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TRADUCCIONES INDEPENDIENTES

El libro que ahora tienen en sus manos, es el resultado del trabajo final de varias personas
que sin ningún motivo de lucro, han dedicado su tiempo a traducir y corregir los capítulos del
libro.
El motivo por el cuál hacemos esto es porque queremos que todos tengan la oportunidad de
leer esta maravillosa trilogía.
Como ya se ha mencionado, hemos realizado la traducción sin ningún motivo de lucro, es por
esto que este libro se podrá descargar de forma gratuita y sin problemas.
También les invitamos que en cuanto esté el libro a la venta en sus países, lo compren.

Disfruten de su lectura.

Saludos.
Créditos
TRADUCTORES

@ Alba A. Spencer
@ Sergio Palacios
@ Raisa Castro
@ Roxana Bonilla
@ Giselle Armoa
@ Ella R.
@ Luisa Tenorio
@ Michelle AR

CORRECTORES

@ Stephanie Evans
@ Rogie Katworld
@ Reshi
Créditos

DISEÑO

@ Lu Na

RECOPILACIÓN Y REVISIÓN

@ Reshi
Sinópsis

“Estos eran los señores más poderosos de Vere desplegando sus estandartes de guerra.”
Con sus países al borde de la guerra, Damen y su nuevo maestro, el Príncipe Laurent, deben cambiar
las intrigas de palacio por la amplia posibilidad de una batalla mientras viajan a la frontera para evitar
un complot letal.
Forzado a ocultar su identidad, Damen se siente atraído por el peligroso y carismático Laurent. Pero
mientras la tímida confianza entre los dos hombres se profundiza, la verdad de los secretos de sus
pasados está a punto de darles un golpe mortal...
Príncipe Cautivo está dedicado a todos los lectores y
seguidores de la historia original. Son ustedes los que
hicieron posible la continuación de historia.

Muchas gracias a todos


Personajes

AKIELOS

@ Kastor, Rey de Akielos


@ Damianos (Damen), Heredero al trono de Akielos
@ Jokaste, una Dama de la corte de Akielos
@ Nikandros, Señor de Delpha
@ Makedon, un comandante de Akielos
@ Naos, un soldado de Akielos

VERE

La Corte

@ El Regente de Vere
@ Laurent, heredero al trono de Vere
@ Nicaise, esclavo del Regente
@ Guion, miembro del consejos Veretiano y embajador de Vere en Akielos
@ Vannis, Embajador de Vask
@ Ancel, un esclavo

Los hombres del Príncipe

@ Govart, Capitán de la Guardia del Príncipe


@ Jord
@ Orlant
@ Rochert
@ Huet
@ Aimeric
@ Lazar, un mercenario del Regente, que ahora lucha junto a la Guardia del Príncipe
@ Paschal, Médico

En Nesson

@ Charls, es un comerciante
@ Volo, estafador

En Acquitart

@ Arnoul, un criado

En Ravenel

@ Touars, Lord de Ravenel


@ Thevenin, hijo de Lord Touars
@ Enguerran, Capitán de las tropas de Ravenel
@ Hestal, Consejero de Lord Touars
@ Guymar, soldado
@ Guerin, herrero

En Breteau

@ Adric, miembro menor de la nobleza


@ Charron, miembro menos de la nobleza

PATRAS
@ Torgeir, Rey de Patras
@ Torveld, hermanos menor del Rey Torgeir y embajador de Patras en Vere
@ Erasmus, esclavo de Torveld

VASK

@ Halvik, líder del clan


@ Kashel, miembro del clan

DEL PASADO

@ Theomedes, ex rey de Akielos y padre de Damen


@ Egeria, ex reina de Akielos y madre de Damen
@ Hypermenestra, ex amante del rey Theomedes y madre de Kastor
@ Euandros, ex rey de Akielos y fundados de la casa de Theomedes
@ Aleron, ex rey de Vere y padre de Laurent
@ Auguste, ex heredero al trono de Vere y hermano mayor de Laurent
Capítulo 1
Traducido por Alba. A Spencer
Corregido por Reshi

Las sombras eran largas con la puesta de sol cuando subían, y el horizonte era rojo. Chastillion era una
sola torre sobresaliente, una mole oscura y redondeada contra el cielo.
Era enorme y vieja, como los castillos lejos en el sur, Ravenel y Fortaine, construidos para soportar
asedios con ariete. Damen contempló la vista, inquieto. Encontraba imposible mirar el acercamiento
sin ver el castillo en Marlas, esa torre distante flanqueada por campos largos y rojos.
—Es país de caza. —dijo Orlant, confundiendo la naturaleza de su mirada. —Te reto a que corras por
ella.
No dijo nada. No estaba aquí para huir. Era una sensación extraña el estar desencadenado y montando
con un grupo de soldados Veretianos por su propia voluntad.
Un día de camino, incluso al lento ritmo de los vagones a través de agradables campiñas en primavera
tardía, era suficiente por el cual juzgar la calidad de la compañía. Govart hizo tan poco más que sen-
tarse, una forma impersonal encima de la cola latigueante de su musculoso caballo, pero sin embargo
ha comandado a estos hombres previamente y acostumbrado a mantener una formación inmaculada
sobre el largo curso de la cabalgata. La disciplina era un poco sorprendente. Damen se preguntó si
podrían mantener sus líneas en una pelea.
Si podían, entonces había alguna pizca de esperanza, aunque en verdad, su manantial de buen humor
tenía más que ver con el aire libre, la luz del sol y la ilusión de libertad que venía con que le dieran un
caballo y una espada. Incluso el peso de su collar de oro en su garganta y esposas en sus muñecas no
podían disminuirlo.
Los sirvientes domésticos habían salido a encontrarlos, desplegándose como lo harían con la llegada
de cualquier partida significativa. Los hombres del Regente, que estarían estacionados supuestamente
en Chastillon esperando por la llegada del Príncipe, no estaban por ningún lado.
Había cincuenta caballos por ser estabulados, cincuenta juegos de armadura y arreos por ser desama-
rrados, y cincuenta lugares por ser alistados en las barracas, y esos eran solo los hombres de armas,
no los sirvientes ni los vagones. Pero en el enorme patio, la partida del Príncipe se veía pequeña, in-
significante. Chastillion era suficientemente grande como para engullir cincuenta hombres como si el
número no fuera nada.
Nadie estaba montando tiendas: los hombres dormirían en las barracas; Laurent dormiría en la forta-
leza.
Laurent se balanceo fuera de su silla de montar, despegando sus guantes de montar, metiéndolos en
su cinturón, y dio su atención al Castellan1. Govart ladró unas pocas ordenes, y Damen se encontró

1 Castellán. Por más que se buscó un significado concreto en español de esta palabra, no se encontró. Castellan en inglés es un gobernador de un

castillo.
ocupado con armadura, detallando y cuidando su caballo.
A través del patio, un par de sabuesos Alanos bajaron las escaleras de piedra con destino a tirarse
eufóricamente hacia Laurent, quien consintió a uno de ellos frotando detrás de sus orejas, causando
un espasmo de celos en el otro.
Orlant rompió la atención de Damen.
—El médico te necesita. —apuntando con su barbilla hacia un toldo a lo lejos en el patio, bajo el cual se
podía entrever una familiar cabeza gris. Damen soltó el peto que estaba sosteniendo, y fue.
—Siéntate—dijo el médico.
Damen lo hizo, bastante cauteloso, en el único asiento disponible, un pequeño taburete de tres patas,
el médico comenzó a desabrochar un pequeño bolso de cuero trabajado.
—Muéstrame tu espalda.
—Está bien.
—¿Después de un día en la silla de montar? ¿En armadura? —dijo el médico.
—Está bien. —dijo Damen.
El médico dijo;
—Quítate la camisa.
La mirada del médico era implacable. Después de un largo momento, Damen alcanzó la parte trasera
de su camisa y la levantó, exponiendo la anchura de sus hombros al médico.
Estaba bien. Su espalda había sanado lo suficiente que nuevas cicatrices habían reemplazado las
nuevas heridas. Damen torció su cuello para entrever, pero como no era un búho, no vio casi nada. Se
detuvo antes de que le diera un calambre en el cuello.
El médico hurgó en su bolso y sacó uno de sus interminables ungüentos.
—¿Un masaje?
—Estos son bálsamos curativos. Debe hacerse cada noche. Ayudará a que las cicatrices se desvanezcan
un poco, con el tiempo.
Eso era realmente demasiado.
—¿Es cosmético?
El médico dijo;
—Me dijeron que serias difícil. Muy bien. Entre mejor sane, tu espalda te va a dar menos problemas
con la rigidez, ahora y más tarde en tu vida, para que seas más capaz de blandir una espada, matando
mucha gente. Me dijeron que serias más receptivo a ese argumento.
—El Príncipe—dijo Damen. Pero claro. Toda esta tierna preocupación por su espalda, era como
reconfortar con un beso la mejilla enrojecida que has abofeteado.
Pero él estaba, de manera exasperante, en lo cierto. Damen necesitaba ser capaz de pelear.
El ungüento estaba frio, y aromatizado, y funcionó en los efectos de un largo día de cabalgata. Uno
por uno, los músculos de Damen se relajaron. Su cuello se dobló hacia delante, su cabello cayendo un
poco sobre su rostro. Su respiración se hizo más fácil. El médico trabajaba con manos impersonales.
—No sé su nombre. —admitió Damen.
—No recuerdas mi nombre. Entrabas y salías de la inconsciencia, la noche en que nos conocimos. Un
latigazo, o dos más y no hubieses visto la mañana.
Damen bufó.
—No fue tan malo.
El médico le dio una mirada rara.
—Mi nombre es Paschal— eso fue todo lo que dijo.
—Paschal. —dijo Damen. —¿Es tu primera vez cabalgando con tropas en campaña?
—No. Era el médico del Rey. Atendí a los caídos en Marlas, y en Sanpelier.
Hubo un silencio. Damen había querido preguntarle a Paschal lo que sabía sobre los hombres del
Regente, pero no dijo nada, solo sostuvo el bulto de su camisa en sus manos. El trabajo sobre su
espalda continuó, lento y metódico.
—Luché en Marlas—dijo Damen.
—Asumí que lo habías hecho.
Otro silencio. Damen tenía una vista del suelo debajo del toldo, tierra abarrotada en vez de piedra.
Miró hacia una marca de rasguño, el borde rasgado de uno hoja seca. Las manos en su espalda
eventualmente se levantaron y habían acabado.
Afuera, el patio se había despejado; los hombres de Laurent eran eficientes. Damen se puso de pie,
sacudió su camisa.
—Si serviste al Rey—dijo Damen. — ¿Cómo es que te encuentras en la casa del Príncipe, y no en la
de su tío?
—Los hombres se encuentran a sí mismos en el lugar en que ellos mismos se pusieron. —dijo Paschal,
cerrando su bolso con un chasquido.
Regresando al patio, no se pudo reportar con Govart, quien se había desvanecido, pero si encontró a
Jord, dirigiendo el tráfico.
—¿Puedes leer y escribir? —le preguntó Jord.
—Sí, por supuesto. —dijo Damen. Después se detuvo.
Jord no lo notó.
— Casi nada se ha hecho para prepararse para mañana. El Príncipe dice, que no nos iremos sin un
arsenal completo. También dice, que no vamos a atrasar nuestra partida. Ve a la armería occidental,
toma inventario, y dáselo a ese hombre, —apuntó. —Rochert.
Como hacer el inventario completo era una tarea que tomaría toda la noche, Damen asumió que lo que
tenía que hacerse era checar el inventario existente, el cual encontró en una serie de libros envueltos
en cuero. Abrió el primero de ellos buscando por las paginas correctas, y sintió una extraña sensación
pasar a través de él cuándo se dio cuenta que estaba viendo una lista de siete años de antigüedad de
armas para cazar hechas para el Príncipe heredero Auguste.
Preparado para su Alteza el Príncipe Heredero Auguste, decoración de cubertería de caza, un báculo,
ocho cabezas de lanza punteadas, arco y cuerdas.
No estaba solo en la armería. Desde algún lugar detrás de los estantes, escuchó la voz sofisticada de
un joven cortesano diciendo.
—Has escuchado tus órdenes. Vienen del Príncipe.
—¿Por qué habría de creer eso? ¿Eres su mascota? —dijo una voz áspera.
Y otra;
—Pagaría por ver eso.
Y otra;
—El Príncipe tiene hielo en las venas. El no coge. Tomaremos órdenes cuando el Capitán venga y nos
las diga él mismo.
—Como te atreves a hablar de esa manera de tu Príncipe. Escoge tu arma. Dije escoge tu arma. Ahora.
—Vas a resultar herido, cachorro.
—Si eres tan cobarde para…—dijo el cortesano, y antes de que incluso estuviera a la mitad de la frase,
Damen estaba plegando su agarre alrededor de una de las espadas y saliendo.
Dio la vuelta a la esquina justo a tiempo para ver uno de los tres hombres en la librea del Regente
echarse para atrás, girar y golpear al cortesano duro en el rostro.
El cortesano no era un cortesano. Era el joven soldado cuyo nombre Laurent había mencionado
secamente a Jord. Diles a los sirvientes que duerman con las piernas cerradas. Y Aimeric.
Aimeric se tambaleo hacia atrás y golpeo la pared, deslizándose la mitad de su longitud mientras abría
y cerraba sus ojos con parpadeos estupefactos.
Sangre fluía de su nariz.
Los tres hombres habían visto a Damen.
—Eso es callarlo. —dijo Damen, equitativamente. —Por qué no lo dejan así, y yo lo llevaré de regreso
a las barracas.
No fue el tamaño de Damen lo que los detuvo. No fue la espada que sostenía casualmente en su
mano. Si estos hombres realmente querían empezar una pelea, había suficientes espadas, piezas de
armadura que se podían aventar, y estantes balanceantes para convertir esto en algo largo y ridículo.
Fue solo cuando el líder de los hombres vio el collar de oro de Damen, que empujó un brazo hacia
afuera, manteniendo a los otros atrás.
Y Damen entendió, en ese momento, exactamente cómo iban a ser las cosas en esta campaña: los
hombres del Regente en ascendencia. Aimeric y los hombres del Príncipe eran objetivos porque no
tenían a nadie con quien quejarse excepto Govart, quien los abofetearía de regreso. Govart, el matón
favorito del Regente, traído aquí para mantener a raya a los hombres del Príncipe. Pero Damen era
diferente. Damen era intocable, porque Damen tenía una línea directa de reporte con el Príncipe.
Él esperó. Los hombres, reacios a desafiar abiertamente al Príncipe, se decidieron por la discreción; el
hombre que había golpeado a Aimeric asintió lentamente, y los tres hombres se movieron hacia afuera,
Damen los observó irse.
Se volvió hacia Americ, notando su fina piel y sus elegantes muñecas. No era inaudito que los hijos más
jóvenes de alta cuna buscaran una posición en la Guardia Real, haciéndose un nombre por si mismos
si podían. Pero por lo que Damen había visto, los hombres de Laurent eran de una clase más dura.
Aimeric probablemente estaba tan fuera de lugar entre ellos como se veía.
Damen extendió la mano, la cual Aimeric ignoró, empujándose hacia arriba.
—¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho?
—Diecinueve. —dijo Aimeric.
Alrededor de la nariz destrozada, tenía una cara aristocrática de huesos finos, cejas oscuras
hermosamente formadas, largas pestañas oscuras. Era más atractivo de cerca. Notabas cosas como
su bonita boca, incluso empapada con la hemorragia nasal.
Damen dijo:
—Nunca es buena idea empezar una pelea. Particularmente contra tres hombres cuando eres el tipo
que se viene abajo con un golpe.
—Si caigo, me vuelvo a levantar. No tengo miedo de ser golpeado. —dijo Aimeric.
—Bueno, que bien, porque si insistes en provocar a los hombres del Regente, va a suceder mucho.
Inclina la cabeza hacia atrás.
Aimeric lo miró fijamente, una mano sujetando su nariz, sosteniendo un puñado de sangre.
—Eres la mascota del Príncipe. He escuchado todo sobre ti.
Damen dijo:
—Si no vas a echar la cabeza hacia atrás ¿Por qué no vamos a encontrar a Paschal? Él puede darte
un ungüento aromatizado.
Aimeric no se movió.
—No pudiste aguantar los azotes como un hombre. Abriste tu boca y chillaste al Regente. Le pusiste las
manos encima. Escupiste en su reputación. Luego intentaste escapar, y el aun intervino por ti, porque
él nunca abandona a un miembro de su casa a la Regencia. Incluso a alguien como tú.
Damen se había quedado muy quieto. Miró al rostro joven y ensangrentado, y se recordó a si mismo
que Aimeric había estado dispuesto a ser golpeado por tres hombres en defensa del honor de su
Príncipe. Él lo llamaba amor de cachorro mal informado, excepto que había visto el destello de algo
similar en Jord, en Orlant, e incluso, en su callada manera, en Paschal.
Damen pensó en el revestimiento de marfil y oro que contenía a una criatura engañosa, convenenciera
y poco confiable.
—Eres muy leal a él. ¿Porque?
—No soy un perro Akielano cambia bandos. —dijo Aimeric.

@
Damen entregó el inventario a Rochert, y la Guardia del Príncipe comenzó la tarea de preparar las armas,
armaduras y vagones para su partida a la mañana siguiente. Era trabajo que debía haberse hecho
antes de su llegada, por los hombres del Regente. Pero de los ciento cincuenta hombres establecidos
para cabalgar con el Príncipe, menos de dos docenas habían acudido a ayudar.
Damen se unió al trabajo, donde él era el único hombre que olía, costosamente, a ungüentos y canela.
El único nudo restante de la espalda de Damen concernía al hecho que el castellán le había ordenado
reportarse en la fortaleza cuando terminara.
Después de una hora o así, Jord se le aproximó.
—Aimeric es joven. Dice que no volverá a pasar. —dijo Jord.
Volverá a pasar, y una vez que las dos facciones comenzaran a tomar represalias los unos contra los
otros tú campaña estaba acabada, pensó pero en cambio dijo.
—¿Dónde está el Capitán?
—El Capitán está en uno de los establos, metido hasta la cintura en uno de los mozos de cuadra. —dijo
Jord. —El Príncipe ha estado esperando por él en las barracas. De hecho… Me dijeron que te informara
que debes irlo a buscar.
—A los establos. —dijo Damen. Mirando fijamente a Jord con incredulidad.
—Mejor tú que yo.—dijo Jord. —Búscalo en la parte trasera. Oh, y cuando lo hayas hecho, repórtate
en la fortaleza.
Era una larga caminata a través de dos patios desde las barracas a los establos. Damen esperaba que
Govart hubiera acabado para cuando el llegara, pero por supuesto no lo había hecho. Los establos
contenían todos los callados sonidos de los caballos por la noche, pero incluso así Damen lo escuchó
antes de verlo: el suave sonido rítmico viniendo, como Jord había predicho acertadamente, de la parte
trasera.
Damen sopesó la reacción de Govart al ser interrumpido contra la de Laurent por tenerlo esperando.
Abrió con un empujón la puerta del establo.
Adentro, Govart estaba inequívocamente fallándose al mozo de cuadra contra la pared lejana. Los
pantalones del chico estaban en un arrugado montón de la paja no muy lejos de los pies de Damen.
Sus piernas desnudas estaban separadas ampliamente y su camisa estaba abierta y empujada hacia
su espalda. Su cara estaba presionada contra la áspera superficie con paneles y sostenida en su lugar
por el puño de Govart en su cabello. Govart estaba vestido. Había desatado sus pantalones solo lo
suficiente para sacar su polla.
Govart se detuvo lo suficiente para mirar de lado y decir.
—¿Qué? —antes de continuar, deliberadamente. El mozo de cuadra, viendo a Damen, reaccionó
diferente, avergonzándose.
—Basta. —dijo el mozo. —Basta, no con alguien mirando…
—Cálmate. Solo es la mascota del Príncipe.
Govart le dio un jalón hacia atrás a su cabeza por énfasis.
Damen dijo;
—El Príncipe te busca.
—Él puede esperar. —dijo Govart.
—No. No puede.
—¿Quiere que me retire solo por su orden? ¿Ir a visitarlo con una polla dura? —Govart desnudó
sus dientes en una sonrisa. —¿Crees que esa cosa de muy-atascado-para-coger sea solo un acto, y
simplemente él es un provocador que quiere polla?
Damen sintió ira asentándose dentro de él, un peso tangible. Reconoció un eco de la impotencia que
Aimeric debió haber experimentado en la armería, excepto que él no era un verde adolescente de
diecinueve años que nunca ha visto una pelea. Sus ojos pasaron impasiblemente sobre el cuerpo
medio desnudo del mozo. Se dio cuenta que en un momento iba a cobrar de Govart en este pequeño,
empolvado establo todo lo que debía por la violación de Erasmus.
Él dijo;
—Tu Príncipe te ha dado una orden.
Govart lo anticipó, empujando al mozo lejos con molestia.
—Joder, no puedo correrme con todo esto…—metiéndose el mismo adentro de sus pantalones. El
mozo trastabilló unos pocos pasos, absorbiendo aire.
—Las barracas. —dijo Damen, y absorbió el impacto del hombro de Govart contra el suyo mientras
salía.
El mozo miró fijamente a Damen, respirando duramente. Estaba agarrado contra la pared con una
mano; la otra estaba entre sus piernas en furiosa modestia. Sin palabras, Damen levantó los pantalones
del chico y se los arrojó.
—Se suponía que iba a pagarme un sol de cobre. —dijo el mozo hoscamente.
Damen dijo;
—Se lo haré saber al Príncipe.
Y entonces fue tiempo de reportarse con el castellán, quien lo condujo hacia arriba en las escaleras y
todo el camino hasta el dormitorio.
No estaba tan ornamentado como la alcobas del palacio en Arles. Las paredes eran de piedra gruesa
tallada. Las ventanas eran cristal congelado, entrelazado con enrejado. Con la oscuridad afuera, no
ofrecían una vista, pero en cambio reflejaban las sombras de la habitación. Un fresco de hojas de vid
trepadora corría alrededor de la habitación. Había una túnica grabada y la orilla de un fuego; y lámparas,
y cortinajes, y los cojines y sedas de un camastro de esclavo separado, notó, con un sentimiento de
alivio.
Dominando la habitación estaba la pesada opulencia de la cama.
Las paredes alrededor de la cama tenían paneles de madera oscura tallada, representando una escena
de caza en la que un jabalí estaba retenido en la punta de una lanza, perforando el cuello. No había
signos del azul y dorado brote estelar. La tapicería era rojo sangre.
—Estas son las habitaciones del Regente. —había algo inquietantemente transgresivo acerca de la
idea de dormir en el lugar predestinado para el tío de Laurent. —¿El Príncipe se queda aquí a menudo?
El castellán malentendió que se refería a la fortaleza en vez de la habitación.
—No a menudo. Él y su tío venían aquí seguido, un año o dos después de Marlas. Cuando creció, el
Príncipe perdió su gusto por las operaciones de aquí. El ahora solo viene raramente a Chastillon.
A la orden del castellán, sirvientes le trajeron pan y carne y él comió.
Despejaron los platos, y trajeron un jarro y cálices hermosamente formados, y dejaron, tal vez por
accidente, el cuchillo. Damen miró el cuchillo y pensó acerca de cuanto habría dado por un descuido
como este cuando estaba amarrado en Arles: un cuchillo que él podría tomar y abrirse su camino fuera
del palacio.
Se sentó a esperar.
En la mesa frente a él había un mapa detallado de Vere y Akielos, cada colina y cresta, cada pueblo y
fortaleza meticulosamente registrado. El río Seraine serpenteaba su camino hacia el sur, pero él sabía
que no estaban siguiendo el río. Puso la punta de su dedo sobre Chastillon y trazó un posible camino
hacia Delpha, al sur a través de Vere hasta que llegó a la línea que marcaba el borde de su propio país,
todos los nombres de los lugares estaban escritos discordantemente en Veretiano: Achelos, Delfeur.
En Arles, el Regente había enviado asesinos para matar a su sobrino. Había sido muerte en el fondo
de una copa envenenada, al final de una espada desenvainada. Eso no era lo que estaba pasando
aquí. Avienta juntas dos compañías enemistadas, ponlas bajo un partidista, intolerante Capitan, y pasa
el resultado a un Inmaduro-Principe-Comandante. Este grupo iba a arrancarse a sí mismo en pedazos.
Y probablemente no había nada que Damen pudiera hacer para evitar que pasara. Esta iba a ser una
cabalgata de moral desintegradora; la emboscada que seguramente les esperaba en el borde devastaría
a una compañía que ya estaba en caos, arruinada por peleas internas y liderazgo negligente. Laurent
era el único contrapeso contra el Regente, y Damen haría todo lo que había prometido para mantenerlo
vivo, pero la dura verdad de esta cabalgata al borde era que se sentía como la última jugada en un
juego que ya estaba terminado.
Cualquier asunto que Laurent tenía con Govart lo mantuvo hasta bien entrada la noche. Los sonidos de
la fortaleza se volvieron callados; el palpitar de las llamas creció audiblemente en la chimenea.
Damen se sentó y esperó, sus manos sostenidas ligeramente. Los sentimientos que la libertad, la
ilusión de libertad, se revolvían en él eran extraños. Pensó en Jord y Aimeric y en todos los hombres de
Laurent trabajando a través de la noche preparándose para una partida temprana.
Había sirvientes de casa en la fortaleza, y él no estaba entusiasta por el regreso de Laurent. Pero
mientras esperaba en la habitación vacía, el fuego parpadeante en la chimenea, sus ojos pasando sobre
las cuidadosas líneas del mapa, estaba consciente, así como lo había estado pocas veces durante su
cautiverio, que estaba solo.
Laurent entró, y Damen se levantó de su asiento. Orlant podía vislumbrarse en la entrada detrás de él.
—Puedes irte. No necesito un guardia en la puerta. —dijo Laurent.
Orlant asintió. La puerta se cerró.
—Te he reservado para el final— dijo Laurent.
—Le debes un sol de cobre al mozo de cuadra. — Contestó Damen.
—El mozo debe aprender a demandar su pago antes de inclinarse hacia delante.
Laurent calmadamente se ayudó a sí mismo con la jarra y el cáliz, sirviéndose un trago. Damen no
pudo evitar mirar el cáliz, recordando la última vez que habían estado solos juntos en la habitación de
Laurent.
Pálidas cejas se arquearon una fracción.
—Tu virtud está a salvo. Es solo agua. Probablemente. —Laurent tomó un trago, después bajó el cáliz,
sosteniéndolo con refinados dedos. Él miro hacia la silla, como un anfitrión ofreciendo asiento, y dijo,
como si las palabras lo entretuvieran. —Ponte cómodo. Te vas a quedar esta noche.
—¿Sin restricciones? —dijo Damen. —¿No crees que trate de irme, deteniéndome solo para matarte
en mi camino hacia afuera?
—No hasta que estemos más cerca de la frontera. —dijo Laurent.
Le devolvió la mirada a Damen equitativamente. No había sonido salvo el crack y el pop del fuego.
—Tú de verdad tienes hielo en las venas ¿No es así? —dijo Damen.
Laurent puso el cáliz cuidadosamente sobre la mesa, y recogió el cuchillo.
Era un cuchillo afilado, hecho para cortar carne. Damen sintió su pulso acelerarse mientras Laurent
avanzaba hacia adelante. Solo un puñado de noches antes, había observado a Laurent cortarle la
garganta a un hombre, derramando sangre tan roja como la seda que cubría la cama de esta habitación.
Sintió conmoción cuando los dedos de Laurent tocaron los suyos, presionando la empuñadura del
cuchillo en su mano. Laurent tomó la muñeca de Damen por debajo de la esposa dorada, afirmando su
agarre, y arrastró el cuchillo hacia adelante para que quedara inclinado hacia su propio estómago. La
punta de la hoja presionaba ligeramente en el traje del Príncipe azul oscuro.
—Me escuchaste diciéndole a Orlant que se fuera. —dijo Laurent.
Damen sintió el agarre de Laurent deslizándose de su muñeca a sus dedos y apretó.
—No voy a desperdiciar tiempo en posturas y amenazas. ¿Por qué no despejamos cualquier
incertidumbre acerca de tus intenciones? — dijo Laurent.
Estaba bien posicionada, justo debajo de la caja torácica. Todo lo que tendría que hacer era empujar
y luego inclinarlo hacia arriba.
Él estaba tan exasperantemente seguro de sí mismo, probando un punto.
Damen sintió deseo viniendo duramente hacia él: no enteramente deseo por violencia, sino un deseo de
conducir el cuchillo en la compostura de Laurent, de forzarlo a mostrar algo además de fría indiferencia.
—Estoy seguro de que aún hay sirvientes despiertos. ¿Cómo sabré que no vas a gritar?
—¿Me veo como el tipo que grita?
—No voy a usar el cuchillo. —dijo Damen. —Pero si estás dispuesto a ponerlo en mi mano, sobreestimas
cuanto lo quiero.
—No. —dijo Laurent. —Sé exactamente lo que es querer matar a un hombre, y esperar.
Damen dio un paso hacia atrás y bajó el cuchillo. Sus nudillos permanecieron apretados alrededor de
él. Se miraron el uno al otro.
Laurent dijo.
—Cuando esta campaña termine, creo, si eres un hombre y no un gusano, que intentaras vengarte
por lo que te ha pasado. Lo espero. En ese día, rodaremos los dados y veremos cómo caen. Hasta
entonces, me servirás. Déjame por lo tanto hacer una cosa muy clara para ti: espero tu obediencia.
Estas bajo mi comando. Si objetas a lo que se te dice que hagas escucharé argumentos razonables en
privado, pero si desobedeces una orden una vez dada, te mandaré de regreso al poste de latigazos.
—¿He desobedecido alguna orden? —dijo Damen.
Laurent le dio otra de esas largas y raras miradas escrutadoras.
—No. —dijo Laurent. —Has arrastrado a Govart fuera de los establos para que cumpliera con su deber,
y rescatado a Aimeric de una pelea.
—Tienes a todos los hombres trabajando hasta el amanecer para preparase para la partida de mañana.
¿Qué estoy haciendo aquí?
Otra pausa, y después Laurent le indicó la silla otra vez. Esta vez Damen siguió su invitación y se sentó.
Laurent tomó la silla opuesta. Entre ellos, desenrollado en la mesa, estaba todo el intricado detalle del
mapa.
—Dijiste que conocías el territorio. —dijo Laurent.
Capítulo 2
Traducido por Sergio Palacios
Corregido por Reshi

Mucho antes de que cabalgaran a la mañana siguiente, era obvio que el Regente había escogido a la
peor calidad de hombres que pudo encontrar para ir con su sobrino. De igual manera era evidente el
hecho de que habían sido apostados en Chastillon para ocultar su pobre calidad de la corte. No eran
siquiera soldados entrenados, eran mercenarios, luchadores de segunda o tercera categoría, en su
mayoría.
Con tropas como esta, la linda cara de Laurent no le estaba concediendo ningún favor. Damen escuchó
una docena de insultos e insinuaciones maliciosas antes de siquiera ensillar a su caballo. No era de
extrañar que Aimeric estuviera furioso: inclusive Damen, quien francamente no tenía objeción hacia los
hombres difamando a Laurent, se encontraba irritado.
Era una falta de respeto hablar de esa forma a cualquier comandante. Se ha doblegado para el pene
correcto, había escuchado.
Jaló demasiado brusco la cincha de su caballo.
Estaba fuera de sí, posiblemente de mal humor. La noche anterior había sido extraña, estando sentado
frente a un mapa con Laurent, contestando preguntas.
El fuego había quemado bajo en la chimenea, caliente y con brasas. “Dijiste que conocías el territorio”,
había dicho Laurent y Damen se había encontrado a sí mismo en una tarde invertida dando información
táctica a un enemigo que el esperaba enfrentar un día, tierra contra tierra, Rey contra Rey.
Y ese era el mejor resultado: había asumido que Laurent vencería a su tío, y que Damen regresaría a
Akielos, reclamando su trono.
—¿Tienes alguna objeción? —Laurent había dicho.
Damen contuvo el aliento en una respiración profunda. Un Laurent fuerte significaba un Regente débil,
y si Vere era distraído por una disputa familiar sobre la sucesión, sólo beneficiaría a Akielos. Dejaría que
Laurent y su tío lo arreglarán a golpes.
Lenta y cuidadosamente, empezó a hablar.
Habían hablado del terreno en la frontera y sobre la ruta por la que viajarían para llegar ahí. No iban a
cabalgar en línea recta al sur. En su lugar, iba a ser un viaje de dos semanas al suroeste a través de las
provincias Veretianas de Varenne y Alier, su ruta abrazando la frontera Vaska de montañas.
Era un cambio de la ruta directa que había sido planeada por el Regente, y Laurent ya había enviado
jinetes a que informaran a las fortalezas. Laurent, pensó Damen, estaba comprando tiempo para sí,
alargando el viaje tanto como convincentemente se pudiera.
Habían hablado acerca de los méritos de las defensas de Ravenel comparadas a las de Fortaine.
Laurent no había mostrado inclinación alguna a dormir. No había siquiera mirado hacia la cama.
Mientras avanzaba la noche, Laurent había abandonado su comportamiento intencional por una actitud
más jovial y relajada, poniendo una rodilla en su pecho, y un brazo alrededor de ella. Damen se había
encontrado mirando el fácil acomodo de las extremidades de Laurent, el balance de su muñeca en la
rodilla, huesos finamente articulados. Más había estado al tanto de una vaga pero creciente tensión,
una sensación en él casi como si estuviera esperando… esperando algo, inseguro de qué fuera. Era
como estar solo en un pozo con una serpiente: ella se podía relajar, tú no.
Alrededor de una hora antes del alba, Laurent se levantó.
—Es todo por esta noche—dijo brevemente. Y después, para sorpresa de Damen, se fue para comenzar
los preparativos de la mañana. Damen había sido informado bruscamente que sería llamado cuando
fuera requerido.

El castellán1 le habló unas horas después. Damen había tomado la oportunidad de tomar una siesta,
retirándose determinado a su camastro y cerrando sus ojos. La siguiente vez que había visto a Laurent
había sido en el patio, cambiado y armado, y fríamente listo para montar. Si Laurent había dormido en
absoluto, no lo había hecho en la cama del Regente.
Hubo menos retrasos de los que Damen esperaba. La llegada previa al amanecer de Laurent y
cualquieras observaciones perras que haya hecho, afiladas por una noche sin dormir, habían sido
suficientes para sacar a los hombres del Regente fuera de sus camas y tenerlos en un semblante de
líneas.
Comenzaron la marcha.
No hubo un desastre inmediato.
Cabalgaron a través de los largos prados verdes, bañados con flores blancas y amarillas, Govart rígido
y comandando en un caballo de guerra a la cabeza, y detrás de él—joven, elegante y sublime- el
Príncipe. Laurent parecía una figura emblemática, llamativa e inútil. Govart no había sido corregido
en lo absoluto por su tardanza digna de un mozo, tampoco les había pasado nada a los hombres del
Regente por evadir sus deberes anoche.
Eran en total doscientos hombres, seguidos por sirvientes y vagones, suministros y caballos adicionales.
No había ganado, ya que habría un ejército más grande en la campaña. Esta era una pequeña tropa
con el lujo de varias paradas para provisiones en el camino a su destino. No hubo acompañantes.
Pero se alargaron casi medio kilómetro, por rezagos. Govart envió jinetes del frente cabalgando al final
de la columna para lanzarlos a la acción, lo que causó un menor alboroto entre los caballos, pero no
una mejora notable en la marcha. Laurent observó todo esto, pero no hizo nada al respecto.
Acampar tomó varias horas, lo que era demasiado.
Tiempo desperdiciado era tiempo que se quitaba del de descanso cuando los hombres del Príncipe
habían estado ya de pie entrada la mitad de la noche.
Govart dio órdenes simples pero sin importarle mucho un trabajo bien hecho o detallado. Entre los
hombres del Príncipe, Jord compartió la mayoría de las responsabilidades del Capitán, como había
hecho la noche anterior, y Damen tomó órdenes de él.
Había aquellos entre los hombres de Regente quienes simplemente trabajaban duro porque el trabajo
tenía que hacerse, pero era un impulso que nacía de ellos mismos en lugar que fue dada por alguna
orden externa. Había poco orden entre ellos, sin jerarquías, por lo que un hombre podría eludir cuanto
quisiera sin repercusiones salvo la de generar resentimiento de los otros alrededor de él.
Iba a haber una quincena por esto, con una pelea al final de ello. Damen aflojó su mandíbula, mantuvo
su cabeza baja, y siguió con el trabajo que se le había asignado. Cuidaba su caballo y su armadura.
Estuvo al pendiente de la tienda de campaña del Príncipe. Movió las provisiones y llevó el agua y la
madera. Se bañó con los hombres. Comió. La comida sabía bien. Algunas cosas estaban bien hechas.
1 Castellán. Por más que se buscó un significado concreto en español de esta palabra, no se encontró. Castellan en inglés es un gobernador de un

castillo.
Los centinelas fueron apostados puntuales, así como los jinetes, tomando su posición con el mismo
profesionalismo que los guardias que lo habían vigilado en el palacio. La zona del campamento estaba
bien escogida.
Se estaba poniendo en marca al campamento de Paschal cuando escuchó del otro lado del toldo:
—Deberías decirme quién lo hizo, para que podamos encargarnos de ello—dijo Orlant.
—No importa quién lo haya hecho. Fue mi culpa. Te lo dije —La obstinada voz de Aimeric era
inconfundible.
—Rochert vio a tres de los hombres del Regente salir de la armería. Dijo que uno de ellos era Lazar.
—Fue mi culpa. Yo provoqué el ataque. Lazar estaba insultando al Príncipe…
Damen suspiró, dio la vuelta y se dirigió a buscar a Jord.
—Tal vez quieras ir a ver a Orlant.
—¿Y eso por qué?
—Porque te he visto hablar con él en una pelea antes.
El hombre con el que Jord había estado hablando le dio a Damen una mirada de desagrado después
de que Jord se fue.
—Escuché que ustedes son buenos haciendo cuentos. ¿Y qué vas a estar haciendo mientras Jord
detiene esa pelea?
—Siendo masajeado—Dijo Damen brevemente.
Se reportó, ridículamente, a Paschal. Y de allí a Laurent.
La carpa era muy grande. Era lo suficientemente larga para que Damen, quien era alto, caminara
libremente dentro sin tener que mirar precavidamente hacia arriba para evadir obstáculos. Las paredes
del toldo estaban cubiertas de cortinas de color azul y crema, atravesadas por hilo dorado, y arriba
sobre su cabeza el techo colgaba suspendido en dobleces en forma de arcos de tela de seda.
Laurent estaba sentado en el área de la entrada, la cual estaba arreglada para visitantes, con sillas y
una mesa, muy parecida a una carpa de guerra.
Él estaba hablando con uno de los sirvientes de aspecto desaliñado sobre armamentos. Excepto que él
no estaba hablando, sino más que nada escuchando. Con un movimiento de mano le indicó a Damen
que entrara y esperara.
La carpa estaba caliente con braseros, e iluminada con velas. En el recibidor, Laurent continuó hablando
con el sirviente. Al fondo de la tienda estaba el área de dormir, una pila de almohadas, envuelta en
sábanas y seda. Y, enfáticamente separado, su propio camastro.
El sirviente se retiró, y Laurent se puso de pie. Damen volvió sus ojos de la cama del Príncipe, y se
encontró con un silencio extendiéndose en el que la fría mirada de los ojos azules de Laurent estaba
sobre él.
—¿Y bien? Atiéndeme—Dijo Laurent.
— “Atiéndeme” –repitió Damen.
La palabra se hundió en él. Se sintió como se había sentido en la arena de entrenamiento cuando fue
incapaz de ir cerca del cruce.
—¿Has olvidado cómo? —Le dijo Laurent.
—La última vez —dijo—, esto no terminó de manera placentera.
—Entonces te sugiero que te comportes mejor —Dijo Laurent.
Laurent se giró a espaldas de Damen tranquilamente y esperó. El lazado del brocado exterior de
la prenda de Laurent comenzaba desde su nuca, y le seguía en línea recta hasta su espalda. Era
ridículo… temerle a esto. Damen dio un paso adelante.
Para poder desabrocharle su prenda, tenía que levantar sus dedos y cepillar a un lado los extremos
de su pelo dorado, suave como piel de zorro. Cuando lo hizo, Laurent inclinó su cabeza ligeramente,
dándole mejor acceso.
Era un servicio común que un sirviente personal vistiera y desvistiera a su amo. Laurent aceptó
el servicio con la indiferencia de un largo tiempo de uso de servicio. La abertura en el brocado se
ensanchó, revelando el blanco de una camiseta interior presionada caliente en su piel por el pesado
tejido exterior, y por la armadura sobre ello. La piel de Laurent era del mismo tono delicado blanco que
el de la camiseta. Damen puso la prenda sobre los hombros de Laurent y por un momento sintió, bajo
sus manos, la dura tensión de la espalda de Laurent.
—Eso servirá—Dijo Laurent, alejándose y lanzando la ropa a un lado de él— Ve y siéntate en la mesa.
En la mesa estaba el mapa familiar, sostenido de las esquinas por tres naranjas y una taza. Acomodándose
él mismo en la silla frente a Damen, casual en pantalones y camiseta interior, Laurent levantó una de
las naranjas y comenzó a pelarla. Una esquina del mapa se enrolló.
—Cuando Vere enfrentó a Akielos, en Sanpelier, hubo una maniobra que abrió paso por nuestro flanco
oriental. Dime como funcionó eso—dijo Laurent.
En la mañana, las tropas se levantaron temprano, y Jord le preguntó a Damen sobre el improvisado
campo de práctica por la tienda de la armería.
Era, en teoría, una buena idea. Damen y los soldados Veretianos eran proponentes de diferentes
estilos, y había muchas cosas que podían aprender uno del otro.
A Damen ciertamente le agradaba la idea de regresar a estar constantemente practicando, y si Govart
no estaba organizando ejercicios, una junta informal bastaría.
Cuando llegaron a la tienda de la armería, tomó un momento para estudiar el campo. Los hombres
del Príncipe estaban trabajando con la espada, y sus ojos se apostaron en Jord y Orlant, y después
en Aimeric. No muchos de los hombres del Regente estaban ahí con ellos, pero uno o dos lo estaban,
incluido Lazar.
No había habido explosiones anoche, y Orlant y Lazar estaban a menos de cien pasos de cada uno sin
ninguna señal de heridas físicas, pero eso significaba que Orlant tenía una queja que no había sido aún
expresada para su satisfacción, y mientras Orlant dejaba de hacer lo que estaba haciendo y se acercó,
Damen se encontró a sí mismo cara a cara con un reto que debió haber predicho.
—¿Estás bien?
—Sí. —Dijo Damen.
Podía ver en la mirada de los ojos de Orlant lo que planeaba. La gente comenzaba a darse cuenta,
deteniendo su propia práctica.
—Esta no es una buena idea —Le dijo Damen.
—Así es. A ti no te gustan las peleas—Le contestó Orlant—Tú prefieres estar detrás de las personas.
La espada era un arma de práctica, hecha de madera del mango a la punta, con cuero alrededor de la
empuñadura para proporcionar agarre. Damen sintió el peso de la espada en su mano.
—¿Miedo a pelear? —Dijo Orlant.
—No—Le contestó Damen.
—¿Entonces qué? ¿No puedes pelear? —Le dijo Orlant—¿Estás sólo aquí para cogerte al Príncipe?
Damen atacó. Orlant lo detuvo, y estuvieron inmediatamente enredados en el vaivén de un cambio duro
de golpes. Las espadas de madera no eran las indicadas para dar golpes finales, pero podían lastimar y
quebrar huesos. Orlant peleó teniendo eso en mente: sus ataques no retenían nada. Damen, habiendo
lanzado el primer golpe, ahora dio un paso adelante.
Era el tipo de pelea que se llevaba a cabo en batalla, rápida y dura, no en un duelo, donde los primeros
pocos encuentros eran usualmente exploratorios, cautelosos y poniendo a prueba, especialmente
cuando se desconocía al oponente. Aquí espada chocaba contra espada, y la ráfaga de golpes cesaba
sólo un momento aquí y allá, para remontarla, rápido, de nuevo.
Orlant era bueno. Estaba entre lo mejor de los hombres en el campo, una distinción que compartía con
Lazar, Jord, y uno que otro de los hombres del Príncipe, cada uno de los cuales Damen reconoció en
sus semanas de cautivo. Damen supuso que podía sentirse halagado que Laurent haya puesto a sus
mejores espadachines para cuidarle en el palacio.
Había pasado cerca de un mes desde que Damen había usado una espada. Se sentía lejano desde ese
día, en Akielos, cuando había sido lo suficientemente ingenuo al preguntar para ver a su hermano. Un
mes, pero estaba acostumbrado a horas y horas de entrenamiento diario, un horario que empezó en su
niñez temprana, en la que un descanso de un mes significaba nada. No era ni siquiera tiempo suficiente
para que los callos por la espada se suavizaran.
Extrañaba la pelea. Satisfacía algo dentro, en lo profundo de él, el adentrase en lo físico, enfocarse en
un arte, en una persona, atacar y contraatacar a una velocidad en la que cada pensamiento se volvía
instinto. Aun así, el estilo de pelea Veretiano era lo suficientemente diferente que las respuestas no
podían ser puramente automáticas, y Damen experimentaba un sentimiento que era en parte desahogo
y en parte simple disfrute con una gran cantidad de energía, cuidadosamente a raya.
Un minuto o dos más y Orlant se soltó y maldijo.
—¿Vas a enfrentarme o no?
—Dijiste que era un enfrentamiento—Dijo Damen en forma neutral.
Orlant arrojó su espada, dio dos pasos fuera a uno de los vigilantes, y tiró de su vaina una espalda de
acero pulido de treinta pulgadas, la cual sin preámbulo regresó a girar con velocidad asesina al cuello
de Damen.
No había tiempo para pensar. No había tiempo para adivinar si Orlant intentaba tirar un golpe o si
realmente quería partir a Damen a la mitad. La espada no podía ser parada. Con el peso e impulso
de Orlant, podía atravesar a través de una espada de madera con la misma facilidad que lo haría con
mantequilla.
Más rápido que el golpe de la espada, Damen se movió, dentro del campo de Orlant y siguiendo
moviéndose, y en el siguiente movimiento la espalda de Orlant golpeó la tierra, el aire fuera de su
pecho, y la punta de la espada de Damen en su garganta.
Alrededor de ellos, la zona de entrenamiento se había quedado en silencio.
Damen dio un paso atrás. Orlant, lentamente, se puso de pie. Su espada en el piso.
Nadie habló.
Orlant miró de su espada tirada a Damen y de vuelta a la espada, pero fuera de ahí no se movió.
Damen sintió la mano de Jord agarrando su hombro, y giró sus ojos de Orlant hacia la dirección que
Jord indicó despacio con su barbilla.
Laurent había llegado a la zona de entrenamiento y estaba de pie no lejos de ellos, por la tienda de
armas, observándolos.
—Te estaba buscando—Dijo Jord.
Damen hizo a un lado la espada y fue hacia él.
Caminó sobre el pasto crecido. Laurent no hizo gesto de encontrarlo a medio camino, sino que
simplemente esperó. Una brisa comenzó a surgir. Las banderas de la carpa ondulaban violentamente.
—¿Me estabas buscando? —Dijo Damen.
—Eres mejor que yo.
Damen no pudo evitar ocultar su reacción con un suspiro de sorpresa ante el comentario, o de la larga
mirada que le dirigió Laurent de pies a cabeza, lo que era un poco insultante. En serio.
Laurent se sonrojó. El color invadió sus mejillas, y un músculo se tensó en su mandíbula como si fuera
lo que fuera que sintiera estuviera siendo forzosamente reprimido. No era como cualquier otra reacción
que Damen jamás haya visto de él antes, y no pudo resistir el presionarla un poco más.
—¿Por qué? ¿Quieres entrenar? Podemos mantenerlo amistoso—Dijo Damen.
—No—Dijo Laurent.
Fuera lo que hubiera pasado entre ellos después de eso fue impedido por Jord, quien se estaba
acercando por detrás de él con Aimeric.
—Alteza. Disculpas, si necesita más tiempo con…
—No—Dijo Laurent—Hablaré contigo en su lugar. Sígueme a la carpa principal.
Los dos se alejaron caminando juntos, dejando a Damen con Aimeric.
—Te odia—Dijo Aimeric con alegría.
Al final del transcurso del día, Jord fue por él.
Le agradaba Jord. Le agradaba su pragmatismo y su sentido de responsabilidad que sentía claramente
hacia los hombres. Fuera cual fuera el pasado del que Jord se haya levantado, tenía las bases de un
buen líder. Incluso con todas las tareas adicionales que Jord estaba cargando, aun así se había tomado
el tiempo para hacer esto.
—Quería que supieras—Dijo Jord—, que cuando pedí que te nos unieras esta mañana, no fue para
darle a Orlant la oportunidad de…
—Lo sé—terminó Damen.
Obtuvo algo que parecía ser una sonrisa de parte de Jord.
—No estuviste así de bien cuando peleaste con Govart.

—Cuando peleé con Govart—Le dijo Damen—, tenía mis pulmones llenos de chalis2
Otro asentimiento lento de cabeza.
—No estoy seguro como es en Akielos—Dijo Jord—, pero… no deberías estar tomando esa cosa antes
de una pelea. Ralentiza tus reflejos. Socaba tu fuerza. Tómalo como un consejo amistoso.
—Gracias—Dijo Damen, después de un largo silencio.

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Cuando sucedió, fue Lazar de nuevo, y Aimeric. Era la tercera noche del viaje, y habían acampado en
la Fortaleza de Bailleux, una estructura desgastada con un nombre elegante. Las habitaciones adentro
eran lo suficientemente escasas que los hombres evitaban el cuartel e incluso Laurent se mantuvo
confeccionado en una carpa en lugar de pasar la noche dentro, pero había pocos sirvientes atendiendo
y la fortaleza formaba parte de una línea de suministros que le permitía a los hombres reabastecerse.
Sin embargo cuando la pelea inició, para cuando la gente escuchó de ella, Aimeric estaba en el suelo
2 Es un tipo de droga que se usa para alterar los sentidos en el cuerpo humano.
con Lazar sobre él. Se veía sucio pero sin sangrar esta vez. Era mala suerte que Govart fuera el que
intervino, y lo hizo, arrastrando a Aimeric y levantándolo, y después abofeteándolo en la cara por
causar problemas. Govart fue el primero en llegar, pero para cuando Aimeric se estaba poniendo de pie
atendiendo su quijada, una decente multitud se había juntado atraída por el ruido.
Era de mala suerte que ya estaba entrada la noche, y que la mayoría del trabajo del día estuviera
terminado, dándole tiempo libre a los hombres para juntarse.
Jord tuvo que retener físicamente a Orlant, y Govart no fue de gran ayuda diciéndole a Jord que
mantuviera a sus hombres en línea. Aimeric no estaba ahí para recibir un trato especial, dijo Govart,
y que si alguien tenía represalias contra Lazar, recibirían una lección. La violencia se deslizó en los
hombres como aceite esperando una flama, y si Lazar hubiera hecho una simple señal de agresión se
hubiera encendido, pero dio un paso atrás, y tuvo la buena gana o la inteligencia de verse preocupado
con el discurso de Govart en lugar de complacido.
De alguna manera Jord logró mantener la paz, pero cuando los hombres se dispersaron, rompió la
cadena de mando completamente, y fue derecho a la tienda de Laurent.
Damen esperó hasta que vio a Jord salir. Entonces dio un fuerte respiro, y entró por sí mismo.
Cuando entró en la tienda de Laurent, Laurent le dijo:
—¿Tú crees que debería destituir a Lazar? Ya lo he escuchado de Jord.
—Lazar es un buen espadachín—Le dijo Damen—, y es uno de los pocos hombres de tu tío que pone
manos a la obra. Yo creo que a quien debes destituir es a Aimeric.
—¿Qué?
—Es muy joven. Muy apuesto. Inicia peleas. No es la razón por la que vine a hablar contigo, pero ya
que preguntaste lo que pienso: Aimeric causa problemas, y algún día pronto dejará de hacerte ojos y
dejará que uno de los hombres se lo tire, y los problemas se van a poner peor.
Laurent lo entendio. Pero…
—No puedo despedirlo—Dijo-. Su padre es el Concejal Guion. El hombre que conociste como el
Embajador de Akielos.
Damen se quedó mirándolo. Pensó en Aimeric defendiendo a Laurent en la armería, sosteniendo una
nariz ensangrentada. Al final, dijo:
—¿Y cuál de los bordes del castillo su padre sostiene?
—Fortaine—Dijo Laurent con el mismo tono.
—¿Estás usando al muchacho para ganar influencia con su padre?
—Aimeric no es un niño atraído con regalos. Él es el cuarto hijo de Guion. Sabe que su estancia aquí
divide la lealtad hacia su padre. Es en parte la razón por la que se unió a mí. Quiere la atención de su
padre—Dijo Laurent—Si no estás aquí para hablarme de Aimeric, ¿Por qué estás aquí?
—Me dijiste que si algo me preocupaba o tenía objeciones sobre algo, querías escuchar argumentos
en privado—Dijo Damen—Vine aquí para hablar contigo sobre Govart.
Laurent le dio un pequeño asentimiento.
Damen llevó su mente de regreso a los días de su mala disciplina. La pelea de esta noche fue la
perfecta oportunidad para un capitán de pararse enfrente y tomar control de los problemas en el campo,
con castigos igualmente escrupulosos y un mensaje sobre que la violencia de cualquier facción no iba
a ser tolerada. En lugar de todo eso, la situación se había empeorado. Así que fue directo.
—Sé que, sea cual sea la razón, le estás dando a Govart terreno libre. Tal vez estás esperando que
caiga con sus propios errores, o que entre más problemas cause más fácil será despedirlo. Pero no
está funcionando de esa manera. Ahora los hombres están resentidos con él, pero al amanecer estarán
resentidos contigo por no controlarlo. Él necesita ser controlado por tu comando, y disciplinado por no
seguir órdenes.
—Pero él está siguiendo órdenes—Le dijo Laurent. Y agregó, al ver la reacción de Damen—No las
mías.
Había acertado a la mayoría al menos, pero seguía cuestionándose qué órdenes el Regente le estaba
dando a Govart. Has cuando te plazca y no escuches a mi sobrino. Algo como eso pudiera ser, pensó.
—Sé que eres capaz de poner a Govart en cintura sin que se vea como un acto de agresión contra tu
tío. No puedo creer que le temas a Govart. Si lo hicieras, no tendrías que ponerme nunca más contra
él en la arena. Si temes por…
—Es suficiente—Le cortó Laurent.
Damen guardó silencio. Tomó un buen esfuerzo hacerlo. Laurent lo estaba mirando con el ceño fruncido.
—¿Por qué me estás dando este consejo? —Le preguntó Laurent.
¿No es por eso que me trajiste contigo? En lugar de decir esas palabras, Damen dijo:
—¿Por qué no tomas alguno de ellos?
—Govart es Capitán y ha resuelto problemas para mi complacencia—Dijo Laurent. Pero su ceño seguía
fruncido, y sus ojos estaban turbios, como si se hubiera encerrado en sus pensamientos—Tengo
pendientes que atender afuera. No requeriré tus servicios esta tarde. Tienes mi permiso para retirarte.
Damen vio a Laurent irse, y sólo con la mitad de su mente envuelta en la urgencia de aventar cosas. Él
sabía para ahora que Laurent nunca actuaba de manera precipitada, pero siempre se alejaba y se daba
tiempo y espacio para sí mismo para pensar. Era tiempo ya de dar un paso atrás, y esperar.
Capítulo 3
Traducido por Raisa Castro
Corregido por Reshi

Damen no se quedó dormido de inmediato, aunque él tenía las más lujosas instalaciones para dormir
que cualquier otro soldado en el campamento. Su camastro de esclavo estaba suave por las almohadas,
y tenía seda contra su piel.
Estaba despierto cuando Laurent regresó y empujó la mitad de su cuerpo hacia arriba, no muy seguro
de si era necesitado.
Laurent lo ignoró. Laurent, en la noche, cuando sus conversaciones habían terminado, solía prestarle
no más atención que a un mueble. Hoy, Laurent se sentó en una mesa y escribió una nota a la luz de
la vela que estaba en la mesa. Cuando hubo terminado, doblo y selló el pergamino con cera roja y un
sello que no llevaba en el dedo, sino en un redil de su ropa.
Después de eso, se quedó sentado por un momento. En su rostro estaba la misma expresión
interiorizada que había tenido más temprano aquella noche. Eventualmente, Laurent se levantó,
apagó la vela con sus dedos y, en la oscurecida media luz del brasero, se preparó para la cama.

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La mañana comenzó regularmente bien.
Damen se levantó y cumplió con sus deberes. Los fuegos fueron apagados, las tiendas fueron empa-
cadas y cargadas en los vagones y los hombres comenzaron a prepararse para el viaje. La nota que
Laurent había escrito la noche anterior galopaba hacia el este con un caballo y su jinete.
Los insultos que se rumoreaban eran de naturaleza sana y nadie fue arrastrado por la tierra, lo cual era
lo mejor que se podría esperar de este grupo, pensó Damien mientras preparaba su guarnición.
Fue consciente de Laurent en su visión periférica, su cabello pálido y vistiendo sus cueros para montar.
Él no era el único que le prestaba atención a Laurent. Más de una cabeza se volvió en la dirección de
Laurent y algunos hombres habían comenzado a reunirse. Laurent tenía a Lazar y Aimeric frente a él.
Sintió un poco de ansiedad sin nombre, Damen dejó la guarnición en la que estaba trabajando y caminó
hacia ellos.
Aimeric, a quien se le veía todo en la cara, le estaba dedicando a Laurent una mirada honesta de
adoración a un héroe y mortificación. Era claramente una agonía que hubiera captado la atención del
Príncipe por una indiscreción. Lazar era más difícil de leer.
—Su Alteza, me disculpo. Fue mi culpa, no volverá a pasar.—fue lo primero que escuchó Damen
cuando se acercó más. Aimeric. Obviamente.
—¿Qué te provocó? —preguntó Laurent con un tono de voz familiar.
Solo en este momento parece que Aimeric se dio cuenta que estaba nadando en aguas profundas.
—No es importante. Solo que yo estaba en lo incorrecto.
—¿No es importante? —preguntó Laurent, quien sabía, tenía que saber, mientras su mirada azul
descansó ligeramente en Lazar.
Lazar estaba callado. Resentimiento y furia estaban debajo de eso. Luego, se envolvían entre ellas
mismas, aferrándose para sumirse en derrota y bajar su mirada. Mirar como Laurent hacia bajar la
mirada de Lazar, Damen se dio cuenta que Laurent iba a jugar a presentar esto, todo esto, en público.
Damen miró arrebatadamente a su alrededor. Había demasiados hombres mirando.
Tenía que confiar en que Laurent sabía lo que estaba haciendo.
—¿Dónde está el capitán? —dijo Laurent.
El Capitán no podía ser encontrado rápidamente. Orlant fue enviado en su búsqueda. Orlant se había
ido ya a buscar a Govart cuando Damen, recordando los establos, le mando su silenciosa simpatía a
Orlant, sin importar sus diferencias.
Laurent esperó con calma.
Y esperó.
Y las cosas comenzaron a ir mal.
Una silenciosa risa comunal nació entre los que observaban y comenzó a esparcirse por el campamento.
El Príncipe quería tener unas palabras en público con el Capitán. El Capitán estaba obligando al Príncipe
a esperar a su placer. Quien quiera que estuviera apunto de bajarle los humos, iba a ser chistoso. Ya
era chistoso.
Damen sintió el toque frio de una premonición horrible. Esto no era lo que quería que Laurent hiciera
cuando le dio consejos la noche pasada. Mientras más tiempo forzaban a Laurent a esperar, su autoridad
era públicamente erosionada.
Cuando finalmente llegó, Govart se aproximó a Laurent sin prisas, acomodando su cinturón de espada
en el lugar, como que no tuviera ninguna duda en dejar que las personas supieran la naturaleza carnal
de lo que había estado haciendo.
Era el momento para que Laurent afirmara su autoridad, para disciplinar a Govart, calmadamente y sin
prejuicios. En cambio:
—¿Estoy evitando que folles? —preguntó Laurent.
—No, ya he terminado. ¿Qué quieres? —dijo Govart, con una insultante falta de respeto.
Y de pronto, fue claro que había algo más entre Laurent y Govart de lo que Damen sabía y que Govart
estaba como si nada ante una escena pública, seguro en la autoridad del Regente.
Antes de que Laurent pudiera responder Orlant llegó. Tenía agarrada del brazo a una mujer con cabello
café largo y ondulado con grandes faldas.
Esto, en ese momento, era lo que Govart estaba haciendo. Hubo una reacción en onda de los hombres
que estaban mirando.
—Me hiciste esperar—dijo Laurent—, mientras plantabas tu semilla en una de las prostitutas.
—Follador de hombres. —dijo Govart.
Estaba mal. Estaba todo mal. Era pequeño y personal e insultos no iban a funcionar con Govart. A él,
simplemente, no le importaba.
—Follador de hombres—dijo Laurent.
—Me folle su boca, no su vagina. Tú problema, —dijo Govart y no fue hasta ese momento que Damen
se dio cuenta lo mal que estaba yendo, como Govart estaba seguro de su autoridad, lo honda que era
su antipatía hacia Laurent—es que el único hombre que te ha excitado era tu herma…
Y cualquier esperanza que Damen tuvo en que Laurent podría controlar esta escena se apagó mientras
la cara de Laurent se cerraba, mientras sus ojos se volvían fríos y, con el filoso sonido del metal, su
espada salió de su funda.
—Desenvaina. —dijo Laurent.
No, no, no. Damen dio un paso instintivo hacia el frente, pero luego se detuvo. Sus puños se cerraron
a sus lados en impotencia.
Miró a Govart. Nunca lo había visto usar una espada, pero lo conocía por el anillo de un luchador
veterano. Laurent era un príncipe de palacio que había evitado su deber en la frontera toda su vida y
que nunca había enfrentado a un oponente honestamente si podía atacar por los laterales.
Peor. Govart tenía detrás de él todo un refuerzo del Regente; y aunque era dudoso que alguno de los
hombres que estaban viendo supieran, que le habían dado carta blanca para despachar al sobrino, si
la oportunidad se presentaba a si misma.
Govart desenvainó.
Lo impensable estaba apunto de pasar: el Capitán de Guardia, retado a un duelo de honor, estaba
frente al regimiento apunto de rebanar al príncipe heredero.
Laurent, aparentemente, era lo suficientemente arrogante como para hacer esto sin armadura.
Claramente pensaba que él no iba a perder, no si había invitado a todo el regimiento a observar.
No estaba pensando claro de ninguna manera. Laurent, con su cuerpo sin marcas y su consentida
piel resguardada, estaba fresco de los entrenamientos de palacio donde sus oponentes siempre, con
amabilidad, lo habían dejado ganar.
Lo van a matar, pensó Damen, viendo el futuro de ese momento con perfecta claridad.
Govart se preparó con facilidad negligente. Metal raspo con metal cuando las espadas de los dos
hombres se encontraron en una explosión de violencia y el corazón de Damen subió a su garganta––
él no quiso que esto sucediera, que terminara así, no de esta manera––y entonces los dos hombres
se apartaron y los latidos de Damen eran tan altos por el shock de su sorpresa: al final del primer
intercambio, Laurent seguía vivo.
Y al final del segundo.
Al final del tercero estaba, persistente y remarcablemente, aún vivo y mirando a su oponente
calmadamente, calculadoramente.
Esto era intolerable para Govart: mientras más duraba Laurent sin rasguños, la situación se hacia
más vergonzosa para él, pues Govart era, después de todo, más fuerte, alto, viejo y un soldado. Esta
vez, Govart no dejó que Laurent descansara cuando atacó pero, se lanzó hacia el frente en un ataque
salvaje de cortadas penetrantes.
Que Laurent devolvió, el choque del golpe en sus delicadas muñecas minimizado por una técnica
exquisita que funcionó con la ímpetu de su oponente en vez de contra él. Damen dejó de torturarse y
comenzó a observar.
Laurent peleaba como hablaba. El peligro estaba en la forma en la que usaba su mente: no había una
sola cosa que él hiciera que no estuviera planeada por adelantado. Sin embargo, no era predecible,
porque en esto, así como en todo lo que hacia, había barreras de intención, momentos en los que los
patrones esperados se disolvían en algo más. Damen reconoció las señales de los inventivos engaños
de Laurent. Govart no lo hacía. Govart, dándose cuenta de que no podía acercarse tan fácilmente
como había esperado, hizo una cosa que Damen no pudo advertirle que no hiciera. Se enojó. Eso fue
un error. Si había una cosa Laurent sabía, era como picar a una persona en la furia y luego prepararse
para explotar la emoción.
Laurent le dio la vuelta al acercamiento de Govart con una gracia de facilidad y con unas particulares
series de paradas Veretian que hicieron que Damien quisiera agarrar su espada.
Para entonces, enojo e incredulidad ya se veían en la espada de Govart. Estaba haciendo errores
elementales, gastando fuerza y atacando las líneas incorrectas. Laurent, físicamente, no era lo
suficientemente fuerte para aguantar un golpe sobre su espada que llegue con toda la fuerza de Govart;
tenía que evitarlos o pararlos de maneras elaboradas, como esas paradas anguladas y girar en el
momento indicado. Habrían sido letales si Govart hubiera asestado uno de ellos.
No podría manejarlo. Mientras Damen miraba, Govart batía, furiosamente, ancho. Él no iba a ganar
esta pelea con la furia conduciéndolo a estúpidos errores. Eso se estaba haciendo obvio para todos los
hombres que miraban.
Algo más se estaba haciendo dolorosamente claro.
Laurent, poseyendo el tipo de proporciones que le daban balance y coordinación como habilidades, no
había, como decía su tío, desperdiciado estas habilidades. Por supuesto, el habría tenido los mejores
maestros y la mejor tutela. Pero no para tener el nivel de habilidad que el debería tener si hubiera
entrenado largo y fuerte, y desde una edad joven.
Ni siquiera era un concurso. Era una lección de deplorable humillación pública. Pero el que estaba
enseñando la lección, el que sin esfuerzo estaba superando a su oponente, no era Govart.
—Recógela—dijo Laurent la primera vez que Govart perdió su arma.
Una línea de rojo era visible a lo largo del brazo de espada de Govart.
Había renunciado a seis pasos de terreno y su pecho subía y bajaba.
Recogió su espada lentamente, con sus ojos en Laurent.
No hubo más meteduras de pata por furia, no más ataque con mala posición o batimientos salvajes.
La necesidad hizo que Govart examinara a Laurent y enfrentarlo con sus mejores técnicas. Esta vez,
cuando se encontraron, Govart peleó en serio.
No hizo diferencia alguna. Laurent peleó con relajado y despiadado propósito y había una inmutabilidad
en lo que estaba pasando, desde la línea de sangre que ahora surgía de la pierna de Govart hasta su
espada tirada una vez más en el suelo.
—Recógela —repitió Laurent.
Damen recordó a Auguste, la fuerza con la que tenía el frente hora tras hora, y contra cualquiera ola
tras ola que había roto. Y aquí peleaba el hermano más joven.
—Pensé que era un marica—dijo uno de los hombres del Regente.
—¿Crees que lo mate? —especuló otro.
Damen sabía la respuesta de esa pregunta. Laurent no lo iba a matar. Lo iba a romper. Aquí, frente a
todo el mundo.
Tal vez Govart sintió las intenciones de Laurent porque, la tercera vez que perdió su espada, su mente
comenzó a trabajar. Dejando de lado las convenciones de un duelo eran preferibles a la humillación de
una derrota prolongada; abandonó su espada y simplemente fue a la carga. De esta forma era simple.
Pero para alguien con los reflejos de Laurent, era suficiente para hacer una decisión.
Laurent alzó su espada y la pasó por el cuerpo de Govart; no por su estómago o su pecho pero, por
su hombro. Un pedazo o una cortada simple no iban a detener a Govart, y así Laurent preparó la
empuñadura de su espada contra su propio hombro y usó todo el peso de su cuerpo para hundirla más
profundamente y parar el movimiento de Govart. Era un truco que se usaba en caza de jabalíes, cuando
la lanza hería pero no mataba; prepara el lado desafilado contra el hombro y mantén al empalado jabalí
alejado.
A veces, el jabalí se liberaba o rompía la madera de la lanza pero, Govart era un hombre con una
espada enterrada en su cuerpo y cayó de rodillas.
Tomó un considerable esfuerzo de musculo y tendón para que Laurent sacara la espada.
—Desvístanlo—dijo Laurent—Confisquen su caballo y sus pertenencias. Sáquenlo del campo. Hay un
pueblo a dos millas hacia el oeste. Si lo desea con fuerza, sobrevivirá el viaje.
Lo dijo con calma al silencio, dirigiéndose a dos hombres del Regente, quienes se movieron sin duda
para obedecer sus órdenes. Nadie más se movió.
Nadie más. Sintiéndose como si saliera de un trance, Damen miró a su alrededor a los hombres reunidos.
Primero, miró a los hombres del príncipe, esperando ver su propia reacción a la pelea reflejada en sus
rostros pero, en cambio, mostraban gratificación emparejada con una total falta de sorpresa. Se dio
cuenta que ninguno de ellos había estado preocupado de que Laurent perdiera.

La respuesta entre los hombres del Regente era más variada. Había señales tanto de satisfacción
como de diversión: tal vez habían disfrutado el espectáculo, admirando la demostración de habilidad.
Había una pizca de algo más también, y Damen sabía que eran hombres que asociaban autoridad con
fuerza. Tal vez estaban pensando diferente de su Príncipe y su bonita cara ahora que demostraba algo
de ello.
Fue Lazar el que rompió la quietud, lanzándole a Laurent un trapo.
Laurent lo atrapó y limpió su espada como un cocinero limpiaría un cuchillo tallado. Luego, lo desechó,
abandonando el trapo, ahora de un rojo brillante.
Dirigiéndose a los hombres con una voz que arrastraba, Laurent dijo:
—Tres días de liderazgo pobre han culminado en un insulto al honor de mí familia. Mi tío no podría
saber lo que descansaba en el corazón del hombre al que asignó como Capitán. De haberlo sabido,
lo habría puesto en la reserva sin darle autoridad sobre los hombres. Mañana en la mañana, habrá un
cambio. Hoy, cabalgaremos fuerte para poder enmendar el tiempo perdido.
El silencio se rompió cuando el molido de hombres comenzó a hablar.
Laurent se retiró para atender a otros negocios, deteniéndose en Jord y pasándole la capitanía. Puso
una mano en el brazo de Jord y murmuró algo demasiado bajo para poder escucharlo, a lo cual Jord
asintió y comenzó a dar ordenes.
Y estuvo hecho. Sangre pulsaba del hombro de Govart, enrojeciendo su camiseta, que había sido
arrebatada de él. Las despiadadas órdenes de Laurent fueron llevadas a cabo.
Lazar, que le había tirado a Laurent el trapo, no se veía como si quiera fanfarronear sobre Laurent de
nuevo. En efecto, la nueva forma en la que miraba a Laurent le recordó a Damen, sin error alguno,
sobre Torveld.
Damen frunció el ceño.
Su propia reacción hacía que se sintiera desbalanceado. Era que simplemente parecía–inesperado. Él
no sabía eso sobre Laurent, que había sido entrenado de esta manera, que era capaz de esa manera.
No estaba seguro de por qué sentía que algo, fundamental, había cambiado.
La mujer de cabello café recogió sus pesadas faldas, caminó hacia Govart y escupió en la tierra a su
lado. El ceño de Damen se profundizó.
El consejo de su padre volvió a su mente: nunca quites la vista de un jabalí lastimado; que una vez que
te has comprometido con un animal en la caza, debes pelear hasta el final y que cuando el jabalí estaba
herido, era cuando se convertía en al animal más peligroso de todos.
El pensamiento lo fastidió.
Laurent envió a cuatro jinetes a galopar hasta Arles con las noticias. Dos de los jinetes eran miembros
de su propia guardia, uno de los hombres del Regente y el último era asistente del Campo Baillieux.
Los cuatro habían visto con sus propios ojos los eventos de la mañana: que Govart había insultado a
la familia real, que el Príncipe, en su infinita bondad y justicia, le había ofrecido a Govart el honor de
un duelo y que Govart, habiendo sido desarmado justamente, había roto las reglas del compromiso
y atacado al Príncipe, intentando hacerle daño, un vil acto denso por la traición. Govart había sido
castigado justamente.
En otras palabras, el Regente debía ser informado que su Capitán había sido bien y verdaderamente
desanimado, en una manera que no podría ser pintada como una revuelta contra la Regencia, una
principesca desobediencia o como vaga incompetencia. Primer round: Laurent.
Cabalgaron hacia la frontera este de Vere, con Vask, que estaba ligada por montañas. Armarían un
campamento a los pies de un campo llamado Nesson y, después de eso, darían la vuelta y ondularían en
su camino hacia el sur. Los efectos combinados de la purgante violencia de la mañana y las pragmáticas
ordenes de Jord, estaban ya retumbando entre la tropa. No había ningún rezagado.
Tuvieron que empujar duro para llegar a Nesson después de las demoras de la mañana pero, los
hombres lo hicieron con gusto y cuando llegaron al campo el atardecer estaba apenas drenándose del
cielo.
Reportándose con Jordn, Damen se encontró a si mismo atrapado en una conversación para la que no
estaba listo.
—Pude adivinar por tu cara. No sabías que podía pelear.
—No—dijo Damen—. No lo sabía.
—Corre por su sangre.
—Los hombres del Regente parecían tan sorprendidos como yo.
—Él es privado sobre eso. Tú viste su grupo de entrenamiento personal en el palacio. Iba algunas
rondas con los guardias del Príncipe a veces, con Orlant, conmigo, me ha derrotado algunas veces. No
es tan bueno como lo era su hermano pero, solo debes ser la mitad de bueno que Auguste para ser diez
veces mejor que todos los demás.
En su sangre: no era exactamente eso. Había tantas diferencias como similitudes entre los dos
hermanos: el físico de Laurent era menos poderoso, su estilo construido alrededor de gracia e
inteligencia, inconstante donde Auguste era fijo como el oro.
Nesson era diferente de Baillieux de dos formas. Primera, estaba unido a un pueblo de tamaño
respetable, estaba en uno de los pocos caminos de la montaña que eran posible atravesar y recibía
comercio en el verano de la provincia Vaskian de Ver-Vassel. Segundo, estaba lo suficientemente bien
mantenida––justo––para que los hombres pasaran la noche en los cuarteles y Laurent se instalara en
la residencia.
Damen fue enviado por la puerta baja hacia la recamara para dormir.
Laurent estaba fuera, aún montado, atendiendo asuntos que concernían a los escoltas. A Damen, le
dieron la tarea de sirviente de encender las velas y el fuego, que realizó con su mente en otro lugar. En
el largo viaje desde Baillieux tuvo mucho tiempo para pensar. Al principio, solo había repetido el duelo
del que había sido testigo en su mente.
Ahora, pensaba en la primera vez que había visto al Regente disciplinar a Laurent, quitándole sus
tierras. Era un castigo que podría haber sido dado en privado, pero el Regente lo había transformado en
un espectáculo para el público. Abraza al esclavo, había ordenado el Regente al final: una gratificación,
un aderezo, un acto de superflua humillación.
Pensó en el anfiteatro, el lugar donde la corte se reunía a ver espectáculos privados presentados en
público, humillaciones y violaciones simuladas convertidas en un espectáculo cuando la corte estaba
mirando.
Y luego pensó en Laurent. La noche del banquete en el que Laurent había orquestado el intercambio de
esclavos había sido una larga y pública batalla con su tío, planeada meticulosamente con anticipación y
ejecutada con precisión. Damen pensó en Nicaise, sentado al lado de él en la gran mesa y en Erasmus,
advertido con anterioridad.
Tiene ingenio para los detalles, había dicho Radel.
Damen estaba terminando el fuego cuando Laurent entró en la habitación, aún con sus ropas de
cabalgar. Se veía relajado y justo, como si un duelo a la intemperie, cortar a su Capitán y continuar eso
con una cabalgata de un día no lo hubiera afectado para nada.
Para el momento, Damen lo conocía demasiado bien para dejarse llevar por eso. Por algo de eso.
—¿Le pagaste a esa mujer para que follara con Govart? —él dijo.
Laurent paró en el acto de quitarse sus guantes de cabalgata y después, deliberadamente, continuó.
Se sacó el cuero de cada dedo individualmente. Su voz era firme.
—Le page para que se acercara a él. No forcé su pene en la boca de ella. —dijo Laurent.
Damen pensó en que le pidieran que interrumpiera a Govart en los establos y el hecho que no había
seguidores del campo en su tropa.
—Tuvo una opción. —dijo Laurent.
—No—le dijo Damen—. Solo le hiciste creer que la tenía.
Laurent le dio la misma mirada serena que le había dado a Govart.
—¿Protestas? Tenías razón. Debía pasar ahora. Estaba esperando a que un conflicto llegara de manera
natural pero, eso estaba tomando demasiado tiempo.
Damen lo miró. Suponerlo era una cosa pero, escuchar las palabras siendo dichas en voz alta era algo
más.
—¿Razón? No quería decir…––se detuvo a sí mismo.
—Dilo. —le dijo Laurent.
—Rompiste a un hombre hoy. ¿Eso no te afecta en ninguna manera? Estas son vidas, no piezas de
ajedrez en un juego con tu tío.
—Estabas equivocado. Estamos en la tabla de mi tío y todos somos sus piezas.
—Entonces, cada vez que muevas alguna de ellas puedes felicitarte a ti mismo por como te pareces
tanto a él.
Solo salió. En parte, él todavía estaba reverberando por el hecho de su suposición confirmada. El
obviamente no esperaba que las palabras tuvieran el efecto que tuvieron en Laurent. Hicieron que
Laurent parara en sus pasos. Damen pensó que jamás había visto a Laurent atrapado completamente
sin palabras antes y, como imagino que la circunstancia no duraría mucho, se apresuró a presionar su
ventaja.
—Si atas a tus hombres con tu engaño, ¿cómo podrás confiar en ellos? Tienes cualidad que ellos
llegarán a admirar. ¿Por qué no dejar que aprendan a confiar en ti con naturalidad? Y que de esa
manera…
—No hay tiempo—le dijo Laurent. Las palabras habían sido empujadas fuera de cualquier estado de
silencio en el que Laurent había estado metido por el shock.
—No hay tiempo—repitió Laurent—. Tengo dos semanas hasta que alancemos la frontera. No pretendas
que puedo cortejar a estos hombres con trabajo duro y una sonrisa ganadora en ese tiempo. No soy el
verde potro que mi tío pretende. Pelee en Marlas y pelee en Sanpelier. No estoy aquí para sutilezas.
No pretendo ver a los hombres que lidero reducidos porque no pueden seguir órdenes, o porque no
pueden mantener una línea. Yo pretendo sobrevivir, pretendo derrotar a mi tío y peleare con todas las
armas que tenga.
—Lo dices en serio.
—Deseo ganar. ¿Pensaste que estaba aquí altruistamente para tirarme en una espada?
Damen se obligó a mirar el problema, sacándose lo imposible, mirando solamente a lo que, siendo
realista, se podía hacer.
—No semanas no es lo suficientemente largo —dijo Damen—. Necesitaras cerca de un mes para llegar
a ningún lado para llegar a los hombres de esta manera, e incluso entonces, los peores de ellos van a
tener que ser deshierbados.
—Muy bien—dijo Laurent—¿Algo más?
—Sí—le respondió Damen.
—Entonces dime lo que piensas—le dijo Laurent—. No es como que hagas algo diferente.
—Te ayudaré con todo lo que pueda pero, no habrá tiempo para algo más que trabajo duro y vas a tener
que hacer todo bien.
Laurent levantó su barbilla y contesto con todas las piscas de fresca, mortificante arrogancia que nunca
había mostrado
—Obsérvame—dijo.
Capítulo 4
Traducido por Giselle Armoa
Corregido por Reshi

Laurent recién cumplió veinte, y teniendo una mente elaborada con un don para planificar, distante
de las intrigas insignificantes de la corte y que lo deja flojo en las anchas sábanas de esto, su primer
mandato.
Damen lo vio suceder. Esto empezó cuando, después de una larga noche de una discusión táctica,
Laurent se dirigió a la tropa con un retrato de sus defectos. Él lo hizo desde la espalda de su caballo, en
una voz clara que llegaba hasta más lejos que los hombres reunidos. Él había escuchado todo lo que
Damen había dicho la noche anterior. Había escuchado con un genial trato, más que eso. A medida de
que él hablaba, surgieron opiniones que él solo había podido obtener desde los sirvientes y los armeros
y los soldados a quienes, durante los últimos tres días, también había estado escuchando.
Laurent repitió la información de una manera centelleante, como si fuera cruel. Cuando terminó, les tiró
a los hombres un hueso: quizás ellos se habían estado obstaculizando por una pobre capitanía. Por lo
tanto, ellos tendrían que parar aquí en Nesson por una quincena para habituarse a su nuevo Capitán.
Laurent personalmente los iba a dirigir en un régimen que los haría pagar, prepararlos y convertirlos en
algo aproximado a una compañía que pudiera pelear. Si pueden seguirle el ritmo.
Pero primero, Laurent añadió suavemente, que tendrían que desempacar y hacer un campamento aquí
otra vez, desde cocinas hasta tiendas para el recinto de caballos. En dos horas.
Los hombres lo aceptaron. Ellos no llegarían, Laurent no había tomado su liderazgo y golpearlo, punto
por punto, el día anterior. Incluso así, ellos se habrían opuesto a la orden que venía por parte de un
superior indolente, pero desde el primer día, Laurent había trabajado duro sin comentario o queja. Eso,
también, había sido calculado pelo por pelo.
Y entonces fueron a trabajar. Ellos tiraron fuera las tiendas y las martillaron en postes y estacas y
desensillaron todos los caballos. Jord dio órdenes. Las líneas de las tiendas se vieron derechas por
primera vez desde que las habían sacado.
Y estaba hecho. Dos horas. Era todavía demasiado largo, pero era de lejos mejor que el caos en ex-
pansión de las noches pasadas.
Volver a poner las monturas, fue la primera orden, seguida de una serie de entrenamientos montados
que eran designados a ser fáciles en los caballos pero brutales en los hombres. Damen y Laurent ha-
bían planeado los entrenamientos juntos la noche anterior, con algún aporte de Jord, quien los había
acompañado hasta las horas grises de la mañana.
Ciertamente, Damen no había esperado que Laurent tomara parte en el entrenamiento por sí mismo,
pero lo hizo, siguiendo el ritmo.
Tirando de las riendas de su caballo hacia el costado de Damen, Laurent dijo:
—Tienes tus dos semanas extra. Vamos a ver qué puedes hacer con ellas.
En la tarde, ellos cambiaron la línea de trabajo: líneas que se rompieron una vez, y otra, y otra, hasta
que finalmente no se rompieron, solamente si todos estuvieran muy cansados para hacer algo pero
seguir órdenes sin pensarlo. Los días de entrenamiento habían cansado incluso a Damen, y cuando
estuvieron hechos, él sintió por primera vez en mucho tiempo, que había conseguido algo.
Los hombres volvieron deshuesados y exhaustos al campamento, sin energía ni siquiera para quejarse
de que su líder era un rubio, un demonio de ojos celestes, un maldito. Damen vió a Aimeric despata-
rrarse cerca de una fogata con sus ojos cerrados, como un hombre colapsado después de una carrera.
El carácter tenaz que había tenido Aimeric tomando las peleas con hombres del doble de su tamaño
también lo había tenido siguiendo el ritmo del entrenamiento, sin importar las barreras de dolor y fatiga
que había tenido y que había atravesado físicamente. Al menos el no sería capaz de causar problema
en ese estado. Nadie estaría aceptando peleas: estaban demasiado cansados.
Damen lo estaba mirando y Aimeric abrió los ojos y le dio una mirada vacía al fuego.
A pesar de las complicaciones que Aimeric presentó a la tropa, Damen sintió un sentimiento de com-
pasión. Aimeric sólo tenía diecinueve, y esta era obviamente su primera campaña. El echó una mirada
fuera del lugar y solitaria. Damen se desvió.
—¿Es tu primera campaña? —él dijo.
—Puedo seguir—dijo Aimeric.
—Lo he notado—dijo Damen—Estoy seguro que tu Capitán lo ha notado. Hiciste un buen día de tra-
bajo.
Aimeric no respondió.
—El ritmo se va a mantener constante por algunas semanas más, y tenemos un mes hasta que alcan-
cemos el límite. No tienes que quedarte exhausto el primer día.
Él lo dijo en un tono amable, pero Aimeric respondió rígido:
—Puedo mantenerlo.
Damen suspiro y se levantó, y estaba a dos pasos en su camino hacia la tienda de Laurent cuando la
voz de Aimeric lo llamó de vuelta.
—Espera—dijo Aimeric—. ¿Tú realmente crees que Jord lo ha visto? —Y luego se sonrojó como si le
hubiese regalado algo.

Abriendo la solapa de la tienda, Damen se enfrentó a una fresca mirada azul que, por contraste, no le
dio nada en absoluto. Jord ya estaba adentro, y Laurent hizo un gesto a Damen para que se les uniera.
—El reporte—dijo Laurent.
Los eventos del día fueron descritos. Damen preguntó y dio su sincera opinión: los hombres estaban
más allá de la esperanza. Ellos no iban a convertirse en una compañía perfectamente entrenada en un
mes. Pero ellos le podrían enseñar algunas cosas. Podrían aprender cómo mantener una línea y como
resistir una emboscada. Podrían aprender maniobras básicas. Damen destacó que sus pensamientos
eran realistas. Jord estuvo de acuerdo, y añadió unas pocas sugerencias.
Dos meses, dijo Jord francamente, sería un infierno mucho más útil que uno.
—Desafortunadamente, mi tío nos dio esta tarea con el deber al límite, y tanto como si no lo prefiriese,
tendremos que llegar eventualmente—dijo Laurent.
Jord resopló. Ellos discutieron sobre unos pocos hombres, y cambiaron alguno de los entrenamientos.
Jord tenía un truco para identificar la raíz de los problemas del campamento. Él parecía tomar como un
problema por supuesto que Damen fuera parte de la discusión.
Cuando terminaron, Laurent se despidió de Jord y se sentó cerca del calor del brasero de la tienda
mirando sin prisa a Damen.
—Debería comprobar la armadura antes de entregarla, al menos que me necesites para algo—dijo
Damen.
—Tráela aquí —dijo Laurent.
Él lo hizo. Se sentó en el asiento y miró a través de las hebillas y los tirantes y sistemáticamente
comprobó cada parte, un hábito que se le había inculcado desde la infancia.
—¿Qué piensas de Jord? —dijo Laurent.
—Me gusta—dijo Damen—. Tendrías que estar contento con él. Fue la elección correcta para Capitán.
Hubo una tranquila pausa. Dejando de lado los sonidos que hacia Damen cuando agarró una parte de
la armadura, la tienda estaba tranquila.
—No—dijo Laurent—. Tú lo eras.
—¿Qué? —dijo Damen. Él le dio a Laurent una mirada y estaba incluso más sorprendido al encontrar
que Damen lo estaba mirando de vuelta sorprendido—No hay hombre aquí que acepte órdenes de
alguien que sea Akielense.
—Lo sé. Esa fue una de las razones por las que elegí a Jord. Los hombres se hubieran resistido a ti en
un principio, tendrías que haberte probado a ti mismo. Incluso con una quincena extra, no habría tiempo
suficiente para hacerlo todo. Me frustra que no haya podido ponerte en un puesto mejor.
Damen, quien nunca se consideró un aspirante a la capitanía, estaba un poco disgustado con su propio
orgullo al darse cuenta que era porque instintivamente se vio ocupando el lugar de Laurent, o nada. La
idea de que él sería promovido a través de los rangos como un soldado cualquiera simplemente no se
le había ocurrido.
—Esa es la última cosa que esperaba que dijeras—admitió, un poco irónico.
—¿Esperaba que fuera tan orgulloso como para verlo? Puedo asegurarte, el orgullo que invierto en
derrotar a mi tío de lejos tiene más peso que los sentimientos que tengo que aguantar por mi cuenta.
—Me acabas de sorprender—dijo Damen—. A veces pienso que te entiendo, y otras veces no puedo
por completo.
—Créeme, el sentimiento es mutuo.
—Dijiste dos razones—dijo Damen —. ¿Cuál es la otra?
—Los hombres piensan que follas conmigo—dijo Laurent. Él lo dijo con el mismo tono calmado, con el
que había dicho todo lo anterior. Damen movió torpemente la armadura. —Eso erosionaría mi autoridad.
Mi autoridad cuidadosamente cultivada. Ahora realmente te he sorprendido. Quizás si no fueras un pie
más alto, o un poco más ancho en los hombros.
—Es considerable menos que un pie—dijo Damen.
—¿Lo es? —dijo Laurent—. Parece que fuera más cuando discutes conmigo en los puntos de honor.
—Quiero conocerte—dijo Damen, cuidadosamente—,no he hecho nada para animar la idea de que
tú…tú y yo…
—Si pensara que lo hicieras, te hubiese atado a un poste y azotado hasta que tu frente se uniera con
tu espalda.
Hubo un largo silencio. Afuera estaba la tranquilidad de un cansadoy durmiente campamento, por lo
que sólo la carpa de la solapa y unos indefinidos sonidos de movimiento era lo único que se escuchaba.
Los dedos de Damen estaban duros en el metal de la armadura hasta que deliberadamente perdió su
agarre.
Laurent se levantó de su silla; los dedos de una mano se quedaron bastante tiempo en la silla de atrás.
—Deja eso. Atiéndeme —dijo Laurent.
Damen se levantó. Era un deber incómodo, y él estaba molesto. La vestimenta de Laurent hoy tenía
más lazos adelante que atrás. Damen los desató torpemente.
Se abrieron debajo de sus manos. Se movió detrás de Laurent para sacarlo a tirones. ¿Debería hacer
el resto? Abrió su boca para decir, después de poner la vestimenta a un lado, sintiendo ansias de llegar
al punto, desde que esto era de lejos el servicio que generalmente era requerido, y Laurent solo podría
fácilmente quitarse las prendas de arriba el mismo.
Excepto que cuando se volvió, Laurent había elevado su mano hacia el hombro y la estaba moviendo,
obviamente con un poco de rigidez. Sus pestañas habían bajado. Debajo de la remera sus extremidades
estaban destejidas con la languidez. Él estaba, Damen se dio cuenta, exhausto.
Damen no sintió compasión. En lugar de eso, irrazonablemente, su molestia fue aumentando, Laurent
poniendo despacio sus dedos en el cabello dorado en un gesto debilitado, de alguna manera un
recordatorio de que su capitanía y su castigo sería todo hecho por un simple hombre de carne y hueso.
El mantuvo su lengua. Dos semanas aquí y dos semanas viajando al límite. Laurent estaría bien
acompañado, y eso acabaría.

En la mañana, lo hicieron todo de vuelta.


Y de vuelta. Haciendo que los hombres siguieran órdenes designadas y presionarlos fue un logro. Al-
gunos de estos hombres disfrutaban del trabajo duro, o eran del tipo quienes entendían que tenían que
ser presionados para luego mejorar, pero no todos ellos.
Laurent lo cumplió.
Ese día, la tropa había trabajado, se había modelado y habían construido sus propósitos, a veces se
veía solitario. Laurent no tenía compañerismo con los hombres. No había ninguno que fuera cálido,
amoroso como los ejércitos de Akielos que habían estado con el padre de Damen. Laurent no había
sido amado. Laurent no era querido. Incluso entre sus propios hombres, quienes lo acompañarían hasta
el borde del acantilado, había una opinión general inequívoca que lo que Laurent era, como Orlant lo
había descrito una vez, un zorro fundido, que era una muy mala idea meterse con su lado malo, y que
en cuanto a su lado bueno, no tenía uno.
No le importó. Laurent le dio órdenes y ellos las seguían. Los hombres encontraron que cuando
intentaban oponerse, simplemente no podían.
Damen, quien había maniobrado variantemente entre besarle los pies a Laurent y comerse las
golosinas de sus manos, entendió que la maquinaria a la que se enfrentaban y obligaban, se escondían
profundamente de manera individual en cada circunstancia.
Y, quizás fuera por esto, que un delgado hilo de respeto estaba creciendo.
Era aparentemente por esto que su tío había dejado a Laurent fuera de los reinos de poder: era bueno
como líder. Él fijó sus ojos en sus metas y estaba preparado para hacer lo que tenía que hacer hasta
conseguirlo. Los retos eran bien vistos. Los problemas se veían avanzados, desatados o esquivados. Y
había algo en él que disfrutaba ver el proceso de tener a todos estos hombres bajo sus órdenes.
Damen estaba consciente de que era testigo de un reinado naciente, las primeras flexiones de comando
de un príncipe que nació para mandar, aunque las marcas de un líder —ambas partes consumado y
alarmante— no eran nada como él.
Inevitablemente, algunos hombres resistieron las órdenes. Hubo un incidente la primera tarde cuando
uno de los mercenarios del Regente se rehusó a seguir las órdenes de Jord. Alrededor de él, uno o
dos más habían sido solidarios con su queja, y cuando Laurent apareció, hubo estruendos de genuina
inquietud. El mercenario tuvo la suficiente compasión a los sujetos que estaban en peligro de la mínima
rebelión. Laurent ordenaba que lo pusieran en el poste. La multitud se juntó.
Laurent no ordenó ponerlo en el poste
Laurent lo azotó, verbalmente.
No era como el diálogo que había tenido con Govart. Era frío, explícito, pequeño, y lo redujo a un
hombre creciendo en frente de una tropa exactamente de la misma forma que lo hubiera hecho una
espada.
Los hombres volvieron al trabajo después de eso.
Damen escuchó que uno de los hombres dijo, en un tono de admiración, “Ese chico tiene la boca más
asquerosa que oí nunca”.
Ellos volvieron al campamento esa noche para encontrarse con que no había campamento, porque los
sirvientes de Nesson habían desmantelado todo. Bajo la orden de Laurent. Estaba siendo generoso,
dijo él. Tenían una hora y media para hacer el campamento otra vez.
Entrenaron durante la mayor parte de las dos semanas, acampados en los campos de Nesson. La tropa
nunca sería un instrumento preciso, pero lo estaban convirtiendo en una herramienta desafilada pero
usable, capaz de moverse juntos y pelear juntos y mantener una línea juntos. Ellos seguían órdenes
directas.
Ellos tenían el lujo de ser capaces de agotarse, y Laurent estaba tomando completa ventaja de eso. No
iban a ser emboscados aquí. Nesson era seguro. Está lejos del límite con Akielos como para levantar
sospechas de un ataque desde el sur, y estaba cerca lo suficiente con el límite de Vask para que algún
ataque lleve a aprietos políticos. Si Akielos era la meta del Regente, no había razón para despertar el
dormido Imperio de Vask.
Dejando de lado que Laurent los había llevado lejos de la ruta que el Regente había planeado
originalmente para tomar cualquier trampa que había dejado para ellos, esperando a una campaña que
nunca llegó.
Damen se empezó a preguntar si el sentido de firmeza y cumplimiento que estaba creciendo en la
tropa también lo estaba afectando, porque para el décimo día, cuando los hombres estaban entrenando
como si fueran a enfrentar una emboscada con una última posibilidad de supervivencia, empezaron a
sentir sus primeras emocionantes y frágiles esperanzas.
Aquella noche, en un raro momento sin deberes, le hicieron señas desde el campamento de Jord, quien
se sentaba solo, robándole el momento de paz. Le ofreció a Damen vino en una taza abollada.
Damen la aceptó, y se sentó en el tronco inclinado que era un espontáneo lugar de descanso. Ellos
estaban tan cansados que estuvieron de acuerdo en sentarse en silencio. El vino estaba horrible, lo dio
vueltas en su boca y luego lo tragó. El calor de la fogata estaba bien. Después de un rato, Damen se
dio cuenta de que la mirada de Jord estaba ocupada en algo más allá del campamento.
Aimeric estaba tendiendo su armadura afuera de una de las tiendas, lo que mostraba que en algún
momento de los entrenamientos él había tomado buenos hábitos. Probablemente Jord no lo estaba
mirando por eso.
—Aimeric —dijo Damen, levantando sus cejas.
—¿Qué? Tú lo has visto —dijo Jord, con peculiaridad en sus labios.
—Lo he visto. La semana pasada él tenía a la mitad del campamento en la otra garganta.
—Está bien —dijo Jord—. Es sólo que él es de alta cuna, y no es usado en las compañías duras. Él está
haciendo las cosas bien para lo que sabe, es solo que las reglas son diferentes. Así como es contigo.
Eso fue deprimente. Damen tomó otra bocanada del horrible vino.
—Eres un buen Capitán. Él lo podría hacer mucho peor.
—Hay mucha escoria en esta compañía, y esa es la verdad —dijo Jord.
—Pienso que unos días más como los de hoy, y los peores de ellos van a escabullirse.
—Otros minutos como los de hoy —dijo Jord.
Damen dejó salir un respiro de diversión. El fuego era hipnotizante, a no ser que tengas algo mejor a lo
que mirar. Los ojos de Jord volvieron a Aimeric.
—Tú sabes —dijo Damen —, él va a dejar a alguien eventualmente. Mejor si eres tú.
Hubo un largo silencio, y luego, en una voz peculiarmente tímida:
—Nunca me acosté con nadie de alta cuna —dijo Jord —. ¿Esto es diferente?
Damen se sonrojó cuando se dio cuenta de lo que Jord estaba asumiendo.
—Él… nosotros no. Él no. Hasta donde sé, no lo hecho con nadie.
—Hasta donde todos saben —dijo Jord—. Si no tuviera un boca en él como una prostituta en la sala de
guardias, pensaría que es virgen.
Damen estaba en silencio. Vació su taza, frunciendo el ceño. No estaba interesado en las infinitas
especulaciones. A él no le importaba a quién había llevado a la cama Laurent.
Fue salvado de responderle por Aimeric. Su improbable salvador había traído una o dos piezas de
armadura, y estaba por sentarse en el lado opuesto al fuego. Se había sacado su camiseta, que estaba
parcialmente desenlazada.
—No interrumpo nada, ¿verdad? El fuego tiene mejor luz.
—¿Por qué no te unes a nosotros? —dijo Damen, poniendo su taza abajo y cuidadosamente sin mirar
a Jord.
Aimeric no tenía amor por Damen, pero Jord y Damen eran los miembros de más alto rango de la
compañía, en sus diferentes maneras, y la invitación era difícil de rechazar. Él asintió.
—Espero no estar hablando fuera de turno —dijo Aimeric, quien recibió los puñetazos suficientes como
para aprender la cautela, o sólo era más naturalmente deferente alrededor de Jord—. Pero crecí en
Fortaine. He vivido allí la mayor parte de mi vida. Sé que desde la guerra en los límites de Marlas el
deber es una formalidad. Pero… el príncipe nos tiene entrenando para la acción real.
—A él sólo le gusta estar preparado —dijo Jord —. Si tiene que pelear, quiere ser capaz de confiar en
sus hombres.
—Prefiero eso —dijo Aimeric rápidamente—. Quiero decir, prefiero ser parte de una compañía que
pueda pelear. Soy el cuarto hijo. Admiro el trabajo duro como… admiro los hombres que pueden crecer
sobre su nacimiento.
Él dijo esto último con una mirada hacia Jord. Damen sabiamente dijo sus excusas y se levantó,
dejándolos solos.
Cuando entró en la tienda, Laurent estaba sentado en un pensamiento quieto con el mapa extendido
delante de él. Él le echó un vistazo cuando escuchó a Damen, luego se sentó en su silla y le hizo un
gesto a Damen para que se sentara.
—Considerando que hay doscientos caballos, no doscientos de infantería, creo que los números son
menos importantes que la calidad de los hombres. Estoy seguro que tú y Jord tienen una lista informal
de los hombres que piensan que todavía necesitan ser seleccionados en la tropa. Quiero los tuyos para
mañana.
—No serán más que diez —dijo Damen. Dándose cuenta para su propia sorpresa; antes de Nesson
él había pensado en el número que sería cinco veces eso. Laurent asintió. Después de un momento,
Damen dijo:
—Hablando de hombres difíciles, hay algo de lo que quiero preguntarte.
—Adelante.
—¿Por qué dejaste vivir a Govart?
—¿Por qué no?
—Tú sabes por qué no.
Laurent no respondió al principio. Él se sirvió una bebida de una jarra al lado del mapa. No era el vino
barato y áspero que Jord estaba tomando, vio Damen. Era agua.
—Preferí no darle a mi tío razones para llorar porque me pasé de la raya —dijo Laurent.
—Estuviste bien entre tus derechos después de que Govart te atacó. Y no hubo falta de testigos. Hay
algo más.
—Hay algo más—Laurent estuvo de acuerdo, mirando a Damen con ojos firmes. Mientras que hablaba
tomó su taza y le dio un sorbo.
Está bien.
—Fue una pelea impresionante.
—Sí, lo sé —dijo Laurent.
Él no sonreía cuando decía cosas como esa. Se sentaba relajado, con la taza ahora colgando de sus
largos dedos, y miró de vuelta a Damen fijamente.
—Debiste haber dedicado un montón de tiempo a entrenar —dijo Damen, y para su sorpresa Laurent
le respondió seriamente.
—Nunca fui un luchador—dijo Laurent —. Era Auguste. Pero después de Marlas, estaba obsesionado
con…
Laurent se detuvo. Damen pudo ver ese momento en donde Laurent decidió continuar. Era deliberado,
sus ojos encontrando los de Damen, su tono sutilmente cambiado.
—Damianos de Akielos estaba comandando tropas a los diecisiete. A los diecinueve, se dirigió hacia
los campos, tomó un atajo por el camino de los hombres más débiles, y se llevó la vida de mi hermano.
Ellos decían…ellos decían, que era el mejor luchador de Akielos. Pensé, si iba a tener que matar a
alguien de esa manera, tendría que ser muy, muy bueno.
Damen estuvo en silencio después de eso. El impulso de la charla se apagó, como las velas que fueron
apagadas en la oscuridad, como las últimas débiles brasas en el brasero.

La noche siguiente, se encontró a sí mismo en una conversación con Paschal.


La tienda del médico, como la tienda de Laurent, como las cocinas, eran suficientemente largas como
para que una persona alta entre sin agacharse. Paschal tenía todo el equipamiento que quería tener, y
las órdenes de Laurent indicaban que lo había desempacado todo meticulosamente. Damen, su único
paciente, encontró divertido el vasto despliegue de los suministros médicos. No sería divertido una vez
que se fueran de Nesson y lucharan contra algo. Un médico para atender doscientos hombres sólo
sería un radio razonable siempre y cuando no estuviesen en batalla.
—¿Servirle al Príncipe es muy diferente a servirle a su hermano?
—Diría que todo lo que era instintivo en el mayor no lo es tanto en el menor —dijo Paschal.
—Cuéntame sobre Auguste—dijo Damen.
—¿El Príncipe? ¿Qué hay para contar? Era la estrella dorada —dijo Paschal, con un asentimiento ha-
cia la cresta de la estrella en la Corona del Príncipe.
—Laurent parece que lo mantiene más alto en su mente que la imagen de su propio padre.
Hubo una pausa, mientras que Paschal reemplazaba las botellas de cristal en la estantería y Damen
tomó su camisa.
—Tienes que entender. Auguste fue hecho para ser el orgullo de cualquier padre. No es que haya nin-
guna sangre mala entre Laurent y el Rey. Es más como… el Rey consentía a Auguste, pero no dedi-
caba mucho tiempo a su hijo menor. En muchas maneras el Rey era un simple hombre. La excelencia
en el campo era algo que él podía entender. Laurent era bueno con su mente, bueno pensando, bueno
trabajando en los acertijos. Auguste era directo: un campeón, el heredero, nacido para controlar. Ya te
puedes imaginar sobre cómo Laurent se sintió con él.
—Estaba resentido.
Paschal le dio una fuerte mirada.
—No, lo amaba. lo adoraba como un héroe, de la manera en que los chicos intelectuales a veces lo
hacen, hacia los otros chicos más grandes que sobresalen físicamente. Era de las dos maneras con
estos dos. Ellos eran leales el uno con el otro. Auguste era el protector. Hubiera hecho lo que sea por
su hermano pequeño.
Damen pensó para sus adentros que los príncipes no necesitaban algo más de protección. Laurent en
particular.
Había visto a Laurent abrir su boca y remover las rayas de las paredes. Él Había visto a Laurent levan-
tar un cuchillo y abrirle la garganta a sangre fría a un hombre sin mucho más que un parpadeo en sus
doradas pestañas. Laurent no necesitaba ser protegido de nada.
Capítulo 5
Traducido por Ella R
Corregido por Stephanie Evans

Damen no lo notó al principio, pero vio la reacción de Laurent. Lo vio frenar a su caballo y moverse
cerca de Jord con un movimiento suave.
—Conduce a los hombres de vuelta —dijo Laurent—, hemos terminado por hoy. El esclavo se queda
conmigo—. lanzándole una mirada a Damen.
Estaba cayendo la tarde. Sus maniobras los habían conducido cerca de la guardia de Nesson durante
el día, de manera que la ciudad cercana de Nesson-Eloy era visible desde su mirador. Hubo un breve
recorrido entre la tropa y el campamento, sobre la ladera de césped cubierta esporádicamente por tro-
zos de granito. Pero sin embargo, era pronto para retirarse todavía.
La tropa acató la orden de Jord. Se veían como una unidad conjunta de funcionamiento similar, en lugar
de una colección desordenada de piezas separadas. Ahí estaba el resultado del trabajo duro durante
una quincena completa. El sentimiento del éxito se mezclo con la idea de lo que la tropa podría haber
sido, si se les hubiera concedido más cantidad de tiempo, o un mejor conjunto de guerreros. Damen
se trasladó junto al caballo de Laurent.
Para ese momento ya había visto con sus propios ojos un caballo sin jinete en el extremo más alejado
de la delgada línea de arboles que los cubrían. Rastreo el terreno cercano con una mirada tensa. Nada.
No se relajó. Al ver un caballo sin jinete en la distancia, su primer instinto fue el de no separar a Laurent
de la tropa. Lo contrario.
—Permanezcan cerca —dijo Laurent mientras espoleaba su caballo para investigar, no dando a Damen
más remedio que seguirlo. Laurent se detuvo nuevamente cuando estuvieron suficientemente cerca
para ver con claridad al caballo. Este no se inquieto con su llegada, sino que continuó pastoreando
con calma. Estaba claramente acostumbrado a la compañía de otros hombres y caballos. Estaba
acostumbrado a la compañía de estos hombres y caballos, en particular.
En un lapso de dos semanas, la silla de montar y las riendas habían desaparecido, pero el caballo
llevaba la marca del Príncipe.
De hecho, Damen no solo reconoció la marca, sino también al caballo, un inusual picasso. Laurent
había enviado un mensajero al galope en aquel caballo la mañana de su duelo con Govart -antes de
su duelo con Govart-.
Este no era uno de los caballos que había enviado a Arles para informarle al Regente la destitución de
Govart. Esto era otra cosa.
Pero eso fue hace casi dos semanas, y el mensajero había salido cabalgado desde Baillieux, no desde
Nesson. Damen sintió que su estómago se retorcía. El caballo valía fácilmente doscientos lei de plata.
Cada arrendatario que se encontraba entre Baillieux y Nesson habría ido tras él, ya sea para devolverlo
por una recompensa o para marcarlo con su propio distintivo encima del de Laurent. Era difícil creer
que transcurridas dos semanas el caballo había deambulado tranquilamente de vuelta hacia la tropa.
—Alguien quiere que sepas que el mensajero no logro su cometido —dijo Damen.
—Llévate al caballo de vuelta al campamento —dijo Laurent —. Y dile a Jord que me reincorporare al
grupo mañana por la mañana.
— ¿Qué? —dijo Damen—, pero…
—Tengo un asunto que atender en la ciudad.
Instintivamente, Damen movió su caballo bloqueando el camino de Laurent.
—No. Para tu tío la manera más sencilla de deshacerse de ti seria separándote de tus hombres, y tú lo
sabes. No puedes ir a la ciudad solo, corres peligro solo con el hecho de estar aquí. Necesitamos reunir
a la tropa. Ahora.
Lanzando una mirada a su alrededor, Laurent dijo:
—No es el terreno correcto para una emboscada.
—La ciudad lo es —dijo Damen. Para asegurarse, tomo las riendas del caballo de Laurent—. Considera
las alternativas. ¿Puedes encomendar la tarea a otra persona?
—No —respondió Laurent, afirmando el hecho.
Damen oculto forzosamente su frustración, recordándose a si mismo que Laurent poseía una mente
hábil, por lo tanto su “no” venia con otra razón oculta, además de pura terquedad. Probablemente.
—Entonces toma precauciones. Vuelve conmigo al campamento y espera que llegue la noche.
Entonces escabúllete anónimamente, con un guardia. No estás pensando como un líder. Estas muy
acostumbrado a hacer todo por tu cuenta.
—Suelta mis riendas —dijo Laurent.
Damen así lo hizo. Luego hubo una pausa en la cual Laurent volvió la vista hacia el caballo sin jinete,
luego miro hacia la posición en la que se encontraba el sol en el horizonte y finalmente miro a Damen.
—Me acompañaras —dijo Laurent—, en lugar de un guardia. Y partiremos ni bien se oculte por completo
el sol. Y esto es todo lo que pienso negociar sobre este asunto. Cualquier otra opinión que tengas no
tendrá una respuesta muy agradable.
—Está bien —acordó Damen.
—Está bien —respondió Laurent luego de un momento.
Condujeron al caballo de vuelta utilizando un método ideado por Laurent que consistía en formar con
las riendas de su caballo un lazo que dejo caer sobre la cabeza del picasso. Damen tomo el control de
ambas riendas, mientras Laurent volcaba toda su atención a la tarea de montar sin ellas.
Laurent no revelo más información acerca de su negocio en Nesson-Eloy, y por poco que le gustara la
idea, Damen sabía que era mejor no preguntarle.
Una vez llegados al campamento, Damen se encargo de los caballos. Cuando volvió a la tienda,
encontró a Laurent vestido con una versión elegante de los usuales cueros de montar y había más
vestimenta tendida en la cama.
—Ponte esos. —dijo Laurent, señalando la vestimenta sobre la cama.
Cuando Damen las levanto de la cama, las ropas se sintieron suaves bajo sus manos, oscuras y de la
misma calidad que aquellas que usaban los nobles.
Se cambió. Se tomo su tiempo, como siempre lo hacía con la ropa de Vere, aunque por lo menos estas
eran prendas de montar y no para ser usadas en la corte.
Sin embargo, era lo más delicado que Damen había usado en su vida y por lejos lo más lujoso que le
habían dado de vestir desde su llegada a Vere. No era el equipamiento de un soldado, eran prendas
de un aristócrata.
Resultaba, como había aprendido de primera mano, mucho más difícil anudarse los lazos uno mismo
que hacerlo en alguien más. Cuando estuvo listo, se sintió demasiado vestido y extraño. Hasta la
silueta que le creaban las prendas eran diferentes, lo convertían en un extraño, algo que nunca se
hubiera imaginado llegar a ser, aun más que la armadura o incluso las habituales ropas de soldado.
—No son adecuadas para mí —dijo Damen.
—No, no lo son. Te ves como uno de nosotros —dijo Laurent. Observo a Damen con sus ojos azules
cargados de intolerancia. —Está oscureciendo. Dile a Jord que espere mi retorno a media mañana
y que continúe con las tareas habituales en mi ausencia. Luego encuéntrame cerca de los caballos.
Partiremos cuando hayas terminado de cumplir con las órdenes.
El problema con las tiendas era que uno no tenia donde tocar para anunciar su presencia. Damen
apoyo su peso en uno de los postes y llamo a los gritos.
Luego de aguardar por un momento sin recibir respuesta alguna, Jord apareció semi-desnudo, exhibiendo
sus anchos hombros. En vez de perder tiempo anudando los lazos, sostenía sus pantalones con la
mano, evitando que se bajaran. A través de la solapa levantada de la tienda, Damen pudo vislumbrar
la razón de la tardanza. Con las pálidas piernas enredadas en el cobertor, Aimeric se acomodaba
levantándose sobre un costado, sonrojada desde el pecho hasta el cuello.
—El Príncipe tiene negocios que atender fuera del campamento — dijo Damen—. Planea retornar a
media mañana. Quiere que comandes a los hombres normalmente mientras él no se encuentra.
—Lo que necesite. ¿Cuántos hombres irán con él?
—Uno —dijo Damen.
—Buena suerte —fue todo lo que respondió Jord.

El viaje hacia la ciudad de Nesson-Eloy no resulto difícil ni largo, pero al llegar a las cercanías tuvieron
que dejar los caballos y continuar a pie. Los amarraron lejos del camino, a sabiendas que probable-
mente no estarían allí a la mañana siguiente, las personas eran iguales en todos lados. Era necesario.
Mientras los arrendamientos alrededor de la torre de guardia iban desapareciendo gradualmente, la
ciudad había ido creciendo cada vez más cerca del paso de montaña
Era un amontonamiento de casas sobre las calles pavimentadas y el ruido de los cascos sobre los ado-
quines podía despertar a todo el mundo. Laurent insistió en silencio y discreción.
Laurent se jactaba de conocer la ciudad debido a que la guardia cercana era un lugar de paso bastante
usual entre Arles y Acquitart. Parecía seguro de las direcciones que tomaba y continuaba dirigiéndose
por calles pequeñas con poca iluminación. Pero al final, las indicaciones no fueron suficientes.
—Nos están siguiendo —dijo Damen mientras caminaban por una de las estrechas calles. Sobre ellos
se extendían balcones y entre pisos de piedra y madera que en ocasiones atravesaban todo el ancho
de la calle llegando al otro extremo.
Laurent dijo:
—Si estamos siendo seguidos, no pueden saber hacia dónde nos dirigimos. —Se abrió camino por una
calle lateral que se hallaba semi oculta por los grandes balcones y luego volvió a girar hacia el otro lado.
No fue una gran persecución, ya que los hombres que los seguían mantenían una distancia prudente y
se detenían aquí y allá con débiles sonidos. De día podría haber sido un juego, entre las amontonadas
calles llenas de distracciones, la ciudad activa con sus ruidos y cubierta de neblina. Pero de noche,
las calles oscuras enflaquecían sin gente, haciendo que todo resaltara. Los hombres que los seguían
–eran más de uno- tenían que cumplir una tarea sencilla, no importara cuantos desvíos tomara Laurent.
No podían sacárselos de encima.
—Esto se está volviendo irritante —dijo Laurent. Se habían detenido frente a una puerta con un símbolo
circular pintado. —No tenemos tiempo para estar jugando al gato y al ratón. Intentare probar tu truco.
— ¿Mi truco? —pregunto Damen. La última vez que había visto un símbolo como ese en una puerta,
esta se había abierto para expulsar a Govart.
Laurent levantó su puño y tocó a la puerta. Luego se volvió hacia Damen.
— ¿Debo asumir que eso tendría que funcionar? No tengo idea como uno procede normalmente. Es tu
campo, no el mío.
Una pequeña rendija se abrió en la puerta, Laurent sostuvo una moneda de oro y la rendija se cerro
de golpe, seguido por el sonido de cerrojos abriéndose. Una fragancia se disparo desde detrás de la
puerta. Una joven con brillante cabello marrón apareció. Poso la vista en la moneda de Laurent, luego la
movió hacia Damen y añadió un comentario acerca de su tamaño a un murmullo que provenía de atrás
acerca de ir a buscar a la Maitresse. Entraron por la puerta hacia el perfumado burdel.
—Esta no es mi área —dijo Damen.
Lámparas de cobre colgaban de los techos con delgadas cadenas, fabricadas con el mismo material
y las paredes se encontraban cubiertas con sedas. La fragancia provenía de la fuerte dulzura del
incienso.
El suelo estaba cubierto con un montón de alfombras que hacían que los pies se hundieran. La habitación
a la que fueron conducidos, no contenía amplios colchones de Vere con cojines desparramados, pero
estaba rodeada de sillones reclinables de madera oscura con detalles tallados en ella. Dos de los
sillones estaban ocupados, no con parejas haciéndolo en público, por suerte, pero con tres de las
mujeres de la casa. Laurent se adelanto y reclamo uno de los sillones para él, adoptando una postura
relajada. Damen, en cambio, se sentó con más cautela en el extremo más alejado.
Su mente estaba ocupada con los perseguidores que podrían quedarse en la calle mirando la puerta,
o entrar de bruces en el burdel en cualquier momento. Visiones con todo tipo de situaciones ridículas
se abrieron paso en su mente.
Laurent estaba considerando a las mujeres. Estaba más que asombrado, pero había cierta calidad
en su mirada. Damen noto que para Laurent, aquella era una experiencia completamente nueva y
altamente ilícita. Agravando la sensación de ridiculez de Damen, estaba la aguda conciencia de que
estaba acompañando al casto Príncipe de Vere a su primer burdel
Mientras tanto, desde otro sitio de la casa, se podía escuchar el sonido de las personas teniendo
relaciones.
Entre las tres mujeres que se encontraban allí, una era la de cabello brillante que los recibió en la
puerta, la otra era una morena que se encontraba jugueteando con la tercera, una rubia con el vestido
desatado en su mayoría. El pezón expuesto de la rubia estaba rosado e hinchado bajo el pulgar de la
morena.
—Estás sentado muy lejos —dijo la rubia.
—Entonces levántate —dijo Laurent.
Ella se levantó. La morena también lo hizo y fue hacia el lado de Laurent. La rubia se sentó junto a
Damen. Podía ver a la morena por el rabillo del ojo, estaba ligeramente divertido observando cómo
Laurent afrontaría los avances de la joven, pero se encontró con otro entretenimiento más interesante,
por así decirlo. La rubia tenía labios rosados y pecas esparcidas por su nariz y su vestido estaba
completamente abierto desde el cuello hasta el ombligo. Sus pechos eran redondos y blancos, la parte
más pálida de ella, excepto donde brotaban dos suaves puntas. Sus pezones tenían la misma tonalidad
de rosa que sus labios. Era pintura.
Ella dijo:
—Señor, ¿hay algo que pueda hacer mientras espera?
Damen abrió su boca para contestar, nada preocupado por su precaria situación, sus perseguidores y
Laurent sentado al lado de él. Era consciente del tiempo que había pasado desde tuvo una mujer para
el por última vez.
—Desátale la chaqueta —dijo Laurent.
La rubia dejo de mirar a Damen para mirar a Laurent. Damen lo miro también. Laurent había despachado
a la otra mujer sin decir una palabra, tal vez con un desdeñoso chasquido de dedos. Elegante y relajado,
las estaba contemplando sin urgencia. Era familiar. Damen sintió el momento en que su pulso se
aceleró, recordando la banca en el jardín, y la calmada voz de Laurent dando explicitas instrucciones—:
chúpalo y envuélvelo con tu lengua.
Damen atrapo la muñeca de la rubia. No se iba a repetir. Los dedos de la rubia ya se habían movido
sobre los lazos, revelando debajo de la oscura tela de su chaqueta el collar dorado.
—Tú eres… ¿su mascota? —dijo ella.
—Puedo cerrar la habitación —broto la voz de una mujer mayor, con aligero acento de Vask. —Si así
lo desea, y brindarles privacidad para disfrutar a mis chicas.
— ¿Tú eres la Maitresse? —dijo Laurent.
—Estoy a cargo de esta pequeña casa —respondió.
Laurent se levantó del sofá reclinable.
—Ya que estoy pagando con oro, yo estoy a cargo.
La mujer se inclinó en una reverencia, posando la mirada en el suelo.
—Lo que desees —y luego, después de un momento de vacilación, agrego —Su alteza. Y discreción y
silencio, naturalmente.
El cabello dorado y las finas prendas, junto con el particular rostro –por supuesto que lo habían
identificado. Todos en la ciudad probablemente sabían quien había acampado cerca de la guardia. Las
palabras de la Maitresse provocaron en algunas de las otras mujeres un jadeo, ellas no habían hecho
el mismo salto deductivo de la Maitresse. La visión de Damen se lleno enseguida con las putas de
Nesson-Eloy postrándose al ras del suelo en la presencia del Príncipe.
—Mi esclavo y yo queremos una habitación privada —dijo Laurent—. Al fondo de la casa. Alguna con
una cama, un pestillo en la puerta y una ventana. No requerimos compañía. Si tratas de enviar a alguna
de tus chicas, averiguaras de mala manera que no me gusta compartir.
—Sí, su Alteza —dijo la Maitresse.
Los guio a través de la vieja casa hacia la parte trasera. Damen estaba casi esperando que la mujer
hiciera alguna otra sugerencia en nombre de Laurent, pero una habitación que se ajustaba a los
requerimientos del Príncipe estaba desocupada. Contaba con un baúl acolchonado, una cama con
cortinajes y dos lámparas. Los almohadones estaban envueltos en tela roja con patrones de terciopelo.
La Maitresse cerró la puerta, dejándolos solos. Damen hecho el pestillo y por las dudas empujo el baúl
contra la puerta. Sin duda había una ventana. Pequeña y cubierta por una reja de metal que estaba
atornillada a la pared de yeso.
Laurent la estaba observando, perplejo.
—Esto no es lo que tenía en mente.
—El yeso es viejo —dijo Damen—. Aquí.
Agarró la reja y le propinó un tirón. Trozos de yeso llovieron desde los bordes de la ventana, pero no
fue suficiente para arrancarla del marco. Cambio el agarre, posicionando su brazo dentro de la rejilla y
empujando con su hombro.
En el tercer intento, toda la reja se separo de la ventana. Era sorprendentemente pesada. La apoyo
cuidadosamente en el suelo. La espesa alfombra amortiguo el sonido, igual que lo hizo cuando movió
el baúl.
—Después de ti —le dijo a Laurent, que lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero en vez de
hacerlo, se limito a asentir con la cabeza, para atravesar la ventana y caer sin emitir sonido al callejón
detrás del burdel. Damen lo siguió.
Cruzaron el callejón debajo de los aleros salientes y encontraron un húmedo espacio entre dos casas
a través del cual pasar, con una serie de pasos cortos. El ligero sonido de sus pasos no fue seguido de
un eco. Sus perseguidores no habían flanqueado la casa. Los habían perdido.
—Ten. Toma esto —dijo Laurent cuando estuvieron suficientemente lejos de la ciudad, lanzándole su
monedero.
—Es mejor si no nos reconocen. Y deberías abrochar tu chaqueta para esconder el collar.
—No soy el que tiene que ocultar su identidad —dijo Damen, aunque servicialmente se anudo los lazos
de a chaqueta, dejando el collar dorado fuera de vista. —No solo las prostitutas saben que acampamos
en la guardia. Cualquiera que vea a un joven rubio de cuna noble, sabrá que se trata de ti.
—Traje un disfraz —dijo Laurent.
—Un disfraz —contestó Damen.
Llegaron a una posada que Laurent afirmo era su destino y se detuvieron debajo del alero saliente de
la planta superior, dos pasos lejos de la puerta. No había lugar en el que pudieran disfrazarse y había
poco que pudieran hacer acerca del delator pelo rubio de Laurent. Estaban con las manos vacías.
Hasta que extrajo algo delicado y brillante de un pliegue en su ropa. Damen lo miró fijamente.
Laurent dijo
— Después de ti.
Damen abrió la boca, después la cerró. Poso la mano en la puerta de la posada y la empujo hacia
adentro. Laurent lo siguió después de detenerse un momento para poner el arete de zafiro de Nicaise
en su oreja.
El sonido de voces y música se mezclo con el olor de la carne de venado y humo de velas, para
elaborar una primera impresión. Damen miro alrededor de la amplia habitación con mesas de caballete
adornadas con platos y jarros, y una fogata en un extremo con un asador calentándose encima. Había
varios patrones, hombres y mujeres. Nadie vestía ropas tan finas como las suyas o las de Laurent. A un
lado, escaleras de madera conducían a un entrepiso en el que se hallaban las habitaciones privadas.
El posadero, con camisa arremangada, se estaba aproximando a ellos.
Luego de una breve, despectiva mirada a Laurent, el posadero centró toda su atención en Damen,
saludándolo cordialmente.
—Bienvenido, milord. ¿Usted y su mascota requieren alojamiento por la noche?
Capítulo 6
Traducido por Ella R
Corregido por Reshi

—Quiero tu mejor habitación —dijo Laurent—, con una gran cama y un baño privado, y si envías al
mozo, descubrirás de mala manera que no me gusta compartir—. Le proporciono al posadero una larga
y tranquila mirada.
—Es caro —le dijo Damen al posadero, a manera de disculpa. Y luego observo cómo este evaluaba
el costo de las ropas de Laurent y su arete de zafiro –un regalo real a un favorito- y el costo propio de
Laurent, la cara, el cuerpo. Damen se dio cuenta que le cobrarían tres veces más el precio de todo.
Determino con buen humor, que no le molestaba ser generoso con el dinero de Laurent.
— ¿Por qué no nos encuentras una mesa, mascota? —dijo, disfrutando el momento y el sobrenombre.
Laurent hizo lo que se le ordenó. Damen se tomó el tiempo de pagar generosamente por la habitación,
agradeciéndole al posadero.
Mantuvo un ojo en Laurent, quien ni en las mejores ocasiones podría ser predecible. Laurent fue direc-
to hacia la mejor mesa, suficientemente cerca para disfrutar el calor de las brasas, pero no tan cerca
como para abrumarse con el olor del venado cociéndose a fuego lento. Siendo la mejor mesa, estaba
ocupada. Laurent la vació con lo que pareció ser una mirada, una palabra o el simple hecho de su
aproximación.
El arete no era un disfraz con el que pasar inadvertido. Cada hombre en la habitación de la posada se
estaba tomando su tiempo para examinar a Laurent. Mascota. La arrogancia en la mirada de Laurent
proclamaba que nadie lo podía tocar. El arete anunciaba, sin embargo, que un hombre podía. Lo trans-
formaba de inalcanzable a exclusivo, un placer de elite que nadie de allí podría permitirse.
Pero eso era solo una ilusión. Damen se sentó frente a Laurent en el largo banco de la mesa.
— ¿Ahora qué? —pregunto Damen.
—Ahora esperamos —respondió Laurent.
Pasado un momento, Laurent se levantó y atravesó la mesa hasta sentarse junto a Damen, tan cerca
como un amante.
—¿Que estás haciendo?
—Ganando credibilidad —contesto Laurent—. Me alegra haberte traído conmigo. No esperaba tener
que arrancar cosas de las paredes. ¿Visitas burdeles seguido?
—No —dijo Damen.
—No burdeles. ¿Qué hay de los seguidores del campamento? —dijo Laurent. Después agregó—: Es-
clavos. —Y luego de satisfacción de una pausa, continuó—: Akielos, el jardín de los placeres. Con que
disfrutas de la esclavitud en otros. No en ti.
Damen se desplazó un poco en el largo banco y lo observó.
—No te tenses —dijo Laurent.
—Hablas más cuando te sientes incómodo —dijo Damen.
—Milord. —Interrumpió el posadero, mientras Damen se giraba para contestarle. Laurent no lo hizo—.
Su habitación estará lista en breve. Es la tercera puerta en lo alto de la escalera. Jehan le traerá vino y
comida mientras espera.
—Trataremos de entretenernos. ¿Quién es aquel? —dijo Laurent.
Estaba mirando a través de la habitación a un hombre mayor con cabellos que parecían un puñado
de paja, sobresaliendo de una sucia gorra de lana. Tomo asiento en una oscura mesa en la esquina.
Estaba mezclando un mazo de cartas, que aunque estuvieran grasientas, parecían ser sus más
preciadas posesiones.
—Es Volo. No juegues con él. Es un hombre sediento. No le tomará más de una noche beberse tus
monedas, joyas y tu chaqueta inclusive. —Después de aquel consejo, el posadero se marchó.
Laurent miraba a Volo con la misma expresión con la que había inspeccionado a las mujeres en el burdel.
Mientras tanto, el hombre intentaba engatusar al mozo para conseguir algo de vino. Al no conseguirlo,
trato de embaucar algo totalmente diferente del chico, que no pareció impresionado cuando representó
un truco que implicaba sostener una cuchara de madera en su mano y hacerla desaparecer en el aire
como si nada.
—Está bien. Dame algunas monedas. Quiero jugar a las cartas con ese hombre.
Laurent se levantó, inclinando su peso sobre la mesa. Damen alcanzó el bolso, y luego de una pausa
preguntó:
—¿No se supone que debes ganarte regalos con el servicio?
Laurent contestó:
—¿Hay algo que desees?
Su sinuosa voz auguraba una promesa; su mirada, tiesa como la de un gato.
Damen, que prefirió no ser destripado, le lanzo el bolso. Laurent lo atrapó con una mano y tomó para él
un puñado de monedas de cobre y plata. Arrojó el monedero de vuelta hacia Damen al tiempo que se
encaminaba hacia la mesa donde se hallaba Volo.
Jugaron. Laurent apostó monedas de plata. Volo apostó su gorra de lana.
Damen los observó desde su mesa por unos momentos, luego posó la mirada en las demás personas.
Si alguna de ellas parecía de su misma clase, podría hacerle una invitación creíble.
El más respetable estaba vestido con ropas elegantes, un abrigo recubierto en piel colgaba del respaldo
de su silla. A lo mejor se trataba de un comerciante de ropa. Damen le extendió una invitación al hombre,
de unírsele si lo deseaba, cosa que el hombre hizo, escondiendo defectuosamente la curiosidad acerca
de Damen bajo una manta de modales propios de los vendedores. El hombre se llamaba Charls y
estaba asociado comercialmente a una familia de renombre entre los mercaderes.
Sin duda alguna comerciaban ropaje. Damen le dio el enigmático nombre de un linaje de Patras.
—¡Ah, Patras! Si, tienes el acento —dijo Charls.
Hablaron de negocios y política, cosa natural entre los comerciantes. Pero resulto imposible averiguar
alguna noticia de Akielos. Charls no apoyaba la alianza. Confiaba que el Príncipe se mantuviera firme
en las negociaciones con el bastardo rey de Akielos, más de lo que confiaba en el Regente. El Príncipe
heredero estaba acampando en Nesson en estos momentos, al borde de hacer frente a Akielos. Era un
joven muy comprometido con sus responsabilidades, dijo Charls. Fue casi imposible para Damen no
voltear la mirada hacia Laurent que estaba apostando, cuando el hombre dijo aquello.
La comida llegó. El posadero les proporciono buen pan servido en platos. Charls los observo atentamente,
cuando se volvió evidente que le habían servido en los mejores ejemplares. Las personas en la sala
común de la posada estaban debilitadas. Poco después Charls pidió permiso y se retiro a la segunda
mejor habitación del establecimiento.
Cuando echó una mirada al juego de cartas, Damen noto que Laurent se las había arreglado para
perder todas las monedas, en cambio había ganado la sucia gorra de lana. Volo sonrió y palmeo a
Laurent en la espalda con compasión. Después le compro un trago y otro para el mismo. También se
compro al mozo de la posada, quien ofrecía precios generosos, una moneda de cobre por un piquete,
tres por la noche entera y ya tenía entre manos un gran acuerdo para Volo, ahora que tenía apiladas
frente a él las monedas de Laurent.
Laurent tomó el trago y desanduvo el camino hasta la mesa de Damen, donde lo apoyo sin haberlo
tocado.
—Estás echando a perder la victoria de otra persona.
Aunque la posada se estaba vaciando, estaban todavía al alcance del oído de dos personas que se
encontraban cerca del fuego. Damen dijo:
—Si querías un trago y una vieja gorra en tal mal estado, simplemente se las podías haber comprado.
Más barato y rápido.
—Es el juego lo que me gusta —respondió Laurent. Se estiró y alcanzó otra moneda del bolso que
llevaba Damen. —Mira. Aprendí un nuevo truco. —Escondió la moneda bajo la palma de su mano.
Cuando la abrió estaba vacía por arte de magia. Un segundo más tarde, la moneda cayó desde su
manga hacia el suelo. Laurent la observo frunciendo el ceño, —bueno, me hace falta un poco de
práctica.
—Si el truco consiste en hacer monedas desaparecer, creo que te sale bastante bien.
—¿Cómo es la comida por aquí? —dijo Laurent posando sus ojos en la mesa.
Damen agarro un trozo de pan y lo sostuvo como si frente a él se hallara un gato hambriento.
—Pruébalo.
Laurent miro el pedazo de pan, luego a los hombres cerca del fuego y por último a Damen. Una larga y
tranquila mirada que hubiera sido difícil de mantener si Damen no hubiese tenido, a estas alturas, una
gran cantidad de práctica.
Por fin dijo:
—Está bien.
Le tomó un momento para comprender sus palabras. Cuando por fin lo hizo, Laurent ya se había
establecido en el banco junto a él y se había acomodado hasta quedar cara a cara.
Realmente lo iba a hacer.
Las mascotas en Vere jugueteaban de esta manera, flirteando y haciéndole el amor a las manos de sus
amos. Cuando Damen llevo un bocado de pan a sus labios, Laurent no hizo ninguna de esas cosas,
sino que mantuvo un fastidio esencial. No había nada de la relación amo-mascota en lo que hacían,
salvo el efímero instante en que Damen sintió el cálido aliento de Laurent contra sus dedos.
Credibilidad pensó Damen.
Bajó la mirada hacia los labios de Laurent. Cuando la forzó hacia arriba, quedó fija en el arete. El lóbulo
de la oreja de Laurent estaba perforado con el ornamento del amante de su tío. Le sentaba bien en
el banal sentido que se adaptaba a sus colores. En otro sentido, le sentaba tan inapropiado como la
manera en la que arrancó otro trozo de la hogaza de pan y lo levantó para alimentarlo.
Laurent comió el pan. Era el mismo sentimiento que alimentar a un depredador. Se encontraba tan
cerca que sería fácil envolver una mano detrás de su cuello y acercarlo todavía más. Recordó como se
sentía el tacto del pelo de Laurent, su piel y lucho con la urgencia de tocar sus labios con la punta de
los dedos.
Tenía que ser el arete. Laurent era una persona austera. El arete replanteaba su forma de ser. Le daba
la apariencia de poseer un lado sensual, sofisticado y sutil.
Pero ese lado no existía. El destello que provenía del zafiro era peligroso. Al igual que Nicaise había
sido peligroso. Nada en Vere era lo que parecía.
Otro pedazo de pan. Los labios de Laurent rozaron la yema de sus dedos. Fue breve y suave. Esto
no era lo que tenía en mente cuando tomo el pan. Tenía el sentimiento que sus planes habían sido
desbaratados, que Laurent sabía exactamente qué era lo que estaba haciendo. El toque le recordó
al primer roce de labios que precipita a un sensual beso, que comienza como una serie de pequeños
besos y luego, lentamente se profundiza. Damen sintió como cambiaba su respiración.
Se recordó forzosamente de quien se trataba. Laurent, su captor. Se obligo a recordar el golpe de cada
latigazo en su espalda, pero gracias a un fallo en su cerebro, termino pensando en la piel mojada de
Laurent en los baños. En la forma en que sus extremidades encajaban juntas, de la manera en que una
empuñadura encaja en la cuchilla de una espada balanceada a la perfección.
Al terminar el bocado de pan, Laurent apoyo la mano en el muslo de Damen y la fue deslizando
suavemente hacia arriba.
—Contrólate —le dijo a Damen.
Luego se aproximó, sentándose a horcajadas en el banco, hasta que quedaron tan cerca que sus
pechos se rozaban. El pelo de Laurent hizo cosquillas en la mejilla de Damen, mientras acercaba sus
labios a su oído.
—Tú y yo somos casi los últimos aquí —murmuro Laurent.
—¿Y entonces?
El siguiente murmuro se deslizo suavemente en el oído de Damen, de una manera en la que sintió el
moldeado de cada palabra, hecha de labios y respiración.
—Y entonces, llévame arriba —dijo Laurent—. ¿No crees que ya esperemos suficiente?
Fue Laurent quien guió el camino hacia las escaleras, con Damen siguiéndolo. Era consciente de cada
paso y sintió como su pulso latía rápidamente bajo su piel.
La tercera puerta al pie de las escaleras. La habitación estaba cálida debido al fuego que ardía en el
hogar. Las paredes revocadas con yeso contenían una ventana con un pequeño balcón, una gran cama
con colchas que la hacían ver muy acogedora y una cabecera de fuerte madera oscura tallada con un
complicado patrón de diamantes. También contaba con otras piezas en el mobiliario, un cofre y una silla
junto a la puerta.
Y había un hombre cercano a los treinta años con oscura barba recortada sentado en la cama, que se
impulso fuera de la cama cuando vio a Laurent.
Damen se dejó caer pesadamente en la silla cercana a la puerta.
—Su Alteza —dijo el hombre, arrodillándose.
—Levántate —le dijo Laurent—. Estoy contento de verte. Debiste haber venido cada noche, incluso
tiempo después de la respuesta que te era pendiente.
—Mientras acampaba en Nesson, pensé que habría una posibilidad de que su mensajero pudiera venir
—dijo el hombre.
—Alguien lo detuvo. Fuimos seguidos desde la torre de guardia hasta el este. Creo que los caminos
tanto dentro como fuera de la ciudad estarán vigilados.
—Conozco un camino. Puedo irme ni bien terminemos.
El hombre extrajo de su chaqueta un trozo de pergamino sellado. Laurent lo tomo, rompió el sello y leyó
el contenido. Se tomo su tiempo. Por el rápido vistazo que pudo echar por rabillo del ojo, Damen supo
que se trataba de una nota escrita en clave. Cuando Laurent hubo terminado, lo arrojo al fuego donde
se ennegreció lentamente hasta desaparecer por completo.
Se quitó el anillo que contenía su sello y lo presionó contra la mano del hombre.
—Dale esto —dijo Laurent—, y dile que lo esperaré en Ravenel.
El hombre hizo una reverencia y después cruzo la puerta y continúo hacia las afueras de la posada. Eso
había sido todo. Damen se levanto y le dio una larga mirada a Damen.
—Pareces complacido.
—Soy de los que obtienen un gran placer con pequeñas victorias —dijo Laurent.
—No podrías estar seguro de que estuviera aquí —dijo Damen.
—No pensé que estaría. Dos semanas es mucho tiempo para esperar —. Laurent se quito el arete y
continuó —Creo que estaremos a salvo por la mañana en el camino. Los hombres que nos siguieron
parecían más interesados en encontrarlo a él que en lastimarme a mí. No nos atacaron cuando
tuvieron la oportunidad esta noche —. Después de un momento agrego— ¿Esa puerta es la que lleva
al baño? —Cuando estaba a medio camino por el pasillo se dio vuelta y concluyo —No te preocupes.
Tus servicios no son requeridos esta noche.
Cuando se hubo ido, Damen levanto de una brazada las colchas de la cama y las tiro en el suelo, cerca
del calor de la chimenea.
No había nada más para hacer. Bajó las escaleras. Las únicas personas que quedaban en la sala eran
Volo y el mozo de la posada, que no estaban prestando atención a nadie más que a ellos mismos. El
pelo color arena del chico estaba desastrosamente despeinado.
Salió fuera de la posada y se quedo parado allí por un momento. La brisa de la noche era relajante. La
calle estaba vacía. El mensajero se había ido. Era realmente tarde.
Era pacifico estar allí. Sin embargo, no podría quedarse afuera toda la noche. Recordando que Laurent
no había comido nada salvo los pocos trozos de pan, se detuvo cerca de la cocina en su camino de
vuelta hacia las escaleras y pidió un plato con pan y carne.
Cuando regreso a la habitación, Laurent ya había salido del baño y se encontraba medio desnudo
secando su cabello húmedo cerca del fuego, ocupando gran parte del espacio en la cama que Damen
había improvisado.
—Toma —dijo Damen, pasándole el plato.
—Gracias —dijo Laurent mirando lo que le ofrecía con un pestañeo —. El baño esta libre, si quieres
usarlo.
Tomo un baño. Laurent le había dejado agua limpia. Las toallas colgadas a un lado de la tina de cobre
eran cálidas y suaves. Se seco y eligió vestirse nuevamente con pantalones, en vez de optar por
quedarse con las toallas.
Se dijo a si mismo que aquello era exactamente igual a las dos docenas de noches que habían pasado
juntos dentro de la tienda.
Cuando regreso, Laurent se había comido la mitad del plato y lo había apoyado cuidadosamente sobre
el cofre, donde Damen lo pudiera alcanzar si quisiera. Damen, quien ya había comido abajo, no creyó
que Laurent fuese capaz de tomar posesión de su cama improvisada y dejar la comodidad de la suya
de lado. Ignoro el plato y fue a reclamar su derecho junto a Laurent, en las mantas cerca del fuego.
—Pensé que Volo era tu contacto —dijo Damen.
—Solo quería jugar a las cartas con él —respondió Laurent.
El fuego calentaba la habitación. Damen disfrutaba la calidez que envolvía la piel de su pecho desnudo.
Después de un momento, Laurent agrego:
—No creo que hubiese llegado hasta aquí sin tu ayuda, por lo menos no sin ser seguido. Estoy contento
que hayas venido. Lo digo en serio. Tenías razón. No estoy acostumbrado a…— Se quebró.
El cabello húmedo echado hacia atrás exponía las elegantes líneas de su rostro. Damen le dio una
mirada.
—Estas de un humor extraño —dijo Damen—, Mas extraño que lo habitual.
—Diría que estoy de buen humor.
—Buen humor.
—Bueno, no de tan buen humor como Volo —dijo Laurent—, pero la comida es decente, el fuego cálido
y nadie ha tratado de matarme en las últimas tres horas, ¿Por qué no?
—Creí que tenías gustos más sofisticados que eso —dijo Damen.
—¿Lo hiciste?
—He visto tu corte —le recordé gentilmente Damen.
—Has visto la corte de mi tío —lo corrigió Laurent.
¿La tuya sería diferente? No lo dijo. Tal vez no necesitaba conocer la respuesta. Laurent se estaba
convirtiendo en el rey que llegaría a ser con cada día que pasaba, pero el futuro era otra historia.
Laurent no estaría reclinado contra su espalda, secando vagamente su cabello frente al fuego de la
habitación en una posada, o trepando hacia dentro y hacia fuera de las ventanas de los burdeles. Y
tampoco lo haría Damen.
—Dime algo —dijo Laurent, después de un largo y sorpresivamente cómodo silencio. Damen le echo
una mirada, antes que continuara. —¿Qué fue lo que paso realmente para que Kastor te enviara aquí?
Sé que no fue debido a una discusión de amantes.
A medida que el agradable calor del hogar se convertía en frio, Damen sabía que tenía que mentir. Era
más que peligroso hablar sobre esto con Laurent. Lo sabía. Pero no sabía porque el pasado se sentía
ahora tan cercano. Se trago las palabras que amenazaban con salir de su boca.
De la misma manera en que se había tragado todo, desde aquella noche.
No lo sé. No sé por qué.
No sé qué hice para que el me odiara tanto. ¿Por qué no podíamos ir juntos como hermanos a llorar la
perdida de nuestro padre?
—Algo de razón tuviste. —Se oyó decir en la distancia—. Tenía sentimientos por…. Había una mujer.
—Jokaste —adivino Laurent, divertido.
Damen estaba en silencio. Sintió el dolor de su respuesta en la garganta.
—¿Te enamoraste de la amante del rey?
—No era el rey en aquel entonces. Y ella no era su amante. Y si lo era, nadie lo sabia —dijo Damen.
Una vez que las palabras comenzaron a salir, ya no había manera de detenerlas—. Ella era inteligente,
completa, hermosa. Era todo lo que podía pedir de una mujer. Pero era una hacedora de reyes. Quería
poder. Debió haber pensado que la única manera de llegar al trono era a través de Kastor.
—Mi honorable bárbaro. No habría pensado que aquel era tu tipo.
—¿Mi tipo?
—Una cara bonita, una mente retorcida y una naturaleza despiadada.
—No, no es eso… no sabía… no sabía que ella era así.
—¿No? —pregunto Laurent.
—Tal vez yo… sospechaba que era gobernada por su mente y no por su corazón. Sabía que era
ambiciosa, y si, por momentos despiadada. Pero debo admitir que había algo…atractivo sobre eso.
Sin embargo, nunca hubiese imaginado que me traicionaría con Kastor. Me di cuenta de eso cuando
ya era demasiado tarde.
—Auguste era como tú. No tenía instinto para la decepción. No podía reconocerlo en otras personas.
Después de un momento que transcurrió respirando con dificultad, Damen pregunto:
—¿Qué hay sobre ti?
—He desarrollado un gran instinto para la decepción.
—No, me refería a…
—Se a lo que te referías.
Damen había intentado volver el interrogatorio contra Laurent. Cualquier cosa para cerrar las puertas.
Ahora, luego de una noche de aretes y burdeles, pensó: ¿Por qué no preguntarle sobre aquello?.
Laurent no parecía incomodo. Los músculos de su cuerpo estaban relajados. Los suaves labios que tan
a menudo apretaba en una dura línea suprimiendo su sensualidad, en aquel momento no expresaban
nada más peligroso que un ligero interés. No tenía problemas en devolver la mirada a Damen. Pero
todavía no había contestado.
—¿Tímido? —pregunto Damen.
—Si quieres una respuesta, tienes que acertar con la pregunta —contesto Laurent.
—La mitad de los hombres que cabalgan junto a ti están convencidos que eres virgen.
—¿Eso es siquiera una pregunta?
—Sí.
—Tengo veinte años —dijo Laurent—, y he sido el receptor de toda clase de ofertas desde que puedo
recordar.
—¿Eso es una respuesta? —pregunto Damen.
—No soy virgen —contesto Laurent.
—Me preguntaba —continuo Damen, cuidadosamente—si reservabas tu amor para las mujeres.
—No, yo… —Laurent sonaba sorprendido. Luego pareció darse cuenta que de su sorpresa se había
desprendido algo fundamental. Miro hacia otro lado. Cuando volvió a mirar a Damen, había una sonrisa
irónica en sus labios —. No —dijo tranquilamente.
—¿Dije algo que te ofendiera? No quise…
—No. Era una Buena teoría, cedible y sencilla.
—No es mi culpa que en tu país nadie pueda pensar en línea recta1—dijo Damen a la defensa, frunciendo
el ceño.
—Me doy cuenta porque Jokaste eligió a Kastor —dijo Laurent. Damen posó la vista en la pequeña
chimenea. Observó como las llamas lamian los lados de la leña que ya estaba medio consumida.
—Era un príncipe —dijo Damen—. El era un príncipe y yo solo…
No podía hacerlo. Los músculos de sus hombros estaban tan tensos que dolía. El pasado le estaba
volviendo a la memoria, el no quería recordarlo. Mentir significaba enfrentar la verdad que se hallaba
oculta en la ignorancia. La ignorancia sobre lo que él había hecho para provocar la traición no solo una
vez, sino dos, de un ser querido y de un hermano.
—Esa no es la razón. Ella lo habría elegido incluso aunque por tus venas corriera sangre azul, incluso
si tuvieras la misma sangre que Kastor. Tú no entiendes el funcionamiento de una mente como aquella.
Yo sí. Si yo fuese Jokaste y fuera una hacedora de reyes, también habría elegido a Kastor antes que
a ti.
—Supongo que disfrutaras decirme porque —dijo Damen, sintiendo sus manos curvarse en puños y la
amargura en su garganta.
—Porque una persona que se dedica a crear reyes, siempre erigirá al hombre más débil. Cuanto más
débil es una persona, más fácil resulta controlarla.
Damen quedó en shock por un momento y miro a Laurent, solo para encontrarlo devolviéndole la
mirada sin rencor. El momento se alargo. No era… no era lo que esperaba que Laurent dijera. Mientras
lo miraba, las palabras se movieron en su interior de manera inesperada, y sintió que tocaban algo con
bordes filosos dentro de él. Sintió que movían una pequeña fracción de algo duro y profundo, que él
creía inamovible.
—¿Qué te hace pensar que Kastor es el hombre débil? Tú no lo conoces.
—Pero te estoy conociendo a ti —dijo Laurent.

1 straight line: juego de palabras en inglés. Straight también quiere decir heterosexual
Capítulo 7
Traducido por Raisa Castro
Corregido por Reshi

Damen se sentó con su espalda apoyada contra la pared, en las sábanas de la cama que había amon-
tonado por la chimenea. Los ruidos del fuego habían crecido infrecuentes; hace ya mucho que había
ardido hasta solo unas pocas cenizas brillantes. La habitación estaba reconfortantemente somnolienta
y silenciosa. Damen estaba completamente despierto.
Laurent estaba dormido en la cama.
Damen podía ver su contorno, aún con la oscuridad de la habitación. La luz de luna que entraba por las
grietas del balcón revelaba la caída del cabello pálido de Laurent contra la almohada. Laurent dormía
como si la presencia de Damen en la habitación no importara, como si Damen no fuera más amena-
zante que un mueble.
No era confianza. Era la calmada evaluación de las intenciones de Damen junto con descarada arro-
gancia en su propia evaluación: había más razones para Damen de mantener vivo a Laurent que ha-
cerle daño. Por ahora. Era como el momento en que Laurent le había dado un cuchillo. Como cuando
Laurent lo había invitado a los baños del palacio y, calmadamente, se había desvestido. Todo era cal-
culado. Laurent no confiaba en nadie.
Damen no lo entendía. No entendía porque Laurent había hablado de la manera en que lo hizo, tampo-
co entendía el efecto que esas palabras habían tenido en él. El pasado era pesado en él. En el silencio
de esa habitación en la noche no había distracciones, nada que hacer además de pensar, sentir y
recordar.
Su hermano Kastor, el hijo ilegitimo del Rey con su amante Hypermenestra, había sido criado como
heredero los primeros nueve años de su vida. Después de incontables abortos, era de creencia general
que la Reina Egeria no podría darles un hijo. Pero entonces, vino el embarazo que tomó la vida de la
reina pero dio, en sus horas finales, un heredero varón legítimo.
Él creció admirando a Kastor, esforzándose para superarlo porque lo admiraba y porque él era
consciente del incandescente orgullo de su padre en esos momentos en los que se las arreglaba para
superar a su hermano.
Nikandros lo sacó de la habitación del cuarto de su padre enfermo y le había dicho en voz baja: Kastor
siempre ha creído que se merece el trono. Que tú se lo robaste a él. No puede aceptar la culpa por una
derrota en la arena, en cambio, la atribuye al hecho de que nunca le han dado una “oportunidad”. Todo
lo que él ha necesitado es alguien que le susurre al oído que debería tomarla.
Se había reusado a creerlo. A creer algo de eso. No podía escuchar las palabras que eran dichas
contra su hermano. Su padre, que había estado muriendo acostado, había llamado a Kastor a su lado
y le había dicho sobre su amor hacia él y su amor por Hypermenestra, y las emociones de Kastor en
el lecho de muerte de su padre habían parecido tan genuinas como su compromiso a servir como el
heredero de Damianos.
Torveld había dicho: Yo vi a Kastor con su pena. Era genuina. Él había pensado lo mismo. En ese
entonces.
Recordó la primera vez que había deshecho el cabello de Jokaste, el tacto de este cayendo por sus
dedos, y la memoria se enredó con una conmovedora excitación, que en un momento se convirtió en
una sacudida cuando se encontró a si mismo confundiendo el cabello rubio con café, recordando el
momento escaleras abajo cuando Laurent había ido hacia al frente casi hacia su regazo.
La imagen se rompió cuando escuchó, amortiguado por las paredes y la distancia, golpes en la puerta
escaleras abajo.
El peligro hizo que se levantara––la urgencia del momento empujó sus pensamientos previos a un lado.
Se metió en su camisa y la chaqueta, sentándose al filo de la cama. Fue gentil cuando puso una mano
en el hombro de Laurent.
Laurent estaba cálidamente dormido en la enfundada cama. Se despertó al instante bajo el toque de
Damen, aunque no hubo señales de pánico o sorpresa.
—Debemos irnos—le dijo Damen. Hubo un nuevo conjunto de sonidos abajo, del posadero, despierto,
abriendo la puerta de la posada.
—Esto se está convirtiendo en un hábito —dijo Laurent, pero él ya se estaba levantando de la cama.
Mientras Damen abría las persianas del balcón, Laurent se puso su propia camisa y chaqueta––aunque
no tuvo tiempo alguno para hacer alguno de los nudos, porque la ropa Veretiana era francamente inútil
en emergencias.
Las persianas se abrieron en una fresca y revoloteante brisa nocturna y una caída de dos pisos.
No iba a ser igual de fácil como en el burdel. Saltar no era posible. La caída al nivel de la calle podría
no ser fatal pero era lo suficientemente amenazante como para romper algunos huesos.
Ahora había voces, tal vez desde las escaleras.
Los dos alzaron la cabeza. El exterior de la posada estaba cubierto y no había ningún pasamanos.
Damen cambio su visión, buscando una forma de trepar. La vieron al mismo tiempo: al lado del siguiente
balcón, un pedazo de escayola desnuda, con una piedra sobresaliente y un conjunto de lugares donde
agarrar, un pasaje claro hacia el techo.
Sin contar que el siguiente balcón estaba a, tal vez, ocho metros, más lejos de lo cómodo considerando
que el salto se tenía que hacer parados derechos. Laurent ya estaba juzgando la distancia, con la vista
calmada.
—¿Puedes hacerlo? —le preguntó Damen.
—Probablemente —dijo Laurent.
Los dos se balancearon sobre la barandilla del balcón. Damen fue primero. Él era más alto, lo que le
daba una ventaja y estaba seguro sobre la distancia. Salto y aterrizó bien, agarrando la barandilla del
siguiente balcón y pausando por un momento para asegurarse que no había sido escuchado por el
ocupante de la habitación de al lado, rápidamente se alejó de la barandilla y se puso sobre el balcón.
Lo hizo lo más silenciosamente posible. Las otras persianas del balcón estaban cerradas, pero no
eran a prueba de sonido. Damen estaba esperando los ronquidos de Charls el comerciante, en cambio
escucho el sordo pero inconfundible sonido de Volo recibiendo su merecido dinero.
Se dio la vuelta. Laurent estaba desperdiciando preciosos segundos juzgando de nuevo la distancia.
Damen de repente se dio cuenta de que “probablemente” no significaba “definitivamente” y que, al
responder la pregunta de Damen, Laurent le había dado una calmada evaluación de sus habilidades.
Damen sintió un hueco en el estómago.
Laurent saltó; era un camino largo y cosas como la altura importaban, así como la propulsión que venía
de la fuerza del musculo.
Aterrizó mal. Damen, instintivamente, lo sostuvo y sintió a Laurent dejar su peso al agarre de Damen,
sosteniéndose de él. El aire había sido golpeado fuera de él por la barandilla del balcón. No se resistió
cuando Damen lo jaló hacia arriba y dentro, tampoco se alejó inmediatamente, solo se quedó, sin
aliento, en los brazos de Damen. Las manos de Damen estaban en la cintura de Laurent; su corazón
martilleando. Se congelaron, demasiado tarde.
Los sonidos dentro de la habitación habían parado.
—Escuché algo —dijo el chico de la casa, instintivamente—. En el balcón.
—Es el viento—le dijo Volo—. Te mantendrá caliente.
—No, era algo—insistió el chico—. Anda y…
Se escuchó el susurro de las sabanas y el crujido de la cama…
Era el turno de Damen para que le quitaran la respiración cuando Laurent lo empujó, fuerte. Su espalda
golpeó la pared al lado de la ventana cerrada. El shock del impacto fue un poco menos que el shock de
Laurent presionándose contra él, fijándolo firmemente a la pared con su cuerpo.
No era un momento demasiado pronto. Las persianas se abrieron, atrapándolos en un pequeño
triángulo de espacio entre la pared y la parte de atrás de la persiana abierta. Estaban escondidos tan
precavidamente como un cornudo detrás de una puerta abierta. Ninguno de los dos se movió. Ninguno
respiró. Si Laurent se movía un solo centímetro hacia atrás, chocaría contra la persiana. Para prevenir
esto, se pegó tan cerca contra Damen que él podía sentir cada cresta de la tela en su traje, por el cual,
el calor transmitía la calidez de su cuerpo.
—No hay nadie aquí—dijo Volo.
—Estoy seguro de que escuché algo —dijo el chico.
El cabello de Laurent hacia cosquillas en su cuello. Damen lo aguantó estoicamente. Volo iba a escuchar
sus latidos. Estaba sorprendido que las paredes del edificio no latieran con él.
—Un gato, tal vez. Puedes recompensarlo—dijo Volo.
—Mmm, está bien—dijo el chico—. Regresa a la cama.
Volo se alejó del balcón. Pero claro, había un acto final en su farsa. En sus ganas de regresar a lo que
estaba haciendo antes, Volo dejó las persianas abiertas, atrapándolos allí.
Damen suprimió las ganas de gemir. Todo el largo del cuerpo de Laurent estaba fluyendo contra el suyo,
muslo contra muslo, pecho contra pecho. Respirar era peligroso. Damen necesitaba, cada vez más,
poner una distancia segura entre sus cuerpos, de empujar lejos a Laurent con fuerza y no podía. Sin
darse cuenta Laurent se movió un poco, para mirar detrás de él y ver la proximidad de la persiana. Deja
de moverte, casi le dijo Damen; solo un pequeño cordón de auto-preservación lo prevenía de hablar en
voz alta. Laurent se movió otra vez, cuando vio, como Damen, que no había manera de deslizarse fuera
de su escondite sin anunciar su posición. Entonces Laurent, en una muy callada y cuidadosa voz, dijo:
—Esto… no es ideal.
Eso era poco. Estaban escondidos de Volo, pero podían ser vistos claramente desde otro balcón y los
hombres que los perseguían podrían estar en algún lugar de la posada en ese instante. Y había otros
imperativos.
Damen dijo, despacio:
—Mira hacia arriba. Si puedes escalar, podemos salir de aquí.
—Espera que comiencen a follar—dijo Laurent incluso más despacio, las murmuradas palabras sordas
más allá de la curva del cuello de Damen—. Estarán distraídos.
La palabra follar se asentó en él mientras se escuchaba un inconfundible gemido del chico dentro de la
habitación, “Ahí. Ahí, ponlo dentro de mí, justo ahí”
Y era momento de que ellos se fueran...
La puerta que daba a la habitación de Volo se abrió de golpe.
—¡Están aquí! —dijo una voz desconocida.
Hubo un momento de confusión total, un quejido indignado del chico de la casa, una grito de protesta
de Volo.
—Oigan, ¡déjenlo ir!
Los sonidos tuvieron sentido una vez que Damen se dio cuenta lo que naturalmente podría pasarle a
un hombre que había sido enviado para capturar a Laurent y lo había escuchado en descripción, pero
nunca lo había visto.
—Apártese, viejo. Esto no es asunto suyo. Este es el Príncipe de Vere.
—Pero, solo pague tres cobres por él—dijo Volo, sonando confuso.
—Y probablemente debería ponerse unos pantalones—dijo el hombre, añadió de forma extraña—. Su
alteza.
—¿Qué? —dijo el chico.
Damen sintió que Laurent comenzaba a temblar contra él y se dio cuenta de que, silenciosamente, sin
poder evitarlo, se estaba riendo.
Entonces, vino el sonido de, al menos, dos pasos más entrando en la habitación, recibidos con un:
—Aquí está él. Lo encontramos follando con este indigente, disfrazado de una prostituta de taberna.
—Esta es la prostituta de la taberna. Idiota, el Príncipe de Vere es tan célibe que dudo que él mismo
se masturbe cada diez años. Tú. Estamos buscando a dos hombres. Uno es un soldado barbado, un
animal gigante. El otro es rubio. No como este chico. Atractivo.
—Había una mascota rubia del dueño escaleras abajo—dijo Volo—. Con la mente de un guisante y fácil
de engañar. No creo que él sea el Príncipe.
—Yo no lo llamaría rubio. Más bien pardusco. Y no era atractivo—dijo el chico, de mal humor.
El temblor, progresivamente, había empeorado.
—Deja de reírte—murmuró Damen—. Vas a hacer que nos maten, en cualquier minuto.
—Animal gigante —dijo Laurent.
—Basta.
Dentro de la habitación:
—Mira las otras habitaciones. Deben estar en algún lugar.
Los pasos regresaron.
—¿Puedes darme un empujón? —dijo Laurent—. Necesitamos salir de este balcón.
Damen hizo una copa con sus manos y Laurent la usó como una piedra de apoyo, empujándose hacia
arriba al primer agarre.
Más ligero que Damen, pero teniendo la fuerza de torso de una persona con largo entrenamiento de
espada, Laurent escaló rápido y silenciosamente. Damen, volviéndose cuidadosamente en el espacio
confinado para mirar a la pared, lo siguió con rapidez.
No era una escalada difícil y pasó solo un minuto antes de que él se estuviera empujando hacia arriba y
sobre en techo, el pueblo de Nesson-Eloy desplegado frente a él, el cielo arriba, un puñado de estrellas
esparcidas. Se encontró a si mismo riendo sin aliento y vio su expresión reflejada en la cara de Laurent.
Los ojos de Laurent estaban llenos de pillería.
—Creo que estamos a salvo—dijo Damen—. De alguna manera, nadie nos vio.
—Pero te dije. Es un juego que me gusta—dijo Laurent y con la punta de su bota el deliberadamente
empujó una teja suelta hasta que se deslizó del techo y se rompió en la calle de abajo.
—¡Están en el techo! —la llamada vino desde abajo.
Esta vez, era una persecución. Escaparon por el techo, evadiendo las chimeneas. Era medio una pista
de obstáculos, medio una carrera. Las tejas bajo sus pies aparecían y desaparecían, abriéndose en
callejones pequeños sobres lo que había que saltar. La visibilidad era pobre. Los niveles eran todos
irregulares. Fueron a un lado de la balandra del techo y, decayendo y deslizándose, fueron al otro.
Abajo, sus perseguidores también corrían, sobre las lisas calles sin tejas sueltas que amenazando
con una torcedura o una caída, flanqueándolos. Laurent mandó otra teja al suelo, esta vez apuntando.
Desde abajo, se escuchó un quejido de alarma. Cuando se encontraron a sí mismos en el otro balcón
en camino a otra calle angosta, Damen tropezó con una maceta. Al lado de él, Laurent descolgó ropa
y la lanzó; ellos vieron el fantasmal blanco envolver a alguien abajo y convertirse en una forma torcida
antes de acelerar.
Saltaron por filos de techos a balcones a un cruce de caminos en una calle angosta. La inclinada
carrera a través del horizonte llamó a una vida de entrenamientos en Damen, a reflejos, velocidad y
resistencia. Laurent, ligero y ágil, siguió el ritmo. Encima de ellos, el cielo se estaba aclarando. Bajo
ellos, la ciudad se estaba despertando.
No podían quedarse en los techos para siempre—se arriesgaban a huesos rotos, cercos y puntos
muertos—así que cuando se adelantaban un precioso minuto o dos, usaban el tiempo para hacerse un
camino hacia un tubo de desagüe que daba a la calle.
No había nadie a la vista cuando tocaron los adoquines y eran libres para correr. Laurent, que conocía
el pueblo, tomó el frente y después de dos vueltas estaban en un nuevo cuartel. Laurent los guio hacia
un angosto, arqueado pasaje entre dos casas y descansaron allí un momento para respirar. Damen vio
que la calle que llegaba a este pasaje era una de las calles principales de Nesson, ya tenía gente. Estas
grises horas de la mañana eran de las más ocupadas en cualquier pueblo.
Se quedó parado allí con su palma plana contra la pared, su pecho subiendo y bajando. Al lado de él,
Laurent estaba sin respiración de nuevo y brillante por la carrera.
—Por aquí—le dijo Laurent mientras se movía hacia la calle.
Damen se dio cuenta de que había agarrado el brazo de Laurent y lo estaba deteniendo.
—Espera. Es demasiado expuesto. Destacas en esta luz. Tu cabello cobrizo es como un faro.
Sin decir nada, Laurent sacó el gorro de lana de Volo de su cinturón.
Damen lo sintió en ese momento, el primero borde mareante de emoción y soltó su agarre de Laurent
como un hombre que teme al precipicio; y aun así no tenía ayuda.
—No podemos. ¿No los escuchaste antes? Se van a separar—le dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si la idea es llevaros a una alegre carrera por la cuidad para que no sigan a tu
mensajero, entonces no está funcionando. Han dividido su atención.
—Yo…—dijo Laurent. Estaba mirando a Damen—. Tienes muy buenos oídos.
—Deberías irte—dijo Damen—. Puedo encargarme de esto.
—No—dijo Laurent.
—Si quisiera escapar—dijo Damen—, lo podría haber hecho hoy por la noche. Mientras te bañabas.
Mientras dormías.
—Lo sé—dijo Laurent.
—No puedes estar en dos lugares a la vez —dijo Damen—. Tenemos que separarnos.
—Es demasiado importante—dijo Laurent.
—Confía en mí —dijo Damen.
Laurent lo miró por un largo momento sin hablar.
—Te vamos a esperar por un día en Nesson —dijo Laurent, eventualmente—. Después de eso,
alcánzanos.
Damen asintió y se alejó de la pared mientras Laurent iba hacia la calle principal, su chaqueta aún
con algunos cordones colgando, su cabello rubio escondido bajo un sucio gorro de lana. Damen lo
miró hasta que estuvo fuera de vista. Luego se dio la vuelta y regresó por el camino por el cual habían
llegado.
No fue difícil regresar a la posada.
No tenía miedo por Laurent. Estaba seguro que los dos hombres que lo seguían estarían en una
búsqueda sin frutos toda la mañana, tropezando a lo largo de cualquier camino que el cerebro demente
de Laurent había pensado para ellos.
El problema, como Laurent había reconocido implícitamente, era que los perseguidores que quedaban
deberían haberse desviado para detener al mensajero de Laurent. Un mensajero que llevaba el sello
del Príncipe. Un mensajero que era lo suficientemente importante para que Laurent arriesgara su propia
seguridad por la oportunidad de que estuviera aquí esperando, dos semanas después, para una cita
atrasada.
Una mensajero que llevaba su barba bien cuidada, al estilo Patran.
Damen podía sentir, como se había empezado a sentir en el palacio, la inexorable maquinaria de
los planes del Regente. Por primera vez, tuvo un vistazo del esfuerzo y la planeación que tomaría
detenerlo. Que Laurent, con su mente de serpiente, podría ser lo único que se imponía entre el Regente
y Akielos era un pensamiento frío. El país de Damen era vulnerable y él sabía que su retorno debilitaría
a Akielos aún más.
Fue cuidadoso cuando se acercó a la posada pero parecía silenciosa, al menos desde el exterior. Y
entonces, vio el familiar rostro de Charls, el mercante madrugador despierto y caminó hacia el edificio
exterior para hablar con un mozo de cuadra.
—¡Mi Lord! —dijo Charls en cuanto vio a Damen— Había hombres buscándolo.
—¿Aún están aquí?
—No. La posada entera está alborotada. Los rumores vuelan. ¿Es cierto que el hombre que acompañaste
es—Charls bajo la voz— el príncipe de Vere? ¿Disfrazado de…—bajo de voz de nuevo—prostituta?
—Charls. ¿Qué pasó con los hombres que estaban aquí?
—Se fueron y luego dos de ellos regresaron a la posada a preguntar cosas. Debe haberse enterado de
lo que querían porque se fueron de aquí. Tal vez hace un cuarto de hora.
—¿Cabalgando? —preguntó Damen, su estómago hundiéndose.
—Se dirigían hacia el sudoeste. Mi lord, si hay algo que puedo hacer por mi Príncipe, estoy a tú servicio.
Sudoeste, a lo largo de la frontera Veretiana para pasar a Patras. Damien le dijo a Charls:
—¿Tienes un caballo?
Y así comenzó la tercera carrera de lo que se estaba convirtiendo en una larga noche.
xcepto que, en ese momento, ya era de mañana. Dos semanas de regarse sobre mapas en la tienda
de Laurent significaba que Damen conocía exactamente el delgado camino de la montaña que el
mensajero habría tomado—y como de fácil sería, en un vacío y tortuoso camino, para detenerlos. Los
dos hombres en caza presumiblemente lo sabían también y tratarían de atraparlo en el camino de la
montaña.
Charls tenía un buen caballo. Igualar a un jinete en una larga persecución no era difícil si sabías cómo
hacerlo: no podías cabalgar en pellejo completo. Tenías que escoger una cabalgata estable que tu
caballo pudiera aguantar, y esperar que los hombres que te perseguían quemaran sus monturas en
un arrebato de entusiasmo o que estuvieran cabalgando algo inferior. Era más fácil cuando conocías
el caballo, sabías exactamente de lo que era capaz. Damen no tenía esa ventaja, pero el caballo de
Charls el mercader arranco a un buen ritmo, sacudió su muscular cuello y dejó claro que era capaz de
cualquier cosa.
El terreno se hacia más rocoso mientras se acercaban a las montañas.
Había protuberancias de granito cada vez más grandes subiendo en cada lado, como los huesos de un
paisaje mostrándose a través de la tierra. Pero el camino era claro, al menos esta sección que estaba
cerca de la ciudad; no había astillas de granito para mutilar y hacer caer al caballo.
Tuvo suerte, al principio. El sol aún no estaba en su punto medio del cielo cuando alcanzo a los dos
hombres. Tuvo suerte de haber escogido el camino correcto. Tuvo suerte de que no habían conservado
sus sudorosos caballos y que cuando lo vieron, en vez de separarse o presionar a sus exhaustos
caballos, ellos rodaron y se dieron la vuelta, queriendo pelear.
Tuvo suerte de que no tuvieran arcos.
El caballo de bahía era un caballo sin entrenamiento para batalla, y Damen no esperaba que fuera
capaz de correr hacia puntiagudas, balanceantes espadas sin espantarse, así que hizo girar su
montura para aproximarse. Los dos hombres eran matones, no soldados; sabían montar y sabían cómo
usar espadas, pero tenían problemas haciendo ambas al mismo tiempo––más buena suerte. Cuando
el primer hombre tirado de su caballo por Damen, no se levantó. El segundo perdió su espada pero
permaneció en su asiento por un momento. Lo suficiente para anclar sus talones en el caballo y salir
del lugar.
O trato de hacerlo. Damen había apurado a su montura, causando un movimiento menos entre los
caballos, que Damen resistió, pero el hombre no pudo. Se salió de la silla, pero, a diferencia de su
amigo, se las arregló para pararse rápidamente y tratar de correr––otra vez––esta vez por el campo.
Quienquiera que le estaba pagando obviamente no le pagaba lo suficiente para aguantar y pelear, al
menos no sin la suerte torciéndose dramáticamente a su favor.
Damen tenía una opción: podría dejar las cosas como estaban. Todo lo que tenía que hacer ahora era
ahuyentar a los caballos. Para cuando los hombres los recuperaran (si se las arreglaban para hacerlo)
el mensajero estaría tan adelantado que, lo persiguieran o no, importaría ni un ápice.
Pero tenía el agarre del final de esta conspiración y la tentación de saber exactamente qué pasaba era
demasiado grande.
Así que escogió concluir con la carrera. Como no podía montar su caballo a través de la rocosa e
irregular tierra sin romperse las patas delanteras, él desmontó. El hombre se revolvió sobre el paisaje
por un momento antes de que Damen lo alcanzara debajo de uno de los escasos y nudosos árboles. Allí,
el hombre trato, inefectivamente, lanzarle una piedra a Damen, que él esquivo y entonces, volviéndose
para correr de nuevo, torció su tobillo en un montón de granito suelto y se cayó.
Damen lo levantó.
—¿Quién te envió?
El hombre estaba en silencio. Su piel pastel cubierta con blanco miedo.
Damen juzgó la mejor manera de hacerlo hablar.
El golpe echó la cabeza a un lado y la sangre empañado y salpicando de su labio partido.
—¿Quién te envió? —dijo Damen.
—Déjame ir—dijo el hombre—. Déjame ir y tal vez tengas tiempo de salvar a tu Príncipe.
—Él no necesita que lo salven de dos hombres—dijo Damen—, especialmente si son igual de
incompetentes como tú y tú amigo.
El hombre le dio una delgada sonrisa. Un momento después, Damen lo empujó de nuevo hacia el árbol
lo suficientemente fuerte para que sus dientes resonaran juntos.
—¿Qué es lo que sabes? —le dijo Damen.
Y allí fue cuando el hombre comenzó a hablar y Damen se dio cuenta que no era suertudo para nada.
Miró hacia arriba de nuevo a la posición del sol, entonces miró a su alrededor al vasto, vacío terreno.
Estaba a medio día de dura cabalgata a Nesson y él ya no tenía un caballo fresco.
Te esperaré por un día en Nesson, le dijo Laurent. Iba a llegar tarde.
Capítulo 8
Traducido por Raisa Castro
Corregido por Reshi

Damen dejó atrás al hombre, roto y vacío, regado todo lo que sabía. Le dio la vuelta a la cabeza de su
caballo y montó, veloz, hacia el campamento.
No tenía más opción. Llegaba demasiado tarde para ayudar a Laurent en la ciudad. Tenía que concen-
trarse en lo que podía hacer. Porque había algo más que la vida de Laurent en juego.
El hombre era uno de un grupo de mercenarios que acampaban en las colinas de Nesson. Habían
planeado un asalto de tres etapas: después del ataque a Laurent en la ciudad, tenían que seguir un
alzamiento entre las tropas del Príncipe. Y si la tropa y el Príncipe sobrevivían y se las arreglaban, en
su estado dañado, para continuar al sur, caerían en una emboscada de mercenarios en las colinas.
No fue fácil ganar toda la información, pero Damen le había dado al mercenario un sustancial, metódico
e implacable motivo para hablar.
El sol ya había llegado a su cenit y había empezado a descender. Para cualquier oportunidad de llegar
al campamento antes de que fuera atacado por el plan de insurgencia, Damen necesitaría sacar a su
caballo del camino y cabalgar recto, como vuela el cuervo, a través del campo.
No dudó, estimulando su caballo hacia arriba en la primera cuesta.
La cabalgata fue loca, una peligrosa carrera a través de los desmoronados filos de las colinas. Todo to-
maba demasiado tiempo. El suelo irregular frenada a su caballo. Las rocas de granito eran traicioneras
y filosas como una navaja, y su caballo estaba cansado, así que el peligro de tropezar era más grande.
Lo mantuvo en la mejor tierra que pudo ver; cuando tenía que hacerlo, le daba al caballo su cabeza y
lo dejaba escoger su propio camino a través del suelo picado.
Alrededor de él estaba el silencioso paisaje manchado de granito con tierra en bloques, el césped duro
y con el conocimiento de su triplicada amenaza.
Era una táctica que olía al Regente. Todo esto lo era: la enredada trampa llegando a través del paisaje
a astillar al Príncipe de su tropa y su mensajero, para que el salvar a uno significara sacrificar al otro.
Como lo probó Laurent. Laurent, para salvar a su mensajero, había entregado su seguridad, mandando
lejos a su único protector.
Damen trató, por un momento, de pensar una manera dentro de la situación de Laurent, para adivinar
cómo Laurent evadiría a sus perseguidores, qué es lo que él haría. Y se dio cuenta de que no lo sabía.
No podía hacer ni la primera adivinanza. Laurent era imposible de predecir.
Laurent, el exasperante, obstinado hombre que era, era imposible, completa y totalmente. ¿Había
estado anticipando este ataque todo este tiempo? Su arrogancia era insoportable. Si él se hubiera
dejado libre al ataque a propósito, si lo atrapaban en su propio juego… Damen maldijo y se concentró
en montar hacia el campamento.
Laurent estaba vivo. Laurent evadía todo lo que se merecía. Era escurridizo y astuto y había escapado
del ataque en la ciudad con embuste y arrogancia, como siempre.
Maldito sea Laurent por esto. El Laurent que se había tumbado al lado del fuego se veía tan
lejano, miembros sin heridas, relajados, hablando… Damen se dio cuenta que la memoria estaba
inextricablemente enredado con el destello del arete zafiro de Nicaise, el murmullo de la voz de Laurent
en su oído, el entrecortado brillo de la carrera, de techo en techo, todo esto tejido en una descabellada,
interminable noche.
El suelo se aclaró bajo él y el instante que lo hizo, clavó sus talones en los flancos de su decadente
caballo y cabalgó, fuerte.

No se encontró con mercenarios, lo que hizo que su corazón latiera fuerte.


Había columnas de humo, humo negro que él podía oler, gruesas y desagradables. Damen condujo a
su caballo por la última parte hacia el campamento.
Las limpias líneas de las tiendas fueron demolidas, los postes rotos y las lanas colgaban de raros
ángulos. La tierra estaba oscurecida donde había pasado el fuego por el campamento.
El vio hombres vivos pero llenos de tierra, cansados y desalentados. Vio a Aimeric, con cara pálida y
con el hombro vendado, la tela negra con sangre seca.
Que la pelea había acabo era obvio. Los fuegos que ardían ahora eran piras.
Damen desmontó.
A su lado, el caballo estaba exhausto, respirando fuerte por los orificios nasales, sus flancos pesados.
Su cuello estaba negro y brillante por sudor y más estampado con una cruzada de venas brotadas y
capilares.
Sus ojos barrieron las caras más cercanas a él; su llegada había llamado la atención. Ninguno de los
hombres que veía era un príncipe rubio con un gorro de lana.
Y justo cuando temió lo peor, justo cuando todo lo que no se había dejado creer a sí mismo en el largo
viaje comenzaba al frente de su mente, Damen lo vio, saliendo de una de las tiendas más intactas a
menos de seis pasos y congelándose al ver a Damen.
No estaba usando el gorro de lana. Su recientemente acuñado cabello estaba descubierto y se veía tan
fresco como cuando había salido del baño la noche pasada, como cuando se había despertado bajo las
manos de Damen. Pero había regresado a su fresca contención, su chaqueta anudada, su expresión
desaprobadora desde el altanero perfil hasta los intolerantes ojos azules.
—Estas vivo—dijo Damen, y las palabras salieron en una precipitación de alivio que lo hizo sentir débil.
—Estoy vivo—dijo Laurent. Estaban mirándose el uno al otro—. No estaba seguro de si volverías.
—Volví—dijo Damen.
Cualquier cosa que él podría haber dicho fue evitada por la llegada de Jord.
—Te perdiste lo emocionante—dijo Jord—. Pero estas a tiempo para la limpieza. Se ha terminado.
—No se ha terminado.
Y les contó lo que sabía.
—No tenemos que cabalgar por el paso—dijo Jord—. Podemos desviarnos y encontrar otro camino
al sur. Estos mercenarios pueden haber sido contratados para poner una emboscada, pero dudo que
sigan a un ejército hacia el corazón de sus propias tierras.
Se sentaron en la tienda de Laurent. Con el daño de la insurgencia aun esperando su atención afuera,
Jord reaccionó a la advertencia de Damen sobre la emboscada como hacia un golpe; había intentado
esconderlo pero estaba sorprendido, desmoralizado. Laurent no había mostrado reacción alguna.
Damen intentó dejar de mirar a Laurent. Tenía miles de preguntas. ¿Cómo había escapado de sus
perseguidores? ¿Había sido fácil? ¿Difícil? ¿Estaba herido? ¿Estaba bien?
No podía preguntar nada de eso. En lugar de eso Damen forzó sus ojos hacia el mapa sobre la mesa.
La batalla tomó prioridad. Paso su mano por su rostro, borrando el cansancio y se orientó a sí mismo
en la situación. Y dijo:
—No. no creo que deberíamos desviarnos. Creo que deberíamos enfrentarlos. Ahora. Hoy.
—¿Hoy? A duras penas nos recuperamos del derramamiento de sangre de esta mañana—dijo Jord.
—Lo sé. Ellos lo saben. Si quieres alguna oportunidad de tomarlos por sorpresa, tiene que ser hoy en
la noche.
Había escuchado de Jord la corta y brutal historia del levantamiento dentro del campamento. Las
noticias eran malas, pero eran mejor de lo que había temido. Era mejor de lo que parecía cuando había
cabalgado en el campamento.
Había comenzado a media mañana, en la ausencia de Laurent. Hubo un pequeño puñado de
instigadores. Para Damen, parecía obvio que el levantamiento había sido planeado, que le habían
pagado a los instigadores y que su plan se había apoyado en el resto de los hombres del Regente,
agitadores, matones y mercenarios buscando una abertura, tomarían la primera excusa para arremeter
a los hombres del Príncipe y unirse.
Lo habrían hecho, dos semanas atrás.
Dos semanas atrás, la tropa habría sido capaz de dividirse en dos facciones. Ellos no habían desarrollado
esa incipiente comadrería que ahora los sostenía juntos; no habían sido mandados a sus bolsas de
dormir noche tras noche cansados por tratar de superarse el uno al otro por un descabellado, imposible
ejercicio; encontrando para su sorpresa que, después de terminar de maldecir el nombre del Príncipe,
lo mucho que habían disfrutado.
Si Govart hubiera estado a cargo, habría sido pandemonio. Habría sido una facción contra la otra, tropa
astillada, fracturada y llevando rencores y captivadas por un hombre que no deseaba que la compañía
sobreviviera.
En cambio, el levantamiento fue desbaratado rápidamente. Había sido sangriento pero breve. No más
de dos docenas de hombres muertos. Había daños menores a las tiendas y los almacenes. Podría
haber sido mucho, mucho peor.
Damen pensó en todas las maneras en las que esto podría haber terminado: Laurent muerto o regresar
para encontrar su tropa en pedazos, su mensajero en pedazos sobre la carretera.
Laurent estaba vivo, la tropa estaba intacta. El mensajero había sobrevivido. Este día era una victoria,
excepto que los hombres no lo sentían. Necesitaban sentirlo. Necesitaban pelear por algo y ganar.
Empujó la niebla del sueño de su mente y trató de poner todo en palabras.
—Estos hombres pueden pelear. Ellos solo necesitan saberlo. No necesitas dejar que la amenaza de
ataque te persiga a más allá de la mitad de las montañas. Puedes pararte y pelear —él dijo—. No es
un ejército, es un grupo de mercenarios lo suficientemente pequeño como para acampar en las colinas
sin ser vistos.
—Son colinas grandes—dijo Jord. Y luego—. Si estas en lo correcto, ellos acamparon y nos observaron
con exploradores. En el segundo que nos vayamos de aquí, lo sabrán.
—Es por eso que nuestra mejor opción es hacerlo ahora. Somos inesperados y tendremos el abrigo de
la noche.
Jord estaba negando.
—Mejor evadir la pelea.
Laurent, que había dejado que la discusión se desarrollara, indicó con un gesto ligero que debería parar.
Damen se dio cuenta que la mirada de Laurent estaba posada en él; una mirada larga e impenetrable.
—Prefiero pensar en cómo vamos a librarnos de las trampas—dijo Laurent— en vez de usar la fuerza
bruta para simplemente atravesarlos.
Las palabras tenían un aire de finalidad en ellas. Damen asintió y comenzó a levantarse cuando la
fresca voz de Laurent lo detuvo.
—Es por eso que creo que deberíamos pelear –dijo Laurent—. Es lo último que haría y lo último que
cualquiera, conociéndome, esperaría de mí.
—Su Alteza—comenzó Jord.
—No—dijo Laurent—. He tomado una decisión. Llama a Lazar. Y a Huet, el conoce las colinas.
Planearemos una pelea.
Jord obedeció y, por un corto momento, Damen y Laurent estuvieron solos.
—No pensé que dirías que sí—dijo Damen.
—Recientemente he aprendido que a veces es mejor solo hacer un hueco en la pared.
No había tiempo, entonces, para algo que no fueran preparaciones.
Debían salir al anochecer, como Laurent había anunciado cuando se dirigió a los hombres. Para pegar
con cualquier oportunidad de éxito ellos tenían que trabajar rápidamente, como nunca habían trabajado.
Había mucho que probar. Ellos por poco habían tenido su nariz llena de sangre, y ahora era el momento
en que podían o arrastrarse lloriqueando o probarse a sí mismos lo suficientemente hombres para
regresar el golpe y pelear.
Era un discurso sucesivo que era tanto de unión como exasperante, pero definitivamente tuvo el efecto
de provocar a los hombres en una acción––de tomar la hosca, nerviosa energía de la tropa y frogarla
en algo usable y direccionándola hacia fuera.
Damen tenía razón. Ellos querían pelear. Había determinación entre los hombres que reemplazaba el
cansancio. Damen escuchó a uno de los hombres murmurar que podrían darle a los enemigos antes de
que se enteraran de lo que venía. Otro juro que daría un golpe por su camarada caído.
Mientras trabajaba, Damen se enteró de la extensión total del daño causado por el levantamiento,
algunos inesperados. Cuando preguntó dónde estaba Orlant, simplemente le dijeron:
—Orlant está muerto.
—¿Muerto? —dijo Damen— ¿Lo mató uno de los insurgentes?
—Él era uno de los insurgentes—le dijeron cortadamente—. Atacó al Príncipe mientras regresaba al
campamento. Aimeric estaba allí. Él fue quien derribó a Orlant. Consiguió que lo cortaran haciéndolo.
Recordó la pálida y tensa cara de Aimeric y pensó lo mejor antes de cabalgar hacia la batalla, a checar
al chico. Se preocupó cuando uno de los hombres del Príncipe le dijo que Aimeric había dejado el
campamento.
Él siguió la dirección a la que apuntaba el dedo del hombre.
Jord puso una mano en la espalda de Aimeric.
—Después de las primeras veces dejas de vomitar—escuchó que le decía Jord.
—Estoy bien—decía Aimeric—. Estoy bien. Es solo que, nunca había matado a nadie antes. Estaré
bien.
—No es algo fácil —dijo Jord—. Para nadie y él era un traidor. Podría haber matado al Príncipe. O a tí.
O a mí.
—Un traidor—Aimeric hizo un eco vacío—. ¿Lo habrías matado por eso? Él era tú amigo.
Y luego dijo, en un tono de voz diferente.
—Él era tú amigo.
Jord murmuró algo demasiado suave para poder escucharlo y Aimeric se dejó envolver en los brazos
de Jord. Se quedaron de esa manera por un largo momento, bajo las balanceantes ramas de los
arboles; y entonces Damen vio las manos de Aimeric deslizarse en el cabello de Jord, lo escuchó decir:
—Bésame. Por favor, yo deseo…
Y él se alejó para darles privacidad, mientras Jord inclinaba hacia arriba la barbilla de Aimeric, mientras
las ramas de los árboles se movían de adelante hacia atrás, un gentil, cambiante velo que lo cubría.
@

Pelear en la noche no era ideal.


En la oscuridad, amigo y enemigo eran lo mismo. En la oscuridad, el terreno tenía una nueva importan-
cia; las colinas de Nesson son rocosas y fisuradas, como Damen sabia íntimamente, pues lo rastreo
con sus ojos por las horas que cabalgo ese día, escogiendo un camino para su caballo.
Y eso fue durante el día.
Pero, de alguna manera, era una misión estándar para una tropa pequeña. Ataques desde las monta-
ñas de Vaskian eran problemáticos para muchos municipios, no solo en Vere pero también en Patras y
el norte de Akielos. No era poco común que un comandante fuera enviado con un grupo para sacar a
los asaltantes de las faldas de la colina.
Nikandros, el Kyros de Delpha, había pasado la mitad de su vida haciendo exactamente eso y la otra
mitad demandando al Rey sumas de dinero, en los términos de que los bandidos de Vaskian con los
que lidiaba eran fundados y suministrados por Vere.
La maniobra en si era simple.
Había varios lugares en los que los mercenarios podrían haber acampado.
En vez de jugar con las oportunidades ellos simplemente iban a sacarlos de allí. Damen y el grupo de
cincuenta hombres que lideraba eran la carnada. Con ellos había vagones que remedaban la aparien-
cia de una tropa completa haciendo el intento de ir de puntillas en su sigiloso camino hacia el sur. Con
el cobijo de la noche.
Cuando el enemigo atacó, ellos aparentarían que se retiraban y, en cambio, liderarían el camino hacia
el resto de la tropa liderada por Laurent. Los dos grupos atraparían a los atacantes entre ellos, cortando
cualquier escape. Simple.
Algunos de los hombres tenían experiencia con este tipo de batalla. Ellos estaban también, de alguna
manera, relacionados con misiones nocturnas. Habían sido sacados de sus camas más de una vez
durante el tiempo que habían pasado en Nesson y mandados a trabajar en la oscuridad. Esas eran sus
ventajas, conjunto con la esperanza del elemento sorpresa que dejaría a sus atacantes descontrolados
y desorganizados.
Pero no hubo tiempo para exploradores y, de los hombres de la tropa, solo Huet tenía un vago cono-
cimiento de este particular pedazo de tierra. La falta de familiaridad con el terreno había sido una pre-
ocupación desde el principio. Mientras cabalgaban, carretas y vagones jalándose detrás, alegremente
haciendo la cantidad adecuada de sonido sordo para anunciar su presencia a cualquiera que estuviera
explorando por ellos, el terreno alrededor de ellos cambiaba. Los acantilados de granito pesaban en
cada lado y el camino se estaba convirtiendo en el camino de una montaña, con una amable pero agu-
da cuesta a la izquierda y una roca escarpada a la derecha.
Ya era lo suficiente diferente del terreno que Huet había imperfectamente descrito, como para causar
preocupación. Damen miró de nuevo hacia los riscos a su alrededor y se dio cuenta de que su concen-
tración se estaba disipando. Se le ocurrió que está era su segunda noche seguida sin dormir. Sacudió
su cabeza para aclararla.
No era el terreno adecuado para una emboscada, no era el tipo de terreno para el cual se habían pre-
parado. No había espacio en el terreno de arriba de ellos para un grupo con el suficiente tamaño para
tumbarse y esperar con arcos, esos hombres tampoco podrían bajar esos riscos cabalgando y atacar.
Y nadie en su sano juicio atacaría desde abajo. Algo no estaba bien.
El freno a su caballo, fuerte, inmediatamente consciente del peligro de esa posición.
—¡Alto! —él grito la llamada—Necesitamos salir del camino. Dejen los vagones y cabalguen hacia esa
línea de árboles. Ahora.
Vio la fugaz confusión en los ojos de Lazar y pensó, por solo un latido de su corazón, que esa orden tal
vez no sería seguida––sin importar la autoridad que Laurent le había prestado para esta misión––porque
era un esclavo. Pero sus palabras fueron llevadas a cabo. Lazar fue el primero en moverse, después
las órdenes siguieron. Primero la cola de la columna, luego la sección de en medio y, finalmente, la
cabeza. Muy lentos, pensó Damen, mientras luchaban pasando los vagones abandonados.
Un momento después, escucharon algo.
No era el siseo o el espetar de flechas o el sonido metálico de espadas. En cambio, hubo un ligero
sonido, un sonido familiar para Damen, que había crecido en los acantilados de Ios, los altos, blancos
acantilados que de vez en cuando en su infancia se rompían, se desmoronaban y caían en el mar.
Era un derrumbe.
—¡Cabalguen! —fue la orden, y los individuos de la tropa se convirtieron en una sola, tambaleante,
fluyente masa de carnes de caballo martilleando hacia los árboles.
El primero de los hombres llegó a la línea de árboles antes de que el sonido se convirtiera en un rugido,
el rompimiento y choque de rocas, de enormes rocas de granito que chocaban contra otras partes del
risco y las conducían hacia abajo. El escandaloso sonido, haciendo eco en las paredes de la montaña,
estaba asustando y haciendo entrar en pánico a los caballos, más que las rocas en sus talones. Era tan
duro como la superficie del risco soltándose, disolviéndose en superficie liquida: una lluvia de piedras,
una ola rodante de piedra.
Rodando, persiguiendo, sumiéndose en los árboles, no todos vieron el derrumbe llegar al camino donde
habían estado momentos antes, alejándolos de los vagones pero cayendo cerca de la línea de árboles,
como Damen había predicho.
Mientras el polvo se aclaraba, los hombres, tosiendo, calmaron a sus caballos y encontraron sus
estribos. Buscando entre ellos, se dieron cuenta de que estaban intactos en número. Y que mientras
estaban alejándose de los vagones no fueron separados de su Príncipe o la otra mitad de la banda,
como podrían haber sido si no fuera por esa cabalgata, el derrumbe dividiendo el camino.
Damen escavó en su espuela forzó a su caballo al filo del camino, dando la orden a la compañía para
que cabalgaran hacia su Príncipe.
Fue una dura y jadeante cabalgata. Llegaron al distante puente de árboles negros justo a tiempo
para ver un flujo de formas negras despegarse de la cumbre y atacar al convoy del Príncipe, en una
maniobra que debía dividir la tropa del Príncipe en dos, pero que se evitó por Damen y los cincuenta
caballos que llevó con él, yendo a su ataque, demoliendo sus líneas y perturbando su momento.
Y luego estaban en el centro, peleando.
En el denso bosque de tajos y embestidas, Damen vio que sus atacantes en verdad eran mercenarios,
y que después del ataque inicial tenían pocas formas de tácticas para mantenerse juntos. Si esta
organización era de hecho consecuencia con la que habían sido forzados a juntarse, no podía saberlo.
Pero con certeza habían sido sorprendidos por la llegada de Damen y sus hombres.
Sus propias líneas resistieron, su disciplina resistió. Damen tomó punto y vio a Jord y Lazar cerca,
en el frente. Él tuvo un vistazo de Aimeric, viéndose acorralado y blanco pero peleando con la misma
determinación que había mostrado en los ejercicios cuando se había empujado a si mismo hasta casi
el cansancio para mantenerse con los otros hombres.
Sus atacantes se retiraron, o simplemente cayeron. Sacando su espada del hombre que había tratado
de atacarlo, Damen vio al mercenario a su derecha caer víctima de una muerte precisa.
—Pensé que ustedes iban a ser la carnada —dijo Laurent.
—Hubo un cambio de planes —dijo Damen.
Hubo otro pequeño brote de una pelea cerca. Sintió el cambio, el momento en el que la pelea se ganó.
—Fórmense. Hagan una línea—ordeno Jord.
De los atacantes, la mayoría estaban muertos. Algunos se habían rendido.
Se había acabado; encaramados en el lado de la montaña, habían ganado.
Una ovación surgió, e incluso Damen, cuyos estándares en estas situaciones eran severos, se encontró
satisfecho con el resultado, considerando la calidad de la tropa y las condiciones de la pelea. Esto era
un trabajo bien hecho.
Cuando las líneas se formaron y las cabezas fueron contadas, resultó en que solo habían perdido dos
hombres. Aparte de todo, unas cuantas rebanadas, unos cuantos cortes. Le daría algo que hacer a
Paschal, decían los hombres.
La victoria animaba a los hombres. Ni siquiera la revelación de que ahora tenían que desenterrar sus
guarniciones y ver sobre hacer un campamento podría enfriar las vibras de felicidad de los hombres.
Los que habían cabalgado con Damen estaban particularmente orgullosos; se palmeaban los unos a los
otros en la espalda y alardeaban a los otros sobre su escape del derrumbe, el cual, cuando regresaron
al lugar para ver acerca de desenterrar los vagones, todos acordaron que era impresionante.
En realidad, solo uno de los vagones estaba dañado sin posibilidad de reparase. Era el que tenía la
comida o el vino que quemaba la boca, otra causa de alegría. Esta vez, los hombres palmearon a
Damen en la espalda.
Había alcanzado un nuevo estatus entre ellos como el pensador rápido que había salvado a la mitad
de los hombres y todo el vino. Hicieron campamento en tiempo record, y cuando Damen miró fuera de
la línea de las tiendas, se encontró a si mismo sonriendo.
No todo era juerga y relajación, pues había inventario que hacer y reparaciones que debían comenzar,
escoltas debían ser asignados y hombres que debían ser puestos en guardia. Pero los fuegos habían
sido encendidos, el vino se había pasado entre todos y el ambiente era jovial.
Atrapado entre deberes, Damen vio a Laurent hablando con Jord en un lugar alejado del campamento,
y cuando su asunto con Jord terminó, camino hacia él.
—No estás celebrando—le dijo Damen.
Apoyo su espalda en un árbol al lado de Laurent y dejó que sus miembros se hicieran pesados. Los
sonidos de alegría y triunfo alrededor de ellos, los hombres borrachos en la euforia de la victoria,
desvelo y vino malo. Podría ser arrebatado tan rápido. Otra vez.
—No estoy acostumbrado a que mi tío haga malos cálculos—dijo Laurent, después de una pausa.
—Es porque está trabajando a la distancia—dijo Damen.
—Es por ti—dijo Laurent.
—¿Qué?
—No sabe cómo predecirte—dijo Laurent—. Después de lo que te hice en Arles, él pensó que serías
otro Govart. Otro de sus hombres. Otro de esos hombres de hoy. Listos para el motín en cualquier
momento. Eso era lo que debería haber pasado hoy.
La mirada de Laurent pasó calmadamente, críticamente sobre la tropa, antes de que llegara a descansar
sobre Damen.
—En cambio, salvaste mi vida, más de una vez. Hiciste soldados de estos hombres, los entrenaste, los
afilaste. Hoy, me diste mi primera victoria. Mi tío jamás soñó que tú serías esta ventaja para mí. Si lo
hubiera hecho, jamás habría dejado que cabalgaras fuera del palacio.
Podía verlo en los ojos de Laurent, escuchar sus palabras, una pregunta que no quería responder.
—Debería ir y ayudar con las reparaciones –dijo.
Se alejó del árbol. Sintió un raro mareo, una sensación de desorientación y, para su sorpresa, Laurent
no dejo que se moviera, su mano agarrándole el brazo. Miro hacia ella.
Pensó por un extraño momento que era la primera vez que Laurent lo tocaba, pero obviamente no lo
era; el agarre era más íntimo que el revoloteo de los labios de Laurent en las yemas de sus dedos,
la punzada de Laurent cuando golpeaba su rostro, o la presión del cuerpo de Laurent en un espacio
confinado.
—Deja las reparaciones—le dijo Laurent. Su voz era suave—. Duerme un poco.
—Estoy bien —dijo Damen.
—Es una orden—dijo Laurent.
Estaba bien, pero no tuvo más opción que hacer lo que le decían; y cuando se tropezó en su catre de
esclavo y cerró sus ojos por primera vez en dos largos días y noches, el sueño estaba ahí, pesado e
inmediato, arrastrándolo hacia el extraño y nuevo sentimiento en su pecho dentro del olvido.
Capítulo 9
Traducido por Giselle Armoa
Corregido por Reshi

—Entonces —Damen oyó que Lazar decía a Jord—: ¿Qué se siente el tener a un aristócrata chupándote
la polla?
Fue la noche posterior a la caída de rocas en Nesson, y estaban un día más al sur. Habían emprendido
el viaje temprano, después de evaluar los daños y la reparación de los carros. Ahora, Damen estaba
sentado junto a varios de los hombres, tumbado en una de las fogatas, disfrutando de un momento de
descanso. Aimeric, cuya aparición había provocado la pregunta de Lazar, había llegado para sentarse
al lado de Jord. Devolvió una mirada plana a Lazar.
—Fantástico —dijo el joven.
Bien por ti, pensó Damen. La boca de Jord se arqueó un poco, pero levantó su copa y bebió sin decir
nada.
—¿Qué se siente tener a un príncipe chupándote la polla? —dijo Aimeric y
Damen constató que la atención de todo el mundo estaba sobre él.
—No lo estoy follando—dijo con deliberada crudeza.
Era, quizás, la enésima vez que lo había dicho desde que se unió a la tropa de Laurent. Sus palabras
eran firmes, destinadas a cerrar la conversación. Pero por supuesto que no lo logró.
—Esa —dijo Lazar— es una boca que me encantaría reprender severamente. Un día suyo dando
órdenes, y le cerraría la boca, al final de todo.
Jord dio un resoplido.
—Te lanzaría una mirada, y te mearías en los pantalones.
Rochert estuvo de acuerdo.
—Sí. No podría levantarla. Ves a una pantera abrir sus mandíbulas, y no sacas tu polla.
Ese era el consenso, con una disputa que los dividía:
—Si él es frígido y no coge, no habría nada divertido en ello. Una virgen de sangre fría hace que la
cabalgata sea pésima.
—Entonces, nunca has tenido una. Los que son fríos exteriormente son las más calientes una vez que
consigues entrar.
—Has servido con él durante mucho tiempo —dijo Aimeric a Jord—. ¿Realmente nunca ha tenido un
amante? Debe haber tenido pretendientes. Seguramente, alguno de ellos habló.
—¿Quieres chismes de la Corte? —preguntó Jord, pareciendo divertido.
—Apenas llegué al norte a principios de este año. Viví en Fortaine antes de eso, toda mi vida. No
oíamos nada allí, excepto sobre las redadas, y las reparaciones del muro, y el número de hijos que mis
hermanos iban a tener. — Era su manera de decir: si
—Ha tenido pretendientes —dijo Jord—. Solo que nadie logró meterlo en la cama. No es por falta
de intentos. ¿Crees que es guapo ahora? deberías haberlo visto a los quince años. Dos veces más
hermoso que Nicaise, y diez veces más inteligente. Tratar de tentarlo era un juego que todo el mundo
jugaba. Si alguno de ellos lo hubiera logrado, habrían cantado sobre ello, no se hubieran quedado
tranquilos.
Lazar hizo un sonido amable de incredulidad.
—En serio —dijo a Damen—. ¿Quién pone una pierna por encima, tú o él?
—No están follando —dijo Rochert—. No cuando el Príncipe destrozo su espalda solo por meterle
mano en los baños. ¿Tengo razón?
—Tienes razón —confirmó Damen. Entonces, se levantó, y los dejó en la fogata.
La compañía se encontraba en óptimas condiciones después de Nesson. Los carros fueron reparados,
Paschal había curado las heridas, y Laurent no había sido aplastado por una roca. Más que eso. El
estado de ánimo de la noche anterior había continuado durante el día; la adversidad había unido a
estos hombres. Incluso Aimeric y Lazar estaban llevándose bien. Hasta cierto punto.
Nadie mencionó a Orlant, ni siquiera Jord y Rochert, que habían sido sus amigos.
Las piezas estaban todas listas. Llegarían intactas a la frontera. Seguiría un ataque, una lucha, al
igual que se había producido en Nesson, pero probablemente más grande, más feo. Laurent también
sobreviviría, o no, y después de eso, Damen, habiendo cumplido su obligación, volvería a Akielos.
Era todo lo que Laurent había pedido.
Damen se detuvo en las afueras del campamento. Apoyó la espalda contra el tronco de un árbol torcido.
Podía ver la totalidad de las tiendas desde allí. Podía ver la tienda de Laurent, la lámpara iluminándola
y las banderas agrupadas; era como una granada, con ricos excesos en su interior.

Damen se había despertado envuelto en la somnolencia aquella mañana con el sonido de un perezoso
y divertido:
—Buenos días. No, no necesito nada. —Y luego—: Vístete y preséntate a Jord. Partimos apenas las
reparaciones estén acabadas.
—Buenos días. —Era todo lo que Damen había dicho, después de sentarse y pasarse la mano por la
cara. Se había encontrado sin más con los ojos de Laurent, quien ya estaba vestido con su traje de
montar.
Este había levantado las cejas y dicho:
—¿Quieres que te lleve? Son al menos cinco pasos hasta la puerta de la tienda.
Damen sintió el sólido y grueso tronco del árbol en su espalda. Los sonidos del campamento le llegaban
transportados por el fresco aire de la noche: ruidos de martillazos y las últimas reparaciones, las voces
susurrantes de los hombres, el subir y bajar de los cascos de los caballos contra la tierra. Los hombres
estaban experimentando la camaradería frente a un enemigo común, y era natural que él también la
sintiera, o algo similar, después de una noche de persecuciones y huidas, de pelear junto a Laurent. Era
un elixir embriagador, pero no debía dejarse arrastrar por él. Estaba allí por Akielos, no por Laurent. Su
único deber solo se extendía tan lejos. Tenía su propia guerra, su propio país, su propia lucha.
El primero de los mensajeros llegó a la mañana siguiente, solucionando, al menos, un misterio. Desde
que salieron del palacio, Laurent había recibido y enviado emisarios en un flujo constante. Algunas
aburridas misivas de la nobleza local Vereciana ofreciendo reabastecimiento u hospitalidad. Algunos
exploradores o mensajeros portando información. Incluso esa misma mañana, Laurent había enviado
a un hombre al galope de regreso a Nesson con el dinero y las gracias para recompensar a Charls por
su caballo.
Sin embargo, aquel jinete no se parecía a los otros. Vestido de cuero, sin ninguna señal de blasón o
librea, montando un buen caballo pero sin adornos, y, lo más sorprendente de todo, al retirar hacia atrás
el pesado manto, era una mujer.
—Que la traigan a mi tienda —ordenó Laurent—. El esclavo actuará como Chaperón
Chaperón. La mujer, que tal vez tuviera cuarenta años y tenía una cara como un despeñadero, no pare-
cía en absoluto afectuosa. Pero la aversión Vereciana por la bastardía y el acto que la engendraba era
tan fuerte, que Laurent no podía hablar con ninguna mujer en privado sin chaperones.
Dentro de la tienda, la mujer hizo una reverencia, ofreciendo un regalo envuelto en tela. Laurent hizo
una señal con la cabeza para que Damen tomara el paquete y lo colocara sobre la mesa.
—Levántate —dijo, dirigiéndose a ella en un dialecto Vaskiano.
Hablaron brevemente, un constante ir y venir. Damen hizo todo lo posible por seguirlos. Atrapaba al-
guna palabra aquí y allá. Seguridad. Pasaje. Líder. Podía hablar y comprender el idioma culto hablado
en la corte de la emperatriz, pero este era el dialecto usual de Ver-Vassel, descompuesto en argot de
montaña, y no podía entenderlo.
—Puedes abrirlo si quieres —dijo Laurent a Damen cuando estuvieron otra vez solos en la tienda. El
paquete envuelto en tela resaltaba sobre la mesa.
“Un recuerdo de su mañana con nosotras. Y para la próxima vez que necesite un disfraz”. Damen leyó
el mensaje en el pergamino que aleteaba fuera del paquete.
Con curiosidad, desenvolvió otra capa de tela para revelar más tela aún: azul y adornada, que se derra-
mó sobre sus manos. El vestido le resultaba conocido. La última vez que Damen lo había visto estaba
abierto y arrastrando los cordones, usado por una rubia; recordó sentir la ornamentación bordada bajo
sus manos; ella había estado parcialmente sobre su regazo.
—Volviste al burdel —acusó Damen. Y entonces las palabras “la próxima vez” le sacudieron en el hom-
bro—. ¿No lo usaste…?
Laurent se recostó en la silla. Su mirada fría no respondió específicamente a la pregunta.
—Fue una mañana interesante. No suelo tener la oportunidad de disfrutar de ese tipo de compañía.
Sabes que a mi tío no le gustan.
—¿Las prostitutas? —preguntó Damen.
—Las mujeres —dijo Laurent.
—Se le debe hacer difícil negociar con el Imperio Vaskiano.
—Vannis es nuestra delegada. Él la necesita, y le fastidia necesitarla, y ella lo sabe —dijo Laurent.
—Ya han pasado dos días —recordó Damen—. La noticia de que has sobrevivido a Nesson no ha lle-
gado hasta él todavía.
—Esta no era su jugada final —afirmó Laurent—. Esa ocurrirá en la frontera.
—¿Sabes qué haría yo? —preguntó Damen.
—Sé lo que haría yo —expuso Laurent.

El paisaje empezó a cambiar a su alrededor.


Las villas y pueblos por los que pasaban, moteando las colinas, adquirieron un aspecto diferente: teja-
dos largos bajos y otras sugerencias arquitectónicas eran inconfundiblemente vaskianas. La influencia
del comercio con Vask era más fuerte de lo que Damen había creído. “Y ahora es verano” le dijo Jord.
Las vías comerciales prosperaban en los meses más cálidos, secándose en invierno.
—Además los clanes de la montaña cabalgan estas colinas —comentó Jord— y hay comercio con
ellos también. Aunque a veces solo toman las cosas. Todo el mundo que cabalga por este tramo de la
carretera lleva guardias.
Los días eran cada vez más cálidos y las noches más calientes, también. Viajaron al sur, haciendo
constantes progresos. Eran una columna ordenada ahora, los jinetes de la cabecera limpiaban eficien-
temente el camino, guiando a los ocasionales carros a un lado del camino para dejarles pasar. Estuvie-
ron dos días en las afueras de Acquitart y las personas en aquella región reconocían a su Príncipe y,
a veces, se colocaban al borde de los caminos, saludándolo con expresiones cálidas y felices, que no
era la forma habitual en que, cualquiera que conociera a Laurent, le saludara.
Esperó hasta que Jord estuvo solo y se acercó a él, sentándose a su lado en uno de los troncos arri-
mados cerca del fuego.
—¿Realmente has sido miembro de la Guardia del Príncipe durante cinco años? —preguntó Damen.
—Sí —dijo Jord.
—¿Es ese el tiempo que conocías a Orlant?
—Más tiempo —dijo Jord, después de una pausa. Damen pensaba que era todo lo que iba a decir,
pero—: Esto ya ocurrió antes. El Príncipe tuvo que expulsar a hombres de su Guardia otras veces,
quiero decir, por espiar para su tío. Pensé estar acostumbrado a la idea de que el dinero triunfa sobre
la lealtad.
—Lo siento. Es difícil cuando es alguien que conoces… un amigo.
—Procuró molestarte aquella vez —recordó Jord—. Probablemente pensó que contigo fuera del cami-
no sería más fácil llegar al Príncipe.
—Me preguntaba sobre eso —confesó Damen.
Hubo otra pausa.
—No creo que me diera cuenta hasta la otra noche de que se trataba de un juego a muerte —dijo el
capitán—. No creo que ni siquiera la mitad de los hombres se hubieran dado cuenta de ello. Él lo sa-
bía, sin embargo, durante todo este tiempo… —Jord señaló con el mentón en dirección a la tienda de
Laurent.
Eso era verdad. Damen contempló la tienda.
—Él se ciñe a un estricto consejo. No debes culparle por eso.
—No lo hago. Yo no lucharía bajo ninguna otra persona. Si hay algún ser vivo que pueda dar un golpe
que haga sangrar la nariz del Regente, ese es él. Y si él no puede… ahora estoy lo suficiente enfadado
como para estar bien contento de ir a pelear —dijo Jord.

La segunda mujer vaskiana llegó cabalgando al campamento la noche siguiente, y esta no vino a entre-
gar un vestido. A Damen se le dio un inventario de artículos que debía recolectar de los carros, envolver
en paños y colocar en las alforjas de la mujer: tres finos tazones para beber con detalles en plata, un
cofre lleno de especias, rollos de sedas, una colección de joyas femeninas y peines finamente tallados.
—¿Qué es esto?
—Regalos —enunció Laurent.
—O sea, sobornos —dijo, más tarde, frunciendo el ceño.
Sabía que Vere estaba en mejores relaciones con los habitantes de las montañas que Akielos o incluso,
que Patras. Si creía a Nikandros, Vere mantenía estas relaciones a través de un elaborado sistema de
retribuciones y sobornos. A cambio de la financiación de Vere, los vaskianos irrumpían donde se les
dijera. Probablemente fuera exactamente así, pensó Damen, rastrillando con los ojos los paquetes. En
realidad, si los sobornos que emanaban del tío de Laurent eran así de generosos, podrían comprar
suficientes incursiones para someter a Nikandros para siempre.
Damen observó a la mujer aceptar una gran fortuna en plata y joyas. Seguridad. Pasaje. Líder. Las
mismas palabras fueron intercambiadas muchas veces.
Damen estaba empezando a sospechar que la primera mujer no había venido solo a entregar un ves-
tido, tampoco.
La siguiente noche, en la soledad de la tienda, Laurent dijo:
—Mientras nos acercamos a la frontera, creo que sería más seguro, más privado, mantener nuestras
discusiones en tu idioma más que en el mío.
Lo dijo con una cuidadosa pronunciación akielense.
Damen se lo quedó mirando, sintiendo como si el mundo se hubiera movido.
—¿Qué pasa? —preguntó Laurent.
—Bonito acento —mencionó Damen, pues a pesar de todo, la comisura de su boca había comenzado
a curvarse hacia arriba sin poder detenerla.
Los ojos de Laurent se estrecharon.
—Quieres decir en caso de espías —confirmó Damen, sobre todo para ver si Laurent conocía la pala-
bra Espías.
—Sí. —dijo con seguridad.
Y así hablaron. El vocabulario de Laurent llegaba a sus límites cuando se trataba de términos militares
y maniobras, pero Damen rellenó los huecos. No era, por supuesto, nada sorprendente descubrir que
Laurent tenía un arsenal bien abastecido de frases elegantes y observaciones maliciosas, pero que no
pudiera hablar en detalle sobre ninguna cosa con sensibilidad.
Damen tuvo que recordarse a sí mismo no sonreír. No sabía por qué escuchar a Laurent hablar cuida-
dosamente la lengua akielense lo ponía de buen humor, pero lo hacía. Laurent, efectivamente, tenía un
pronunciado acento vereciano, que suavizaba y borraba consonantes mientras, por otro lado, le añadía
cadencia al poner el énfasis en sílabas inesperadas. Transformaba las palabras akielenses, les daba
un toque exótico, de suntuosidad que era muy vereciana, aunque ese efecto era al menos parcialmente
combatido por la precisión del habla de Laurent. Este hablaba akielense como un hombre quisquilloso
recogería un sucio pañuelo, escrupulosamente entre el dedo pulgar y el índice.
Por su parte, la posibilidad de expresarse libremente en su propio idioma era como quitarse un peso de
encima de los hombros que no se había dado cuenta que llevaba. Ya era tarde cuando Laurent hizo un
alto en la discusión, alejando de sí mismo un vaso de agua a medio beber, y estirándose.
—Hemos terminado por esta noche. Ven aquí y atiéndeme.
Esas palabras sacudieron todo en su cabeza. Damen se levantó, lentamente. Acatar la orden se sintió
más servil al ser emitida en su propio idioma.
Se encontró con la ya familiar visión de los rectos hombros que disminuían hasta una cintura estrecha.
Estaba acostumbrado a quitarle a Laurent su armadura, su ropa exterior. Era un habitual ritual nocturno
entre ellos. Damen dio un paso adelante y puso sus manos en la tela por encima de los omóplatos de
Laurent.
—¿Y bien? Comienza —urgió Laurent.
—No creo que necesitemos usar un lenguaje privado para esto —dijo.
—¿No te gusta?
Sabía que no debía decir lo que le gustaba o no. Que la voz de Laurent se interesara aun mínimamente
en su malestar, siempre era peligroso. Todavía estaban hablando en akielense.
—Tal vez si yo fuera más auténtico —añadió Laurent—. ¿Cómo ordena un propietario a un esclavo
sexual en Akielos? Enséñame.
Los dedos de Damen se enredaron en los cordones; estaban aún sobre el primer trozo de la camisa
blanca.
—¿Enseñarte cómo dirigir a un esclavo de cama?
—En Nesson dijiste que habías usado esclavos —dijo Laurent—. ¿No crees que debería saber las
palabras?
Obligó a sus manos a moverse.
—Si eres dueño de un esclavo, puedes ordenarle a tu gusto.
—No he encontrado que necesariamente sea el caso.
—Yo preferiría que me hablaras como a un hombre. —Se oyó decir. Laurent se giró bajo sus manos.
—Desata el frente —dijo Laurent.
Lo hizo. Empujó la chaqueta de los hombros de Laurent, moviéndose hacia adelante para hacerlo. Sus
manos se deslizaron dentro de la prenda. Sintió, más que oyó, el cambio de voz en el espacio íntimo.
—Pero si preferieres…
—Da un paso atrás —ordenó Laurent.
Dio un paso atrás. Laurent, en camisa, parecía más él mismo; elegante, controlado y peligroso.
Se miraron el uno al otro.
—A menos que necesites otra cosa —se oyó decir—, voy a traer un poco más de carbón para el brasero.
—Ve —dijo Laurent.

Llegó la mañana. El cielo era de un alarmante tono azul. El sol brillaba y todo el mundo iba vestido solo
con ropa para cabalgar para el viaje. Era mejor que la armadura, que al mediodía los hubiera cocido.
Damen sostenía una brazada de guarniciones mientras hablaba con Lazar sobre el itinerario del día
cuando vio a Laurent al otro lado del campamento. Mientras observaba, Laurent se subió a la silla y se
sentó erguido, con las riendas en una mano enguantada.
La pasada noche, había atendido el brasero y realizado todos sus quehaceres, y luego se había ido
cerca del arroyo para lavarse. La corriente corría fresca y clara sobre bancos de guijarros, pero no fluía
peligrosamente rápido; sino que se profundizaba en el centro. A pesar de la falta de luz, dos de los sir-
vientes todavía estaban lavando ropa que con aquel clima, por la mañana ya estaría seca. El agua era
vigorizantemente fresca en la noche cálida. Había sumergido la cabeza y la había dejado al agua correr
sobre su pecho y hombros, luego se había frotado y chapoteado y escurrido el agua de su cabello.
A su lado, Lazar estaba diciendo:
—Es un día de viaje a Acquitart y Jord dice que es la última parada antes de Ravenel. ¿Sabes si…?
Laurent estaba bien formado y era inteligente, y Damen era un hombre como los demás. La mitad de
los soldados en aquel campamento querían a Laurent debajo de ellos. Que su cuerpo reaccionara era
algo normal, como lo había sido, sin duda, en la posada. Cualquier hombre se habría excitado con Lau-
rent jugando a la mascota sobre su regazo. Incluso conociendo lo que estaba bajo el pendiente.
—Está bien. —Oyó decir a Lazar.
Había olvidado que Lazar estaba allí. Después de un largo momento, apartó los ojos de Laurent y vol-
vió a mirar a Lazar, quien lo miraba con una más bien seca, pero comprensiva sonrisa, arqueando la
comisura de su boca.
—¿Está bien qué? —preguntó Damen.
—Está bien, no te lo estás follando —dijo Lazar.
Capítulo 10
Traducido por Roxana Bonilla
Corregido por Reshi

—Bienvenido a mi hogar ancestral—dijo Laurent secamente.


Damen lo miró de reojo, y luego dejó que su mirada vagara por las paredes gastadas de Acquitart.
Sin tropas y con poca importancia estratégica, fueron las palabras que Laurent había utilizado para
describir a la corte de Acquitart, el día que el Regente le había despojado de todas sus posesiones
excepto esta.
Acquitart era pequeña y vieja, y el pueblo anexado era un grupo de empobrecidas casas de piedra
que se adherían a la base de la fortaleza interior. Aquí no había tierra disponible para la agricultura,
y la caza podría proporcionar sólo un par de rebecos alzados sobre las rocas, que desaparecerían y
que saltarían hacia arriba ante el más mínimo acercamiento de los hombres, en un mirador donde un
caballo no podría seguirlos.
Y, sin embargo, cuando se acercaron, no estaba mal mantenido. Los cuarteles estaban en buen estado,
al igual que el patio interior, y había suministros de alimentos, de armas y materiales para reemplazar
los vagones dañados. Dondequiera que mirase, Damen vio evidencia de planeación. Esas tiendas no
habían venido de Acquitart o sus alrededores, habían sido traídas de otros lugares, en preparación para
la llegada de los hombres de Laurent.
El cuidador se llamaba Arnoul, un anciano que tomó el mando de los sirvientes y los carros y comenzó
a dirigir a todo el mundo. Su cara arrugada se dobló de placer cuando vio Laurent. Luego se plegó a sí
misma cuando vio a Damen.
—Una vez dijiste que tu tío no podía arrebatarte Acquitart— Damen dijo a Laurent. —¿Por qué es eso?
—Es un gobierno independiente. Lo cual es absurdo. En un mapa, es una mota. Pero soy el Príncipe
de Acquitart, así como Príncipe de Vere, y las leyes de Acquitart no me obligan a tener veintiuno para
heredar. Es mío. No hay nada que mi tío pueda hacer para llevárselo—dijo Laurent. Y luego dijo—
Supongo que podría invadir y luego sus hombres podrían luchar con Arnoul en el hueco de la escalera.
—Arnoul parece tener sentimientos encontrados acerca de nosotros estando aquí—dijo Damen.
—No vamos a quedarnos aquí. No esta noche. Tú vas a encontrarte conmigo en los establos después
del anochecer, cuando hayas terminado todas tus tareas habituales. Discretamente—dijo Laurent. Lo
dijo en Akielense.
Era de noche cuando Damen hubo terminado sus obligaciones. A los hombres que por lo general se
ocupaban de los suministros y los carros y los caballos les habían dado la noche libre, y a los soldados
también se les había dado licencia para disfrutar. Barriles de vino se habían abierto y los cuarteles eran
un lugar lleno de vida para estar esa noche. Ni un centinela en guardia cerca de los establos, o hacia
el este.
Estaba rodeando una esquina del torreón cuando oyó voces. La indicación de Laurent acerca de ser
discreto le impidió anunciarse a sí mismo.
—Estaría más cómodo durmiendo en el cuartel—dijo Jord.
Vio a Jord siendo llevado de la mano por un Aimeric de aspecto intencionado. Jord tenía la misma ligera
incomodidad acerca del acuartelamiento en cámaras de un aristócrata que tenía Aimeric cuando intentó
jurarlo.
—Eso es porque nunca has dormido en la residencia de una fortaleza real antes—dijo Aimeric. —Te
prometo que es mucho más cómodo que una tienda de campaña o un colchón lleno de bultos de una
posada. Y además—él bajó la voz, moviéndose más cerca de Jord pero las palabras eran todavía
audibles. —Realmente quiero que me folles en una cama.
Jord dijo:
—Ven aquí, entonces.
Y le dio un beso, un beso largo y lento con su mano ahuecando la cabeza de Aimeric.
Aimeric fue atractivamente flexible, entregándose al beso, sus brazos girando alrededor del cuello de
Jord; su naturaleza antagónica aparentemente no era ejercida entre las sábanas. Jord, al parecer, sacó
lo mejor de él.
Ellos estaban ocupados, al igual que los funcionarios y los soldados en los cuarteles. Todo el mundo en
Acquitart estaba ocupado.
Damen se deslizó más allá, y se dirigió a los establos.
Fue más discreto y mejor planificado que la última vez que habían dejado el campamento juntos, esa
lección la habían aprendido de la manera difícil. Todavía incomodaba a Damen el separarse de la
tropa, pero no había mucho que pudiera hacer al respecto. Llegó a la tranquilidad de los establos; entre
relinchos apagados y movimiento de la paja se encontró con que Laurent, mientras esperaba, había
ensillado los caballos. Ellos montaron hacia el este.
El sonido de las cigarras zumbaba a su alrededor; era una noche cálida.
Se alejaron de los sonidos de Acquitart, y de la luz, y cabalgaron bajo el cielo nocturno. Al igual que en
Nesson, Laurent sabía a dónde iba, incluso en la oscuridad.
Luego, se detuvo. Estaban respaldados por las montañas, rodeados de precipicios de piedra.
—¿Lo ves? De hecho, hay un lugar en peor reparación que Acquitart—, dijo Laurent.
Se veía como una fortaleza imponente, pero la luna brillaba limpia a través de sus arcos, y sus paredes
eran de alturas inconsistentes, y se apagaba en algunos lugares, o se desmorona a la nada. Era una
ruina, el una vez gran edificio no era más que piedras y pared arqueada ocasional.
Todo lo que estaba cubierto de viñas y musgo. Era más antigua que Acquitart, mucho más antigua,
construido por un potentado mucho antes de la dinastía de Laurent, o la suya propia. El suelo estaba
cubierto de una flor que florecía de noche, con cinco pétalos y blanca, sólo abriéndose para liberar su
aroma.
Laurent bajó de la silla de montar, y luego llevó su caballo a una de las antiguas piezas de piedra que
sobresalían, inmovilizándolo allí. Damen hizo lo mismo y luego siguió a Laurent través de uno de los
arcos de piedra.
Este lugar lo estaba incomodando, un recordatorio de la facilidad con que se podría perder un reino.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
Laurent había caminado unos pasos más allá del arco, aplastando las flores bajo los pies. Luego apoyó
la espalda contra una de las piedras rotas.
—Solía venir aquí cuando era más joven—, dijo Laurent, —con mi hermano.
Damen se quedó inmóvil, helándose, pero al momento siguiente, el sonido de cascos le hizo voltearse,
su espada cantando desde la vaina.
—No. Los estoy esperando—, dijo Laurent.
Era una mujer.
Unos pocos hombres, también. El dialecto Vaskian era más difícil de penetrar cuando era más de una
voz a la vez, hablando rápidamente.
La espada de Damen le fue arrebatada, y el cuchillo en el cinto fue tomado también. Ella no le gustaba.
En absoluto. A Laurent se le permitió mantener sus propias armas, tal vez en respeto con su condición
de Príncipe. Cuando Damen miró a su alrededor, sólo las mujeres estaban armadas.
Y luego Laurent dijo algo que le gustó aún menos:
—No está permitido ver cómo nos aproximamos a su campamento. Seremos llevados allí vendados.
Vendados. Apenas tuvo tiempo para absorber la idea antes de que Laurent se acercara a la mujer más
cercana.
Damen vio la venda deslizarse sobre los ojos de Laurent y ser atada.
Damen estaba un poco aturdido por la imagen. La venda cubría los ojos de Laurent y destacó sus otras
características, la línea limpia de su mandíbula, la caída de su cabello claro. Era imposible no mirar a
la boca.
Un momento después, sintió una venda siendo deslizada sobre sus propios ojos y atada con un fuerte
tirón. Su visión se apagó.
Fueron llevados a pie. No fue un elaborado y serpenteante camino, tal como el que había caminado con
los ojos vendados en el palacio en Arles.
Ellos simplemente viajaban a su destino. Caminaron durante aproximadamente media hora antes de
escuchar el sonido de los tambores, bajo y constante, cada vez más fuerte. La venda se sentía más
como un requisito de la presentación que una precaución, ya que parecía muy posible rastrear sus
pasos, tanto para un hombre como él con entrenamiento militar y probablemente también para la mente
matemática de Laurent.
El campamento, cuando se levantó la venda sobre los ojos, estaba compuesto por largas tiendas
de campaña de cuero curtido, caballos apostados y dos fogatas encendidas. Había figuras que se
movían alrededor de las hogueras, y vieron los tambores, los tambores resonando en la noche. Se veía
animado, un poco salvaje.
Damen se volvió a Laurent.
—¿Aquí es donde estamos pasando la noche?
—Es una señal de confianza—, dijo Laurent. —¿Conoces su cultura? De comida y bebida, acepta
todo lo que se te ofrece. La mujer a tu lado es Kashel, ha sido nombrada tu asistente. La mujer en el
estrado se llama Halvik. Cuando te presentes ante ella, arrodíllate. Luego siéntate en el suelo. No me
acompañes a la tarima.
Él pensó que habían mostrado la suficiente confianza al venir aquí solos, con los ojos vendados, sin
armas.
El estrado era una estructura de madera cubierta con pieles establecida junto al fuego. Era mitad trono,
mitad cama. Halvik estaba sentada en él, observando su acercamiento con los ojos negros que le
recordaban a Damen de Arnoul.
Laurent subió con calma al estrado y se acomodó medio lánguido junto Halvik.
Damen por el contrario fue empujado sobre sus rodillas, y un momento después le retiraron a un lado
de la tarima y se le obligó a sentarse. Al menos había pieles sobre las cuales sentarse, amontonadas
en torno al fuego. Y luego Kashel vino a sentarse a su lado. Ella le ofreció una taza.
Todavía estaba molesto, pero recordó el consejo de Laurent. Se llevó la copa a los labios con cautela.
El líquido era de color blanco lechoso y fuerte con el roce de alcohol; un pequeño sorbo, y sintió fuego
caliente correr por su garganta hacia sus venas.
En el estrado, vio a Laurent rechazar una taza similar cuando se le ofreció, a pesar de los consejos que
acababa de dar a Damen.
Por supuesto. Por supuesto Laurent no estaba bebiendo. Laurent se rodeó de los excesos opulentos
de una cortesana, y vivía en ellos como un asceta. Estaba más allá de Damen por qué nadie pensó que
estaban follando. A nadie que conociera a Laurent le ocurriría eso.
Damen acabó la copa.
Observaron una pelea de exhibición, de lucha y la mujer que ganó era muy buena, sometió a su
oponente en un agarre practicado, y de hecho fue una lucha que valió la pena ver.
Decidió, después de la tercera copa, que le gustaba la bebida.
Era fuerte y entusiasta, y se encontró con una nueva apreciación de Kashel, que estaba rellenando su
copa. Ella era de una edad similar a la de Laurent, y era atractiva, su cuerpo maduro y adulto. Tenía
ojos marrones cálidos que miraban hacia él a través de sus largas pestañas.
Llevaba el pelo recogido en una larga trenza negra que serpenteaba por encima del hombro, la punta
apoyada en el firme montículo de su busto.
Tal vez no era una cosa tan terrible que hubieran venido aquí, pensó. Esta era una cultura honesta,
las mujeres aquí eran directas y la comida era sencilla pero abundante, buen pan y carnes al espetón.
Laurent y Halvik se dedicaron a la charla. Su ida y vuelta tenían el ritmo de una ganga siendo negociada.
La mirada pétrea de Halvik se encontró con la mirada impasible azul de Laurent. Era como ver una
piedra negociar con otra.
Alejó su atención de la tarima, y se permitió disfrutar, en cambio, el intercambio abierto con Kashel,
que logró sin lenguaje, en una serie de largas miradas persistentes. Cuando ella retiró la copa de sus
manos, sus dedos se deslizaron juntos.
Se levantó y se dirigió hacia el estrado, murmurando algo al oído de Halvik.
Halvik se echó hacia atrás, su atención fija en Damen. Ella dijo palabras a Laurent, que también se
volvió hacia Damen.
—Halvik indaga, con respeto, si vas a realizar un servicio para sus chicas—, Laurent le dijo en Veretiano.
—¿Qué servicio?
—El servicio tradicional—dijo Laurent, —que las mujeres Vaskian esperan del macho dominante.
—Soy un esclavo. Me superas en rango.
—No es una cuestión de rango.
Fue Halvik quien respondió en Veretiano con un fuerte acento.
—Él es más pequeño, y tiene la lengua de una prostituta de la calle. Su semilla no producirá mujeres
fuertes.
Laurent no parecía molesto en absoluto por su descripción.
—De hecho, mi línea de sangre no produce niñas en absoluto.
Damen estaba viendo a Kashel mientras hacía su camino de regreso a él desde el estrado. Podía oír el
sonido de los tambores desde la otra fogata, un zumbido bajo constante.
—¿Es esto…me estás pidiendo hacer esto?
—¿Necesita órdenes? —dijo Laurent. —Te puedo dirigir, si careces de habilidad.
Kashel lo miraba con abierta intensidad mientras se acercaba a sentarse de nuevo a su lado. Su túnica
se había abierto un poco, y se deslizó hacia abajo sobre un hombro, de modo que parecía que sólo la
curva de su pecho lo sostenía en alto. Su pecho subía y bajaba con la respiración.
—Bésala—dijo Laurent.
Él no necesita que Laurent le dijera qué hacer o cómo hacerlo, y lo demostró con un beso largo y
deliberado. Kashel hizo un sonido dulce, sus dedos ya siguiendo el camino que sus ojos habían
recorrido momentos antes. Sus manos se deslizaron por su túnica y rodearon casi por completo su
pequeña cintura.
—Puedes decirle a Halvik que sería un honor para mí estar con una de sus chicas—dijo Damen cuando
él se echó hacia atrás, su voz baja con placer. Su pulgar rozó la boca de Kashel, y ella lo probó con la
lengua. Ambos respiraban con expectación.
—Un macho es más feliz cuando se monta un rebaño— oyó la voz de Halvik, hablando con Laurent en
Veretian. —Ven, seguiremos nuestra negociación lejos del fuego de acoplamiento. Él te será presentado
en cuanto esté hecho.
Era consciente de Laurent y Halvik saliendo, a la vez que era consciente de la presencia de otras
parejas que buscaban su camino a las pieles por el fuego, una conciencia periférica parpadeo que fue
sustituida por su deseo de Kashel, mientras sus cuerpos se preparaban para la misma tarea.
Fue caliente y feroz su unión, la primera vez. Ella era una mujer joven y bella, bien hecha, y le correspondió
con una intensidad que surgió de su risa mientras le quitaba la ropa; había pasado mucho tiempo desde
que había disfrutado de un intercambio libre y desinhibido de placer. Ella era mejor en quitarse la ropa
Veretiana de lo que él había sido la primera vez. O más determinada. Ella fue muy determinada.
Ella se colocó encima de él, cerca de la conducción, estremeciéndose de clímax, dejando caer su
cabeza para que su pelo, libre de su trenza, colgara hacia abajo y se desplazara con sus movimientos,
cubriéndolos a ambos.
La segunda vez, la encontró dulcemente sin huesos y dispuesta a ser explorada, y él la despertó hasta
el punto en que ella se abandonó acalorada y aturdidamente a él, lo que, por sobre todas las cosas, le
gustó.
Más tarde, ella yacía jadeante y agotada sobre las pieles, y él se tendió a su lado, apoyándose en un
brazo, y mirando hacia abajo a su cuerpo tendido, apreciativamente.
Tal vez había algo en la bebida de color blanco lechoso. Había llegado al clímax dos veces, pero no
estaba agotado. Se sentía muy satisfecho de sí mismo, y estaba pensando que las mujeres Vaskian
realmente no tenían la resistencia que les fue acreditada cuando otra chica vino a hablar con una voz
burlona a Kashel, y luego se acomodó a sí misma en los brazos de un sorprendido Damen. Kashel se
levantó en la posición sentada de un espectador, y ofreció lo que sonó como un alegre estímulo.
Y entonces, cuando este nuevo reto se dio a conocer, cuando los tambores de la fogata cerca golpearon
con ritmo en sus oídos, Damen sintió la presión de un nuevo cuerpo contra su espalda, y se dio cuenta
de que se había sumado más de una chica.

La ropa era difícil. Los cordones se le escapaban. Decidió, después de algunos intentos, que no nece-
sitaba su camisa. Le estaba tomando toda su atención mantener sus pantalones arriba.
Laurent estaba durmiendo cuando Damen encontró su camino a la tienda correcta, pero él se agitó en
las pieles cuando la puerta de la tienda se abrió, sus pestañas doradas revoloteando, y luego se levan-
tó. Al ver a Damen, se apoyó en un brazo, dio un solo parpadeo.
Entonces, sin hacer ruido, detrás de una mano, empezó a reír desesperadamente.
Damen dijo:
—Detente. Si me río, me caeré.
Damen escudriñó una pila de pieles separada cerca de Laurent, luego hizo su mejor intento: se abrió
paso, se alcanzó y luego se derrumbó hacia abajo sobre ellas. Esto parecía el pináculo de logro. Se dio
la vuelta sobre su espalda. Estaba sonriendo.
—Halvik tenía un montón de chicas—dijo.
Las palabras salieron sonando como se sentía, saciado de sexo, exhausto y feliz. Las pieles estaban
calientes alrededor de él. Estaba felizmente somnoliento, a pocos minutos de sueño.
Él dijo:
—Deja de reír.
Cuando volvió la cabeza para mirar, Laurent estaba tumbado de lado, con la cabeza apoyada en una
mano, mirándolo fijamente con los ojos brillantes.
—Esta es educativo. Te he visto poner la mitad de una docena de hombres en la tierra sin siquiera
sudar.
—No en este momento, no podría.
—Puedo ver eso. Estás relevado de tus deberes regulares en la mañana.
—Eso es agradable de tu parte. No puedo levantarme. Voy a yacer aquí. ¿O necesitabas algo?
—Oh, ¿cómo lo sabes? —dijo Laurent. —Llévame a la cama.
Damen gruñó y se encontró a sí mismo riéndose después de todo, en el momento antes de poner las
pieles sobre su cabeza. Escuchó un sonido final de diversión de Laurent, y eso fue todo lo que escuchó
antes de que el sueño le alcanzara y lo reclamara.

El viaje de regreso al amanecer fue fácil y agradable. El cielo estaba despejado de nubes, y el sol na-
ciente era brillante; iba a ser un día hermoso. Damen estaba de buen humor y feliz de montar en un
agradable silencio. Estaban en fila, a parte del camino de ida a Acquitart antes de que se le ocurriera
preguntar:
—¿Tus negociaciones fueron bien?
—Sin duda. Ciertamente nos retiramos en posesión de una gran cantidad de nuevos fondos de comercio.
—Deberías de hacer negocios con las Vaskianas más a menudo.
Su alegría brilló con ese comentario. Hubo una pausa. Eventualmente, y con una vacilación extraña,
Laurent preguntó.
—¿Es diferente que con un hombre?
—Sí—dijo Damen.
Era diferente con todo el mundo. No dijo esto en voz alta; era evidente por sí mismo. Por un momento
pensó que Laurent estaba a punto de preguntarle algo más, pero Laurent siguió mirándolo, una natural
mirada larga y estudiosa, y no dijo nada en absoluto.
Damen dijo:
—¿Tienes curiosidad? ¿No se supone que es un tabú?
—Es un tabú—dijo Laurent.
Hubo otra pausa.
—Los bastardos maldicen la línea, y agrían la leche, arruinan los cultivos, y arrastran el sol del cielo. Pero
ellos no me molestan. Tomo todas mis peleas con verdaderos hombres de nacimiento. Probablemente
deberías bañarte—dijo Laurent, —cuando volvamos.
Damen, que estuvo totalmente de acuerdo con esta última afirmación, fue a hacerlo tan pronto como
regresaron.
Entraron en la habitación de Laurent por medio de un pasaje secreto parcialmente oculto que era tan
estrecho que Damen tenía que poner una gran cantidad de esfuerzo en sí mismo para escurrirse a
través. Cuando empujó fuera la puerta de las habitaciones de Laurent hacia el pasillo, se encontró cara
a cara con Aimeric.
Aimeric se detuvo en seco y se quedó mirando a Damen. Luego miró a la puerta de Laurent. Luego de
vuelta a Damen. Damen se dio cuenta de que todavía estaba irradiando su buen estado de ánimo, y
probablemente se veía como si hubiera follado toda la noche y luego se arrastró a través de un pasaje.
Lo había hecho.
—Llamé y no tuve respuesta—dijo Aimeric. —Jord envió hombres para encontrarlos.
—¿Hay algún retraso? —Dijo Laurent, que aparece en la puerta.
Laurent estaba fríamente impecable de pies a cabeza; a diferencia de Damen, él parecía fresco y bien
descansado, sin un pelo fuera de lugar.
Aimeric estaba mirando de nuevo.
Entonces, reuniendo su atención de nuevo, Aimeric dijo:
—La noticia llegó hace una hora. Ha habido un ataque en la frontera.
Capítulo 11
Traducido por Roxana Bonilla
Corregido por Reshi

Ravenel no fue construido para ser acogedor con extraños. Mientras atravesaban las puertas, Damen
sentía su fuerza y su poder. Si el extraño era un Príncipe haragán que honraba la frontera sólo porque
él había sido empujado y picado allí por su tío, era todavía menos acogedor.
Los cortesanos que se habían reunido en el estrado del gran patio de Ravenel tenían el mismo aspecto
exterior de piedra como almenas de repulsión de Ravenel. Si el extraño era Akielano, la recepción fue
hostil: cuando Damen siguió a Laurent hasta los escalones del estrado, la ola de ira y resentimiento por
su presencia era casi palpable.
Nunca en su vida pensó que se encontraría de pie dentro de Ravenel, que los enormes rastrillos se
levantaran, las puertas de madera maciza se desengancharían y serían abiertas, permitiéndole entrar.
Su padre Theomedes le había inculcado respeto por los grandes fuertes de Veretianos.
Theomedes había terminado su campaña en Marlas; tomar Ravenel y empujar hacia el norte habría
significado un asedio prolongado, una enorme asignación de recursos. Theomedes había sido dema-
siado prudente para embarcarse en una campaña costosa e interminable que podría hacerle perder el
apoyo de los kyroi, desestabilizando su reino.
Fortaine y Ravenel habían permanecido intactas: las potencias militares dominantes de la región.
Sobresalientes y de gran alcance, requerían que sus homólogos de Akielos estuvieran igualmente ar-
mados y constantemente regulados en número.
El resultado en la frontera era una cerda tensa de soldados, y una gran cantidad de luchadores que no
estaban técnicamente en guerra, pero que nunca habían estado verdaderamente en paz. Demasiados
soldados e insuficientes peleas: la acumulación de la violencia no fue difundida por las incursiones y
escaramuzas que cada lado de éste repudiaba. No fue difundida por los desafíos y peleas formales,
organizadas y oficiales, con normas y refrigerios y espectadores que permitieron a ambos lados, son-
rientemente, matarse entre sí.
Un gobernante prudente querría un experimentado diplomático supervisando este tenso punto muerto,
no Laurent, que había llegado como una avispa en una fiesta al aire libre, molestando a todo el mundo.
—Su Alteza. Le estábamos esperando hace dos semanas. Pero nos alegramos de saber que disfrutó
de las posadas de Nesson—dijo Lord Touars. —Tal vez podamos encontrarle algo igual de entretenido
que hacer aquí.
Lord Touars de Ravenel tenía los hombros de un soldado y una cicatriz que iba desde la esquina de
uno de los párpados hasta la boca. Se quedó mirando a Laurent categóricamente mientras hablaba.
Junto a él, su hijo mayor Thevenin, un chico pálido y regordete de tal vez nueve años, estaba mirando
a Laurent con la misma expresión.
Detrás, el resto de la fiesta cortesana permaneció inmóvil. Damen podía sentir los ojos en él, pesados
y desagradables. Estos eran hombres y mujeres de frontera, que habían estado luchando con Akielos
toda su vida. Y cada uno de ellos fue cargado con la noticia que habían escuchado esta mañana: un
ataque de Akielos había destruido el pueblo de Breteau. Había una gran batalla en el aire.
—No estoy aquí para ser entretenido, sino escuchar los informes del ataque que atravesó mis fronteras
de esta mañana—dijo Laurent. —Reúna a sus capitanes y consejeros en el gran salón.
Era habitual para los huéspedes que al llegar primero descansaran y cambiaran su ropa de montar,
pero Lord Touars hizo un gesto mostrándose de acuerdo y los cortesanos reunidos comenzaron a avan-
zar hacia el interior. Damen comenzó a salir con los soldados, y fue sorprendido por la breve orden de
Laurent:
—No. Sígueme al interior.
Damen volvió a mirar las paredes blindadas. No era el momento para que Laurent ejercitara sus ten-
denciosos instintos. En la entrada de la gran sala un criado dio un paso en su camino, y con una pro-
funda reverencia, dijo;
—Su Majestad, Lord Touars preferiría que el esclavo de Akielos no entrara a la sala.
—Preferiría que lo hiciera—fue todo lo que Laurent dijo, caminando hacia adelante, y dejando a Damen
sin más remedio que seguirlo.
No había sido una entrada en la ciudad como la que usualmente haría un Príncipe, con un desfile, en-
tretenimientos y días de fiestas organizadas por el señor. Laurent había montado al frente de su tropa
sin ningún otro espectáculo, aunque la gente había llegado a las calles, estirando el cuello para tener
un vistazo de una cabeza de oro brillante. Cualquier antipatía que los comunes podrían haber sentido
hacia Laurent había desaparecido en el momento en que lo vieron. Estática adoración. Había sido así
en Arles, en todas las ciudades a través de las que había pasado. El Príncipe de oro estaba en su mejor
momento cuando se le veía a sesenta pasos de distancia, fuera del rango de su naturaleza chisporro-
teante.
Desde la entrada, los ojos de Damen habían estado en las fortificaciones de Ravenel. Ahora asimiló
las dimensiones de la gran sala. Era enorme, y construida para la defensa, sus puertas de dos pisos
de altura, un lugar en el que los soldados podrían ser llamado en conjunto para recibir órdenes y desde
la que rápidamente podrían ser dirigidos de forma simultánea a todos los puntos del recinto. También
podría funcionar como un punto de retirada, si las paredes fueran forzadas. De las tropas estacionadas
en esta fortaleza, Damen supuso que había quizá dos mil en total. Era más que suficiente para aplastar
al contingente de ciento setenta y cinco caballos de Laurent. Si los hubieran conducido a una trampa,
ya estarían muertos.
El siguiente hombre que se interpuso en su camino tenía una hombrera blindada y una capa sujeta a
ella. La capa era de la calidad de un aristócrata. El hombre que llevaba la capa habló.
—Un Akielano no tiene lugar en la compañía de los hombres. Su Alteza lo entenderá.
—¿Está mi esclavo poniéndoles nervioso? —dijo Laurent. —Puedo entender eso. Se necesita un
hombre para manejarlo.
—Yo sé cómo manejar a los Akielanos. No los invito a los interiores.
—Este Akielano es un miembro de mi familia—dijo Laurent. —Retroceda, capitán.
El hombre dio un paso atrás. Laurent se sentó a la cabecera de la larga mesa de madera. Lord Touars
se sentó en la posición inferior a su derecha. Damen conocía a algunos de estos hombres por su
reputación.
El hombre de la hombrera blindada y la capa era Enguerran, comandante de las tropas de Lord Touars.
Más abajo en la mesa estaba el asesor Hestal. El hijo de nueve años de edad, de Thevenin se unió a
ellos también.
A Damen no se le dio un asiento. Se puso de pie detrás de Laurent y hacia la izquierda, y vio a otro
hombre entrado, un hombre que Damen conocía muy bien, aunque esta era la primera vez que Damen
le había enfrentado de pie, después de haber sido atado en cada otra ocasión.
Era el embajador de Akielos, que también fue concejal en el Regente, Lord de Fortaine, y el padre de
Aimeric.
—Concejal Guion—dijo Laurent.
Guion no saludó a Laurent, sino simplemente dejó que el disgusto en su cara se mostrara claramente
cuando sus ojos pasaron sobre Damen.
—Has traído una bestia a la mesa. ¿Dónde está el capitán que tu tío te encomendo?
—Metí la espada en su hombro, y luego lo despojé y saqué corriendo de la compañía—dijo Laurent.
Una pausa. El Consejero Guion se reagrupó.
—¿Tu tío sabe de esto?
—¿Que castré a su perro? Sí. ¿Creo que tenemos cosas más importantes que las que hablar?
A medida que el silencio se prolongaba, fue el capitán Enguerran quien simplemente dijo.
—Estás en lo correcto.
Ellos comenzaron a discutir el ataque.
Damen había oído los primeros informes junto con Laurent en Acquitart Esa mañana. Akielenos habían
destruido un pueblo Veretiano. Eso no era lo que le había hecho enojar. El ataque Akielon fue una
represalia. El día antes, una incursión fronteriza había barrido a través de un pueblo Akielano. La
familiaridad de estar enojado con Laurent le había mantenido a través de varios intercambios. Su tío
pagó asaltantes para reducir un pueblo Akielano. «Sí». Personas habían muerto. «Sí.» ¿Sabía que esto
pasaría? “Sí.”
Laurent le había dicho con calma;
—Tú sabías que mi tío quería provocar un conflicto en la frontera. ¿De qué otra forma pensaste que
iba a hacerlo?
Al final de esos intercambios, no había nada más que hacer que montar su caballo e ir a Ravenel, todo
el paseo con su mirada fija en la parte posterior de una amarilla cabeza que definitivamente no tenía la
culpa de estos ataques, sin importa lo mucho que quería pensar que era sí.
En esos informes iniciales en Acquitart, no se les había informado del tamaño y el alcance de la
venganza de Akielos. Se había comenzado antes del amanecer. No fue un pequeño grupo de atacantes,
ni tampoco fue una huelga que trataba de hacerse pasar. Fue una tropa Akielana, completa, armada y
blindada completamente, clamando venganza por la incursión en uno de sus propios pueblos. Para el
momento en que el sol salió, habían sacrificado a varios cientos en el pueblo de Breteau, entre ellos
Adric y Charron, dos miembros de la pequeña nobleza que habían desviado a su pequeño séquito
de un campo a una milla o así para luchar a fin de proteger a los aldeanos. Los asaltantes Akielanos
encendieron fuegos, mataron ganado. Ellos mataron a los hombres y las mujeres. Mataron a los niños.
Fue Laurent quien, al final de la primera ronda de discusión, dijo:
—¿Un pueblo Akielano también fue atacado? —Damen lo miró con sorpresa.
—Hubo un ataque. No fue de esta escala. No fue hecho por nosotros.
—¿Quién lo hizo entonces?
—Saqueadores, clanes de la montaña, poco importa. Los Akielanos tomarán cualquier excusa para
derramar sangre.
—¿Así que ustedes no han tratado de averiguar quién fue el autor del ataque original? —dijo Laurent.
Lord Touars dijo:
—Si lo encontrara, estrecharía su mano y le enviaría en su camino con mis gracias por sus muertes.
Laurent echó la cabeza hacia atrás en la silla y miró al hijo de Touars, Thevenin.
—¿Es así de indulgente contigo? —Laurent le dijo a Thevenin.
—No—dijo Thevenin, imprudentemente. Y luego se sonrojó, encontrándose con los ojos negros de su
padre fijos en él.
—El Príncipe es ligero a su manera—dijo el concejal Guion, con los ojos fijos en Damen, —Y no parece
que les guste culpar a Akielos por cualquier delito.
—No culpo a los insectos por zumbar cuando alguien tira su colmena, —dijo Laurent. —Me da curiosidad
saber quién es el que quiere verme picado.
Otra pausa. La mirada de Lord Touars parpadeaba con frialdad hacia Damen, luego dio vuelta de nuevo.
—No vamos a hablar más de esto en presencia de un Akielano. Sácalo.
—Por respeto al Señor Touars, déjanos—dijo Laurent, sin volverse.
Laurent había enfatizado su punto anterior. Ahora tenía que ganar mediante reafirmando su autoridad
sobre Damen. Esta era una reunión que podría provocar una guerra, o detenerla, Damen se dijo a sí
mismo.
Esta era una reunión que podría determinar el futuro de Akielos. Damen se inclinó, e hizo lo que se le dijo.

Una vez fuera, recorrió la longitud de la fortaleza, sacudiéndose la sensación pegajosa de la red de la
política y las maniobras Veretianas.
Lord Touars quería una pelea. El Consejero Guion era abiertamente bélico. Trató de no pensar que el
futuro de su país ahora se reducía a Laurent, hablando.
Entendía que estos señores fronterizos representaban el corazón de la facción del Regente. Eran de
su generación. Habrían pasado los últimos seis años recibiendo sus favores. Y con tierra aquí en la
frontera que tenían más que perder bajo la dirección incierta de un joven Príncipe sin experiencia.
Mientras caminaba, dejó que sus ojos pasan por encima de los muros de la fortaleza. El capitán de
Ravenel les tenía ordenados en formación meticulosa. Vio excelentes posiciones de los centinelas y
defensas bien organizadas.
—Tú. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Soy parte de la Guardia del Príncipe. Voy a volver a los cuarteles ante sus órdenes.
—Estás en el lado equivocado de la fortaleza.
Damen dejó que sus cejas se levantan en una amplia expresión de sorpresa, y señaló.
—¿Ese es el oeste?
El soldado dijo;
—Ese es el oeste—un gesto a uno de los soldados en las inmediaciones. —Escolten este hombre a los
cuarteles donde están estacionados los hombres del príncipe. —al momento siguiente, hubo un agarre
firme en su parte superior del brazo.
Se le dirigió una atención personalizada todo el camino hasta la entrada al cuartel, donde lo colocaron
frente a Huet, que estaba de guardia.
—Evita que vague de nuevo.
Huet sonrió.
—¿Perdiste tu camino?
—Sí.
La sonrisa continuó.
—¿Demasiado cansado para concentrarte?
—No se me dio direcciones.
—Ya veo— seguía sonriendo.
Y, por supuesto, estaba esto. De Aimeric, desde esta mañana, se había levantado una historia muy
particular. Damen había estado recibiendo sonrisas y palmadas en la espalda durante todo el día.
Laurent fue el destinatario de miradas apreciativas. Laurent había levantado otra muesca en la estima
de los hombres, ahora que ya entendían lo que sea que habían asumido previamente sobre sus hábitos
en la cama, el Príncipe galopaba claramente a su esclavo bárbaro bajo un estricto control.
Damen lo ignoró. No era el momento para asuntos triviales.
Jord parecía sorprendido de verlo volver tan rápidamente, pero dijo que Paschal le había pedido que
alguien le fuera asignado, lo cual se adaptaba a Damen, ya que el Príncipe probablemente pasaría toda
la noche intentando meter sentido en los fronterizos cabezaduras.
Tendría que haberse dado cuenta, antes de que entrara en la enorme habitación, lo que había sido
enviado a hacer.
—¿Jord te envió? —eijo Paschal. —Tiene sentido de la ironía.
—Puedo irme—dijo Damen.
—No. Pedí a alguien con brazos fuertes. Hierve un poco de agua.
Hirvió agua y se la llevó a Paschal, que estaba dedicado al negocio de mantener a los hombres juntos
después de que hubiesen sido separados.
Damen mantuvo la boca cerrada y simplemente realizó las tareas según eran dictadas por Paschal.
Uno de los hombres tenía sus ropas dobladas sobre una herida abierta en su hombro, demasiado cerca
del cuello.
Damen reconoció el corte diagonal descendente que los Akielenos practicaban para aprovechar las
limitaciones en la armadura Veretian.
Paschal habló mientras trabajaba.
—Unos pocos supervivientes pobres de la comitiva de Adric fueron reconocidos y traídos de vuelta.
Un viaje de millas rebotando en una litera. Les fueron traídos los servicios de los médicos del fuerte,
quienes han hecho, como puedes ver, muy poco. Los pobres que no son soldados consiguen un menor
remiendo. Tráeme ese cuchillo. ¿Es tu estómago tan fuerte como tus brazos? Sujétalo. De esta forma.
Damen había visto a los médicos en el trabajo antes. Como comandante había hecho las rondas de los
heridos. También tenía algún rudimentario conocimiento de campo propio, que se le había enseñado
en caso de que alguna vez se encontrase herido y separado de sus hombres, lo cual de niño había sido
un prospecto emocionante, aunque no había sido, en aquellos días, alguna vez probable. Esta noche
fue la primera noche que jamás había trabajado junto a un médico tratando de mantener la vida en el
interior de los hombres. Era incesante, envolvente y físico.
Una o dos veces, echó un vistazo a la baja camilla en la sombra al fondo de la sala con una sábana
sobre ella. Después de unas horas, la cortina de la puerta fue abierta y recogida hacia atrás cuando
una partida entró.
Todos ellos eran pobres, tres hombres y una mujer, y el hombre que había recogido al ahorcado los
dirigió a la camilla. La mujer se dejó caer junto a él e hizo un sonido bajo.
Era una sirvienta, tal vez una lavandera a juzgar por los antebrazos y la capucha. Ella era joven también,
y Damen se preguntó si se trataba de su marido, o su pariente, un primo, un hermano.
Pascual dijo quedamente a Damen
—Vuelve con tu capitán.
—Te dejo la habitación—dijo Damen, moviendo la cabeza.
La mujer se volvió, los ojos húmedos. Se dio cuenta de que había oído su acento. Él sabía que poseía
la característica coloración de Akielos, especialmente de las provincias del sur. Eso por sí solo no
podría haber sido suficiente para identificarlo como Akielon aquí en la frontera, con la excepción de que
había hablado.
—¿Qué está haciendo uno de ellos aquí? —dijo.
Pascual le dijo a Damen.
—Vete.
Era demasiado tarde.
—Tu hiciste esto. Los de tu clase…—ella pasó junto a Pascual, que estaba dando un paso adelante.
No fue agradable. Ella era fuerte, una mujer en la flor de su vida, con la fuerza que nace de acarrear
agua y golpear el lino. Damen tuvo que esforzarse para evitar defenderse, agarrándola por las muñecas,
y una de las mesas de Pascual fue derribada. Les tomó a dos compañeros masculinos el tirar de ella
hacia atrás. Damen llevó una mano a la mejilla, donde una de sus uñas le había arañado. Regresó con
una mancha de sangre
La sacaron. Pascual no dijo nada, pero en silencio comenzó a enderezar los instrumentos. Los hombres
volvieron después de un tiempo y sacaron el cuerpo, llevándolo en medio de un soporte de madera.
Uno de ellos detuvo su avance frente a Damen y sólo lo miró fijamente. Entonces el hombre escupió en
el suelo delante de él. Se fueron.
Damen saboreó algo desagradable en la boca. Recordó con perfecta claridad al heraldo que habían
escupido en el suelo delante de su padre, en su carpa de guerra en Marlas. Era la misma expresión.
Miró Pascual. Él sabía esto sobre los Veretianos.
—Nos odian.
—¿Qué esperabas? —dijo Pascual. —Las redadas son constantes. Y solo fue hace seis años que los
Akielanos sacaron a estos hombres de sus casas, de sus campos. Ellos han visto a amigos y familiares
muertos, a los niños siendo tomados como esclavos.
—Nos matan también—dijo Damen. —Delpha fue tomado de Akielos en los días del rey Euandros. Fue
correcto que ella volviera al control Akielon.
—Como lo ha hecho—dijo Pascual. —Por ahora.

La mirada de hielo azul de Laurent no reveló nada acerca de la reunión, ni siquiera que había sido lar-
ga: cuatro horas de charla. Todavía llevaba la chaqueta y botas de montar. Miró a Damen expectante.
—Informe.
—No pude arreglármelas para hacer un circuito completo de los muros, me pararon en el lado oeste.
Pero yo diría que hay entre mil quinientos y mil setecientos hombres apostados aquí. Luce como el
contingente habitual de defensa de Ravenel. Los almacenes están lo suficientemente llenos, pero no
totalmente. No he visto ningún signo de preparativos de guerra, aparte de los jinetes y doble guardia
desde esta mañana. Creo que este ataque los tomó por sorpresa.
—Fue lo mismo en la gran sala. Lord Touars no tenía la apariencia de un hombre esperando una pelea,
por más que quisiera una.
Damen dijo;
—Así que los señores fronterizos no están trabajando con tu tío para incitar esta guerra.
—No creo que Lord Touars lo esté—dijo Laurent. —Montaremos hacia Breteau. Nos he ganado dos o
tres días. Fue a regañadientes. Pero tomará ese tiempo para que alguna comunicación de mi tío llegue,
y Lord Touars no va a librar una guerra separatista con Akielos por su cuenta.
Dos o tres días.
Se acercaba; era visible en el horizonte. Damen respiró. Mucho antes de que las tropas se reunieran
a ambos lados de la frontera, él volvería para luchar del lado de Akielos. Damen miró a Laurent, y trató
de imaginarse frente a él a través de las líneas de batalla.
Se había quedado atrapado en la energía de la creación de algo. La determinación de Laurent, la capa-
cidad que tenía para vencer las probabilidades le había infectado. Pero esto no era una persecución a
través de una ciudad, o un juego de cartas. Estos eran los más poderosos señores de Vere desplegan-
do sus banderas para la guerra.
—Entonces vamos en camino a Breteau, —dijo Damen.
Y se puso de pie, sin mirar de nuevo a Laurent, y comenzó los últimos preparativos para la cama.

No fueron los primeros en llegar a Breteau.


Lord Touars había enviado un contingente de hombres para proteger lo que quedaba, y enterrar o que-
mar los cuerpos, así no atraerían enfermedad o carroñeros en busca de carroña.
Eran un pequeño grupo de hombres. Habían trabajado duro. Cada uno de los graneros, cobertizos y
dependencias habían sido comprobados para los sobrevivientes, y los pocos que quedaron habían sido
llevados a una de las tiendas de campaña de los médicos. La calidad del aire era densa con el olor a
madera quemada y paja, pero no había parches humeantes de suelo. Los incendios habían sido apa-
gados. Los pozos ya estaban medio excavados.
Los ojos de Damen pasaron sobre una cabaña abandonada, en eje de lanza roto que sobresalía de un
cuerpo sin vida, los restos de una reunión al aire libre con las tazas de vino derramadas. Los aldeanos
habían luchado. Aquí y allá, uno de los Veretianos caídos todavía estaba agarrando una azada o una
roca, o un par de tijeras, o cualquiera de las armas rudimentarias que un aldeano pudo reunir en un
corto plazo.
Los hombres de Laurent dieron el respeto de tranquilo trabajo duro, limpiando metódicamente, un poco
más gentilmente cuando el cuerpo era el de un niño. Ellos no parecen recordar quién y qué era Damen.
Le dieron las mismas tareas y trabajaron junto a él. Se sentía incómodo, consciente de la impertinencia,
la falta de respeto de su presencia. Vio a Lazar colocar una capa sobre el cuerpo de una mujer y hacer
un pequeño gesto de despedida, como el usado en el sur. Él sentía por todo su cuerpo cuán desprote-
gido había estado este lugar.
Se dijo que esta era una represalia ojo por ojo por una incursión en Akielos. Incluso entendió cómo
y por qué podría haber sucedido. Un ataque a un pueblo Akielano exigía venganza, pero los fuertes
fronterizos Veretianos eran demasiado fuertes para apuntar. Ni siquiera Theomedes, con todo el poder
de los kyroi detrás de él, había querido desafiar a Ravenel. Pero una partida más pequeña de soldados
Akielanos podría cruzar la frontera entre las guarniciones, podría penetrar en Vere, encontrar un pueblo
desprotegido y destrozarlo.
Laurent había llegado a su lado.
—Hay sobrevivientes—dijo Laurent. —Quiero que los interrogues.
Pensó en la mujer, luchando en sus brazos.
—No debería ser yo el que…
—Sobrevivientes Akielanos—dijo Laurent, brevemente.
Damen respiró, sin gustarle en absoluto.
Dijo, con cuidado.
—Si Veretianos hubiesen sido capturados después de este tipo de ataque en un pueblo de Akielos
habrían sido ejecutados.
—Lo serán—dijo Laurent. —Descubre lo que saben sobre el allanamiento de Akielos que provocó este
ataque.
No hubo restricciones como había supuesto brevemente, pero a medida que se acercó a la tarima en
la cabaña oscura pudo ver cuán poca necesidad de ellos tenía el prisionero Akielano. Dentro y fuera,
su respiración era audible. La herida de su estómago había sido atendida. No era del tipo que podía
ser curada.
Damen se sentó junto a la plataforma de carga.
Nadie que conociera. Era un hombre con un grueso pelo rizado y los ojos oscuros con espesas pesta-
ñas; el pelo enredado, sudor cubría su frente. Los ojos estaban abiertos, observándolo.
En su propio idioma, Damen dijo;
—¿Puede hablar?
El hombre dio una respiración temblorosa y desagradable y dijo:
—Tú eres Akielano.
Bajo la sangre, era más joven de lo que Damen había pensado en primer lugar. Diecinueve o veinte
años.
—Lo soy—dijo Damen.
—¿Hemos vuelto a tomar el pueblo?
Le debía a este hombre honestidad; él era un hombre de campo y cerca del final. Él dijo;
—Sirvo al Príncipe de Vere.
—Deshonras tu sangre—dijo el hombre con una voz llena de odio. Arrojó las palabras con todas las
fuerzas que le quedaban.
Damen esperó a que el espasmo de dolor y el esfuerzo que le sacudió después pasara, que su
respiración volviera al ritmo trabajoso que había tenido cuando entró en la habitación del enfermo.
Cuando lo hizo, Damen dijo;
—¿Un allanamiento de Akielos provocó este ataque?
Otra respiración, dentro y fuera.
—¿Tu señor Veretiano te envió a preguntar eso?”
—Sí.
—Dile, que su cobarde ataque en Akielos mató a menos que nosotros—dijo orgulloso.
La ira no era útil. Vino a él en una ola, y así por un largo tiempo no habló, se limitó a mirar al moribundo,
categóricamente.
—¿Dónde fue el ataque?
Un aliento como una risa amarga, y el hombre cerró los ojos. Damen pensó que no iba a decir más,
pero:
—Tarasis.
—¿Fueron asaltantes de clanes? —Tarasis yacía al pie de la colina.
—Ellos pagan invasores.
—¿Cabalgaron a través de las montañas?
—¿Qué le importa a tu señor, esto?
—Él está tratando de detener al hombre que atacó Tarasis.
—¿Es eso lo que te dijo? Está mintiendo. Es Veretiano. Él te utilizará para sus propios fines de la misma
forma en que te utiliza ahora, en contra de tu propio pueblo.
Las palabras estaban volviéndose más trabajosas. Los ojos de Damen pasaron sobre la cara macilenta,
los rizos empapados de sudor. Habló con una voz diferente.
—¿Cuál es tu nombre?
—Naos.
—Laos, ¿Luchaste bajo Makedon? Pues Naos llevaba una correa dentada. Él solía ir en contra incluso
de los edictos de Theomedes. Pero siempre fue leal a su pueblo. Él debe haberlos considerado en lo
incorrecto por romper el tratado de Kastor.
—Kastor—dijo Naos—el rey falso. Damianos debería haber sido nuestro líder. Fue el asesino de
Príncipes. Él entiende lo que son los Veretianos. Mentirosos. Engañosos. Nunca hubiera subido a sus
camas como Kastor hizo
—Tienes razón—dijo Damen, después de un largo momento. —Bueno, Naos. Vere está despertando
sus tropas. Hay muy poco para detener la guerra que deseas.
—Deja que vengan, los Veretianos cobardes se esconden en sus fortalezas, miedosos de una honesta
lucha, deja que salgan y vamos a cortarlos como se merecen.
Damen no dijo nada, sólo pensó en un pueblo sin protección convertido ahora a la quietud y el silencio
exterior. Se quedó cerca de Naos hasta que el ruido fue silenciado. Luego se levantó y salió de la
cabaña, por el pueblo, y de nuevo al campo Veretiano.
Capítulo 12
Traducido por Sergio Palacios
Corregido por Reshi

Damen volvió a contar la historia de Naos, pero de manera directa y sin cosas de más. Cuando terminó,
Laurent le dijo en un tono monótono.
—La voz de un Akieleno muerto, desafortunadamente, no vale nada.
—Supiste mucho antes de mandarme a cuestionarlo que sus respuestas iban a llevarnos al pie de las
colinas. Estos ataques estuvieron calculados para coincidir con tu llegada. Estás siendo alejado de
Ravenel.
Laurent le dio a Damen una larga y pensativa mirada y eventualmente le contestó.
—Sí, la trampa se está cerrando y no queda nada más por hacer.
Afuera de la tienda de Laurent, la sombría limpieza continuaba. En su camino a ensillar los caballos,
Damen se cruzó con Aimeric, arrastrando lonas de tiendas que eran ligeramente muy pesadas para él.
Damen miró la cansada mirada de Aimeric y su ropa cubierta de polvo. Estaba muy lejos de los lujos
que tenía. Damen se preguntó por primera vez qué sentiría Aimeric por aliarse contra su propio padre.
—¿Estás dejando el campamento? —le pregunto Aimeric, viendo los paquetes que cargaba Damen—
¿A dónde vas?
—No me lo creerías, —le contestó Damen—si te lo dijera.
Era una situación donde los números no eran de ayuda, sólo la velocidad, el sigilo, y el conocimiento del
territorio. Si ibas a espiar por evidencia para una fuerza de ataque en las colinas, no querrías el sonido
de pezuñas galopantes y el brillo de cascos pulidos anunciando tus intenciones.
La última vez que Laurent había escogido separarse de la tropa, Damen había argumentado contra
ello. La forma más fácil de tu tío para deshacerse de ti es separarte de tus hombres, y tú lo sabes, le
había dicho en Nesson.
Esta vez Damen no dio ninguno de sus argumentos, aunque el camino que Laurent había propuesto
esta vez era a través de una de las regiones más protegidas de la frontera.
La ruta que iban a recorrer les iba a costar un día de viaje por el sur, después, a las colinas. Iban a
buscar cualquier prueba evidente de un campamento. Si fallaban en eso, iban a intentar reunirse con
los clanes locales. Tenían dos días.
Una hora los puso varios kilómetros entre ellos y el resto de los hombres de Laurent, y fue cuando Lau-
rent tiró de las riendas de su caballo y dio vuelta alrededor del de Damen; lo miraba como si estuviera
esperando algo.
—¿Crees que voy a venderte a la tropa Akieliana más cercana?
—Soy un buen jinete—dijo Laurent.

Damen observó la distancia que separaba su caballo del de Laurent –aproximadamente 8 metros1. No
era una gran ventaja. Se encontraban ahora dando vueltas entre sí.
Estaba listo para el momento en el que Laurent puso sus talones en su caballo. Hubo un destello en el
suelo y un momento pasó sin aliento seguido de una cabalgada veloz.
No podían mantener el paso: Sólo tenían un par de caballos, y el primer declive estaba levemente
forestado, por lo que el zigzagueo era esencial y un galope simple o rápido imposible.
Redujeron la marcha, encontrando caminos cubiertos de hojas. Era media tarde, el sol moviéndose
rápido en lo alto del cielo, y la luz cayendo a través de los árboles, moteando el suelo y haciendo brillar
las hojas. La única experiencia de Damen de una cabalgata larga a campo traviesa fue en grupo, no
dos hombres solos en una misión.
Era un buen sentir, pensó, con el destello de la despreocupada cabalgata de Laurent frente a él. Se
sentía bien el cabalgar sabiendo que el resultado del viaje dependía de sus propias acciones, en lugar
de ser delegado a alguien más. El entendió que los señores de la frontera, determinados en la línea de
acción, encontrarían una forma de hacer a un lado o ignorar cualquier evidencia que no encajara en sus
planes. Pero independientemente, él estaba aquí para seguir el rastro de Breteau hasta su fin. Estaba
aquí para descubrir la verdad. Esa idea le satisfacía.
Después de unas horas, Damen surgió de los árboles hacia el claro en el borde de un arroyo, donde
Laurent le estaba esperando, descansando a su caballo. El arroyo fluía rápido y claro.
Laurent dejó que su caballo estirara su cuello, dejó que seis pulgadas de riendas se soltaran de sus
manos, tranquilo en su silla de montar, mientras su caballo inclinaba su cabeza en busca de agua,
soplando sobre la superficie del arroyo.
Tranquilo en la luz del sol, Laurent lo observó llegar, como quien espera una llegada familiar. Detrás de
él, la luz era más brillosa en el agua.
Damen dejó que su caballo tomara las riendas y lo guiara adelante.
Rompiendo el silencio se abrió paso el sonido de un cuerno Akieliano.
Fue fuerte y repentino. Las aves en los árboles cercanos hicieron sonidos ininterrumpidos y volaron
hacia las ramas más altas. Laurent giró su caballo hacia la dirección del sonido. El sonido provenía del
horizonte, que podía ser visto desde el disturbio de las aves. Con una sola mirada a Damen, Laurent
presionó su montadura sobre el arroyo, hacia la cresta de la colina.
Mientras cabalgaban hacia la pendiente, un sonido comenzó a escucharse sobre el ruido de la corriente
rápida del arroyo, como si muchos pies estuvieran en una marcha constante. Era un sonido familiar. No
provenía solamente del ruido de botas de cuero en el suelo, sino también de pezuñas, el golpeteo de
armaduras, y el giro de ruedas, sonidos que le daban al ruido un patrón irregular.
Laurent frenó su caballo mientras llegaban a la cima de la colina juntos, estando vagamente ocultos a
la vista atrás de un afloramiento de granito.
Damen miró.
Los hombres abarcaban la distancia del valle contiguo, una línea de vestimentas rojas en perfecta
formación. A esta distancia, Damen podía ver al hombre haciendo sonar el cuerno, la curva de marfil que
se elevaba de sus labios, el destello de bronce en la punta. Los estandartes que estaban ondeándose
eran los del comandante Makedon.
Conocía a Makedon. Conocía su formación, el peso de esa armadura, conocía el sentir del mango de
la lanza en su mano, todo era familiar. El sentimiento de un hogar y la nostalgia del mismo amenazaron
1
En el libro dice “About three lengths”. En este caso se refiere a una unidad de medida de un caballo, tomada de cola a cabeza (Como la eslora, que

es la unidad de medida en un barco de proa a popa, inicio a fin). La medida aproximada de un “Horse Length” es de 2.4 metros. Tres longitudes son 7.2 metros

aproximadamente. Lo redondeo hacia arriba.


con embarcarlo. Se hubiera sentido tan correcto unirse a ellos de nuevo, de surgir del laberinto gris de
las políticas Veretianas, y regresar a algo que él entendía: La simplicidad de conocer a su enemigo, y
enfrentar la luz.
Se volteó.
Laurent lo estaba observando.
Recordaba a Laurent tomar medidas de la distancia entre ambos balcones y diciendo “Probablemente”,
que, una vez evaluado, le había sido suficiente para saltar. Estaba mirando a Damen con la misma
expresión.
—La tropa Akieliana más próxima está más cerca de lo que esperaba –le dijo Laurent.
—Podría lanzarte sobre la parte trasera de mi caballo—dijo Damen.
No iba a necesitar siquiera hacer eso. Sólo iba a necesitar esperar. Los jinetes iban a pasar por estas
colinas.
El cuerno retumbo en el aire de nuevo: cada átomo del cuerpo de Damen parecía sonar con él. Estaba
tan cerca de su Hogar. Podría tomar a Laurent colina abajo y entregárselo a Akielos. El deseo de hacer
eso vibrara en su sangre. Nada se estaba interponiendo en su camino. Damen cerró sus ojos con
presión.
—Necesitas ocultarte—le dijo Damen—Estamos dentro de sus áreas de exploración. Puedo cabalgar
pretendiendo ser un vigía hasta que se hayan ido.
—Muy bien—le dijo Laurent, después de lo que pareció un latido mirando fijamente a Damen.
Llegaron a un acuerdo de reunirse, y Laurent se retiró con la urgencia de un hombre que tenía que
encontrar alguna forma de ocultar a un caballo de dos metros de pelaje café detrás de un arbusto.
El trabajo de Damen era más difícil. Laurent no había estado fuera de vista más de diez minutos
antes de que Damen escuchara la inconfundible vibración de las pezuñas, y apenas tuvo tiempo de
desmontar y mantener a su caballo quieto, presionado a una maraña de maleza, antes de que el sonido
de dos jinetes resonara ahí.
Tenía que ser cauteloso, no sólo por el bien de Laurent, sino también por el suyo. Vestía ropa Veretiana.
Bajo circunstancias normales, un encuentro con un jinete Akieliano no sería una amenaza para un
Veretiano. Como mucho, habría algunas actitudes desagradables. Pero estamos hablando de Makedon,
y entre sus fuerzas estaban los hombres que habían destruido Breteau. Para hombres como ellos,
Laurent iba a ser un premio inconmensurable.
Pero sólo porque había cosas que él necesitaba saber, dejó a su caballo en el mejor escondite que
pudo encontrar, una oscura y silenciosa grieta entre afloramientos de roca, y siguió a pie. Le tomó
quizás una hora antes de que supiera el patrón de su cabalgata, y todo lo que necesitaba de la tropa
principal, su número, su intención, y dirección.
Eran al menos mil hombres, armados y provisionados, viajando al oeste, lo que significaba que estaban
siendo enviados a reforzar un cuartel. Estos eran los tipos de preparativos de guerra que no había visto
en Ravenel, el abastecimiento de almacenes, el reclutamiento de hombres. La guerra sucedía así, con
el arreglo de defensas y estrategias. Las noticias de los ataques en los pueblos fronterizos no habían
llegado a Kastor aún, pero los señores del norte sabían muy bien qué hacer.
Makedon, cuyos ataques en Breteau habían aventado el guante para ese conflicto, estaba probablemente
presentando estas tropas a Kyros, Nikandros, quien debía de residir en el oeste, tal vez incluso en
Marlas.
Los otros hombres del norte seguirían el ejemplo.
Damen regresó a su caballo, montó, y eligió su camino cuidadosamente a lo largo de la amplia orilla
rocosa del arroyo hacia la cueva que, a sus ojos, aparentaba estar vacía. Fue un lugar muy bien
escogido: La entrada permanecía oculta en la mayoría de los ángulos, y el peligro de ser descubierta
era poco. El trabajo de un jinete era simplemente asegurarse de que el terreno era libre de cualquier
tipo de obstáculos que pudieran impedir el paso de un ejército. No el de checar cada abertura y grieta
con la improbable situación de que un príncipe pudiera estar oculto ahí.
Estaba el sonido ensordecedor de los cascos en el suelo; Laurent emergió de las sombras de la cueva
al lado del caballo, su habitual actitud cuidadosa.
—Creí que estarías ya a medio camino de regreso a Breteau—le dijo Damen.
Su imprudente postura no cambió, aunque en algún lugar de él estaba una actitud de cautela muy
escondida, de un hombre en guardia, aunque Laurent estaba listo en cualquier momento para saltar.
—Creo que las posibilidades de que esos hombres vayan a matarme son muy bajas. Creo que sería
de más valor como una pieza de su juego político. Incluso después de que mi tío me destituya, que lo
hará, aunque me hubiera gustado ver su reacción cuando escuchara la noticia. No hubiera presentado
una situación ideal para él en lo absoluto. ¿Crees que me llevaría bien con Nikandros de Delpha?
La idea de Laurent dándose rienda suelta en el ambiente político del norte de Akielos no era causa para
apelar a pensamientos. Damen frunció el ceño.
—No tengo que decirles que eras un Príncipe para venderte a esa tropa.
—¿De verdad? —Laurent se mantuvo firme—había pensado que veinte es un poco grande para eso.
¿Es el pelo rubio?
—Es la actitud encantadora—le dijo Damen.
Aunque el pensamiento existía: Si lo llevo conmigo a Akielos, no sería dado a Nikandros como prisionero.
Me sería dado a mí.
—Antes de que me lleves –Dijo Laurent—, dime algo sobre Makedon. Esos eran sus estandartes.
¿Está cabalgando con la autorización de Nikandros? ¿O rompió órdenes cuando atacó mi tierra?
—Creo que rompió órdenes—después de un momento, Damen le respondió honestamente—. Creo
que estaba enojado y se había puesto en marcha en Breteau con decisiones propias. Nikandros no iba
a tomar represalias así porque sí, iba a esperar una orden de su Rey. Esa es su manera de ser como
Kyros. Pero ahora que eso ya terminó, puedes esperar de Nikandros apoyar a Makedon. Nikandros es
como Touars. Él estaría bien complacido con una guerra.
—Hasta que perdió una. Las provincias del norte están desestabilizando a Kastor. Estaría en sus
mejores intereses de Kastor sacrificar Delpha.
—Kastor no…—se detuvo. La táctica, creciendo del cerebro de Laurent, podría no inmediatamente
venir a la mente hacia Kastor, ya que significaría sacrificar algo por lo que él había trabajado duro para
obtener. Si la táctica no ocurría hacia Kastor, ocurriría definitivamente hacia Jokaste. Damen había
sabido, por supuesto, desde hacía mucho tiempo, que su propio regreso iba a desestabilizar la región
aún más.
—Para obtener lo que quieres—le dijo Laurent—, debes saber exactamente cuánto estás dispuesto
a sacrificar—estaba mirando a Damen fijamente —¿Crees que tu encantadora Lady Jokaste no sabe
eso?
Damen inhaló profundo para calmarse, y exhaló.
—Puedes dejar de ganar tiempo—le dijo Damen—. Los jinetes ya han pasado. Nuestro camino está
libre.

@
Debió haber sido claro. Había sido muy cuidadoso.
Había buscado por patrones de los jinetes, y había estado seguro de su retirada, siguiendo las líneas
del ejército. Pero no había contado con errores o interrupciones, en las que un jinete solitario separado
de su caballo se hacía camino de regreso a la tropa a pie.
Laurent había llegado a la orilla opuesta; pero Damen estaba sólo a medio camino del arroyo cuando
vislumbró un tono rojo en la maleza cerca del caballo de Laurent.
Esa era toda la advertencia que tenía. Laurent no tenía ninguna en absoluto.
El hombre levantó su ballesta y dio un disparo directo al cuerpo desprotegido de Laurent.
En el horrible y borroso movimiento que le siguió, varias cosas pasaron al mismo tiempo. El caballo de
Laurent, sensible al movimiento repentino, al silbido del aire, al crujido y chasquido, rehuyó violentamente.
No hubo sonido sordo alguno de un cuerpo, pero no se hubiera escuchado como quiera sobre el grito
del caballo mientras sus cascos se deslizaban accidentalmente en una de las piedras resbaladizas por
el agua del río, haciéndolo caer a pique y hacia abajo.
El sonido del caballo golpeando el suelo de piedra mojado fue el de un cuerpo colisionando, pesado y
terrible. Laurent fue suficientemente afortunado, o sabía muy bien cómo caer, que no fue aplastado por
el peso del caballo, como hubiera pasado fácilmente, rompiendo sus piernas o espalda. Pero no tuvo
tiempo de levantarse.
Incluso antes de que Laurent hubiera golpeado el suelo, el hombre había desenvainado su espada.
Damen estaba muy lejos. Muy lejos para ponerse entre el hombre y Laurent, sabía eso, incluso cuando
sacó su espada, mientras giraba a su caballo, sentía la poderosa musculatura del animal tras él. Sólo
había una cosa que él podía hacer. Mientras el rocío del agua chocaba bajo su caballo, sopesó su
espada, cambió su agarre, y la aventó.
No era, precisamente, un arma que se lanzaba. Eran tres kilogramos de acero Veretiano, forjado para
un agarre de dos manos. Y él estaba en un caballo en movimiento, y muchos metros lejos, y el hombre
se estaba moviendo también hacia Laurent.
La espada viajó por el aire y golpeó al hombre en el pecho, embistiéndolo hacia el suelo y fijándolo ahí.
Damen bajó de su caballo y calló en una rodilla al lado de Laurent sobre las piedras.
—Te vi caer—Damen podía escuchar el sonido áspero de su propia voz— ¿Estás herido?
—No—dijo Laurent—No, tú fuiste por él—dijo mientras se incorporaba y sentaba con las rodillas sobre
el suelo—Después—agregó.
Damen pasaba una mano por la juntura del cuello y hombro de Laurent hasta su pecho, frunciendo
el ceño. Pero no había sangre, o alguna flecha saliente de él. ¿Lo había lastimado la caída? Laurent
sonaba aturdido. La atención de Damen estaba sobre todo el cuerpo de Laurent. Preocupado por la
posibilidad de una herida, estaba vagamente consciente de que Laurent le estaba mirando de vuelta. El
cuerpo de Laurent estaba aún en sus manos mientras el agua del arroyo empapaba sus ropas.
—¿Puedes ponerte de pie? Necesitamos movernos. No es seguro para ti estar aquí. Mucha gente
quiere matarte.
Después de un momento, Laurent le dijo.
—Todos en el sur, pero sólo la mitad de la población del norte.
Él estaba mirando a Damen. Había estrechado el antebrazo que Damen le había extendido, y apoyado
para levantarse, goteando.
Alrededor de ellos, no había sonido alguno más que el flujo de la corriente, y un traqueteo suave de
las rocas del río; el caballo de Laurent, que con un fuerte empuje de sus cuartos traseros se había
levantado hace unos minutos, con la silla de montar torcida, estaba ahora moviéndose a pocos pasos
de distancia con su pata delantera izquierda auxiliada ominosamente2.
—Lo siento—dijo Laurent.—No podemos dejarlo aquí.
No se estaba refiriendo al caballo.
—Yo lo haré—le contestó Damen.
Cuando hubo terminado, caminó fuera de la maleza y encontró un lugar donde limpiar su espada.
—Tenemos que irnos—fue todo lo que dijo cuando regresó con Laurent—. Ellos se darán cuenta cuando
no se reporte de vuelta
Significaba compartir un caballo.
El caballo de Laurent cojeaba, al que Laurent, en una rodilla, le tomó con mano firme su pierna baja
hasta que jaló su pezuña fuertemente, reconociendo un esguince de ligamento. Damen trajo a su
caballo, e hizo una pausa.
—Mis proporciones son más adecuadas para sentarme atrás que las tuyas—le dijo Laurent—. Sube.
Me subiré atrás.
Así que Damen montó en la silla. Un momento después sintió la mano de Laurent en su muslo. El dedo
del pie de Laurent empujó los estribos. Se movió a sí mismo detrás de Damen, cambiando de posición
hasta que se ajustó a una. Sus caderas encajaban inconscientemente en las de Damen. Habiéndose
acomodado, enredó sus brazos alrededor de la cintura de Damen. Damen sabía esto sobre montar con
un acompañante: Más cerca, era más fácil para el caballo.
Escuchó la voz de Laurent detrás de él, curiosamente un poco más apretada de lo usual.
—Me tienes sobre la espalda de tu caballo.
—No es como que hayas renunciado a los reinos—Damen no pudo evitar decirle.
—Bueno, no puedo ver sobre tus hombros.
—Podemos intentar otro acomodo.
—Tienes razón: Debería ser ir enfrente y tú cargando al caballo.
Damen cerró sus ojos brevemente, y después impulsó el caballo hacia delante. Estaba consciente
de Laurent detrás de él, sudado, lo que no debía de ser muy cómodo. Tuvieron la suerte de estar en
ropa de cuero en lugar de armadura, o de lo contrario no hubieran podido hacer esto de manera fácil,
golpeándose y empujándose entre ellos. El paso tambaleante del caballo empujaba sus cuerpos juntos
en un ritmo constante.
Damen y Laurent tuvieron que seguir el arroyo para esconder sus huellas. Tomaría al menos una hora
antes de que notaran que el jinete faltaba. Otra antes de que encontraran el caballo del hombre. No
encontraría al hombre. No había huellas que seguir ni un lugar obvio por dónde empezar a buscar.
Tendrán que decidir: ¿Vale la pena invertirle tiempo a la búsqueda, o deberían seguir con su camino?
¿Dónde buscar y para qué? Eso también tomaría tiempo.
Inclusive aunque cabalgaban con un caballo de carga, la evasión era por lo tanto posible, aunque los
estaba empujando lejos de su camino. Damen los llevó arriba al lecho del arroyo varias horas después,
donde la maleza gruesa ocultaría su trayecto.
Al anochecer supieron que no tenían a un ejército Akieliano siguiéndolos, así que redujeron su marcha.
Damen dijo;
—Si nos detenemos aquí, podemos hacer un fuego sin mucho temor a ser descubiertos.
—Aquí, entonces —le contestó Laurent.

2 Quiere decir amenazadoramente, en el caso de la pata del caballo queriendo decir que se amenazaba con lastimarse más por la situación previa en

la que estuvo (La caída).


Laurent se encargó de los caballos. Damen se encargó del fuego. Damen estaba consciente de que
Laurent estaba tomando más tiempo con los caballos del necesario o usual. Lo ignoró. Preparó el
fuego. Limpió el suelo, juntó ramas del suelo y las rompió al tamaño adecuado. Y después se sentó
junto a él sin decir nada.
Nunca sabrá que habrá provocado a ese hombre a atacarles. Tal vez estaba pensando en la seguridad
de la tropa. Tal vez lo que fuera que hubiera vivido en Tarasis o Breteau lo haya agitado en violencia en
él. Tal vez sólo quería robar el caballo.
Un soldado de tercer rango de una tropa provisional; no hubiera esperado encontrase con el Príncipe,
un comandante de ejércitos, y enfrentarlo en una pelea.
Pasó un largo tiempo antes de que Laurent trajera los paquetes y comenzara a quitarse sus ropas mojadas.
Colgó su chaleco en una rama, se quitó sus botas, e incluso parcialmente desabrochó su camiseta y
pantalón, aflojando todo. Después se sentó en uno de los paquetes envueltos, lo suficientemente cerca
del fuego para secar el resto de él, arrastrando cordones, su deshabillé, ligeramente secándose. Sus
manos estaban apretadas ante él.
—Creí que matar era fácil para ti—le dijo Laurent. Su voz sonaba quieta—. Creí que lo habías hecho
sin pensar.

—Soy un soldado—le contestó Damen—, y lo he sido por un largo tiempo. He matado en el polvo3. He
matado en batallas. ¿Es eso lo que quieres decir con “fácil”?
—Sabes que no—le dijo Laurent, en la misma voz quieta.
El fuego calentaba levemente. Las flamas naranjas habían comenzado a ahuecar el centro del tronco.
—Sé tus sentimientos hacia Akielos—le dijo Damen—, lo que pasó en Breteau… fue barbárico. Sé que
debe significar muy poco para ti el escucharme decir que lo siento por ello. Y no te entiendo, pero sé
que la guerra traerá peores cosas, y tú eres la única persona que he visto trabajar para detenerla. No
le permitiría lastimarte.
—En mi cultura, es costumbre recompensar un buen servicio—dijo Laurent después de una larga
pausa. —¿Hay algo que quieras?
—Tú sabes lo que quiero—dijo Damen.
—No voy a dejarte ir—dijo Laurent—Pregunta por algo menos que eso.
—¿Quítame una de las muñequeras? —dijo Damen, quien estaba aprendiendo, se dio cuenta para su
sorpresa, de lo que le gustaba a Laurent.
—Te estoy dando mucha libertad—le dijo Laurent.
—Creo que das no más ni menos de lo que quieres dar, a quien sea—dijo Damen, porque la voz de
Laurent no había sonado del todo disgustada. Después Damen miró abajo y lejos.
—Hay algo que quiero.
—Continúa.
—No me uses contra mi propia gente—dijo Damen—. Si recae a… no puedo hacerlo de nuevo.
—Nunca pediría eso de ti—dijo Laurent. Después, cuando Damen lo miró con incredulidad, agregó—.
No fuera de gentileza. Hay poco sentido en enfrentar un menor sentido del deber contra uno mayor.
Ningún líder podría esperar que la lealtad se mantenga ante esas circunstancias.
Damen no dijo nada, pero miró de nuevo al fuego.
—Nunca había visto un lanzamiento como ese—dijo Laurent—. Nunca había visto algo igual. Cada
vez que te veo pelear, me pregunto cómo es que Kastor logró encadenarte y traerte en un barco a mis
tierras.
3 He matado en el polvo. Aquí se entiende que Damen quiere decir que ha matado desde sus inicios en las batallas.
—Fue…—se detuvo. Eran más hombres de los que podía manejar, casi dijo. Pero la verdad era más
simple, y esa noche él había sido honesto con él—No lo vi venir—le dijo.
Él nunca había, en esos días, buscado ponerse a sí mismo dentro de la mente de Kastor, de los
hombres alrededor de él, sus ambiciones, sus motivaciones; aquellos que no eran abiertamente sus
enemigos, él creía, eran básicamente como él.
Miró a Laurent, a su pose meticulosa, los fríos y difíciles ojos azules.
—Estoy seguro que lo hubieras eludido—dijo Damen—. Recuerdo la noche en la que los hombres de
tu tío te atacaron. La primera vez que él trato de matarte. No estuviste siquiera sorprendido.
Hubo silencio. Damen sintió de Laurent una cuidadosa inmanencia, como si se estuviera debatiendo
entre hablar y mantenerse callado. Alrededor de ellos la noche estaba cayendo, pero el fuego mantenía
la luz cálida.
—Estuve sorprendido—dijo Laurent—La primera noche.
—¿La primera noche? —le preguntó Damen.
Otro silencio.
—Él había envenenado a mi yegua—le dijo Laurent—, la viste, la mañana de la caza. Ella lo sentía ya,
incluso antes de comenzar a cabalgar.
Recordaba aquella caza. Recordaba a la yegua, rebelde y cubierta de sudor.
—¿Eso… fue un acto de tu tío?
El silencio se extendió.
—Fue acto mío—dijo Laurent—. Forcé su mano cuando tuve a Torveld llevando a los esclavos a Patras.
Supe cuando lo hice… eran diez meses a mi ascenso. El tiempo se estaba acabando para él en hacer
su movimiento definitivo contra mí. Yo sabía eso. Lo provoqué. Quería ver que podía hacer. Yo sólo…
Laurent se quebró. Su boca se dobló en una pequeña sonrisa que no tenía nada de humor.
—No creo que él realmente intentara matarme—dijo-, después de todo… incluso después de todo. Así
que puedes ver que puedo ser sorprendido.
—No es ingenuo confiar en tu familia.
—Te lo prometo, lo es—le dijo Laurent—, pero me pregunto, si es menos ingenuo que en los momentos
en los que me encuentro a mí mismo confiando en un extraño, mi enemigo bárbaro, a quien no trato
gentilmente.
Él mantuvo la mirada de Damen, mientras el tiempo pasaba.
—Sé que estás planeando irte cuando esta pelea de la frontera termine—le dijo Laurent—, me pregunto
si estás aun planeando usar el cuchillo.
—No—le dijo Damen.
—Ya veremos—dijo Laurent.
Damen desvió la mirada, mirando a fondo la oscuridad más allá del campamento.
—¿Crees realmente que aún es posible que se detenga esta guerra antes de que empiece?
Cuando volvió su mirada, Laurent asintió, un leve pero firme y seguro movimiento, la respuesta clara,
inequívoca y cierta: Sí.
—¿Por qué no cesaste la cacería? —dijo Damen—¿Por qué cabalgar y cubrir la traición de tu tío, si
sabías que el caballo había sido envenenado?
—Yo… asumí que lo había hecho ver como si uno de los esclavos lo hubiera hecho—dijo Laurent,
un poco socarrón, como si la respuesta fuera tan obvia que se preguntaba si había malentendido la
pregunta.
Damen miró abajo, y dejó salir un respiro de lo que pudo haber sido una risa, excepto que él no estaba
seguro que emoción lo provocó. Pensó en Naos, quien había estado tan seguro. Damen quiso echarse
la culpa por lo que sentía hacia Laurent, pero lo que él sentía no tenía un nombre fácil, y al final no dijo
nada al respecto, sino que cubrió el fuego en silencio, y cuando el tiempo llegó, se acostó en su rollo a
dormir.
Damen se despertó con una ballesta apuntando a su cara.
Laurent, quien había estado de guardia, estaba de pie a unos pocos metros, con la mano de uno de los
jinetes del clan agarrada firmemente alrededor de su brazo. Sus ojos azules estaban dilatados, pero
no estaba haciendo ninguna de sus usuales observaciones. Damen ahora sabía el número preciso de
flechas que Laurent había necesitado tener sobre él en orden de mantenerlo en silencio. Eran seis.
El hombre de pie sobre Damen le dio una brusca orden en dialecto Vaskiano, sus dedos gruesos listos
en su ballesta. La orden sonó como “Levántate”. Con su campamento invadido por los clanes y su
atención fija en la ballesta, Damen se dio cuenta que iba a tener que apostar su vida en esto.
Laurent dijo en Veretiano:
—Levántate.
Y después se tropezó, mientras el jinete restringiéndolo le doblaba su brazo brutalmente detrás de
su espalda, tomando después un puñado de su cabello dorado y empujando su cabeza hacia abajo.
Laurent no forcejeó cuando sus manos fueron amarradas detrás de su espalda con cuerdas de cuero, y
una más larga sobre sus ojos como vendaje. Sólo se quedó ahí de pie con su cabeza siendo apuntada
por las ballestas. Su cabello dorado caía sobre su cara, con un puñado de él bloqueando su rostro. No
forcejeó ante la mordaza tampoco, aunque había llegado por sorpresa; Damen vio su cabeza ser tirada
hacia atrás un poco, mientras un trapo era metido en su boca.
Damen, a quien habían levantado, no pudo hacer nada. Había una ballesta apuntada hacia él. Había
ballestas apuntadas hacia Laurent. Había asesinado para prevenir ser tomado de esta forma por su
propia gente. Ahora no podía hacer nada, mientras sus extremidades eran fuertemente apretadas y su
visión bloqueada.
Capítulo 13
Traducido por Sergio Palacios
Corregido por Ella R.

Fuertemente amarrado a uno de los caballos peludos, Damen soportó un oscuro viaje sin fin, lleno de
sensaciones y sonidos: los golpes constantes generados por los cascos de los caballos, el respirar
equino, el crujir de los bolsos de cuero. Podía sentir más por el tiraje de los caballos que por otra cosa
que estaban viajando, lejos de Akielos, lejos de Ravenel, hacia las montañas, llenas de caminos estre-
chos en ambos lados de lo que era una vertiginosa y sobresaliente nada.
Adivinando la identidad de sus captores, se esforzó desesperadamente en encontrar una oportunidad.
Se revolvió en sus ataduras hasta que las sintió cortar su piel, pero estaba muy bien amarrado. Y ellos
no se detuvieron. Su caballo se desplomaba detrás de él, y después se empujó con sus patas traseras
hacia arriba, forzándolo a enfocar toda su atención en mantenerse a horcajadas, en lugar de girar sobre
su espalda. No había salida posible. Forcejear o aventarse a sí mismo de la parte trasera del caballo
sólo significaría una caída de varios metros hacia un acantilado antes de llegar a un alto, o consideran-
do las ataduras, un largo tiempo de ser arrastrado por piedras filosas. Y eso no ayudaría a Laurent.
Después de lo que parecieron ser horas, sintió que su caballo finalmente disminuía la marcha, y después
se detuvo. Un segundo después, Damen fue jalado del caballo bruscamente, y aterrizó de golpe. La
mordaza le fue removida de su boca, y la venda de sus ojos. Sus manos permanecieron amarradas
detrás de su espalda mientras era empujado en sus rodillas hacia arriba.
Tuvo una rápida primera impresión del el campamento. Lejos a la derecha, las flamas fuertes y altas
de una hoguera bailaban con su luz a lo alto del viento ligero de la tarde, bañando de dorado y rojo las
caras que lo rodeaban. Cerca de donde se había arrodillado, los hombres estaban desmontando de los
caballos, y el aire era sombrío y frío como en las montañas, fuera del círculo de fuego de la hoguera.
Ver el campo confirmó su peor sospecha.
Sabía que la gente de los clanes eran jinetes nómades; se encontraban bordeando las colinas. Eran
gobernados por mujeres y vivían de la carne salvaje, pescado de lagos, raíces suaves, y el resto, alla-
nando las aldeas.
Estos hombres no eran eso. Esto era un grupo enteramente compuesto por fuerza masculina, quienes
habían estado cabalgando juntos por un tiempo, y sabían cómo usar sus armas.
Estos fueron los hombres que destruyeron Tarasis, los hombres que él y Laurent habían estado bus-
cando, sin embargo los habían encontrado a ellos en su lugar.
Tenían que escapar, ahora. Aquí afuera, la muerte de Laurent tendría una credibilidad tal que no podría
ser conseguida de nuevo. Y Damen estaba enfermizamente consciente de todas las razones por las
que ellos podrían haber sido traídos de vuelta al campamento, pero no había forma que practicaran un
deporte casero que no acabara con ellos dos muertos.
Buscó instintivamente una cara pálida. Y la encontró a su izquierda: Laurent fue llevado hacia delante,
por el mismo hombre que había ordenado que lo ataran, y cayó al suelo como lo hizo Damen, hombros
primero.
Damen observó cómo Laurent se empujaba a sí mismo hasta lograr sentarse, y de ahí moverse, con el
balance ligeramente afectado por el estado de tener las manos amarradas en su espalda, a sus rodillas.
Recibió una mirada de reojo de esos ojos azules a mitad de camino, y vio en ellos todo lo que creía,
reflejado en esa sola mirada.
—Esta vez, no te levantes. —Fue todo lo que le dijo Laurent.
Laurent se levantó, diciendo algo al líder de los hombres del clan.
Era una loca y peligrosa apuesta, pero ya no tenían tiempo. Akielos estaba moviendo tropas a lo largo
de la frontera. El mensajero del Gobernante estaba cabalgando hacia el sur a Ravenel. Estaban ahora
a casi dos días de cabalgata de estos eventos, a merced de estos hombres, mientras que los trabajos
de la frontera giraban aún más fuera de control.
El líder del clan no quería a Laurent de pie, por lo que avanzó hacia él a grandes zancadas, rompiendo
la orden.
Laurent no hizo caso. Le contestó de vuelta en Vasko, pero, por una vez en su vida, apenas dijo Laurent
dos palabras antes de que el hombre simplemente hiciera lo que la mayoría de la gente quería hacer
cuando hablaba con Laurent: Lo golpeó.
Era el tipo de golpe que había mandado a Aimeric desparramado hacia una pared, y luego al suelo.
Laurent retrocedió un paso, en pausa, y luego regresó su mirada brillante hacia el hombre, y le dijo algo
de manera fluida, clara, deliberada y cadenciosa en Vasko que hizo que varios de los hombres curiosos
que estaban ahí se doblaran de la risa, agarrándose de los hombros de otros, mientras que el hombre
que había golpeado a Laurent se giró hacia ellos, y comenzó a gritarles.
Casi había funcionado. Los otros hombres dejaron de gritar. Y empezaron a gritar de vuelta. La atención
cambió. Arcos se pusieron en posición.
No todos, sin embargo. Damen no tenía duda de que, dados uno o dos días, Laurent podía tener a
todos estos hombres sobre las gargantas de ellos mismos. Pero no tenían uno o dos días.
Damen sintió el momento cuando la tensión amenazó en estallar a violencia, y sintió que no tenía la
suficiente energía para empujarla abajo.
No tenían tiempo para oportunidades perdidas. La mirada inquisitiva de Damen se encontró con la
de Laurent. Si esta era su única oportunidad, iban a tener que hacer el intento ahora, a pesar de las
imposibles probabilidades, pero Laurent, juzgando cada una de ellas y llegando a diferentes conclu-
siones, minuciosamente sacudió su cabeza.
Damen sintió la frustración voltear su estómago, pero para entonces ya era muy tarde. El líder del clan
se había detenido, y vuelto su atención hacia Laurent, quien estaba de pie, solo y vulnerable, su cabello
pálido marcándolo a pesar de la falta de luz por el espacio oscuro cerca de los caballos, lejos del punto
de reunión principal del campamento y la hoguera central.
No iba a ser un solo golpe esta vez. Damen lo sabía, por la forma en la que el líder del clan se acercaba.
Laurent estaba a punto de recibir la paliza de su vida.
Una orden seca, y Laurent fue sujetado por dos hombres, uno para cada hombro, sus brazos atorados
alrededor de sus brazos, quienes permanecieron sostenidos detrás de su espalda. Laurent no trató de
zafar sus hombros del agarre de los hombres, arrancarse a sí mismo de sus manos. Sólo espero lo que
tuviera que llegar, su cuerpo tenso en una posición rígida.
El líder del clan se detuvo cerca, muy cerca para golpear a Laurent, suficientemente cerca para exhalar
todo su aliento sobre Laurent cuando deslizó su mano lentamente hacia abajo del cuerpo de Laurent.
Damen se movió antes de darse cuenta, escuchando los sonidos de impacto y resistencia, sintió el
fuego en sus venas. Sus facultades fueron cegadas por la ira. No estaba pensando en tácticas. Ese
hombre había puesto manos sobre Laurent, y Damen iba a matarlo.
Cuando volvió en sí, más de un hombre lo estaba sujetando. Sus manos seguían aún atadas a su es-
palda, pero alrededor de él, había caos y forcejeos, y dos de los hombres estaban muertos. Uno había
sido conducido a la punta de la espada de otro. Uno había golpeado el suelo y había tenido el pie de
Damen sobre su garganta.
Nadie le estaba poniendo atención a Laurent ya.
Pero no había sido suficiente, sus manos estaban atadas y había muchos hombres. Podía sentir el
agarre del hierro de sus captores ahora, y, sobre la tensión de sus brazos y hombres, la resistencia de
la cuerda que amarraba sus muñecas.
Durante el momento que siguió a continuación, sus músculos continuaban tensados y el pecho agitado
por la respiración, él entendió lo que había hecho. El Regente quería a Laurent muerto. Estos hombres
eran diferentes. Ellos probablemente querían a Laurent vivo hasta que ya no les sirviera. Tan al sur
como estaban, como el mismo Laurent había despreocupadamente especulado, al menos en parte, era
por el cabello rubio.1
Nada de eso aplicaba para Damen.
Hubo un rígido ir y venir de palabras en Vasko, y Damen no necesitaba entender el dialecto para com-
prender las órdenes: Mátenlo.
Fue un tonto. Había causado que esto pasara. Iba a morir aquí, en medio de la nada, y la alegación de
Kastor se haría realidad. Pensó en Akielos; de la vista del palacio sobre los altos acantilados blancos.
Él había realmente creído, entre todo este desastre en la frontera, que iba lograr llegar a casa.
Forcejó. Muy poco. Sus manos, después de todo, estaban atadas, y los hombres estaban usando todas
sus fuerzas para asumir la tarea de sostenerlo. Escuchó el sonido de la espada siendo desenvainada a
su izquierda. El filo de la espada tocó la parte trasera de su cuello, después se levantó…
Y la voz de Laurent sonó en la escena, en Vasko.
Entre un latido y otro, Damen esperó a que la espada descendiera, pero no lo hizo. No hubo ninguna
“mordida” del metal; la cabeza de Damen se quedó dónde estaba, pegada a su cuello.
En el silencio reinante, Damen esperó. No parecía posible, a este punto, que existieran palabras que
pudieran mejorar esta situación, mucho menos un puñado de palabras que pudieran alejar la espada de
su cuello, hacer que el líder rescindiera su orden, y le diera a Laurent un golpe de aprobación del clan.
Pero eso era, increíblemente, lo que estaba pasando.
Si Damen se preguntara aturdido que era lo que Laurent había dicho, no tendría que adivinar mucho. El
líder del clan estaba tan complacido con las palabras de Laurent que se mostró dispuesto a acercarse
a Damen, y traducir.
Las palabras emergieron en un acento Veretiano denso y gutural.
—La muerte rápida no duele. –dijo justo antes de que un puño impactara el estómago de Damen.

El lado izquierdo de Damen fue el que resultó más maltrecho; inimaginable y contundente dolor. Force-
jear le ganó una fractura en la cabeza con un garrote, lo que tornó el campamento ondulante y borroso.
Se esforzó por mantenerse consciente, cosa que pagó duro. Cuando brutalizar a un hombre comenzó
a distraer a los otros hombres de sus labores en el campamento, el líder del clan ordenó que el trabajo
fuera terminado y llevado a otra parte.

1 Esta frase da entender que pretendían a usar a Laurent como esclavo de cama.
Cuatro hombres levantaron a Damen, luego lo pincharon con la espada hasta que la luz del campamen-
to se apagó y el sonido de los tambores dejó de escucharse.
No tomaron ningún tipo de precauciones extraordinarias para asegurarlo. Ellos creyeron que las sogas
sosteniendo sus manos eran suficientes. No habían considerado su tamaño, o el hecho de que, para
aquel entonces, él estaba realmente molesto, habiendo pasado hacía mucho tiempo ya el límite de lo
que podía tolerar. De hecho, lo que él podía tolerar en un campamento de cincuenta hombres, con el
bienestar de otro cautivo a considerar, era muy diferente de lo que podía tolerar solo, con cuatro.
Dado que Laurent había decidido no seguirlo a través de su imprudente táctica, iba a ser el placer de
Damen escapar de la forma difícil.
El liberarse de las cuerdas fue sólo cuestión de cerrar de golpe al hombre a su izquierda hacia la pen-
diente, y llevar sus ataduras hacia su espada. Con sus manos en la empuñadura de la espada, la llevó
en reversa hacia el estómago del hombre, lo que le hizo retorcerse sobre sí mismo, ahogándose.
Entonces ya tenía su libertad, y un arma. La usó, levantando su brazo, para golpear fuera del camino
la espada de su atacante, y después golpearla hacia delante para matarlo atravesándola con ella. La
sintió deslizarse a través de la piel y la lana, después el músculo; sintió el peso del hombre en su espa-
da. Era una forma ineficiente de matar a alguien, porque desperdiciaba preciados segundos sacando la
espada. Pero tenía el tiempo. Los otros dos hombres estaban retrocediendo.
Así que sacó la espada.
Si él había tenido alguna duda de que estos hombres habían sido los que atacaron Tarasis, ya no la
tenía cuando dos de estos cambiaron formación hacia una que era usada para tomarle ventaja a las
tácticas de espadas Akielianas. Los ojos de Damen es ensancharon.
Dejó que el hombre que se agarraba su estómago se levantara, para que sus oponentes se sintieran
confiados con las posibilidades de ser tres contra uno, y atacar en lugar de correr al campamento. Así
que él los mató, con duros, brutales golpes, y tomó la mejor espada y cuchillo para reemplazar la suya.
Tomó su tiempo buscando armas, catalogando sus alrededores, y tomando cuentas de su propia condi-
ción física. Su lado izquierda era ahora una debilidad, pero funcionaba. Que Laurent siguiera atrapado
en el campamento mientras él hacía todo ello no le preocupaba tanto. Laurent fue el que había insistido
en su modo de escape. Laurent no era una virgen pasiva temblando ante el pensamiento de su vio-
lación.
Francamente él esperaba que Laurent, para entonces, hubiera usado su cerebro para tener ya a unos
cuantos hombres del clan de su lado.
Y de hecho resulto que así había sido.

Damen arribó justo a tiempo para presenciar el caos.


Debió haber sido así para los aldeanos en Tarasis, cuando los jinetes atacaron: una lluvia de muerte en
la oscuridad, y después el sonido de las pezuñas.
Los hombres no habían sido advertidos, pero esa era la forma en la guerra de clanes. Uno de los hom-
bres cerca de la hoguera miró hacia abajo para encontrar una flecha en su pecho. Otro hombre cayó
sobre sus rodillas: otra flecha. Y después sin pausa después de las flechas llegaron los jinetes. Damen
sintió la satisfactoria ironía mientras este campamento de hombres –hombres que cabalgaban y mata-
ban alrededor de la frontera- era arrasado por jinetes de otro clan.
Mientras Damen observaba, los recién llegados se dividían sin problemas, cinco jinetes yendo a través
del campamento, y diez más en cada lado. Al principio parecían figuras oscuras, sin forma y en movi-
miento. Entonces hubo un destello de luz: dos de los jinetes habían arrancado brazas medio quemadas
de la hoguera, y las habían aventado a las tiendas, cuyas pieles se incendiaron por las llamas. Ilumi-
nada, la escena mostró que los recién llegados eran mujeres, las guerreras tradicionales de los clanes,
cabalgando ponys que podían saltar como gamuzas y lanzarse en formación como peces en corrientes
limpias de agua.
Pero los hombres estaban familiarizados con estas tácticas, siendo ellos mismos pertenecientes a un
clan. En lugar de disolverse en pánico y desorden, sólo se revolvieron brevemente antes de que varios
de ellos se movieran, huyendo a las rocas y la oscuridad que les rodeaba, acuchillando y buscando,
para eliminar a las arqueras. Otros fueron a los caballos, y con un salto se montaron a horcajadas.
Era algo diferente a cualquier tipo de pelea que Damen conociera; los atroces cortes de las espadas
eran diferentes, la doma de los caballos, el terreno irregular, las tácticas cambiantes en la oscuridad.
Esto era guerra de clanes en la noche. Bajo las mismas condiciones, los hombres de Laurent habrían
sido invadidos en un instante. De igual manera lo habría sido una tropa Akieliana. Los clanes conocían
mejor el tipo de pelea en las montañas que cualquier otra persona con vida.
No estaba ahí para mirarlos. Estaba ahí por sus propios propósitos.
Con su cabeza pálida, Laurent era muy fácil de ubicar. Laurent había encontrado su camino hacia las
orillas del campamento, y mientras otras personas estaban pelando por él, él estaba tranquilamente
buscando para sí mismo una forma de cortar sus amarres.
Damen surgió de su escondite, lo sujetó firmemente, y le dio la vuelta. Entonces sacó el cuchillo y le
cortó las ataduras.
—¿Por qué tardaste tanto? —Le preguntó Laurent.
—¿Planeaste todo esto? –dijo Damen. Él no sabía porque lo había dicho como una pregunta. Claro que
Laurent había planeado todo esto. La segunda parte no salió como una. —Planeaste un contraataque
con las mujeres, y luego saliste de aquí como carnada para sacar a los hombres. —Luego de una pau-
sa continuó severamente— Si sabía que ibas a ser rescatado…
—Pensé que evadir esa tropa Akieliana nos había desviado mucho de nuestro camino, y que nos per-
deríamos nuestra reunión con las mujeres. Aparte él me golpeó —dijo Laurent.
—Una vez. —dijo Damen. Y giró su espada hacia el hombre yendo hacia ellos. El hombre, esperando
una muerte, estaba impactado al encontrar su golpe interrumpido. Y después estaba muerto. Laurent
retiró el cuchillo de la caja torácica del hombre y no discutió más, porque por ahora, la batalla estaba
sobre ellos.
Laurent, detrás de él, era perspicaz. Adquiriendo la espada del hombre pequeño caído del clan, se posi-
cionó a sí mismo a la izquierda de Damen, lo que, Damen notó sin sorpresa, le dejaba a él el trabajo pe-
sado. Hasta el momento en que un hombre del clan atacó desde la izquierda, y Damen, preparándose
para utilizar con esfuerzo sus músculos del lado lastimado, se encontró con Laurent ahí, encontrando
la espada del hombre, despachándolo con eficiente gracia, y protegiendo el lado débil de Damen. Este,
desconcertado, le dejó hacerse cargo.
Desde ese momento en adelante, pelearon juntos lado a lado. El lugar que Laurent había escogido
no era un lugar cualquiera al borde de una pelea, era el pasaje más al norte fuera del campamento, la
misma ruta que Damen había tomado. Si Laurent hubiera sido cualquier otro hombre, Damen hubiera
sospechado de él por llegar por ese camino a encontrarlo. Porque Laurent era Laurent, la razón era
diferente.
Porque ese era el único camino fuera del campamento que no estaba siendo defendido por las mujeres.
Tratando de escapar, los hombres llegaban en uno o dos, cargando hacia ellos. Mejor para todos si
ningún hombre escapaba para contar la historia al Regente, así que pelearon juntos, matando con un
propósito eficiente. Había funcionado, hasta que un hombre llegó galopando hacia ellos.
Era difícil matar con una espada a un caballo galopando. Y era aún más difícil matar al hombre sobre
el caballo, muy arriba y fuera de rango. Damen, viendo a Laurent en el camino del caballo, evaluando
la situación como un problema matemático, tomo un puñado del tejido de la espalda de la chaqueta de
Laurent y lo jaló fuera del camino. El jinete fue asesinado por una mujer, también a caballo, cabalgando
con velocidad hacia él. El hombre se desplomó hacia delante de la silla de montar mientras su caballo
alentaba la marcha, y luego se detuvo.
Alrededor de ellos, las tiendas habían sido quemadas y reducidas casi a nada, pero había suficiente luz
para ver que la victoria estaba llegando. De los hombres del campo, la mitad estaban muertos. La otra
mitad se había rendido. Aunque rendido no era la palabra. Habían sido sometidos, uno a uno, y habían
sido puestos como prisioneros.
La luz de la luna y de las últimas brazas latentes del fuego los iluminaban. Una nueva mujer había lle-
gado a caballo, flanqueada por dos asistentes, y estaba siendo traída a través del campo hacia ellos.
—Uno de nosotros necesita ver a los muertos y a los prisioneros, para asegurarse de que ninguno haya
escapado. —dijo Damen, viendo a la mujer acercarse.
—Yo lo haré. Más tarde. —dijo Laurent.
Sintió la mano de Laurent apretar alrededor de sus bíceps en un agarre fuerte, y luego ejercer presión.
—Abajo. —dijo Laurent.
Damen cayó de rodillas, y Laurent se arrodilló también, manteniendo su agarre en el hombro de Damen
para mantenerlo abajo.
La mujer del clan bajó de su caballo regordete. Demostró su posición en la sociedad con una gran capa
de pieles que se envolvía en sus hombros. Era mayor que las otras mujeres, al menos por treinta años.
De ojos oscuros y piel pétrea, Damen la reconoció. Era Halvik.
La última vez que la vio, ella había sido coronada en un estrado de pieles, dando órdenes. Su rígida
voz era justo como la recordaba, aunque esta vez cuando habló, lo hizo con un fuerte acento Veretiano.
—Vamos a volver a encender los fuegos. Acamparemos aquí esta noche. Los hombres serán vigilados.
Una buena pelea, y muchos cautivos.
—¿El líder del clan está muerto? —le preguntó Laurent.
—Él está muerto —contestó—. Peleaste bien. Es una lástima que no tengas el tamaño para procrear
grandes guerreros. Pero no estás malformado. Tu mujer no ha de estar disgustada. —Y luego, en el
espíritu de benevolencia añadió— Tu cara está bien balanceada —Le dio una firme palmada en la es-
palda—. Tienes unas pestañas muy largas. Como una vaca. Ven. Nos sentaremos juntos, beberemos
y comeremos carne. Tu esclavo es fuerte. Más tarde nos servirá en el fuego.
Damen sintió la sensibilidad en su lado izquierdo con cada respiración, y en sus brazos, cuando no lo
reprima, estaba el fino temblor que ocurre cuando los músculos han sido amarrados durante mucho
tiempo, o forzados más allá de sus límites usuales.
Laurent contestó en una fuerte, inflexible voz
—El esclavo no se quedará en ninguna cama que no sea la mía
—¿Te acuestas con hombres, en el estilo Veretiano? —Le dijo Halvik— Entonces lo tomaremos para
prepararlo para ti; se le darán buenos cortes de carne, y hakesh, para que cuando te monte, su resis-
tencia te traiga gran placer. ¿Ves? Esto es hospitalidad Vaska.

@
Damen se preparó a sí mismo, juntando lo que le quedaba de sus fuerzas para lo que iba a seguir a
continuación, pero casi para su sorpresa, no tenía su boca abierta y hakesh vertido por su garganta. No
fue forzado a nada. Fue tratado como un invitado, o al menos, como la posesión de un invitado, para
ser pulido y preparado y llevado a donde el invitado quisiera.
Eso fue al otro lado del campo, le lavaron la suciedad que llevaba como inevitable resultado de un día
de cabalgata durante el cual había sido aventado varias veces por sus captores, y después matado a
varios de ellos.
Las mujeres le echaron cubetas de agua, después lo fregaron con cepillos, y luego lo secaron enérgi-
camente. Después lo vistieron con el taparrabos de los hombres Vaskos, una sola tela atada alrededor
de sus caderas, y luego entre las piernas, con un panel colgando en frente que podía ser levantado de
un lado por conveniencia en el momento apropiado, como una de las mujeres amablemente demostró.
Él se resistió a la demostración.
Para entonces el campamento estaba asegurado, y las nuevas tiendas armadas se veían como suaves
guantes brillantes, la luz de las lámparas dentro tornando la tela de la tiendas de un color dorado cálido.
Los prisioneros fueron puestos bajo guardia, la hoguera fue encendida de nuevo, las tarimas levanta-
das de nuevo. Damen fue introducido a la comida, generosamente y de manera cortés, también para
su sorpresa.
No tenía ninguna ilusión de que iba a ser llevado a la hoguera junto a Laurent. En todo caso, iba a ser
llevado a la hoguera a observar a Laurent hacerle una mirada de soslayo.
Pero no fue llevado a la hoguera. Fue llevado a una tienda abajo. El hakesh había sido colocado en una
jarra, y ésta puesta en una copa tallada dentro de la tienda para él para beber a sus anchas. La mujer
levantó la solapa de la tienda con el mismo movimiento que había usado en el taparrabo.
Laurent no estaba dentro de la tienda. Laurent iba, como Damen entendió, a unírsele más tarde.
Laurent ya lo había mirado de soslayo.
Era una carpa muy pequeña: larga, y baja. Su interior era intimidante, tupido de pieles, cubierto con
capas de gamuza, y en el techo piel de zorro, más suave aún que la piel de conejo. Y era hospitalidad
equipada para los placeres de un hombre. Al pie de la tienda se encontraba la jarra de hakesh, una
segunda copa de agua, una lámpara de mano, ropas y tres botellas tapadas que contenían aceite que
no era para la lámpara.
Entrando, Damen podía sentarse, pero con apenas un pie de diferencia entre él y el techo. Si se para-
ba, se iba a llevar la tienda consigo. No teniendo nada más que hacer, se acostó en las pieles, con su
pequeña prenda.
Las pieles eran cálidas y la tienda era un lugar acogedor para acostarse con un compañero, pero fuera
de eso era difícil no pensar en dónde estaba, y en lo que podría pasar hoy, si las cosas hubieran termi-
nado diferente. Dejó que todos sus músculos adoloridos reposaran, estirándose.
Su pie golpeó el cuero de la tienda con su rodilla aún doblada. Se desplazó en forma diagonal. Tampoco
de esa forma. Moviéndose a un lado, se golpeó la espalda con el palo de la tienda. Mirando alrededor
a algún lugar dónde poner su pierna izquierda, dejó salir un respiro, divertido. Cansado como estaba,
podía ver el humor en la situación. Considerando el tamaño de la tienda, era una suerte que Laurent no
fuera a unírsele hasta la mañana. Se curvó, encontró una posición cómoda para todo su cuerpo, y los
dejó estirarse en todas las suaves pieles y los cojines.
Y ahí fue donde la solapa de la tienda se levantó para descubrir una cabellera dorada.
Apostado en la entrada, Laurent había también sido lavado, secado y vestido. Su piel estaba limpia, y
estaba envuelto en una capa de pieles Vaska, como la que Halvik había usado. A la luz de la lámpara,
se veía como una prenda de rico en la que un príncipe se envolvería, en un trono.
Damen se levantó apoyado en un codo, y apoyó la cabeza en su mano, sus dedos en su cabello. Vio
que Laurent le estaba mirando. No mirándolo, como lo hacía varias veces, pero observándolo, como un
hombre miraría a una escultura que haya llamado su atención.
Encontrando su mirada con la de Damen, Laurent le dijo—: Brindemos por la hospitalidad Vaska.
—Son prendas tradicionales. Todos los hombres las usan. —le contestó Damen, observando la capa
de pieles de Laurent con curiosidad.
Laurent se quitó la capa de sus hombros. Debajo de ella él vestía un tipo de pijama Vaska, una túnica y
pantalones de un lino blanco muy fino, que contenían una serie de lazos sueltos enfrente.
—El mío tiene un poco más de tela, ¿Estás decepcionado?
—Lo estaría —dijo Damen, reacomodando de nuevo sus piernas—, si la lámpara no estuviera detrás
de ti.
Eso detuvo el movimiento de Laurent, dejándolo en una pose con una rodilla y una mano en las pieles
sólo por un momento, antes de que estirara su cuerpo junto al de Damen.
A diferencia de él, Laurent no se recostó completamente en las pieles, sino que se sentó, apoyando su
peso en sus manos.
—Gracias por… —Damen le dijo. No había manera delicada de decirlo, así que hizo un gesto general
al interior de la tienda.

—¿Afirmar el droit de seigneur2.?... ¿Qué tan provocado estás?


—Ya basta. Yo no tomé el hakesh.
—No estoy tan seguro de que es eso lo que pedí —dijo Laurent. Su voz tenía la misma intensidad que
su mirada—. Estamos hablando de un lugar cerrado.
—Lo suficientemente cerrado y pequeño como para ver tus pestañas —dijo Damen—. Tienes suerte de
que no tienes el tamaño para procrear grandes guerreros. —Y luego se detuvo a sí mismo. Este no era
el humor correcto. Este era el humor que tendría si estuviera allí con un cálido y sumiso compañero,
alguien que él pudiera molestar y empujar hacia él, no Laurent, duro como un témpano.
—Mi tamaño —dijo Laurent—, es el usual. No estoy hecho en miniatura. Es un problema de escala,
estando de pie junto a ti.
Era como ser complacido o alagado por un espino, sintiendo cariño con cada punzada. Otro segundo y
él iba a decir algo ridículo como eso.
La piel suave del suelo se había calentado con la suya, así que contempló a Laurent sintiéndose lán-
guido y cómodo. Sabía que las orillas de su boca se habían curvado un poco.
Después de una breve pausa, Laurent le dijo, casi con cautela.
—Me he dado cuenta que en mi servicio no tienes mucha oportunidad de perseguir lo usual, vías para
desencadenar tu libertad. Si necesitas valerte del fuego de copulación…
—No —cortó Damen—. No quiero a una mujer.
Los tambores afuera sonaban como un bajo, continuo palpitar.
—Siéntate —dijo Laurent.
Sentarse significaba abarcar todo el espacio extra de la tienda. Se encontró a sí mismo mirando a Lau-
rent, sus ojos pasando despacio por su delicada piel, sus ojos azules ensombrecidos por la lámpara, la
elegante curva de sus pómulos, interrumpido por un mechón de pelo dorado.
Damen casi no se dio cuenta cuando Laurent tomó un paño de su ropa, hasta que notó que él lo estaba
sosteniendo envuelto, como una cataplasma3, y miraba el cuerpo de Damen como si estuviera plane-
2 Droit de seigneur: Derecho de la Primera Noche; en la época medieval significaba el derecho que tenía el señor feudal de acostarse con la doncella

o siervo que fuera a casarse con uno de sus súbditos.

3 Cataplasma: Se utilizaba como un tratamiento medicinal natural para efectos antiinflamatorios, hecho con trigo, cereales, agua caliente, y el compues-

to a mezclar con todo lo anterior.


ando aplicarlo con sus propias manos.
—¿Qué estás…? —comenzó a decir, pero se vio interrumpido por Laurent.
—Mantente quieto —le contestó, y levantó el trapo.
Un golpe de frío, como si algo mojado y helado estuviera siendo presionado contra su tórax, justo de-
bajo de su músculo pectoral. Los músculos de su abdomen se estremecieron al contacto.
—¿Esperabas un bálsamo? —Le preguntó Laurent— Lo trajeron para ti desde más allá de la pendiente.
Hielo. Era hielo envuelto en la tela, presionado suavemente en los moretones de su lado izquierdo. Su
tórax se levantaba y caía con su respiración. Laurent lo sostuvo firmemente. Después del momento
incómodo, Damen sintió el hielo comenzar a calmar el calor de la herida, esparciendo un fresco ador-
mecimiento, tal que los músculos tensos comenzamos a relajarse mientras el hielo se derretía.
—Le dije a los hombres de los clanes que hicieran que doliera —dijo Laurent.
—Salvó mi vida —contestó Damen.
Después de una pausa, Laurent dijo.
—Dado que no puedo aventar una espada.
Damen tomó el paño con el hielo, mientras Laurent se retiraba y le decía—: Ahora sabes que aquellos
fueron los mismos hombres que atacaron Tarasis. Halvik y sus jinetes van a llevar a diez de ellos con
nosotros a Breteau, y de ahí a Ravenel, donde los usaré para intentar quitar ese estancamiento de la
frontera.— Agregó, casi en manera de disculpa— Halvik tendrá al resto de los hombres, y todas las
armas.
Siguió ese pensamiento hasta su conclusión.
—Ella ha aceptado usar las armas para asaltar e invadir el sur de Akielos, en lugar de cualquier lugar
dentro de tus fronteras.
—Algo por el estilo.
—Y en Ravenel, quieres decir que deseas exponer a tu tío como el “patrocinador” del ataque.
—Así es —asintió Laurent—. Creo… que las cosas se van a tornar muy peligrosas.
—“Se van a tornar”
—Touars es quien necesita ser convencido. Si odiabas a Akielos —dijo Laurent—, más que nada, y se
te ha dado una oportunidad para atacarlos como nunca antes, ¿Qué te detendría? ¿Por qué habrías
de bajar la espada?
—No lo haría —contestó Damen—. Tal vez si estuviera aún más enojado hacia alguien más.
Laurent dejó salir una respiración un poco extraña, y después alejó su mirada. Afuera, los tambores
estaban cesando, pero sonaban como algo distante, apartado del silencioso espacio de la tienda.
—No es así como planeaba pasar estas vísperas de guerra —dijo Laurent.
—¿Conmigo en tu cama?
—Y en mis confesiones.
Laurent se lo dijo mientras sus ojos regresaban a los de Damen. Por un momento pareció como si fuera
a decir algo más, pero en lugar de hablar, empujó la capa fuera del camino, y se recostó. El cambió de
posición significaba el fin de la conversación, aunque Laurent llevó su muñeca a su frente, como si aún
estuviera inmerso en sus pensamientos.
—Mañana va a ser un largo día —dijo—. Cincuenta kilómetros de montañas, con prisioneros. Debemos
dormir.
El hielo se había derretido, dejando el paño empapado. Damen lo hizo a un lado. Había gotas de agua
en las líneas de su torso; las limpió, y después aventó el trapo lejos al final de la tienda. Estaba con-
sciente de que Laurent le estaba mirando de nuevo, incluso aunque yacía relajado, su pálido cabello
mezclándose con las suaves pieles, una fina línea de su piel estaba visible hasta la abertura suelta de
su pijama Vasko. Pero después de un momento Laurent desvió sus ojos a otro lugar, y luego los cerró,
y ambos se dieron la tarea de ir a dormir.
Capítulo 14
Traducido por Ella R
Corregido por Reshi

—Su Alteza —. Jord a caballo los saludaba. Estaba acompañado por otros dos jinetes que sostenían
antorchas para alumbrar en la oscuridad —. Enviamos exploradores para encontrarlo.

—Diles que regresen —dijo Laurent. Jord refreno su caballo, asintiendo.

Treinta millas de montañas, cargando con prisioneros. Les había llevado doce horas, un viaje lento y
pesado, con hombres que se balanceaban y luchaban con sus sillas de montar, ocasionalmente apa-
leados en estupefacción por tener que obedecer a mujeres. Damen recordó cómo se sentía.

Había sido un largo día con un sobrio comienzo. Se había despertado rígido, con el cuerpo protestando
contra cualquier cambio de posición que hiciera. A su lado, una pila de lo que visiblemente parecían
pieles vacías. No Laurent. Cualquier signo que indicara ocupación reciente estaba a una mano de
distancia de su cuerpo, sugiriendo la cercanía de la noche, que no había llegado a ser una proximidad
transgresiva; alguna clase de instinto de preservación aparentemente había impedido que Damen ro-
dara en la cama durante la noche, y que lanzara su brazo sobre el pecho de Laurent y apretarse a su
lado para hacer que la pequeña carpa pareciera más grande de lo que era.

Como consecuencia de aquello, Damen todavía estaba unido a sus extremidades, y hasta le habían
devuelto sus ropas. Gracias, Laurent. Montando con la cabeza hacia abajo por el empinado declive no
era algo que prefiriera hacer vistiendo un taparrabo.

El día a caballo que le había seguido había transcurrido inquietamente sin eventos. Habían alcanzado
unas pequeñas laderas a mediados de la tarde, y por una vez no habían sufrido emboscadas ni inte-
rrupciones.

El ligero ascenso y descenso de la colina había sido tranquilo, estirándose hacia el sur y el oeste. Lo
único que había roto con su paz había sido la rareza de su propia procesión: Laurent montando al frente
de una tropa de mujeres Vaskias en sus peludos ponis, escoltando a sus diez prisioneros, amarrados
con soga a sus caballos.

Ahora la noche había caído y los caballos se encontraban exhaustos, algunos de ellos ya no tenían
fuerzas para levantar sus cabezas mientras caminaban y los prisioneros habían dejado de luchar ya
hacía rato. Jord salió de la formación para unírseles.

—Breteau está despejado —dijo—. Los hombres de Lord Touars cabalgaron de vuelta hacia Ravenel
esta mañana. Nosotros elegimos continuar y esperar. No se ha oído palabra de ninguna dirección, ni
de las fronteras, ni de los fuertes, ni de usted. Los hombres estaban comenzando a ponerse inquietos.
Estarán felices con su regreso.

—Quiero que estén listos para patrullar al amanecer —dijo Laurent.


Jord asintió, luego lanzo una mirada impotente a las mujeres y sus prisioneros.

—Sí, aquellos son los hombres que causaron los ataques en la frontera —dijo Laurent, contestando la
pregunta que había quedado implícita.

—No parecen ser de Akielanos —dijo Jord.

—No —fue todo lo que respondió Laurent.

Jord asintió frunciendo el ceño mientras se encaminaban hacia la última cima para ver las sombras y
los puntos luminosos del campamento a la noche. El embrollo llego después, a medida que la historia
volvía a narrarse una y otra vez por los hombres, encargándose de condimentarla a su gusto mientras
pasaba por el campamento.

El Príncipe había salido a patrullar, con un solo soldado. En lo profundo de las montañas había perse-
guido a las ratas responsables de las matanzas. Los había arrancado del agujero en el que se escon-
dían y peleado contra ellos, treinta contra uno, por lo menos. Los había conducido de vuelta, azotados
y sometidos. Aquello era el Príncipe para ellos, un sinuoso y vicioso demonio con quien nunca deberías
cruzarte, a menos que quisieras que tu garganta fuera servida en un plato. Porque, una vez, había con-
ducido un caballo a la muerte solo para vencer a Torveld de Patras en una carrera.

La hazaña se veía reflejada en los ojos de los hombres como la salvaje e imposible cosa que era; su
Príncipe había desaparecido durante dos días, y luego reaparecido en la noche con un grupo de prisio-
neros sobre sus hombros, lanzándolos a los pies de su tropa y diciendo: “¿Los querían? Aquí están.”

—Has recibido una golpiza —dijo Paschal después.

—Treinta contra uno, por lo menos —dijo Damen.


Paschal soltó un bufido, y luego dijo—: Es algo bueno lo que estás haciendo, manteniéndote a su lado.
Manteniéndote a su lado a pesar que no sientes amor por este país.

En vez de aceptar la invitación a la fogata, Damen se encontró caminando en los límites del campa-
mento. Detrás de él, las voces comenzaban a distanciarse: Rochert diciendo algo sobre cabello rubio y
temperamento. Lazar reviviendo el duelo de Laurent contra Govart.

Breteau estaba muy diferente a la última vez que Damen lo había visto. Pilas de madera quemándose
habían sido reemplazadas con suelo despejado. Los fosos a medio cerrar habían sido rellenados. Las
lanzas rotas y los signos de pelea habían desaparecido. Viviendas dañadas más allá del reparo habían
sido cuidadosamente desmontadas para su re utilización como materiales.

El campamento mismo era una serie de tiendas geométricamente ordenadas enfrentando al oeste del
pueblo. Los lienzos inclinados estaban tirantes en líneas rigurosas, y hacia el extremo más alejado del
campamento se encontraba la tienda de Laurent, la cual había sido preparada pese a su ausencia. En-
tre las ordenadas columnas los hombres transcurrían con paso amigable, menos rígido, desde y hacia
la fogata.

No era una victoria. No todavía. Todavía estaban a un día de camino a Ravenel. Eso significaba que
su ausencia seria de cuatro días, como mínimo. Asumiendo que los caballos y los caminos se hallaban
en óptimas condiciones, el mensajero del Regente habría llegado ciertamente para aquel entonces,
adelantándoseles, por lo menos, un día en el camino hacia Ravenel.

Probablemente había sucedido aquella mañana, mientras Damen caminaba hacia una carpa vacía.
El mensajero precipitándose hacia el patio del fuerte, siendo rápidamente introducido al gran salón y
todos los lores de Ravenel amontonándose a su alrededor para oír su mensaje. Esto, en ausencia del
príncipe, quien se había desvanecido durante una crisis y no había regresado como había prometido,
echando a perder el momento en que mas necesitaba ser tomado en serio para forjar decisiones y de-
finir eventos. En aquel sentido, ya habían tardado demasiado.

Pero la improbable procesión de hoy entre las colinas estaba planeada en un nivel que nunca antes
le había atribuido a Laurent. Había negociado el contraataque con Halvik la tarde anterior a oír las pri-
meras noticias de los ataques en su lado de la frontera. Los mensajes y sobornos que habían fluido de
Laurent hacia el clan de Halvik habían comenzado incluso días antes de todo aquello. Laurent debió
haber adivinado la manera en que su tío gatillaría un conflicto en la frontera y comenzaría sus propias
preparaciones para contrarrestarlo, mas que listo para hacerlo.

Damen recordó la primera noche en Chastillon: el trabajo descuidado, las peleas, la pobre calidad de
las soldaduras. El Regente había arrojado a su sobrino una caótica muchedumbre de hombres y Lau-
rent los había golpeado con órdenes de formación. Le había brindado un capitán ingobernable y Lau-
rent lo había vencido. Había desatado una peligrosa fuerza en la frontera y Laurent los había llevado de
vuelta, neutralizando su poder e inmovilizándolos. Controlado, controlado y controlado. Cada elemento
fuera de lugar fue arrastrado bajo el monumental control de Laurent.

Corazón, cuerpo y mente, estos hombres pertenecían al Príncipe. Su trabajo duro y disciplina eran
evidentes en cada parte del campamento y el pueblo de alrededor.

Damen dejo que el aire frio de la tarde entrara en él, y que penetrara hasta sus huesos el virtuosismo
de aquel viaje del que era protagonista, y el hecho de cuán lejos había llegado.

Y en el frio aire de la tarde, pudo admitirlo, de una manera que antes no había dejado a si mismo admitir.

Hogar.

Su hogar estaba justo al otro lado de Ravenel. El momento en que tendría que dejar Vere se estaba
acercando.

Al igual que el ritmo de sus latidos, sabia los pasos que debía seguir para regresar. Escapar lo llevaría
a través de la frontera hacia Akielos, donde cualquier herrero quedaría satisfecho con llevarse el oro de
sus muñecas y cuello. Aquel oro le compraría el acceso hacia sus defensores en el norte; el más fuerte
de ellos era Nikandros, cuya implacable enemistad hacia Kastor se había mantenido durante muchos
años. Entonces, el tendría fuerzas suficientes para continuar hacia el sur.

Miro hacia la tienda de Laurent, los banderines desplegados en la briza, con destellos ondulando. Las
voces distantes de los hombres aumentaron por un momento, luego se habían ido. No seria así. Sería
una campaña sistemática moviéndose al sur, hacia Ios, que aumentaría con el apoyo que tenia de las
facciones de kyroi. El no se escabulliría fuera del campamento en la noche para hacer girar planes
locos, no se vestiría con ropas desconocidas, no forjaría alianzas con clanes deshonestos, ni pelearía
junto a guerreras montadas en ponis, capturando bandidos improbables en las montañas.

No volvería a lo mismo otra vez.

Laurent estaba sentado con un codo sobre la mesa, estudiando un mapa, cuando Damen entro a la
tienda. Braceros calentaban el lugar y lámparas lo iluminaban con el destello de llamas.

—Una noche más —dijo Damen.

—Mantén a los prisioneros vivos, a las mujeres tranquilas y a mis hombres lejos de las mujeres —dijo
Laurent, como si estuviese recitando una lista —. Ven aquí y hablemos de geografía.

Acepto la oferta y fue a su lado, tomando asiento frente a Laurent.

Laurent deseaba discutir, nuevamente y esta vez con meticulosos detalles, cada centímetro de tierra
entre donde se hallaban y Ravenel, al igual que a lo largo de la sección norte de la frontera. Damen lo
provino de todo lo que conocía y hablaron durante varias horas, comparando la calidad de las pendien-
tes y del suelo con la región que acababan de atravesar a caballo.

El campamento afuera se había rendido a la quietud de la profunda noche cuando Laurent finalmente
desprendió su atención del mapa y dijo:

—Bien. Si no nos detenemos ahora, seguiremos durante toda la noche.

Damen observo cómo se levantaba. Laurent no tendía a mostrar ningún signo de fatiga. El control que
imponía y mantenía sobre la tropa era una extensión del control que se regía a sí mismo. Existían al-
gunas historias. Las palabras, tal vez. La mandíbula de Laurent estaba cubierta con cardenales, una
marca donde había impactado el golpe del líder del clan. Laurent tenía la clase de piel fina que se
magullaba como una suave fruta al tocarse. La lámpara lo alumbraba mientras Laurent distraídamente
llevaba su mano a su muñeca para comenzar a desvestirse sin prisa.

—Aquí —dijo Damen—, permíteme hacerlo.

Damen se levanto e intervino la actividad de Laurent, dejando que sus dedos se encargaran de los la-
zos en las muñecas de Laurent, luego con los de su espalda. La chaqueta se abrió en dos, como si se
pelara un guisante y el la empujo hasta quitársela.
Liberado del peso de la chaqueta, Laurent estiro su hombro como lo hacía a veces, luego de un largo
día sentado en la montura. Instintivamente, Damen llevo su mano hacia arriba para masajear el hombro
de Laurent gentilmente, y luego se detuvo.

Laurent se quedó muy quieto, mientras Damen se daba cuenta de lo que había hecho y que todavía
tenía bajo su agarre el hombro de Laurent. Sintió los músculos duros como madera debajo de su mano.

—¿Tenso? —pregunto Damen, como si nada.

—Algo —contesto Laurent, luego de un momento en el cual el corazón de Damen golpeteo dos veces
dentro de su pecho.

Damen condujo su otra mano hacia el otro hombro de Laurent, más que nada para evitar que se vol-
viera inesperadamente y lo expulsara. Se posiciono detrás de Laurent y mantuvo su práctico agarre tan
impersonal como era posible.

—¿Los soldados en el ejército de Kastor están entrenados para masajear? —dijo Laurent.

—No —respondió Damen—, pero creo que aquellos conocimientos son fáciles de dominar. Si uno de-
sea hacerlo.

Aplico una gentil presión en sus pulgares. Luego agrego;

—Me trajiste hielo anoche.

—Esto —dijo Laurent— es algo más… —era una palabra afilada—intimo —dijo finalmente— que el
hielo.

—¿Demasiado intimo? —dijo Damen. Lentamente había comenzado a masajear los hombros de Lau-
rent.

Generalmente no se veía a sí mismo como alguien con impulsos suicidas. Laurent no se había relajado
para nada, solo se mantuvo allí sin moverse.

Y luego, mientras realizaba círculos con sus pulgares, un musculo se desplazo bajo la presión, liberan-
do una secuencia que bajo por la espalda de Laurent. Sin quererlo, Laurent dijo;

—Mm… allí.

—¿Aquí?

—Sí.

Sintió como Laurent sutilmente se relajaba al trabajo de sus manos, sin embargo, al igual que un hom-
bre que cierra los ojos cuando se encuentra al borde de un acantilado, aquello fue un acto de tensión
continua, no rendición. El instinto mantuvo los movimientos de Damen sin desviaciones, prácticos.
Respiro cuidadosamente. Podía sentir toda la estructura de la espalda de Laurent: la curvatura de sus
omoplatos, y entre ellos, debajo de las manos de Damen, los firmes músculos que se ponían en funcio-
namiento cuando Laurent empuñaba la espada.

El lento masajeo continuó. Hubo otro movimiento en el cuerpo de Laurent, otra leve, semi reprimida
reacción.

—¿Así?

—Sí.

La cabeza de Laurent había caído hacia adelante un poco. Damen no tenía idea que estaba haciendo.
Era remotamente consiente que había tenido sus manos sobre el cuerpo de Laurent otra vez anterior-
mente, y no lo podía creer, debido a que se sentía tan imposible ahora. Sin embargo aquel momento
anterior se sintió conectado al que estaba ocurriendo ahora, incluso con el contraste de su precaución
actual acerca de la forma desprevenida que había dejado que sus manos se deslizaran sobre la mojada
piel de Laurent.

Damen bajo la mirada y vio la manera en que la tela blanca se movía levemente bajo sus pulgares. La
camiseta de Laurent colgaba de su cuerpo, como una capa adicional. Entonces, la mirada de Damen
viajo a lo largo de su equilibrada nuca y luego a una mecha de cabello dorado detrás de su oreja.

Damen dejo que sus manos se movieran lo suficiente para buscar nuevos nudos en los músculos que
aliviar. En el cuerpo de Laurent, siempre, reinaba aquella vacilante tensión.

—¿Acaso es tan difícil relajarse? —dijo Damen, tranquilamente —. Basta con que camines afuera para
ver lo que has logrado. Esos hombres son tuyos —. No le prestó atención a los signos, las leves faltas
de flexibilidad —. No importa lo que pase mañana. Tú has hecho mucho más de lo que alguien alguna
vez…

—Suficiente —dijo Laurent, empujándose a si mismo lejos inesperadamente.


Cuando Laurent lo enfrento, sus ojos estaban oscuros. Sus labios separados con incertidumbre. Había
llevado su mano hacia su propio hombro, como persiguiendo el toque de un fantasma allí. No parecía
exactamente relajado, pero el movimiento si pareció algo más tranquilo. Dándose cuenta de aquello,
Laurent dijo con torpeza;

—Gracias —. Y luego, en irónico reconocimiento agrego—: Quedar inmovilizado deja algo de impre-
sión. No me daba cuenta que ser capturado podía llegar a ser tan incomodo.

—Bueno, sí lo es —las palabras sonaron casi normales.

—Prometo que nunca te atare a la parte trasera de un caballo —dijo Laurent. Hubo una pausa en la
cual su mirada mordaz paso a estar sobre él.

—Tienes razón, todavía estoy capturado —dijo Damen.


—Tus ojos dicen “Por ahora” —dijo Laurent —, tus ojos siempre han dicho “por ahora” —. Luego agre-
go—: Si fueras una mascota, te hubiese dotado lo suficiente como para adquirir tu contrato, todas las
veces que quisiera.

—Seguiría aquí —dijo Damen— contigo. Te dije que venía a la frontera a luchar hasta el final. ¿Piensas
que me retractaría de mis palabras?

—No —dijo Laurent, como si lo estuviera descubriendo por primera vez —. No creo que lo harías. Pero
sé que no te gusta. Recuerdo como te enloquecía en el palacio, sentirte atado e impotente. Ayer sentí
como desesperadamente querías golpear a alguien.

Damen descubrió que se había movido sin darse cuenta, sus dedos levantados para tocar el borde
magullado de la mandíbula de Laurent.

—Al hombre que te ha hecho esto.

Las palabras salieron. La calidez de su piel bajo sus dedos en aquel momento capturó toda su atención,
antes de caer en la cuenta que Laurent se había lanzado hacia atrás y lo estaba observando con sus
ojos azules de grandes pupilas.

Damen fue súbitamente consciente de que tan fuera de control estaba, se sentía, y acudió violentamen-
te a sus facultades para tratar de ponerle un alto a aquello.

—Lo lamento. Yo… soy mejor que eso —. se forzó a sí mismo a retroceder. Luego dijo—: Creo que…
mejor iré a reportarme a la guardia. Puedo tomar un turno esta noche.

Giro para marcharse y cruzo la tienda hasta llegar a su entrada. La voz de Laurent lo sorprendió con
una mano sobre la lona que servía de puerta.

—No. Espera. Yo… espera.

Damen se detuvo y giro. La mirada de Laurent estaba afilada con una emoción indescifrable y su man-
díbula estaba puesta en un nuevo ángulo.

El silencio se alargó durante tanto tiempo que cuando las palabras salieron, dejaron tras de sí una
conmoción.

—Lo que dijo Gorvat sobre mi hermano y yo… no era verdad.

—Siempre supe que no lo era —dijo Damen, intranquilo.

—Me refiero a que cualquier… cualquiera sea la mancha que existe en mi familia, Auguste estaba libre
de ella.

—¿Mancha?

—Quería decírtelo porque tú… —comenzó Laurent, mientras forzaba sus palabras a salir—. Tú me
recuerdas a él. Era el mejor hombre que alguna vez llegue a conocer. Mereces saber esto al igual que
mereces, por lo menos un buen… En Arles, te trate con maldad y crueldad. No te ofenderé intentando
que pagues por actos con palabras, pero no volveré a tratarte de esa manera otra vez. Estaba enfada-
do. Enfadado no es exactamente la palabra —Había abarcado mucho; un irregular silencio le siguió.

Laurent continúo calmadamente;

—¿Tengo tu palabra de que veras las escaramuzas de esta frontera hasta el final? Tú tienes la mía:
Quédate a mi lado hasta que esto termine y yo mismo te quitare las esposas y el collar. Serás libre por
mi propia voluntad. Nos enfrentaremos el uno al otro como hombres libres. Lo que sea que suceda
entre nosotros dos, puede pasar entonces.

Damen se quedó mirándolo. Sintió una extraña presión en su pecho. La luz de la lámpara pareció on-
dear y parpadear.

—No es un truco —dijo Laurent.

—Me dejaras ir —dijo Damen.


Esta vez, fue Laurent quien guardo silencio, devolviéndole la mirada. Damen prosiguió;

—¿Y… hasta entonces?

—Hasta entonces, eres mi esclavo, y yo soy tu Príncipe, y eso es todo lo que hay entre nosotros —.
Entonces, volviendo a su tono usual de voz, agrego—: Y no necesitas hacer guardia. Descansa pru-
dentemente.

Damen busco en su rostro, pero no encontró nada que pudiera leer, lo que suponía, mientras levantaba
las manos hacia los lazos de su propia chaqueta, era lo típico.
Capítulo 15
Traducido por Ella R
Corregido por Rogie Katworld

Había despertado mucho antes de que amaneciera

Tenía deberes que cumplir, tanto dentro de la tienda como fuera de ella. Antes de levantarse y comen-
zar con los quehaceres, se recostó un largo tiempo con un brazo sobre su frente, su camisa desparra-
mada por su pecho y el enredón suelto alrededor suyo, mirando los pliegues que colgaban de la seda
tejida.

Cuando salió, los movimientos que se percibían no eran los de gente despertando, sino los de una
continuación del trabajo que se extendió durante la noche: hombres reportándose con antorchas entre
los fogones, el silencio paciente de la guardia, exploradores desmontando y entregando información a
los comandantes nocturnos, que también se mantenían despiertos.

El comenzó su trabajo temprano, alistando la armadura de Laurent, separando cada pieza, estiran-
do cada correa, verificando cada remache. El complicado trabajo en metal con bordes acanalados y
decorados era tan familiar para él como el suyo propio. Había aprendido a manipular las armaduras
de Vere.

Cuando hubo terminado, volvió su atención al inventario que tenía que hacer de las armas: verificar
que cada espada estuviera inmaculadamente libre de marcas e imperfecciones, que las empuñaduras
y pomos estén pulidos de manera que nada pueda engancharse o estorbar, y que no hubiera cambios
en el balance que podrían, aunque fuese un momento, desconcentrar al hombre que la manejara.

Al volver, encontró la tienda vacía. Laurent tenía que atender negocios temprano. El campamento
todavía estaba envuelto en oscuridad, las carpas cerradas en dichoso reposo. Los hombres, sabia,
estaban anticipando la cabalgata hacia Ravenel con la misma clase de aprobación con la cual Laurent
había cabalgado hacia su propio campamento: aclamaciones para los hombres que acarrearon a los
delincuentes hacia allí.

Sinceramente, Damen encontró difícil imaginar cómo exactamente Laurent planeaba usar a sus
prisioneros para persuadir a Lord Touars a ceder a la pelea. Laurent era bueno hablando, pero los
hombres como Touars tenían poca paciencia para hablar. Incluso aunque los lords de la frontera de
Vere pudieran ser persuadidos, los comandantes de Nikandros ya estarían golpeteando sus espadas.
Las que golpeteándolas. Habían habido ataques en ambos lados de la frontera, y Laurent había visto
los movimientos de las fuerzas de Akielos con sus propios ojos, al igual que Damen.

Un mes atrás, hubiera esperado, al igual que los hombres, que los prisioneros fueran llevados a ras-
tras hacia Touars, la verdad siendo proclamada abiertamente, los tratos del Regente expuestos frente
a todos.
Ahora… Damen podía fácilmente mentirle a Laurent, negando saber algo sobre el responsable, per-
mitiéndole a Touars encontrar su propio camino hacia el Regente. Pero prácticamente podía ver la fin-
gida preocupación en la mirada azul de Laurent acerca de la verdad, seguida de su fingida sorpresa
cuando se revelara. La búsqueda misma funcionaria como una táctica dilatoria, alargando las cosas,
tomando el tiempo necesario.

Decepción y doble negociación, parecía suficientemente de Vere. Hasta llego a pensar que si Laurent
mantenía su promesa, podría llegar a realizarse.

¿Y luego? ¿La exposición del Regente, culminando en la noche en que Laurent fuera hacia él y lo
liberara con sus propias manos?

Damen se encontró a si mismo pasando las hileras en las que se encontraban dispuestas las tiendas,
con Breteau todavía silencioso tras de él. Pronto amanecería, los primeros sonidos de las gargantas
de los pájaros, el cielo aclarando, las estrellas desvaneciéndose con la salida del sol. Cerro sus ojos,
sintiendo como su pecho subía y bajaba.

Era imposible, pero se permitió imaginar, solo una vez, como seria enfrentarse a Laurent como un
hombre… si no hubiera existido la enemistad entre sus países, Laurent podría haber viajado hacia
Akielos como parte de una embajada, la atención de Damen atraída superficialmente por su cabello
rubio. Hubiesen atendido a banquetes y deportes juntos y Laurent… había visto a Laurent con aque-
llos que le rendían culto, encantador y afilado, sin llegar a ser letal; y era suficientemente honesto
consigo mismo para admitir que si hubiera conocido a Laurent de aquella manera, pestañas doradas
y comentarios punzantes, podría haberse encontrado en alguna clase de peligro.

Sus ojos se abrieron del golpe al escuchar el sonido de jinetes.

Siguiendo el sonido, se condujo entre los árboles y se encontró a si mismo justo en el borde del cam-
pamento de Vask. Dos mujeres a caballo habían pasado y otra se estaba marchando. Recordó que
Laurent había pasado algún tiempo negociando acuerdos con los de Vask la noche anterior. Recordó
que se suponía que ningún hombre debía estar allí, mientras una punta de lanza apareció en su cami-
no. Se mantuvo quieto.

Levanto sus manos en un gesto de rendición. La mujer sosteniendo la lanza no la utilizó para atra-
vesarlo. En cambio, le dio una larga mirada especulativa y luego le hizo gestos para que continuara
avanzando. Con lanzas en su espalda, entro al campamento.

A diferencia del campamento de Laurent, el campamento de Vask estaba activo. Las mujeres ya es-
taban despiertas y avocadas a la tarea de liberar a sus catorce prisioneros de sus ataduras nocturnas
y volverlos a amarrar para el día que comenzaba. Y algo más ocupaba su atención. Damen vio que
estaba siendo llevado hacia Laurent, que estaba concentrado en el dialogo con las dos jinetes que
habían desmontado y estaban junto a sus caballos exhaustos. Cuando Laurent lo diviso, concluyo sus
negocios y se le acerco. La mujer con la lanza había desaparecido.

—Temo que no tengas tiempo. —le dijo Laurent

El tono era claro.

—Gracias, pero vine porque escuche los caballos.

—Lazar dijo que vino porque se equivoco de camino.

Hubo una pausa, en la cual Damen descarto varias réplicas. Eventualmente, igualando el tono de
Laurent, contesto
—Lo noto. ¿Prefieres privacidad?

A lo que Laurent respondió

—No podría tenerla, por más que quisiera. Un grupo de rubias de Vask realmente podría desheredar-
me. Yo nunca…—hubo una pausa— con una mujer.

—Es muy placentero.

—Tú lo prefieres.

—Mayormente.

—Auguste también prefería a las mujeres. Me dijo que una vez que creciera me acostumbraría a
ellas. Le dije que él tendría herederos y yo leería libros. Tenía… ¿nueve? ¿Diez años? Creía que ya
había crecido lo suficiente. Los riesgos de ser demasiado confiado.
Al límite de responderle, Damen se detuvo. Él sabía que Laurent podía hablar así infinitamente. No
siempre dejaba entrever la realidad de sus palabras, pero a veces lo hacía.

—Puedes descansar tranquilo. Estas listo para enfrentarte a Lord Touars.

Observo como Laurent se detenía. La luz del cielo ahora era azul oscuro y cada vez iba aclareciendo
más. Podía apreciar el cabello rubio de Laurent en la penumbra, pero no su rostro. Damen supo que
había algo que, durante un largo tiempo, quería preguntar.

—No entiendo como tu tío te tiene acorralado. Puedes vencerlo. Te he visto hacerlo.

—Tal vez pareciera que puedo vencerlo ahora. Pero cuando todo este juego comenzó yo era… más
joven.

Llegaron al campamento. Las primeras voces provinieron de las líneas donde se hallaban armadas
las tiendas. La tropa, en la grisácea luz del amanecer, comenzó a despertar.

Más joven. Laurent había tenido catorce años durante su estadía en Marlas. A menos que… Damen
acomodo meses en su cabeza. La batalla había sido librada al comenzar la primavera, Laurent había
alcanzado la madurez cuando esta llegaba a su fin. Así que no. Más joven. Trece años, en la cúspide
de los catorce.

Intento imaginarse como había sido Laurent a los trece, pero experimento una falta total de imagina-
ción. Era imposible imaginárselo peleando en batalla a esa edad, al igual que era imposible imaginar-
lo persiguiendo a su hermano mayor al cual adoraba. Era imposible imaginarlo adorando a alguien.

Las tiendas se desarmaron, los hombres se balancearon sobre sus monturas. La vista de Damen era
de una espalda recta y una cabeza de color más claro que el oro del Príncipe al cual se había enfren-
tado hacía ya tantos años.

Auguste. El honorable hombre en un campo traicionero.

El padre de Damen había invitado al heraldo de Vere a su tienda en buena fe. Le había ofrecido térmi-
nos claros: cedan sus tierras y vivirán. El heraldo había escupido al suelo y dicho “Vere nunca se ren-
dirá ante Akielos” mientras los primeros sonidos de un ataque de Vere provenían del exterior. Ataques
disfrazados de diálogos, la peor ofensa al honor, con reyes en el campo.
Pelea contra ellos, había dicho su padre. No confíes en ellos. Su padre había tenido razón, y había
estado listo.

Vere estaba lleno de cobardes e impostores. Debieron haberse dispersado cuando su desleal ataque
se encontró con toda la fuerza del ejército de Akielos. Pero por alguna razón, no habían caído a la pri-
mera señal de una batalla real; se habían mantenido firmes y habían presentado armas, y, hora tras
hora, habían luchado hasta que las líneas de Akielos comenzaron a decaer y flaquear.

Y su general no era el Rey, era un Príncipe de veinticinco años manejando el campo de batalla.

Padre, puedo vencerlo, había dicho.

Entonces ve, su padre había contestado. Y devuélvenos la victoria.

El campo era conocido con el nombre de Hellay y Damen lo conocía como la palma de su mano; lo
había estudiado a la luz de las velas, sobre una inclinada cabeza dorada. Discutiendo la calidad del
suelo con Laurent, la noche anterior había dicho;

—No ha sido un verano muy duro. El suelo estará cubierto de césped, útil para los jinetes en caso
que necesitemos desviarnos de la carretera—. Resulto estar en lo cierto. El césped grueso y suave se
expandía bajo sus pies. Las colinas se desplegaban ante ellos, fluyendo una hacia la otra y también
hacia el este.

El sol se elevó en el cielo. Habían cabalgado desde antes que amaneciera, pero en el momento en
que llegaron a Hellay, había suficiente luz como para diferenciar algo elevado de algo plano, césped
de cielo, cielo de lo que se encontraba bajo este.

El sol brillaba sobre ellos cuando una colina al sur comenzó a moverse: una línea gruesa con deste-
llos plateados y rojos.

Damen, cabalgando a la cabeza de la tropa refreno su caballo y Laurent a su lado hizo lo mismo. Sus
ojos sin dejar, ni por un momento, de mirar hacia la colina. Aquello ya no era una línea abstracta, sino
que parecían formas reconocibles en la distancia y Jord había comenzado a detener a la tropa.

Rojo. Rojo, el color de la Regencia, garabateado con la iconografía de los fuertes en la frontera,
alzándose, flameando. Aquellos eran los banderines de Ravenel. No solo los banderines, sino que
también hombres y jinetes, fluyendo en lo alto de la colina como vino derramándose sobre una copa
llena, manchando y oscureciendo su pendiente, a medida que se esparcían.

En aquel momento, las columnas eran todavía visibles. Era posible estimar un número aproximado,
quinientos o seiscientos jinetes, dos series de ciento cincuenta hombres de infantería. Juzgando a
partir de lo que Damen había visto de las viviendas en el fuerte, aquel era todo el contingente de ca-
ballos de Ravenel, y una menor pero sustancial porción de su infantería. Su propio caballo se movió
quisquillosamente debajo de él.

Al siguiente momento, pareció como si las laderas a su derecha también se transformaban en figuras,
mucho más cercanas. Tanto como para reconocer la forma y el uniforme de los hombres. Era el des-
tacamiento que Touars había enviado a Breteau, que había partido el día anterior. No habían desapa-
recido, sino que estaban allí, esperando. Añadían otros doscientos al número.

Damen podía sentir la tensión nerviosa de los hombres atrás suyo, rodeados de colores que la mitad
de ellos recelaba con su cuerpo entero, y sobrepasados en número diez a uno.
Las fuerzas de Ravenel en la colina comenzaron a separarse, expandiéndose en forma de V.

—Se están moviendo para flanquearnos. ¿Nos han confundido con una tropa enemiga? —dijo Jord,
confundido.

—No —respondió Laurent.

—Todavía queda una senda abierta para nosotros, hacia el norte —dijo Damen.

—No —contesto Laurent.

Una partida de hombres se separo de la columna principal de Ravenel y comenzó a dirigirse hacia
ellos.

—Ustedes dos —ordeno Laurent mientras espoleaba al caballo.

Damen y Jord le siguieron cabalgando sobre los largos campos de césped, para encontrarse con Lord
Touars y sus hombres.
Siguiendo las formas y protocolos, aquello estaba mal para empezar. A veces sucedía, entre dos
fuerzas, alguna discusión entre los mensajeros, o un encuentro con los principales para discutir las
últimas condiciones o posturas antes de una lucha. A galope a través del campo, Damen sintió una
cierta inquietud sobre aquella reivindicación de los arreglos de guerra, que se vio agravada por el
tamaño de la “fiesta” que habían montado para reunirse, y los hombres que incluía.

Laurent refreno su caballo. La fiesta estaba liderada por Lord Touars, a su lado el Consejero Guion y
Enguerran, el Capitán. Tras ellos se encontraban doce soldados a caballo.

—Lord Touars —saludo Laurent.

Sin preámbulo, Lord Touars soltó;

—Ha visto nuestras fuerzas. Vendrán con nosotros.

A lo que Laurent respondió;

—Tomo por hecho que desde nuestro último encuentro ha recibido noticias de mi tío.

Lord Touars no respondió. Se limito a quedarse allí, indiferente, al igual que los jinetes envueltos en
armaduras detrás de ellos. Así que, atípicamente, Laurent fue el que tuvo que romper el silencio y
hablar.

—¿Ir con ustedes con que propósito?

El rostro de Lord Touars estaba marcado con desprecio;

—Sabemos que ha sobornado a los atacantes de Vask. Sabemos que esta esclavizado a los hombres
de Akielos, y que ha conspirado con Vask para debilitar a su país con saqueadores y ataques en la
frontera. El buen pueblo de Breteau cayó en manos de dichos saqueadores. En Ravenel, será juzga-
do y ejecutado por esta tracción.

—Traición —repitió Laurent.

—¿Puede negar que tiene bajo su protección a los hombres responsables por los ataques, y que los
ha entrenado en un intento de pasarle la culpa a su tío?

Las palabras se sintieron como un golpe de hacha. Puedes vencerlo había dicho Damen, pero ha-
bían pasado semanas desde que se había enfrentado al poder del Regente. Paso por su mente, con
un escalofrió, la idea de que los hombres capturados en efecto habían sido entrenados para aquel
momento, solo que no por Laurent. Laurent, quien, por consiguiente, había conducido hacia Touars la
misma soga de la cual lo colgarían.

—Puedo negar lo que quiera —dijo Laurent— en ausencia de pruebas.

—Él tiene pruebas. Tiene mi testimonio. Yo vi todo —. Un jinete se abrió paso indiscretamente des-
de atrás, empujando hacia atrás la capucha de su capa mientras hablaba. Se veía diferente con la
armadura de un aristócrata, con sus oscuros rizos elegantemente cepillados, pero la bonita boca era
familiar, como la voz antagonista y la belicosa mirada en sus ojos.

Era Aimeric.

La realidad se abrió paso. Un centenar de momentos inocuos mostrándose desde otra perspectiva.
A medida que el entendimiento golpeaba fríamente el estómago Damen, Laurent había comenzado a
moverse, no para hacer alguna clase de replica refinada, sino para mover su caballo frente al de Jord
y ordenarle.

—Regresa a la tropa. Ahora.

La piel de Jord había palidecido, como si hubiese sufrido el golpe de una estocada. Aimeric observa-
ba todo con su barbilla levantada, pero no le presto particular atención a Jord. La cara de Jord estaba
crudamente marcada con traición y condenada culpa, mientras arrastraba su mirada de Aimeric para
encontrarse con los duros e implacables ojos de Laurent.

Culpa, una violación a la confianza que corto los corazones de su tropa. ¿Hace cuanto tiempo había
desaparecido Aimeric, y hace cuanto, con una lealtad fuera de lugar, Jord lo había estado cubriendo?

Damen siempre había pensado en Jord como un buen Capitán, y todavía lo era, en ese momento:
con cara pálida y sin pronunciar excusa alguna ni demandar alguna de Aimeric, hizo lo que se le orde-
naba en silencio.

Y luego Laurent quedo solo, únicamente con su esclavo a su lado, y Damen sintió la presencia de
cada filo de espada, cada punta de flecha, cada soldado en formación en la colina. Y de Laurent,
quien levanto su fría mirada azul hacia Aimeric, como si todo lo demás no existiera.

—Te has ganado mi enemistad por esto. No disfrutaras de la experiencia.

—Te acuestas con gente de Akielos. Dejas que te follen —. Respondió Aimeric.
—¿Al igual que permitiste que Jord te follara? —dijo Laurent— Con la excepción que tu realmente lo
permitiste. ¿Acaso tu padre te dijo que lo hicieras, o fue un complemento de tu propia inspiración?

—Yo no traiciono a mi familia. No soy como tú —contrarresto Aimeric—. Tú odias a tu tío. Tenías sen-
timientos poco naturales hacia tu hermano.

—¿A los trece? —Desde la gélida mirada azul hasta la punta de las lustradas botas, Laurent no po-
dría haberse visto más incapaz de sentir algo por alguien—. Aparentemente, era aún más precoz que
tú.

Esto pareció haber exasperado a Aimeric todavía más.

—Pensaste que te estabas saliendo con la tuya en todo. Quería reírme en tu cara. Lo hubiese hecho,
si aquello no hubiera vuelto mi estomago boca abajo para servirte.

Lord Touars intervino.


—Vendrá con nosotros por propia voluntad, o vendrá después que subyuguemos a sus hombres.
Tiene una elección.

Laurent callo por un momento. Sus ojos pasaron por la tropa formada, el contingente de caballos flan-
queándolo en ambos lados y el complemento de la infantería, contra el cual su pequeño grupo, sus
números nunca fueron concebidos para la batalla librada.

Un juicio compadeciendo su palabra contra la de Aimeric sería una burla, porque entre aquellos
hombres Laurent no era bien visto como para defenderse. Estaba en las manos del bando de su tío.
En Arles, hubiese sido peor, el Regente mismo embarrando la reputación de Laurent. Cobarde. Sin
logros. No apto para el trono.

No le iba a pedir a sus hombres que murieran por él. Damen sabia aquello, al igual que sabía, con un
dolor en el pecho, que ellos lo harían si él se los pidiera. Esta muchedumbre de hombres, quienes no
hace mucho habían estado divididos, holgazanes y desleales, pelearían hasta la muerte por su Prínci-
pe, si él se los pidiera.

—Si me someto a sus soldados, y me rindo ante la justicia de mi tío —comenzó Laurent—¿Qué les
sucederá a mis hombres?

—Tus crímenes no son los de ellos. Habiendo cometido ningún error excepto la lealtad, se les será
concedida la libertad y se les devolverán sus vidas. Su grupo será disuelto y las mujeres serán escol-
tadas hacia la frontera de Vask. El esclavo será ejecutado, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Laurent.

El Consejero Guion hablo.

—Su tío nunca le dirá esto —dijo, conduciendo el caballo al lado de su hijo Aimeric—, por eso yo lo
hare. Siempre leal a tu padre y hermano, su tío le ha tratado con una clemencia que nunca ha mere-
cido. Usted le ha devuelto el favor pagando con desdén y menosprecio, negligencia en sus deberes y
deliberada indiferencia en cuanto a la vergüenza que trae a su familia. No me sorprende que su natu-
raleza egoísta le haya llevado a la traición, ¿pero cómo pudo corromper la confianza de su tío, luego
de la bondad con la que le ha prodigado?

—La gentileza desmedida de mi tío —dijo Laurent— le prometo que eso fue fácil.
Guion dijo;

—No parece mostrar arrepentimiento.

—Hablando de negligencia —dijo Laurent.

Levanto su mano. En la lejanía detrás de él, dos mujeres de Vask se habían separado de la tropa y
habían comenzado a cabalgar hacia ellos. Enguerran hizo un movimiento de inquietud, pero Touars
le indico que retrocediera. Las mujeres difícilmente marcarían una diferencia aquí o allá. Cuando se
encontraban a mitad de camino, se podía notar que una de las monturas de las mujeres estaba abul-
tada. Y luego, se podía notar con qué estaba abultada.

—Tengo algo que te pertenece. Te regañaría por tu descuido, pero justo me han dado una lección
sobre las maneras que los residuos de la tropa pueden resbalarse de un campamento a otro.

Laurent dijo algo en Vasko. La mujer arrojo el paquete de su caballo hacia la tierra, al igual que conte-
nidos no deseados que se agitaban.

Era un hombre, de cabello marrón y amarrado en muñecas y tobillos, como un jabalí que se ata a un
palo luego de la caza. Su rostro estaba cubierto de tierra, excepto cerca de su sien, donde su cabello
estaba revuelto con sangre seca.

No era un miembro del clan.

Damen recordó el campamento de Vask. Había catorce prisioneros hoy, cuando ayer había habido
diez. Miro bruscamente a Laurent.
—Si piensa —dijo Guion— que un torpe jueguito final con un rehén nos detendrá o retrasara de entre-
garlo a la justicia que se merece, está equivocado.

Enguerran comenzó a decir;

—Es uno de nuestros exploradores.

—Son cuatro de sus exploradores —respondió Laurent.

Uno de los soldados se apaleo del caballo y se arrodillo al lado del prisionero, mientras Touars frun-
ciéndole el ceño a Enguerran, dijo;

—¿Los informes están atrasados?

—Del este. No es inusual cuando el terreno es tan amplio —contesto Enguerran.

El soldado había cortado las ataduras de las manos y pies del prisionero y mientras intentaba apartar-
le la mordaza de la boca, el hombre se tambaleo hasta lograr sentarse con los movimientos estupe-
factos de un hombre que recién quedaba libre de duras ataduras.

Con la lengua pesada logro decir;

—Milord, una fuerza de hombres hacia el este, cabalgando para interceptarlo en Hellay…

—Esto es Hellay —dijo el Consejero Guion, con una afilada impaciencia, mientras el Capitán Engue-
rran miraba a Laurent con una expresión diferente.

—¿Qué fuerza? —pronuncio de repente la delgada y afilada voz de Aimeric.

Y Damen recordó una persecución sobre los tejados, arrojando ropa de lavandería a los hombres
debajo de ellos, mientras que en el cielo revoloteaban estrellas.

—Su muchedumbre de aliados de los clanes, o mercenarios de Akielos, sin duda—. Recordó un men-
sajero con barba cayendo de rodillas en la habitación de una posada.

—¿Te gustaría aquello, no? —dijo Laurent. Recordó como Laurent íntimamente intercambiaba mur-
muros con Torveld en un balcón perfumado, obsequiándole un rescate digno de un rey en esclavos.
El explorador estaba diciendo;
—…llevando los banderines del Principe junto a los amarillos de Patras.

Una nota ensordecedora de uno de los cuernos de las mujeres de Vask arrastro un sonido, como un
eco, distante y lúgubre, que sonó una y otra vez desde el este. Y en la empinada y extensa colina del
este los banderines aparecieron, junto con el destello de las armas y el uniforme del ejército.

Sin prestar atención a los hombres, Laurent no levanto su mirada hacia lo alto de la colina, sino que
los mantuvo sobre Lord Touars.

—¿Tengo elección? —pregunto Laurent.

¡Tú planeaste esto! Nicaise había arrojado aquellas palabras a Laurent ¡Querias que él lo viera!
—¿Piensas —dijo Laurent— que si depones un reto para luchar, yo no lo aceptaría?

Las tropas de Patras llenaron el horizonte este, brillantes bajo el sol de mediodía.

—Mi desdén y menosprecio —continuo Laurent— no necesitan tu clemencia. Lord Touars, me enfren-
tas en mi propio reino, habitas en mis tierras y respiras en mi placer. Haz tu propia elección.

—Ataca —. Aimeric pasaba la mirada de Touars a su padre; sus nudillos, que asían las riendas, es-
taban blancos —. Atácalo. Ahora antes que lleguen los otros hombres, tu no lo conoces, el tiene una
forma de torcer las situaciones para su propio beneficio.

—Su Alteza —interrumpió Lord Touars—, he recibido órdenes de su tío. Ellas conllevan la autoridad
total de la Regencia.

Laurent respondió.

—La Regencia existe para salvaguardar mi futuro. La autoridad de mi tío sobre usted depende de mí
subsiguiente autoridad sobre él. Sin eso, su deber es romper con él.

Lord Touars dijo;

—Necesito tiempo para considerarlo y volver a hablar con mis asesores. Una hora.

—Ve —dijo Laurent.


Una orden de Lord Touars y los hombres fluyeron hacia atrás sobre el campo hacia sus propias filas.

Laurent giro su caballo para enfrentar a Damen.

—Necesito que conduzcas a los hombres. Toma el mando de Jord. Es tuyo. Debió haber sido tuyo
desde el principio —. Las palabras se fueron endureciendo mientras hablaba de Touars —El peleara.

—Estaba vacilante —dijo Damen.

—Estaba vacilante. Guion lo sujetara firmemente. Guion ha amarrado su carro al tren de mi tío, y
sabe que cualquier decisión que termine conmigo en el trono termina con su cabeza colgada. No le
permitirá a Touars retractarse de esta pelea —dijo Laurent —. Pase un mes jugando batallas contigo
sobre un mapa. Tu estrategia en el campo es mejor que la mía. ¿Es incluso mejor que aquella de los
lores en la frontera de mi país? Aconséjame, Capitán.

Damen volvió a mirar a las colinas. Por un momento, entre dos ejércitos, él y Laurent estaban solos.

Laurent, con las tropas de Patras flanqueando por el este, igualaba en números y superaba las posi-
ciones. La supremacía final era cuestión de mantener aquellas posiciones y no caer en un exceso de
confianza ni en ninguna de las variadas estrategias de retroceso.

Pero Lord Touars estaba aquí, expuesto en el campo y la sangre de Akielos latía fuertemente en Da-
men. Pensó en un centenar de discusiones diferentes de Akielos sobre la imposibilidad de capturar a
los de Vere desde sus fuertes.

—Puedo ganarte esta batalla. Pero si quieres a Ravenel… —dijo Damen. Sintió como sus instintos
para la batalla se abrían paso dentro de él con la audacia suficiente como para tomar uno de los
fuertes más poderosos en la frontera de Vere. Era algo a lo que ni siquiera su padre se había atrevido
a intentar, a soñar siquiera —. Si quieres tomar Ravenel, necesitas quitarlos del fuerte, nadie adentro
ni afuera, sin mensajeros, sin jinetes y una veloz, limpia victoria sin la desintegración de la huida. Una
vez que en Ravenel se sepa lo que paso aquí, se erguirán las defensas. Necesitaras usar gente de
Patras para crear un perímetro, reduciendo la fuerza principal, luego romper las líneas de Vere. Lo
ideal sería que fueran las más cercanas a Touars. Sera más difícil.

—Tienes una hora —dijo Laurent.


—Esto hubiese sido más fácil —dijo Damen— si me hubieras dicho antes qué esperar. En las monta-
ñas. En el campamento de Vask.

—No sabía quién había sido —dijo Laurent.

Como una flor oscura, aquellas palabras se abrieron en su mente.

Laurent continuo;

—Tenías razón sobre él. Paso su primera semana aquí comenzando peleas, y cuando aquello no
funciono, se acostó con mi Capitán —. Su voz sin inflexión—¿Qué crees tú que fue lo que descubrió
Orlant que hizo que quedara atravesado por la espada de Aimeric?

Orlant, pensó Damen, y de repente se sintió asqueado.

Pero para aquel entonces, Laurent había espoleado al caballo y estaba galopando de vuelta hacia la
tropa.
Capítulo 16
Traducido por Ella R
Corregido por Reshi

Todos estaban tensos cuando regresaron. Los hombres estaban al borde, rodeados por los estan-
dartes del Regente. Una hora no era tiempo suficiente para hacer preparaciones. A nadie le gustaba.
Soltaron las carretillas, los sirvientes y los caballos extra. Se armaron y tomaron los escudos. Las
mujeres de Vask, cuya lealtad era provisional, retrocedieron con las carretillas, excepto dos quienes
se quedaron para luchar, entendiendo de sobremano que recibirían los caballos de los hombres que
mataran.

—La Regencia —dijo Laurent, dirigiéndose a la tropa— pensó en tomarnos por sorpresa, sobrepasán-
donos en número. Esperaban que nos entregáramos a ellos sin luchar.

Damen agrego;

—No permitiremos que nos acobarden, que nos sometan, ni que nos dominen. Cabalguen con fuerza.
No paren de pelear al llegar a la primera línea. ¡Estamos aquí para pelear por nuestro Príncipe!

El grito se repitió.

—¡Por el Príncipe! —Los hombres empuñaron sus espadas, bajaron los visores de sus cascos y
rugieron al unísono.

Galopando en su caballo a lo largo de la tropa, Damen dio la orden y la columna se reposiciono obe-
deciendo. Los días de holgazanería y distracción habían terminado. Los hombres eran inexpertos y
nunca habían experimentado una situación como aquella, pero ahora detrás de ellos había transcurri-
do medio verano de entrenamiento continuo.

Jord al llegar a su lado dijo;

—No importa lo que el destino me depare más adelante, quiero luchar. — Damen asintió, luego volteo
y dejo que sus ojos pasearan brevemente sobre las tropas de Touars.

Conocía la verdad principal de las batallas: los soldados ganaban las peleas. Cuando no había venta-
ja en los números, era esencial que la calidad de las tropas fuera mejor. Las órdenes impartidas por el
Capitán no significarían nada si los hombres fallaban al ejecutarlas.

Ellos llevaban indudablemente la ventaja en la táctica. Touars se había colocado enfrentando a Lau-
rent, pero estaba flanqueado por soldados de Patras; en el momento de avanzar, la formación tendría
que desplazarse lateralmente para poder hacer un segundo frente encarando a la dirección donde se
encontraban los de Patras, o serian rápidamente invadidos.
Pero los hombres de Touars conformaban una fuerza veterana ejercitada en maniobras a gran escala;
separarse en el campo para luchar a dos frentes era algo que ellos sabían bien cómo hacer.

Los hombres de Laurent no eran capaces de un complejo trabajo en el campo. El secreto entonces,
consistía en no empujarlos más allá de sus medios, pero concentrarlos en líneas, la única cosa en la
que se habían entrenado implacablemente, la única cosa que sabían hacer. Debían romper las líneas
de Touars, o esta batalla estaría perdida y Laurent caería ante su tío.

Reconoció para sí que estaba enojado, y que no tenia tanto que ver con la traición de Aimeric sino
con el Regente; los maliciosos rumores que el Regente había utilizado, deformando la verdad, defor-
mando a los hombres, mientras el quedaba prístino e intocable, empujando a sus hombres a luchar
contra su propio Príncipe.

Las líneas se romperían. Él se aseguraría de aquello.

El caballo de Laurent se posiciono junto al de él. Alrededor de ellos, el aroma de la vegetación y el


césped aplastado que pronto se transformaría en algo más. Laurent estuvo en silencio un momento
antes de hablar.

—Los hombres de Touars estarán menos unificados de lo que parece. Cualquiera sean los rumores
que mi tío haya esparcido acerca de mí, los banderines de estrellas significan algo aquí en la frontera.

No nombro a su hermano. Estaba aquí para ocupar un puesto en el frente, donde su hermano siem-
pre había peleado, excepto que a diferencia de este, Laurent estaba allí para matar a su propia gen-
te..

—Se —dijo Laurent— que el trabajo real del Capitán se hace antes de la batalla. Y tú has sido mi
Capitán en las largas horas planeando entrenamientos junto a mí, moldeando a los hombres. Estaba
bajo tus instrucciones mantener los ejercicios simples, y aprender cómo mantener y como romper fila.

—Los adornos son para los desfiles. Los cimientos inquebrantables son los que ganan batallas.

—No hubiese sido mi estrategia

—Lo sé. Tú complicas demasiado las cosas.

—Tengo una orden para ti —dijo Laurent.

A través del amplio campo de Hellay, las líneas de hombres de Touars se levantaban en inmaculada
formación contra ellos.

Laurent hablo claramente.

—Una victoria limpia, sin la desintegración de la huida. Te referías a que se tiene que hacer rápida-
mente, y que no puedo permitirme perder a la mitad de mis hombres. Así que, esta es mi orden. Una
vez que estemos dentro de sus líneas, tú y yo les daremos caza a los líderes de esta batalla. Tomare
a Guion, y si tu lo llegaras a alcanzar antes que yo, mata a Lord Touars.

—¿Qué? —dijo Damen.

Cada palabra era precisa.

—Así es como la gente de Akielos gana las guerras, ¿no? ¿Por qué combatir contra todo el ejército
cuando puedes simplemente cortar a su líder?
Luego de un largo momento, Damen dijo;

—No tendrás que darles caza. Ellos vendrán por ti también.

—Entonces tendremos una victoria veloz. Lo digo muy enserio. Si esta noche dormimos dentro de
los muros de Ravenel, en la mañana quitare el collar que cuelga de tu cuello. Esta es la batalla por la
cual has venido aquí.

No tuvieron una hora. Apenas tuvieron la mitad del tiempo concedido. Y sin advertencia Touars espe-
raba revertir su ventaja en cuanto a la posición, sorpresivamente.
Pero Damen había visto antes como la gente de Vere ignoraba los diálogos, y estaba esperando
aquello, y Laurent fue más difícil de sorprender de lo que la mayoría de los hombres se imaginaba.

El primer barrido sobre el campo fue suave y geométrico, como siempre había sido. Las trompetas
sonaron fuerte y los primeros movimientos a gran escala comenzaron: Touars, en un intento de ba-
lancearse, fue confrontado por la caballería de Laurent, yendo directo hacia él. Damen llamo al orden:
mantenerse, parejos y firmes. La formación lo era todo: sus propias líneas no debían separarse en el
afán de intensificar la carga. Los hombres de Laurent mantuvieron sus caballos a medio galope, refre-
nando difícilmente; aunque sacudían sus cabezas y querían ir a galope, el tronar de los cascos en sus
oídos y la sangre latiendo fuertemente dentro de ellos, la carga parecía la chispa que amenazaba con
convertirse en fuego. Mantengan, mantengan.

El impacto de la colisión fue como el destrozo de las rocas de la avalancha en Nesson. Damen sintió
el estremecimiento familiar golpeteando, el repentino movimiento en escala al igual que el panora-
ma de la carga fue abruptamente reemplazado por el sonido de los músculos contra el metal, de los
hombres y caballos impactando con velocidad. Nada podía oírse sobre el ruido de los choques y los
rugidos de los hombres, ambos lados deformándose y amenazando con reventar, líneas regulares
y banderines erguidos reemplazados por una masa que se arrastraba y forcejeaba. Los caballos se
resbalaron, luego reafirmaron su pisada; otros de cayeron, acuchillados o atravesados por lanzas.

No paren de pelear al llegar a la primera línea. Había dicho,Damen. Él mato, su espada atravesan-
do escudos y caballos, empujando hacia adentro, cada vez más lejos, haciendo espacio a la fuerza,
solamente por el impulso de los hombres detrás de él. A su lado, un hombre caía con una lanza en su
garganta. A su izquierda, se oyó un grito equino mientras el caballo de Rochert era derribado.

Frente a él, metódicamente, los hombres caían, y caían, y caían.

Dividió su atención. Se abría camino cortando todo en su camino con la espada, mientras se prote-
gía con el escudo. Mató a un soldado cubierto por un casco, y cualquier pensamiento fue despedido
de su mente, esperando al momento cuando las líneas de Touars se abrieran. La parte más difícil de
comandar desde el frente era aquello, mantenerse con vida mientras hacia un seguimiento critico en
su mente de la batalla. Sin embargo, era estimulante, como pelear con dos cuerpos, en dos escalas
diferentes.

Podía sentir como las fuerzas de Touars comenzaban a ceder, como sus líneas se volcaban, como la
carga iba ganando predominio de manera que los hombres vivos debían salir de su camino o enfren-
tarse a una muerte segura. Ellos se enfrentarían a la muerte. Él iba a penetrar en la fuerza de Touars
y entregársela al hombre al que se estaba enfrentando.

Oyó como los hombres de Touars llamaban a una reagrupación. Rompan las líneas. Rómpanlas.

Él dispuso su propio llamado a los hombres de Laurent para que se reformaran alrededor de él. Un
comandante gritando, podía esperar ser oído por, como mucho, los hombres que se encontraban a su
lado, pero el grito hizo eco en voces, y luego sonaron ráfagas de cuerno y los hombres, quienes ha-
bían practicado aquella maniobra una y otra vez en las afueras de Nesson, acudieron a él en perfecta
formación, con la mayoría de su número intacto.

Justo a tiempo para que la fuerza de Touars que continuaba forcejeando a su alrededor se estreme-
ciera por el impacto de una segunda carga de Patras.

La primera ruptura, fue una aguda explosión de caos. Era consciente de Laurent junto a él, no podría
no estarlo. Vio como el caballo de Laurent se tambaleaba, sangrando de un gran corte en su hombro,
mientras el caballo frente a él se derribaba. Vio a Laurent apretar sus muslos, cambiar su posición y
conducir a su caballo por encima del obstáculo, aterrizando en el otro lado y despejando el terreno
con dos rebanadas exactas de su espada, mientras giraba en su montura. Ese, era imposible no re-
cordarlo, era el hombre que había vencido en la carrera contra Torveld en un caballo moribundo.

Y Laurent, parecía, que había tenido la razón acerca de una cosa. Los hombres a su alrededor ha-
bían retrocedido un poco. Porque ante ellos, en su armadura dorada con destellos de estrellas, se
encontraba su Príncipe.

En las ciudades, en las procesiones, él siempre había impresionado como una figura emblemática.
Había cierta reticencia entre los soldados comunes, de lanzar un golpe directamente hacia él.

Pero solo entre los soldados comunes. El sabe que cualquier decisión que termine conmigo en el
trono termina con su cabeza colgada, había dicho Laurent de Guion. El momento en que la batalla
comenzó a inclinarse a su favor, matar a Laurent se había convertido en lo indispensable para Guion.

Damen vio como se derribaba el banderín de Laurent primero, un mal augurio. Había sido el capitán
enemigo, Enguerran, quien había atacado a Laurent y quien, pensó Damen, aprendería de mala ma-
nera que el Regente había mentido sobre las proezas en batalla de su sobrino.

—¡Por el Príncipe! —grito Damen, sintiendo como la pelea cambiaba en calidad alrededor de Laurent.
Los hombres habían comenzado a alinearse, demasiado tarde. Enguerran era parte de un nudo de
hombres que incluía al mismo Lord Touars. Y con una línea clara hacia Laurent, Touars había comen-
zado a cargar. Damen espoleo su caballo.

El impacto de sus monturas fue un pesado choque de carne contra carne, en el que ambos caballos
cayeron en un enredo de piernas y deshechos de cuerpos.

Armado como estaba, Damen golpeo fuertemente contra el suelo. Rodó para evitar los azotes de los
cascos de su caballo mientras este trataba de levantarse y luego, con la sabiduría que deja la expe-
riencia, volvió a rodar.

Sintió la espada de Touars dirigirse hacia el suelo, rebanando las correas de su casco, y, donde
debería haber golpeado su cuello, raspando con un sonido metálico los lados de su collar dorado. Se
levanto enfrentando a su oponente con su espada en una mano, sintió como el casco se torcía, un
peligro, y con su otra mano, abandonando su escudo, lo arrojo lejos. Sus ojos se encontraron con los
de Lord Touars.

Este último dijo, con desdén.

—El esclavo. —Y habiendo recuperado su espada del suelo, intento enterrarla dentro de Damen.

Damen lo lanzo hacia atrás, con un esquivo y un golpe posterior que destruyo el escudo de Touars.

Touars era un buen espadachín, por lo que no fue vencido en el primer encuentro. No era un recluta
inexperto, era un experimentado héroe de guerra y estaba relativamente fresco, no habiendo peleado
demasiado en la carga. Se deshizo de su escudo, empuño su espada y ataco. Si hubiera sido quince
años más joven, posiblemente hubiera habido un combate. El segundo encuentro dejo en claro que
no lo había. Pero en vez de arremeter contra Damen nuevamente, Touars retrocedió un paso. La
expresión en su rostro había cambiado.

No era, como podría haberlo sido, la reacción esperada hacia la habilidad a la que se había enfrenta-
do, o la manera en que un hombre mira cuando cree que ha perdido una pelea. Era el amanecer de la
incredulidad y del reconocimiento.
—Te conozco —dijo Lord Touars de repente, en una irregular voz, aunque su memoria había sido ras-
gada. Se echo él mismo dentro del ataque. Damen, vacíamente conmocionado, reacciono por instin-
to, esquivando una vez, luego arponeando por debajo, donde Touars estaba ampliamente abierto—.
Te conozco —volvió a decir Touars. La espada de Damen penetro e instintivamente fue empujada
hacia adelante y conducida más adentro.

—Damianos —dijo Touars—, asesino de Príncipes.

Fue lo último que dijo. Damen extrajo la espada. Dio un paso atrás.

Se volvió consiente de un hombre pálido a su lado, congelado quietamente incluso en el medio de la


batalla y supo que lo que acababa de suceder había sido visto y escuchado.

Se volvió, la verdad escrita en su rostro. Descubierto como estaba, no podía esconderse en ese mo-
mento. Laurent pensó, y elevo la mirada para encontrarse con los ojos del hombre que había atesti-
guado las últimas palabras de Lord Touars.

No era Laurent. Era Jord.

Estaba mirando a Damen con horror, su espada floja en su mano.

—No —dijo Damen—, no es…

Los momentos finales de la batalla se desvanecieron alrededor de Damen, mientras llegaba a la com-
prensión total de lo que Jord estaba viendo. De lo que Jord, por segunda vez en el día, estaba viendo.

—¿Él lo sabe? —pregunto Jord.

No tuvo oportunidad de responder. Los hombres de Laurent se agitaban sobre el estandarte de


Touars, derribando los banderines de Ravenel. Estaba sucediendo: la rendición de Ravenel se ex-
tendía desde su derrotado centro, y él se vio envuelto en una oleada de hombres, mientras el cantico
triunfante estallaba en voces masculinas: ¡Salve el Príncipe! y, más de cerca, su propio nombre repe-
tido una y otra vez: ¡Damen! ¡Damen!

En medio de las aclamaciones, se le dio otro caballo y se balanceo hacia arriba para posicionarse en
la montura. Su cuerpo brillaba con el sudor de la batalla, los costados de su caballo estaban teñidos
de oscuro. Su corazón se sintió como lo había hecho durante el instante previo al impacto de la carga.

Laurent apareció a su lado, todavía a horcajadas del mismo caballo con sangre seca en una línea
sobre su hombro.

—Bien, Capitán —dijo—. Ahora solamente tenemos que tomar una fortaleza inaccesible. —Sus ojos
brillaban. —Aquellos que se rindieron serán bien tratados. Más tarde, se les concederá la oportunidad
de unirse a mí. Establece las medidas que te parezcan convenientes para los heridos y muertos. Des-
pués acude a mí. Quiero que estemos listos para cabalgar hacia Ravenel dentro de media hora.

Lidiar con los vivos. Los heridos eran enviados hacia las tiendas de la gente de Patras, con Paschal y
sus similares. Todos los hombres recibirían cuidados. No sería placentero. Vere había enviado nove-
cientos hombres y ningún medico, al no haber esperado una lucha.

Lidiar con los muertos. Era usual para los vencedores llevar a sus muertos y luego, si eran magnáni-
mos, le concederían la misma dignidad al lado derrotado. Pero todos aquellos hombres eran de Vere,
y los hombres de ambos lados debían ser tratados igualmente.

Entonces deberían cabalgar hacia Ravenel, sin tardanza ni vacilación. En Ravenel, habría, por lo
menos, los médicos que Touars había dejado atrás. También era necesario preservar el elemento sor-
presa, por el cual habían trabajado tan duro. Damen tomo las riendas y se encontró a si mismo junto
al hombre que estaba buscando, empujado por algún impulso de soledad, hasta el otro extremo del
campo. Desmontó.

—¿Estás aquí para matarme? —pregunto Jord.

—No —respondió Damen.

Se produjo un silencio. Se quedaron a dos pasos de distancia el uno del otro. Jord tenía un cuchillo
en su mano, y lo mantenía abajo, un puño con nudillos blancos rodeando su empuñadura.

—No se lo has dicho —dijo Damen.

—¿Ni siquiera lo niegas? —dijo Jord. Una risa áspera provino de su garganta al ver que Damen se
quedaba en silencio. —¿Todo este tiempo nos has odiado tanto? ¿No era suficiente con invadir y
tomar nuestras tierras? ¿Tenias que jugar a este retorcido juego también?

—Si le dices, no podre servirle más —dijo Damen.

—¿Decirle? —dijo Jord—¿Decirle que el hombre en quien confía ha mentido una y otra vez y lo ha
conducido a la peor humillación?
—Tú no lo lastimarías —dijo Damen, y oyó como las palabras caían en evidencia.

Tú mataste a su hermano y luego lo mantuviste debajo de ti en la cama.

Visto de esa manera, era algo monstruoso. No es así entre nosotros, pensó en decir, pero no lo hizo,
no podía. Sintió calor, después frio. Pensó en la delicada y punzante charla de Laurent que se conge-
laría en un gélido rechazo si Damen la presionaba, pero si no lo hacía, si se adaptaba a sí mismo a
su pulso sutil y subyacente, continuaría profundizándose suavemente hasta que únicamente pudiera
preguntarse si sabía, si ambos sabían, que era lo que estaban haciendo.

—Me iré —dijo—. Siempre tuve en mente que me iría. Me quede solo porque…

—Eso es, te irás. No permitiré que nos destruyas. Nos comandaras hasta Ravenel, no le dirás nada a
él, y cuando el fuerte haya sido ganado, te montaras en un caballo y te irás. Él lamentara tu perdida y
nunca lo sabrá.

Era lo que había planeado. Era lo que, desde el principio, había planeado. En su pecho, los latidos de
su corazón se sentían como puñaladas de una espada.

—En la mañana —dijo Damen—. Le entregare el fuerte y me iré en la mañana. Es lo que prometí.

—Te habrás ido para cuando el sol se alce en la mitad del cielo, o le diré —amenazo Jord. —Y lo
que te haya hecho a ti en el palacio se parecerá al beso de un amante en comparación con lo que te
ocurrirá entonces.

Jord era leal. A Damen siempre le había gustado aquello sobre él, su inquebrantable naturaleza le
recordaba a su hogar. Esparcidos a su alrededor se encontraba el final de la batalla, la victoria acen-
tuada por el silencio y el césped revuelto.

—Él lo sabrá —Damen se escucho a si mismo decir. —Cuando las noticias de mi regreso a Akielos lo
alcancen. Él lo sabrá. Desearía que le dijeras entonces que yo…

—Me llenas de horror —dijo Jord. Sus manos apretadas en torno al cuchillo. Ambas manos ahora.

—¡Capitán! —una voz llamo—¡Capitán!

Los ojos de Damen se mantuvieron en el rostro de Jord.

—Ese eres tú —dijo Jord.


Capítulo 17
Traducido por Luisa Tenorio Carpio
Corregido por Reshi

Con mano dura sobre el brazo de Enguerran, Damen arrastró al lesionado capitán de las tropas de
Ravenel en una de las tiendas de campaña Patrana redonda sobre el borde del campo de batalla,
donde esperaron por Laurent.

Si Damen era más rudo de lo que tenía que ser, era porque no estaba de acuerdo con este plan.
Escuchando describirlo, él había sentido como si su cuerpo estuviera bajo un peso, una presión fuer-
te. Ahora él lanzó a Enguerran en la tienda y lo vio llegar ponerse de pie sin necesitar de su ayuda.
Enguerran tenía una herida en el costado que todavía goteaba.

Laurent, entró en la tienda, se quitó el yelmo, y Damen vio lo que vio Enguerran: un príncipe de oro
con su armadura cubierta de sangre, con el pelo humedecido por el sudor, sus ojos implacables. La
herida en el costado de Enguerran venía de la hoja de Laurent; la sangre en la armadura de Laurent
era de Enguerran.

—Ponte de rodillas. —dijo Laurent.

Enguerran cayó de rodillas haciendo un ruido metálico por la armadura.

—Su Majestad—dijo.

—¿Me reconoces como tu príncipe? —dijo Laurent.

Nada había cambiado. Laurent no era diferente de lo que siempre había sido. Los comentarios más
leves eran los más peligrosos. Enguerran pareció darse cuenta de ello. Se quedó de rodillas, su capa
puesta en torno a él; un músculo se movió en su mandíbula, pero no levantó los ojos.

—Mi lealtad era a Lord Touars. Le serví durante diez años. Y Guion tenía la autoridad de su cargo y
de su tío.

—Guion no tiene la autoridad para retirarme de la sucesión. Tampoco, tiene los medios. —Los ojos de
Laurent pasaron sobre Enguerran, la cabeza baja, su lesión, su armadura Veretiana con sus hombros
adornados. —Estamos cabalgando para Ravenel. Tú estás vivo porque quiero tú lealtad. Cuando
caiga la venda de los ojos de mi tío, es lo que voy a esperar.

Enguerran miró a Damen. La última vez que se habían enfrentado entre sí, Enguerran había estado
tratando de detener a Damen en el pasillo de Touars. Un Akielon no tiene lugar en la compañía de los
hombres.

Sintió como se tensaba. No quería saber nada de lo que estaba a punto de desarrollarse. Enguerran
le devolvió una mirada hostil.

—Lo recuerdo. No te agradaba. Y, por supuesto, él fue Capitán en el campo de batalla. Imagino que
te gusta aún menos. — dijo Laurent

—Nunca entrarás a Ravenel—Enguerran dijo rotundamente. —Guion hizo a travesar sus líneas con
su séquito. Él está montando hacia Ravenel en este momento, para advertirles que vienes.

—No creo que él esté haciendo eso. Creo que está montando a Fortaine, para que pueda lamer sus
heridas en privado, sin mi tío y yo le obligué a hacer cualquier opción incómoda.

—Estás mintiendo. ¿Por qué se iba a retirar a Fortaine, cuándo tiene la oportunidad de derrotarte
aquí?

—Por qué tengo a su hijo—dijo Laurent.

Los ojos de Enguerran volaron a la cara de Laurent.

—Sí. Aimeric. Atado y escupiendo demasiado veneno.

—Ya veo. Así que me necesitas para entrar a Ravenel. Esa es la verdadera razón por la que estoy
vivo. Esperas que traicione a la gente que he servido durante diez años.

—¿Para entrar a Ravenel? Mi querido Enguerran, me temo que estás muy equivocado. —La mirada
de Laurent recorrió a Enguerran de nuevo, sus ojos fríos azules.

—No te necesito—dijo Laurent. —Sólo necesito tú ropa.

Así era cómo iban a entrar en Ravenel: encubiertos, disfrazados.

Desde el principio, había una sensación de irrealidad, sopesando en las hombreras de Enguerran,
flexionando su mano en el guante de Enguerran. Damen se puso de pie, y la capa se arremolinó.

No todo el mundo tiene una armadura que le encajara, pero habían rescatado banderas de Touars
y las enderezaron, la tela roja y los timones eran rectas, y que podría confundirse con la tropa de
Touars desde una distancia de cuarenta y seis pies, que era la altura de las paredes de Ravenel.

Rochert tenía un casco con una pluma en ella. Lazar tenía las sedas del mensajero abanderado y una
llamativa túnica. Así como su capa roja y su armadura, Damen llevaba la espada de Enguerran y su
timón, que cortaría al mundo. Enguerran tuvo el dudoso honor de montar con ellos no como podría
haberlo hecho despojado de su ropa interior, como un pollo desplumado, pero unido a un caballo y
vestido con discreta ropa Veretiana.

Solo tenían hombres que habían luchado en acción, pero el agotamiento los había transformado en el
tipo de espíritus elevados que provenían de la mezcla embriagadora de la victoria, la fatiga y la adre-
nalina. Esta aventura caprichosa los atraía. O tal vez fue la idea de una nueva victoria, la satisfacción,
ya que sería de un tipo diferente. En primer lugar aplastar al Regente, y luego, poner una venda sobre
sus ojos.

Damen fue repelido por el disfraz. Había argumentado contra él. El engaño estaba mal, la pretensión
de la amistad. Las formas tradicionales de la guerra existían porque daban a su oponente una oportu-
nidad justa.

—Esto nos da una oportunidad justa—Había dicho Laurent.

La audacia descarada de esta era característica de Laurent, a pesar de vestir a toda su tropa estaba
en una escala diferente para entrar en una pequeña posada de la ciudad con un zafiro en su oído,
batiendo sus pestañas. Una cosa era disfrazarse, y otra forzar a todo el ejército para hacerlo. Damen
se sintió atrapado por el ornamentado engaño.

Damen observó a Lazar luchando con su túnica. Observó a Rochert comparar el tamaño de su pluma
con la de uno de los hombres Patran.

Su padre, Damen sabía, no reconocería la retirada de hoy en día como una acción militar, sino la des-
deñaría como deshonrosa, indigna de su hijo.

Su padre nunca habría pensado en tomar Ravenel como él. Disfrazado. Sin derramamiento de san-
gre.

Antes del mediodía del día siguiente.

Se envolvió las riendas alrededor de su puño, clavó los talones en su caballo. Navegaron a través de
la primera serie de puertas, con el guiño de la hombrera de Damen. En la segunda serie de puertas,
un soldado en las paredes agitó una bandera de lado a lado, lo que indica el rastrillo1 abierto, y por
orden de Damen, Lazar movió su propia bandera alrededor en respuesta, mientras Enguerran se
sacudía, amordazado en la montura.

Debería sentirse audaz, intoxicante, y él era vagamente consciente de que los hombres estaban
experimentándolo de esa manera que habían disfrutado del largo viaje que apenas habían registrado.
Al pasar por las segundas puertas, los hombres apenas tenían su euforia contenida bajo caras rectas
en el espacio prolongado entre los latidos del corazón, esperando el pitido y la lluvia de ballestas que
nunca llegó.

A medida que el hierro de celosía pesada como escarabajo sobre sus cabezas, Damen se encontró
queriendo alguna interrupción, un grito de indignación o de desafío, queriendo que emitieran ese…
sentimiento. Traidor. Detener. Pero ninguno llegó.

Por supuesto que no lo hizo. Por supuesto, los hombres de Ravenel les dieron la bienvenida, consi-
derando que eran amigos. Por supuesto que confiaban en la cara de un engaño, dejándolos a ellos
mismos indefensos.

Obligó a su mente a la tarea. Él no estaba aquí para dudar. Sabía sobre esa fortaleza. Sabía sus
defensas y sus trampas. La quería bloqueada. A medida que se rompieron las paredes, envió a los
hombres a las almenas, a los almacenes, a las escaleras de caracol que daban acceso a las torres.

La fuerza principal alcanzó el patio. Laurent condujo su caballo hasta los escalones y a la cima del es-
trado, la cabeza de oro con arrogancia al descubierto, sus hombres ocupando la posición central en la
gran sala detrás de él. No había duda ahora de quiénes eran, con sus banderas azules desplegadas,
y las banderas de Touars fueron lanzadas a un lado. Laurent dando vueltas en su caballo, y sus cas-
cos sonaron en la piedra lisa. Se quedó al descubierto, una sola figura brillante a merced de cualquier
flecha apuntando hacia abajo desde las almenas.

Hubo un momento en el que cualquier soldado de Ravenel podría haber gritado, ¡Traición! ¡Suenen la
alarma!

1 El rastrillo es la puerta enrejada que cerraba, habitualmente, los castillos, fortalezas, alcázares y otros edificios en la Edad Media.
Pero en que el momento llegó, Damen tenía hombres en todo el lugar, y si algún soldado de Ravenel
alcanzará una cuchilla o una ballesta, tenía una espada para persuadirlo para bajarla. Azul rodeó al
rojo.

Damen se oyó resonando su voz:

—Lord Touars ha sido derrotado en Hellay. Ravenel está bajo la protección del Príncipe de la Corona.

No todo fue sin derramamiento de sangre. Se encontraron con verdadera lucha en los alojamientos, lo
peor se los llevaron los guardias privados del asesor de Touars, Hestal, que no era lo suficientemente
Veretiano, pensó Damen, para fingir felicidad con en el cambio en el poder.

Fue una victoria. Se dijo así mismo. Los hombres estaban disfrutando de ella totalmente, el clásico
arco de la misma: el oleaje de la preparación, la cresta de la lucha, y la ruptura, la carrera vertiginosa
de la conquista. Alentados por el buen humor y el éxito, barrieron a Ravenel, la toma de la fortaleza
de una extensión de la euforia de la victoria en Hellay, las peleas en los pasillos eran asuntos fáciles
para ellos. No podían hacer nada.

Fue una batalla ganada y una fortaleza tomada, una base sólida asegurada, y Damen estaba vivo, y
frente a su libertad por primera vez en muchos meses.

A su alrededor había un ambiente de celebración, una efusión de juerga, que él les permitió a los
hombres debido a que lo necesitaban. Un niño estaba jugando con una tubería, y se oyó el sonido de
los tambores y el baile. Los hombres estaban sonrojados y felices. Barriles estaban volcados en una
fuente del patio, así sus hombres podían recoger vino a su antojo. Lazar le entregó una jarra llena.
Tenía una mosca en ella.

Damen dejó la jarra de cerveza, después de deshacerse de su contenido en el suelo con un movi-
miento brusco de su mano. El trabajo estaba hecho.

Envió a los hombres a abrir las puertas para el regreso del ejército: los heridos primero, siguiendo
de los Patranos, los Vaskianos con su botín, nueve caballos en cadena. Envió a los hombres a los
almacenes y al arsenal para hacer inventarios, y a los cuartos privados para ofrecer tranquilidad a los
residentes.

Envió a los hombres a tomar al hijo de nueve años de edad de Touars, Thevenin y lo mantendrían
bajo arresto domiciliario.

Laurent estaba desarrollando una gran colección de los hijos.

Ravenel era la joya de la frontera Veretiana, y si no podía disfrutar de las celebraciones, podía asegu-
rar que era bien administrada, con una buena estrategia para la defensa. Podía asegurar que Laurent
tuviera una fuerte base fundamental. Estableció turnos a los hombres en las paredes y las torres,
asignando a cada uno a su fuerza. Él recogió los hilos de los sistemas de Enguerran, y los reimple-
mentó, o los cambió a sus propias normas exigentes, dando funciones de mando a dos hombres: La-
zar a su propia tropa, y a al mejor de los hombres de Enguerran, Guymar. Tendría una infraestructura
en su lugar. Una con la que Laurent podría contar.

El trabajo fue cayendo en su lugar alrededor de él cuando fue llamado a dar informes a Laurent.
Dentro de la fortaleza, el estilo era más antiguo, evocaba a Chastillon, los diseños ornamentales
veretianos trabajadas en hierro curvo y tallado de madera oscura, sin las superposiciones de dorado,
marfil, nácar. Fue admitido en las habitaciones interiores que Laurent había hecho suyas, la flama
encendida y lujosamente amueblada como su tienda. Los sonidos de la celebración fueron amortigua-
das dentro suavemente por los antiguos muros de piedra. Laurent estaba en el centro, con la espalda
en parte a la puerta, un sirviente levantándole la última pieza de la armadura de los hombros.

Damen camino a través de las puertas.

Y se detuvo. Ocuparse de la armadura de Laurent había sido últimamente su propio deber. Sintió una
presión en el pecho; todo le era familiar, desde la atracción de las correas, el peso de la armadura, el
calor de la camisa donde había sido presionado por debajo del relleno.

Entonces, Laurent se volvió y lo vio, y la presión en el pecho creció con el dolor del recibimiento que
recibió de Laurent, medio desnudo y con los ojos brillantes.

—¿Qué te parece mi fortaleza?

—Me gusta. No me importaría verte un poco más…—dijo Damen. —Hacia el norte—Se obligó a se-
guir. Laurent lo barrió con una larga y reluciente mirada.

—Si no encajabas en las hombreras de Enguerran, iba a sugerirte que intentarás hacer la panoplia de
su caballo.

—¿Voy a tomar a Guion? —, Dijo Damen.

—Sé justo. Has ganado la batalla antes de que pudiera llegar a él. Pensé que tendría una oportuni-
dad, por lo menos. ¿Son todas tus conquistas tan decisivas?”

—¿Salen las cosas siempre como las planeas?’

—Esta vez lo hicieron. Esta vez todo salió bien. Ya sabes, tomamos una fortaleza impenetrable.

Estaban mirándose el uno al otro. Ravenel, la joya de la frontera Veretiana: una pelea agotadora en
terreno Hellay, y un pedazo de loco engaño con ropa dispareja.

—Lo sé—dijo, imponente. —Es el doble de los hombres que estaba esperando. Y diez veces los su-
ministros. ¿Puedo ser honesto contigo? Pensé que tomarías una posición defensiva.

—En Aquitart—dijo Damen. —Tenías suministros para un asedio. —Oyó, como si estuviera a distan-
cia, que habló con su voz habitual. —Ravenel es un poco más defendible. Sólo tienen que checar tus
hombres bajo los timones antes de que abran las puertas.

—Muy bien—dijo Laurent. —¿Lo ves? Estoy aprendiendo a tomar tu consejo. — Él habló con una
pequeña sonrisa sincera que era totalmente nueva.

Damen se obligó a apartar la mirada. Pensó en los avances afuera. El arsenal estaba lleno, y más
que abastecido, meticulosas filas de metal liso y puntas afiladas. La mayor parte de los hombres de
Touars posicionados en la fortaleza habían transferido su lealtad.

Las murallas estaban tripuladas, y las normas de defensa habían sido diseñadas. El equipo estaba
preparado para su uso. Los hombres conocían su deber, y desde los almacenes hasta el patio del
gran salón, la fortaleza estaba preparada. Se había asegurado de ello.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Damen.


—Tomar un baño—respondió Laurent, en un tono que decía que sabía perfectamente lo que Damen
había querido decir, —Y modificar algo que no está hecho de metal. Deberías hacer lo mismo. Ten-
dría a los sirvientes disponibles con algo de ropa para ti que vendría bien con tu nuevo puesto. Muy
Veretiano, lo odiarás. Tengo algo más para ti también.

Se volvió a tiempo para ver a Laurent desplazarse rápidamente para recoger un semicírculo de metal
de una pequeña mesa junto a la pared. Se sentía como el lento empuje de una lanza en su cuerpo,
un horrible e inevitable despliegue, delante de los funcionarios, en esta sala pequeña, íntima.

—No he tenido tiempo para darte esto antes de la batalla—dijo Laurent. Cerró los ojos por un momen-
to y los abrió. —Jord era mi capitán a través de la mayor parte de nuestra marcha hacia la frontera.
Y ahora eres tú mi Capitán. Eso parecía cercano. —La mirada de Laurent se había desplazado hasta
su cuello, donde estaba la cicatriz de la cuchilla de Touars; hierro había mordido profundamente el oro
suave.

—Era—dijo Damen—cercano.

Tragó con fuerza para pasar lo que se le había atorado en la garganta, girando su cabeza hacia un
lado. Laurent sostenía la insignia del Capitán. Damen había visto antes a Laurent transferir esto, de
Govart a Jord. Laurent la habría tomado de Jord.

Todavía llevaba la armadura completa, a diferencia de Laurent, que estaba delante de él, su cabello
rubio mojado y rizado por la batalla. Podía ver las ligeras huellas rojas donde la armadura de Laurent
había presionado a través de una almohadilla sobre su piel vulnerable. Respirar era doloroso.

Las manos de Laurent rosaron su pecho, para encontrar el lugar donde la capa se unía al metal. El
broche bajo los dedos de Laurent donde pinchaba la tela, se deslizó, entonces ajustó el broche. Las
puertas de la sala se abrieron. Damen se volvió, desprevenido.

Una oleada de personas que se derramó en la habitación, llevando con ellos el ambiente jovial de
afuera. El cambio fue repentino. El latido del corazón de Damen no estaba de acuerdo con él. Sin
embargo, el estado de ánimo de los recién llegados era congruente con el de Laurent, no le era ajeno.
Damen tenía otra jarra que le empujaron a su mano.

Incapaz de luchar contra la marea de la celebración, Damen fue barrido por los funcionarios, y por
sus buenos deseos. Lo último que escuchó fue a Laurent diciendo:

—Atiendan a mi capitán. Esta noche él tendrá todo lo que pida.

El baile y la música en su totalidad transforman el gran salón. La gente en grupos reía y aplaudía con
entusiasmo fuera de tiempo con la música, demasiado borrachos porque el vino había precedido a la
comida, la cual ahora se traía.

Las cocinas se habían recobraron. Los cocineros cocinaban, los asistentes servían. Nerviosos al
principio sobre el cambio en la ocupación, el personal de la casa se había instalado, y el deber se
transformó en voluntad. El príncipe era un joven héroe, acuñado en oro; miren esas pestañas, miren
ese perfil. Los plebeyos siempre habían querido Laurent. Si Lord Touars hubiese esperado que los
hombres y mujeres de su fortaleza se resistieran a Laurent, lo habría deseado en vano. Era más bien
como si los plebeyos esperarán a ser frotados sobre el vientre de Laurent.

Damen entró, resistiendo el impulso de tirar de la manga. Nunca se había sentido tan bien vestido. Su
nuevo estatus significaba la ropa de un aristócrata, que era más difícil de poner y quitar. Vestirse ha-
bía tomado casi una hora, y eso fue después del baño y todo tipo de atenciones que había incluido el
recorte de su pelo. Se había visto obligado a tomar informes y dar órdenes sobre las cabezas de los
funcionarios, mientras meticulosamente se ocupaba de sus cordones. El último informe de Guymar
era lo que ahora lo tenía escaneando a la multitud.

Le habían dicho que la pequeña comitiva que había viajado con los últimos de los Patranos era la de
Torveld, Príncipe de Patras. Torveld estaba aquí acompañando a sus hombres, a pesar de que no
había participado en la lucha.

Damen se movió a través de la sala, con los hombres de Laurent felicitándolo por todos lados, una
palmada en la espalda, un apretón en su hombro. Sus ojos se quedaron fijos en la cabeza de color
amarillo en la mesa larga, por lo que era casi una sorpresa cuando se encontró el nudo de Patranos
en la otra parte de la sala. La última vez que había visto Damen a Torveld, él le había estado murmu-
rando palabras de amor a Laurent en un balcón a oscuras, con las flores nocturnas, jazmín y frangi-
pani floreciendo en el jardín de abajo. Damen había estado casi esperando encontrarlo en una con-
versación íntima con Laurent, una vez más, pero Torveld estaba con su propio séquito, y cuando vio a
Damen, él se acercaba a él.

—Capitán—dijo Torveld. —Ese es un título bien ganado.

Ellos hablaron de los hombres de Patran, y sobre las defensas de Ravenel. Al final, lo que Torveld dijo
acerca de su propia presencia aquí fue breve.

—Mi hermano no está feliz. Estoy aquí contra su voluntad, porque tengo un interés personal en su
campaña contra el Regente. Yo quería hacer frente a su Príncipe hombre a hombre. Pero voy a mon-
tar a Bazal mañana, y no tendrás más ayuda de Patras. No puedo actuar más contra las órdenes de
mi hermano. Esto es todo lo que puedo dar.

—Tuvimos suerte de que el mensajero del Príncipe consiguió pasar con su anillo de sello—Damen
reconoció.

—¿Qué mensajero? —Dijo Torveld.

Damen pensó en una respuesta política cautelosa, pero luego añadió Torveld;

—El príncipe se acercó a mí por los hombres en Arles. No estaba de acuerdo hasta que estuve seis
semanas fuera del palacio. En cuanto a mis razones, pienso que usted debe conocerlas. —Hizo un
gesto a uno de sus acompañantes que se acercaba.

Fino y elegante, uno de los Patranos se separó del grupo por la pared, cayendo de rodillas frente a
Damen, y besar el suelo junto a sus pies, por lo que Damen veía era una caída de rizos, bruñidos de
miel y oro.

—Levantante—dijo Damen, en Akielon.

Erasmus levantó la cabeza inclinada, pero no se puso de pie.

—¿Tan humilde? Nosotros tenemos el mismo rango.

—Este esclavo se arrodilla ante un capitán.

—Soy un capitán gracias a tu ayuda. Te debo mucho.

Con timidez, después de una pausa;

—Te dije que te lo iba a retribuir. Tú hiciste tanto para ayudarme en el palacio. Y…—Erasmo vaciló,
mirando a Torveld. Cuando Torveld asintió para que hablara, levantó la barbilla, extrañamente. —Y no
me gusta el Regente. Me quemó la pierna—Torveld le dio una mirada orgullosa, y Erasmus se sonrojó
y ofrecieron obediencia de nuevo con forma perfecta.

Damen reprimió nuevamente sus ganas de decirle que se pusiera de pie. Era extraño los modos
habituales de su tierra natal, se sentían tan extraño para él. Quizás sólo había pasado varios meses
en compañía de agresivas mascotas e impredecibles hombres libres Veretianos. Miró a Erasmus,
las modestas extremidades y las pestañas caídas. Se había acostado con esclavos de este tipo, tan
dóciles en la cama como fuera de ella. Se acordó de disfrutar de ello, pero el recuerdo era distante,
como si perteneciera a otra persona. Erasmus era guapo, podía ver eso. Erasmus, recordó, había
sido entrenado por él. Él sería obediente a cada orden, intuía cada capricho, de buena gana.

Damen volvió sus ojos hacia Laurent.

Una pintura de frialdad, difícil confrontarlo a distancia. Laurent sentado en una breve conversación,
la muñeca en equilibrio sobre el borde de la gran mesa, las yemas de los dedos descansando sobre
la base de una copa. Desde la postura severa, desde la espalda recta a la gracia impersonal de la
copa amarilla de su cabeza; sus ojos azules indiferentes a la arrogancia de sus pómulos, Laurent era
complicado y contradictorio, y Damen no podía mirar a ningún otro lugar.

Como si respondiendo algún instinto, Laurent levantó la vista y se encontró con la mirada de Damen,
y al siguiente momento Laurent estaba de pie y haciendo su camino.

—¿No vas a venir y comer?

—Debería volver a supervisar el trabajo en el exterior. Ravenel debe tener defensas impecables. Yo
quiero…Quiero hacer eso por ti—dijo Damen.

—Puede esperar. Me acabas de ganar una fortaleza—dijo Laurent. —Déjame echarte a perder un
poco.

Ellos se pararon junto a la pared, y como Laurent hablaba, inclinó un hombro contra la piedra contor-
neada. Su voz era aguda para el espacio entre ellos, privado y sin prisas.

—Recuerdo. Tú te complaces enormemente con las pequeñas victorias. —Damen citó las palabras
de Laurent de nuevo para él.

—No es pequeña—dijo Laurent. —Es la primera vez que he ganado un juego en contra de mi tío. —
Dijo simplemente.

La luz de las antorchas se refleja en su rostro. La conversación alrededor de ellos se desvanecía y


reducía de sonido, mezclándose con los colores sobrios, los rojos, marrones y azules tenues de la luz
de la llama.

—Sabes que no es cierto. Le ganaste en Arles cuando convenciste a Torveld de llevar a los esclavos
a Patras.

—Eso no fue una jugada en contra de mi tío. Eso fue una jugada contra Nicaise. Los niños son fáci-
les. A los trece años—dijo Laurent—podrías haberme llevado por medio del olfato.

—No puedo creer que fueras así de fácil.

—Piensa en los inmaduros e inocentes que alguna vez revolcaste— dijo Laurent. Y entonces, cuando
Damen no respondió: —Se me olvidaba, no te metes con niños.

Al otro lado del salón hubo un estallido de risas silenciado en algo el menos ridículo. El salón estaba
en un trasfondo nebuloso de sonidos y formas. La luz era un resplandor de la antorcha caliente.
Damen dijo;
—Con hombres, a veces.

—¿En ausencia de las mujeres?

—Cuando los quiero.

—Si hubiera sabido, podría haber sentido un escalofrío de peligro, en la cama junto a ti.

—Tú sabías eso—dijo Damen.

Hubo una pausa. Con el tiempo Laurent se apartó de la pared.

—Ven y come—dijo Laurent.

Damen se encontró en la mesa. En el lenguaje Veretiano, eso era un asunto relajado, la gente ya co-
miendo pan con los dedos y la carne con cuchillos. Pero la mesa estaba engalanada con las mejores
comidas que podría proporcionar a corto plazo: carnes condimentadas, faisán con las manzanas, las
aves rellenas con pasas y cocinados en leche. Damen alcanzó sin pensar un trozo de carne, pero el
agarre de Laurent en su muñeca lo detuvo, retirando su brazo de la mesa.

—Torveld me dijo que en Akielos, es el esclavo el que alimenta a su amo.

—Eso es correcto.

—Entonces espero no tengas ninguna objeción—dijo Laurent, recogiendo el bocado, y levantándolo.

La mirada de Laurent era inmutable, sin modestia en sus ojos. No se parecía en nada a un esclavo,
incluso Damen no podía imaginarlo. Damen recordó a Laurent moviéndose hacia el interior en un
banco de madera en la posada de Nesson para comer meticulosamente el pan de sus dedos.

—No tengo ninguna objeción—dijo Damen.

Se quedó dónde estaba. Ese no era el papel de un amo después del esfuerzo de sostener la comida
con el brazo extendido. Las cejas doradas se arquearon ligeramente. Laurent se movió, y llevó la car-
ne a los labios de Damen.

El acto de morder se sintió intencionado. La carne era rica y cálida, un manjar con influencias del sur,
muy parecido a la comida de su tierra natal. Masticó lento; y él estaba demasiado consciente de que
Laurent estaba observándolo. Cuando Laurent recogió el siguiente trozo de carne, fue Damen quien
se inclinó.

Tomó un segundo bocado. No veía la comida, miró a Laurent, en la forma en que siempre se desen-
volvía, siempre tan controlado, por lo que todas sus reacciones eran sutiles, sus ojos azules difícil de
leer, pero no fríos. Se podía ver que Laurent estaba contento, que estaba disfrutando el consentimien-
to por su rareza, su exclusividad. Se sentía como si estuviera al borde de la comprensión, como si
Laurent se perfilara por primera vez.

Damen se echó hacia atrás, y eso estaba bien también, permitiendo que el momento fuera fácil: una
pequeña muestra de intimidad en la mesa, uno que pasa desapercibida por los otros comensales.

Alrededor de ellos, la conversación pasó a otras cosas, las novedades de la frontera, momentos de la
batalla, análisis de las tácticas en el campo. Damen mantuvo sus ojos en Laurent.

Alguien había traído una kithara, y Erasmus estaba tocando, discreto, notas suaves. En las actuacio-
nes en Akielos, como en todas las cosas en Akielos, la moderación era apreciada. El efecto general
era uno de simplicidad. En el silencio entre las canciones, Damen se oyó decir: “Toca la conquista de
Arsaces” hablando con la solicitud de un niño sin pensar. En el momento siguiente, escuchó la agita-
ción de las primeras notas familiares.

La canción era vieja. El chico tenía una voz preciosa. Notas pulsaron, serpenteando a través del sa-
lón, y aunque las palabras de su tierra natal se perderían en el Veretiano, Damen recordó que Laurent
podía hablabar su lenguaje.

Ellos eran sin duda eran los dioses que hablan de él con voces firmes

Una mirada que impulsa a los hombres a ponerse de rodillas Su suspiro trae ciudades a la ruina

Me pregunto si sueña con la rendición en una cama de flores blancas

¿O es esa la esperanza equivocada de cada aspirante a conquistador?

El mundo no fue hecho para la belleza como esa.

La canción terminó en voz baja, y a pesar del idioma desconocido, la modesta actuación del esclavo
había cambiado un poco el estado de ánimo en el salón. Hubo algunos aplausos. La atención de Da-
men estaba sobre Laurent, ruborizado, con su piel delicada, y con los últimos restos de hematomas
donde había estado atado y había sido golpeado. La mirada de Damen lo recorría, pulgada a pulga-
da, tomando el orgullo de su barbilla, los ojos poco cooperativos, el arco del pómulo, y cayendo de
nuevo a su boca. Su dulce y feroz boca.

El pulso del deseo, cuando llegó, fue un latido que reformó la sangre y la carne, y transformó la con-
ciencia. Se puso de pie, sin pensar. Abandonó la sala, caminando hacia el gran patio.

La fortaleza era una masa oscura, iluminada por antorchas alrededor de él. Las murallas estaban
ahora controladas por sus propios hombres, y el grito ocasional venía de los centinelas en sus mura-
llas; aunque esta noche cada puerta tenía una lámpara encendida, y sonidos se mezclaban, risas y
voces que fluían desde el gran salón.

La distancia debería hacerlo más fácil, pero el dolor sólo aumentó, y se encontró en los gruesos mu-
ros de las almenas, descartando a los soldados que tripulaban esa sección, recargando sus brazos
contra la piedra y en espera de que la sensación disminuyera.

Se iría. Era mejor que se fuera. Cabalgaría antes del amanecer, estaría al otro lado de la frontera
antes del mediodía. No habría ninguna necesidad de despedirse: cuando se dieran cuenta de su au-
sencia, Jord traería el informe de su salida a Laurent. Veretianos se harían cargo de los deberes y las
estructuras que se había propuesto aquí en el fuerte. Los había entrenado para garantizar eso.

Todo sería más sencillo en la mañana. Jord, pensó, le daría tiempo para ir más allá de los explorado-
res de Laurent antes de que le llevara la noticia de que su capitán a Laurent, de manera irrevocable,
se había ido. Se centró en las realidades pragmáticas: un caballo, suministros, una ruta que evite
exploradores. Las complejidades de la defensa de Ravenel eran ahora trabajo para otros hombres. La
lucha a la que se enfrentarían a lo largo de los próximos meses no era la suya. Podía dejarlo atrás.

Su vida en Vere, el hombre que estaba aquí, él podría poner todo esto en el pasado.

Un sonido en los escalones de piedra; hizo que levantara la cabeza. Las almenas se extendían hacia
la torre sur, un camino de piedra con almenas dentadas, a la izquierda, y antorchas encendidas en
intervalos. Damen había ordenado limpiar la sección. En lo alto de las escaleras circulares de piedra
estaba la única persona que podría haber desobedecido a esa orden.

Damen observó que estaba solo, sin supervisión, Laurent había salido de su propio banquete para
encontrarlo, para seguirlo aquí, los escalones gastados fuera sobre las almenas. Laurent lo había
seguido, una desapercibida presencia subió dentro del pecho de Damen. Se quedaron en el borde de
la fortaleza que habían ganado juntos. Damen intentó un tono de conversación.

—Sabes, los esclavos que le diste a Torveld valen casi lo mismo que los hombres que él te ha dado.

—Me gustaría decir exactamente qué tanto.

—Pensé que los ayudaste por compasión.

—No, no lo hice—dijo Laurent. El suspiro que se le escapó no le gustaba era como risa. Miró hacia la
oscuridad más allá de las antorchas, la extensión invisible del sur.

—Mi padre—dijo—odiaba a los Veretianos. Los llamó cobardes, mentirosos. Es lo que él me enseñó
a creer. Él habría hecho lo mismo que estos señores fronterizos, Touars y Makedon. Una guerra de
hambre. Sólo puedo imaginar lo que habría pensado de ti.

Miró a Laurent. Él sabía sobre la naturaleza de su padre, sus creencias. Sabía exactamente la reac-
ción que Laurent habría provocado, si alguna vez se pusiera frente a Theomedes. Sí Damen hubiese
discutido, habría intentado hacerle ver a Laurent como... él no habría entendido. Luchar contra ellos,
no confía en ellos. Nunca se había puesto de pie en contra de su padre sobre cualquier cosa. Nunca
lo había necesitado, por lo que tuvieron sus valores estrechamente alineados.

—Tú padre estaría orgulloso hoy.

—¿Por qué levanté una espada y me puse la ropa mal ajustada de mi hermano? Estoy seguro de que
lo estaría—dijo Laurent.

—Tú no quieres el trono—dijo Damen después de un momento, sus ojos pasaban con cuidado sobre
la cara de Laurent.

—Quiero el trono—dijo Laurent. —¿De verdad cree que, después de todo lo que has visto, me intimi-
da el poder o la oportunidad de ejercerlo?

Damen sintió que su boca se retorció.

—No.

—No.

Su propio padre había gobernado por la espada. Había forjado Akielos en una sola nación, y utilizó
la nueva fortaleza de ese país para ampliar sus fronteras, muy orgullosamente. Él había puesto en
marcha su campaña del norte para volver Delpha a su reino después de noventa años de gobierno
Veretiano. Pero ya no era su reino. Su padre, quien nunca había estado en pie dentro Ravenel, esta-
ba muerto.

—Nunca cuestioné la forma en que mi padre veía el mundo. Fue suficiente para mí ser la clase de
hijo que lo hiciera sentirse orgulloso. Nunca podría traerle vergüenza a su memoria, pero por primera
vez me di cuenta de que no quiero ser…

Su clase de Rey.
Podía sentir el deshonor al decirlo. Y sin embargo, había visto al pueblo de Breteau, inocente de la
agresión, cortado por las espadas de Akielos.

Padre, puedo vencerlo, él había dicho, y debía cabalgar fuera y regresar por una bienvenida como
héroe, tener su armadura despojada por los sirvientes, para que su padre le saludará con orgullo. Se
acordó esa noche, todas esas noches, el poder galvanizado de victorias expansionistas de su padre,
la aprobación, como fluía el éxito. No había pensado en la forma en la que se había jugado en el otro
lado del campo. Cuando comenzó este juego, era más joven.

—Lo siento—dijo Damen.

Laurent le dio una mirada extraña.

—¿Por qué te disculpas?

Él no podía responder. No con la verdad. Él dijo;

—No entendía lo que significa ser rey para ti

—¿Qué es eso?

—El fin de la lucha.

La expresión de Laurent cambió, las sutiles señales de la conmoción no completamente reprimida,


y Damen sintió en su propio cuerpo, un nuevo tirón en su pecho en la mirada de los ojos oscuros de
Laurent.

—Me hubiera gustado que hubiera sido diferente entre nosotros, me gustaría poder haberme portado
contigo con más honor. Quiero que sepas que vas a tener un amigo al otro lado de la frontera, sin
importar lo que suceda mañana, sin importar lo que suceda con los dos.

—Amigos— dijo Laurent. —¿Es eso lo que somos?

La voz de Laurent estaba firmemente anudada, como si la respuesta fuera obvia; como si fuera tan
obvio como lo que estaba pasando entre ellos, el aire desaparecía, mota por mota.

Damen dijo, con impotente honestidad;

—Laurent, soy tu esclavo.

Las palabras le permitieron abrirse, la verdad expuesta en el espacio entre ellos. Quería demostrar
que, como si, no hallará las palabras, que podía compensar lo que les divide. Era consciente de la
respiración poca profundidad de Laurent, que se parecía a la de él; estaban respirando el aire del
otro. Levantó un brazo, mirando por cualquier vacilación en los ojos de Laurent.

El contacto que ofreció fue aceptado como no había sido la última vez, los dedos suaves en la man-
díbula de Laurent, pasando el pulgar por su pómulo, suave. El controlado cuerpo de Laurent estaba
duro por la tensión, su pulso rápido y urgente por volar, pero él cerró sus ojos en los últimos segundos
antes de que ocurriera. La palma de Damen se deslizó sobre la nuca tibia de Laurent; lentamente,
muy lentamente, haciendo su altura una ofrenda, no una amenaza, Damen se inclinó y besó a Lau-
rent en la boca.

El beso era apenas una sugerencia de sí mismo, sin ceder a la rigidez de Laurent, pero el primer beso
se convirtió en un segundo, después de unas fracciones separado Damen sintió el parpadeo de Lau-
rent, la respiración superficial en contra de sus propios labios.
Sentía, que todas las mentiras entre ellos, esta era la única cosa verdadera. No importaba que se fue-
ra mañana. Se sentía rehecho con el deseo de darle a Laurent esto: darle a él todo lo que se permiti-
ría, no pedir nada, este cuidado umbral algo que debía ser disfrutado porque era todo lo que Laurent
le dejaría tener.

—Su alteza.

Se separaron al oír la voz, la explosión de sonido, de pasos cercanos. Una cabeza estaba en la cima
de los escalones de piedra. Damen dio un paso atrás, su estómago retorciéndose.

Era Jord.
Capítulo 18
Traducido por Michelle AR
Corregido por Reshi

Separados abruptamente, Damen se quedó al otro lado de Laurent en una de las islas de luz donde
las antorchas ardían a intervalos. La longitud de las almenas se extendía a ambos lados y Jord, varios
pies alejado, se detuvo y no se acercó.

—Ordené mantener la sección despejada —dijo Damen. Jord se estaba entrometiendo. En casa, en
Akielos, solo habría tenido que levantar la vista de lo que estaba haciendo y la orden, “Déjanos”, y la
intromisión no se habría producido. Y podrían volver a lo que habían estado haciendo.

A lo que gloriosamente, habían estado haciendo. Había estado besando a Laurent y no debía ser inte-
rrumpido. Sus ojos volvieron cálida y posesivamente a su objeto: Laurent se parecía a cualquier joven
hombre que ha sido presionado contra una muralla y ha sido besado. La ligera perturbación del pelo
en la nuca de Laurent era maravillosa. Su mano había estado allí.

—No estoy aquí por ti —dijo Jord.

—Entonces di tu asunto y vete.

—Mi asunto es con el Príncipe.

Su mano había estado allí y había subido al suave y cálido pelo dorado. Interrumpido, el beso estaba
vivo entre ellos, en los ojos oscuros y los latidos cardíacos. Su atención se volvió de nuevo hacia el
intruso. La amenaza que Jord representaba para él se estaba reactivando. Por lo que había sucedido
no iba a ser amenazado por nada ni por nadie. Laurent se apartó de la pared.

—¿Estás aquí para advertirme sobre los peligros de tomar decisiones de mando en la cama? —dijo
Laurent.

Hubo un corto silencio espectacular. El fuego de las antorchas, el viento que azotaba las paredes era
demasiado fuerte. Jord se quedó muy quieto.

—¿Algo que decir? —dijo Laurent.

Jord se mantenía apartado de ellos. La misma aversión persistía en su voz.


—No con él aquí.

—Él es tu Capitán —dijo Laurent.

—Él sabe bien que debería irse.


—¿Mientras comparamos estrategias sobre el despliegue para el enemigo? — preguntó Laurent.

Este silencio era peor. Damen sintió la distancia entre él mismo y Laurent con todo su cuerpo, cuatro
pasos interminables a través de las almenas.

—¿Y bien? —dijo Laurent.

Los ojos de Jord se habían vuelto a Damen, llenos de gran perseverancia. Pero, “Él es Damianos de
Akielos”, Jord no lo dijo, aunque parecía tenso hasta el límite de la repulsión ante lo que acababa de
ver, y el silencio se prolongó, espeso y tangible con lo que yacía por debajo.

Damen se adelantó.

—Tal vez…

Más ruido en la escalera, y el ruido de varios pasos urgentes. Jord se volvió. Guymar y otro de los
soldados se acercaban a la sección que había ordenado despejar. Damen se pasó una mano por la
cara. Todo el mundo en el fuerte estaba llegando a la parte que había ordenado despejar.

—Capitán. Pido disculpas por la violación de sus órdenes. Pero hay una situación que tiene lugar en
la planta baja.

—¿Una situación?

—Un grupo de hombres tienen la intención de jugar con uno de los prisioneros.

El mundo no iba a desaparecer. El mundo intrusivo cambiaba sus preocupaciones, los problemas de
disciplina, los mecanismos de la capitanía.

—Los prisioneros deben ser bien tratados —dijo Damen—. Si algunos de los hombres están demasia-
do borrachos, hay que saber cómo mantenerlos a raya. Mis órdenes eran claras.

Hubo una vacilación. Guymar era uno de los hombres de Enguerran, un soldado de carrera, pulido y
profesional. Damen le había ascendido exactamente por esas cualidades.
—Capitán, sus órdenes eran claras, pero... —respondió Guymar.

—¿Pero…?

—Algunos de los hombres parecen pensar que Su Alteza apoyará sus acciones.

Damen puso en orden sus pensamientos. Por la forma en que Guymar lo dijo, era obvio qué tipo de
juego significaba. Habían pasado semanas en el camino sin supervisores de campamento. Sin em-
bargo, había creído que los hombres capaces de acciones como esta habían sido eliminados de la
tropa.

El rostro de Guymar era impasible, pero su débil desaprobación era tangible: estas eran acciones
de mercenarios, vestidos con la librea del Príncipe. Los hombres del Príncipe estaban mostrando su
clase inferior.

Como una arquero fijando su objetivo, Laurent dijo precisa y deliberadamente—: Aimeric.

Damen se volvió. Los ojos de Laurent estaban sobre Jord, y Damen vio tal apuro en la expresión de
Jord que Laurent tenía razón, y por supuesto que era por el bien de Aimeric que Jord había venido
aquí.

Bajo esa peligrosa mirada fija, Jord cayó de rodillas.


—Alteza —dijo Jord. No miraba a nadie, sino a las piedras oscuras debajo de él—. Sé que he hecho
mal. Aceptaré cualquier castigo por eso. Pero Aimeric fue leal a su familia. Fue fiel a lo que él conocía.
No se merece ser entregado a los hombres para eso. —La cabeza de Jord estaba inclinada, pero sus
manos en las rodillas eran puños—. Si mis años de servicio a usted merecen cualquier cosa mínima-
mente digna, deje que valgan la pena para eso.

—Jord —contestó Laurent— es por eso que te jodió. Por este momento.

—Lo sé —replicó Jord.

—Orlant —dijo Laurent— no merecía morir solo por la espada de un aristócrata egoísta que pensába-
mos que era un amigo.

—Lo sé —dijo Jord—. No estoy pidiendo que deje a Aimeric en libertad o le perdone lo que ha hecho.
Es que yo lo conozco, y esa noche, él estaba...

—Debería dejarte que observaras —dijo Laurent— mientras le desnudan para que cada hombre de la
tropa lo tome.

Damen se adelantó.

—No quisiste decir eso. Lo necesitas como rehén.

—No lo necesito pudoroso —dijo Laurent.

El rostro de Laurent era perfectamente plano, sus ojos azules impasibles e intocables. Damen le sintió
retroceder ligeramente desde la mirada insensible, con sorpresa en ella. Se dio cuenta de que había
salido de la sintonía con Laurent en un momento crucial. Quería alejar a todo el mundo, para poder
encontrar su camino de regreso.

Y sin embargo, esto debía ser tratado. La situación aquí se había precipitado hacia algo desagrada-
ble.

Él remarcó—: Si va a haber justicia para Aimeric, entonces que haya justicia, razonablemente decidi-
da, públicamente aplicada, pero no que los hombres tomen el asunto en sus propias manos.

—Entonces, desde luego —dijo Laurent— vamos a tener justicia. Dado que los dos están tan ansio-
sos por ella. Arrastrar a Aimeric lejos de sus admiradores. Tráiganlo de vuelta a la torre sur. Vamos a
tener todo al aire libre.

—Sí, Alteza.

Damen se encontraba caminando adelante cuando Guymar se inclinó brevemente y se fue, y los de-
más lo siguieron, hasta llegar a la torre sur. Quería llegar, si no con una mano, entonces con su voz.

—¿Qué estás haciendo? —dijo—. Cuando dije que debía haber justicia para Aimeric, me refería a
más tarde, no ahora, cuando estabamos... —Buscó el rostro de Laurent—. Cuando nosotros...

Le enfrentó una mirada como un muro, y un descuidado ascenso de las cejas doradas.

Laurent dijo—: Si Jord quiere ponerse de rodillas para Aimeric, debería saber exactamente para quién
se está arrastrando.

La torre sur estaba coronada por una plataforma y un parapeto horadado no con útiles rendijas rec-
tangulares, sino con delgados arcos apuntados, porque se trataba de Vere y siempre debía haber
alguna floritura. Debajo de la plataforma estaba la sala donde Damen, Laurent y Jord se reunieron,
un pequeño espacio circular conectado al parapeto por escaleras de piedra rectas. Durante una pelea
—durante un ataque contra el fuerte— la habitación sería un punto de ensamblaje para los arqueros y
espadachines, pero ahora funcionaba como una informal sala de guardias, con una mesa de madera
gruesa, y tres sillas. Los hombres que solían estar de servicio, tanto ahora como antes, se habían ido
por orden de Damen.

Laurent, supremamente poderoso, ordenó que no solo debiera ser traído Aimeric, sino también be-
bidas. La comida llegó primero. Los sirvientes batallaron hasta la torre cargados de platos de car-
nes, pan y jarras de vino y agua. Las copas que traían eran de oro, y talladas con una imagen de un
ciervo, en mitad de la caza. Laurent se sentó en la silla de madera de respaldo alto junto a la mesa y
cruzó las piernas. Damen apenas supuso que Laurent iba a sentarse frente a Aimeric con las piernas
cruzadas y tener una pequeña charla. O tal vez sí.

Conocía esa expresión. Su sensación de peligro, muy en sintonía con los estados de ánimo de Lau-
rent, se dijo que Aimeric estaría mejor en la planta baja con una media docena de hombres que aquí
con Laurent. Los párpados del Príncipe eran suaves sobre una fría mirada, su postura erguida, con
los dedos con aplomo en el borde de la copa.

Lo besé, pensó Damen, la idea era irreal aquí en esta pequeña habitación circular de piedra. El
cálido, dulce beso se había roto en un momento de la promesa: la primera ligera separación de los
labios, la sugerencia de que Laurent había estado a punto de permitir que el beso se profundizara,
aunque su cuerpo había estado lleno de tensión.

Cuando cerró los ojos, sintió cómo podría haber ocurrido: poco a poco, la apertura de la boca de Lau-
rent, las manos de Laurent levantándose tímidamente para tocar su cuerpo. Él habría tenido cuidado,
mucho cuidado.

Aimeric fue arrastrado dentro por dos guardias. Se resistió, con las manos atadas a la espalda, con
los brazos presionados por sus guardias. Había sido despojado de su armadura, la camisa estaba
manchada con tierra y sudor y estaba abierta parcialmente en un enredo de cordones. Sus rizos pare-
cían más pastosos que pulidos, y había un corte en la mejilla izquierda.

Sus ojos conservaban su desafío. Había un antagonismo intrínseco en la naturaleza de Aimeric, Da-
men lo sabía. Le gustaba la pelea.

Cuando vio a Jord, se quedó blanco. Y dijo:

—No. —Su guardia lo empujó dentro.

—El reencuentro amoroso —dijo Laurent.


Cuando Aimeric oyó esto, recogió su desafío para él mismo. Los guardias le agarraron de nuevo, de
manera ruda. Aunque su cara seguía estando blanca, Aimeric levantó la barbilla.

—¿Me has traído aquí para regodearte? Estoy contento de haber hecho lo que hice. Lo hice por mi
familia, y por el sur. Lo haría de nuevo.

—Ya es suficiente —dijo Laurent—. Ahora la verdad.

—Esa era la verdad —dijo Aimeric—. No tengo miedo de ti. Mi padre te va a aplastar.

—Tu padre ha viajado a Fortaine con el rabo entre las piernas.

—Para reagruparse. Mi padre nunca le daría la espalda a su familia. No como tú. Abrirse para tu her-
mano no es lo mismo que la lealtad a la familia. —La respiración de Aimeric era superficial.
—Ciertamente —dijo Laurent.

Se puso de pie, la copa colgaba de forma casual de sus dedos. Consideró a Aimeric un momento.
Luego agarró la copa de otro modo, la levantó, y la llevó con una brutal calma en un golpe de revés al
rostro de Aimeric.

Aimeric gritó. El golpe quebró la cabeza a un lado, ya que el oro pesado impactó en su pómulo con un
sólido y morboso sonido. Le dejó tambaleándose en los brazos de sus guardias. Jord hizo un violento
avance y Damen sintió que todo su cuerpo estaba bajo tensión cuando, por instinto, le empujó para
detenerle.

—Mantén la boca cerrada con mi hermano —dijo Laurent.

En la primera ráfaga de movimiento, Damen había lanzado a Jord contundentemente atrás, luego lo
mantuvo a raya agarrándole bien fuerte. Jord había cedido ya, pero la tensión de los músculos to-
davía estaba allí, con la respiración agitada. Laurent restituyó la copa, con exquisita precisión, a la
mesa.

Aimeric solo parpadeó con ojos brillantes y estupefactos; el contenido de la copa se había extendido
hacia el exterior, humedeciendo la aturdida y descuidada cara de Aimeric. Había sangre en sus labios,
donde algo fue mordido o partido, y una marca roja en su mejilla.

Damen oyó a Aimeric decir, marcadamente—: Puedes pegarme todo lo que quieras.

—¿Puedo? Creo que vamos a disfrutar mutuamente, tú y yo. Dime qué más puedo hacer por ti.

—Deje esto —dijo Jord—. Es solo un chico. Es solo un chico, no es lo bastante adulto para esto, está
asustado. Piensa que va a destruir a su familia.

Aimeric volvió su magullado rostro ensangrentado con las palabras, reflejando la incredulidad con la
que Jord le defendía. Laurent se volvió hacia Jord, al mismo tiempo, con las cejas doradas arquea-
das. Había incredulidad en la expresión de Laurent también, pero era más fría, más fundamental.

Damen tardó un momento en entender por qué. La inquietud se apoderó de él mientras miraba el
rostro de Laurent a Aimeric, y se dio cuenta de repente y por primera vez de lo cercanos que Laurent
y Aimeric eran en edad. Había diferencia de seis meses entre los dos, como máximo.

—Voy a destruir a su familia —dijo Laurent—. Pero no es por su familia por la que está luchando.

—Claro que sí —dijo Jord. —¿Por qué si no iba a traicionar a sus amigos?

—¿No puedes pensar en una razón?

La atención de Laurent había vuelto a Aimeric, acercándose a él, por lo que estaban enfrente el uno
del otro. Como un amante, Laurent sonrió y tocó un rizo aislado, metiéndolo detrás de la oreja de Ai-
meric. Aimeric se estremeció violentamente, entonces reprimió el retroceso, aunque no fue capaz de
controlar su respiración.

Tiernamente, Laurent trazó un dedo a través de la sangre que brotaba del labio partido de Aimeric.

—Cara bonita —dijo Laurent. Luego sus dedos bajaron de nuevo para rozar la mandíbula de Aimeric,
inclinándola hacia arriba como para un beso. Aimeric hizo un sonido ahogado en respuesta al dolor, la
carne amoratada bajo los dedos de Laurent era blanca—. Apuesto a que eras una maravilla de niño
pequeño. Una preciosa maravilla. ¿Cuántos años tenías cuando follaste con mi tío?

Damen se quedó inmóvil, todo en la torre se quedó muy quieto, cuando Laurent dijo:
—¿Tenías edad para correrte?

—Cállate —dijo Aimeric.

—¿Te dijo que estarían juntos de nuevo, si hacías solo esto? ¿Te ha dicho lo mucho que te ha echado
de menos?

—Cállate—dijo Aimeric.

—Estaba mintiendo. No te tomaría de nuevo. Eres demasiado mayor.

—No sabes nada —dijo Aimeric.

—La gruesa voz y las ásperas mejillas, lo pondrían enfermo.

—No sabes nada…

—Con tu cuerpo envejecido, tus atenciones maduras, no eres más que…

—¡Te equivocas sobre nosotros! ¡Él me ama!

Aimeric arrojó las palabras desafiantemente, salieron demasiado altas. Damen sentía el fondo del es-
tómago retorcerse, una sensación de maldad total pasaba por él. Descubrió que había soltado a Jord,
quien, a su lado, había dado dos pasos hacia atrás.

Laurent estaba mirando a Aimeric con encrespado desprecio.

—¿Te ama? Tú, pequeño miserable advenedizo. Dudo que incluso te prefiera. ¿Cuánto tiempo man-
tuviste su atención? ¿Unas pocas folladas mientras estaba aburrido en el campo?

—No sabes nada de nosotros —dijo Aimeric.

—Sé que no te traerá a la corte. Te dejó en Fortaine. ¿Nunca te preguntaste por qué?

—Él no quería dejarme. Me lo dijo —contestó Aimeric.

—Apuesto a que fuiste fácil. Unos elogios, un poco de atención, y le diste todos los placeres inocen-
tes de un virgen campestre en su cama. Él lo habría encontrado divertido. Al principio. ¿Qué más hay
que hacer en Fortaine? Pero la novedad se acabó.

—No —dijo Aimeric.

—Eres lo suficientemente bonito, y eras obviamente excitante para él. Pero los bienes usados no son
atractivos a menos que no sean algo dignos de usar. Y el vino barato que bebes en una taberna tran-
quila no es del tipo que tú sirves en tu propia mesa, dada la elección.
—No —dijo Aimeric.

—Mi tío descarta. No como Jord —dijo Laurent— quien acogerá a sensibleros desechos sobrantes
como un hombre de mediana edad lo haría y lo tratará como si fuera digno de algo.

—Basta —dijo Aimeric.

—¿Por qué crees que mi tío te pidió que te prostituyeras tú mismo a un soldado común antes de que
se hubiera dignado a tocarte? Eso es para lo que pensaba que eras bueno. Para acostarte con mis
soldados. Y ni siquiera pudiste hacer eso.
Damen dijo—: Ya es suficiente.

Aimeric estaba llorando. Feos sollozos sacudían todo su cuerpo. Jord tenía el rostro ceniciento. Antes
de que nadie pudiera actuar o hablar, Damen dijo—: Saca a Aimeric de aquí.

—Eres un hijo de puta de sangre fría —dijo Jord a Laurent. Su voz era temblorosa. Laurent se volvió
hacia él, deliberadamente.

—Y luego, por supuesto —dijo Laurent— aquí estás tú.

—No —dijo Damen, interponiéndose entre ellos. Sus ojos estaban sobre Laurent. Su voz era dura—.
¡Fuera! —dijo Damen a Jord. Era una orden firme. No se volvió para mirar a Jord a ver si su orden
había sido obedecida o no. Para Laurent, con la misma voz, dijo—: Cálmate

—No había terminado. — dijo Laurent

—¿Terminar qué? ¿De reducir a todos los hombres en la sala? Jord no es cualquier tipo de igual para
ti en este estado de ánimo, y lo sabes. Cálmate.

Laurent le dio el tipo de mirada que un espadachín da cuando decide si debe o no cortar a su enemi-
go desarmado por la mitad.

—¿Vas a probarlo conmigo? ¿O es que solo tomas placer en atacar a aquellos que no pueden defen-
derse ellos mismos? —Damen oyó la dureza de su propia voz. Se mantuvo firme. Alrededor de ellos,
la habitación de la torre estaba vacía. Había enviado a todos los demás fuera—. Recuerdo la última
vez que estuviste así. Cometiste un error tan garrafal que le diste a tu tío la excusa que necesitaba
para despojarte de tus tierras. —Estuvo a punto de ser asesinado por eso. Él lo sabía y se quedó
dónde estaba. El ambiente se caldeó, caliente, espeso y mortal.
Bruscamente, Laurent se volvió. Puso las palmas de las manos sobre la mesa, agarrando el borde, de
pie con la cabeza gacha, los brazos rígidos apoyados, la tensión en su espalda. Damen observó su
caja torácica hincharse y desinflarse, varias veces.

Laurent se quedó inmóvil durante un momento, y luego, bruscamente, pasó el antebrazo sobre la
mesa, y de un repentino y único movimiento envió platos dorados y su contenido a estrellarse contra
el suelo. Una naranja rodó. El agua de la jarra goteaba desde el borde de la mesa al suelo. Podía oír
el sonido de la respiración inestable de Laurent.

Damen permitió que el silencio en la sala se alargara. No miró a la mesa destrozada, con sus carnes
derramadas, sus platos dispersos y volcados, y las gruesas jarras. Miró a la línea de la espalda de
Laurent. Mientras que había sabido enviar a los demás fuera, sabía que no debía hablar. No supo
cuánto tiempo pasó. No el suficiente tiempo para que la tensión en la espalda de Laurent se aflojara.

Laurent habló sin volverse. Su voz era desagradablemente precisa.

—Lo que estás diciendo es que cuando pierdo el control, cometo errores. Mi tío lo sabe, por supuesto.
Habría sido un placer divertido para él enviar a Aimeric a trabajar contra mí, tienes razón. Tú, con tus
actitudes bárbaras, tu brutal arrogancia dominante, siempre tienes razón.

Las manos de Laurent que permanecían sobre la mesa estaban blancas.

—Me acuerdo de ese viaje a Fortaine. Él salió de la capital durante dos semanas, y luego mandó a
decir que se alargaban a tres. Dijo que su asunto con Guion necesitaba más tiempo.

Damen dio un paso adelante, atraído por el tono en la voz de Laurent.


—Si quieres que me calme, sal. — dijo Laurent.
Capítulo 19
Traducido por Raisa Castro
Corregido por Reshi

—Capitán.

Damen estaba tres pasos fuera de la habitación de la torre cuando Guymar lo saludó con un grito y la
intención de llegar a la habitación.

—Aimeric está de vuelta bajo vigilancia y los hombres se han calmado. ¿Puedo reportarlo al Príncipe
y...?

Se dio cuenta de que había puesto su cuerpo en el camino de Guymar.

—No. Nadie entra.

Ira, irracionalidad, florecieron en él. Detrás de él estaban las puertas cerradas de las habitaciones en
las torres, una barrera al desastre. Guymar ya debería darse cuenta en vez de interrumpir y empeorar
el humor de Laurent. Guymar debería haberse dado cuenta antes de causar mal humor en Laurent,
en primer lugar.

—¿Hay ordenes sobre lo que deberíamos hacer con el prisionero?

Arrojar a Aimeric a las almenas.

—Manténgalo confinado en sus habitaciones.

—Sí, Capitán.

—Quiero que toda esta zona este despejada. Y, ¿Guymar?

—¿Sí, Capitan?

—Esta vez, quiero que en serio este despejada. No me interesa quien este apunto de ser molestado.
Nadie debe venir aquí. ¿Entendido?

—Sí, Capitán—Guyman se inclinó y se retiró.

Damen se encontró a si mismo con sus manos apoyadas en las almenasde pierda, imitando incons-
cientemente la pose de Laurent, la línea de la espalda de Laurent contra la última cosa que había
visto antes de poner la palma de la mano en la puerta.

Su corazón estaba martilleando. Quería hacer una barrera que protegería a Laurent de cualquiera
que tratara de perturvarlo. Mantendría la zona despejada, si eso significaba vigilar toda la almena y
patrullarla él mismo.

Sabía esto sobre Laurent. Que una vez que estuviera un tiempo a solas para pensar, el control volve-
ría, la razón ganaría.

La parte de él que no quería botar a Aimeric con un golpe reconocía que tanto Jord como Aimeric
habían pasado apuros. Era un desastre que no necesitaba pasar. Si solo se hubieran––quedado en lo
seguro. Amigos, había dicho Laurent, arriba en la almena. ¿Es por eso que estas aquí?, las manos de
Damen se convirtieron en puños. Aimeric era un empedernido problemático con un terrible arrebato.

Se encontró a sí mismo en la base de las escaleras, dando las mismas órdenes a los soldados que le
había dado a Guymar, despejando la zona.

Hacía mucho había pasado la media noche. Un sentimiento de fatiga, de pesadez vino sobre él y, de
repente, Damen era consciente de las pocas horas que faltaban para el amanecer. Los soldados se
estaban retirando, el espacio se estaba vaciando alrededor de él. La idea de parar, dándose a sí mis-
mo un momento para pensar, era terrible. Afuera, no había nada, solo las últimas horas de oscuridad
y el largo camino hacia el amanecer.

Agarró a uno de los soldados por el hombro antes que se diera cuenta, evitando que seguiera a los
otros.

El hombre se detuvo, quedándose en su lugar.

—¿Capitán?

—Cuida al Príncipe—se escuchó decir—. Cualquier cosa que necesite, asegúrate que las tenga.
Cuídalo.

Estaba consciente de la incongruencia de sus palabras, de su fuerte agarre en el brazo del hombre.
Cuando él trato de detenerlo, su agarre solo se hizo más fuerte.

—Se merece tu lealtad.

—Sí, Capitán.

Un asentimiento, seguido de consentimiento. Vio como el hombre iba escaleras arriba en su lugar.

Le tomó un largo tiempo terminar con sus preparaciones, después de esto encontró a un sirviente que
le enseñara sus habitaciones.

Tuvo que abrirse camino a través de los resto de la juerga: copas de vino desechadas, un Rochert
que roncaba, unas cuantas sillas volcadas, gracias a una pelea o a un vigoroso baile.

Sus habitaciones eran excesivas porque los veretianos eran siempre excesivos: a través de marcos
arqueados, él podía ver al menos dos habitaciones más, con suelos inclinados y bajos, divanes típi-
cos de Vere. Dejó que sus ojos recorrieran la ventanas abovedadas, la mesa llena de vino y frutas y la
cama sobresaliendo con sabanas de color de la rosa que caían en capas tan largas que se regaban
sobre el suelo.
Despidió al sirviente. Las puertas se cerraron. Se sirvió una copa de vino de una jarra de plata y la
vació. Dejó la copa de nuevo en la mesa. Puso sus manos en la mesa y su peso en ellas.

Entonces llevó su mano a su hombro y desabrocho su insignia de Capitán.

Las ventanas estaban abiertas. Era ese tipo de noches que eran dulces y cálidas que eran típicas
en el sur. La decoración veretiana estaba en todos lados, desde los intrincadas rejas cubriendo las
ventanas hasta las helicoidales trenzas que se enlazaban en las sabanas, pero este fuerte tenía unas
piscas del sur, en las formas de los arcos, y el ritmo del espacio, abierto y sin puertas.

Miró a la insignia en su mano. Su tiempo como el Capitán de Laurent fue corto. Una tarde. Una no-
che. En ese tiempo habían ganado una batalla y tomado el fuerte. Parecía salvaje e improbable, una
pieza de oro con un filo duro en su mano.

Guymar era una buena opción, el interino correcto hasta que Laurent reuniera a sus consejeros para
el mismo y encontrara un nuevo Capitán.

Esa sería la primera orden del día, consolidar su poder aquí en Ravenel. Como comandante, Laurent
aún estaba verde, pero él crecería en el rol. Laurent encontraría su camino, transformándose a sí
mismo de príncipe-comandante a Rey.

Puso la insignia en la mesa.

Se movió lejos hacia las ventanas. Miró hacia fuera. Podía ver los pinchazos de las luces de las antor-
chas en las almenas, donde el azul y el dorado habían remplazado los estandartes de Lord Touars.

Touars, que había flaqueado, pero había sido convencido de ir a batalla por Guion.

En su mente estaban las imágenes que siempre estarían conectadas a la batalla de esta noche.
Estrellas rodando alto sobre las almenas. Trajes y la armadura de Enguerran. Un yermo con una sola
pluma roja. Tierra batida y violencia y Touars, que había pelado hasta un solo momento de reconoci-
miento que lo había cambiado todo.

Damianos. Asesino de príncipes.

Detrás de él, las puertas se cerraron, se volvió y vio a Laurent.

Su estómago se contrajo, un momento de confusión––nunca habría esperado ver a Laurent allí. En-
tonces todo se resolvió, el tamaño y la opulencia de las habitaciones tuvieron sentido: Laurent no era
el intruso.

Se miraron el uno al otro. Laurent se paró cuatro pasos dentro de la habitación, vivido en ropas seve-
ras, de lazos apretados, con solo un adorno en el hombro que dejara ver su rango. Damen sintió su
pulso latir con su sorpresa, su consciencia de la presencia de Laurent.

—Lo siento—dijo—. Tus sirvientes me trajeron a las habitaciones equivocadas.

—No. no lo hicieron —le dijo Laurent.

Hubo una pausa ligera.

—Aimeric está de vuelta en sus habitaciones bajo vigilancia—dijo Damen. — Trató tener un tono nor-
mal—. No causará un problema.

—No quiero hablar de Aimeric—dijo Laurent—. O mi tío.


Laurent comenzó a acercarse. Damen era consciente de él como era consciente de la insignia que se
había quitado, como una pieza de armadura desecha demasiado rápido.

—Sé que planeas irte mañana. Vas a cruzar la frontera y no vas a volver. Dilo —dijo Laurent.

—Yo…

—Dilo.

—Me voy a ir mañana—dijo Damen, tan estable como pudo—. No voy a volver —dio una respiración
que hacía que su pecho doliera—Laurent…
—No. No me importa. Te vas mañana. Pero eres mío ahora. Esta noche, todavía eres mi esclavo.

Damen sintió las palabras lo golpeaban, pero esto fue subsumido por el sorpresa de la mano de Lau-
rent sobre él, un empujón hacia atrás. Sus piernas golpearon la cama. El mundo se inclinó, la cama
de seda y la luz rosada. Sentía la rodilla de Laurent en su muslo, la mano de Laurent en su pecho.

—Yo…yo no…

—Yo creo que sí —dijo Laurent.

Su chaqueta se comenzó a abrir bajo los dedos de Laurent: era infalible, y una parte distante parte de
la mente de Damen, registró eso: un príncipe con la habilidad de un sirviente, mejor de lo que Damen
había sido, como si hubiese sido enseñado.

—¿Qué estás haciendo? —la voz de Damen era temblorosa.

—¿Qué estoy haciendo? No eres muy observador.

—No eres tú mismo –dijo Damen–. Y aún si lo fueras, tú no haces nada sin una docena de motivos.

Laurent se quedó muy quieto, las suaves palabras eran medio agrias.

—¿Lo hago? Debo querer algo.

—Laurent…—le dijo.

—Te estas tomando libertades –dijo Laurent–. Nunca te di permiso para llamarme por mi nombre.

—Su Alteza—dijo Damen. Y las palabras se torcieron, incorrectas en su boca. Él necesitaba decir, No
hagas esto. Pero no podía pensar más allá de Laurent, improbablemente cerca. Sentía cada cam-
biante centímetro que dividía sus cuerpos en una revoloteante, ilícita sensación por la proximidad de
Laurent. Cerró sus ojos contra ella, sintió a su cuerpo dolorosamente queriendo.

—No creo que tú me desees. Yo creo que tú solo quieres sentir esto.

—Entonces siéntelo –dijo Laurent.

Y deslizó su mano dentro de la chaqueta abierta de Damen, pasando su camisa, hacia su estómago.
No era posible, en ese momento, hacer algo más que experimentar la mano de Laurent contra su piel.
Su respiración se estremecía fuera de él, el tacto de Laurent caliente a través de su ombligo y desli-
zándose más abajo. Era medio consciente de la seda de la cama, arrugada y perturbada alrededor
de él, las rodillas de Laurent y su otra mano como ganchos en la seda, reteniéndolo hacia abajo. Su
chaqueta desechada, su camisa a medio sacar. Los lazos entre sus piernas partidos, obedientes a los
dedos de Laurent, y luego estaba todo deshecho.
Era la cara de Laurent la que miraba. Lo miró como si viera por primera vez la mirada en los ojos
de Laurent, su apenas alterada respiración. Era consciente de la fantasmal línea en la espalda de
Laurent; de la concienzuda manera en la que agarraba su cuerpo. Recordó la línea de la espalda de
Laurent en la torre, doblada sobre la mesa. Escuchó el tono en la voz de Laurent.

—Veo que estas proporcionado por todos lados.

—Me has visto excitado antes.

—Y recuerdo lo que te gusta.

Laurent cerró un puño alrededor de la cabeza y deslizó su dedo sobre la ranura, empujando hacia
abajo un poco.

El cuerpo entero de Damen se curvo. El agarre se sentía más como una posesión que una caricia.
Laurent se acercó, dejando que su pulgar delineara un pequeño y mojado círculo.

—Esto también te gustaba, con Ancel.

—No se trataba de Ancel –dijo Damen, las palabras saliendo, duras y honestas–. Se trataba de ti y lo
sabes.

Él no quería pensar en Ancel. Su cuerpo se tensó, como una cuerda jalada demasiado fuerte. Hizo lo
que era natural para él, pero Laurent dijo:

—No—y él no podía tocar.

—Sabes, Ancel usaba su boca—le dijo, casi absurdamente, desesperadamente tratando de distraer a
Laurent, peleando por mantenerse quieto en su lugar contra las sabanas.

—No creo que lo necesite—dijo Laurent.

La subida y bajada de la mano de Laurent era como el deslizar de las palabras de Laurent, como
cada frustrante argumento que habían tenido, bloqueado, enredado en la voz de Laurent. Podía sentir
la tensión de la voz de Laurent, filoso como el sentir de sus propios latidos. Laurent mantenía su ante-
rior humor dentro de él, constrictivo, y convertido en algo más.

Lo combatió, mientras se alzaba dentro de él, lanzándose fuera en una resistente carrera en las
sedas sobre su cabeza. Pero la mano libre de Laurent restringió sus movimientos, empujándolo en el
caliente e insistente comando. Quedo atrapado inesperadamente en los ojos de Laurent y lo golpeó,
en una enredada explosión. Laurent vestido completamente por encima de él, un príncipe en su total
panoplia, sus botas brillantes junto a los muslos de Damen. A pesar de que Damen sintió el primer
temblor que envolvía su cuerpo, el momento se estaba transformando, demasiada comunicación
entre ellos. El sintió que debía mirar a otro lado, que debía parar o regresar. No podía. Los ojos de
Laurent eran oscuros, grandes y, por un momento, lo miraron solo a él.

Sintió a Laurent retirarse, alejare, cerrándose a sí mismo, tratando pero siendo incapaz de manejar
una fría y tranquila retirada.

—Adecuado—dijo Laurent.

Con la respiración dura, aun temblando por el clímax, Damen se estaba levantando, persiguiendo la
mirada en los ojos de Laurent para atraparla antes de que desapareciera.

Atrapó la muñeca de Laurent, sintió los finos huesos y el pulso antes de que Laurent se pudiera le-
vantar de la cama.

—Bésame—le dijo Damen.

Su voz estaba rasposa por el placer que añoraba compartir. Sintió el flujo caliente que envolvía su
propia piel. Se había empujado hacia arriba, para que su cuerpo hiciera una curva, los planos de su
abdomen cambiando. La mirada de Laurent se desvió instintivamente sobre él, luego se alzó hacia sí
mismo.

Había agarrado la muñeca de Laurent antes, para protegerlo de un golpe o un cuchillo. Él lo sujeta-
ba ahora. Podía sentir la desesperada urgencia de retirarse. Podía sentir algo más también, Laurent
manteniéndose apartado, como si, una vez finalizado el acto, no tuviera una plantilla sobre qué hacer.

—Bésame—le volvió a decir.

Con los ojos obscurecidos, Laurent se mantenía en su lugar como si se empujara sí mismo a través
de una barrera, la tensión en el cuerpo de Laurent aun transmitiendo fuga, y Damen sintió la sacudida
en todo su cuerpo cuando los ojos de Laurent miraron su boca.

Sus propios ojos se cerraron cuando se dio cuenta que Laurent iba a hacer esto y se mantuvo muy
quieto. Lauren lo besó con sus labios ligeramente abiertos, como si no fuera consciente de lo que
estaba pidiendo, y Damen lo besó de vuelta con cuidado, mareado por la idea de que ese beso podría
profundizarse.

Se apartó antes de que sucediera, lo suficiente para ver los ojos de Laurent abrirse. Su corazón mar-
tilleaba. Por un momento, mirar se sentía como besar, un intercambio en el que las distinciones de
intimidad se hacían borrosas. Se estaba acercando despacio, alzando la barbilla de Laurent con sus
dedos y besándolo suevamente en el cuello.

No fue lo que Laurent esperaba. Sintió la ligero sorpresa de Laurent y la manera en que Laurent se
contenía, como si se preguntara por qué Damen quisiera hacer eso, pero sintió el instante en el que
la sorpresa se convirtió en algo más. Damen se permitió el pequeño placer de acariciar. El pulso de
Laurent alcanzó un pequeño crescendo bajo sus labios.

Esta vez, cuando se apartó, ninguno de los dos se alejó totalmente del otro. Levantó su otra mano
para acariciar la mejilla de Laurent, deslizó sus dedos en su cabello––el cambiante dorado bajo sus
maravillados dedos. Luego, tomó la cabeza de Laurent gentilmente entre sus manos y le dio el beso
que había añorado darle, largo, lento y profundo. La boca de Laurent se abrió bajo la suya. No podía
parar el lento, difundido arrebato que sintió por el toque de la lengua de Laurent, el sentimiento de la
suya deslizándose dentro de la boca de Laurent.

Se estaban besando. Lo sentía en su cuerpo, como un temblor que no podía controlar. Había sido
sacudido por la fuerza de todo lo que quería, y cerró sus ojos contra eso. Bajo su mano por el cuerpo
de Laurent, sintiendo las levantadas uniones de la chaqueta. Él mismo estaba desnudo, mientras que
Laurent estaba completamente e intocablemente vestido.

Laurent había sido cuidadoso, desde ese primer momento sacándose la ropa en el palacio, de no
desnudarse completamente frente a él. Pero recordaba, de los baños, como se había visto Laurent; el
arrogante balance de sus proporciones, la caída del agua traslucida sobre su blanca piel.

No lo había apreciado en ese momento. No había sabido, en el palacio, lo raro que era para Laurent
aparecer en algo menos que totalmente, e impecablemente vestido, frente a cualquiera.

Él lo sabía ahora. Pensó en el sirviente que había atendido antes a Laurent, lo mucho que lo había
disgustado.
Alzó sus dedos hacia el nudo del cuello de Laurent. Había sido entrenado para hacer esto, él sabía
todos los cierres intrincados. Un trozo de la apertura se ensancho, sus dedos deslizándose por la fina
línea de la clavícula de Laurent, revelándola. La piel de Laurent era tan pálida que las venas en su
cuello eran azules, estrías en mármol, y con sedas y tiendas, ensombrecidas caravanas con collares
altos en el cuello, su prístina pureza se había preservado incluso durante un mes de marcha. Contra
eso, su propia piel, bronceada por el sol, parecía café como una nuez.

Estaban respirando en unísono. Laurent estaba muy quieto. Cuando Damen abrió la chaqueta, el pe-
cho de Laurent subía y bajaba bajo la fina camiseta blanca. Las manos de Damen alisaron las líneas
de la camisa, y después se la quitó.

Expuestos, los pezones de Laurent estaban duros y arrugados, la primera evidencia tangible del de-
seo, y Damen sintió una oleada salvaje de satisfacción. Sus ojos miraron a Laurent.

—¿Pensaste que estaba hecho de piedra? —dijo Laurent.

No pudo parar la oleada de placer que sintió cuando dijo eso. Le dijo:

—Nada que tú no quieras.

—¿Crees que no lo deseo?

Viendo la mirada en los ojos de Laurent, Damen deliberadamente lo empujó de nuevo sobre las saba-
nas.

Se estaban mirando el uno al otro. Laurent estaba tumbado en su espalda, ligeramente despeinado,
una pierna doblada y empujada ligeramente de lado, todavía llevando sus impecables botas. Quería
pasar la mano por el pecho de Laurent, empujar sus muñecas sobre el colchón, tomar su boca. Cerró
sus ojos y llamó a un heroico intento de control. Los volvió a abrir.

Alzando su mano ociosamente al lugar exacto encima de su cabeza donde Damen la hubiera empuja-
do, Laurent lo miró de vuelta a través de un velo de pestañas.

—Te gusta estar arriba, ¿verdad?

—Sí.

Nunca como en este momento. Tener a Laurent bajo él era embriagador. No puedo evitar llevar su
mano hacia el provocador estomago de Laurent, sobre el controlado subir y bajar de su respiración.
Llego a la fina línea de cabello, la toco con la punta de sus dedos. Sus dedos descansando en el
lugar donde la línea desaparecía bajo el simétrico lazo. Miro de nuevo hacia arriba.

Y se encontró a si mismo empujado hacia atrás, con un súbito e inesperado impulso, se sentó de nue-
vo entre las piernas de Laurent, un poco sin aliento. Laurent había puesto la suela de su bota en el
pecho de Damen, y lo empujo. Y no quitó la bota de donde estaba, reteniendo a Damen en su lugar,
la firme presión en la base del pie de Laurent advirtiéndole que se quedara dónde estaba.

La llamarada de excitación que sintió por eso debió ser visible en sus ojos.

—¿Y bien? —dijo Laurent.

Era una directiva, no una advertencia: lo que Laurent estaba esperando quedó claro. Damen puso su
mano alrededor de la pantorrilla de Laurent, la otra mano en el taco de su bota, y la sacó.

Mientras la bota golpeaba el suelo al lado de la cama, Laurent echó hacia atrás su pie y lo reemplazo
con el otro. Salió igual de deliberadamente como la primera.
Podía ver el subir y bajar de la respiración de Laurent, cerca del hueso de la cadera. Incluso con el
tono tranquilo, él estaba consciente de la extensión a la que Laurent se estaba manteniendo a sí mis-
mo en el lugar, dejándose tocar.

La tensión aún se mostraba en el cuerpo de Laurent, como el brillo en el filo de una espada que podía
abrirte con el toque incorrecto.

De repente estaba tembloroso por todo lo que quería. Se sentía mareado por sus impulsos. Quería
ser gentil. Quería apretar más. Se estaban besando de nuevo y Damen no podía dejar de tocarlo, no
podía dejar el lento deslizar de sus manos por la piel de Laurent. Hubo un intervalo de tocar, en el
cual Damen lo besó más suave, más dulce. Los filos de las costuras y los entrecruzados eran dis-
tintos bajo sus dedos. Empujó su dedo entre los lazos y la tela, creciendo más hasta que llegaba al
vértice.

Necesitándolo de repente, Damen se empujó lejos y hacia abajo, y Laurent medio frunció el ceño,
vagamente se empujó hacia arriba––inseguro tal vez, del propósito de su desvió––hasta el momento
en el que Damen curvó sus dedos y bajó la tela hasta la mitad de su muslo, luego más abajo.
Jaló los pantalones hacia abajo y fuera, acarició hacia arriba con su mano en el muslo de Laurent,
sintiendo como se flexionaba. Llegando a la articulación de la pierna con la cadera, la acarició con su
pulgar, sintiendo el pulso latir salvajemente bajo la fina piel del lugar. Damen se dejó a si mismo expe-
rimentar lo mareado que se sentía por la idea de controlar a Laurent, traicionándose a sí mismo con el
sabor salado de la necesidad. Lo tocó con su mano y encontró una textura como seda caliente.

Laurent se había subido la chaqueta y había empujado la camisa hasta los codos, sosteniendo sus
brazos medio-contenidos atrás de él.

—No voy a ser reciproco.

—¿Qué? —Damen miró hacia arriba.

—No voy a hacerte eso.

—¿Y?

—¿Quieres que te la chupe? —dijo Laurent, preciso— Porque no planeo hacerlo. Si vas a proceder
con la expectativa de que te corresponda, entonces mejor que te advierta con anticipación que…—

Esto era demasiado enrevesado para juegos en la cama. Damen escuchó, se satisfago a sí mismo en
que en toda esta habladuría no había una objeción, luego simplemente aplicó su boca.

Para toda su aparente experiencia, Laurent reaccionaba como un inocente a este placer. Dejó salir un
suave y sorprendido sonido y su cuerpo se re-formo alrededor del lugar donde Damen estaba dándole
su atención. Damen mantuvo a Laurent donde estaba, las manos en su cadera y se dejó disfrutar de
los ligeros e impotentes movimientos y empujes de Laurent, la calidad de su sorpresa, y el acto de la
fuerte represión que lo siguió mientras Laurent intentaba regular su respiración.

Él lo quería. Quería cada respuesta sofocada. Estaba consciente de su propia excitación, medio olvi-
dada, empujando contra las sabanas. Se dirigió hacia la cabeza y enrolló la lengua allí, tan complaci-
da con la experiencia que había quedado, de la mamada, que volvió hacia abajo.

Laurent era, por mucho, el amante más controlado que Damen había llevado a la cama. El tirar la ca-
beza y los llantos, los fáciles, abiertos sonidos de sus anteriores amantes eran solo un simple temblor
en Laurent, o un ligero cambio en su respiración. Y aun así, Damen se sentía preparado para cada re-
acción, la tensión en su estómago, el temblor de sus muslos. Damen podía sentir el ciclo de reacción
y represión de Laurent bajo el, mientras el ímpetu se reunía, haciendo líneas en el cuerpo de Laurent.
Y lo sentía bloqueándolo. Mientras el ritmo se construía, el cuerpo de Laurent se bloqueaba, sus
respuestas eran reprimidas. Mirando hacia arriba, vio que las manos de Laurent eran puños en las sa-
banas, sus ojos estaban cerrados, su cabeza vuelta hacia un lado. Laurent, fuera en el quebradizo filo
del placer, se estaba conteniendo del clímax por la fina fuerza de su imposible fuerza de voluntad.

Damen se detuvo, se empujó hacia arriba para buscar el rostro de Laurent. Su propio cuerpo, total-
mente preparado, tenía apenas una cuarta de su atención cuando los ojos de Laurent se abrieron.

Después de un momento, con dolorosa honestidad, Laurent dijo:

—Yo… encuentro difícil dejar ir el control.

—Estas de broma.

Hubo una pausa prolongada. Y luego:

—Quieres tomarme, como un hombre toma a un niño.

—Como un hombre toma a un hombre—dijo Damen—. Quiero complacerme en ti y complacer a tú


cuerpo conmigo.

Lo dijo con suave honestidad.

—Quiero venirme dentro de ti—las palabras se alzaron, como ese sentimiento dentro de él—. Quiero
que te corras en mis brazos.

—Lo haces sonar simple.

—Es simple.

La mandíbula de Laurent se apretó, la forma de su boca cambiando.

—Es más simple ser el hombre que darse la vuelta, aventuro.

—Entonces dime sobre tu propio placer. ¿Piensas que solo te voy a dar la vuelta y montarte?

Sintió que Laurent reaccionaba a las palabras, y la comprensión se abrió dentro de él, como si algo
tangible se transmitiera por el aire.

—¿Es eso lo que quieres? –le dijo.


Las palabras cayeron en la quietud entre ellos. La respiración de Laurent era superficial, y sus mejillas
estaban sonrojadas cuando cerró los ojos, como si quisiera bloquear el mundo.

—Yo quiero…—dijo Laurent—quiero que sea simple.

—Date la vuelta—le dijo Damen.

Las palabras se alzaron desde dentro de él, un bajo y suave comando, lleno de seguridad. Laurent
cerró sus ojos de nuevo, como si tratara de decidir. Luego actuó.

En una práctico movimiento, Laurent se apoyó sobre su estómago, flexible a los ojos de Damen, la
limpia curva de la espalda y sus nalgas, la esta última inclinándose ligeramente hacia arriba mientras
sus muslos se separaban.

Damen no estaba preparado para eso. Para verlo presentarse de esa manera, el brillante desplegar
de sus miembros, no era algo que alguna vez habría pensado que Laurent… esto era donde había
deseado estar, donde esperada––rara vez se dejaba esperar––que ambos desearan que él estuviera,
pero las palabras que él pensó como preludio lo habían traído aquí antes de que estuviera listo. De
repente, se sintió nervioso, verde, como no se había sentido desde los trece años––inseguro de lo
que lo que le esperaba al otro lado de ese momento, y querer ser merecedor de eso.
Pasó su mano suavemente por el costado de Laurent, y la respiración de Laurent era irregular. Podía
sentir la incomodidad pasar por Laurent en olas.

—Estas tan tenso. ¿Estás seguro de haber hecho esto antes?

—Sí —las palabas salieron de una manera extraña.

—Esto— insistió Damen, poniendo su mano donde hacía que su significado fuera explícito.

—Sí—dijo Laurent.

—Pero, ¿no era…?

—¿Puedes dejar de hablar de ello?

Las palabras se asentaron. Damen estaba en el proceso de pasar su mano hacia arriba de la espalda
de Laurent, acariciando su nuca, besándola, su cabeza vuelta hacia ello. Alzó su cabeza cuando lo
escuchó. Gentil pero firmemente, empujó a Laurent de nuevo hacia atrás y miró hacia él.
Revelado bajo él, Laurent estaba rojo y su respiración era superficial, en sus relucientes ojos estaba
una desesperada irritación que cubría algo más. Aun así, la excitación expuesta de Laurent estaba
caliente y dura como lo había estado en su boca. Para toda su bizarra, nerviosa, tensión, Laurent
estaba indiscutiblemente listo, físicamente. Damen buscó sus ojos azules.

—Al contrario, ¿verdad? —dijo Damen suavemente, acariciando la mejilla de Laurent.

—Fóllame—dijo Laurent.

—Quiero hacerlo —dijo Damen—. ¿Me dejaras?

Lo dijo en voz baja, y esperó mientras Laurent cerraba sus ojos de nuevo, un musculo deslizándose
por su barbilla. La idea de ser follado tenia claramente a Laurent fuera de sí mismo, mientras el deseo
competía con un tipo de enrevesada objeción mental que en serio necesitaba, Damen pensó, ser
despachada.

—Te estoy dejando—dijo Laurent, las tersas palabras saliendo—. ¿Podrías ponerte en ello?

Los ojos de Laurent se abrieron, encontrándose con la mirada de Damen y esta vez fue Laurent el
que espero, el calor en sus mejillas al silencio que se abrió por sus palabras. En los ojos de Laurent,
impaciencia y tensión cubrían algo inesperadamente joven y vulnerable. El corazón de Damen se
sentía expuesto, fuera de su pecho.

Deslizó su mano hasta el largo del brazo de Laurent donde descansaba flaqueando y, agarrando las
manos de Laurent, empujo, presionando sus palmas la una a la otra.

El beso fue lento y deliberado. Pudo sentir la luz temblando en el cuerpo de Laurent mientras su boca
se abría bajo la suya. Sus propias manos se sentían desestabilizadas. Cuando se retiró fue solo lo
suficiente para encontrarse con la mirada de Laurent, esperando un asentimiento. Lo encontró, acom-
pañado con una llamarada de tensión. Tensión, que él entendía, era parte de ello. Entonces sintió que
Laurent presionaba un frasco de vidrio en su mano.

Respirar era difícil. No podía mirar a otro lado que no fuera Laurent, ambos aquí con nada entre ellos
y Laurent, permitiéndolo. Un dedo se deslizo dentro. Estaba tan apretado. Lo movió hacia atrás y
hacia delante, lentamente. Miro la cara de Laurent, un ligero rubor, los cambios fraccionarios en su
expresión, sus ojos grandes y oscurecidos. Era intensamente privado. La piel de Damen se sentía
muy caliente, muy apretada. Sus ideas de lo que podía pasar en la cama con Laurent no se habían
movido más allá de una dolorosa ternura, que solo ahora estaba encontrando una expresión física. La
realidad de ello era diferente; Laurent era diferente. Damen nunca había pensado que podría ser así,
suave y callado y sumamente personal.

Sintió el deslizar del aceite, los movimientos lentos, desesperados de Laurent y la imposible sensa-
ción de su cuerpo comenzando a abrirse. Pensaba que Laurent debía ser capaz de sentir el latir de su
corazón en su pecho. Se estaban besando ahora, besos lentos e íntimos, sus cuerpos en completa
alineación, los brazos de Laurent se entrelazaron alrededor de su cuello. Damen deslizó su brazo li-
bre bajo Laurent, la palma viajando las flexibles curvas de su espalda. Sintió que Laurent doblaba una
de sus piernas, sintió el deslizar del calor del muslo interno de Laurent, la presión del talón de Laurent
en su espalda.

Pensó que podía hacer esto, engatusar a Laurent con boca y manos, darle eso. Damen se sentía
apretado, calor pegajoso con sus dedos. Era imposible que pusiera su miembro ahí, aun así no le era
posible dejar de imaginarlo. Cerró sus ojos, sintió el lugar donde debían entrelazarse, encajar.

—Necesito estar dentro de ti —le dijo y salió crudo de deseo y el esfuerzo de contenerse.

La tensión en Laurent subió, y sintió como Laurent lo digería mientras decía:

—Sí.

Sintió un subidón de sensaciones que empujaban su pecho. Le iba a permitir esto. Cada conexión
de piel contra piel demasiado caliente e íntima, aun así se iban a acercar más. Laurent lo iba a dejar.
Dentro de él. El pensamiento vino sobre él como nuevo. Luego estaba pasando y él no podía pensar
en nada más que en la lenta presión dentro del cuerpo de Laurent.

Laurent soltó un grito y sus palabras se convirtieron en una serie de fracturadas impresiones. La
cabeza de su miembro presionando dentro del aceitado calor, y la simultanea retroalimentación de
Laurent, temblando; el deslizamiento de musculo en el bíceps de Laurent; su sonrosada cara; la caída
de su cabello rubio.

Él tuvo un sentido de que necesitaba agarrarse a eso, de aferrarse fuerte y nunca dejarlo salir de su
agarre.

Eres mío, quería decirle pero no podía. Laurent no le pertenecía; eso era algo podría tener solo una
vez.
Su pecho dolía. Cerró sus ojos y se forzó a sí mismo a sentir esas lentas, poco profundas embesti-
das, el lento empuje y arrastrar eran todo lo que se podía permitir, su única defensa contra el instinto
que quería empujar hacia dentro, más hondo de lo que había estado, de plantarse así mismo en el
cuerpo de Laurent y agarrarse de eso para siempre.

—Laurent—le dijo, y se estaba partiendo.

Para tener lo que quieres, tienes que saber exactamente que es a lo que estás dispuesto a renunciar.

Nunca había deseado algo con tanta fuerza y tenerla en sus manos sabiendo que mañana se habría
ido, intercambiado por los altos riscos de Ios, el incierto futuro pasando la frontera, la oportunidad de
pararse frente a su hermano, de pedirle todas las respuestas que ya no parecían tan importantes. Un
reino, o esto.

Más profundo, era arrolladora la dirección y la peleo. Peleo para sostenerse, aun cuando su cuerpo
estaba encontrando su propio ritmo, sus brazos entrelazándose en el pecho de Laurent, sus labios en
su cuello, un poco de placer a ojos cerrados para tenerlo lo más cerca posible.

—Laurent—le dijo, y estaba completamente dentro, cada embestida llevándolo más cerca al final que
ardía dentro de él, y quería ir más hondo.

Todo el peso de su cuerpo estaba en el cuerpo de Laurent, toda su longitud moviéndose dentro, y era
totalmente sensitivo: el enredado sonido hacia Laurent, reciente, dulcemente inarticulado, el rubor en
sus mejillas, el desviado giro de su cabeza, suspiros y sonidos se mezclaban con el caliente golpe en
el cuerpo de Laurent, su pulso, el temblor de sus propios músculos.

Tuvo una astillada y fugaz imagen de cómo podía ser, si este fuera un mundo en el que tuvieran tiem-
po. No habría ninguna urgencia y un punto final, solo una dulce racha de días pasados juntos, hacer
el amor larga y lánguidamente, donde podría pasar horas dentro.

—No puedo, tengo que…––se escuchó decir a sí mismo, y las palabras salieron en su propio len-
guaje. Distintamente escuchó a Laurent responderle en Veretiano, aun cuando sentía a Laurent, que
Laurent se corría, el disparo de su cuerpo, la primera húmeda línea, caliente como la sangre. Laurent
se corrió bajo él, y trató de experimentar todo, trato de sostenerse en ello, pero su cuerpo estaba
demasiado cerca de su propia liberación e hizo como se le ordenaba en la fracturada voz de Laurent,
y se vacío dentro de él.
Capítulo 19.5

Traducido por Raisa Castro


Corregido por Reshi

Damen estaba feliz. Esta irradiaba de él, el peso de su cuerpo era pesado y repleto. Era consciente
de Laurent, saliendo de la cama. Sus sentidos adormilados de cercanía seguían allí.

Cuando escucho a Laurent moverse por la habitación, Damen se movió, desnudo, para disfrutar un
momento para observar, pero Laurent había desaparecido por el arco y en las puertas que fluían
fuera de esta.

Estaba contento con esperar, sus miembros desnudos en las pesadas sabanas, las doradas esposas
de esclavo y su collar eran sus únicos adornos. Sintió el cálido, maravilloso e imposible hecho de esta
situación. Esclavo de cama. Cerró sus ojos, y sintió de nuevo el primer largo y lento empujón dentro
del cuerpo de Laurent, escuchó los primeros pequeños sonidos que Laurent había hecho.

Porque eran una molestia, jaló los lazos de su camisa, la que había agarrado bajo él, luego la amon-
tono en sus manos, y la uso, sin pensarlo mucho, para limpiarse. La lanzó fuera de la cama. Volvió a
mirar hacia arriba, Laurent había reaparecido en el arco de la habitación.

Laurent se volvió a poner su propia camisa blanca, pero no llevaba nada más. Debió haberla recogido
del suelo; Damen tenía un precioso recuerdo de sacarla de las muñecas de Laurent, donde se había
enredado. La camisa le llegaba a lo alto de sus muslos. La tela blanca le quedaba.

Había algo esplendido en verlo así, medio amarrado, vestido solo en parte. Damen apoyo la cabeza
en una mano, y lo vio acercándose.

—Te traje una toalla pero veo que improvisaste—dijo Laurent, pausando en la mesa para servirse un
vaso de agua, colocándolo en el banco bajo al lado de la cama.

—Regresa a la cama—dijo Damen.

—Yo…—dijo Laurent, y paro. Damen había tomado su mano, enlazado los largos dedos con los su-
yos. Laurent miró sus brazos.

Damen estaba sorprendido por cómo se sentía: nuevo, cada ladito era su primero, y Laurent reforma-
do frente a él.
Laurent los había restaurado a ambos con su camisa, una pequeña versión de su usual distancia-
miento. Pero no se había vuelto a amarrar en su ropa, no había reaparecido en su chaqueta de cuello
alto y brillantes botas, como podría haber hecho. Estaba ahí, dudando, el borde de lo desconocido.
Damen atrajo la mano de Laurent.
Laurent medio se resistió al jalón, y terminó con una rodilla en la seda y una mano abrazando extra-
ñamente el hombro de Damen.

Damen lo miró, el dorado de su cabello, la caída de su camisa lejos de su cuerpo. Los miembros de
Laurent estaban un poco tensos, más cuando se movieron para conseguir equilibrio, raro, como si no
supiera que hacer. Tenía los modales de un apropiado hombre joven que había sido persuadido por
primera vez en una pelea infantil y se encontraba a si mismo mirando sobre su oponente en la arena.
La toalla estaba arrugada en su puño contra la cama.

—Te tomas libertades.

—Regrese a la cama, Su Alteza.

Eso le gano una larga y fría mirada a corta distancia. Damen se sintió borracho con su propia auda-
cia. Miro de reojo la toalla.

—¿En serio trajiste eso para mí?

Después de un momento.

—Yo…pensé en limpiarte.

La dulzura de eso era inesperada. Se dio cuenta con un pequeño latido de su corazón que Laurent lo
decía en serio. Estaba acostumbrado a la ayuda de los esclavos, pero era una indulgencia más allá
de cualquier sueño de decadencia tener a Laurent haciendo eso. Su boca se movió ante la posibilidad
de ello.

—¿Qué?

—Así que esto es como eres en la cama –dijo Damen.

—¿Cómo? –dijo Laurent, quedándose quieto.

—Atento—dijo Damen—. Elusivo—miró a Laurent—. Yo debería estar atendiéndote. —le dijo

—Yo… me hice cargo de ello—dijo Laurent, después de una pausa. Había un ligero sonrojo en sus
mejillas mientras hablaba, pero su voz, como siempre, estaba firme. Le tomó un momento a Damen
entender que Laurent estaba hablando de asuntos prácticos.

Los dedos de Laurent estaban apretados alrededor de la toalla. Había una consciencia de sí mismo
en él ahora, como si se hubiera dado cuenta de la rareza en lo que estaba haciendo: un príncipe sir-
viéndole a un esclavo. Damen miró de nuevo la copa de agua, que Laurent había traído––para él, se
dio cuenta.

El sonrojo de Laurent se hizo más fuerte. Damen se movió para mirarlo mejor. Vio el ángulo en la
mandíbula de Laurent, la tensión en sus hombros.

—¿Me vas a desterrar a dormir al pie de tu cama? Desearía que no lo hicieras, está un poco lejos.

Después de un momento.

—¿Así es como se hace en Akielos? ¿Te puedo dar un golpe con mi talón si te requiero de nuevo
antes del amanecer?

—¿Requiero? —dijo Damen.


—¿Esa es la palabra?

—No estamos en Akielos. ¿Por qué no me muestras como lo hacen en Vere?

—No tenemos esclavos en Vere.

—Creo que difiero—dijo Damen, en su lado bajo la mirada de Laurent, se relajó, su miembro excitado
contra su propio muslo.

Le impresino el hecho de que los dos estuvieran allí y lo que había pasado entre ellos. Laurent tenía
al menos una capa de armadura fuera y estaba expuesto, un hombre joven desvestido con solo una
camisa. Los lazos de la blanca camisa, suave y abierta, un contrapunto a la tensión del cuerpo de
Laurent.

Damen deliberadamente no hizo nada excepto mirarlo de vuelta. Laurent se había, en efecto, encar-
gado de las cosas, y había removido cualquier evidencia de sus actividades de su cuerpo. No se veía
como alguien que acababa de ser follado. Los instintos postcoitales de Laurent eran remarcablemente
abnegados. Damen esperó.

—Me faltan los sencillos gesto–dijo Laurent– del fácil amaneramiento que usualmente se comparte
con…—podía verlo empujar las palabras hacia fuera—un amante.

—Tú careces el fácil amaneramiento que se comparte con cualquiera—dijo Damen.

Una mano los separaba. La rodilla de Damen casi tocaba a Laurent donde sus piernas se doblaban
en las sabanas. Vio a Laurent cerrar sus ojos brevemente, como para prepararse.

—Tampoco tu eres… de la forma que pensaba.

La admisión era silenciosa. No había sonido en la habitación, solo el cambiante brillo de la flama de
una vela.

—¿Lo pensaste?

—Me besaste –dijo Laurent–. En las almenas. Por supuesto que lo pensé.

Damen no puedo evitar el sentimiento de placer en su estómago.

—Eso apenas fue un beso.

—Se prolongó por un tiempo.

—Y tú pensaste en ello.

—¿Piensas llenarme el oído con conversación?

—Sí—le dijo, y la cálida sonrisa fue inevitable.

Laurent estaba silencioso, como si peleara una batalla interna. Damen sentía la cualidad de su silen-
cio, el momento en el que se presionó para hablar.

—Tú fuiste diferente—dijo Laurent.

Fue todo lo que dijo. Las palabras parecían venir de un lugar profundo dentro de Laurent, explotando
desde un núcleo de sinceridad.
—¿Debería encender las luces, Su Alteza?

—Deja que ardan.

Sintió el delicado aspecto de la inmovilidad de Laurent, la manera en que incluso su respiración era
cuidadosa.
—Puedes llamarme por mi nombre —dijo Laurent—. Si quieres.

—Laurent—dijo.

Quería decirlo mientras deslizaba sus dedos por el cabello de Laurent, girando su cabeza para el
primer roce de labios. La vulnerabilidad de besarse había causado que la tensión se enlazara en el
cuerpo de Laurent, en un dulce y caliente, nudo. Como ahora.

Damen se sentó al lado de él.

Tuvo su efecto, la superficialidad de la respiración, aunque Damen no se había movido para tocarlo.
Él era más ancho, y ocupada más espacio en la cama.

—No tengo miedo del sexo—dijo Laurent.

—Entonces puedes hacer lo que quieras.

Y ese era el meollo del asunto, era de repente claro desde la mirada en los ojos de Laurent. Era el
turno de Damen de estar completamente quieto. Laurent lo estaba mirando como lo había hecho des-
de que había regresado a la cama, ojos oscurecidos y en un dilema.

—No me toques—dijo Laurent.

Estaba esperando…no estaba seguro de lo que estaba esperando. El primer roce dudoso de los
dedos de Laurent contra su piel fue un impacto. Había un raro sentido de inexperiencia en Laurent,
como si ese rol fuera tan nuevo para él como lo era para Damen. Como si todo esto fuera nuevo para
él, lo cual no tenía sentido.

El toque en su brazo era tentador, explorativo, como si fuera algo nuevo que debía marcar, el patrón,
la forma del curvado musculo.

La mirada de Laurent viajaba por todo su cuerpo, y miraba de la misma manera que tocaba, como si
Damen fuera nuevo territorio, inexplorado, que no podía llegar a creer que estaba bajo su control.

Cuando sintió que Laurent tocaba su cabello, inclino su cabeza y se entregó a sí mismo a ello, como
un caballo se inclinaba para un yunque. Sintió a Laurent acomodar su palma a la curva de su cuello,
sintió los dedos de Laurent deslazarse por el peso de su cabello como si experimentara el sentimiento
por primera vez.

Tal vez era la primera vez. Nunca había tomado la cabeza de Damen así, extendiendo sus dedos so-
bre su forma, cuando Damen había usado su boca. Él tuvo sus manos hechas puño en las sabanas.
Damen se sonrojo por la idea de Laurent agarrando su cabeza mientras él le daba placer.

Laurent no era tan desinhibido. No se había rendido a la sensación, la había atrapado en un nudo
interior.

Él estaba enredado ahora. Con los ojos oscuros, como si tocarlo fuera un acto extremo.

La subida y caída del pecho de Damen era cuidadosa. Una sola respiración podía molestar a Laurent,
o así lo sentía. Los labios de Laurent estaban ligeramente abiertos, sus dedos deslizándose hacia el
pecho de Damen. Se sentía diferente de los empujes que había ejercido cuando había tirado a Da-
men en su espalda, y lo había tomado con sus manos.

La sangre de Damen vibraba con la formidable conciencia de Laurent. El calor del cuerpo de Laurent
en su cercanía era in-anticipada, como el suave cosquilleo del roce de la camiseta blanca de Laurent,
careciendo de la imaginación de los detalles específicos.

Los dedos de Laurent llegaron a su cicatriz.

Su mirada estaba allí en primer lugar. Un toque le siguió, atraído con extraña fascinación, casi reve-
rencia. Damen sintió la sorpresa de ello mientras los dedos de Laurent viajaban por su extensión, la
fina línea blanca donde una espada había pasado por su hombre.

Los ojos de Laurent eran muy oscuros en la luz de las velas. Un primer derrame de tensión, los dedos
de Laurent en su piel mientras su corazón latía como una magulladura en su pecho.

—Pensaba que nadie podía pasar por tú guardia—le dijo Laurent.

—Solo una persona –dijo Damen.

Laurent mojo sus labios, las yemas de sus dedos yendo hacia arriba y de regreso, sobre el fantasma
de una lucha pasada.

Hubo una extraña duplicación, hermano por hermano, Laurent igual de cerca que Auguste, y Damen
incluso más indefenso, los dedos de Laurent en el lugar que lo habían herido.

El pasado estaba allí con ellos de repente, tan cerca, excepto que la estocada de la había venido
limpia y rápida, y Laurent tenía los ojos oscuros y lentos, los dedos deslizándose por el tejido cicatri-
zado.
Entonces la mirada de Laurent cambió––no a la suya, pero a su collar. Sus dedos se alzaron para
tocar el amarillo metal, su pulgar presionando en la muesca.

—No he olvidado mi promesa. Que te quitaría ese collar.

— dijiste que en la mañana,

—En la mañana. Puedes pensarlo cuando desnudes tu cuello al cuchillo.

Sus ojos se encontraron. Los latidos de Damen se estaban comportando extraño.

—Aún lo estoy usando.

—Lo sé.

Damen se encontró a si mismo atrapado en esa mirada, sostenido allí. Laurent lo había dejado den-
tro. Ese pensamiento era imposible, aun cuando se sentía dentro ahora, como que hubiera pasado un
límite crucial: había ese espacio cálido entre la mandíbula y el cuello, donde sus propios labios habían
estado, allí estaba su boca, que la había besado.
Sintió la rodilla de Laurent junto a la suya. Sintió a Laurent moverse hacia él, y su corazón estaba
martilleando en su pecho mientras, en el siguiente momento, Laurent lo besaba.

Casi esperaba una confirmación de dominación, pero Laurent lo besaba con un toque casto de labios,
suave e inseguro, como si estuviera explorando la más simple sensación. Damen peleó para mante-
nerse tranquilo, sus manos curvándose en las sabanas, y simplemente dejando que Laurent tomara
su boca.
Laurent se movió sobre él, Damen sintió el deslizar del muslo de Laurent, su rodilla en las sabanas.
La tela de la camisa de Laurent rozo su erección. La respiración de Laurent era superficial, como si él
estuviera en un precipicio.
Los dedos de Laurent acariciaron su abdomen, como si estuviera curioso sobre el sentimiento, y toda
la respiración dejo el cuerpo de Damen mientras la curiosidad de Laurent lo llevaba en cierta direc-
ción.
Su toque, una vez allí, hizo su inevitable descubrimiento.

—¿Exceso de confianza? —dijo Laurent.

—No es a propósito.

—Creo que recuerdo otra cosa.

Damen estaba a medio camino a ser empujado sobre su espalda, con Laurent arrodillándose en su
regazo.

—Todo ese auto control –dijo Laurent.

Mientras Laurent se acercaba, Damen sin pensarlo levanto una mano a su cadera para ayudarlo a
balancearse. Y entonces se dio cuenta de lo que había hecho.

Sintió la consciencia de Laurent en ello. Su mano estaba cantando con tensión. En el límite de lo que
estaba permitido, Damen podía sentir la superficialidad de la respiración de Laurent. Pero Laurent no
se apartó, en cambio, inclinó su cabeza. Damen se acercó despacio y, cuando Laurent no se alejó, él
presionó un solo beso suave en la base de su cuello de Laurent. Y luego otro.

Su cuello estaba caliente; y luego el espacio entre el cuello y el hombro; y luego el pequeño espacio
escondido bajo su mandíbula. Solo el más suave husmeo. Laurent dejó salir un aliento equilibrado.
Damen sintió los suaves cambios y movimientos, y se dio cuenta de la sensibilidad de la piel muy fina
de Laurent. Cuanto más lento era su toque, Laurent respondía más a él, la seda calentándose bajo un
insustancial roce de labios. Lo hizo más despacio. Laurent tembló.

Quería deslizar su mano hacia arriba en el cuerpo de Laurent. Quería ver qué pasaba si la gentil aten-
ción era dada por todo él, una parte a la vez, para ver si se relajaba en cada una, si el poco a poco
comenzaba a romperse, entregándose al placer, de la forma que no se permitía en ningún momento
excepto por tal vez el clímax, corriéndose con mejillas rojas bajo las embestidas de Damen.

El no se atrevió a mover su mano. Su mundo entero parecía que se había hecho más lento, al delica-
do temblor en su respiración, el rápido pulso de Laurent, el sonrojo en la cara y garganta de Laurent.

—Eso…se siente bien—dijo Laurent.

Sus pechos se rozaron. Podía escuchar la respiración de Laurent en su oído. Su propia excitación,
presionada entre sus cuerpos, sentía solo los sutiles cambios mientras Laurent se presionaba incons-
cientemente contra él. La otra mano de Damen se alzó para descansar en la cadera de Laurent, para
sentir el movimiento sin guiarlo. Laurent se había olvidado a si mismo lo suficiente como para comen-
zar a moverse contra él. Ni siquiera había algo practicado sobre eso, solo una búsqueda de placer
con los ojos cerrados.

Fue una sorpresa darse cuenta en los ligeros temblores, la oscilante respiración, de que Laurent esta-
ba cerca, y cuan cerca estaba, que podía correrse por ser besado, y este lento ir y venir. Damen sintió
su lento deslizar, chispas de placer, como las chispas que se salían de un hacha.

Dame nunca podría haber llegado a su propia cina solo por eso, pero mientras más despacio lo besa-
ba Damen cuando se movían juntos, más parecía que Laurent se rompía.

Tal vez Laurent siempre había sido así de sensible a la gentileza. Los ojos de Laurent estaban medio
cerrados. Un pequeño primer sonido escapo de él. Sus mejillas estaban rojas y sus labios estaban
abiertos, su cabeza vuelta ligeramente hacia un lado, un pequeño tumulto en su normalmente fresca
y calmada expresión.

Eso es, Damen quería persuadir, y no estaba seguro si las palabras serian condescendientes. Su
propio cuerpo se estaba acercando más de lo que él creía posible, por la sensación de Laurent contra
él. Y luego fue más borroso, sus manos moviéndose lentamente hacia arriba por los lados de Laurent
bajo su camisa, los dedos de Laurent mordiendo en sus hombros.

Lo vio en la cara de Laurent mientras su cuerpo comenzaba a temblar y abandonar sus defensas. Sí,
pensó Damen, y estaba pasando, Laurent se estaba rindiendo. Sintió el golpe contra él, los ojos de
Laurent abriéndose casi en sorpresa, mientras sus resistencias internas se disolvían en la liberación.
Ellos estaban enredados juntos, la espalda de Damen contra las sabanas, donde Laurent, en sus
últimos momentos, lo había empujado.

Damen estaba sonriendo sin poder evitarlo.

—Eso fue adecuado.

—Has estado esperando para decir eso—las palabras estaban solo un poco borrosas.

—Déjame.

Dándole la vuelta y lo limpio con la toalla hacia abajo, suavemente. Por solo el placer de que podía,
él se acercó y dio un solo beso en el hombro de Laurent. Sintió la inseguridad llegar ligeramente a
Laurent de nuevo, pero no lo suficientemente fuerte como para que saliera de nuevo. Se asentó, y
Laurent no se alejó. Damen estaba felizmente tumbado al lado de él, una vez que acabo de limpiarlo.

—Puedes hacerlo—le dijo Laurent, después de un momento, significando algo completamente dife-
rente.

—Estas medio dormido.

—No tanto.

—Tenemos toda la noche—dijo Damen, aunque ahora no era lo suficientemente larga—. Tenemos
hasta la mañana.

Sintió la delgada figura de Laurent al lado de el en la cama. La luz era pica con las goteantes velas.
Ordéname que me quede, quería decirle, pero no pudo.

Tenía veinte años, y era el príncipe de un país rival, e incluso si sus naciones hubieran sido amigas,
habría sido imposible.

—Hasta la mañana—dijo Laurent.

Después de un momento sintió los dedos de Laurent alzarse y llegar a descansar en su brazo, enros-
cándolos ligeramente allí.
Capítulo 20

Traducido por Raisa Castro


Corregido por Ella R.

De vez en cuando Laurent se movía contra él sin despertarse.

Damen estaba acostado en el calor al lado de él y sentía el suave cabello rubio contra su cuello, el
ligero peso de Laurent en los lugares donde se tocaban.

Afuera, el turno de las almenas estaba cambiando y los sirvientes se habían levantado, atendiendo
los fuegos y agitando las teteras. Afuera, el día estaba comenzando y todas las cosas relacionadas
con él, centinelas y mozos de cuadra, los hombres levantándose y armándose para la pelea. Pudo es-
cuchar el distante grito de un saludo en un lugar del patio; cerca del sonido de una puerta cerrándose.

Solo un poco más, pensó, y podría haber sido un deseo mundano el querer dormitar en cama excepto
por el dolor de su pecho. Sentía el paso del tiempo como una presión que crecía. Era consciente de
cada momento porque era uno de los últimos que tendría.

Durmiendo al lado de Damen, había un nuevo aspecto físico de Laurent: la firme cintura, el torso con
la musculatura de un espadachín, el expuesto ángulo de su manzana de Adán. Laurent se veía como
lo que era: un hombre joven. Cuando se metía en su ropa, la peligrosa gracia de Laurent le prestaba
una cualidad casi andrógina. O tal vez sería más preciso decir que era raro asociar a Laurent con un
cuerpo físico en cualquier forma: siempre estabas tratando con una mente. Incluso peleando en bata-
lla, cabalgando a una imposible hazaña, el cuerpo estaba bajo el control de la mente.

Damen conocía su cuerpo ahora. Sabía la sorpresa que una suave atención podía provocar en el. Co-
nocía sus vagancias, la peligrosa confianza, sus dudas…sus dulces, suaves dudas. Él sabia la mane-
ra en la que hacia el amor, una combinación de conocimiento explicito y una casi tímida reserva.

Todavía soñoliento, Laurent se movió una fracción más cerca a él e hizo un suave, impensable sonido
de placer que Damen iba a recordar por el resto de su vida.

Y entonces Laurent comenzó a parpadear perezosamente, y Damen observó cómo éste se hacía
consciente de sus alrededores y despertarse en sus brazos.

No estaba seguro de cómo iba a ser, pero cuando Laurent se dio cuenta de quién estaba a su lado,
sonrió, la expresión un poco tímida pero totalmente genuina. Él nunca pensó que Laurent podría mirar
así a alguien.

—Es de mañana —dijo Laurent—. ¿Nos dormimos?


—Nos dormimos —dijo Damen.

Se estaban mirando el uno al otro. Se mantuvo quieto mientras Laurent lo alcazaba y tocaba el plano
de su pecho. Sin importar la subida del sol, se estaban besando, lentos, fantásticos besos, el maravi-
lloso recorrido de manos. Sus piernas enredadas juntas. Ignoró el sentimiento dentro de él y cerró los
ojos.

—Tu inclinación parece ser la misma que anoche.

—Tú hablas igual en la cama —le dijo Damen. Y las palabras salieron sonando como se sentía: inevi-
tablemente encantado.

—¿Puedes pensar en una mejor manera de decirlo?

—Te deseo —dijo Damen.

—Me tuviste —dijo Laurent—. Dos veces. Aún puedo sentir la…sensación de ello.

Laurent se movió, solo porque si. Damen enterró su cara en el cuello de Laurent y gimió, y también
había risas y algo semejante a la felicidad que dolía mientras se empujaba al interior de su pecho.

—Detente. No podrás caminar —dijo Damen.

—Le daría la bienvenida a la oportunidad de caminar —dijo Laurent—. Tengo que montar un caballo.

—¿Es…? Yo trate de… No podría…

—Me gusta la forma en la que se siente —dijo Laurent—. La forma en que se sentió. Eres un amante
generoso, entregado y yo me siento... —Laurent se detuvo y soltó una temblorosa risa a sus propias
palabras—. Me siento como la tribu Vaska, en el cuerpo de una persona, ¿se supone que se siente
así?
—No —dijo Damen—. No, es…

Nunca es así. La idea de que Laurent encontrara aquello con alguien más le dolía.

—¿Eso traiciona a mi inexperiencia? Ya conoces mi reputación. Una vez cada diez años.

—No puedo —dijo Damen—. No puedo tener esto por solo una noche.

—Una noche y una mañana —dijo Laurent, y esta vez fue Damen que se encontró a si mismo empu-
jado en la cama.

Se durmió después, a la deriva en la luz mañanera, y se despertó con una cama vacía.

La sorpresa de haberse quedado dormido y la ansiedad de su hora límite hicieron que se levantara.
Los sirvientes estaban entrando en la habitación, abriendo las puertas y disturbando el espacio con
actividades impersonales: limpiando las velas gastadas y los contenedores vacíos donde el aceite de
olor había ardido.
Él miro instintivamente a la posición del sol por la ventana. Era tarde en la mañana. Se había dormido
por una hora. Más. Había tan poco tiempo.

—¿Dónde está Laurent?

Un asistente se estaba acercando a la cama.

—Debes ser llevado desde Ravenel y escoltado directamente a la frontera.

—¿Escoltado?

—Te levantaras y te prepararas tú mismo. Tu collar y esposas serán removidos. Después, te iras del
fuerte.

—¿Dónde está Laurent? –preguntó de nuevo.

—El Príncipe está ocupado con otros asuntos. Debes irte antes de que regrese.

Se sentía inestable. Había entendido que lo que se había perdido en su dormir no era su límite de
tiempo, sino que sus últimos momentos con Laurent, su último beso, su última partida. Laurent no
estaba aquí porque había escogido no estar allí. Y cuando pensó en el adiós, había una acumulación
de silencio lleno de cosas que no podía decir.

Entonces, se levanto. Bañado y vestido. Lo metieron en una chaqueta, y para entonces los sirvientes
habían limpiado la habitación, habían juntado, pieza por pieza, las ropas tiradas de anoche, las dis-
persas botas, la arrugada blusa, la chaqueta, el lio de lazos; habían cambiado la cama.

Sacarse el collar requería un herrero.

Era un hombre llamado Guerin, con cabello negro y liso que caía plano en su cabeza como un fino
sombrero. Él vino a Damen en un edifico externo, y fue hecho sin público y sin una ceremonia.

Era un polvoriento edificio con una banca de piedra y las herramientas del herrero esparcidas habían
sido traídas en la forma de una fragua. Miró alrededor en la pequeña habitación y se dijo a si mismo
que no le faltaba nada. Si se iba en secreto como había planeado, habría sido así, inadvertido, por un
herrero al otro lado de la frontera.

El collar salió primero, y cuando Gueron lo saco de su cuello él sintió la ausencia de este como una
ligereza, su columna desenrollándose, sus hombros acomodándose.

Como una mentira, rompiéndose y cayendo de él.

Miró al destello del oro donde Guerin lo había puesto, a la mitad, en la mesa de trabajo. Grilletes Ve-
retianos. En la curva de ese metal estaba cada humillación del tiempo que había pasado en ese país,
cada frustración al confinamiento Veretiano, cada indignación de un Akielon sirviendo a un maestro
Veretiano.

Excepto que había sido Kastor quien le había puesto ese collar, y Laurent quien lo estaba liberando.
Estaba hecho de oro de Akielos. Se acercó donde estaba y lo tocó. Todavía estaba caliente por la piel
en su cuello, como si fuera una parte de él. No sabia porque eso debería enervarlo. Sus dedos pasa-
ron por la superficie, encontrando la muesca, el profundo surco donde Lord Touars había intentado
poner una espada en su cuello y en vez había mordido en el anillo de oro.

Se alejó y le dio su muñeca derecha a Gueron. El collar con su cerrojo había sido un trabajo simple
para el herrero, pero las esposas necesitan ser sacadas con un cincel y un mazo.
Había venido a ese fuerte como un esclavo. Cabalgaría fuera de él como Damianos de Akielos. Era
como mudar de piel, descubriendo lo que estaba debajo. La primera esposa se abrió bajo los rítmicos
golpes de Guerin y vio su nueva cascara. Él no era el fuerte príncipe que había sido en Akielos. El
hombre que había sido en Akielos nunca habría servido a un maestro Veretiano, ni peleado junto a
Veretianos por su causa.

Nunca habría conocido a Laurent por lo que era; nunca le había dado su lealtad ni por un momento
había sostenido su confianza en sus manos.

Guerin se movió para golpear el oro de su muñeca izquierda, pero él la apartó.

—No —se escuchó decir—. Deja esa allí.

Guerin se encogió de hombros, se dio la vuelta y con movimientos impersonales cogió los segmentes
de collar y la esposa en un trapo, la envolvió, antes de pasársela a Damen. Damen tomó la improvisa-
da bolsa. El peso era sorprendente.

—El oro es tuyo —dijo Guerin.

—¿Un regalo? —preguntó, como se lo podría haber preguntado a Laurent.

—El Príncipe no lo necesita —dijo Guerin.

Su escolta llegó.

Eran seis hombres y uno de ellos era Jord, que ya montado lo miró directo a los ojos y le dijo:

—Mantuviste tu palabra.

Su caballo había sido llevado al frente. No era un caballo normal, sino que era uno de carga, junto
con una espada y cambios de ropa. ¿Hay algo que quieras?, le había preguntado una vez Laurent.
Se preguntaba que ornamentado regalo de partida Veretiano podría salir de esos paquetes y supo
instintivamente que no había uno. Había mantenido desde el principio que lo único que quería era su
libertad. Y eso era exactamente lo que le habían dado.

—Siempre quise irme —dijo.

Se subió en la montura. Sus ojos pasaron por el largo campo del fuerte, desde las grandes puertas,
hasta el estrado con sus grandes, bajos escalones. Recordó su primera llegada, la fría recepción de
Lord Touars, el sentimiento de estar en un fuerte Veretiano por primera vez. Vió los porteros en su
puesto y a un soldado haciendo su deber. Sintió a Jordan alzarse al lado de él.
—Se fue para cabalgar —dijo Jord—. Era su hábito en el palacio, también, cuando necesitaba aclarar
su cabeza. No es el tipo de hombre para las despedidas.

—No —dijo Damen.

Se preparó para cabalgar, pero Jord puso una mano en sus riendas.

—Espera —dijo Jord—. Quería decir…gracias. Por defender a Aimeric.

—No lo hice por Aimeric —dijo Damen.

Jord asintió. Y luego agregó:

—Cuando los hombres supieron que te ibas, ellos querían…querían…verte partir.

Hay tiempo —respondió.

Hizo una seña con la mano y los hombres del Principe fueron llegando desde fuerte hacia el enorme
patio y bajo el radiante sol, ellos se formaron frente al estrado. Damen miró hacia las inmaculadas
líneas y dejó salir una respiración que era una mezcla de sorpresa y algo como el sentimiento en su
pecho. Cada correa pulida, cada pieza de armadura brillando. Dejó sus ojos pasar por cada uno de
sus rostros y luego miró hacia el amplio campo, donde hombres y mujeres del fuerte reuniéndose con
curiosidad. Laurent no estaba allí y dejó que aquel hecho se hundiera en sus huesos.

Lazzar se acerco y le dijo:

—Capitán. Fue un honor servir con usted.

Fue un honor servir con usted. Las palabras hicieron eco en su mente.

—No —le dijo—. El honor fue mío.

Y luego hubo una explosión de energía en el campo desde la puerta inferior; un jinete llegaba al cam-
po: era Laurent.

No estaba aquí en un cambio de corazón de último minuto. Damen solo tuvo que mirar a Laurent para
saber que tuvo la intención de alejarse hasta que Damen se fuera, y no estaba alegre con haber sido
obligado a regresar temprano.

Estaba vestido con las ropas de cabalgar. Las ropas estaban amarradas tan apretadas como la puerta
que se alzaba, no había un solo pedazo que estuviera fuera de lugar aún después de una larga cabal-
gata. Se sentaba recto. Su caballo, con el cuello curvado bajo las riendas, aún estaba sacando el aire
por sus orificios nasales por el viaje. Le dio a Damen una sola mirada fresca antes de seguir con su
caballo.

Y entonces Damen vio a lo que había venido.

Escucho la actividad en las almenas primero, los gritos que iban por las líneas, y luego desde su mon-
tura vio al hombre de la pancarta dar la señal. Estas eran sus propias alertas, y él sabía que estaba
llegando cuando Laurent levantó su mano y le dio una señal propia, accediendo a la petición de entra-
da.

La enorme maquinaria de las puertas comenzó a correr, los engranajes rechinaron y la oscura, chi-
rriante madera con dientes que se conectaban traída a la vida con tornos y marcados músculos
humanos.
Acompañado con aquello se escuchaba el grito ¡Abran las puertas!

Laurent no desmontó, sino que condujo su caballo a la base del estrado para mirar lo que se aproxi-
maba.

Llegaron al campo en un surgimiento de rojo. Las pancartas eran rojas, la caballeriza era roja, los
banderines, las matriculas, la armadura era dorada y blanca y roja. El retumbar de los cuernos era
como el sonido de trompetas, y dentro de Ravenel, en total despliegue, llegaron los emisarios de la
Regencia.

Los soldados reunidos se apartaron de ellos, y un espacio se abrió entre Laurent y los hombres de su
tío; se enfrentaron el uno al otro en un corredor de vacías baldosas, con mirones en cada lado.

Un murmullo silencioso. El propio caballo de Damen se movió y luego se quedó quieto. En las caras
de los hombres de Laurent estaba la hostilidad que la Regencia siempre había engendrado, pero aho-
ra magnificada. En los rostros de los habitantes del fuerte las reacciones eran más variadas: sorpre-
sa, cuidadosa neutralidad, devoradora curiosidad.

Habían veinticinco hombres del Regente: un heraldo y dos docenas de soldados. Laurent, opuesto a
ellos en el lomo de su caballo, estaba solo.

Habría visto el grupo que llegaba desde afuera. Era muy posible que los hubiera pasado mientras re-
gresaba al fuerte. Y luego había elegido encontrarlos de esa manera, un hombre joven en un caballo,
en vez de parado en la cima de esos escalones, un aristócrata en comando de su fuerte. Él no era
nada parecido a Lord Touars, quien había recibido en la entrada con toda su comitiva dispuesta en
una desaprobada formación en el estrado. Contra lo pomposo del emisario del Regente, Laurent era
un solo jinete vestido casualmente. Pero claro, él nunca había necesitado nada más que su cabello
para que lo identificaran.

—El Rey de Vere manda un mensaje —dijo el heraldo.

Su voz entrenada para llegar, podía ser escuchada por todo el campo, por cada uno de los hombres y
mujeres reunidos. Continuó:

—El pretendiente Príncipe está en una traicionera conspiración con Akielos, y por lo que ha mandado
a aniquilar pueblos Veretianos y ha matado a lords de la frontera de Vere. Él esta, por lo tanto, expul-
sado de la sucesión y acusado del crimen de traición contra su propia gente. Cualquier autoridad que
él haya tomado sobre las tierras de Vere o el protectorado de Acquitart son ahora nulas. La recom-
pensa por su entrega a la justicia es generosa, y será administrada tan rápidamente como el castigo
al hombre que trate de escudarlo. Así lo dice el Rey.

Hubo silencio en el patio. Nadie habló.

—Pero no hay un Rey —dijo Laurent—, en Vere —su voz también llegaba—. El Rey, mi padre, está
muerto —dijo—. Di el nombre del hombre que profana su titulo.

—El Rey —dijo el heraldo—,su tío.

—Mi tío insulta a su familia. Usa un título que le perteneció a mi padre, que debía ser pasado a mi
hermano, que ahora corre en mi sangre. ¿Crees que dejaré que este insulto se quede así?

El heraldo volvió a hablar de memoria:

—El Rey es un hombre de honor. Te ofrece la oportunidad de una batalla honesta. Si la sangre de
tu hermano corre en tus venas, lo veras en el campo en Charcy de hoy en tres días. Allí trataras de
prevalecer con tus tropas de Patras contra los buenos hombres Veretianos.

—Peleare con él, pero no en el lugar y en el momento de su elección.

—¿Y esta es tú respuesta final?

—Lo es.

—En ese caso hay un mensaje personal de tío a sobrino.

El heraldo asintió hacia el soldado a su izquierda, que saco de su silla de montar una mugrienta y
llena de sangre, bolsa de tela.

Damen sintió un enfermizo sacudón en su estomago mientras el soldado sostenía la sangrienta bolsa
en alto, y el heraldo decía:

—Este de aquí rogó por ti. Trato de ayudar al lado incorrecto. Sufrió el destino de un hombre que se
pone del lado del supuesto príncipe y contra el Rey.

El soldado hizo a un lado la bolsa de la cabeza cortada.

Era una dura cabalgata de quince días, en un clima caluroso. La piel había perdido toda la frescura
que la juventud alguna vez le había prestado. Los ojos azules, siempre su mejor aspecto, se habían
ido. Pero su caído pelo café estaba adornado con perlas como estrellas, y por la forma de su rostro se
podía ver que había sido hermoso.

Damen lo recordó clavándole un tenedor en el muslo, lo recordó insultando a Laurent, recordó sus
ojos azules brillando con improperio. Lo recordó parado solo e inseguro en un pasillo vestido con
sabanas, un niño joven al borde de la adolescencia, temiéndole, teniéndole pavor.

No le digas que vine, había dicho.

Ellos habían siempre, desde el principio, tenido una extraña afinidad. Este rogó por ti. Gastando, tal
vez, lo último de su desvanecedora vigencia con el Regente. Sin darse cuenta lo poco que le queda-
ba.

Si su belleza sobrevivirá la adolescencia nadie nunca lo sabría, porque Nicaise no vería los quince
años ahora.

En la deslumbrante luz del campo, Damen vio a Laurent reaccionar, y obligarse a no reaccionar. La
respuesta de Laurent llego a su caballo, que se movió en su lugar, un filoso, inquieto movimiento,
antes de que Laurent lo tomara, también, bajo control.

El heraldo aún sostenía su grotesco trofeo. No supo que debía correr cuando vio la mirada en los ojos
de Laurent.

—Mi tío mató a su catamito1 —dijo Laurent— como un mensaje para nosotros. ¿Cuál es este mensa-
je?

Su voz llegaba a todas partes.

—¿Qué su favor no puede ser confiado? ¿Qué incluso los niños en su cama ven lo falso en su recla-
mo al trono? ¿O que su aferro al poder es tan ligero que le teme a las palabras de un niño prostituto
comprado?
1 Catamita. Hace referencia a los preadolescentes o adolescentes usados exclusivamente para el sexo anal pasivo.
—Que venga a Charcy, con sus hasta ahora y sus por qué, y allí me va a encontrar; con todo el reino
mirando lo azotare en el campo.

—Si quieres un mensaje personal —dijo Laurent—, puedes decirle a mi tío, asesino de niños, que
puede cortar la cabeza de cada niño desde aquí hasta la capital. Eso no lo convertirá en un rey, sim-
plemente significara que no tendrá nadie a quien follarse.

Laurent espoleó su caballo, y Damen estaba ahí, enfrentándolo, mientras los emisarios del Regente
se iban y los hombres y las mujeres en el patio molían, conmocionados por el shock de lo que habían
visto y oído.

Por un momento se miraron el uno al otro y la mirada que Laurent le dio era tan fría como el hielo; si
hubiera estado de pie se habría apartado. Vio las manos de Laurent duras en las riendas, como si sus
nudillos estuvieran blancos bajo los guantes. Sintió su pecho apretado.

—Te has quedado más de lo que debías —le dijo Laurent.

—No lo hagas. Si cabalgas para ver a tu tío sin prepararte perderás todos por lo que has peleado.

—Pero no iré sin prepárame. El pequeño y bonito Aimeric va a decirme todo lo que sabe, y cuando
haya sacado hasta la última palabra de él, tal vez le mandaré lo que quede de él a mi tío.

Damen abrió su boca para hablar pero Laurent lo corto en una rápida orden al escolta de Damen:

—Te dije que lo sacaras de aquí.

Inmediatamente espoleó su caballo, y pasó cabalgando por delante de Damen hacía los escalones
del estrado, donde desmonto en un movimiento fluido, y se dirigió hacia las habitaciones de Aimeric.
Damen se encontró a si mismo enfrentándose a Jord. No necesitaba mirar hacia arriba para saber la
posición del sol.

—Lo voy a detener —dijo Damen—. ¿Qué vas a hacer tú?

—Es casi medio día —dijo Jord. Las palabras sonaron duras, como si dolieran en su garganta.

—Me necesita —dijo Damen—. No me importa si se lo dices al mundo.

Y cabalgo pasando a Jord, hacia el estrado.

Desmontando como Laurent, le paso sus riendas a un soldado que estaba cerca y siguió a Laurent al
fuerte, tomando las escaleras hacia el segundo piso de dos en dos. Los guardias de Aimeric se aleja-
ron un poco de él, sin preguntas; la puerta ya estaba abierta.

Se detuvo de golpe después de haber dado un paso dentro.

Las habitaciones, por supuesto, eran hermosas. Aimeric no era un soldado, era un aristócrata. Era el
cuarto hijo de uno de los más poderosos lores en la frontera Veretiana, y sus habitaciones combina-
ban con su rango. Había una cama, un sofá para descansar, los azulejos estampados y el alto arco
de la ventana con un segundo asiento allí, lleno de cojines. Había una mesa en el lado alejado de la
habitación, y Aimeric tenía comida, vino, papel y tinta. Le habían dado un cambio de ropas. Era un
arreglo cuidadoso. Donde se sentaba en la mesa, ya no vestía la camiseta llena de tierra que había
llevado bajo su armadura. Estaba vestido como un cortesano. Se había bañado. Su cabello se veía
limpio.

Laurent estaba quieto a dos pasos de él, todas las líneas de su cuerpo rígidas.
Damen se acercó hasta que estuvo al lado de Laurent. El suyo fue el único movimiento en la silen-
ciosa habitación. Con la mitad de su mente, él notó cosas pequeñas: los vidrios rotos del vaso en
la esquina izquierda de debajo de la ventana; el plato carne de anoche sin tocar; la cama en la que
nadie había dormido.

En la torre, Laurent había golpeado a Aimeric en el lado derecho de su cara, pero ahora aquel lado de
su rostro estaba escondido por su pose: su desaliñada cabeza descansando en su brazo, de forma
de que todo lo que Damen veía estaba intacto. No había un ojo inflamado o mejilla raspada o boca
desdibujada, solo la inafectada línea del perfil de Aimeric, y un pedazo de vidrio de la ventana rota
descansando al lado de su mano.
La sangre empapaba su manga, formaba un charco en la mesa y en el embaldosado suelo, pero era
vieja. Él había estado así por horas, lo suficiente para que la sangre se oscureciera, para que sus
movimientos cesaran, para que una quietud invadiera la habitación, hasta que estuvo tan quieto como
Laurent, mirándolo con ojos vacíos.

Había estado escribiendo; el papel no estaba lejos de la curva de sus dedos, y Damen podía ver las
tres palabras que había escrito. Que tuviera caligrafía clara no debería ser una sorpresa. Siempre se
había preocupado de hacer sus deberes bien. En la marcha se había arrastrado a sí mismo hacia el
suelo tratando de igualarse con los hombres fuertes.

Un cuarto hijo, pensó Damen, esperando que alguien lo notara. Cuando no estaba tratando de com-
placer, estaba siendo carnada para la autoridad, como si la atención negativa podría sustituir la apro-
bación que deseaba, que se le había dado una vez, por el tío de Laurent.

Lo siento, Jord.

Esas eran las últimas palabras que alguien tendría de él. Se había suicidado.
Capítulo 21
Traducido por Sebastian Herondale
Corregido por Reshi

La habitación donde yacía Aimeric era tranquila. Lo habían sacado de su habitación a una celda más
pequeña y estaba tendido sobre piedra y su cuerpo cubierto por fino lino. Diecinueve, pensó Damen y
callado.

En el exterior, Ravenel se preparaba para la guerra.

Era toda una fortaleza, desde la sala de armas a los almacenes. Todo había empezado cuando Lau-
rent se había apartado de la mesa arruinada y dijo:

—Ensillen los caballos. Cabalgamos para Charcy.

Había quitado la mano de Damen de su hombro cuando este había intentado detenerlo.

Damen había intentado seguir, y no había podido. Laurent había pasado una hora dando breves ór-
denes, y Damen no había sido capaz de acercarse a él. Después de eso, Laurent se había retirado a
sus habitaciones, cerrando las puertas firmemente tras de sí.

Cuando un sirviente hubo llegado para entrar, Damen le había detenido.

—No —dijo—. Nadie va a entrar.

Había puesto una guardia de dos hombres en la puerta con las mismas órdenes, y despejado la sec-
ción como había hecho una vez antes, en la torre. Cuando había estado seguro de que Laurent tenía
suficiente privacidad, había salido para averiguar todo lo que pudiera sobre Charcy.

Lo que había averiguado había hecho que su estómago se hundiera.

Situado entre Fortaine y las rutas comerciales del norte, Charcy estaba perfectamente posicionado
para que dos fuerzas capturaran a una tercera. Había una razón por la que el Regente estaba provo-
cando que Laurent saliera de su fortaleza: Charcy era una trampa mortal.

Damen había apartado los mapas con frustración. Eso había sido hacía dos horas.

Ahora estaba en la tranquilidad de esta pequeña habitación como una celda de piedra gruesa que
albergaba a Aimeric. Alzó sus ojos a Jord, a quien había convocado.
—Eres su amante —dijo Jord.

—Lo fui. —Le debía a Jord la verdad—. Nosotros... fue la primera vez. Ayer por la noche.
—Así que se lo contaste.

Él no respondió, y su silencio habló por él. Jord dejó escapar un suspiro, y Damen habló entonces.

—No soy Aimeric.

—¿Te has preguntado alguna vez qué se sentiría al saber que te has abierto para el asesino de tu
hermano? —Jord miró alrededor de la pequeña habitación. Miró hacia el lugar donde yacía Aimeric—.
Creo que se sentiría así.

Inesperadamente, las palabras recordadas surgieron en su interior. No me importa. Sigues siendo mi


esclavo esta noche. Damen cerró los ojos fuertemente.

—Yo no era Damianos anoche. Era solo…

—¿Solo un hombre? —dijo Jord—. ¿Crees que Aimeric pensaba eso? ¿Que había dos personas en
él? Porque no era así. Solo hubo uno siempre, y mira lo que pasó con él.

Damen se quedó en silencio. Luego;

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé —dijo Jord.

—¿Vas a dejar su servicio?

Esta vez fue Jord, quien se quedó en silencio.

—Alguien tiene que decirle a Laurent que no se reúna con las tropas de su tío en Charcy.

—¿Crees que va a escucharme a mí? —dijo Jord amargamente.

—No —dijo Damen. Pensó en las puertas cerradas, y habló con firme honestidad—. No creo que
vaya a escuchar a nadie.

Se quedó de pie delante de las puertas dobles y los dos soldados que las flanqueaban, y miró los
pesados paneles de madera, cerrados firmemente.

Él había puesto a los soldados en la puerta para cerrar el paso a los hombres que buscaban a Lau-
rent por algún asunto trivial, o por cualquier asunto, porque cuando Laurent quería estar solo, nadie
debía sufrir las consecuencias de interrumpirlo.

El soldado más alto se dirigió a él.

—Comandante, nadie ha entrado en su ausencia—. Los ojos de Damen se posaron sobre las puertas
de nuevo.

—Bien —dijo. Y empujó las puertas para abrirlas.

En el interior, las habitaciones eran como las recordaba, recompuestas y reordenadas, e incluso la
mesa estaba reabastecida, con platos de frutas y jarras de agua y vino. Cuando las puertas se cerra-
ron detrás de Damen, los tenues sonidos de los preparativos en el patio todavía se podían escuchar.
Se detuvo a mitad de camino en la habitación.
Laurent había cambiado la vestimenta de montar a caballo y había regresado a la severa formalidad
de sus prendas de vestir de Príncipe, apretados lazos en la ropa desde el cuello hasta la punta de los
pies. Permanecía de pie junto a la ventana, con una mano en la piedra de la pared, los dedos enros-
cados como si sostuviera algo en la mano. Su mirada estaba fija en la actividad en el patio, donde el
fuerte se estaba preparando para la guerra bajo sus órdenes. Habló sin volverse.

—¿Vienes a decir adiós? —dijo Laurent.

Hubo una pausa, en la cual Laurent se volvió. Damen lo miró.

—Lo siento. Sé lo que Nicaise significaba para ti.

—Era la puta de mi tío —dijo Laurent.

—Era más que eso. Pensaste en él como…

—¿Un hermano? —dijo Laurent—. Pero no tengo muy buena suerte con eso. Espero que no te en-
cuentres aquí para una exhibición del sentimiento sensiblero. Te echaré.

Hubo un largo silencio. Se enfrentaron cara a cara.

—¿Sentimiento? No. No esperaría eso —dijo Damen. Los sonidos del exterior eran de órdenes y
sonidos de metal—. Puesto que no tienes un capitán permanente para aconsejarte, estoy aquí para
decirte que no puedes ir a Charcy.
—Tengo un capitán. He nombrado a Enguerran. ¿Eso es todo? Tengo refuerzos que llegarán mañana
y voy a llevar a mis hombres a Charcy. — Laurent se movió a la mesa, el rechazo en su voz era clara.

—Entonces los matarás como mataste a Nicaise —dijo Damen—. Por arrastrarles a este final, por tu
puja infantil por la atención de tu tío que llamas para una lucha.

—Vete —dijo Laurent. Se había puesto pálido.

—¿Es la verdad difícil de escuchar?

—He dicho que te vayas.

—¿O es que reclamas marchar a Charcy por alguna otra razón?

—Voy a luchar por mi trono.

—¿Es eso lo que piensas? Has engañado a los hombres haciéndoles creer en ello. No me has enga-
ñado a mí. Porque lo que hay entre tu tío y tú, no es una lucha, lo es todo.

—Puedo asegurarte —dijo Laurent, su mano derecha se apretó inconscientemente en un puño— que
es una lucha.

—En una lucha se trata de vencer a un oponente. No escabullirse para hacer lo que él quiere. Esto es
algo más que Charcy. Nunca has hecho un solo movimiento propio contra tu tío. Dejaste que él esta-
bleciera el campo. Dejaste que él hiciera las reglas. Jugaste sus partidas como si quisieras mostrarle
que podias jugarlas. Como si estuvieras tratando de impresionarlo. ¿No es así?

Damen se alejó más.

—¿Tienes que ganarle en su propio juego? ¿Quieres que él vea que lo haces? ¿A expensas de tu
posición y las vidas de tus hombres? ¿Estás tan desesperado por su atención?
Dejó que sus ojos se inclinaran hacia arriba y abajo sobre la figura de Laurent.

—Bueno, lo conseguiste. Enhorabuena. Debes estar encantado de que él estuviera lo bastante obse-
sionado contigo para que matara a su propio chico para llegar a ti. Ganaste.

Laurent dio un paso atrás, un movimiento casi desequilibrado de un hombre presa de náuseas. Miró
Damen, con la cara hundida.

—Tú no sabes nada —dijo Laurent, con una voz terriblemente fría—. No sabes nada sobre mí. O
sobre mi tío. Estás tan ciego. No puedes ver lo que… hay justo en frente de ti. —La risa repentina de
Laurent era baja y burlona—. ¿Tú me quieres? ¿Eres mi esclavo?

Damen sintió que se sonrojaba.

—Eso no va a funcionar.

—No eres nada —dijo Laurent— sino una decepción que se arrastra, que permitió que el Rey bastar-
do le arrojara con cadenas porque no pudo mantener feliz a su amante en la cama.

—Eso no —dijo— va a funcionar.

—¿Quieres saber la verdad acerca de mi tío? Te la diré —dijo Laurent, con una nueva luz en sus
ojos—.Te diré lo que no pudiste parar. Lo que estabas demasiado ciego para ver. Tenías cadenas,
mientras que Kastor eliminaba a la familia real. Kastor y mi tío.

Lo oyó, y él sabía que no debía comprometerse. Lo sabía, y una parte de él le dolía por lo que Lau-
rent estaba haciendo, incluso cuando se oyó decir;

—¿Qué tiene tu tío que ver con…?

—¿Dónde crees que Kastor obtuvo el apoyo militar para frenar a la facción de su hermano? ¿Por
qué crees que el Embajador vereciano llegó con tratados en la mano derecha después de que Kastor
accediera al trono?

Trató de respirar. Se oyó decir

—No.

—¿No creerías que Theomedes murió de enfermedad natural? ¿Todas las visitas de los médicos que
solo le ponían más enfermo?

—No —dijo Damen. Hubo unos golpes en la cabeza, y entonces lo sintió en su cuerpo, era imposible
para la carne contener la fuerza agitadora de la misma. Y Laurent seguía hablando.

—¿No adivinas que fue Kastor? Tú, pobre tonto bruto. Kastor mató al Rey, y luego tomó la ciudad con
las tropas de mi tío. Y todo lo que mi tío tenía que hacer era sentarse y ver pasar las cosas.

Pensó en su padre, en la cama, enfermo rodeado de médicos, con los ojos y las mejillas hundidas, y
la sala espesa con el olor del sebo y la muerte.

Recordó la sensación de impotencia, viendo a su padre irse, y a Kastor, tan solícito, de rodillas al lado
de su padre.
—¿Sabías esto?

—¿Saber? —dijo Laurent—. Todo el mundo lo sabe. Me alegré. Me gustaría haberlo visto suceder.
Ojalá pudiera haber visto a Damianos cuando la espada mercenaria de Kastor vino por él. Me habría
reído en su cara. Su padre consiguió exactamente lo que se merecía, morir como el animal que era, y
no hubo nada que ninguno de ellos pudiera hacer para evitar que esto sucediera. Por otra parte —dijo
Laurent— tal vez si Theomedes hubiera mantenido su polla dentro de su esposa en vez de pegarse a
la de su amante…

Eso fue lo último que dijo, porque Damen lo golpeó. Lanzó un puñetazo a la mandíbula de Laurent
con toda la fuerza de su peso detrás. Los nudillos impactaron en la carne y el hueso y la cabeza de
Laurent se disparó a los lados cuando golpeó la mesa detrás de él con fuerza, haciendo que su conte-
nido se dispersara. Bandejas metálicas se estrellaron contra el azulejo, entre un lío de vino derrama-
do y comida.

Laurent agarró la mesa con el brazo que había sacado instintivamente para detener su caída.

Damen respiraba con dificultad, con las manos apretadas en puños. ¿Cómo te atreves a hablar así de
mi padre? Las palabras estaban en sus labios. Su mente pulsaba y latía.

Laurent se levantó y le dio a Damen una mirada resplandeciente de triunfo, incluso cuando arrastró el
dorso de la mano derecha a través de su boca, donde sus labios estaban manchados de sangre.

Y entonces Damen vio algo más que estaba entre los platos volcados que cubrían el suelo. Era bri-
llante contra las baldosas, como un puñado de estrellas. Era lo que Laurent tenía en la mano derecha
cuando Damen entró. Los zafiros azules del pendiente de Nicaise.

Las puertas detrás de él se abrieron, y Damen supo sin darse la vuelta que el sonido había convoca-
do a los soldados a la habitación. Él no le quitaba los ojos de encima a Laurent.

—Deténganme—dijo Damen—. He levantado las manos contra el Príncipe.

Los soldados vacilaron. Era la respuesta justa a sus acciones, pero él era — o había sido— su Capi-
tán. Tuvo que decir de nuevo.

—Háganlo.

El soldado de pelo más oscuro se adelantó y Damen sintió el tirón cuando se lo llevaban. Laurent
apretó la mandíbula.

—No —dijo Laurent. Y luego—: Fue provocado.


Otra duda. Estaba claro que los dos soldados no sabían qué hacer con lo que se habían encontrado
al entrar. El aire de violencia se agravó en la sala, donde su Príncipe se paró frente a una mesa ruino-
sa, con sangre brotando de su labio.

—He dicho que lo suelten.

Era una orden directa de su Príncipe, y esta vez fue obedecida. Damen sintió que le soltaban las
manos. La mirada de Laurent siguió a los soldados mientras se inclinaban y se marcharon, cerrando
la puerta detrás.

Luego Laurent trasladó su mirada a Damen.

—Ahora sal —dijo Laurent.

Damen apretó los ojos cerrándolos brevemente. Se sintió puro ante los pensamientos de su padre.
Las palabras de Laurent empujaban en el interior de sus párpados.

—No —dijo—. No puedes ir a Charcy. Tengo que convencerte de eso.


La risa de Laurent era un extraño sonido sin aliento.

—¿No has oído nada de lo que acabo de decirte?

—Sí —dijo Damen—. Intentaste hacerme daño, y ya lo has conseguido. Ojalá vieras que lo que aca-
bas de hacerme es lo que tu tío te está haciendo a ti.

Vio a Laurent recibir eso como si un hombre en los límites de su resistencia hubiera recibido otro
golpe.

—¿Por qué —dijo Laurent— tú… siempre…? —Se detuvo. Su pecho subía y bajaba poco profunda-
mente.

—He venido contigo para detener una guerra —dijo Damen—. Vine porque eras el único que se inter-
pone entre Akielos y tu tío. Eres tu quien ha perdido la visión de eso. Tienes que luchar contra tu tío
con tus propios términos, no con los suyos.

—No puedo. —Fue una cruda admisión—. No puedo pensar. —Las palabras salieron desgarradas.
Con los ojos abiertos al silencio, Laurent las dijo otra vez con una voz diferente, sus ojos eran azul
oscuro con la exposición de la verdad—. No puedo pensar.

—Lo sé —dijo Damen.

Lo dijo con suavidad. Había más de una admisión en las palabras de Laurent. Él también lo sabía. Se
arrodilló y recogió el brillante pendiente de Nicaise del suelo.

Había sido una cosa delicada, y bien hecha, un puñado de zafiros. Levantándolo lo dejó sobre la
mesa.

Después de un tiempo, se retiró desde el lugar donde Laurent estaba inclinado, con los dedos curva-
dos alrededor del borde de la mesa. Tomó aire, llegó a dar un paso atrás.

—No te vayas —dijo Laurent, en voz baja.

—Solo estoy aclarando mi cabeza. Ya les dije a mis escoltas que no les iba a necesitar hasta la ma-
ñana —dijo Damen.

Y hubo otro silencio espantoso, cuando Damen se dio cuenta de lo que Laurent le pedía.

—No. No quiero decir… para siempre… solo… —Laurent interrumpió—. Tres días. —Puntualizó Lau-
rent como si la respuesta surgiera de las profundidades a una pregunta cuidadosamente sopesada—.
Puedo hacer esto solo. Lo sé. Puedo. Es solo que en este momento al parecer no puedo... pensar, y
no puedo... confiar en nadie más con quien hacer frente cuando estoy... de esta manera. Si me pudie-
ras dar tres días, yo… —Enérgicamente se interrumpió.

—Me quedaré —dijo Damen—. Sabes que me quedaré tanto tiempo como tú…

—No lo hagas —dijo Laurent—. No me mientas. No tú.

—Me quedaré —dijo Damen—. Tres días. Después de eso, viajo al sur.

Laurent asintió. Después de un momento, Damen volvió a descansar sobre la mesa junto a Laurent.
Le observó regresar.

Finalmente, Laurent empezó a hablar, las palabras precisas y bastante firmes.


—Tienes razón. Maté a Nicaise cuando lo dejé todo a medias. Debería haberme quedado bien le-
jos de él, o haber roto su fe en mi tío. No lo planifiqué bien, lo dejé al azar. No estaba pensando. No
estaba pensando en él de esa manera. Solo... Solo me gustaba. —Por debajo de las palabras frías,
analíticas, también había algo de desconcierto.

Fue horrible.

—Nunca debí haber… dicho eso. Nicaise hizo una elección. Habló por ti, porque eras su amigo, y eso
no es algo de lo que debas arrepentirte.

—Él intercedió por mí, porque no creía que mi tío le hiciera daño. Ninguno de ellos lo creen. Piensan
que él los ama. Tiene la apariencia externa del amor. Al principio. Pero eso no es amor. Es... fetiche.
No sobreviven a la adolescencia. Los propios chicos son desechables. —La voz de Laurent no cam-
bió—. Sabía eso, en el fondo. Siempre fue más inteligente que los demás. Sabía que cuando llegara
a envejecer, sería reemplazado.

—Como Aimeric —dijo Damen.

En el largo silencio que se extendía entre ellos, Laurent remarcó—:Como Aimeric.

Damen recordó los mordaces ataques verbales de Nicaise. Miró al perfil claro de Laurent y trató de
comprender la extraña afinidad entre el hombre y el chico.

—Te agradaba.

—Mi tío cultivó lo peor de él. Todavía tenía buenos instintos a veces. Cuando los niños son moldea-
dos tan jóvenes, se necesita tiempo para deshacerlo. Pensé...

—Pensasteis que le podíais ayudar.

Observó el rostro de Laurent, el parpadeo de una verdad interna detrás de la falta de cuidado de toda
expresión.

—Él estaba de mi lado —dijo Laurent—. Pero al final, la única persona a su lado fue él.

Damen era consciente de no tener que alcanzarlo o tratar de tocarlo. El suelo de baldosas alrededor
de la mesa estaba salpicado de desechos: el peltre volcado, una manzana rodada lejos en una baldo-
sa, una jarra de vino que había dejado volcar su contenido para que el suelo estuviera empapado de
rojo.

El silencio se prolongó.

Fue una sorpresa cuando sintió el contacto de los dedos de Laurent contra el dorso de la muñeca.
Pensó que era un gesto de consuelo, una caricia, y entonces se dio cuenta de que Laurent estaba
cambiando la estructura de la manga, volviéndola a deslizar un poco para revelar el oro que había de-
bajo, hasta el brazalete de la muñeca que había pedido al herrero que dejara, estaba expuesta entre
ellos.

—¿Sentimental? —dijo Laurent.

—Algo por el estilo.

Sus ojos se encontraron y podía sentir cada latido de su corazón. Unos segundos de silencio, un es-
pacio alargado, hasta que Laurent habló.

—Deberías darme el otro.


Damen se ruborizó lentamente, el calor se extendió desde su pecho sobre su piel, sus latidos intrusi-
vos. Trató de responder con una voz normal.

—No puedo imaginarte usándolo.

—Para tenerlo. No lo usaría —dijo Laurent— aunque no creo que tu imaginación tenga alguna dificul-
tad con la idea.

Damen dejó escapar un suave suspiro vacilante de risa, porque tenía razón. Durante un rato se
sentaron juntos en un cómodo silencio. Laurent en su mayoría volvió a ser él mismo, su postura más
informal, su peso se apoyó en los brazos, mirando a Damen como a veces lo hacía. Pero era una
nueva versión de sí mismo, desnudo de nuevo, joven, un poco más tranquilo, y Damen se dio cuenta
de que estaba viendo a Laurent con sus defensas bajadas, una o dos de ellas, de todos modos. Ha-
bía una inexperta y frágil sensación con la experiencia.

—No tendría que haberte hablado de la manera en que lo hice sobre Kastor. —Las palabras eran
tranquilas.

El vino tinto se fue filtrando en las baldosas del suelo. Se oyó preguntarle.

—¿Quisiste decir lo que dijiste, que estabas contento?

—Sí —dijo Laurent—. Mataron a mi familia.

Sus dedos se clavaron en la madera de la mesa. La verdad estaba tan cerca de esta habitación que
pareció por un momento que la diría, diría su propio nombre a Laurent, y la cercanía de ello parecía
presionarle, porque ambos habían perdido familiares.

Pensó en lo que había unido a Laurent y al Regente en Marlas: ambos habían perdido un hermano
mayor.

Pero fue el Regente quien había forjado alianzas al otro lado de la frontera.

Fue el Regente el que había dado a Kastor el apoyo que necesitaba para desestabilizar el trono akie-
lense. Y así Theomedes estaba muerto, y Damianos había sido enviado a...

La idea, cuando llegó, pareció envolver el suelo de debajo de sus pies, cambiando la configuración de
todo.

Nunca había tenido sentido que Kastor le hubiera mantenido con vida. Kastor había sido muy cuida-
doso por borrar todas las pruebas de su traición. Había ordenado asesinar a todos los testigos, desde
los esclavos a hombres de alto rango como Adrastus. Dejar a Damen con vida fue loco, peligroso.
Siempre existía la posibilidad de que Damen pudiera escapar y volver a desafiar a Kastor por el trono.

Pero Kastor había hecho una alianza con el Regente. Y a cambio de soldados, le había dado escla-
vos.

Un esclavo en particular. Damen sintió calor y luego frío. ¿Podría ser que él hubiera sido el precio del
Regente? Eso, a cambio de las tropas, el Regente había dicho, ¿Quiero que Damianos sea enviado
como esclavo de cama a mi sobrino?

Debido a la unión de Laurent con Damianos, y, o bien uno mataría al otro, o, si Damen mantenía su
identidad oculta y se las arreglaba para formar una alianza... si ayudaba a Laurent en lugar de hacer-
le daño, y Laurent, lejos del sentido profundamente enterrado de equidad que existía dentro de él,
le ayudaba a su vez... si el fundamento de la confianza se construyera entre ellos para que pudieran
convertirse en amigos, o más que amigos... si Laurent alguna vez decidía hacer uso de su esclavo de
cama...

Pensó en las sugerencias del Regente hacia él, astuto, sutil. Laurent podría beneficiarse de una in-
fluencia estabilizadora, alguien cercano a él con sus mejores intereses en el corazón. Un hombre que
parece juicioso, podría ayudar a guiarlo sin dejarse llevar. Y la constante y persistente insinuación:
¿Has tomado a mi sobrino?

Mi tío sabe que cuando pierdo el control, cometo errores. Le habría dado una especie de perverso
placer enviar a Aimeric a trabajar en mi contra. Laurent había dicho.

¿Cuánto más placer retorcido podía extraer de esto?

—He escuchado todo lo que me dijiste —estaba diciendo Laurent—. No voy a dirigirme a Charcy con
un ejército. Pero aún quiero luchar. No porque mi tío lanzara un desafío, sino en mis propios términos,
porque este es mi país. Sé que juntos podemos encontrar una manera de utilizar Charcy a mi favor.
Juntos podemos hacer lo que no podemos hacer separados.

En realidad, nunca había tenido el sello de Kastor. Kastor era capaz de la ira, de la brutalidad, pero
sus acciones eran sencillas. Este tipo de crueldad imaginativa pertenecía a otra persona.
—Mi tío planea todo —dijo Laurent, como si leyera los pensamientos de Damen—. Él planea la victo-
ria y los planes para la derrota. Fuiste tú quien nunca acabó de encajar... Siempre has estado fuera
de sus esquemas. Tanto como mi tío y Kastor planearon —dijo Laurent, cuando Damen sintió aumen-
tar el frío— no tenían idea de lo que hicieron cuando te me dieron como regalo.

En el exterior, cuando salió fuera, oyó el sonido de las voces de los hombres y el tintineo de bridas y
espuelas, el traqueteo de las ruedas sobre piedra. Su respiración era vacilante. Puso una mano en la
pared para apoyar parte de su peso.

En una fortaleza llena de actividad, se sabía él mismo una pieza del juego, y solo estaba empezando
a ser capaz de vislumbrar el alcance del tablero.

El Regente había hecho esto, y sin embargo, él lo había hecho también, era también responsable.
Jord tenía razón. Le debía a Laurent la verdad, y no se la había dado. Y ahora sabía las consecuen-
cias que la elección podría traer. Sin embargo, no se atrevía a lamentar lo que habían hecho: la noche
anterior había sido brillante de una manera que resistía a ser empañada.

Había tenido razón. Su corazón latía con la sensación de que la otra verdad de alguna manera debía
cambiar para bien, y sabía que no lo haría.

Se imaginó él mismo con diecinueve años de nuevo, sabiendo entonces lo que sabía ahora, y se
preguntó si se habría permitido luchar hace tanto tiempo con los verecianos —si habría permitido que
Auguste viviera—. Si hubiera ignorado la llamada de su padre para ir a las armas por completo, y en
su lugar se hubiera dirigido a las tiendas verecianas y hubiera buscado a Auguste para encontrar un
terreno común. Laurent había tenido trece años, pero en la imaginación de Damen lo habría encontra-
do un poco más mayor, dieciséis o diecisiete años, edad suficiente a la que Damen con diecinueve sí
podría haber empezado, con toda la exuberancia de la juventud, a cortejarle.

No podía hacer nada de eso. Pero si había algo que Laurent quisiera, podía dárselo. Podía intentar
dar un golpe al Regente del que no se recuperaría.

Si el Regente quería a Damianos de Akielos de pie junto a su sobrino, lo tendría. Y si no podía decir a
Laurent la verdad, podría utilizar todo lo que tuviera para ofrecer a Laurent una victoria en el sur.

Iba a hacer que estos tres días importaran.


@

El autocontrol de los ojos azules estaba firmemente en su lugar cuando Laurent salió a la tarima del
patio, armado y blindado y listo para montar.

En el patio, los hombres de Laurent montaron y le esperaron. Damen miró a los ciento veinte jine-
tes, los hombres con los que él había viajado desde el palacio a la frontera, los hombres con los que
había trabajado y compartido el pan y el vino en las tardes alrededor de las fogatas. Había algunas
notables ausencias. Orlant. Aimeric. Jord.

El plan había tomado forma sobre un mapa. Se lo había dicho a Laurent simplemente.

—Mira la ubicación de Charcy. Fortaine será el punto de partida de las tropas. Charcy será la lucha de
Guion.

—Guion y todos sus otros hijos —había dicho Laurent.

—El movimiento más fuerte que puedes hacer en este momento es tomar Fortaine. Te dará el con-
trol total del sur. Con Ravenel, Fortaine y Acquitart mantienes las rutas comerciales del sur de Vere
a Akielos así como a Patras. Ya mantienes las rutas del sur de Vask, y Fortaine te da acceso a un
puerto. Tendrás todo lo que se necesita para poner en marcha una campaña en el norte.

Hubo un silencio, hasta que Laurent había dicho:

—Tienes razón. No he estado pensando en ello de esta manera.

—¿De qué manera? —dijo Damen.

—Como la guerra —dijo Laurent.

Ahora se enfrentaban entre sí en el estrado y las palabras subieron a los labios de Damen, palabras
personales.

Pero lo que dijo fue;

—¿Estás seguro de querer dejar a tu enemigo a cargo de tu fortaleza?

—Sí —dijo Laurent.

Se miraron el uno al otro. Fue una despedida pública, a la vista de los hombres. Laurent extendió su
mano. Él no lo hizo como un príncipe que podría haber hecho que Damen se arrodillara y le besara
como un amigo. Había reconocimiento en el gesto, y cuando Damen tomó su mano, delante de los
hombres, Laurent mantuvo su mirada.

—Cuida de mi fortaleza, comandante— dijo Laurent.

En público, no había nada que pudiera decir. Sintió su contacto apretarse ligeramente. Pensó en
avanzar adelante, tomar la cabeza de Laurent en sus manos. Y entonces pensó en lo que era, y todo
lo que ahora sabía. Y se obligó a soltarse.

Laurent asentía a su asistente, montando en su caballo.


—Mucho depende de la coordinación. Tenemos una cita en dos días. Yo… No llegues tarde. — dijo
Damen.

—Confía en mí —dijo Laurent con una sola mirada brillante, enderezando su caballo con el tirón de
una rienda en el momento antes de que la orden fuera dada, y él y sus hombres se movieron.

La fortaleza sin Laurent se sentía vacía. Pero, guarnecida por una fuerza maestra, todavía tenía
suficientes hombres que podían repeler cualquier amenaza seria desde el exterior. Las paredes de
Ravenel habían permanecido firmes durante doscientos años. Además de lo cual, su plan se apoyó
en dividir sus fuerzas, con Laurent saliendo primero, mientras que Damen permanecía a la espera de
los refuerzos de Laurent y luego lanzándose desde Ravenel un día después.

Debido a que no era posible, no importará lo que se dijera, confiar completamente en Laurent, la ma-
ñana era una madeja delgada de tensión, bien cerrada. Los hombres estaban preparados verdadera-
mente para el tiempo del sur. El cielo azul, extenso, era ininterrumpido, salvo cuando estaba cortado
por el almenado.

Damen subió a las almenas. La vista se extendía sobre las colinas en el horizonte. Establecido am-
pliamente a plena luz del día, el paisaje estaba vacío de tropas, y se maravilló de nuevo de que hubie-
ran sido capaces de tomar esta fortaleza sin derramar sangre y sin remover la tierra por un asedio.

Se sintió bien cuidar de lo que habían logrado y saber que solo era el comienzo. El Regente había
mantenido el ascendiente durante demasiado tiempo. Fortaine iba a caer, y Laurent iba a mantener el
sur.

Y entonces vio la bruma en el horizonte.

Rojo. Oscureciéndose al rojo. Y luego, extendiéndose a través del paisaje, seis jinetes, avanzando
delante del inminente rojo al galope: sus propios exploradores, volviendo de nuevo a la fortaleza.
Se le representaba en miniatura debajo de él, el ejército estaba lo suficientemente lejos para que su
acercamiento fuera silencioso, los exploradores eran solo puntos en los extremos de seis líneas que
convergían en el fuerte.

El rojo siempre había sido el color de la Regencia, pero eso no fue lo que cambió el latido del corazón
de Damen, incluso antes del sonido lejano del cuerno —el marfil que sacudió el aire— dividiéndolo
abiertamente.

Marchaban, una línea de capas rojas en perfecta formación, y el corazón de Damen latía fuerte. Los
conocía. Recordó la última vez que los había visto, su cuerpo estaba presionado fuera de la vista
detrás de las rocas de granito. Había cabalgado durante horas a lo largo de un río para evitarlos, Lau-
rent iba empapado en la silla detrás de él. La tropa akielense más cercana está más cerca de lo que
esperaba, había dicho Laurent.

No se trataba de tropas del Regente.

Este era el ejército de Nikandros, el Kyros de Delpha, y su Comandante, Makedon.

Había una ráfaga de actividad en el patio, el ruido de los cascos, las voces elevándose con alarma.
Damen era tan consciente de ello como de la distancia, se volvió casi a ciegas cuando un mensaje-
ro irrumpió hasta las escaleras de dos en dos a tiempo, dejándose caer sobre una rodilla delante de
Damen y jadeando con su mensaje.

—Los akielenses marchan sobre nosotros —esperaba que el mensajero dijera, y lo hizo, pero luego
dijo—: Tengo que dar esto al Comandante de la fortaleza —y con urgencia estaba presionando algo
en la mano de Damen.

Damen lo miró. Detrás de él, el ejército akielense se acercaba. En su mano había un duro lazo de me-
tal enrollado a una piedra preciosa tallada, con el grabado de una estrella.

Estaba mirando el anillo de sello de Laurent.

Sintió ponérsele el pelo de punta en todo su cuerpo. La última vez que había visto este anillo, había
estado en una posada en Nesson y Laurent se lo había entregado a un mensajero. Dale esto y dile
que le esperaré en Ravenel, había dicho.

A lo lejos se dio cuenta de que Guymar estaba en las almenas, con un contingente de hombres, de
que Guymar se dirigía a él.

—Comandante, akielenses marchan contra el fuerte.


Se volvió hacia Guymar, el puño se cerró sobre el anillo de sello. Guymar pareció detenerse y darse
cuenta de que era él con quien estaba hablando.

Damen lo vio escrito en el rostro de Guymar: una fuerza akielense en masa en el exterior, y un akie-
lense al mando de la fortaleza.

Guymar yendo más allá de su vacilación, señaló;

—Nuestras paredes pueden soportar cualquier cosa, pero bloquearán la llegada de nuestros refuer-
zos.

Recordó la noche que Laurent le había abordado en akielense por primera vez, recordó largas noches
hablando en ese idioma, y Laurent apuntalando su vocabulario, mejorando su fluidez y su elección de
materias, geografía de fronteras, tratados, movimientos de tropas.

—Ellos son nuestros refuerzos. —dijo eso mientras se abría paso en su interior.

La verdad marchaba hacia él. Su pasado estaba llegando a Ravenel en un constante, imparable acer-
camiento. Damen y Damianos. Y Jord tenía razón. Siempre había sido uno solamente.

—Abran las puertas. — dijo Damen.

La marcha akielense en el fuerte fue el fluir de una sola corriente roja, excepto que mientras que el
agua se arremolinaba y se hinchaba, era recta e inflexible.

Sus brazos y piernas estaban crudamente al descubierto, como si la guerra fuera un acto de carne
impactando sobre carne. Sus armas no tenían adornos, como si hubieran traído solo los elementos
esenciales necesarios para matar. Filas y filas de ellas, diseñadas con precisión estrategica. La disci-
plina de los pies marchando al unísono era un despliegue de poder, violencia y fuerza.

Damen se paró en el estrado y miró haciendo un barrido completo. ¿Habían sido siempre así? ¿Tan
despojados de todo, pero utilitarios? ¿Tan hambrientos de guerra?

Los hombres y mujeres de Ravenel se apiñaban en las orillas del patio, y los hombres de Damen se
desplegaban para hacerles retroceder. La multitud presionaba y se unía a ellos. El rumor de la entra-
da akielense se había extendido. La multitud murmuraba, los soldados estaban descontentos con su
deber. El Regente había tenido razón, la gente decía: Laurent había estado aliado con Akielos todo el
tiempo. Era una extraña especie de locura darse cuenta de esto; de hecho, era cierto.

Damen vio los rostros de los hombres y mujeres verecianos, vio flechas en formación desde las alme-
nas, y en una de las esquinas del gran patio, una mujer abrazaba a su hijo mientras se agarraba a su
pierna, la mano rodeando su cabeza.

Él sabía lo que había en sus ojos, visible ahora por debajo de la hostilidad.

Era terror.

Podía sentir la tensión de las fuerzas akielenses también, sabían que estaban esperando traición. La
primera espada en la mano, la primera flecha suelta, desataría una fuerza asesina.

Un estridente cuerno explotó en los oídos, demasiado fuerte en el patio haciéndose eco de toda la
superficie de la piedra, esa era la señal para cesar la marcha. La parada fue repentina. Quedó un si-
lencio en el espacio donde había habido sonidos de metal, el ruido de pasos. La explosión del cuerno
se estaba desvaneciendo, hasta que casi se podía oír el sonido de la cuerda de un arco tensarse.

—Esto está mal —dijo Guymar, con la mano apretada en la empuñadura de su espada—. Debemos…
—Damen extendió la mano en un gesto represivo.

Porque un hombre akielense desmontaba de su caballo bajo el principal estandarte y el corazón de


Damen latía con fuerza. Se sintió moverse hacia adelante, bajó los escalones poco profundos de la
tarima, dejando a Guymar y a los otros detrás de él.

Sentía cada par de ojos mirándolo en el silencioso patio mientras descendía, paso a paso. No era la
forma en que se hacían las cosas. Los verecianos ocupaban la cima de sus estrados y hacían que los
huéspedes vinieran a ellos. Nada de eso le importaba. Mantuvo sus ojos en el hombre, que lo obser-
vaba acercarse a su vez.

Damen llevaba ropa vereciana. Las sentía sobre él mismo, el cuello alto, el tejido apretado, atado
para seguir las líneas de su cuerpo, las mangas largas y el brillo de sus botas largas. Incluso su cabe-
llo había sido cortado al estilo vereciano.

Observó que el hombre vio todo eso primero, y luego vio que el hombre lo veía.

—La última vez que hablamos, los albaricoques eran de temporada —dijo Damen, en akielense—.
Entramos en el jardín de noche, y me agarraste del brazo y me diste consejos, y no te escuché.

Y Nikandros de Delpha le devolvió la mirada, y con voz sorprendida, hablando las palabras medio
para sí mismo.
—No es posible. — dijo.

—Viejo amigo, has venido a un lugar donde nada es como ninguno de nosotros pensamos que es.

Nikandros no habló de nuevo. Se quedó en silencio, blanco como si le hubieran golpeado. Luego,
como si una pierna se abriera, y luego la otra, se dejó caer lentamente sobre sus rodillas, un coman-
dante akielense de rodillas sobre las ásperas piedras pisoteadas de una fortaleza vereciana.

—Damianos—dijo.

Antes de que Damen pudiera decirle que se levantara, lo oyó de nuevo, se hizo eco de otra voz, y
luego otra. Su nombre pasaba a los hombres reunidos en el patio, en tono de sorpresa y de asombro.
El hombre que acompañaba a Nikandros estaba arrodillado. Y cuatro de los hombres en las primeras
filas. Y luego más, decenas de hombres, fila tras fila de soldados.

Y cuando Damen miró, el ejército estaba cayendo de rodillas, hasta que el patio era un mar de cabe-
zas inclinadas, y el silencio sustituyó al murmullo de las voces, pronunciando las palabras una y otra
vez.

—Él vive. El hijo del Rey vive. Damianos.


Agradecimientos de la Autora

Este libro nació de una serie de conversaciones telefónicas de lunes por la noche con Kate Ramsay,
quien dijo en un momento dado, “Creo que esta historia va a ser más grande de lo que te das cuenta.”
Gracias Kate, por ser una gran amiga cuando más lo necesitaba. Siempre recordaré el sonido del telé-
fono antiguo poco firme sonando en mi pequeño apartamento en Tokio.
Le debo un enorme agradecimiento a Kirstie Innes-Will, mi increíble amiga y editora, quien leyó un sin-
número de borradores y pasó horas incansables mejorando la historia. No puedo poner en palabras lo
mucho que esa ayuda ha significado para mí.
Anna Cowan no sólo es una de mis escritoras favoritas, ella me ayudó mucho en esta historia con sus
increíbles sesiones de lluvia de ideas y perspicaces comentarios. Muchas gracias, Ana, esta historia no
sería lo que es sin ti.
Todas mis gracias a mi grupo de la escritura Isilya, Kaneko y Tevere, por todas sus ideas, comentarios,
sugerencias y apoyo. Me siento muy afortunado de tener maravillosos amigos escritores como ustedes
en mi vida.
Por último, a todos los que han sido parte de la experiencia en línea de Captive Prince, gracias a todos
por su generosidad y su entusiasmo, y por darme la oportunidad de hacer un libro como este.
Sinópsis

Libro #3 “King’s rising”

Damen ha regresado a Akielos.


Su identidad ha sido revelada, Damen debe enfrentarse a su amo Laurent como Damianos de Akielos,
el hombre que Laurent ha jurado asesinar.
Al borde de una batalla trascendental, el futuro de sus países está en juego. En el sur, las fuerzas de
Kastor se están reuniendo. En el norte, el ejército del Regente se está preparando para la guerra. La
única esperanza de Damen de reclamar su trono es luchar junto a Laurent contra sus usurpadores.
Forzados a una alianza incómoda, se internan en Akielos, dónde se enfrentan a una oposición más
peligrosa.
Pero incluso si la frágil confianza que han construido sobrevive a la verdadera identidad de Damen
¿podrán contra la última jugada del Regente?
Mántente informado sobre la
traducción de los siguientes libros de la
saga:

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