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ATENEO CLINICO: “UN COMIENZO EN EL FINAL”

Dra. ELENA DORÍN

INTRODUCCIÓN

Voy a presentarles el caso de una paciente mayor, o que por lo menos para hace más de 20 años lo era.
Varias son las razones por las cuales elegí compartirlo con ustedes.

En principio, para desmitificar lo que algunos analistas supusieron como imposible, analizar después de
cierta edad; más por resistencias propias que por las del paciente. En todo caso, es tan imposible o
posible analizar un joven o un adulto mayor.

Es verdad que este análisis fue imperfecto, pero también tan cierto que, mientras duró, que no fue poco
tiempo, se trabajó analíticamente.

Me pareció interesante poder mostrar cómo a partir de la enfermedad orgánica y a pesar de ella, fue
posible el análisis (por supuesto, en tiempos no agudos).

Asimismo, el caso presenta la posibilidad de mostrar los avatares de la transferencia y


contratransferencia en el curso del tratamiento.

Quiero hacer una aclaración en relación a la singularidad de cada paciente de la que tanto hablamos.

En el caso de los adultos mayores esto es aun más claro. El tiempo de vida transcurrido da mayor
especificidad, las diferencias están más marcadas y las largas historias de vida van imprimiendo una
particularidad y distinción mayor que en otras etapas del desarrollo.

Por último, me parece muy importante más allá de los procesamientos psíquicos de la paciente, haberse
aventurado a atravesar un tratamiento por primera vez, en el último tramo de su vida.

Paso a presentarles el caso que titulé: “Un comienzo en el final”.

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Blanca llegó a la primera entrevista derivada por una colega. Tenía 68 años cuando consulta. Se presenta
con un discurso cuidado y medido. Esto no sería raro para una primera consulta, pero fue una constante
por lo menos en el primer año de tratamiento. Respondía más a un deber ser que a un decir
espontáneo. Estaba ahí a medias.

El motivo manifiesto de consulta era que padecía un linfoma que le habían descubierto hacía dos años.
Terminado su tratamiento de quimioterapia, le sobrevienen estados de angustia: “Cuando me hacían el
tratamiento estaba más tranquila, sentía que me estaba curando. Ahora que lo terminé, cada vez que
tengo que hacerme controles me angustio”.

Además de este motivo, pronto aparecieron otros latentes: Duelos no elaborados, sentimiento de
desamparo, y un vínculo muy conflictivo con su única hija, que al momento de la consulta tenía 20 años,
y en quien Blanca, al referirse a ella, depositaba un alto monto de hostilidad.

Blanca era la sexta hija mujer; su padre, era un sastre muy reconocido, pero su adicción alcohólica
conduce a la familia a situaciones de mucha pobreza.

A los siete años, los padres deciden dar a Blanca como “criada” a una familia vecina acomodada a
cambio de ayuda económica. Blanca visitaba su casa los fines de semana y le costaba separarse de sus
hermanas cuando debía volver. Cuando le pregunto por qué cree que la dieron, responde “Porque
recibían dinero, igual yo me beneficié en relación a mis hermanas; aprendí buenos modales, tuve
educación y conocí gente importante; además tenía a mi alcance libros que leía a escondidas en el
descanso de la escalera”.

Tiene algunos recuerdos de aquella época: “Cuando se iban las visitas, yo levantaba la mesa y me
tomaba los fondos de las copitas de licor; eso me ayudaba a soportar la soledad”. También evoca su
pésima relación con la hija de la familia R. y cómo trataba de escapar del señor R., quien la seducía y a
veces la manoseaba. “Vivía con miedo por los ataques verbales de la hija de los R., era unos años mayor
que yo y medio loca; me decía que me iba a matar con un cuchillo. Algunas noches me costaba dormir
del susto”.

A los veintitrés años, muerta la señora R., comienza a trabajar como administrativa en un ministerio y a
los veintisiete vuelve a la casa paterna donde permanece hasta los 38 años, cuando se casa con
Eduardo, “un hombre sencillo y trabajador, de una buena familia”.

Después de intentos infructuosos por quedar embarazada, a los cuarenta y cuatro años “fui a buscar a
Mara, mi hija”. “Me había hecho todo tipo de estudios muy dolorosos, después de uno de ellos para
destaparme las trompas dije: ¡BASTA! ¡No quiero sufrir más! Eduardo tampoco quería verme sufrir,
además se sentía avergonzado porque sus estudios daban que sus espermas tenían “poca fuerza”.

En esa sesión dice: “Nunca pensé en el sexo, tanto que deseaba tener un hijo”.

Analista: ¿Tanto deseaba tener un hijo? (intervención que hago en la línea del hijo varón, pero que abre
una ventana que poco tenía que ver con su deseo de hijo).

“Lo que yo deseaba era no ser estéril, mis hermanas y mi madre tuvieron hijos, además a Eduardo le
gustaban las mujeres con panza. Yo me sentía inferior”.

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La beba nació con sífilis. “Yo sentí lástima por ella y ganas de protegerla, tenía miedo que no fuese
normal, como yo no la había tenido... A veces me pregunto: ¿Lo hice por tener una hija o para
demostrarle a los demás que yo también podía ser madre?”.

Así relataba Blanca su maternidad y el vínculo madre-hija hablaba de ella misma.

En el transcurso del tratamiento, Mara, que estaba de novia, queda embarazada. Cuando lo anuncia, se
angustia: “Esta vez no puedo volver a hacer lo mismo”, dice. Le pregunto qué es lo que no puede volver
a hacer y refiere que cuando Mara tenía diecisiete años, quedó embarazada y la hizo abortar. En este
tramo del tratamiento se profundizan la envidia y el desamparo. Envidia del hijo, de autonomía; Mara
tiene todo, ella tiene nada.

Por primera vez, compara a su madre con Mara: “Me duelen sus palabras; es como mi madre, ella nunca
entendió mi amor, nunca se dio cuenta que yo necesitaba cariño. Y me quedé en una inmensa soledad”.

Soledad que ella repetía en transferencia. De repente desaparecía. No venía, a veces avisaba, a veces
no, o pedía cambios a último momento.

Cuando volvía, yo no dejaba de señalárselo, invitándola a pensar en qué habría pasado que no pudo
estar en su sesión. En una oportunidad, dice: “Tengo miedo que me duelan las palabras, es como que
me arrancan algo de adentro”.

La soledad siempre venía acompañada de otro significante: el abandono.

Manifiesta o implícitamente, aludía a que yo me podía cansar de ella, que yo interpretaba como temor a
que la abandone.

Blanca: Yo quisiera vivir sola. (Vivía con la hija y el yerno)

Analista: Bueno, convengamos que de su casa no se puede escapar, ¡de acá lo hace bárbaro! Y si algún
día yo no le puedo cambiar el horario, ¿usted qué pensaría?

B: Pensaría que es un abandono, porque yo también la abandoné a usted.

A: ¡Ah! Se trata como el juego de niños: ¡No está, aquí está! Usted no viene, me pierde, cuando vuelve
me encuentra.

B: Dejo pasar las cosas y se me pasa la vida, pero cuando estoy sola se me van las ganas de todo, de
bañarme, de teñirme, de salir y de hablar. Cuando el doctor B. se va de vacaciones me pasa esto.

A: Cuando siente que la abandonan, se abandona.

B: Quizá no pueda vivir sola.

Blanca oscila entre abandonar a Mara y reclamarle presencia. La quiere cerca para pedirle en nombre de
lo que no pudo recibir. Este malentendido, solo generaba agresión y hostilidad. “La cabra tira al monte y
al monte tirará”, era el duro dicho que hablaba de una adopción no adoptada, la forma de expresar una
pulsionalidad que las abrazaba a las dos. En otros momentos, las preguntas: “¿Por qué estas reacciones

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tan brutales con Mara?” “Porque a veces siento que no la quiero”. Cuando Mara empieza a desaparecer
de la escena, Blanca puede hablar de su propia insatisfacción, de su propia subjetividad, de lo
dependiente de la mirada ajena. Ideales de hierro frente a un yo descalificado y mísero. Familia adoptiva
frente a la familia de origen.

Devienen tiempos de señalar las convergencias de los opuestos y rescatarla donde se autoafirma,
relativizando los absolutos e integrando objetos totales.

Por ejemplo, en relación a su marido: Qué va a hacer, Blanca, era buen compañero, aunque no era un
gran amante…

Sobre la familia R.: Le dieron una buena educación, aunque la acosaban sexualmente.

Ligado a sus padres: la dieron, pero en algún aspecto la salvaron.

En conexión con Mara: Nada es tan opaco ni tan brillante: ella la rechaza, pero la cuida cuando es
necesario.

Quiero hacer un paréntesis para referirme a los avatares de la transferencia y contratransferencia


durante el devenir del tratamiento.

Aunque Blanca se mostraba casi siempre cordial, muchas veces sus palabras decían lo contrario. La
hostilidad que sentía por sus vínculos la desplegaba “educadamente” conmigo.

Mis intervenciones iban desde: “ ¿Se siente molesta Blanca?”, “¿La estoy molestando, no?” o alguna
más osada: “¡Qué ganas de callarme que tiene!”. En momentos más integradores: “Claro, yo la hago
enojar cuando le digo cosas que le duelen, pero se amiga cuando la espero, cuando le repongo una
sesión, o algo que hablamos la alivia. Yo soy la misma que la enoja y que la alivia”.

Supe de su odio por el mío, de su desamparo, por el vacío contratransferencial en muchas sesiones. Me
cuestioné, la supervisé siempre y no pocas veces fue tema de mis sesiones de análisis. Al respecto,
también como cuando hablamos de la singularidad al comienzo, Rozitchner recomienda para los
analistas que trabajan con adultos mayores, revisar muy especialmente los vínculos con los propios
padres y en general con los viejos de la familia.

En general, y en este tratamiento en particular, una posición rígida del analista hubiese obstaculizado la
reedición del paciente, pero también, lo contrario, generaría confusión, y dejaría de ser un análisis para
transformarse en un intercambio afectivo. Se trataba de un fino equilibrio o, como decía mi supervisor
en aquellos tiempos, “Una de cal y una de arena”.

Otro punto que me parece importante resaltar, es el lugar que ocupó la enfermedad somática. Fue el
telón de fondo de este tratamiento, pero mientras se mantuvo en esa posición, el análisis podía avanzar.

Aunque el proceso orgánico fue irreversible se pudo construir cómo los efectos de la jubilación
(supresión del entorno social), la enfermedad del marido y su muerte (abandono del objeto) fueron
situaciones traumáticas del vivenciar actual, que estaban ligadas a sus experiencias infantiles de
frustración e insatisfacción.

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Cuando Blanca comenzó el tratamiento, pedí una entrevista con el Dr. B. para conocer el diagnóstico y
pronóstico de la enfermedad. El Dr. B. fue contundente: “De esto se va a morir, pero no ahora”.

Estas palabras, reconozco a la distancia, tuvieron sobre mí un efecto habilitante. Teníamos tiempo para
construir un espacio analítico.

El tratamiento de Blanca duró ocho años. Entonces, sobrevino una complicación de su linfoma. La
internan y por pedido de la hija la voy a ver. Estaba fatigada, pero con gesto cómplice dijo: “Nosotras
todavía tenemos mucho que hablar”.

Blanca murió un par de días después. Su análisis se había interrumpido un par de semanas antes. Mi
propia elaboración recién concluyó con esta presentación.

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