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La conciencia

La conciencia es una realidad moral fundamental.

Antes de dar una definición precisa de la conciencia nos vamos a ir aproximando a ella
a través de expresiones comunes, tales como: "actuar en conciencia", "defensa de la
libertad de conciencia", etc. En estas expresiones, usadas con frecuencia, encontramos
que la conciencia está presente en nuestra realidad, en nuestra vida moral.

Hay además una gran cantidad de textos de autores precristianos, cristianos y no


cristianos referidos a la conciencia.

Se trata, por lo tanto, de una realidad humana innegable.

- San Agustín escribe: "Entra dentro de tu conciencia e interrógala. No prestes


atención a lo que florece afuera, sino a la raíz que está en la tierra".
- Dante escribe: "Conciencia digna y neta, para ti una pequeña falta es un amargo
remordimiento".
- Cicerón: "De gran peso es el testimonio que la conciencia se forma del vicio y de
la virtud, si lo suprimimos, nada permanece".
También autores agnósticos han reconocido esta realidad:

- Víctor Hugo llama a la conciencia "la brújula de lo desconocido" y Rousseau habla


de ella como "la voz del alma".
- Pío XII escribe: "La conciencia es como el núcleo más íntimo y secreto del
hombre. Dentro de ella se refugia con sus facultades espirituales en absoluta
soledad: solo consigo mismo, mejor, solo con Dios -de cuya voz la conciencia es
un eco- y consigo mismo".

"Toda la moral cristiana está basada en un tratamiento profundo y delicado de la


conciencia".

Antes de entrar en un análisis profundo de la conciencia debemos señalar que siempre


se la ha considerado como "norma próxima de moralidad". Norma porque es guía de
nuestros actos morales; próxima porque se pronuncia instantáneamente y porque está tan
cerca nuestro como que está dentro de nosotros mismo. Pero esta norma de moralidad no
es única ni sin referente. El punto de referencia de la conciencia es la ley moral, es decir,
la ley natural, la ley divino positiva y la ley humana justa.

Naturaleza de la Conciencia

Si bien suponemos que por lo ya dicho esto ha quedado claro, es bueno recalcar que
cuando hacemos referencia a la conciencia no nos estamos refiriendo a la conciencia
psicológica (ser consciente de...) sino en su sentido estrictamente moral.

De este modo podemos definir a la conciencia como "un juicio o dictamen de la


inteligencia práctica, que califica la bondad o malicia de un acto hecho o por realizar".
Analicemos esta definición: Decimos que la conciencia es un juicio o dictamen. Esto
significa que se trata de un acto, la conciencia no es una facultad o potencia o un hábito.
En segundo lugar afirmamos que ese juicio es realizado por la inteligencia práctica.
Recordamos aquí que la inteligencia del hombre posee dos dimensiones, la teórica y la
práctica. Mediante la primera el hombre especula, reflexiona, estudia; con la segunda, el
hombre determina el que considera mejor modo de actuar en cada circunstancia. Con la
voluntad se moviliza a actuar. La inteligencia práctica tiene como primer principio,
evidente e indemostrable, el ya citado primer principio de la moralidad "hay que hacer el
bien y evitar el mal".

En tercer lugar, decimos que ese juicio califica la bondad o malicia de un acto. Se trata
entonces de un juicio de valor respecto a la moralidad del acto. Es un juicio moral. No
juzgamos con la conciencia si algo es conveniente e inconveniente a nuestros intereses o
si algo será agradable y placentero o desagradable. Juzgamos si el acto es bueno o malo
desde es punto de vista moral.

Por último, decimos en la definición que el juicio se realiza respecto a actos hechos o
por realizar. Esto significa -como veremos más adelante- que el juicio de la conciencia
puede ser anterior o posterior al acto. Esto es bueno aclararlo porque, por lo general,
tendemos a tener una idea de conciencia sólo referida a actos ya realizados.
Si bien con lo dicho hasta aquí seguramente ha quedado claro, es bueno señalar
expresamente que la conciencia -el juicio de la conciencia- se refiere exclusivamente a los
actos propios. No es con la conciencia que juzgamos los actos ajenos.

También es bueno aclarar que la conciencia es algo personalísimo. Es el juicio de una


persona referido a sus propios actos. Las referencias a una supuesta "conciencia
colectiva", como si todos los hombres o un gran número de ellos juzgaran de una vez sus
actos, es simplemente una metáfora que no tiene fundamento ni consecuencias morales.

Por último, insistimos en algo ya insinuado más arriba: la conciencia juzga a partir de
un punto de referencia, de un conjunto de criterios y normas anteriores a ella. La
conciencia no crea, no decide qué es bueno y qué es malo, la conciencia descubre lo
bueno y lo malo en la ley moral. La conciencia, por tanto, no es autónoma, no determina
la norma por sí misma, no crea su propia ley. La conciencia sí puede considerarse
"autónoma" si por autonomía entendemos libertad. La conciencia no puede ser
coaccionada.

Santo Tomás de Aquino expresa: "Este es el supremo grado de dignidad en los


hombres: que no por otros, sino ellos mismos, lleguen a la realización del bien".

Diferencia con conceptos afines

Nos hemos referido a la conciencia aproximándonos primero a ella a partir de


conceptos expresados por distintos pensadores, haciendo referencia a nuestra propia
experiencia y, por último, llegando a una definición de lo que la conciencia es.

Resulta importante dejar claro qué diferencias existen entre la conciencia y otros
conceptos relacionados con la realidad moral del hombre y que pueden generar alguna
confusión.
La sindéresis

La sindéresis es "el hábito de los primeros principios morales". No es, por lo tanto, un
juicio, es decir un acto particular, sino el hábito desarrollado de descubrir en nuestro
actuar dónde está "el bien que debemos hacer y dónde el mal que debemos evitar", tal
como hemos definido a los primeros principios de la moralidad.

La ciencia moral

La ciencia moral es aquella que, por medios racionales, descubre y especula acerca de
los principios objetivos de la moral. Hay en ella un objeto propio y un método, como en
toda ciencia, que conducen al análisis de la actuación moral del hombre "en abstracto", es
decir no referida a actos particulares y mucho menos propios de quien realiza ese
análisis. Por ello lo que obtiene son conclusiones objetivas y generales.

La conciencia, en cambio, si bien tiene como hemos dicho a la ciencia moral (objetiva)
como referente necesario, es, en primer lugar, algo subjetivo; es decir personal. Por ello
la conciencia, puede no coincidir con la ciencia moral al juzgar un acto, del mismo modo
que un experto conocedor de esta ciencia puede actuar de manera inmoral o bien, alguien
que no conoce nada de ella, puede actuar, normalmente, moralmente bien.

La prudencia

La prudencia es una virtud -es decir un hábito bueno, valioso- que consiste en
encontrar en cada acto, puesto frente a las distintas alternativas de acción, el mejor
camino. Obviamente, si hablamos del mejor camino o la mejor opción en el actuar, la
prudencia será la virtud de obrar bien. Esta virtud deberá estar acompañada y sustentada
en una conciencia que juzgue los actos realizados o a realizar rectamente. Pese a esta
relación y a la necesaria coincidencia en los juicios, queda claro que la prudencia y la
conciencia son realidades diferentes en la vida moral.

Queda claro que la conciencia no es lo mismo que la sindéresis, que la ciencia moral y
que la prudencia. Pero resulta también evidente que existe entre ellas una relación
necesaria y de "retroalimentación" constante.

La conciencia es "poner en acto" la sindéresis y su ejercicio lleva al hábito virtuoso de


la prudencia, la que no puede estar en discordancia con la ciencia moral.

Estados en que puede encontrarse la conciencia

Veremos a continuación las diferentes clases de conciencia teniendo en cuenta tres


criterios fundamentales.

Conciencia en relación al acto


Tal como ya mencionamos al definir la conciencia, ésta puede emitir su juicio o
dictamen respecto a un acto por realizar o ya realizado. En el primer caso, hablaremos de
una conciencia antecedente y, en el segundo, de una conciencia consecuente.

Conciencia en relación a su conformidad con la ley moral

Nos referimos aquí a la coincidencia o no entre los criterios subjetivos seguidos por la
conciencia al emitir su juicio y los criterios objetivos de la ley moral, respecto del acto en
cuestión.

En este sentido podemos distinguir:

a.- conciencia recta o verdadera: es la que emite su juicio a partir de principios o


criterios que coinciden con los que la ley moral sostiene con respecto al acto de que
se trata. La conciencia en este caso es aplicación de la sindéresis porque concuerda
con los primeros principios de la moralidad y sus conclusiones. Podemos citar como
ejemplo a la conciencia que juzga la mentira como un acto moralmente indebido, lo
que coincide con lo que sostiene la ley moral sobre dicha acción de mentir.
b.- Conciencia errónea o falsa: es la que, al emitir su dictamen respecto a un acto, lo
hace a partir de principios y criterios que no coinciden con lo que la ley moral
sostiene respecto a ese acto. Juzga, entonces, de acuerdo a principios
objetivamente falsos aunque los estime subjetivamente verdaderos. Respecto a la
conciencia errónea es fundamental hacer una distinción entre la conciencia
invenciblemente errónea, en la que hay un error que no puede ser superado y la
conciencia venciblemente errónea. Sobre esta distinción volveremos más adelante.
Dentro de la conciencia errónea se distinguen los siguientes tipos, de acuerdo a la
naturaleza del error y la actitud adoptada frente al hecho moral.
b.1.-Conciencia escrupulosa: la que considera mala una acción basándose en
principios y razones que no son tales y, generalmente, en detalles de poca
importancia. Por ejemplo, una persona cuya conciencia le remuerde el no haber
saludado por la calle a una persona conocida, aunque lo haya hecho por simple
distracción o por no haberlo reconocido en un primer momento, le está dando
excesiva importancia a un hecho que no lo tiene. En el plano religioso -donde
este tipo de conciencia errónea suele darse con frecuencia- podemos poner
como ejemplo a aquella persona que se culpa a sí misma por haber tocado con
los dientes la hostia al comulgar (cosa que carece absolutamente de
importancia) o no haber ido a Misa un domingo por haber estado enferma;
cuando ésta es, precisamente, una de las causas que eximen del cumplimiento
del precepto.
b.2.-Conciencia perpleja: la que, frente a un acto moral que le plantea distintas
opciones, ve a todas como malas. Es una conciencia "inmovilizante" o
"paralizadora", por lo que se corre el riesgo de caer en la culpa moral por
omisión de lo debido, más que por hacer lo indebido.
Debemos aclarar que el hombre puede enfrentarse en su vida a situaciones en
las que las alternativas que se le plantean sean todas malas; en distintos
grados, pero malas. Esto puede ocurrir con cierta frecuencia en el mundo de los
negocios cuando, por ejemplo, el origen del dinero con el que se piensa hacer
el negocio es espúreo. Lo mismo ocurre si la actividad es de por sí inmoral. Si
alguien, por ejemplo, se dedica al tráfico de drogas, las alternativas que se le
plantean en una operación van a ser, sin duda, todas malas. Pero el hombre
corriente y aún el hombre de negocios no es posible que esté enfrentado
siempre a situaciones cuyas opciones son todas malas. Esto sería admitir que
el hombre en esa condición no puede obrar el bien, lo cual sería lo mismo que
decir que carece de libertad. Y esto es algo que va en contra de nuestra
naturaleza y de la voluntad creadora de Dios.
b.3.-Conciencia laxa (etimológicamente, "floja", "sin tensión"), es la que no da
importancia a lo que en sí mismo es moralmente grave y negativo. Si esta
laxitud se convierte en crónica (permanente), al punto de no plantearse
problema moral alguno, se habla de conciencia cauterizada, como si se le
hubiera formado un callo.
b.4.-Conciencia farisaica o hipócrita: la que da mucha importancia a cuestiones
que no la tienen y, al mismo tiempo, pasa por alto actos realmente graves. Se
la llama farisaica porque esta es la actitud que Jesús cuestiona a los fariseos
de su época, quienes lo acusan por curar a un ciego en sábado o no lavarse las
manos antes de comer, pero en sus corazones buscaban eludir la ley. Esta
actitud les valió esa famosa expresión durísima de Jesús de "sepulcros
blanqueados". Es la actitud de quienes ven "la paja en el ojo ajeno y no la viga
en el propio".

Conciencia en relación al asentimiento

En este caso distinguimos a:

a.- Conciencia cierta. Es la que juzga con certeza, con seguridad que una acción es
buena o mala. Se está seguro en la emisión del dictamen o juicio; no hay temor a
equivocarse. Es bueno resaltar que aquí el término cierta se usa en su acepción de
"segura", relativa a la certeza y no en la acepción de "verdadera". Es bueno aclarar
esto para no confundir la conciencia verdadera con la conciencia cierta ya que
conceptualmente se trata de cosas muy diferentes.
b.- Conciencia dudosa. Es la que emite el juicio respecto a un acto con dudas, sin
seguridad, sin certeza.

Enunciadas y desarrolladas brevemente las distintas clases de conciencia, vamos a


analizar la relación de las características de la conciencia con la moralidad de los actos
realizados.

En primer lugar, decimos que la conciencia en relación al acto (antecedente o


consecuente) no tiene incidencia con la moralidad de ese acto. Se trata simplemente de
una cuestión temporal.

En cuanto a la conciencia recta o verdadera, la coincidencia de los criterios seguidos


para emitir el juicio sobre el acto con lo que sostiene la ley moral con respecto a ese acto,
de ninguna manera asegura que el acto sea bueno. El que roba puede -con conciencia
recta- tener perfectamente claro que robar está mal, lo que coincide con la ley moral. Sin
embargo, el acto realizado ha sido moralmente malo.

Ese mismo juicio de la conciencia respecto del robo pudo haber sido hecho, además,
con absoluta certeza. Tampoco esto cambia la malicia del acto.

Sin embargo podemos ver claramente que –si bien esto no asegura el obrar bien,
como acabamos de ver- es conveniente (diríamos necesario) llegar a tener una
conciencia verdadera y cierta. Esta es la conciencia que realmente puede ser "brújula de
lo desconocido"; puede, ante un hecho nuevo para nosotros, darnos criterios verdaderos y
la certeza de que se trata de una acción buena o mala.

Conciencia recta y conciencia errónea

De acuerdo a lo visto en el punto anterior, resulta necesario para llevar una vida moral
adecuada, poseer una conciencia recta y cierta. El primer caso -conciencia recta- exigirá
el conocimiento de la ley moral, de modo que el juicio de la conciencia pueda concordar
con lo que sostiene dicha ley sobre el hecho en cuestión. Para conocer la ley moral es
necesario conocer las leyes que la constituyen: la ley natural, la ley divino positiva y la
ley humana justa. Además, es necesario que el juicio de la conciencia sea dado con
seguridad, sin dudar al emitirlo. Esto es tener una conciencia cierta.

La importancia de tener una conciencia bien formada -recta y cierta- radica en la


afirmación ya realizada de que la conciencia es norma próxima y subjetiva de moralidad.
Luego, si falla la conciencia, falla nuestro actuar moral.

También es preciso dejar claro otro principio: "debe seguirse la conciencia


invenciblemente errónea".

Tal como dijimos, la conciencia invenciblemente errónea es aquella que juzga con
criterios falsos creyendo que son verdaderos; siendo, además, ese error imposible de
corregir (invencible). La conciencia invenciblemente errónea considera subjetivamente,
que algo objetivamente malo no lo es o, simplemente que es bueno y, además, no puede
subsanar este error. Por lo tanto, si la persona con una conciencia como la descripta no la
sigue, significa que -subjetivamente- está obrando mal en forma deliberada, por más que
el hecho sea objetivamente bueno. Esto claramente es algo inmoral (hacer
deliberadamente algo malo).

Distinto es el caso de la conciencia venciblemente errónea en la que el error puede ser


subsanado con un análisis más atento y profundo de nuestros actos y sus consecuencias
morales. En este caso existe obligación de vencer el error ya que esto es posible y no
hacerlo sería perseverar en el error y convertir nuestra conciencia en una conciencia laxa,
la que permite actuar más "libremente".

La formación y educación de la conciencia

Actuar en conciencia y a conciencia es el ideal moral en un planteo ético personal y


también profesional. Esto se traduce, como hemos visto, en actuar con conciencia recta y
cierta, dado que esto nos asegura un dictamen certero basado en la auténtica ley moral.

Pero esto no se da espontáneamente en todas las personas. Y aún aquellas que


poseen una conciencia como la mencionada, pueden y deben seguir trabajando en su
perfección. Se debe entonces siempre trabajar en la formación y educación de la
conciencia. Esto significa procurar alcanzar una conciencia recta a través de un
conocimiento cada vez más profundo de la ley moral y, al mismo tiempo, procurar
aumentar el grado de certeza del juicio de nuestra conciencia, en parte con ese mayor
conocimiento de la ley moral y haciendo además un ejercicio más consciente de nuestra
conciencia, mediante juicios más meditados y fundados.

Ya hemos dicho que una conciencia recta y cierta no garantiza la moralidad de


nuestros actos, pero ayuda a lograrla. Veamos una explicación de esto desde otra
perspectiva distinta a la ya analizada.

Veamos el caso de una persona que alcanza, con los métodos propuestos, una
conciencia recta y cierta. Pese a ello sus conductas habituales en determinado aspecto,
no son moralmente buenas. Su conciencia juzgará correctamente y con certeza que esos
actos son malos y la persona sentirá el peso de la culpa que ella implica. Si este hecho se
repite con frecuencia, esta persona sentirá un permanente estado de insatisfacción,
producto del choque interior entre lo que sabe que debe hacer y lo que realmente hace.
Esta insatisfacción, originada en la incoherencia de vida, llevará a esa persona a ir
modificando sus actos de modo que tal incoherencia desaparezca y con ella la
insatisfacción que la perturba.

Hay una natural tendencia a resolver los conflictos internos y este es el caso deseado
en que se resuelve conservando una conciencia recta y cierta y, a partir de ella,
modificando la forma de actuar.

Puede ocurrir también que el caso no se resuelva tan favorablemente para la vida
moral de esta persona. Sería lo que ocurriría si este "cargo" permanente de la conciencia
provocara, no un cambio en el modo de actuar, sino un acallamiento de la conciencia, lo
que es como decir, convertirla de recta y cierta en errónea (en este caso, laxa). Es lo que
se ha expresado con gran claridad en esa frase que dice: "el que no vive como piensa,
termina por pensar como vive".

Existe por lo tanto un riesgo. La vida moral no puede ser un camino seguro y sin
tropiezos. Pero queda claro que una sana y bien formada conciencia nos da las mayores
posibilidades de llevar una vida conforme a las normas morales.

También debemos decir que la formación de la conciencia es en sí misma una tarea


moral de adquisición de virtudes.

Por último, es fundamental aclarar que la formación y educación de la conciencia no


puede imponerse a otros coactivamente ya que no hay actos morales sin libertad.

Libertad de la conciencia y libertad de conciencia

Estamos frente a dos expresiones que parecen significar lo mismo. Si bien puede ser
que desde un punto de vista estrictamente gramatical haya identidad de significados, no
ocurre lo mismo desde la perspectiva de la Ética.

Libertad de la conciencia quiere decir que por tratarse la conciencia de un acto


humano (juicio), personal e intransferible, se ha de determinar por sí misma; es decir, es
libre. En consecuencia, la conciencia es necesariamente libre. Por ello decimos que no
puede violentarse ni coaccionarse la conciencia, ya que se tratarían de actos claramente
inmorales.
Muy distinto es lo que se entiende por libertad de conciencia. Dijimos que la
conciencia era un juicio que tenía como punto de referencia la ley moral. Así como un juez
antes de emitir un fallo consulta las leyes aplicables, la jurisprudencia relacionada al caso
para que su sentencia se "ajuste a derecho", del mismo modo la conciencia "busca" en la
ley moral para emitir su juicio.

Por libertad de conciencia se entiende una conciencia que en lugar de juez es


"legisladora" en materia moral. La conciencia ya no juzga a partir de lo que la ley moral
establece sino que determina qué es lo que está bien y qué es lo que está mal. Esto
equivale a la negación de la moral, ya que esto podría llevar a que cada hombre se
convirtiera en el creador de su propia regla moral, la que, además, sería cambiante
constantemente como es cambiante el criterio de quien no se aferra a normas estables.

Existe un estado intermedio que es el de considerar a la conciencia sujeta a


comportamientos morales dominantes o más frecuentes. De allí resultaría una moral
acomodada a las modas y las presiones del medio.

Esta concepción de la libertad de conciencia responde a una visión más general y que
como tal alcanza otros campos de la vida del hombre: nos referimos al relativismo,
concepción que, como su nombre lo indica, no admite referencia alguna a lo absoluto, a
lo que está fuera del hombre como roca firme y segura.

Como vemos, el relativismo puede alcanzar a la filosofía y negar el valor absoluto de la


verdad e incluso a la religión, negando la existencia del Absoluto que es Dios.
Determinación de la moralidad de un acto. Fuentes de la moralidad

Hemos visto en los puntos anteriores, en primer lugar, las normas o principios
objetivos de moralidad (la ley en su sentido más amplio); en segundo lugar, analizamos
la conciencia como norma subjetiva de moralidad.

Vamos a analizar ahora a qué criterios hay que atender para determinar si un acto
particular es bueno o malo. Estos criterios son denominados también, principios o
fuentes de la moralidad.

El objeto del acto

Se trata de analizar el acto desde un punto de vista objetivo, es decir, analizar el acto
en sí, despojado de cualquier otra consideración.

De esta forma, determinaremos que la acción realizada (el acto) puede ser, según el
caso: mentir, robar, dar una ayuda económica a un necesitado, matar, cuidar un enfermo,
etc. Cada uno de estos actos tiene una valoración moral que deberá ser tenida
especialmente en cuenta al momento de la determinación de la moralidad del acto en su
conjunto.

Las circunstancias
Todos los actos morales realizados por el hombre están rodeados de circunstancias
cambiantes que pueden o no alterar la moralidad de ese acto. Cuando sí lo hacen, se
conocen como agravantes, atenuantes o eximentes del hecho.

Esas circunstancias responden a una serie de preguntas que facilitan su comprensión:

La finalidad del agente

Se analizan aquí los motivos que llevan a la persona (el agente) a realizar el acto. Es
el fin perseguido con el acto. Esto es algo fundamental en la determinación de la
moralidad de un acto, ya que el fin buscado con el mismo puede alterar sustancialmente
su calificación moral. Por ejemplo, un acto moralmente indiferente como pasear, se puede
convertir en algo bueno si el fin es acompañar a alguien que lo necesita o en algo malo, si
lo que se busca es encontrar la ocasión para robar. Asimismo, el fin buscado con una
acción mala puede disminuir su gravedad (robar para ayudar a un necesitado de dinero),
pero nunca convertirla en una acción buena. El fin nunca justifica los medios.

Como síntesis de lo dicho, vamos a poner un ejemplo en el que se ve con claridad la


necesidad de analizar los tres elementos enunciados, para determinar la moralidad de un
acto en particular.

Supongamos que un señor que trabaja en una oficina, se entera que una
compañera está pasando por una situación extremadamente difícil. Acaba de
ser abandonada por su marido y quedó a cargo de sus tres pequeños hijos,
uno de los cuales está muy enfermo. Al cuadro familiar, de por sí muy duro, se
le agrega la falta de recursos de esta señora para hacer frente a los gastos de
la enfermedad de su hijo. El señor decide entonces hacerle un préstamo de
una suma importante de dinero.

Hasta aquí vemos el objeto del acto: la ayuda económica a una persona que la
necesita. Claramente, el objeto es bueno. Pero además, el señor que decide prestar el
dinero a su compañera no tiene una buena situación económica. También tiene una
familia que mantener y sus ingresos no son altos. No está prestando el dinero que le
sobra.

Estas son las circunstancias: el hombre que hace la préstamo tiene también
dificultades económicas, aunque no tan graves. Las circunstancias, por lo tanto, mejoran
el acto. Nos queda analizar la finalidad del agente, el fin buscado por el hombre que hace
el préstamo a la mujer. Y es acá donde todo puede cambiar en un momento. El hombre
en cuestión es sumamente mujeriego y la compañera abandonada, una mujer muy bonita.
Resulta que la intención de prestarle dinero fue sólo la de crear en la mujer un sentimiento
de agradecimiento y necesidad de retribución, que al hombre no le interesaba que fuera
con dinero precisamente. No hubo compasión por el necesitado, no hubo generosidad ni
desprendimiento. Sólo una especulación para alcanzar un fin espurio.

Lo que el objeto y las circunstancias nos mostraban como una acción muy buena,
queda convertida en algo decididamente malo cuando analizamos la finalidad del agente.
Es decir, el acto en su totalidad, analizado íntegramente, es decididamente malo.

Nos queda una reflexión. Cuando juzgamos los actos de los demás, normalmente sólo
está a nuestro alcance conocer el objeto del acto y, en general, las circunstancias. Lo
que prácticamente nunca estará a nuestro alcance será conocer la finalidad del agente,
es decir la intención última de quien realiza el acto. Por eso nuestro juicio sobre actos
ajenos siempre será hecho con fundamentos incompletos. De allí que la prudencia indica
no juzgar a los demás ya que nunca alcanzaremos a saber lo que hay en el fondo de sus
corazones.

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