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Antes de dar una definición precisa de la conciencia nos vamos a ir aproximando a ella
a través de expresiones comunes, tales como: "actuar en conciencia", "defensa de la
libertad de conciencia", etc. En estas expresiones, usadas con frecuencia, encontramos
que la conciencia está presente en nuestra realidad, en nuestra vida moral.
Naturaleza de la Conciencia
Si bien suponemos que por lo ya dicho esto ha quedado claro, es bueno recalcar que
cuando hacemos referencia a la conciencia no nos estamos refiriendo a la conciencia
psicológica (ser consciente de...) sino en su sentido estrictamente moral.
En tercer lugar, decimos que ese juicio califica la bondad o malicia de un acto. Se trata
entonces de un juicio de valor respecto a la moralidad del acto. Es un juicio moral. No
juzgamos con la conciencia si algo es conveniente e inconveniente a nuestros intereses o
si algo será agradable y placentero o desagradable. Juzgamos si el acto es bueno o malo
desde es punto de vista moral.
Por último, decimos en la definición que el juicio se realiza respecto a actos hechos o
por realizar. Esto significa -como veremos más adelante- que el juicio de la conciencia
puede ser anterior o posterior al acto. Esto es bueno aclararlo porque, por lo general,
tendemos a tener una idea de conciencia sólo referida a actos ya realizados.
Si bien con lo dicho hasta aquí seguramente ha quedado claro, es bueno señalar
expresamente que la conciencia -el juicio de la conciencia- se refiere exclusivamente a los
actos propios. No es con la conciencia que juzgamos los actos ajenos.
Por último, insistimos en algo ya insinuado más arriba: la conciencia juzga a partir de
un punto de referencia, de un conjunto de criterios y normas anteriores a ella. La
conciencia no crea, no decide qué es bueno y qué es malo, la conciencia descubre lo
bueno y lo malo en la ley moral. La conciencia, por tanto, no es autónoma, no determina
la norma por sí misma, no crea su propia ley. La conciencia sí puede considerarse
"autónoma" si por autonomía entendemos libertad. La conciencia no puede ser
coaccionada.
Resulta importante dejar claro qué diferencias existen entre la conciencia y otros
conceptos relacionados con la realidad moral del hombre y que pueden generar alguna
confusión.
La sindéresis
La sindéresis es "el hábito de los primeros principios morales". No es, por lo tanto, un
juicio, es decir un acto particular, sino el hábito desarrollado de descubrir en nuestro
actuar dónde está "el bien que debemos hacer y dónde el mal que debemos evitar", tal
como hemos definido a los primeros principios de la moralidad.
La ciencia moral
La ciencia moral es aquella que, por medios racionales, descubre y especula acerca de
los principios objetivos de la moral. Hay en ella un objeto propio y un método, como en
toda ciencia, que conducen al análisis de la actuación moral del hombre "en abstracto", es
decir no referida a actos particulares y mucho menos propios de quien realiza ese
análisis. Por ello lo que obtiene son conclusiones objetivas y generales.
La conciencia, en cambio, si bien tiene como hemos dicho a la ciencia moral (objetiva)
como referente necesario, es, en primer lugar, algo subjetivo; es decir personal. Por ello
la conciencia, puede no coincidir con la ciencia moral al juzgar un acto, del mismo modo
que un experto conocedor de esta ciencia puede actuar de manera inmoral o bien, alguien
que no conoce nada de ella, puede actuar, normalmente, moralmente bien.
La prudencia
La prudencia es una virtud -es decir un hábito bueno, valioso- que consiste en
encontrar en cada acto, puesto frente a las distintas alternativas de acción, el mejor
camino. Obviamente, si hablamos del mejor camino o la mejor opción en el actuar, la
prudencia será la virtud de obrar bien. Esta virtud deberá estar acompañada y sustentada
en una conciencia que juzgue los actos realizados o a realizar rectamente. Pese a esta
relación y a la necesaria coincidencia en los juicios, queda claro que la prudencia y la
conciencia son realidades diferentes en la vida moral.
Queda claro que la conciencia no es lo mismo que la sindéresis, que la ciencia moral y
que la prudencia. Pero resulta también evidente que existe entre ellas una relación
necesaria y de "retroalimentación" constante.
Nos referimos aquí a la coincidencia o no entre los criterios subjetivos seguidos por la
conciencia al emitir su juicio y los criterios objetivos de la ley moral, respecto del acto en
cuestión.
a.- Conciencia cierta. Es la que juzga con certeza, con seguridad que una acción es
buena o mala. Se está seguro en la emisión del dictamen o juicio; no hay temor a
equivocarse. Es bueno resaltar que aquí el término cierta se usa en su acepción de
"segura", relativa a la certeza y no en la acepción de "verdadera". Es bueno aclarar
esto para no confundir la conciencia verdadera con la conciencia cierta ya que
conceptualmente se trata de cosas muy diferentes.
b.- Conciencia dudosa. Es la que emite el juicio respecto a un acto con dudas, sin
seguridad, sin certeza.
Ese mismo juicio de la conciencia respecto del robo pudo haber sido hecho, además,
con absoluta certeza. Tampoco esto cambia la malicia del acto.
Sin embargo podemos ver claramente que –si bien esto no asegura el obrar bien,
como acabamos de ver- es conveniente (diríamos necesario) llegar a tener una
conciencia verdadera y cierta. Esta es la conciencia que realmente puede ser "brújula de
lo desconocido"; puede, ante un hecho nuevo para nosotros, darnos criterios verdaderos y
la certeza de que se trata de una acción buena o mala.
De acuerdo a lo visto en el punto anterior, resulta necesario para llevar una vida moral
adecuada, poseer una conciencia recta y cierta. El primer caso -conciencia recta- exigirá
el conocimiento de la ley moral, de modo que el juicio de la conciencia pueda concordar
con lo que sostiene dicha ley sobre el hecho en cuestión. Para conocer la ley moral es
necesario conocer las leyes que la constituyen: la ley natural, la ley divino positiva y la
ley humana justa. Además, es necesario que el juicio de la conciencia sea dado con
seguridad, sin dudar al emitirlo. Esto es tener una conciencia cierta.
Tal como dijimos, la conciencia invenciblemente errónea es aquella que juzga con
criterios falsos creyendo que son verdaderos; siendo, además, ese error imposible de
corregir (invencible). La conciencia invenciblemente errónea considera subjetivamente,
que algo objetivamente malo no lo es o, simplemente que es bueno y, además, no puede
subsanar este error. Por lo tanto, si la persona con una conciencia como la descripta no la
sigue, significa que -subjetivamente- está obrando mal en forma deliberada, por más que
el hecho sea objetivamente bueno. Esto claramente es algo inmoral (hacer
deliberadamente algo malo).
Veamos el caso de una persona que alcanza, con los métodos propuestos, una
conciencia recta y cierta. Pese a ello sus conductas habituales en determinado aspecto,
no son moralmente buenas. Su conciencia juzgará correctamente y con certeza que esos
actos son malos y la persona sentirá el peso de la culpa que ella implica. Si este hecho se
repite con frecuencia, esta persona sentirá un permanente estado de insatisfacción,
producto del choque interior entre lo que sabe que debe hacer y lo que realmente hace.
Esta insatisfacción, originada en la incoherencia de vida, llevará a esa persona a ir
modificando sus actos de modo que tal incoherencia desaparezca y con ella la
insatisfacción que la perturba.
Hay una natural tendencia a resolver los conflictos internos y este es el caso deseado
en que se resuelve conservando una conciencia recta y cierta y, a partir de ella,
modificando la forma de actuar.
Puede ocurrir también que el caso no se resuelva tan favorablemente para la vida
moral de esta persona. Sería lo que ocurriría si este "cargo" permanente de la conciencia
provocara, no un cambio en el modo de actuar, sino un acallamiento de la conciencia, lo
que es como decir, convertirla de recta y cierta en errónea (en este caso, laxa). Es lo que
se ha expresado con gran claridad en esa frase que dice: "el que no vive como piensa,
termina por pensar como vive".
Existe por lo tanto un riesgo. La vida moral no puede ser un camino seguro y sin
tropiezos. Pero queda claro que una sana y bien formada conciencia nos da las mayores
posibilidades de llevar una vida conforme a las normas morales.
Estamos frente a dos expresiones que parecen significar lo mismo. Si bien puede ser
que desde un punto de vista estrictamente gramatical haya identidad de significados, no
ocurre lo mismo desde la perspectiva de la Ética.
Esta concepción de la libertad de conciencia responde a una visión más general y que
como tal alcanza otros campos de la vida del hombre: nos referimos al relativismo,
concepción que, como su nombre lo indica, no admite referencia alguna a lo absoluto, a
lo que está fuera del hombre como roca firme y segura.
Hemos visto en los puntos anteriores, en primer lugar, las normas o principios
objetivos de moralidad (la ley en su sentido más amplio); en segundo lugar, analizamos
la conciencia como norma subjetiva de moralidad.
Vamos a analizar ahora a qué criterios hay que atender para determinar si un acto
particular es bueno o malo. Estos criterios son denominados también, principios o
fuentes de la moralidad.
Se trata de analizar el acto desde un punto de vista objetivo, es decir, analizar el acto
en sí, despojado de cualquier otra consideración.
De esta forma, determinaremos que la acción realizada (el acto) puede ser, según el
caso: mentir, robar, dar una ayuda económica a un necesitado, matar, cuidar un enfermo,
etc. Cada uno de estos actos tiene una valoración moral que deberá ser tenida
especialmente en cuenta al momento de la determinación de la moralidad del acto en su
conjunto.
Las circunstancias
Todos los actos morales realizados por el hombre están rodeados de circunstancias
cambiantes que pueden o no alterar la moralidad de ese acto. Cuando sí lo hacen, se
conocen como agravantes, atenuantes o eximentes del hecho.
Se analizan aquí los motivos que llevan a la persona (el agente) a realizar el acto. Es
el fin perseguido con el acto. Esto es algo fundamental en la determinación de la
moralidad de un acto, ya que el fin buscado con el mismo puede alterar sustancialmente
su calificación moral. Por ejemplo, un acto moralmente indiferente como pasear, se puede
convertir en algo bueno si el fin es acompañar a alguien que lo necesita o en algo malo, si
lo que se busca es encontrar la ocasión para robar. Asimismo, el fin buscado con una
acción mala puede disminuir su gravedad (robar para ayudar a un necesitado de dinero),
pero nunca convertirla en una acción buena. El fin nunca justifica los medios.
Supongamos que un señor que trabaja en una oficina, se entera que una
compañera está pasando por una situación extremadamente difícil. Acaba de
ser abandonada por su marido y quedó a cargo de sus tres pequeños hijos,
uno de los cuales está muy enfermo. Al cuadro familiar, de por sí muy duro, se
le agrega la falta de recursos de esta señora para hacer frente a los gastos de
la enfermedad de su hijo. El señor decide entonces hacerle un préstamo de
una suma importante de dinero.
Hasta aquí vemos el objeto del acto: la ayuda económica a una persona que la
necesita. Claramente, el objeto es bueno. Pero además, el señor que decide prestar el
dinero a su compañera no tiene una buena situación económica. También tiene una
familia que mantener y sus ingresos no son altos. No está prestando el dinero que le
sobra.
Estas son las circunstancias: el hombre que hace la préstamo tiene también
dificultades económicas, aunque no tan graves. Las circunstancias, por lo tanto, mejoran
el acto. Nos queda analizar la finalidad del agente, el fin buscado por el hombre que hace
el préstamo a la mujer. Y es acá donde todo puede cambiar en un momento. El hombre
en cuestión es sumamente mujeriego y la compañera abandonada, una mujer muy bonita.
Resulta que la intención de prestarle dinero fue sólo la de crear en la mujer un sentimiento
de agradecimiento y necesidad de retribución, que al hombre no le interesaba que fuera
con dinero precisamente. No hubo compasión por el necesitado, no hubo generosidad ni
desprendimiento. Sólo una especulación para alcanzar un fin espurio.
Lo que el objeto y las circunstancias nos mostraban como una acción muy buena,
queda convertida en algo decididamente malo cuando analizamos la finalidad del agente.
Es decir, el acto en su totalidad, analizado íntegramente, es decididamente malo.
Nos queda una reflexión. Cuando juzgamos los actos de los demás, normalmente sólo
está a nuestro alcance conocer el objeto del acto y, en general, las circunstancias. Lo
que prácticamente nunca estará a nuestro alcance será conocer la finalidad del agente,
es decir la intención última de quien realiza el acto. Por eso nuestro juicio sobre actos
ajenos siempre será hecho con fundamentos incompletos. De allí que la prudencia indica
no juzgar a los demás ya que nunca alcanzaremos a saber lo que hay en el fondo de sus
corazones.