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Descartes y el Racionalismo por Geneviè ve Rodis-Lewis

Introducción

“Descartes llegó al fin…” Así como Malherbe representa para


Boileau la llegada del clasismo en la literatura francesa,
el promotor de las ideas claras simboliza, para muchos, el
nacimiento del pensamiento moderno, llegando a la
conciencia de sus propios poderes por la crítica
sistemática de las opiniones recibidas. El tricentenario
del Discurso del Método, en 1937, fue celebrado con una
solemnidad especial en todo el mundo. “el buen sentido, es
la cosa del mundo mejor repartida”; esta afirmación
inicial, según la cual “la razón es, por naturaleza, igual
en todos los hombres”, aparecería como el fundamento del
ideal democrático; y la aspiración final del discurso,
“convertirnos en dueños y señores de la naturaleza”,
anunciaba el desarrollo de la ciencia, capaz de trasformar
al propio hombre…

Un estudio histórico más profundo, muestra lo que estas


afirmaciones tienen de esquemático. El abuso escolástico
del argumento de autoridad había sido ya impugnado antes
que Descartes escribiera nada. La proliferación de trabajos
científicos, que constituyen “el nacimiento del
mecanicismo”, ha hecho posible hablar del “milagro de los
años 1620”1; el joven era aún desconocido, pero desde 1619
vislumbraba la posibilidad de reformar por sí solo el
conjunto de las ciencias ejerciendo “la luz natural de su
razón”(R.,I). Este anhelo de unidad lo distingue de sus
contemporáneos, y rige la crítica cartesiana del
instrumento radical, que lo llevaría a fundar la física en
la metafísica.

Descartes es considerado a menudo el padre de la filosofía


moderna, porque subordinó todo conocimiento del ser a la
primacía del sujeto pensante. En esta dirección, su
posterioridad es tan vasta como diversa: del criticismo
kantiano hasta las Meditaciones cartesianas de Hursserl.
Sin embargo, Descartes no ha hecho más que atravesar el
idealismo. Detener el movimiento del itinerario cartesiano
1
Lenoble, R., Histoire generale des sciencies, vol. II, pág. 186
en el piensi, es renunciar a lo que para él era lo
esencial: la justificación de la validez de toda
demostración, por la demostración de Dio, al objeto de
establecer indiscutiblemente la correspondencia entre
nuestras ideas racionales y las leyes de la naturaleza.
Lejos de romper con sus predecesores, se reúne con buena
parte de la ontología tradicional, pero partiendo de nuevas
bases. Es preciso determinar en qué condiciones el
pensamiento pasa a conocer el ser. Y el valor de la
evidencia se asegura a si mismo por un paso complejo, que
se apoya en mi pensamiento y sus límites para acceder al
ser absoluto, fuente de toda verdad. El dogmatismo
metafísico, en este caso, es fruto de la crítica más
atrevida.

Esta conjunción única explica que, en rigor, Descartes no


podía hacer escuela. Sus sucesores, al recibir como
adquiridas. Sus sucesores, al recibir como adquiridas las
conclusiones del sistema, pierden la fuerza de la duda
inicial. Por eso, a todos los que se han limitado a seguir
un camino ya trazado, se les llama a veces pequeños
cartesianos. Los grandes serian pues, Malebranche, Spinoza
y Leibniz, que según estructuras originales, desarrollan la
función fundamental de la ontología en el conocimiento de
tipo matemático. Esta concepción del cartesianismo muy
extendida sobre todo en el pasado siglo, nos parece
discutible. Hemos preferido confrontar las cuatro grandes
construcciones metafísicas del siglo XVII en función de su
Racionalismo. Ya el propio Malebranche, heredero del
dualismo de Descartes, se le opone desde su primera obra en
nombre de la Razón, mejor consultada. En cuanto Spinoza y
Leibniz, su inspiración primera es radicalmente
heterogénea, y, a menudo, ambos se proclaman sus
adversarios.

Pero “sin Descartes, ninguno hubiese sido lo que fue”


declara H. Gouhier cuando propone llamarlos
“postcartesianos” . Toda su porblematica es tributaria de
2

la distinción del espíritu y el cuerpo: incluso cuando


combaten, como Spinoza y Leibniz, la separación ontológica
entre ambos, el sistema se construye en torno a la
correlación entre las ideas y las cosas, con Dios como

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clave de la bóveda, cuya perfección es infinitamente
positivista. Esa convicción de que el orden de las razones
es también el de la naturaleza, que todo es inteligible por
derecho (es decir respecto a un espíritu infinito, que
asegura el buen ejercicio del nuestro y, al mismo tiempo,
las relaciones entre los diferentes seres), caracteriza el
racionalismo metafísico del siglo XVII, al que Merleau-
Ponty llamaba “el gran racionalismo”.

Para este racionalismo, de inspiración matemática, las


esencias se imponen en su perfecta necesidad. La idea es la
regla de la imagen. A los datos confusos de los sentidos y
a las generalidades abstractas, Descartes sustituye las
naturalezas simples, Malebranche, las ideas particulares,
Spinoza las esencias singulares afirmativas y Leibniz las
nociones individuales. El empirismo y las “entidades” que
elabora nunca explican lo universal sin los principios que
la razón halla innatos en ella, o que posa directamente en
su unión con el Pensamiento absoluto de Dios. La verdad
está por descubrir, no por construir. La razón es un don,
no una conquista. Y al igual que en Aristóteles, define la
“naturaleza” del hombre en su correlación con las verdades
“eternas”.

Pero sólo Descartes ha vuelto a comprometer la necesidad


interna de estas verdades, para buscar en los únicos
recursos del pensamiento humano algo con que excederla, y
justificar el atractivo inicial que le ofrecían las
matemáticas, “por la certeza y evidencia de las razones”.
(Disc.,1ªparte).
PRIMERA PARTE

DESCARTES

CAPITULO PRIMERO

RAZON Y METODO

I.-Evidencia y certeza

El comienzo del discurso del método proclama, para


introducirnos en el problema de su buen uso, la
universalidad del buen sentido o razón. “Ya que no es
suficiente tener buen sentido, sino que lo principal es
aplicarlo bien”. La “potencia de bien juzgar y de
distinguir lo verdadero de lo falso” debe ser regulada por
el método. De igual modo que el herrero se sirve de lo que
encuentra, piedra y guijarros, para fabricar sus primeros
instrumentos (R.,VII), Descartes decepcionado por las
dudosas verosimilitudes de las disputas escolásticas,
elabora sus reglas personales a partir del método más
riguroso de las matemáticas, amadas desde el colegio por su
evidencia y certitud. “Ya que si una razón fuese cierta y
evidente, podría ser propuesta al otro, en vistas a
convencer finalmente su entendimiento.
También el estudiante, proponía ya, según el testimonio de un
condiscípulo, un “método singular de discutir en filosofía”, en el que
se aceptan las definiciones, postulados y axiomas, ligados por un
razonamiento inequívoco, a la manera de los geómetras: “Empezaba
formulando varias preguntas sobre las definiciones de los nombres.
Luego quería saber esto que se interpretaba como ciertos principios,
recibidos en la escuela, después preguntaban si se aceptaban ciertas
verdades conocidas, en las que hacia permanecer el acuerdo. Por fin,
formaban un único argumento, de que era difícil librarse”3

Mas, tarde el filósofo preferirá el análisis, que “muestra


el verdadero camino por el cual una cosa ha sido inventada
metódicamente”: la demostración sintética practicada por
Euclides, arranca el consentimiento, sin satisfacer el
espíritu de quienes intentan redescubrir con el autor. Para
3
Baillet, Vie de Descartes, vol. II pág., 483-84
Descartes, la formulación, sea matemática o lógica, no
añade nada. Las reglas del silogismo son inútilmente
complicadas, y no ayudan a hallar el término medio, del que
depende su validez a lo sumo, un control, pero debe
decidirse siempre del contenido de las proposiciones. La no
contradicción no basta, pues, para guiar la potencia del
bien juzgar.

La espontaneidad de la razón no se deja encerrar en


fórmulas, lo cual se traduce, en el primer precepto del
método, en una serie de exigencias concretas.
“El primero era no aceptar nunca como verdadera ninguna cosa que no
conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la
precipitación y la prevención; y no comprender en mis juicios nada más
aquello que se presentaba tan claro y tan distinto a mi espíritu que
no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda” (Disc.,2ªparte). La
evidencia es, en este caso, un estado de hecho, caracterizado por la
resistencia a la duda. “El conocimiento sobre el que puede
establecerse un juicio indudable debe ser claro, pero, además,
distintos: la primera condición se ofrece a “un espíritu atento; así
como nosotros afirmamos ver claramente los objetos cuando, estando
presentes, reaccionan con fuerza y nuestros ojos están dispuestos a
observarlos”(Pr.,I,45); y la segunda condición reclama la misma
comparación para con la vista: “El que quiere ver muchos objetos con
una sola mirada (intuitu) no distingue ninguno” (R.,IX). Evidencia e
intuición se refieren al mismo vocabulario, al igual que la expresión
“luz natural”, otro nombre de la razón. Para reconocer lo verdadero,
hasta fijarlo con aplicación, ya que, “ninguna definición de lógica”
enseñaría la verdad “si no se la conociera por naturaleza” (Mersene,
16-10-1639). Precipitación y prevención, deben evitarse puesto que
ambas nos ciegan.

Esta primera regla exige la disponibilidad del lector: de


su atención depende el grado de claridad y distinción. Y
aquí reside su límite, como le reprochara Leibniz. “Yo no
puedo, confesaba Descartes, hacer ver lo que hay al fondo
de un gabinete a personas que no quieren entrar dentro para
mirarlo” (a Mersene, 21-1-1641).

II.-Intuición y deducción

pág. 11

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