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Epicuro, como hemos visto, enseñaba que el placer y la felicidad son el fin
natural de la vida y la ética, la doctrina encargada de poder lleva a cabo este
fin, es decir, el arte de la vida racional. En ningún momento defendió Epicuro
la persecución de todo tipo de placeres, sino solo aquellos que estuvieran de
acuerdo con la inteligencia y la moderación. Brandt considera a este
utilitarismo un hedonismo psicológico, pues recordemos que «todo lo
hacemos para no tener dolor en el cuerpo ni turbación en el alma» (Brandt,
1998: 359). También encontramos apelación a la utilidad, por ejemplo, en
Horacio. Pero de estas primeras aproximaciones cabe decir que el papel del
deber, de la obligación moral, no era similar al actual, pues la obligación de
tipo individual solo puede ser justificada con lo que, a largo plazo, es más
ventajoso para el agente.
El utilitarismo clásico termina con H. Sidgwick, uno los últimos autores que
todavía fueron capaces de desarrollar una obra a la vez en los campos de la
ética, la economía y la politología (Colomer, 1987: 72), pero ya parte de la
dificultad de dar el salto, como habían hecho Bentham y Mill, del hecho de
que cada uno busque su propia felicidad al deber de buscar la máxima
felicidad general por parte de cada uno. A su juicio, el utilitarismo debe
concebirse como una teoría descriptiva de la naturaleza humana y el criterio
de utilidad como principio que solo por intuición podemos llegar a conocer.