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La verdad
o

La vida en la caja de Skinner

«El vino es fuerte, el rey es más fuerte que el vino, las mujeres son más fuertes
que el rey, pero la verdad es más fuerte que todo.»

(Martín Lutero)

Antes, todo era más sencillo. Estaba la Biblia, y la Biblia era la Palabra de Dios,
y Dios era omnisciente y demasiado honesto como para engañar a los seres
humanos. De ahí que cada frase de la Biblia contuviera la pura verdad, una
verdad que hasta los que no eran cristianos podían reconocer. Pues ya lo dice el
Corán: «Él (Alá) te ha revelado el Libro con la Verdad, en confirmación de los
mensajes anteriores. Y antes reveló la Torá y el Evangelio, como norma para los
hombres».

Lo único que había que hacer era traducir e interpretar correctamente la Palabra
de Dios. Y aunque alguien pudiese dudar de que Matusalén haya vivido 969
años, las grandes verdades de la Sagrada Escritura estaban fuera de discusión,
pues se confirmaban cada día por medio de la experiencia: la Tierra era un disco
plano, la mujer estaba subordinada al hombre y los designios de Dios eran
insondables.

La propia Biblia constituye un buen ejemplo de la imponderabilidad de Dios.


¿Por qué habrá difundido la verdad de forma escrita, a pesar de que el 99 por
ciento de la población mundial era analfabeta? ¿Tendría debilidad por los libros
desde que grabó con su propio dedo los Diez Mandamientos? ¿O querría
expulsar a los niños del Paraíso (y mandarlos a la escuela para que, junto con la
ortografía, aprendieran la ortodoxia)?

Ahora que hablo de «ortodoxia», me viene a la memoria la historia de Rehbein.


Rehbein era nuestro profesor de religión. Un día nos leyó algo del Nuevo
Testamento. Jesús ante Pilato. Jesús dice: «Yo para esto he nacido, y para esto he
venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la
verdad, oye mi voz». Y Pilato, un romano muy escéptico, responde: «¿Qué es la
verdad?».

–Efectivamente –peroró Rehbein–, efectivamente, una gran pregunta: ¿qué es la


verdad? Cerró la Biblia y levantó la pizarra. Allí estaba la verdad: «REHBEIN
ES UN FARISEO». (Continuará)

¿Qué es la verdad?

Es probable que todas las personas se enfrenten en algún momento de su vida a


esta pregunta. Por lo general, el sentido común ofrece una respuesta que suena
más o menos así: «Una idea o un enunciado es verdadero cuando se corresponde
con la realidad». Supongamos que estoy dando un paseo con un conocido que en
un momento dado me interrumpe y dice: «Está empezando a llover». Entonces
extiendo la mano y miro al cielo. Si hay nubes cargadas de lluvia sobre nosotros
y siento gotas en la palma de la mano, digo: «Tienes razón. Realmente está
lloviendo».

En los círculos filosóficos, esta verdad de Perogrullo se conoce también por el


nombre de «teoría de la representación». Y se puede comprender sin problemas,
incluso en la formulación de un filósofo hecho y derecho como Ludwig
Wittgenstein: «Nos hacemos una idea de los hechos. La idea es un modelo de la
realidad. La idea puede coincidir o no con la realidad; puede ser correcta o
equivocada, verdadera o falsa. Para saber si la idea es verdadera o falsa,
debemos confrontarla con la realidad. La idea, por sí sola, no nos permite saber
si es verdadera o falsa».

Eso suena plausible, pero también trivial. Me parece que la filosofía puede ser
un poco más sutil. Fijémonos bien, pues, y preguntemos: «Señor Wittgenstein,
¿dónde podemos encontrar la realidad con la cual comparar nuestra idea?».

Un ejemplo concreto: la silla en la que estoy sentado me parece maciza y sólida.


Sin embargo, según sostienen los físicos, está formada por miles de millones de
átomos sumamente «ligeros» que, a su vez, tienen una agitada vida interior. A
pesar de que al tacto no sea así, mi trasero también está formado en su mayor
parte por espacios vacios y carga eléctrica, por quarks y misteriosas
interacciones. ¿Por qué no me hundo en la silla, por qué no me fundo con ella en
un androtrono? ¿Y cómo registrará la carcoma de la pata delantera el hecho de
que la silla se tambalee? ¿Como un seísmo universal? ¿Quién percibe la silla tal
como es «en realidad», yo o el gusano?

Por lo visto, la realidad está fuera de nuestra conciencia. Todo lo que sabemos
sobre la realidad ha pasado por los canales de nuestra percepción, por los
órganos de los sentidos, las vías nerviosas y la refinería del cerebro. De este
modo, se clasifican, se filtran y se distancian los datos. Sólo cuando llegan a la
cabeza, las impresiones difusas se reúnen en una visión de conjunto gracias a un
proceso extraordinariamente complejo. Lo que llamamos realidad, en verdad,
sólo es una idea de la realidad. Los murciélagos, los extraterrestres y algunos
enfermos mentales perciben el mundo de un modo completamente distinto.

El macrocosmos no es menos ilusorio que mi silla. Si miramos el cielo invernal,


vemos la constelación del cazador Orión. Sobre su hombro derecho brilla la
estrella Betelgeuse (o, mejor dicho, brillaba hace 270 años, que es el tiempo que
tarda en llegar la luz a la Tierra); en su pie derecho resplandece Rigel, que está al
doble de distancia de nosotros. Tres estrellas forman el famoso cinturón. Pero
¿se encuentran realmente allí donde las vemos? ¿O quizá su luz es desviada por
la gravitación de astros invisibles? Subamos a una nave espacial ultrarrápida
para verlas de cerca. Cuanto más nos aproximamos a Orión, más se disipa su
figura. Y cuando finalmente pasamos a toda velocidad entre las estrellas del
cinturón, hace tiempo que ya no existe ningún cinturón. Es sólo un producto de
la perspectiva.

Un tercer ejemplo que, en mi opinión, es particularmente inquietante. El


psicólogo Burrhus F. Skinner puso una vez una paloma en una serie de cajas. Las
cajas estaban construidas de modo tal que las palomas podían ser observadas,
pero sólo recibían del exterior la información que Skinner les hacía llegar. La
información principal eran los granos de comida que se arrojaban a intervalos
regulares en cada caja. Desde luego, las palomas se movían en sus cajas,
andaban de un lado para otro, se ventilaban las alas o se limpiaban. Por
consiguiente, la caída del grano de alimento siempre coincidía con algún
movimiento de las palomas. Tarde o temprano daba la casualidad de que dos,
tres o más veces la caída del grano de comida coincidía con el mismo
movimiento de una paloma. Entonces la paloma «aprendía»: «¡Ajá!, cuando
despliego el ala derecha, cae comida. Pues, a partir de ahora desplegaré el ala
derecha más a menudo». A pesar de que el mecanismo que controlaba la
frecuencia con que se proporcionaban los granos funcionaba independientemente
de los movimientos de las palomas, la coincidencia esperada empezaba a ser
cada vez más frecuente. Hasta que al final la paloma mantenía el ala siempre
desplegada, de modo que cogía todos los granos de comida en esa posición. La
teoría de la paloma se había confirmado. El experimento de Skinner produjo
únicamente palomas locas: una andaba continuamente en círculo, otra movía la
cabeza sin cesar, otra se apoyaba sólo sobre la pata izquierda.

¿Los seres humanos también viven en cajas de Skinner? Más o menos. Cuando
el ser humano está aislado del mundo exterior, se construye su propio mundo.
Los dictadores que no admiten voces críticas en su entorno son particularmente
propensos a perder el sentido de la realidad. Una secta herméticamente aislada
deriva de forma automática en la superstición. Incluso una sociedad entera puede
perder la razón (véase la obsesión de la caza de brujas o el nacionalsocialismo).
Estos sistemas enajenados interpretan todos los hechos de forma tal que el
propio sistema se vea confirmado y consolidado. Existe un único remedio contra
semejantes «verdades»: la comunicación más ilimitada posible.

En resumen: no disponemos de una realidad objetiva con la que confrontar


nuestras ideas. Sólo podemos controlar si una nueva idea es compatible con la
totalidad de nuestras antiguas ideas, las que aceptamos como reales. En general,
lo que contradice las teorías vigentes se considera un error o una mentira.

El concepto de verdad de esta llamada «teoría de la coherencia» (del lat.


cohaerere: «estar unido, relacionado») también ha demostrado su eficacia en la
justicia. Como a la realidad no se la puede citar a declarar, hay que atenerse a los
testigos, los peritos y los indicios. Si las declaraciones del acusado encajan en el
rompecabezas que se ha confeccionado a partir de las pruebas, el acusado está
diciendo la verdad. Si no, está mintiendo. Es cierto que en la mayoría de los
casos se logra reconstruir lo que probablemente ocurrió, pero siempre queda un
resquicio de duda. Quizá podamos fiarnos de los testigos, los peritos y los
indicios, pero nunca de nuestra propia capacidad de discernimiento.

Paradójicamente, la distorsión aumenta con la proximidad personal. Cuanto


mejor conocemos a alguien, más parciales somos en nuestros juicios. Y en los
casos en que nosotros mismos estamos involucrados en los hechos, nuestra
evaluación no es en absoluto fiable. Éste es el tema de un clásico del cine
japonés: Rashomon.

Un samurai ha muerto. Se acusa al bandido Tajomaru de haberlo asesinado. Pero


¿fue realmente un asesinato lo que ocurrió en el misterioso bosque? ¿Y qué
papel tuvo la mujer del samurai en el crimen? ¿Fue violada por Tajomaru? ¿O se
entregó a él voluntariamente y después le pidió que matara a su marido? La
premiada película de Akira Kurosawa presenta cuatro versiones contradictorias
de un mismo hecho. Cada una de las personas implicadas tiene su propia forma
de ver las cosas, todas creen que están diciendo la verdad, y la verdad se
desvanece en un misterioso mar de motivos.

¿Qué es la verdad?

Rehbein limpió la pizarra con tal vehemencia que el agua salió a chorros de la
esponja. Luego, se dio la vuelta:

–¿Quién ha sido?

Nadie abrió la boca.

Rehbein nos echó un sermón sobre la honestidad, el valor y la perversidad de los


mentirosos. Dijo que Dios lo ve todo, que la mentira es cosa del diablo –como ya
lo indica su nombre original diabolus, el «calumniador»– y que no olvidáramos
el octavo mandamiento: «No darás falso testimonio contra tu prójimo». A
continuación, empezó a recorrer las filas y, uno tras otro, nos iba mirando a los
ojos con actitud inquisidora y nos preguntaba:

–¿Has sido tú?

Por lo visto, creía que el culpable o la culpable se desplomaría ante su mirada. O,


como mínimo, se pondría colorado, respondería con balbuceos y bajaría los ojos.

–No –dije yo.

–No –iban diciendo todos los demás. Nadie se desmayó. A nadie le creció la
nariz.

Cuando el inquisidor general llegó al sitio de Sabina Sandmann, volvió a


preguntar:

–¿Has sido tú?

Sabina resistió su mirada y respondió:

–No.

Rehbein esbozó una sonrisa diabólica y preguntó:

–¿Seguro que no? Conozco tu letra. ¡Di la verdad!

(Continuará)

Los niños y los locos siempre dicen la verdad. Los borrachos tampoco se
guardan los conocimientos que adquieren in vino. Esto no es necesariamente un
argumento a favor de la verdad. Cualquier niño, cualquier idiota, cualquier
bebedor puede decir la verdad. Pero para mentir bien se requiere inteligencia,
imaginación y cierto conocimiento de la naturaleza humana. Por supuesto, la
mentira no es auténtica. Camufla su verdadero carácter bajo toda clase de
eufemismos: cumplidos, maquillaje, publicidad, cortesía, mascarada,
espectáculo, tacto, moda, cultura, romanticismo. Todo es mentira, fingido
encanto, patraña; todo es ilusión y falsas apariencias.

«¡Pero si el emperador está desnudo!», grita el niño del cuento. El niño necesita
urgentemente un terapeuta. Ha de aprender que lo que importa en la vida real no
es la verdad, sino la mentira socialmente aceptada. Y que la felicidad no es un
fruto del árbol del conocimiento. El sentimiento de felicidad, aunque se base en
ilusiones, también es auténtica felicidad.

En el póquer y en la política, la verdad lucha por una causa irremisiblemente


perdida. Toda campaña electoral es un festival del timo. En las negociaciones
colectivas lo fundamental es fanfarronear. «El lenguaje le fue dado al ser
humano para ocultar sus pensamientos», decía Talleyrand. Maquiavelo
recomendaba: «Un príncipe inteligente no puede ni debe cumplir su palabra, si al
cumplirla se perjudica a sí mismo o si desaparecen las causas que le llevaron a
darla. Además, a los príncipes nunca les han faltado legítimas razones para
disimular su falta de palabra». Hasta Platón consideraba que la mentira
propagandística era un recurso indispensable de la política. Pravda significa
«verdad».

Incluso en la inocente naturaleza, el camuflaje y el engaño son moneda corriente.


Muchas especies sólo logran sobrevivir gracias al mimetismo y la somatólisis.
Para algunos insectos inofensivos como el sírfido merece la pena simular
peligrosidad mediante un diseño amarillo y negro. Las diversas especies de
luciérnagas emiten señales luminosas distintas. La hembra del género Photuris
atrae a los machos dispuestos a aparearse mediante una falsa señal, no para ser
infiel, sino para comérselos. La «hoja cambiante», una especie tropical de
saltamontes, podría decirse que está demasiado bien camuflada. Por protegerse
de sus verdaderos enemigos, los pájaros, a veces acaba mordisqueándola algún
herbívoro desprevenido.

En pocas palabras: se elogia la verdad, pero se recompensa la mentira. Siempre y


cuando uno sea un buen mentiroso.

–¡Di la verdad!
Rehbein desplegó su índice y lo apuntó hacia la nariz respingona de Sabina:

–¡La verdad!

Sabina se puso colorada y no pudo seguir conteniendo las lágrimas. Rehbein se


dirigió a su escritorio, abrió el libro de clase y sacó la pluma. Entonces levanté la
mano y exclamé:

–Lo he escrito yo. He imitado la letra de Sabina.

Rehbein me miró perplejo:

–Muy bien, entonces serás tú quien reciba la reprimenda.

–¿Puedo preguntarle por qué? En realidad, los fariseos eran sabios honorables y
muy creyentes. Fue la propaganda cristiana la que los desacreditó. Para mí,
«fariseo» es un cumplido.

Rehbein emitió un sonido gutural y se precipitó fuera del aula. Sabina Sandmann
se acercó a mí y me prometió que en el recreo largo me daría el beso que yo
llevaba pidiéndole desde hacía semanas.

¿Cómo dice? ¿Que si la historia es real? ¿Acaso eso sigue teniendo alguna
importancia para usted después de todas las consideraciones arriba
mencionadas? Se non è vero, è ben trovato, dicen los italianos. Si no es verdad,
está bien inventado.

Para seguir leyendo recomiendo:

Paul Watzlawick (ed.): La realidad inventada, (Barcelona 1990).

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