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El pasado 13 de febrero, de madrugada, fallecía el sacerdote jesuita Franz Jalics. De origen húngaro, hijo de una familia
acomodada, su prolífica biografía muestra el recorrido vital y espiritual de un verdadero místico contemporáneo.
Nacido en 1927, Jalics tuvo una estrecha conexión con su madre, quien desde muy
joven tuvo una clara vocación religiosa, pero las Hermanas del Sacre Coeur la invitaron a estudiar antes de tomar los hábitos.
Durante su doctorado conoció al que sería su marido. En ese tiempo, su vocación convivía con un deseo sincero de casarse.
Confundida, rezaba a Dios en busca de respuesta. Ésta le llegó en una frase: “Yo quiero a tu hijo”. No lo dudó. Se casó y pidió
tener una amplia descendencia. Tuvo nueve hijos.
La primera revelación fundamental le llega a Franz Jalics a los diecisiete años. Durante el bombardeo de Nüremberg,
escondido entre unas ruinas, experimentó un terror profundo ante la posibilidad real de perder la vida. Tras ese
momento de pánico sintió una paz y una quietud indescriptibles. La plenitud y libertad vividas en esa situación se
convertirían en el motor de su búsqueda a lo largo de toda su vida.
Durante la dictadura militar del general Videla, el 23 de mayo de 1976, Franz Jalics y el también jesuita Orlando Yorio fueron
secuestrados por los militares como sospechosos de colaborar con la guerrilla. Sufrieron tortura y permanecieron
encapuchados y esposados durante cinco meses con la incertidumbre de ser asesinados en cualquier momento. Según
explicaría posteriormente, en esas circunstancias extremas lo único que le salvó de la locura fue la oración continua.
Tras su liberación volvió a Europa y se dedicó al estudio y profundización de la oración contemplativa. En su búsqueda se
acercó a escuelas de conocimiento orientales, como la de Ramana Maharshi (1879-1950), un reconocido maestro hindú, algo que
no fue bien aceptado por sus compañeros de la Compañía. En 1984 funda una casa de oración en Gries, Baviera, localidad en la
que en 2004 falleció su madre a los 102 años. Además de ella, de quien el jesuita habla como una auténtica referencia -“ella fue
una persona totalmente guiada por Dios”-, sus maestros espirituales fueron Juan de la Cruz, Teresa de Ávila y, por supuesto,
Ignacio de Loyola.
Se ha ido un hombre coherente que vivió su vocación hasta sus últimos días. A partir de su vívida experiencia de encuentro con
Dios descubrió su misión en el mundo: mostrar un camino espiritual accesible y sencillo para quien anhele escuchar en su
interior la palabra divina.
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