes,
ciertamente ello no se logró mediante una mera percepción
sensorial ni por obra de una mente que pensaba de modo
fragmentario, a través de una serie de pasos distintos, cada
uno lógicamente dependiente de los que lo precedían.
Aquello a lo cual se refiere la idea del Universo supera el al-
cance de la percepción o la extensión de cualquier premisa
posible: abarca cosas conocidas y desconocidas, orígenes
y fines, hechos y posibilidades, el pasado prehistórico y el
lejano futuro, fenómenos descritos por Newton al igual que
los que serán observados de aquí a mil años. La idea del
Universo es una intuición metafísica.

LA HERMANDAD CÓSMICA

La intuición de esa unidad universal ha inspirado a menu-


do al hombre el sentimiento de vivir en hermandad cósmi-
ca con todos los seres. La percepción de la unidad de la na-
turaleza provoca con frecuencia el sentimiento de ser uno
con la naturaleza.

Soy el ojo con que el Universo


Se contempla a sí mismo y se sabe divino.
(Shelley, “Himno de Apolo”)

8  Ernst Cassirer, Substance and Function and Einstein’s Theory of Relativi-


ty, Chicago, 1923, pp. 373 ss.

116 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Hay un profundo significado filosófico en esa actitud de de-


voción cósmica. El conocimiento sólo es posible debido a
la afinidad entre el conocedor y lo conocido, a que la inteli-
gencia del hombre parece corresponder a la inteligibilidad
del mundo. Pero yendo más lejos, existe otra afinidad más
importante: la afinidad de ser. Estamos todos, hombres,
estrellas, flores, pájaros, en el mismo elenco, ensayando la
misma, inexplicable obra, en la que nos han asignado un
papel. Todos compartimos un misterio: el misterio de ser.

Pero ¿somos todos uno en nuestras metas? Verdad es, to-


dos tenemos en común el ser y aun el sufrimiento y la lucha
por la existencia, pero ¿bregamos por las mismas cosas,
compartimos los mismos compromisos? La posición del
hombre en la naturaleza es demasiado precisa como para
justificar la idea de que su vocación consiste en amoldarse
a los modos de aquella o hacerse uno con su esencia.

EL REINO DEL SER Y EL REINO DE LOS VALORES

La idea de unidad, en la que se inspira la devoción cósmica,


es una verdad a medias. Pues aunque las cosas de la natu-
raleza constituyan una unidad, el reino de los valores pare-
ce hallarse desgarrado entre el bien y el mal y en muchas
otras direcciones. No menos que la naturaleza, también
la historia es nuestra morada, y los conflictos que hierven
dentro de ella se parecen más a una guerra perenne entre
dos principios hostiles que a una esfera de armonía.

Sin duda constituye una tentación espiritual meditar acer-


ca de la fraternidad cósmica de todos los seres o entregarse
de una vez y para siempre al espíritu del todo. Es sospe-
chosamente más fácil sentirse uno con la naturaleza que

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

sentirse uno con todos los hombres, con el salvaje, con el


leproso, con el esclavo. Quienes saben que ser uno con el
todo significa ser para el bien de cada una de las partes del
todo, procurarán amar no sólo a la humanidad sino tam-
bién al hombre individual, considerar a cada hombre como
si fuese todos los hombres. Una vez que decidimos servir
aquí y ahora descubrimos que la visión de la unidad abs-
tracta desaparece como el relámpago y lo que resta es la
lobreguez de una noche lluviosa en medio de la cual, con
sudor y lágrimas, debemos arremeter contra las tinieblas
para arrancar un destello, para encender una antorcha.

Los politeístas son incapaces de percibir la unidad que tras-


ciende un mundo de multiplicidad, en tanto que los monis-
tas pasan por alto la multiplicidad de un mundo cuya abun-
dancia y disparidad nos rodean por doquier. El monismo
es un telar donde se teje una ilusión. La vida es enmaraña-
da, feroz, mudable. No podemos vivir acordes con todas las
metas. Constantemente nos vemos obligados a elegir, y la
elección de una meta implica la traición a otra.

Aun aceptada su validez, la idea de una armonía univer-


sal en la naturaleza, de una concordancia en las relaciones
de las partes con el todo, carece de significación frente a
los problemas inmediatos del vivir. Por intrincada, sabia
y pródigamente bella que sea la naturaleza, nosotros, en
nuestra humana confusión, somos incapaces de traducir
las leyes generales que la rigen al lenguaje de las decisiones
individuales, ya que decidir significa, antes que seguir las
pautas de las leyes naturales, trascenderlas. Las normas de
la vida espiritual son un desafío a la naturaleza, y no parte
de ella. Existe una discrepancia entre ser y espíritu, entre
hechos y normas, entre lo que es y lo que debería ser. A
la naturaleza poco le preocupan las normas espirituales y

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

a menudo se muestra insensible, cuando no francamente


hostil, a nuestros empeños morales.

El hombre es más que razón. El hombre es vida. Al encarar-


se con la pregunta primordial se enfrenta con aquello que
es más que un principio, más que un problema teórico. Un
principio es algo que el hombre es capaz de concebir o con-
vertir en objeto mental; empero, enfrentado con la pregun-
ta última, el hombre se ve ante una exigencia y un desafío
que van más allá de las palabras y penetran en lo profun-
do de su existencia. No es una pregunta que él comprenda,
sino que es el hecho de estar expuesto a la pregunta el que
lo comprende a él. ¿De qué sirve, pues, el conocimiento de
los principios? ¿De qué sirven los principios matemáticos?

UNO NO ES DIOS

Dios es uno, mas uno no es Dios. Algunos de nosotros ten-


demos a deificar a la fuerza o ley única y suprema que rige
todos los fenómenos de la naturaleza, tal como los pueblos
primitivos deificaron otrora a las estrellas. Y sin embargo,
al darle el nombre de Dios a la ley suprema de la naturale-
za, o al afirmar que el mundo nació a la existencia en vir-
tud de su propia energía, lo único que hacemos es eludir la
pregunta.

Porque la cuestión cardinal no radica en preguntar cuál es


la ley que explicaría la interacción de los fenómenos del
Universo, sino por qué, en primer lugar, existe una ley, un
universo. Es posible concebir y describir el contenido y el
modo de operar de la ley universal, pero el hecho de que
semejante ley exista no pierde su carácter inefable por el

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

conocimiento que podamos adquirir acerca de los alcances


de sus mecanismos operativos.

Inculcar explicaciones científicas de la naturaleza en un


alma agitada por el sagrado terror de lo inefable es como
tratar de plantar flores artificiales en medio de los capullos
de un jardín. A menos de traicionar nuestras percepciones,
a menos de sucumbir al narcisismo intelectual, ¿cómo po-
demos considerar lo conocido como la respuesta última?

Tal como decimos más atrás, lo que nos hace cobrar con-
ciencia de las preguntas esenciales no es el orden y la sabi-
duría de la naturaleza, manifiestos en el tiempo y el espa-
cio, sino los signos indicadores que dentro de todo orden y
sabiduría apuntan a aquello que los trasciende. El mundo
está lleno de esos signos; dondequiera vayamos lo inefable
nos sale al encuentro, aunque nuestra percepción sea de-
masiado débil e inmeritoria para poder captarlos. Si el Uni-
verso es una inmensa alusión y nuestra vida interior la cita
de un texto anónimo, el descubrimiento de una ley univer-
sal única que gobernara la realidad empírica no responde-
ría a nuestra pregunta esencial. El problema último no es
un problema de sintaxis; de lo que se trata no es de averi-
guar cómo están dispuestas en su interrelación las diversas
partes de la naturaleza. El problema es: ¿Qué representan,
qué significan la realidad y la unidad? Intentamos descri-
bir las leyes naturales estableciendo relaciones dentro de
lo dado, dentro de lo conocido, pero al enfrentarnos con
nuestra pregunta última nos vemos transportados más allá
de lo conocido, nos encontramos en presencia de lo divino.

Partiendo de la pluralidad empírica de hechos y valores no


podríamos inferir un único diseño que incluyera a la vez el
dominio de los hechos y el de las normas, la naturaleza y la
historia. Sólo en el espejo de una unidad divina podemos

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

contemplar la unidad de todas las cosas: la necesidad y la


libertad, la ley y el amor. Sólo él nos da la visión dela uni-
dad que trasciende todos los conflictos, la hermandad de la
esperanza y el pesar, de la alegría y el miedo, de la torre y
la tumba, del bien y el mal. La unidad como concepto cien-
tífico no es más que el reflejo de una idea trascendente que
abarca no sólo el tiempo y el espacio sino también el ser y el
valor, lo conocido y el misterio, el aquí y el allende.

No es posible reducir a Dios a una idea precisa. Todos


los conceptos se tornan borrosos cuando se los aplica a
Su esencia. Para el hombre piadoso Dios no es un pensa-
miento que se halla a su alcance, sino una forma de pensar
en la que trata de abarcar la realidad entera. Es el secreto
indecible del suelo en el que todo conocimiento se torna
semilla de sentido, un secreto en el que se funda nuestro
vivir y que nunca llegamos a entender de verdad, un suelo
del que extraen perpetua vitalidad las semillas de todos los
valores. Por encima y a pesar de la brecha entre hombre y
conocimiento, yo y pensamiento, tiempo e intemporalidad,
el hombre piadoso es capaz de percibir el entrelazamiento
de todo, la conjunción de lo que está separado, el amor cer-
niéndose sobre las buenas acciones, sobre flores y monta-
ñas, que resplandecen como si Dios las mirara.

¿Cómo identificamos lo divino?

Lo divino es un mensaje que hace patente la unidad donde


nosotros vemos diversidad, que nos descubre la paz cuan-
do nos envuelve la discordia. Dios es Aquel que mantiene
aglutinadas nuestras vidas vacilantes, Aquel que nos reve-
la que lo empíricamente diverso en color, en intereses, en
credos –razas, clases, naciones– es uno para Él y uno en
esencia.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Dios significa: nadie está solo jamás, la esencia de lo tem-


poral es eterno, el momento es una imagen de eternidad en
un mosaico infinito. Dios significa: comunión de todos los
seres en sagrada otredad.

Dios significa: lo que está detrás de nuestra alma está más


allá de nuestro espíritu; lo que está en la raíz de nuestro
propio ser está en la meta de nuestro camino. Dios es el
corazón de todo, anhelante de recibir y anhelante de dar.

Cuando Dios se convierte en nuestra forma de pensar em-


pezamos a percibir a todos los hombres en un solo hombre,
el mundo entero en un grano de arena, la eternidad en un
momento. Para la ética seglar un ser humano es menos que
dos seres humanos; para la mente religiosa, si un hombre
ha destruido una sola alma, es como si hubiera destruido
un mundo entero, y si ha salvado una sola alma, es como si
hubiese salvado un mundo entero[9].

Si iluminado por el resplandor que deja una intuición reli-


giosa logro vislumbrar un camino para reunir los pedazos
dispersos de mi vida, para armonizar lo que está en pugna,
un camino que a la vez que bueno para mí lo sea para todos
los hombres, sabré entonces que ése es Su camino.

9  Mishná Sanhedrín, 4, 5

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

13. Un Dios único

LA ATRACCIÓN DEL PLURALISMO

Es extraño que los modernos estudiosos de la religión no


comprendan la necesidad constante de la protesta contra el
politeísmo. La idea de unidad no sólo es una idea de la cual
depende la justificación última del universalismo filosófi-
co, ético y religioso, sino que es también una idea incom-
prendida por la mayoría de la gente. Hasta el día de hoy el
monoteísmo discrepa con el sentir vulgar; el instinto popu-
lar sigue rebelándose contra él. Parecería que el politeísmo
es más compatible con la emoción y la imaginación que el
intransigente monoteísmo, y más de una vez grandes po-
etas sucumbieron a la fascinación de los dioses paganos.
En el mundo entero el politeísmo ejerce una atracción casi
hipnótica y aviva poderosos anhelos latentes de formas pa-
ganas, ya que a la mente ordinaria le resulta obviamente
más fácil reverenciar en el marco del pensamiento politeís-
ta que en el del pensamiento monoteísta.
Sin embargo, mientras que la imaginación popular (y aun
la poética) está fascinada por una visión del pluralismo úl-
timo, el pensamiento metafísico, al igual que la reflexión
científica, se inclina hacia el concepto de unidad.

LA UNIDAD COMO META

Es imposible ignorar el hecho palmario de que el avance


ininterrumpido del conocimiento y la experiencia nos con-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

duce hacia la unidad, ya sea que breguemos o no por ella en


forma consciente. En nuestra propia época los hechos nos
han obligado a comprender que en lo que se refiere a las
relaciones humanas sólo podrá haber un mundo o ningu-
no. Pero la unidad política y moral como meta presupone la
unidad en las fuentes; la hermandad de los hombres sería
un sueño vacuo sin la paternidad de Dios.

La palabra eternidad es otra forma de designar a la uni-


dad. En ella, pasado y futuro no están separados; el aquí
es un por doquier y el ahora continúa por siempre. Lo con-
trario de la eternidad no es el tiempo sino la dispersión. La
eternidad no comienza cuando acaba el tiempo. El tiempo
es eternidad quebrada en el espacio, como un rayo de luz
refractado en el agua.

La visión del rayo entero por encima del agua, el anhelo


de unidad y coherencia, es el rasgo predominante de una
mente madura. Toda ciencia, toda filosofía, todo arte es un
intento de alcanzarla. Pero la unidad es una tarea, no una
condición. El mundo está sumido en la lucha, la discordia,
la divergencia. La unidad no está dentro de la realidad, sino
más allá de ella[10]. Todos la anhelamos. Todos estamos
animados por la pasión de perdurar, y perdurar significa
ser uno.

El mundo no es uno con Dios, y por ello Su poder no fluye


sin impedimentos a través de todas las etapas del existir.
La criatura está separada de su Creador y el Universo se
halla en un estado de desorden espiritual. Aun así, Dios no
se ha retirado del todo de este mundo. El espíritu de esa
unidad está como suspendido sobre la fachada de toda plu-

10  “Tú eres Aquel que los liga y los une, y fuera de Ti no hay unidad ni arriba
ni abajo” (Segunda Introducción al Tikuné Zohar).

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

ralidad y es su poderosa intimación la que marca el rumbo


principal de todos nuestros pensamientos y todos nuestros
empeños. La meta de todos los esfuerzos es llegar a resta-
blecer la unidad de Dios y mundo. La restauración de esa
unidad es un proceso constante y su consumación será la
esencia de la redención mesiánica.

LA INNEGABLE PLURALIDAD

Ante la visión que le ofrecía el Universo, Jenófanes dijo:


“Todo es uno”. Parménides, seriamente centrado en la idea
de lo uno, se vio llevado a negar la realidad de todo lo de-
más. Moisés, empero, no dijo “todo es uno”, sino: “Dios es
Uno”. En el mundo existe el hecho empecinado de la plu-
ralidad, la diversidad y el conflicto: “Mira, yo he puesto de-
lante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal” (Deute-
ronomio 30:15). Pero Dios es el origen de todo:

Yo soy el Señor, y no hay otro;


Fuera de Mí no hay Dios...
Yo soy El Señor, y no hay otro;
Yo formo la luz, y creo las tinieblas;
Yo hago la paz y creo la calamidad.
Yo, El Señor, hago todas estas cosas.
(Isaías 45: 5-7)

A DÓNDE IRÉ...

La visión del Uno, en la cual empeñamos nuestro esfuerzo


y ciframos nuestra esperanza última, no la encontramos en

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

la contemplación de la naturaleza o de la historia. Es una


visión de Aquel que trasciende el marco de ambas, velado y
aun así presente por doquier, dándonos la fuerza que nece-
sitamos para contribuir a lograr la unificación última.

¿A dónde me iré de Tu espíritu?


¿A dónde huiré de tu presencia?
Si asciendo al cielo, Tú estás allí;
Si hago mi cama en Sheol, Tú estás allí...
Y si dijere: De seguro me rodearán las tinieblas,
Y la luz en mi torno será noche,
Hasta la oscuridad no es demasiado oscura para Ti...
(Salmos 139: 7-12)

El pensamiento mitopoético se siente atraído por la belleza


de las olas rutilantes, su implacable embate y su ritmo se-
ductor. Aposentado en el fragmento, acepta lo instrumen-
tal como definitivo; posee una imagen, una expresión que
corresponde a su experiencia. En contraste con esa actitud,
quien toma con seriedad lo inefable no se deja seducir por
la fracción. Para él no hay poder en el mundo capaz de pre-
sentarse con el aire de la divinidad.

Nada que podamos contar, dividir o sobrepasar –una frac-


ción o la pluralidad– puede ser tomado como lo supremo.
Más allá del dos está el uno. La pluralidad es incompati-
ble con el sentido de lo inefable. En relación con lo divino
es imposible preguntar: “¿cuál?”. Sólo hay un sinónimo de
Dios: Uno.

Para la mente especulativa la unicidad de Dios es una idea


inferida de la idea de la perfección última de Dios; para el
sentido de lo inefable la unicidad de Dios es evidente.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

OYE, OH ISRAEL

Nada hay en la vida judía más sagrado que la invocación


de la Shemá: “Oye, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el
Señor es Uno”. En el mundo entero “el pueblo aclama Su
Unicidad mañana y tarde, dos veces todos los días, y con
tierno sentimiento recita el Shemá” (Kedushá de Musaf del
Shabat). La voz que dice: “Oye, Él es Uno”, es recordada,
revivida. Es el clímax de la devoción en el cierre del Día del
Perdón. Es la última palabra que brota de los labios del ju-
dío moribundo y de los labios de quienes en ese momento
lo rodean.

Sin embargo, si preguntamos a un judío corriente qué


significa el adjetivo “uno” nos dirá su significado negati-
vo: niega la existencia de muchas deidades. ¿Pero acaso
merece semejante negación el precio del martirologio que
tantas veces estuvo dispuesto a pagar Israel? ¿No hay en
ese concepto ningún contenido afirmativo que justifique la
dignidad suprema que alcanzó la idea de un Dios único en
la historia judía? Por otro lado, se han planteado dudas en
cuanto a si el término “uno” tiene algún sentido cuando se
lo aplica a Dios. Pues, ¿cómo podemos designar a Dios con
un número? Un número forma parte de una serie de sím-
bolos usados para ordenar cantidades, a fin de ponerlas en
relación unas con otras. Puesto que Dios no está en el tiem-
po o el espacio, puesto que no forma parte de una serie,
“el término ‘uno’ es tan inaplicable a Dios como el término
‘muchos’, ya que tanto unidad como pluralidad son cate-
gorías de cantidad y resultan, por lo tanto, tan inaplicables
a Dios como torcido y derecho con referencia al dulzor, o
salado e insípido con referencia a una voz” (Maimónides,
Guía de los descarriados, I, 57).

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

La osadía de manifestarse en contra de todas las deidades,


en contra de los principios sagrados de todas las naciones,
se apoyaba en algo más que en la abstracción “Uno, no
muchos”. Detrás de la revolucionaria afirmación: “Todos
los dioses de las naciones son vanidades” había una nueva
comprensión de la relación de lo divino con la naturaleza:
“pero Él hizo los cielos” (Salmos 96:5). En el paganismo la
deidad era parte de la naturaleza, y el culto, un elemento en
la relación del hombre con la naturaleza. Tanto el hombre
como sus deidades eran súbditos de ésta. Al enseñar que
Dios es el Creador, que la naturaleza y el hombre compar-
ten la condición de criaturas de Dios, el monoteísmo redi-
mió al hombre de su sometimiento exclusivo a la naturale-
za. La tierra es nuestra hermana, no nuestra madre.

Los leoncillos rugen tras su presa,


Y buscan su alimento de Dios...
Criaturas vivientes, pequeñas y grandes...
Todas ellas Te esperan,
Para que puedas alimentarlas a su debido tiempo.
(Salmos, 104: 21, 25, 27)

Los cielos no son Dios, son Sus testigos: declaran su gloria.

UNO SIGNIFICA SIN PAR

Uno en el sentido de “Uno, no muchos”, es apenas el co-


mienzo de una serie de significados. A despecho de su in-
congruencia metafísica con la idea espiritual de Dios, se
yergue por siempre como un dique para detener el fluir
de desatinos politeístas que sin cesar amenazan devastar
la mente de los hombres. Sin embargo, el verdadero sen-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

tido de la unidad divina no radica en Su condición de uno


en una serie, uno entre otros. No se llegó al monoteísmo
mediante la reducción numérica, no se lo alcanzó dismi-
nuyendo la multitud de deidades al número más pequeño
posible. Uno significa único, sin par.
El mínimo de conocimiento es el conocimiento de la con-
dición sin par de Dios[11]. Su condición de sin par es un
aspecto de su condición de inefable.
Decir que Él es más que el Universo sería como decir que la
eternidad es más que un día.
De esto estoy seguro: Su esencia es diferente de todo lo que
soy capaz de saber o decir. Él no es sólo superior, Él es in-
comparable. No hay equivalente de lo divino. Él no es un
aspecto de la naturaleza, no es una realidad adicional que
existe a la par de este mundo, sino una realidad que está
por encima del Universo.

Él es uno y no hay otro


Que pueda comparársele,
Colocarse a su lado.
(Igdal)

11  En hebreo, la palabra ejad significa a la vez uno y sin par, singular. Es en
este último sentido como debemos entender ejad en el pasaje de II Samuel
7:23 incorporado al servicio vespertino del Shabat: “Tú eres Uno y Tu nombre
es Uno; y quién es como Tu pueblo Israel sin par (ejad) en la tierra”. Así lo
entendieron también los rabíes, cf. Bejorot 6b. El Targum vierte ejad por “sin
par”·en Génesis 26:10. Ejad es tomado en el sentido de meiujad, es decir “sin-
gular”, distinto de otros seres, en Meguilá 28a. En la literatura rabínica Dios
es llamado a veces Iejidó shel olam, el Sin Par del Universo, o Iajid be olamó,
cf. Tanjuma Buber, I -49a: “pues Dios es sin par en el Universo: ¡Él conoce el
carácter de todas las criaturas y su espíritu!”. Véase también Jullin 28a, 83b,
Bejorot 17a.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

¿Con quién me asemejaréis


Y seré igualado?
Dijo el Señor
(Isaías 40:25)

No es posible comparar al Creador con lo creado por


Él:
Alzad a lo alto los ojos
Y ved: ¿quién creó estas cosas?
(Isaías 40:26)

UNO SIGNIFICA ÚNICO

Dios es uno significa que sólo Él es verdaderamente real.


Uno significa exclusivamente ningún otro, nadie fuera de
Él, solo, único. En I Reyes 4:19, al igual que en otros pasa-
jes bíblicos, ejad significa “único”.

“¿Qué somos nosotros? ¿Qué es nuestra vida? ¿Qué es


nuestra bondad? ¿Qué nuestra virtud? ¿Qué nuestra servi-
cialidad? ¿Qué nuestra fuerza? ¿Qué nuestro poder? ¿Qué
podemos decir en Tu presencia, Señor Dios nuestro y Dios
de nuestros padres? En verdad, todos los héroes son como
nada ante Ti, los hombres famosos como si nunca hubiesen
existido, los sabios como si estuviesen privados de cono-
cimiento, los inteligentes como si carecieran de compren-
sión; pues la mayoría de sus actos son inútiles y los días de
su vida son vanos para Tus ojos”. (Servicio matutino).

Dios es uno; sólo Él es real. “Todas las naciones son


como nada ante Él; como nada y vacío son estimadas
por Él” (Isaías 40:17).

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

“Porque de cierto hemos de morir, y somos como aguas de-


rramadas por tierra, que no pueden volver a recogerse” (II
Samuel 14:14).

UNO SIGNIFICA EL MISMO

La mente especulativa sólo es capaz de formular preguntas


aisladas; así pregunta a veces: ¿Cuál es el origen de todo
lo existente? Y otras: ¿Cuál es el sentido de la existencia?
Para el sentido de lo inefable sólo hay una pregunta que se
extiende más allá de toda categoría de expresión y algu-
nos de cuyos aspectos se reflejan en preguntas tales como:
¿Quién creó el mundo? ¿Quién rige la historia del hombre?
Y la respuesta de Israel es: Dios, que es Uno. Uno denota
unidad interior: Su ley es misericordia; Su misericordia es
ley[12].

“Uno”, en este sentido, significa “el mismo”. Éste es el au-


téntico sentido de “Dios es Uno”. Es un ser que está a la vez
más allá y aquí, en la naturaleza y en la historia; que es a
la vez amor y poder, que está a la vez cerca y lejos, que es
a la vez conocido y desconocido, Padre y Eterno. Al autén-
tico concepto de unidad sólo se llega sabiendo que hay un
ser que es a la vez Creador y Redentor. “Yo soy el Señor, tu
Dios, que te sacó de la tierra de Egipto” (Éxodo 20:2). Es
por esta declaración de la mismidad, de la identidad del
Creador y el Redentor, por donde comienza el Decálogo[13].

12  Véase cap. 14.


13  El Decálogo no representa, como lo aseveran algunos estudiosos, una mo-
nolatría tribal en el sentido de que la tribu de Israel sólo debía reconocerlo a Él
sin negar la realidad de las deidades que otras tribus seguían venerando. Un
Dios del que no debía hacerse imagen, que creó los cielos y la tierra, el mar, y

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

En incontables visiones te describieron;


Pese a toda comparación Tú eres Uno.
(Himno de Gloria)

El modo de Dios es unitario: Su poder es Su amor, Su justi-


cia es Su misericordia. Lo que para nosotros es divergencia
es uno en Él. A este pensamiento podemos aplicar las pala-
bras de Ibn Gabirol:

Tú eres Uno
Y nadie puede penetrar
El misterio de Tu insondable unidad...
(Ibn Gabirol, Keter Maljut)

EL BIEN Y EL MAL

El sentir moral no se origina en la razón como tal. Un hom-


bre docto puede ser malvado, en tanto que un hombre sen-
cillo e iletrado puede ser virtuoso. La actitud moral se ori-
gina en el sentido de unidad del hombre, en su apreciación
de lo que es común a los hombres. Acaso la declaración
fundamental de la ética sea la que contienen las palabras
del último profeta de Israel: “¿No tenemos todos un mismo
padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué, pues,
nos portamos deslealmente el uno contra el otro, profa-
nando el pacto de nuestros padres?” (Malaquías 2:10). El
principio último de la ética no es un hecho imperativo sino
ontológico. Si bien es cierto que lo que distingue a un acto
moral es la conciencia que tenemos de la obligación de rea-

todas las cosas que en ellos hay” (Éxodo 20:11) no puede admitir la realidad de
otras deidades.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

lizarlo, cabe señalar que un acto no es bueno porque nos


sintamos obligados a realizarlo; más bien nos sentimos
obligados a realizarlo porque es bueno.

La esencia de un valor moral no radica en el hecho de que


éste sea válido independientemente de nuestra voluntad, o
de que se ejercite como valor en sí mismo, sin fines ulterio-
res. Esas características sólo se refieren a nuestra actitud
hacia tales valores antes que a su esencia; por otra parte,
expresan un aspecto que también se aplica a los valores ló-
gicos o estéticos.

Visto desde Dios, el bien es idéntico a la vida e inherente al


mundo; la maldad es una enfermedad, un mal idéntico a la
muerte. Pues el mal es divergencia, confusión, aquello que
aliena al hombre del hombre, al hombre de Dios, en tanto
que el bien es convergencia, comunión, unión. El bien y el
mal no son cualidades del espíritu sino relaciones dentro
de la realidad. El mal es división, pugna, falta de unidad, y
así como la unidad de todo lo existente precede a la plurali-
dad de las cosas, así también el bien precede al mal.

El bien y el mal persisten con independencia de la atención


que podamos o no prestarles. No nacemos en el vacío, sino
que nos hallamos, nolens volens, en relación con todos los
hombres y con un Dios. Al igual que no creamos las dimen-
siones del espacio a fin de construir figuras geométricas,
así tampoco creamos las relaciones morales y espirituales:
nos son dadas con la existencia. Lo único que hacemos es
tratar de encontrar nuestro camino en medio de ellas. El
bien no empieza en la conciencia del hombre. Se plasma
en la cooperación natural de todos los seres, en lo que ellos
son los unos para los otros.

No son las estrellas ni las piedras, los átomos ni las olas


los que constituyen el Universo, sino su natural unión, su

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

interacción, la relación de todas las cosas entre ellas. Nin-


guna célula podría existir sola, todos los cuerpos son inter-
dependientes, actúan los unos sobre los otros y se prestan
servicio los unos a los otros. En sentido figurado, hasta las
rocas producen frutos y están llenas de bondad no aprecia-
da cuando su fuerza sostiene un muro.

ÉL ES TODO EN TODAS PARTES

Rabí Moshé de Kobrin dijo una vez a sus discípulos: “¿Que-


réis saber dónde está Dios?”. Tomó de la mesa un trozo de
pan, lo mostró a todos y dijo: “Aquí está Dios”[14].

Al decir que Dios está en todas partes no queremos signi-


ficar que Él es como el aire, cuyas partes se hallan en in-
contables lugares. “Uno” en un sentido metafísico significa
integridad, indivisibilidad. Dios no está en parte acá y en
parte allá; está todo acá y todo allá.

Señor, ¿dónde he de hallarte?


Alta y recóndita es Tu morada.
¿Y dónde no he de hallarte?
Tu gloria llena el mundo.
(Jehudá Haleví)

“¿Se ocultará alguno, dice el Señor, en escondrijos que yo


no lo vea? ¿No lleno yo, dice el Señor, el cielo y la tierra?”
(Jeremías 23:24.).

Dios está dentro de todas las cosas, no sólo en la vida del


hombre. “¿Por qué habló Dios a Moisés desde una zarza?”,

14  Or Iesharim, 87.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

preguntó un pagano a un rabí. Para la mente pagana, Él


debía haber aparecido en la alta cumbre de una montaña o
en la tempestuosa majestad del trueno. Y el rabí respondió:
“Para enseñarte que no hay sitio en la tierra donde no esté
la Shejiná, ni siquiera una humilde zarza”. (Éxodo Rabá
2:9; cf. Cantar de los Cantares Rabá 3:16.)

Tal como el alma llena el cuerpo, así Dios llena el mundo.


Tal como el alma lleva en sí el cuerpo, así Dios lleva en sí el
mundo[15].

Lo natural y lo sobrenatural no son dos esferas diferen-


tes, separadas la una de la otra como el cielo de la tierra.
Dios no está más allá sino aquí mismo, no sólo próximo
a mis pensamientos sino a mi cuerpo. Por eso se le ense-
ña al hombre a vivir en Su presencia no sólo mediante la
oración, el estudio y la meditación, sino también mediante
el cuidado de su aspecto físico y su comportamiento, de lo
que come y bebe, manteniendo el cuerpo libre de mancha
y profanación. “Un ídolo está cerca y lejos; Dios está lejos y
cerca” (Deuteronomio Rabá 2:6). “Dios está lejos y sin em-
bargo nada es más cercano que Él”. “Él está cerca, con toda
clase de cercanía” (Ierushalmi Berajot 13a).

Es Su otredad, inefable e inmediata como el aire que respi-


ramos sin verlo, la que nos permite sentir Su distante cer-
canía. “Porque así dijo el Alto y el Excelso que habita la
eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en el lugar
alto y santo, también con aquel que es de espíritu contrito
y humilde; para vivificar el espíritu de los humildes, y para
vivificar el corazón de los contritos”. (Isaías 57:15.)

15  Levítico Rabá 4:8; Deuteronomio Rabá 2:26; cf. Berajot 10b.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

UNIDAD ES DESVELO

La unidad de Dios es Su poder para unirse con todas las co-


sas. Él es uno en Sí mismo y brega para ser uno con el mun-
do. Rabí Samuel ben Amí observó que la narración bíblica
de la creación proclama: “Un día... un segundo día... un
tercer día”, y así sucesivamente. Si se tratara de dar cuenta
del tiempo, lo lógico sería suponer que la Biblia diría: “Un
día... dos días... tres días” o: “El primer día... el segundo
día... el tercer día”, pero nunca “uno, segundo, tercero”.

Iom ejad, un día, significa en realidad el día en el que Dios


deseó ser uno con el hombre. “Desde el comienzo de la
creación el Santo, bendito sea Él, anheló entrar en socie-
dad con el mundo terrestre”[16]. La unidad de Dios es un
desvelarse por la unidad del mundo.

16  Génesis Rabá 3:9; véase cap. 21.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

14. Dios es el sujeto

EL “YO” ES UN “ELLO”

Para el individuo humano el mundo es un mundo pensado


por su yo. Pero el individuo humano, que llegó al mundo
a una hora tardía en la eternidad del tiempo, ¿es acaso un
pionero sin antecesores en el esfuerzo de abrir una senda
en el vacío espiritual, de crear ideas de la nada, de extraer
música del caos? ¿Acaso es la mente humana una luciér-
naga en la oscuridad, empeñada en iluminar por sí sola la
vasta extensión de la eternidad?

Sólo quien vive en una prisión de fatuidad puede sostener


que el hombre está solo y que es el único que sabe. A cual-
quiera cuyo espíritu no esté apartado del sentido de lo in-
efable le resultará imposible concebir que el hombre pueda
ser dueño de la prerrogativa de pensar, con exclusión de
todo otro espíritu, como si el mundo fuese impremeditado,
precarias sus cualidades significantes, y dependiera por lo
tanto exclusivamente de la mente del hombre. Es absurdo,
aunque pueda resultar concebible, suponer que el hombre
es el único ser dotado de facultades mentales y espirituales.

El hombre nunca es el primero en pensar acerca de cual-


quier forma de lo existente, el primero que realiza la extra-
ña operación de convertir una cosa en un objeto de pensa-
miento; por lo menos no se considera a sí mismo el prime-
ro. Al echar la primera mirada a una isla desconocida, el
explorador no puede creer que antes de llegar él, la belleza

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

y magnificencia que acaba de encontrar nunca fue vista,


pensada y apreciada. En la rutina diaria del pensar nos pa-
rece que el yo es el único factor activo, el único poder que
cuenta; el mundo es apenas un material para ser utilizado.
Y lo mismo son las ideas: productos para disponer de ellos
y consumirlos a voluntad. Las cosas ocurren de otro modo
en la vida de las almas independientes y creativas que no
encaran el mundo como dueños egocéntricos, como sujetos
auto­celebrantes. Esas almas abandonan todo lo que saben
para tornarse receptivas, para convertirse en un foco capaz
de captar la luminosidad del mundo. La intuición creadora
no es resultado de un cálculo. Se da como respuesta dentro
de una experiencia en la que el significado de las cosas im-
pone su fuerza al sujeto de la experiencia.

Para el sentido de lo inefable el mundo no es suelo virgen.


El mundo es y es pensado. La eternidad es la memoria de
Dios. El mundo está frente a nosotros, en tanto que Dios
camina detrás de nosotros.

Cuanto más se agudiza y ahonda nuestra percepción de la


esencia en la que todas las cosas se hallan inmersas y del
misterio del existir que compartimos con todas las cosas,
tanto más hondamente comprendemos la índole de objeto
del yo. Empezamos entonces a comprender que lo que para
nuestra mente es un “yo” es un “ello” para Dios. De ahí que
el pensarnos como objeto, y no como yo, sea el punto de
partida de nuestro pensar acerca de Él. Al cobrar concien-
cia de nuestro carácter de objeto, empezamos a compren-
der que Dios es más que lo divino.

138 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

LA IDEA DE DIOS NO TIENE FACHADA

Habituados a pensar en categorías de espacio, concebimos


a Dios frente a nosotros como si nosotros estuviésemos
aquí y Él allí. Pensamos en Él asemejándolo a las cosas,
como si Él fuese una cosa entre otras cosas, un ser entre
otros seres.

Al iniciarnos en la meditación acerca de las cuestiones úl-


timas debemos desprendernos del hábito intelectual de
convertir a la realidad en objeto de nuestra mente. Pensar
en Dios es por completo diferente de pensar en todo otro
asunto; aplicar los mecanismos lógicos usuales sería como
tratar de alejar una tempestad soplando. Si a menudo fa-
llamos en nuestro intento de entender a Dios, no es por-
que no sepamos extender nuestros conceptos alejándonos
lo bastante como para abarcarlo, sino porque no sabemos
acercarnos lo bastante a nuestro punto de partida. Pensar
en Dios no es encontrarlo como un objeto de nuestra men-
te, sino encontrarnos a nosotros mismos en Él. La religión
empieza donde termina la experiencia y la experiencia ter-
mina cuando percibimos que somos percibidos.

Tener conocimiento de una cosa es poseer el concepto de


esa cosa a disposición de nuestra mente. Toda vez que con-
cepto y cosa, definición y esencia, pertenecen a dominios
diferentes, podemos conquistar y adueñarnos de una cosa
teóricamente, mientras que la cosa misma puede hallarse
lejos de nosotros, como es el caso, por ejemplo, de nuestro
conocimiento de las nebulosas estelares.

Dios no es ni una cosa ni una idea: está dentro y más allá


de toda cosa y de toda idea. La idea de Dios no está más
allá, sino dentro de Él. La idea de Dios no estaría frente a
nosotros si Él no estuviese detrás de ella.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

La idea de Dios no tiene fachada. Penetramos por entero en


ella tan pronto como como ella penetra por entero en noso-
tros. Concebirla es ser absorbido por ella como el presente
por el pasado, un pasado que nunca muere.

Nuestro conocimiento de Él y Su realidad no son dos co-


sas separadas. Pensar en Él es abrir nuestro espíritu a Su
presencia universal, a un estado en el que Su presencia nos
colma. Pensar en las cosas significa tener un concepto den-
tro de la mente, mientras que pensar en Él es como cami-
nar bajo un palio de pensamiento, como un estar rodeado
de pensamiento. Dios permanece fuera de nuestro alcance
mientras ignoramos que nuestro alcance está dentro de Él,
que Él es el Conocedor y nosotros lo conocido, que ser sig-
nifica ser pensado por Él.

Lo que hace posible pensar en Dios es el hecho de que Él


es el sujeto y nosotros Su objeto. Pensar en Dios es aban-
donarnos a Él, concebirnos como reflejo de Su realidad. No
es posible limitar a Dios reduciéndolo a un pensamiento.
Pensar significa apartar o separar un objeto del sujeto pen-
sante. Pero al apartarlo a Él ganamos una idea y lo perde-
mos a Él. Dado que Él no está fuera de nosotros ni nosotros
fuera de Él, Dios jamás puede convertirse en mero objeto
de nuestro pensamiento. Así como al pensar sobre noso-
tros mismos no es posible separar al objeto del sujeto, así
también al pensar en Dios es imposible separar al sujeto
del objeto. Al pensar en Él nos percatamos de que es mer-
ced a Él que pensamos en Él. Así pues, debemos pensar en
Él como sujeto de todo, como la vida de nuestra vida, como
la mente de nuestra mente.

Si una idea tuviese la facultad de pensar y trascenderse a sí


misma, tendría conciencia de ser en este momento un pen-
samiento de mi mente. El hombre religioso tiene concien-

140 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

cia de ser conocido por Dios, como si él fuese un objeto, un


pensamiento de Su mente.

Para el filósofo, Dios es un objeto; para el hombre que ora,


Él es el sujeto. La meta del hombre piadoso no es poseer
a Dios como concepto de conocimiento, estar informado
acerca de Él, como si Él fuese un hecho entre otros hechos.
El hombre piadoso anhela ser totalmente poseído por Él,
ser un objeto de Su conocimiento y percibir su condición
de tal. La meta no es conocerlo desconocido, sino ser pe-
netrado por lo desconocido; no es conocer a Dios sino ser
conocido por Él, someternos a Él, y no que Él se someta a
nosotros; la meta no es juzgar y afirmar, sino escuchar y ser
juzgado por Él.

El conocimiento que Dios tiene del hombre precede al que


el hombre tiene acerca de Él, mientras que el conocimiento
que el hombre tiene de Dios sólo abarca lo que Dios solicita
del hombre. Éste es el contenido esencial de la revelación
profética[17].

LA VISIÓN DIVINA DEL HOMBRE

Primordialmente, la Biblia no es la visión que tiene el hom-


bre de Dios, sino la visión que tiene Dios del hombre. La
Biblia no es la teología del hombre sino la antropología de
Dios, y trata del hombre y de lo que Él le demanda, antes
que de la naturaleza de Dios. Dios no reveló a los profetas
misterios eternos, sino Su conocimiento del hombre y su
amor por él. La aspiración de Israel no era conocer el Ab-

17  Véase A. Heschel, Die Prophetie, Cracovia, 1936, p. 182, luego elaborado
y traducido en castellano; Los profetas, tres tomos, Paidós, Bs. As., Coedición
con el Seminario Rabínico Latinoamericano.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

soluto, sino determinar qué le pide Él al hombre; comulgar


con Su voluntad, antes que con Su esencia.

En lo hondo de nuestro estremecimiento, lo único que po-


demos articular es nuestra certeza de que Dios nos conoce.
El hombre no puede ver a Dios, pero puede ser visto por
Dios. Dios no es el objeto de un descubrimiento, sino el
sujeto de una revelación.

No disponemos de conceptos que nos permitan expresar


la grandeza de Dios o representarlo ante nuestra mente.
Dios no es un ser cuya existencia pueda ser confirmada o
descrita por nuestros pensamientos. Dios es una realidad,
y al enfrentarnos con ella, al cobrar conciencia de su signi-
ficado, nos embarga un sentimiento de infinita pequeñez.

¿ES DIOS INCOGNOSCIBLE?

El hombre moderno, pobremente dotado para la percep-


ción del misterio, no vacila sin embargo en aceptar un
principio agnóstico como panacea para todos los proble-
mas teológicos y metafísicos. Está dispuesto a creer que si
existe un ser supremo, la diferencia entre Él y el hombre
es mucho mayor que la diferencia entre la materia incons-
ciente y el hombre consciente; que, en consecuencia, el
hombre puede saber tanto acerca de Él como lo que sabe
una burbuja acerca de la teoría de la relatividad; que Dios
nada tiene que ver con este desdichado planeta; que Él
está en las alturas, tan lejos y tan por encima de las formas
de existencia conocidas por nosotros, que sólo mora en la
nada. Es tan plausible hoy trasladar a Dios allende todos
los allendes como lo fuera otrora percibir un espíritu en un
árbol o una piedra. Sin embargo, el mismo que afirma que

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Dios es rotundamente incognoscible presume de saber que


lo que él dice no puede ser conocido. Presume de saber que
Dios vive en una prisión de inescrutable aislamiento, sin
relación con las cosas ni con los seres, tras las rejas de lo
infinito y de la absoluta otredad.

Es cierto que el término “conocimiento” en el sentido en


que se lo usa respecto de las cosas finitas es inaplicable a la
esencia de Dios. No obstante, nuestra conciencia de Dios
contiene algo más que la certeza de Su existencia. Si estar
inmerso en el pensar significa usar opiniones como plumas
de adorno en la cabeza, es cierto que todo saber nos está
vedado; pero si los pensamientos son como sangre que cir-
cula dentro de nosotros, el saber se halla al alcance de toda
alma sensible. A menudo conocemos a Dios sin saberlo y
lo desconocemos cuando nos afirmamos en nuestro saber.

El hombre se entronca con lo divino por lo que es, no sólo


por lo que logra. La esencia de su espíritu, que lidia con
Aquel que está allende lo inefable y a menudo triunfa, par-
ticipa sin duda de la esencia de Dios. Y si su espíritu se ele-
va alguna vez en busca de Él, es en lo que hay de divino en
el hombre donde se halla la fuente de esa exaltación: “El es-
píritu del hombre es la lámpara del Señor, la cual escudriña
las partes más recónditas” (Proverbios 20:27).

Dios estaría fuera de nuestro alcance si lo buscáramos den-


tro del laberinto a la luz de los fuegos artificiales de nuestra
mente. Pero somos “polvo y cenizas”; polvo de la tierra y
cenizas de Su fuego, y la mente, al revolver el alma, es ca-
paz de avivar con su soplo las brasas todavía encendidas
de Su fuego. Así pues, preguntar por qué creemos es como
preguntar por qué percibimos. Nuestra fe es Dios (Deute-
ronomio Rabá 1:10).

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

No necesitamos de palabras para comunicarnos con el mis-


terio. Lo que en nosotros hay de inefable comulga con lo
inefable que nos trasciende. No tenemos necesidad de ex-
presar a Dios cuando dejamos que nuestro ser siga perte-
neciéndole, siendo el eco de Su expresión.

Si recurrimos a lo divino que nos fue conferido no tenemos


por qué deplorar el hecho de que Su ribera se halle tan le-
jana. En nuestra sincera sumisión a Sus mandamientos la
distancia desaparece. No está en nuestro poder forzar al
más allá a convertirse en aquí, pero podemos transportar
el aquí al más allá.

NUESTRO CONOCIMIENTO ES UNA NOCIÓN


INCOMPLETA

La vida, tal como la vemos, no es en su totalidad un yermo


de sinsentido. Hay en ella a la vez fertilidad y esterilidad,
sentido y absurdo. ¿Es acaso concebible que la sabiduría,
la música, el amor, el orden, la belleza, la santidad, hayan
surgido del caos, de algo inerte, sin vida, inferior a cual-
quiera de nosotros? ¿Es posible que ese pasmoso, insonda-
ble caudal de riqueza espiritual sea el producto de un acci-
dente? Sería absurdo suponer que la fuerza que nos habita,
la que creó leyes, ideales, sinfonías y santidad habita sólo
en nosotros y no existe en ninguna otra parte.

Nadie habrá de negar que hay hombres que despreciaron


medrar con la opresión, que apartan la mano para recha-
zar el soborno. Cualesquiera sean sus motivaciones, todos
les rendimos nuestro tributo de respeto. Aunque seamos
incapaces de alcanzar la perfecta rectitud, por lo menos
la acariciamos como un ideal, como la más alta norma, y

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

hasta logramos implementarla en alguna medida. Afirmar


que semejante ideal y su cumplimiento son monopolio del
hombre y desconocidos por el Ser Supremo, que el hombre
es el único ser dotado de cualidades morales e intelectua-
les, que es superior al Ser Supremo, es a la vez absurdo y
odioso, un dislate que sólo puede sostenerse mientras el
hombre se vea a sí mismo y su engañosa gloria, y que se di-
sipa con la primera mirada a su verdadera situación. Quien
haya sentido alguna vez la infinita superioridad de lo inefa-
ble es lo bastante sensato como para admitir que Dios no
puede ser inferior a ningún otro ser, que no poseeríamos
la capacidad para el bien si ella estuviese ausente en Dios.
Si hay en nosotros moralidad ella ha de estar presente en
grado sumo en Dios. Si poseemos la visión de la justicia
ella ha de radicar eminentemente en Dios. Incluso el recla-
mo de justicia: ¡No hay justicia en el cielo! Es un grito en
nombre de la justicia, una justicia que no puede haber na-
cido en nosotros si está ausente en la fuente de nuestro ser.
Quien esté abierto a la percepción de lo inefable se negará a
aceptar una fuente de energía llamada causa primera como
expresión de lo supremo. Sabe que afirmar que lo supremo
está dotado de espíritu es una noción groseramente incom-
pleta; que antes de formularla sería preferible ocultarse en
el silencio...

CONOCIMIENTO O COMPRENSIÓN

Al referirnos a las ideas que adquirimos en nuestro deba-


tirnos con lo inefable es más apropiado llamarlas compren-
sión de Dios. Pues si Él no es un principio ni una cosa sino
un ser viviente sin par, no podemos enfrentarnos con Él
mediante los mecanismos del conocimiento, sino a través
de un proceso de comprensión. Conocemos mediante la in-

www.seminariorabinico.org 145
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

ducción o la inferencia, comprendemos mediante la intui-


ción; conocemos una cosa, comprendemos una personali-
dad; conocemos un hecho, comprendemos un indicio. El
conocimiento implica la familiaridad con o aun el dominio
de algo; la comprensión es el acto de interpretar algo que
sólo conocemos por su expresión, e interpretarlo a través
de una concordancia interior con ese algo. No existe un co-
nocimiento por afinidad; sí en cambio, una comprensión
por afinidad. Es significativo que el vocablo comprensión
sea sinónimo de acuerdo, conformidad. A través del acuer-
do encontramos un camino hacia la comprensión.

Lo inefable podemos conocerlo y reconocerlo. Sin embargo,


rara vez aprenden los hombres a vivir en radical acuerdo, y
es por ello que tan pocas veces dan con el camino que lleva
de lo inefable a Dios. En los profetas lo inefable se convir-
tió en una voz y nos reveló que Él no es un ser separado y
distante de nosotros, como lo creía el hombre primitivo;
que Él no es un enigma sino justicia y misericordia, no sólo
un poder que da razón de nuestro existir, sino una pauta
para nuestro vivir. Dios no es lo Desconocido. Es el Padre,
el Dios de Abraham; del silencio de siglos inmensurables
surgieron la compasión y la guía.

146 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

15. El desvelo divino

EL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA

Es un final conocido; tras el enfrentamiento de ideas y la


colisión de argumentos, los filósofos suelen llegar a una
solemne conclusión: no podemos saber qué es Él, sólo sa-
bemos que Él es, lo cual significa: nada sabemos acerca de
Sus atributos; lo único que podemos adscribirle es la exis-
tencia. Es sabido que la existencia es un concepto indefini-
ble que no puede ser imaginado per se, sin calificaciones,
en absoluta desnudez. Lo que nuestra mente puede captar
es siempre un existente o un modo de existencia particu-
lar, determinado, un ser investido de atributos. Así pues,
la única resultante de tales especulaciones acerca de Dios
es una categoría inefable. Por lo demás, la existencia no es
sólo el fin sino también el punto de partida de todo pensar
acerca de Dios, puesto que sin presumir la posibilidad de
Su existencia no comenzaríamos a contemplarlo.

En su afán de eludir la posibilidad de atribuirle a Dios ras-


gos antropomórficos, los filósofos adoptaron tradicional-
mente el procedimiento usual en ontología general, en el
cual la noción de existencia utilizada como tema del aná-
lisis se extraía del reino de lo inanimado, y no del reino
de la existencia animada y personal. Los esfuerzos poste-
riores para llenar la cáscara ontológica con un contenido
espiritual o moral tropezaban con dificultades insalvables,
debidas sobre todo a la disparidad entre la existencia inani-
mada por un lado y la animada y espiritual por otro.

www.seminariorabinico.org 147
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Un lápiz, una paloma y un poeta comparten el hecho de


ser; empero, no sólo es distinta su esencia, sino también su
existencia. La diferencia entre la existencia de un ser hu-
mano y la de un lápiz es tan radical e intrínseca como la
que hay entre la existencia del lápiz y la no existencia del
Holandés Errante. Ello se hace patente cuando compara-
mos a un hombre vivo con un cadáver. Ambos contienen
los mismos elementos químicos en proporciones exacta-
mente iguales, por lo menos inmediatamente después de
la muerte. No obstante, un hombre muerto no existe como
hombre, como ser humano o social, aunque siga existiendo
como cadáver.

LA VIDA ES PREOCUPACIÓN

Como veremos más adelante[18], la temporalidad y la con-


tinuidad expresan la relación de la existencia con el tiem-
po, una relación pasiva. Lo que distingue a la existencia
orgánica de la inorgánica es el hecho de que la planta o el
animal se hallan en una relación activa y defensiva con la
temporalidad. Toda existencia finita, una piedra o un pe-
rro, se halla constantemente al borde de la no-existencia;
en cualquier momento puede dejar de existir. Mas a dife-
rencia de la piedra, el perro posee en cierta medida la facul-
tad de combatir o eludir las calamidades de su vida.

La vida, como nos enseña la biología, no es un estado pa-


sivo de indiferencia e inercia. La esencia de la vida es una
preocupación y un cuidado intensos. Por ejemplo, la vida
de la célula depende de su capacidad de fabricar y rete-
ner determinadas substancias necesarias para su supervi-

18  Véase cap. 18.

148 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

vencia. La superficie externa de la célula es impermeable


a esas substancias, con lo cual se impide su pérdida por
escurrimiento, Al mismo tiempo, y debido a la permeabi-
lidad selectiva del protoplasma, la superficie permite que
otras substancias favorables penetren en la célula desde el
exterior, a la par que impide la entrada a las substancias
desfavorables. Cada célula se comporta como un acordeón,
contrayéndose cuando entra en contacto con un elemento
destructivo. Sobre la base de estas observaciones es posible
sentar el siguiente principio biológico: todo organismo vi-
viente tiene horror a su propia destrucción.

Podemos, pues, decir que así como la calidad peculiar de la


existencia inorgánica es la indefensión y la inercia, la cali-
dad positiva peculiar de la existencia orgánica, es decir de
la vida, es la preocupación. La vida es preocupación.

Esa preocupación es reflexiva: se refiere a la propia per-


sona y está arraigada en la inquietud del individuo por su
propio futuro. Si el hombre no prestara atención al futuro,
si fuese indiferente a lo que pueda o no sobrevenirle, no ex-
perimentaría ansiedad alguna. El pasado desapareció, en
el presente está vivo; es sólo el tiempo por venir el que le
inspira aprensiones.

LA PREOCUPACIÓN TRANSITIVA

Un hombre enteramente despreocupado de sí mismo está


muerto; un hombre exclusivamente preocupado por sí
mismo es una bestia. El signo que lo distingue de la bestia
y que a la vez constituye el índice de madurez, es la tridi-
mensionalidad de la preocupación del hombre. El niño no
se hace humano al descubrir el entorno, que incluye cosas y

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

otros seres, sino al tornarse sensible a los intereses de otros


seres. Humano es aquel que se preocupa por otros seres. El
hombre es un ser que jamás puede bastarse a sí mismo, no
sólo por lo que debe recibir, sino también por lo que debe
dar. La piedra es autosuficiente, el hombre es auto-trascen-
dente. Necesitado de otros seres a los que pueda brindarse,
el hombre ni siquiera es capaz de vivir en armonía consigo
mismo si no presta servicio a algo que esté fuera de él. La
paz espiritual que puede lograrse en soledad no es resulta-
do de ignorar lo que no sea el propio yo o de rehuirlo, sino
de reconciliarse con ello. La gama de necesidades aumenta
a medida que se eleva la forma de existencia; la piedra es
más autosuficiente que la planta y el caballo requiere más
que el árbol para sobrevivir. Una exigencia cardinal de la
vida humana es la preocupación transitiva, el desvelarse
por los demás, además de la preocupación reflexiva, el in-
tenso desvelarse del hombre por sí mismo.

En un primer estadio, los otros seres son considerados


como medios para lograr la satisfacción de las propias ne-
cesidades. La transición de la dimensión animal a la hu-
mana tiene lugar cuando, a raíz de diversos hechos, tales
como la observación de los sufrimientos de otras personas,
el enamoramiento o un aprendizaje moral, el hombre co-
mienza a reconocer a los demás como fines y no como me-
dios, comienza a responder a las necesidades de los demás,
aun desatendiendo sus conveniencias personales. Es un
acto de reconocimiento de jure o incluso de facto de otros
seres humanos como iguales, de resultas del cual el hom-
bre empieza a preocuparse por la preocupación de los de-
más; lo que para ellos es importante, se torna vital para él.
Al ser interrogado sobre el paradero de su hermano, Caín
respondió: “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” (Gé-
nesis 4:9). Abraham, sin que nadie se lo pidiera, intercedió
por Sodoma, la ciudad pecadora. ¿Pero por qué le interesa-

150 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

ba a Abraham salvar a Sodoma? Abraham pudo implorar a


Dios por Sodoma porque existe una justicia eterna, incon-
dicional, y en nombre de esa justicia pudo él decir: “Lejos
de ti el hacer tal que hagas morir al justo con el impío... El
juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer justicia?” (Génesis
18:25).

No es una extensión lateral, mecánica, de la preocupación


por uno mismo la que hace nacer la preocupación por los
demás. La preocupación por los demás exige a menudo el
precio de la abnegación, de la renuncia del yo. ¿Cómo po-
dría explicarse la renuncia al yo, y aun su extinción, como
una extensión del yo? En consecuencia, no podemos decir
que la preocupación por los demás esté en el mismo nivel
que la preocupación por uno mismo y que la única dife-
rencia estriba en la sustitución de la propia persona por la
de otro. La motivación de nuestra preocupación transitiva
puede ser egoísta. El hecho de nuestra preocupación tran-
sitiva no lo es.

LAS TRES DIMENSIONES

La preocupación por los demás no es una extensión hori-


zontal sino una ascensión, una elevación. El hombre alcan-
za una nueva dimensión vertical –la dimensión de lo sagra-
do– cuando se eleva por encima de sus propios intereses,
cuando lo que es de interés para los demás se torna vital
para él; y sólo en esa dimensión, en la comprensión de su
perenne validez, la preocupación por otros seres humanos
y la devoción a ideales pueden llegar al grado de la abne-
gación, del olvido del yo. Metas distantes, intereses religio-
sos, morales y artísticos pueden tornarse tan importantes
para el hombre como su preocupación por el alimento. El

www.seminariorabinico.org 151
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

yo, el prójimo y la dimensión de lo sagrado son las tres di-


mensiones de una preocupación humana madura.

El auténtico amor al hombre es un amor clandestino a Dios.


¿Pero por qué? ¿Qué relación tienen el afecto o la bondad
de un hombre hacia otro con el misterio de los misterios?
¿No deberemos descartar como desvarío y fantasía el pro-
verbio que reza: “El que oprime al pobre afrenta a su Ha-
cedor; mas el que tiene misericordia del pobre, lo honra”
(Proverbios 14:31)? ¿Hay algo intrínseco en la existencia de
Dios que justifique semejante correlación?

Por otro lado, ¿estamos en lo cierto al decir que el hom-


bre es capaz de elevarse por encima de sí mismo? ¿Acaso
un autoanálisis honesto no revela que las motivaciones de
nuestra conducta están entretejidas con nuestros deseos
instintivos y que los intereses creados del ego se introducen
en nuestras motivaciones morales al igual que en nuestros
actos de cognición? Y sin embargo, aun admitiendo todas
esas razones, sería erróneo considerar nuestra preocupa-
ción por los demás como una enmascarada preocupación
por nuestra propia persona.

LA ABNEGACIÓN COMO IMPULSO

No es cierto que el hombre esté condenado a prisión per-


petua en un reino donde la causalidad, la lucha por la exis-
tencia, la voluntad de poder, la libido sexualis y el afán de
prestigio son los únicos móviles de la acción. El hombre
está inmerso en relaciones que trascienden ese reino. No
hay hombre que no se empeñe en un momento u otro de
su vida en alcanzar algún grado de desinterés, en buscar
metas que despierten su adhesión más allá de las ventajas

152 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

que puedan ofrecerle. No es cierto que todos los hombres


estén siempre a merced de su ego y que lo único que pue-
den hacer es promover su propia prosperidad. No es cierto
que en el conflicto entre la honestidad y la conveniencia
aquella sea siempre la derrotada. En toda alma vive de in-
cógnito el impulso apremiante de amar, de olvidarnos de
nosotros mismos, de independizarnos de nuestros intere-
ses. El hombre actúa en contra de sus intereses egoístas
cuando cede al apremio que lo lleva a preguntarse por el
sentido, la finalidad o el valor de la vida, cuando se empeña
en juzgarse a sí mismo conforme a pautas desinteresadas
y se preocupa por objetivos que ni siquiera comprende del
todo, cuando a menudo se resiste a la tentadora recompen-
sa del dinero, el poder o la popularidad vulgar, cuando re-
nuncia a la aprobación o el favor de quienes dominan el
mundo financiero, político o cultural para seguir siendo fiel
a un principio moral o religioso.

Nuestro impulso primordial es la auto-preservación. El


instinto de conservación es la esencia de la vida orgánica
y sólo aquel que desprecia la vida puede condenarlo como
un vicio. Si la vida es sagrada, como creemos que lo es, la
consideración por uno mismo es lo que sustenta lo sagra-
do. La consideración por uno mismo se convierte en vicio
sólo por asociación: cuando se asocia con la desconside-
ración total o parcial por los demás. De ahí que nuestra
faena moral no consista en eliminar la consideración por
nosotros mismos, sino en descubrir al prójimo y prestarle
atención.

La consideración por uno mismo no es condenable. El pre-


cepto “Ama a tu prójimo como a ti mismo” implica el cui-
dado de uno mismo como deber. Es tan errado oponer el
deber hacia uno mismo y la voluntad de Dios, como identi-
ficarlos. Servir no significa someterse, sino compartir.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

El precepto “Ama a tu prójimo como a ti mismo” conclu-


ye con estas palabras: “Yo soy el Señor”. Esta conclusión
encierra la razón última del solemne mandamiento. El
mandamiento es verdadero e intemporal, pero si Dios no
fuese Dios, no habría verdad, ni intemporalidad, ni man-
damiento.

Empeñarse en combatir al ego con argumentos intelectua-


les es un esfuerzo inútil, ya que como a una hidra herida le
nacen dos cabezas por cada una que se le corta. La razón
por sí sola es incapaz de obligar al alma a amar, incapaz de
decirnos por qué debemos amar sin esperar recompensa
ni beneficio. La gran batalla por la integridad debemos li-
brarla apuntando al centro mismo del ego y fortaleciendo
la capacidad de libertad del alma.

LA LIBERTAD ES ÉXTASIS ESPIRITUAL

Porque la integridad es el fruto de la libertad. El esclavo se


preguntará siempre: ¿Qué favorece más mis intereses? Es
el hombre libre quien puede trascender la relación causal
entre interés y acción, entre acto y deseo de recompensa
personal. El hombre libre pregunta: ¿Por qué debo intere-
sarme por mis intereses? ¿Cuáles son los valores a los que
debo inclinarme a servir?

Pero la libertad interior es un éxtasis espiritual, un estado


en el que el hombre está más allá de todo interés y egoísmo.
La libertad interior es un milagro del alma. ¿Cómo puede
lograrse ese milagro?

Es la apertura del corazón y la mente al hecho de hallar-


nos presentes en la preocupación de Dios, la certeza de ser
parte de un movimiento espiritual eterno la que suscita la

154 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

fuerza en una conciencia fatigada, la que sacudiendo la fa-


tuidad hasta el fondo hace trizas el egoísmo. Es el sentido
de lo inefable el que nos conduce más allá del horizonte de
los intereses personales y nos ayuda a comprender el ab-
surdo de considerar al ego como un fin.

Hay un solo camino para sentirse uno con todos los hom-
bres, con el leproso o el esclavo: sentirse uno con Él en una
unidad más alta, en la preocupación única de Dios por to-
dos los hombres.

LA PREOCUPACIÓN DIVINA

La existencia de Dios... ¿Qué significan estas palabras?


Dado que es eterno, la temporalidad es inaplicable a Él.
¿Puede atribuírsele a Dios una preocupación reflexiva?
Dios no tiene por qué preocuparse por Sí mismo, puesto
que no tiene necesidad de estar en guardia contra peligros
que amenacen Su existencia. La única preocupación que se
le puede adscribir es una preocupación transitiva, implíci-
ta en el concepto mismo de creación. Pues si se concibe la
creación como actividad voluntaria del Ser Supremo, ella
implica una preocupación por aquello que nace a la exis-
tencia. Puesto que la existencia de Dios es continua, Su
preocupación o solicitud por sus criaturas debe ser perma-
nente. Mientras que la preocupación del hombre por los
demás está a menudo teñida de preocupación por su pro-
pia persona y se caracteriza por una falta de autosuficiencia
y una necesidad de perpetuación de su propia existencia, el
desvelo de Dios por sus criaturas es un puro preocuparse.

Afirma Cicerón: “Los dioses se muestran cuidadosos en


las grandes cosas y descuidan las pequeñas” (De Natura

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Deorum, Libro II, cap. 66, 167). Afirman los profetas de


Israel, desde Moisés a Malaquías, que Dios se preocupa por
las pequeñas cosas. Lo que los profetas procuraron comu-
nicar al hombre no fue el concepto de una eterna armonía,
de un inmutable ritmo de sabiduría, sino la percepción de
la preocupación de Dios por las situaciones concretas. Al
revelar la trama de la historia, en la que lo humano se halla
entretejido con lo divino, insuflaron un celo divino en el
mundo del hombre.

En mitología se concibe a las deidades como preocupadas


por sí mismas. Inmortales, superiores al hombre en poder
y sabiduría, a menudo son inferiores a él en moralidad.
“Homero y Hesíodo atribuyeron a los dioses todas las cosas
que son deshonra e ignominia entre los mortales: el robo,
el adulterio y el engaño” (Jenófanes).

Nada nos dice la Biblia acerca de Dios en Sí mismo; todos


sus dichos se refieren a la relación de Dios con el hombre.
Su propia Vida y Esencia no se relatan ni se revelan. No
hay mención de una preocupación reflexiva ni de pasiones,
salvo la pasión por la justicia. Los únicos hechos de la vida
de Dios que registra la Biblia son actos en aras del hombre:
actos de creación, actos de redención (de Ur, de Egipto, de
Babilonia), o actos de revelación.

Zeus se interesa apasionadamente por hermosas deidades


femeninas y arde de cólera contra quienes provocan sus ce-
los. El Dios de Israel se interesa apasionadamente por las
viudas y los huérfanos.

La preocupación divina significa que Él se interesa por el


destino del hombre, significa que la condición moral y es-
piritual del hombre suscita Su atención. Cierto es que Su
preocupación constituye para la mayoría de nosotros uno
de los misterios más desconcertantes, pero no es menos

156 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

cierto que para quienes abren su vida a Dios, Su desvelo y


Su amor son una experiencia constante.

EXPRESIÓN CONTINUA

Al adscribir a Dios una preocupación transitiva no emplea-


mos un concepto antropomórfico ni antropopático, sino
una idea que desearíamos caracterizar como un antropo­
neumismo (anthropos + pneuma). Adscribimos a Dios no
una característica psíquica sino espiritual; no una actitud
emocional, sino moral. Quienes se niegan a adscribir a Dios
una preocupación transitiva se ven obligados sin saberlo a
concebir Su existencia, si es que algún sentido tuviera, me-
diante una analogía con la existencia física y a pensar en Él
en función de “fisiomorfismo”.

En el lenguaje de la Biblia la creación es un acto de expre-


sión. Dios dijo: “Sea”, y fue. Y la creación no es un acto que
ocurrió una vez, sino un proceso continuo. La palabra Iehí,
“Sea”, perdura por siempre en el Universo. De no ser por la
presencia de esa palabra no habría mundo, habría ser finito
(véase Midrash Tehilim, ed. Buber, p. 498).

Cuando decimos que Él está presente en todos los seres no


queremos dar a entender que Él es inherente a ellos como
un componente o ingrediente en su estructura física. Dios
en el Universo es un espíritu de preocupación por la vida.
Lo que para nosotros es una cosa, para Dios es una preocu-
pación; lo que es parte del mundo físico del ser es también
parte del mundo divino de la significación. Ser es signifi-
car, significar una preocupación divina.

Dios está presente en Su expresión continua. Es inmanente


a todos los seres del mismo modo como una persona es in-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

manente al grito que lanza; Dios significa lo que dice. Dios


se preocupa por lo que dice. Todos los seres estamos pletó-
ricos de la palabra divina, que sólo nos abandona cuando
nuestra malignidad profana y avasalla Su silenciosa, pa-
ciente presencia.

Es tan fácil expeler a Dios como lo es derramar sangre. Y


sin embargo, aun cuando Él se oculta, aun cuando nuestras
almas han perdido Su rastro, aun entonces podemos ha-
cerlo surgir de las profundidades, de las profundidades de
todas las cosas. Pues Dios está en todas partes, salvo en la
arrogancia.

No sabemos qué es Dios, pero sabemos dónde está Dios.


No hay lengua que pueda describir Su esencia, pero toda
alma puede compartir Su presencia y sentir la angustia de
Su pavorosa ausencia.

Amurallados en nuestro pomposo egoísmo, por lo general


olvidamos dónde está Él, olvidamos que nuestra preocupa-
ción por nosotros mismos es una gota extraída del espíritu
de la preocupación divina. Hay, sin embargo, una forma de
mantenernos abiertos a la presencia de ese espíritu. Hay
momentos en los que sentimos el reto de un poder que,
no nacido de nuestra voluntad ni instaurado por ella, nos
quita independencia al juzgar sobre la rectitud o deprava-
ción de nuestras acciones, al roernos el corazón cuando in-
fringimos sus mandatos. Es como si no hubiese dentro de
nosotros intimidad ni posibilidad de retroceder o escapar,
como si no hubiese lugar alguno donde poder enterrar los
restos de nuestros sentimientos de culpa. Hay una voz que
llega a todas partes, que no sabe de misericordia, que cava
y remueve las sepulturas del caritativo olvido.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

LA CIVILIZACIÓN PENDE DE UN HILO

El curso que describe la vida humana, al igual que la órbita


de los cuerpos celestes, es una elipse, no un círculo. Esta-
mos fijados a dos centros: el foco de nuestro yo y el foco
de Dios. Atraídos por dos fuerzas, experimentamos al mis-
mo tiempo el impulso de adquirir, de gozar, de poseer, y el
apremio de responder, de entregarnos, de dar.

Diríase que hemos llegado a un período de eclipse divino


en la historia humana. Surcamos los marees, contamos las
estrellas, dividimos el átomo, pero nunca nos pregunta-
mos: ¿no hay nada más que un universo muerto y nuestra
temeraria curiosidad?

Horrorizados por el descubrimiento de que el hombre po-


see el poder de aniquilar la vida orgánica en este planeta,
empezamos hoy a comprender que el sentido de lo sagrado
nos es tan vital como la luz del sol; que el goce de la belleza,
las posesiones y la seguridad en la sociedad civilizada de-
penden de que el hombre perciba el carácter sagrado de la
vida, de que reverencie a esa chispa de luz en las tinieblas
del egoísmo; empezamos a comprender que en cuanto per-
mitimos que esa chispa se extinga, la oscuridad cae sobre
nosotros como el trueno.

Nos sentimos deslumbrados por los rascacielos de Nueva


York. Sin embargo, ni la piedra de Manhattan ni el acero de
Pittsburg, sino la ley que vino de Sinaí es el cimiento último
de esas grandes moles. El verdadero cimiento sobre el que
se alzan nuestras ciudades es un puñado de ideas espiritua-
les. Nuestra vida entera pende de un hilo: la fe del hombre
en el desvelo de Dios.

¿Qué esperanza le resta al hombre con su débil, vaga, ines-


table y confusa fe? El mundo en el que durante tanto tiempo

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

confiamos ha explotado en nuestras manos y una corriente


desatada de culpa y dolor amenaza la integridad de todos
los hombres sin que nadie quede a salvo. Pero el hombre se
ha tornado insensible a las catástrofes. ¿Qué esperanza nos
queda, con nuestra insensibilidad erguida como un muro
entre nuestra conciencia y Dios?

LA COMPASIÓN

Oscuro es el mundo para mí, pese a todas sus ciudades y


sus estrellas, si no fuera por el hálito de compasión que
Dios me insufló cuando me formó de polvo y arcilla, más
compasión de la que mis nervios pueden soportar. Dios,
estoy solo con mi compasión dentro de mis propios límites.
Oscuros son mis límites para mí; si no fuese por Ti, ¿quién
podría soportar tanta angustia, tanto dolor?

“Permíteme comprender Tu camino”, imploró Moisés.


Sólo pocas semanas habían transcurrido desde que los es-
clavos hebreos fueran rescatados de Egipto; sólo cuaren-
ta días habían pasado desde que escucharan a la Voz que
proclamaba: “No tendrás otros dioses fuera de Mí”, “No te
harás imagen”, cuando hicieron un becerro de oro. Moisés
se encendió de cólera, arrojó las Tablas de la Ley y las que-
bró. Sin embargo, cuando después de ese amargo episo-
dio subió a la cumbre del monte llevando en sus manos las
segundas tablas, Él descendió en una nube y pasando por
delante de Moisés declaró: “Dios es misericordioso y pia-
doso, tardo para la ira, grande en amor y verdad; perdona
la iniquidad, la transgresión y el pecado, pero no absuelve
al culpable y castiga la iniquidad de los padres en los hijos
y en los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta genera-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

ción”. La compasión de Dios no es pura emoción; en ella


arde la llama del poder que sólo Él posee.

Cuando se le pregunta al alma del hombre “¿qué es Dios


para ti?”, sólo hay una respuesta que sobrevive a todas las
teorías que nos llevamos .a la tumba: Dios está lleno de
compasión. No sabemos pronunciar el Tetragrámaton, el
gran Nombre, pero se nos enseña a comprender su signifi-
cado: “compasión”[19].

Los adjetivos morales y espirituales que la Biblia atribuye


a Dios, como tzadik, jasid, ne’emán, también los emplea
para caracterizar a los hombres que llevan una vida virtuo-
sa. Sólo hay un atributo reservado a Dios: Él es el único a
quien la Biblia llama rajum[20], el Misericordioso.

Dios no es todo en todo. Está en todos los seres, mas no es


todos los seres. Está en la oscuridad, mas no es la oscuri-
dad. Su desvelo único impregna a todos los seres: allí está
Él por entero, pero también está la ausencia de lo divino.
Los fines de Dios se hallan ocultos en los fríos hechos de
la naturaleza; Su preocupación está embozada en la inde-
pendencia del Universo, tan bien ordenado que a veces nos
lleva a creer que no necesita alguna ocasional reparación.
Nuestra percepción, por lo tanto, se asemeja a la experien-

19  Según una antigua doctrina rabínica, el Tetragrámaton, por lo general ver-
tido como “el Señor”, expresa el atributo divino del amor, en tanto que el nom-
bre Elohim expresa el del juicio, Sifré, Deuteronomio, párrafo 27; Pesikta, ed.
Buber, pp. 162a y 164a.
20  La única excepción, el Salmo 112:4, constituye un ejemplo obvio de imita-
tio Dei, cf. 111:4. El vocablo se relaciona probablemente con la palabra rejem,
matriz, y acaso tenga la connotación de amor maternal. En el Talmud Babiló-
nico, Rajmaná, el Misericordioso, se utiliza a menudo para designar tanto a
Dios y la Escritura, la Ley, como la palabra de Dios. La Ley es Misericordia.

www.seminariorabinico.org 161
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

cia de oír una lengua extranjera: percibimos los sonidos


pero se nos escapan los significados. Para el hombre, tam-
bién él un mero punto de exclamación en el discurso del
Universo, las cosas parecen funcionar y comportarse como
si Dios fuese un extranjero cuya presencia no es necesaria
ni deseada. Algunos de nosotros somos arrogantes y piso-
teamos al oprimido.

Porque el inicuo se jacta


Del deseo de su corazón,
Y el codicioso se vanagloria de sí mismo
Aunque menosprecie al Eterno,
El malvado, en su altanería dice:
“Él no atenderá”, mientras piensa: “No hay Dios”.
(Salmo 10:3-4)

Otros desesperan en la niebla de las transparentes leyes de


la necesidad, en la que a menudo sucumben nuestras espe-
ranzas.

MANIFESTACIÓN Y ENMASCARAMIENTO

Conocer a Dios no es silbar en la oscuridad como si repitié-


ramos la imagen del mundo que deambula en una niebla
impenetrable. Verdad es que vivimos en medio de la nie-
bla; sin embargo, aunque densa y espesa, no es una niebla
sórdida u ominosa. La niebla impenetrable que envuelve
al mundo es el enmascaramiento de Dios. Conocer a Dios
significa percibir la manifestación en Su enmascaramiento
y percatarse del enmascaramiento en Su más radiante ma-
nifestación.

162 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Dios está dentro del mundo, presente y oculto en la esencia


de las cosas. De no ser por Su presencia no habría esencia;
de no ser por su ocultamiento, no habría apariencia.

La canción que entona la naturaleza no le pertenece. Ella


arde en las llamas de un fuego del que es mero receptáculo;
su independencia, su unidad, su belleza, es una suma de
perfección recibida en préstamo. Sólo quienes no advierten
que su propio conocimiento es el pretexto de una ignoran-
cia de orden más alto no perciben el prodigio que encierra
la fuerza perdurable de la naturaleza, la maravilla de su no
extinción. Puesto que no ven la zarza, tampoco oyen la voz.

Si el Universo fuese explicable corno un robot, podríamos


suponer que Dios se halla separado de él y Su relación con
el mundo sería como la de un relojero con un reloj. Pero la
voz de lo inefable nos llama desde todas las cosas. Sólo la
idea de una presencia divina oculta en el orden racional de
la naturaleza es compatible con nuestra visión científica de
ésta y responde al mismo tiempo a nuestro sentido de lo
inefable.

El alma habita dentro de la realidad, mas el espíritu planea


siempre por encima de ella. La infinita preocupación de
Dios está presente en el mundo; Su esencia es trascenden-
te. Dios incluye el Universo, pero recordemos la plegaria de
Salomón al consagrar el Templo: “He aquí que los cielos,
y los cielos de los cielos, no Te pueden contener” (I Reyes
8:27). La conciencia de Dios como morada del Universo ha
de haber sido muy aguda en tiempos post-bíblicos, si con-
sideramos que makom (“lugar”) era sinónimo de Dios.

El alma está adentro: pasiva, oculta; el espíritu está afuera,


activo, infinito.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

16. El Dios que se oculta

A nosotros, contemporáneos y sobrevivientes de los más


terribles horrores de la historia, nos resulta imposible me-
ditar acerca de la compasión de Dios sin preguntarnos:
¿dónde está Dios?

Las puertas del mundo en que vivimos ostentan como bla-


són el escudo de armas de los demonios. La marca de Caín[21]
sobre el rostro del hombre ha acabado por eclipsar su se-
mejanza con Dios. Nunca hubo tanta zozobra, angustia y
terror. A menudo resulta pecaminoso que brille el sol. En
ninguna otra época estuvo la tierra tan empapada de san-
gre. Los hombres se han tornado los unos para los otros
en espíritus malignos, monstruosos, siniestros. ¿Acaso no
semeja la historia un escenario donde el poder y el mal eje-
cutan su danza ante el hombre, impotente para separarlos,
mientras Dios dirige la obra o bien la contempla con indi-
ferencia?

La mayor insensatez de este punto de vista parecería estri-


bar en el hecho de que desplaza a Dios la responsabilidad
del sufrimiento del hombre, en que acusa a lo Invisible
aunque la iniquidad sea nuestra. En lugar de reconocer
nuestra propia culpa, tratamos como Adán de endosarle
a otro la falta. Generación tras generación hemos volcado
fealdad en la vida y ahora nos preguntamos por qué nos
va mal. Consideramos siempre a Dios como un guardián
al que contratamos para no vernos obligados a usar nues-

21  Véase Génesis Rabá, 22, 12, ed. Theodor, pp. 219 ss; L. Ginzberg, Legends
of the Jews, vol V, p. 141.

164 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

tras armas cargadas. Y como no respondió a nuestra pre-


tensión consideramos ahora a Dios como el último chivo
emisario.

Vivimos en una era en la que la mayoría ha dejado de sen-


tirse impresionada por la creciente quiebra de las inhibi-
ciones morales. La descomposición de la conciencia llena
el aire de un olor penetrante. El bien y el mal, que otrora
fueran tan distinguibles como el día y la noche, se han tro-
cado en una borrosa bruma. Pero esa bruma es obra del
hombre. Dios no está en silencio. Lo hemos silenciado.

En lugar de enseñar al hombre a responder a los manda-


mientos directos de Dios con una conciencia abierta a Su
voluntad, se lo alimenta con la dulzura de la mitología, con
promesas de salvación e inmortalidad como postre de la
placentera comida en la tierra. La fe que veneran los cre-
yentes es un artículo de segunda mano; es una fe en los
libros del pasado, una atadura a símbolos y ceremonias. A
Dios se le conoce de oídas, como un rumor alentado por
los dogmas, y aun los pensadores no dogmáticos proponen
conceptos trillados, solemnes, sin atreverse a proclamar la
estremecedora visión de lo sublime frente a la cual las in-
decisiones y las dudas son casi una vileza.

Hemos manoseado el nombre de Dios. Hemos tomado los


ideales en vano, predicando acerca de Dios y esquivándolo,
ensalzándolo y desafiándolo. Ahora cosechamos los frutos
del fracaso. A lo largo de los siglos Su voz clamó en el de-
sierto. ¡Con cuánta destreza se la atrapó y aprisionó en los
templos! ¡Cuán concienzudamente se la distorsionó! Ahora
contemplamos cómo esa Voz se retira poco a poco, abando-
na a un pueblo tras otro, se aparta de sus almas desprecian-
do su sabiduría. El sabor de la bondad casi se ha borrado
de la tierra.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

En el curso de la historia comprobamos muchas veces cómo


un hombre, un grupo o una nación perdidos de la vista de
Dios actúan y triunfan, luchan y obtienen logros, pero Él
los hace a un lado. Pueden ir de una victoria a otra y aun
así están excluidos, abandonados. Pueden poseer la suma
del poder y la gloria, pero su vida es lóbrega. Dios se ha
apartado de sus vidas mientras ellos acumulan perversidad
y crueldad, malicia e iniquidad. El abandono del hombre,
la abrogación de la Providencia, inauguran la eventual ca-
lamidad. Los hombres quedan abandonados a sí mismos,
sin verse heridos por el castigo ni tranquilizados por algún
indicio de ayuda. Lo divino no interfiere en sus acciones
ni interviene en su conciencia. Cuentan con todo en abun-
dancia salvo con Su bendición y se encuentran con que su
riqueza es una cáscara en la que hay maldición sin miseri-
cordia.

El hombre fue el primero en ocultarse a los ojos de Dios[22]


después de haber probado el fruto prohibido, y aún sigue
ocultándose[23]. La voluntad de Dios es estar aquí, cercano
y manifiesto, mas cuando las puertas de este mundo se le
cierran de un golpe, cuando Su verdad es traicionada y Su
voluntad desafiada, Él se retira y deja al hombre librado a
sí mismo. Dios no se apartó por Su propia voluntad; fue
expulsado. Dios está en el exilio.

Más grave que haber comido del fruto prohibido fue que
Adán se ocultara de Dios cuando lo hubo probado. “¿Dón-
de estás tú?”, ¿dónde está el hombre?, es la primera pre-
gunta que aparece en la Biblia. Nuestro problema radica
en la coartada del hombre. Es el hombre el que se oculta, el
que huye, el que tiene una coartada. Dios no está tan lejos

22  Génesis 3:8.


23  Job 13: 20-24.

166 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

como creemos; cuando anhelamos Su presencia, la distan-


cia se hace añicos.

Los profetas no hablan del Dios oculto, sino del Dios que
se oculta. Su ocultarse es una función, no Su esencia; es
un acto, no un estado permanente. Sólo cuando el pueblo
lo abandona, rompiendo el pacto que Dios concertó con él,
Dios lo abandona y oculta Su rostro[24]. Dios no es oscuro;
el hombre lo sume en oscuridad. Su ocultarse de nosotros
no está en Su esencia: “Verdaderamente Tú eres Dios que
te ocultas, Oh, Dios de Israel, Salvador” (Isaías 45:15). Un
Dios que se oculta, no un Dios oculto. Un Dios que espera
que lo descubramos, que lo admitamos en nuestra vida.

La consecuencia directa de Su ocultarse es el endureci-


miento de la conciencia: el hombre oye mas no comprende,
ve mas no percibe; duro de oídos, engrosado el corazón[25].
Nuestra tarea es abrir nuestras almas a Dios, permitirle en-
trar nuevamente en nuestras acciones. Nos han enseñado
cuál es el camino para entrar en contacto con Dios; el Baal
Shem nos enseñó que Su lejanía es una ilusión susceptible
de ser disipada por nuestra fe. Son muchas las puertas que
debemos cruzar para entrar al palacio, y ninguna de ellas
está acerrojada.

Así como el ocultarse del hombre es conocido y transpa-


rente para Dios, así también es transparente el ocultarse
de Dios. Cuando llegamos a percibir que Él se oculta, ya lo
hemos descubierto. La vida es el escondite de Dios. Nunca
estamos apartados de Aquel que tiene necesidad de noso-
tros. Las naciones se agitan y se mueven a la deriva, pero lo

24  Deuteronomio 31:16-17


25  Isaías 6.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

único que hacen es rozar apenas la profunda, inadvertida e


inapreciada quietud.

El nieto de Rabí Baruj jugaba al escondite con otro niño. Se


escondió y permaneció en su escondite durante largo rato,
suponiendo que su amigo lo buscaría. Por fin salió y com-
probó que su amigo se había ido sin haberlo buscado para
nada, de modo que su propio ocultarse había sido en vano,
Corrió entonces al estudio de su abuelo y entre lágrimas se
quejó de su amigo. Tras oír la historia, Rabí Baruj estalló
en llanto y dijo: “También Dios dice: ‘Yo me oculto, mas no
hay nadie que me busque’”.

Hay momentos en los que lo único que tenemos frente a


nosotros es la derrota, en los que el horror es lo único que
la fe ha de soportar. Y aun así, a pesar de la angustia, a
pesar del terror, nunca nos domina por entero la total des-
esperanza. “Y aun si agradara a Dios destruirme, si soltara
Su mano y acabara conmigo, entonces yo tendría siquiera
ese consuelo, exultaría de gozo en mi dolor, ya que no he
negado la palabra del Santo” (Job 6:9-10). Los manantiales
brotan en el desierto de la desesperación. Ésta es la palabra
de la fe: “Yace en el polvo y sáciate de fe”[26].

Oh, Dios, con nuestros oídos hemos oído,


Nuestros padres nos han contado
La obra que hiciste en sus días,
En los tiempos antiguos.
Cómo con Tu mano expulsaste a las naciones
Y los plantaste a ellos
Cómo afligiste a los pueblos y los arrojaste.
Pues no por su propia espada
Obtuvieron la tierra en posesión,

26  Rabí Mendel de Kotzk, paráfrasis del Salmo 37:3.

168 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Ni los salvó su propio brazo,


Sino Tu diestra, y Tu brazo,
Y la luz de Tu rostro,
Porque Tú les mostraste favor.
Tú eres mi Rey, oh Dios,
Ordena la salvación de Jacob.
Por medio de Ti
Postraremos a nuestros enemigos;
Por medio de Tu nombre
Pisotearemos a los que se levanta
Contra nosotros.
Pues no confiaré en mi arco,
Ni mi espada me salvará.
Pero Tú nos has salvado de nuestros enemigos,
Y has avergonzado a quienes nos odiaban.
En Dios nos gloriamos todo el día
Y alabamos Tu nombre por siempre. Selá.
Sin embargo, nos has desechado y confundido,
Y ya no sales con nuestros ejércitos.
Nos haces retroceder ante el enemigo,
Y los que nos odian nos despojan a voluntad.
Nos entregaste como ovejas al matadero,
Y nos has esparcido entre las naciones.
Vendes a Tu pueblo de balde
Y no aumentas Tu riqueza con su precio.
Nos conviertes en objeto de mofa
Para nuestros vecinos,
En burla y escarnio
Para los que están en nuestro derredor.
Mote nos haces entre las naciones,
Motivo de desdén entre los pueblos.
Mi confusión está de continuo ante mí,

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Y la vergüenza de mi rostro me cubre.


Por la voz del que me vitupera y blasfema;
Por razón del enemigo y del vengativo.
Todo esto nos ha sobrevenido,
Mas no te hemos olvidado
Ni hemos sido infieles a Tu Pacto.
Nuestro corazón no se ha vuelto atrás,
Ni se apartaron nuestros pasos de Tu camino.
Aunque nos aplastaste en el lugar de chacales
Y nos cubriste con la sombra de la muerte.
Si hemos olvidado el Nombre de nuestro Dios,
O hemos tendido nuestras manos a un dios ajeno,
¿No nos pedirá cuentas Dios?
Porque Él conoce los secretos del corazón.
Pero por causa de Ti nos matan todo el día,
Y somos contados como ovejas para el matadero.
¡Despierta! ¿Por qué duermes, oh Dios?
Levántate, no nos deseches para siempre.
¿Por qué ocultas Tu rostro
Y olvidas nuestra aflicción, nuestra opresión?
Porque nuestra alma se inclina hacia el polvo
Y nuestro vientre se pega a la tierra.
Álzate, ven en nuestra ayuda,
Y redímenos por Tu misericordia.
(Salmo 44)

170 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

17. Más allá de la fe

LOS PELIGROS DE LA FE•

La falta de fe es insensibilidad, la fe indiscriminada es su-


perstición. “El simple cree en cada palabra” (Proverbios
14:15)[27], y malgasta su fe en cosas explorables aunque
todavía inexploradas. Confundiendo ignorancia con fe,
tiende a considerar elevado lo que no alcanza a entender,
como si la fe comenzara donde termina el entendimiento,
como si convencerse sin pruebas y estar siempre dispuesto
a creer fuese una virtud suprema.

La fe, apremio que impulsa al alma a elevarse por sobre su


propio saber, a estar, como una planta, un poco por encima
del suelo, es una pulsión irreprimible, a menudo frenéti-
ca, desviada, ciega y expuesta a peligros. La afinidad del

27  “Para Israel, heredero de la religión de la verdad, hijos de Jacob, hombre


de la verdad..., es más fácil soportar el peso del exilio que creer en cualquier
cosa antes que ésta haya sido examinada en forma concienzuda y repetida,
antes que se haya eliminado de ella toda la escoria, aun cuando aquella parezca
un signo o un milagro. Una prueba irrefutable del amor de Israel por la verdad
y su rechazo de todo lo dudoso la encontramos en la relación del pueblo de
Israel con Moisés. Aunque Israel sufría bajo el yugo de la esclavitud, cuando el
Señor ordenó a Moisés que transmitiera al pueblo las nuevas de su redención,
ésta fue su respuesta: ‘He aquí que ellos no me creerán ni oirán mi voz; porque
dirán: El Señor no se te ha aparecido’ (Éxodo 4:1)”. Salomón Ibn Adret de Bar-
celona (1235-1310), Responsa Nº 548.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

alma con lo sagrado es lo bastante fuerte como para derro-


tar o reprimir la fuerza gravitatoria hacia lo vil, pero no lo
bastante como para aniquilarla. Quienes están seguros se
desploman, caen de rodillas y adoran, deificando a la ser-
piente que casi siempre repta donde crecen flores. ¿Cuán-
ta tierna devoción, cuánto heroísmo y auto-mortificación
se han malbaratado en el diablo? ¿Cuántas veces deificó
el hombre a Satán, cuántas se dejó fascinar por la funesta
magnificencia del mal, al que halló pleno de indescriptible
majestad? La fe, por cierto, no es una garantía.

Es una trágica verdad que muchas veces nos equivocamos


acerca de Dios, creemos en algo que no es Dios, en un ideal
espurio, en un sueño, en una fuerza cósmica, en nuestro
propio padre, en nuestro propio yo. Jamás debemos cesar
de cuestionar nuestra propia fe, de preguntarnos qué sig-
nifica Dios para nosotros. ¿Acaso es Él una coartada para
la ignorancia? ¿La bandera blanca de rendición a lo desco-
nocido? ¿Un pretexto para el bienestar y la alegría injusti-
ficada? ¿O un ardid para engañar al desaliento, el miedo o
la desesperanza?

¿Dónde hemos de buscar apoyo para nuestra fe si aun la


religión puede ser engañosa, si mediante el auto-sacrificio
acaso estemos consagrando el asesinato? ¿En nuestra men-
te, que tantas veces nos traicionó? ¿En nuestra conciencia,
proclive a la vacilación y al fracaso? ¿En el corazón? ¿En
nuestras buenas intenciones? “El que confía en su propio
corazón es necio”. (Proverbios 28:26)

Engañoso es el corazón
Más que todas las cosas.
Muy débil es.
¿Quién puede conocerlo?
Jeremías 17:9

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

La fe individual no es autosuficiente; debe estar refrendada


por el dictado de una guía inolvidable.

Es significativo que el Shemá, la principal profesión de fe


de la religión judía, no esté escrito en primera persona ni
exprese una actitud personal: yo creo. Se limita a recordar
la Voz que dijo: “Oye, oh Israel”.

CREER ES RECORDAR

Ni el hombre individual, ni una generación por sí sola pue-


den construir el puente que lleva a Dios. La fe es un logro
milenario, un esfuerzo acumulado a lo largo de las centu-
rias. Muchas de sus ideas son como la luz de una estrella
que abandonó su fuente originaria siglos atrás. Muchos
cantares hoy impenetrables son la resonancia de voces de
tiempos idos. Hay en el espíritu humano una memoria co-
lectiva de Dios, y es de esa memoria de la que participamos
en nuestra fe.

Se ha sugerido que la memoria grupal de características


adquiridas constituye un factor importante en el desarrollo
del hombre. Algunas de nuestras categorías apriorísticas
poseen carácter colectivo y carecen de contenido indivi-
dual. Adquieren carácter individual mediante el encuentro
con los hechos empíricos. “En cierto sentido, han de ser
depósitos de las experiencias de los antepasados”[28].

La herencia de la humanidad incluye no sólo disposicio-


nes sino ideas, “motivos e imágenes que pueden resurgir
en cada era y comarca, sin tradición o migración”[29]. “La
verdadera historia de la mente n-o se conserva en volúme-

28  C.G.Jung, Two Essays on Analytical Psychology, Londres, 1928.


29  C.G.Jung, Psychological Types, Nueva York, 1926, p. 616.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

nes eruditos sino en el organismo mental viviente de cada


uno”. Hay una caja de caudales en nuestra memoria gru-
pal. “Nada se ha perdido, salvo la llave de la caja y aun a
ésta es posible encontrarla a veces”.

Los bienes de un alma se hallan guardados en su memo-


ria. Ésa es la prueba del carácter; no se trata de saber si un
hombre sigue las modas del día, sino si el pasado perma-
nece vivo en su presente. Cuando queremos comprender-
nos a nosotros mismos, cuando deseamos determinar qué
es lo más precioso de nuestra vida, recurrimos a nuestra
memoria. La memoria es el testigo del alma ante la mente
caprichosa.

Sólo los imitadores espirituales, sólo aquellos que tienen


miedo de sentirse agradecidos y son demasiado débiles
para ser leales, disponen únicamente del momento pre-
sente. Para una persona noble, el recordar es una alegría
sagrada y el agradecimiento una poderosa exaltación; en
cambio, para una persona cuyo carácter no es ni rico ni
fuerte, la gratitud es una sensación sumamente penosa. El
secreto de la sabiduría radica en no dejarse llevar jamás
por un estado anímico o pasional momentáneo, en no olvi-
dar jamás la amistad por un agravio circunstancial, en no
perder de vista jamás los valores perdurables a raíz de un
episodio transitorio. Las cosas que se suceden en nuestro
vivir cotidiano deben ser valoradas según que enriquezcan
o no la cisterna interior. Sólo son valiosas las experiencias
que vale la pena recordar. El recuerdo es la piedra de toque
de todas las acciones.

La memoria es fuente de fe. Tener fe es recordar. La fe ju-


daica es la reminiscencia de lo que le ocurrió a Israel en el
pasado. Los acontecimientos en los que el espíritu de Dios
se trocó en realidad están ante nuestros ojos pintados con

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

colores que jamás palidecen. Gran parte de lo que nos pide


la Biblia puede resumirse en una palabra: Recuerda. “Guár-
date y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides
de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu cora-
zón todos los días de tu vida; antes bien, las enseñarás a tus
hijos y a los hijos de tus hijos”. (Deuteronomio 4:9.)

Los judíos no conservaron los monumentos antiguos; re-


tuvieron los antiguos momentos. La luz encendida en su
historia nunca se extinguió. Con sostenida vitalidad, el pa-
sado sobrevive en sus pensamientos, en sus corazones, en
sus rituales. El recuerdo es un acto sagrado: santificamos el
presente recordando el pasado.

Quizá a ello se deba que encontramos en algunos de los


lib ros de oraciones judíos dos compendios de la doctrina
judía; uno, basado sobre las enseñanzas de Maimónides,
contiene los famosos trece principios, y el otro, una lista de
recordaciones[30]. Es como si en el judaísmo los elementos
esenciales no fuesen ideas abstractas sino más bien hechos
concretos. El éxodo de Egipto, la entrega de la Torá en el
Monte Sinaí, la destrucción del Templo de Jerusalén de-
bían estar constantemente presentes en la mente de un ju-
dío. Durante más de dieciocho siglos el pueblo permaneció
lejos de Tierra Santa y aun así jamás cortó sus lazos con la
Tierra de Israel. El alma de Israel formuló esta promesa:
“Si me olvidare de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su
destreza” (Salmos 137:5).

No lejos de nuestra conciencia fluye una corriente lenta y


silenciosa, una corriente no de olvido, sino de memoria, en
la que nuestras alas deben beber constantemente antes de
entrar en el reino de la fe. Cuando bebemos de esa corrien-

30  Véase Rabí E. Azkari, Jaredim, Venecia, 1601, pp. 18b y 23b.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

te no tenemos necesidad de dar un salto para alcanzar el


nivel de la fe. Sólo debemos abrirnos a ella a fin de recor-
dar, a fin de responderle como un eco.

Hay una corriente lenta y silenciosa en la ribera de toda la


historia humana. El cielo es del Señor, mas la corriente está
abierta a todos los hombres. Y aquel que vive conforme a
su fe forma parte de una comunidad de incontables hom-
bres de todas las épocas, de todas las naciones, hombres
que tuvieron la revelación de que un hombre con Dios una
mayoría contra todos los hombres del mal, que el amor a la
misericordia es más fuerte que el poder. Pueden los credos
dividirla y los fanáticos negarla; la comunidad de la fe per-
dura por siempre. No pueden destruirla guerras ni abatirla
rivalidades. Si el diablo nos ofreciera todas las riquezas de
su casa como pago para que la traicionáramos, nos reiría-
mos en su cara.

Porque desde donde el sol nace


Hasta donde se pone,
Es grande Mi nombre entre las naciones;
Y en todo lugar se ofrece a Mi nombre
Incienso y ofrenda limpia.
Porque grande es Mi nombre entre las naciones,
Dice Adonai, Señor de las huestes.
(Malaquías 1:11)

Esta declaración se refiere sin duda a los contemporáneos


del profeta. Mas, ¿quiénes eran esos devotos de un Dios
Único? En tiempos de Malaquías difícilmente hubiera gran
cantidad de prosélitos. No obstante, la declaración afirma:

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Todos aquellos que veneran a sus dioses no lo saben, pero


en realidad me veneran a Mí[31].

LA FE COMO MEMORIA INDIVIDUAL

Sin embargo, tener fe no significa ampararse a la sombra


de viejas ideas concebidas por profetas y sabios, ni vivir
de un patrimonio heredado de doctrinas y dogmas. En el
reino del espíritu, sólo el pionero puede ser heredero[32].
El precio del plagio espiritual es la pérdida de integridad;
ensalzarse a sí mismo es traicionarse a sí mismo.

La auténtica fe es más que un eco de la tradición. Es una


situación creativa, un acontecimiento. Pues Dios no siem-
pre está en silencio y el hombre no siempre está ciego. En
la vida de todo hombre hay momentos en que se alza el
velo que cubre el horizonte de lo conocido, dejando al des-
cubierto una visión de lo eterno. Todos nosotros hemos ex-
perimentado por lo menos una vez en la vida la realidad de
Dios. Todos nosotros hemos tenido alguna vez una vislum-
bre de la belleza, la paz y el poder que inundan las almas de
quienes se consagran a Él. Pero esas experiencias o inspi-
raciones son experiencias poco comunes. Para algunas per-

31  Véase R. Nissim Gerondi, Derashot IX, Constantinopla 1530 (?), p. 107a.
32  Las dieciocho bendiciones comienzan con las palabras: “Bendito seas Tú,
oh Señor, Dios nuestro y Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de
Isaac, Dios de Jacob”. Se ha planteado la siguiente pregunta: ¿Qué necesi-
dad hay de consignar expresamente los tres nombres después de haber dicho
“nuestros padres”? A lo cual se responde que la repetición tiene por objeto in-
dicar que ni Isaac ni Jacob se fiaron por entero de sus padres, sino que trataron
de encontrar a Dios por sí mismos. Por ello hablamos del Dios de Abraham,
de Isaac, de Jacob. Rabí Meir Eisenstadt, Panim Me’irot, No 39, Amsterdam,
1715.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

sonas son como estrellas fugaces cuyo paso no deja huellas.


En otras encienden una luz que no se extingue jamás. El
recuerdo de esa experiencia y la lealtad a la respuesta que
ese momento suscitó en nosotros, son las fuerzas que sos-
tienen la fe. En tal sentido, la fe es fidelidad, lealtad a un
acontecimiento, lealtad a nuestra respuesta.

FE Y CREENCIA

Es preciso establecer una distinción entre creencia y mera


aprehensión. No aceptamos como verdades todas las ideas
que aprehendemos. Podemos imaginar por ejemplo elefan-
tes voladores, pero no estamos dispuestos a creer en su ver-
dadera existencia. La creencia es la aceptación mental de
la verdad de una proposición o un hecho sobre la base de
la autoridad o la prueba; la convicción de la verdad de una
proposición dada o un hecho supuesto.

En este sentido, la creencia no es un término teológico sino


epistemológico, aplicable a toda clase de conocimiento, y
quienes la identifican con la fe pasan por alto la diferencia
entre la aceptación de un juicio y la aceptación de una idea
de fe. ¿Es la fe sólo una actitud de la mente? ¿Aceptamos,
en la fe, la existencia de Dios del mismo modo como acep-
tamos la existencia de la torre de Pisa? La fe no es el asen-
tamiento a una idea, sino el consentimiento a Dios.

La fe es una relación con Dios; la creencia es una relación


con una idea o un dogma, a diferencia de la creencia (que
es el acompañamiento del conocimiento). Por lo demás, la
creencia es necesariamente un acto de autoconciencia. Al
decir: “Yo creo”, existe el conocimiento de que es el yo el
que acepta algo como cierto. La creencia es una convicción
personal. En cambio, en la humildad y el temor reverencial

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

en que nace la fe no hay lugar para la conciencia afirmativa


de sí mismo. Cuán monstruoso sería pensar en la fe como
en un acto en el cual el hombre da su experta opinión, un
acto de aprobación en el que se le acuerda reconocimiento
a Dios.

Un rabí jasídico que se hallaba lejos de su hogar pasó la


noche en casa de un opositor del jasidismo. Como era su
costumbre, el huésped se levantó antes del amanecer para
estudiar el Talmud. Pasaron varias horas y el rabí seguía
en la cama. “Qué poco digno de un hombre con fama de
santo dejar pasar las horas matutinas sin estudiar la Torá”.
Cuando por fin el rabí se levantó, su visitante le hizo una
observación acerca de lo mucho que había dormido. “Hace
horas que estoy despierto”, dijo el rabí. “¿Por qué, enton-
ces, no se levantó para estudiar?”. Y el rabí respondió: “An-
tes de abrir los ojos y orar: ‘Yo te doy gracias a Ti...’ empecé
a pensar: ¿Quién es el ‘yo’ y quién es el ‘Tú’? Cuán indigno
soy yo de darle gracias a Él. Y me fue imposible hallar una
respuesta, seguir orando o levantarme...”.

La creencia sin fe es un acto formal, a menudo tan pobre


de significación espiritual como una prueba de la existen-
cia de Dios producida por una máquina de calcular. La fe,
por otro lado, no es sólo el asentimiento a una proposición,
sino el hecho de apostar la vida entera a la verdad de una
realidad invisible. La fe es tan poco reducible a un asenti-
miento como el amor, y su expresión adecuada no es una
sobria afirmación sino una exclamación.

FE Y CREDO

Como dijimos antes, no debemos poner en un pie de igual-


dad el proceso de la fe con su expresión. Así pues, es ne-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

cesario distinguir la fe, o sea el acto de creer, del credo,


es decir, aquello en lo cual creemos. Dado que es tan poco
racional como un acto de inspiración, la fe se convierte en
dogma o doctrina al cristalizarse en una opinión. En otras
palabras, lo que se expresa y enseña como credo no es más
que la adaptación del espíritu extraordinario a la mente or-
dinaria. Al igual que la música, nuestro credo es una tra-
ducción de lo inexpresable a una forma de expresión. El
original sólo lo conoce Dios.

La fe es un acto de audacia espiritual, en tanto que al recu-


rrir a las palabras nos vemos obligados a llegar a un acuer-
do con nuestro deseo de seguridad intelectual, de estabili-
dad, de tranquilidad.

Los principios últimos del pensamiento y la acción son in-


accesibles al análisis. Todas las ciencias especializadas se
ven forzadas a dar por sentados una serie de presupuestos
que no pueden probarse. Tales presupuestos descansan en
una certeza intuitiva afirmativa, o bien son aceptados por
la razón negativa de que ninguna experiencia los contradi-
ce. Nadie es capaz de explicar racionalmente por qué está
dispuesto a sacrificar su vida y su felicidad en aras del bien.
La convicción de que debemos obedecer a imperativos éti-
cos no se deduce a partir de argumentos lógicos. Se origi-
na en una certidumbre intuitiva, en una certidumbre de fe.
Todas las religiones positivas se apoyan en fundamentos
en alguna medida semejantes. Los axiomas, al igual que los
dogmas, sólo se pueden expresar mediante metáforas (un
caso ilustrativo es el de la preservación de la energía), pues-
to que se refieren a algo que excede nuestra experiencia y
nuestros medios de expresión derivan de la experiencia.

La congruencia de los dogmas depende de que pretendan


formular o aludir; en el primer caso alardean y fracasan;

180 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

en el segundo, indican e iluminan. Para ser adecuados de-


ben mantener una relación telescópica con el tema al que
se refieren, deben apuntar a los misterios de Dios antes que
describirlos. Todo lo que pueden hacer es señalar un cami-
no, no un fin del pensamiento. Los dogmas son obstáculos a
menos que sirvan como humildes mojones indicadores en el
camino. Son alusivos antes que informativos o descriptivos.
Si se los toma en forma literal se tornan chatos, estrechos y
superficiales, o bien se convierten en mitos ventriloquísti-
cos. El dogma de la creación, por ejemplo, ha sido reducido
con frecuencia a una narración, mientras que como alusión
a un hecho último su pertinencia es inagotable.

Hay muchas experiencias para las cuales no tenemos nom-


bre, muchos estratos de la fe para los cuales no tenemos
dogmas. En su búsqueda de un medio que le permita ex-
presar lo inexpresable, el hombre acepta demasiado a me-
nudo subir a un vehículo que va en cualquier dirección y
del cual más tarde es difícil apearse.

Un joven tenía muchos deseos de ir a Nueva York. Se ubicó


en la ruta y detuvo a un automóvil que pasaba. –“¿Va usted
hacia el Este, a Nueva York?”. “–No, voy al Oeste, a Chica-
go”. –“Muy bien, pues iré a Chicago”.

LA IDOLATRÍA DE LOS DOGMAS

Muchas veces el hombre convirtió en Dios a un dogma, a


una imagen que adoró y a la cual elevó sus oraciones. Pre-
firió creer en dogmas y no en Dios; prefirió servirlos no en
aras del cielo sino en aras de un credo, diminutivo de la fe.

Los dogmas son la cuota de divinidad de la mente pobre. El


credo es casi todo lo que posee un hombre pobre. Está dis-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

puesto a dar su vida por lo único que tiene. Sí..., y hasta es


capaz de quitarle la vida a otro, si éste se niega a compartir
sus dogmas.

¿SON INNECESARIOS LOS DOGMAS?

¿Son innecesarios los dogmas? Salvo en momentos raros y


fugitivos no podemos estar en concordancia armónica con
la realidad de lo divino. ¿Cómo podemos conservar esos
momentos para las largas horas de vida funcional, en las
que los pensamientos que liban como abejas en lo inescru-
table nos abandonan y perdemos tanto la visión como el
impulso? Los dogmas son como ámbar en el que las abe-
jas, otrora vivas, se hallan embalsamadas, y que son sus-
ceptibles de electrizarse cuando nuestra mente se abre al
poder de lo inefable. Pues los problemas con los que siem-
pre debemos debatirnos son: ¿Cómo comunicar esos raros
momentos de intuición a todas las horas de nuestra vida?
¿Cómo trasladar la intuición a los conceptos, lo inefable
a las palabras, la comunión al entendimiento racional?
¿Cómo trasmitir nuestras intuiciones a los demás y unir-
nos en una hermandad de la fe? El credo es el que procura
dar respuesta a estos problemas[33].

“Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies


la lección de tu madre” (Proverbios 1:8). Nuestro credo
es cual una madre que nunca se impacienta con nuestro
extravío y nuestra flaqueza, que no olvida ni aun cuando
nuestra fe se desvanece en el olvido.

33  Estos problemas serán examinados en una continuación del presente vol-
umen: Dios en busca del hombre (God in Search of Man, Meridian Books,
Nueva York, 1963).

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Hay muchos credos, mas una sola fe universal. Los cre-


dos pueden cambiar, evolucionar y desaparecer, mientras
que la sustancia de la fe sigue siendo la misma en todos los
tiempos. El excesivo crecimiento del credo puede hacer pe-
dazos la fe y destruirla. Un mínimo de credo y un máximo
de fe es la síntesis ideal.

FE Y RAZÓN

Impelidos por la fe que planea alto, dejando atrás las cimas


de la sabiduría, los hombres de fe se sienten en ocasiones
dominados por la duda: comparada con la razón, inexpug-
nable y sólida como una fortaleza, ¿no será acaso la fe un
castillo en el aire? Más de una vez los hombres de fe están
dispuestos a trocar las intuiciones únicas e inalienables por
ideas fabricadas en serie[34]. Empero, no existe una tasa de
cambio para tales intuiciones, ya que evaluar la fe en térmi-
nos de razón es como tratar de entender el amor como un
silogismo y la belleza como una ecuación algebraica.

¿Qué desea nuestro escepticismo? ¿Ver a Dios en la panta-


lla del televisor? ¿Que la fe se cristalice en divisas fuertes
de conocimiento?

Rara vez conseguimos erigir una torre que, teniendo como


cimiento una base silogística, pueda alzarse hasta las altu-
ras de la fe. En verdad, tratar de traducir las visiones de la
fe al lenguaje de la especulación es como construir un avión
con piedra maciza.

34  “Los teólogos se sienten agradecidos por las pequeñas mercedes y no se


preocupan demasiado por la clase de Dios que les da el hombre de ciencia, con
tal que les dé alguno” (B. Russell, The Scientific Outlook, p. 115).

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

No debemos olvidar que en nuestros intentos de vindicar


la creencia, lo que analizamos es el credo y no la fe, cuyo
contenido es demasiado fino para que el tamiz del lógico
pueda retenerlo.

La razón no es la medida de todas las cosas, ni el poder


dominante en la vida del hombre, ni el padre de todos los
asertos. El grito de un hombre herido no es producto del
pensamiento discursivo. No es posible fundamentar la
ciencia en términos de arte ni el arte en términos de cien-
cia. ¿Por qué, pues, habría de necesitar la fe la justificación
científica para legitimar su validez?

Como hemos visto, el conocimiento de Dios no penetra en


la mente por medio de silogismos, como tampoco es po-
sible presentar la certeza de la fe en una fuente de plata
de especulación. La plausibilidad lógica no crea la fe, ni la
implausibilidad lógica la refuta.

La razón procura integrar lo desconocido con lo conocido;


la fe trata de integrar lo desconocido con lo divino; su fruto
maduro no es el juicio frío sino la adhesión, la acción, el
canto y el acercarse a Él. Mientras el historiador explica los
sufrimientos de Israel en función de la geografía política
de Palestina, la cual, situada en la encrucijada de tres con-
tinentes, se hallaba expuesta a la ambición de los conquis-
tadores, el profeta habla de un plan divino de infligir tribu-
laciones a Israel para que ésta expiara no sólo sus propios
pecados, sino también los de los gentiles.

Cuando se transforma en credo, la fe se expresa con los tér-


minos convencionales de la razón. Esos términos vienen
y van y lo que hoy es lúcido puede mañana ser una paro-
dia. El gran conflicto de la razón no es con la fe sino con la
creencia.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

“CONCÉDENOS CONOCIMIENTO...”

“Ningún mal mayor puede acaecerle a alguien que el de


odiar el razonamiento. Pero el odio al razonamiento y el
odio a la humanidad brotan ambos de la misma fuente...
Préstale poca atención a Sócrates y mucha más a la verdad;
y si crees que algo de lo que digo es verdad, asiente; mas
si así no fuere, oponte a mí con todas tus fuerzas” (Fedón
87.91).

En la tradición judía la razón siempre fue estimada como


uno de los principales dones de Dios al hombre. Costaría
descubrir en la historia del pensamiento judío alguna ten-
dencia a conspirar contra la razón o a arrostrar sus conclu-
siones. La primera cosa por la que ora el judío tres veces
por día no es el pan diario, la salud o aun el perdón de los
pecados, sino el conocimiento: “Oh, concédenos conoci-
miento, comprensión, discernimiento”.

Si la única seguridad de un credo radicara en que éste se


hallara atrincherado tras el muro de un creer empecinado,
sólo habría detrás de ese credo temor, no fe; recelo, no con-
fianza. La verdad nada tiene que temer de la razón. Lo que
execramos es la arrogancia que a menudo acompaña al sú-
per-racionalismo, la razón condicionada por la fatuidad, la
razón subordinada a la pasión. Una idea generalizada entre
los grandes pensadores judíos de la Edad Media era que
no puede haber verdadero conflicto entre las enseñanzas
que se nos imparte mediante la revelación y las ideas ad-
quiridas por la razón. La concordancia intrínseca de ambas
era, para esos pensadores una consecuencia necesaria de la
doctrina del monoteísmo. El contenido del mensaje divino
no puede ni dar una imagen errónea de la realidad, ni con-
tradecir ninguna de las verdades sustentadas por la cien-
cia, ya que tanto la razón corno la revelación se originaron

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

en la sabiduría de Dios, quien creó toda la realidad y cono-


ce toda la verdad. Una discrepancia esencial entre razón y
revelación presupondría la existencia de dos seres divinos,
cada uno de los cuales representaría una fuente distinta de
conocimiento. La fe, por lo tanto, de ningún modo puede
obligar a la razón a aceptar lo que es absurdo.

Ni la razón ni la fe son omni-abarcantes ni autosuficientes.


Las intuiciones de la fe son generales y vagas y es preciso
conceptualizarlas para comunicarlas a la mente, integrar-
las y darles coherencia. La razón es un coeficiente necesario
de la fe y presta forma a lo que a menudo se torna violento,
ciego y exagerado por la imaginación. La fe sin la razón es
muda; la razón sin la fe es sorda.

¿Pero creemos de veras? Un jasid comenzó a recitar cierta


vez los trece principios de Maimónides: “Creo firmemen-
te que el Creador, loado sea Su nombre, es el Creador y
Soberano de todos los seres creados...”. De pronto se inte-
rrumpió: “¿Puedo decir que creo firmemente? Si eso fuera
cierto, no sería yo tan displicente, tan profano, no rezaría
con tan poco entusiasmo... Pero si no lo es, ¿cómo me atre-
vo a decir una mentira?... No, no la diré; un mentiroso es
peor que un no-creyente... Claro que eso significaría que
no creo... ¡Y yo creo!”. Nuevamente se detuvo, hasta que
encontró una solución. Resolvió decir: “Ah... que pueda yo
creer firmemente...”.

Ezra el Escriba, el gran renovador del judaísmo, de quien


dijeron los rabíes que hubiera sido merecedor de recibir la
Torá, de no haberle sido ya entregada a Moisés (Sanedrín
21b), confesaba no poseer una fe perfecta. Nos relata que
una vez que hubo recibido del Rey Artajerjes un firmán real
por el que se lo autorizaba a conducir a un grupo de exilia-
dos fuera de Babilonia: “Allí, junto al río Ahava, ordené un

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

ayuno en señal de contrición ante nuestro Dios, a fin de


que Él nos señalara el recto camino para nosotros, para
nuestros pequeños y para toda nuestra sustancia. Pues
sentí vergüenza de pedirle al rey una partida de soldados
y jinetes que nos protegieran contra el enemigo en el ca-
mino, ya que habíamos hablado al rey diciéndole: la mano
de Dios está siempre sobre aquellos que lo buscan” (Ezra
8:21-22).

FE EN RECIPROCIDAD

Porque la fe no es la adhesión a un santuario, sino un in-


terminable peregrinaje del corazón. Audaces anhelos, ar-
dientes cantares, osados pensamientos, un impulso que
arrebata el corazón y se apodera de la mente: todo ello se
conjuga en el impulso de servir a Aquel que hace resonar
nuestros corazones como una campana. Es como si Él es-
tuviese aguardando para entrar en nuestras vidas vacías,
caducas.

Confiar en nuestra fe sería idolatría. Sólo tenemos derecho


a confiar en Dios. La fe no es una garantía, un seguro, sino
un esfuerzo constante, un oído constantemente atento a la
voz eterna.

La fe no es, por lo tanto, un rasgo de la mentalidad del


hombre; ni la modestia de la curiosidad, ni el ascetismo
de la razón, ni alguna cualidad psíquica sólo relacionada
con el hombre. La esencia de la fe no se manifiesta en la
forma con que la expresamos, sino en la armonía del alma
con lo que es grato a Dios, en la extensión de nuestro amor
a las cosas que Dios puede aprobar, en nuestro dejarnos
llevar por la marea de Sus pensamientos, que se eleva más

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

allá del desolado horizonte de la desesperanza humana. La


fe sólo es real cuando no es unilateral sino recíproca. El
hombre puede contar con Dios si Dios puede contar con
el hombre. Podemos tener confianza en Él porque Él tiene
confianza en nosotros[35]. Tener fe significa justificar la fe
de Dios en el hombre. Tan esencial es que Dios crea en el
hombre, como lo es que el hombre crea en Dios. Así pues,
la fe es la certeza de una divina reciprocidad y compañía,
una forma de comunión entre Dios y el hombre.

LA RELIGIÓN ES MÁS QUE INTERIORIDAD

Con frecuencia tendernos a definir la esencia de la religión


como un estado del alma, una condición de interioridad
espiritual, un sentir absoluto, y esperamos de la persona
religiosa que esté dotada de una suerte de sentimiento de-
masiado profundo como para subir a la superficie de los
hechos corrientes: como si la religión fuese una planta que
sólo puede prosperar en el fondo del mar. Como hemos vis-
to, la religión no es una sensibilidad a algo que es, sino una
respuesta a Aquel que nos pide que vivamos de determina-
da manera. Es, en su origen mismo, una toma de concien-
cia de un deber, de un compromiso con metas elevadas, la
comprensión de que la vida no sólo es la esfera de interés
del hombre, sino también la de Dios.

La fe no se consume cuando llegamos a la certidumbre de


Su existencia. La fe es el comienzo de un vehemente anhelo
de entrar en una síntesis con Aquel que está más allá del
misterio, de unificar toda la fuerza que habita dentro de
nosotros, con todo lo que es espiritual fuera de nosotros.
La raíz de nuestra añoranza de integridad es el conmovido

35  En Deuteronomio 32:4 se le adscribe fe a Dios.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

empeño de lo inexpresable que nos habita por comulgar


con lo inefable que nos trasciende. ¿Pero cuál es el lenguaje
de esa comunión, sin el cual nuestro impulso permanece
inarticulado?

Se nos enseña que lo que Dios le pide al hombre es más que


una actitud interior, que Él le da al hombre no sólo la vida
sino también una ley, que es Su voluntad ser servido, no
sólo adorado; obedecido, no sólo venerado. La fe desciende
sobre nosotros como una fuerza que nos impele a la acción,
y a esa fuerza respondemos entregándonos en prenda de
devoción constante, comprometiéndonos con la presencia
de Dios. Esa entrega es una entrega para toda la vida, una
lealtad que implica restricción, sumisión, autodominio y
coraje.

El judaísmo insiste en establecer la unidad de fe y credo,


piedad y Halajá, devoción y acto. La fe no es más que una
semilla, en tanto que el acto es el florecer o el marchitarse
de la planta. La fe desencarnada, la fe que procura crecer
en espléndido aislamiento, es sólo un fantasma para el que
no hay lugar en nuestro mundo psicofísico.

Lo que el credo es en relación con la fe lo es la Halajá en


relación con la piedad. Tal como la fe no puede existir sin
un credo, la piedad no puede subsistir sin una pauta de ac-
ción; así como no se puede separar a la inteligencia de la
instrucción, no se puede divorciar a la religión de la con-
ducta. Al judaísmo se lo vive no sólo en los pensamientos,
sino en los actos.

Un modelo de vida que corresponda a la dignidad del hom-


bre –y éste es el objeto de su busca más urgente– debe to-
mar en consideración no sólo su aptitud para explotar las
fuerzas de la naturaleza y apreciar la belleza de sus formas,

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

sino también su sin par sentido de lo inefable. Debe ser un


proyecto que contemple no sólo la satisfacción de necesi-
dades, sino también el logro de fines.

190 www.seminariorabinico.org
II.
EL PROBLEMA
DEL VIVIR

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

18. El problema de las


necesidades

DEL ASOMBRO A LA PIEDAD

Sí bien en la raíz de su ser el hombre está ligado a lo esen-


cial, en sus pensamientos y acciones está desligado y no
tiene cortapisas; libre de actuar o de abstenerse, es dueño
de desobedecer. Sin embargo, al árbol se lo conoce por sus
frutos, no por sus raíces. No hay árboles feos, pero hay fru-
tos agusanados. Hay, por lo tanto, una sola pregunta digna
de suscitar suprema ansiedad: ¿Cómo vivir en un mundo
plagado de mentiras y permanecer impoluto, cómo no de-
jarse abatir por la desesperanza, cómo no huir sino luchar
y triunfar en el esfuerzo de conservar el alma sin mácula, e
incluso contribuir a purificar el mundo?

Semejante fuerza, semejante guía, no podemos arrancárse-


la a las estrellas. La naturaleza es demasiado vieja o indif-
erente para enseñarle al hombre confundido a discernir
entre el bien y el mal. El sentido de lo inefable es necesario,
mas no suficiente para encontrar el camino del asombro
a la veneración, de la voluntad a la realización, del temor
reverencial a la acción.

La trágica derrota de la filosofía occidental fue consecuen-


cia de la inclinación de sus grandes maestros por el proble-
ma de la cognición. Guiándose por la presunción de que
el que sabe pensar sabe vivir, la filosofía ha sido primor-

192 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

dialmente, desde los días de Sócrates, una búsqueda del


correcto pensar. En particular desde la época de Descartes
concentró su atención en el problema del conocimiento y
se apartó cada vez más del problema del vivir. De hecho,
cuanto menos se relacionara el problema con la vida, tanto
más respetable y digno de explorarse lo consideraban los
filósofos.

Sin embargo, el pensar acerca de los problemas últimos es


más que una aptitud particular. Es un acto de la personali-
dad total[36], un proceso que compromete todas las faculta-
des de la mente y el alma y que se ve forzosamente afectado
por el clima personal en el cual transcurre; pensamos como
vivimos. Para pensar lo que sentimos, debemos vivir lo que
pensamos. Si deseamos que la cultura sea algo más que un
producto de invernáculo, es preciso que ella eche raíces en
el suelo del diario vivir y a la vez actúe sobre las defensas
internas de la personalidad humana. La cultura debe cre-
cer de adentro hacia afuera, debe surgir de la existencia
concreta, la conducta y la situación del hombre.

EL PROBLEMA DE LO NEUTRAL

El problema del vivir no surge con la pregunta de qué hacer


con los bribones ni con la comprensión de nuestros yerros
en el trato con otras gentes. Comienza en la relación con
nosotros mismos, en el manejo de nuestras funciones fisio-
lógicas y emocionales. Lo que primero se plantea en la vida
del hombre no es el hecho del pecado, de lo erróneo y lo co-
rrupto, sino los actos naturales, las necesidades. Nuestras
posesiones constituyen un problema no menos importante

36  Véase cap. 8

www.seminariorabinico.org 193
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

que nuestras pasiones. La primera tarea, por lo tanto, no


es cómo actuar frente al mal, sino cómo actuar frente a lo
neutral, cómo actuar frente a las necesidades.

LA EXPERIENCIA DE LA NECESIDAD

La voluntad permanecería dormida en la naturaleza huma-


na si no fuera por un elemento que la despierta constante-
mente. Ese elemento es la experiencia de la necesidad, el
sentimiento de presión y urgencia nacido de causas inter-
nas o externas y al que el hombre debe responder poniendo
en acción sus fuerzas latentes.

Las necesidades, pues, son el sistema de comunicación del


hombre con su mundo interno y externo. Son ellas las que
transmiten a la conciencia los requisitos indispensables
para la vida, pero también son las que determinan los ob-
jetivos que elige el hombre para su planificación y su obrar.
Sucede muchas veces, aunque no siempre, que las cosas del
mundo que lo rodean permanecen fuera de su campo vi-
sual hasta que se convierten en objetos de sus necesidades.

Absorto en sus pensamientos y sentimientos, el hombre


puede aislarse de su medio, y es en sus necesidades donde
vuelve a encontrarse con el mundo. Ellas constituyen la en-
crucijada de la vida interna y externa. De ahí que debamos
enfocar el problema del vivir mediante un análisis de las
necesidades.

Específicamente, la necesidad denota la ausencia o escasez


de algo indispensable para el bienestar de una persona y

194 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

provoca el urgente deseo de satisfacción[37]. Desde un pun-


to de mira psicológico, dondequiera exista una necesidad
existe el deseo de satisfacerla, y si no se experimenta el de-
seo, la necesidad no ha sido expresada. Ignoti nulla cupido.
“No existe deseo de lo desconocido” (Ovidio, Ars amatoria,
III.1.397). Tan sólo añoramos lo que conocemos.

Si encontramos una joya


Nos agacharemos a cogerla
Porque la vemos;
Pero lo que no vemos lo pisamos,
Sin pensar más en ello.
(Shakespeare, Medida por medida,
Acto II, Escena I)

LA VIDA: UN HATO DE NECESIDADES

Todo ser humano es un hato de necesidades, aunque ellas


no sean las mismas para todos los hombres ni inalterables
en ningún hombre. Existe un mínimo fijo de necesidades
comunes a todos los hombres, pero no un máximo fijo para
cualquier hombre. A diferencia de los animales, el hombre
es terreno propicio para la imprevisible aparición y multi-
plicación de necesidades e intereses, algunos de los cuales
son innatos a su naturaleza, en tanto que otros son induci-
dos por la publicidad, la moda, la envidia, o bien resultan

37  El vocablo “necesidad” se usa por lo general de dos maneras: una denota la
carencia concreta, es decir una situación objetiva; la otra, la conciencia de esa
carencia. Aquí utilizamos la palabra en este último sentido, en el cual necesi-
dad es sinónimo de interés, o sea, una capacidad insatisfecha correspondiente
a una condición no cumplida”.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de auténticas necesidades abortadas. Por lo general no so-


mos capaces de discernir entre necesidades verdaderas y
falsas y al confundir un capricho con una aspiración somos
víctima de desagradables tensiones. La mayor parte de las
obsesiones son la perpetuación de esos errores. De hecho,
es más la gente que muere en epidemias de necesidad que
en epidemias de enfermedad.

Si podemos explicar la evolución biológica del hombre


como adaptación a su medio, el progreso de la civilización
debe definirse como la adaptación de las condiciones am-
bientales a las necesidades humanas. No existen carencias
materiales que la ciencia y la tecnología no prometan re-
mediar. Frenar la expansión de las necesidades humanas
–producida, a su vez, por el desarrollo tecnológico y so-
cial– significaría detener la corriente sobre la cual cabal-
ga la civilización. Sin embargo, sin diques de contención
esa corriente puede arrastrar a la civilización misma, ya
que la presión de las necesidades convertidas en intereses
agresivos es la causa constante de las guerras y aumenta en
proporción directa con el progreso tecnológico. La moral
procura ejercer el papel de juez y distinguir entre intereses
justos e injustos, pero aparece en escena demasiado tarde
para resultar eficaz. Una vez que los intereses se atrinche-
ran no hay apotegmas morales capaces de ahuyentarlos. El
alma, poblada por una turba de deseos y resentimientos, es
escurridiza, indócil, veleidosa y renuente a aceptar la hege-
monía de la razón.

LA INEFICACIA DE LA ÉTICA

El más acuciante y más ignorado de los problemas –cómo


vivir– no puede resolverse mediante la enseñanza de reglas

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

sagaces. Así como la erudición en materia de teoría musical


de ningún modo convierte a alguien en artista, tampoco el
conocimiento de la ética se identifica necesariamente con
la virtud. Puede uno ser docto y malvado, una autoridad
en teoría de la ética y a la vez un canalla; puede condenar
la cólera con eficacia y ser incapaz de dominarla. La vida
no es un debate entre las facultades del alma, en el cual la
más persuasiva gana la discusión. La vida es a menudo una
guerra en la que se lanzan al combate fuerzas desordena-
das de insensatez, pasión y fantasías, una guerra que no se
puede ganar mediante el noble recurso mágico de limitarse
a recordar una regla de oro. ¿Cómo podría competir una
abstracción atinada con la furia, la astucia, la insaciabili-
dad y el favoritismo del ego hacia sí mismo?

Es cierto que nuestra razón es sensible a los argumentos


razonables. Aun así, la razón es un extranjero solitario en
el alma, en tanto que las fuerzas irracionales están en su
elemento y son siempre mayoría. ¿Por qué sufrir penurias
en aras de la virtud? ¿Por qué actuar contra la naturaleza
y elegir el bien cuando el placer abunda del lado del vicio?
¿Por qué renunciar a lo que uno preferiría por inclinación
natural o soportar voluntariamente lo que por inclinación
natural evitaría?

La ética le pide al hombre que consulte a su propia facultad


de juicio, que decida a la luz de principios generales cómo
debe obrar y que ponga fielmente en práctica la decisión co-
rrecta. De ese modo no sólo subestima la dificultad de apli-
car reglas generales a situaciones particulares (a menudo
intrincadas, desconcertantes y ambivalentes), sino que al
mismo tiempo espera que todo hombre reúna dentro de sí
la capacidad de juzgar y la de ejecutar. Por otro lado, si bien
nos indica por qué cosas luchamos, no nos indica cómo ga-
nar la lucha; si bien nos dice que debemos imponernos a la

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

insensatez y la locura, no nos dice cómo lograrlo. Es verdad


que la ética propugna no sólo la adquisición de saber, sino
de buenos hábitos. Sin embargo, ningún caudal de hábitos
puede abarcar la totalidad del vivir.

EL PELIGRO DE VIVIR

Casi siempre debemos hacer frente desarmados a las emer-


gencias graves, a pesar de que la meta de nuestra educa-
ción es prepararnos para las dificultades que nos aguardan.
Nadie es capaz de hender el futuro y ver las exigencias que
éste le tiene reservadas. Nadie puede calcular las vueltas
y revueltas que dará la nebulosa espiral de la vida o pre-
decir a qué abismos arrastrarán a una persona la envidia,
la pasión y el afán de prestigio. ¿Qué podemos hacer de
antemano para evitar un súbito impulso subconsciente de
vengar, insultar, herir? Un solo pensamiento maligno pue-
de desparramarse como un cáncer en la raíz de todos los
demás pensamientos, y una sola persona sumada al mal
se convierte rápidamente en mayoría contra una multitud
imparcial frente al mal. El hombre no está hecho para la
neutralidad, el apartamiento y la indiferencia, ni el mundo
puede permanecer vacío; a menos que lo transformemos
en un altar de Dios, lo invaden los demonios.

La ilimitada e irrefrenada capacidad de herir, la inmensa


expansión del poder y el rápido deterioro de la compasión
han convertido la vida en sinónimo de peligro. ¿En quién
confiaremos para que nos proteja contra nosotros mismos?
¿Cómo repondremos el caudal del minúsculo arroyuelo de
integridad que alberga nuestra alma? Incontables son las
situaciones en las que comprobamos de qué manera la fa-
cultad de juicio mengua en las mentes erráticas, cómo la

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

integridad choca con un deseo vil que se cruza de improvi-


so en su camino.

¡Oh! ¡A cuánto se atreven los hombres!


¡Cuánto osan hacer!
¡Cuánto hacen diariamente sin saber lo que hacen!
(Shakespeare, Mucho ruido y pocas
nueces, Acto IV, Escena I, 1.19)

Una de las lecciones que nos han dado los acontecimientos


de nuestro tiempo es que no podemos vivir tranquilos bajo
el sol de la civilización; que el hombre es el menos inofen-
sivo de los seres. Es como si cada minuto estuviese cargado
de tensión como el interludio entre el relámpago y el true-
no, y nuestro orden moral fuese una formación de añosos
robles de raíces efímeras. Bastó una sola tormenta para
transformar una civilización en un infierno inconcebible.

Los árboles no mueren de viejos, sino por las barreras que


impiden a los rayos del sol llegar hasta ellos, por las ramas
que pierden la mesura y se desarrollan más allá de lo que
las raíces pueden soportar. Rara vez tenemos ocasión hoy
día de contemplar el cielo o el horizonte, pero hay relám-
pagos que no cesan de espantar hasta a los imperiosos ár-
boles. Sólo los necios tienen miedo de temer y de escuchar
el derrumbe constante del esfuerzo y el tiempo por sobre
sus cabezas, mientras que la vida queda sepultada debajo
de las ruinas.

LAS NECESIDADES NO SON SAGRADAS

En nuestro tiempo se considera sagradas a las necesidades,


como si ellas contuviesen la quintaesencia de la eternidad.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Las necesidades son nuestros dioses y para gratificarlas nos


afanamos sin ahorrar esfuerzos. La represión de un deseo
es vista como un sacrilegio que fatalmente habrá de ven-
garse en forma de algún trastorno mental. Reverenciamos
no sólo a una, sino a todo un panteón de necesidades, y he-
mos llegado a considerar las normas morales y espirituales
únicamente como deseos personales disfrazados.

Resulta grotesco, por cierto, que mientras en ciencia se


descartó hace tiempo la teoría antropocéntrica de la Tie-
rra como centro del Universo y del hombre como objeto
de todo lo existente, en la vida concreta siga prevalecien-
do una visión egocéntrica del hombre y sus necesidades
como medida de todos los valores, y de las necesidades del
hombre como único elemento determinante de su modo de
vivir. Si se tomara la satisfacción de los deseos humanos
como medida de todas las cosas, habría que concluir en-
tonces que el mundo –que nunca se conforma a nuestras
necesidades– es un fracaso abismal. La naturaleza humana
es insaciable y los logros nunca pueden seguirle el ritmo a
las nuevas necesidades que van surgiendo.

¿QUIÉN CONOCE SUS VERDADERAS NECESIDADES?

No podemos subordinar nuestros juicios, decisiones y ac-


ciones a nuestras necesidades. Es un hecho cierto que el
hombre, que tanto ha descubierto acerca de tantas cosas,
no conoce su propio corazón ni su propia voz. En gran me-
dida, las necesidades e intereses que sustentamos no son
innatos a nuestra esencia, sino impuestos por las conven-
ciones de la sociedad. Si bien algunas necesidades son im-
perativas, otras son ficticias y, como decíamos antes, las

200 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

adoptamos movidos por las convenciones, la publicidad o


la pura envidia.

La mente moderna cree haber hallado la piedra filosofal


en el concepto de necesidad. Mas ¿quién conoce sus au-
ténticas necesidades? ¿Cómo habremos de discernir entre
necesidades verdaderas y artificiales, entre lo legítimo y lo
falsificado?

Por regla general cobramos conciencia de nuestros auténti-


cos anhelos en forma súbita, inesperada, y ello no ocurre al
comienzo de nuestra trayectoria, sino en una etapa tardía.
Puesto que rara vez comprendemos lo que queremos has-
ta que casi es demasiado tarde, no podemos tomar lo que
sentimos como índice de lo esencial. Todos estamos entu-
siastamente dispuestos a sojuzgar a las fuerzas hostiles de
la naturaleza, a combatir contra lo que se opone a nuestra
supervivencia física: la enfermedad, los enemigos, el peli-
gro. Pero, ¿cuántos de nosotros mostrarnos el mismo en-
tusiasmo para sojuzgar al mal que llevamos dentro o para
luchar contra el crimen cuando no amenaza nuestra propia
supervivencia? ¿Cuántos somos los que estamos dispues-
tos a combatir contra la decadencia del alma, contra el ene-
migo atrincherado en nuestras necesidades?

Tras haber absorbido una enorme cantidad de necesidades


y de habérsenos enseñado a estimar y cultivar como intere-
ses personales los valores más altos –fe, justicia, libertad–,
empezamos a preguntarnos si podemos dejarnos llevar por
las necesidades y los intereses. Si bien es cierto que hay in-
tereses que todos los hombres poseen en común, la mayor
parte de nuestros intereses personales, tal como el diario
vivir lo confirma, son factor de desunión y antagonismo an-
tes que de unión.

www.seminariorabinico.org 201
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

El interés es un principio subjetivo y divisor. Es la excita-


ción del sentimiento que acompaña a la atención particular
que prestamos a un objeto. ¿Pero acaso prestamos suficien-
te atención a los reclamos de justicia universal? De hecho,
el interés por el bienestar universal se halla generalmente
bloqueado por el interés que inspira el bienestar personal
de cada uno, sobre todo cuando para alcanzar aquel es pre-
ciso renunciar a los propios intereses personales.

Justamente es el peso de los intereses, que tiraniza nuestra


vida determinando nuestras opiniones y nuestros actos, el
que nos hace perder de vista los valores que de veras cuen-
tan.

BUENAS Y MALAS NECESIDADES

De la necesidad a la codicia no hay más que un paso. La


presencia del mal a nuestro alrededor fomenta en nosotros
un hervidero de necesidades perniciosas, de sueños desca-
bellados. ¿Podemos permitirnos procurar la satisfacción
de todas nuestras necesidades innatas, incluida nuestra
voluntad de poder?

En la trágica confusión de intereses en la que todos esta-


mos atrapados, ninguna distinción parece tan indispen-
sable como la distinción entre buenos y malos intereses.
Empero, si han de servir como pautas para nuestro exa-
men de los intereses, los conceptos de bien y mal no pue-
den constituir intereses en sí mismos. Determinadas por el
temperamento, los prejuicios, la formación y el medio de
todo individuo y grupo, las necesidades son nuestros pro-
blemas, no nuestras normas. Las necesidades no originan
pautas; antes bien, las necesitan.

202 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

¿Cómo podrían ser los anhelos individuales o nacionales la


medida de lo que objetivamente se necesita, cuando nacio-
nes enteras se dejan arrastrar hacia intereses perniciosos?
Si alguna vez llegara a crearse un Estado universal y la hu-
manidad decidiera por mayoría de votos que determinado
grupo étnico debe ser exterminado porque ello conviene a
los intereses generales, ¿sería ésa una buena decisión? ¿O
acaso sería correcta la afirmación de una nación acreedora
de que 2 + 2 = 5? Una acción es buena, una afirmación es
correcta, independientemente de su posible conveniencia.

Lo verdadero no coincide con lo oportuno, como tampoco


es necesariamente bueno lo que deseamos para la satisfac-
ción de necesidades urgentes. Lo que es bueno puede co-
rresponder a nuestro interés presente, mas nuestro interés
como tal no es bueno. El bien va más allá del sentimiento
de interés. Puede exigirnos hacer cosas de las que no senti-
mos necesidad, cosas necesarias pero no deseadas.

Quien se propone emplear las realidades de la vida como


medio para la satisfacción de sus propios deseos, no tar-
da en alienar su libertad y en verse degradado a la condi-
ción de mero instrumento. Al adquirir cosas se esclaviza
a ellas; al sojuzgar a otros pierde su propia alma. La avi-
dez desenfrenada es bifronte: una sutil venganza detrás de
una sonrisa cautivante. Mal podemos permitirnos erigir a
las necesidades –factor desconocido, vacilante, variable y
eventualmente degradante– en pauta universal, en norma
suprema y perdurable de la vida.

Nos sentimos prisioneros en el confinamiento de las nece-


sidades personales. Cuanto más nos dedicamos a satisfa-
cerlas, tanto más profundo se torna nuestro sentimiento de
opresión. Para ser iconoclastas de las necesidades conver-
tidas en ídolos, para desafiar a nuestros propios intereses

www.seminariorabinico.org 203
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

inmorales aunque puedan parecernos de vital importancia


y los hayamos albergado durante largo tiempo, debemos
ser capaces de decirnos no a nosotros mismos en nombre
de un sí más alto. Pero nuestra mente es tarda, morosa y
errática. ¿Dónde hallar la fuerza que nos permita poner
coto a las falsas necesidades, detectar las falacias espiritua-
les, desechar los falsos ideales y estar alerta para discernir
entre lo indigno y lo sagrado?

No podemos abordar a las necesidades una por una, sino a


todas a la vez y en su raíz. A fin de comprender el problema
de las necesidades debemos encarar el problema del hom-
bre, sujeto de aquellas. El hombre está animado por más
necesidades que cualquier otro ser[38]. Al parecer, ellas es-
tán más allá de su albedrío y son independientes de su vo-
luntad. Son la fuente, no el producto del deseo. En conse-
cuencia, sólo podremos juzgar las necesidades si logramos
comprender el sentido de la existencia.

38  Véase cap. 13.

204 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

19. El sentido de la
existencia

EL DESCONOCIMIENTO FAVORITO DEL HOMBRE

Nuestras teorías tomarán un rumbo torcido y nos arroja-


rán tierra a los ojos, a menos que osemos encararnos no
sólo con el mundo sino también con el alma, a menos que
comencemos a asombrarnos de nuestra falta de asombro
por el hecho de estar vivos, asombrarnos de tomar la vida
como un hecho obvio.

Encararse con el alma es una aventura intelectual que


abre de pronto la mente a incalculables preguntas; hallar
las respuestas no es tarea sencilla. De ahí que el hombre
moderno considere que su seguridad radica en abstener-
se de plantear esas cuestiones. Las preguntas últimas se
han convertido en objeto de su desconocimiento favorito.
Puesto que obtiene satisfactorios galardones dedicándose a
asuntos tangibles, no le interesa prestar atención a cuestio-
nes imponderables y prefiere erigir una torre de Babel so-
bre la estrecha base del desconocimiento de los problemas
más profundos.

El desconocimiento de lo esencial es una posición mental


posible mientras el hombre se sienta tranquilo en su dedi-
cación a objetivos parciales. Mas cuando la torre empieza
a tambalearse, cuando la muerte arrasa con lo que parecía
poderoso y autónomo, cuando en días aciagos la pesadilla

www.seminariorabinico.org 205
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de la futilidad reemplaza a las delicias del esfuerzo, el hom-


bre cobra conciencia de los riesgos de la actitud evasiva,
de la vacuidad de los objetivos limitados. Se pregunta con
aprensión si al ganar pequeños premios no habrá disipado
su vida y su alma se abre entonces a las preguntas que tra-
taba de eludir.

EL SENTIDO DE LA EXISTENCIA

Mas, ¿qué es aquello que se halla en juego en la vida hu-


mana y que podemos perder? Es el sentido de la vida. En
todos los actos que realiza, el hombre reclama un sentido.
Los árboles que planta, las herramientas que inventa, son
respuestas a una necesidad o apuntan a un fin. En su esen-
cia misma, la conciencia es la dedicación a un proyecto. En-
tregada a la tarea de unir el ser con el sentido, las cosas con
las ideas, la mente se ve llevada a preguntarse si el sentido
es algo que ella puede inventar y utilizar, algo que se debe
conseguir, o si hay sentido en la existencia tal como es, en
la existencia en tanto existencia, independientemente de
lo que nosotros podamos agregarle. Dicho de otro modo,
¿sólo hay sentido en lo que el hombre hace, y ninguno en
lo que el hombre es? Al cobrar conciencia de sí mismo el
hombre no se conforma con saber: “Yo soy”; le resulta im-
perativo saber “qué” es. Podemos, por cierto, caracterizar
al hombre como un sujeto en busca de un predicado, como
un ser en busca de un sentido de la vida, de la vida como
totalidad, no sólo de acciones particulares o episodios ais-
lados que se producen de tanto en tanto.

El sentido denota una condición no susceptible de ser re-


ducida a una relación material y captada por los órganos
sensoriales. El sentido es la compatibilidad con una idea;

206 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

es, además, lo que un hecho en relación con otra cosa: el


caudal de valor con que se carga un objeto. La vida es pre-
ciosa para el hombre. ¿Pero lo es sólo para él? ¿O hay al-
guien más que necesita de su vida?

LA CONJETURA ÚLTIMA

En lo hondo de la mente se halla arraigada la certidumbre


de una relación entre el estado de existencia y el estado de
sentido, la certidumbre de que la vida es evaluable en fun-
ción de sentido. El anhelo de sentido y la certeza de que
nuestro bregar para descubrirlo es legítima, son tan intrín-
secamente humanos como el deseo de vivir y la certeza de
estar vivo.

Pese a los fracasos y las frustraciones, esa búsqueda irrepri-


mible nos sigue obsesionando. Nunca llegamos a aceptar la
idea de que la vida es hueca e incompatible con el sentido.

Si en la raíz de la filosofía no hay un desprecio de la men-


te por sí misma, sino la preocupación de la mente por su
conjetura última, de ello se sigue que nuestro objetivo es
examinar a fin de saber. Muchas veces tratamos de satis-
facernos con un brillante subterfugio y de ese modo debi-
litamos la conjetura original. ¿Pero por qué habríamos de
preocuparnos siquiera de dudar, si cesamos de conjeturar?
La filosofía es lo que el hombre se atreve a hacer con su
conjetura última acerca del sentido de la existencia.

Los animales se contentan con la satisfacción de sus nece-


sidades; el hombre se empeña no sólo en que lo satisfagan,
sino en ser capaz de satisfacer, en ser una necesidad y no
sólo tener necesidades. Las necesidades personales vienen
y van, pero hay una ansiedad que perdura: ¿Soy necesario?

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

No hay hombre que no se haya sentido perturbado por esa


ansiedad.

EL HOMBRE NO ES UN FIN PARA SÍ MISMO

Es muy significativo el hecho de que el hombre no se basta


a sí mismo, que la vida carece de sentido para él a menos
que sea valiosa para otro, a menos que sirva a un fin que la
trasciende. Aunque el yo tenga la más alta tasa de cambio,
los hombres no viven sólo de dinero, sino del bien que pue-
den lograr al gastarlo. Atesorar el yo implica desarrollar un
descomunal sentido de la futilidad de la vida.

El hombre no es un fin omnímodo para sí mismo. La se-


gunda máxima de Kant –no usar nunca a los seres huma-
nos meramente como medios, sino considerarlos también
como fines– sólo sugiere la forma en que debe ser tratada
una persona por los demás, no cómo debe tratarse a sí mis-
mo. Pues si una persona se considera a sí misma como un
fin, usará a los demás como medios. Por otro lado, si hemos
de tomar la idea del hombre en tanto fin como auténtica
medida de su valor, no podemos esperar que sacrifique su
vida o sus intereses por el bien de otra persona o aun de
un grupo. Ha de tratarse a sí mismo en la forma en que
espera que lo traten los demás. ¿Por qué habría de merecer
un grupo o incluso todo un pueblo el sacrificio de la propia
vida? Para una persona que se considera a sí misma un fin
absoluto, mil vidas no pueden valer más que su propia vida.

Mediante artilugios intelectuales el hombre puede con-


vencerse de que se basta a sí mismo. Pero el camino hacia
la locura está pavimentado con tales espejismos. El senti-
miento de futilidad que acarrea la sensación de no ser útil,

208 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

de no ser necesario en el mundo, es la causa más común


de psiconeurosis. La única manera de evitar la desespera-
ción es ser una necesidad antes que un fin. En verdad, la
felicidad, puede definirse como la certeza de ser necesario.
¿Pero quién necesita al hombre?

¿EXISTE EL HOMBRE POR EL BIEN DE LA SOCIEDAD?

La primera respuesta que acude a la mente es una respues-


ta de orden social: la finalidad del hombre es servir a la
sociedad o a la humanidad. El valor último de una persona
estaría pues determinado por su utilidad a los demás, por
la eficiencia de su trabajo social. Sin embargo, a pesar de su
actitud instrumentalista, el hombre espera que los demás
lo midan no por lo que él pueda significar para ellos, sino
como un ser valioso en sí mismo. Aun aquel que no se con-
sidera a sí mismo un fin absoluto no acepta que se lo trate
como medio para un fin, que se lo subordine a los intereses
de otros hombres. Los ricos, los hombres de mundo, desean
ser amados por lo que son, por su esencia, sea cual fuere su
significado, no por sus logros o posesiones. Tampoco los
viejos y los enfermos esperan ayuda por lo que pueden dar-
nos a cambio. ¿Quién necesita a los viejos, a los enfermos
incurables, cuya manutención es un drenaje a los recursos
del Estado? Por lo demás, es obvio para cualquiera que ese
servicio no reclama toda su vida y por lo tanto no puede ser
la respuesta última a su búsqueda de sentido para la vida
como totalidad. El hombre tiene más para dar que lo que
los demás hombres pueden o quieren aceptar. Decir que la
vida podría consistir en la preocupación por los demás o
en un incesante servicio al mundo, sería un vulgar alarde.
Lo que podemos dar a los demás es generalmente menos y
raramente más que una ofrenda.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Hay en el alma senderos que el hombre transita solo, cami-


nos que no conducen a la sociedad, un mundo íntimo que
se oculta del ojo público. La vida no sólo abarca tierras ara-
bles y productivas, sino también montañas de sueños, hon-
duras de dolor, torres de anhelo que difícilmente puedan
ser utilizadas en su totalidad para beneficio de la sociedad,
a menos de convertir al hombre en una máquina en la que
cada tornillo debe cumplir una función o ser eliminado.
Sólo un Estado opresor, que trata de explotar al individuo,
le exige al hombre que ponga todo a su servicio.

Y si la sociedad tal como se encarna en el Estado resultara


ser corrupta e infructuoso mi esfuerzo para curar sus ma-
les, ¿significaría ello que mi vida como individuo está total-
mente desprovista de sentido? Si la sociedad decidiera re-
chazar mis servicios e incluso recluirme en confinamiento
solitario para asegurarse de que habré de morir sin poder
ejercer influencia alguna sobre el mundo al que amo, ¿me
sentiré entonces compelido a poner fin a mi vida?

La existencia humana no puede hallar su sentido último en


la sociedad, pues la sociedad misma necesita un sentido. Es
tan legítimo preguntar: ¿Es necesaria la humanidad? como
lo es preguntar: ¿Soy necesario?

La humanidad comienza en el hombre individual, tal como


la historia nace a partir de un hecho singular. Siempre pen-
samos en un hombre por vez cuando prometemos: “con
malignidad hacia ninguno, con caridad para todos” o cuan-
do tratamos de ser fieles al: “Ama a tu prójimo como a ti
mismo”. El vocablo “humanidad”, que en biología denota
a la especie humana, tiene un sentido totalmente distinto
en el dominio de la ética y la religión. En este último, la
humanidad no se concibe como especie, como un concep-
to abstracto arrancado de su realidad concreta, sino como

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

una abundancia de individuos determinados; como una


comunidad de personas y no como un rebaño o una multi-
tud indiferenciada.

Si bien es cierto que el bien de todos cuenta más que el bien


de uno solo, es el individuo concreto el que otorga sentido a
la raza humana. No consideramos valioso a un ser humano
porque sea miembro de la raza, sino que, por lo contrario,
la raza humana es valiosa porque está compuesta de seres
humanos.

Aunque dependemos de la sociedad tanto como del aire


que nos sustenta, y aunque otros hombres componen el
sistema de relaciones en el que se inscribe la trayectoria
de nuestras acciones, sólo en tanto individuos nos acosan
deseos, miedos y esperanzas; sólo en tanto individuos nos
sentimos desafiados, exigidos y dotados de poder de volun-
tad y de una chispa de responsabilidad.

LA AUTO-ANIQUILACIÓN DEL DESEO

De todos los fenómenos que tienen lugar en el alma, los


deseos son los que tienen la tasa más alta de mortandad.
Como plantas acuáticas, crecen y viven en las aguas del ol-
vido, ansiosas de desaparecer. La intención de expirar es
inherente al deseo, que hace valer sus derechos reclaman-
do satisfacción y una vez satisfecho llega a su fin, entonan-
do su propio canto fúnebre.

Semejante intención suicida no es propia de todos los actos


humanos. Pensamientos, conceptos, leyes y teorías nacen
con la intención de perdurar. Un problema, por ejemplo,
no cesa de ser pertinente una vez lograda su solución. Son
rasgos inherentes a la razón la intención de perdurar, el

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

empeño de comprehender lo válido, de formar conceptos


cuya gravitación sea permanente. De ahí que nuestro co-
nocimiento íntimo de la temporalidad de la existencia no
surja del manipuleo de ideas, sino del examen de la propia
vida interior y el descubrimiento del cementerio de necesi-
dades y deseos que alguna vez abrigamos con fervor.

LA BÚSQUEDA DE LO DURADERO

Hay, no obstante, una curiosa ambigüedad en la forma en


que vivimos ese conocimiento. Pues si bien no hay nada
de lo que el hombre esté más íntimamente seguro que de
la temporalidad de la existencia, raramente se resigna al
papel de un mero enterrador de deseos.

Mientras camina sobre una roca que se desmorona detrás


de él a cada paso que da, y conociendo de antemano el corte
súbito que pondrá fin a su caminar, el hombre no puede
reprimir su dolorosa añoranza de saber si la vida no es más
que una serie de procesos fisiológicos y mentales, acciones
y formas de conducta momentáneos, un fluir de vicisitu-
des, deseos y sensaciones que se escurren como granos en
un reloj de arena, marcando el tiempo sólo una vez para
enseguida desvanecerse.

El hombre se pregunta si, en el fondo, la vida no será como


la esfera de un reloj solar, que sobrevive a todas las sombras
que rotan sobre su superficie. ¿Será acaso la .vida nada más
que un confuso montón de hechos sin relación los unos con
los otros, un caos camuflado por la ilusión?

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

EL ANSIA INSATISFECHA

No hay alma en esta tierra que, aunque sea en forma vaga y


esporádica, no haya sentido que la vida es desolación si no
se refleja en algo perdurable. Todos andamos en pos de una
convicción: la de que hay algo que hace que la dura faena
de vivir valga la pena. No hay alma que no haya anhelado
descubrir algo que dura más allá de la vida, de la lucha y del
sufrimiento.

Desvalido e incongruente se ve el hombre con su anhelo


a cuestas, con sus minúsculas velas en la niebla. ¿Será su
voluntad de ser bueno la llamada a curar las heridas de su
alma, a mitigar su miedo y su frustración? Es demasiado
obvio que su voluntad es la puerta de una casa dividida,
en lucha contra sí misma; que sus buenas intenciones, al
cabo de un tiempo, tocan el fango de la vanidad tal como el
horizonte de su vida tocará algún día el sepulcro. ¿Hay algo
más allá del horizonte de nuestras buenas intenciones?

La búsqueda de un sentido de la existencia por parte del


hombre es una búsqueda de duración, de permanencia.
En cierto modo, la vida humana es a menudo una carrera
contra el tiempo, un sucederse de esfuerzos destinados a
perpetuar experiencias, un adherirse a valores o establecer
relaciones que no sucumban de inmediato. La búsqueda
del hombre no es el producto de un deseo, sino un ele-
mento esencial de su naturaleza, característica no sólo de
su mente sino también de su existencia misma. Procurare-
mos demostrarlo analizando la estructura de la existencia
como tal.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

¿QUÉ ES LA EXISTENCIA?

Si bien la existencia como categoría general sigue siendo


indefinible, la conocemos en forma directa y, pese a su in-
definibilidad, no se halla enteramente fuera de relación
con la mente. No es un concepto vacío, ya que aun en tanto
categoría sumamente general no se la puede despojar por
entero de relaciones. Hay siempre un mínimo de sentido
en nuestra noción de existencia.

La característica más intrínseca de la existencia es la inde-


pendencia. Lo existente existe en la realidad, en el tiem-
po y el espacio, no sólo en nuestra mente. Al adjudicarle
existencia a una persona damos por sobreentendido que
esa persona es más que una mera palabra, nombre o idea,
que existe independientemente de nosotros y de nuestro
pensar, en tanto que aquello que es producto de nuestra
imaginación, como los quiméricos gigantes de Los viajes
de Gulliver, depende en forma absoluta de nuestra mente;
cuando no pensamos en ello, no existe. Claro está que la
existencia así descrita es un concepto negativo que nos dice
lo que no es la existencia y la ubica fuera de relación con
nosotros. Mas, ¿cuál es el contenido positivo de la existen-
cia? ¿No implica la existencia una relación necesaria con
algo que la trasciende?

LA TEMPORALIDAD DE LA EXISTENCIA

Es evidente que la relación de la existencia con el tiempo es


más íntima y singular que su relación con el espacio. Nada
hay en el espacio tan necesario para la existencia, o que le
pertenezca tan íntimamente, como para que no podamos
abandonarlo sin atraernos un daño esencial. La existencia

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

no implica la posesión de bienes ni el dominio sobre otros


seres. Incluso somos libres de cambiar por otro la posi-
ción que ocupamos en el espacio, en tanto que los años de
nuestra vida son de absoluta importancia para nosotros. El
tiempo es el único bien que de veras poseemos. Por lo tan-
to, la temporalidad es un rasgo esencial de la existencia.

Sin embargo, el tiempo es la más endeble de las cosas: una


sucesión de instantes perecederos. Es algo que nunca lo-
gramos retener; el pasado se ha ido para siempre, lo por
venir está fuera de nuestro alcance y el presente se marcha
antes de que podamos percibirlo. Paradójico y cierto: el
único bien que nos pertenece no lo poseemos nunca.

EL CARÁCTER ININTERRUMPIDO DE LA EXISTENCIA

La temporalidad o evanescencia de la existencia es, por


cierto, dolorosamente obvia para todos nosotros. Atrapa-
dos en la corriente mortal del tiempo, que no nos permi-
te ni habitar en el presente ni regresar a ningún momento
del pasado, la única perspectiva con la que nos encaramos
constantemente es la de cesar de existir, la de vernos arro-
jados de la corriente, ¿Pero acaso sólo la temporalidad
es intrínseca a la existencia? ¿No lo es también, en cierta
medida, la permanencia? La existencia implica duración,
continuidad. La existencia es ininterrupción; no hay en
ella dispersión, años discontinuos, sino una extensión con-
tinua. Por relativa y limitada que sea, la ininterrupción, al
igual que la temporalidad, es una de las dos características
constitutivas de la existencia.

Hay en la estructura interna de la existencia un elemento


de constancia que da razón de la permanencia dentro de

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

la temporalidad, del mismo modo como el aspecto perdu-


rable de la realidad es el único susceptible de convertirse
en objeto del juicio lógico. Pues sólo el aspecto constante
de una cosa, el que permanece igual independientemente
de los cambios que experimenta la cosa misma, puede ser
captado por las categorías de nuestra razón. En otras pala-
bras, nuestras categorías son los espejos en el que las cosas
se reflejan a la luz de su propia constancia. Nada hay que la
mente estime más que la permanencia. Medimos los valo-
res por su perdurabilidad.

Aun nuestra conciencia del tiempo depende de un princi-


pio que es independiente del tiempo. Somos conscientes
del tiempo midiéndolo: decimos “un minuto, una hora,
un día”. Pero a fin de medir el tiempo debemos poseer un
principio de medición al que tenemos por constante. No
podemos medirlo comparando directamente un lapso con
otro, ya que dos porciones de tiempo nunca se dan a la vez.
El tiempo, entonces, no puede proporcionar una concien-
cia de sí mismo, ya que para constituirse en conciencia de
sí mismo debería estar presente por igual en todas las eta-
pas del tiempo. Así pues, la conciencia del tiempo presu-
pone un principio que no es temporal y que, a diferencia
del instante, no se desvanece para dar origen al instante si-
guiente. El tiempo mismo depende, para su continuación,
de un principio que es independiente del tiempo, ya que el
tiempo mismo no podría ofrecer permanencia. La corrien-
te del tiempo fluye por una tierra que está fuera del tiempo.

EL SECRETO DE LA EXISTENCIA

En esa relación entre temporalidad y permanencia radica


el secreto de la existencia. Pues si intentamos explicar, por

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

ejemplo, la vida orgánica mediante la postulación de una


misteriosa “fuerza vital” o por la exclusiva gravitación de
las leyes físico-químicas, la pregunta básica sigue sin res-
puesta: ¿Qué es lo que hace perdurar esa fuerza o esas le-
yes? ¿Será acaso la voluntad de vivir la fuerza motora de la
vida? Pero la voluntad misma está sujeta a cambios. Obvia-
mente, debe haber algún principio permanente que otorga
duración a la voluntad. De ser así, ¿cuál es la relación de
la voluntad de vivir con ese principio? Por lo demás, ¿es
cierto que la existencia es el resultado de una decisión deli-
berada? ¿Mi organismo crece, se multiplica y se desarrolla
porque quiere hacerlo? El impulso, el esfuerzo, la osadía
y la aventura que caracterizan a la vida, ¿son resultado de
una elección? Si es así, no somos conscientes de ella. Sabe-
mos, por lo contrario, que la voluntad humana nunca crea
vida. En la generación de la vida somos las herramientas,
no los artesanos. Somos testigos antes que autores del na-
cimiento y de la muerte. Sabemos que algo anima e inspira
a todo organismo viviente. ¿Pero qué? Usar el concepto de
una voluntad subconsciente de vivir, una voluntad que no-
sotros mismos desconocemos, es como emplear un deus ex
machina, el recurso mediante el cual en el teatro antiguo se
hacía aparecer un dios en escena para proveer una solución
sobrenatural a una dificultad dramática, con la diferencia,
sin embargo, de que aquí el deus aparece disfrazado, soste-
niendo que es un ser natural.

¿Qué es lo duradero en nuestras propias vidas? ¿Qué es


aquello que permanece constantemente a lo largo de todos
los cambios? El cuerpo florece y se marchita; todas las pa-
siones acaban por perderse en el río del olvido. Cuando, en
el umbral de la muerte, el hombre mira hacia atrás, ¿qué
es aquello que considera duradero de todo lo que ocurrió
y pasó? ¿Es nuestra voluntad de vivir? ¿Nuestra preocupa-
ción reflexiva?

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

SIENDO OBEDECEMOS

Si examinamos nuestra propia existencia nos vemos obli-


gados a admitir que la esencia de la existencia no radica en
nuestra voluntad de vivir: tenemos que vivir, y al vivir obe-
decemos. La existencia es un acatamiento, no un deseo: un
consentimiento, no un impulso. Siendo, obedecemos.

No luchamos, sufrimos, vivimos y actuamos porque que-


ramos hacerlo. Nuestra voluntad misma es obediencia,
respuesta, acatamiento. Sólo después llegamos a querer
lo que debemos; la voluntad es apariencia, nuestro acata-
miento es “la cosa en sí”. ¿No es acaso la vida corporal un
proceso de obediencia? ¿Qué es el pensar si no la sumisión
a la verdad, el acatamiento a las leyes de la lógica? Pues el
hecho de que haya una lógica que, independientemente de
lo que desearíamos creer, ejerce sobre nuestra mente un
poder coercitivo, implacable, es inexplicable como produc-
to de la voluntad o de la mente. Los actos de pensamiento
lógico son actos de la mente, pero el hecho de que deba
haber lógica en general, que la mente esté obligada a pen-
sar conforme a las normas de aquella, no es un acto de la
mente.

LA META ÚLTIMA

Hemos caracterizado la búsqueda de un sentido de la exis-


tencia por parte del hombre como una búsqueda de lo du-
radero, y hemos mostrado que la relación con lo duradero
se halla en la raíz de toda existencia. No obstante, la devo-
ción natural de la obediencia no constituye una respuesta a
la búsqueda del hombre. Pues si bien el hombre está sujeto
a lo duradero en la raíz de su ser, tal como señalamos antes

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

no tiene sujeción ni frenos en sus actos y pensamientos;


es libre de actuar y libre de abstenerse; tiene la atribución
de desobedecer. Es de esa independencia de donde nace el
temor de que su vida sea vana y la voluntad de un sentido
último.

Todo ser humano abriga la añoranza de lo perdurable; sin


embargo pocos son los que comprenden el sentido de lo
perdurable. Hay una sola verdad, pero muchas maneras de
interpretarla mal. Hay una sola meta, pero muchas mane-
ras de no dar con ella.

¿Cuál es la meta última? ¿La prolongación de la existencia


en su forma presente, con sus placeres y afanes? ¿La per-
petuación del yo con sus debilidades, miedos y vanidades?
No amamos al ego hasta el punto de que nuestra más alta
aspiración sea preservarlo para siempre. En realidad, em-
pezamos a cavilar acerca de la inmortalidad movidos por
la ansiedad de perpetuar la vida de otros seres, antes que
la propia. La idea de la inmortalidad empieza en la compa-
sión, en una preocupación transitiva por los que nos fueron
arrebatados.

La verdadera aspiración no consiste en que perdure el yo


y todo lo que él contiene, sino en que perdure todo lo que
el yo representa. El hombre puede ser una pesadilla, pero
también la plasmación de una visión de Dios. Le ha sido
dada la facultad de sobrepasarse a sí mismo, de responder
por todas las cosas y de actuar para un Dios único. Todos
los seres obedecen la ley; el hombre es capaz de cantar la
ley. Su legado último consiste en componer una canción de
actos que sólo Dios comprende plenamente.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

TIEMPO Y ETERNIDAD

El camino a lo perdurable no corre por el otro lado de la


vida; no empieza donde el tiempo se interrumpe. Lo du-
radero no empieza más allá, sino dentro del tiempo, den-
tro del momento, dentro de lo concreto. El tiempo puede
ser visto bajo dos aspectos: el de la temporalidad y el de la
eternidad.

El tiempo es el confín de la eternidad. El tiempo es eter-


nidad en forma de borlas. Los momentos de nuestra vida
son como lujosas borlas. Están adheridas a la prenda y he-
chas de la misma tela. Mediante la vida espiritual llegamos
a comprender que lo infinito se puede confinar en una línea
limitada.

La vida sin integridad es semejante a hebras que cuelgan


sueltas y fácilmente se desprenden de la tela principal,
mientras que en los actos de piedad aprendemos a com-
prender que cada instante es como una hebra deshilada de
la eternidad para formar una delicada borla. No debemos
desechar las hebras, sino entrelazarlas formando el diseño
de un tejido eterno.

Antes que fugitivos, los días de nuestra vida son represen-


tantes de la eternidad, y debemos vivir como si el destino
del tiempo todo dependiera por entero de un solo momen-
to.

Vista como temporalidad, la esencia del tiempo es aparta-


miento, aislamiento. El momento temporal siempre está
solo, siempre es exclusivo. Dos instantes no pueden nunca
estar juntos, ser contemporáneos. Vista como eternidad,
la esencia del tiempo es unión, comunión. Es en el tiempo
más que en el espacio donde podemos comulgar, venerar,

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

amar. Es dentro del tiempo donde un día puede valer mil


años.

Las intuiciones creativas se gestan en toda una vida para


durar un momento, y sin embargo perduran por siem-
pre. Pues durar significa comulgar con Dios, “unirse a Él”’
(Deuteronomio 11:22). El momento no tiene contemporá-
neo dentro de la temporalidad. Pero dentro de la eternidad
cada momento puede tornarse contemporáneo de Dios.

Por eso dijimos antes que el bien es un hecho ontológico.


El amor, por ejemplo, es más que cooperación, más que
sentir y actuar juntos. El amor es estar juntos; es un modo
de existencia, no sólo un estado del alma.

El aspecto psicológico del amor, caracterizado por la pa-


sión y el sentimiento, es sólo un aspecto de una situación
ontológica. Cuando el hombre ama al hombre entra en
una unión que es más que una suma, más que uno más
uno. Amar es adherirse al espíritu de la unidad, elevarse
a un nuevo nivel, entrar en una nueva dimensión, una di-
mensión espiritual. Pues, como hemos visto, todo lo que el
hombre le hace al hombre se lo hace también a Dios.

Significativamente, la Biblia describe el amor de la siguien-


te manera: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma, con todo tu meod”. ¿Qué significa meod?
Sólo puede significar lo mismo que en todos los otros lu-
gares de la Biblia: el adverbio “muy”, “mucho”, en grado
superlativo. Al tratar de calificar al verbo “amar” el texto
se quedó de pronto corto de expresión. Progresivamente
dice: “con todo tu corazón”, y aún más: “con toda tu alma”.
Pero tampoco eso bastaba, hasta que agregó: con toda tu
“muchedad”...

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

20. La esencia del hombre

LA SINGULARIDAD DEL HOMBRE

Todo lo que existe obedece. Sólo el hombre ocupa una posi-


ción singular. Como ser natural obedece; como ser humano
a menudo debe elegir; confinado en su existencia, su volun-
tad es irrestricta. Sus actos no emanan de él como los rayos
de energía de la materia. Ubicado en una bifurcación de
caminos, debe una y otra vez resolver qué rumbo tomar. De
ahí que el curso de su vida sea impredecible; nadie puede
escribir su autobiografía por anticipado.

¿Será acaso el hombre, que tan especial situación ocupa en


el reino del ser, un paria del orden universal? ¿Un proscri-
to? ¿Un aborto de la naturaleza? ¿Un resto de hilo caído del
telar de la naturaleza y que fue luego retorcido de extraña
manera? La astronomía y la geología nos han enseñado a
desdeñar la arrogante vanidad del hombre. Pero aun sin
contar con la astronomía y la geología, sin duda el salmis-
ta se sintió oprimido por una sensación de insignificancia
cuando formuló la sombría pregunta:

Cuando veo Tus cielos, obra de Tus dedos;


La luna y las estrellas que Tú formaste;
¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria,
y el hijo del hombre para que lo visites?
(Salmos 8:3-4)

222 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Sin embargo , si el valor y la posición del hombre en el Uni-


verso han de definirse como uno dividido por el infinito,
entendiendo como infinito el número de seres que pueblan
el Universo, si hombre = 1/∞, ¿cómo explicaremos el hecho
de que ese hombre infinitesimal sea obviamente el único
ser de este planeta capaz de formular tal ecuación?

La hormiga jamás se siente abrumada de asombro, ni la


estrella se considera a sí misma una nulidad. Inmenso es el
alcance de la astronomía y la geología, mas ¿qué es la astro-
nomía sin el astrónomo? ¿Y qué la geología sin el geólogo?

Si tuviéramos que caracterizar a un individuo como Wi-


lliam Shakespeare valiéndonos de una vara de medir, se-
guramente usaríamos la descripción de Eddington de la
posición del hombre en el Universo y diríamos que la me-
dida de Shakespeare se halla casi exactamente a medio ca-
mino entre la de un átomo y una estrella. Para determinar
su existencia vegetativa es importante saber, por ejemplo,
que el hombre está formado por cien millones de células.
Sin embargo, para avaluar la esencia del hombre –única
que explica su ansiedad de avaluar su existencia– debemos
dilucidar qué hay de único y singular en él.

Si reflexionamos acerca del infinito Universo, quizás nos


resignemos a la trivial condición de nulidades. Empero, en
cuanto ahondamos nuestra reflexión, descubrimos que el
universo del sentido no sólo nos rodea y nos sustenta. El
hombre es una fuente de inmenso sentido, no sólo una gota
en el océano del ser.

La especie humana es demasiado poderosa, demasiado pe-


ligrosa para ser un mero juguete o capricho del Creador.
Es indudable que el hombre representa algo singular en el
gran cuerpo del Universo: una excrecencia, por decirlo así,
una masa anormal de tejido que no sólo estableció una in-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

teracción con otras partes del cuerpo sino que, en alguna


medida, consiguió modificar la situación de aquellas. ¿Cuál
es su índole y función? ¿Se trata de una masa maligna, de
un tumor, o está previsto para actuar como cerebro del
Universo?

Por momentos la especie humana manifiesta síntomas de


malignidad, y de no ponerse coto a su crecimiento puede
llegar a destruir todo el cuerpo en aras de su propia expan-
sión. En términos de tiempo astronómico, nuestra civili-
zación está en la infancia. La expansión del poder humano
apenas ha comenzado y lo que el hombre haga con su poder
podrá salvar o bien destruir nuestro planeta.

Acaso la tierra tenga poca significación dentro del infinito


Universo. Pero si alguna posee la llave para penetrar en ella
está en manos del hombre. Pues hay una cosa que el hom-
bre ciertamente parece poseer: una capacidad ilimitada e
impredecible para el desarrollo de un universo interior.
Hay en su alma más potencialidad que en cualquier otro
ser conocido. Miremos a un niño y tratemos de imaginar la
multitud de acontecimientos que habrá de engendrar. Un
niño llamado Bach tuvo el poder suficiente para fascinar
a sucesivas generaciones. En cambio, ¿hay alguna poten-
cialidad que podamos celebrar o alguna sorpresa que po-
damos esperar en un ternero o en un potro? En verdad, la
esencia del hombre no radica en lo que es, sino en lo que es
capaz de ser.

EN LA OSCURIDAD DE LA POTENCIA

Sin embargo, la oscuridad de la potencia es el vivero de la


ansiedad. Siempre hay más de una senda que podemos to-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

mar y estamos forzados a ser libres –somos libres en contra


de nuestra voluntad– y a tener la audacia de elegir, aunque
rara vez sepamos cómo o por qué. Nuestros fracasos re-
lumbran como reflectores a lo largo del camino y lo bueno
yace bajo tierra. Somos minoría en el vasto dominio del ser,
y dada nuestra facultad de adaptación con frecuencia tra-
tamos de unirnos a la multitud. Somos minoría dentro de
nuestra propia naturaleza, y en la zozobra y la lucha de las
pasiones muchas veces optamos por envidiar a la bestia.
Nos comportamos como si el reino animal fuese nuestro
paraíso perdido, al que tratamos de retornar en busca de
momentos deliciosos, en la creencia de que la felicidad con-
siste en el estado animal. Sentimos una perpetua añoranza
de asemejarnos a la bestia, una nostálgica admiración por
el animal que llevamos dentro. Dijo un científico contem-
poráneo: “La mayor tragedia del hombre ocurrió cuando
dejó de andar en cuatro patas y se segregó del mundo ani-
mal al adoptar la posición erecta. Si el hombre hubiese se-
guido caminando horizontalmente y los conejos hubiesen
aprendido a caminar verticalmente, muchos de los males
del mundo no existirían”.

ENTRE DIOS Y LAS BESTIAS

Hay una continuidad del hombre tanto con el resto de la


naturaleza orgánica como con la infinita efusión del espíri-
tu de Dios. Como minoría que es en el dominio del ser, se
halla ubicado en algún punto entre Dios y la bestia. Incapaz
de vivir solo, debe comulgar con alguno de los dos.

Tanto Adán como las bestias fueron bendecidos por el Se-


ñor, pero al hombre se le encomendó también conquistar
la tierra v dominar a la bestia. El hombre se ve constante-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

mente enfrentado con la opción de escuchar a Dios o a la


serpiente. Siempre es más fácil envidiar a la bestia, venerar
a un tótem y dejarse dominar por él que aguzar los oídos
para escuchar la Voz.

Nuestra existencia se columpia entre la animalidad y la di-


vinidad, entre aquello que es más y aquello que es menos
que la humanidad: abajo está la evanescencia, la futilidad;
arriba, la puerta abierta del erario divino donde atesora-
mos la moneda valiosa y genuina de la piedad y el espíri-
tu, los restos inmortales de nuestra vida mortal. Estamos
constantemente en los engranajes de la muerte, pero tam-
bién somos los contemporáneos de Dios.

El hombre es “un poco menos que los ángeles” (Salmos


8:5) y un poco superior a las bestias. Como un péndulo, os-
cila entre la acción combinada de la gravedad y el impulso,
entre la gravitación del egoísmo y el impulso de lo divino,
de una visión contemplada por Dios en la oscuridad de la
carne y la sangre. No logramos comprender el sentido de
nuestra existencia cuando desechamos nuestro compromi-
so con esa visión. Empero, sólo ojos vigilantes y fortificados
contra el encandilamiento y lo superficial son aun capaces
de percibir la visión de Dios en la noche del alma sacudida
por el horror de la locura , la falsía, el odio y la malignidad
de los hombres. En razón de su inmenso poder, el hombre
es potencialmente el más perverso de los seres. A menudo
experimenta una pasión por los actos de crueldad, que sólo
el temor de Dios es capaz de mitigar; sofocantes oleadas de
envidia que sólo el aire de lo sagrado es capaz de disipar.

Si el hombre no es más que humano, es menos que huma-


no. El hombre es apenas una breve, crítica etapa entre lo
animal y lo espiritual. El suyo es un estado de constante
fluctuación, un constante ascenso y descenso. La condición

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

humana inalterable no existe. El hombre emancipado aún


está por nacer.

El hombre es más de lo que es para sí mismo. Aunque li-


mitado en su razón y maligno en su voluntad, se halla no
obstante en una relación con Dios a la que puede traicio-
nar, pero que no puede cortar y que constituye el sentido
esencial de su vida. El hombre es el nudo que entrelaza al
cielo con la tierra.

Cuando nos dejamos llevar por la alegría de actuar como


nos place, respondiendo a cualquier deseo, aceptando cual-
quier oportunidad de actuar que el cuerpo reciba compla-
cido, nos sentimos perfectamente satisfechos de andar en
cuatro patas. Hay, sin embargo, en la vida de todos noso-
tros, momentos en los que comenzamos a preguntarnos si
los placeres del cuerpo o los intereses del yo han de ser la
perspectiva desde la cual debemos tomar todas nuestras
decisiones.

MÁS ALLÁ DE NUESTRAS NECESIDADES

A despecho de las delicias que se hallan a nuestro alcan-


ce, nos negamos a traficar con nuestra alma a cambio de
recompensas egoístas y a vivir del producto sin remordi-
mientos. Ni siquiera quienes han perdido su capacidad de
compasión han perdido su capacidad para horrorizarse por
su imposibilidad de sentir compasión. Aunque el techo se
haya venido abajo, todavía las almas penden de un hilo de
horror. De tanto en tanto cada uno de nosotros procura en-
juiciar su propia vida. Aun quienes han disipado su visión
de la virtud no dejan de sentir horror al mal. A través del
asco y del desaliento luchamos para llegar a comprender

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

que vivir de necesidades egoístas equivale a matar lo que


aún permanece vivo en nuestro desaliento. Hay una sola
manera de fumigar el aire nocivo de nuestro mundo: vi-
vir por encima de nuestras necesidades e intereses. Somos
carnales, codiciosos, egoístas, vanos, y vivir en aras de inte-
reses generosos significa vivir por encima de nuestros me-
dios. ¿Cómo podemos ser más de lo que somos? ¿Dónde
encontrar recursos que proporcionen a nuestra alma un
excedente que no poseemos? Vivir por encima de nuestras
necesidades significa ser independiente de las necesidades
egoístas. ¿Pero cómo puede el hombre liberarse del círculo
de su propio yo?

La posibilidad de eliminar el interés egoísta depende en úl-


tima instancia de la naturaleza del yo; más que psicológica,
es una cuestión metafísica. Si el yo existe sólo para sí mis-
mo, tal independencia no es posible ni deseable. Semejante
posibilidad sólo puede afirmarse tomando como punto de
partida que el yo no es el eje, sino un rayo de la rueda, que
no es su propio comienzo ni su propio fin.

El hombre es sentido, pero no su propio sentido. Ni siquie-


ra conoce su propio sentido, pues un sentido no sabe cuál
es su sentido. El yo es una necesidad, pero no su propia
necesidad.

Todas nuestras experiencias son necesidades y se esfuman


una vez satisfechas éstas. Pero también es cierto que nues-
tra existencia es una necesidad. Estamos hechos del paño
del que están hechas las necesidades y nuestra pequeña
vida se halla ceñida por una voluntad. Lo perdurable en
nuestra vida no es ni la pasión ni el deleite, ni la alegría ni
el dolor, sino la respuesta a una necesidad. Lo duradero en
nosotros no es nuestra voluntad de vivir. Nuestras vidas
son necesarias, son una necesidad que satisfacemos vivien-

228 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

do. Vivir no es nuestro deseo, sino nuestra respuesta a esa


necesidad; es un consentimiento, no un impulso. Nuestras
necesidades son temporales; nuestra condición de ser ne-
cesarios es perdurable.

¿QUIÉN NECESITA AL HOMBRE?

Comenzamos nuestra indagación con la pregunta del hom-


bre individual –¿cuál es el sentido del hombre individual?–
y establecimos su singularidad en función de las inmensas
potencialidades que tiene dentro de sí y de las que cobra
conciencia al experimentar necesidades. Señalamos tam-
bién que el hombre no encuentra la felicidad utilizando sus
potencialidades para la satisfacción de sus propias necesi-
dades; que su destino es ser una necesidad.

¿Pero quién tiene necesidad del hombre? ¿La naturaleza?


¿Acaso necesitan las montañas nuestros poemas? ¿O se es-
fumarían las estrellas si los astrónomos cesaran de exis-
tir? La tierra puede arreglárselas sin la ayuda de la especie
humana. La naturaleza abunda en medios para satisfacer
todas nuestras necesidades, salvo una: la necesidad de ser
necesarios. En el silencio imperturbable de la naturaleza el
hombre es como la mitad de una frase y todas sus teorías
son como puntos suspensivos que indican su aislamiento
dentro de su propio yo.

A diferencia de todas las demás necesidades, la necesidad


de ser necesario es un empeñarse en dar satisfacción, no en
obtenerla. Es el deseo de satisfacer un deseo trascendente,
el anhelo de colmar un anhelo.

Todas las necesidades son unilaterales. Cuando sentimos


hambre necesitamos comida, pero la comida no necesita

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

que la consumamos. Las cosas bellas nos atraen, sentimos


necesidad de percibirlas, pero ellas no necesitan que las
percibamos. Es en esa unilateralidad donde se halla apri-
sionado casi todo nuestro vivir. Si examinamos una men-
talidad media, comprobaremos que se halla dominada por
el esfuerzo de cortar la realidad a la medida del ego, como
si el mundo existiese para el placer del propio ego. Todos
nosotros mantenemos más relaciones con las cosas que
con las personas, y aun en nuestro trato con las personas
nos conducimos con ellas como si fuesen cosas, instrumen-
tos, medios a utilizar para nuestros propios fines egoístas.
Cuán pocas veces encaramos a una persona en tanto perso-
na. Todos estamos dominados por el deseo de apropiarnos
y de poseer. Sólo un ser libre sabe que el verdadero sentido
de la existencia se experimenta al dar, al otorgar, al relacio-
narse con una persona cara a cara, al satisfacer las necesi-
dades de otra gente.

Cuando advertimos el excedente de lo que vemos por so-


bre lo que sentimos, la mente se muestra evasiva y hasta el
corazón se siente incompleto. ¿Por qué nos sentimos insa-
tisfechos con un mero vivir por vivir? ¿Quién ha puesto en
nosotros la sed de algo que es más que la existencia?

Lo inefable nos rodea por doquier; nuestra familiaridad


con la realidad es un mito. En lo más recóndito de nuestra
alma sabemos que aun la belleza es una aleación mezcla-
da con el metal genuino de la eternidad. No hay ni tierra
ni cielo, ni primavera ni otoño; sólo hay una pregunta, la
eterna pregunta de Dios al hombre: ¿Dónde estás tú? La
religión comienza con la certeza de que se nos pide algo,
de que hay fines que necesitan de nosotros. A diferencia
de todos los demás valores, los fines morales y religiosos
despiertan en nosotros un sentido de obligación. Más que
como objetos de percepción, se presentan como tareas por

230 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

cumplir. Así pues, la vida religiosa consiste en servir a fines


que tienen necesidad de nosotros.

El hombre no es un espectador neutral del drama cósmi-


co. Hay en nosotros más afinidad con lo divino de lo que
creemos. Las almas de los hombres no son fuegos artificia-
les producidos por la combustión de los elementos explo-
sivos de la naturaleza, sino velas del Señor encendidas en
el camino cósmico, y cada alma le es indispensable a Él. El
hombre es necesario: es una necesidad de Dios.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

21. El problema de los


fines

NECESIDADES BIOLÓGICAS Y CULTURALES

Al atribuirles a las necesidades un papel considerable en


la génesis de las experiencias artísticas y religiosas y de los
juicios morales, somos proclives a sobreestimar la impor-
tancia de aquellas y a suponer que todos los ideales que
conocemos o acariciamos son proyecciones de nuestras
propias necesidades; que los actos de justicia y las creacio-
nes estéticas son cristalizaciones de intereses –tal como los
ceniceros, los cordones para zapatos o los tubos fluorescen-
tes– y que su valor radica en el hecho de ser deseables.

Si examinamos nuestro problema desde más cerca, nos re-


sultará evidente que existe una diferencia estructural entre
las necesidades biológicas[39] y las culturales. En el primer
caso la necesidad –o la demanda– crea la oferta; en el se-
gundo, la oferta crea la necesidad. El “interés” que mani-
fiesta la sociedad por el arte creador puede proporcionar a
los artistas la posibilidad física de producir, pero ese “inte-
rés” en sí mismo no produce arte. ¿Acaso realizó Van Gogh
su obra en respuesta a la demanda de eventuales compra-
dores o al entusiasmo de sus admiradores? ¿O bastó nues-
tro deseo de ver nacer a un nuevo Shakespeare capaz de
expresar la tensión de nuestra época para hacer surgir el

39  Distintas de las necesidades artificiales: véase cap. 17.

232 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

genio? Sin embargo, seguimos aferrándonos a la teoría de


que el arte es producto de una necesidad: la necesidad de
expresarse del artista o la necesidad social de disfrutar la
creación artística.

EL MITO DE LA AUTOEXPRESIÓN

Analicemos el proceso del placer que nos produce el arte.


En un primer enfoque podríamos interpretarlo equivoca-
damente, considerándolo motivado por la necesidad de
hallar una expresión para sentimientos latentes en nuestra
alma. Ello implicaría que una obra de arte no podría pro-
ducirnos una emoción si ya no la hubiéramos experimenta-
do en la vida real; que no seríamos capaces de responder a
un motivo si ya no lo hubiésemos registrado –aun cuando
sólo fuese vagamente– en nuestro propio corazón.

Lo cierto es que no recurrimos al arte para gratificar inte-


reses y sentimientos, sino para promoverlos. Una obra de
arte nos hace conocer emociones que nunca antes había-
mos sentido. A menos que nos sorprenda, la obra de arte
nos aburre. Las grandes obras no se limitan a satisfacer ne-
cesidades, sino que las generan al brindar al mundo nuevos
anhelos. Al expresar cosas que ni siquiera habíamos adver-
tido, las obras de arte inspiran nuevas metas, hacen surgir
visiones imprevistas.

¿Acaso se origina el acto creador del artista en su necesidad


de expresarse? Es obvio que el artista dedicado a satisfa-
cer su necesidad personal tiene poco peso para la sociedad.
Su obra se torna importante para el mundo cuando en el
proceso de expresión el artista logra cumplir fines que son
importantes para los demás. Si Honoré de Balzac sólo se

www.seminariorabinico.org 233
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

hubiese interesado por satisfacer su deseo de dinero y pres-


tigio, sus logros sólo habrían tenido importancia para él
mismo y para nadie más. Su significación se hizo universal
cuando consiguió crear tipos y situaciones cuya pertinen-
cia poco tenía que ver con las necesidades personales del
autor.

El secreto de una personalidad creativa no radica en la ne-


cesidad ciega de autoexpresión. Sólo quien no tiene nada
que decir alardea de su imperiosa necesidad de expresarse.
Es preciso que haya algo que requiera ser expresado; una
emoción, una visión, un fin que provoca la necesidad de
expresarlo. El fin es el número básico, la necesidad no es
más que el coeficiente.

FINES Y NECESIDADES

La vida humana se compone de necesidades, tal como una


casa se compone de ladrillos. Sin embargo, una acumula-
ción de necesidades no es una vida, como tampoco es una
casa un montón de ladrillos. La vida como totalidad está
ligada con un propósito, con un fin. Verdad es que a dife-
rencia de una casa, el hombre es más que un medio para un
fin; no obstante, es su relación con los fines, su capacidad
para comprender que una vida sin fines no merece vivirse,
la que parecería definir la condición peculiar de su exis-
tencia. Es rasgo distintivo del hombre preocuparse de los
fines, no sólo de las necesidades.

Las necesidades son correlativas: son esfuerzos destinados


a conseguir o mantener fines; funciones de una finalidad,
más que una mera efusión de causas. Definir las necesida-
des sin referirlas a los fines y valores a los que apuntan es

234 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

como suponer que existen percepciones normales sin obje-


tos percibidos. Las necesidades son la relación del hombre
con los valores y los fines. Interesarse es tornarse conscien-
te de esa relación.

Los fines son requerimientos a menudo independientes de


las necesidades. Así como nuestro sentido de percepción
no crea, sino que únicamente registra las cosas percibidas,
también el sentimiento de necesidad es sólo la respuesta
interna dirigida a un fin objetivo. Los sentimientos, las per-
cepciones, son nuestros; los fines, las cosas, son del mun-
do; y el mundo es del Señor.

La moral y la religión no nacen como sentimientos dentro


del hombre, sino como respuesta a metas y situaciones que
se hallan fuera de él. Siempre juzgamos y determinamos
que algo es bueno o malo en relación con una situación ob-
jetiva, y el hombre dice que sí a Dios en respuesta a lo que
está más allá de lo inefable.

El hombre libre no se ve a sí mismo como un repositorio de


necesidades fijas, sino que considera su propia vida como
una orientación hacia objetivos. Tener una meta en vista,
dirigirse hacia ella y ampliarla sin cesar, son las caracterís-
ticas de la vida civilizada. Es típico del libertino ajustar sus
fines a sus necesidades egoístas y hallarse siempre dispues-
to a allanarse a sus necesidades. No es difícil, por cierto,
enseñarle a cualquiera a tener necesidades y gratificarse
con costosos manjares, ropas o toda otra cosa que satisfaga
sus gustos o apetitos. Empero, los hombres libres no obe-
decen ciegamente a las necesidades sino que, después de
pesar y comparar sus relativos méritos, procuran satisfacer
aquellas que contribuyen a afianzar y enriquecer los valo-
res elevados. Dicho de otro modo: sólo aprueban las nece-
sidades que sirven para el logro de fines nobles. No dicen:

www.seminariorabinico.org 235
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

“Las necesidades justifican los fines”, sino por lo contra-


rio: “Los fines justifican las necesidades”. Para ser capaces
de renunciar a una necesidad en aras de otra, o en aras de
principios morales, estéticos o religiosos, deben ser, en al-
guna medida, independientes de las necesidades.

El fatalismo psicológico según el cual sólo existe un cami-


no, un camino animal, es una falacia paralizante a la que
jamás se someterá el espíritu del hombre. La mente no es
un repositorio de ideas fijas, sino más bien una orientación
hacia, o una perspectiva desde la cual el mundo es apre-
hendido. De igual modo, tampoco es el alma una esclava de
las necesidades, que vive sometida a la fascinación hipnóti-
ca de necesidades predeterminadas.

Hay mucho más que una sola finalidad en el itinerario de


cualquier vida; algunas son estaciones en la ruta; otras, en
cambio, desvíos que confunden nuestro rumbo. Nuestros
ojos ciegos no ven la meta principal, y generalmente nos
descarriamos en pos de fines egoístas o mezquinos, imi-
tando modelos que nos agradan, y así tejemos la telaraña
de las necesidades entrelazando desaprensivamente hábi-
tos y deseos. Muchos son los elementos de la civilización
que sirven para dar estabilidad, o incluso exaltar las metas
competitivas, en lugar de contribuir al esclarecimiento y el
logro de fines espirituales. Movidos por la voluntad de vi-
vir encubrimos el asesinato, y en nuestro afán de satisfacer
ambiciones egoístas no nos arredra caer en la injusticia.

EL ERROR DE LA PAN-PSICOLOGÍA

Tal como en la Edad Media las ciencias eran consideradas


ancillae theologíae, en la actualidad se sostiene que los

236 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

problemas de la metafísica, la religión, la ética y el arte son


en esencia problemas de psicología. Existe una tendencia a
la que nos gustaría denominar pan-psicología. Dicha ten-
dencia proclama a la psicología capaz de explicar el origen
y desarrollo de las leyes, principios y valores de la lógica, la
religión y la ética, reduciendo tanto la forma como el con-
tenido del pensamiento y la conducta a procesos psíquicos
subjetivos, a impulsos y funciones del desarrollo psíquico.

El error de este punto de vista radica en el hecho de que


confunde los valores, leyes o principios con el contexto psí-
quico en el cual llegan a nuestra atención. Es falaz identifi-
car el contenido del conocimiento con las reacciones emo-
cionales que acompañan su adquisición, o los conceptos
con funciones mentales. Nuestra afirmación o negación de
una conclusión, nuestro decir sí o no a una idea, es un acto
en el que pretendemos hacer valer la verdad sobre la base
de la fuerza lógica o de la certidumbre intuitiva. Precisa-
mente, es nuestra inmunidad a la emoción la que sustenta
nuestra pretensión de conocer la verdad.

También el pan-psicólogo alberga esa pretensión. A fin de


clasificar, interpretar y tornar inteligibles las leyes, debe
aplicarlas a los vagos, diversos y caóticos procesos psico-
lógicos. Sin embargo, para que esas leyes tengan validez
universal, es preciso que se las pueda defender en térmi-
nos lógicos y epistemológicos; tienen que ser categorías;
no pueden ser, también ellas, procesos psíquicos. De otro
modo serían un mero tema adicional susceptible de análisis
psicológico y carecerían de valor cognitivo. ¿No estamos,
entonces, obligados a admitir que existen actos cognitivos
cuya validez es independiente de los impulsos?

Desde el punto de vista de la pan-psicología deberíamos


negarlo. No obstante, tenemos tan poco derecho a decir que

www.seminariorabinico.org 237
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

las categorías lógicas son producto de los impulsos como a


afirmar que los impulsos son producto de las categorías.
Las categorías son hechos de la conciencia humana, que
nos son dados de manera tan innegable como los impulsos.
De hecho, parecería que dependemos en mayor medida de
las categorías para la comprensión de los impulsos, que de
éstos para la plasmación de nuestras categorías.

LA CONCIENCIA DEL BIEN Y DEL MAL

El bien y el mal no son conceptos psicológicos, aun cuando


las formas en que se los comprende se vean afectadas por
las condiciones psicológicas de la personalidad humana, tal
como las formas particulares en que se materializan están
determinadas muchas veces por las condiciones históricas,
políticas y sociales. Sin embargo, el bien y el mal como tales
no denotan funciones del alma o de la sociedad, sino metas
y fines y son, en su esencia, independientes de la cadena·
psíquica de la causalidad[40].

Al obrar con conciencia del bien y del mal o al cumplir con


los preceptos religiosos aun al precio de frustrar sus inte-
reses personales, el hombre no considera su actitud como
mera expresión de un sentimiento; está seguro de reflejar
una necesidad objetiva, de bregar por una meta cuya va-
lidez es independiente de su propia inclinación. Frente a
este hecho empírico, ¿deberemos condenarlo como una
racionalización de deseos, o decir más bien que nuestras
teorías acerca de la relatividad de todas las metas morales
resultan de una declinación temporalmente condicionada
de la atención a las metas últimas?

40  Véase cap.12.

238 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Por supuesto, la conciencia de necesariedad del hombre no


prueba que las formas particulares en que él procura al-
canzar sus fines morales o religiosos sean absolutamente
válidas. Sin embargo, el hecho de que posea esa conciencia,
puede servir como índice de su compromiso de luchar por
fines válidos. La concepción que el hombre tiene de esos
fines está sujeta a cambios; el hecho de hallarse compro-
metido perdura por siempre.

Naturalmente, las acciones morales pueden explicarse por


motivaciones egoístas. En tanto ser social, el bienestar de
un individuo depende del bienestar de todos los demás
miembros del grupo. En consecuencia, todo servicio que
se extienda más allá de los confines de mis necesidades
directas constituiría una inversión en mi propio bienestar
personal. El altruismo sería así un egoísmo enmascarado, y
los actos morales no se diferenciarían del generoso servicio
que cualquier comerciante inteligente presta a sus clientes.
El sacrificio de mis propios intereses en bien de otro hom-
bre sería apenas otro ejemplo de un ejercicio mediante el
cual me niego a mí mismo la satisfacción de algunas nece-
sidades a fin de obtener la satisfacción de otras. Mi única
obligación moral consistiría entonces en adaptar mi con-
ducta a los intereses de otras personas en la medida en que,
en última instancia, convenga a mis propios intereses.

Sin embargo, lo que constituye la conciencia del bien y del


mal, de lo correcto y lo incorrecto, es la exigencia de que
la motivación de mi acto no ha de ser mi propio beneficio,
la exigencia de obrar bien aun cuando ello no represente
una ventaja para mí. La conveniencia de una buena acción
puede servir como incentivo para cumplir una obligación
moral, pero por cierto ambas no son idénticas.

www.seminariorabinico.org 239
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

EL ARMA SECRETA DE DIOS

La vida del hombre no está impelida sólo por una fuerza


centrípeta que gira alrededor del ego, sino también por
fuerzas centrífugas que la alejan del centro-ego. Sus actos
no se dirigen sólo a su propio interés, sino que lo trascien-
den.

Aun cuando va en pos de fines personales, el hombre se


ve a menudo compelido a sancionar o promover valores
universales. Es como si el hombre estuviese sometido al
mandato de emplear sus aptitudes en empresas desintere-
sadas, mandato que está obligado a respetar y al que no
puede desobedecer sin sufrimiento. Ese mandato no es el
producto sino el origen de la civilización. La vida civilizada
es resultado de ese apremio, de esa compulsión a extender
nuestros esfuerzos más allá de las necesidades inmediatas,
más allá de las metas individuales, tribales o nacionales.

El anhelo de fundar una familia, de servir a la sociedad o


de dedicarse al arte o a la ciencia puede originarse muchas
veces en el deseo de satisfacer nuestros propios apetitos o
ambiciones. Aun así, vista desde el atalaya de la historia,
la utilidad egoísta de los actos necesarios, la posibilidad
de considerarlos como un instrumento para el logro de las
propias metas personales, es el arma secreta de Dios en su
lucha con la insensibilidad del hombre.

Con frecuencia experimentamos la falsa alegría de creer


que los demás nos sirven, cuando en verdad somos noso-
tros los que servimos a los demás. Nuestra mente indivi-
dual no es la medida del sentido de las cosas. ¿Para quién
trabaja el que planta un árbol? Para generaciones venide-
ras, para rostros que nunca ha visto. Los dos ejes coorde-
nados; la abscisa es el hombre, la ordenada es Dios. Todo lo

240 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

que el hombre le hace al hombre también se lo hace a Dios.


Para quienes están atentos a Aquel que está más allá de lo
inefable, la relación de Dios con el mundo es una cosa viva,
una consecuencia absoluta del ser, la esencia última de la
realidad, vigente aun si en este momento nadie la percibe
ni la reconoce y cuya validez no disminuye por la acción de
quienes la rechazan o la traicionan.

El bien, la acción moral, es un fin que excede nuestra ex-


periencia de las necesidades. Está fuera del alcance de una
emoción percibir en forma adecuada la suprema grande-
za del fin moral; nuestros esfuerzos para expresarla están
condicionados por las limitaciones de nuestra índole. Y sin
embargo, la visión de esa grandeza absoluta no siempre se
pierde. Al estudiar la historia de los intentos que hizo el
hombre para cumplir el fin moral, no debemos confundir
su visión con su interpretación. La comprensión del hom-
bre acerca de qué es lo bueno y qué es lo malo varió a lo
largo de los siglos, mas la conciencia de que existe una dis-
tinción entre el bien y el mal es permanente y universal. Al
formular leyes, el hombre suele andar a tientas y no logra
encontrar formas adecuadas de poner en ejecución la jus-
ticia o conservar en todo momento una clara comprensión
de su significado. Pero aun cuando su visión se esfuma, no
pierde del todo la noción de lo que alguna vez estuvo ante
sus ojos. Sabe que la justicia es una norma a la que deben
ajustarse sus leyes para merecer el nombre de justicia. No
conocemos ninguna tribu, ningún código que sostenga la
bondad del odio o la hostilidad entre los hombres. La jus-
ticia es algo que todos los hombres son capaces de estimar.

A fin de mantener viva esa visión debemos tratar de con-


servar y acrecentar nuestro sentido de lo inefable, de re-
cordar constantemente que nuestra tarea está por encima
de nuestra voluntad y de mantener encendida nuestra cer-

www.seminariorabinico.org 241
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

tidumbre de que vivimos en la gran fraternidad de todos


los seres, en la cual todos somos iguales frente a lo último.
El acatamiento al ego deja de ser nuestra preocupación ex-
clusiva, pues otro problema ocupa nuestra atención: cómo
cumplir lo que se nos pide.

El Universo no es un objeto abandonado y sin dueño, la


vida no es un derrelicto. El hombre no es el señor del Uni-
verso; ni siquiera es dueño de su propio destino. Nuestra
vida no nos pertenece; es una posesión de Dios. Y es esa
posesión divina la que la convierte en una cosa sagrada.

Lo que hemos dicho sobre la justicia se aplica igualmente


a la religión. No es el propio corazón del hombre piado-
so la fuente de la luz que le hace ver sus simples palabras
transformadas en signos de la eternidad. No son manos las
que construyen la ciudadela en la que se refugia el hombre
piadoso cuando todas las torres tambalean. La realidad de
lo sagrado no depende de su voluntad de creer. La religión
no gobernaría el corazón si fuera simplemente un logro de
la mente del hombre o un producto de sus sentimientos.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

22. ¿Qué es la religión?

CÓMO ESTUDIAR LA RELIGIÓN

La mente analítica se enfrenta con la perpetua tentación


de clasificar la religión bajo estrictos encabezamientos, de
sellar sus hechos con etiquetas preconcebidas, como si la
realidad tuviese que adaptarse a las cómodas marcas de
fábrica de nuestras teorías, como si lo que no puede por
comparación rotularse como mana, tabú, tótem o cosas se-
mejantes, tuviese que ser ignorado y negado. Así también
todo acto de fe particular, todo ritual, es analizado como si
se tratara de una cuenta bancaria, de un asunto de cálculo
en el que cada detalle es explicable y cada transacción es
una operación computable.

Habiendo logrado un supremo apartamiento crítico de su


tema, algunos estudiosos aplican a la religión un método
paleontológico, como si se tratara de un fósil arrancado a
la roca o de una planta traída de tierras exóticas por algu-
na expedición. De hecho, cuando se la extrae de las pro-
fundidades de la piedad, la religión existe sobre todo como
simbiosis con otros valores como la belleza, la justicia o la
verdad.

Algunos estudiosos de la religión operan con categorías


incorporadas por los observadores antropológicos de los
rituales y credos primitivos, como si el carácter total, la ín-
dole genuina de la humanidad se revelara en su etapa pri-
mitiva. Al parecer esos eruditos se guían por una doctrina

www.seminariorabinico.org 243
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

que glorifica al hombre prístino, que era natural y no esta-


ba viciado por los artificios de la vida civilizada. En conse-
cuencia, se empeñan en entender a los profetas en función
del salvaje.

Uno de los principios básicos de la antropología clásica


sostenía que en la sociedad primitiva la actividad espon-
tánea del individuo no tenía cabida, que eran siempre las
presiones sociales las que imponían al individuo sus pen-
samientos y acciones. Es ese principio el que sustenta la
teoría sociológica según la cual la sociedad, sus exigencias
y sus instintos de supervivencia serían la causa mística de
la religión.

Ese principio ha sido descartado por la antropología actual,


la que afirma que aun en los estadios primarios de la civi-
lización el individuo no se hallaba totalmente oprimido. A
nosotros nos parece obvio que las grandes ideas nacieron a
pesar de la presión social, a pesar de la circunstancia. Moi-
sés tuvo que lidiar no sólo con el Faraón sino con su propio
pueblo. Fue preciso imponer la prohibición de hacer ima-
gen de Dios a las masas que clamaban por un becerro de
oro. La esencia de la religión está fuera del alcance de la
sociología.

La psicología de la religión, por su lado, idealizando a in-


formantes neutrales e indiferentes, pretende llegar a una
comprensión de la religión mediante cuestionarios some-
tidos a grupos típicos, o adoptando como perspectiva de
criterio los puntos de vista y la mentalidad de una persona
corriente. ¿Pero acaso puede la falta de prejuicio compen-
sar la carencia de visión? ¿Acaso la indiferencia es igual a
la objetividad?

¿Cómo llegamos a una concepción correcta de la historia


o la astronomía? No nos dirigimos al hombre de la calle,

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

sino a quienes dedican su vida a la investigación, a quienes


están educados en el pensamiento científico y han asimi-
lado todos los datos disponibles acerca del tema. De igual
modo, para lograr una concepción adecuada de la religión
debemos recurrir a aquellos cuya mente se inclina hacia lo
espiritual, aquellos cuya vida es religión y que son capaces
de discernir entre verdad y felicidad, entre espíritu y emo-
ción, entre fe y confianza en sí mismo.

Desde el punto de vista de una mente para la cual la


enigmática sacralidad de la religión no es una certeza
sino un problema, mal podemos esperar más que una
comprensión superficial, una vislumbre lejana de lo que
para el hombre piadoso es una presencia imperativa y
una realidad irresistible.

Los expertos en religión corren el riesgo de parecerse al


proverbial estudiante de yeshivá que afirmaba compren-
der y dominar todas las artes. Cuando se le preguntó si sa-
bía nadar, contestó: “No sé nadar, pero entiendo la nata-
ción...”.

Encontramos una situación similar entre quienes se dedi-


can a la versificación y son especialistas en métrica. Se va-
naglorian de una pericia que es un don natural en el poeta
de talento. A diferencia de los expertos, el poeta, aunque
sabe componer versos perfectos, quizá no sepa enseñar la
teoría de la versificación. En cambio, con una ligera señal
es capaz de enseñar a alguien que, como él, esté natural-
mente dotado. Así las palabras del hombre piadoso encien-
den una chispa en el alma de aquel que está abierto a la
religión, chispa que en su corazón se convierte en llama
luminosa[41].

41  Iehudá Haleví, Kuzarí V.16.

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¿ES LA RELIGIÓN UNA FUNCIÓN DEL ALMA?

Quienes no pueden liberarse de la idea de que la moral y la


religión son la respuesta personal del hombre a una necesi-
dad egoísta, el resultado de su ansia de seguridad e inmor-
talidad, o el intento de dominar el miedo, no se diferencian
demasiado de quienes suponen que los ríos, como los ca-
nales, fueron construidos por el hombre con fines de na-
vegación. Es cierto que necesidades económicas y factores
políticos enseñaron al hombre a explotar las vías acuáticas.
¿Pero acaso son los ríos como tales producto del ingenio
humano

La mayor parte de la gente da por sentado que alimenta-


mos a nuestro cuerpo a fin de mitigar la mordedura del
hambre, de calmar los nervios irritados de un estómago
vacío. En realidad no comemos porque sentimos hambre,
sino porque la ingestión de comida es esencial para el man-
tenimiento de la vida, al proporcionar la energía necesaria
para las diversas funciones corporales. El hambre es la se-
ñal para la nutrición, la propicia y la regula, pero no es su
verdadera causa. No confundamos el río con la navegación,
la nutrición con el hambre o la religión con el uso que hace
el hombre de ella.

Las teorías psicológicas según las cuales la religión nació


de un sentimiento o una necesidad pasan por alto el hecho
de que semejante causa no posee la eficacia necesaria para
producir religión. No ven, por ejemplo, que el sentimiento
de absoluta dependencia o el miedo a la muerte carecen
por entero de toda calidad religiosa y que por lo tanto su
relación con la religión no puede ser de causa y efecto. Ese
sentimiento puede estimular la receptividad del hombre a
la religión, pero es incapaz de crearla por sí mismo. Puesto
que la auténtica intención religiosa asociada con ese senti-

246 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

miento debe proceder de otra fuente, resulta claro que tales


teorías no llegan al núcleo de la cuestión.

MAGIA Y RELIGIÓN

La esencia de la religión no radica en la satisfacción de una


necesidad humana. Es verdad que el hombre, en su deseo
de explotar las fuerzas de la naturaleza en su propio bene-
ficio, no vacila en obligar a seres sobrenaturales a compla-
cerlo. Pero tales intenciones y prácticas son características
no de la religión, sino de la magia, que es “casi parienta de
la ciencia” y enemiga mortal de la religión, su total contra-
rio.

Si bien es imposible demostrar que en todas partes la ma-


gia precedió a la religión y que, al ponerse de manifiesto su
inherente falsedad, la “era de la magia” dio paso a la “era
de la religión”, la supervivencia de la magia dentro de la re-
ligión es un hecho demasiado evidente como para pasarlo
por alto. El peligro que constituye para la religión fue reco-
nocido en el Pentateuco, donde se la condena con máximo
énfasis como un atroz pecado, así como por los profetas,
que la equiparaban con la idolatría, y por los rabíes, quie-
nes tomaron severas medidas para eliminarla de la vida
judía. Y la lucha hubo de continuar a lo largo de los siglos.

No iba Abraham a sacrificar a su único hijo para satisfacer


una necesidad personal, ni aceptó Moisés el Decálogo para
lograr la felicidad. A decir verdad, el segundo mandamien-
to –“No te harás imagen”– fue un desafío más que una sa-
tisfacción para las “necesidades religiosas” de mucha gente
a través del tiempo. Los profetas no estaban dispuestos a
complacer ni a adaptarse a los sentimientos populares. Po-

www.seminariorabinico.org 247
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

demos caracterizar a la religión profética como lo exacta-


mente opuesto al oportunismo.

Definir la religión primordialmente como una búsqueda de


satisfacción o salvación personal es practicar una magia re-
finada. Mientras el hombre ve en la religión la satisfacción
de sus propias necesidades, una garantía de inmortalidad o
un recurso para proteger a la sociedad, no es a Dios a quien
sirve, sino a sí mismo. Cuanto más alejada del ego, más real
es Su presencia. No hay forma más segura de no encontrar
a Dios que pensar que Él es la respuesta a una necesidad
humana, como si no sólo los ejércitos, las fábricas y el cine,
sino también Dios, tuviesen que complacer al ego.

Siempre hubo gente que pensó que “es conveniente que


haya dioses, y dado que es conveniente, creamos que los
dioses existen” (Ovidio, Ars Amatoria, Libro I, 1.637). Fue
a esa gente a la que se dirigió Amós.

¡Ay del que desea el día del Señor!


¿Para qué deseáis el día del Señor?
Es oscuridad, y no luz.
Como si un hombre huyera de un león
Y se topara con un oso;
Y fuera a la casa y apoyara su mano en la pared
Y lo mordiera una serpiente.
¿No es el día del Señor oscuridad y no luz,
Densas tinieblas y no claridad?
(Amós 5:18-20)

Creer en Dios es luchar por Él, luchar contra todo lo que


se opone a Él en nuestro interior, incluidos nuestros inte-
reses cuando chocan con Su voluntad. Sólo cuando olvida-
mos el ego y comenzamos a amar a Dios, Él se convierte en

248 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

nuestra necesidad, nuestro interés y nuestra preocupación.


Pero el camino hacia el amor pasa por el miedo, para que
no transgredamos Su mandato incondicional, para que no
olvidemos que Él necesita la virtud del hombre.

EL LADO OBJETIVO DE LA RELIGIÓN

Toda investigación nace de una pregunta básica que pone


en movimiento el timón de nuestra mente. Sin embargo,
el número de preguntas disponibles para nuestra inda-
gación es limitado. Son preguntas que se repiten conven-
cionalmente en casi todas las investigaciones científicas.
Como herramientas, van pasando de manos de un erudi-
to a otro a lo largo del tiempo. No miramos el mundo con
nuestros propios ojos, sino a través de los cristales pulidos
por nuestros antepasados intelectuales. Pero nuestros ojos
están fatigados de mirar con anteojos ya usados por otra
generación. Estamos cansados de pasar por alto entes, de
echar apenas una vaga ojeada a su relación con otras co-
sas. Queremos encararnos con la realidad tal como ella es
y no sólo preguntar: ¿Cuál es su causa? ¿Cuál es su rela-
ción con sus fuentes? ¿Con la sociedad? ¿Con motivaciones
psicológicas? Estamos hartos de datar y comparar. Por lo
demás, cuando las preguntas que alguna vez fueron sutiles
y penetrantes se han desgastado, el objeto investigado ya
no reacciona a la indagación. Mucho depende de la fuer-
za impulsora de una pregunta nueva. La pregunta es una
invocación a un enigma, un desafío al objeto examinado,
que provoca la respuesta de éste. Una nueva pregunta es
más que la proyección o la visión de una nueva meta: es el
primer paso dado para alcanzarla. El primer prerrequisito
de la investigación es saber qué queremos saber.

www.seminariorabinico.org 249
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

El hombre moderno rara vez se encara con las cosas tal


como son. Al interpretar la religión nuestra vista se desvía
hacia la vinculación de aquella con varios aspectos de la
vida en lugar de centrarse en su propia esencia y realidad.
Investigamos las relaciones de la religión con la economía,
la historia, el arte, la libido. Preguntamos por su origen y
desarrollo, por sus efectos sobre la vida psíquica, social y
política. Examinamos la religión como si sólo fuese un ins-
trumento, no un ente. Nos olvidamos de preguntar: ¿Qué
es la religión en sí misma? El aspecto objetivo de la religión
queda por lo general en el trasfondo. Lo que emerge en pri-
mer plano con perfiles destacados y en gran tamaño es su
suplemento subjetivo: la respuesta humana. Atendemos al
sonido e ignoramos la campana, nos asomamos a la religio-
sidad y olvidamos la religión, contemplamos la experiencia
y dejamos de lado la realidad que antecede a la experien-
cia. Al procurar entender la religión mediante el análisis
de los sentimientos que despierta nos desviamos del cami-
no hacia su esencia. Es como si tratásemos de aprehender
una obra de arte describiendo la impresión que nos causa
en lugar de captar su valor intrínseco. El valor interior de
una obra de arte subsiste independientemente de la reac-
ción que nos produzca. La esencia de una obra de arte no
es equiparable a la impresión que causa ni medible por ella,
por lo que se refleja en el disfrute del arte. El estrato de la
experiencia interior y el dominio de la realidad objetiva no
están ubicados en el mismo nivel.

LA NEUTRALIDAD NO EXISTE

Restringir el mundo de la fe al dominio del esfuerzo o la


conciencia humana supondría que una persona que se
niega a darse por enterada de la existencia de Dios podría

250 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

aislarse de Él. Pero frente a Dios no hay neutralidad: igno-


rarlo significa desafiarlo. Aun en el vacío de la indiferencia
germina una preocupación, y la amargura de la blasfemia
es la perversión de una consideración por Dios. El mundo
de la fe no es producto de la imaginación ni de la voluntad.
No es un proceso interno, un sentimiento o un pensamien-
to, y no se lo debe ver como un manojo de episodios en
la vida del hombre. Es absurdo suponer que el hombre se
halla ante Dios durante el transcurso de una experiencia o
meditación, o durante la realización de un ritual. La rela-
ción del hombre con Dios no es un episodio. Lo que ocurre
entre Dios v el hombre dura la vida entera.

La religión como institución, el Templo como fin último o,


en otras palabras, la religión por la religión, es idolatría.
Lo cierto es que el mal es inherente a la religión, no sólo al
secularismo. La devoción formal, estrecha, puede ser una
evasión del deber, una acomodación al egoísmo.

La religión es en aras de Dios. El lado humano de la reli-


gión, con sus credos, rituales e instituciones, es un camino,
no una meta. La meta es “hacer justicia, amar la misericor-
dia y caminar humildemente con tu Dios”. Cuando el lado
humano de la religión se torna meta, la injusticia se torna
camino.

LA DIMENSIÓN SAGRADA

Lo que hace surgir la fe no es un sentimiento, un estado de


ánimo, una aspiración, sino un hecho de perenne presencia
en el Universo, algo que es previo al conocimiento y a la ex-
periencia humanos e independiente de ellos: la dimensión
sagrada de toda existencia. El lado objetivo de la religión

www.seminariorabinico.org 251
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

es la constitución espiritual del Universo, los valores di-


vinos conferidos a todo ser y expuestos a la mente y la
voluntad del hombre, es decir, una relación ontológica. De
ahí que el lado objetivo o divino de la religión escape al
análisis psicológico y sociológico.

Todas las acciones no son sólo instrumentos en la inter-


minable serie de causa y efecto; también conciernen y
afectan a Dios, con o sin intención humana, con o sin con-
sentimiento humano. Toda existencia está inserta en la
dimensión de lo sagrado y es imposible concebir nada que
viva fuera de ella. Toda existencia se yergue ante Dios,
aquí y en todas partes, ahora y siempre. No sólo compro-
mete al hombre con Dios un voto, o la conversión, o el pen-
samiento centrado en Él; todos los actos, pensamientos,
sentimientos y sucesos conciernen a Dios.

Así como el hombre vive en el reino de la naturaleza y está


sujeto a sus leyes, así también se encuentra ubicado en la
dimensión sagrada. No puede escapar de sus confines tal
como no puede abandonar la naturaleza. Ni por el pecado
ni por la estupidez, ni por la apostasía ni por la ignoran-
cia puede el hombre arrancarse de la dimensión de lo sa-
grado. No es posible huir de Dios.

LA PIEDAD ES UNA RESPUESTA

Tener fe es entrar conscientemente en una dimensión en


la que habitamos por el hecho mismo de existir. La piedad
es una respuesta, el correlato subjetivo de una condición
objetiva, la conciencia de vivir dentro de la dimensión sa-
grada, la comprensión de que lo que empieza como una ex-
periencia interior del hombre trasciende la esfera humana

252 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

para convertirse en un hecho objetivo, exterior a él. En este


poder de trascender el alma, el tiempo y el espacio, el hom-
bre religioso ve la marca distintiva de los actos religiosos.
Si para nuestra mente la plegaria fuese sólo la articulación
de palabras de pertinencia exclusivamente psicológica, ca-
rentes de resonancia metafísica, nadie perdería el tiempo
ni se engañaría a sí mismo elevando una oración en un mo-
mento de crisis.

Es la existencia misma del hombre la que está en relación


con Dios. Las relaciones del hombre con el Estado, la so-
ciedad, la familia, etcétera, no penetran todos los estratos
de su personalidad. En su soledad final, cuando la hora de
la muerte se aproxima, se hacen humo como maleza que-
mada. Lo que entonces pueda sobrevenirle ocurrirá en la
dimensión de lo sagrado, donde mora.

LA MODESTIA DEL ESPÍRITU

Somos proclives a dejarnos impresionar por lo ostentoso,


por lo obvio. El aullido estridente del animal llena el aire,
mientras la voz suave y pequeña del espíritu sólo se oye en
las raras horas de plegaria y devoción. Desde la ventanilla
del ómnibus vemos la cacería en pos de riqueza y placer, la
acometida contra los débiles, rostros que expresan recelo
o desdén. Como contrapartida, lo sagrado sólo vive en las
profundidades. Lo que es noble se retira cuando se lo ex-
pone a la luz, la humildad se extingue cuando se pone de
manifiesto y la vocación de martirologio permanece en el
secreto de las cosas por venir. Caminamos en el bar ro, vi-
vimos en la naturaleza sometidos al impulso y la pasión, la
vanidad y la arrogancia, en tanto nuestros ojos se esfuerzan
por divisar la luz perdurable de la verdad. Aunque some-

www.seminariorabinico.org 253
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

tidos a la gravitación terrestre, estamos al mismo tiempo


frente a Dios.

En la dimensión de lo sagrado lo espiritual es un puente


tendido sobre un horrible abismo, mientras que en el reino
de la naturaleza lo espiritual se cierne sobre las cosas como
las nubes que surcan el cielo, demasiado tenues para trans-
portar al hombre por sobre el abismo. Cuando un barco se
ve envuelto por un tifón y las fauces del hirviente remo-
lino se abren para devorar a la presa estremecida, no es
el hombre piadoso, absorto en su súplica, quien intervie-
ne, sino el timonel, quien actúa en la esfera adecuada con
medios adecuados, luchando con instrumentos materiales
contra fuerzas materiales. ¿Qué sentido tiene implorar la
misericordia de Dios? Las palabras no detienen el embate
del agua, ni la meditación aleja la tempestad. La plegaria
nunca se entrelaza directamente con la cadena de causas y
efectos físicos; lo espiritual no interfiere en el orden natu-
ral de las cosas. El hecho de que el hombre vuelque con de-
nodada sinceridad lo mejor de su alma en la oración, surge
de la convicción de que existe un ámbito en el que los actos
de fe son poderosos y eficaces, de que hay un orden en el
cual las cosas del espíritu pueden ser de trascendental im-
portancia.

Hay fenómenos que parecen inconexos y accidentales en


el dominio de la naturaleza y en cambio poseen gran sig-
nificación en la dimensión de lo sagrado. Reverenciar la
violencia, usar la fuerza bruta, es natural, mientras que el
sacrificio, la humildad y el martirologio son conceptos in-
auditos desde el punto de vista de la naturaleza. Es en el
dominio de lo sagrado donde un pensamiento o un senti-
miento pueden erigirse en eterna aproximación a la ver-
dad, donde las plegarias son pasos hacia El aere peren-
nior.

254 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Vivimos no sólo en el espacio y el tiempo sino también en


el conocimiento de Dios, y estamos cerca de Él no sólo me-
diante nuestra fe sino, y en primer lugar, mediante nuestra
vida. Todo acaecer se refleja en Él; toda existencia es coe-
xistencia con Dios. El tiempo y el espacio no son los límites
del mundo. Nuestra vida ocurre aquí y en el conocimiento
de Dios.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

23. Una definición de la


religión judía

DIOS NECESITA AL HOMBRE

Hemos procurado comprender la religión como un fenó-


meno universal. Nos proponemos ahora definir la concep-
ción judía de la religión. Como señalamos antes, la religión
–su lado humano– comienza por un sentido de obligación,
por la certeza de que “se nos pide algo”, por la toma de con-
ciencia de un compromiso último. La religión es, además,
la conciencia de que “Dios busca nuestra devoción cons-
tantemente, persistentemente; Dios sale a nuestro encuen-
tro apenas anhelamos conocerlo”. De modo pues que la
conciencia religiosa se caracteriza por dos rasgos: debe ser
la conciencia de un compromiso último y debe ser la con-
ciencia de una reciprocidad última.

Hay una sola manera de definir la religión judía. Ella es


el conocimiento del interés de Dios por el hombre, el co-
nocimiento de un pacto, de una responsabilidad que recae
sobre Él al igual que sobre nosotros. Nuestra tarea consis-
te en confluir con Su interés, en llevar a cabo Su visión de
nuestra tarea. Dios tiene necesidad del hombre para el lo-
gro de Sus fines, y la religión, tal como la entiende la tra-
dición judía, es una manera de servir a esos fines, de los
cuales nosotros tenemos necesidad. Acaso ignoremos esos
fines, pero debemos aprender a sentirlos necesarios.

256 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

La vida es una sociedad de Dios y el hombre; Dios no está


desligado de nuestras alegrías y pesares ni ellos le son in-
diferentes. Las auténticas necesidades vitales del cuerpo y
el alma del hombre constituyen una preocupación divina.
He ahí por qué la vida humana es sagrada. Dios es socio y
partícipe en la lucha del hombre por la justicia, la paz y lo
sagrado, y es debido a Su necesidad del hombre que acor-
dó con él un pacto eterno, un lazo mutuo que une a Dios y
al hombre, una relación en la cual no sólo el hombre sino
también Dios se halla comprometido.

En este día has escogido al Señor


Para ser tu Dios,
Prometiendo andar en Su camino,
Guardar Sus leyes y mandamientos,
Escuchar Su voz.
Y en este día el Señor te escogió
Para ser para Él pueblo de posesión,
Como te lo prometió,
Y para que guardes Sus mandamientos.
(Deuteronomio 26:17-18)

Hay quienes creen que la religión acaece como percepción


de la respuesta a una plegaria, cuando en verdad ella nace
en nuestro saber que Dios comparte nuestra plegaria. La
esencia del judaísmo es la certeza de la reciprocidad entre
Dios y el Hombre, de la unión del hombre con Aquel que
mora en eterna otredad. Pues la tarea de vivir es de Dios y
nuestra, y también lo es la responsabilidad. Tenemos dere-
chos, no sólo obligaciones; nuestro compromiso último es
nuestro privilegio último.

Interpretando Malaquías 3:18, dijo Rabí Aha ben Ada: “En-


tonces nuevamente habréis de discernir entre el virtuoso y

www.seminariorabinico.org 257
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

el vil”, significando: “entre aquel que tiene fe y aquel que


no la tiene”, “entre aquel que sirve a Dios y aquel que no lo
sirve”, significando: “entre aquel que sirve a la necesidad
de Dios y aquel que no sirve a la necesidad de Dios. Uno no
debe hacer de la Torá una pala para cavar, una herramienta
de uso personal o una corona para engrandecerse a sí mis-
mo” (Midrash Tehilim, ed. Buber, pp. 240 ss.).

La necesidad de Dios es una preocupación autoimpuesta.


Dios necesita ahora del hombre porque libremente lo aso-
ció a Su empresa, lo hizo “socio en la obra de la creación”.
“Desde el primer día de la creación el Santo, bendito sea
Él, anheló entrar en sociedad con el mundo terrenal para
habitar con Sus criaturas dentro del mundo terrenal. (Ba-
midbar Rabá, capítulo 13:6; cf. Bereshit Rabá, cap. 3:9.
Génesis es Bereshit en hebreo.) Al comentar el versículo
17:1 del Génesis, el Midrash observó: “En opinión de Rabí
Iojanán, nosotros necesitamos Su honor; en opinión de
Rabí Shimon ben Lakish, Él necesita nuestro honor” (Be-
reshit Rabá, .cap. 30, a diferencia de Theodor, p. 277).

“Cuando Israel cumple la voluntad del Omnipresente suma


fuerza al poder celestial, pues está dicho: ‘A Dios rendimos
fuerza’ (Salmos 60:14). Cuando, en cambio, Israel no cum-
ple la voluntad del Omnipresente, debilita –si es posible
decirlo así– el gran poder de Aquel que está en lo alto, pues
está escrito: ‘Tú debilitaste la Roca que te engendró’”. (Pe-
sikta, ed. Buber, XXVI, 166b; compárense las dos versio-
nes).

La relación del hombre con Dios no es una relación de pa-


siva confianza en Su Omnipotencia, sino de asistencia acti-
va. “Los impíos confían en sus dioses... los virtuosos son el
apoyo de Dios”. (Bereshit Rabá, cap. 69,3).

258 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Por ello los Patriarcas son llamados “el carro del Señor”.
(Bereshit Rabá, cap. 47,6: 82,6).

Él se gloria en mí, Él se deleita en mí;


Él será mi corona de belleza.
Su gloria descansa en mí v la mía en Él;
Él está cerca de mí cuando Lo invoco.
(Himno de Gloria)

La extrema osadía de esta paradoja fue expresada en una


interpretación Tanaítica de Isaías 43:12: “Vosotros sois
mis testigos, dijo el Señor, y yo soy Dios” –cuando sois mis
testigos yo soy Dios, y cuando no sois mis testigos no soy
Dios–[42].

EL PATHOS DIVINO

El Dios de los filósofos es todo indiferencia, demasiado su-


blime para poseer un corazón o para echar una mirada a
nuestro mundo. Su sabiduría consiste en ser consciente de
sí mismo y olvidarse del mundo. Por lo contrario, el Dios
de los profetas es todo preocupación, demasiado miseri-
cordioso como para mantenerse apartado de Su creación.
No sólo gobierna el mundo en la majestad de Su poderío,
sino que se preocupa personalmente y hasta se conmueve
por la conducta y el destino del hombre. “Su misericordia
está sobre todas Sus obras” (Salmos 145:9).

Éstos son los dos polos del pensamiento profético: la idea


de que Dios es uno, sagrado, diferente y separado de todo
lo que existe, y la idea de la inagotable preocupación de

42  Sifre Deuteronomio, 346; compárese la interpretación de Salmos 123:1.

www.seminariorabinico.org 259
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Dios por el hombre, iluminada a veces por Su misericordia,


y otras ensombrecida por Su cólera. Dios es al mismo tiem-
po trascendente más allá de la comprensión humana, y está
lleno de amor, compasión, pena o ira.

Dios no juzga los actos del hombre impasiblemente, con


frío desapego. Su juicio está imbuido de un sentimiento de
profunda solicitud. Él es el padre de todos los hombres, no
sólo un juez; Él es un amante comprometido con Su pue-
blo, no sólo un rey. Dios mantiene con el hombre una rela-
ción apasionada. Su amor o Su cólera, Su misericordia o Su
desilusión son expresiones de Su profunda participación
en la historia de Israel y de todos los hombres.

Así pues, la profecía consiste en la proclamación del pathos


divino expresado en el lenguaje de los profetas como amor,
misericordia o cólera. Detrás de las varias manifestaciones
de Su pathos hay un único motivo, una necesidad única: la
necesidad divina de rectitud humana.

Los dioses paganos tenían pasiones animales, deseos car-


nales, eran más caprichosos y licenciosos que el hombre;
el Dios de Israel tiene la pasión de la virtud. Los dioses pa-
ganos tenían necesidades egoístas; el Dios de Israel sólo
necesita la integridad del hombre. La necesidad de Moloc
era la muerte del hombre; la necesidad del Señor es la vida
del hombre. El pathos divino que los profetas trataron de
expresar de muchas maneras no era un nombre para Su
esencia, sino más bien para las formas de Su reacción ante
la conducta de Israel, que cambiaría si Israel modificaba su
comportamiento.

La oleada de pathos divino que llegó al alma de los profetas


como una pasión violenta, quemante, arrolladora, los llevó
al riesgoso desafío, a la seguridad en sí mismos y el conten-
to del pueblo. Más allá de cantos y sermones, los profetas

260 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

consultaban la preocupación de Dios por el pueblo, mante-


nían contacto con la fuente desde la cual irrumpía la marea
de cólera[43].

La Biblia no es una historia del pueblo judío, sino la histo-


ria de la búsqueda del hombre virtuoso por parte de Dios.
Debido al fracaso de la especie humana en su conjunto, que
no logró mantenerse en la senda de la virtud, la tarea le
fue confiada a un individuo –Noé, Abraham–, a un pueblo
–Israel– o al resto de un pueblo: la tarea de satisfacer la
búsqueda divina convirtiendo a cada hombre en hombre
virtuoso.

Un eterno clamor llena el mundo: Dios reclama al hombre.


Hay quienes se estremecen ante ese clamor; otros perma-
necen sordos. Se nos busca a todos; se nos convoca a todos.
Un aire de expectativa flota sobre la vida. Algo se le pide al
hombre, a todos los hombres.

¿QUÉ DESEA DIOS?”

Durante miles de años se consideró que deidad y oscuridad


eran la misma cosa: un ser centrado en sí mismo y lleno
de ciegos deseos, un ser al que el hombre reverenciaba sin
confiar en él; un ser que se revelaba al loco, pero no al man-
so. Durante miles de años se aceptó como un hecho cierto
que la deidad era hostil al hombre y que sólo se la podía
aplacar mediante ofrendas de sangre. Hasta que llegaron
los profetas que, incapaces de seguir soportando la derrota

43  Véase A. Heschel, Die Prophetie, Cracovia, 1936, pp. 56-87; 127-180. En
castellano, Los Profetas, 3 tomos, Editorial Paidós, Buenos Aires, coedición
con el Seminario Rabínico Latinoamericano.

www.seminariorabinico.org 261
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de Dios en manos del miedo, proclamaron que la oscuridad


era Su morada, no Su esencia; que tan radiante como el sol
del mediodía era Su voz respondiendo a la pregunta: ¿Qué
desea Dios?

¿Es música?
Aparta de Mí el ruido de tus cánticos,
Y no escucharé la melodía de tus liras.
(Amós 5:23)

¿Es oración?
Cuando extendáis vuestras manos,
Yo esconderé de vosotros Mis ojos;
Aunque multipliquéis la oración, Yo no oiré.
Llenas están de sangre vuestras manos.
(Isaías 1:15-16)

¿Es sacrificio?
¿Acaso el Señor se complace en holocaustos
Y sacrificios tanto como en la obediencia
A la voz del Señor?
(I Samuel 15:22)

Y ahora, oh Israel, ¿qué requiere el Señor, tu Dios,


de ti, sino temer al Señor, tu Dios, andar en Sus
caminos, amarlo, servir al Señor, tu Dios, con
toda tu alma y todo tu corazón, para cuidar los
mandamientos del Señor y Sus leyes que yo te ordeno
hoy, para bien tuyo?
(Deuteronomio 10:12-13)

262 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

LA NECESIDAD RELIGIOSA

Según una idea generalmente aceptada, la religión corres-


ponde a una determinada necesidad de la personalidad
humana. Tal como existe la necesidad de salud y riqueza,
de conocimiento y belleza, de prestigio y poder, existe una
necesidad de religión. Para probar su validez, semejante
interpretación de la religión debe demostrar que la necesi-
dad religiosa es distinta de todas las demás y que no pue-
de ser satisfecha de ningún otro modo que no sea el suyo
propio. Debe asimismo demostrar que así como las metas
no religiosas como el poder, la riqueza y el prestigio no se
pueden alcanzar por la vía de la religión, la necesidad reli-
giosa no puede satisfacerse yendo en pos de esas metas no
religiosas.

A fin de satisfacer nuestras necesidades no religiosas pro-


curamos explotar en nuestro beneficio las fuerzas de la na-
turaleza. ¿Pero tratamos de explotar algo a fin de satisfacer
nuestras necesidades religiosas? ¿Cuál es, entonces, el ca-
mino para satisfacer la necesidad religiosa? ¿Cuáles son,
en el terreno de la religión, los objetivos que el hombre se
empeña en alcanzar?

Es indudable que en todo ser humano existe una inextin-


guible necesidad de lo perdurable, un apremiante anhelo
de adorar y reverenciar. La divergencia comienza en el ob-
jeto y la forma de la adoración. Esa inextinguible necesidad
se desvirtúa a menudo y acaba convirtiéndose en la exalta-
ción del propio yo o el deseo de encontrar una garantía de
inmortalidad personal. El judaísmo muestra que esa nece-
sidad es una necesidad de ser necesario a Dios. Nos enseña
que todo hombre necesita a Dios porque Dios necesita al
hombre. Nuestra necesidad de Él no es más que un eco de
Su necesidad de nosotros.

www.seminariorabinico.org 263
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Existe, por supuesto, el constante peligro de creer lo que


deseamos antes que desear lo que creemos, de reveren-
ciar a nuestra necesidad convirtiéndola en Dios en vez de
adoptar a Dios como nuestra necesidad. Por ello debemos
valorar siempre nuestras necesidades a la luz de los fines
divinos.

LOS FINES DESCONOCIDOS

Es natural y corriente preocuparse por los objetivos perso-


nales y nacionales. ¿Pero es igualmente natural y corriente
preocuparse por las necesidades de otras personas o por
objetivos universales? A semejanza del placer, las necesi-
dades convencionales se asimilan por ósmosis social. Las
necesidades espirituales, en cambio, deben ser implanta-
das, acariciadas y cultivadas en función de los fines a los
cuales responden. No tenemos que elevarnos por encima
de nosotros mismos para soñar con ser fuertes, valientes,
ricos, con regir un imperio o un “reino de soldados”. En
cambio, debemos estar inspirados para soñar el sueño de
Dios: “Santos seréis pues yo, tu Dios, soy santo”. “Seréis
para mí un pueblo de sacerdotes, un pueblo santo”.

Es Dios quien nos enseña nuestros fines últimos. Quizá


Abraham no haya sentido la necesidad de abandonar hogar
y país, ni haya deseado el pueblo de Israel renunciar a la
pitanza de Egipto por la perspectiva de internarse en el de-
sierto. Cuando analizamos las potencialidades del hombre,
se hace claro que su singularidad y su significado esencial
radican en su capacidad para satisfacer fines que trascien-
den su propio ego, mientras que su preocupación natural
es: ¿Qué pueden hacer los demás por mi ego? La religión
le enseña a pensar qué puede hacer él por los demás y a

264 www.seminariorabinico.org
EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

comprender que no hay ego de hombre alguno que merez-


ca convertirse en fin último.

Hay un himno antiguo con el que concluimos nuestras ora-


ciones cotidianas y que expresa nuestra concepción de los
fines últimos. Se lo puede considerar el himno nacional del
pueblo judío.

Confiamos por lo tanto, Señor, Dios nuestro,


Contemplar pronto Tu majestuosa gloria,
Cuando las abominaciones sean extirpadas de la
tierra
Y exterminados los falsos dioses;
Cuando el mundo sea perfeccionado
Bajo el reinado del Todopoderoso
Y la humanidad toda proclame Tu nombre
Y todos los malvados de la tierra se tornen hacia Ti.
Quieran todos los habitantes del mundo
Comprender y saber que ante Ti
Toda rodilla ha de doblarse,
Toda lengua ha de hacer voto de obediencia.
Quieran ellos doblar la rodilla
Y postrarse ante Ti, Señor, Dios nuestro,
Y rendir honores a Tu glorioso nombre;
Quieran todos ellos aceptar el yugo de Tu reino,
Y reines Tú sobre ellos por siempre jamás.
Pues Tuyo es el reino, y por toda la eternidad
Reinarás en la gloria, como está escrito en la Torá:
“El Señor será Rey por siempre jamás”.
Y está dicho: “El Señor será Rey sobre toda la tierra;
En ese día el Señor será Uno y Su nombre Uno”.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

LA CONVERSIÓN DE LOS FINES EN NECESIDADES

La educación religiosa judía consiste en convertir los fines


en necesidades personales, en lugar de convertir las necesi-
dades en fines, de manera que, por ejemplo, la solicitud por
la vida de otras personas se convierta en preocupación mía.
Sin embargo, si esos fines no se asimilan como necesidades
sino que subsisten como meros deberes ajenos al corazón,
obligatorios pero no placenteros, se produce entonces un
estado de tensión entre el ego y la tarea por cumplir. El acto
moral perfecto encierra en su flor una semilla: el sentido de
exigencia objetiva dentro de la preocupación subjetiva. Así,
la justicia no es buena porque sintamos necesidad de ella,
sino que, porque es buena, deberíamos sentir necesidad de
justicia.

Las religiones pueden clasificarse en tres grupos: las de au-


to-satisfacción, las de auto-anulación y las de mancomu-
nidad. En las primeras la religiosidad es una búsqueda de
satisfacción de necesidades personales como la salvación
o el deseo de inmortalidad. En las segundas se hacen a un
lado todas las necesidades personales y el hombre procura
dedicar su vida a Dios al precio de anular todo deseo pro-
pio, en la creencia de que el sacrificio huma no, o por lo
menos la total abnegación, es la única forma auténtica de
servir a Dios. La tercera forma de religión, si bien desecha
la idea de considerar a Dios como medio para alcanzar fi-
nes personales, sostiene que existe una sociedad entre Dios
y el hombre, que las necesidades humanas constituyen la
preocupación de Dios y que los fines divinos deben conver-
tirse en necesidades humanas. Rechaza la idea de que hay
que hacer el bien con desapego, de que la satisfacción que
podría obtenerse al hacerlo mancillaría la pureza del acto.
El judaísmo demanda la plena participación de la persona

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

en el servicio del Señor; el corazón, en lugar de boicotear


los actos de la voluntad, debe responder con júbilo y cabal
deleite.

EL PLACER DE LAS BUENAS ACCIONES

Aunque el placer no sea el móvil de la acción moral o re-


ligiosa, podría y debería ser un subproducto de ésta. Lo
bueno o lo sacro no es necesariamente aquello que no de-
seamos, y el sentimiento de placer o gratificación no quita
a una buena acción su calidad de tal. Aunque rivales, el co-
razón y la mente no son enemigos irreconciliables y la re-
conciliación de ambos es un objetivo central en la lucha por
la integridad. Verdad es que la idea de justicia y la voluntad
de justicia no son hermanas gemelas. Pero la persona mo-
ral es un adepto que ama el amor al bien. No es cierto que el
amor y la obediencia no puedan convivir, ni que el bien no
surja nunca del corazón. Estar liberado de intereses egoís-
tas no significa ser neutral, indiferente, o carecer de inte-
reses; por lo contrario, significa ser partidario apasionado
de aquello que sobrepasa al propio yo. Dios no mora en los
cielos. Dios habita, así lo creemos, en todo corazón que esté
dispuesto a dejarlo entrar.

El sentido de obligación moral es impotente, a menos que


sea más fuerte que todas las demás obligaciones, más fuer-
te que el empecinado poder de los intereses egoístas. Para
competir con las inclinaciones egoístas, la obligación moral
debe estar aliada con la más alta pasión del espíritu.

Para ser más fuerte que el mal, el imperativo moral ha de


ser más poderoso que la pasión por el mal. Una norma abs-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

tracta, una idea etérea, no es rival para la gravitación del


ego. La pasión sólo puede ser sometida por una pasión más
fuerte.

El hecho de que se adopte un objetivo y se lo cultive como


un interés personal, no implica como consecuencia obvia
que ese objetivo tiene un origen psicológico, tal como nues-
tra utilización de la teoría de los quanta no demuestra que
ésta haya nacido como resultado de motivos utilitarios. Así
pues, el hecho de que Dios se convierta en una necesidad
humana no vicia la objetividad ni la validez de la idea de
Dios.

La solución del problema de las necesidades no consiste en


fomentar una necesidad que ponga fin a todas las necesi-
dades, sino en fomentar una necesidad que calme todas las
demás. Hay en todo hombre un aliento de Dios, una fuerza
arraigada en un estrato más profundo que la voluntad y a
la que se puede estimular hasta convertirla en una aspira-
ción lo bastante fuerte no sólo para marcar la dirección de
todos los vientos, sino incluso para imponerles el rumbo
contrario.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

24. La gran añoranza

EL ANHELO DE VIDA ESPIRITUAL

Todos los pensamientos y sentimientos relacionados con el


mundo tangible y conocible no agotan la perpetua inquie-
tud que nos agita. Nuestro desasosiego supera nuestros
anhelos palpables. Estamos solos con los hombres, con las
cosas, con nuestros propios anhelos. Las metas sobrepasan
nuestro alcance.

El hombre se debate con los sueños y los designios de Dios.

¿Cuál es la esencia de nuestro sentimiento hacia Dios? ¿No


podríamos quizá definirlo como una añoranza que no halla
satisfacción, la añoranza de conocer aquello que ni siquiera
sabemos cómo anhelar?

Estamos habituados a vivir con deseos efímeros, pero tam-


bién sabemos que la vida se ubica en un nivel un poco más
elevado que nuestros intereses cotidianos, que cuando
ahuyentamos a la autocomplacencia desciende sobre noso-
tros un júbilo que no es sólo nuestro. Privado de satisfac-
ciones engañosas, nuestro corazón se siente ebrio de una
perpetua nostalgia que nuestra mente no alcanza a captar
plenamente.

A semejanza del poder vital que llevamos dentro y que nos


permite luchar y perdurar, osar y vencer, que nos empuja
a experimentar la amargura y el peligro, existe también en

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

las almas anhelantes el imperativo de sucumbir de hambre


antes que alimentarse de impostura y distorsión. Para el
hombre piadoso, Dios es tan real como la vida, y así como
nadie se daría por satisfecho con un mero conocimiento in-
directo o libresco acerca de la vida, así también el hombre
piadoso no se contenta con suponer o demostrar lógica-
mente que existe un Dios, sino que quiere sentirlo y entre-
garse a Él; no sólo obedecerlo, sino acercarse a Él. Desea
probar el grano entero del espíritu antes que lo muela el
molino de la razón. Prefiere sentirse abrumado por los sím-
bolos de lo inconcebible antes que esgrimir las definiciones
de lo superficial.

Desasosegado por la añoranza de lo inalcanzable, el hom-


bre piadoso no se da por satisfecho con limitarse a ser lo
que es. Su deseo no es sólo saber más de lo que puede brin-
darle la razón corriente, sino ser más de lo que es, trans-
formar el alma en un navío enfilado hacia lo trascendente,
aprehender con los sentidos lo que permanece oculto a la
mente, expresar en símbolos lo que la lengua es incapaz
de articular y la razón incapaz de concebir, experimentar
como una realidad lo que alborea vagamente en la intui-
ción.

LA NOBLE NOSTALGIA

La añoranza de vida espiritual, la conciencia del misterio


omnipresente, la noble nostalgia de Dios, rara vez se han
apaciguado en el alma judía. Esos sentimientos hallaron
numerosas y variadas expresiones en ideas y doctrinas, en
cantos y costumbres, en visiones y aspiraciones. Forman
parte del acervo de los salmistas y los poetas. Escuchemos
al salmista: “Como el siervo brama por las corrientes de

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene
sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré y me presentaré
delante de Dios?” (42:2-3). “Anhela mi alma y aun ardien-
temente desea los atrios del Señor; mi corazón y mi carne
cantan de alegría al Dios vivo” (84:3). “Porque un día en
Tus atrios es mejor que mil” (84:11). “En Tu presencia hay
plenitud de gozo” (16:11).

¿Es el judaísmo una religión terrenal? “Forastero soy yo


en la tierra” (119:19), declara el salmista. “¿A quién tengo
yo en los cielos sino a Ti? Y fuera de Ti nada deseo en la
tierra” (73:25). “Mi carne y mi corazón desfallecen; mas
Dios es la roca de mi corazón y mi porción para siempre”
(73:26). “Pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es mi
bien” (73:28). “Dios, Dios mío eres Tú; con ahínco Te bus-
caré; mi alma tiene sed de Ti, mi carne Te anhela en tierra
seca y árida donde no hay aguas... porque mejor es Tu be-
nevolencia que la vida. Mi alma está satisfecha como con
grasa y médula... me acuerdo de Ti en mi lecho y medito en
Ti en las vigilias de la noche... Mi alma está apegada a Ti,
Tu diestra me ha sostenido” (63:2, 4, 6, 7, 9).

La conciencia de Dios es incompatible con la autosatisfac-


ción, con la fatuidad de tomar demasiado en serio los pro-
pios logros.

Si fuere malo, ¡ay de mí!


Y si fuere justo, no levantaré mi cabeza,
Estoy hastiado de deshonra,
Ve Tú mi aflicción.
(Job 10:15)

Hay en la Biblia muchas leyes que imponen la ofrenda de


sacrificios en el santuario. Sin embargo, aunque los profe-
tas insistan en que los verdaderos “sacrificios de Dios son

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

el espíritu quebrantado, el corazón quebrantado y contrito


(Salmos 51:19), no hay ningún mandamiento que ordene la
contrición. ¿Pues acaso es necesario enunciar ese precep-
to? ¿Acaso es posible no sentirse angustiado en un mundo
como éste?

La tierra es entregada en manos de los impíos...


Prospera la tienda de los ladrones,
Y los que provocan a Dios viven seguros.
(Job 9:24; 12:6)

La autosatisfacción es demasiado difícil de sobrellevar


junto con el conocimiento del infortunio que nos rodea.
¿Quién es capaz de creer que sus propias faltas pueden bo-
rrarse con mezquinas excusas o sentirse feliz al aducir in-
capacidad moral?

¿No es tu impiedad grande


Y tus iniquidades infinitas?...
No diste agua de beber al sediento,
Y negaste el pan al hambriento.
Y como hombre poderoso que tenía la tierra,
Y como hombre de rango que vivía en ella,
Apartaste a las viudas con las manos vacías,
Y los brazos de los huérfanos fueron quebrados.
(Job 22:5, 7-9)

“Nada hay tan entero como un corazón destrozado”. El


sentido de contrición no ha de menoscabar la conciencia de
nuestra fuerza espiritual, de la eterna nobleza que acompa-
ña a la eterna responsabilidad.

Un hombre ilustrado que había perdido todas sus fuen-


tes de recursos buscaba la forma de ganarse la vida. Los

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

miembros de su comunidad, que lo admiraban por su pie-


dad y erudición, le propusieron desempeñarse como jazán
durante el período de Rosh Hashaná a Iom Kipur. Pero él
se consideraba indigno de actuar como mensajero de la co-
munidad, de elevar al Todopoderoso las plegarias de sus
hermanos. Fue a ver entonces a su maestro, el Rabí de Hu-
siatin, y le contó su triste situación, hablándole de la pro-
puesta recibida y de su miedo de aceptar y de orar en nom-
bre de la congregación.

“Ten miedo, y ora”, fue la respuesta del rabí.

EL INACABABLE DESCONTENTO

El objetivo de la piedad judía no radica en fútiles esfuerzos


encaminados a la satisfacción de necesidades que incor-
poramos al azar de las circunstancias y que no pueden ser
satisfechas de otra manera, sino en mantener y avivar un
descontento con nuestras aspiraciones y logros, en mante-
ner y avivar un afán que no sabe de satisfacción. Así, más
que resultado de una necesidad, el judaísmo es la causa,
una exigencia objetiva antes que un interés subjetivo. El
judaísmo enseña al hombre a no estar contento jamás, a
despreciar la satisfacción, a aspirar a lo máximo, a apreciar
los objetivos que habitualmente le resultan indiferentes.
Siembra en él una semilla de inacabable añoranza, una ne-
cesidad de necesidades espirituales antes que una necesi-
dad de logros; le enseña a contentarse con los que tiene,
mas nunca con lo que es.

En la mayoría de los casos somos desgraciados no porque


estemos insatisfechos con lo que somos –por ejemplo, in-
sensibles al dolor o las privaciones de otra gente– sino por-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

que estamos descontentos con lo que poseemos. La religión


es la fuente de insatisfacción con nuestra propia persona.
Como señalamos antes, la felicidad no es sinónimo de sa-
tisfacción, complacencia o presunción, sino, esencialmen-
te, la certeza de ser necesario, la visión de la meta que aún
queda por alcanzar. La auto-satisfacción genera futilidad y
desesperanza.

Los animales son saciables y se complacen consigo mis-


mos; los hombres, en cambio, sólo pueden sentirse satisfe-
chos consigo mismos cuando su espíritu empieza a decaer
y empantanarse en la ciénaga de la jactancia. La auto-satis-
facción, la auto-realización, son mitos degradantes para las
almas pletóricas de anhelo. Todo lo creativo nace de una
semilla de inacabable descontento. Lo que hace posible el
progreso moral es la insatisfacción de los hombres con los
hábitos, normas y modos de conducta de su época y su raza.
La nueva percepción comienza cuando la satisfacción llega
a su fin, cuando todo lo visto o dicho aparece como una dis-
torsión ante los ojos del que ve el mundo por vez primera.

La autosatisfacción es el borde del abismo, del que tratan


de apartarnos los profetas. Cuando aún el pueblo de Israel
se hallaba en el desierto, antes de entrar en la Tierra Pro-
metida, se lo alertó contra los riesgos de la complacencia.
“Porque yo les introduciré en la tierra que juré a sus pa-
dres, la cual fluye leche y miel; y comerán y se saciarán y
engordarán; y se volverán a dioses ajenos y les servirán, y
Me despreciarán e invalidarán Mi pacto...” (Deuteronomio
31.20). Pues éste es el camino de la lenta caída:

Engordó Jesurún, y tiró coces;


Engordaste, te cubriste de grasa.
(Deuteronomio 32:1.5)

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Si intentáramos retratar el alma de un profeta por las emo-


ciones que no tenían cabida en ella la complacencia ocu-
paría el primer lugar. Los profetas de Israel fueron como
géiseres de disgusto que perturban nuestra conciencia has-
ta el día de hoy, urgiéndonos a sufrir por el sufrimiento de
los demás.

¡Ay de los que se sienten tranquilos en Sión,


Y los que confían en la montaña de Samaria...
Los que se acuestan en camas de marfil
Y se arrellanan en sus lechos
Y comen los corderos del rebaño,
Y los becerros del medio del pesebre;
Los que entonan cánticos al son del salterio,
Los que se inventan, como David, instrumentos de
música;
Los que beben vino en tazones
Y se ungen con los ungüentos más preciosos,
Mas no sufren por la ruina de José.
(Amós 6: 1, 4-6)

ASPIRACIONES

Junto con las potencialidades encerradas en nuestra na-


turaleza, poseemos la llave para dejarlas en libertad y de-
sarrollarlas. La llave la constituyen nuestras aspiraciones.
Para alcanzar cualquier valor debemos preverlo, buscarlo,
anhelarlo. La piedra no brega por transformarse en esta-
tua, y cuando ello le ocurre la forma le es impuesta, sin que
ella la haya previsto ni buscado. Pero el hombre no sólo
vive movido por necesidades, sino por aspiraciones, por el
anhelo de aquello que ni siquiera sabe expresar.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Una persona es aquello a lo cual aspira. A fin de conocer-


me, pregunto: ¿Cuáles son los fines que me empeño en
alcanzar? ¿Cuáles son los valores que más me importan?
¿Cuáles son los grandes anhelos por los que desearía sen-
tirme impulsado?
El que está satisfecho nunca ha anhelado de veras, y el que
anhela la luz de Dios desdeña su tranquilidad por el fervor,
su vida por el amor, pues sabe que la complacencia es la
sombra, no la luz. La gran añoranza que fluye en la eterni-
dad es la añoranza de alabar, la añoranza de servir. Y cuan-
do las olas de esa añoranza se alzan en nuestra alma, todas
las barreras caen: la costra de la insensibilidad, la histeria
de la vanidad, las orgías de la arrogancia. Pues no es el yo
estremecido en su soledad, no es una agitación que brota
del alma, sino una vibración eterna que nos arrastra a to-
dos.
No hay código ni ley, ni siquiera la ley de Dios, capaz de
establecer una pauta para todo nuestro vivir. No basta con
poseer las ideas correctas. Pues es la voluntad, no la razón,
la que detenta el poder ejecutivo en el dominio de la vida.
La voluntad es más fuerte que la razón y no se somete cie-
gamente a los dictados de los principios racionales. La ra-
zón puede forzar a la mente a aceptar intelectualmente sus
conclusiones. ¿Pero cuál es la fuerza que me hará querer
hacer lo que debo hacer?
Un joven entró como aprendiz al taller de un herrero.
Aprendió a sostener las tenazas, a levantar el martillo, a
golpear el yunque y a avivar el fuego con el fuelle. Conclui-
do el aprendizaje, fue elegido para trabajar en la herrería
del palacio real. Sin embargo, la alegría del joven pronto se
esfumó cuando descubrió que no había aprendido cómo se
enciende la chispa. Toda su habilidad y su destreza para el
manejo de las herramientas no le sirvieron de nada.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

25. Una pauta de vida

LO INEXPRESADO

La comprobación es amarga: la vida es un constante peli-


gro; la seguridad moral, o incluso la física, es un mito. Po-
cos son los que saben qué hacer con su vida, con su poder
y voluntad, con su inteligencia y su libertad. El corazón es
frágil y ciego; sin guía, cae en la barbarie y el desamparo.

Es más fácil lidiar con virus y gérmenes que con el enca-


llecimiento del corazón o con la imperceptible decadencia
interior. Sin ayuda, ¿qué otra cosa haríamos más que atro-
pellar y dañar? ¿Quién nos auxiliaría cuando estuviésemos
a punto de hacer pedazos lo que hombre alguno podrá ja-
más reconstruir?

Nuestro corazón no engendra el deseo de virtud o santidad.


Mientras que la mente posee la capacidad de aprehender
fines superiores y dirigir la atención hacia ellos con inde-
pendencia de las posibles ventajas materiales, la voluntad
se inclina naturalmente a ceder a fines egoístas a despecho
de esa percepción de la mente. Nada hay menos digno de
confianza que la capacidad del hombre para la abnegación.

Tampoco la mente es inmune a la sutil persuasión de los


intereses creados del ego. De ahí que las metas últimas le
resulten inasibles o bien permanezcan inexpresadas. A la
religión le cabe expresar lo inexpresado.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Avenirnos a todas nuestras necesidades implicaría ren-


dirse al ego. Es fácil convertir el alma en un manicomio y
creer que es un santuario. Para imponerse a la inclemencia
de las pasiones, el espíritu ansioso del soplo divino debe
equiparse con armas que la mente por sí sola es incapaz de
producir.

El clamor humano de la libertad interior se acompaña de


un sentimiento de disgusto por las necesidades artificiales.
En un momento u otro todos comprendemos la sabiduría
de la antigua máxima: “No tener ninguna necesidad es di-
vino; tener las menos posibles es casi divino”. (Diógenes
Laertius, Sócrates, Sec. II) Sólo los santos pueden aseme-
jarse a Rabí Janina, acerca de quien proclama cada día una
voz celestial que surge del monte Horeb: “El mundo en-
tero se alimenta en aras de Mi hijo Janina; mas Mi hijo
Janina se satisface con una pequeña porción de algarroba
desde una víspera de Shabat hasta la siguiente” (Berajot
17b). Empero, está al alcance de todos los hombres seguir
el consejo según el cual “hay que aspirar a reducir nuestros
deseos, más bien que a aumentar nuestros medios”.

NI DEIFICAR NI VILIPENDIAR

A lo largo de los siglos fueron dos las posiciones adoptadas


con mayor frecuencia frente al problema que nos ocupa:
una deificaba al deseo; otra lo vilipendiaba. Hubo quienes,
dominados por las fuerzas oscuras de la pasión, la interpre-
taron como una manifestación de los dioses Y convirtieron
la satisfacción de sus exigencias en ritual sagrado. Las or-
gías dionisíacas, los ritos de fertilidad, la prostitución sa-
grada, son ejemplos extremos de un enfoque que subcons-
cientemente nunca se ha extinguido.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

Los exponentes del otro extremo, atemorizados por el po-


der destructivo de la pasión desenfrenada, enseñaron al
hombre a ver la fealdad en el deseo y a Satán en el rapto
de la carne. Su consejo fue reprimir los apetitos y su ideal,
la renuncia a sí mismo y el ascetismo. Algunos griegos di-
jeron: “La pasión es un Dios, Eros”: los budistas dicen: “El
deseo es el mal”.

Para la mente judía, ni seducida ni horrorizada por los po-


deres de la pasión, los deseos no son ni benignos ni perni-
ciosos sino que, como el fuego, no se entienden con la paja.
No hay que sofocarlos ni tampoco arrojarles combustible.
En vez de adorar el fuego y dejar que nos consuma, debe-
mos permitir que de las llamas surja una luz. Las necesida-
des son oportunidades espirituales.

CARNE Y ESPÍRITU

La adhesión al judaísmo no implica una tiranía del espíritu


ni la negación de las necesidades legítimas. La prosperidad
es una meta digna de perseguirse y una recompensa pro-
metida como premio de una buena vida. Si bien no se cele-
bra nuestra naturaleza animal, nunca se deja de reconocer
sus derechos y el papel que le cabe. Existe una seria preo-
cupación por su bienestar, sus necesidades y limitaciones.

El judaísmo no desprecia lo carnal. No nos induce a aban-


donar la carne, sino a controlarla y guiarla, a satisfacer las
necesidades naturales de la carne a fin de que el espíritu no
esté perturbado por frustraciones antinaturales. No tene-
mos el mandato de convertirnos en piromaníacos de la car-
ne. Por lo contrario, una necesidad que sirve a la propaga-
ción de la vida sin causar daño a nadie es obra del Creador,

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

y el desbaratamiento o la ignorante destrucción o deterioro


de Su creación es vandalismo. “Y es don de Dios que todo
hombre coma y beba y se goce el bien de su labor” (Ecle-
siastés 3:13).

El buen vivir implica obviamente el control y el relativo do-


minio de las pasiones, pero no la renuencia a toda satis-
facción. Lo decisivo no es la victoria sobre la pasión, sino
cómo se la utiliza. Nuestro ideal no es la eliminación impla-
cable, sino la cuidadosa modificación de las necesidades.
La pasión es un monstruo de muchas cabezas y el triunfo
se logra mediante esmeradas metamorfosis antes que por
la amputación o la mutilación.

El judaísmo no se halla comprometido con una doctrina de


pecado original y nada sabe de la depravación inherente a
la naturaleza humana. En su vocabulario la palabra “carne”
no asumió el olor del pecado; no se atribuyó a las necesida-
des carnales raíces malignas. En ningún lugar de la Biblia
hay indicio alguno que apunte a la idea de que el alma está
prisionera en un cuerpo corrupto; que buscar satisfacción
en este mundo significa perder la propia alma o violar el
pacto celebrado con Dios; que la obediencia a Dios exige la
renuncia a los bienes terrenales.

Nuestra carne no es maligna; es un material al que se le


debe aplicar el espíritu. Lo carnal no está destinado a que
lo aniquilemos, sino a que lo sobrepasemos. Cielo y tierra
son por igual Su creación. Ningún elemento de la creación
puede ser descartado o maltratado. El enemigo no está en
la carne; está en el corazón, en el ego.

Para la Biblia, bien y vida son equiparables. Ser es intrín-


secamente bueno. “Dios vio que era bueno”. La Torá está
concebida como un “Árbol de la Vida” y enuncia la equi-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

paración de bien y vida: “En el camino de la justicia está la


vida” (Proverbios 12:28).

EN LA VECINDAD DE DIOS

No hay conflicto entre Dios y el hombre; no hay hostilidad


entre espíritu y cuerpo; no hay cuña entre lo sacro y lo se-
cular. El hombre no existe separado de Dios. Lo humano es
el confín de lo divino.

La vida transcurre en la proximidad de lo sagrado, y es esa


proximidad la que confiere a la existencia un sentido últi-
mo. En nuestra relación con lo inmediato tocamos lo más
distante. Aun la satisfacción de necesidades físicas puede
ser un acto sagrado. Quizá el mensaje esencial del judaís-
mo sea que al hacer lo finito podemos percibir lo infinito. A
nosotros nos incumbe lograr la percepción de lo imposible
en lo posible, la percepción de la vida eterna en los hechos
cotidianos.

Dios no se oculta en un templo. La Torá llegó para decirle


al hombre desatento: “No estás solo, vives constantemente
en vecindad sagrada; recuerda: ‘Ama a tu prójimo –Dios–
como a ti mismo”. No se nos pide que abandonemos la vida
y nos despidamos de este mundo, sino que mantengamos
encendida la chispa interior y permitamos que Su luz se re-
fleje en nuestro rostro. Que nuestra codicia no se alce como
una barrera para aislarnos de esta sagrada vecindad. Dios
nos aguarda en todas las sendas que llevan de la intención
al acto, del deseo a la satisfacción.

El hombre posee el don de ser superior a sí mismo. No tie-


ne por qué sentirse impotente ante la “inclinación malig-
na”. Es capaz de triunfar sobre el mal: “Dios hizo al hombre

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

probo”. Si preguntas: “¿Por qué creó Él la inclinación ma-


ligna’?...”, dice el Señor: “Tú la tornas maligna”[44].

Uno puede servir a Dios con el cuerpo, con sus pasiones y


aun con el “impulso maligno” (Sifré Deuteronomio, párrafo
32); sólo es preciso distinguir entre la escoria y el oro. Este
mundo adquiere sabor cuando se mezcla con él un poco
del otro mundo. Sin la nobleza del espíritu, la carne puede,
ciertamente, convertirse en un foco de tinieblas.

El camino a lo sagrado pasa por lo secular. Lo espiritual


descansa en lo carnal como “el espíritu que flota sobre la
faz del agua”. Vivir como judío significa vivir conforme a un
sistema de frenos y contrapesos.

LO SAGRADO DENTRO DEL CUERPO

La santidad no es el aire que reina en la solemne atmósfera


de un santuario, una cualidad reservada a los actos supre-
mos, un adverbio de lo espiritual o el rasgo distintivo de
anacoretas y sacerdotes. A diferencia del compilador de la
Mishná, Maimónides en su gran Código denominó Libro
de Servicio a la sección relacionada con las leyes del culto
en el templo, en tanto que a la sección relativa a las normas
alimentarias y de castidad la llamó Libro de Santidad. La
fuerza de lo sagrado habita en la entraña de lo somático.
Plantamos la semilla de santidad según la manera en que
satisfacemos las necesidades físicas. Originariamente, lo
sagrado (kadosh) significaba lo que está separado, aislado,
segregado. En la religión judía el vocablo asumió un nuevo
significado e implica una nueva cualidad que está integra-

44  Tanjuma, Bereshit No. 7.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

da, inmersa en los afanes terrenos y corrientes, una cuali-


dad más propia de los actos individuales, simples y priva-
dos que de las ceremonias públicas. “El hombre ha de con-
siderarse siempre a sí mismo como si lo sagrado habitara
dentro de su cuerpo, pues está escrito: ‘El Santo está dentro
de ti’ (Oseas 11:9); por lo tanto, uno no debe mortificar su
cuerpo” (Taanit 11b).

El hombre es la fuente y el indicador de la santidad en este


mundo. “Si un hombre se santifica a sí mismo un poco,
Dios lo santificará más y más; si se santifica aquí abajo, lo
santificarán desde arriba” (Ioma 39a).

El judaísmo nos enseña de qué modo hasta la gratificación


de necesidades animales puede ser un acto de santifica-
ción. El disfrute de la comida puede ser un camino de puri-
ficación. Una parte de mi alma puede ahogarse en un vaso
de agua si trago su contenido de golpe, como si nada en
el mundo importase salvo mi sed. Pero nos acercamos un
poco más a Dios cuando lo recordamos aún más en medio
de la excitación y la pasión.

La santificación no es un concepto ultraterreno. No hay


un dualismo de lo terrenal y lo sublime. Todas las cosas
son sublimes. Todas fueron creadas por Dios y su continuo
existir, su ciega adhesión a las leyes de la necesidad son,
como dijimos antes, una forma de obediencia al Creador.
La existencia de cosas en todo el Universo es un ritual su-
premo. Un hombre vivo, un pimpollo que se abre en pri-
mavera, son el cumplimiento del mandato de Dios: “¡Sea!”.
Viviendo, cumplimos directamente la voluntad de Dios de
una manera que está más allá de la elección o la decisión.
Por ello, nuestra existencia misma está en contacto con Su
voluntad; por ello la vida es sagrada y constituye una res-
ponsabilidad de Dios, tanto como del hombre.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

SANTIFICACIÓN, NO SACRIFICIO

El dador de la vida no nos pidió que despreciáramos nues-


tra breve y pobre vida, sino que la ennobleciéramos; no
nos pidió que la sacrificáramos, sino que la santificáramos.
Rabí Jananiah ben Akashiah dijo: “El Santo, bendito sea
Él, quiso purificar a Israel; por eso le dio la Torá y muchos
mitzvot (formas de conducta), pues está dicho: El Señor se
complació, en aras de la justicia (de Israel) en engrandecer
y magnificar la Torá (lsaías 42:21)[45]. Antes de cumplir un
mandamiento, bendecimos y alabamos a Aquel que ‘nos
santificaste con Tus mandamientos’. En Shabat y en las fes-
tividades oramos: ‘Santifícanos con Tus mandamientos’”.

Para los adeptos de los antiguos cultos orgiásticos, el vino


era un elemento intoxicante utilizado para estimular el fre-
nesí, “lo que torna delirante al hombre” (Herodoto 4.79).
Para los ascetas el vino es pernicioso y fuente de mal. Para
los judíos, el vino se asocia en primer lugar con el término
y el acto de la santificación (Kidush). Con vino y pan invo-
camos la santidad del Shabat. “Santifícate a ti mismo en
cosas que te están permitidas” (Ievamot 20a), no sólo en
el ritual, en los modos prescriptos por la Torá. “Reconoce a
Dios en todos tus caminos” (Proverbios 3:6).

La santificación como razón para transitar por Sus cami-


nos no es un concepto de pragmatismo religioso, es decir
la teoría según la cual los efectos tangibles servirían como
criterio para la validez de los mandamientos. Hay que ha-
cer el bien en aras de Dios, no para la mayor perfección del
hombre.

45  Mishná Makot 3, 16.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

“Está dicho: ‘El sabio tiene ojos en su cabeza’ (Eclesiastés


2:14). ¿Dónde, puede preguntarse, habrían de estar, si no
en su cabeza?... Lo que significa, sin embargo, es esto: He-
mos aprendido que un hombre no ha de andar cuatro co-
dos con la cabeza descubierta, siendo la razón de ello que
la Shejiná reposa sobre la cabeza. Ahora bien, los ojos del
hombre sabio... están dirigidos hacia su cabeza, hacia lo
que reposa sobre su cabeza, y sabe por lo tanto que la luz
encendida sobre su cabeza necesita aceite, pues el cuerpo
humano es una mecha sobre la cual fulgura la luz. Y dice el
rey Salomón: ‘y nunca falte aceite sobre tu cabeza’ (Ecle-
siastés 9:8), pues la luz que el hombre lleva sobre la cabe-
za necesita aceite, consistente en buenas acciones, y por lo
tanto los ojos del hombre sabio se dirigen hacia su cabeza y
a ningún otro lado” (Zohar III, 187a).

LAS NECESIDADES COMO MITZVOT

Se nos enseña que el hombre es necesario, que nuestras


necesidades auténticas son solicitaciones divinas, símbolos
de necesidades cósmicas. Dios es el sujeto de todos los su-
jetos. La vida es de Él y nuestra. Dios no nos ha arrojado al
mundo dejándonos abandonados. Dios comparte nuestros
afanes y participa de nuestras ansiedades. Un hombre ne-
cesitado no es el sujeto último y exclusivo de la necesidad;
Dios comparte su necesidad. Cuando uno cobra conciencia
de una necesidad debe preguntarse: ¿Me acompaña Dios
en mi necesidad? Tener a Dios como copartícipe de nues-
tras acciones equivale a recordar que nuestros problemas
no son exclusivamente nuestros. La existencia judía es un
vivir compartido con Dios.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

VIVIR DENTRO DE UN ORDEN

El auténtico núcleo de la religión judía es la búsqueda del


recto vivir, la pregunta acerca de lo que debe hacerse aquí
y ahora. Ello constituyó el tema principal de la literatura
judía desde los profetas hasta los tiempos de los jasidim, y
se lo indagó siempre como un problema urgente, como si la
vida fuese un constante estado de emergencia.

Con serena tristeza, y enriquecidos por las contundentes


lecciones de la derrota, hoy aprendernos a comprender que
no existen soluciones repentinas para los problemas perpe-
tuos; que la única salvaguarda contra el constante peligro
es la constante vigilancia, la constante guía. Esa guía, esa
vigilancia, le es dada a quien vive a la sombra del Sinaí, a
aquél cuyas semanas, días, horas, se acuerdan al ritmo de
la Torá.

Lo que constituye la forma judía de vivir no es tanto la rea-


lización de buenas acciones aisladas, un paso que se da de
tanto en tanto, como la prosecución de un camino, el man-
tenerse en un camino; no se trata tanto del cumplimiento
de la acción, como del hecho de estar comprometidos con
la tarea, de pertenecer a un orden en el cual la acciones
aisladas, las partículas de sentimiento religioso, los sen-
timientos esporádicos y los episodios morales se integran
configurando una trama total.

LA TOTALIDAD DE LA VIDA

El hombre piadoso considera que todos los hechos están


secretamente interrelacionados, que los alcances de todo lo
que hacemos trascienden el horizonte de nuestra compren-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

sión, que todo en la historia pesa en la balanza de Dios,


que en algún grado todo acto es medible con la regla de lo
sagrado, aunque no sea ésa la meta que persigue el hombre
que lo realiza. Los profetas de Israel consideraron como
preocupación divina precisamente los actos no rituales, las
situaciones seculares. Para ellos, el conjunto de las activi-
dades humanas sociales e individuales, de circunstancias
internas y externas, constituye la esfera de interés divino.
El dominio de la Torá, por lo tanto, abarca la totalidad de
la vida, lo trivial tanto como lo sagrado.

LO NO HEROICO

El judaísmo es la teología del hecho común, de las triviali-


dades de la vida; su preocupación central no es preparar al
hombre para lo excepcional, sino la conducta ante lo trivial.
El rasgo predominante en la forma judía de vivir es una re-
ligiosidad modesta, recatada, antes que la extravagancia,
la mortificación, el ascetismo. Así, el propósito sería el de
ennoblecer lo común, dotar de hierática belleza a las cosas
mundanales, armonizar lo relativo con lo absoluto, asociar
la parte con el todo, adaptar nuestro propio ser, con su plu-
ralidad, conflictos y contradicciones, a la unidad omnitras-
cendente, a lo sagrado.

LA AUTORIDAD INTERIOR

También la vida psíquica sufre un proceso constante de


crecimiento y pérdida, y sus necesidades no pueden ser sa-
tisfechas mediante inyecciones escasas e inconexas. Dado
que no es un animal hibernante, el hombre no puede vi-

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

vir de lo que acumula. Puede tener la memoria repleta y el


alma vacía. Los hombres que no son libres se horrorizan
ante la idea de aceptar un régimen espiritual. Puesto que
asocian el control interior con la tiranía exterior, prefieren
sufrir a estar sujetos a una autoridad espiritual. Sólo los
hombres libres, los que no son proclives a canonizar cada
capricho, no equiparan autocontrol con sometimiento, ya
que saben que ningún hombre es libre si no es dueño de
sí mismo, que cuantas más son las libertades de las que
gozamos, tanto mayor es la disciplina que necesitamos[46].

El laissez-faire, la ausencia de control o gobierno en el do-


minio privado, es una fantasía. La vida interior está pobla-
da por numerosas fuerzas competitivas e insaciables. No
puede existir un vacío de poder. Cuando se suprimen los
principios, un deseo mezquino se encarama al poder. Si no
queremos embrutecer el inmenso reino de la vida, no po-
demos someterlo al gobierno de la ética o la jurisprudencia.
El desafío supremo que se le plantea a la inteligencia es
cómo dotar al hombre de la facultad de ser dueño de su
vida entera.

La respuesta a ese desafío es una vida de piedad, y hacia el


hombre piadoso debemos tornarnos para aprender a vivir.

46  Véase A. J. Heschel, The Earth is the Lord’s, Nueva York, 1950, p. 63. (La
Tierra es del Señor, Editorial Candelabro, Buenos Aires, 1952).

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

26. El hombre piadoso

¿QUÉ ES LA PIEDAD?

Desde tiempos inmemoriales la piedad ha sido valorada


como uno de los más preciosos ideales del carácter huma-
no. En todo tiempo y en todo lugar los hombres se esfor-
zaron por adquirir piedad y ningún esfuerzo, ningún sa-
crificio, les pareció demasiado grande para lograrla. ¿Se
trataba acaso de una mera ilusión, de una quimera de la
imaginación? ¡No! Era una virtud real, sólida, algo clara-
mente visible y de verdadero poder. Así pues, como hecho
concreto de la existencia, presente en la vida, es indiscutible
que merece ser examinado. La escasa o ninguna atención
que por lo general le acuerda la investigación científica se
debe en parte a las dificultades metodológicas que implica
abocarse a semejante tema, pero más fundamentalmente
a sus aspectos teológicos, que en alguna medida repelen a
la mentalidad moderna. Algunos ven la piedad como una
huida de la vida normal, un abandono del mundo, la re-
clusión, la negación de los intereses culturales, y la asocian
con formas de conducta anticuadas, clericales y untuosas.
A otros, la palabra piedad les sugiere gazmoñería –cuan-
do no hipocresía y fanatismo–, o les parece sintomática de
una actitud hacia la vida malsana y ciertamente absurda.
Consideran que la piedad debe ser rechazada por el bien de
la salud mental y la libertad espiritual.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Y sin embargo, el hombre piadoso aún está entre nosotros.


No ha desaparecido de la tierra. A decir verdad, es más fre-
cuente de lo que por lo general se advierte encontrar en la
vida normal situaciones plenas de evidencias de devoción
piadosa. De modo, pues, que la presencia de la piedad entre
nosotros es un hecho incontrovertible. ¿Por qué, entonces,
habría de impedirnos el prejuicio investigar este fenómeno
y, por lo menos, procurar entenderlo?

EL MÉTODO DE ANÁLISIS

Para empezar podríamos preguntar: ¿Qué es la piedad? ¿Es


una disposición psíquica o una cualidad del espíritu? ¿Es
un estado de ánimo? ¿Una actitud? ¿Una praxis? ¿Cuáles
son sus rasgos esenciales? ¿Cuál es su sentido y su valor?
¿Cuál es su significación? ¿Cuáles son sus aspiraciones?
¿Es un fenómeno único o una circunstancia accidental con-
comitante con otros acontecimientos de la vida humana?
¿Cómo es la vida interior de un hombre piadoso? ¿Cuáles
son los conceptos subyacentes y cuáles las aprehensiones
que se materializan en los actos de piedad?

En un análisis de este tipo no corresponde examinar la fe


implícita que entrañan los sistemas generales de fe y culto
pero que no es adquirida en forma independiente por los
individuos, ni tampoco analizar críticamente ninguna doc-
trina o credo. Nuestro propósito ha de ser, más bien, anali-
zar al hombre piadoso y examinar sus actitudes frente a las
fuerzas elementales de la realidad, no su posición respecto
a cualquier forma determinada de religión institucionaliza-
da. ¿Qué significa Dios en su vida? ¿Cuál es su actitud fren-
te al mundo, frente a la vida, frente a sus fuerzas interiores
y a sus posesiones?

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

La piedad no es un concepto psicológico. La palabra perte-


nece tan poco a la nomenclatura psicológica como los con-
ceptos lógicos de verdadero y falso, los conceptos éticos de
bueno y malo o los conceptos estéticos de hermoso y feo.
La piedad no denota una función, sino un ideal del alma.
Como la sabiduría y la veracidad, está sujeta al carácter
individual de un hombre y coloreada por sus cualidades.
Así, existen tipos de piedad apasionada y sobria, activa y
quietista, emocional e intelectual. No obstante, aunque la
piedad nunca es independiente de la estructura psíquica
del individuo, sería vano tratar de explicarla por alguna
tendencia o inclinación de la vida mental. De ningún modo
es el resultado de disposiciones psíquicas o funciones or-
gánicas de cualquier índole. Ciertas disposiciones pueden
influir sobre ella o intensificarla, pero no la crean.

Como acto, la piedad pertenece a la corriente de la vida psí-


quica. Sin embargo, su contenido espiritual no es idéntico
al acto mismo. Es universal y se lo debe diferenciar de la
función psíquica subjetiva. La piedad es un modo espiritual
objetivo de pensar y vivir. Hubo épocas en que la piedad
era tan corriente como lo es hoy por hoy el conocimiento
de la tabla de multiplicar.

A fin de comprender la piedad, debemos analizar la con-


ciencia que tiene de sus actos el hombre piadoso y clasificar
los conceptos latentes en su mente. Casi es superfluo sub-
rayar que la validez de semejante análisis no se ve menos-
cabada por la posibilidad de que los conceptos derivados
de una indagación general puedan no hallarse presentes en
todo acto o ejemplo de piedad. El hecho de que un poeta no
conozca las reglas que gobiernan su arte o no las aplique en
todos sus poemas, no significa que no existan reglas para
escribir poesía.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

Para nuestros fines no han de preocuparnos los aspectos


psicológicos de la cuestión. Ellos tienen su propia impor-
tancia, pero exigirían una investigación especial. Nuestro
objetivo es dirigir nuestra atención a los elementos esen-
ciales, constitutivos, comunes a los distintos tipos de pie-
dad, descartando matices accidentales y las intrascenden-
tes circunstancias acompañantes, que pueden diferir en
distintos casos. Nuestra tarea será la de describir la piedad
tal como es, sin pretender explicarla o sugerir su proceden-
cia de otros fenómenos. No analizaremos psicológicamente
la trayectoria que describe ni sus peculiaridades tal como
ellas se presentan en la vida de un individuo. No intentare-
mos trazar su desarrollo histórico a lo largo de los siglos y
en el molde de diferentes civilizaciones, sino que procura-
remos más bien exponer su contenido espiritual y relacio-
nar sus conceptos y sus manifestaciones con las principales
realidades de la vida corriente.

UNA ACTITUD DEL HOMBRE TOTAL

Rotular la piedad como una facultad, como una calidad


potencial del alma, se asemejaría a definir la arquitectura
como una destreza. Es imposible entender los hechos li-
mitándose a especular sobre sus orígenes. De igual modo
nos desviaríamos del buen camino si la rotuláramos como
un estado de ánimo, un estado emocional, una oleada de
sentimiento romántico. Hacerlo sería igual a caracterizar a
la luz de la Luna como melancólica o juzgar la navegación
por el peligro que entraña para la vida humana. Así tam-
bién llamarla virtud moral o intelectual sería como tratar
de retener la sombra de un caballo en fuga, con lo cual nos
quedaríamos sin la sombra y sin el caballo. La piedad no
consiste en actos aislados o en experiencias esporádicas y

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

efímeras, ni se limita a un solo estrato del alma. Si bien se


manifiesta en actos particulares, la piedad está más allá de
la distinción entre intelecto y emoción, voluntad y acción. Al
parecer su fuente es más profunda que el nivel que alcanza
la razón, y su esfera de acción, más amplia que la que abar-
ca la conciencia. Sí bien se revela en actitudes determina-
das como la devoción, la reverencia o el deseo de servir, sus
fuerzas esenciales arraigan en un estrato del alma mucho
más profundo que la órbita de cualquiera de ellas. La pie-
dad es un algo incesante, persistente, invariable del alma,
una actitud interior perpetua del hombre total. Como una
brisa en la atmósfera, corre a través de todos los hechos,
las palabras y los pensamientos; es un tenor de vida que se
revela en cada rasgo de carácter, en cada modo de acción.

LA ÚNICA VIDA QUE MERECE VIVIRSE

La piedad apunta a algo que está más allá de ella misma.


Al mismo tiempo que actúa en la vida interior, nos refiere
permanentemente a algo que trasciende al hombre, a algo
que está más allá del instante presente, algo que supera lo
visible y asequible. Al impedir consecuentemente que el
hombre se sumerja en la sensación o la ambición, se erige
en firme paladín de algo más importante que el interés o
los deseos, la pasión o el éxito. Sin negar el encanto y la
belleza del mundo, el hombre piadoso comprende que la
vida transcurre bajo vastos horizontes, horizontes que se
extienden más allá del lapso de una vida individual o hasta
de la vida de una nación, de una generación o de una era.
El hombre piadoso vislumbra un indicio de lo divino. En
las pequeñas cosas percibe lo significativo, en lo simple y
corriente percibe lo esencial; en la presurosa carrera de lo
pasajero percibe la quietud de lo eterno. Si bien la piedad

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

está en relación con lo que el hombre sabe y siente acerca


de los horizontes de la vida, excede con mucho el total re-
sultante de sumar sus diversas experiencias intelectuales y
emocionales. De hecho, la esencia de la piedad representa
algo más que una teoría, un sentimiento o una convicción.
Para quienes adhieren a ella, la piedad es el cumplimiento
del destino, la única vida que merece vivirse, el único modo
de vivir que en un momento u otro no arroja al hombre al
caos bestial.

La piedad es, entonces, un modo de vivir. Es la orientación


de la interioridad humana hacia lo sagrado. Es un interés
predominante por el valor último de todos los actos, senti-
mientos y pensamientos. Con el corazón abierto y atraído
por una gravitación espiritual, el hombre piadoso avanza,
por así decirlo, hacia el centro de un silencio universal y su
conciencia está ubicada de tal modo como para escuchar la
voz de Dios.

La vida de todo hombre se halla dominada por ciertos in-


tereses y está esencialmente determinada por la aspiración
a las cosas que más le importan. El interés principal del
hombre piadoso es su preocupación por la preocupación
de Dios, que de tal modo se convierte en la fuerza motora
que regula sus acciones y decisiones, modelando sus aspi-
raciones y su conducta. Es engañoso ver en actos aislados
de percepción o consideración los elementos decisivos de
la conducta humana. En realidad, es el rumbo de la mente
y el corazón, el interés general de una persona, el que lo
lleva a ver o descubrir ciertas situaciones y a pasar por alto
otras. Como ya dijimos antes, el interés es una aprehensión
selectiva basada en ideas, intuiciones, reconocimientos o
predilecciones anteriores. El interés del hombre piadoso
está determinado por su fe, o sea que la piedad es fe trans-
formada en vida, espíritu encarnado en una personalidad.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

EL ANONIMATO INTERIOR

La piedad es lo exactamente opuesto al egoísmo. El hom-


bre piadoso, que vive en la visión de lo inexpresablemente
puro, vuelve la espalda a su propia vanidad humana y an-
hela rendir las fuerzas del egotismo al poderío de Dios. Es
consciente de la mezquindad de la vida humana y de la ma-
grura e insuficiencia del servicio humano; de ahí que, para
proteger la salud y pureza interior de su devoción contra
la interferencia profanadora del yo egoísta, bregue por la
modestia, por el olvido del yo, por un anonimato interior
de servicio. Desea no tener conciencia de que es él quien
se consagra al servicio de Dios. El hombre piadoso no es-
pera recompensas. Aborrece la exhibición, la exterioridad
que busca llamar la atención en cualquier forma, y evita
tímidamente exponer sus cualidades incluso ante su pro-
pia mente. Está absorto en la belleza de lo que reverencia
y se dedica a fines cuya grandeza excede su capacidad de
adoración.

LA PIEDAD NO ES UN HÁBITO

La piedad no es un hábito que se desliza por carriles co-


nocidos. Es más bien un impulso, un arrebato, un sacudi-
miento del ser. Sólo suscita cierto ardor, celo, intensidad,
vigor o esfuerzo, y luego pasa a un estado de atrofia. Pero
nadie que alguna vez se haya sentido impelido por su fuer-
za podrá desprenderse por entero de su apremio. En mo-
mentos difíciles, el hombre piadoso podrá dar un traspié,
equivocarse o descarriarse; su debilidad podrá hacerlo su-
cumbir transitoriamente a lo agradable en lugar de man-
tenerse firmemente en lo verdadero, podrá dejarse llevar
por lo ostentoso en lugar de lo simple y lo arduo, pero su

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

adhesión a lo sagrado sólo flaqueará, sin destruirse jamás.


Por lo contrario, tales caídas sirven muchas veces para to-
mar renovado impulso y dar un nuevo salto hacia la meta.

SABIDURÍA Y PIEDAD

Aunque la piedad implica cierta profundidad espiritual, no


es el producto de una inteligencia innata. Sus fuerzas, más
que de agudeza de la mente, brotan de la pureza de cora-
zón. Ser piadoso no significa necesariamente ser sagaz o
juicioso. Implica sí, como tendencia predominante, rasgos
peculiares de la sabiduría, en el antiguo sentido de este vo-
cablo. Tanto la piedad como la sabiduría suponen autodo-
minio, abnegación, encauzamiento de las propias inclina-
ciones, fuerza de voluntad y firmeza de propósitos. Pero si
bien estas cualidades son instrumentos en la prosecución
de la piedad, no constituyen su naturaleza. La esencia de
la piedad es la solicitud por lo trascendente, la devoción a
Dios. Para el hombre piadoso, como para el hombre sabio,
el ser dueño de sí mismo es una exigencia de la vida. Sin
embargo, a diferencia del sabio, el hombre piadoso siente
que él no es dueño autónomo, sino más bien un interme-
diario que administra su propia vida en nombre de Dios.

FE Y PIEDAD

La piedad no sólo acepta el misterio, sino que procura


acordarse con él cumpliendo su parte de esfuerzo humano,
para lo cual se aventura a elevar lo humano al nivel de lo
espiritual. No se trata de una experiencia, sino de un actuar
sobre la experiencia; tampoco es una preocupación por el

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

sentido al que se desea explorar, sino de un intento de ba-


lancear la vida, de equilibrarla con un sentido aceptado.
El hombre piadoso es sensible a lo que hay de solemne en
lo simple, de sublime en lo sensual, pero no pretende pene-
trar en lo sagrado. Antes bien, brega para ser penetrado y
trabajado por lo sagrado, anhelante de ceder a su fuerza, de
identificarse con todo aquello que en el mundo tiende hacia
lo divino. Para la piedad lo que pesa no es el enfoque, sino
la impresión, no la idea sino el sentimiento; no el conoci-
miento sino la apreciación; no el saber sino la veracidad. La
piedad no es una intención sino una aproximación real. No
es la realización del rito o la ceremonia, sino el cuidado y
el afecto puesto en ellos, el toque personal, la ofrenda de la
vida. La piedad es el descubrimiento y la verificación de lo
trascendente en la vida humana.
La piedad se vive; no consiste sólo en percibir la realidad
de lo trascendente, sino en adoptar una actitud adecuada
hacia esa realidad y ese descubrimiento; no es sólo una vi-
sión, una forma de creencia, sino una adaptación, la res-
puesta a un llamado, un modo de vida. La piedad se ubica
por entero dentro de lo subjetivo y se origina en la iniciativa
humana. Por lo general está precedida por la fe, y es enton-
ces el logro de la fe, un esfuerzo para poner en práctica las
ideas de la fe, para seguir sus sugerencias. La piedad no de-
sea meramente aprender la verdad de la fe, sino acordarse
con ella; no desea sólo encontrar a Dios, sino morar junto
a Él, concordar con Su voluntad, ser el eco de Sus palabras
y responder a Su voz.
A través de la piedad se revela lo superior del ser, se mani-
fiesta lo más delicado del alma, se despliegan los elementos
más puros de la aventura humana. Esencialmente, la pie-
dad es una actitud hacia Dios y el mundo, hacia los hom-
bres y las cosas, hacia la vida y el destino.

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

EN PRESENCIA DE DIOS

El hombre piadoso está poseído por su conocimiento de la


presencia y la cercanía de Dios. En todo lugar y en todo
momento vive como si estuviese bajo los ojos de Dios, ya
sea que esté o no atento a su proximidad. Se siente envuel-
to, rodeado por la misericordia de Dios como por un vasto
espacio circundante. La presencia de Dios le es tan cerca-
na como el palpitar de su propio corazón. A veces profun-
da y calma; otras, anonadante, embriagadora, envuelve el
alma en llamas. La realidad trascendental de Dios está allí,
presente; es paz y fuerza y serenidad infinita; es inagotable
fuente de ayuda, compasión sin límites, puerta abierta que
aguarda la plegaria. Ocurre a veces que la vida del hombre
piadoso se sumerge en Dios hasta tal punto que su corazón
desborda como si fuera una copa en manos de Dios. Esa
presencia de Dios no es como la proximidad de una monta-
ña o la cercanía de un océano cuya visión podemos borrar
cerrando los ojos o alejándonos del lugar. Esa convergencia
con Dios es inevitable, ineludible; como el aire, se la respira
aunque no siempre tenga uno conciencia de su continua
respiración.

DIOS SE YERGUE ENTRE EL HOMBRE Y EL MUNDO

Demorarse en las cosas que constituyen peldaños en la


senda hacia lo sagrado, entregarse a la magna y maravillo-
sa visión de Su presencia, no significa esquivar las formas
de vida corrientes o perder de vista las bellezas mundana-
les o los valores profanos. El amor del hombre piadoso al
Creador no excluye el amor a la creación, si bien implica
una manera determinada de encarar todos los valores.
Dios está antes que todas las cosas, y todos los valores son

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

medidos con Su vara. El mero esplendor exterior no atrae


al hombre piadoso. El hombre piadoso se inclina hacia lo
que es bueno a los ojos de Dios y acuerda valor a lo que ar-
moniza con Su paz. No se deja engañar por el oropel ni di-
suadir por una apariencia desagradable. La ropa ostentosa,
los rostros sonrientes, los milagros del arte, no lo fascinan
cuando encubren el vicio o la blasfemia. Los más magnífi-
cos edificios, los más hermosos templos y monumentos de
la gloria mundana le repugnan si fueron construidos con
el sudor y las lágrimas de los esclavos sufrientes o erigidos
sobre la injusticia y el fraude. Le disgustan más la hipocre-
sía y la falsa devoción que la abierta iniquidad. Pero en las
manos manchadas y ásperas de padres abnegados, o en los
cuerpos mutilados o las caras magulladas de quienes fue-
ron perseguidos pero conservaron su fe en Dios, el hombre
piadoso es capaz de detectar la última gran luz que ilumina
la tierra.

UNA VIDA COMPATIBLE CON LA PRESENCIA DE DIOS

Todo lo que el hombre piadoso hace está ligado con lo di-


vino; su acto más nimio es tangencial a la ruta de Dios. Al
respirar, utiliza Su fuerza; al pensar, maneja Su poder. En
todo momento se mueve bajo el palio invisible del recuer-
do, y el maravilloso peso del nombre de Dios reposa sin
cesar en su mente. La palabra de Dios le es tan vital como el
aire o el alimento. Nunca está solo, nunca carece de compa-
ñía, pues Dios está al alcance de su corazón. En situaciones
afligentes o bajo el impacto de una súbita conmoción, pue-
de de pronto sentirse como en una senda desolada, pero
le basta pasear apenas la mirada en torno para descubrir
que la compasión de Dios supera su propio dolor. El hom-
bre piadoso no necesita una comunicación milagrosa para

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

percatarse de la presencia de Dios; tampoco es menester


una crisis para despertarlo al sentido y el llamado de esa
presencia. Aunque algún violento trastocamiento de su
conciencia pueda momentáneamente velarlo u ocultarlo,
su saber de Dios no se esfuma jamás. Es esa certeza de vivir
sin cesar bajo el ojo vigilante de Dios, la que lleva al hombre
piadoso a ver indicios de Dios en las diversas cosas que se
cruzan en su camino cotidiano; de ese modo puede aceptar
un hecho simple por lo que es en sí mismo, reconociéndolo
al mismo tiempo como un benévolo indicio, una bondado-
sa señal de la divinidad. Con esa permanente conciencia de
la presencia divina come y bebe, trabaja y descansa, habla
y piensa. Porque la piedad es una vida compatible con la
presencia de Dios.

EL VALOR DE LA REALIDAD

Tal compatibilidad se revela en la forma en que el hombre


piadoso considera y valora todos los fenómenos. Por na-
turaleza, el hombre es proclive a valorar las cosas y los he-
chos según el propósito que cumplen. En la vida económica
un hombre es estimado de acuerdo con su eficiencia, su va-
lor laboral y su posición social. En este ámbito, todo objeto
del Universo es visto como un producto o una herramienta
cuyo valor está determinado por la cantidad de trabajo que
es capaz de realizar o el grado de placer que puede propor-
cionar, de modo que la utilización es la medida de todas
las cosas. ¿Pero acaso el Universo fue creado meramente
para uso del hombre, para la satisfacción de sus deseos ani-
males? Obvio es subrayar hasta qué punto es una actitud
primaria y por cierto desconsiderada someter a otros seres
al servicio de nuestros intereses, dado que toda existencia
posee su propio valor interior y que utilizarla sin tomar en

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

cuenta su esencia individual es una profanación y un des-


precio a su verdadera dignidad. La insensatez de este en-
foque instrumental se manifiesta en la inevitable venganza
que suscita. Al tratar a todo lo demás como instrumento,
el hombre llega a convertirse en instrumento de algo que
no entiende. Al esclavizar a otros hombres cae en la escla-
vitud, sirviendo a los señores de la guerra o a prejuicios
que acaban por dominarlo. Muchas veces disipa su vida al
servicio de pasiones que astutamente otros despiertan en
él, tontamente convencido de que de esa manera ejerce su
libertad.

En rigor de verdad, el valor interior de cualquier ente –


hombres o mujeres, árboles o estrellas, ideas o cosas– no
depende por entero de ningún objetivo nuestro. Todos po-
seen un valor en sí mismos, con completa independencia
de cualquier función que los haga útiles para nuestros fi-
nes. Ello se aplica en particular al hombre, puesto que lo
que en él nos impone respeto es su esencia, ese secreto de
su ser que es la raigambre de la existencia y el sentido. Así
pues, sólo por eso lo estimaríamos, aunque no supiéramos
de modo alguno en el que pudiera sernos útil, ni conocié-
ramos manera alguna de subordinarlo a algún fin o propó-
sito.

UNA ACTITUD HACIA LA REALIDAD TODA

La piedad es, además, una actitud hacia la realidad toda.


El hombre piadoso está alerta a la dignidad de todo ser hu-
mano y a la gravitación que sobre los valores espirituales
poseen como derecho inalienable incluso las cosas inani-
madas. Puesto que percibe las relaciones de las cosas con
los valores trascendentes, es incapaz de rebajar a ninguna

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

de ellas esclavizándolas para su propio beneficio. El secreto


de cada ser es la preocupación y el cuidado divino que lleva
en sí. En todo hecho se juega algo sagrado; de ahí que el
hombre piadoso aborde la realidad en actitud reverencial.
Ello explica la solemnidad y la minuciosidad con que ma-
neja tanto las cosas grandes como las pequeñas.

REVERENCIA

La reverencia es una actitud particular hacia algo precia-


do y valioso, hacia alguien que es superior. Es un saludo
del alma, la conciencia del valor sin el goce de ese valor o
la búsqueda de cualquier ventaja personal. Los hechos y
las cosas cobran una transparencia sin par. Es posible ver
a través del mundo y ningún velo logra ocultar del todo a
Dios. Así, el hombre piadoso está siempre alerta para des-
cubrir un indicio de lo divino detrás de la apariencia de las
cosas; así, su actitud hacia la vida es una actitud de expec-
tante reverencia.

Merced a esa actitud de reverencia, el hombre piadoso se


halla en paz con la vida, pese a los conflictos que ésta entra-
ña. Acepta con paciencia las vicisitudes, pues su espíritu le
hace vislumbrar su significado potencial. Toda experiencia
abre las puertas de un templo de nueva luz, aunque el ves-
tíbulo sea oscuro y lúgubre. El hombre piadoso consiente
a las ordalías de la vida y a su necesaria cuota de angustia,
porque sabe que ellas integran la totalidad de la vida. Tal
aceptación no significa complacencia o resignación fatalis-
ta. El hombre piadoso no es insensible. Por lo contrario,
es agudamente sensible al dolor y el sufrimiento, al mal y
la adversidad en su propia vida y en la de los demás, pero
posee la fuerza interior para elevarse sobre la pesadumbre

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

y puesto que comprende qué son en verdad esos sufrimien-


tos, la pesadumbre le parece una suerte de arrogancia.
Nunca conocemos el sentido último de las cosas y mal po-
demos ser justos al establecer una distinción tajante entre
lo que consideramos bueno o malo en nuestro vivir. Hay
más grandeza en el amor que en el pesar, y con la compren-
sión que da el amor acerca de los lejanos alcances de todo
lo que afecta nuestra vida, el hombre piadoso nunca sobre-
estimará el peso aparente de sucesos efímeros.

GRATITUD

El hombre natural siente una genuina alegría al recibir un


regalo, al obtener algo que no ha ganado. El hombre piado-
so sabe que nada de lo que tiene lo ha ganado; ni siquiera
sus percepciones, sus pensamientos y palabras, o aun su
vida, son suyos merecidamente. Sabe que no tiene derecho
a nada de aquello que le fue otorgado. Así pues, sabiendo
que es poco lo que merece, nunca se arroga nada a sí mis-
mo. Dado que su gratitud es más fuerte que sus necesida-
des y deseos, puede vivir en la alegría y con el espíritu en
paz. Consciente de las pruebas de la bendición de Dios en
todo lo que recibe, el hombre natural tiene dos actitudes
hacia la vida: la alegría y la tristeza. El hombre piadoso sólo
tiene una, pues para él la tristeza representa un menoscabo
presuntuoso y arrogante de las realidades fundamentales.
La tristeza implica que el hombre se siente con derecho a
un mundo mejor, más placentero. La tristeza es una negati-
va, no una ofrenda; un desaire, no una apreciación; una re-
tirada en lugar de un avance. Las raíces de la tristeza están
en la petulancia, el descontento y el desconocimiento de lo
bueno. El hombre sombrío, que vive irritado y en constante
disputa con su destino, siente hostilidad por todas partes y

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

no parece percatarse nunca de lo ilegítimo de sus propias


quejas. Tiene una fina percepción de las incongruencias de
la vida, pero se niega tercamente a reconocer la delicada
gracia de la existencia.

LOS HECHOS COMUNES SON AVENTURAS

El hombre piadoso no toma la vida como un hecho obvio.


La pesada tarea de vivir no le enturbia el milagro de la vida
ni la conciencia de que vive merced a Dios. Ninguna rutina
de la vida social o económica embota su clara percepción
de lo que hay de inefablemente maravilloso en la natura-
leza y la historia. Para él, la historia es una perpetua im-
provisación del Creador, en la que el hombre interfiere de
una manera continua y violenta, y tiene el corazón puesto
en ese gran misterio en el que actúan Dios y el hombre. De
tal modo, su bien principal no es alguna experiencia singu-
lar, sino la vida misma. Cualquier experiencia excepcional
sólo le sirve como cerradura para la llave de su creencia.
No depende de lo excepcional; para él los hechos comunes
son aventuras en el dominio de lo espiritual y todos sus
pensamientos normales son, por así decirlo, sensaciones
de lo sagrado. Siente el calor oculto del bien en todas las
cosas y encuentra indicios de Dios en casi todos los obje-
tos corrientes sobre los que posa la mirada. Es por ello que
sus palabras traen esperanza a un mundo desesperanzado
y sórdido.

RESPONSABILIDAD

El ámbito en el que se siente incluido el hombre piadoso


no es un dominio limitado –como por ejemplo el de los ac-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

tos éticos–, sino que abarca la vida toda. Para él la vida


es un desafío del que nunca puede liberarse. No hay eva-
sión posible que pueda intentar; ninguna esfera de acción,
ningún período de su vida puede sustraérsele. Es decir que
la piedad no sólo consiste en actos determinados como la
oración o las prácticas rituales, sino que está entrelazada
con todas las acciones, es concomitante a todo quehacer
y acompaña y determina todos los asuntos de la vida. La
responsabilidad del hombre hacia Dios no puede descar-
garse mediante una excursión a la espiritualidad, convir-
tiendo la vida en un episodio de rapsodia espiritual; el sen-
tido mismo de responsabilidad es el andamio que sostiene
al hombre mientras diariamente construye su vida. Cada
uno de sus actos, cada incidente mental, tiene lugar en ese
andamio, de modo que el hombre trabaja sin cesar ya sea
construyendo o demoliendo su vida, su hogar, su esperanza
de Dios.

La responsabilidad implica libertad, y el hombre, depen-


diente del medio, de las ataduras sociales, de su disposición
interior, puede no obstante gozar de libertad ante Dios.
Sólo ante Dios el hombre es auténticamente independien-
te y auténticamente libre. Pero a su vez la libertad implica
responsabilidad, y el hombre es responsable por la forma
en que utiliza la naturaleza. Es asombroso hasta qué punto
el hombre moderno se despreocupa de la responsabilidad
que le cabe en relación con su mundo. Encuentra ante él
un universo desbordante de magníficos materiales y enor-
mes fuerzas, y sin vacilaciones ni escrúpulos se apodera de
todo lo que está a su alcance. Omnívoro en su deseo, sin
frenos en su actuar, tenaz en su propósito, está cambiando
gradualmente la faz de la tierra sin que al parecer nadie
le niegue o le dispute su supremacía. Engañados por esta
aparente grandeza, no nos detenemos a pensar qué bases
existen para avalar nuestro supuesto derecho a la posesión

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

del Universo. Nuestros arbitrarios deseos e impulsos, por


naturales que sean, no constituyen un título de propiedad.
Sin preocuparnos por ello, damos nuestro derecho por
sentado y nos adueñamos de todo, sin preguntarnos jamás
si no estaremos cometiendo un robo. La usina, la fábrica
y la gran tienda nos familiarizan con la explotación de la
naturaleza en nuestro beneficio. Tentados por el señuelo
de la familiaridad, trampa invisible en la que cae la mente,
cedemos fácilmente a la ilusión de que esas cosas nos per-
tenecen por derecho para que dispongamos de ellas según
nos plazca, sin pensar en el sol, la lluvia, los cursos de agua,
que de ningún modo son nuestros por legítimo derecho.
Nuestra ilusoria convicción sólo se ve sacudida por un mo-
mento, cuando nos enfrentamos con cosas que obviamente
escapan al dominio o la jurisdicción de lo humano, como
las montañas o los océanos, o sucesos incontrolables como
la muerte súbita, un terremoto u otras catástrofes.

En realidad, el hombre no tiene poderes ilimitados sobre


la tierra, como no los tiene sobre las estrellas o los vien-
tos. Ni siquiera tiene completo poder sobre sí mismo. En
un sentido absoluto, ni el mundo ni su propia vida le per-
tenecen. Y en cuanto a las cosas que se hallan bajo su re-
lativo dominio, no es la esencia de éstas la que gobierna
el hombre, sino sólo su apariencia, como resulta evidente
para cualquiera que alguna vez haya mirado de lleno con
mirada lúcida aunque sólo sea una flor o una piedra. Se
plantea entonces la pregunta: ¿Quién es el amo? ¿Quién
es el dueño de todo lo existente? “La tierra es del Señor”.
Así pues, el hombre piadoso considera que las fuerzas de la
naturaleza, los pensamientos de su propia mente, la vida y
el destino, son propiedad de Dios. Ese enfoque determina
su actitud hacia todas las cosas. No cae en la queja ni en la
desesperación cuando le sobrevienen calamidades, porque

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

sabe que todo en la vida concierne a la divinidad, porque


todo lo que es, es posesión divina.

UN REGALO PERPETUO

Del mismo modo, el hombre piadoso comprende que todo


lo que tiene a su disposición le ha sido otorgado como un
don, como un regalo. Y existe una diferencia entre la pose-
sión y el regalo. La posesión es soledad. La palabra misma
excluye a los demás del uso del objeto poseído sin consen-
timiento del poseedor, y quienes se aferran a la posesión
acaban por perecer en el aislamiento y la excomunión que
ellos mismos se impusieron. Por otro lado, al recibir un re-
galo el receptor obtiene, junto con el presente, el amor de
quien se lo entrega. O sea que un regalo es la vasija que
contiene el afecto y que se rompe en cuanto el receptor co-
mienza a considerarlo una posesión. El hombre piadoso re-
conoce que tiene un regalo perpetuo de Dios, pues en todo
lo que le acontece siente el amor de Dios. En las mil y una
experiencias que integran un día, es consciente de la inter-
vención de ese amor en su vida.

EL SENTIDO DEL SACRIFICIO

El hombre corriente tiende a desconocer todos los indicios


de la presencia divina en la vida. En su fatuidad y vana-
gloria se considera poseedor. Para el hombre piadoso se-
mejante actitud es sacrilegio y su método para salvarse de
esa alucinación es el ascetismo y el sacrificio. Se libera de
toda ilusión de posesión renunciando, en aras de Dios, a
cosas valiosas o deseadas y privándose, por el bien de otras

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

personas que necesitan su ayuda, de aquellas cosas que le


son caras. De modo pues, que el sacrificio no consiste en
abandonar lo que nos fue concedido, en desechar los dones
de la vida. Por lo contrario, consiste en devolver a Dios lo
que de Él recibimos, empleándolo para servirlo. Dar de esa
manera es una forma de dar gracias.

El desprendimiento y la ofrenda son elementos esenciales


del sacrificio. La mera ofrenda sin desprendimiento care-
cería de participación personal y podría caer fácilmente en
un acto ritual superficial, en el cual el aspecto mecánico es
más importante que el personal. Conduciría a una externa-
lización y falta de hondura del sacrificio, como tantas ve-
ces ocurrió en la historia de la religión. Por otra parte, el
desprendimiento sin más tiende a convertir el ascetismo
en un fin en sí, con lo cual pierde su valor frente a Dios. El
verdadero ascetismo no consiste en un mero privarnos de
cosas, sino en darle a Dios lo que para nosotros es precioso.

La pobreza constituyó muchas veces el ideal de los hombres


piadosos, pero un hombre puede ser pobre en bienes ma-
teriales y al mismo tiempo aferrarse con mayor tenacidad
a sus bienes y ambiciones intelectuales. La mera pobreza
como tal no es un camino, pues la amargura de la miseria
suele alterar el equilibrio de valores del carácter humano,
mientras que el deleite que encuentra el hombre virtuoso
en los regalos de Dios le otorga la fuerza para servir y los
medios para dar. El propósito del sacrificio no radica en
la auto-pauperización como tal, sino en ceder a Dios todas
las propias aspiraciones, creando así un espacio para Él en
nuestro corazón. El sacrificio es, además, una imitatio Dei,
pues se realiza a la manera del divino Dador y al recordarle
al hombre que fue creado a semejanza de lo divino, le re-
cuerda que está emparentado con Dios.

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

AFINIDAD CON LO DIVINO

Se presenta aquí, sin embargo, otro problema. ¿Cómo de-


bemos entender ese parentesco, esa afinidad del hombre
con lo divino? Un indicio de la afinidad del hombre con
Dios es su persistente aspiración a ir más allá de sí mismo.
Posee la facultad de entregarse a fines superiores, tiene en
potencia la voluntad de servir, de dedicarse a una tarea que
trasciende sus propios intereses y su propia vida, de vivir
para un ideal. Ese ideal puede ser la familia, un amigo, un
grupo, la nación; o bien puede ser el arte, la ciencia o el
servicio social. En muchas personas este deseo de servir se
halla reprimido, pero en el hombre piadoso prospera y flo-
rece. En muchas vidas esos ideales parecen callejones sin
salida, pero para el hombre piadoso son vías que conducen
a Dios. Si esos ideales se convierten en ídolos, en fines en
sí mismos, encierran al alma, pero para el hombre piadoso
son aberturas por donde penetra la luz de lugares lejanos
para iluminar más de un detalle insignificante. Para él, los
ideales son largos pasos en el camino, nunca el punto de
destino.

UN TESORO DE DIOS

La piedad, finalmente, es obediencia a la voluntad de Dios.


Ya sea que esa voluntad se entienda o no, se la acepta como
buena y santa y se la obedece en la fe. La vida es un man-
dato, no el disfrute de una renta vitalicia; una tarea, no un
juego; una orden, no un favor. Así, al hombre piadoso la
vida no se le presenta como una cadena fatal de aconte-
cimientos que necesariamente se suceden, sino que le lle-
ga como una voz que contiene un llamado. Es un fluir de
oportunidades de servicio, en el que cada experiencia da

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ABRAHAM JOSHUA HESCHEL

la clave de un nuevo deber, de modo que todo lo que entra


en su vida representa para él un medio de demostrar reno-
vada devoción. Es decir que la piedad no es un exceso de
entusiasmo, sino que implica la decisión de seguir un curso
de vida definido, en busca de la voluntad de Dios. Todos
los pensamientos y proyectos del hombre piadoso giran
alrededor de esa preocupación y nada puede distraerlo ni
apartarlo de su camino. Quienquiera emprenda la marcha
por ese camino pronto descubrirá cuán imperioso es el es-
píritu. Sentirá la compulsión de servir, y aunque por mo-
mentos acaso intente escapar, la fuerza de esa compulsión
lo traerá de vuelta inevitablemente al buen camino, don-
de seguirá procurando servir a la voluntad de Dios. Antes
de actuar, se detendrá a pesar los efectos de su acción en
la alabanza de Dios. Antes de hablar se preguntará si sus
palabras lo complacerán a Él. Así, con autodominio y em-
peñoso esfuerzo, con sacrificio y concentración, mediante
la plegaria y la gracia, prosigue su camino, y para él el ca-
mino es más importante que la meta. Su destino no es el
logro, sino la contribución, y su voluntad de servir deter-
mina toda su conducta. Su preocupación por la voluntad de
Dios no se limita a un sector de sus actividades, sino que su
ferviente deseo es poner su vida a disposición de Dios. En
ello encuentra el verdadero sentido de la vida. Se sentiría
miserable y perdido sin la certeza de que su vida, por in-
significante que sea, cumple una finalidad en el gran plan,
y la vida cobra mayor valor cuando se ve cumpliendo obje-
tivos que lo apartan de sí mismo. De este modo siente que
en cualquier cosa que haga asciende, peldaño a peldaño,
una escalera que lleva a la esencia última. Al ayudar a una
criatura, ayuda al Creador. Al socorrer al pobre, cumple un
objetivo de Dios. Al admirar el bien reverencia el espíritu
de Dios. Al amar la pureza, se acerca a Él. Al promover la
rectitud encamina las cosas hacia su voluntad, en la cual
todos los fines han de llegar a su término. Mientras ascien-

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EL HOMBRE NO ESTÁ SOLO

de por esa escalera, el hombre piadoso llega al estado de


olvido de sí mismo y sacrifica no sólo sus deseos sino tam-
bién su voluntad, pues comprende que lo que importa es la
voluntad de Dios y no su propia perfección o salvación. Así,
la gloria de la devoción humana al bien se convierte en un
tesoro de Dios en la tierra.

NUESTRO DESTINO ES AYUDAR

El mayor problema no es cómo continuar nuestra existen-


cia, sino cómo exaltarla. El anhelo de una vida más allá
de la tumba es presuntuoso si no existe el anhelo de vida
eterna antes de descender al sepulcro. La eternidad no es
futuro perpetuo, sino perpetua presencia. Dios sembró en
nosotros la semilla de la vida eterna. El mundo por venir no
es sólo un más allá, sino un aquí y ahora.

Nuestro problema mayor no es cómo continuar, sino cómo


regresar. “¿Cómo puedo pagar al Señor todos sus benefi-
cios para conmigo?”. (Salmos 116:12). Cuando la vida es
una respuesta, la muerte es un retorno al hogar. “Preciosa
es a los ojos del Señor la muerte de sus santos” (Salmos
116:15). Pues nuestro problema mayor no es más que una
resonancia de la preocupación de Dios: ¿Cómo puedo pa-
gar al hombre todos sus beneficios para conmigo? “Pues la
misericordia de Dios perdura por siempre”.

Éste es el sentido de la existencia: conciliar la libertad con


el servicio, lo transitorio con lo perdurable; entretejer las
hebras de la temporalidad con el paño de la eternidad. La
más profunda sabiduría que puede alcanzar el hombre es
saber que su destino es ayudar, servir. Debernos conquistar
a fin de rendirnos; debemos adquirir a fin de dar; debemos

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triunfar a fin de ser dominados. El hombre debe entender


a fin de creer, debe saber a fin de aceptar. La aspiración es
obtener; la perfección es renunciar. Éste es el sentido de
la muerte: la ofrenda última de uno mismo a lo divino. Así
entendida, la muerte no se verá distorsionada por el afán
de inmortalidad, pues este acto de entrega es la recipro-
cidad del hombre por el regalo de la vida que le hizo Dios.
Para el hombre piadoso, morir es un privilegio. triunfar a
fin de ser dominados. El hombre debe entender a fin de
creer, debe saber a fin de aceptar. La aspiración es obtener;
la perfección es renunciar. Éste es el sentido de la muerte:
la ofrenda última de uno mismo a lo divino. Así entendida,
la muerte no se verá distorsionada por el afán de inmorta-
lidad, pues este acto de entrega es la reciprocidad del hom-
bre por el regalo de la vida que le hizo Dios. Para el hombre
piadoso, morir es un privilegio.

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