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A nadie le es indiferente la actuación pública del juez, y más en una sociedad moderna,
en la que el Estado de Derecho descansa sobre la garantía del recto ejercicio de las funciones
judiciales: No sólo sobre los derechos e intereses de los particulares, sino sobre los derechos
fundamentales, que dotan de legitimidad todas las demás normas de nuestro ordenamiento
positivo.
Intentaremos, pues, examinar algunos aspectos éticos que deben informar la función
del juez, lo que implica evidentemente entrar en el plano de la moral profesional, es decir, de
cómo el ejercicio de esta profesión (que también es un poder) debe ajustarse a unos
principios éticos que, además de obligar jurídicamente por medio de normas positivas,
obligan en la intimidad de la conciencia a quienes están llamados a aplicar el Derecho.
La función judicial, que es una de las más antiguas de la humanidad, constituye uno de
los tres modos posibles de dirimir los conflictos que, inevitablemente se producen entre los
hombres:
a) La composición o conciliación
La singularidad de la función de los jueces radica en que constituye una decisión firme y
segura para resolver los conflictos humanos según las garantías procesales del Derecho. De
esta manera se pretende aproximar la solución a las exigencias reconocidas de la justicia. Y
como la justicia es una virtud cardinal no parece posible acercarse a ella sin recurrir a ciertos
principios morales.
Así el control jurídico de los Tribunales sobre el Poder Legislativo, significa actualmente
el hecho de haberse entregado a los Tribunales la responsabilidad última de cuidar y
defender el orden constitucional de valores. De este modo, la garantía de la libertad se
asienta en el hecho de que todo ciudadano pueda recurrir a un juez digno de su confianza,
para defender sus derechos y libertades.
La fuerza jurídica que se otorga al juez para proteger los valores superiores del
Derecho, no puede estar sometida a las intromisiones del poder, a las sugerencias de los
grupos de presión, o de los medios de comunicación; ni siquiera de los propios jueces. Es
evidente que una actuación así, sometida solamente al Derecho, constituye un referente ético
necesario en la sociedad.
Como en cualquier otra profesión, son exigibles una serie de obligaciones éticas,
como el cuidado, conservación y uso adecuado de los medios materiales, así como unas
actitudes personales adecuadas con respecto al trato con sus colegas (superiores e inferiores)
y el público. Se requieren en el juez unas considerables dotes de cortesía, al tratarse de un
poder público.
IV.- LA SINGULARIDAD DEL JUEZ
En el ejercicio profesional del juez cobran relieve dos notas diferenciadoras: en primer
lugar, las características propias de cualquier profesional deben serle atribuidas en grado
eminente, porque de su recta aplicación dependen los derechos de quienes acuden a él; en
segundo lugar, es claro que el juez es, además de un profesional, un servidor público
relevante. Deben ser reconocibles en él las virtudes propias de todo agente público relevante.
Debe poseer una sólida rectitud moral (especialmente exigible en quien tiene el deber
de dar a cada uno lo suyo), y debe garantizar su fidelidad a la verdad, tratando de conseguir la
certeza moral en sus juicios, excluyendo toda duda razonable respecto de lo que ha de
resolver.
Por último, debe fundamentar suficientemente las decisiones y tramitar los procesos
sin dilaciones indebidas, eliminando en la resolución las motivaciones torcidas, como pueden
ser la antipatía o simpatía, los intereses, presiones o las dádivas y los halagos, entre muchos.
La sociedad tiene que aprender a ver en el juez una persona en la que pueda confiar,
por ser digna de toda credibilidad. Por ello, la especial posición del juez comporta exigencias
de decoro externo, para que no sólo sea digno de crédito, sino que también “lo parezca”. Su
conducta privada no debe hacerle perder aquello que la sociedad espera de él (credibilidad y
confianza)
El juez está obligado a aplicar la Ley (hablando siempre de Ley formal). El conflicto de
conciencia, cuando estima que una ley es injusta, afecta sustancialmente al núcleo de su
función, porque tiene obligación de cumplir la ley, pero también de obrar en conciencia. La
reserva ante la eventual injusticia de una ley no exonera al juez de su deber fundamental de
fallar según una aplicación justa de la ley, pues de no hacerlo incurre en responsabilidad.
El primer punto de su análisis deberá consistir en la eliminación de los ingredientes
meramente subjetivos en la apreciación de la injusticia de la Ley a aplicar. No puede tratarse
de un mero sentimiento personal ni político, acerca de la conveniencia de la Ley según los
planteamientos ideológicos del propio juez. Cabe aquí recordar la obligación que tiene el juez
de actuar neutralmente en relación con las opciones diferentes en el terreno de los medios o
los fines de organización político-social.
El juez, una vez adquirida certeza de la objetividad del juicio de su conciencia, deberá
adoptar los medios que el ordenamiento articula, antes de incurrir en un activismo ajeno a la
función judicial.
V.- LA INDEPENDENCIA
a) La referente a la organización del propio Estado, que cuenta así con un poder judicial
independiente.
En lo que se refiere a este último aspecto, los jueces deben estar libres de presiones
provenientes, fundamentalmente, de tres fuentes:
2. En segundo lugar, deben ser independientes frente al resto de los miembros del
poder judicial. De este modo, aunque el juez de una instancia superior –a través de la
resolución de un recurso previsto por el propio sistema jurídico- pueda invalidar una
resolución dictada por un juez de un tribunal inferior, ello no implica que éste último
carezca de independencia.
3. En tercer lugar, el juez debe ser independiente de los intereses en juego en el proceso
que le corresponde dilucidar. Ello supone mantenerse al margen de presiones (de las
partes, de la prensa, la opinión social…) para poder decidir objetivamente,
garantizando así la imparcialidad del proceso.
En definitiva, podríamos afirmar que “la independencia judicial hace referencia a la existencia
de jueces que no son manipulado para lograr beneficios políticos, que son imparciales respecto
de las partes en una contienda y que forman una organización judicial que como institución
tiene el poder de regular la legalidad de las acciones gubernamentales”.
Por último recordar que el Código penal español contempla, en su artículo 446, la
conducta del juez o magistrado que, a sabiendas, y por tanto con falta de imparcialidad,
dictare sentencia o resolución injusta.
La actuación del juez comporta una regla fundamental: que quien esté llamado a
ejercerla, tenga la posibilidad real de actuar imparcialmente en relación con cada uno de los
casos que ha de resolver. La misión del Estado y de quienes participan en su organización es la
de dotar la Administración de Justicia de una estructura consistente y de unos jueces dignos
de toda credibilidad. La independencia exige, pues, una organización capaz de garantizarla.
Dicha independencia crea unos deberes éticos que afectan no sólo al juez sino a
todos los que se relacionan con su función. El primer deber ético que crea la independencia
es el de la percepción de su naturaleza que, en el fondo, es esencialmente moral.
Independencia no es, evidentemente, arbitrariedad, se trata de un juicio íntimo en la
conciencia del juez acerca del verdadero sentido de la independencia que el ordenamiento le
otorga. Se trata, pues, de una resolución libre de injerencias, lo que representa tanto una
cuestión de conciencia como jurídica.
Hay que tener en cuenta que cuando el juez aplica el ordenamiento contribuye a
crear seguridad jurídica, y este principio no sólo mira hacia el ordenamiento jurídico sino
también a quienes lo tienen que aplicar y a la necesidad de una cierta previsión en sus
resoluciones. Un entendimiento inadecuado de la independencia puede conducir a una
situación generalizada de inseguridad jurídica, si bien ello no implica que un Juez o Tribunal
no pueda apartarse de la doctrina jurisprudencial, siempre que su decisión esté
suficientemente motivada. Esto, sin embargo, habrá de ser lo excepcional, puesto que el
principio de seguridad jurídica exige la aplicación de la doctrina jurisprudencial consolidada.
La independencia del fiscal es también fundamental. Esta profesión debe estar libre de
toda presión o influencia que le aleje del respeto debido a la legalidad vigente. En este tema
han de tenerse especialmente en cuenta las presiones que provengan del ámbito político.
Las relaciones entre el poder ejecutivo y el ministerio fiscal deben desarrollarse en el marco de
la más estricta objetividad. Por ello, el Gobierno, o cualquier otra manifestación del poder
político o social (partidos políticos, grupos de presión, medios de comunicación…) deben de
abstenerse de ejercer cualquier forma de presión, ya sea directa o indirecta, que pretenda
apartar al fiscal del camino de la imparcialidad y la objetividad.
Además, de acuerdo con lo previsto en los arts. 8 y 11 de dicho texto legal, el fiscal
debe estar desvinculado de los intereses particulares del Gobierno de la nación o de los
órganos de gobierno de las Comunidades Autónomas, cuando éstos solicitan que la institución
promueva ante los Tribunales actuaciones encaminadas a la defensa del interés público.
La independencia que se predica del fiscal exige también evitar, por parte de éste,
cualquier forma de autocensura o servilismo. La actitud contraria –concretada, por ejemplo,
en doblegarse ante los intereses de un Gobierno, partido político, o cualquier grupo presión o
poder ante asuntos de trascendencia social o política – supondría una grave falta de ética
profesional (con independencia de otro tipo de responsabilidades). Por el contrario, la actitud
que debe predicarse de todo fiscal implica el respeto a la legalidad y a las exigencias éticas
derivadas de la recta razón. Como señala Beneytez, “el cumplimiento de esas exigencias
constituye el criterio para calificar la actuación profesional de buena o mala. Es el juicio moral
que corresponde a una conciencia profesional rectamente formada”.
Por último conviene destacar que entre las funciones propias del Ministerio Fiscal,
como defensor del interés social y de los derechos y libertades de los ciudadanos, se encuentra
también la defensa de la independencia de los jueces (arts. 124.1 CE y 1 y 3.2 del Estatuto
orgánico del Ministerio Fiscal).
El juez debe estar en condiciones, cuando juzga, de aplicar un criterio objetivo, tanto
en la apreciación de los hechos y la admisión y valoración de las pruebas como en la
interpretación del Derecho.
La aplicación prudente de las causas de abstención viene a ser un camino útil cuando
se dan motivos legales. Pero si en la conciencia del juez existe algún sentimiento contrario a la
imparcialidad y no es posible superarlo, habrá de buscar en el procedimiento, otros medios
para no juzgar el caso.
También en el desarrollo del proceso existen unas exigencias éticas concretas. Una de
ellas es el respeto hacia quienes intervienen, incluso testigos e inculpado. La dignidad de la
persona, que inspira los derechos fundamentales, exige un trato digno (aunque no alejado del
principio de autoridad y de las reglas formales) para quienes se ven obligados a comparecer
ante un juez. La supremacía de la función no sólo no autoriza, sino que es contraria a
actitudes despóticas o desconsideradas con las personas, cuya dignidad sigue siendo objeto
de atención y respeto, también cuando están ante el Tribunal.
Por otra parte, la imparcialidad no sólo debe actuar en la resolución, sino también en
la dirección del proceso. Los hechos deben venir suministrados y configurados por la prueba,
y no por influencias externas interesadas (recomendaciones) o generales (medios de
comunicación). La legitimidad de las pruebas, desde el punto de vista de su adecuación a las
exigencias constitucionales, debe determinar un cuidado exquisito en su admisión, práctica y
valoración. La ética del juez es un valor decisivo. Se debe prestar una especial atención a las
diligencias procesales que puedan determinar indefensión para una parte.
La ley obliga al juez a resolver el litigio, de manera que puede llegar a ser un delito si
lo resolviera injustamente a sabiendas. Este delito es específico de los jueces y manifiesta
una clara falta de probidad moral, con graves consecuencias para terceros y para la
institución. También lo es la intención de fallar injustamente, o aplicar rigor excesivo o
benevolencia indebida en la sanción penal.
La recta aplicación del Derecho es un principio común a toda Ética, confesional o no, y
a todo Derecho. La aplicación del Derecho, según la conciencia moral, no es un
planteamiento confesional, sino propio de la Deontología profesional¸ para el cual señala
unos mínimos éticos, sin los cuales el ejercicio profesional del Derecho se corrompe.
Ello implica que tanto al elaborar la motivación como al articular el criterio íntimo, en
el momento de juzgar, la rectitud del pensamiento es fundamentalmente contraria a la
arbitrariedad y a la precipitación. Stamler señala que “también el desviarse con buena
intención del Derecho firmemente establecido, constituye arbitrariedad”.
El Juez está, pues, obligado en principio a aplicar la ley en aquellos aspectos a los que
no alcanza la potestad de enjuiciarla previamente. La obligación general del juez de fallar y de
aplicar la ley tiene una primera excepción: la ley puede ser injusta porque vulnera algún
derecho fundamental de las personas o alguna norma constitucional, y entonces el juez tiene
la previa obligación de seguir el camino marcado por el ordenamiento jurídico para evitar
aquel efecto (en nuestro ordenamiento planteando la cuestión de inconstitucionalidad).
Nuestro ordenamiento parte de la sumisión del juez a la Ley (art. 117.1 CE), si bien el
juez no aplica sólo la norma positiva, sino también sus principios. Y aquí es donde una
reflexión más profunda puede, en casos de conflicto, investigar si los principios de justicia
permiten interpretar e integrar la norma para hacer que no tenga una aplicación injusta.
A tenor del art. 127 CE: “1.- Los jueces y magistrados, así como los fiscales, mientras se
hallen en activo no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos
o sindicatos. La Ley establecerá el sistema y modalidades de asociación profesional de los
jueces, magistrados y fiscales. 2. La Ley establecerá el régimen de incompatibilidades de los
miembros del poder judicial, que deberá asegurar la total independencia de los mismos”.
Este precepto, reproducido en el art. 395 LOPJ, parece que puede entenderse como
obligación de no adscripción a los partidos políticos o sindicatos. Apunta, así, a la libertad de
pensamiento en el fuero interno y en los resortes de la voluntad. Pese a afirmaciones tan
terminantes, el art. 356 de la misma Ley Orgánica permite, para participar como candidato en
las elecciones, una especial versión de la excedencia voluntaria, convertible en forzosa o
temporal, según el resultado de la votación.
En el Estatuto del Juez en Europa también se formulan algunos principios sobre esta
misma cuestión. Así el art. 2 señala que “El juez no debe estar sometido nada más que a la Ley.
No debe ser influido ni por los partidos políticos ni por grupos de presión”. Y el art. 4: “El
reclutamiento de los jueces debe estar fundado solamente en criterios objetivos que garanticen
las capacidades profesionales y efectuado por un órgano independiente y representativo de los
jueces. Otras influencias, en particular las de los intereses de partidos políticos, deben ser
excluidas”.
Es de resaltar, como ya se ha mencionado antes, que el juez debe ser un sujeto que
goce de credibilidad social. Por ello, el ejercicio de su libertad de expresión no debe ponerle
en situación de menoscabar su propio crédito, ni el de otros jueces. Deben administrar su
libertad de expresión con la convicción de que sus opiniones no son recibidas como las de un
ciudadano cualquiera.
Con respecto a todos ellos concurre una exigencia de discreción y prudencia –virtudes
profesionales-, que tiene numerosas consecuencias en la ética profesional. Dada la
complejidad de las situaciones, y la variedad de matices que ofrece la realidad, y teniendo en
cuenta que ninguna de estas profesiones dispone en la actualidad de Código deontológico, es
muy importante que sea el profesional quien, mediante un razonamiento práctico, concrete
los cauces de su actuación.
Por otro lado, es claro que el juez no deberá revelar o divulgar fuera del ámbito de su
ejercicio profesional, datos e informaciones conocidas mediante el ejercicio de su cargo. En
general, lo más adecuado es extremar la virtud de la discreción y la prudencia. Por ello, aún
en el supuesto de que el particular no tuviera inconveniente en relevar al juez de su deber
ético de mantener el secreto profesional, éste deberá mantener una actitud personal de
reserva y moderación. Se trata, en definitiva, de salvaguardar una adecuada separación entre
la vida particular del profesional y la “vida procesal”.
Las exigencias del sigilo profesional de jueces y fiscales tienen un claro reflejo en el
ámbito jurídico. El derecho a un proceso público, reconocido en el art. 24.2 CE, tiene su
correlato en el art. 120.1 del mismo texto, donde se establece que las actuaciones judiciales
serán públicas, pero con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento.
La LOPJ (1 julio 85) desarrolla estos principios en los arts. 232 y 233. En concreto, el
apartado 2 del art. 232 establece que:
“la deliberaciones de los Tribunales son secretas. También lo será el resultado de las
votaciones, sin perjuicio de lo dispuesto en esta ley sobre la publicación de los votos
particulares”.
El art. 234 de la LOPJ establece que “Los Secretarios y personal competente de los
Juzgados y Tribunales facilitarán a los interesados cuanta información soliciten sobre el estado
de las actuaciones judiciales, que podrán examinar o conocer, salvo que sean, o hubieran sido
declaradas secretas conforme a la ley…”
Además el art. 417.12 LOPJ establece como falta muy grave “la revelación por el Juez
o Magistrado de hechos o datos conocidos en el ejercicio de su función o con ocasión de éste,
cuando se cause algún perjuicio a la tramitación de un proceso o a cualquier persona”.
El art. 418.8 LOPJ califica como falta grave la misma conducta cuando no puede ser
constitutiva del tipo anterior por no haber causado el mencionado perjuicio.
En el ámbito procesal penal, el art. 301 de la LECrim afirma que las diligencias del
sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral, con las excepciones determinadas en la
presente Ley. Por su parte, el art. 680 del mismo texto legal establece que el Presidente de la
Sala podrá establecer que las sesiones se celebren a puerta cerrada, cuando así lo exijan
razones de moralidad, orden público, o el respeto debido a la persona ofendida por el delito
o a su familia”.
En lo que se refiere al Ministerio Fiscal, el art. 50 del Estatuto Orgánico del Ministerio
Fiscal dispone que: “…los miembros del Ministerio Fiscal guardarán el debido secreto de los
asuntos reservados que conozcan por razón de su cargo”.
Con respecto al secreto del sumario en los procesos penales, la Fiscalía General del
Estado dictó la Instrucción 3/1993, de 16 de marzo. En su apartado II se refiere,
específicamente, al deber del ministerio fiscal de velar por el secreto del sumario.
Por otro lado, el art. 497, f) LOPJ establece que los funcionarios de la Administración
de Justicia deberán mantener sigilo: “…de los asuntos que conozcan por razón de sus cargos o
funciones, y no hacer uso indebido de la información obtenida, así como guardar secreto de las
materias clasificadas u otras, cuya difusión esté prohibida legalmente”.
Por último, cabe señalar que el Código Penal, en su art. 466, apartado 2, tipifica la
conducta del juez, fiscal, secretario judicial o cualquier funcionario al servicio de la
administración de justicia que revele actuaciones procesales declaradas secretas por la
autoridad judicial en los siguientes términos:
“2. Si la revelación de las actuaciones declaradas secretas fuese realizada por el Juez o
miembro del Tribunal, representante del Ministerio Fiscal, Secretario Judicial o cualquier
funcionario al servicio de la Administración de Justicia, se le impondrán las penas previstas en
el art. 417 en su mitad superior (pena de multa de doce a 24 meses, e inhabilitación especial
para empleo, cargo público, profesión u oficio de uno a cuatro años).