Está en la página 1de 105

Cuentos Para Monstruos

© Santiago Pedraza

Se fueron las noches de tristeza


y quedaron los días de rabia.

Índice
 
Apología de Sharon
Como cuando éramos
Llueve
Monstruo Efervescente
Cuervos espiando
Dos Trenes
Moscas que comen te amos
Vodka
Es su letra
Estrellas dormidas
Yerba del cerro
Sex Tape
Rastros de sombra en el sofá
De Madrugada
Uxoricidio
Despedida
Aguardiente
Trofeos
Bala de Cañón
Historia de amor (O algo parecido)
Carrito de los tesoros
Mil osos
Poema con labial
Vino, tequila o nostalgia
¿Te gustó la historia?
Víctima enamorada
Tulipanes
Cinco vidas
Luna volcada
País de pétalos y velas
Cuentos para Monstruos
Canción de cuna  para ahuyentar a los coyotes
 
Apología de Sharon
Los moretones que él pinto en su rostro eran como la obra de un artista
primerizo: sin exactitud, sin idea, pero con toda intención.
Él llegaría cerca de las once, con su máscara de borrachera y frustración,
exigiendo su cena con despotismo, lanzando quejas a la intemperie: una
cuchara sucia, una sopa fría, una silla mal posicionada. Si hallaba un
pretexto ingenioso, seguro la golpearía. Hoy sería la última vez…
«Buenos días amor mío, ¿están muy ajustadas esas cuerdas? Perdóname
por amarrarte, es sólo que no quiero que salgas corriendo. Te he
amordazado sólo por precaución, tus palabras podrían obstruir mis
pensamientos, y en este punto necesito claridad. Tu ropa está planchada, la
mesa limpia y mi corazón roto. Solía creer que estaba loca por ti, cuando en
realidad, he enloquecido a causa tuya. No es lo mismo, lo he meditado toda
la noche».
Él paseó los ojos por la habitación, atado de pies y manos. Cuando por
fin descifró la escena, el pánico le mordió el cuello.
Ella tarareaba una canción aparentemente triste mientras regaba líquido
sobre la cama. De inmediato, él olfateó un perfume ácido que raspaba su
nariz: era gasolina.
Se desató una estampida de chillidos indescifrables desde un par de
labios inmovilizados. Los ojos vidriosos de Sharon proyectaban la mirada
de una muñeca harta de ser azotada. Y esos mismos ojos húmedos y
tiritantes, en el punto más dramático, se posaron en él, en búsqueda de
comprensión, en espera de algún signo de arrepentimiento. Pero aquel
hombre no pudo captar el mensaje. Y eso lo destruiría.
“¿Por qué he aguantado tantos años a su lado?”. Por amor. Ése era un
argumento viable, y al mismo tiempo, la excusa más cobarde.
La muerte se paró detrás de ella, sostuvo su mano delicadamente, y le
ayudó a encender un fósforo…
Como cuando éramos
La chica conducía, pero los kilómetros no la alejaban de sus
pensamientos. La noche se estaba comiendo la carretera, las luces de su
auto le revelaban el próximo tramo del camino, y el desierto le echaba en
cara la muerte de su hermana.
Si se hubiese acercado a ella, si le hubiera dicho que era hermosa,
irremplazable, que la opinión de otros cabía en un bote de basura. Si
hubiera hecho de lado los  tres años de edad que las separaban, si hubiese
puesto atención a su falta de apetito, a su constante deseo de dormir, a su
mirada ausente. Si no se hubiese burlado de ella cuando le habló de
Natasha, la chica popular de su colegio, y de las extenuantes y pesadas
bromas que le jugaba junto con sus amigas. Si le hubiera entregado una
palabra, un abrazo, una chispa de autoestima. Entonces quizá su hermana
habría vivido más allá de los catorce años.
Todos esos ‘hubiera’ se le clavaban en la piel, la tristeza le besaba la
espalda, la carretera no decía nada y el pasado gritaba eufórico.
El auto pasó por una curva y el movimiento la transportó a la escena que
intentaba evadir: la tarde callada cuando sus padres no estaban en casa, los
pasos de ascenso por las escaleras, el chirrido de la puerta, el cuerpo de su
hermana colgado en su habitación…, los alaridos que soltó mientras le
acariciaba la cabeza.
«Te he fallado, quisiera jugar contigo en el patio como cuando éramos
niñas, pero ahora tus ojos sólo tienen color en las fotografías»…
Abandonó la carretera y se internó en un segmento apacible del desierto.
Soltó las lágrimas que le pesaban y dejó algunas para el regreso. Salió del
auto con los puños endureciéndose lentamente. Abrió la cajuela: ahí seguía
Natasha, atada y amordazada. La oscuridad le impidió ver sus ojos de
súplica, en aquella pose parecía un bello pájaro indefenso. La sostuvo del
cabello y la sacó con brutalidad.
Estiró la mano dentro de la cajuela y alcanzó el bate de Béisbol. No había
jugado desde que era niña, pero esa noche practicaría un poco…
Llueve
Llueven lágrimas, llueve sangre, llueven balas.
Ella era dulce, una criatura con corazón de porcelana. Quizá por eso los
hombres siempre la pisaban.
Llegó dos horas más temprano, insertó la llave sin preocupación, la
puerta del departamento soltó un leve rechinido. Entonces el mundo
colapsó.
En la sala había dos cuerpos al calor de la intimidad. Las piernas de una
extraña abrazaban la cintura  del hombre al que ella tanto amaba; su
garganta formó un nudo imposible de desamarrar, sus venas bombearon
gasolina por un instante, y un «No es lo que parece» salió disparado desde
el sofá.
Se desató una lluvia cálida en los ojos de la chica y las palabras se
alejaron lo más posible de sus labios. Una masa de recuerdos la embistió
mientras subía las escaleras: el viaje a París, las caricias de media noche, los
proyectos que sacrificó por él, las mil tonterías que le perdonó, las promesas
que ahora se quemaban a fuego lento.
Revolvió el closet en una salvaje búsqueda. Las lágrimas habían dejado
un rastro húmedo detrás de ella, el pasado y el presente chocaban con
violencia. Después de despedazar el orden que regía dentro del closet,
finalmente halló la pequeña caja que buscaba. Un arma descansaba dentro:
ligera, brillante, ansiosa.
Ellos se vestían apresuradamente cuando ella regresó. Y en cuanto el
arma los miró de frente, sus rostros se decoloraron.
El gatillo aguardaba ansioso su gran momento de protagonismo, los
labios entreabiertos no supieron que palabras dejar escapar. El tiempo tuvo
miedo de seguir avanzando, de dar un movimiento en falso y destruir el
universo. Ahora sólo existían aquellos cuatro: ella, él, la tercera y el
silencio.
Dos gotas ardientes resbalaron por las mejillas de la chica. Su mandíbula
temblaba, sus ojos gritaban “te lo di todo”. El sol se alejó de las ventanas,
los edificios gritaron enardecidos. La rabia apretó el hombro de la chica, y
su dedo se hundió en el gatillo.
Llueven lágrimas, llueve sangre, llueven balas…
Monstruo Efervescente
Érase una vez… un niño que soñaba con un arma.
Acurrucado en el silencio, el niño hablaba consigo mismo:
Si tuviera un arma,
ella aún me cantaría todas las noches.
Si tuviera un arma,
ella me seguiría dando un beso antes de dormir.
Si tuviera un arma,
no habría tenido que enterrarla.
Si tuviera un arma,
él no la habría golpeado hasta la muerte.
Si tuviera un arma,
él se habría largado, dejándonos en paz.
Si tuviera un arma,
él no metería mujeres a esta casa.
Si tuviera un arma,
él no me golpearía cuando está borracho.
Si tuviera un arma,
podría jugar en el patio.
Si tuviera un arma,
él no me encerraría en mi habitación.
Si tuviera un arma,
borraría esa sonrisa de su cara.
Si tuviera un arma,
mi espalda no tendría las marcas de su cinturón.
Si tuviera un arma,
él escucharía lo que tengo que decir.
Si tuviera un arma,
le mostraría que él también sangra…
 
El niño huyó siguiendo las luces de otra ciudad
y los años pasaron como en un desfile de pésimo gusto.
Los retoños, tarde o temprano, se convierten en árboles.
Y las víctimas, tarde o temprano, se convierten en villanos.
Érase una vez… un hombre que consiguió un arma.
Cuervos espiando
Su padrastro deslizó la mano sobre su piel juvenil. Ella aguantaba
callada, fingiendo que dormía. Había ensayado mentalmente aquella escena
y ahora no podía equivocarse.
Apenas unas horas antes habían sepultado a su madre, una mujer que
había pasado mucho tiempo sola antes de encontrar a un nuevo hombre. Ésa
fue la razón por la que no quiso creer las acusaciones que su hija levantaba
sobre su reciente esposo. La llamaba mentirosa e intentaba golpearla, como
si aquella verdad le raspara los oídos, obligándola a reaccionar de manera
violenta. El miedo al abandono tenía más peso que las palabras de una chica
de catorce años.
Sin embargo, el hombre nunca estuvo interesado en aquella mujer
desgastada y solitaria. Su objetivo era más joven, usaba coleta y vestidos
rotos. Para él, enamorar a una mujer necesitada de compañía que visitaba la
plaza suplicando la plática de un hombre, resultó ser una tarea fácil.
Su boda fue repentina y apresurada, impulsada por el bulto en los
pantalones del hombre en cuestión.
Lo demás fue todavía más sencillo. Los desayunos llevados a la cama
parecían los gestos nobles y atentos de un cónyuge cariñoso, cuando en
realidad, cada plato de sopa y taza de té llevaban como condimento una
muerte lenta y progresiva. Venenos nada peculiares al alcance de
cualquiera. En aquel pueblo hecho de indiferencia y madera, nadie le daría
muchas vueltas a la muerte de una mujer que, en primera instancia, ya era
mal vista por los habitantes. El hombre quedaría como el héroe que le dio
dignidad a los últimos años de una madre soltera, y que noblemente se haría
cargo de una huérfana desprotegida. Y su premio por aquel conjunto de
buenas obras sería el cuerpo de una joven que le provocaba obsesión.
Sin embargo, la espera le parecía infinita y necesitaba pequeños
adelantos. De noche, después de comprobar el sueño profundo de su esposa
temporal, subía en silencio al cuarto de su verdadera presa. La amenazaba
de mil formas, y luego la tocaba. Memorizaba su textura para después
volver a la cama y soñar con el momento en que finalmente la tendría.
El gran día llegó: la madre ya no pudo levantarse. Pidieron ayuda de
vecinos para sacar el tieso cuerpo de la mujer. La chica soltaba alaridos
lastimeros mientras se llevaban el cadáver, alaridos que habrían hecho llorar
hasta al más duro de los monstruos.
El funeral fue igual que su boda: apresurado. Los pésames aterrizaron
sobre los oídos del reciente viudo sin que este pudiera quitarle la mirada de
encima a su hijastra, fabricando fantasías, rindiéndole culto a toda su
espera.
La noche se tragó el cielo. La chica estaba recostada sobre su cama
hablando sin que sus labios emitieran sonido alguno. Él llegó a casa cuando
el reloj rasgaba la media noche. Había estado en una taberna acompañado
de hombres que intentaban consolarlo. Sin embargo, él no bebía para
lamentarse, bebía para celebrar.
Sus botas lastimaban los escalones mientras subía a la habitación de su
víctima. Abrió la puerta del cuarto, desabrochándose los primeros botones
de su camisa con gesto victorioso. El alcohol y la ansiedad lo empujaban a
perder el control, pero él se esforzó por mantenerse tranquilo. Había
esperado mucho como para arruinar su gran momento.
Ella, con los ojos apuntando a la oscuridad, esperó a que su padrastro se
acercara lo suficiente. La luna intentó mirar hacia otra parte, los cuervos
espiaban por la ventana, amotinados en un cable de luz, como si supieran lo
que iba a pasar. La chica sintió una mano inquieta abrirse camino por sus
piernas, escuchó a su padrastro hablándole a la nada, víctima de su propio
delirio.
Ella deslizó su mano lentamente bajo la almohada, hasta alcanzar el
mango de un cuchillo. Lo  apretó despacio mientras el coraje empezaba a
calentarle las venas. Esperó a que él girara la cabeza en el ángulo correcto,
con la paciencia de un cazador experimentado. Cuando las condiciones
fueron adecuadas y la luna al fin se atrevió a mirar, la chica se dio vuelta, y
en un movimiento de envidiable agilidad, le clavó furiosa el cuchillo dentro
del cuello. En ese momento, todas las criaturas ocultas en los rincones del
pueblo gritaron con euforia.
El hombre sintió cómo su sangre se fugaba por un hueco. Aterrorizado,
estiró su brazo hacia la chica mientras caía de espaldas sobre el suelo. La
muerte se puso a su lado, le acarició el cuello y luego se chupó los dedos.
La chica observaba todo con el corazón pateándole el pecho. Y en ese
instante se dio cuenta de algo curioso: estaba disfrutando mucho de la
escena…
 
Dos Trenes
El primer hombre salió de casa: perfumado, recién bañado y con zapatos
lustrados.
Antes de salir, su esposa le preguntó a qué hora regresaría. Como
respuesta obtuvo un puñetazo en el rostro que le dejó un recuerdo color lila
en el ojo izquierdo.
Su hijo pequeño, parado en la puerta de la cocina, fue testigo de la
escena. Contempló el cuerpo de su madre caer abruptamente, seguido de un
sonido hiriente producido por el llanto de la mujer. El primer hombre giró la
cabeza para ver a  su hijo, dedujo su miedo, y se le acercó sonriendo para
tranquilizarlo.
«No debes temerme. Yo nunca te haría daño a ti… pero escúchame,
debes ir aprendiendo. Así es como se trata a una mujer. Créeme, nunca te
dejará de esta forma. Tú eres un campeón, eres el rey, y todo rey necesita
alguien que lo obedezca, ¿no es así? Algún día, cuando crezcas, encontrarás
a alguien como tu madre, alguien que te guste y de quien puedas ser el
dueño. ¿Me entiendes? Ven acá, quita esa cara larga, que mañana te traeré
un regalo».
El niño sonrió viendo a su padre. Este le plantó un beso en la frente y
luego le hizo cosquillas en el cuello, haciendo que el niño se olvidara de la
escena. 
El primer hombre cruzó la puerta y la noche lo recibió con un beso. La
luna brillaba en sus zapatos y su sonrisa estaba lista para ser usada como
arma. Pensó un poco en lo que le había dicho a su hijo, su padre le había
dado el mismo discurso cuando niño, y se preguntó si había omitido algo.
Se olvidó del asunto al siguiente instante, ahora necesitaba enfocar su
atención en el presente. Esa noche se dirigía  a casa de su otra mujer,
aquella con la que se divertía, sin compromiso, sin familia, ni
responsabilidad. Compraría vino y  haría el amor con ella hasta la
madrugada. Siguió caminando, y le pareció que la ciudad escribía su
nombre con luces.
Al pasar junto a un restaurante japonés, miró de lejos a un hombre que
caminaba de modo extraño, y no pudo evitar un gesto de burla…
*
El segundo hombre salió del bar. Tenía el aspecto de un loco y los puños
frenéticamente contraídos, como si intentara ahorcar la pena que llevaba
dentro. Unas semanas atrás, su hija había sido asesinada, arrancándole un
pedazo de vida, arrastrándolo a un mundo incoloro. Los agentes seguían
trabajando sin poder darle respuestas, investigaban como si ya no les
interesara en absoluto, como si tuvieran prioridades más grandes. Al menos,
eso sentía el segundo hombre.
Usaba el alcohol para justificar su demencia, huía de una realidad que le
escupía en la cara cada vez que intentaba sonreír. La sobriedad no traía paz,
el alcohol no traía paz, quizá nada la traería. No existía justicia, no existía
consuelo, sólo rabia irreversible. Una rabia que le repetía una y otra vez la
misma frase, embarrándola por las paredes de su cráneo: «Resuélvelo tú
mismo».
Al pasar junto a un restaurante japonés, miró de lejos a un hombre que se
burlaba de él. Un hombre que lucía una chaqueta de cuero y una sonrisa
prefabricada.
Algún día atraparía al asesino que buscaba, pero esa noche, tendría que
conformarse con el primer hombre.
Siguió avanzando hasta que finalmente lo tuvo cerca. Dio tres pasos a la
izquierda, ocasionando un choque de hombros, y escuchó un reclamo al que
no prestó atención...
*
El primer hombre aún no terminaba su reclamo cuando un impacto en su
rostro provocó su caída. Fue sorprendido por una lluvia de misiles en forma
de puños. Olvidó cómo defenderse. Quien estaba encima de él no parecía
un hombre, era más bien un monstruo…
Moscas que comen te amos
«Si lo piensas bien, yo soy mejor que ella. Tal vez Evelyn sea más alta,
delgada y se maquille con más frecuencia, pero ya no somos un par de
jovencitas. Además, yo te entregué mis mejores años, eso cuenta ¿no crees?
Ten, bebe tu sopa. Es tu favorita. Te conozco de extremo a extremo, ¿lo
ves? ¿Recuerdas por qué te casaste conmigo? ¿Los sueños que
compartíamos? Sí, ya sé que nunca pude darte un hijo, lo intenté,  no es
necesario que me lo eches en cara. Por favor, no hablemos de cosas tristes,
mejor termina tu sopa, ella llegará pronto. Así es, la he citado hoy, pero no
para que se acueste contigo, sino para demostrarte que no es rival para mí.
¿Evelyn? Claro que no… ¡Esa puta de mierda! ¡Mi mejor amiga! Así la
llamé durante años, y tú… ¡Desgraciado! ¡Revolcándote con ella mientras
yo me hacía cargo de las cuentas! Pero ahora yo… ¡No!, es que nosotros…,
yo sólo…, yo nunca…, tú…, tú ya sabes que te amo…, te amo
demasiado…, y yo…, tú…, tú me amas, ¿verdad? ¿Me sigues amando?».
Su esposo no contestó. Estaba recostado en la cama, con la muerte
fumando a su lado. Su pulso se había fugado la noche anterior, su rostro
pálido aún conservaba restos de su última expresión. Sus manos ya no la
tocaban, sus labios ya no le mentían.
Su piel se había vuelto un refugio donde las moscas podían descansar.
Las cortinas cerradas no dejaron que el sol se enterara de lo que había
pasado dentro del cuarto.
Sonó el timbre. Desde luego, era Evelyn.
La mujer colocó el plato de sopa en el buró y recogió un cinturón que
reposaba en el suelo, el mismo cinturón que había dejado una marca pintada
en el cuello de su esposo muerto.
Sonrió, y bajó a abrir la puerta…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Vodka
Flavio conoció a una pelirroja en la fiesta. Era joven, como diez años
menor que él. Su cintura inquieta lo invitaba constantemente a acercar las
manos.
Estaba borracha, y gritaba como si celebrara su propia fiesta. Flavio debía
aprovechar su oportunidad.
(Una mujer y su hija pequeña llegaron a la ciudad, huyendo de un
hombre que las maltrataba. Venían de un pueblo cuyo nombre era
desconocido para las personas; no conocían a nadie, no tenían refugio, se
encontraban  indefensas, pero al menos estaban juntas. Aquel hombre no
volvería a lastimarlas).
Flavio, después de su rutina de palabras bien acomodadas, convenció a la
pelirroja de ir a un lugar más privado. Abrió la puerta del departamento y la
chica entró llenando el espacio con sus risitas coquetas. Flavio admiró sus
piernas y la luna que se asomaba por su escote. Todo eso sería para él
aquella noche.
(La mujer y la pequeña no tenían a donde ir. La niña le preguntó a su
madre si estaba triste, y ella le respondió un tímido «No» acompañado de
una sonrisa forzada. Al caer la noche, se refugiaron en un autobús fuera de
servicio. Sin embargo, tres jóvenes en busca de aventura las siguieron
cautelosamente).
La pelirroja se quitó las zapatillas con gesto grácil. No dejaba de gritar
entusiasmada y de elogiar el departamento de Flavio. Encendida por la
borrachera, la chica hacía comentarios divertidos sobre los cuadros
colgados en las paredes, los palos de golf acomodados en una esquina, y el
pequeño, pero muy completo minibar. Entretanto, Flavio le besaba el
cuello, estiraba la mano hasta alcanzar la superficie acolchonada de sus
piernas y se reía de cada comentario. Cuando sus dedos casi llegaban a los
senos, ella le pidió un trago.
(La mujer acurrucaba a su hija en uno de los asientos del autobús, cuando
se percató de que tres chicos se acercaban. Levantó a su hija en brazos y la
llevó al fondo del vehículo. Le ordenó esconderse y no hacer ningún ruido,
ella arreglaría el problema. Los tres chicos subieron para imponer el caos,
llevaban una botella de alcohol que se pasaban el uno al otro, comenzaron
un concierto de obscenidades y disparates, a los cuales sólo ellos
encontraban gracia. La mujer intentó apaciguarlos sin darse cuenta de que
ella era exactamente lo que buscaban: una mujer frágil, indefensa y sola.
Seis manos desgarraron su ropa mientras su hija, oculta detrás de uno de los
asientos del autobús, se tapaba los oídos).
Flavio saboreó nuevamente el cuello de la pelirroja y le murmuró una
promesa erótica. Ella soltó una risita debido a la loca ocurrencia de Flavio,
le acarició los hombros y le contó al oído una fantasía propia. Él sintió la
sangre borbotear de excitación, apretó uno de los muslos de la chica y se
levantó a servirle el trago que ella le había pedido.
(La mujer murió en el hospital a causa de una severa golpiza. Presentaba
una contusión en el cráneo y hematomas por todo el cuerpo. Los oficiales
recogieron a la niña sin hacer esfuerzo alguno por consolarla. La pequeña
pisó infinidad de orfanatos, pasando de tragedia en tragedia, sin soltar nunca
de su memoria el rostro de tres jóvenes).
Flavio vaciaba vodka en un vaso mientras la emoción dibujaba sonrisas
en su rostro. Tapó la botella, se acomodó el pelo, se secó la frente y dio
media vuelta con el trago servido.
En ese momento, su cabeza fue impactada por un objeto desconocido. El
golpe aterrizó muy cerca de sus ojos, nublándole la vista con un intenso
color rojo. Una vez en el suelo, el objeto siguió estampándose en sus
piernas, pecho, brazos… en cada parte de su cuerpo que estuviera
descubierta.
En medio de la vorágine, sólo alcanzó a distinguir la luz de la lámpara,
una melena pelirroja y uno de sus palos de golf estampándose frenético
contra él.
La muerte llegó pateando la puerta del departamento.
Después de largo rato, la pelirroja soltó el palo de golf. Su mano
temblorosa extrajo de su bolso una pequeña lista de papel. Con un
bolígrafo, tachó uno de los nombres escritos.
Le quedaban dos…
Es su letra
Ella abrió la carta:
Miranda, si estás leyendo esto significa que ya estoy a kilómetros de
casa. Quiero agradecerte estos quince años juntos y las dos hermosas hijas
que engendramos. Las amo a mi manera y lo sabes. Sin embargo, ya no
podía soportarlo. Todo era estática contigo, conmigo, con nuestra vida.
Estaba muriendo hasta que ella llegó a rescatarme. Su cabello rubio, su
mirada enigmática y la forma salvaje con la que me hace el amor, eran lo
que necesitaba para recordar quién soy, para sentirme nuevamente vivo. La
amo, como te amé a ti alguna vez. Lo nuestro ya no funcionaba, pues a
pesar de conocernos desde hace mucho tiempo ya nos habíamos convertido
en extraños. No éramos felices, al menos yo no lo era, debes entender y
dejarme ir. He tomado el dinero del banco y empezaré una nueva vida,
espero que hagas lo mismo; vuelve con tus padres, encuentra a alguien más,
alguien que sí pueda quererte como lo mereces. Inventa un pretexto para
que mis hijas no me odien, diles que las amé y las amaré siempre, diles que
no fui un mal hombre. Miranda, gracias por todo. Espero puedas entender.
Ella cerró la carta, y disimulando las lágrimas de impotencia, se la
devolvió al detective. «Sí, es su letra», dijo con esfuerzo.
Después caminó a través de la masa de oficiales y curiosos que se habían
amotinado en ese punto de la ciudad. Avanzó con la melancolía
sosteniéndole la mano, los edificios la miraban, esperando que aquella
mujer se desplomara en cualquier momento. Finalmente llegó a la banda
amarilla: ahí estaba el hombre al que amó por más de quince años, tirado en
la calle, con un orificio rojo en la cabeza. Hombres de saco gris le tomaban
fotos mientras algunos oficiales recogían muestras del suelo con la cautela
de un gato.
La rabia que le provocó la carta, ahora era una mezcla de lástima y amor
desgastado que caía frágilmente sobre el cadáver de su esposo. Miranda se
despedía en silencio, parada detrás de la banda amarilla, ignorando las
preguntas en forma de disparo que le hacían las personas a su alrededor…
En las afueras de la ciudad, un auto avanzaba a gran velocidad. En él
viajaba una hermosa mujer rubia, con una maleta repleta de dinero,
acompañada de un hombre joven y apuesto, con una pistola recién usada.
Estrellas dormidas
Un hombre y una mujer, rotos y desgastados, contemplaban una enorme
fogata.
En aquel lugar sólo había coyotes, cactus y pedazos de luna regados en la
tierra. Detrás de ellos se dibujaba una cabaña, la cual serviría de refugio
hasta que la madrugada se muriera.
La mujer, con las pupilas fijas en las llamas, dejó que el pasado viniera
por ella. Los recuerdos de una hija que no alcanzó a cumplir los siete años
le volcaron la cabeza. La muerte le había robado sus risitas y el amoroso
calor de sus besos sorpresa. Encontraron su pequeño cuerpo en uno de esos
rincones incompletos de la ciudad, en un mal intento del señor Vilchis
porque nunca fuese descubierta.
La mujer se vio tentada a dejarse caer en la fogata mientras su memoria
repetía el nombre de su hija letra por letra. Su felicidad y el señor Vilchis se
habían escapado. Y ambos eligieron la misma noche.
El hombre, por su parte, buscaba entre las chispas que soltaba la fogata el
rostro de su propia hija. Ella se quedó a medio camino de los doce años, su
sonrisa de luna era uno de esos majestuosos espectáculos que él nunca se
tomó el tiempo de apreciar. Su muerte trajo consigo una pena con dientes y
garras. El profesor de su hija, el señor Vilchis, había tomado lo que le
interesaba de la niña y había botado el resto, dejando sólo un cadáver
inanimado. Todas las estrellas estaban dormidas cuando se fugó.
Ahora, tras conocerse unos meses antes, aquella mujer y aquel hombre
con los corazones encogidos se habían reunido en ese lugar fuera del
alcance de todos, en un desesperado intento porque sus historias encajaran.
Se tomaron fuertemente de la mano, lo cual no fue una señal de
romanticismo, sino un gesto de solidaridad. Sus miradas contemplaban
cómo la fogata se alzaba hasta casi rasgar las estrellas. Una fogata imperial,
una fogata llena de rabia, una fogata que masticaba, una y otra vez, el
cadáver del señor Vilchis.
Yerba del cerro
En el punto más apacible del cerro, un auto estaba estacionado con dos
mujeres fumando dentro.
La mujer de cabello rubio habló primero:
Christian era encantador. Le gustaban las carreras, el vino blanco y mis
piernas. Decía que yo era auténtica, que no estaría conmigo si no lo fuera.
Le gustaba bañarse conmigo, ni siquiera me lo pedía, simplemente me
sorprendía en la ducha. Esos gestos espontáneos me encantaban de él.  Me
decía alguna frase sacada de una revista y se sonrojaba cuando lo ponía en
evidencia. A veces llegaba con rastros de perfume de cereza, porque a una
de sus tías le encantaba abrazarlo. Al menos eso decía él. Me llamaba por
teléfono en la madrugada, pues siempre supo que me gustaba dormir tarde.
Entonces me contaba lo que iba a hacerme cuando me tuviera enfrente, y
sabía sacarme una sonrisa traviesa con alguna locura que se le ocurría.
Tenía un don para entrar al corazón de las mujeres, una vez me dijo que lo
heredó de su abuelo. Cuando se sorprendía, sus cejas se arqueaban como las
alas de un cisne. Eso me fascinaba.
La mujer de cabello castaño habló después:
Definitivamente encantador. Me llevaba a mi restaurante favorito, y se
ponía nervioso si se topaba con alguien que lo conociera. Decía que mis
ojos eran ventanas a un universo distinto, ahora sé que lo sacó de una
revista. Lo enloquecían los vestidos de encaje y mi perfume de cereza.
Besaba mis oídos mientras me tocaba las piernas, así me convencía de ir a
la cama. A veces, después de hacer el amor, yo despertaba de madrugada y
lo sorprendía hablando por teléfono. Era un hombre con mucho trabajo, así
que nunca lo cuestioné. Sí, Christian estaba lleno de secretos.
Ambas mujeres estallaron en risas, y terminaron su cigarro casi al mismo
tiempo. Después fueron a la parte trasera del auto y abrieron la cajuela. Ahí
estaba el cuerpo de Christian, muerto igual que la yerba del cerro.
Estaba envuelto en sábanas y sacarlo no les costó trabajo. Lo arrastraron
hasta la orilla de un barranco sin interrumpir en ningún momento la
divertida conversación.
Intercambiaron un par de anécdotas más, y luego arrojaron a Christian
por el monstruoso precipicio, donde las piedras lo recibieron con hostilidad.
Durante los próximos días, los cuervos no pasarían hambre.

 
Sex Tape
Alba se lanzó desde la azotea. Algunos dijeron haberla visto murmurar,
otros dijeron que ya estaba muerta incluso antes de lanzarse. Bruno fue el
único que no dijo nada.
Un video había sido difundido en su escuela. En él aparecía Alba
manteniendo relaciones con tres chicos. A Bruno le pareció emocionante
compartir a su novia con dos de sus amigos. Más que un deseo, era un reto
para él. Debía demostrarse a sí mismo y a los demás que podía doblegar a
una chica. Ella lo amaba, y él presionó lo suficiente para que aceptara.
Lo demás fue simple: esparcir el video por toda la escuela. De ese modo
todos comprobarían su poderío, la influencia que Bruno podía tener sobre
una chica. Entonces se llevaría los aplausos y la fama.
Lo que no estaba previsto fue que las burlas despedazaran a Alba. Para
ella las consecuencias se extendieron a perímetros más amplios: su familia,
sus amistades, los docentes. Su espalda soportó demasiado peso, su
delicado equilibrio disminuía con cada insulto, con cada estallido de
carcajadas. Cada insinuación y señal despectiva le quebraba la piel, todas
las espaldas del mundo se giraron simultáneamente para ella. Las voces de
su escuela le otorgaban títulos diversos, aunque en resumidas cuentas, todos
significaban lo mismo: la fácil, la golfa… la puta.
Al final, la muerte parecía más ligera que la vida, así que se dejó caer
desde el techo.
Bruno no recibió ningún reclamo después del incidente, pero la culpa
bailaba todas las noches dentro de su cuarto. El mundo no le reprochaba la
muerte de Alba, pero su mente sí. En la escuela nadie lo veía como el
monstruo que él mismo se sentía, pues los ojos de los demás preferían
simplemente no mirarlo. Los adultos evadían el tema, las chicas posaban su
mano en el hombro de Bruno en señal de apoyo, pero lo hacían dudosas,
como si no estuvieran seguras de por qué lo consolaban exactamente.
Una tarde, Bruno caminaba regando sus pensamientos por la acera. El
silencio se quejaba por cada paso que daba. La calle parecía triste, amarga,
acabada… igual que Alba en sus últimos días. Las ventanas cerradas de los
edificios protegían el mundo privado de cada habitante en la ciudad. El
color gris pintaba el cielo, como si quisiera provocar el llanto de alguien.
Un auto se acercó en sentido contrario al de los pasos de Bruno y éste lo
reconoció inmediatamente. Incluso antes de poder ver el rostro del
conductor, Bruno sabía perfectamente quién era: el hermano mayor de
Alba.
Pudo haber huido, pero sintió que debía quedarse. En cierta manera,
necesitaba que alguien lo castigara para aliviarle generosamente la culpa.
Una paliza hubiese estado bien, sería entendible, aceptable. Pero el hermano
de Alba tenía una idea más elaborada.
*
Un video se esparció por toda la escuela, esta vez, con Bruno como
protagonista. Estaba parado sobre una silla, atado de las manos y con una
cuerda alrededor del cuello, la cual parecía una serpiente hecha de cáñamo.
Un personaje con  pasamontañas  aparecía de la nada y lo miraba con un
odio capaz de provocar incendios.
Después de unos segundos de tensión, el pie del encapuchado pateaba
furioso la silla y el cuerpo de Bruno quedaba suspendido.
El video fue visto por todos en la escuela, pero hubo una diferencia
palpable: nada de burlas ni comentarios. El silencio rigió en las bocas de los
alumnos. De pronto las palabras eran un peligro, un tabú no declarado.
A Bruno nadie lo llamó zorra, ni golfa, ni le dedicaron dibujos obscenos
en la pared del baño.
Rastros de sombra en el sofá
Julián sudaba y le suplicaba a la luna que lo cargara en brazos mientras
una horda de monstruos corría detrás de él.
Las calles se habían vestido de gala, el cielo se había pintado de
melancolía, y la noche se la pasaba recitando poemas. Entre tanto, en el
suelo hostil de un pueblo caótico, Julián corría temeroso de que la muerte le
tocara el hombro en cualquier instante.
Los monstruos se acercaban cada vez más, pesados y furiosos. Tenían
rostros de caballos, cerdos, perros y cualquier otro animal capaz de
intimidarlo. Algunos otros simplemente llevaban pañuelos que les cubrían
la boca. Julián se tropezaba de vez en cuando y el suelo parecía abrazarlo
para impedirle que se levantara. Sin embargo, motivado por su instinto de
preservación, el chico lograba levantar su cuerpo del empedrado y seguir
corriendo mientras los monstruos continuaban con su alocada cacería.
Y mientras la escena se desarrollaba y la desesperación jugaba con los
gestos de Julián, las demás personas en el pueblo observaban desde la
seguridad de una ventana. Los ojos curiosos disparaban miradas
directamente a la piel de Julián y luego se clavaban en su carne. La gente
emitía palabras que sólo hacían eco dentro de sus casas, en sus rostros se
podía percibir el cálido alivio de estar protegidos por cuatro paredes. Julián
tocó infinidad de puertas que nunca se abrieron, arrojó gritos que ningún
oído se dignó a escuchar. La gente no hizo nada. La luna tampoco.
Los monstruos rugían embravecidos. Entre alaridos pronunciaban el
nombre de Julián. Le contaban qué le harían cuando lo alcanzaran, le
prometían una muerte llena de poesía.
Las pisadas y el empedrado parecían estar dando un concierto, la furia le
otorgaba cierto calor a las calles, como si el sol hubiese salido de noche
sólo para retar a la luna. Julián corría con el corazón a punto de abandonarlo
para irse a habitar otro cuerpo. Corrió, corrió, corrió. Hasta que finalmente
llegó a casa, el lugar que usaría como refugio poco efectivo.
Atravesó la puerta, y por un plácido segundo, pensó que la pesadilla
había finalizado. Cerró los ojos y los apretó como si quisiera estallar. Sin
embargo, las pisadas, los bufidos y los golpes seguían escuchándose en la
calle, como un carnaval en el que sólo participaban bestias. Pronto
llegarían, derribarían la puerta y se tragarían a Julián.
El muchacho miró el interior de su casa, y el tiempo le concedió una
tregua. Los recuerdos vinieron poco a poco, como una llovizna de agua
cálida. Anita, Anita, Anita. El nombre de su amada formó una canción en su
mente.
Julián evocó el sabor y la textura de sus labios. Sus ojos eran esmeraldas,
su cintura era un refugio contra la miseria. Probablemente en el sofá aún
había rastros de su sombra. Quizá su voz se había escondido en algún hueco
de la pared, esperando a que Julián colocara el oído para escucharla
murmurar. En ese pedazo de mundo, el amor venía para mitigar el caos, el
peligro y la muerte. El muchacho lloró sin siquiera esforzarse por reprimir
las lágrimas. Si Anita estuviera con él… hubiera, hubiera, hubiera. Maldito
hubiera.
El sudor en su rostro le pedía que volviera al presente, la fatiga le
aconsejaba seguir recordando un poco más. La palabra amor,
inexplicablemente, rimaba con Anita. Aquella casa era un tributo a los
momentos juntos, y el pasado se empeñaba en seguir existiendo. Los rayos
de luna se filtraban por la ventana, propiciando una alegre alucinación:
Anita bailando en medio de la sala. El rostro de Julián esbozó una triste
sonrisa. Si el cielo hubiese contado con más nubes esa noche,
probablemente hubiera llorado.
Y entonces, despedazando toda esa dulce nostalgia, un grupo de
monstruos comenzó a patear la puerta, a romper las ventanas, y a gritar
enfurecidos buscando a Julián.
El muchacho se levantó y subió por las escaleras mientras todos aquellos
caballos, cerdos, perros y encapuchados entraban a la casa destruyéndolo
todo. Corazones vestidos de rabia, miradas coléricas que buscaban a su
objetivo.
Julián logró llegar a la azotea. La luna lo estaba esperando. Un grotesco
eco de voces se acercaba desde la planta baja. Julián quiso pronunciar el
nombre de Anita, pero sintió que no tenía derecho. Miró el cielo, e imaginó
que su amada era la estrella más brillante y que le estaba sonriendo. El
pueblo estaba quieto, anhelante, hermosamente desastroso. Los monstruos
llegaron a la azotea y encontraron a Julián parado en una orilla. Corrieron
hacia él, generando una dramática resonancia con sus pesados pasos. Los
labios abiertos emitían gritos que deleitaban a la muerte.
Los ojos de Julián se cerraron para permitirle imaginar que Anita le
besaba la frente. El muchacho dejó que su cuerpo resbalara desde la orilla,
abrió los brazos como si quisiera volar. El viento corrió en dirección
contraria, intentando inútilmente empujarlo para que no cayera. Los cerros
cantaron mientras el cuerpo de Julián descendía. Y cuando chocó contra el
empedrado, la muerte aplaudió.
Silencio, todo se volvió silencio. Los monstruos se asomaron al vacío
para toparse con el cadáver de Julián. Arrojaron sus palos y tubos al suelo,
cansados y emocionalmente agitados. Se miraron entre sí, como si buscaran
calma en otros ojos.
Una mujer con el corazón roto y el rostro adornado de tristeza llegó hasta
la azotea. En ese momento, todos aquellos hombres se quitaron las
máscaras, las bandas y los pañuelos para mostrarse como humanos ante
ella.
No hubo palabras que se escaparan de los labios de la mujer, todos le
abrieron paso bajando la cabeza. Al llegar a la orilla de la azotea, la mujer
se asomó. El cadáver de Julián no la complacía tanto como aquel grupo de
hombres imaginaba. No le arrancaría su pena, no le devolvería a su hija.
Anita había pasado sus últimas horas a lado de Julián, intentando
explicarle que no estaba enamorada de él, y que ni siquiera se conocían
bien.
Una tarde en la plaza, Anita lo había saludado por cortesía. Y eso fue
suficiente para Julián…
De Madrugada
Ella abrió los ojos. Estaba oscuro, pero una delgada línea proyectaba luz,
dándole una buena noticia: la cajuela del auto estaba abierta.
El cuerpo le ardía al moverse, salir del auto pareció una misión titánica.
Él seguía dentro de la casa, quizá pensando en cómo deshacerse de un
cadáver. Ella seguía viva, él no lo sabía, y ésa era una ventaja que no se
podía desperdiciar.
Ya la había agredido antes,  pero esta vez había ido más lejos, esta vez
había intentado matarla. Lo que sería un apacible fin de semana a solas, se
convirtió en doce horas de patadas y puñetazos.
Sus padres abandonaron la casa para ir de viaje, y su novio llegó una hora
después, tal y como lo habían acordado. Ella lo invitó a pasar, destaparon
unas cervezas y entablaron una conversación que sólo interrumpían para
besarse. Cuando los cuerpos se estaban acercando, el mensaje de un amigo
irrumpió en el celular de la chica. A él no le gustó nada, y discutió con ella
como si reclamara una propiedad. Las palabras se estampaban en las
paredes, los labios daban argumentos sin sentido. Los gritos aumentaron su
calibre con cada replica, hasta que finalmente, la mente del chico se
descarriló. Y después del primer golpe, se desató una estampida.
Las siguientes doce horas fueron una lucha inconsciente por demostrarle
que él mandaba. El chico no lo sabía, pero una pequeña sección de su
cabeza quería fervientemente aclararle que ella le pertenecía, que la amaba
tanto como para ser su dueño. Cada golpe escondía un «te amo» dicho de la
manera equivocada, en un extraño lenguaje que la chica no podía entender.
Las horas avanzaban en una carrera contra la madrugada. El chico se
detenía por momentos, y hablaba desesperadamente con ella, intentando
expresar algo inexpresable. Se tranquilizaba, perdía el control, sufría,
disfrutaba, la luna lo contradecía y una palabra imprudente de su novia lo
hacía volver a golpearla.
En cierto punto de la odisea, ella dejó de moverse. Y él, después de
revisarla y dejar que el pánico se lo comiera, terminó dándola por muerta.
*
Al salir de la cajuela del auto, la chica se dirigió al cuarto de sus padres.
Ahí había un cajón con algo que necesitaba urgentemente.
En la cocina, él caminaba alterado. Se movía de un lado a otro como si en
alguno de los estantes fuera a encontrar la solución a su problema. ¿Qué
haría con una novia muerta?
Puta. Ella tenía la culpa, siempre lo desobedecía, sabía perfectamente que
estaba prohibido hablar con otros chicos. ¿Y ahora qué? Podía llamarle a
alguna de sus amigas, ellas podrían ayudarle. Tenía que considerar sus
posibilidades, limpiar cada huella, cubrir con tierra hasta el último
centímetro de cadáver.
Esos pensamientos se le amontonaban cuando un ruido a sus espaldas lo
puso en guardia, obligándolo a voltear.
Ella y el revólver lo miraban fijamente. La madrugada seguía pintando el
cielo, la cocina estuvo a punto de volcarse. Él se pasmó, la mueca en su
rostro le restó parte de su encanto. Intentó disuadirla con palabras que se
enredaban unas con otras hasta perder el sentido. Desesperado, jugó su
última carta. En un movimiento abrupto se estiró por un cuchillo, pero dos
disparos, torpes aunque certeros, le alcanzaron el pecho. Contempló su
sangre componer un charco. ¿Era de color distinto? ¿Por qué le causaba
tanto horror? ¿Había diferencia entre su propia sangre y la de su novia? Su
primer reflejo fue cerrar los ojos.
Ella soltó el arma y se dejó caer como una estrella que se desploma
después de haber emitido su luz más intensa. Se arrastró por el suelo, estiró
la mano, y alcanzó un teléfono…
Uxoricidio
Veinticinco años atrás, un pequeño llamado Raúl tenía una madre con
moretones y un padre en borrachera permanente.
Vivían en una casa tapizada de gritos. En la mesa había un jarrón con
flores que siempre se cambiaban después de una paliza. El pequeño jugaba
en el patio, tratando de ignorar el sonido de los cristales reventándose en el
interior de su hogar. De noche, su madre lo abrazaba fuertemente, lo
besaba, y siempre le dejaba en la frente rastros de lágrimas o de sangre. Su
madre parecía adicta a las disculpas y palabras endulzadas. «Te aseguro que
ésta fue la última vez», decía su padre. Y entonces todo recuperaba su color,
había besos amorosos, caricias en la mejilla y flores nuevas en la mesa.
Sin embargo, una tarde finalmente fue la tan  esperada última vez.
Refugiado en un pequeño cuarto, Raúl escuchó las patadas y reclamos, los
cuales duraron más de lo normal. El odio hizo estallar la habitación de al
lado, donde su madre y padre tenían una batalla con desventaja para ella.
Los golpes cesaron, y enseguida hizo aparición un sonido más agudo y
perturbador: el llanto de su padre.
El hombre le exigía a su esposa que recuperara el pulso. Le pedía que
volviera a la vida, pero irónicamente, ésa fue la primera orden que ella
desobedeció.
El hombre se olvidó de Raúl, y en un concierto de acongojados gemidos,
besó el rostro hinchado de su mujer antes de meterse un arma en la boca.
El rugido de un disparo ahuyentó a algunos cuervos curiosos.
«¿Por qué no te quedaste conmigo? ¿Por qué no lo dejaste después del
primer golpe? ¿Quién me resguardará del invierno? ¿Quién me prestará su
cuello para llorar? ¿Por qué te vas si tus nuevas flores aún no se han
secado?».
Y quizá por rabia, Raúl llegó a la conclusión de que su madre no tenía el
poder de alejarse de un hombre como su padre… se convenció a sí mismo
de que ninguna mujer podía.
*
Hoy en día, un tipo llamado Alex golpea a su joven esposa. Esta noche
en particular, le ha estrellado una sartén en la nuca. Una niña llora oculta en
el armario mientras el cabello de su madre se sigue mojando de sangre. Los
gritos y reclamos de Alex aterrizan sobre la mujer tirada en el suelo. Desde
ahí, ella sigue siendo agredida violentamente. Hasta que de pronto, algo
cambia. Y la luna no sabe si para bien o para mal.
Ella escucha los puñetazos y patadas de su marido, pero curiosamente, ya
no es su cuerpo el que los recibe. El tiempo hizo una parada breve y la
sangre en su oído le ha robado los sonidos. Con poca fuerza y su mundo
temblando, la mujer gira la cabeza buscando el rostro de Alex.
Entonces observa a dos hombres peleando: uno de ellos es su esposo, el
otro es un hombre tosco, corpulento, vestido de negro, y con una máscara
que semeja el rostro de una mujer. A pesar de todo, trata de levantarse para
defender a su marido, pero sus heridas se lo impiden. Un par de puños
colosales se estrellan en la piel de Alex hasta que éste deja de moverse. El
hombre con la máscara de mujer sigue golpeando el cadáver por inercia,
como si quisiera sacarle más jugo a una naranja que ya está completamente
seca.
Suelta el cuerpo de Alex y emite un alarido que parece el llanto de una
bestia. La luna lo escucha y se cubre los oídos.
*
Unas horas más tarde, en un punto aislado de la carretera, Raúl se quita la
máscara para tomarse una cerveza. Se masajea los nudillos mientras
derrama pensamientos: la mujer va a detestarme, intentará perseguirme
incluso, pero al menos la niña crecerá segura a lado de su madre.
Se acaba la cerveza y hace algunas cuentas: éste es el noveno hombre al
que asesina, y aún no se siente satisfecho…
Despedida
Levantó las maletas, y le pareció que pesaban como si llevaran arena. Se
equivocaba: eran recuerdos.
La melancolía retorció una pequeña zona de su pecho, obligándolo a
mirar las fotografías una vez más. Su esposa, su hija y él, eran ahora una
imagen ajena, la broma de un pasado que se aferraba salvajemente a seguir
con vida. La niña en la foto enseñaba la lengua mientras sus mejillas
recibían dos besos simultáneos, amorosos, eternos. El hombre cerró los ojos
y su memoria destrozó la habitación. Ahora lo entendía: el día que murió su
hija, él y su esposa también lo hicieron. Cada uno de manera particular.
Caminó por el pasillo, donde la tristeza yacía en el suelo clavándose una
aguja en el antebrazo. Se detuvo en la puerta de la recámara, donde su
esposa miraba por la ventana intentando retener los recuerdos más
escurridizos. Él miraba al frente, había decidido abandonar el lugar, había
decidido no voltear a verla.
*
El silencio contó la historia de un tipo ebrio y de una niña que se
difuminó bajo los neumáticos de un auto…
*
La pena acariciaba los párpados de la pareja hasta provocar un lagrimeo.
Él la amó con la fuerza de mil embestidas, la amó como sólo los valientes
se atreven, pero ella era una persona distinta ahora, había convertido la
justicia en un rito salvaje. Él no la delataría, pero tampoco podía estar cerca
de ella. Ya no.
Bajó las escaleras, y las paredes intentaron disuadirlo con argumentos
inventados. Cruzó la cocina, la sala, hubiese cruzado una tormenta de haber
sido necesario. Finalmente llegó a la puerta, ahí la soledad esperaba su
partida para reclamar el lugar. Su esposa oyó el suave y monstruoso golpe
de la puerta; aun así, su mirada permaneció firme en la ventana. Sufría, pero
no estaba arrepentida.
*
El silencio contó la historia de una madre herida, un arma discreta, una
calle pintada de sombras y el cuerpo de un tipo ebrio cayendo pesadamente
sobre la acera…
 
 
Aguardiente
Ella despertó y la madrugada aún estaba ahí. Le dolía moverse, su cuerpo
se había convertido en un mapa de moretones. El mundo se había reducido
a la mitad, pues su ojo derecho continuaba hinchado.
Él dormía. “Cállate viento, cállense pasos, no debemos despertarlo”. Ella
se levantó de la cama rogándole al silencio que no se fuera, el suelo de
madera se quejaba en voz baja por cada uno de sus pasos. La mujer
exprimía su memoria al máximo para recordar el lugar exacto de cada
mueble, pues tropezar en la oscuridad significaría arruinar la misión.
Bajó las escaleras con la cautela de un gato y sus huesos protestaron en
cada metro que avanzó. La puerta la miraba molesta, pero entre tantas
sombras, la mujer no lo notó. Quitó el seguro, abrió la puerta y el viento se
le lanzó a la cara como si quisiera robarle un beso. Pisó la tierra, y una
sensación reconfortante la abrazó al darse cuenta que sus pasos ya no
provocaban ruido. Siguió la extenuante travesía hasta llegar a una caja de
cartón, en la cual su marido guardaba botellas de vidrio. Tomó algunas, y
entonces sacó la reserva de energía que había guardado dentro de sí misma.
Estrelló las botellas contra las paredes de la casa. Los cristales gritaron al
quebrarse, provocando una tormenta de ruido, misma que fue escuchada por
el hombre que dormía dentro de la casa.
El sujeto despertó, y el escándalo lo hizo asomarse por la ventana.
Entonces pudo ver una silueta que avanzaba torpemente por el camino
llano. Le tomó tres segundos resolver el misterio: su esposa estaba
huyendo. 
Por inercia, el hombre se imaginó golpeando nuevamente a la mujer que
escapaba. Salió disparado tras su presa, bajó las escaleras acabando con
todo rastro de  silencio. Abrió la puerta, y en cuanto salió al camino, las
criaturas nocturnas corrieron a sus madrigueras.
La mujer corría, pero sus piernas dolidas frenaban un poco su avance.
Debía seguir, debía pelear esta vez. Aún estaba oscuro, pero el sol no
tardaría mucho en aparecer.
No se sentía tentada a mirar atrás, porque sabía exactamente lo que había:
su marido con una mueca de odio.
El campo atestiguó la violenta persecución. La mujer llevaba unos metros
de ventaja, los cuales iban reduciéndose a cada segundo. El cielo empezaba
a despuntar rayos de luz, las estrellas bostezaban, la luna se colocaba la
pijama, y la mujer corría luchando contra sus propias ganas de tirarse al
suelo.
El hombre la vio cruzar difícilmente por una cerca, la cual, él atravesó de
un salto.
En cuanto cayó del otro lado, sus zapatos levantaron arena. Miró de un
lado a otro sólo para darse cuenta que la cerca formaba un círculo irregular.
El cerro escupía luz, pero el sol aún no hacía acto de presencia.
El hombre buscó desesperadamente, y encontró a su mujer en la otra
esquina del terreno, golpeando con un palo una pequeña puerta de madera.
Se precipitó hacía ella con una mirada de odio, pero antes de poder
alcanzarla, la mujer abrió la puerta que golpeaba.
Una bestia, furiosa por haber sido despertada, salió con los cuernos
deseosos de guerra. Aquel imponente toro estaba irritado por el escándalo,
bufaba enardecido como si pidiera una explicación. Estaba convertido en
ochocientos kilogramos de ira, y al dirigir los ojos al frente, encontró un
objetivo móvil que lo miraba con pánico en el rostro.
El toro no prestó atención a la mueca asustada del hombre, se limitó a
dejar que la rabia se disparara en forma de embestidas. El choque hizo que
el sol dudara si quería salir.
La muerte, recargada en la cerca de madera, tomaba aguardiente mientras
observaba la función.
Trofeos
Ella fumaba serenamente, dejando que sus pensamientos fermentaran. Él
seguía a lado izquierdo de la cama, sus párpados quietos y su pecho
desnudo le daban cierta aurora de ternura.
Otra vez estaba sin ropa con un tipo en su cama. ¿Por qué lo seguía
haciendo? Mil noches, mil hombres, el mismo vacío que se llenaba
temporalmente para después regresar de manera salvaje.
La luna se acurrucó en sus piernas, y ella se revolcó en el mismo charco
lodoso de memoria: el recuerdo de su padre.
Su padre era un ejemplo de rectitud, el caballero de los buenos valores,
apreciado por toda su comunidad. Pero de noche, cuando el mundo se
vaciaba y sólo quedaba ella, aquel hombre se quitaba la camisa y la máscara
de benevolencia. Arremetía contra ella y se adueñaba de su cuerpo,
intentando apagar una sed violenta, una ansiedad por piel joven.
Y así creció ella, entre falsas apariencias y recuerdos rasposos.
Por eso hacía esto, vagar noche tras noche, saltando de una cama a otra,
grabándose nombres y miradas que olvidaría al día siguiente. 
El reloj marcaba las dos de la mañana, y la cajetilla de cigarros estaba a
punto de acabarse. Ella murmuró el nombre de su padre, para luego frotar el
pecho de su compañero de aquella noche. De inmediato, su mano se
manchó de sangre. Se levantó, y como de costumbre, tomó una foto del
cadáver, su preciado trofeo.
Limpió y borró toda evidencia con meticuloso profesionalismo. Le aulló
a la luna, ese acto le parecía divertido. Se colocó de nuevo la ropa y
abandonó el lugar mientras la luna le contestaba el aullido.
Se iría tranquila por ahora, pero en algún momento, su vicio regresaría.
Al llegar a su departamento caería placenteramente dormida…
Bala de Cañón
Él la amaba. Ella no.
Fue muy clara y cálida al decírselo: «Eres un buen hombre, valoro tus
sentimientos y lamento no poder corresponderlos. No te dejaré puertas
abiertas porque tú mereces algo más que vivir colgado a una ilusión. Lo
lamento, pero mi amor le pertenece a otro hombre».
Una tarde, él se internó en lo profundo del parque. Pensaba en Miranda y
su delicado cabello rojo. Sabía perfectamente que ella tenía razón, y
tampoco podía reprocharle por amar a otro. Pensaba en su vida, en sus
escasas alegrías, en su soledad, en el amor no correspondido.
Nadie caminaba excepto él. Los árboles se preparaban para dormir, y la
oscuridad ya empezaba a dibujar sombras. El chico caminaba dejando que
sus pensamientos se atacaran entre sí, el nombre de Miranda jugaba a hacer
ecos en su cabeza. El amor era un sueño ajeno a él, sus palabras y poesías
se volvían carbón. Su vida estaba tan vacía que un solo renglón bastaba
para describirla.
Entonces, de la nada y de manera abrupta, un grito de auxilio rebanó su
preciado silencio.
Su mente lo transportó de la tristeza a la acción en un rápido golpe. Su
oído siguió el rastro, y en un lugar cercano, halló a un hombre con un
pasamontañas, más alto y fornido que él, arrancándole la falda a una chica
de no más de dieciséis años.
Su primer reflejo fue buscar en los alrededores a otra persona. No había
nadie, su cobardía le aconsejó alejarse, pero él, con las piernas temblorosas
y la voz indispuesta, corrió torpemente en su intento de ayudar.
Se abalanzó sobre la espalda del sujeto con pasamontañas, tratando de
detenerlo, pero él se liberó con facilidad, impactando después un golpe en
el rostro del chico sin considerarlo una amenaza.
Aturdido en el suelo, la mente del muchacho le jugó una broma,
arrojándole pedazos de su vida: el rechazo, el mundo arrastrándolo a un
rincón oscuro, la manera en que todos le pasaban encima. «Le lloras tanto a
tu soledad, y a todo le pones una etiqueta de injusticia, porque en el fondo
no quieres aceptar que es culpa tuya. Culpas al mundo, pero el mundo ni
siquiera voltea a verte. Los demás te consideran insignificante, porque al
mirarte a los ojos, se dan cuenta de que así te sientes».
La rabia aprovechó su oportunidad para abrir una puerta que siempre
había estado cerrada, sus venas bombearon magma, y sus penas se
amotinaron en uno de sus puños, convirtiéndolo en una bala de cañón, la
cual se estrelló contra el rostro cubierto del agresor.
Éste cayó al suelo, el cual lo recibió antipático. Se levantó y abortó la
misión. Se alejó con un solo ojo funcionando, y desapareció usando la
oscura tarde como camuflaje.
La chica enrolló su cuerpo en el suelo y ocultó su rostro. El llanto le
comió las palabras, los gemidos eran su única forma de comunicación. Sólo
quería regresar a casa y convertirla en una guarida. El chico, aún con la
mente desencajada, prometió ayudarla. Sacó su teléfono, y empezó a
presionar las teclas.
*
Después de correr por diez minutos, el hombre llegó a su auto y se quitó
el pasamontañas. Lo habían lastimado en serio y necesitaba ayuda. Sabía
hacia dónde conducir: iría a casa de su hermosa e inteligente novia
pelirroja.
Se llamaba Miranda, ella sabría que hacer…
Historia de amor
(O algo parecido)
Vicente, parado frente al sol, vio morir infinidad de atardeceres,
esperando a una mujer que no regresaría.
Dentro de la casa, su padre, un monstruo de alcohol como cualquier otro,
golpeaba el televisor para que funcionara. Había construido una madriguera
con botellas vacías, y volcaba su odio en Vicente, estampando la frase «Se
largó por tu culpa», en los oídos del chico. Él se llevó los puñetazos y
patadas que ya no le tocaron a ella, él soportó los episodios violentos de
borrachera que aún restaban. Agazapado en su habitación, Vicente se
imaginaba a sí mismo convertido en roca, una que resistiera el impacto, una
que pudiera devolver el ataque.
Recordaba todo en color y forma: una noche de luna somnolienta, su
madre salió cautelosamente de la casa, como si temiese molestar al silencio
con el sonido de sus zapatos. No volteó a mirarlo, las sombras no lo
permitieron. El chico quiso creer que ella regresaría en un momento, pero
los años avanzaron sin gracia, y el rostro de su madre se convirtió en un
recuerdo deshilachado.
La luna solía decirle: «Vive un poco más, chico. Deja que tus puños y
brazos ganen fuerza. Deja que la furia encuentre una válvula de escape».
 
*
Carolina le ayudaba a su madre a cubrir los moretones. También la asistía
en la cocina, el platillo debía ser espléndido para que él no se pusiera de
malas. Carolina, sin tantos años en la espalda, veía a su madre como a una
niña encaprichada con un cretino. Escuchó pasmada mil confrontaciones,
discusiones y bofetadas. Algunas noches, desde su habitación, oía los gritos
y rugidos, ya fuesen de pasión o de odio. Él no era su padre, y en cierto
modo, lo agradecía. Pasó desapercibida para él hasta el día que necesitó un
sostén, cuando sus piernas y caderas despertaron, cuando su mirada ya no
proyectaba a una niña, sino a una mujer.
Su madre no quiso creerle. Su madre, más que de tristeza, lloró de celos.
La abofeteó engañándose a sí misma. En realidad no le reprochaba una
supuesta mentira, le reprochaba el hecho de haber crecido. Carolina lo
entendió después de un tiempo: su madre no iba a reaccionar. Y aunque las
manos y lujuria de aquel hombre todavía no habían logrado su cometido,
era sólo cuestión de tiempo.
*
En el tren número cuatro, Carolina caminaba buscando un asiento. Con
cada paso hacia adelante iba tirando recuerdos. El rostro furioso de su
madre parecía dibujarse en las ventanas, y aunque el coraje bloqueaba la
ruta del llanto, era difícil seguir aguantando. Su vida y su mundo
colapsarían en cuanto el tren diera marcha, en cuanto ella dejara atrás su
pueblo natal.
Encontró un asiento disponible, y ese resultó ser un momento de lo más
abrumador. La inquietó reconocer su propia mirada en aquel chico con
moretones, sentado en la butaca contigua. El mismo fuego en las pupilas
que revela tener una misión, esa expresión que proclamaba que algún día
regresaría al lugar que estaba abandonando en ese momento.
Durante el viaje, Carolina intentó abrir una ventana, pero Vicente se le
adelantó. Fue así como se inició una conversación casual y un tanto ácida,
la cual se fue intensificando conforme el tren avanzaba. Los secretos y
penas de ambos se iban escapando por las diminutas rendijas que dejaban
en sus palabras.
Y ahí estaban ellos: dos balas perdidas, que se acababan de encontrar…
Carrito de los tesoros
La pequeña jugaba en el campo cuando una voz llamó su atención.
Siguió el sonido y llegó a un pozo que estaba a la altura del suelo. Era
viejo y ya nadie lo usaba. Se asomó y encontró a un hombre herido en el
fondo. La gran estrella que le cubría el pecho le pareció curiosa.
El hombre la miró con alivio y le preguntó su nombre y su edad para
iniciar una charla. La desesperación se le asomaba en el rostro, pero
intentaba mantener un tono dulce para que la niña no se fuera.
«Jugaremos a la misión secreta. Debes traerme comida de inmediato,
pero no puedes decirle a nadie o si no perderás el juego», dijo el hombre
notablemente alterado, a pesar de su intento por disimularlo.
La niña regresó a su pequeña casa ubicada no muy lejos del lugar. Al
llegar, halló a su padre llorando en los escalones, últimamente siempre lo
hacía. Se metió a la casa sin que él pudiera verla y se asomó a uno de los
cuartos buscando a su madre. Ella no estaba, hacía días que no la veía,
¿cuándo iba a volver?
Estaba anocheciendo, así que la niña dejó de lado la misión secreta.
Al amanecer, tomó su carrito de los tesoros, un carrito en el cual llevaba
todo tipo de cosas curiosas: unas corcholatas, una enorme canica, una
muñeca, la navaja de su padre y una piedra muy rara que se había
encontrado. Fue a la cocina y agregó a su carrito dos panes, una bolsa de
galletas y una cantimplora que llenó con leche fresca. Salió de casa y tomó
la misma ruta del día anterior.
Cuando regresó al pozo, el hombre estaba irritado por su tardanza, pero
no hizo ningún tipo de reclamo para no echar a perder su oportunidad. La
niña le lanzó las provisiones y miró de nuevo la gran estrella en su pecho
mientras él comía desesperado. Estaba fascinada por aquella figura.
En cuanto el hombre terminó de alimentarse, le dio una nueva misión.
«Ahora debes traerme la cuerda más larga que encuentres, pero recuerda
que no puedes decirle a nadie o pierdes el juego».
La niña regresó a casa poco después de mediodía. Esta vez, su padre la
recibió con un abrazo intenso y se desplomó en llanto mientras le besaba las
mejillas. «Nena, mami no podrá volver a casa. Te amo, te amo muchísimo,
lo sabes, ¿verdad?».
El resto de la tarde se la pasó junto a su padre. Jugaron cartas, miraron
fotos viejas, él le cocinó su comida preferida, y ella se quedó dormida en su
pecho al anochecer.
La niña se despertó temprano al día siguiente, su padre aún no abría los
ojos, y ella se escabulló en silencio. El sol estaba alegre y se besaba de vez
en cuando con las nubes, el viento acariciaba la yerba gentilmente como si
la peinara.
La pequeña se dirigió al taller de su padre y tomó la cuerda que tenía en
mente desde el día anterior. La acomodó con algo de esfuerzo en su carrito
de los tesoros y emprendió su camino al pozo.
Al llegar, el hombre le dio instrucciones específicas. Le indicó cómo
enredar la cuerda al tronco de un árbol y ella, para asombro y alivio del
hombre, lo logró sin mucho esfuerzo.
Después lanzó el resto de la cuerda al pozo, tal como él se lo pidió.
La niña pasó largo rato observando al hombre y sus intentos fallidos por
escalar. Estaba débil y lastimado, subía algunos centímetros para luego caer
abruptamente.
Se hacía tarde y la niña le explicó que debía irse. Él no puso objeción
alguna, pero le recordó nuevamente que no podía hablar con nadie del
asunto. «En cuanto salga de aquí, voy a buscarte, y te daré una nueva
misión».
La niña dio media vuelta y empezó su marcha de regresó a casa. Estaba
satisfecha con las misiones que hasta ahora había cumplido sin problema, y
se preguntó cuál sería la próxima.
Uno de esos autos con luces rojas y azules estaba frente a su casa cuando
ella llegó. Había visto un par de esos en una ocasión que acompañó a su
padre a la ciudad, y recordó que hacían un ruido muy molesto.
Se deslizó sigilosamente para no ser vista, y se quedó detrás de la puerta
para escuchar. Su padre platicaba con dos hombres. Él lloraba, y ellos
intentaban consolarlo.
«Abuso» y «Asesinato» fueron términos que ella no comprendió, pero
era una niña astuta, e interpretó la conversación: un hombre le había hecho
algo muy malo a mamá y luego había escapado en la oscuridad.
«Lo seguimos buscando, uno de los granjeros alcanzó a verlo mientras
huía: cabello negro, piel clara y una estrella estampada en su playera gris.
Parece que no es de por aquí», dijo uno de los oficiales.
La niña se imaginó al hombre corriendo de noche por el campo. Quizá la
oscuridad le había jugado una broma y había terminado cayendo dentro del
pozo.
Al anochecer, la niña comió su cena sin emitir palabra. Su padre la
acurrucó en la cama y le leyó un cuento para que se durmiera. La luna tocó
el violín toda la madrugada poniendo a bailar a las estrellas.
Al siguiente día, la niña regresó al pozo con su carrito de los tesoros.
Se asomó, y se dio cuenta de que al hombre le quedaban escasos metros
por trepar. Ella lo miró sin odio, sin rencor, sin ninguna de esas emociones
que nos convierten en monstruos, pero con un dejo de conciencia infantil
que le dictaba que debía hacer lo correcto. El hombre miró hacia arriba y
chocó con los ojos grises de la pequeña, unos ojos que parecían hablarle.
La niña buscó en su carrito de los tesoros, y rodeó la navaja de su padre
con las manos. Buscó el lado más delgado de la cuerda, y luego, mientras
un grupo de cuervos salía disparado desde un árbol, la cortó.
Esta vez, la caída fue fatal.

Una cerveza
El lugar era una fuente de sodas. Un local abarrotado de risas
espontáneas, besos efusivos y amigos encontrándose.
La música escapaba de la garganta de una rockola, la cual acataba la
voluntad de aquellos que insertaban monedas en su vientre. Las bebidas
adornaban las mesas y animaban las conversaciones. Los vasos chocaban,
las sonrisas se abrían paso en los labios de las personas y las bromas se
colaban a las mesas más cercanas, haciendo reír incluso a los que no
participaban en la plática.
En el centro del lugar, había una mesa color naranja donde se
desarrollaba una escena muy peculiar. Se trataba de una cita a ciegas, cuyos
integrantes eran una mujer espectacularmente hermosa y un hombre muy
nervioso.
Se miraban el uno al otro. Ella no dejaba de sonreír, sus facciones
parecían pinceladas artísticas. Él no dejaba de sudar, su frente era un
iceberg derritiéndose tras el impacto de un meteoro. 
—¿Puedo besarte? —preguntó la mujer, con una deleitante voz de arpa.
—No, yo…, eh…, no…, mejor sólo… conversemos, ¿te parece? Hay que
conversar —dijo él con un nerviosismo que hacía que sus palabras se
derraparan.
—En serio quiero besarte —respondió ella mientras estampaba sus
pupilas directamente en las de él.
—¡No! Por favor, conversemos. Sólo… hablemos, ¿sí? Sólo
conversemos…
—¿Y de qué quieres que hablemos? —preguntó la mujer mientras
recargaba la barbilla en uno de sus puños.
—No lo sé… ¡De lo que sea! ¡De lo que tú quieras!
—Hablemos… mmm… de tu exnovia, ¿qué te parece? —preguntó ella.
El hombre sintió que el invierno entraba por sus venas, quería levantarse
del asiento, pero éste parecía tener garras que lo sostenían por la cintura. 
—Se llamaba Roxana, ¿no es así? —prosiguió la mujer—. Dime, ¿qué le
gustaba a Roxana? ¿Ver películas? ¿Ir a conciertos? ¿Hablar con otros tipos
enfrente de ti?
Los puños del hombre se cerraron frenéticamente, provocando que la
mesa temblara un poco. Miraba el suelo para no enfrentar las pupilas grises
de la mujer. Su garganta empezaba a llenarse de nudos, y habló antes de que
estos se lo impidieran.
—Ella era hermosa. En serio lo era. La amaba tanto, era mi princesa —
dijo el hombre al borde del llanto.
—Entonces, ¿la amabas?
—Sí… claro que la amaba, la amaba como nadie lo había hecho —
respondió el hombre con lágrimas bajando igual que serpientes por sus
mejillas.
—¿Entonces por qué hiciste lo que hiciste? —preguntó ella.
El hombre se quebró, su llanto fue un relámpago que peleó contra la
música del lugar. Sin embargo, nadie pareció notarlo.
—Yo la amaba —dijo gimoteando—. Pero ella… tú debes saberlo… ella
tenía muchos amigos, hablaba con muchos tipos —el hombre hizo una
pausa y luego prosiguió con un leve cambió de molestia en la voz—. ¡Ella
sabía que eso no me gustaba! Lo hacía a propósito para ponerme celoso —
el hombre volvió a llorar—. Ella… ella… disfrutaba viéndome así…
—Tenía un hermano, ¿verdad? —preguntó la mujer, con malicia
juguetona.
—¿Te refieres a Marcos? Sí… él siempre fue mi amigo. Veíamos los
partidos juntos.
—¿Y ya se lo dijiste? —la mujer esbozo una sonrisa cruel y sensual al
mismo tiempo.
El hombre tragó saliva. La rockola se calló un momento para escuchar su
respuesta, pero al ver que se demoraba demasiado, reprodujo otra canción.
El hombre miró a la mujer con ojos de cordero temeroso.
—¿Puedo besarte? —peguntó ella de nuevo.
—¡Nooooo! —contestó eufórico el hombre.
—Entonces dime qué le pasó a Roxana —exigió sutilmente la mujer.
El cuerpo del hombre temblaba como si su corazón luchara por escapar
de su pecho. Sus labios aterrados no querían seguir con la conversación,
pero aun así, emitieron una frase tajante.
—Yo la maté.
—¿Cómo? —preguntó emocionada la mujer, quería escuchar algo que ya
sabía, pero esta vez, directamente de la voz del hombre, como si se tratara
de un poema recitado por el propio autor.
—Presioné su cuello demasiado tiempo —dijo el hombre y el llanto vino
nuevamente como un cantante al que le piden una última canción—. No
quería hacerlo… Yo la amaba... ¿Por qué tantos amigos? ¿Por qué tenía que
hablar tanto con otros imbéciles? ¡Yo era su novio! ¡El hombre de su vida!
¡Su dueño! —el hombre se arrepintió de pronunciar esta última palabra al
darse cuenta de que sonaba grotesca.
La mujer se despegó del asiento y tomó la cabeza del hombre con ambas
manos. Lo miró con ternura, o quizá con malicia, era difícil diferenciarlo.
Le acarició el cabello mientras él lloraba desconsolado, abatido, aterrado.
—Tranquilo, ya estoy aquí —dijo la mujer con sus ojos grises pegados a
los del hombre.
Después acercó lentamente sus labios, y lo besó delicadamente, como si
aquel tipo atormentado estuviera hecho de porcelana y cualquier
movimiento brusco fuera a quebrarlo. Él no dejaba de llorar, intentó
resistirse al beso, pero eso no era posible.
La mujer volvió a su lugar y encendió un cigarro. El humo formó figuras
que se invitaban a bailar entre ellas, y algunas cenizas cayeron en su
elegante vestido negro.
Entonces un joven hizo una estrepitosa entrada a la fuente de sodas. Sus
ojos rojos y llorosos eran la evidencia de que acababa de enterarse de algo
terrible apenas unas horas antes. Su mirada exploró todo el lugar hasta
encontrar lo que buscaba. 
El hombre reconoció inmediatamente al joven, a pesar de su aspecto
furioso y desencajado: era Marcos, el hermano de Roxana. Pudo sentir el
pesado retumbar de cada uno de sus pasos, como si se tratara de un gigante
de piedra caminando en dirección a él.
Marcos, después de tres semanas, finalmente había descubierto lo que le
ocurrió a Roxana. 
Cuando el hombre y el joven estuvieron frente a frente, las palabras se
convirtieron en criaturas que se negaron a salir de su guarida. La rockola se
calló de nuevo, y el silencio se volvió monarca. Marcos sacó un revólver.
Su frente dejó caer dos gotas zigzagueantes, la piedad salió corriendo del
lugar, y una bala atravesó furiosa el cráneo del hombre sentado en la mesa.
Una oleada de gritos y pánico abarrotó la fuente de sodas. Todos
corrieron hacia la salida, interrumpiendo sus risas espontáneas, besos
efusivos y encuentros amigables.
La muerte terminó su cigarro, se sacudió las cenizas del elegante vestido
negro, y miró su reloj… aún tenía tiempo para una cerveza.
Mil osos
El hombre le gritó furioso a Alicia:
—¡¡Quédate aquí!!
Ella no hizo intento alguno por obedecer. Entonces el hombre le apuntó
con su arma para hacer que retrocediera.
Luego subió por las escaleras del edificio con el corazón en llamas,
dejando atrás a Alicia, quien se quedó como una estatua hecha de
impotencia. El hombre corría despedazando el silencio con el frenético paso
de sus pies. La noche escupía sombras en cada rincón del edificio, y la
desesperación usaba los ojos del hombre como proyector. Él sabía que, si
Alicia lo acompañaba, el mundo habría terminado para todos. Sólo había
una oportunidad, y la frente sudada del hombre lo sabía.
Llegó a la azotea y la luna volteó a verlo de inmediato. Encontró a su
esposa en uno de los bordes, con el rostro maquillado de rabia, tristeza y
destructiva determinación. Sostenía del cuello a una pequeña niña asustada,
una niña que pronto sería lanzada diez metros abajo si aquel hombre
fallaba. La ciudad guardó silencio para que las estrellas pudieran escuchar
lo que pasaba.
El hombre le apuntó a su esposa con el arma, deseando no tener que
hacerlo, pidiendo a gritos que fuese alguien más quien habitara su piel en
ese momento. Ella lo miró, y entonces se sintió expuesto, indefenso,
vulnerable, como si en los ojos de su esposa hubiese también un arma.
En la intimidad de sus miradas, se contaron todo. Ella quería reciprocidad,
quería darle significado a todas las noches en las que casi murió de llanto, a
la sensación de su pecho explotando cuando sepultó a Renata, a su Renata,
a su pequeña, inmortal e inolvidable Renata. Quería que Alicia también
supiera lo que era perder a una hija.
Era cierto, el pasado y el presente estaban entretejidos. Alicia, unos años
más joven y bañada de alcohol, había arrollado a Renata. Alicia, en su
versión más estúpida, le había arrancado un pedazo de vida a ese
matrimonio.
Y el hombre, a pesar de estar igual de herido, sabía que asesinar a la hija
de Alicia no era la manera de resolver las cosas.
Intentó disuadir a su esposa con las escasas palabras que sus labios
temblorosos lograron emitir. Pidió ayuda a la luna, pero ella le dio la
espalda. El amor, el único hilo delgado que aún los unía, estaba a punto de
reventarse. Las emociones volaron en el viento, mordiéndose unas a otras.
Las lágrimas, en aquel momento, pesaban más que las balas dentro del
arma. Y justo ahí, cortando todo lazo, destruyendo toda quietud, Alicia
llegó a la azotea. 
Y la rabia le ordenó a la herida y furiosa esposa que despedazara el
mundo.
Los segundos avanzaron a una fracción de su velocidad real:
La esposa levantó a la niña como si fuese una bala de cañón a punto de
ser catapultada. Alicia gritó el nombre de su hija, reventando los cristales de
todos los autos en la ciudad. El hombre apretó el gatillo, implorando que su
puntería fallara. Sin embargo, la bala, con toda malicia, hizo hasta lo
imposible por impactarse contra su objetivo. Luchó contra el viento, contra
la gravedad, contra los sentimientos del hombre que disparaba. Y al final,
salió victoriosa, atravesando el cráneo de la mujer.
Alicia abrazó a su hija, sana y salva, con la fuerza de mil osos. Ambas
lloraron hasta inundar el drenaje. Intercambiaron besos y palabras amorosas
mientras la luna observaba conmovida.
El hombre permanecía estático. El cadáver de su esposa era una visión
grotesca que se obligaba a mirar. La luna en cuarto menguante parecía estar
riéndose de él. Sintió convertirse en papel, en escarcha, en un maldito
desgraciado. El nudo en su garganta era, en realidad, su corazón intentando
salirle por su boca. Una madre y una hija volvían a reunirse, pero aquel
hombre era el único que lo había perdido todo…
Poema con labial
Darío la conoció en la mesa de un café. Sus ojos estaban adornados con
algo a lo que él llamaba misterio. No esperó, y le lanzó una mirada que
aterrizó justo donde él había planeado: la suya.
Se acercó a su mesa, donde ella lo esperaba ya dispuesta a iniciar una
plática. Su historia comenzó con una pregunta convencional: «¿Te puedo
acompañar?».
Su nombre era Vanesa. Y sí, tenía pareja. Pero, aun así, había un hotel
cerca.
Se convirtieron en amantes, se veían cada cierto tiempo y se disfrutaban
el uno al otro. Ella era hermosa y sus caderas eran escurridizas, aunque su
inteligencia a veces incomodaba a Darío.
Los meses formaron una larga línea, y mientras el tiempo avanzaba sin
prestarles atención, Vanesa y Darío empezaron a sentir algo más intenso.
No era amor, pero sin duda, se entendían dentro y fuera de la cama.
Una vez incluso, Vanesa lo invitó a su casa. Su pareja no estaba, y
aunque ninguno de los dos se atreviera a confesarlo, eso hizo más excitante
su encuentro.
Después de su combate en la cama, Darío examinó un poco la casa. No
había fotos del hombre misterioso con el que Vanesa compartía su vida. Sin
embargo, lo que captó su atención fue la montaña interminable de
reconocimientos.
Lo sorprendieron las estanterías adornadas con trofeos de artes marciales,
natación, boxeo y algunos otros deportes.
Vanesa le explicó que eran de su pareja.  Y sin darse cuenta, le dio una
cátedra de lo orgullosa que estaba de él, de todos sus logros y lo feliz que la
hacía estar a su lado. Esto sólo incomodó a Darío, pero él sabía
perfectamente que no estaba en posición de reclamar nada.
Dudó por un momento. La persona a la que Vanesa describía parecía el
hombre perfecto. ¿Por qué buscaría un amante?
Sus razones debía tener. Asumió que había una parte de la historia que
ella no le contaba. Entonces su orgullo regresó, seguramente él tenía algo
que la pareja de Vanesa no. Aunque francamente, no quiso preguntar que
era.
Durante los meses siguientes empaparon sábanas de hotel y dejaron que
sus pieles se conocieran mejor. Aprendieron cada vez más uno del otro,
eran inmensamente compatibles, los perfectos compañeros casuales.
Ella era dichosa y él era dichoso. Sin embargo, alguien siempre sale
lastimado.
*
Una noche, Darío tomó un bar como guarida, pidió un trago e intentó
divertirse. Sin embargo, sabía que sólo se embriagaba para ocultarse a sí
mismo un hecho curioso: se estaba enamorando de Vanesa. Lo había
meditado durante las últimas semanas, esto crecía y se salía de control.
Las notas de su canción favorita llegaban hasta su mesa, el ambiente se
animaba, el alcohol ya juntaba los labios de hombres y mujeres dentro del
bar. Darío necesitaba una distracción, y la encontró mágicamente en una
mesa no muy lejana.
Una mujer lo miraba fijamente, su par de pupilas marrones no se
despegaban de él.
Darío la inspeccionó a detalle: era una mujer atractiva, su cabello era
castaño, su rostro era un deleite y sus piernas estimulaban la imaginación.
Quería olvidarse de Vanesa, al menos por unas horas, y la oportunidad no
podía ser mejor.
Revisó su teléfono para comprobar si no tenía mensajes nuevos. No los
había. Sin embargo, se quedó mirando por un par de minutos el rostro de
Vanesa en su fondo de pantalla. No le debía explicaciones y tampoco
ningún tipo de fidelidad. Ella tenía a su pareja, así que él podía tener
encuentros con otras mujeres. Todo estaba bien.
Se sintió preparado para acercarse a la mujer que lo miraba, pero cuando
volvió a posar sus ojos en aquella mesa, su presa se había ido. Se sintió
estúpido, y llevó un trago más a su garganta. Quiso llamar a Vanesa, pero
estaba seguro de que no le contestaría a esa hora.
Media hora después entró al baño, y el espejo le rectificó su borrachera.
Abrió la llave del agua y se enjuagó el rostro para recuperar un trozo de sí
mismo.
Ese pequeño lapso fue suficiente para que una criatura furiosa escapara
de uno de los baños detrás de él.
Un objeto, un tubo quizá, golpeó el costado de Darío. El impacto provocó
que cayera de rodillas y su atacante aprovechó su posición para enredarle
una gruesa cinta alrededor del cuello. Darío fue arrastrado hacia el interior
de uno de los baños, y una vez ahí, la mujer de cabello castaño jaló de la
cinta mientras Darío se sacudía en un vano intento de lucha. La mujer
jalaba con rabia, con ímpetu, con placer.
En el bar pusieron una canción que hizo que la gente se encendiera y se
levantara a bailar. Las copas chocaron, las risas subieron de volumen, y el
cuerpo de Darío dejó de sacudirse.
En el espejo, la muerte escribió un poema con labial.
*
Ningún semáforo se atrevió a frenarle el paso a la mujer de cabello
castaño durante el viaje de regreso a casa. Al llegar y pararse frente a la
puerta, se preguntó si valía la pena tocar el timbre. Tal vez sería mejor
largarse y olvidarse de todo.
No, eso no era opción. Ella nunca había desertado en nada. Así que,
después de unos minutos de introspección, finalmente presionó el timbre.
Vanesa abrió la puerta, recibiéndola con una sonrisa. Sus labios se
perfilaron para besarla, pero la mujer de cabello castaño giró la cabeza en
señal de rechazo...
Vino, tequila o nostalgia
El hombre embarraba la mirada en los cuadros de boda. Los odiaba, pero
no tenía las agallas para retirarlos. 
Su pequeña hija vagaba en la cocina, comiendo cualquier cosa que
estuviera a su alcance. Él sólo bebía. El alcohol no modificaba el pasado,
simplemente hacía del presente un lugar más tolerable. Su esposa se fue.
Con alguien más divertido, más interesante, con alguien mucho mejor que
él. Al menos eso dijo ella.
La melancolía bailaba desnuda por toda la casa. Aquel hombre se había
oxidado, un trozo de corazón le fue arrancado en cuanto su esposa cruzó la
puerta. Al menos eso sintió él. La mujer a la que amó subió al auto de un
tipo, al cual ni siquiera alcanzó a verle la cara. El sol secó los rastros de
neumático, negándole la oportunidad de seguirla.
«No tengo ganas de jugar», dijo el hombre, y la niña se fue con sus
muñecas a otra parte. Él sólo quería matarse con vino, tequila o nostalgia, lo
que funcionara más rápido. Viajaba por el tiempo al cerrar los ojos, el
pasado le lanzaba recuerdos que su memoria mordisqueaba como si fueran
huesos. ¿Cómo pudo ella cambiar tanto?
Una noche llovió como si el cielo desahogara sus penas. La tormenta
disparaba truenos y la piscina se llenó a tope. El hombre salió de la casa a
paso indiferente, tan apático que apenas sintió los disparos de lluvia. Se
paró al borde de la piscina, imaginó que la había llenado a puro llanto, y
luego se lanzó.
El agua lo recibió como una víctima voluntaria, la muerte lo abrazó
tiernamente por la espalda, y entonces el hombre se relajó dispuesto a
disfrutar del viaje. Sin embargo, un sonido tosco lo distrajo…
La caída de un pequeño cuerpo dejó un rastro de burbujas. En un intento
inocente y mal premeditado, su hija se había lanzado a salvarlo y ahora se
veía suspendida en medio del agua. El hombre reaccionó y trató de nadar
hacia ella, pero la muerte lo sujetó del cuello, y en un desplante cruel, le
levantó la cabeza obligándolo a mirar. Se dio cuenta de lo banal de su dolor,
de la insignificante desventura que representa un abandono. Quiso seguir
luchando, quiso que la rabia viniera para devorarse su tristeza. Entonces la
muerte sonrió maliciosamente, pues había aclarado su punto. Así que lo
soltó.
El hombre alcanzó el menudo cuerpo de la niña y ambos salieron del
agua. Fuera de la piscina, el hombre le lloró a su hija. Le rogó desesperado
que abriera los ojos, que volviera, que le reprochara todo, pero que no se
fuera. Después de presionarle el pecho durante segundos eternos, la niña
escupió agua y lo miró angustiada… pero viva.
Se abrazaron, y sus lágrimas se confundieron con la lluvia. Más tarde,
todo el alcohol de la casa sería lanzado al drenaje.
La muerte se revolcaba divertida, le gustaba hacer cosas como ésta de
vez en cuando, aunque no se llevara nada.

Estampida
La luna dijo algo, pero desde tanta altura, nadie logró escucharla. Un
pequeño charco de alcohol jugueteaba haciendo figuras en la mesa de
madera. En aquella casa, el desastre había decorado la cocina de una forma
poco entendible. Al mismo tiempo, una mujer empezaba a ignorar sus
heridas corporales, pues en su mente se había desatado una balacera. Sin
tregua, ella clavaba su mirada furiosa en un par de ojos visiblemente
atemorizados.
«Mírame, ¿te parezco hermosa con sangre seca en el rostro? ¿Te
deshiciste de toda frustración al estampar tus puños en mi piel? “Amor”, así
le llamaba a la danza de mariposas en mi estómago. Amor le llamaba a tu
sonrisa, a tus besos y caricias espontáneas, hasta que me trajiste a vivir
aquí, donde las hadas se volvieron monstruos, y el final feliz se convirtió en
un eterno episodio violento. Pero yo era una idiota, realmente no conocí el
amor hasta que lo miré a él, hasta que lo tuve en mis brazos, hasta que lo
alimenté, cambié sus pañales y contemplé fascinada sus primeros pasos. A
él lo amé de verdad, con toda la potencia que podía ofrecer este menudo
corazón. Su presencia era mi bálsamo, mi aliciente para soportar tu odio de
alcohólico y tus bofetadas de media noche. Él era lo único bueno, y era tu
costumbre quitarme todo lo bueno. Ojalá tu imaginación pudiese darte una
idea… una idea de esa sensación impotente que serpenteaba por mis venas
esa noche. Oír los gemidos de mi niño, afuera, torturado por el frío,
mientras yo, con el cuerpo molido por otra de tus palizas, no podía
levantarme de la cama para abrirle la puerta. Supongo que sus llantos
fueron misiles para tus oídos, supongo que tu resaca no te dio capacidad
para tolerarlos. Por eso lo sacaste de la casa, dejando que el clima helado y
la desgracia se hicieran cargo. Está de más decirte que te detesto, y que mi
pecho está ocupado por tantos sentimientos que ya no quedó espacio para la
piedad. Él era mi vida, él era mi dicha… él era más mío que tuyo»…
Las palabras intentaron salir en estampidas simultáneas, formando nudos
en la garganta del hombre que escuchaba atentamente los furiosos
argumentos de la mujer. Finalmente, hallaron orden y se deslizaron
amargamente:
«Johana, bebé, tranquilízate. Escúchame bien, sé que no he sido lo que
esperabas, sé que he sido el hombre más estúpido, te he lastimado y me
odio a mí mismo por ello, pero debes tranquilizarte y por favor… por lo que
más quieras… por lo que más quieras en el mundo… baja el arma».
La luna se cubrió los oídos para evitar escuchar el monstruoso rugido que
provocó el dedo de Johana al presionar el gatillo…

Colisión
Ella lo ama, de esa manera en que aman las mujeres hermosas.
Se casó con él por conveniencia, pero con el tiempo terminó enamorada.
Él es un hombre tierno, comprensivo, sumamente inteligente, es como el
padre amoroso y protector que no tuvo de niña. Sin embargo, es demasiado
aburrido, y ella tiene necesidades especiales. Necesita sentirse deseada
constantemente, necesita un cuerpo atlético encima de ella, labios variados
que la besen como si descubriesen nuevas tierras.
Cuando él no está, ella sale en busca de conquistas, compañías de una
sola tarde.
Una fila interminable de hombres entra a su casa. Algunas veces, su
esposo trabaja los fines de semana, y ella tiene libertad completa para sus
amantes. Tiene miedo de ser descubierta, no quiere herirlo, no quiere
perderlo. Pero a estas alturas, no está dispuesta a abandonar sus placeres.
Un secreto.
*
Él la ama, de esa extraña manera en que aman los hombres malditos.
Es un tipo tranquilo. Se levanta a las siete de la mañana, se coloca los
anteojos, prepara su propio desayuno y toma su portafolio. Le da un beso en
la mejilla a su esposa, diez centímetros más alta que él, y sale a trabajar.
Sin embargo, la placentera belleza de su esposa no le es suficiente para
ser feliz, porque él también tiene necesidades especiales, y un pasado
violento que dejó perpetuas secuelas en su mente.
A veces, sale a la calle y escoge a un individuo con características
específicas. Pasa semanas averiguando todo sobre él y luego inventa el
modo más original de asesinarlo.
Nunca trabaja los fines de semana, simplemente sale a cumplir su
cometido, a sosegar su extraña fascinación por el color sangre. Cuando lo
hace, maldice a su padre, se maldice a sí mismo, pelea con su pasado y
termina cubierto de lodo. Sin embargo, todo eso hace su existencia
soportable, le quita el peso a sus días, lo tranquiliza y lo deja morir y nacer
simultáneamente cada vez que lo hace.
Otro secreto.
*
Esta noche, algo salió mal, y él ha tenido que posponer la matanza.
Conduce despacio, meditando, bailando tanto con sus pensamientos que ha
olvidado avisarle a su esposa que ya va de regreso. Ella, por su parte,
comparte la cama con un desconocido.
Cuando él llegue, cuando abra la puerta del dormitorio, y ambos secretos
colisionen, las consecuencias pueden ser fatales…
¿Te gustó la historia?
«Te contaré: Papá quiso defenderla, pero eran cuatro chicos con cuchillo.
Entraron por las ventanas buscando a Sara. Tú sabes cómo son los chicos en
los pueblos pequeños, un desprecio de mujer es como gasolina en piel
abierta. Papá fue molido con heridas en pecho y espalda, la luna lloró al
verlo morir; una niña llamada Melanie, desde la rendija del ropero,
observaba cómo la ropa abandonaba el  cuerpo de su hermana, Sara. Su
llanto apenas era audible entre los gritos excitados de aquellos chicos. Ellos
estaban ahí para tomar por la fuerza lo que Sara se negó a darles. Había uno
en especial, tenía un tatuaje de mal gusto en el cuello, y era él quien dirigía
las acciones de los demás. Sí, ya sé lo que piensas, la pequeña Melanie fue
cobarde, estoy de acuerdo contigo. Debió pelear, morir si era necesario.
Incluso cuando sus intentos no hubiesen modificado la historia, porque vivir
sintiéndote culpable es una irritante ironía. 
Niña estúpida, sólo salió de su escondite al sentir el calor del fuego. Se
limitó a contemplar las llamas mordiendo su pequeña casa. Sus ojos
húmedos apenas le permitieron ver cómo los chicos huían en una marcha
gloriosa. El silencio colocó la mano en los labios de la niña para apagar sus
lloriqueos. Papá, Sara y la inocencia murieron esa noche. Pero no Melanie.
¿Es injusto, verdad? En fin, déjame servirme otro trago.
¿Te gustó la historia? Yo la detesto, pero curiosamente, soy la única que
puede contarla»…
 
Melanie sujetó la cabeza del hombre atado y la giró hacia la derecha para
observar su cuello, intentando encontrarle forma a su tatuaje. No lo logró.
Luego hizo un gesto burlón al ver su mueca de miedo. Los hombres de
Melanie retenían a otros tres sujetos heridos y atemorizados, la sangre en
sus rostros pareció deleitarla. Después salió de la choza. Afuera, uno de sus
escoltas le abrió la puerta de la camioneta haciendo una reverencia
respetuosa.
Melanie encendió un cigarro, dio una orden y sus hombres quemaron el
lugar…
Víctima enamorada
—Necesitaré cada detalle que recuerdes. Cualquier cosa puede serme
útil. Procura no omitir nada, incluso si no te parece relevante. Empieza por
hablarme sobre ella —dijo el hombre de corbata azul.
García sonrió antes de empezar a hablar:
—¿Ella? ¿Quiere saber de ella?... Ella es un arma cargada que se
convirtió en mujer, un toro herido y furioso con la mirada fija en el costado
del torero. Su sexo dejó rastros de pólvora en mi cama, recuerdo que la luna
empezaba a desnudarse cuando sabía que ella la observaba. 
El hombre de corbata azul miró a García como si éste fuera un imbécil,
tomó un sorbo de café y prosiguió:
—Debes ser más específico conmigo, ¿sabes a dónde pudo haber ido?
—Desde luego —contestó García entusiasta—. Seguramente está en un
bar usando la cordura de los hombres como cenicero. Su mirada era de
azufre y su cintura incitaba a la violencia. El espejo tragaba saliva siempre
que ella se paraba frente a él, su falda corta era una bandera de guerra. Cada
vez que fumaba las mariposas se peleaban por el humo de su boca y… —
García hizo una pausa—. Señor, usted debe entender que ella no es mala
¿sabe? Es sólo que ha sufrido mucho. Su cama está repleta de pesadillas, y
sin embargo, a mí me encantaba dormir ahí.
El hombre de corbata azul evaluó la mueca en el rostro de García.
Parecía un estúpido, alguien cuya cabeza ha sido revuelta por un
profesional. No valía la pena perder el tiempo con él, así que salió del
cuarto notablemente irritado.
Una vez afuera, encendió un cigarro y dejó que sus ideas colisionaran.
Buscaba a una asesina experimentada: once hombres muertos en dos años,
y el único sobreviviente hablaba de ella como si fuera una diosa.
Sin embargo las palabras de García, a pesar de su estilo tedioso, le
dejaban algo muy claro: ella era sumamente peligrosa.

Para Clara
La muerte llegó con tres minutos de retraso. Al empujar la puerta, halló a
Clara con las mejillas húmedas y los labios llenos de palabras no dichas. Un
revólver humeante y el cadáver de un mal hombre yacían cerca de ella,
vestigios de su ataque de furia.
La muerte le acercó papel y pluma mientras le murmuraba tiernamente
una advertencia: «No tienes mucho tiempo, los vecinos escucharon el
disparo, así que escribe y luego vete». La mano de Clara se deslizó sobre el
papel y las líneas se convirtieron en el mensaje que sus labios nunca
pudieron formular. Se oyeron sirenas, se oyeron neumáticos acercarse con
frenesí. Clara soltó el bolígrafo y salió del lugar. La ciudad se la tragó, la
luna borró sus huellas, nadie logró encontrarla…
*
Paula salió adolorida de la clínica, su madre le servía de soporte para
caminar. Su rostro estaba pintado de morado y los puños de su novio habían
sido el pincel. A pesar de todo, el bebé permanecía estable. Paula no dejaba
de acariciarse el vientre, murmurando promesas para el huésped dentro de
ella.
Al llegar a casa, una barrera de oficiales le impidió el paso tanto a ella
como a su madre. Sin embargo, uno de ellos se dio a la tarea de explicarles
la situación.
Paula casi desgarró sus pulmones luego de enterarse. Gritó el nombre de
su novio creyendo que si lo repetía suficientes veces, él se levantaría. Su
llanto y alaridos casi revientan el foco de un poste de luz. Quiso contemplar
por última vez el rostro de su novio, pero una bolsa negra no se lo permitió.
El oficial le entregó una nota de papel improvisada que habían
encontrado dentro de la casa. Paula distinguió de inmediato la letra de su
mejor amiga Clara. El mensaje decía sólo verdades, fue por eso que le
pareció tan hiriente:
«Lamento no haber nacido hombre como él. Te amo. Lo hice siempre. Tú
nunca ibas a dejarlo, y un día él terminaría matándote.
Perdóname».
El papel aún tenía rastros de llanto.
Tulipanes
Ella seguía sin abrir los ojos, su condición no mejoraba. Él permanecía
allí, a su lado, leyéndole los poemas que tanto le gustaban, combatiendo
silencios con las canciones que la hacían llorar, o sonreír, o bailar
furiosamente.
La casa estaba adornada con tulipanes, sus flores favoritas. Él esperaba
ver su cara de fascinación al despertar. Intentaba recapitular los recuerdos
de una vida juntos, sostenía fotografías y le contaba las historias impresas
en ellas. Su esposa no movía ni un sólo músculo, pero él fantaseaba que la
hacía sonreír, que contestaba con algún escurridizo «yo también recuerdo
eso».
Le hablaba de sus planes para cuando despertara. La llevaría a cenar y
cedería por fin a su insistente deseo de verlo vestir un smoking . Recorrerían
las calles forradas de sueños, buscarían bajo las hojas del parque algunas
palabras de amor. La luna soltaría su ronroneo, los vagabundos tocarían el
violín y ellos se darían un beso. Sólo debía volver a él, sólo tenía que abrir
los ojos.
La cama parecía querer tragarse el cuerpo de la mujer. Él le sostenía la
mano mientras le contaba, por millonésima vez, la anécdota de su primer
encuentro. Tocaron la puerta y la garganta del hombre se llenó de nudos,
impidiéndole terminar la historia. Le acarició el cabello a su esposa
mientras repetía su nombre disfrutando de cada sílaba que lo componía. La
puerta sonó otra vez y la humedad en las paredes de la casa se agrupó al
unísono en los ojos del hombre. Al no recibir respuesta del interior, alguien
derribó la puerta a punta de embestidas.
Entraron primero dos hombres. Le hablaron amablemente y luego lo
sujetaron cuando intentó luchar. Después una chica y un tercer hombre
entraron con una camilla para subir el cuerpo de la mujer que yacía en el
colchón.
Él arrojó gritos sin significado. Intentó hablarles de los tulipanes, del
smoking , de los violines y la luna. Ellos no entendieron nada. Ellos sólo se
llevaban un cadáver.
Afuera de la casa, una multitud de vecinos observaba la escena. Ellos
habían hecho la llamada, sus murmullos fusionados conformaban la voz de
un monstruo. El hombre golpeó, pateó y arañó, pero no impidió que el
cadáver de su esposa fuera trepado a la camioneta. Varias voces intentaron
tranquilizarlo, pero ninguna era ésa, la que había esperado durante días, la
que juntaría de nuevo sus pedazos. Ninguna era la de su esposa…

Bestia salida de un costal


—Dámelo —dijo el niño de la casa 203.
—No, es mío y no te lo presto —respondió molesta la niña de la casa
204.
El niño abandonó el jardín, entró a su casa y regresó con un plato de
plástico, el cual usó para golpear frenéticamente la cabeza de la niña.
Arremetía contra ella con una mueca de odio, como si su furia viniera de
otro lugar, de un recuerdo turbulento. Los vecinos intervinieron de
inmediato.
Un rato más tarde, el niño caminaba a lado de su madre. Ella parecía
seria, retenía cierto enfado que no mostraba.
«No he hecho nada malo, mamá. ¿Por qué no me hablas?», se decía el
niño en silencio. Entraron a casa, su madre le lavó la cara y le sacudió la
ropa sin mirarlo siquiera. La indiferencia hizo que los ojos del niño se
humedecieran. Lo metió a su cuarto y cerró la puerta sin ningún signo de
enojo. Después la mujer se refugió en su recámara, puso el seguro, y
rompió a llorar.
Había sucedido como el despertar impredecible de un volcán. El niño
había observado, asimilado, y para el horror de su madre, aprendido.
De pie frente al espejo, la mujer se levantó el cabello y se tocó el cráneo:
ahí seguí la cicatriz, una de tantas, una muy especial. Aquella que surgió
una noche de acostumbrada agitación, cuando su marido le estrelló un plato
de cristal en la cabeza.
El silencio le soltó la verdad con alaridos. Había resistido inútilmente
esperando el tan prometido cambio, su ansiado final feliz. Ahora la ironía
hacía de las suyas y su hijo se convertía en el mismo monstruo que ella
enfrentaba todas las noches al servir la cena. Sus venas se hincharon, la
sangre viajaba a la velocidad de sus recuerdos, las fotografías le
reprochaban su cobardía. «Lo que tú llamas amor es solo una absurda
excusa para quedarte». 
La rabia y la melancolía se adentraron en un combate por territorio. Ella
se reprochaba a sí misma; todas las disculpas de su marido las había
guardado en un pequeño costal, y ahora, una bestia gigantesca salía de ahí.
Era suficiente. No dejaría que su pequeño repitiera el papel. No daría
lugar a más verdugos ni futuras víctimas. Su hijo era lo más valioso para
ella y no lo vería convertirse en la pesadilla de otra mujer.
La rabia le ayudó a llenar las maletas.
Esta vez iba a pelear, esta vez, las rosas no la engañarían…
Cinco vidas
El cuarto a oscuras, la ciudad gritando, la luz filtrándose por las persianas
invitándolo a salir a un mundo que ya había prescindido de él.
Agustín fumaba esperando que su vida caducara, apagó el cigarro en su
antebrazo y dibujó mentalmente los rostros de las dos hermosas criaturas a
las que una vez llamó familia. Su tristeza le servía de coraza para ocultar su
coraje contra la vida, contra su esposa e hija por morir prematuramente, por
haberlo dejado solo, por llevarse con ellas los colores que componían al
mundo, una rabia contra sí mismo por seguir todavía vivo.
Las noches de Agustín eran una mezcla imperfecta de cerveza, nicotina,
melancolía y acidez. Una de esas noches, alguien entró por la puerta,
partiendo el silencio a la mitad. Era una mujer hermosa, imponentemente
hermosa, de cabello rojo fuego, mirada pesada como la pena de Agustín,
cintura de mármol y un escote que tentaba a la luna. Agustín la reconoció
de inmediato, lo dedujo casi al momento: era la muerte.
Ella le arrebató el cigarro y se sentó lentamente sobre la cama. Habló con
él usando tono irónico.
Su voz era áspera, pero con un toque sensual: «Tú me deseas, me deseas
como pocos lo hacen, pero no tienes las agallas para matarte, quieres que
alguien lo haga por ti. Me he cansado de esperarte, me he cansado de venir
a tu casa cada vez que me llamas, sólo para que te arrepientas a último
minuto. No estoy aquí para consolarte, ni para sacarte de tus lloriqueos. He
venido a hacer negocios». 
Agustín escuchó atentamente la propuesta. La muerte le dio
instrucciones, herramientas que necesitaría y una dirección.
Al final, le dio un beso seco en la mejilla y luego se fue…
*
Elena movió los dedos de su mano izquierda, sólo para comprobar que
seguía viva. Trozos de su dignidad reposaban en el suelo, su cuerpo
golpeado seguía en la misma cama sucia, y los cuatro chicos seguían
jugando cartas en el cuarto contiguo. Ya no sabía si era de día o de noche.
Seis, siete u ocho días en ese lugar, ya había perdido la cuenta. Cada uno de
los chicos se turnaba para hacer con ella lo que se le viniera en gana. Más
allá de satisfacer violentamente sus necesidades, también descargaban
contra ella su odio de niños, sus frustraciones de adolescente, su ansioso
deseo por un poco de poder.
Elena soltó una lágrima por ella, por la familia que seguramente la
buscaba, por la vida que había anhelado y probablemente ya no tendría.
El rugido del tren se oyó por enésima vez cerca de la choza. Después de
eso, un sonido igual de monstruoso hizo temblar la tierra. Elena escuchó un
disparo, alguien abrió la puerta del cuarto contiguo. Se oyeron gritos de
sorpresa, de miedo, de dolor, se oyeron puños estampándose contra piel
joven, se oyeron mandíbulas azotadas, pies furiosos estrellando patadas.
Elena usó la poca energía que había guardado para arrastrarse y observar.
Entonces lo vio: era un hombre de ojos rojos, quizá por no dormir o por
llorar demasiado, un hombre con una mueca de furia que parecía más de
sufrimiento.
Agustín hizo llover rabia en esa choza, se vengaba de la vida en cada
golpe que soltaba. Los chicos devolvieron el ataque de manera torpe e
improvisada, pero nada era suficiente para someter a un hombre que parecía
estar hecho de roca. Agustín bombeaba gasolina por sus venas, disparaba
alaridos reclamando el amor arrebatado, el hueco en su pecho, su vida
deshecha. No era justicia, quizá ni siquiera venganza, sólo era el dolor
escapando por un túnel.
Cuando el huracán de ira terminó, cuatro cuerpos dejaron de moverse.
Agustín recuperó la cordura, y entonces se permitió volver a sentir dolor:
dos cuchillos habían perforado su cuerpo.
Se dejó caer, y una vez en el suelo, aquel hombre contempló el techo
como si contemplara las estrellas. Los focos de la choza parecían
luciérnagas dándole la bienvenida. Miró el rostro inmortal de su esposa, la
mirada sanadora de su pequeña hija, y después… después ya no vio nada.
Su corazón se negó a seguir latiendo.
Elena recuperaba las fuerzas poco a poco, pronto estaría lista para
ponerse de pie. La muerte se miraba en el espejo: cinco vidas en vez de una.
Había hecho un buen negocio.
 
 
 
 
 
 
 
 
Luna volcada
Rebeca es una mujer hermosa e inteligente.
Tiene una relación con Mauro, un tipo que le grita cada vez que puede.
Lo ama, y aunque a veces se cansa de sus continuos desplantes, él siempre
sabe cómo hacerla sonreír. Cuando las discusiones suben de tono, su vecino
Leo siempre está disponible para consolarla. Leo es un tipo tranquilo y
dulce, de gesto amable y palabras acertadas. Rebeca nunca se ha sentido
atraída por hombres como él. Sin embargo, reúne todos los requisitos para
considerarlo un buen amigo. Su necesario confidente. 
La situación con Mauro sigue siendo difícil, así que Rebeca ha decidido
hacer una pequeña prueba. Esta noche lo citó en un bar del centro para
decirle que quiere terminar con él, sólo para ver su reacción. Quizá su
mentira lo obligue a exteriorizar sus sentimientos, quizá por fin se quite su
coraza y le declaré lo mucho que la ama y necesita. Rebeca espera
fervientemente que su mentira rinda frutos.
*
Mauro es un tipo mujeriego y posesivo.
Su chaqueta de cuero y Rebeca tienen algo en común: ambas las puede
presumir. Francamente, no le preocupa la amistad que ella tiene con su
vecino Leo, un perdedor que obviamente está detrás de ella. No le molesta,
incluso agradece que le ahorre todas las conversaciones cursis y tediosas.
Leo hace el trabajo aburrido, así es más sencillo llevar a Rebeca a la cama,
cuando al fin ha descargado todas sus tensiones emocionales y su humor es
adecuado para las caricias.
Mauro se ha acostado ya con varias de las amigas de Rebeca. Una de
ellas le ha dicho que ésta piensa terminar con él. Esto ha desatado su ira,
pues su orgullo no tolera el abandono.
«¿Quieres dejarme, puta? Entonces déjame darte un último recuerdo… el
peor de todos».
Esta noche, Mauro tiene reservada una habitación de hotel. Ahí preparó
cuerdas e instrumentos sexuales. Tiene pensado divertirse humillando a
Rebeca hasta que el sol vuelva a salir. Esta noche hará con Rebeca todo lo
que ella nunca accedió a hacer.
Sabe cómo persuadirla para abandonar el bar, sabe qué palabras
acomodar en sus oídos para retorcer su voluntad.
Lo que no sabe es que nunca llegará a su cita con ella.
*
Leo es un asesino incontrolable. 
Una tarde, paseando por la acera, encontró a su próxima víctima.
Recordó su infancia tan sólo con verlo: él era exactamente como aquellos
hombres que su madre metía a casa.
Averiguó el nombre y dirección del sujeto. Su nombre era tan irritante
como los que escuchaba en la habitación de su madre: Mauro.
Rentó un departamento al lado de la novia de su objetivo y se las arregló
para volverse amigo de ella. La escucha atentamente, cada detalle de Mauro
es importante, cada elemento que pueda explotar. Para Leo es más
emocionante jugar con la mente de su víctima antes de hacerla pedazos.
Esta noche, Mauro no logrará atravesar la puerta del bar. La experiencia
de Leo es extensa, debido a eso conoce una gran variedad de métodos para
paralizar a un hombre.
Lo llevará a un lugar solitario y alejado donde puedan conocerse mejor…
Tercera balada de Miranda
El asunto era sencillo: si quería recuperar a su esposa y a su hijo, tendría
que matar a alguien.
Eso dijo la voz distorsionada al otro lado del teléfono. Le dio la dirección
de un edificio abandonado, e instrucciones muy específicas: entra, sube al
segundo piso, encontrarás a un hombre de corbata atado a una silla, piensa
en algo agradable, y luego dispárale en la frente.
Y ahí estaba él, observando al hombre encapuchado y vestido de traje. No
tenía que saber quién era, sólo disparar y salir de ahí, su esposa Miranda y
su pequeño hijo se lo agradecerían. El silenciador del arma prometió no
llamar la atención, las balas parecían excitadas, como actrices a punto de
salir a escena. Él sudaba, se decía a sí mismo que no podría. Las paredes lo
miraban expectantes, y de haber tenido labios, hubiesen esbozado una
sonrisa. Sus pensamientos hacían fricción, la línea entre el amor y el
salvajismo se volvía más fina a cada segundo. El hombre divagaba, sus
manos querían soltar el arma, pero también querían volver a tocar el rostro
de su hijo y el de Miranda. El tiempo se le terminaba, y las voces en su
cabeza no se ponían de acuerdo.
Finalmente, su mano levantó el revólver. La vista se clavó en el cráneo
del hombre atado, el silencio cedió paso a los latidos de tambor, se escuchó
un «lo siento» prematuro, y una bala atravesó la cabeza del sujeto en la
silla.
La ciudad no escuchó nada.
El hombre con el arma se tumbó en el suelo. Después de llorar un rato, su
dedo pulgar se hundió en el número uno del teléfono, tal como se lo habían
pedido. Luego esperó a que entrara la llamada.
«Está hecho», dijo él, con la voz fragmentada por el llanto.
No hubo respuesta alguna.
El hombre seguía revolcándose en lágrimas cuando sus ojos notaron un
detalle abrumador: las uñas pintadas del hombre muerto. Una sensación de
alarma levantó su cuerpo y sintió el salvaje impulso de destaparle el rostro.
Al hacerlo, se dio cuenta de que no se trataba de un hombre, sino de una
mujer.
Y no cualquier mujer: era Verónica, la chica de su oficina con la que se
acostaba. La chica por la que se había perdido tantas cenas con Miranda y
su hijo. La mujer por la cual la palabra fidelidad fue distorsionando su
significado. Y desde adentro, como una bestia frenética corriendo por un
túnel, una monstruosa conclusión salió por un orificio en su cabeza.
Entonces supo lo que había ocurrido.
*
«Está hecho», escuchó Miranda y colgó el teléfono inmediatamente. Sus
ojos tiritaban decididos a reprimir las lágrimas. Tantos años entregada a él,
amándolo, respetándolo, fingiendo creer en sus excusas y en cada historia
fantástica que le contaba para evadir sus preguntas. Tantas noches en las
que él no llegó a casa, hasta que ella decidió averiguar lo que pasaba.
Miranda acarició la barbilla de su pequeño hijo, y éste sonrió justo como
su padre. Lo tomó de la mano, recogió las maletas, y salió de aquella
habitación de hotel…

Luces rojas
De la mano de un hombre colgaba un oso de peluche. El juguete pesaba,
cargaba en él las conversaciones inocentes, los besos cálidos y los abrazos
nocturnos de una niña fallecida. 
Los recuerdos se habían vuelto un vicio. El hombre recorría de extremo a
extremo su memoria, arriesgándose a ser despedazado. Adentro, todo eran
imágenes: su hija en la cuna, la emoción de verla caminando por primera
vez, la inolvidable música de  sus labios al decir papá, sus frenéticas y
divertidas carreras por toda la casa, su risita al sentir cosquillas en el
estómago. Su muerte. La memoria hizo énfasis en esa parte:
Fue un día en que el sol y las nubes parecían cantar. Los zapatos de la
niña pisaban el concreto sin lastimarlo, el parque estaba repleto de árboles,
niños, padres y rostros alegres. Sin embargo, el ruido de un motor mató la
paz. Un adolescente había tomado un atajo intentando impresionar a su
novia en turno. La motocicleta evadió algunos obstáculos, pero perdió la
destreza al toparse con la niña.
Esa tarde, el cielo rompió en llanto.
El juicio fue breve, el chico fue protegido por la sombra de su familia
acomodada. El jurado pronunció la palabra «inocente», y la impotencia
quemó la carne del padre de la niña…
Ahora, después de ver al tiempo comerse los meses, sólo quedaba un
hombre triste y un sucio oso de peluche. Ambos tenían recuerdos en común,
momentos inmortales a lado de la niña.
El hombre observaba el semáforo. «Si le dices te quiero, se pondrá rojo»,
eso fue lo que una vez le dijo a su pequeña. El oso lo miraba, él hombre lo
sabía y por eso no volteó. Era tiempo de despedirse, debía regalárselo a
alguien más.
El oso y el hombre ahora se conocían bien, compartían una pena,
disparaban miradas a la nada. Extrañaban a la misma persona. «Fueron
buenos tiempos, viejo amigo».
*
Un chico salió de la tienda con una cajetilla de cigarros. Subió a su auto
nuevo, el cual era más ostentoso que su antigua motocicleta. Arrancó, tenía
en mente dos buenos lugares para divertirse esa noche, pero aún no se
decidía. Mientras analizaba sus opciones, divisó una peculiar figura en el
retrovisor: un oso de peluche.
Una mueca de incredulidad pintó su rostro. Se detuvo al llegar al
semáforo, y luego, un poco abrumado, estiró el brazo para alcanzar el
peluche.
Entonces, un hecho curioso activó la alarma en el adolescente: luces
rojas, en el interior del oso aparecieron luces rojas.
Los demás autos frenaron de improviso y los gritos abarrotaron la
avenida segundos después de la explosión.
País de pétalos y velas
Oliver está enamorado de Alejandra. La ama, como la luna ama la poesía
donde la mencionan, la ama como la tierra fértil ama el llanto de las nubes.
Son novios, y él sólo vive para hacerla feliz. Vive para dedicarle notas
con palabras azucaradas, y para regalarle un corazón lleno de ternura y
colores. Ama su rostro cautivador, capaz de despertar inspiración incluso en
monstruos y bestias. Ama sus ojos, cuyas pupilas parecen un par de lunas
color avellana. Ama su risa, pues parece una canción hecha para arrullar a
las estrellas. 
Oliver haría cualquier cosa por ella, subiría a la montaña más alta sólo
para traerle un pedazo de nube. Está decidido a convertirse en el mejor
novio que ella jamás haya tenido, está decidido a borrar toda mala
experiencia en el amor que ella haya atravesado. Alejandra trabaja en las
oficinas de una de las empresas tecnológicas más importantes, lo cual hace
que Oliver se sienta orgulloso.
Nunca pierde la oportunidad de presumir los grandes logros de su novia,
al punto que a veces, la gente ya no quiere seguir la conversación.
Cada día, él le deja mensajes románticos en lugares donde Alejandra no
se lo esperaría: en su almuerzo, en la puerta, en su portafolio. Incluso a
veces se las arregla para escabullirse y dejarle alguna flor en su escritorio.
Después pasa todo el día imaginando su sonrisa al leer el mensaje.
Ama que sea una mujer capaz, fuerte e inteligente. Ama su buen gusto,
su voz melosa, su figura encantadora. Para Oliver, Alejandra es un sueño
hecho de carne, el motor que impulsa todos los actos de amor.
Verla cocinando es todo un espectáculo. Observarla colocar los
ingredientes mientras canta una canción es el perfecto final del día. Ama sus
movimientos delicados y elegantes, ama verla poniendo amor en una
sartén. 
A veces no puede creer que sea su novia, que la vida los haya cruzado, y
que la felicidad baile alrededor de ellos. Por eso se esfuerza tanto en
enamorarla día a día, en hacerla sentir amada, en convertirse en el hombre
con el que ella quiera compartir su mundo.
Esta noche, por ejemplo, tiene una sorpresa preparada. Ha dibujado un
corazón en el centro de la cama usando sólo pétalos de rosa, ha encendido
velas para plasmar en el ambiente la palabra romance. Con cinta adhesiva,
colocó fotografías en las paredes del cuarto donde aparecen ambos, Oliver y
Alejandra, en sus momentos más felices juntos. También ha adornado el
piso, los burós y el tocador con pétalos de rosa, esperando cumplir su
cometido: hacer que ella lo amé aún más.
Oliver está muy nervioso. Una llave es insertada en la puerta de la casa,
anunciando que Alejandra ha llegado del trabajo. La emoción lo hace saltar
involuntariamente.
Las luces se van encendiendo una a una gracias a los interruptores. Se
escuchan los pasos de Alejandra acercándose al dormitorio, donde él espera
con el corazón inquieto.
Cuando finalmente su figura aparece en el dormitorio, Oliver grita
entusiasmado, alegre, enamorado. Observa con ilusión a Alejandra mientras
ella admira su obra.
Sin embargo, algo ha salido mal. A ella no le gusta su sorpresa, parece
molesta con él. Le dice palabras hirientes, no lo quiere cerca, parece
detestarlo. Él no lo comprende, algo le jala la sonrisa hacia abajo. ¿Por qué
lo lastima de esa manera? ¿Por qué tanta crueldad en sus palabras? 
Oliver observa cómo Alejandra arranca las fotos de las paredes y las rompe
furiosa. Él intenta acercarse a ella en busca de una explicación. Quiere
abrazarla, pero ella lo empuja y sale corriendo. Él va tras ella con su pobre
corazón quemándose, recibiendo el impacto de jarrones, cuadros de foto,
pequeñas figuras de mármol, todo objeto que ella le lanza para alejarlo.
Finalmente la alcanza e intenta calmarla con un beso, al cual ella se
resiste. Él trata entonces de abrazarla con toda la ternura posible, pero ella
se las arregla para alcanzar una pequeña figura decorativa con forma de
mujer y la estampa contra su cabeza. 
Él, en un ataque de ira ocasionado por el dolor, impacta su mano abierta
sobre la mejilla de Alejandra, provocando que ésta caiga al suelo.
Arrepentido, le pide una disculpa, la cual ella no se da el tiempo de
escuchar. La ve levantarse y correr nuevamente al dormitorio.
Entonces sus pensamientos lo animan un poco: quizás ella cambió de
opinión, quizá lo ha perdonado, quizá vuelve al dormitorio para disfrutar de
su sorpresa.
Oliver regresa corriendo a la habitación, encuentra a Alejandra parada a
lado de un buró, y se acerca a ella emocionado. Sin embargo, la boca de un
arma es quien lo recibe, y una bala enfurecida le hace un agujero en el
pecho.
Oliver cae sobre la cama, y los pétalos de rosa dan un brinco cuando el
colchón recibe el peso de su cuerpo. La sangre pinta las sábanas, y la
desilusión pinta el rostro de Oliver. ¿Por qué le está haciendo esto? ¿Por
qué no aprecia su ternura y su romanticismo? ¿Por qué lo detesta tanto?...
*
Alejandra es una mujer inteligente, atractiva, y hace varios días que no
duerme bien. De algún modo, siente que alguien la observa desde las
sombras, desde los arbustos, desde atrás de los postes. En un principio
pensó que sólo era estrés provocado por su trabajo. Intentó relajarse y no
tomarse en serio las bromas que le jugaba su mente. Hasta que empezaron a
aparecer las notas.
Encontraba mensajes escritos en papel en los lugares menos esperados. En
ellos, alguien le profesaba su amor con palabras melosas y alarmantes. Las
notas siempre acababan del mismo modo: «Tu amado novio». Tres palabras
inquietantes, porque Alejandra era soltera desde hace tiempo.
Los mensajes le sacaban un susto cada vez que los hallaba dentro de su
almuerzo, en la puerta de su casa, en su portafolio. ¿Cómo se las arreglaban
para ponerlos ahí? 
Una vez incluso, encontró una flor en el escritorio de su oficina. Le
preguntó a todos sus compañeros de trabajo, hombres y mujeres, pero nadie
pudo darle una respuesta concreta. Nadie había visto nada y jugaron por un
tiempo con la idea de un admirador secreto. A algunos les parecía divertido,
a otros les parecía tierno. A ella le aterraba.
Los días pasaban y la tensión aumentaba. Al llegar a su departamento,
iba a la cocina y se preparaba la cena. Ponía música para disminuir su
nerviosismo y cantaba en voz baja para ahuyentar el pánico. No obstante, la
sensación de estar siendo observada le mordía la piel. Al asomarse por la
ventana, sólo veía sombras que podían tener la forma de cualquier cosa: de
un arbusto, de un pez gigante, de un venado saltando, de un dragón
mordiéndose su propia cola, o de un hombre observándola. Entonces
cerraba las cortinas para sentirse fuera de peligro.
Desde luego, buscó protección. Sin embargo, el oficial que la atendió le
dejó en claro que no había mucho que hacer, estaban muy ocupados en
casos reales como para hacerse cargo de los hipotéticos. En otras palabras,
primero debía ser atacada para que ellos intervinieran. Pero a ella nunca le
agradó esa idea… así que consiguió un arma.
La guardó en uno de los burós de su dormitorio. En un principio pensó
que era peligroso llevarla en su bolso o en su portafolio durante el día, así
que también consiguió gas pimienta para llevarlo consigo en todo momento.
No necesitó utilizar ninguno de los dos hasta una caótica noche de viernes.
Llegó a casa, e incluso antes de entrar, la puerta parecía nerviosa,
endurecida, como si no quisiera dejarla pasar. Puso el primer pie dentro y
todo parecía estar tal como lo dejó, la oscuridad le quitaba el color a los
muebles y cuadros, así que trajo luz presionando los interruptores uno por
uno. Su casa le resultó más amigable ahora que cada objeto tenía su propio
tono. El lugar estaba tan solitario como una estrella de ciudad, las figuras
decorativas miraban a otra parte, como si no quisieran ser parte del asunto.
Alejandra caminó hacia el dormitorio para buscar sus sandalias y ponerse
cómoda, pero antes de llegar, una curiosidad la estremeció: del dormitorio
salía una luz demasiado tenue como para provenir de un foco.
Pudo haberse ido. Puedo haber llamado a alguien. Pero tenía que verlo,
necesitaba verlo, quería ponerle rostro de una vez por todas a lo que le
estaba sucediendo. Más que contra un hombre, quería pelear contra su
propio miedo. Entró al dormitorio y observó el pequeño país hecho de
pétalos y velas en el que se había convertido. 
«¡Sorpresa, mi amor!», gritó un hombre al que ella jamás había visto. Su
rostro excesivamente animado denotaba su nerviosismo, y sus palabras
patinaron por toda la habitación.
—¡Feliz aniversario! Pensé…, pensé que esto te gustaría. Lo hice yo
mismo…, es como…, como un…, como un…, —el hombre apretó los ojos
fuertemente mientras buscaba la palabra que buscaba—…un homenaje a
nuestra relación. ¿Te gustaron las velas? ¡Debes ver la cama! Soy un
romántico…, por favor, dime que soy un romántico… ¡Las paredes! ¡Tienes
que verlas! ¡Somos nosotros! ¡Te amo! ¿Prepararás nuestra cena? Espera…
no importa, yo puedo hacerlo… ¡Te amo! Yo…
El hombre continuó hablando mientras Alejandra observaba las paredes
tapizadas con fotografías. Éstas habían sido tomadas desde lo lejos,
probablemente con un teléfono. En unas ella salía del trabajo, en otras
estaba en alguna reunión con amigos, en otras cocinaba, y en las más
preocupantes, se encontraba aún trabajando en su oficina. Todas las
fotografías habían sido alteradas, de modo que Oliver aparecía siempre a
lado de ella. En algunas incluso, el escenario también había sido
modificado, ubicándolos a ambos en París, Japón, una pista de baile o una
playa.
Alejandra interrumpió de tajo el poema que Oliver había empezado a
recitar. Le dijo que no lo conocía, que se fuera de su casa, que estaba loco, y
que no lo quería cerca. El hombre cambió su expresión animada. Algo le
jaló la sonrisa hacia abajo. 
Alejandra, en un ataque de furia, empezó a arrancar las fotografías. Todas
eran mentiras pegadas con cinta adhesiva sobre las paredes, mentiras que
ella partió por la mitad.
Oliver se acercó desconsolado, intentando abrazarla. Ella, con todo el
pánico que ahora se había convertido en rabia, lo empujó y corrió en
dirección a la puerta principal. Él salió detrás de ella, como una bestia torpe
que, gruñendo, pide amor. Jarrones, cuadros de foto, pequeñas figuras de
mármol, Alejandra uso cualquier objeto disponible para golpear a su
agresor.
Él la alcanzó antes de llegar a la puerta, e intentó besarla a la fuerza. Ella
se resistió, deslizó su brazo hasta una figura decorativa en forma de mujer, y
la estampó contra su cabeza. Instantes después, Alejandra recibió una
bofetada de misil que la hizo caer al suelo. Escuchó las disculpas
desesperadas y afligidas de Oliver, pero se levantó enfurecida sin prestarle
atención. Corrió nuevamente al dormitorio, el país de pétalos y velas. Una
vez ahí, se dirigió al buró y lo abrió mientras la ciudad cantaba un himno de
guerra. Tomó el arma, y el amor y la muerte se pusieron a jugar cartas.
Alejandra dio media vuelta, le apuntó a la bestia acongojada y
confundida que venía detrás de ella, y presionó el gatillo haciendo que fuera
la luna la que le aullara a los lobos.
Cuentos para Monstruos
Cuento uno:
De niña, Irene odiaba a su abuelo. Vivían ellos dos solos, víctima y
verdugo, en una pequeña casa hecha con trozos de infancia. Sólo la luna
fingía escuchar a Irene, pero incluso ella tomaba las nubes como refugio
cuando el abuelo entraba a la habitación. Sus manos eran como bestias
esperando el momento de morder, la camisa del hombre y las lágrimas de la
niña caían al mismo tiempo. Las paredes eran testigos que preferían mirar
hacia otro lado. Aquel pequeño mundo estaba repleto de monstruos.
Cuando el abuelo murió, Irene ya tenía edad suficiente para rehacer su
vida: levantó la frente, siguió adelante, se enamoró y formó una familia.
Pero en el presente siempre quedan restos de pasado.
 
Cuento dos:
Eran las cuatro de la madrugada y Damián seguía atado a una silla.
Estaba en el departamento que le regalaron sus padres, distintas zonas de su
piel habían sido quemadas con cigarros. Divagaba, intentaba recordar: había
salido a beber con algunos compañeros de clase, llegó a su departamento, y
luego de girar la llave, fue sorprendido por una descarga eléctrica.
La mente de Damián seguía hurgando por respuestas cuando un sonido
tosco lo puso en alerta. Tembló, había otra persona en el lugar, alguien
había abierto la ventana.
 
Cuento tres:
Las pesadillas no abandonaban la almohada de Sara. El recuerdo de esa
noche le pateaba el cráneo desde adentro. Amaba a su novio, pero eso no
justificaba lo que le hizo. Sara dejó de vestirse como solía hacerlo, acudía a
la preparatoria lo más cubierta posible, ahora le avergonzaba mostrar su
piel. Él la miraba en los pasillos mientras conversaba con sus amigos, pero
no le dirigía la palabra. Sara se fue alejando de la gente, no podía mirarse
siquiera al espejo, le costaba trabajo mantener las conversaciones. Estaba
deshecha, y aunque recuperara sus pedazos, estos ya no encajarían.
Algunos lo notaron. En especial su madre, la cual le preguntaba
constantemente lo que le pasaba. La invitaba a hablar y abrirse con ella,
pero Sara rechazaba agresivamente la oferta.
Sin embargo, una noche, por fin estalló. Su madre la confrontó hasta que
Sara le confesó todo con lluvia en los ojos y palabras entrecortadas. Se
abrazaron, las lágrimas formaron charcos en el suelo, su madre le acarició
el cabello mientras la pena despedazaba la casa.
Sara le contó sobre el ataque, la manera en que su novio la hizo suya sin
permiso. Y de entre los llantos y gemidos, el nombre de su novio emergió
como la palabra más grotesca: Damián.
 
Cuento final:
Irene fumaba su último cigarro. Antes de terminarlo, dio media vuelta y
lo apagó en el pecho de Damián. Entre tanto, él la miraba con una súplica
en los ojos y una mordaza en los labios.
Cuando su hija Sara le contó todo, las venas de Irene ardieron como lava
y su reacción fue casi mecánica. No sólo se trataba de justicia, se trataba de
saldar cuentas con la propia vida.
La pistola eléctrica imprimió otra descarga en el cuello de Damián. Su
cuerpo se sacudió violentamente, pero la silla y las cuerdas se negaron a
soltarlo. Las pupilas de Irene estaban decoradas de furia, le tomó sólo unos
segundos desatar al chico y arrastrarlo hasta la ventana.
Después, en plena madrugada, y en medio de un carnaval de sombras, el
cuerpo de Damián fue arrojado desde un quinto piso.
La muerte aguardaba en la acera con un escote prominente.
Canción de cuna
para ahuyentar a los coyotes
El auto se detuvo en una carretera de Tijuana, donde el sol y la tierra se
habían comido la buena voluntad de los hombres. Mamá bajó con un
cigarro moribundo en los labios, y abrió la puerta para que la pequeña
abandonara el vehículo.
«Enseguida vuelvo», fue una mentira de dos palabras que aterrizó
cómodamente en los oídos de la pequeña. Conforme se alejaba, el auto fue
reduciendo su tamaño ante las pupilas de la niña. Algo apretó su diminuto
corazón, provocando que en sus ojos lloviera. Sin embargo, la esperanza le
aconsejó creer y esperar el regreso de su madre.
El mundo se había reducido a una carretera desgastada, una vieja
gasolinera y un montón de chozas que parecían monstruos. La mirada de la
niña chocaba contra el cielo, como si intentara abrirlo para hallar el rostro
de su madre. El sol se moría despacio, llevándose su calor como un niño
envidioso. La soledad usaba de espejos los vidrios rotos en la tierra, los
labios de la pequeña reprimían gemidos tristes mientras su imaginación
fabricaba mil y un posibilidades en las cuales su madre volvería. El tiempo
no fue tolerante y la noche llegó puntual.
La muerte arribó a las dos de la madrugada. Contempló a su víctima
tapada con una hoja de periódico incompleta, temblando, sufriendo,
soñando que un auto regresaba por ella. La muerte sintió esa molestia
punzante a la que los mortales llaman pena. No era su costumbre perdonar,
pero le gustaba darse ese lujo de vez en cuando.
Recostó a la niña en sus piernas y la abrigó con su vestido negro,
devolviéndole color a sus mejillas y estabilizando la temperatura de su
cuerpo. Entonó una extraña canción de cuna que relajó a la niña, y que al
mismo tiempo, hizo que los coyotes se alejaran despavoridos.
Casi amanecía cuando la muerte recordó sus compromisos. Entonces se
le ocurrió una idea.
Los párpados de la pequeña se separaron, y lo primero que vio fue a un
perro negro e imponente observándola de cerca.
Lo siguió, lo siguió como si necesitara hacerlo...
*
En una choza a orillas de la carretera, un hombre rodeaba su cuello con
una soga. Había sepultado a su esposa unas semanas atrás. Ahora la vida le
parecía sólo niebla gris, una función trágica que terminaría al dejarse caer
desde una silla. 
Sin embargo, no pudo, no debía, le faltó valor. Deseaba destruirse, pero
no soportaba la idea. Se tiró al suelo a llorar, renegando de su cobardía,
repitiendo el nombre de su esposa mientras escurría saliva ácida. La tristeza
le besó la espalda, y entonces alguien abrió la puerta… 
Se miraron por varios minutos. La niña pérdida y el hombre triste,
aquella que necesitaba protección y aquel que necesitaba algo que proteger,
una razón para continuar. Dos corazones rotos estaban a punto de curarse,
dos criaturas heridas y atemorizadas encontraban refugio uno en el otro.
La muerte observó la escena un rato antes de consultar nuevamente su
reloj. Ya era tarde, y ya había perdonado dos vidas...
 
 
 

También podría gustarte