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Edición de un cuento Parte 1

Equilibrio

Este trabajo no puede ser hecho en parejas: es personal.

Tachar todo lo que, a su parecer, rompa el equilibrio en este cuento.

El cuento

Román, un señor mayor, vivía solo en un pequeño pueblo, desde la muerte de su mujer.
Marga, la única descendiente, luego de casarse estableció residencia en una población
cercana.

Dos años atrás, Marga le regaló al padre una perrita (que fuera abandonada y ella recogió en
un camino), a fin de que lo acompañe en su soledad. Por el color del pelo Román la llamó Nera
(negra, en italiano).

Román y Nerase tornáronse inseparables. El vecindario poco tardó en habituarse a verlos


pasar, enredados en largos paseos, y trocando miradas repletas de mensajes que sólo ellos
entendían. La perra lo besaba en la cara y él le decía:

-¡Nunca te dejaré!

Román era feliz, Nera era feliz.

Sin embargo, la quebrantada salud del hombre le daba sustos cada vez más frecuentes;
preludiando el desembarco de la parca presta a bajarle el telón de la existencia. Y cuando eso
ocurriera, ¿qué iba a pasar con su perrita?

Un amanecer el pecho le jadeaba y el cuerpo no respondía. Una imprevista debilidad asociada


a mareos conducente a las ansias de vómito, lo llenaban de un malestar general. Unos vecinos
lo trasladaron al hospital más cercano. Fue ingresado de urgencia. Al mediodía Marga acudió a
verlo. Su padre hallábase muy mal.

-Hija, llévate a Nera. No quiero que se quede sola.

-Pero papá, no va a pasar nada. Te curarás y todo seguirá igual.

Marga accedió al acuciante pedido paterno. La llevó con ella, y la dejó al cuidado de un
pariente del esposo.

Nera se sintió sola. ¿Quién era aquella gente? ¿Por qué la habían traído a este sitio
desconocido? ¿Dónde estaba Román?

Un lánguido atardecer Román cayó vencido. Como un pétalo desmayado murió en la cama del
hospital. Sus días se apagaron de repente, esquivando el feo trago del sufrimiento.

Nera ignoraba que el amigo habíase ido de este mundo.

Debajo de un añoso árbol enterraron a Román. En el cementerio del pueblo se quedó para
siempre.
Al despuntar el alba, Nera emprendió la huida. En silente retirada atravesó varias calles y tomó
la carretera. Anduvo sin pausa bajo el tibio sol matinal. El cuerpo le vibraba con las ráfagas de
viento producidas por el paso de los vehículos.

Enhebrando claridades y sombras, soledad y mutismo, recorrió unos cuarenta kilómetros sin
otra meta que el deseo de llegar. Román la esperaba, eso iba pensando, o tal vez iba
pensando. Derribando distancia de ríspido asfalto consumió el trayecto.

Al entrar en la población que tan bien conocía. Nera se dirigió a la casa. Puertas y ventanas
lucían cerradas. Ninguna luz, ningún rumor. Un enigmático halo la cubría con una pegajosa
sensación de desierto. La solitud ganaba terreno, e íbase apropiando de los espacios ya
rendidos. ¿Román dormía o salió a dar un paseo? Nera decidió echarse en la puerta. Pronto el
cansancio llamó al sueño, y el sueño cristalizó en descanso.

La entrante mañana llega envuelta en un sol macilento, desganado, como si el planeta


parpadeara vencido. ¿Román no regresó?

La perra rumbeó al parque que ambos solían ir, y donde el amigo la soltaba y ella corría
dichosa. Román se reía. Ella, entre carreras y revolcones, enlazaba su alegría a la satisfacción
de él.

Erró por el parque entero y nada; a Román no se lo veía. Otros perros, compañeros de juegos
en días más felices, vinieron a su encuentro. Las personas conocidas, al acariciarla, la regaban
con miradas de tristeza. Nera no entendía el matiz ni el motivo.

Deambuló todo el día por el pueblo buscando al amigo del alma.

La tarde ya se sacudía la luz en vuelo de despedida, y el crepúsculo que manejaba el pincel del
instante, iba pintando el firmamento con un velo escarlata. A Nera el aterrizaje de las tinieblas
no la espantaron. Tenía hambre, tenía sed. ¿Dónde estará Román?

La casa continuaba igual a un cofre sellado. Sólo el vacío se movía. La vida desapareció por la
brumosa abertura del pasado. El amor que allí tarareó mil latidos, era el marco de la
desolación.

Se durmió debajo de un coche.

Las jornadas pasaron acarreando otras jornadas, y ella en el estéril rastreo, sin ceder al
desánimo que arreciaba desde el confín de la tentación. Solamente la nada respondía a su
desvaído mirar.

La pobre comía lo que encontraba y bebía en un charco.

Aparecieron flamantes días con idéntico resultado: ausencia. La figura de Nera perdió
elegancia, los huesos le dibujaron la estructura, y su caminar era un encaje de movimientos
enrevesados. Las personas captaban el drama y se entristecían al verla cruzar. Unos intentaron
ganarse su confianza, otros quisieron recogerla a fin de darle un nuevo hogar. Pero ella no
transigía. Meneando la cola cual bandera de agradecimiento, se marchaba en aras de la callada
búsqueda. Entretanto, el debilitamiento íbale minando las fuerzas, y el temblor de sus ojos
transmitía gritos de angustia.

Otros perros la atacaban y Nera no se defendía. ¿Cómo hacerlo cuando en ella sólo anidaba el
amor? Los niños la perseguían tirándole piedras, y uno le pegó una patada que la perrita
respondió con gemidos de dolor.
Arribó el invierno, y con el invierno la Navidad asomó el rostro.

-¿Qué será la Navidad? –preguntábase Nera– Veo niños con otros perritos en los brazos, y
juegan con ellos como si fueran juguetes nuevos. ¿Serán los regalos de Navidad?

Atrapada en el tejido de la memoria, sumida en la niebla de la descolorida realidad, Nera


insistía en inmolarse en el ayer perdido. El sol se alternaba con la luna, y la perra sola, con el
afán plantado adelante y el miedo empujando de atrás. Román vivía en la hondura de su
mente, y una promesa con dulces palabras le resonaba sin sonido:

-¡Nunca te dejaré!

La inquietante soledad, el temor persistente, y los ruidos asustadores, la escoltaban en la


inquebrantable marcha. ¿Por qué Román no volvía?

En el cielo fulgían las chispas sempiternas, a ras del suelo el frío azotaba sin prudencia ni
proporción.

¿Y este olor? ¡Es el olor de Román! -repetía Nera al tiempo que afinaba el olfato.

Vino la hora de las despedidas, y la invitación a retornar cada cual, a su casa, hacía sentir la
llamada.

-¡Sí, huele a Román!

En la quieta opacidad avanzó guiada por el empellón olfativo.

-¿Y esas luces? ¿Por qué esas luces vienen hacia mí?

Las luces iban agrandando el tamaño en la medida que se aproximaban. De súbito


enmudecieron las voces. Parecía que la vida habíase detenido. Nera procuró escapar a los
faros precursores del vehículo, pero la rapidez motorizada… ¡Sintió un duro golpe! Su doloroso
aullido, le puso música a la fuga del coche conducido por el exceso de alcohol.

La perrita quedó pataleando en el empedrado. Encogiendo y estirando al cuerpo en un intenso


tiritar. Un amago de muerte la estremecía. Desde el techo de la noche las estrellas miraban
compungidas.

El sufrimiento era atroz, hallábase presa de la desesperación. Mas, ¡debía seguir! El olor que
alumbraba una dirección mantenía la espera. Se incorporó como pudo. La endeblez la
atenazaba y las patas traseras no respondían. Un hilo de sangre le manaba de la boca. El
costado le dolía por la rotura de una costilla. Empujada por el olfato, y con el espanto cavando
hondo, se arrastró. Aunque se le partieran los huesos le urgía continuar. La oscuridad que
revoloteaba con alas de cristal ahumado, la secundó en el martirizante esfuerzo.

A la mañana siguiente, 25 de diciembre, día de Navidad, hallaron a Nera muerta sobre la


tumba de Román. El viento helado la envolvía con un cruel abrazo, abrazo metafórico, por
supuesto, ya que el viento no tiene brazos. Todo era paz. Román y Nera ya estaban juntos

¡Nunca te dejaré!

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