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Historia General DE América Latina Volumen IV: Director Del Volumen: Enrique Tandeter Codirector: Jorge Hidalgo Lehuedé
Historia General DE América Latina Volumen IV: Director Del Volumen: Enrique Tandeter Codirector: Jorge Hidalgo Lehuedé
DE
AMÉRICA LATINA
Volumen IV
Las ideas y opiniones expuestas en la presente publicación son las propias de sus
autores y no reflejan necesariamente las opiniones de la UNESCO.
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse
o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética
o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso escrito de la UNESCO.
© UNESCO, 2000
Abreviaturas y siglas.......................................................................................... 9
Prólogo................................................................................................................ 11
Introducción....................................................................................................... 13
a. C. antes de Cristo
AGI Archivo General de Indias, Sevilla
AGS Archivo General de Simancas, Valladolid
AHN Archivo Histórico Nacional, Madrid
A. N. Archivo Nacional de Brasil
ANC Archivo Nacional de Colombia
BNM Biblioteca Nacional de Madrid
COMPOSICIÓN DEL COMITÉ CIENTÍFICO INTERNACIONAL
PARA LA REDACCIÓN DE UNA
HISTORIA GENERAL DE AMÉRICA LATINA
Koichiro Matsuura
Director General de la UNESCO
Koichiro Matsuura
INTRODUCCIÓN
Enrique Tandeter
Director del volumen
Jorge Hidalgo Lehuedé
Codirector del volumen
monte, Gregorio Weinberg, Juan Duran Luzio, Teresa Gisbert, Arturo Andrés
Roig y Samuel Claro Valdés. En éstos, las innovaciones del período son objeto
de debate y confrontación con las diversas interpretaciones historiográficas que
han intentado englobarlas bajo los rótulos de ilustración o modernidad.
A partir de las líneas básicas fijadas para este volumen por el Comité Cientí
fico que, con la dirección de Germán Carrera Damas, fue convocado por la
UNESCO para la elaboración de una Historia General de América Latina, se de
sarrolló un largo proceso de elaboración que ha durado más de una década.
Nuestra pretensión fue maximizar tanto los temas como las perspectivas histo
riográficas, sin intento alguno de eliminar las discrepancias. Esto da lugar a al
gunas duplicaciones que enriquecen el volumen. A lo largo de estos años, nues
tros autores han tenido que soportar demoras y sucesivas solicitudes de revisión
y actualización. Les agradecemos su paciencia y dedicación. Lamentablemente,
uno de ellos, Samuel Claro Valdés, ya no está entre nosotros para ver el resulta
do de este largo proceso. Este libro no hubiera sido posible sin el esfuerzo de los
funcionarios de la UNESCO en París y, en particular, de Milagros del Corral,
Alvaro Garzón, Nichiko Tanaka y Carmen Espinosa. Corresponde, por último,
destacar y agradecer el apoyo económico otorgado por la Fundación Vitae de
Brasil para la publicación de este volumen.
1
I. Las Apuntaciones sobre política económica indiana de 1788 han sido publicadas por pri
mera vez en Campomanes (1996: 7-60).
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 19
Estos colaboradores, los «metedores», eran reclutados entre los miembros jóve
nes de familias con tradición en el comercio colonial, pero que carecían de capi
tal para organizar expediciones por cuenta propia. La actitud de la Corona ante
estos cambios fue contemporizadora. Atrapada entre su debilidad y su penuria,
buscó un modelo de gestión que hiciera compatible el principio teórico de la ex
clusividad con la realidad de una gran participación extranjera.
La ilusión de que la subida al trono, a comienzos del siglo xvm, de la nueva
dinastía de los Borbones significara un cambio político radical se basa en la con
fusión entre lo que pretendía hacer y lo que realmente hizo. Contra lo que se
suele decir, no hubo una reforma ordenada de la administración, sino una suce
sión de mutaciones y bandazos (la Secretaría de Indias, por ejemplo, fue creada,:
suprimida, agregada a otras, dividida y finalmente refundida con las demás), ni
una auténtica centralización, ni una mejora de la Hacienda (a finales del siglo
xvm la monarquía española estaba en quiebra), ni un estímulo eficaz al creci
miento económico, pese a la repetida exposición de buenos propósitos en tales
sentidos.
Por lo que se refiere al comercio con América, la nueva dinastía inició su an
dadura con la renovación de los viejos compromisos y el añadido de otros nue
vos que confirmaban las Indias españolas como poco menos que un condominio
europeo: «Además de su consumo particular, España debe proveer el de sus In
dias que es inmenso y al que las Naciones extranjeras no han accedido a través
del comercio directo con América, al creer siempre que participarían en él indi
rectamente por medio de sus manufacturas, y determinando de un modo inviola
ble los derechos que ellas deberían contribuir»2.
La firma de los Tratados de Utrecht y de Madrid, que pusieron fin a la Gue
rra de Sucesión, implicó nuevas concesiones a Gran Bretaña, que obtuvo el
asiento de negros en condiciones ventajosas y con una cláusula que concedía un
registro anual de 500 t a la compañía arrendataria del asiento, la South Sea
Company, «a pretexto de los víveres para mantener los negros y tripulación que
les conducía». El «Navio de Permiso» vulneraba el principio de exclusividad, al
aceptar la competencia extranjera dentro del monopolio, con el agravante de
que, tres años más tarde, y por un nuevo acuerdo, la venta de los géneros ingle
ses pudo hacerse, a diferencia de lo que sucedía con los españoles, sin necesidad
de coincidir con las ferias de las flotas y galeones.
La concesión del «Navio de Permiso» obligaba a asegurar la salida de flotas
y galeones, so pena de ir perdiendo a manos de los ingleses el comercio legal en
el Atlántico, como se estaba perdiendo de hecho el del Pacífico, realizado desde
1698 por buques franceses que llegaban a las costas del Perú doblando el cabo
de Hornos. Por otro lado, las ventajas alcanzadas por el comercio inglés en la
Baja Andalucía dificultaban la multiplicación del número de cabeceras peninsu
lares del tráfico, por temor a que los ingleses pretendieran extender sus privile
gios a otros puertos. Las soluciones se buscaron dentro del viejo sistema de
puerto único y de flotas periódicas.
Ilustración 1
PROGRESIÓN DEL GASTO MILITAR EN ESPAÑA Y AMÉRICA
(MILLONES DE REALES DE VELLÓN)
México Lima
años España 1+2/3
México+ Veracruz Marina+Ejército
1760-1762 .......... 134.8 [100] 10.0(100] 258.1 (100] 0.56
1763-1766 .......... 148.0(109.8] 12.2(122] 237.7 (92.1] 0.67
1767-1770 .......... 148.6[110.2] 15.5 (155] 276.5 (107.1] 0.59
1771-1774 .......... 175.9 [130.5] 22.7 (227] 280.1 [108.5] 0.71
1775-1778 .......... 198.8 [147.5| 30.0 [300] 339.9(131.7] 0.67
1779-1782 .......... 394.8 [292.9] 44.3 [443] 434.0 [168.2] 1.01
1783-1785 .......... 349.1 [259.0] 43.2 [432] 368.7 |142.9] 1.06
Fuente: Elaboración propia.
Pero la obtención de más recursos fiscales no era tarea fácil. Los sectores pri
vilegiados de la sociedad española se negaban a aceptar un aumento de cargas
—como lo muestra su resistencia al proyecto de la Única Contribución, que im
pidió ponerla en práctica— y la gran mayoría de los no privilegiados, integrada
por campesinos, no podía pagar más. De ahí la importancia que tenían los re
cursos que podían obtenerse del comercio con América, sin olvidar los de los
propios americanos, que debían correr con la mayor parte de la financiación de
las obras de infraestructura militar en las colonias. El trabajo del Ministerio de
Hacienda entre 1763 y 1766 se dirigió sobre todo a hacer más rentable la ges
tión del imperio.
Esquilache confió al fiscal de Hacienda Francisco de Carrasco el encargo de
desarrollar un plan para mejorar el funcionamiento de la hacienda americana.
En su informe destacaba el poco provecho que la Corona obtenía de sus posesio
nes en las Indias. De unos ingresos brutos en las Cajas Reales de Perú, Chile,
Nueva España y Costa Firme calculados en cuatro millones de pesos fuertes,
sólo pasaban a manos de la Real Hacienda unos 840 000, y el resto se repartía
entre funcionarios corruptos y súbditos defraudadores. Carrasco consideraba
que era en México donde los intereses del rey resultaban más perjudicados y que
la actuación debía comenzar por este virreinato. El apoyo de Esquilache fue de
cisivo para que Carlos III decidiera poner en práctica estas sugerencias mediante
el procedimiento, utilizado en ocasiones excepcionales, de una Visita General,
que se encomendaría a José de Gálvez.
En julio de 1764, mientras se organizaba esta visita, Grimaldi urgió a la jun
ta de expertos creada por su antecesor Wall para que elaborase un dictamen
«sobre el gran atraso que se observa en el comercio que hace España con sus
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 25
ta parte de los caudales enviados desde América durante la etapa del «comercio
libre». Estos resultados se modifican poco si agregamos el valor arancelario de
los frutos coloniales. Los consignados al sector privado crecieron mucho menos
que los importados por la Real Hacienda, gracias en buena medida al rendi
miento del estanco del tabaco. Si exceptuamos la euforia pasajera de 1785, las
importaciones de frutos sólo alcanzaron altas tasas de crecimiento a partir de
1789-1791, como resultado de los cambios en el mercado mundial de productos
tropicales tras la revolución de Haití: una parte de la demanda de coloniales cu
bierta por los franceses se desvió entonces hacia el comercio español, que pudo
aprovecharla durante poco más de un lustro, gracias a que la nueva política co
lonial auspiciada ahora por Floridablanca desmanteló parte de las trabas fiscales
y burocráticas del sistema de «comercio libre».
En sus Apuntaciones de 1788, Campomanes denunciaba el fracaso de una
política que no había «liberado» el comercio, sino que se había limitado a poco
más que a habilitar algunos puertos y a aumentar la recaudación de la Hacien
da. Sus reglas, decía, «padecen en mucha parte los idénticos defectos y contra
principios de que adolecía el comercio de Cádiz», y por ende habían reproduci
do sus efectos. Se había conseguido que llegaran más productos a Veracruz,
donde los comerciantes del consulado de México seguían controlando, y frenan
do, la introducción de las mercancías, con la consecuencia de que la multiplica
ción de las remesas de los últimos años había hecho caer desastrosamente los
precios de los productos importados. Algo semejante ocurría en el Pacífico, don
de no se comerciaba con Chile ni con Guayaquil, y el consulado de Lima «estan
caba» las mercancías españolas que debían abastecer el interior.
Estaba claro que el proyecto de potenciar un espacio económico hispano-co-
lonial, apoyado en el «comercio libre», había fracasado. Las pretendidas expor
taciones de manufacturas «nacionales» eran con frecuencia reexportaciones ca
mufladas. Sabemos, por ejemplo, que desde el primer momento de establecerse
el «comercio libre» los negociantes españoles aseguraron a sus proveedores fran
ceses que seguirían exportando sus tejidos como «nacionales», tal como en efec
to sucedió. Estas operaciones proporcionaban grandes beneficios especulativos,
pero no estimulaban el desarrollo industrial. Los pocos intentos que se hicieron
de montar fábricas de tejidos en Andalucía, fracasaron y los comerciantes gadi
tanos siguieron invirtiendo sus ganancias, como de costumbre, en fincas urbanas
y en deuda del Estado. La industria textil de Cataluña, surgida al calor de la de
manda del mercado interior, tuvo suerte de que el espejismo colonial fuese para
ella de corta duración. La sucesión de crisis que se produjo entre 1797 y 1807
provocó la ruina de los especuladores y una reorientación de la actividad indus
trial. De 1790 a 1792, la fábrica Rull había vendido el 98% de su producción en
las colonias; en 1798 vendió allí tan sólo el 35%, mientras que el 65% restante
se colocaba en el mercado español.
La penetración extranjera no se reducía, además, a la de los productos reex
portados. En el caso de Francia, Zylberberg ha puesto de manifiesto la extensión
que alcanzó su dominio encubierto: una red que iba desde los buhoneros que
vendían sus mercancías por los pueblos hasta los banqueros de Madrid, puso en
sus manos buena parte de los beneficios coloniales y, hasta 1808, drenó los me
30 JOSEP FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS
ficios que parecían prefigurar los que podían experimentar con su inserción di
recta en el mercado mundial. Ante la perspectiva de perder el negocio colonial,
los industriales de la Península pedían en 1804 que se acabase con el contraban
do y que se destruyesen las fábricas «que acaban de establecerse en el reyno de
México». Como había dicho diez años antes el conde de Revillagigedo, virrey de
Nueva España, no se debía tolerar que existiesen fábricas en tierras americanas,
ya que «no debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de
su matriz, España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades por los be
neficios que recibe de su protección».
Cuando el hundimiento de la monarquía española, en 1808, demostró que
ni siquiera podía proporcionar esta «protección» implícita en el pacto colonial
—difícilmente podía hacerlo, si no era capaz de reconstruir la flota destruida por
los ingleses en Trafalgar—, la continuidad del «segundo imperio» dejó de tener
sentido para los americanos.
Para mantenerlo, España no tenía más opciones que reafirmar militarmente
su control sobre las colonias, para lo cual era demasiado débil, o proponerles un
nuevo trato, como pretendieron hacer los liberales. Pero ni esta oferta fue sufi
cientemente generosa, ni España podía ser en esos momentos la metrópoli que
estimulara el desarrollo económico americano como cabeza de una comunidad.
Sólo a Cuba, con el rápido crecimiento de la producción azucarera y la preocu
pación por mantener el control sobre su amplia población esclava, le podía con
venir la continuidad de esta asociación. La emancipación política y económica
sería, en cambio, la salida lógica para las demás sociedades criollas.
2
Desde finales del siglo xvn, Portugal vuelve a reencontrarse consigo mismo
como país libre, cimentado por fuertes elementos de cohesión, a pesar de algu
nas divergencias internas, sobre todo en lo que se refiere a la forma peculiar de
gobierno, y procura imprimir a su política externa un fuerte sentido de autono
mía e independencia. Había quedado atrás una guerra prolongada y desgastado
ra con la vecina España, concluida con el tratado de paz de Madrid de 1668.
Francia tenía asegurada la hegemonía europea, alcanzada al término de la Gue
rra de los Treinta Años, e Inglaterra, resuelta a expandir su poderío naval y ul
tramarino, aceptaba ser mediadora de esta paz ibérica por intermedio de su rey
Carlos II. La Restauración compensaba todos los sacrificios exigidos al país. Y
la nueva monarquía reinante desde 1640 se preocupará, desde el inicio, de salva
guardar sus vastos dominios ultramarinos. Don Joáo IV crea en 1642 el Consel
ho Ultramarino con el objeto de estudiar todas las materias y los negocios, y
aconsejar al monarca en lo tocante a los territorios de Oriente, India, Brasil,
Guinea, Santo Tomé y Cabo Verde. Con más o menos rapidez y prudencia, se
procede a la aclamación del nuevo soberano en los archipiélagos {Madeira y
Azores) y desde el Norte de África hasta Angola, Guinea, Brasil y Macao.
Había quedado atrás también una crisis dinástica muy grave, que estremeció
la conciencia cultural y religiosa del país, escindió a los canonistas y ahondó las
divisiones en la alta nobleza y el clero. Superada la crisis, tomará las riendas de
la grey nacional Don Pedro —por entonces sólo regente y gobernador del rei
no—, que sería proclamado rey en 1683, tras la muerte de su hermano, el ex rey
Don Alfonso VI. Con él se inaugura lo que podemos designar con el nombre de
«monarquía absoluta», llevada a su auge por su hijo y heredero, el futuro Don
Joáo V. En efecto, entre el 1 de diciembre de 1687 y el 28 de abril del año si
guiente, se reunieron en Lisboa las últimas Cortes, que aprobaron la nueva ley
de sucesión al trono. Ese órgano consultivo del monarca no volvería a convocar
se hasta el advenimiento del liberalismo, ya en el siglo XIX. Desde el comienzo, el
nuevo monarca procurará mantener al país apartado de las grandes intrigas di
plomáticas y, sobre todo, de los focos permanentes de conflicto europeo. Portu
gal estaba cansado de las guerras; era necesario reconstituir el tesoro y los terri
34 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS
torios ultramarinos exigían políticas osadas y muy costosas. Fueron esas áreas
hacia las que la monarquía movilizó sus medios. Por eso la Historia designa a
este rey con el apelativo de Pacífico, aunque no haya logrado apartarse total
mente de los grandes conflictos de su tiempo.
El más importante de éstos, hasta por su proyección ultramarina, fue la par
ticipación en la Guerra de Sucesión de España. Será, quizá, una exageración afir
marlo desde ya, sin una fundamentación adecuada, pero se hace cada vez más
evidente que Portugal, al entrar en ese conflicto, buscaba la defensa intransigen
te de sus territorios ultramarinos, amenazados ya fuera por España (sobre todo
en América) o por Francia. Ésta contaba con fuertes aliados entre los más próxi
mos colaboradores del rey, como el duque de Cadaval y hasta la propia reina,
que era de origen francés. Pero Luis XFV ostentaba ya un enorme poderío y si lo
graba colocar a un príncipe de su confianza en el trono de España, aumentaría
enormemente su fuerza militar y económica, abriendo un mercado colonial de
posibilidades incalculables. La sucesión de España era, pues, la clave del equili
brio o de su ruptura. Europa se organizará diplomáticamente en dos grandes
bloques, con Inglaterra en el papel de aglutinadora de la coalición antifrancesa.
Ahora bien, la posición inglesa era vital para que Portugal siguiese confiando en
su poderío marítimo. Así, no resulta extraño constatar que, a lo largo de ese
magno conflicto, Portugal hubiese practicado una política exterior oscilante. En
1701 reconocía a Felipe V, mediante condiciones ventajosas, pero al año si
guiente cambiaba de posición. En mayo de 1703, firmaba Don Pedro un instru
mento diplomático en el cual se comprometía a hacer la guerra contra España, al
tiempo que exigía muchas compensaciones territoriales, ya fuera en la Península
Ibérica o en América, siéndole prometida, en cuanto a esta última, la ampliación
de los dominios de Brasil hasta la margen norte del Río de La Plata. Con el pro
pósito de «explicar» al mundo su postura, el Gobierno portugués mandó elabo
rar y publicar una Justificando (1704) de su política diplomática, obra de un re
putado jurista. Pero la guerra volvió al país a partir de 1704, cruel, devastadora
e intimidatoria. Ni siquiera mejoró la situación la llegada a Portugal del archidu
que Carlos que, proclamado rey de España en Viena en 1703, viajó a Lisboa
para avanzar sobre Madrid. Con altibajos y divisiones en la propia España, el
conflicto se mantuvo hasta la muerte del monarca portugués, ocurrida en di
ciembre de 1706. Así quedaba abierta esta gran cuestión a la que tendría que dar
solución su hijo.
Sin embargo, durante las dos últimas décadas del siglo XVII Portugal lograría
imponer orden en su economía, en un esfuerzo por equilibrar su balanza de pagos.
Hay quienes incluso afirman que, por primera vez, comenzó a existir una verdade
ra política industrial (J. B. Macedo) en sectores tales como la construcción naval y
la producción de lana, hierro, vidrio y lino. A esto contribuyó la adopción cons
ciente de una política mercantilista, teorizada en la obra de Duarte Ribeiro de Ma
cedo, Discurso sobre a Introducto das Artes no Reino (1675), y ejecutada por el
conde de Ericeira, Don Luis de Meneses, nombrado Vedor da Fazenda en 1685.
Se intensificó la incorporación al gran comercio de algunos productos, tales
como la sal y el aceite, ambos de origen metropolitano, junto con otros de pro
cedencia ultramarina, como los esclavos, el azúcar, los cueros, el tabaco y las
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 35
manos, quienes fueron derrotados cerca del cabo Matapáo. Don Tomás de Al
meida fue ascendido a la dignidad de Primer Patriarca de Lisboa. Sólo con Beni
to XIV (1740-1758), Don Joáo V consiguió que los obispos fuesen designados
mediante presentación real, lo que constituía una vieja aspiración del monarca, y
el Papa le concedió al rey el título de «Fidelísimo», equiparándolo así con los de
España, Francia y el Imperio. Finalmente, una de las medidas más discutibles de
finales de este reinado consistió en la firma del Tratado de Madrid, en 1750, so
bre el que volveremos más adelante.
En ese mismo año, Don José sucedió en el trono a su padre. Se iniciaba otro
reinado de larga duración, 27 años, en el que surgió como figura preponderante
un ex diplomático en Londres y Viena, el ya citado Sebastiao José de Carvalho e
Meló, después conde de Oeiras (1759) y, finalmente, marqués de Pombal
(1770). Fue tal el cuño personal que imprimió a su forma de gobernar y tales los
poderes que le fueron conferidos, que el reinado de Don José se conoce —por
demás impropiamente— como «época pombalina». La figura del monarca,
como la de su padre, también fue denigrada por la historiografía liberal, que lo
caracteriza como un hombre abúlico, completamente dominado por Sebastiao
José. Los autores contemporáneos ven en él, preferentemente, un hombre culto,
políglota, refinado, crítico, algo discreto, pero dotado de una clara voluntad de
reforma, ávido de iniciar profundos cambios, una vez que el acceso al poder lo
permitiese. Fue lo que trató de poner en práctica a partir de la proclamación (7
de septiembre). Sustituyó inmediatamente a los secretarios de Estado, escogien
do a sus colaboradores más próximos entre aquellos que el gobierno anterior
había hostigado o condenado al ostracismo, como una clara indicación de que
urgían cambios rápidos en lo que respecta al Tesoro, al Poder Judicial y a las
atribuciones del Santo Oficio, por ejemplo. Sólo mantuvo en funciones al secre
tario del Reino. Estos cambios constituyeron una evidente sorpresa.
Iniciado el reinado, de inmediato se promulgaron las reformas, encaminadas
a convertir el Gobierno en un instrumento más eficaz y expeditivo para ejecutar
las políticas reales. Así, el primer aspecto que hubo de encarar fue la necesidad
de dotar al país de un sistema de seguridad bien organizado para afrontar la de
lincuencia, en muchos casos impune, que proliferaba tanto en las ciudades como
en el campo. El gabinete reforzó el papel de la Justicia y procuró dignificar a los
magistrados, muchos de los cuales vivían en situación precaria. Durante los años
que median entre 1750 y 1755, el país asistió a la publicación de un conjunto de
leyes orientadas a modernizar el aparato del Estado (casi inmovilizado a partir
de 1740), en ios ámbitos del Ejército, la Justicia, la Hacienda y los dominios ul
tramarinos.
Pero, el ascenso fulgurante de Pombal en el gabinete de Don José, que se
produjo desde el inicio mismo, se aceleró con el terremoto del 1° de noviembre
de 1755. Un ambiente de destrucción catastrófica, de pánico generalizado y de
pesimismo en cuanto al futuro exigía, para contrarrestarlo, un mando firme, se
reno, eficaz y de ejecución rápida. Fue lo que logró realizar Sebastiao José. Auxi
lio, alimentos, limpieza de la ciudad destruida y, sobre todo, castigo ejemplar a
ladrones y criminales que andaban a rienda suelta, aparecieron ante la opinión
pública como medidas de emergencia aplicadas rápidamente. Enseguida vino la
38 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS
rentemente optó por la segunda hipótesis, sin llevarla, con todo, hasta las últi
mas consecuencias. Era aconsejable, en ese momento, reparar eventuales abusos
cometidos durante el gobierno de su padre, modificando la orientación del nue
vo gobierno. Durante éste, gran parte de la obra reformadora anterior se man
tendría en Ultramar, donde además permanecerán altos mandos civiles, militares
y religiosos. La acción de la reina hasta 1792 (año en que fue afectada por la lo
cura) no manifestó intenciones de pretender imponer una política propia, clara y
bien definida. En realidad, la dinámica pombalina se mantenía en pleno funcio
namiento, salvo en algunos pormenores, siendo incluso robustecida en otros. Por
ejemplo, continuó la represión contra todos los que se opusiesen a las órdenes
reales, aun cuando algunas órdenes fuesen despóticas (la Intendencia Geral da
Polícia ilustra bien algunas exageraciones de Pina Manique) y se ejecutasen con
más lentitud y menor rigor penal. Doña María habría personificado, así como su
marido Don Pedro III, más una reacción antipombalina que un gobierno propio
y convincente. Además, las estructuras del país funcionaban plenamente. Otras
dos preocupaciones orientaron su reinado: intensificar la actividad de los diplo
máticos en el exterior y reforzar las defensas territoriales del Reino y de Ultra
mar. La bahía atlántica iba a ser sacudida por ideas y movimientos revoluciona
rios contra los cuales era preciso actuar. La revuelta de las colonias inglesas de
América y las ideas «sediciosas» que emanaban del centro europeo representa
ban una amenaza grave para las monarquías absolutas. Era urgente actuar. Con
sideremos entonces algunas de las líneas del rumbo de su gobierno, sin olvidar,
con todo, que Doña María liberalizó el país en muchos aspectos, permitiendo de
esa manera una mayor apertura al ideario de la Ilustración.
Destituido Pombal a comienzos de 1777, la reina llegó a rehabilitar a buen
número de acusados o perseguidos durante el gobierno de su padre, liberando de
las cadenas a los presos políticos y reintegrando en sus funciones a quienes esta
ban todavía vivos; éste es el caso del obispo-conde de Coimbra, Don Miguel da
Anunciado, y de José de Seabra da Silva. Pudieron retornar al país muchos anti
guos enemigos, desterrados por Pombal, entre los cuales había clérigos (por
ejemplo, oratorianos) y nobles, como el duque de Lafóes. También se promulgó
una legislación varia, pero liberal, en lo referente al comercio, los oficios y las
manufacturas.
Pero el acto más destacado del inicio del reinado fue la firma del Tratado de
San Ildefonso (1777), que garantizaría la paz en las fronteras de Brasil con los
dominios de España y resolvería mediante negociación, todos los diferendos es
pecíficos. Portugal lo negociará ya en posición desfavorable, dado el avance de
las fuerzas castellanas en el terreno y, por eso, no fue nada ventajoso en el Sur
brasileño, aunque compensase en el Centro-Oeste y en el Norte. No obstante, el
país perdería para siempre las islas Fernando Poo y Ano Bom, placas giratorias
del comercio de esclavos.
El gabinete de Doña María apenas sustituyó a Sebastiáo José en la cartera
del Reino, puesto que los otros ministros se mantuvieron. Éstos habían sido di
plomáticos en el extranjero, por lo que eran muy sensibles al clima de tensión
política que se manifestaba en Europa tras la Guerra de los Siete Años. El país
volvió a cuidar de sus fuerzas defensivas —proyectadas y disciplinadas según las
42 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS
de 1761. Dirigido por un presidente (Pombal asumió el cargo hasta 1777), esta
ba conformado además por un tesorero mayor y cuatro contadores generales.
La Intendencia Geral da Policía deriva de otra medida reformista de la época
Josefina. Creada, como ya se señaló, en julio de 1760, dotada de «amplia e ilimi
tada jurisdicción», fue dirigida primero por un colaborador directo del marqués
y después, durante 25 años, por el famoso intendente Pina Manique. Su creación
pretendía liberar a los tribunales de la función puramente policial, hasta enton
ces mezclada con la jurídica. Desde 1760 en adelante, la policía vigilaba y captu
raba, mientras que los tribunales organizaban el proceso criminal. Para simplifi
car el trabajo de los nuevos funcionarios y hacerlo más eficiente, se aligeró el
proceso de prueba de culpabilidad, que dependía exclusivamente de la investiga
ción policial.
Muy sumariamente, recordaremos algunas instituciones más, casi todas an
teriores al siglo XVIII, pero cuya función siguió siendo fundamental en esa época
como instrumentos de acción de la política real, cada vez más centralizadora y
dinámica.
En julio de 1736, Don Joáo reformuló las antiguas Secretarías de Estado y
les confirió designaciones precisas y ámbitos gubernamentales específicos y bien
definidos en número de tres: Reino, Marina y Ultramar, Exteriores y Guerra. El
secretario preparaba todo, llevaba el asunto estudiado al rey y redactaba el de
creto que había de publicarse. Esta división tripartita del Gobierno se mantuvo
hasta 1788, fecha en la que se creó otra nueva Secretaría, la de Fazenda, que
sólo funcionaría realmente desde comienzos del siglo XIX. Por último, recorde
mos solamente la existencia del Conselho Ultramarino, sustituto del Antigo
Conselho da India, el Conselho de Estado, el Conselho da Guerra, de la Junta
dos Tres Estados, vinculada a la recaudación de impuestos, de la Junta da Bula
de Cruzada y del Tribunal do Santo Oficio, que Pombal transformaría en mero
tribunal político, dotado de un nuevo régimen, en 1774. Aquí queda apenas evo
cado el cuadro de las instituciones de la administración central. Éste se comple
taba con la periférica o provincial; en conjunto, ambas ofrecían al país, sobre
todo durante el absolutismo real, una burocracia profesional que garantizaba el
funcionamiento del reino.
Sociedad y economía
los emboabas en Minas Gerais (1708), las de Pitangui y de Villa Rica (1719-
1720), la del sertáo de San Francisco en 1736. El reinado del rey magnánimo no
constituyó, pues, una época de bonanza en la esfera social.
Tampoco lo fue la época de Don José. Esto quedó claro en la evolución de la
política pombalina para imponer la monarquía a los tres estados de la nación.
La aspiración se alcanzó progresivamente y alguien pudo afirmar ya que Pombal
creó una verdadera burguesía, impuso una nobleza solidaria y respetuosa de la
Corona, se hizo respetar por el clero, de donde surgieron algunos de sus más in
trépidos defensores teóricos, como Pereira de Figueiredo, que mostró al pueblo
las ventajas de contribuir al Bem Comum. Todo se logró en fases sucesivas, dic
tadas no por un programa claro y coherente desde el comienzo, sino por las exi
gencias de la coyuntura nacional e internacional. En primer lugar, se consolidó
el papel del Estado, atacando a los prevaricadores en todos los frentes. En se
gundo término (1756-1764), se procuró reorganizar la economía y las finanzas,
adecuándolas a la competencia internacional mediante la creación o aumento de
las grandes compañías comerciales, privilegiadas por la Corona. Por último, se
realizaron vastas reformas en fomento industrial, cultural y ultramarino.
En el período mariano prosiguió la política manufacturera anterior, podien
do incluso afirmarse que desde 1774 hasta cerca de 1800 la industria portuguesa
vivió un período de crecimiento y euforia, progresando en varios dominios. Pero
el Gobierno trató de acabar con los grandes monopolios privilegiados, liberali
zando los sectores de intervención privada. Por eso hizo desaparecer o atenuó
los beneficios de las grandes compañías comerciales y entregó muchas que eran
del Estado a particulares. En 1788, el intendente Pina Manique procedió al le
vantamiento o «mapa» de las fábricas del Reino, que muestra su dispersión por
el país, especialmente en los alrededores de Lisboa, así como en el Centro y el
Norte, abarcando las más variadas esferas de la producción.
Cultura y religión
Se puede considerar que Don Joáo V es uno de los grandes monarcas de la cultu
ra en Portugal. No es casual que muchos consideren su época como un período
de pre-Ilustración. Beneficiándose del flujo del oro brasileño pudo, como ningún
otro anteriormente, atender la modernización cultural de su gente. Es cierto que
eso se hizo, en gran parte, recurriendo a extranjeros —arquitectos, pintores, es
cultores, músicos, diseñadores, matemáticos e ingenieros—, lo que perjudicó la
creatividad nacional. Pero ésta también se manifestó claramente, hasta el punto
de que es posible hablar de un barroco portugués, que se manifiesta en la arqui
tectura, la pintura y la escultura, la música y, sobre todo, en la talla, el mobilia
rio, los azulejos, la platería y el arte del hierro. Este arte se manifestó con pujan
za, creatividad y autonomía en la metrópoli, en las islas atlánticas, en el Brasil y
la India, definiendo el genio y la cosmovisión de los portugueses del siglo XVIII.
No se puede hablar hoy del patrimonio portugués más auténtico sin mencionar
las más genuinas creaciones barrocas.
Refiramos, con todo, algunas medidas concretas. Don Joáo quiso conservar
y difundir la memoria colectiva de su pueblo, base de la cohesión nacional y
48 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS
Políticas coloniales
Las políticas ultramarinas de la época moderna, sobre rodo las de los siglos XVII
y xviii, siguen siendo uno de los temas más polémicos de la historiografía portu
guesa. La discrepancia de puntos de vista no radica en la discusión de si hubo (o
no) un imperio portugués en Asia, ya que los lusitanos ejercían una vasta in
fluencia que, geográficamente, se extendía desde el Cabo hasta Etiopía, pasaba
por el Golfo Pérsico, se prolongaba hasta Ceilán, Insulindia y Macao, llegando
hasta el Japón. El tipo de soberanía ejercido en ese mundo era muy complejo,
pudiendo radicar en el descubrimiento, en la conquista o en tratados de mutua
conveniencia (caso de Macao). La polémica entre los historiadores se concentra
más en lo que se debería entender por decadencia de ese imperio, cuáles son las
razones que la explican, los marcos cronológicos más importantes y las conse
cuencias futuras. Portugal trató de imponer la famosa teoría del niare clausum,
que mucho le convenía, pero los holandeses c ingleses le contrapusieron la del
niare liberum, que les permitía entrometerse en los dominios lusitanos. La unión
dinástica (1580-1640) ofreció a los enemigos de España la justificación para ata
car su poderío, independiente de que, por lo menos en teoría, se atacara o no a
Portugal. La lucha se desarrolló a escala planetaria, pues se trabó en los cuatro
continentes y en sus mares. Si Portugal triunfó en Brasil y en Angola, no se pue
de afirmar lo mismo en otras regiones, especialmente en Asia.
Sólo la Restaurando completa de la independencia nacional y la definición
clara de la política interna portuguesa permitirían redefinir la política ultramari
54 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS
Timor, más apartado de los centros frecuentados por los portugueses, sufrió
intensos ataques de los holandeses, desde el comienzo del siglo XVII. La capital
cambió de isla varias veces (Solor, Larantuca, isla de las Flores), hasta fijarse en
Timor. Ahí fue determinante la acción de los dominicos para reducir los régulos
a la soberanía portuguesa. Los gobiernos de los capitanes mayores no siempre se
revistieron del prestigio capaz de vencer los antagonismos internos. Por eso, en
1702 se nombró al primer gobernador general del territorio, lo que debía garan
tizar una acción más eficaz de la administración civil y militar. Este Gobierno ge
neral dependía del virreinato de la India. Ahora bien, Meló e Castro (residente en
Goa) y el primer gobernador timorense no se entendieron lo suficiente, como
tampoco el obispo de Malaca —que tenía la autoridad suprema en materia de re
ligión—, con los poderes locales. Por esa razón la situación fue muy inestable en
el pequeño archipiélago durante las tres primeras décadas. Pero a partir de 1734,
se fue recuperando lentamente. Se reanimaba el comercio, se pacificaban los di
versos grupos y se fundó un seminario para la preparación de los cuadros loca
les. El pequeño archipiélago estaba rodeado por el tejido de influencias montado
por los holandeses y, para sobrevivir autónomamente, necesitaba mucha pruden
cia y determinación. Quienes aseguraban las condiciones de base en el territorio
eran ios frailes dominicos, conocedores de las posibilidades de la tierra y de la
psicología de sus naturales. Su contribución fue inestimable para el manteni
miento de Timor bajo soberanía portuguesa. La principal fuente de riqueza de la
colonia era la madera, especialmente el sándalo. De ahí se la embarcaba para
Macao y se distribuía después en China o India, la metrópoli y otros mercados.
La más apreciada era el vernielho, excelente para mobiliario y escultura.
Macao, pequeña ciudad enclavada en China, vivía, a fines del siglo XVI!, del
comercio con Cantón. Su historia quedó, tal vez, más indisolublemente ligada a
la acción de la Compañía de Jesús. En la ciudad trabajaron también los frailes
agustinos de España y los jesuitas franceses, tratando de agruparse en comunida
des propias, lo que dio origen a múltiples problemas de jerarquía y a la famosísi
ma cuestión de los «ritos chinos». Don Joáo procuró, a todo precio, mantener
en la ciudad la soberanía portuguesa, ya fuera por su importancia como empo
rio comercial, de gran valor estratégico, o como cabeza de difusión del cristianis
mo y de la civilización occidental. El Leal Senado, órgano máximo de la estabili
dad gubernamental, trataba de no lesionar los intereses chinos, al tiempo que
mantenía antiguas ventajas para los lusitanos. Pero la suerte política de Macao
dependía de la benevolencia de los emperadores chinos. En la primera mitad del
siglo XVIII las relaciones oscilaron entre la mayor cordialidad y la hostilidad
abierta, en este caso proyectándose a la integración de Macao en China como
puerto franco. La gran cuestión, siempre subyacente, era la aplicación de la jus
ticia china en el territorio de Macao, hacia donde huían muchos chinos conde
nados. El Leal Senado y el gobernador se oponían; las autoridades de Cantón se
consideraban desautorizadas con las fugas de los reos de la justicia. Con mucha
prudencia y el inestimable apoyo de la Iglesia católica fue posible mantener ese
vasto territorio que, en la primera mitad del siglo xviii, estuvo a punto de diluir
se en la China. Lo que seguramente lo impidió fue un flujo comercial constante
entre el territorio que servía de puente hacia el Extremo Oriente, India, Brasil y
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 57
el Reino. Sedas, lozas finas, damascos, papeles pintados, lacres y muebles eran
los productos más comercializados en esa región.
Abordar las políticas coloniales brasileñas del período joanino (1707-1750)
implica retroceder un poco en el tiempo, recordando uno u otro aspecto de la
política precedente. Don Pedro, todavía como regente del Reino, se preocupó
de defender y dinamizar el imperio ultramarino, como ya vimos. Ahora bien,
uno de los aspectos vitales consistía en garantizar la recaudación de impuestos.
Por eso, los navios comerciales que tocasen Brasil al regresar del Oriente o de
África, o que negociasen directamente con aquel Estado, sólo podían vender
por medio de las aduanas portuguesas, salvo en casos excepcionales. Las penas
que se podían aplicar eran considerables. Defensa, poblamiento y aumento de
la economía se reflejaron en la organización eclesiástica del territorio. Además
de haber autorizado varias nuevas fundaciones de conventos, en 1676, el Papa,
a petición del regente, elevó a la dignidad metropolitana el obispado de Bahía,
quedando, de ahí en adelante, como cabeza de las diócesis de Pernambuco y
Río de Janeiro. Al año siguiente se creó el nuevo obispado de Marañón, des
membrado de Salvador, región en la que colonos y jesuitas chocaban con fre
cuencia.
Si el Nordeste y el Norte merecían gran atención por ser las regiones más
pobladas y disputadas por los enemigos del imperio portugués (Holanda, Fran
cia e Inglaterra), en el Sur la rivalidad entre portugueses y españoles se prolonga
ba hasta el Río de La Plata. A pesar de varios intentos que remontan al inicio del
siglo xvi, ninguno de los dos pueblos ibéricos establecerá, definitivamente, nin
gún poblado fijo y regular en la margen izquierda, ni siquiera después de la fun
dación de Buenos Aires. Sin embargo, los portugueses sabían bien cuán lucrativo
era el comercio en esa región, sobre todo el de contrabando. Salvador Correia de
Sá alertó al rey sobre la importancia de ese intercambio y de la región en general
(último tercio del*siglo xvil). Otro tanto había sido constatado ya por los paulis
tas, cuando atacaron las reducciones de los tape. Don Pedro, cuando lo conside
ró oportuno, solicitó a España el pago de los 350000 ducados de oro, previstos
en Zaragoza, por la no devolución de las islas Filipinas. Ante el rechazo de esa
entrega, de la respectiva indemnización o de la apertura de una línea de comer
cio entre Río de Janeiro y Buenos Aires, el monarca portugués resolvió vengarse.
Preparó una escuadra bajo el mando de Don Manuel Lobo, quien en 1680 fun
dó la colonia del Santísimo Sacramento en la margen izquierda del Plata, frente
a Buenos Aires, y que se convertiría en fuente de múltiples conflictos entre por
tugueses y españoles. Sucesivamente destruida y reedificada, sólo el Tratado de
Utrecht de 1715 la devolvería a Portugal.
No obstante, lo más importante es referir que hacia finales del reinado del
padre de Don Joáo V se encontró, por fin, oro en Brasil, en cantidad apreciable.
Las rutas resultaron tan productivas que en el año 1703 los navios de la flota de
Brasil descargaban ya en Lisboa cerca de 4 350 kg. La flota de 1706 fue la ma
yor de todas las que hasta entonces se había recibido (150 navios). Al asumir los
destinos de la Corona, Don Joáo V podía tener fundadas esperanzas de moder
nizar su país y engrandecerlo a los ojos de sus contemporáneos. Recordemos las
líneas esenciales de su política en lo que se refiere a Brasil.
58 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS
lor, eran a partir de entonces aptos para el ejercicio de cargos públicos, teniendo
incluso la preferencia en su propia tierra. El acceso a la carrera eclesiástica ya se
les había permitido anteriormente. En el plano administrativo, se trató de simpli
ficar la burocracia y reducir el número de funcionarios, hasta entonces muy ele
vado. En 1774, se suprimió el título de virrey y se atribuyó el de gobernador al
representante de la Corona. El mismo año se abolió el Tribunal de la Inquisi
ción, que actuó casi siempre sobre los indios, y que ahora, en una época de acer
camiento de razas y de tolerancia iluminada (ilustrada), no merecía continuar.
Lo mismo sucedió con el Tribunal da Relajo de Goa. Igualmente, se reorgani
zaron los mecanismos de la defensa militar, el comercio, la navegación, el fun
cionamiento de las cámaras municipales, misericordias y hospitales. La expul
sión de los jesuitas, en número considerable (221), planteó un grave problema,
tanto en la enseñanza como en la misión. A esta situación se trató de responder,
si bien bastante tarde (1773), mediante la creación de escuelas públicas y una
mayor apertura a otras congregaciones religiosas competidoras de los jesuitas
(oratorianos, por ejemplo). Ya a finales de su mandato, Pombal elaboró una es
pecie de programa de gobierno adaptado a las condiciones de la India, bajo el tí
tulo de Instruyes (1774), que compendiaba las ideas clave para una administra
ción adecuada del territorio, ya fuera política, financiera o eclesiástica.
Con la caída de Pombal se inició una reacción hacia algunas de sus medidas.
Reapareció la Inquisición (1779) y se reactivó el Tribunal da Rela^áo (1778),
concediéndose nuevamente el título de virreyes a los gobernadores de la India
(1807). El Gobierno de Doña María I trató de relanzar el territorio en el contex
to del imperio portugués, pero no lo consiguió, a pesar de algunas medidas
atractivas como, por ejemplo, la creación de un Consejo Legislativo en Goa
(1778). Pero cerca de diez años más tarde se descubrió y juzgó una conspiración
de nativos destinada a expulsar a todos los europeos. Habían pasado definitiva
mente los tiempos áureos del Estado Portugués da India.
Timor y Solor constituían, en Indonesia, símbolos de la soberanía lusitana.
Las islas dependían del comercio de sándalo con Macao, que era muy irregular.
Por eso tampoco se incursionó en el interior, pues las maderas se comercializa
ban en los puertos. Sólo los misioneros fueron avanzando tierra adentro, convir
tiendo a la gente, abriendo escuelas, asistiendo a las poblaciones. En 1769, Dili
se convirtió en capital del territorio portugués y en 1785 le fue concedido un re
glamento de aduana. Timor era demasiado poco importante para recibir inver
siones del gobierno.
Macao siguió siendo portuguesa, por interés mutuo. Quien gobernaba ver
daderamente era el Leal Senado, compuesto por blancos nacidos ahí y por mesti
zos. El gobernador cuidaba esencialmente la defensa y el orden entre los milita
res. Ni siquiera el Gobierno de Don José consiguió disminuir el poder del
Senado. Sus poderes emanaban del control de todo el comercio, que era ejercido
libremente, sobre todo con China. La expulsión de los jesuitas asestó un duro
golpe al territorio, pues, además de la enseñanza de alto nivel, la Compañía
mantenía importantísimas misiones en China, que fueron abandonadas cuando
sus miembros se fueron del territorio. Ni siquiera la creación de estudios públi
cos, en 1773, reparó el daño. El fin de siglo conoció una política indecisa hacia
64 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS
Eduardo Cavieres F.
El peso del número... ¿cuántos eran? No es sólo problema del número en sí, sino
más bien de su densidad y especificidad de contenido. América, 1492: ¿cuántos
había? ¿Cuántos llegaron? ¿Cuántos murieron? ¿Cuántos nacieron? No se trata
de una situación que deba resolverse necesariamente en cifras exactas (por lo de
más imposibles de determinar); es mucho más que eso. Es pensar también en
quiénes eran, cómo pensaban, cómo vivían.
Medir y contar (en el sentido de narrar) no siempre se contraponen, pero
tampoco coinciden. Las sociedades indígenas no tenían contabilidades precisas,
pero es seguro que tenían noción de sí mismas y que sí se sabían dimensionar.
Los hispanos, como los portugueses, al parecer tendieron a la exageración de
forma natural: al comienzo todo era grandioso, espectacular; la tierra era prolí-
fera; las riquezas, inmensas; la población, indeterminada por lo numerosa (los
padres franciscanos no bautizaban, según ellos, en rangos de cientos o de miles,
lo hacían en millones). Aun cuando «mucho» o «poco» son conceptos relativos,
estos vocablos traducían las imágenes formadas en las mentes de conquistadores
y colonos, imágenes que pasaron, casi insconcientemente, a formar parte de las
realidades así pensadas. De este modo, la tarea de contar es fundamentalmente
un problema nuestro. Un problema importante y necesario, pero que resulta di
fícil de resolver, tanto que aún hoy en día se siguen discutiendo los trabajos de
Rosenblat (1954), Cook y Borah (1977-1980), todos pioneros en dicha tarea,
desde los años 1940 en adelante.
Como es sabido, con un margen de error cercano al 20%, para el primero de
ellos, la población total del continente, desde Rio Grande hasta el Sur, se podría
calcular, a la llegada de los españoles, en 13385000 personas. Estos cálculos,
basados en un complicado juego de relaciones entre densidad de población y ni
vel cultural, reflejan también la dicotómica situación demográfica de zonas nu
68 EDUARDO CAVIERES F.
Ilustración 1
POBLACIÓN NATIVA DE AMÉRICA AL SUR DE RÍO GRANDE, APROX. 1492.
1. En el caso del Brasil, por ejemplo, a diferencia del millón de personas calculado por Roscn-
blat, John Hcmning (1978) ha estimado un total de 2431000.
2. AGI, Catálogo de pasajeros a Indias durante los siglos xvi, xvii y XVIII. Diversas ediciones.
Una buena descripción de esta documentación se encuentra en Encamación Lemus y Rosario Már
quez (1990: 37-91).
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO OE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 69
factores no sólo provocaron la muerte masiva de miles y miles de seres, sino ade
más la desintegración y el derrumbe del conjunto de imágenes y creencias sobre
las que descansaba la cosmovisión de las diversas comunidades y etnias indíge
nas precolombinas.
Cook y Borah, McLeod y Colmenares, por citar sólo algunos autores, obser
van por doquier la dramática disminución de la población aborigen en el curso
del siglo xvi. En Yucatán, más del 27%; proporciones semejantes en Panamá; ex
terminio casi total en Nicaragua; entre el 50% y el 80% en los Andes colombia
nos; alrededor del 50% en Quito; y también entre el 50% y el 80% en la Audien
cia de Charcas; poco menos en Chile septentrional y austral; proceso más tardío
en Río de La Plata y Paraguay. En Brasil, aislamiento y supervivencia hacia el in
terior, rápida extinción de quienes insistieron en mantenerse en el litoral ocupa
do o de quienes no alcanzaron a refugiarse (Sánchez-Albornoz, 1994: 56-60).
En esta última región, básicamente no hubo diferencias con respecto al resto
de América. La temprana presencia europea en dichas costas con motivo de las
expediciones tanto españolas como portuguesas, comenzó a introducir muy rá
pidamente todo tipo de enfermedades infecciosas que resultaron en epidemias y
hambrunas. A ello se agregó, muy rápidamente, la explotación laboral, la inten
sificación de las guerras entre tribus y la propia captura de esclavos, todo lo cual
provocó un cuadro general semejante al resto del continente*3.
Aunque los centros de México y Perú, los más importantes de la historia
precolombina, tuvieran más habitantes y estructuras políticas y culturales más
desarrolladas, no resulta más fácil evaluar el impacto sobre ellos. Al menos no a
través del relato y las crónicas de los vencedores, como tampoco por las imáge
nes que quedaron y se fueron retransmitiendo entre los vencidos. Lo que pudo
constituirse en epopeya para una de las panes, fue simplemente un apocalipsis
para la otra. La muerte cabalgando silenciosa, pero implacable, de Norte a Sur,
de Este a Oeste de las recién descubiertas tierras, territorios que, por diversas ra
zones, estaban en proceso de incorporación a la civilización.
Ilustración 2
EL DERRUMBE DE LA POBLACIÓN INDÍGENA:
MÉXICO CENTRAL Y PERÚ (MILLONES DE HABITANTES).
__________________ 1519 1532 1540 1568 1570 1580 1590 1595 1610 1620
México central . 25.2 16.8 6.3 2.7 — 1.9 — 1.4 — 0.7
Perú ................... — — — — 1,3 1.1 0.9 — 0.8 0.6
Fuente: Datos de Cook y Borah (México central) y N. D. Cook (Perú), citados por Nico
lás Sánchez-Albornoz (1994: 56 y 59).
3. Una buena síntesis respecto a la declinación de la población nativa brasileña hacia 1600 y
sus repercusiones sobre el medio ambiente es la de Warren Dean (1985: 25-51).
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 71
blat que, desde una óptica retrospectiva del problema indígena y casi abriendo
los estudios de demografía histórica para estos espacios y tiempos, ofreció, como
hemos visto, no sólo una base estimativa de cuantificación de los distintos secto
res de la población americana, sino también un profundo, aunque en muchos as
pectos ya superado, análisis de relaciones socioculturales para explicar la evolu
ción de las diferentes etnias y castas coloniales, sus conexiones y proyecciones a
los períodos posteriores a la independencia.
Para las primeras décadas de la presencia hispánica en América, y específica
mente pensando en la situación existente hacia 1570, sin desconocer las arbitra
riedades e injusticias cometidas por los conquistadores, Rosenblat insiste en que
«el instinto moral y humano del español, que se manifestó en una legislación
ejemplar, en la proclamación de la libertad del indio, en el frecuente matrimonio
legal con mujeres indias y en la incorporación de los mestizos a la sociedad, ha
de haber tenido también su repercusión en la suerte de la población indígena»
(Rosenblat, 1954: 93).
El conjunto de estas y otras situaciones conformaron el contexto jurídico,
ideológico y sociológico en que se fue generando el oscuro y en muchos sentidos
impenetrable mundo de las relaciones sexuales interraciales, simplificado en el
concepto de mestizaje, pero desarrollado con proporciones de crecimiento geo
métrico al alcanzar no a dos, sino a muchos y cada vez más numerosos grupos
de gentes de origen mixto y a sus descendientes, en un camino desenfrenado que
no pudo ser previsto por la legislación ni regulado sólo a través de dictámenes o
procedimientos civiles, como la imposición de una serie de limitaciones que fue
ron restringiendo los derechos de la población mestiza en forma inversa a su cre
cimiento demográfico.
La Corona española, que en un comienzo trató de llevar a la práctica una es
pecie de doctrina político-social, en la cual se configurase la nueva sociedad, con
una estructura de carácter señorial y servil, y en la cual, lógicamente, no debería
haber cabida para la mezcla racial, fue optando finalmente por hacer frente a las
realidades que se imponían y no a determinar inútilmente esas realidades antes
de que se exteriorizaran.
De todas maneras, la Corona junto con la Iglesia, trató de orientar el proce
so y lo hizo limitando, en primer lugar, las dispensas para casamientos entre in
dividuos de grupos étnicos diferentes, obligando a los primeros conquistadores a
reunirse con sus mujeres españolas cuando así procediese, facilitando la emigra
ción femenina hacia América o estimulando el nombramiento de funcionarios
casados o la autorización de viaje a matrimonios completos.
A pesar de todos los esfuerzos realizados para seleccionar a los inmigrantes,
diversos documentos oficiales otorgan claros testimonios acerca del numeroso y
vasto sector de peninsulares de origen humilde que, como soldados o colonos,
contribuyeron a la Conquista y a la formación de la sociedad hispanoamericana.
En oposición a las apreciaciones que sostienen la idea de una emigración a Amé
rica mayoritariamente formada por hidalgos, estudios más detenidos concluyen
en porcentajes no superiores a un 22% de hidalguía entre los 168 hombres que
acompañaron a Pizarro en Cajamarca, o a un 26% de las 792 personas de quie
nes se tiene información de su paso a Chile entre 1536 y 1565. Más bien parece
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 73
4 Al respecte» has bastante literatura. Véase, por ejemplo, Icmus y Márquez (1990) Castrillo
<|992| y Sergio Villalobos || 981.1: 125-129).
5. Referencia del jesuíta Nobrega en 1551. ( nado jx»r Magnus Morner 11969a: 56 y nota 53).
74 EDUARDO CAVIERES F.
tantos indios, «muchas indias dejan a sus maridos indios o aborrecen y desam
paran los hijos que de ellos paren, viéndoles sujetos a tributos y servicios perso
nales, y desean, aman y regalan más los que fuera de matrimonio tienen de espa
ñoles, y aun de negros» (cit. en Madariaga, 1950: 583; Mómer, 1969a; Olaechea,
1992).'
Es evidente que, para estudios de población de períodos tan lejanos como és
tos, de finales de la segunda mitad del siglo xvi, interesan más las tendencias que
la precisión de las cifras, y es claro también que el grupo que ya desde esos años
mostraba potencialmentc el mayor dinamismo en su crecimiento era el mestizo-
blanco, el mismo, como lo hemos anotado más arriba, que en iguales términos
proporcionales ya era acreedor del más sostenido desprecio social, situación en
que nos queremos detener en las páginas siguientes.
En todo el ámbito iberoamericano, y dentro de esta compleja problemática
del mestizaje, el ya citado Madariaga observaba también este interesante, aparen
temente curioso, pero fundamentalmente rápido proceso, mediante el cual el mes
tizo pasó de una situación casi aceptable a otra de desprecio y temor, un proceso
que lo llevó «desde la cumbre de la sociedad como la aristocracia del Nuevo
Mundo, hasta los bajos de la pobreza y de la bastardía» (Madariaga, 1950: 554).
Es indudable que esa primera situación más favorable fue socavada por una
mezcla de consideraciones económicas y estamentales, ejemplificadas individual
mente en el propio caso del mestizo Garcilaso, quien señalaba que «por haber
muerto en breve tiempo la segunda vida de mi padre quedamos los demás herma
nos desamparados» (Garcilaso de la Vega, Historia General, X, CXXIII). En lo
social, cientos de casos similares y otras tantas situaciones dejaron no sólo de
samparado, sino además desintegrado, al grueso del grupo mestizo en formación.
Al comienzo, y según a las tradiciones estamentales europeas, es evidente
que los mayores deseos de los monarcas ibéricos fueron transplantar a América,
lo más íntegra y rápidamente, y en el mayor número posible, el matrimonio pe
ninsular. Pero las realidades experimentadas superaron con amplitud todo pro
yecto ideal sobre el particular. El problema tenía una raíz mucho más social, y
fue el origen y comportamiento de sectores propiamente blancos lo que lo impo
sibilitó, surgiendo, en cambio, las malas imágenes aplicadas a los mestizos. Ya se
ha dicho que, con lo que se conoce acerca de la procedencia e identificación del
grupo conquistador, no se discute mayormente su carácter de fuerte desarraigo y
de actitudes mentales no proclives a la moderación y a la vida familiar, situación
que por lo demás facilitó precisamente su espíritu de aventura y conquista.
Además, desde la experiencia del Caribe, y especialmente a consecuencia de
las denuncias de los frailes dominicos y de las disquisiciones legales y éticas de teó
logos y juristas, en España, el conquistador, más que despertar aprecio, cosecha
ba ya mala fama. En la vida cotidiana del Nuevo Mundo y en plena época de
conquista, ante la presencia fácil de mujeres, esclavas o no, «obsequio de este tipo
y oportunidades muy variadas no se iban a desaprovechar por varones, como ta
les, de impulsos promiscuos, y que además recordaban todavía la frontera con el
islam ibérico, poligámico y sensual» (Céspedes del Castillo, 1985: 187).
Debemos agregar que, a treinta o cuarenta años de la llegada de los primeros
conquistadores, como había sucedido en todas partes, con el goce del éxito y de
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 75
6. Una descripción más detallada de este tipo de documentos se encuentra en Carmen Arretx,
Rolando Méllate y Jorge L. Somoza (1983: 3-21).
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 79
”. En esta y en parte de las referencias siguientes, hemos seleccionado fuentes secundarias cu
yas cifras y datos señalan las documentaciones utilizadas. Aquí, véanse, por ejemplo. Roben McCaa
(1984; 4 -501); Patricia Secd (I9S2: 569-606); David A. Brading (1973b: 126-144). Obviamente,
no se puede soslayar el trabajo de Sherburne F. Cook y Woodrow Borah (1977-1980).
80 EDUARDO CAVIERES F.
60000 y 7824. En 1793, las cifras eran prácticamente las mismas: 63000 y
7857 (Sosa, 1981: 111-129).
De los territorios insulares, no podríamos dejar de mencionar La Habana.
No es necesario referirse a su importancia en el mundo histórico colonial, pero
en relación a su ámbito, al menos hasta la década de 1740, los diversos cálculos
de población existentes no superaron los 30000 habitantes. Pese a las reiteradas
imprecisiones demográficas de la época, en las décadas siguientes hubo efectiva
mente un notorio crecimiento demográfico y ya en el censo de 1774 se anotaban
75618 individuos, con exclusión de todas las villas cercanas, pero con inclusión
de las barriadas extramuros. Un nuevo padrón fechado en 1778 registraba
40737 habitantes urbanos y otros tantos 41405 «vecinos» rurales. Otro padrón
de 1792 contabilizó 51307 almas en el casco urbano y su entorno más inmedia
to. Por sobre las diferencias, hombres más, hombres menos, o de categorías ur
banas, suburbanas o rurales, la imagen de expansión demográfica es indiscutible
(Le Rivcrcnd Brusonc, 1992: 79 y 123).
Si avanzamos por el virreinato de Nueva Granada, encontramos nuevas rea
lidades y nuevas diferencias. En 1761, la población total de la Audiencia de Qui
to alcanzaba la cifra de 639500 habitantes, cifra que habría aumentado a
826550 según el censo de 1778. De ellos, se calcula que el 80% estaba formado
por mestizos y blancos, el 15% por indios y el 5% restante por esclavos.
En adición a lo anterior, se calcula que, entre 1778 y 1781 se deberían su
mar unas 400000 personas dispersas, tanto en la costa como en la sierra, pero,
según la tendencia vigente desde mediados de siglo, la población seguía crecien
do a una tasa vegetativa promedio que no superaba el 0.2%. En particular, la
declinación demográfica de la sierra, producto de una fuerte contracción econó
mica de largo aliento, originada a partir de la década de 1740 por la convergen
cia de variadas causas económicas y fenómenos naturales, le llevó a diferenciarse
claramente del litoral central, cuya población, por el contrario, aumentaba a un
ritmo cercano al 3.8% anual.
En el contexto del virreinato, la ciudad de Quito siempre se distinguió como
el área de mayor atracción y concentración demográficas. Según testimonios
contemporáneos, en extensión y población excedía a todas las demás urbes de
Latinoamérica, sin otra excepción que las de México y Lima. Se distinguía, ade
más, por la preeminencia de los blancos. En 1761, el corregimiento de Quito
congregaba a unos 135000 habitantes y hacia 1784, la población del centro ur
bano en sentido estricto alcanzaba los 23726 habitantes, de los cuales 17976
eran españoles, 4406 mestizos, 733 indios y 611 esclavos, composición bastante
diferente de la que prevalecía en las tierras altas e interiores donde había una
fuerte presencia indígena. Según otros cálculos, a pesar de los terremotos y las
epidemias, durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo, la población
quiteña siempre osciló en cifras cercanas a las 50000 personas.
Definitivamente, el número de habitantes de la ciudad fue notoriamente su
perior al de Bogotá y Caracas, y muy lejano del correspondiente a la provincia
de Guayaquil, cuya ciudad capital, pese a su dinamismo portuario, aún no supe
raba los 6000 habitantes. En el caso de Caracas, igualmente capital de provincia
o de audiencia desde 1786, su población era bastante escasa: 18 699 personas en
82 EDUARDO CAVIERES F.
1771; unas 20000 al comenzar el nuevo siglo (Lara, 1992: 128-129; Luccna Sal-
moral, 1994a: 143-164; Estrada y Caza, 1990: 68; Hamerly, 1987: 65-85; Tro-
conis de Veracoechea, 1992: 78-110).
¿Qué decir de Lima, la ciudad de los reyes? Siempre creciendo, centro de vi
rreinato, siempre en constante movimiento. Podría aceptarse que ya en 1619 te
nía una población urbana de 24991 individuos. Con mayor certeza, pero igual
mente con precaución, siguiendo un censo de 1700 que contó a los moradores
limeños casa por casa, se podría aceptar que para entonces los vecinos de la ciu
dad habían alcanzado la cifra de 36558. A lo largo del siglo, pese a un par de
detenciones demográficas causadas por fenómenos coyunturales, la cifra se du
plicó. Hacia 1755 la ciudad superaba las 50000 personas y en 1790, contaba
con 61411 habitantes, a los cuales el virrey en ejercicio estimaba que debían su
marse, a lo menos, unos 2000 más (Doering y Lohmann, 1992: 141-143; More
no Cebrián, 1981: 97-161).
Es evidente que la Lima colonial imponía su presencia como cabeza del vi
rreinato y, en términos de concentración demográfica, estaba muy por encima
de Santiago de Chile o de los principales centros urbanos de la Audiencia de
Charcas. En el primer caso, a diferencia de otras ciudades importantes, los datos
de la población santiaguina son escasos y no del todo fiables. Todo parece indi
car que, en conjunto con la población chilena, también venía creciendo a lo lar
go del siglo, pero es difícil calcular su número. En 1779, la información censal
registró 40607 habitantes para todo el corregimiento: un 52% de españoles,
15% de mestizos, 13% de indios y alrededor del 18% de mulatos y negros. De
ese total, podrían haber correspondido unos 30000 individuos a la ciudad en sí,
cifra que siguió incrementándose, a un ritmo cada vez mayor, en las décadas si
guientes (Ramón, 1992: 108-109).
Rumbo hacia el Atlántico, nuestra atención se localiza en Buenos Aires. En
la tercera década del siglo XVII, el carmelita Vázquez de Espinosa jerarquizaba
los principales poblados existentes en la región, señalando a Córdoba con 500
vecinos, a Santiago del Estero con 400, a Tucumán y La Rioja con 250 y, final
mente, a Buenos Aires con sólo 200. Por entonces, poco se decía de ella: una ciu
dad sin defensas, carente de fuerza, con pocos indios, sólo con algunos vecinos
muy ricos.
Aun cuando el territorio de su gobernación incluía a las ciudades de Santa
Fe y Corrientes y que sus influencias portuarias alcanzaban a Tucumán y Cuyo,
es a partir de las últimas décadas del siglo xvn cuando la ciudad comienza a de
sarrollarse. Hacia 1720 contaba con 8903 habitantes, pasó a 11121 en 1744 y
creció hasta 22007 en 1770, cuando su estructura étnica incluía un 53% de es
pañoles, poco menos de un 25% de indios, negros y mulatos libres, y cerca de
un 18% de esclavos negros y mulatos.
Hasta entonces, la ciudad crecía a una tasa anual del 2.79%, pero adquirió
un ritmo aún mayor a partir de su jerarquización como capital del nuevo virrei
nato. A comienzos de la década de 1780, superaba las 25000 personas, cuando
el total del nuevo ámbito administrativo colonial se acercaba a las 400000, sin
incluir una cifra similar de indios no sometidos. En 1798, el intendente de Para
guay contabilizaba unas 100000 personas en su territorio y, poco después, en la
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 83
Ilustración 3
ESTRUCTURA DE LA POBLACIÓN EN PORCENTAJES SEGÚN GRUPOS.
LUGARES SELECCIONADOS. DIVERSAS FECHAS RESPONDIENDO
A LAS ÓRDENES CENSALES DE 1776.
Ilustración 4
POBLACIÓN SEGÚN LOS REGISTROS
DE LA SECRETARÍA DEL CONSEJO DE INDIAS EN TORNO A 1774.
9. «Vista política de la América española*, febrero de 1798. AGI, Estado 105, núm. 5.
4
1. A este respecto ver los innumerables estudios regionales a que se refiere este capítulo, entre
otros muchos que ofrece la historiografía latinoamericana.
88 ENI DE MESQUITA SAMARA
Aun considerando que es un desafío y sin pretender agotar el tema, este ca
pítulo trata de estudiar las transformaciones económicas y sociales regionales
desde la perspectiva de las formas de trabajo que coexistieron en el ámbito suda
mericano durante el siglo xvm. Se presta especial atención a la formación de un
mercado de trabajo de mano de obra libre y a su importancia, pese a la presen
cia de la esclavitud en innumerables contextos. El capítulo se opone, por tanto, a
la visión bipolar y simplista de los sistemas de trabajo y de las relaciones sociales
en las colonias ibéricas, basada en el binomio amo-esclavo, entendiendo que la
expansión de la economía de mercado iba acompañada de oportunidades que
beneficiaban a los demás sectores.
Se estudiará la integración de las colonias al flujo internacional, a partir de
las economías azucareras de Brasil, en las que conviven distintas formas de tra
bajo y de lazos personales. Allí, alrededor de los ingenios y de los grandes terra
tenientes, proliferaban pequeños propietarios, agricultores independientes, pos-
seiros, arrendatarios, agregados y camaradas que constituían piezas importantes
del funcionamiento del sistema. Durante el siglo xvm, en las regiones exporta
doras la vida del mundo rural y la vida en el trabajo presentan semejanzas y di
ferencias entre las áreas de colonización española y las de colonización portu
guesa. El hinterland, el gaucho, la ganadería y el comercio de cueros componen
ese conjunto y permiten comprender la dinámica interna del sistema, mostrando
que las formas de empleo en las zonas rurales asimilaban, a menudo, costumbres
locales recurriendo a otros expedientes para atender la demanda externa (Sch-
wartz, 1988; Gelman, 1989; Salvatore y Brown, 1987).
Por otra parte, la esclavitud, el trabajo indígena obligatorio y la importa
ción de negros africanos dejaron huellas profundas en las sociedades latinoame
ricanas, manifiestas en las actitudes y los comportamientos de sus habitantes.
Las actividades mineras en el siglo xvm muestran especialmente los distintos
modos de trabajo utilizados en los Andes y en Brasil. El espíritu de aventura, la
vida ardua, la inestabilidad y la pobreza formaban parte invariablemente de la
vida cotidiana de esas regiones (Tandeter, 1992; Souza, 1992; Luna y Costa,
1982).
También se analizarán los sectores de subsistencia y los empleos urbanos
orientados a la prestación de servicios, ya que absorbían en gran parte la mano
de obra libre y «no especializada». Individuos ambulantes y menesterosos inte
graban esa clase, que tiende a aumentar significativamente en varias regiones
coloniales a finales del siglo XVIII, convirtiéndose en objeto de preocupación
para las autoridades. Con el transcurso del tiempo se van formando pequeñas
poblaciones y ciudades donde también se concentra la mano de obra femenina
que participa en el proceso productivo, en negocios y en transacciones. Se trata
por tanto de un escenario ideal para comprender la complejidad de los papeles
sociales, las diversas formas de trabajo, los modos de vida en las colonias y los
cambios que se producen en la época, que son en síntesis el objeto de este capí
tulo.
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO 89
Sin duda, en ese punto coincide el análisis histórico de las colonias ibéricas
en general. La profusión de lazos familiares y el establecimiento de redes de de
pendencia económica y personal que determinaban poder, prestigio y formas de
articulación social parecen haber sido comunes en las zonas rurales. En México
el panorama era bastante parecido al de Brasil, si pensamos en la importancia y
la influencia de las elites de propietarios en el campo y las ciudades. Estudios re
cientes muestran también esa relación entre las estructuras familiares y el mundo
del poder y los negocios (Grosso y Caravaglia, 1990; Gandan y otros, 1978).
Al igual que en el caso de Brasil, el análisis de diversos contextos económicos
de América Latina pone de manifiesto la necesidad de comprender la vida socio
económica en la agricultura, basándose también en los demás grupos que integra
ban la economía en el campo y en las poblaciones y ciudades establecidas en su
entorno. Elites de propietarios, pequeños y medianos agricultores, arrendatarios,
comerciantes y trabajadores en general formaban parte de esa red de relaciones de
trabajo y dependencia que interconectaba el mundo rural con el urbano, los secto
res de exportación con los de consumo y abastecimiento internos (Franco, 1969)
Especialmente en el mundo de los ingenios brasileños, el trabajo asalariado,
el trabajo obligatorio y la formación de innumerables categorías sociales enrai
zadas entre los dos polos básicos de la sociedad ofrecían posibilidades de movili
dad social, lo que permitía la transformación de agricultores en propietarios, de
esclavos en libertos, de trabajadores en patrones o simplemente de «negros en
blancos». Esto ocurría más fácilmente entre los asalariados, que no siempre esta
ban presentes en el proceso de fabricación azucarera, pero sí en las funciones lla
madas intermedias: administrativas, técnicas y artesanales (Schwartz, 1988).
Las capacidades y los servicios de esos trabajadores eran esenciales para la
producción del azúcar, e incluso cuando eran sustituidos por esclavos se mante
nía la diferenciación social característica de la fuerza de trabajo, lo que en síntesis
definía al conjunto de la mano de obra libre especializada como categoría social.
No obstante, el acceso a la clase de los grandes propietarios de tierras no se
veía facilitado por las normas y los comportamientos vigentes en la época. Los
matrimonios endogámicos y ritualizados por pactos de intereses permitían per
petuar las fortunas entre una elite blanca. A lo largo del siglo XVlll continuaron
vigentes en Brasil las pautas de uniones entre grupos étnicos y socioeconómicos,
si bien eran más comunes en aquella época los matrimonios entre comerciantes
y miembros de la elite local (Kuznesof, 1980; Samara, 1989; Socolow, 1989;
Mccaa, 1984; Metcalf, 1993).
Otra traba era el alto costo de creación del ingenio y muchos.colonos no dis
ponían de capital y créditos suficientes para ello, a pesar de los incentivos que
dispensaba la Corona portuguesa. Por otra parte, los colonos deseaban partici
par en la economía exportadora y alrededor de los ingenios proliferaban las
grandes extensiones dedicadas al cultivo de la caña, en las que se establecían ios
labradores y sus grupos de esclavos.
Todo indica que, desde los inicios, lo que distinguía la economía azucarera
de Brasil de sus congéneres del Nuevo Mundo era el control ejercido por ese gru
po sobre la fuerza de trabajo esclavo. Esa estructura existía en las islas atlánticas
de España y Portugal, y parece haber sido transferida en el siglo xvi también a
92 ENI DE MESQUITA SAMARA
Cuba y Puerto Rico, en las Antillas españolas. Sin embargo, hasta el siglo XIX
sólo en Brasil los cultivadores de caña constituyeron una parte importante de la
economía azucarera. Su existencia demuestra también las posibilidades de for
mación de nuevas categorías y la complejidad de los papeles sociales dentro de
un mismo grupo de origen.
Así, había entre ellos una división en subcategorías basada en la relación con
la tierra. Los que eran propietarios estaban libres de obligaciones y constituían
un grupo privilegiado. Los demás eran dueños de caña hipotecada y, general
mente, arrendatarios. Al respecto, Schwartz, que ha estudiado exhaustivamente a
estos individuos, afirma que en términos sociales eran comparables a los dueños
de ingenio y que en lo esencial tenían los mismos orígenes e iguales aspiraciones.
Naturalmente, había grandes disparidades y entre ellos encontramos padres ca
tólicos, comerciantes de origen cristiano nuevo, viudas ricas y caballeros venidos
a menos (Schwartz, 1988).
Se sabe que es imposible captar todas las sutilezas y distinciones propias de
las diversas categorías sociales existentes en el medio rural, sobre todo si se toma
como base el análisis regional de los sistemas de trabajo. En vista de ello, se han
puesto de relieve en el contexto general algunos sectores particulares y, en espe
cial, aquellos que empleaban mano de obra libre, tratando de comprender su
participación en la economía de mercado y, más tarde, en los sectores de abaste
cimiento y servicios. Los cultivadores de caña, por origen e intereses, estaban
vinculados a los ingenios y gravitaban a su alrededor, lo que sucedía también
muchas veces con otras categorías, como la de los agregados.
Según indica todo, el agregado ocupaba una posición particular en los siste
mas de trabajo y de relaciones personales y se encontraba en varias regiones de
la América española y portuguesa. Considerado un trabajador rural por excelen
cia, el agregado se relacionaba con los sectores de la agricultura y la ganadería.
Generalmente ambulante, suplía el mercado de trabajo cuando hacía falta mano
de obra básica en las unidades de producción, bajo la presión de la demanda o
en momentos de prosperidad económica. Tal situación se dio en sectores expor
tadores importantes de Argentina y Brasil en el siglo xvm y a comienzos del si
glo XIX, y probablemente se repite en otros contextos coloniales.
En aquella época las familias brasileñas que no tenían esclavos trabajaban uni
das o aceptaban a otros miembros suplementarios para la faena diaria de los nú
cleos domésticos, que eran al mismo tiempo unidades familiares y de producción.
Los cultivadores de géneros alimenticios, los labradores y los arroceros contaban
con agregados cuando sus limitados recursos no les permitían comprar esclavos.
En las tierras excedentes, el gran propietario concedía también al agregado permi
so para construir una cabaña y crear una plantación, cosa que solía hacer rudimen
tariamente, ya que la permanencia en el lugar no siempre se garantizaba por mucho
tiempo. En el siglo xvm era sorprendente la movilidad espacial de este grupo, que
se desplazaba entre las ciudades y el campo en busca de supervivencia y trabajo2.
2. Los agregados son individuos desposeídos que se tienen que establecer en la casa o en la tie
rra de otros.
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO 93
4. Data era una extensión fija de tierra concedida para la explotación minera.
98 ENI DE MESQUITA SAMARA
nómicos, en que se concentraban ios desposeídos. Algunos de ellos eran casi ex
clusivamente sectores femeninos.
En este sentido, las observaciones de los viajeros y los documentos de la épo
ca no dejan lugar a duda respecto a que en las colonias latinoamericanas el hila
do y el tejido eran las principales tareas de las mujeres, además del servicio do
méstico, naturalmente. En algunas regiones esa actividad se consideraba básica y
prácticamente la única fuente local de ganancias. Tal era, a finales del siglo xvm,
el caso de San Luis, Argentina, donde el gobernador apuntaba que «su única in
dustria se reduce a que las mujeres trabajan ponchos y frazadas que conducen al
Reino de Chile». Y de esa manera la producción local se integraba en el más am
plio intercambio entre regiones (Vareta, 1991).
Las tareas domésticas, a su vez, eran complejas y presuponían la alimenta
ción y el vestido de todos ios miembros de la familia. Unidades familiares y de
producción a la vez, las familias exigían control, supervisión y división del tra
bajo. En las regiones urbanas, la estructura de los hogares, por efecto de las mu
taciones económicas y las migraciones, tendió a una simplificación del núcleo fa
miliar consanguíneo y a una mayor complejidad, originada por las relaciones de
trabajo. El fenómeno se observó en Buenos Aires y en Sao Paulo a finales del si
glo xvm y comienzos del siglo XIX, y probablemente se repitió en otras ciudades
coloniales de la misma época (Cicerchia, 1990; Samara, 1989). La vida en el
campo, sin embargo, facilitaba la manutención de familias extensas y una mayor
rigidez en las pautas de división del trabajo entre los sexos, cosa que muchas ve
ces no ocurría en las ciudades.
En Quito, la participación femenina durante el siglo xvm iba más allá de la
simple venta de alimentos, llegando incluso al comercio de larga distancia. Las
dueñas de pulperías invadían un ámbito antes considerado masculino, a imitación
de lo que ocurría en Ciudad de México, Puebla y Guadalajara (Moreno, 1992).
El predominio de la población femenina, los índices de soltería y las reformas
institucionales explican también la presencia masiva de las mujeres en algunas ac
tividades, lo que se puede observar en contextos regionales. Tal es el caso de la
parroquia de Santa Catalina de Ciudad de México, que a finales del siglo XVIII re
currió al empleo generalizado de mano de obra femenina para la manufactura de
cigarrillos, con intención de reducir los costos de fabricación. Las mujeres recibí
an menor salario y tenían jornadas de trabajo desventajosas (Pescador, 1989).
Estos datos no sorprenden, si pensamos que las mujeres, al igual que la po
blación más pobre, estaban más sujetas a las fluctuaciones del mercado de la
mano de obra, en concordancia con los tipos de tareas que ejecutaban. Pero eso
no disminuye su importancia en la formación del mercado de mano de obra li
bre en las colonias y el papel histórico que desempeñaron. Esta premisa es tam
bién válida en lo tocante a los demás sectores de la sociedad que, aunque no par
ticipaban directamente en el poder o en la economía exportadora, supieron
articularse creando estrategias propias de supervivencia. Además, su inserción en
los procesos económicos, ya fuera de manera indirecta o incluso temporal, da fe
de una mayor flexibilidad de los papeles sociales y de las modalidades de trabajo.
Con todo eso, es posible concluir que en las colonias latinoamericanas las
fluctuaciones del mercado internacional iban acompañadas de nuevas posibili
102 ENI DE MESQUITA SAMARA
Este trabajo que presentamos se inscribe en una corriente que podríamos llamar
de historia ecológica o historia medioambiental. Nuestra preocupación será en
todo momento mostrar la relación entre las sociedades humanas y el medio en
las que éstas se desarrollan desde una perspectiva histórica. Por esta razón, algu
nos de los ejemplos que mostraremos tienen un marco temporal cronológica
mente más amplio que el del siglo XV1II y ello es lógico, pues este tipo de proble
mas ligados al medio ambiente, en general, se perciben más adecuadamente en la
larga duración. Nos centraremos en especial —si bien no exclusivamente— en
ejemplos novohispanos y rioplatenses, pues pensamos que sólo manteniendo un
contacto de primera mano con las fuentes es posible esbozar un resumen de al
gunos de los problemas más importantes que la temática nos plantea. También
intentaremos a través del texto realizar algunas comparaciones entre ambas rea
lidades.
Hablar del paisaje rural en la América colonial ibérica exige previamente algu
nas precisiones terminológicas para facilitar la lectura del breve texto que pre
sentamos aquí. Paisaje es para nosotros y en este contexto, un mosaico humani
zado de ecosistemas, siendo aquí el ecosistema una comunidad de seres vivientes
fundada en una serie de intercambios recíprocos —cadenas tróficas o alimenta
rias— que están enmarcadas por un medio abiótico y que a su vez, lo modifican
activamente.
La diferencia entre los ecosistemas «naturales» y los agrosistemas, es que en
éstos la cosecha rompe la continuidad de las cadenas tróficas, produciendo una
«exportación» de nutrientes orgánicos y minerales que no pueden ser recupera
dos por los remineralizadores —los hongos y las bacterias—. Para hacer frente a
este proceso, las sociedades humanas han acudido desde los inicios de la domes
ticación de los vegetales a una serie de acciones para recomponer la continuidad
de la cadenas alimentarias interrumpidas por la cosecha: abonos, irrigación, tra-
104 JUAN CARLOS GARAVAGLIA
valle, que perdieron rápidamente casi todas sus tierras y aguas a manos de los
europeos, pero estamos en el extremo opuesto al ejemplo del Mezquital y con un
paisaje fuertemente «mestizado», donde los elementos bióticos autóctonos y
exógenos estaban entrelazados inextricablemente.
Lógicamente, otras situaciones nos darían una perspectiva distinta. Sin ir
más lejos, el ejemplo de la llanura pampeana, en el Río de La Plata muestra un
caso de una complejidad diversa. Nos hallamos ante una inmensa pradera —en
realidad, se trata de una estepa humedecida— cuyas cualidades edáficas y condi
ciones climáticas resultaron ideales para la multiplicación de los grandes anima
les aportados por los conquistadores durante el siglo xvi. Fue así como vacas y
equinos, criados en casi total libertad y en estado semisalvaje (es raro que un
animal perteneciente a una especie domesticada pueda volverse totalmente «sal
vaje», pese a permanecer en libertad durante un período), verían su número cre
cer e forma vertiginosa. Este crecimiento y su dispersión son el origen de la ex
plotación de este recurso de modo similar a la caza de animales salvajes durante
los dos primeros siglos de ocupación por los europeos.
Vemos así como, al menos hasta las dos primeras décadas del siglo xviii en la
banda occidental del Plata y un poco más tarde en la oriental, se realizan auténti
cas expediciones de caza de vacas o caballos «cimarrones»1 para extraerles el
cuero, la grasa y el sebo. Obviamente uno de los primeros resultados de este he
cho será el abaratamiento de la carne y la abundancia proteínica de la dieta de las
sociedades humanas que habitaban la región —tanto indígenas como españolas.
Mas en lo que se refiere al paisaje comprobamos que existe otra consecuen
cia menos evidente: la dispersión de los grandes animales durante esos dos siglos
produjo, mediante sus deyecciones, un enriquecimiento edáfico y alteraciones en |
• la flora de importancia. Fue así como se extendieron los trebolares (varios géne
ros de la gran familia leguminosa de las Trifoliae), cebadillares (Brornus unioloi-
des y Bromus inemtis), alfilerillo (Elodium moschatum) y el tomillo silvestre
(Thymus vulgaris}; todas estas especies constituyen excelentes pastos naturales,
pero además, en el caso de las leguminosas, son excelentes fijadoras del nitróge
no, es decir, son lo que hemos denominado antes «vegetales de aporte».
El efecto benéfico que poseen los excrementos de los grandes animales en el
proceso de mejora de la pradera está ligado a una modificación importante de la
flora: el aumento de la relación gramíneas/tréboles; por otra parte, ese proceso
favorece a las buenas gramíneas y además, contribuye al desarrollo de la pobla
ción de lombrices —las distintas especies de Allolobophora— que tienen mu
chas funciones, mecánicas y fisiológicas, respecto al mantenimiento de la fertili
dad del humus (aireación, humidificación, etc.). El resultado se dejaría sentir
durante el siglo XIX, cuando el hombre convierte parte de esta pradera en in
mensos trigales.
De este modo, aun antes de que los hombres ocuparan establemente gran
parte de la pampa, la flora, los ecosistemas y por lo tanto, el paisaje de la pampa,
1. Se dice de los esclavos huidos y, por extensión, de los animales domésticos que han escapa
do al control del hombre.
Ilustración 2 o
00
JU A N C A R LO S G A R A V A G L IA
1826. Diseño de una máquina para trasvasar las molduras en los ingenios de azúcar (V. N.° 264), por
Fernando Arritola y Rafael Ribas. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de In
dias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras. IG 74, 120.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 109
México
2. Maguey (Agave spp.); si bien el nombre genérico náhuatl de esta planta era metí, los espa
ñoles adoptaron el vocablo taino maguey y este se difundió muy rápidamente. Una planta extrema
damente útil bajo muy diversas formas, desde la fibra hasta las púas, pero que tiene en la producción
del pulque uno de sus objetivos centrales en el periodo colonial y en el siglo XIX.
PAISAJE R U R A L. A G R O S IS T E M A S
Ilustración 3
Y
P R O D U C C IÓ N A G R A R IA
1823. «Plano de una máquina de limpiar café», por José Luis Calvo. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General
de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, UL 88, 115.
112 JUAN CARLOS GARAVAGLIA
Ilustración 4
ttth
t i J í IJ
*
1831. Plano de un trapiche, f uente: Ministerio de Educación y Cultura» Archivo General
de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, SD 1747, 13Ó.
114 JUAN CARLOS GARAVAGLIA
Y
P R O D U C C IÓ N A G R A R IA
1811. «Plano geométrico de la hacienda llamada Rambo real, situada en la orilla meridional del
río de Santa, propia del Sr. Don Pedro Abadía y levantada en conseqüencia de lo mandado por el
Exmo. Señor Virrey del Rey no...» Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de
Indias, Mapas y Planos, Virreinato del Perú, LI 626, 165.
118 JUAN CARLOS GARAVAGLIA
Río de La Plata
3. Teocintle (Zea mexicana) probable antecesor del maíz, aun cuando la cuestión es objeto de
agudas controversias.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 119
es aún más laxo que en el caso novohispano. Aquí la constitución de esas unida
des de producción fundadas en la exclusión —como es el caso de haciendas y|
ranchos, tomando en cuenta incluso toda la complejidad del problema que ya
hemos evocado— es mucho más tardío; la abundancia relativa de tierras fértiles
aptas para la cría de grandes animales y la agricultura, sumada a la existencia de
una presión demográfica muchísimo menor, explicarán muchas de las caracterís
ticas de los agrosistemas rioplatenses pampeanos de este período.
De todos modos, veamos cuáles son las «unidades productivas» típicas de estos
agrosistemas. Las dos más importantes son las llamadas «estancias» y «chacras»
—la diferencia fundamental entre ambas se relaciona con el mayor o menor control
de ganado vacuno y equino, siendo máxima en las estancias y mínimas en las cha
cras— pero entre los dos polos extremos podemos hallar infinitas gradaciones.
Gracias al análisis de casi 300 inventarios de establecimientos del período
1750-1815, veremos cuáles son las características fundamentales de las estancias
que, como ya señalamos, se orientaban a la producción ganadera combinadai
con la agricultura del trigo. El establecimiento «típico» de esta categoría, tiene!
una extensión aproximada de 2500 hectáreas, independientemente, por supues
to, de la propiedad de la tierra y en función de los animales que alberga (hemos
preferido este criterio y no el de la propiedad de la tierra, por el peso que tienen
los no propietarios de tierras en el conjunto de los inventarios).
Ahora bien, ese establecimiento típico tiene sobre todo animales; éstos repre
sentan el valor más importante en relación al total, llegando al 54% de ese monto.
Vienen después los esclavos, con un 18%, las construcciones (que incluyen aquí el
trigo almacenado en las trojes y las herramientas) con un 14% y en último lugar, la
tierra, con un 13% del valor total. En cuanto a los esclavos, nuestro modelo ten
dría un poco más de cuatro invididuos como promedio, mayoritariamente varones.
Los animales de ese establecimiento promedio son unos 800 vacunos, 12
bueyes, 300 equinos, 40 mulares y unos 500 ovinos, redondeando las cifras. Si
hablamos de valores en pesos y no de cantidad de cabezas, el dominio de los va
cunos es evidente, con un poco más del 70% del total referido al rubro de ani
males. Le siguen en importancia los equinos y mulares, con casi un 20%, que
dando atras los ovinos y los bueyes. Es decir, alrededor del 40% del valor total
de estas unidades productivas corresponde a los vacunos.
Y ¿cómo se distribuye en ese hipotético establecimiento típico el acápite de
«construcciones»? Vemos que los edificios forman el renglón más importante,
seguido por los corrales y las carretas —el hecho de que la materia prima de am
bos sea la misma, nos ha impulsado a colocarlos bajo el mismo epígrafe— los
árboles y los cercos o zanjas, el trigo almacenado y las atahonas, rústicos moli
nos movidos por tracción animal.
Si en Nueva España la tierra era el elemento fundamental del valor de una
unidad productiva, aquí ocupa exactamente el último lugar. Y lo contrario ocu
rre con los animales; si allá eran el escalón inferior, aquí son el factor determi
nante del valor de las unidades de producción que hemos llamado estancias.
Pero, además, casi la mitad de los productores no poseen la propiedad de la tie
rra que ocupan, lo que demuestra el proceso aún inconcluso de exclusión en el
control de este recurso, a finales del período colonial.
120 JUAN CARLOS GARAVAGUA
Ilustración 6
1829. Plano de un trapiche por José de Ocampo. Fuente: Ministerio de Educación y Cul
tura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, SD, 1742, 124.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 121
Y ¿qué es una chacra? Una chacra es una unidad productiva dedicada espe
cialmente a la producción agrícola, ya sea forrajera/ hortícola (tal era el caso de
las del ejido de Buenos Aires, en su mayor parte), y como triguera. Los prome
dios generales para unos 92 inventarios que hemos trabajado en este caso nos
dicen que esta unidad tiene un valor medio nada despreciable; en efecto, se trata
de aproximadamente 2400 pesos. Para poder evaluar comparativamente este
primer dato, señalemos que las estancias del mismo período tenían un valor pro
medio de 3046 pesos.
O sea, las chacras son unidades productivas de menor valor que las estancias
pero están muy lejos de ser completamente despreciables en el marco de la masa
de bienes rurales de la ciudad y el campo a finales del período colonial. Y ¿cómo
se divide ese valor promedio? La chacra promedio tiene una gran parte de su va
lor en dos factores principales: los árboles y cercos y los edificios (es decir, la
casa del productor, sus galpones, trojes y ranchos anexos, más las atahonas,
cuando las hay). Casi el 60% del valor total se halla en esos dos factores.
Es interesante subrayar la importancia de los árboles en el valor mercantil de
las chacras (como ocurría, por otra parte con las estancias): las razones ecológi
cas ya apuntadas acerca de la escasez de especies arbóreas en la pampa explicar)
que los árboles contituyan una parte relevante del valor de estas unidades de
producción y que no ocurra lo mismo en Nueva España, donde los árboles están
incluidos naturalmente en el precio de la tierra; en el Río de La Plata, en cambio,
los árboles son casi siempre una consecuencia directa del trabajo humano y por
lo tanto, tienen un valor de mercado relativamente alto.
El tercer factor —era el segundo en el caso de las estancias— son los escla
vos: el 17% del valor de inventario medio se refiere a los esclavos. La tierra,
ocupa un rango aún menor en el conjunto de los bienes que en el caso de la es
tancias: sólo el 12% de ese valor se refiere a la tierra; y hay que señalar que el
porcentaje de propietarios respecto a los ocupantes sin título de propiedad es si
milar en uno y otro caso, siendo ligeramente superior para las estancias, como
era de imaginar —en efecto, si en el caso de las estancias teníamos un 58% de
propietarios, en este caso llegamos al 55%—. De nuevo comprobamos un aspec
to absolutamente impensable en la vida agraria novohispana.
El factor siguiente, con apenas un 4.6%, lo constituyen los animales. ¿Qué
tipo de animales? La mayor parte se refiere obviamente a los bueyes, pero hay
también vacas (en gran parte se trata de vacas lecheras y de vacas de vientre,
destinadas a la cría de bueyes y novillos), caballos, novillos, muías —especial
mente en las atahonas— y algunas pequeñas majaditas de ovejas.
El último punto lo constituye el trigo almacenado en los trojes y galpones (o la
alfalfa y huertas sembradas en algunos casos) y, finalmente, las carretas y corrales.
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Í^¿¿/T'dln. (L. 7>? / jy/x/a/ ,t Üa/uJia iojfbvtasZ.p.\p no^uada lcb?)¡aedcor'^ >.
1778. «Plano perfil y vista de un arado con plancha que sirve para revolver la tierra de abaxo a arriba». Para servir en Bue
nos Aires y en las nuevas poblaciones de la costa patagónica. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de —
Indias, Mapas y Planos, Buenos Aires, BA 326, 117.
124 JUAN CARLOS GARAVAGLIA
demias son esporádicas y tienen consecuencias mortales para una parte muy re
ducida de la población rural, en Nueva España resultan el pan cotidiano de la
vida campesina hasta bien entrado el siglo XIX y (si bien aquí las diferencias re
gionales novohispanas son bastante marcadas) su letalidad es, en general, asom
brosamente alta. Por supuesto, las relaciones entre epidemias y alimentación son
complejas —dependen del tipo de enfermedad, yendo de mínima en las viruelas
a máxima en el cólera— pero no hay dudas de que el nexo entre epidemias y
condiciones de vida, en el sentido más amplio al que hacíamos referencia antes,
es bastante estrecho. También hay que evocar la posibilidad de que las poblacio
nes indígenas novohispanas no estuvieran todavía lo suficientemente inmuniza
das frente a los vectores de las enfermedades «importadas», pero éste es un tema
del que poco sabemos para finales del período colonial.
¿Pueden los datos sobre los mercados coloniales aportar algunos elementos más
al cuadro que estamos diseñando? Creemos que sí y unos ejemplos novohispa-
nos y rioplatenses darán cuenta de ello.
En un estudio que realizamos hace algún tiempo sobre el mercado de la villa
de Tepeaca, en Nueva España, a finales del siglo xviii (Garavaglia y Grosso,
1989), mostramos cómo la presencia en el mercado de proteínas animales —car
ne de todo tipo, derivados de matanza y animales en pie para la alimentación hu
mana— era algo que debía tomarse en cuenta y que confirmaba en cierto Sentido
algunas de las agudas observaciones de Alexander von Humboldt en sus estudios
sobre la Nueva España de la época. El maíz era el artículo más importante de la
dieta indígena, pero ésta era más variada de lo que habitualmente se supone, s'"'
X El hecho más notable era la participación indígena en ese mercado de los
productos de origen animal: según esos datos, el 60% de las carnes y otros deri
vados del vacuno y el 52% en el caso de los porcinos y sus derivados son comer
cializados por los indios en el mercado de Tepeaca, en 1792. Esto tiene mucha
importancia para el tema que nos ocupa, pues nos remite a dos problemas. Por
un lado, el papel nada despreciable de las proteínas animales en el consumo de
los habitantes de esta pequeña villa novohispana y, en segundo lugar, el papel de
los indígenas en la provisión de este tipo de productos nos indica claramente el
control de los recursos que poseen.
Es decir, ésta es una forma indirecta de conocer mejor el acceso a una multi
plicidad de recursos del que disponían algunos sectores (como los campesinos in
dígenas, mestizos y españoles pobres). No olvidemos que, en ese mismo año —y
sin contar los casos del maíz y del pulque, cuya presencia debió de haber sido
importante—, los campesinos indígenas, mestizos y españoles pobres controla
ban casi el 44% del total de los artículos comercializados en el mercado de la vi
lla de Tepeaca (y el total para ese año incluía, por supuesto, también las mercan
cías de origen importado). Además, la inmensa mayoría de esos «vendedores»
pasan una sola vez al año por el mercado, es decir, son campesinos que comer
cializan muy esporádicamente una parte mínima de su producción.
126 JUAN CARLOS GARAVAGLIA
Enrique Tandeter
1. A lo largo del capítulo nos referiremos alternativamente a Perú, como conjunto mayor, y al
Alto y Bajo Perú, territorios que correspondían aproximadamente a las actuales repúblicas de Bolivia
y Perú, como subregiones. El Alto Perú fue separado en 1776 del virreinato del Perú para ser inclui
do en la nueva jurisdicción del virreinato del Río de La Plata con capital en Buenos Aires.
LOS C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES PR EC IO SO S
Ilustración 1
1779. «Prospero del cerro de Potosí visto por la parte del Norte». Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo
NJ
General de Indias, Mapas y Planos, Buenos Aires, CS 577, 121.
Ilustración 2
o
E N R IQ U E T A N D E T E R
1797. Dibujo de las minas de plata de Castrovirreyna. Fuente*. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo Ge
neral de Indias, Mapas y Planos, Minas, LI 778, 74 (anv.).
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 131
Perú entre 1715 y 1810 será del 1.7%, contra la ya mencionada del 1.2% para
Nueva España, durante el período de 1725-1810 (Garner, 1993: 109). Pero esa
diferencia no permitirá en modo alguno descontar el terreno perdido y la prima
cía de la producción argentífera mexicana se mantendrá hasta finales de la colo
nia. A largo plazo, Nueva España, a diferencia de la región andina, se caracteri
za por no haber sufrido ninguna contracción prolongada de la minería durante
el período colonial.
Estudios recientes han modificado, de modo también importante, la crono
logía del crecimiento del siglo xvni, tanto en México como en los Andes. Esta
revisión tiene implicaciones sustantivas a la hora de explicar el proceso. Si bien
durante el siglo xvni la producción de plata novohispana se multiplicó por cin
co, debemos subrayar que el crecimiento fue discontinuo, con alzas abruptas y
períodos de estancamiento y aun de baja. La creencia de que en México el ma
yor aumento de la producción se había registrado en la segunda mitad del siglo
permitió relacionarlo causalmente con las políticas que la monarquía hispana de
los Borbones intentó aplicar para el fomento del ramo, en especial durante el rei
nado de Carlos III (1759-1789). Pero nuevos estudios permiten ubicar el lapso
más largo de crecimiento rápido a comienzos del siglo, entre los quinquenios de
1695-1699 y 1720-1724, con una tasa anual del 3.2%. Seguido de un período
prolongado de baja (-0.1%), hasta que una nueva alza violenta, con una tasa del
4.1%, la más alta del siglo, se produce entre 1740-1744 y 1745-1749. El alza
continúa hasta el quinquenio 1765-1769, a sólo 0.1%. Entre 1765-1769 y
1775-1779 se presenta otra aceleración del crecimiento, con una tasa del 2.7%;
seguida por una nueva nivelación de la curva entre 1775-1779 y 1785-1789, con
sólo el 0.2% de crecimiento, y un nuevo pico entre 1785-1789 y 1790-1794,
con un índice del 3.3%. Desde entonces, hasta 1805-1809, el crecimiento se
mantiene en sólo el 0.1% anual (Garner, 1980: 157-185; Coatsworth, 1986: 26-
45; Pérez Herrero, 1989: 69-110).
Está claro que, al cambiar el foco de interés hacia las décadas iniciales del si
glo, nos alejamos de las políticas estatales para prestar más atención a un con
junto de factores propios tanto de la empresa minera como de su relación parti
cular con los mercados regionales y europeos. Así, Richard Garner ha podido
sugerir recientemente que no sólo el contraste entre el siglo xvn y el xvm resulta
menor en términos cuantitativos de lo que se ha afirmado tradicionalmente, sino
que es posible que en el contexto de los problemas del siglo xvn en Nueva Espa
ña, la minería haya encontrado las soluciones que sentarían las bases de la ex
pansión del siglo siguiente (Garner, 1993: 111).
Es muy probable que también en Potosí la nueva inflexión al alza de la pro
ducción minera date de los comienzos de siglo. Sin embargo, aquí los datos oficia
les de las cantidades de plata registrada no indican este cambio hasta la década de
1730. La discrepancia se explicaría por la notable importancia que tuvo el contra-/
bando en el relanzamiento de la producción potosina (Tandeter, 1992: 18-21). /
/ Este fenómeno se vinculó con la activa presencia mercantil francesa en la
costa del océano Pacífico durante el primer cuarto del siglo. Sus navios aprove
charon la peculiar situación que se presentaba en la escena de los enfrentamien
tos interimperiales durante e inmediatamente después de la Guerra de Sucesión
Ilustración 3
NJ
E N R IQ U E T A N D E T E R
1819. «Plan de la mina del Cerro del Taxo de Ayron» (Mineral de la Noria, jurisdicción de Sombrerete, México).
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Minas, ME 2250, 96.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 133
E N R IQ U E T A N D E T E R
1779. «Plano de la Villa y cerro de Potosí. Perfil del cerro sobre la línea A. B. del plano y vista del cerro sobre San
Roque». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Buenos Aires, CS
577, 118 A (anv.).
eno
C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES P R E C IO S O S
Ilustración 5
1817. Horno para destilación del nitrato de plata con diseño del horno en uso (n.° 1) y proyecto del nuevo (n.° 2) planta y fachada. Fuen
te'. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Minas, ME 2830, 87.
136 ENRIQUE TANDETER
del siglo XVII y la última década del siglo XVIII (TePaske, 1983; Fisher, 1977). El
resultado es que, mientras en el siglo anterior su participación relativa en el con
junto de la producción peruana había sido inferior al 10%, a lo largo del siglo
xvin alcanzará más del 34%. Esto se debió a los incrementos registrados, con
distintas cronologías, en varios centros productores entre los que se destacó el
Cerro de Pasco, en la Sierra Central, y Hualgayoc, en la Sierra Norte.
3. Para fracasos de socavones, véanse, en Potosí, Tandeter, 1992: 232-234; y en Perú, Contre
ras, 1995: 127-136.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 137
tar una obra que no sólo supondría cifras enormes sino que, en el mejor de los ca
sos, se prolongaría durante muchos años, antes de comenzar a rendir frutos. Así, |
el socavón más exitoso de Nueva España fue el que se cavó para desaguar la veta
Vizcaína en Real del Monte. La obra comenzó en 1739, los primeros nueve años
de trabajo se desperdiciaron por errores de cálculo y tuvieron que pasar otros 20
años antes de que el conde de Regla, su dueño, se pudiera beneficiar de los resulta
dos. Naturalmente, durante esos años de inversión sin rendimientos, existía la po
sibilidad del abandono de las obras por insuficiencia de fondos, por fallecimiento
del empresario o por desconfianza en el éxito final. Pero aun cuando las obras cul
minaban en un auge productivo, rara vez éste duraba más de dos décadas, tras las
cuales se producía un nuevo abandono. A lo largo del siglo, la mina Quebradilla
de Zacatecas tuvo tres bonanzas interrumpidas por inundación y abandono, mien
tras que la Vizcaína fue abandonada tres veces (Branding, 1971b: 135-136).
/ Un último aspecto que se debe considerar en cuanto a los socavones es el de los
''derechos de propiedad y usufructo. En efecto, una excavación podía permitir la re
activación de una mina abandonada o mejorar la capacidad productiva de otra
anegada o de muy difícil acceso. Así, se planteaba de modo conflictivo la participa
ción que tendría el dueño del socavón en los beneficios eventuales de esas labores.
A este conjunto de problemas se le dieron las mejores soluciones en Nueva
España. Allí, los ciclos que se sucedieron durante el siglo xvni tuvieron como re
sultado el crecimiento de las empresas. Éstas explotaban a la vez túneles más nu
merosos y cada vez más profundos, que eran optimizados por sus propios soca
vones. Las sumas involucradas, los plazos de espera, la complejidad de las
empresas y los altos riesgos, son todos elementos que subrayan la importancia
del factor empresarial en esta evolución secular de la minería mexicana. Las[
quiebras producían una continua renovación de los empresarios en muchos cen-’
tros mineros, lo que podía tener un efecto benéfico para el conjunto de la indus
tria. cuando algunos recién llegados, con más capital y capacidad, ocupaban el
sitio de quienes habían fracasado (Garner, 1980: 157).
Esta rotación ha sido estudiada de modo particular en lo que atañe a Zacate
cas (Langue, 1992). Allí el auge del primer cuarto de siglo se debió a empresarios
individuales. Las bonanzas, numerosas pero de corta duración, no bastaban para;
compensar las dificultades que esos mineros afrontaban por la organización pri
vada del rescate de plata, que los hacía dependientes de mercaderes de plata o
deudores, que a su vez tenían escasa solvencia económica. Durante las décadas
intermedias del siglo se comprobará una prolongada tendencia descendente de la
producción minera en Zacatecas, durante la cual surgirán las primeras asociacio
nes entre mineros. Pero la verdadera concentración de la propiedad y la generali
zación de la formación de compañías solo sera visible hacia finales de la década
de l~6<). en consonancia con el nuevo ciclo expansivo de la minería regional.
Este se vincula, sin duda, con la nueva fase que abre en el virreinato de Nue-
va España la visita de José de Gálvez, entre 1765 y 1771, como parte del proce-
/so general de reformas borbónicas-4. Se aplicaron entonces políticas específicas
4. \eanw en este mismo volumen el capitulo de |osep Fontana y José María Delgado Ribas,
asi como el de Jorge («elman
Ilustración 6
00
E N R IQ U E T A N D E T E R
1803. «Delincación de la máquina nombrada el fondo mayor ó arrastra de fuego, imbentada en
Nueva España para el beneficio de metales por azogue». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura,
Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, ME 2247, 232.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 139
E N R IQ U E T A N D E T E R
1787. «Diseño de los hornos de exalación nuevamente ideados y combinados» Fuente-. Ministerio de Educación y
Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, CH 422, 164.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 141
las empresas mineras, fue en esc sector donde se gestaron y consolidaron las ma
yores fortunas de Nueva España, que muchas veces se adornaron con la adquisi
ción de títulos nobiliarios.
Las empresas mineras andinas del siglo xvm presentan marcados contrastes
con la evolución que acabamos de reseñar para sus homologas novohispanas. A
su vez, en la región andina debemos distinguir situaciones muy diversas en el
Bajo y Alto Perú, particularmente el Cerro Rico de Potosí. Si bien hemos señala
do un notable crecimiento secular en varios de los centros bajoperuanos a lo lar
go del siglo, las cifras absolutas de producción, a excepción del Cerro de Pasco,
fueron muy modestas, y se corresponden con empresas de poca envergadura.
Una matrícula efectuada hacia 1789-1790 nos da una imagen clara de la in
dustria (Fisher, 1975; 1977). Sus empresarios sólo controlan un promedio de
12.2 trabajadores, mientras que cada mina en explotación registra 13.3 hom
bres. Se trata de un gremio en el límite de la supervivencia, poco prestigiado a
ojos de comerciantes y funcionarios. Éstos, sin embargo, en consonancia con el
programa global de aliento a la minería que formaba parte de las propuesta del
«reformismo borbónico», aplicarán una serie de medidas, la más ambiciosa de
las cuales fue el establecimiento del Real Tribunal de Minería en Lima que, a su
vez, se vinculaba con delegaciones locales (Molina, 1985).
Un estudio reciente sobre el mineral de Hualgayoc, en la sierra norte del
Perú, permite profundizar nuestra comprensión de la problemática de la minería
bajoperuana (Contreras, 1995). Hualgayoc fue descubierto en 1771, y su auge
sobrevino entre 1776 y 1800. La ley o riqueza metálica de sus minerales era su
perior a) promedio novohispano y bastante más elevado que el promedio bajo-
peruano. Esto explica que, con sólo el 10% de los trabajadores del virreinato,
produjera en esos años el 15% del total de la plata. La minería de Hualgayoc,
como la de los otros centros bajoperuanos, presentaba una notable falta de con
centración. Más aún, el proceso total de producción de plata estaba allí dividido
en varias etapas, ya que los mineros y los dueños de plantas de refinación no
eran las mismas personas. Por otra parte, tanto la financiación como el trans
porte del metal entre Hualgayoc y Trujillo, donde se encontraban las cajas reales
que lo convertían en barras, corrían a cargo de otras personas. Con frecuencia,
los participantes se acusaban mutuamente de quedarse con los mayores benefi
cios, pero un estudio atento revela cómo la escasez de capitales hacía imprescin
dible el esfuerzo de complementariedad entre aviadores, rescatistas y producto
res (Contreras, 1995).
El caso de Hualgayoc revela también las múltiples debilidades de la minería
bajoperuana y la renuencia de la Corona y sus representantes a formular solu
ciones acabadas. Un doble pedido se refería al establecimiento de fondos de ha
bilitación para la provisión de créditos e insumos a los productores, y a la crea
ción de cajas o bancos de rescate que permitieran obviar el viaje a Trujillo.
Cuando el Tribunal de Minería estableció en 1792 un banco de rescate local, la
falta de cumplimiento de la primera función determinó su fracaso y cierre en dos
años escasos. Por otro lado, los productores planteaban sus dificultades para re
clutar trabajadores en una región sin tradición minera, donde la población era
escasa, la tierra relativamente abundante y la presión fiscal sobre los indígenas
LOS C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES P R E C IO S O S
Ilustración 8
1794. Plano del Real de Minas de Santa Francisca Romana y San Aparicio en Nueva Galicia. Fuente: Ministerio de
Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Minas, ME 2245, 93.
144 ENRIQUE TANDETER
más leve que en otras partes. La solución que reclamaban insistentemente, sin
obtener respuesta de la Corona, era la concesión de trabajadores forzados. Tam
poco obtuvieron beneficios de las misiones de asistencia tecnológica que la Co
rona despachó a Hispanoamérica a finales de la década de 17805. Uno de sus in
tegrantes, Federico Mothcs, llegó a Hualgayoc en 1794. A pesar de haber
llegado a concitar en un momento el apoyo de una facción de los mineros hasta
el punto de ser propuesto como perito facultativo y director del mineral, sus in
tervenciones, y en particular sus tareas al frente de la construcción de un soca
vón, terminaron en claros fracasos, que explican la animadversión general que
se le profesaba en 1798 cuando se vio obligado a dejar Hualgayoc (Contreras,
1995: 21-149).
/ Ya anotamos la excepción que representa el Cerro de Pasco entre los yaci
mientos bajoperuanos. Aunque la producción de plata en el área datara de
1567, el Cerro sólo se hizo relevante desde 1630, cuando se descubrió el sitio de
Yauricocha, al cual se sumarían más tarde otros (Fisher, 1977: 112). La explota
ción continuó durante todo el siglo xvn, pero a comienzos del siguiente el pro
blema común a las distintas labores era el anegamiento. Los socavones se plante
aron como alternativa imprescindible. Hacia 1740, un minero excavó el primero
con buenos resultados. Pero la empresa mayor que distinguirá al Cerro de Pasco
del resto de la minería bajoperuana será el socavón acordado en 1780 entre los
50 mineros más importantes del lugar. El proyecto se completó en sólo seis años
y comenzó a rendir frutos. Sin embargo, los mineros estimaron, con razón, que
la obra debía continuarse hasta Yanacancha, obra que comenzó en 1794. Dos
años después obtuvieron, a la vez, el apoyo financiero del Real Tribunal de Mi
nería y la concesión de una cuota de trabajadores forzosos de Jauja, con lo que
la obra se terminó en 1811. Sin embargo, en pocos años la producción volvió a
declinar por el anegamiento de las minas, confirmándose la necesidad de socavo
nes aún más profundos. Se comenzó uno entonces, que no se finalizó hasta me
diados del siglo XIX. El Cerro de Pasco fue también el primer lugar en el que se
experimentó, hacia 1820, el desagüe de labores mediante el uso de máquinas de
vapor importadas, intento que se vio frustrado por los avatares de la guerra de
Ja independencia (Fisher, 1977: 93-94, 112-116).
Muy diferente fue la evolución de Potosí. Su producción no muestra durante
el siglo xvm los picos dramáticos tan característicos de México, sino un alza mo
derada y continua desde, al menos, la década de 1730. Este crecimiento no se ob
tiene por descubrimientos o bonanzas, sino mediante una expansión cuantitativa
del mineral procesado. Éste no era de muy alto contenido metálico. Frente a un
promedio de 15 marcos por cajón en Nueva España, y otro de 12 marcos en el
Bajo Perú, la ley potosina osciló durante el siglo entre los cuatro y ocho marcos.
La clave de la supervivencia y la expansión de Potosí residía en la mita, la
migración forzada anual con la que el Cerro Rico y sus ingenios habían sido do
tados por el virrey Toledo en la década de 1570 y que se mantendría hasta fina
5. Para Nueva España, Brading, 197Ib; para Nueva Granada, Montgomery Keelan, 1990:
41-53; para Perú, Fisher, 1977.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 145
les del período colonial, a pesar de los numerosos proyectos para eliminarla. Su
dimensión cuantitativa había bajado desde los más de 13000 migrantes anuales
de finales del siglo xvi, a menos de 3000, dos siglos más tarde. Sin embargo, su
importancia no era simplemente correlativa con su dimensión numérica. En efec
to, a lo largo de la prolongada historia de la mita, a partir de la concesión de
cierto número de migrantes indígenas a minas y plantas de refinación, y a pesar
de las abundantes normas que regulaban su utilización por parte de los empresa
rios mineros, éstos cambiaron radicalmente los parámetros de la institución. Lai
modificación mayor fue, sin duda, el reemplazo del criterio de remuneración por'
día trabajado, por el de las «cuotas» de mineral producido. De esta manera, el)
trabajador forzado no sólo era burlado en cuanto al pago de su jornal, sino que
de hecho era obligado a trabajar más allá de su semana de «tanda», anulando
los períodos de descanso durante los que, teóricamente, habría podido contra
tarse libremente en la minería u otra actividad urbana. De allí que hayamos afir
mado que la relación de producción dominante en Potosí haya sido la renta mi-
taya para la cual la institución de la mita sólo suponía un punto de partida
(Tandeter, 1992). El mecanismo de las cuotas laborales permitió a lo largo del
siglo, y en particular durante la segunda mitad, aumentar las cantidades de mi
neral exigidas a los trabajadores forzados, lo que permitió el incremento de la
producción total a pesar de la pobreza de la ley promedio.
El predominio prolongado de la renta mitaya acarreaba consecuencias ma
yúsculas en el ámbito de las relaciones de propiedad y de distribución de la mi
nería potosina. Mientras en Nueva España la inestabilidad de la explotación,
minera, ligada a las cuantiosas y arriesgadas inversiones que a veces conducían a
enormes bonanzas, convertía en excepcional la continuidad de la propiedad
una misma familia, ésa era la regla en Potosí. Pero al mismo tiempo que una fa-i
milia se mantenía como propietaria, la gestión de la empresa minera tendía a ses
pararse de ella. Los arrendamientos de empresas que contaban con asignaciones!
de trabajadores forzados, originalmente prohibidos por la legislación, se genera
lizaron durante el siglo xvm, consagrando el carácter rentístico de la propiedad
minera potosina. En tanto el objeto principal del arrendamiento era la cuota de
trabajadores forzados con que contaba el ingenio, la posición monopolista de
los propietarios como derechohabientes respecto a un número limitado de mi
grantes anuales les permitía apropiarse de la mayor parte del excedente que ge
neraba en la unidad arrendada. El arrendatario quedaba así severamente limita
do en sus posibilidades de acumulación e inversión. Por otra parte, el capital que
llegaba a la minería desde otros sectores, como el comercio o la burocracia, an
tes que por la producción, era atraído por la posibilidad de disfrutar de los bene
ficios de la renta mitaya mediante la compra de un ingenio con trabajadores for
zados. El procesamiento de mayor cantidad de mineral sólo requería una
limitada inversión por parte de los propietarios para instalar maquinaria de mo
lienda adicional en la planta de sus ingenios.
1 En contraste con la rotación empresarial que muchas veces aportó capital y
experiencia a las minas mexicanas, lo que se observa en Potosí es la continuidad
de familias propietarias y la alta rotación de arrendatarios aventureros, que pro
baban suerte al frente de los ingenios. La incursión de estos hombres, general
146 ENRIQUE TANDETER
mente inmigrantes peninsulares sin conocimiento técnico ni capital, sólo era po
sible por la existencia singular en Potosí del Real Banco de San Carlos, institu
ción estatal que facilitaba el rescate de la plata producida y otorgaba a los em
presarios tanto créditos como anticipos en bienes, incluyendo el vital mercurio.
Aun así, un buen número de esos arrendatarios abandonaban su ingenio antes
del fin del primer año. Pero, paradójicamente, fueron las onerosas condiciones
rentísticas impuestas por los propietarios a sus arrendatarios las que llevaron a
la expansión de la producción. En efecto, a pesar de las facilidades otorgadas
por el Real Banco, a largo plazo el único modo en el que los arrendatarios po
dían hacer frente a las pesadas rentas era mediante el aumento de la producción,
sin un incremento proporcional de los costos. La renta mitaya ofrecía los medios
para ello a través de la exigencia de mayores cuotas de mineral a los trabajado
res forzados.
La renta mitaya no sólo impuso límites a la inversión productiva, sino que
también acotó las posibilidades del reformismo borbónico en Potosí. Éste fue en
carnado en la Villa Imperial por Juan del Pino Manrique y Francisco de Paula
Sanz, sus dos sucesivos intendentes, exponentes singulares de un nuevo tipo de
funcionario. Junto a una pléyade de nuevos funcionarios españoles llegados en
las últimas décadas del siglo, cumplieron eficazmente con el objetivo primordial
de aumentar los ingresos de la Corona. La aceleración del crecimiento de la pro
ducción de plata podía conducir a mayores incrementos en los ingresos de la
Real Hacienda, pero el fomento de la minería potosina planteaba problemas es
pecíficos. A diferencia de Gálvez en Nueva España, los intendentes potosinos no
podían confiar en que los estímulos estatales a la rentabilidad minera se traduje
ran en mayores inversiones, que eventualmente condujeran a nuevos incremen
tos de la producción. Como se comprobó con motivo de una rebaja del precio
del mercurio, toda disminución de costos traía consigo un aumento de los arren
damientos. Era, por tanto, el propietario del ingenio el que se beneficiaba de las
concesiones estatales, sin que el estímulo alcanzara al empresario arrendatario.
Manrique y Sanz se dispusieron a encarar una reforma profunda de la mine
ría que modificase esa situación, armados de una gran confianza en la capacidad
del Estado para reordenar sobre bases racionales la sociedad, propia de la cultu
ra de la Ilustración. El programa reformista adquirió gran complejidad hacia
1790. Por entonces, la Corona se había hecho cargo de la construcción de un so
cavón para facilitar el acceso a las vetas más profundas del cerro, que se espera
ba fueran las más ricas. El Estado empezaba tardíamente a ocuparse de las ries
gosas y costosas «obras muertas», que en Nueva España corrían a cargo de
inversores privados. La obra sería abandonada durante la guerra de la indepen
dencia, antes de haber rendido fruto alguno. También en ese momento se inten
tó introducir, con la ayuda de la misión dirigida por el barón de Nordenflicht, el
método de procesamiento de mineral de Von Born que, como ocurrió en otros
lugares de América, también fracasó en Potosí.
El programa de Sanz se concretó en un extenso proyecto legislativo, el Códi
go Carolino, redactado por su teniente asesor Pedro Vicente Cañete. Su núcleo
consistía en la limitación de la libertad de los dueños de ingenios, al imponer
una tasa máxima a los arrendamientos, y el aumento del número de mitayos
LOS C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES P R E C IO S O S
Ilustración 9
1819. Dibujo impreso de una máquina por movimiento de agua para beneficiar en 24 horas los metales de plata con azogue.
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, GU 794, 190 (1).
148 ENRIQUE TANDETER
A. J. R. Russell-Wood
EL DESCUBRIMIENTO Y LA EXPLOTACIÓN
Ilustración 1
1779. Minina con cuatro figuras de otras tantas secciones de pozos de minas. Fuente:
Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos. Minas.
ME 1386-71, 90.
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 151
Si cabe hablar de «una sociedad creada por el oro», ¿qué características tenía?
Había grandes diferencias en cuanto a demografía, producción, composición so
cial y étnica, diversidad económica y posibilidades de inversión de capitales, atri-
buibles en parte al momento en que se efectuase el hallazgo de un yacimiento
dentro del ciclo general de la minería del oro, a la duración de las extracciones a
niveles viables, a la región de que se tratara, a la realidad insoslayable de que la
industria se basaba en un activo no renovable y a factores ajenos a las peculiari
dades de la propia industria. Muchos yacimientos duraron y rindieron tan poco
que dieron lugar a campamentos mineros de carácter temporal, que no llegaron
a convertirse en comunidades. Muchos mineros no tuvieron éxito y estaban
siempre trasladándose de un lugar a otro, en busca de filones. Hubo incluso co
munidades ya establecidas que fueron abandonadas virtualmente de la noche a
la mañana, al saberse que habían aparecido riquezas potencialmente mayores en
algún otro sitio. Muchos se desilusionaron y dejaron la minería para emprender
actividades comerciales o agrícolas, o regresaron a las ciudades y pueblos de la
costa. Las comunidades basadas en el oro se caracterizaban por su formación
atropellada —en algunos casos, en apenas más de un decenio— desde el asenta
miento inicial a su consolidación administrativa como vitas, lo cual confirió un
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 153
era uno solo: el oro. También era el bien preferido para garantizar los présta
mos. Además, el productor, el empresario de la minería, no controlaba el precio
de su producto, que era fijado por la Corona. Aumentar las inversiones en pro
cedimientos de extracción más perfeccionados no garantizaba el aumento del
rendimiento, y la industria no era lo bastante estable, ni la producción lo bastan
te predecible, como para incitar a los empresarios a asumir empeños o firmar
contratos a largo plazo, ni confiar en que el rendimiento constante de terrenos
aluviales bastaría para adquirir los suministros esenciales. Los costes fijos de
mano de obra y el utillaje exigían una labor ininterrumpida y una productividad
sostenida para que los empresarios de la minería obtuviesen beneficios. Muchos
de los que invirtieron en esclavos, construcción de galerías, utillaje y canaliza
ción del agua necesaria para lavar el oro acabaron fracasando al derrumbarse
las vigas, acaecer inundaciones, corrimientos de tierras, sequías y enfermedades
o accidentes que incapacitaron o mataron a esclavos, de los que dependía ente
ramente la industria minera.
El señuelo de riquezas incontables condujo a los empresarios a invertir en
exceso, a sobrestimar sus recursos y reservas financieras, a endeudarse por enci
ma de sus posibilidades y a aceptar tipos de interés exorbitantes. Los comercian
tes que habían invertido dinero, tiempo y energía en llevar abastecimientos a lo
largo de centenares de kilómetros por caminos accidentados, se encontraban
muchas veces obligados a vender con pérdida, ante la situación deprimida de la
economía minera, antes que regresar con sus mercancías a la costa.
Aunque en Río de Janeiro, Bahía, Recife y Vila Rica había cccas, su eficacia
no era grande, por la irregularidad de los suministros de mercurio y máquinas
que interrumpía la labor. Los comerciantes y otras personas se quejaban de la
escasez de dinero en la colonia. Además, la fluctuación en las políticas acerca de
cuáles eran los medios legales de cambio dificultaba las transacciones económi
cas y los tratos comerciales: según la región de que se tratase, el oro en polvo era
una modalidad de cambio legal o no, el valor del polvo de oro variaba en cada
región y momento, en algunas zonas sólo el oro amonedado o en lingotes tenía
curso legal y las monedas podían circular con valores distintos de su valor nomi
nal. La inexistencia de una política coherente contribuía a que se llevasen a cabo
trueques ilegales de oro en polvo por oro amonedado y estimulaba el contraban
do de oro en sus distintas formas. A la inestabilidad, la movilidad y la violencia
—fuerzas que desorganizaban las economías locales—, que aquejaban a las co
munidades mineras, se sumaba la presión financiera: un exceso de impuestos,
«contribuciones voluntarias», requisitos para obtener permisos y normas cuya
imposición no tenía en cuenta la índole transitoria de la industria y que actua
ban como desincentivos.
hía, Mato Grosso y Goiás se crearon menos, estaban más separadas entre sí y el
proceso duró más tiempo. En Mato Grosso, Vila Real do Senhor Bom Jesús se
remontaba a 1727 y Vila Bela da Santíssima Trindade, a 1752. Las únicas ciuda
des (cidades) de la colonia que no eran puertos de mar estaban relacionadas con
los caudales de la minería: Sao Paulo (1712) y Mariana (1745). Los concejales
municipales se esforzaban por preservar la ley y el orden público, imponer y re
caudar los impuestos y rentas, establecer contratas, fijar y hacer cumplir normas
en materia de comercialización y venta, fijar orientaciones a la actuación profe
sional de los artesanos y médicos, regular los honorarios de los servicios, deter
minar los precios de los productos básicos, normalizar los pesos y medidas, y se
ocupaban de la construcción y el mantenimiento de las obras públicas. En las
zonas mineras, revestían especial gravedad los problemas relacionados con los
cimarrones, la normalización de pesos y medidas del oro en polvo, que era el
instrumento de cambio para compras de poca monta, y la usura. Las elecciones
anuales de concejales no solucionaban los problemas que causaban las camari
llas egoístas, de oligarquías que se autoperpetuaban y de sus representantes, de
fraudes y de malversaciones. Los intereses mineros estaban sobrerrepresentados
en esos órganos elegidos por votación y ni un proceso electoral ostensiblemente
democrático ni la supervisión rigurosa de los magistrados reales podían evitar
que los intereses de la minería prevaleciesen en las decisiones que se adoptaban.
EL GOBIERNO
El valor del oro se calcula por su forma (hojuelas, granos o pepitas), color (ama
rillo, gris o negruzco) y pureza (entre 19 y 22,5 quilates en Minas Gerais). La ca
lidad variaba mucho entre las distintas regiones e incluso según de qué río pro
cediese. Los yacimientos eran aluviales o en filones. Predominaba la extracción
de oro de lavaderos, que llevaban a cabo buscadores de oro no agrupados, cer
niendo los cursos de agua con una bateia; menos toscos eran los sistemas de los
taboleiros, consistentes en laborar todo el lecho de un río, y el de las grupiaras,
que laboraban las orillas de los ríos. La grava de las catas se transportaba hasta
la fuente de agua más próxima. El agua era un elemento imprescindible de la mi
nería del oro: se desviaban o represaban ríos, se transportaba agua a distancias a
menudo considerables mediante acueductos y se alzaba con norias y elevadores
hidráulicos. Los métodos más complejos, que exigían las mayores inversiones
pero ofrecían posibilidades de obtener rendimientos más elevados, eran las
lauras: esclusas y canales en los que los esclavos cernían los residuos. La minería
subterránea en galerías y con las consiguientes máquinas para machacar la pie
dra era menos frecuente y sólo existía en determinadas regiones.
La tecnología minera seguía siendo primitiva, los reconocimientos geológi
cos eran virtualmente inexistentes, el trabajo era agotador y peligroso, y la dura
ción de la vida laboral de los esclavos oscilaba entre 7 y 12 años. La extracción
de diamantes también necesitaba agua y el procedimiento era similar al emplea
do con el oro aluvial: los canales y las esclusas conducían el agua y la grava a
una larga trinchera, al aire libre, aunque a menudo cubierta por un techado de
paja, en la que una fila de esclavos buscaba diamantes entre la grava, vigilados
por los capataces. En cuanto a la fundición del mineral de hierro, a principios
del siglo xvii en Sao Paulo funcionaban hornos rudimentarios (fornos cataláes),
pero hasta comienzos del siglo XIX, gracias a ingenieros extranjeros y al empleo
de los fornos suecos no fue una actividad financieramente viable.
Por casualidad, los principales hallazgos y buena parte de su consiguiente
explotación tuvieron lugar durante el reinado de Don Joáo V (1706-1750), cuya
actitud hacia la colonia se concretó plenamente en la política real que regulaba
la extracción de piedras y metales preciosos y gravaba con impuestos directos e
indirectos la producción. Esa política se caracterizó por un exceso de impuestos
y de controles de la Corona. Los códigos de la minería de 1700 y 1702, y los
edictos reales regularon la otorgación de concesiones y crearon una burocracia
de funcionarios encargados de hacer cumplir las leyes. El impuesto más directo
era el quinto, que había que abonar a la Corona sobre las piedras y los metales
preciosos. En cuanto al oro, se ensayaron numerosos métodos de imposición de
160 A. J. R. RUSSELL-WOOD
LA PRODUCCIÓN
gún los archivos brasileños, los años de máxima producción fueron los com
prendidos entre 1735 y 1754, aunque también confirman la disminución del va
lor relativo. En la década de 1730-1740, el oro representaba las cuatro quintas
partes del valor total de los cargamentos que Portugal recibía de Brasil. En
1755, a pesar del descenso cuantitativo, este metal representaba todavía el 75%
del valor de todas las exportaciones brasileñas hacia la metrópoli.
Las exportaciones de diamantes de Brasil durante el período de monopolio y
contratos (1740-1771) ascendieron a 1666 569 quilates y en el de Extracción
Real, a 1 354770, pero no comprenden los diamantes extraídos del Distrito Dia
mantino. Las cifras correspondientes a los diamantes que llegaron al Tajo arro
jan no menos de 933 935 quilates en 1729-1748 y un total en el siglo xvm de
unos 615 kg, sólo del distrito.
Ahora bien, esas alteraciones fueron compensadas a largo plazo por el incentivo
que constituían las regiones mineras para el comercio de Río de Janeiro, Bahía e
incluso Pará, gracias a los nuevos mercados y a las nuevas redes comerciales que
iban desde el interior hasta Pará, al Norte, y a Paranaguá y Rio Grande, al Sur, y
por la multiplicación de las rutas del interior a la costa.
Una segunda consecuencia fue el impulso general que se dio a las empresas
económicas auxiliares: en las regiones mineras, la diversificación comprendía los
cultivos de subsistencia, azúcar y tabaco y la cría de ganado mayor, caballos,
cerdos y aves de corral. Las repercusiones se sintieron hasta en el Maranháo, Po
tosí y Rio Grande do Sul, donde se desarrolló la trata de mulos, ganado mayor y
la cría caballar, y en el Sur de Brasil, con un animado trueque de oro, azúcar y
esclavos por plata española.
La minería del oro espoleó la apertura de mas rutas en el interior y una ma
yor comunicación entre éste y la costa por vías fluviales y terrestres. Aunque se
habían advertido las posibilidades que ofrecían las amplias redes fluviales de
Brasil, el descubrimiento de oro —en particular, en Mato Grosso— condujo a
utilizar lo más posible los ríos para el transporte a gran escala de personas, equi
pos, mercancías y oro en barras. Las flotillas anuales de Sao Paulo a Cuiabá eran
llamadas mongóes.
Como ya hemos observado, el considerable cambio demográfico de la Colo
nia era achacable a la minería del oro, pues cerca de una cuarta parte de los ha
bitantes de Brasil de 1770 a 1790 vivía en Minas Gerais, Mato Grosso y Goiás.
Nada como el oro atraía tanto la atención del rey y hacía que se fundasen ciuda
des, se creasen capitanías y se instituyesen autoridades civiles y eclesiásticas. En
el caso de la minería del oro, la Corona adoptó medidas y estableció institucio
nes que ya habían sido puestas a prueba en otros lugares y que significaban la
continuación del statu quo. En cambio, la creación del Distrito Diamantino no
tenía precedentes, y constituía un verdadero Estado dentro del Estado, aunque la
Corona recurrió a la práctica de los contratos, que ya había dado buenos resul
tados, antes de asumir directamente el control. El epicentro económico de Brasil
se desplazó del Nordeste a las mesetas del centro y el Sur reemplazó al Norte
como región estratégicamente más delicada. El traslado, en 1763, de la capital
de Salvador a Río de Janeiro significó el reconocimiento de las nuevas priorida
des de la Corona y de la realidad de la colonia.
Las consecuencias paulatinas del oro, y en menor grado de los diamantes,
contribuyeron a que Río de Janeiro no sólo se convirtiese en una ciudad portua
ria de primer orden —con la consiguiente importancia cada día mayor de su
flota— que rivalizó con Salvador y acabó por superarlo, sino además en un cen
tro comercial principal en el que había un núcleo de empresarios, mercaderes,
comerciantes y agentes comisionistas cuyos vínculos comerciales no los relacio
naban únicamente con Europa sino que formaban parte de una red mundial. La
admisibilidad del oro como instrumento de cambio facilitó sus tratos dentro y
fuera del mundo de habla portuguesa y cristiano.
Las piedras y los metales preciosos causaron cambios en la vida cultural de
Brasil. La elaboración y la manufactura del oro crearon puestos de trabajo de
contrastadores, fundidores y acuñadores, pero además, al ser un medio de ex
164 A. J. R. RUSSELl-WOOD
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA
Ilustración 1
1784. Vista de un molino de pólvora por Lucas Rodríguez de Molina. Fuente: Ministerio
de Educación y Cultura. Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Mues
tras, IG 1737, 40.
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 169
Ilustración 2
Ohraie <• casa donde los indios hilan y cejen-*. Fuente: C.ódiee Osuna, México, 1974.
170 MANUEL MIÑO GRIJALVA
Ilustración 3
Indio tejiendo, l ítente: Martínez de Compañón, Trw//7/o del Perú en el siglo XVIII, Ma
drid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1985, t. II.
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 175
Ilustración 4
NÚMERO DE TRABAJADORES, ADELANTOS Y DEUDAS
DE OBRAJES EN CUZCO, 1699-1800*
novohispano prestaba más (Salvucci, 1992: 180). Así la deuda iniciaba un ciclo
que muchas veces no concluía, pues de gancho para la adquisición de trabajado
res pasaba a convertirse en eficaz mecanismo de retención.
Por otra parte, la deuda ocupó un porcentaje determinante en la constitu
ción y el funcionamiento de las empresas obrajeras. Los pagos por adelantos y
socorros del obraje de Pichuichuro en la década de 1770 ascendían al 83.76 por
ciento, sin incluir el pago a la mano de obra «alquila*. En la misma década, el
desembolso en otro obraje-hacienda por concepto de fuerza de trabajo subió al
92.9 por ciento. Estos porcentajes, sin embargo, no eran fijos. Muchas décadas
atrás, en Querétaro, los obrajes de la hacienda de Jurica exhibían en el renglón
de las deudas un porcentaje del 43 y 34 por ciento del valor total, lo cual para
1725 era bastante alto (Miño, 1993: 86). Es un hecho que un capital de conside
rable importancia navegó en un mar de deudas, por la sencilla razón de que era
la única manera de afrontar un mercado de trabajo imperfecto.
El propio siglo xviii puede caracterizarse como el siglo de la deuda, que en
todo caso significaba una alternativa frente a la esclavitud, el repartimiento y la
misma prisión. Las empresas obrajeras mostraron las limitaciones del crecimien
to demográfico colonial, pero también revelaron un fortalecimiento de las comu
nidades indígenas frente a las exigencias del sistema, que al final se inclinaría
por llegar hasta ésta, en el esfuerzo envolvente que significó el trabajo domésti
co. En Querétaro o Ciudad de México, el endeudamiento supuso casi siempre la
desintegración de la comunidad, pues sus obrajes acogieron peones del campo,
migrantes, desocupados y pobres, que decidieron escapar de sus raíces comuni
tarias a esas ciudades o sus regiones circundantes.
En el plano teórico, todos los elementos anteriores que conformaron las ba
ses de la organización y el funcionamiento del obraje colonial sugerían un estado
de desarrollo superior al artesanal, a la vez en permanente contradicción con su
forma gremial, cuyas particulares características, según Luis Chávez Orozco, se
constituían en el embrión de la fábrica que, al desarrollarse, daría lugar al naci
miento de la fábrica moderna. Sin embargo, el sector obrajero no mantuvo una
permanente contradicción con las formas gremiales de producción, sino una
complementariedad muy clara y, por su distinta racionalidad, no pudo desembo
car en una etapa superior de producción como sucedió en otros lugares, bajo
condiciones distintas de desarrollo. En el caso latinoamericano, el camino estaba
marcado por las fábricas de indianillas y el camino del algodón. Pero su desarro
llo sólo fue posible después de un largo e intenso proceso.
La evolución del obraje en el siglo XVIII estuvo marcada por una baja cons
tante en la mayoría de los centros tradicionales. Puebla presentaba una caída
vertiginosa desde el siglo anterior. En 1579 mantenía 40 obrajes; en 1622 se ha
bían reducido a 22 y a dos en la década de 1790 (Zavala, 1947: 150; Pohl, Hae-
nisch y Loske, 1978: 41; Bazant, 1964: 488)*. Hacia 1635 aproximadamente,
1. La prohibición del comercio con Perú fue definitiva. Ante esta medida el Consulado de co
merciantes de México replicaba que los obrajes quedaron en mala situación, «por no tener el obraje
ro como sustentarlo, y lo propio el tejedor, que en los dos casos se ocupaba y comía tanto género de
españoles indios». Citado por José F. de la Peña, 1983: 92.
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 177
Tlaxcala tenía más de 10 obrajes; cinco en 1674 y dos al finalizar el período co
lonial (Reyes, 1977: 11). Texcoco sufría de la misma parálisis; la Visita de 1710
consignaba la existencia de obradores. No había demanda de tejidos: «No tie
nen valor ni despacho las telas que tejen», se decía. Un testimonio de finales del
siglo xvm consignaba las ruinas de lo que habían sido grandes obrajes. La caída
obrajera también era clara para la Ciudad de México en donde desaparecieron
muchos y había sobrevenido una serie de quiebras y traspasos. En 1759, sólo
constan 15 obrajes y, al finalizar el siglo, apenas dos. En este contexto decre
ciente, en San Miguel el Grande, en 1759 se citan sólo cuatro; aunque en corto
tiempo desaparecen dos, uno de los cuales funcionaba al amparo de la hacienda.
A pesar de este proceso con tendencia a la desaparición, durante el si
glo xviii se incrementan las unidades productivas en Querétaro y Acámbaro. En
el primer caso, de 13 obrajes que funcionaban a principios del siglo, suben a 30
a mediados de la misma centuria y, desde entonces, hasta despuntar el siglo xix,
se mantuvieron entre 24 y 19. Acámbaro, aunque con una tendencia inestable,
aparece como centro obrajero a mediados del siglo xvm, con aproximadamente
13 unidades en toda su jurisdicción. Ésta es la expresión de un reordenamiento
que posiblemente sucedió en este siglo y que implicó una especialización regio
nal del trabajo textil.
En Quito, durante el siglo XVIII se produce una transformación sustancial en
torno a la vida del obraje. Los de comunidad desaparecen por presión del sector
privado y por la expansión de la propiedad territorial, que para entonces ha to
mado ya su configuración definitiva, erosionando y subsumiendo la fuerza de
trabajo de los obrajes de comunidad. Al parecer, éstos funcionaron con relativa
desventaja frente a los privados, ya que el promedio de la tasa de ganancia en
aquéllos gir<> únicamente del 9% al 14% cuando en los obrajes privados fue del
17% al 26% del capital invertido y los costos de producción fueron más altos,
particularmente en cuanto a la fuerza de trabajo, del 72% en relación con los
privados. De modo que el panorama para el siglo XVIII será poco alentador. Se
calcula que el valor de la industria de Quito se redujo en un 75% de 1700 a
1800, al caer completamente el comercio con Lima, aunque se mantuvo el co
mercio de ropa baja con Nueva Granada, que pasó a dominar las actividades del
espacio centro-norte de la Audiencia, lo que significaría el desplazamiento de la
elite obrajera tradicional por el comerciante ligado al mercado de Nueva Grana
da y Cartagena. Al parecer, no hay duda de que la caída del sector manufacture
ro colonial desde principios del siglo xvm se debió a la presión de la producción
europea, cuyo ritmo de importación se acentuó a finales del siglo xvni y princi
pios del siglo xix, como una clara manifestación de la expansión protoindus-
trial. Otra causa se ubica en el desplazamiento de la producción hacia Cuenca,
en la sierra sur de Quito y hacia los tejidos de algodón. Entre tanto, los obrajes
del Cuzco presentan, entre 1715 y 1770 rasgos de expansión y crecimiento en
torno a la producción de tejidos ordinarios de lana (Escandell-Tur, 1993: 442),
movimiento que, según Miriam Salas, también se observa en Huamanga entre
1660 y 1760 (Salas de Coloma, 1986). A partir de entonces, la producción de
los obrajes muestra una tendencia decreciente, mientras se observa, como puede
verse en el gráfico 1, que se incrementa la de los chorrillos.
178 MANUEL MIÑO GRIJALVA
Ilustración 5
•Roa
Fuente: Escandell-Tur, 1993: 316
2. Véanse además los trabajos mencionados supra: González Angulo y Sandoval, 1980: 173-
238; González Angulo, 1983; Miño, 1990; Castro, 1986; Pérez Toledo, 1993; Chávez Orozco,
1936; Carrera Stampa, 1954.
180 MANUEL MIÑO GRIJALVA
En realidad desde principios del siglo XVIII los textiles europeos venían com
pitiendo exitosamente con los producidos localmente, hasta paralizar los obra
jes. Tejidos de lana y algodón importados de mejor calidad y más baratos inva
den el mercado con la consecuente caída de la producción local (Tandeter y
Wachtel, 1983: 23-30). De la misma forma, la apertura de nuevas rutas maríti
mas repercutió en un fuerte descenso de los precios de los tejidos importados
(Brading, 1990: 119). Así, los cargamentos que llegaban por diferente vía y me
dio a América Latina eran impactantes, según los testimonios de la época. Sólo
entre 1806 y 1807 Buenos Aires y Montevideo recibieron alrededor de 140000
toneladas de efectos que salieron de Londres (Villalobos, 1968: 126). En Vera-
cruz, a finales del siglo xvin y principios del siglo xix, el tráfico comercial tam
bién se había incrementado notablemente, con el creciente arribo de barcos ex
tranjeros a sus costas, sin contar el inmenso contrabando de ropa.
El consumo de tejidos de algodón se expandió con rapidez por el ámbito colo
nial, pues incluía además de los de calidad destinados a las clases altas, los destina
dos a los sectores populares. Durante estos años la industrialización inglesa, en ge
neral, quintuplicó sus envíos a América. Las exportaciones hacia este continente
ascendieron del 6.4% registrado en 1701-1705 hasta un 37.5% en 1791-1800 (Vi-
lar, 1974: 374). Sólo por concesión de neutrales las importaciones de Veracruz, por
citar un caso, subieron de 1 800000 pesos de 1797 a 5500000 pesos en 1799, trá
fico en el que resultaban beneficiados los comerciantes ingleses (Fisher, 1991: 243).
La propia producción textil española, a pesar de su crecimiento, se encontra
ba cercada y sin capacidad para satisfacer las necesidades del mundo colonial.
Con las guerras de independencia se aceleró la entrada de tejidos ingleses, lo
cual para España significó la pérdida de gran parte del mercado americano y del
control sobre la materia prima, de los beneficios del comercio colonial y la sub
secuente caída del poder adquisitivo del mercado peninsular (Izard, 1974: 318).
Pero si bien es cierto que el drenaje de productos importados a bajo precio re
presentó un golpe serio para algunos sectores económicos particularmente arte
sanales, es posible pensar que no por eso sus efectos fueron violentos y vertigi
nosos, al menos no hasta después de 1810. Al parecer, éstos se hicieron sentir de
una manera más lenta y parcial de lo que la «versión apocalíptica hoy preferida
gusta de suponer» (Halperin, 1972: 96-97).
Así, la producción local de tejidos de algodón perdía poco a poco no sólo su
dominio en las zonas productoras mismas, sino también su parte en los circuitos
comerciales internos que hasta principios de siglo habían sido significativos. Los
tejidos de lana, en cambio, podían resistir mejor la entrada de géneros cuya ela
boración industrial no se dio sino a mediados del siglo xix, cuando se incorpo
raron los progresos técnicos que reducirían el costo de producción. Con la mis
ma prudencia, David Brading piensa que es necesario ser cautelosos y no
adelantar la fecha de la caída de la producción textil local, ya que, a corto plazo,
la revuelta iniciada por Hidalgo en 1810 en Nueva España, desorganizó la in
dustria de una manera más rápida que cualquier importación de tejidos británi
cos baratos (Brading, 1979). Esto mismo podría aplicarse a buena parte del con
junto hispanoamericano y a las diversas revueltas que en la segunda mitad del
siglo XVIII asolaron los centros textiles tradicionales.
De LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 181
Ilustración 7
CONSUMO DE TABACO EN LOS TERRITORIOS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA
M A N U F A C T U R A A LA
P RO
T O I N D U S T RIA
1787. «Vista de una máquina para cernir tabaco en la Real Fábrica de Sigarros», de México. Fuente: Minis
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, CA 158, 55.
186 MANUEL MIÑO GRIJALVA
Ilustración 9
Ilustración 10
OPERARIOS EN LAS FÁBRICAS DE TABACO 1795-1809
5. Compárense las cifras que proporciona Ross, 1983: 37, con el cuadro citado.
188 MANUEL MIÑO GRIJALVA
culaba que el consumo de tabaco en Chile era el doble que en Perú, y muy infe
rior al que se efectuaba en México o en las Antillas (Céspedes del Castillo, 1954:
139 y 1992: 160-161).
Pero si la renta chilena alivió en mucho el malestar económico de las finan
zas reales, no sucedió así de manera continua y consistente con la del Nuevo
Reino de Granada, pues como en ningún otro ámbito colonial la inestabilidad
política absorbió gran parte de los beneficios y sólo a partir de 1796 se empeza
ron a enviar remesas líquidas a España. Hacia 1810, las cuentas públicas del
conjunto del virreinato registraban la contribución más alta por concepto de ta
bacos, 470000 pesos por un total de 2453096, es decir, casi un 20 por ciento
(Ospina, 1955). De todas formas, a pesar de la extensión de sus cultivos, Nueva
Granada tampoco conoció el funcionamiento de fábricas dedicadas a la manu
factura del tabaco, como Nueva España o Guayaquil, a pesar de que este aspec
to estaba contemplado en la política real. Lo más usual parece haber sido la ven
ta del tabaco al por menor en manojos de peso reducido, dejando al cigarrero
doméstico o al propio consumidor la manufactura de sus cigarros, aunque al pa
recer en algunos lugares de la costa atlántica como Cartagena el estanco em
prendió labores manufactureras, aunque de muy cortas dimensiones (González,
1974: 170-171). La elaboración de rapé quedó en manos privadas, no sin repa
ros de los oficiales reales.
El modelo novohispano de organización de la renta pública, como en el caso
de la manufactura de cigarros, cigarrillos o rapé, también influyó en el Río de La
Plata. El estanco compraba la hoja a cosecheros o agricultores matriculados para
luego encargarse de elaborar y vender el producto final. Por su parte, la fase de
transformación tuvo su asiento principalmente en Buenos Aires, ciudad donde se
habían instalado fábricas de tabaco en polvo y fábricas de cigarros y cigarrillos
elaborados de acuerdo a la práctica seguida en Nueva España. En éstas había sec
ciones separadas para la elaboración de cigarros y tabaco en polvo. Los elemen
tos técnicos, como bancos para picar tabaco, harneros para su cernido, molinos,
etc., formaban parte de estos establecimientos. Sin duda, el papel fue un elemento
importante en la manufactura de cigarrillos. En términos globales, sin embargo,
este ramo fue de escasa importancia. De todas formas, el consumo de cigarros y
cigarrillos entre 1795 y 1799 aumentó la renta en 337209 pesos, es decir, un pro
medio de 67000 pesos anuales aproximadamente (Santos Martínez, 1969: 63).
La renta pública, por otra parte, ejercerá un efecto aglutinador y multiplica
dor de actividades económicas, en unas regiones más que en otras. En Nueva Es
paña, exigió el consumo de grandes cantidades de papel, empleado en la produc
ción de cigarrillos, que aún no tenían la misma difusión que en otras partes de
América Latina. Esta industria, sin embargo, fue exclusiva de la Corona, pero
no lo fue la extensa organización que conoció el transporte del tabaco, que que
dó en manos de comerciantes y arrieros privados. De esta forma el tabaco y las
mercancías locales c importadas experimentaron una rápida circulación por el
espacio colonial novohispano (Suárez, 1994). Por ejemplo, la fábrica de la Ciu
dad de México manufacturó la mayor parte de los puros y cigarros que se distri
buyeron por Cohauila, Monterrey, Santander y Mazapil, así como las factorías
de Valladolid, Guadalajara, Durango y Rosario, Querétaro también suplió a
190 MANUEL MIÑO GRIJALVA
CONCLUSIÓN
Al término del siglo xvm y a principios del siglo XIX, la manufactura del obraje
había cedido paso al sector de trabajo doméstico y a domicilio articulado por el
capital comercial en un contexto de clara recuperación demográfica y de creci
miento económico. Los comerciantes de los pueblos y las ciudades monopoliza
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINOUSTRIA 191
finales de la época colonial. Este impulso del comercio exterior respondió bási
camente a un aumento de la demanda internacional (expansión de las economías
europeas), a una agilización de las transacciones (reducción del tonelaje de los
navios a fin de mejorar su maniobrabilidad; eliminación del sistema de navega
ción «en conserva» por el que los barcos debían surcar el Atlántico agrupados y
escoltados por la Armada), a una reducción de los costos de transporte (dismi
nución de fletes y seguros, ocasionada por un aumento de la competencia) y a
una agilización de la producción (la Corona favoreció mediante beneficios fisca
les a los sectores productivos orientados a la exportación, como los metales pre
ciosos, el cacao, los cueros, el añil, el tabaco, el azúcar, etc.).
El crecimiento del comercio exterior trajo consigo un cambio en los circuitos
interregionales e intrarregionales: las economías americanas se volcaron hacia el
exterior al mismo tiempo que redujeron sus relaciones interregionales y se desa-
tesorizaron sus economías. Regiones como por ejemplo Río de La Plata, Chile y
Caracas, hasta entonces no vinculadas directamente con la metrópoli, pasaron a
disponer de canales mercantiles oficiales que conectaban sus mercados con los
internacionales, lo que transformó la composición de las exportaciones. Utili
zando las cifras oficiales, se puede comprobar que antes de la promulgación del
Reglamento y Aranceles Reales para el comercio libre de España a Indias, de 12
de octubre de 1778, los metales preciosos solían alcanzar como media hasta el
80% del valor de la carga de las exportaciones del conjunto latinoamericano,
mientras que a partir de dicha fecha se redujerqn a un 60%, al tiempo que au
mentaron los volúmenes de las materias primas de origen tropical o semitropi-
cal. En consecuencia, fueron surgiendo nuevos núcleos productivos que comen
zaron a comportarse como modernos motores de arrastre económico y focos de
organización regional.
A esto se sumó el hecho de que el control de los antiguos núcleos mercanti
les, básicamente concentrados en los Consulados de Lima y México, tendió a
dispersarse, como queda simbolizado con la creación de nuevos consulados de
comerciantes. Las recientes áreas productoras de materias primas, con sus nue
vas élites mercantiles ya consolidadas, fueron alcanzando mayor grado de auto
nomía. Cada nueva región se fue vinculando con el exterior y reduciendo sus la
zos interprovinciales, por lo que algunos núcleos manufactureros indianos
entraron en crisis ante la competencia de productos europeos, resquebrajándose
con ello la parcial integración y especialización económicas alcanzadas hasta en
tonces.
Al mismo tiempo, los grupos de presión comercial metropolitanos (Consula
dos de Cádiz y Sevilla) trataron de controlar por todos los medios, aunque con
resultados diversos según las regiones y las épocas, los beneficios de los flujos
comerciales externos de las colonias americanas. De esta forma, convencieron al
gobierno central metropolitano de la necesidad de vincular las regiones america
nas con los puertos de la Península Ibérica, argumentando que esta medida trae
ría como consecuencia una ampliación de los mercados para los productos pe
ninsulares, así como una reducción del contrabando. Como resultado, algunos
circuitos mercantiles se transformaron, a la par que se abrió una encendida polé
mica entre los grupos de comerciantes indianos (almaceneros de los Consulados
LOS MERCADOS INTERNOS 195
Ilustración 1
1799. Acción de mil reales de vellón de un préstamo patriótico sin interés n.° 1518. Fuen
te: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Mo
nedas, IG 1592, 18.
LOS M E R C A D O S IN T E R N O S
Ilustración 2
1748. Acción n.° 1990 de la Real Compañía de San Fernando de Sevilla, a favor de Manuel Antonio de la
Calle, director de la misma y vecino de dicha ciudad por valor de 250 pesos de a 15 reales de vellón. Fuen
te: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Monedas, IG 3125, 34.
198 PEDRO PÉREZ HERRERO
Ilustración 3
1799. Vista de la máquina de cortar monedas (Casa de Santa Fe). Por Mariano Millán.
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos,
Ingenios y Muestras, 288.
Ilustración 4
NUEVA ESPAÑA, SIGLO XVIII
Nueva España
Ilustración 5
Monedas de un quarto.
Monedas de unquario.
Monedas de quunoqumw.
Monedas de un quarto.
1771. «Monedas de clacos de los Cacahueteros que tienen tiendas mestizas», usadas en
Nueva España. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias,
Mapas y Planos, Monedas, 133.
LOS MERCADOS INTERNOS 203
Compañía Guipuzcoana, que luchaba por reducir las relaciones mercantiles en
tre Nueva España y Venezuela; y, fundamentalmente, por su situación excéntri
ca respecto de las zonas de producción minera, al no llegar a la intendencia nin
guno de sus impulsos. Sin embargo, no debe exagerarse la crisis de la
producción textil, ya que a finales de siglo aún quedaba vigente buena parte de
los obrajes poblanos, los cuales sustituyeron sus antiguos mercados por otros
como los de Zacatecas, Sinaloa, Durango, Oaxaca, Guatemala y Guadalajara.
Para la intendencia de Guadalajara, el aumento demográfico y la concentra
ción urbana fueron al parecer los factores cstructuradores más importantes de la
región. En un amplio hinterland alrededor de la capital de la intendencia, debido
al tirón de la demanda ocasionado por el aumento de población, florecieron las
haciendas cerealeras —el consumo de carne per cápita disminuyó y aumentó el
de granos—, al mismo tiempo que se expandieron los centros manufactureros,
se vigorizaron las relaciones mercantiles, pasaron a primer plano los pequeños
rancheros, muchos de ellos arrendatarios antes que minifundistas independien
tes, y se incorporaron las comunidades indígenas a los circuitos comerciales in
ternos, aunque manteniendo un importante grado de cohesión. La lejanía del
puerto de Veracruz —lo que supone una elevación en los costos de transporte y
por tanto, el encarecimiento de las importaciones— fue la mejor barrera protec
cionista de la región de Guadalajara.
Tan sólo en las zonas limítrofes de la intendencia, se observa una vincula
ción mayor con el resto de las regiones novohispanas. Los /Vitos de Jalisco,
Aguasca tientes y Lagos se especializaban en la cría de ganado mular, y las regio
nes costeras de Tierra Caliente en la de vacuno, realizando sus exportaciones,
después de cubrir la demanda local —que aumentaba como resultado del creci
miento demográfico, pero disminuía por la elevación del precio de la carne y la
entrada masiva de los granos en la dieta—, a Puebla, México, Guanajuato, Oa
xaca y coyunturalmente a Michoacán. Las exportaciones de vacuno permanecie-
Ilustración 6
ron sin gran variación a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI11, exceptuan
do el leve descenso de los años ochenta, mientras que las de caballar y mular de
cayeron profundamente a partir de la misma fecha, para no recuperarse sino
hasta 1796, como consecuencia del establecimiento de la feria de San Juan de los
Lagos. El ganado lanar, cuantitativamente muy inferior a los anteriores, se con
centraba en los distritos altos y más fríos de la intendencia. El lago Chapala, el
valle del río Santiago y las comarcas colindantes del obispado de Michoacán
eran puntos terminales de la trashumancia interna del virreinato. El algodón, los
tintes y el arroz eran típicas producciones de Tierra Caliente. Desconocemos en
detalle los volúmenes de la comercialización y los mercados de destino de la lana
y el algodón, aunque todo parece indicar que eran consumidos en el interior de
la intendencia en los obrajes de lana y algodón surgidos ai amparo de la lejanía
de los centros de importación y exportación.
El Noroeste, con una baja densidad demográfica y con tradición minera des
de la segunda mitad del siglo xvn, experimentó un notable crecimiento econó
mico en las últimas décadas del período colonial. El desarrollo de la actividad
minera, protegida por José de Gálvez, fue el principal motor del crecimiento del
área. Tras el descubrimiento de nuevos reales de minas, comenzaron a fundarse
núcleos de población que recibieron sucesivos contingentes de inmigración de
zonas circunvecinas. Los canales mercantiles se ampliaron, la economía se mo
netizó y las antiguas misiones se desestructuraron.
En la intendencia de Durango, la minería tuvo un desarrollo excepcional a
finales de la época colonial. Los distritos mineros de primer y segundo orden se
multiplicaron por doquier (Parral, Chihuahua, Yndé, Cuencamé, Batopilas, Co-
siguirachi y Santa Eulalia en la jurisdicción chihuahuense, y Guarisamey y Mapi-
mí en la de Durango). Distintas investigaciones han puesto de manifiesto que en
dicha región la minería fue claramente el factor de regionalización más impor
tante durante esta época. La agricultura se fue concentrando, por razones geo
gráficas obvias, en la zona sur y alrededor de los ríos, pudiéndose observar una
parcial especialización en la producción: cereales fundamentalmente en el Sur
(San Bartolomé, Nombre de Dios, San Juan del Río); vino en Parral; ganado en
los extremos más alejados de la intendencia ya que, por el hecho de poderse
transportar a sí mismo y rebajar así los costes tenía un radio de acción comercial
más amplio. Se exportaba a los reales de minas de Santa Eulalia, en el Norte de
la intendencia, al Sur de Durango, Nombre de Dios, Cuencamé, Parral e incluso
Zacatecas. Dos ejes comerciales básicos cruzaban el territorio: uno Norte-Sur
(camino de Tierra Adentro) y otro Este-Oeste (tramo Durango-Parras-Saltillo),
que unía la capital de la intendencia con la zona productora de vino, la zona ga
nadera de Coahuila y la feria de Saltillo. Del exterior llegaba azúcar de Jalisco;
textiles del centro del virreinato (Querétaro, Puebla); sal de la costa del Pacífico,
y ferretería, objetos de lujo, papel, azogue, vinos de calidad, etc., de manos de
los comerciantes de la capital, a través de una compleja red de intermediarios.
La dilatada intendencia de San Luis Potosí, conformada por las antiguas
provincias de Coahuila o Nueva Extremadura, Nuevo Reino de León y Nuevo
Santander o provincia de Tamaulipas, con una reducida densidad demográfica y
sin producción argentífera importante, se fue especializando, ante el proceso de
LOS MERCADOS INTERNOS 205
Ilustración 7
1795. Vale de 50 pesos para I.uisiana. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archi
vo General de Indias, Mapas y Planos, Monedas, SD 2643, 12.
206 PEDRO PÉREZ HERRERO
Centroamérica
(Venezuela, India, Carolina del Sur, Antillas Holandesas), acicateadas por la ele
vación del precio del producto en los mercados europeos, fue la causa principal
de la caída de las exportaciones ahiléras centroamericanas. Al mismo tiempo, el
colapso de las vías comerciales atlánticas (guerras entre las Coronas española y
británica de 1779 a 1821) dificultaron y encarecieron (por el aumento de los se
guros) la comercialización oficial del añil centroamericano. Las plagas de lan
gosta de finales de la época colonial fueron la gota que colmó el vaso. En conse
cuencia, las exportaciones realizadas por el puerto de Realejo en Nicaragua
cayeron verticalmente a finales de siglo. Sin embargo, la crisis, aunque indiscuti
ble, tal vez no haya sido de la magnitud que muestran las cifras oficiales, ya que
a ellas hay que añadir las transacciones realizadas en los barcos «neutrales» es
tadounidenses.
Por su parte, la reorganización fiscal ayudó también a transformar los cir
cuitos mercantiles internos. La conmutación de tributos de 1737 empujó a las
comunidades indígenas a integrarse en los intercambios mercantiles monetiza
dos. En 1776, como resultado de que los fondos de comunidad pasaron a ser ad
ministrados por los alcaldes mayores y los corregidores, los comerciantes co
menzaron a beneficiarse de los aumentos de la producción y la demanda
realizados en el interior de las economías indígenas. De forma paralela, el incre
mento en la presión fiscal redujo las rentas monetarias disponibles, recortando el
consumo. Finalmente, como consecuencia del recorte de la disminución de netos
del Estado a comienzos de siglo xix (el aumento de los gastos originados por la
guerra coincidió con una contracción económica), disminuyó la capacidad de ac
ción en la región del gobierno central metropolitano, con la consiguiente reapa
rición del contrabando. Por su parte el carácter negativo de la balanza comercial
fomentó el proceso de desatesorización.
En resumen, la época colonial terminaba con una estructura comercial enfo
cada hacia el exterior y con un espacio interno resquebrajado lleno de tensiones.
Un marco inigualable que facilitaba la extracción de beneficios hacia el exterior
y que imposibilitaba un crecimiento integrado, al imponer una estructura pro
ductiva agroexportadora dependiente.
Fuente-. Mckinley, M. Prerevolutionary Caracas. Politics, Economy and Society, 1777-1811. Cambridge University
Press, Cambridge, 1985: 3. —
212 PEDRO PÉREZ HERRERO
debido a ¡a incapacidad de los barcos ingleses para cargar los volúmenes crecien
tes de las harinas estadounidenses. A fin de combatir esta pérdida de control, el
Parlamento inglés extendió en 1787 el sistema de libre comercio a varios puertos
antillanos (Kingston, Savannah la Mar, Montego Bay y I.ucea en Jamaica;
St. George en Granada, Roseau en Dominica; y Nassau en las Bahamas), por lo
que entre 1783 y 1791 volvieron a aumentar las exportaciones de azúcar, aun
que no con la intensidad esperada, ya que los huracanes arruinaron parte de las
cosechas en 1784, 1785 y 1786. La revolución de St. Domingue a principios de
la década de 1790 creó el clima necesario para que las islas inglesas y Cuba se
beneficiaran de la nueva coyuntura.
Cuba tuvo un desarrollo azucarero mucho más tardío que las Antillas ingle
sas y francesas, ya que pasó de las 2000 toneladas en el quinquenio de 1740-
1744 a las 10000 en el de 1775-1779, y de las 37085 toneladas en el de 1805-'
1809, subió hasta las 50384, entre 1820-1824. El número de ingenios aumentó
de un total de 463 en 1792 a 870 en 1803 y 1 000 en 1827. El puerto de La Ha
bana pasó de registrar un movimiento de 371 navios en 1775, a 800 en 1800,
1 057 en 1828 y 2524 en 1837. La liberalización del tráfico a mediados de siglo,
el reemplazo en 1771 de la moneda macuquina (en su mayoría de cobre) por pe
sos fuertes —que posibilitó una mayor convertibilidad monetaria—, la permisi
vidad de la importación masiva de esclavos negros en 1789, el aumento en las
inversiones gubernamentales en infraestructura y la revolución de Saint Domin
gue en 1791, fueron impulsando la producción y favoreciendo las exportaciones.
La expansión de la producción azucarera y el crecimiento demográfico de la
isla de Cuba modificaron los circuitos antillanos y circumcaribes. Mientras que
las islas inglesas tenían un nivel de especialización alto en la producción y expor
tación de azúcar, contando para ello con mano de obra preponderantemente es
clava, Cuba, por el contrario, mantuvo una economía mucho más diversificada
en la que los esclavos no desempeñaban un papel relevante. Los resultados en el
comercio y la geografía de la producción fueron claros. A La Habana llegaban
las harinas mexicanas y estadounidenses, necesarias para el abastecimiento de la
creciente demanda urbana; de Campeche recibía maíz y harinas a cambio de ta
baco; de Coatzacoalcos, maderas de cedro y caoba como materia prima para sus
astilleros. Cartagena, Santa Marta, La Guayra y Maracaibo enviaban maíz y
muías, a cambio de tabaco, azúcar y sobre todo reexportaciones de manufactu
ras de procedencia europea. El tabaco cubano se llevaba a Portobello, donde era
reexpedido para su venta en el virreinato peruano. La Habana se conectaba con
las Canarias, exportando volúmenes crecientes de cueros procedentes dé las islas
y el entorno circumcaribe, azúcar, cacao y tabaco, a cambio de aguardiente,
vino, vinagre y frutos secos de Tenerife. De Cádiz siguieron llegando las mercan
cías europeas (vinos, aceites, telas, papel), con la única diferencia de que ahora
no lo hacían concentradas en envíos, como en tiempos de las flotas y los galeo
nes. Los mismos comerciantes jamaicanos tenían tratos con Cuba, donde envia
ban sus mercancías para recomercializar los productos, haciéndolos pasar como
llegados oficialmente, según ha demostrado A. Christellow. El área de Santiago
de Cuba siguió siendo la puerta falsa por donde entraba y salía un volumen cre
ciente de mercaderías de contrabando, tales como esclavos, telas y ropa, además
214 PEDRO PÉREZ HERRERO
Ilustración 10
1804. Acción de la Rea! Compañía de La Habana por valor de 250 pesos. Fuente: Minis
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Monedas, UL
LOS MERCADOS INTERNOS 215
de vinos y objetos de lujo. El comercio con St. Domingue también era intenso, se
enviaban tabaco y muías a cambio de ron y telas europeas.
La guerra entre Inglaterra y las Trece Colonias de 1775 y 1783 convirtió a
Cuba en un mercado privilegiado para las exportaciones estadounidenses de ha
rinas (después eran a su vez reexportadas hacia las Antillas y los mercados cir-
cumcaribes) y un lugar de donde extraer metales preciosos. Cuba encontró en
las plazas de los recién nacidos Estados Unidos los mercados sustitutivos para
los productos que no podía comercializar en Europa por la situación del blo
queo marítimo causado por la guerra. En 1784-1785, el Gobierno español trató
de cortar ese tráfico, pero se encontró que era casi imposible detener las prácti
cas comerciales iniciadas, por lo que los «llorones cubanos* (productores y co
merciantes de la isla), consiguieron la concesión de un régimen comercial espe
cial, que les permitió seguir manteniendo tratos mercantiles con Estados Unidos
entre 1793 y 1808.
Santo Domingo participó indirectamente de la recuperación económica anti
llana. Funcionaba como la trastienda del crecimiento azucarero de la parte fran
cesa de la isla (proporcionaba alimentos, ganado y pastos), y como punto expor
tador de cueros y ganado a todas las Antillas y el área circumcaribe. Importaba
harinas, muías, sebos y cueros de Puerto Rico; azúcar de Cuba, pescado y sal, de
la isla Margarita; y cacao, cueros, carne y ganado, de Venezuela. Exportaba o
reexportaba tabaco y cacao a Puerto Rico; vino, pescado, cacao y carne a Cuba;
cueros y tabaco a Margarita; y toda clase de alimentos y manufacturas a Cara
cas, que enviaba ganado a la parte francesa de la isla. Desde 1756 y hasta 1765,
se concedió el monopolio del tráfico de la isla a la Compañía de Barcelona, mo
mento en el cual se introdujo el régimen de «comercio libre». De las plazas ex
tranjeras llegaban: víveres y caldos de Nueva York y Filadelfia, ron de Jamaica,
sal de la isla de la Tortuga, azúcar de la parte francesa de la isla, víveres y caldos
de Curasao y ron de las Antillas francesas e inglesas. Cuando la producción azu
carera de Saint Domingue disminuyó debido ai proceso revolucionario, la parte
española de la isla lo resintió inmediatamente.
Ilustración 11
1795. Diseño del peso fuerte hallado en San Juan de Puerto Rico, con lemas impresos, al
parecer sediciosos. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de In
dias, Mapas y Planos, Monedas, EC 10, 3, 123, 12.
216 PEDRO PÉREZ HERRERO
Ilustración 12
Ilustración 13
II 11
(¡triar Jt' HnO'C&uWUiíto
tfdtoomeiáif Íy¿faa,írr¿¿¿;
caótica,/.
1785. Muestra de tinte de seda con alazor de Caracas y de España, en ocho cordoncillos
de seda. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y
Planos, Tejidos, CA 373, 4.
LOS MERCADOS INTERNOS 219
El eje andino
Ilustración 14
DEPENDENCIA Y -COMERCIO LIBRE» (1720-1810) AMÉRICA DEL SUR. SIGLO XVIII
ros cinco años, alcanzándose los niveles de 1810 (480000 marcos), para poste
riormente caer abruptamente hasta el nivel de los 50000 marcos.
Los efectos integradores de la «recuperación* minera se vieron reducidos
por varios factores. La producción no recuperó los niveles de concentración al
canzados a finales del siglo XVI. Hasta 1770, la máxima producción argentífera
procedía de la zona central (Pasco) y del Sur (Cailloma, Condoroma, Huancave-
lica, Oruro y Potosí), para posteriormente bascular hacia el Norte, al activarse
las minas de Hualgayoc en Cajamarca y de Huallanca (Tarma), impulsadas por
el descubrimiento de las minas de azogue de Cerro Chonta, así como las de las
zonas de Pasco y Trujillo. Paralelamente, hay que recordar que durante el último
cuarto del siglo XVIII, al intensificarse la explotación de la mano de obra indíge
na, se movilizaron los recursos comunitarios. A fin de rebajar los crecientes cos
tos, los productores de plata redoblaron sus esfuerzos para apropiarse de los ex
cedentes generados en los circuitos internos indígenas. Finalmente, hay que
mencionar que la creación de los virreinatos de Nueva Granada y sobre todo del
Río de La Plata en 1776 transformó las redes de integración con el exterior. La
apertura de Buenos Aires en 1778 significó la entrada de manufacturas extranje
ras, con la consiguiente ampliación de la competencia respecto de los centros
textiles indianos y la salida de metales preciosos hacia el exterior. Aunque la
costa peruana siguió enviando al Alto Perú azúcar, algodón, alcohol, etc., estos
productos comenzaron a intercambiarse por telas extranjeras en vez de por plata
potosina, alterándose en consecuencia todas las relaciones interregionales del es
pacio andino: la yerba mate paraguaya comenzó a exportarse directamente al
puerto de Buenos Aires, en vez de al Alto Perú; los obrajes quiteños, al descender
su producción, dejaron de activar la demanda de algodón, lana y tintes; los ga
naderos rioplatenses ampliaron sus exportaciones al Alto Perú, desplazando a
algunas de las antiguas áreas surtidoras. En resumen, la plata comenzó a expor
tarse directamente hacia el exterior, dejó de circular previamente por la región
andina como en los siglos XVI y xvn, y por lo tanto, cesó de promover la integra
ción económica interna.
Algunas regiones siguieron vinculadas con los impulsos de Potosí, mientras
que otras se fueron alejando del mismo. La región de Arequipa que se había es
pecializado en la producción agrícola (vinos, aguardiente, patata y granos) que
enviaba a Potosí para adquirir la moneda que le permitiera comprar artículos de
importación en Lima, comenzó a desligarse del centro minero. En concreto, se
puede comprobar que desde 1775 no se dio una correspondencia entre las ten
dencias de la producción potosina y la arequipeña: la primera dibujó una curva
ascendente hasta casi comienzos del siglo XIX, mientras que la segunda se con
trajo a partir de 1775. Nazca, Pisco c lea compitieron con sus aguardientes. Po
siblemente la producción vinícola arequipeña tuvo que luchar también con los
vinos del norte del Río de La Plata, mejor situados ahora en los circuitos interre
gionales de la plata. Al mismo tiempo, es evidente que la exportación de trigos
arequipeños a Lima se vio frenada por la competencia de los chilenos a partir del
tercer cuarto del sigo XVIII. Si antes la economía arequipeña adquiría plata de
Potosí, exportando sus productos agrícolas para posteriormente adquirir muías
de Tucumán, carne y cera de la Sierra, cueros de Chile, cacao de Ecuador y ma
222 PEDRO PÉREZ HERRERO
Brasil
Ilustración 15
DEPENDENCIA Y «COMERCIO LIBRE» (1720-1810): BRASIL, SIGLO XVIII
LA DEFINICIÓN DE REGIONES
Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS
Durante casi dos siglos, desde 1543 hasta 1739, en los territorios españoles de
Ultramar hubo únicamente dos virreinatos, desde cuyas capitales, México y
Lima, los sucesivos virreyes ejercieron su teórico y casi mayestático poder sobre
dos extensísimas demarcaciones de dimensiones auténticamente subcontinenta
les, con el agregado, en el caso de Nueva España, de las áreas insulares antillana
y filipina. En el siglo xvm, el cambio más llamativo que se produjo en el mapa
de las divisiones administrativas indianas fue, sin duda, la creación de dos nue
vos virreinatos, el de Nueva Granada (1739), con sede en Santa Fe de Bogotá, y
el del Río de La Plata (1776), con capital en Buenos Aires.
Llama la atención que las dos nuevas circunscripciones virreinales nacieran
marcadas por los signos de la precariedad y de la provisionalidad respectivamen
te; algo que puede resultar paradójico si consideramos que las dos iniciativas se
¡adoptaron en respuesta a la agresión o presión que durante todo el siglo ejerció
¡Gran Bretaña sobre el litoral septentrional sudamericano y en aguas del Atlánti
co sur, donde los ingleses contaban con la cercana ayuda que desde Brasil les
dispensaban sus aliados portugueses. La ocupación británica de las Malvinas en
tre 1765 y 1774 es todo un símbolo de este peligro que las autoridades metropo
litanas consideraban alarmante y, sobre todo, muy próximo.
Esta rivalidad entre el bloque hispanogalo y el angloportugués, en la que se
dirimía el control de las rutas atlánticas en un siglo de creciente revalorización
del espacio americano, se materializó en sucesivas confrontaciones bélicas for
males (Guerra de Sucesión de España, Guerra de Sucesión de Austria, Guerra de
los Siete Años, Guerra de Independencia de Estados Unidos, etc.) o en incursio
nes o asaltos aislados en los que los antiguos bucaneros del siglo XVII han sido
reemplazados en su protagonismo por grandes figuras de la Marina Real británi
ca (Vernon, Anson, Knowles, Oglethorpe, etc.), que extendieron sus actividades
por todo el escenario litoral indiano.
Con el fin de hacer frente a esta planificada agresión y reforzar las defensas
de la costa septentrional de Sudamérica, desde Panamá hasta la Guayana, se
(creó en marzo de I"I" el virreinato de Nueva Granada. Inexplicablemente, has
ta finales de I "19 no llego a Santa Fe el primer virrey investido de sus altas atri
buciones de gobierno, don Jorge de Villalonga, un mandatario ineficaz cuya ac
tuación fue desautorizada por las autoridades peninsulares, hasta el punto de
que en l"23 fue suprimida la recién creada demarcación virreinal. Sólo la persis
tente agresión británica contra los principales enclaves de la zona obligaría a la
(airona, dieciseis años mas tarde, a restablecer definitivamente el virreinato neo-
granadino 11“19>, cuyos limites territoriales han suscitado siempre controversia
entre los historiadores. Mientras algunos prestigiosos aurores de conocidos ma
nuales universitarios señalan que el virreinato de Nueva Granada comprendió
los territorios de las actuales repúblicas de Colombia, Panamá y Ecuador, son
234 RAMÓN MARÍA SERRERA
mayoría los que a las tres áreas citadas agregan también el territorio venezolano,
en clara prefiguración de lo que serían los límites de la futura Gran Colombia/
bolivariana (1821-1830).
De hecho, en la real orden de reconstitución, del 20 de agosto de 1739, se
expresaba claramente que el nuevo virrey neogranadino no sólo sería presidente
de la audiencia de Santa Fe y gobernador y capitán general de su jurisdicción,
sino también de las gobernaciones que se le agregaban, cuya enumeración deta
lla el precepto regio: Caracas, Portobelo, Veragua, Darién, Chocó, Quito, Popa-
yán, Guayaquil, Cartagena, Santa Marta, Río de Hacha, Maracaibo, Antioquia,
Cumaná, Guayana, Río Orinoco e islas de Trinidad y Margarita. De la relación
se desprende que quedaban incluidas las citadas gobernaciones venezolanas. La
discrepancia entre unos y otros autores deriva de la real orden del 12 de febrero
de 1742, en virtud de la cual la provincia de Caracas fue segregada administrati
vamente del nuevo virreinato. La circunstancia de que dicha provincia fuese co
nocida y mencionada en la época indistintamente como provincia de Caracas o
de Venezuela, abrió las puertas a la confusión, al adjudicársele a esta segunda
denominación los límites territoriales que tendrían posteriormente, a partir de
1776 y 1777, la intendencia y la capitanía general de Venezuela y, por asimila
ción, también la futura república homónima. Hay argumentos sobrados para de
mostrar que, salvo la provincia de Caracas, segregada, en efecto, en 1742, las
otras gobernaciones venezolanas siguieron subordinadas al virreinato de Santa
Fe. Sólo así se comprende la conocida real cédula del 8 de septiembre de 1777,
en la que se decretó la «absoluta separación» de las provincias o gobernaciones
de Cumaná, Guayana, Maracaibo, Trinidad y Margarita del virreinato neogra
nadino y «agregarlas en lo gubernativo y militar» a la nueva capitanía general
de Venezuela; algo que deja de tener sentido si, como piensan algunos autores,
tales gobernaciones no hubieran estado subordinadas al virrey de Santa Fe. Se
gún se aprecia, incluso, en medidas reformistas de importancia, como ésta de la
erección del nuevo virreinato, las cosas no estuvieron tan claras ni para los go
bernantes de la época ni para los estudiosos de nuestros días (Garrido Conde,
1965 y 1953)’.
Más que por el signo de la precariedad, la creación del virreinato del Río de
La Plata estuvo marcada por el de la provisionalidad, aunque en alguna ocasión
se ha puesto en duda esta característica. En efecto, al primer virrey, don Pedro
de Ceballos, se le otorgó a primeros de agosto de 1776 el título de virrey, con to
das las atribuciones inherentes al cargo, por el tiempo que durase la expedición
militar que comandaba contra los portugueses de la Banda oriental, concreta
mente «durante se mantuviese en la comisión a que fue destinado». Hasta fina
les de octubre de 1777 no se decidió que quedase «perpetuado ese Virreinato de
las provincias del Río de la Plata», para cuyo cargo fue designado, ya con carác
ter permanente, don Juan José Vértiz, con los títulos de virrey, gobernador y ca
pitán general. En cuanto a los límites, si en el nombramiento de Ceballos se ex-
1. En este último articulo (Garrido Conde, 1953) se transcriben las disposiciones por las que se
crea el virreinato neogranadino y se señalan los vínculos administrativos con el territorio venezolano.
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 235
presaba que ejercería sus funciones «en todas las provincias y territorios com
prendidos en el distrito y jurisdicción de la Real Audiencia de las Charcas» (aún
no se había restablecido la audiencia de Buenos Aires, algo que tendría lugar en
el mismo año 1776), en el nombramiento de Vértiz ya se especifica más detalla
damente que los distritos integrados en la nueva demarcación virreinal eran las
provincias de Buenos Aires, Paraguay, Tucumán, Potosí, Santa Cruz de la Sierra,
Charcas y todos los corregimientos y territorios a los que se extendía la jurisdic
ción de dicha audiencia, añadiéndose además el corregimiento de Cuyo con las
ciudades de Mendoza y San Juan del Pico, que hasta entonces habían estado su
bordinadas al gobernador de Chile y al obispo de Santiago, pero que a partir de
este momento pasaban a depender de Buenos Aires «con absoluta independencia
del virrey del Perú y del presidente de Chile».
El mapa administrativo del nuevo virreinato de Buenos Aires fue diseñado
en una clásica decisión de gabinete, en la que se tuvieron en cuenta diversas y
contrapuestas opiniones. Frente al dictamen del máximo mandatario peruano,
don Manuel Amat, que defendió la anexión de Chile a la nueva institución rio-
platense, prevaleció la opinión del propio primer virrey don Pedro de Ceballos,
que prefería la seguridad de la riqueza metalífera altoperuana para afianzar el
soporte financiero del naciente virreinato, frente a la supuesta futura prosperi
dad chilena. Charcas, en efecto, terminó integrándose en el virreinato de Buenos
Aires, junto con el resto de las provincias rioplatenses, incluido el citado corregi
miento de Cuyo. La cordillera andina se convertía así en línea divisoria natural
entre la nueva demarcación y la capitanía general de Chile, único territorio que
conservó bajo su teórica jurisdicción el virrey limeño tras la segregación de los
vastos espacios que se integraron en los dos nuevos virreinatos creados en el si
glo xvm (Gil Munilla, 1949: 370-390).
Si era verdad, como afirmaban los proyectistas ilustrados, que los caminos
eran las venas y arterias del Imperio, y el tráfico la sangre que regaba y vivifi
caba todo el organismo indiano, quedaba claro que el panorama cambió sustan
cialmente en la América meridional, en perjuicio, lógicamente, del antiguo y
i poderoso foco redistribuidor limeño. Se ha dicho, y con razón, que la incorpora
ción de Charcas al virreinato del Río de La Plata supuso una inversión de los
vectores de circulación de la riqueza argentífera altoperuana. La plata, que/
antes tomaba el camino del Pacífico para ser conducida desde Arica al puerto de
El Callao, Panamá y, ulteriormente, a la metrópoli, seguiría a partir de ahora
una nueva ruta de salida en dirección opuesta a través del puerto de Buenos Ai
res. A esto vino a sumarse la subordinación de las tesorerías mineras del Alto
Perú al recién creado tribunal mayor de cuentas de Buenos Aires y la obligatorie
dad de remitir sus excedentes anuales de caja a la tesorería matriz bonaerense
(Céspedes del Castillo, 1947: 173-206; Tandeter, Milletich y Schmit, 1994: 110-
115). A partir de entonces el virreinato del Río de La Plata pudo contar con au
tarquía financiera y sobrados recursos para asegurar el papel defensivo que se le
había confiado desde 1776; cometido que estuvo en el origen mismo de la deci
sión política de su creación.
Tradicionalmente se ha sostenido que el nuevo mapa administrativo surgido
a partir de 1776 con la creación del virreinato rioplatense ocasionó la postración
236 RAMÓN MARÍA SERRERA
del Perú al romperse sus seculares líneas de tráfico comercial con el territorio de
Charcas y al quedar desprovisto de los recursos mineros altoperuanos. E igual
mente se suele afirmar que tampoco ganó demasiado el virreinato de Buenos Ai
res con la anexión de unos yacimientos cuya producción bordeaba por esos mo
mentos las cotas de decadencia. Sin embargo, estudios recientes demuestran que
tales afirmaciones necesitan una seria revisión. Ni el Perú tuvo que mendigar
plata al compensar en gran medida la pérdida de las minas de Charcas con la in
tensiva explotación de los ricos filones argentíferos de Pasco, ni el tráfico comer
cial entre el Alto y el Bajo Perú quedó interrumpido (aunque sí mermado), ni las
minas de plata altoperuanas atravesaban la crisis que habitualmente se les atri
buye. Potosí, en concreto, tuvo desde 1730 un claro relanzamiento de la produc
ción argentífera, cuya alza se mantendría hasta la década de los años noventa,
con máximos entre 1770 y 1790, justo cuando se puso en marcha el nuevo vi
rreinato. A partir del último año citado, se aprecia un cambio de signo. Pero, al
menos durante sus primeros catorce años de vida, el virreinato rioplatense dis
puso de recursos holgados para desempeñar el cometido que originalmente se le
había confiado (Tandcter, 1992: 19-23 y 29-33; y 1995: 13-17; Fisher, 1977:
213-233).
De lo dicho, una realidad queda clara. A partir de 1739 (y más aún desde
1776) la geografía de las grandes demarcaciones indianas había experimentado
una transformación importante, alterando con esto un mapa administrativo di
señado doscientos años antes. Otras reformas acometidas desde la metrópoli ter
minarían de perfilar, desde el punto de vista territorial, la nueva organización es
pacial indiana a escala más restringida.
2. En este segundo trabajo (Navarro García, 1995), que supone una actualización y puesta al
día, con criterio más interpretativo y revisionista, de su anterior obra de 1959, se ofrece bibliografía ac
tualizada sobre el tema y una síntesis muy útil sobre las distintas etapas de la implantación del sistema.
238 RAMÓN MARÍA SERRERA
Lo anterior explica los sucesivos intentos realizados en el siglo XV1II para po
ner en comunicación la costa de Esmeraldas y su puerto de Atacames con el res
to del territorio de la audiencia. Aunque hubo una tentativa pionera en 1615,
los proyectos presentados en la centuria ilustrada no estaban orientados a unir
Esmeraldas con Guayaquil —lo que habría supuesto continuar el camino del li
toral—, sino a trazar una ruta que permitiera el tránsito regular entre la costa
norte y la propia capital del Reino, Quito, que siempre aspiró a ejercer un con
trol efectivo sobre todo el territorio a ella subordinado. La extensa gobernación
de Esmeraldas siempre estuvo escasamente integrada en el resto del país —tanto
desde el punto de vista vial como en las esferas administrativa, religiosa, econó
mica y cultural— con población indígena organizada en «naciones gentiles».,
Dos proyectos de los años 1735 y 1785 lograron parcialmente abrir ruta «en de
rechura» hacia la costa septentrional, algo que se consideraba en la época como
la panacea para la plena integración comercial del Reino de Quito en los circui
tos comerciales del Imperio, al poder traficar directamente por vía marítima con
Panamá (desde los puertos o fondeaderos de Atacames o La Tola) sin tener que
descender a Guayaquil, hasta entonces «puerta obligada» para la entrada y sali
da de mercancías.
La vieja aspiración de los proyectistas quiteños, sin embargo, no se haría rea
lidad hasta bien avanzado el siglo XIX, cuando quedó definitivamente franqueada
la ruta de Quito al puerto de Esmeraldas. Durante las postreras décadas del
período español, el fracaso de tales iniciativas favoreció los intereses de Guaya
quil, que mantuvo su exclusiva como puerto de salida para conectar con las lí
neas de tráfico del Pacífico. Siguió practicándose, como desde el siglo xvi, el co
mercio directo de Quito con el Nuevo Reino y con el Perú a través del Camino
de la Sierra: Pasto, Quito, Latacunga, Ambato, Riobamba, Alausi, Cuenca, Loja,
etc., con derivación posterior hasta Charcas y el Río de La Plata. Era la antigua
ruta de los incas, que ejerció una función trascendental a lo largo de todo el pe
ríodo colonial, a la hora de acercar mercados muy alejados (en realidad, desde
Cartagena hasta Buenos Aires, la misma ruta que seguía el correo terrestre), al
canzando por tal motivo dimensiones auténticamente subcontinentales. Pero la
vieja aspiración de lograr una mayor integración de la costa con la sierra siguió)
siendo un sueño inalcanzable, con la consiguiente bipolarización de la vida del
territorio de la audiencia quiteña.
Según lo expuesto, ¿podemos considerar el abortado intento de implantar el
sistema de intendencias en el Reino de Quito como una consecuencia de la reali
dad geográfica descrita, en el sentido de que resultaba difícil departamentalizar,
en las nuevas unidades administrativas, un espacio con escaso grado de cohesión
territorial?, ¿obedeció a una circunstancia coyuntura! ajena a dicha realidad,
como fue la muerte del ministro Gálvez en 1787, la consiguiente paralización de
su plan de reformas? Los historiadores hace tiempo que hemos dejado de lado la
vieja cuestión de qué fue antes, si el huevo o la gallina. Y más al analizar un he
cho histórico en el que resulta difícil prescindir de cualquiera de los múltiples
agentes que operaban dentro de una realidad estructuralmente compleja, en la
que ningún elemento puede examinarse fuera de la malla de relaciones en la que
se integra.
244 RAMÓN MARÍA SERRERA
|EI territorio indiano que sin duda se vio más profundamente afectado por las re
formas administrativas de los gobernantes ilustrados fue el venezolano. Pero
para comprender estas transformaciones, hay que remontarse a épocas anterio
res, concretamente al primer tercio del siglo xvil, cuando se inicia la consolida
ción de la capitalidad de Caracas sobre un ámbito cada vez más dilatado. A esto
contribuyó la espectacular e ininterrumpida difusión del cultivo cacaotero y el
control que sobre dicha riqueza ejerció la poderosa aristocracia mantuana, que
desde Caracas fue ampliando su influencia, primero sobre su propia provincia, y
más tarde, en el siglo XVIII, sobre gran parte del territorio de la futura capitanía
general de Venezuela, cuando los crecientes volúmenes de producción y exporta
ción de dicho fruto alcanzaron cotas hasta entonces insospechadas.
Pero el proceso fue lento y gradual. Porque hasta el último tercio de la cen
turia ilustrada no podemos hablar con propiedad de Venezuela como una uni
dad geográfica y administrativa uniforme, que prefigurara en cierto modo el fu
turo espacio «nacional», surgido a partir de la emancipación. La capacidad de
vertebración territorial que ejerció Caracas sobre las provincias venezolanas fue
una realidad que se adelantó a las reformas ilustradas, pero que se consolidó
definitivamente con éstas, al lograrse un marco político-administrativo relativa
mente homogéneo que llegó a integrar dentro de sus límites desde las difumina-
das fronteras orientales de la Guayana hasta Maracaibo por el Occidente, y que
se extendía desde el litoral caribeño hasta los imprecisos confines meridionales
de los Llanos del Orinoco. Hasta entonces, sus gobernaciones y provincias me
nores eran unidades geográficamente aisladas, con escasos nexos entre sí, pero
que mantenían relaciones comerciales con mercados más o menos próximos:
Mérida, Trujillo y Maracaibo con Cartagena de Indias; Coro y las islas orienta
les con Santo Domingo; y los valles centrales con las Grandes Antillas, Canarias
y la metrópoli (Lombardi, 1985: 107-110). El mapa de la red vial venezolana
durante el período colonial, que experimentó limitadísimas modificaciones en el
siglo XVIII, demuestra el grado de aislamiento que mantenían las distintas regio
nes. Los caminos existentes se limitaban a unir núcleos urbanos cercanos, si
guiendo las condiciones favorables de la geografía de cada zona. A lo más, se
aprecian algunas triangulaciones viales de limitado alcance espacial, sobre todo
en el sector occidental del país. Sin embargo, pocas rutas transitables permitían
el enlace entre este sector y los valles centrales de la provincia de Caracas y, des
de luego, no había posibilidad material de desplazarse por un itinerario terres
tre fijo desde la propia Caracas hasta ese inmenso espacio que entonces —y aún
hoy— se denominaba el Oriente, cuyas comunicaciones había que establecerlas
recurriendo al flete marítimo, normalmente más barato y seguro que el terrestre
(salvo para las remesas pecuarias), excepto en períodos de conflictividad bélica,
muy frecuentes, durante la centuria que nos ocupa en el litoral caribe. Por lo de
más, Humboldt expresaba que tampoco en los Llanos había «caminos como los
de Europa». Y, a tenor de los abundantes testimonios disponibles del siglo
xvm, los existentes no tenían de camino más que el nombre (Serreta, 1992 y
1993: 83-87).
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 245
Si en el caso de Venezuela las medidas ilustradas no habían hecho más que ratifi
car oficialmente un proceso unificador que desde Caracas se había ido impo
niendo gradualmente desde el siglo xvn, situación muy distinta es la que pode
mos contemplar en una provincia de México caracterizada por su antigua y bien
afirmada conciencia regional: Guadalajara. De esta demarcación puede afirmar
se que todas sus manifestaciones políticas, administrativas, culturales, económi-
/icas y fiscales fueron reforzando a lo largo de todo el siglo XVIII, y desde 1750,
I sus propios mecanismos de ajuste en el proceso de unidad y coherencia regional.
Se consolidó así una fuerte personalidad histórica y cultural que en no pocas
ocasiones desembocó en el ámbito político en deseos de auténtica autonomía. En
este período la región participa de todas las características propias de un espacio
que se encontraba en plena madurez de su proceso integrador. Su capital, Gua
dalajara, era sede de numerosas instituciones: ayuntamiento, caja real, aduana,
intendencia, obispado, real audiencia y comandancia general de Nueva Galicia.
A esto hay que añadir en la última década del siglo xvm la creación, en 1795,
del real consulado de Guadalajara (el único no marítimo de los establecidos en
las Indias) en respuesta a las insistentes peticiones de esa influyente oligarquía
capitalina que apenas unos años antes, en 1791, había logrado también su máxi
ma aspiración cultural, la fundación de una real universidad en la propia capital
taparía. En realidad, salvo un virrey y un arzobispo, Guadalajara tenía práctica
mente las mismas instituciones que la capital novohispana, tratando a México
como a un igual o generando conflictos de competencias, algunos muy graves,
que tuvieron que dirimirse en las más altas instancias de decisión metropolitanas
(Serrera, 1974: 123-131).
La rivalidad existente entre las universidades y los consulados de Guadalaja
ra y México es fiel reflejo de estas tensas relaciones. Pero también, y sobre todo,
hubo conflictos en la esfera administrativa. Las continuas discrepancias entre el
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 247
que del total de las sumas ingresadas por todos los conceptos y ramos en dicha
tesorería entre 1700 y 1799, 42000000 pesos, una vez deducidos los gastos in
ternos de administración, obras públicas, subsidio eclesiástico, milicias y defen
sa, fueron remitidos 22000000 pesos como excedente regional a la caja matriz
de México, lo cual supone aproximadamente el 52% de lo recaudado. Natural
mente, los gobernantes de Guadalajara eran conscientes de este superávit, que
les otorgaba cierta prepotencia, altanera a veces, a la hora de negociar asuntos
de importancia con el virrey de México. Juzgamos que es ésta una visión nueva
de un viejo tema, que ayuda a comprender el desenvolvimiento político de la re
gión en los años que siguieron a la independencia, cuando nuestro territorio se
declaró en más de una ocasión (en concreto en 1824 y 1846) Estado Libre y So
berano de Jalisco, como si sus políticos hubieran heredado los fervientes anhelos
autonomistas de sus antepasados del período colonial. Curiosamente, sin embar
go, Guadalajara sería la única sede de audiencia indiana (junto con la del Cuzco,
de tardía creación) que no terminaría convirtiéndose en capital de nación inde
pendiente. Después de tres siglos de historia en común, México era un país sufi
cientemente vertebrado para evitar desmembramientos que hicieran peligrar
(como ocurrió en Texas y pudo acontecer en Yucatán) su antigua unidad políti
ca y administrativa.
Jorge Gelman
Desde mediados del siglo xvm, y sobre todo durante el reinado de Carlos III
(1759-1788) y la presencia en el Consejo de Indias de José de Gálvez (1776-
1787), la Corona española lleva adelante grandes reformas político-administra
tivas en sus colonias americanas, con impulso, masividad y coherencia, no vistos
desde la época de las reformas toledanas a finales del siglo XVI.
Estas reformas, que ya habían comenzado dentro de la propia Península Ibé
rica con la llegada de los Borbones al trono de España a inicios del siglo, sólo se
empiezan a aplicar tímidamente en América durante el reinado de Fernando VI
(1746-1759), una vez que el final del asiento inglés de esclavos en 1748 y el tra
tado de límites con Portugal en 1750, despejan el horizonte de conflictos euro
peos inmediatos.
Pero sólo a la muerte de este último monarca y con la ascensión al trono de
Carlos III, las reformas adquieren el ritmo y la coherencia que permiten hablar
de un verdadero plan de conjunto para transformar las estructuras de poder im
perantes en América durante casi dos siglos.
¿ Este intento de transformación política era, en realidad, parte y condición
previa de reformas más amplias, que buscaban consolidar los límites y la seguri
dad del Imperio, promover el crecimiento económico español y asegurar a la Co
rona un volumen creciente de ingresos fiscales, para permitirle recuperar su ran
go en el mundo.
No nos ocuparemos aquí de estas reformas económicas, militares, religiosas
y fiscales, pero resultaba claro para la Corona y para todos los impulsores inte
lectuales de aquéllas que a fin de reorganizar la economía, cobrar mejor y más
impuestos, defender el territorio, terminar con el contrabando y disciplinar a la
población de las colonias, era menester primero realizar, una profunda reforma
político-administrativa en América, fortalecer el aparato estatal, instalar en el
mismo a funcionarios honrados y fieles, terminar con la corrupción generalizada
y con la influencia de las elites locales en la administración.
Nuestro objetivo será entonces analizar las transformaciones de las estructu
ras del poder en Hispanoamérica a lo largo del siglo XVIII y, en particular, la in
cidencia de las reformas políticas realizadas por los Borbones en la segunda mi
252 JORGE GELMAN
tad del siglo. Nos centraremos para ello en el ámbito de la administración del
Estado, en la constitución de las elites americanas y en su relación cambiante
con las estructuras del poder a lo largo del siglo. Esta doble aproximación al
problema, Estado-elites locales, parte de la concepción de que la estructura del
poder y las definiciones políticas en América no eran sólo el resultado de la vo
luntad de la Corona y sus ministros metropolitanos, sino de la combinación de
la misma con los factores de poder de las colonias, los propios funcionarios y so
bre todo, las poderosas elites locales.
Conocemos hoy bastante bien cómo funcionaban las estructuras del poder en
América antes de las reformas borbónicas. Aunque la mayoría de los estudios rea
lizados al respecto versan sobre el siglo xvu, para dar luego un salto a la segunda
mitad del xvm, los pocos trabajos que han incluido la primera mitad de este últi
mo siglo nos lo muestran como un período donde se mantienen y aun se acentúan
ciertos rasgos del anterior1.
El historiador británico D. Brading resume lo que sabemos sobre el poder
antes de las reformas con una frase contundente: «... en cada provincia del Im-^
perio, la administración había llegado a estar en manos de un pequeño aparato
de poder colonial, compuesto por la elite criolla —letrados, grandes propieta
rios y eclesiásticos—, unos pocos funcionarios de la Península con muchos
años de servicio y los grandes mercaderes dedicados a la importación. Prevale
cía la venta de cargos en todos los niveles de la administración» (Brading,
1990).
Los estudios sobre distintos ámbitos de la administración le dan plenamente
la razón. Si tomamos el caso de las Audiencias, la mayor instancia judicial en
América, sabremos que entre 1687, en que se empiezan a vender los cargos, y
1750, se nombran 138 criollos y 157 peninsulares. La mayoría de los primeros
había comprado el cargo y se destacaban los miembros de la elite limeña, que ha
bían instalado oidores no sólo en la Audiencia de Lima, sino en muchas otras. A
su vez, una gran pane de los peninsulares que figuraban en esta institución estaba
fuertemente ligada a las elites locales (por matrimonio, compadrazgo, transaccio
nes económicas, etc.), con lo cual la influencia de estos sectores era ampliamente
mayoritaria (Burkholder y Chandler, 1977; Phelan, 1972; Campbell, 1972)
Algo parecido sucede en el resto del aparato estatal. Dejando a un lado los
cabildos, la instancia más baja del poder en las ciudades, que de partida —y así
fueron pensados— eran una virtual representación de las elites urbanas, encon
tramos una situación similar en el caso de los corregidores de indios o alcaldes
mayores. Estos funcionarios, impuestos por la Corona a finales del siglo xvi
para limitar el poder de los encomenderos, organizar la explotación de la pobla
ción indígena en beneficio del conjunto de los colonos españoles y de la Corona
—aunque también se suponía que para defenderlos frente a las excesivas preten
ciones de los primeros— se convierten, por su papel de bisagra en una pieza cla
ve del sistema colonial. Muy pronto las elites procurarán influir sobre estos fun
cionarios para acceder más fácilmente a la mano de obra indígena y sobre todo,
desde la segunda mitad del xvn, para convertir a esa población en un mercado
cautivo, donde colocar mercancías, en cantidades y condiciones que el corregi
dor podía imponer por su posición de fuerza. Esta aspiración de las elites se va a
ver favorecida porque desde 1678 se empiezan a vender oficialmente estos car
gos, con lo cual los sectores más adinerados de las colonias tendrán la posibili
dad de adquirirlos directamente (Tord, 1974; Moreno Cebrián, 1977; Larson y
Wasserstrom, 1982; Hamnett, 1977).
También conocemos bastante bien el caso de los oficiales de real hacienda,
en el período prcborbónico y así podríamos seguir enumerando (Andrien, 1985).
(Esta amplia influencia directa e indirecta de las elites sobre el poder se va a
manifestar de manera evidente en el desarrollo a gran escala de actividades, no
siempre legales, amparadas por el Estado y que favorecían a estos sectores.
Ya hemos mencionado el caso de los «repartos de mercancías* que impo
nían los corregidores a los indígenas, repanos que adquieren tal magnitud en la
primera mitad del siglo XVIII, que la Corona se verá forzada a legalizarlos en
1754, para tratar de limitarlos y a la vez obtener algún provecho de ellos.
r Otro fenómeno que se desarrolla a gran escala es el contrabando, que parece
¡ ser de lejos la principal forma de comercio exterior americano en el siglo XVII y
la primera mitad del siguiente (Morineau, 1985).
y- De estas y otras razones se derivaba que la Corona perdiera progresivamente
el control directo de la situación colonial y que se redujera también la recauda
ción fiscal, recaudación que por otra parte se delegaba cada vez más en particu
lares, a quienes se arrendaba el derecho a percibir los impuestos’a cambio del
pago de sumas fijas.
Toda esta situación ha llevado a algunos autores a plantear que el grado de
control de las elites locales sobre el aparato del Estado, la generalización de la
corrupción y el no respeto a la legislación real, permiten hablar de la existencia
en los hechos de una primera independencia americana en el siglo XVII y la pri
mera mitad del xvm (Lynch, 1964-1969; Muro Romero, 1987)2.
Esta idea parte de una vieja concepción de la historiografía americanista que
consideraba al Estado implantado por la Corona en América como una entidad
fuertemente centralizada, que excluía la participación de los factores de poder
local (Haring, 1949). De esta manera, la presencia de estos últimos y el desarro
llo de la corrupción serían una aberración del sistema, cuya magnitud en este pe
ríodo lo pondría francamente en crisis.
Í la que cada miembro era parte de un engranaje con peldaños sucesivos, sino que
aparecían todos vinculados directamente al monarca (quien, en última instancia,
era el responsable de los nombramientos y a quien todo funcionario podía recu-
i rrir en caso de conflicto con otros funcionarios) y con poderes imprecisos, que
I permitían gran flexibilidad, ambivalencia y negociación a todos los niveles.
Este sistema de gobierno se apoyaba, según lo define un estudio reciente, en
una «matriz filosófica» que lo justificaba (MacLachlan, 1988). El origen del po
der del monarca era divino, pero por lo mismo tenía límites, ya que debía gober
nar con amor y protección hacia sus súbditos y debía conseguir cierto consenso,
lo cual admitía la negociación con los subordinados. En la relación monarca-
súbditos primaba la lealtad sobre el cumplimiento estricto de las órdenes reales.
En este sentido, la famosa fórmula «se acata pero no se cumple», empleada una
y mil veces por los funcionarios para salvar la lealtad al Rey y no aplicar una
real orden, era algo consagrado por las ideas imperantes y aun por la misma le
gislación de Indias.
En esta línea de interpretación, la corrupción se puede entender, no como
una aberración del sistema o un conjunto de excesos, sino como uno de los me
dios privilegiados del sistema para permitir esta búsqueda de equilibrio entre in
tereses a veces contradictorios, salvando a la vez la autoridad del monarca. La
corrupción era una verdadera válvula de escape a las contradicciones del siste
ma, e incluso algunos autores consideran que éste sólo funcionaba gracias a ella
(Moutoukias, 1988).
3. Los'trabajos más importantes en este sentido fueron: Eisenstadt, 1963; Sarfatti, 1966; y
Phclan, 1967, donde no sólo se avanza en una nueva concepción teórica del Estado colonial, sino
que se aplica en el estudio de un caso concreto. Sólo muy recientemente se han dado algunos pasos
significativos en esta nueva interpretación del Estado colonial, ver por ejemplo Pietschmann, 1982
y 1987.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO HISPANOAMÉRICA 255
DIAGNÓSTICO Y CURA
4. Por ejemplo, se pueden citar en la temprana década de 1620 las ideas del conde duque de
Olivares, que parecen preludiar, con 150 años de anticipación, las medidas que se tomarían sobre
todo bajo Carlos III. Claro que la situación en los ámbitos de poder español era muy diferente, y el
Consejo de Indias desoyó las propuestas de Olivares. Ver toda esta discusión en Phelan, 1967: 157-
159, 221 y ss.
258 JORGE GELMAN
quitándoles atribuciones a los cargos que eran más difíciles de controlar, como
los virreyes (a través de los superintendentes, por ejemplo).
Los estudios recientes sobre la composición del aparato estatal en este período
coinciden en señalar un hecho irrefutable: si antes de las reformas todas las instan
cias de la administración estaban controladas por funcionarios criollos, miembros
de las elites locales, o por funcionarios peninsulares con muy estrechos vínculos
con aquéllos, en la segunda mitad del siglo xvm, empiezan a predominar clara-l
mente los «hombres nuevos», peninsulares, funcionarios asalariados y de carrera.*
Esto sucede tanto en las audiencias como en las intendencias que reemplazan
a los corregidores y alcaldes mayores, así como en las nuevas instituciones fisca
les y los monopolios del Estado (Lynch, 1964-1969; Fisher, 1970; Barbier,
1980; Arnolds, 1988; Brading, 1973a; Wortman, 1982; Socolow, 1987).
Aunque no todos los autores coinciden en la interpretación de lo que signifi
ca la instalación de estos nuevos funcionarios peninsulares, todos señalan esta
transformación radical en quienes serán los nuevos encargados de llevar las rien
das del Estado. Esta vasta ofensiva, que algunos autores no dudaron en calificar
de «reconquista» española de América, hoy puede sin embargo interpretarse de
otra manera y aun es posible matizar ampliamente la extensión de sus resultados
(Brading, 1971b)5.
Si el diagnóstico que formulaban los reformistas metropolitanos de lo que
sucedía en América hasta mediados del siglo xvm parece correcto (corrupción
generalizada, excesivo poder de las elites, etc.), el análisis de sus causas era limi
tado y, por ende, las soluciones propuestas buscarán atacar los problemas evi
dentes, sin tener en cuenta fenómenos estructurales de la sociedad colonial, ni
las resistencias que generarían los intentos reformadores.
Las reformas borbónicas, por un lado, significan cambios importantes en la
concepción de la monarquía y el Estado en España y América. El poder real deja
de aparecer como esencialmente de origen divino y paternalista, para asociarse
más directamente a los resultados materiales y económicos que consiguiera para |
sus reinos. Desde este punto de vista, la Corona se hacía más terrenal y suscep- /
tibie de ser juzgada por los resultados obtenidos (MacLachlan, 1988). Para con- 1
seguir los objetivos materiales que se proponía, era necesario transformar la
estructura del Estado, convirtiéndolo en una institución centralizada, con estruc
tura jerárquica, cuyos funcionarios, ateniéndose a normas estrictas, aplicasen las
medidas ordenadas para promover el crecimiento económico, recaudar más im
puestos, etc.
jp'Este nuevo sistema desconocía la necesidad de lograr el consenso político
con los súbditos y destruía la flexibilidad del sistema anterior, que se había mos
trado capaz durante dos siglos de absorber tensiones y resolver conflictos.
Como señala un autor, las reformas borbónicas desconocían de esta manera
la «constitución no escrita», que había regido por mucho tiempo la vida de las
colonias y, por lo tanto, no preveían las resistencias que iban a generar (Phelan,
1978 )6. Estas resistencias tenían que ver, por una parte, con la larga tradición de
negociación y participación de las elites locales en el poder, y por otra con ele
mentos estructurales de la economía y la sociedad coloniales, que la legislación
difícilmente podía cambiar. Un ejemplo evidente de esto último es el problema
de los corregidores y los «repartos de mercancías», que las reformas pretendie
ron suprimir. La Corona anuló el cargo de corregidor, prohibió los repartos,
nombró a los intendentes, y, sin embargo, los repartos continuaron, con mayor
o menor intensidad, según los casos7.
Al mismo tiempo, como decíamos, las soluciones propuestas para ciertos
problemas van a incidir sólo sobre las causas aparentes, dejando intactos los
problemas de fondo y a veces sin proporcionar los medios necesarios ni siquiera
para esas soluciones limitadas. Así, por ejemplo, van a suprimir la venta de los
cargos y van a nombrar funcionarios peninsulares en todas las instancias posi
bles de la administración; sin embargo no van a lograr erradicar totalmente la
corrupción, ni la influencia de las elites.
Esto se debió, en parte, a que no suministraron los medios para promover la
fidelidad y honradez de los nuevos funcionarios, garantizándoles medios de vida
adecuados a su categoría y función. Los salarios que cobraban distaban en gene
ral de satisfacer sus necesidades, debían seguir pagando altas fianzas para poder
ejercer el cargo, etc. Incluso algunos funcionarios importantes —como es el caso
de los subdelegados—, que bajo la supervisión de los intendentes debían reem
plazar de hecho a los corregidores y alcaldes mayores, no cobraban salario di
recto, sino un porcentaje de lo recaudado entre la población indígena, con lo
cual se mantuvieron propensos a continuar las prácticas de los funcionarios que
venían a reemplazar (Salvucci, 1983)8.
Por otra parte, la ecuación criollos=corrupción/ peninsulares=honradez iba a
resultar errónea, y los medios de las elites para influir sobre el aparato del Esta
do no pasaban únicamente por colocar a sus miembros directamente en el mis
mo. De hecho, el medio más importante parece haber sido (y se refuerza después
de que las reformas dificulten el acceso directo a la administración) la incorpora
ción de los funcionarios a la elite. A través de formas que ya mencionamos,
como el matrimonio, ios lazos económicos, etc., las elites van a conseguir en mu
chos casos mantener una fuerte influencia en el Estado y, en algunos casos, aún
superior al período pre-borbónico (Kicza, 1986; Arnold, 1988; Socolow, 1987;
Barbier, 1980).
9. A esto contribuye también la muerte, en 1787, del influyente y militante secretario de In
dias, José de Gálvez.
10. Esta evolución en los nombramientos se puede ver en las audiencias, donde los criollos re
cuperan un nivel del 30% entre 1778 y 1808. Ver Burkholdcr y Chandler, 1977.
11. En este apartado no citaremos la bibliografía para cada caso, ya que, salvo algunas excep
ciones que referiremos, es la citada anteriormente.
12. Ya nos referimos al levantamiento neogranadino de 1781, que va a culminar con impor
tantes concesiones de la Corona, como bajas de impuestos, no implantación de las intendencias, etc.
Sobre el caso de Quito ver A. McFarlane, 1989, donde se analiza una importante rebelión de 1765,
262 JORGE GELMAN
• policlasista», pero en la cual parece jugar un papel importante la resistencia del «patriciado local»
a las reformas.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: HISPANOAMÉRICA 263
13. Sobre la situación de Lima ver Haitin, 1983, quien no está de acuerdo con Flores Galindo,
1984 en su imagen pesimista de la situación del comercio y las elites limeñas a finales del periodo co
lonial. En esto Haitin coincide mas bien con Fishcr, quien había mostrado que este sector se benefi
cia del boom minero tardío y logra también continuar con los repartos de mercancías.
14. Otros casos no referidos a capitales virreinales, aunque sí a centros comerciales y/o mine
ros, en donde se detectaron los mismos comportamientos y se puso en cuestión la validez de la dico
tomía criollos-peninsulares, por ejemplo: Colmenares, 1983; Lindley, 1983; Webrc, 1989; McKin-
ley, 1985; etc.
264 JORGE GELMAN
ALGUNAS CONCLUSIONES
A lo largo de este trabajo hemos visto cómo las reformas borbónicas intentan al
gunos cambios importantes en las estructuras de poder en América. Sin embar
go, abordando algunas causas aparentes de la corrupción y el poder de las elites
locales, no llegaron a cuestionar las razones más profundas que las explicaban.
Unas y otras generan resistencias, a veces violentas, a veces —quizás más exito
sas— de fondo, que a la larga hacen naufragar muchos éxitos iniciales de los re
formadores. En diversos lugares, las reformas generaron frustación —algunos
autores hablan de alienación— en las elites, cuyas consecuencias se harán paten
tes unas décadas más tarde.
4- Con todo, es llamativo que precisamente en los lugares donde menos resis
tencia aparente hubo contra las reformas, y donde más provecho sacaron las eli
tes de los cambios, fue justamente donde éstas encabezaron más decididamente
el movimiento revolucionario, ante la caída del poder real en la metrópoli. Pro
bablemente esto se explique porque en estos lugares, lás reformas generaron po
der y expectativas para las elites, que luego no se vieron colmadas.
Al mismo tiempo, la realidad parece haber confirmado la tesis de que sólo la
flexibilidad y no la autoridad podía salvar al Imperio. Una prueba de esto puede
ser que los altos funcionarios borbónicos que mejor se adaptaron a la situación
colonial, se aliaron a las elites locales, y defendieron la continuidad del sistema
ante la crisis metropolitana, mientras que los funcionarios bajos, honrados y fie
les al ideal borbónico, pero frustrados por los bajos sueldos, la falta de perspec
tivas de promoción y ¡as propias incongruencias de la Corona, parecen haber
apoyado más decididamente el cambio (Socolow, 1987).
Los Borbones no comprendieron que si el Imperio había sobrevivido tanto
tiempo, había sido gracias a ese viejo sistema de gobierno donde todo se podía
negociar, donde la corrupción era un arma para garantizar el equilibrio de inte
reses y el apoyo de las elites. Claro que los Borbones se preguntarían de qué les
servía la longevidad de un Imperio, si de él apenas podían sacar un mísero pro
vecho material. Y sin lugar a dudas, las reformas les permitieron incrementar
sustancialmente los beneficios materiales que obtenían de las colonias. Pero tam
bién es cierto que con esta nueva política, contribuyeron a que estos beneficios
perduraran sólo por corto tiempo.
12
El tema centra! de este capítulo se desarrolla segmentado según tres tempos históri
cos: el de la historia político-administrativa lusobrasileña de la primera mitad del
siglo XVIII; el de las reformas del despotismo ilustrado, entre 1750 y 1808, y el de la
recepción de las reformas en la Colonia —por la burocracia real y las elites colonia
les—. Por lo tanto, de la historia del Brasil colonial en el siglo xvm no se incluyen
en este capítulo la historia económica y financiera y el sistema fiscal, las institucio
nes religiosas y militares, las guerras y la diplomacia, ni la historia sociocultural.
Por otra parte, se incluyen la estructura y el funcionamiento del aparato político-
administrativo, las reformas ilustradas de la administración, las estructuras de po
der vigentes en la colonia cuando las elites locales aceptaron dichas reformas.
A mediados del siglo xvn, en la época del reinado de José I, la Corona por
tuguesa aplica un conjunto de reformas en el ámbito de la sociedad y el Estado
tanto en la metrópoli, como en las colonias de Ultramar. El carácter ilustrado de
este reformismo está inscrito en su objetivo más general: conciliar las reformas,
imprescindibles para una modernización impostergable, con la necesaria preser
vación del orden político y social típico del Antiguo Régimen. Tales reformas se
rían conocidas como reformas pombalinas, dado el papel decisivo desempeñado
en ellas por Sebastiao José de Carvalho e Meló, secretario de Estado y futuro
marqués de Pombal (1770). Durante casi dos siglos, la historiografía vinculó es
trechamente ese reformismo ilustrado a las ideas y acciones del propio Carvalho
e Meló, dividiéndose los autores entre los defensores/admiradores y los acusado-
res/detractores del ministro de José I (Rodrigues, 1947).
Sin embargo, a partir de los años cincuenta del siglo actual sobreviene una
continua revisión histórica que tiende a relativizar, e incluso desmitificar, tanto
el carácter pombalino como ilustrado atribuidos al período josefino. Se atenúan
también las supuestas rupturas radicales de este período en relación con el ante
rior —reinado de José V— y se hacen patentes las continuidades en relación con
el reinado de María I (Nováis, 1976).
266 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON
En la primera mitad del siglo xvm, Portugal constituía una de las sociedades euro
peas típicas del Antiguo Régimen, sociedad de estados y Estado monárquico abso
lutista (Godinho, 1971). El imperio portugués de Ultramar comprendía entonces
el reino metropolitano y las conquistas de Asia, África y América (Boxer, 1981).
La América portuguesa representaba desde hacía ya bastante tiempo la parcela
más rica y extensa de ese Imperio e incluía, para efectos político-administrativos,
dos Estados: el de Brasil, cuya capital era la ciudad de Salvador, en Bahía, y el de
Marañón (y Gráo-Pará), con sede en San Luis, en Marañón.
La política metropolitana de extensión y afirmación del poder real sobre los
dominios americanos de la Corona portuguesa, una constante desde la creación
del Gobierno general, en 1549, se intensificó a partir de las dos últimas décadas
del siglo xvn. Un ejemplo de esto es la multiplicación de las capitanías de la Co
rona y el debilitamiento de las capitanías hereditarias, en poder de propietarios
privados (Guedes, 1962).
La formación de las estructuras político-administrativas coloniales se carac
terizó, desde sus primeros pasos, por la definición de dos instancias administrati
vas: la metropolitana y la colonial. Los órganos superiores, con sede en Lisboa,
formulaban directrices y tomaban decisiones sobre la administración colonial y
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 267
poseían, incluso, competencia para decidir, juzgar y atender los recursos, solici
tudes y consultas que les dirigían las autoridades y los particulares establecidos
en América (Lobo, 1962). La instancia colonial comprendía los órganos y agen
tes político-administrativos de la Corona instalados en territorio americano. Di
cho conjunto de instituciones y personas se subdividió progresivamente en su
bestructuras definidas según dos criterios principales: el de la naturaleza de las
funciones y el de la jerarquía geopolítica.
El criterio funciona) dividía la administración de la colonia en sectores o es
feras correspondientes al gobierno civil y militar, justicia, hacienda, religión
(fuera de este capítulo). El segundo criterio conducía a la existencia de tres nive
les o instancias político-administrativas: el superior, o general; el intermedio o
regional , correspondiente a las capitanías; el inferior, o local, de las villas y ciu
dades. En la práctica, sin embargo, se producía el entrecruzamiento de sectores e
instancias, pues en cada uno de éstos había órganos y agentes de diversos secto
res. Aunque la política de la Corona diera prestigio, en general, al gobierno civil
y militar, en cada nivel se enraizó la tendencia de los agentes judiciales y hacen
darlos coloniales a entenderse directamente con sus superiores del mismo sector,
en la colonia y en la metrópoli, con lo que hacían caso omiso y entraban en con
flicto con las autoridades civiles y militares de su propia instancia. Querellas y
disputas entre órganos y agentes coloniales a propósito de ios más diversos pro
blemas administrativos o debido a las rivalidades personales constituyen fenó
menos recurrentes en la colonia y materia obligatoria de la respectiva historio
grafía (Cunha, 1960; Boxer, 1962; Schwartz, 1973).
A finales del siglo XVH y comienzos del xvm destacan tres tendencias políti
co-administrativas: la reorganización de las capitanías de la Corona, el creci
miento del aparato burocrático y el recorte de la autonomía municipal. Las capi
tanías de la Corona fueron reagrupadas, poco a poco, en dos categorías:
generales y subordinadas. Las generales eran: Bahía, Río de Janeiro (1698), Sao
Paulo y Minas do Ouro (1709), Pernambuco (1715), todas en el Estado del Bra
sil. Bajo la autoridad de gobernadores capitanes generales esas capitanías inclu
yeron en su jurisdicción las capitanías subordinadas limítrofes, dirigidas por go
bernadores capitanes mayore (capitáes-mores, autoridades que en una ciudad o
villa comandaban la milicia denominada ordenanzas). En realidad, se debilitaba
a los gobernadores generales (futuros virreyes) y se agravaba la rivalidad entre
capitanes generales y capitanes mayores (Mauro, 1987).
La ampliación del aparato burocrático fue más bien una medida impuesta a
la metrópoli y no algo que ésta deseara. Una consecuencia de la expansión física
del territorio de la colonia, sobre todo del rápido crecimiento de la extracción de
oro y diamantes en Minas Gerais, Goiás y Mato-Grosso. La ocupación y defensa
del territorio, así como la imposición del orden y la cobranza de los derechos de
la Corona sobre la producción del metal precioso y los diamantes, hicieron urgen
te la implantación de villas, como forma de asegurar la presencia de la autoridad
real y hacer efectivas la justicia real y la recaudación de los quintos1. Se crearon
1. Sobre esta cuestión, al mismo tiempo administrativa, fiscal y económica, véase Pinto, 1979;
268 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON
Prado, 1957: 172 («En realidad, sólo interesaba el quinto que fuese pagado, por las buenas o por las
malas; el resto no tenía importancia»); Lobo, 1962: 385-392; Russell-Wood, 1987.
2. «A pesar de la semejanza en el origen, en el nombre y en ciertas funciones, el corregidor de
Castilla no se puede igualar al de Portugal. Los corregidores españoles ejercían mayor control políti
co sobre el gobierno municipal que sus colegas portugueses. Más aún, ciertas funciones fiscales del
corregidor español no eran ejercidas por el corregidor portugués; eran más bien competencias del
proveedor. Los corregidores portugueses eran casi siempre jueces, mientras que en España, algunas
veces, eran empleados militares... Con todo, había semejanzas notables y en ambos países el corregi
dor representaba una extensión de la autoridad real y central» (Schwartz, 1973).
3. Sin embargo, no existe consenso entre los historiadores respecto de la amplitud, eficacia y
significación de tales medidas. Véanse Schwartz, 1973, 205-206; Lobo, 1962: 393-398.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 269
ral, para garantizar los cobros y arriendos de los derechos y tributos debidos a la
Real Hacienda. Además, era competencia de los agentes reales controlar el acce
so a las minas (de hombres —colonos y esclavos—, animales y mercancías traí
das de otras regiones de la colonia y el exterior), especialmente los passagens de
los ríos, tanto para cobrar derechos de entrada y de salida, como para impedir la
evasión de oro por contrabando (Russell-Wood, 1987).
Ante estas exigencias, comprimida entre las órdenes e instrucciones de la me
trópoli y las dificultades materiales y humanas existentes en la colonia, la admi
nistración apenas realizó lo posible. Se instalaron en las regiones mineras autori
dades civiles y militares; se crearon nuevas comarcas para la administración de
justicia; y se establecieron numerosos órganos de la Real Hacienda. No obstante,
toda ejecución quedó siempre muy por detrás de las necesidades percibidas por la
metrópoli. La tradicional contradicción inherente a la administración colonial
—escasez de medios disponibles en comparación con el carácter ambicioso de los
fines— alcanzó entonces su auge (Russell-Wood, 1987: 233 y 240).
Sin embargo, hay que tratar de entender en términos relativos y no absolutos
esa contradicción entre los medios y los fines. A fin de cuentas, al período joanino
no le faltan ejemplos de gastos suntuarios de la Corona portuguesa (Hespanha,
1993). Más que con la escasez real de medios, la administración colonial tropieza
entonces con dos prácticas tradicionales de la metrópoli: la parsimonia en los gas
tos y la transferencia a los colonos de buena parte de los gravámenes político-admi
nistrativos. Así, incluso durante el auge de la producción de oro y diamantes, cuan
do las flotas salían de Río de Janeiro cargadas de metal precioso, eran frecuentes las
quejas y solicitudes de los agentes reales a propósito de la escasez de los recursos de
que disponían para dar cumplimiento a las decisiones de la metrópoli4.
Cuando el reinado de Juan V se aproximaba a su término, en la década de
1740, la Idade de Ouro do Brasil (Boxer, 1962) también llegaba a su fin. Los
primeros síntomas de la disminución de la producción aurífera, la depresión que
afecta a los precios del azúcar y otros productos de exportación, confieren a esa
antevíspera del reformismo ilustrado un carácter sombrío. Es entonces cuando
se agravan también los problemas de la administración colonial (Maxwell,
1963: 68-69) y la vieja disyuntiva de los agentes de la Corona parece insoluble:
asegurar el cumplimiento de las directrices político-administrativas dictadas por
la metrópoli, ni comprometer sustancialmente el flujo de rentas pertenecientes al
tesoro real. A fin de cuentas, las finanzas del Estado dependían cada vez más de
esos recursos para atender los gastos de la monarquía5. Hacer frente a la crisis
vendría a ser una de las primeras tareas del reformismo ilustrado.
6. Véase, a título de ejemplo, las divergencias entre Silva (1987: 245-246) y Wehling (1986)
frente a las críticas de Alden (1987: 333) y Maxwell (1963) a la figura de Martinho de Meló c Castro.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO; PORTUGAL Y BRASIL 271
ción con sus agentes de la colonia fue mantenerlos en estado de casi permanente
inseguridad en cuanto al ejercicio de sus poderes y atribuciones. En efecto, es
bastante curioso el contraste entre las minucias (detalles,/ de los regimentos y las
instru^óes y las indefiniciones de competencias y jerarquías generadoras de cons
tantes querellas y conflictos entre las autoridades coloniales. El recelo de los
agentes reales de desagradar a sus superiores, las dudas frente a situaciones im
previstas, o mal definidas, en sus instrufdes, se traducen en infinitas postergacio
nes, recursos a Lisboa y abuso del arma burocrática por excelencia, el papelorio
(papeleo). De este modo, la Corona se imponía como mediadora e instancia su
prema, e instauró, como norma, el equilibrio del desasosiego entre sus agentes
.
en la colonia1011
En comparación con esta tradición, las reformas pombalinas significaron
una vigilancia más estrecha sobre órganos y agentes de la administración colo
nial por medio de constantes recomendaciones, advertencias y castigos, ya se
tratara de la fiscalización de ingresos y gastos, o de los deberes de los jueces-oi
dores. Hubo un esfuerzo serio destinado a racionalizar los procedimientos admi
nistrativos y modernizar los cuadros burocráticos. Con todo, tales objetivos
enfrentaron a tres fuerzas de resistencia: la tradición arriba mencionada, la insu
ficiencia crónica de recursos financieros y humanos, y las elites locales.
Los resultados quedaron muy por debajo de los objetivos. La justicia real
continuó siendo escasa, insuficiente, cuando no inexistente en vastas áreas. Los
jueces-oidores de las comarcas continuaron siendo pocos, sobrecargados de res
ponsabilidades, mal remunerados y, a menudo, expuestos a las presiones de
otras autoridades civiles y militares, así como de los poderosos locales. Algunos
de esos jueces, en compensación, destacaron por sus actitudes arbitrarias y auto
ritarias, y notoria venalidad1’.
El sector hacendístico modernizó los procedimientos de contabilidad de los
ingresos y los gastos, sobre todo de la recaudación de impuestos y tributos. No
se procedió, sin embargo, a una racionalización de las fuentes de ingresos. Las
crónicas restricciones financieras condujeron al sensible aumento de la carga tri
butaria y la consecuente presión fiscal sobre los colonos. Esta austeridad fiscal se
agravó aún más debido a frecuentes gastos extraordinarios impuestos por aper-
tos militares y calamidades públicas12. Así, a pesar de las buenas intenciones, se
10. En este sentido funcionaban diversas prácticas, tales como: el carácter temporal de los al
tos cargos; la posibilidad de ser depuesto en cualquier momento; la devassa, o juicio de residencia,
obligatorio para todo administrador que pasaba un cargo a su sucesor; las competencias mal defini
das entre las diversas funciones; la lentitud de la metrópoli para tomar decisiones y disminuir los
conflictos entre los órganos y agentes de la administración; la amenaza de ser llamado a Lisboa para
presentar explicaciones o defenderse de acusaciones (Alden, 1968, 471 y n. 101).
11. Sobre los jueces-oidores véanse Avellar, 1970: 73-74; Leonzo, 1986: 319; Wehling, 1986:
159-164. Acerca de las correifóes de los jueces-oidores y juizes-de-fora, véanse Avellar, 1970: 74-75;
Leonzo, 1986: 319-320; Alden, 1968: 432; Wchling, 1986: 53-54; Silva, 1987: 258-259.
12. Sobre la reforma hacendística véanse Lobo, 1962: 508-509; Bellotto, 1986: 281-282; Sil
va, 1987: 287; Alden, 1968: 280-293; Avellar, ¡970: 58 y 67. Sobre los problemas de los ingresos
coloniales —multiplicidad, estimaciones— y los gastos, inclusive los extraordinarios, véanse Alden,
1968: 298-311; 332 y 333; Bellotto, 1986: 283-284 y 287-288; Avellar, 1970: 58-59; Wehling,
1986: 126-129 y 134-135.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 275
mantuvo el sistema de contratos reales (Lobo, 1962: 512-528 y Ellis, 1982: 97-
122) y la remuneración de los agentes de la administración siguió siendo preca
ria, cuando dependía del tesoro real, o sujeta a abusos, cuando se obtenía de los
usuarios, en el caso de los oficios vitalicios (Silva, 1987: 258-259; Bellotto,
1986: 266-267; Russell-Wood, 1987: 207-208).
Por último, hace resaltar la conocida lucha contra los abusos y la corrupción
de los agentes burocráticos, los denominados vicios de la administración colo
nial. Tales designaciones representan una gran dificultad para el historiador,
pues la historiografía confunde tres perspectivas muy diferentes: la de los pro
pios colonos frente a la administración lusa; la de las autoridades metropolita
nas en relación con los comportamientos de sus propios agentes y la de los histo
riadores empeñados en juzgar anacrónicamente, según sus propios principios,
las realidades coloniales (Prado, 1957: 256 y 311-312; Bellotto, 1986: 285-286;
Avellar, 1970: 81-83; Lobo, 1962: 506). Se sabe que abusos y corrupción pose
en significados diferentes según que su denuncia parta de las víctimas —los colo
nos— o de Lisboa, pues en este último caso, el criterio de definición es otro: los
perjuicios causados a la autoridad real y a sus rentas por las prácticas fraudulen
tas de algunos de sus agentes. Pero constituían también vicios administrativos,
desde el punto de vista de la metrópoli, ciertos tipos de relaciones bastante co
munes entre autoridades o agentes de la administración y las elites locales, enca
rándose ahora tales relaciones como formas de tolerancia o de connivencia ina
ceptables en términos de los intereses de la Corona (Lobo, 1962: 494; Bellotto,
1986: 263-265; Schwartz, 1973).
Para concluir este período, cabe destacar la considerable distancia entre el
diseño de las reformas pombalinas que se desprende de los textos oficiales y su
aplicación efectiva. Es preciso revisar el viejo mito de un absolutismo no realiza
do hasta 1750 y que se habría concretado plenamente gracias a los esfuerzos
centralizadores de Pombal, con el refuerzo sistemático del poder real en la colo
nia llevado a cabo por él. Además de esta revisión hay nuevos interrogantes a los
que la investigación histórica debe responder: ¿hasta qué punto, o en qué senti
do, las reformas ilustradas fueron percibidas como tales por las elites coloniales?
¿En qué medida dichas reformas significaron, para los colonos, solamente más
explotación y tiranía?
13. Apropriafáo do público pelo privado, tema obligatorio de la historiografía colonial que
tendría en los oficios y en sus oficiáis una de las manifestaciones más típicas y persistentes (F. Sch-
wartz, 1987: 142; Duarte, 1966; Frcyrc, 1971; Holanda, 1973).
14. Ha sido recientemente cuando el tema ha recibido mayor atención, fuera del tratamiento
político-jurídico tradicional. Véanse Anais 1 Coloquio de Estudos Históricos Brasil-Portugal, 1994;
Omegna, 1961; Reís Filho, 1968.
280 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON
PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS
del período colonial brasileño, siendo frecuentemente sustituida por juicios ge
néricos sobre la racionalidad de la administración colonial, lo lógico o ilógico de
sus prácticas, y la eficiencia y honestidad de los agentes burocráticos. En este as
pecto, el sesgo telcológico de algunas interpretaciones pone el contrapunto a los
juicios de valor que permean muchas de las obras narrativo-descriptivas.
El tratamiento del material discursivo tropieza habitualmente con dos obstá
culos: la ilusión de la transparencia del sentido y el silencio u ocultación de la re
cepción colonial. El obstáculo de la transparencia, cuando se ignora, está en la
propia raíz del equívoco más frecuente sobre las reformas: el de tomarlas única y
exclusivamente según el sentido constante de su propio enunciado, aceptando
como evidentes las justificaciones y los objetivos presentes, comenzando por el
propio carácter ilustrado que en ellos se atribuye a las reformas.
La transparencia, como obstáculo, conduce, sin embargo, a un grave error, al
mismo tiempo que deja en la oscuridad dos problemas esenciales: 1) la posibilidad
de diferentes lecturas de los discursos supuestamente ilustrados de la metrópoli, o
sea, de la producción de efectos de sentido no necesariamente acordes con ese ca
rácter ilustrado; 2) la necesidad de abordar la retórica de los discursos ilustrados
en cuanto retórica y su diferencia en relación con las reformas propiamente di
chas, respecto de las cuales dicha retórica es sólo un instrumento de legitimación.
El segundo obstáculo —del silencio o la ocultación de la recepción colo
nial— deriva, en cierta manera, del anterior, pero también lo supera. Deriva en
la medida en que, como se vio, incluye la cuestión de las lecturas del discurso
ilustrado de la metrópoli y de sus portavoces de la Colonia por parte de los dife
rentes sectores o segmentos de las elites coloniales. Lo supera, sin embargo, al
cuestionar desvíos teórico-metodológicos y revelar lagunas de la investigación
histórica que, en conjunto, oscurecen el conocimiento más concreto, tanto de los
órganos político-administrativos —su estructura y funcionamiento en diferentes
tiempo y lugares—, como de los agentes del poder real —sus orígenes sociales,
formación cultural y profesional, vínculos profesionales y sociales, comporta
mientos sociales y actitudes mentales.
El hecho de que la historiografía haya tomado como principio interpretati
vo, la mayoría de las veces, la oposición entre Estado y sociedad en términos di-
cotómicos imposibilitó otras perspectivas que no fueran las del conflicto para el
estudio de la historia político-administrativa colonial. Como consecuencia ocu
rrió, de hecho y por mucho tiempo, la exclusión o extinción de la propia memo
ria histórica de aquellas diversas formas de acomodo y cooperación tejidas len
tamente, a lo largo de tres siglos, entre colonizadores y colonos. El resultado de
esto es una historia en la cual el proceso político-administrativo carece de especi
ficidad, pues ha sido reducido al papel de simple engranaje de una teleología de
la cual las elites coloniales deben participar, desde siempre, como fieles deposita
rios de una misión nacional —la de cuestionar a las autoridades coloniales y pre
parar la futura emancipación de la Colonia—. De aceptarse esta interpretación,
se convierte en un sin sentido, por redundante, uno de los subtítulos de este capí
tulo: Las reacciones de las elites ante las reformas ilustradas.
Sin embargo, diversos trabajos realizados a partir de finales de los años se
senta demuestran la pertinencia de esta cuestión en la medida en que revelan las
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 283
Según todos los indicios, el sistema fiscal establecido en las Indias españolas, lla
mado Real Hacienda, fue un instrumento rigurosamente moderno de un Estado
igualmente moderno. Prácticamente desde la época del primer viaje de Colón, la
Corona española impuso una fuerte presencia fiscal en Hispanoamérica, muy
bien adaptada a la expansión española en el Nuevo Mundo. Esta estructura co
lonial aparentemente moderna contrastaba profundamente con el sistema fiscal
arcaico, fragmentado y difuso de la Península Ibérica, donde los Reyes Católicos
y sus sucesores, los Habsburgo, tuvieron dificultades para establecer un sistema
de impuestos uniforme que fuera aplicado de manera igualitaria y justa a todos
los españoles, y proporcionara los recursos suficientes a una monarquía siempre
necesitada de éstos. En España, había varias jurisdicciones fiscales paralelas, y
las instituciones privadas o semiprivadas recaudaban los impuestos que en un
Estado moderno pertenecen estrictamente a la Corona. Además, los diversos rei
nos, ciudades y villas, las diversas provincias, la Iglesia, la nobleza y los particu
lares defendían celosa y tenazmente sus derechos a la exención fiscal, concedidos
durante la Reconquista.
El sistema fiscal establecido en las Indias españolas a principios del siglo xvi
no reunía ninguna de estas características. Desde un principio, la Real Hacienda
parecía asegurar, primero a los Habsburgo y más tarde a los Borbones, al menos
una parte de las riquezas producidas en sus posesiones de Ultramar. Lo que es
más significativo, los impuestos recaudados en las Indias servían para pagar to
dos los costes de la defensa y de la administración de las colonias y una porción
de los gastos coloniales, sociales y religiosos, para instituciones tales como orfa
natos, casas de acogida, expediciones científicas, instituciones educativas, sani
dad pública, vacunaciones, misiones y la ayuda a los sacerdotes de las parro
quias. De hecho, a lo largo de tres siglos y hasta la declaración de las guerras de
independencia, la madre patria nunca asumió estas cargas. Además, los ingresos
de los impuestos coloniales enviados a España pagaban parte de los costes de la
guerra en Europa, del mantenimiento de la Corte, y de la construcción de pala
cios y conventos y del apoyo a las actividades eclesiásticas y caritativas en la Pe
286 JOHN JAY TEPASKE
nínsula. Por otra parte, el sistema fiscal colonial impuso un control estatal par
cial sobre poderosos grupos de intereses coloniales, tales como el funcionariado,
los mineros, los mercaderes, y el clero regular y secular.
Pero, aunque a primera vista el sistema fiscal colonial parecía moderno, era
todavía arcaico en muchos aspectos. En las Indias, a principios del siglo xvm,
eran los exactores rurales y no los recaudadores de la Corona quienes recauda
ban muchos de los impuestos importantes, como las tasas sobre las ventas, los
diezmos y los ingresos de los monopolios controlados por el Estado (la nieve, el
juego de cartas, la sal, la riña de gallos, la lotería, etc.). Abundaban las exencio
nes fiscales para los particulares, las regiones y las instituciones. Muy a menudo,
en los puertos coloniales los capitanes de barco y los mercaderes no pagaban los
derechos de importancia, basados en el valor o el tamaño de sus cargamentos,
sino solamente una cantidad (indulto) acordada después de un arduo regateo
con los oficiales reales de la aduana. Los procedimientos contables de las ofici
nas de la tesorería real, toscos y anticuados, proporcionaban amplias oportuni
dades para el fraude. Circulaba en España y en las Indias una multitud de mone
das distintas que debían convertirse al minúsculo maravedí, que era la unidad de
cuenta, cosa que llevaba mucho tiempo. Incluso una actividad de vital importan
cia como acuñar moneda, tan íntimamente relacionada con una administración
fiscal sólida, se encontraba hasta el siglo xvm en manos de empresarios privados
en la mayor parte de las regiones del imperio español. Así pues, a comienzos de
siglo la Real Hacienda era, por una parte, una institución estatal muy poderosa
que administraba y controlaba los asuntos fiscales de los dominios españoles de
Ultramar, y, por otra, esta estructura fiscal aparentemente moderna resultaba ser
un anacronismo cuyas prácticas arcaicas le restaban eficacia. Con todo, el siglo
xvm fue testigo de tentativas encaminadas a eliminar dichos defectos, que impo
sibilitaban el desarrollo de un sistema fiscal más moderno, racional y efectivo.
La caja o distrito fiscal era la unidad básica del sistema fiscal del imperio es
pañol’. A medida que España extendía gradualmente su control sobre las Indias,
la Corona iba estableciendo cajas en las ciudades portuarias más importantes, en
las zonas mineras, en los centros administrativo-comerciales regionales y en las
avanzadas militares. Las cajas funcionaban en gran medida de la misma manera
en cualquier parte del Imperio, si bien algunas veces surgían diferencias menores,
dependiendo del tamaño, del lugar y de la importancia fiscal del distrito y de la
capacidad de los funcionarios que las administraban. Los dos funcionarios más
importantes de la caja eran el contador y el tesorero, ambos llamados oficiales
reales. El contador anotaba todas las recaudaciones y los desembolsos en dos li-
1. Para entender la evolución del sistema fiscal imperial puede recurrirse a una serie de fuentes
primarias y secundarias. Para las fases iniciales de esta evolución, véase Sánchez Bella, 1968. Entre
las fuentes más útiles para las diversas leyes que regulan el funcionamiento de las cajas reales y las
atribuciones de los oficiales reales se encuentran las siguientes: Recopilación de leyes de los Reynos
de las Indias, 1943: xvn, 2; Escalona Agüero, 1941; García Gallo, 1946: 244-323; Solórzano Pcrcy-
ra, 1739: 423-521; Fonseca y Urrutia, 1845-1853; Carreño, 1914; Ayala, 1929; Canga Argüelles,
1826-1827; Gómez Gómez, 1979; Artola, 1982; Céspedes del Castillo, 1955: 229-269; Klein, 1973:
440-469; Amaral, 1984: 287-295; Klein y Barbier, 1988: 35-62; y TePaske, 1991: 5-8.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 287
bros diferentes, un libro manual en donde constaba la lista de las entradas tal
como se producían a diario, y un libro mayor, reservado a la categoría fiscal o
ramo. El contador también certificaba todas las transacciones fiscales y guarda
ba una de las llaves del arca de la tesorería real de triple cerrojo también llamada
caja. El tesorero era responsable de la seguridad de la tesorería y de recaudar y
distribuir físicamente los recursos derivados de los ingresos fiscales, siempre en
presencia del contador y de un tercer oficial poseedor de la tercera llave. En los
distritos mineros, había también un ensayador y un fundador. En las tesorerías
menores, un solo funcionario se ocupaba a menudo de todas las tareas de la te
sorería. Con todo, en las tesorerías mayores, particularmente las dos más impor
tantes de Lima y de Ciudad de México, un sinnúmero de contadores de menor
grado y tenedores de libros ayudaban a los dos principales oficiales reales en las
cuestiones relacionadas con la administracitm fiscal. La ley real dictaba de forma
rígida tanto los procedimientos como el comportamiento que debían observar
los funcionarios de la tesorería. Además, el Tribunal de Cuentas, establecido por
edicto real en 1605 en Bogotá, Lima y Ciudad de México, se convirtió en otra
instancia de control para asegurar una administración eficaz y honrada de las di
versas cajas. Esta institución llevaba a cabo inspecciones en la tesorería y audita
ba todas las cuentas fiscales, antes de enviarlas a España para una posterior y ri
gurosa revisión de la Contaduría Real del Consejo de Indias.
A finales del siglo xvin, los oficiales de la tesorería recaudaban diversos im
puestos. En distritos mineros como Zacatecas en México o Potosí en el Alto
Perú, los derechos de extracción minera (cobos, quintos, diezmos, tres por ciento
de oro, ensaye, señoreage, real de aumento, real en marco de minería, etc.) gene
raban grandes ingresos. En ciudades portuarias como La Habana o Santiago, en
Cuba, o Veracruz, Campeche y Acapulco en México, los derechos de importa
ción y exportación (almojarifazgos) y los llamados derechos de avería eran una
importante fuente de ingresos. De igual forma, los oficiales de la tesorería real
registraban en sus libros ios impuestos sobre las ventas (alcabalas), vigentes en la
mayor parte de las Indias, y los «novenos», asignados exclusivamente al uso
real. Aunque los indios estaban exentos de casi todos los impuestos exigidos al
resto de la población, pagaban tributos e impuestos para mantener a sus protec
tores legales y los hospitales para indios (medio real de ministros y medio real
del hospital o tomín del hospital). Los funcionarios reales recaudaban los im
puestos sobre los salarios de los oficiales coloniales (medias anatas), los ingresos
derivados de la venta de los oficios (oficios vendibles y renunciables), y otros
gravámenes sobre los salarios, impuestos en tiempos de guerra u otras crisis
(cuatro, cinco o diez porciento de salarios). Los que adquirían títulos en las In
dias también contribuían a la caja por este privilegio (títulos o títulos de Casti
lla). Los monopolios reales se otorgaban a menudo a un contratista privado
(asentista), que pagaba una cantidad fija por un período dado para obtener el
derecho de vender nieve, jugar a las cartas u organizar loterías o riñas de gallos.
El papel sellado prescrito para todas las transacciones legales era otro monopo
lio de la Corona. En algunas cajas, pero no en todas, la venta de mercurio (azo
gue), otro monopolio real, se incluía también en los libros mayores de la tesore
ría. Los pagos para obtener licencias de explotación de almacenes o tabernas
288 JOHN JAY TEPASKE
El siglo xvm fue una época de crecimiento económico y demográfico en las In
dias españolas. La producción de metales preciosos aumentó de forma especta
cular en México, el Bajo Perú y Nueva Granada, y de manera más modesta en
otras regiones, como el Alto Perú. En el Caribe se registró una expansión econó
mica basada en el azúcar, el tabaco y el ganado vacuno en Cuba, la Española y
Puerto Rico. La cría de ganado vacuno y la exportación de pieles sin curtir se
convirtieron en el principal sostén de la región del Río de La Plata; el cacao fue
la fuerza motriz del crecimiento económico de Venezuela, y la agricultura, la vi
ticultura, y las mayores exportaciones de productos alimenticios al Perú contri
buyeron a estimular la economía chilena. Las empresas comerciales establecidas
en Cuba y Venezuela a comienzos del siglo fomentaron la producción de tabaco,
azúcar y cacao, y promovieron el comercio con España y con las colonias ingle
sas. Mas entrado el siglo, se creó una compañía similar en las Filipinas, para es
timular el comercio con el Oriente. Tanto el comercio legal como el ilegal crecie
ron rápidamente, situación a la que contribuyó en parte el final del sistema de
flotas de transporte, la construcción de una serie de puertos españoles para el
comercio con las Indias y una cierta liberalización del comercio intracolonial
dentro del mismo Imperio. En resumen, y en comparación con las condiciones
económicas más estáticas, y cíclicas del siglo XVII, puede decirse que las Indias es
pañolas florecieron en el siglo XVIII.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 291
3. Véanse las cuentas de Lima en TcPaske y Klein, 1982 y las cuentas de la caja de México en
TcPaskc y Klein, 1988.
4. Para la caja de México, las cuentas en que se basa el gráfico figuran en TcPaske y Klein,
1988. Las cuentas de Lima aparecen en TePaske y Klein, 1982. Estas estimaciones son ajustadas y
prudentes, particularmente las de la caja de México; es posible que se haya recaudado más de lo in
dicado, pero los cambios en las técnicas contables hacen difícil determinar la cantidad exacta, parti
cularmente para México. Con todo, las evoluciones son fidedignas.
292 JOHN JAY TEPASKE
en 300 años, esta caja generó menos ingresos durante las décadas de 1730 y
1740 que durante el decenio de 1710, a pesar de una reducción de los derechos
mineros sobre la producción de plata, que en 1736 se redujeron de la quinta a la
décima parte del total. Sin embargo, durante las décadas de 1750 y 1760 los in
gresos reales en Lima aumentaron considerablemente; luego cayeron ligeramente
durante la década de 1770, y alcanzaron más tarde una media anual de más de
4000000 pesos durante las décadas de 1790 y 1800. Como era de esperar, los
ingresos de Lima disminuyeron al menos 20% durante la década de las guerras
de independencia.
En México, los ingresos fiscales aumentaron más rápida y más consistente
mente, y a un ritmo mayor que en Lima. Al comienzo, durante las tres primeras
décadas del siglo xvin, la subida fue lenta, pero luego las proporciones del in
cremento se dispararon; con una moderación de sólo un 5% de incremento en
la década de 1760, se produjeron alzas espectaculares hasta que estallaron las
guerras de independencia en 1810. De manera significativa, la tesorería central
de México recaudó más durante la primera década del siglo XIX que en cual
quier otro momento, si bien la inflación redujo el valor de los ingresos adicio
nales. Sin embargo, durante la época de las guerras de independencia, la tesore
ría central mejicana experimentó un descenso, recaudando un 25% menos que
durante la década precedente. El virreinato fue arruinado no sólo por la guerra,
sino por el hecho de que las cajas reales regionales, tan íntimamente ligadas a
la Ciudad de México a lo largo del siglo xvm, rompieran sus vínculos con la
tesorería central, dejando de enviar en la práctica los ingresos excedentes a la
capital5.
Generalmente, todas las cajas imperiales importantes disfrutaron de incre
mentos en los ingresos a lo largo del siglo XVIII6. En Quito, por ejemplo, los in
gresos reales representaban unos 100000 pesos en 1702; en 1800, fueron algo
superiores a los 450000. En Potosí, donde los impuestos sobre la plata general
mente determinaban la magnitud de las recaudaciones de los impuestos reales, la
tesorería recaudó aproximadamente 700000 pesos en 1700 y 1750000 en 1800,
casi el triple. En Buenos Aires, a principios del siglo XVIII los oficiales de la teso
rería recaudaban unos 80000 pesos anuales, y llegaron a recaudar cerca de un
millón anuales en 1800.
En la otra vertiente de las montañas, en Santiago de Chile, los ingresos as
cendieron aproximadamente a 100000 pesos en 1700, y a 1000000 en 1800, es
decir, se multiplicaron por diez. En la caja real de Santa Fe de Bogotá, los ingre
sos fueron algo más de 100000 pesos en 1700, mientras que en 1800 esta canti
dad aumentó a más de 2000000. En Caracas, los oficiales reales recaudaron so-
5. Véase TePaske, 1989: 63-83. Este fragmento trata en detalle del proceso de desmembración
del sistema fiscal durante las guerras de independencia.
6. Se ha determinado la suma total de dinero de principios de siglo consultando los correspon
dientes legajos en la sección de la Contaduría del Archivo General de las Indias (AGI), que contienen
las cuentas de las diversas cajas anotadas; por cuanto respecta a finales de siglo, he consultado docu
mentos de contabilidad similares que se encuentran en las correspondientes Secciones de Gobierno
del mismo archivo.
LA CRISIS DE LA FlSCALlDAD COLONIAL 293
lamente unos pocos miles de pesos en 1700; a finales de siglo, recaudaron una
cantidad cercana a 800000. En el Caribe, la recaudación de recursos en Santo
Domingo se incrementó desde una minúscula cantidad, inferior a 10000 pesos
anuales, en la primera década del siglo XVIII, a más de 750000 pesos en 1795,
excluyendo los subsidios destinados a financiar las tropas destacadas en la Espa
ñola, cuya función era la defensa frente a las graves amenazas provenientes de la
parte francesa de la isla. En Cuba, los ingresos de La Habana crecieron desde al
rededor de 350000 pesos en 1700 hasta más de 2000000 de pesos en 1800, ex
cluyendo también los situados enviados desde México.
Esta imagen idílica de unos ingresos reales cada vez mayores en prácticamente
todas las Indias españolas está en contradicción con las profundas tensiones
que padeció la hacienda real a finales del siglo xvm. A principios de la década
de 1770, en los dos principales virreinatos de Nueva España y Perú, los eleva
dos ingresos generados en sus cajas fueron erosionados por los gastos para la
defensa del imperio y las fuertes presiones ejercidas por la metrópoli para que
asumieran una parte mayor de los costos de la guerra en Europa. Efectos simi
lares provocó la inflación que afectó a Nueva España, especialmente a finales
del siglo xvm7.
Los desembolsos de las dos tesorerías de los virreinatos de Nueva España y
Perú durante la década de 1790 ponen de manifiesto estas mayores exigencias
impuestas a los oficiales de la tesorería real de las Indias. En la década de 1790,
en Nueva España, los costos de la defensa del virreinato representaban una me
dia anual cercana a 6000000 pesos, incluyendo los enviados a La Florida, Lui-
siana, Cuba, Puerto Rico, Presidio del Carmen, Trinidad y la Española, así como
a las Filipinas. Al mismo tiempo, se embarcaban más pesos fuertes a España
para pagar los costos de la guerra contra los franceses y más tarde contra los in
gleses. Aunque tanto los ingresos como los gastos del virreinato de Perú repre
sentaban durante la misma época solamente una cuarta parte de los de México,
poco más o menos (véase la Ilustración 3), la media de los fondos para la defen
sa era de 1600000 anuales durante la década de 1790, constituyendo cerca del
50 % de los gastos de la tesorería. Si bien los funcionarios del virreinato no ha
bían enviado prácticamente nada a España en la primera parte del siglo xvm, las
remesas se reanudaron en la década de 1780, lo que constituía un nuevo apre
mio para los oficiales de la tesorería.
En los primeros años del siglo XIX, esos envíos eran en promedio de unos
2000000 de pesos anuales, lo que representaba de la mitad a la tercera parte de
los gastos totales del virreinato para uso de la metrópoli8.
7. Para los efectos de la inflación en Nueva España, véase TcPaske, 1986: 316-339.
8. Esta estimación está basada en la lista de remisiones encontradas en el plan general para
1801, 1802 y 1804 del virreinato de Perú en AGI, Lima, Legajo 1440.
294 JOHN JAY TEPASKE
9. Las declaraciones anuales de las deudas de la tesorería de la Real Hacienda de Nueva Es
paña desde 1789-1817 pueden encontrarse en AGI, México. 2020, 2022-2023, 2026, 2344-2358,
2360, 2366,2373, 2375 y 2387. El gráfico 4 se basa en estos documentos.
10. Sala de manuscritos. Biblioteca Nacional, Madrid, documento 19710, f. 23. Sobre la deu
da de la Real Hacienda y medio de reestablecer su crédito. Año de 1817. En el intento de encontrar
medios para restablecer la plena confianza y el crédito del gobierno, este oficial elaboró una lista de
muchas deudas no reconocidas por México, especialmente los situados y los salarios impagados,
cancelados con anterioridad por los contadores mejicanos.
11. Por cuanto respecta a Perú, Ann, 1979: 112, 150. Véase también AGI, Lima, Legajo 1443,
Expediente formado sobre el Debido en que se halla el Erario del Perú..., 1 de febrero de 1813.
12. Véase especialmente la lista detallada de las deudas contraídas entre 1787 y 1789 en AGI,
Lima, legajo 1441. Informe de las deudas..., Lima, n. d.
13. En Lima, en 1800, los contadores hicieron la lista de los siguientes impuestos: en ramos
particulares, mesadas eclesiásticas, azogue de Europa, donativo para la guerra, 4% de salarios, bulas
cuadragesimales, ferreterías, papel sellado, vacantes mayores, vacantes menores, 1.5% sobre manos
muertas, tabaco, y naipes. Los ramos ajenos incluían media anata eclesiástica, montepíos, subsidio
eclesiástico. Real Orden de Carlos III, espolios, tomín de hospital, anclage, sisa, mayorazgo, 4 pesos
sobre aguardiente, censos de Cuzco y depósitos de contrabando. En México, los ramos ajenos
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 295
cías eran una fuente especialmente rica para estos ramos hacia finales de ¡a déca
da de 1790, hasta que se convirtieron en ramos de la Real Hacienda a principios
del siglo XIX. De hecho, durante esta década los funcionarios de la tesorería de
Nueva España dedujeron de estos fondos más de 10000000 de pesos. La emi
sión de bonos y la firma de depósitos en la tesorería por los oficiales reales o in
dividuos privados representaban una entrada de dinero particularmente tentado
ra. Esta práctica, bien aprovechada por los oficiales reales de la tesorería en su
intento de satisfacer sus obligaciones anuales, se basaba en el supuesto de que la
tesorería devolvería el dinero cuando el impositor cumpliera sus obligaciones.
Otro tanto sucedía con el fondo de temporalidades, ingreso derivado de las tie
rras confiscadas a los jesuitas. En 1816, la tesorería real de Nueva España había
acumulado una deuda de más de 6000000 de pesos a los ramos particulares y a
los ramos ajenos de este mismo distrito fiscal. En Perú, durante la primera déca
da del siglo XIX, la tesorería del virreinato debía 2500000 pesos a estos ramos,
siendo los depósitos (1300000 pesos) la principal fuente de ingresos para unos
oficiales reales necesitados de fondos para la defensa de Buenos Aires y para la
guerra contra los franceses en España14.
Aun existía un tercer método que los funcionarios reales utilizaban para ha
cer frente a sus problemas fiscales, consistente en no pagar ciertas obligaciones,
en desatender el pago de los soldados, los marineros, los militares y los adminis
tradores de las zonas periféricas del Imperio, y en no proporcionar los fondos re
gulares para las fortificaciones, la construcción de barcos, el armamento y otras
necesidades administrativas y militares. En 1804 en Perú, por ejemplo, un conta
dor real elaboró una lista de al menos 3000000 de pesos de obligaciones de este
tipo no pagadas (sueldos atrasados)15. En 1816 en Nueva España, la cantidad de
dinero debida a los impagos de los situados, los salarios de los soldados y en los
gastos en defensa superaba los 24000000 de pesos. Los afectados por esta prác
tica en Valdivia, Panamá, Chiloé, Cartagena, La Habana, Luisiana, Santo Do
mingo, Puerto Rico y otras zonas del Imperio, que dependían de las remesas re
gulares de salario y del mantenimiento de las ayudas de Lima y de Ciudad de
México, quedaron abandonados a sus propias fuerzas para sobrevivir. La dura
experiencia de estos soldados y administradores puso de manifiesto los proble
mas fiscales que tenían los oficiales de los dos virreinatos; con todo, los que se
encontraban en las zonas periféricas del Imperio, víctimas de la crisis fiscal, en
tendieron plenamente la severidad del problema.
Es incuestionable que se produjo una crisis fiscal en la Real Hacienda tanto
en Perú como en Nueva España. Desde finales de la década de 1770, en ambas
tesorerías de los virreinatos los gastos internos y las remesas a España empeza
ron a exceder a los ingresos, forzando a los oficiales de la tesorería real a practi-
incluían entradas de dinero similares así como, entre otras cosas, temporalidades, penas de cámara,
comisos para el superintendente, comisos para el real y supremo consejo, arbitrios sobre pulque, in
válidos, arbitrios sobre cacao y bienes de difuntos.
14. AGI, Lima, Legajo 1440. Estado general de valores, gastos y sobrantes de todos los ramos
de la Real Hacienda, Particulares y Ajenos... Plan General de 1804, Lima, 31 de julio de 1806.
15. Ibid.
296 JOHN JAY TEPASKE
car las medidas descritas para compensar los déficit. De este modo, la deuda de
la tesorería empezó a crecer. El ritmo y las proporciones de la crisis en Nueva
España a finales del siglo xvm pueden evaluarse a partir de las declaraciones
anuales sobre esta deuda creciente, presentadas por los contadores (véase la Ilus
tración 4). En 1790, la deuda de la tesorería mexicana ascendía a 15000000 de
pesos aproximadamente. Pero a principios de 1793 aumentó a 17000000 y se
duplicó en 1798, llegando a los 34000000 pesos. En 1799, sin embargo, cayó
repentinamente a 23000000 pesos, pero no porque unos escrupulosos funciona
rios de la tesorería hubieran devuelto el dinero a los apremiantes acreedores,
sino más bien como resultado de la cancelación de la deuda de la Real Hacienda,
contraída a partir del uso y abuso de las reservas de los diezmos y de las indul
gencias, que finalmente fueron declarados ramos de la Real Hacienda. Durante
los siguientes ocho años (1799-1806), la deuda se mantuvo estable sin grandes
sobresaltos, pero en 1807, cuando Napoleón invadió España, volvió a aumentar
otra vez hasta que en 1810, momento de la declaración de las guerras de inde
pendencia en Nueva España, llegó a 31000000 pesos. Acaso un símbolo apro
piado del serio apremio fiscal, ejercido sobre los oficiales de la tesorería real
para contribuir al esfuerzo financiero que representaba la guerra en la Península,
se produjo a principios de 1810. En aquella fecha, tres buques amarrados en el
puerto de Veracruz transportaban más de 9000000 pesos en concepto de contri
bución a los ingresos reales para aquel propósito16. Como era de esperar, duran
te los seis primeros años de la rebelión los déficit de la tesorería volvieron a ele
var la deuda a más de 37000000 pesos, aunque, de manera sorprendente, los
oficiales de la tesorería real consiguieron reducirla, al menos, en 2000000 de pe
sos en 1817.
Sin embargo, la evolución de la deuda es especialmente reveladora. En pri
mer lugar, la década de 1790 fue una época crucial para el aumento de la deuda,
pues fueron años en que las duras exigencias a la tesorería mexicana se agrava
ron notablemente, y en que el ritmo de la deuda se incrementó mucho más que
durante las dos primeras décadas del siglo XIX. Pese a que los aumentos repenti
nos en los últimos 20 años del período colonial pudieran estar estrechamente re
lacionados con el estallido de las hostilidades tanto en Europa como en las In
dias, en la década de 1790 la deuda de la tesorería se duplicó con creces. Que la
deuda se incrementara tan modestamente durante las guerras de independencia
manifiesta una clara realidad fiscal: a pesar del considerable ingenio mostrado
por los oficiales de la tesorería real después de 1810, que crearon impuestos adi
cionales para financiar la lucha contra los rebeldes, las reservas de la tesorería se
habían agotado mucho antes de la declaración de las guerras de independencia.
Además, instituciones como el consulado y el tribunal de minería ya habían
prestado todo lo que tenían. Con una guerra que interrumpía el comercio y la
minería y con los nuevos impuestos que reducían los beneficios, no quedaba a
estas instituciones mucho más que aportar al fisco real. De hecho, el aumento re
16. AGI, México, legajo 2374. Estado que manifiesta los caudales remitidos a la península...
México, 15 de enero de 1810.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 297
18. Para las medidas tomadas por Pombal para fortalecer la hacienda real, véase Alden, 1968:
280-309; Mansuy-Diniz Silva, 1987: 244-283; y Alden, 1967: 284-343.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 299
19. Citado por Alden, 1967: 333. Un conto equivalía a un millón de reís.
20. Para la política económica post-pombalina, véase Mansuy-Diniz Silva, 1987: 269-285.
300 JOHN JAY TEPASKE
John H. Coatstvorth
1. Douglas North ha hecho mucho del trabajo pionero en lo que se ha convertido en una tra
dición bien establecida en el ámbito de la historia económica. Véase North, 1991: 97-112.
302 |OHN H. COATSWORTH
II
«La sociedad española de las Indias», señala James Lockhart, «estaba organiza
da desde la base con miras a la importación y la exportación, y esto lo condicio
naba todo» (Lockhart, 1991: 103). Otro tanto cabe decir del Estado colonial
hispano. La plata atraía a los burócratas tanto como a mercaderes, mineros y
empresarios agrícolas. Para decirlo con la certera descripción de Lockhart: «La
gran mayoría de los españoles que pasaron a las Indias se repartieron a lo largo
de dos líneas —una para cada zona central— que enlazaban un puerto del
Atlántico con un yacimiento de plata, lo que he denominado “líneas troncales”.
Los españoles que vivían en otros sitios estaban ahí más o menos por equivoca
ción y por falta de otras opciones...» (Lockhart, 1991: 107).
La línea troncal mexicana comenzaba en las regiones mineras situadas al
Norte y al Oeste de la Ciudad de México, pasaba por ésta y continuaba hacia el
puerto de Veracruz, en el golfo. La peruana empezaba en Potosí, bajaba de los
Andes a la costa del Pacífico y proseguía hacia al Norte, hasta cruzar el istmo de
Panamá; en el siglo xvill, esta vía se bifurcó, al inaugurarse una segunda ruta de
Potosí a Buenos Aires, mientras que otras minas del Bajo Perú siguieron usando
la línea original.
Además de los núcleos centrales de desarrollo colonial a lo largo de las rutas
principales, hubo lo que Lockhart denomina «regiones periféricas», que ofrecían
menos oportunidades y, por ende, albergaban menos españoles. Estas regiones
estaban conectadas con los mercados externos mediante «líneas de alimenta
ción» de menor entidad: la zona sur de Mesoamérica exportaba índigo y cochi
nilla; la costa caribeña de Sudamérica hacía otro tanto con el cacao; los territo
rios aledaños a Buenos Aires producían cueros y tasajo; y el Norte de Chile
contaba con pequeños yacimientos auríferos. A esto cabría añadir que se desa
rrollaron otros sitios que eran «la periferia de la periferia», en el sentido de que
surgieron a fin de garantizar el abastecimiento de las zonas exportadoras, tales
como el Noroeste argentino y el valle central de Chile, que enviaban alimentos e
insumos para la minería al virreinato del Perú. Cualquier recurso susceptible de
explotación, ya fuera natural o humano, que pudiera generar plata de forma
rentable, atraía tanto la codicia de los particulares como la atención de los fun
cionarios.
Por último, debe señalarse que los europeos y sus descendientes dejaron sin
explotar ni gobernar vastas extensiones del Nuevo Mundo, y que algunas que
daron intactas hasta mucho después de la independencia. La mayor parte de las
regiones norteñas de Nueva España, la costa atlántica de América Central, bue
na parte del interior sudamericano, los enormes territorios que separaban la cor
dillera andina de los dominios portugueses en Brasil —cualquiera que fuera esta
304 JOHN H. COATSWORTH
linde— así como la mayoría del Sur de Chile y Argentina. Juntos, estos «espa
cios vacíos» (es decir, vacíos de europeos) sumaban una superficie mayor que el
territorio que España llegó a dominar y gobernar efectivamente en los tres siglos
transcurridos desde la Conquista.
La colonización portuguesa siguió un esquema diferente, al concentrarse pri
mero en la costa y avanzar tierra adentro sólo cuando hallaba recursos huma
nos, agrícolas o minerales transportables, capaces de generar beneficios a los
empresarios y al fisco. Así, en vez de establecer unas pocas vías principales, el
sistema brasileño se conformó mediante una multitud de rutas hacia los puertos
atlánticos, que eran más numerosos en las zonas azucareras del Nordeste. Otras
vías más largas, que a veces duraron varias generaciones, llegaban al interior a
fin de extraer recursos no renovables (y que pronto se agotaron) como esclavos
y, más tarde, oro y diamantes. La «periferia» brasileña, como la hispanoameri
cana, consistía en regiones del interior donde se asentaron los europeos y sus
descendientes para abastecer las plantaciones costeras o los enclaves de riqueza
exportable situados, aún más, tierra adentro. Al igual que en el imperio español,
la mayoría de los territorios que integraban la colonia portuguesa estaban bajo
la autoridad de gobernantes indígenas, que no sabían absolutamente nada de la
soberanía portuguesa.
A lo largo y ancho del mundo colonial americano, gobierno y mercado fue
ron dos entidades inseparables. En cuanto aparecía una nueva fuente de riqueza
explotable, llegaban los burócratas a imponer tributos. El número de funciona
rios era aproximadamente proporcional al que podía soportar el mercado na
ciente. Cuando la prosperidad de un sitio empezaba a declinar y la decadencia se
hacía evidente, los burócratas recogían sus cofres y se marchaban. Las zonas pe
riféricas, menos prósperas, pagaban menos impuestos y tenían que mantener a
menos funcionarios; algunas de ellas casi ni eran «gobernadas». Las regiones
que no podían generar beneficios para las empresas de tipo europeo —categoría
en la que se incluyen la mayoría de los territorios que España y Portugal poseían
en el Nuevo Mundo— nunca vieron aparecer un funcionario de la Corona.
En alguna ocasión, en especial a lo largo del conflictivo siglo XVIU, las consi
deraciones estratégicas trastornaron este esquema. Algunos de los territorios me
nos rentables del imperio español, incapaces de gobernarse o defenderse por sí
mismos, recibieron ayuda de las colonias que generaban excedentes fiscales. Las
cajas reales de la Ciudad de México y de Veracruz no sólo enviaban los ingresos
fiscales netos al tesoro imperial de Madrid, sino que en varias ocasiones llegaron
a remitir subsidios para la defensa (situados) a fin de apoyar la administración
colonial y las fuerzas militares en todo el Caribe, inclusive en Campeche, Cuba,
la Florida, la isla de San Carmen, la Luisiana y Puerto Rico. El situado mexicano
también sirvió para subsidiar a San Blas (en la costa del Pacífico) y las Filipinas.
La caja de Quito remitió fondos para la defensa de Cartagena. Lima, por su
parte, contribuyó a pagar la defensa de Chiloé, Concepción y Valdivia, en la ca
pitanía general de Chile, del mismo modo que lo hicieron pequeñas remesas en
viadas desde Santiago. La caja de Buenos Aires y, posteriormente, la de Monte
video financiaron la creación de puestos de avanzada que protegieron de los
portugueses los territorios de Paraguay y la Banda oriental (el Uruguay actual);
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 305
III
4. Para el caso de México véase Coatsworth, 1990. Para el caso de Perú, el cálculo aproxima-
tivo de Paul Gootenberg para finales de la década de 1820 se encuentra en Gootenberg, 1985: 53.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 307
la menor de las dos últimas cifras para el año 1800, el estimado per cápita cuba
no se pone a la par con el de Estados Unidos por esas fechas. Esta posición es
consistente con el de las demás economías exportadoras del Caribe. Cálculos
análogos indican que las islas caribeñas productoras de azúcar pertenecientes a
Francia y la Gran Bretaña tenían un PIB per cápita algo superior al de Estados
Unidos a finales del siglo xvm5.
Ilustración 1
CALCULO DEL PRODUCTO NACIONAL BRUTO PER CÁPITA HACIA 1800*
Las cifras utilizadas para Chile y Argentina se basan en datos mucho más
fragmentarios. En ambos casos, las cantidades asignadas al PIB son en realidad
cálculos aproximados de los ingresos personales, obtenidos mediante la extrapo
lación de datos sobre salarios. En el caso de Argentina, el estudio de Lyman
Johnson sobre Buenos Aires arroja un salario promedio de 17 pesos mensuales
—204 anuales— para un obrero no calificado empleado en la construcción a
principios del siglo XIX (Johnson, 1992: 153-190) mientras que otras fuentes se
ñalan que el salario rural era de seis pesos mensuales más la comida, lo que
apunta a un total de 76.5 pesos al año (Brown, 1979: 43, 164; Chiaramonte,
1991: 108-112). Estas cifras indican un producto per cápita anual de unos 94
pesos en la provincia de Buenos Aires; si se aplican las mismas tasas salariales a
las demás provincias, el producto per cápita de la colonia baja a 82 pesos6.
5. Para el caso de Cuba, véase Balbín, Salvucci y Salvucci, 1993. La mayor productividad de
las islas azucareras del Caribe comienza en el siglo xvn y se mantuvo hasta la abolición de la esclavi
tud en Haití, en 1793, y hasta 1832 en las posesiones británicas. Para un debate reciente sobre el
tema, véase Eltis 1995: 321-38. El PIB per cápita de Estados Unidos en 1800 era de unos 80-90 dóla
res. En esta época, el dólar norteamericano y el peso que circulaba en Hispanoamérica tenían apro
ximadamente el mismo valor.
6. En lo que concierne a la población de la provincia de Buenos Aires, predominantemente ur-
308 JOHN H. COATSWORTH
baná, esta cifra resulta de multiplicar el salario medio urbano (204 pesos) por el número de personas
activas (unos 25600, suponiendo que el 64% de los 40000 habitantes lo fueran) y de sumarle el pro
ducto del salario rural (76.50 pesos) multiplicado por una fuerza laboral de 32168 (el 64% de los
50262 habitantes restantes). Según el cálculo de Maeder, aproximadamente un tercio de la pobla
ción del país (incluida la provincia de Buenos Aires) vivía en pueblos y centros urbanos. Si nos atene
mos a la cifra de un 64% de población activa, lo mismo en el campo que en la ciudad, los índices sa
lariales citados arrojan un PIB per cápita de 81.50 pesos. Este cálculo para toda la colonia excluye,
sin embargo, las regiones del Chaco, Misiones y las zonas de las pampas y la Patagonia que se no se
hallaban bajo la autoridad efectiva de los europeos. Si se excluye del cálculo a Buenos Aires, el per
cápita global de la colonia baja a 69 pesos (Maeder, 1969).
7. Benjamín Vicuña MacKenna cita una propuesta de construcción de 1792 en la cual los sa
larios de los peones se calculan en dos reales al día, cifra comparable a lo que se pagaba en Guadala
jara por esa época. Véase Vicuña, 1938: 228.
8. El estudio de Van Young acerca de los salarios de los obreros urbanos no cualificados de la
construcción en el México de la tardía colonia, ofrece para el período de 1794-1804 la cifra de dos a
dos reales y medio al día (de 0.25 a 0.31 pesos) en Guadalajara, y tres reales (0.75 pesos) en la Ciu
dad de México. Es probable que el costo de la vida fuera más alto en México (pero no en Santiago)
que en Buenos Aires, pero no tanto como para borrar la diferencia que sugieren estos valores, véase
Van Young, 1987.
9. Las cifras de Brasil se basan en la estimación del crecimiento económico brasileño entre
1822 y 1913 que Nathaniel Leff considera como «más probable», en el apéndice estadístico de Un-
derdevelopmcnt and Dcvelopment in Brazil, vol. 1. Las cifras de Leff, expresadas en dólares de
1950, fueron deflactadas a pesos corrientes usando los índices de Warrcn-Pcarson y el de precios al
por mayor de la Burcau of Labor Statistics. Es probable que el PIB de Brasil haya crecido muy poco
(si es que algo aumentó) de 1800 a 1822. Los índices de precios pueden consultarse en la publicación
de la U.S. Bureau of thc Census titulada Historical Statistics of the United States from Colonial Ti
mes to 1957, pp. 115-117.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 309
economías más productivas, seguidas a distancia de las demás colonias del conti
nente. Quizá los cálculos sobre Brasil —e incluso sobre Perú— sean algo inferio
res a la realidad, pero ni siquiera mejores datos alcanzarían para situarlos por
delante de México o de Chile.
En la tabla de la Ilustración 1 se ha omitido Bolivia (el Alto Perú) por falta de
datos, pero lo más probable es que se hubiera clasificado hacia la parte baja del
cuadro, quizá por debajo de Perú. El marcado declive de la producción de plata
en Potosí en la última década del siglo xvm, unido a ciertos indicios de que tam
bién había disminuido la actividad manufacturera y de que la productividad agrí
cola seguía siendo baja, apunta a que la economía boliviana estaba más atrasada
que la de las otras colonias (Tandeter, 1992; Larson, 1986: 150-168).
Las cifras de la tabla de la Ilustración 1 indican que las colonias ricas eran
tres veces más productivas que las pobres. Esta cifra es comparable con la con
clusión de Maddison de que en el mundo de 1820 la brecha que separaba a los
países más ricos de los más atrasados era del orden de 4 a 1. De modo que en
1800 la diferencia de productividad entre las economías coloniales era casi tan
amplia como la que existía en el resto del mundo10.
IV
10. Nótese, sin embargo, que los cálculos de Maddison están ajustados para tomar en cuenta
las diferencias de poder adquisitivo de las distintas monedas locales, véase Maddison, 1994: 20-61.
310 JOHN H. COATSWORTH
11. A lo largo del siglo xvni, el precio de los esclavos en Cuba fue de dos a tres veces mayor
que en Jamaica y otras islas inglesas del Caribe, véase Eltis, 1998: 35 y 40.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 311
Ilustración 2
EXPORTACIONES PER CÁPITA, HACIA 1800*
12. Acerca de la producción minera de México, que creció a un ritmo medio anual del 0.7%
entre 1775 y 1779, y entre 1805 y 1809, véase Coatsworth, 1990. Según Tandeter, 1992: 152, los
índices de crecimiento de la producción argentífera de Potosí disminuyeron considerablemente a par
tir de 1791 y cayeron en picado tras la primera década del siglo xix.
13. Véase Eltis, 1995: 328-30. Las exportaciones equivalían a la tercera parte del PIB de Bar
bados a mediados de la década de 1660 y 1670.
14. Si, por ejemplo, el PIB per cápita de Brasil hubiera sido igual al de Chile (37 pesos en
1800), la exportación habría sido tan sólo del 12.9%.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 313
15. La creación del virreinato y el decreto sobre el -libre comercio» que vino a continuación
en 1778 afectó también a las provincias del interior que abastecían a Potosí y al resto del Alto Perú
con una gama de artículos tales como muías, azúcar, vino y yerba mate. Aunque sin duda estas me
didas legalizaron y facilitaron este comercio, el aumento de las importaciones de ciertas manufactu
ras a través de Buenos Aires tuvo efectos negativos sobre ciertas industrias del Noroeste. Para un en
foque revisionista del tema, véase Amaral, 1990: 1 -67.
16. Véase Klein y TePaske, 1982 y 1986. En un caso, registrado en la caja de Lima, los ingre
sos provenientes de los impuestos indirectos o alcabala se compilaron como procedentes de -otras
tesorerías», un acápite de 1.7 millones de pesos que probablemente incluía excedentes fiscales remití-
314 JOHN H. COATSWORTH
datos comparables sobre Cuba, pero no sobre Brasil. Las cifras más tempranas
sobre Brasil corresponden a 1805 —son también las que más se citan— pero es
probable que subestimen un tanto los ingresos. Los valores posteriores sobre este
país sólo están disponibles a partir de 1808, cuando los gastos crecieron conside
rablemente, como consecuencia del traslado de la Corte portuguesa de Lisboa a
Río de Janeiro. Para las demás colonias, no disponemos de datos.
Ilustración 3
IMPUESTOS LOCALES PER CÁPITA Y COMO PORCENTAJE DEL PIB, HACIA 1800*
dos por otras cajas. A fin de no subvalorar la recaudación, se incluyó esta suma en los datos perua
nos, aunque introduce una leve distorsión positiva en los cálculos.
17. La cifra correspondiente a Argentina que aparece en la tabla exige cierta explicación, ya
que los métodos contables de la caja de Buenos Aires dificultan particularmente el empleo de los da
tos de Klein y TcPaske. Además de distinguir las transferencias internas y externas de los ingresos
efectivos, el problema principal radica en que los recibos de la Aduana de Buenos Aires y la colec
ción de documentos de impuestos indirectos (alcabalas) aparecen mezclados con los ingresos prove
nientes de Potosí, en la partida titulada «otras tesorerías- (práctica que empezó a aplicarse a princi
pios de la década de 1780.) En 1800, el año registrado aquí, el total de esta partida superaba los 2.4
millones de pesos. La cifra reflejada en la tabla supone que unos 200000 pesos representaban la al
cabala y los ingresos aduaneros de Buenos Aires. Aunque resulta consistente con los datos de años
anteriores, esta cantidad podría ser demasiado baja. Para una interpretación de los datos de Buenos
Aires, véase Amaral, 1984: 287-295, así como los subsecuentes comentarios de Javier Esteban Cuen
ca, John J. TcPaske, Herbert S. Klein, J. R. Fisher y Tulio Halperín-Donghi.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 315
18. Otro caso para el que se han confeccionado cálculos similares es Ecuador. Kenncth J. An-
drien calculó que la carga fiscal per cápita a finales del siglo xvm oscilaba entre algo menos de me
dio peso en el relativamente atrasado distrito de Cuenca en la sierra-, y seis pesos en el puerto de
Guayaquil; en Quito, los impuestos equivalían a 1.62 pesos per cápita. Dada la distribución de la
población, el promedio nacional estaba más próximo a las tasas de Quito que a las de Guayaquil.
Véase Andricn, 1994: 78.
19. El cálculo de la recaudación aquí es el promedio del período 1795-1800 (no existen cifras
anuales), en Matrero, 1985: 323.
316 JOHN H. COATSWORTH
Ilustración 4
EXPORTACIÓN, INGRESO Y PIB PER CÁPITA, HACIA 1800»
nente, ya que en Cuba no había minas ni indios (en el siglo XVIII). En Argentina
una fracción de la población autóctona sobrevivió, pero fuera del dominio espa
ñol, de manera que poco tributo podía recolectarse en esta colonia. La recauda
ción de la actividad minera de Potosí pasaba por Buenos Aires, pero se percibía
fuera del actual territorio argentino.
Los impuestos sobre el sector externo variaban según la colonia. Curiosa
mente, los impuestos al comercio exterior representaban una pequeña propor
ción de la recaudación de la Corona en las principales colonias productoras de
plata. El grueso de los impuestos que se recaudaban en México y los Andes no
procedían de las actividades de importación y exportación. En cambio, en Cuba
y probablemente en Argentina, que no exportaban metales preciosos, la mayor
parte del ingreso fiscal se originaba en el comercio exterior2021
.
Esta aparente paradoja se explica por el hecho de que el sector externo era
mucho más pequeño en México y en Perú. Si en estos países España sólo hubiera
recaudado sobre la actividad de importación y exportación, los ingresos del go
bierno habrían sido demasiado pequeños. De hecho, en el período de las refor
mas borbónicas, las autoridades redujeron los impuestos y otras cargas que gra
vaban la extracción de plata, a fin de estimular la producción. Al mismo tiempo,
se crearon nuevos impuestos, tasas, monopolios (como el del tabaco, que resultó
tan exitoso) y regulaciones sumamente onerosas para la mayoría de las activida
des no agrícolas2’. En México, las exportaciones aumentaron (especialmente las
de plata) pero la economía se estancó. Algo similar ocurrió en los Andes, donde
la vida económica experimentó trastornos aún mayores, a causa de las insurrec
ciones de la década de 1780-1790, detonadas en parte por los aumentos de las
cargas fiscales y otras exacciones.
Los contribuyentes de Cuba y Argentina pagaban impuestos de bajos a mo
derados porque la administración colonial virtualmente no tenía otra fuente de
recaudación que no fuera el sector exportador. Como en México y los Andes,
las autoridades eran conscientes de que un aumento de las tasas sobre la expor
tación sólo serviría para desalentar la producción destinada a esta actividad, que
era la fuente misma del ingreso fiscal. Al igual que en otras colonias, en Cuba y
Argentina aumentaron los impuestos sobre las importaciones y los indirectos (al
cabalas), medidas que afectaban principalmente a los consumidores urbanos. Sin
embargo, al carecer ambas de población indígena que pagase tributos y de un
sector no exportador importante capaz de generar ingresos, España no podía au
mentar la presión fiscal sin correr el riesgo de provocar el contrabando o de ver
menguar la fuente misma de sus ingresos.
De modo que los recaudadores de la Corona no iban simplemente por las
colonias buscando extraer una porción de las ganancias de las exitosas iniciati
vas exportadoras de las regiones más productivas. De hecho, España impuso
20. La incertidumbre acerca de la proporción del ingreso fiscal argentino que puede atribuirse
a los aranceles y derechos de exportación se explica en la nota 24.
21. Actividades no agrícolas, ya que ni en Brasil ni en las colonias españolas existían impues
tos sobre el suelo (o si los había, no se cobraban); el diezmo, que gravaba la producción agraria, iba
principalmente a la Iglesia.
318 JOHN H. COATSWORTH
cargas fiscales más onerosas a las colonias más pobres, con sectores de exportación
más pequeños y donde el grueso de los impuestos podía trasladarse a los producto
res y consumidores urbanos y a la población indígena. Esta observación es la clave
para evaluar el impacto del imperialismo ibérico sobre las economías de la región.
El sistema impositivo hispanoamericano era por entonces colonial y precapi
talista al mismo tiempo. España no gravaba fuertemente la producción de ex
portación, porque esto hubiera reducido la recaudación imperial. Imponía las
cargas más altas sobre las colonias con grandes poblaciones indígenas conquista
das. No sólo la población sometida pagaba el tributo, el odioso símbolo de la in
ferioridad indígena, sino que las poblaciones coloniales de descendencia europea
(los criollos) y ascendencia mixta (los mestizos) también pagaban impuestos más
altos, cambiando una porción de su ingreso por protección contra la mayoría in
dígena. Pero la actividad agrícola de criollos y mestizos era gravada sólo por la
Iglesia, a través del diezmo, por lo que la Corona alcanzaba a estos grupos con
altos impuestos sobre el comercio y la industria urbanos. Esto tendía a desalen
tar dichas actividades, aun cuando algunos se las arreglaban para pasar una por
ción de los altos gravámenes a los consumidores. Por lo tanto, el sistema imposi
tivo colonial español frustró los efectos potencialmente favorables de la
producción para la exportación sobre el resto de la economía colonial, tanto en
Mesoamérica como en los Andes. En Cuba y Argentina, por contraste, la pro
ducción para la exportación fue mayor como proporción del PIB, los impuestos
internos fueron menores y el PIB per cápita alcanzó los niveles más altos.
VI
El volumen relativo de la carga fiscal en cada una de las colonias tan sólo refleja
una parte del impacto del Estado sobre la actividad económica. En primer lugar,
los efectos de los impuestos varían según su índole e incidencia, así como en fun
ción del uso que se dé a los ingresos que generan. En segundo lugar, porque los
gobiernos llevan a cabo muchas otras tareas, además de imponer gravámenes.
Entre otras iniciativas, regulan, consumen e invierten de diversas maneras. Re
sulta obvio que los Estados coloniales de España y Portugal efectuaron todo lo
anterior, pero en contraste con las políticas modernizadoras que prevalecían en
la zona norte del Atlántico, las instituciones, los esquemas del gasto y las líneas
de inversión de los regímenes ibéricos contribuyeron tanto a desalentar el espíri
tu empresarial como a protegerlo y fomentarlo.
Defensa y recaudación eran las preocupaciones fundamentales de los gobier
nos coloniales de España y Portugal. En realidad, casi no se ocupaban de otros
asuntos. Ya señalamos anteriormente que ninguna de las dos potencias consi
guió definir y defender sus fronteras coloniales terrestres. En verdad, ninguna de
las dos lo intentó siquiera, con la excepción, antes citada, de la Banda oriental,
donde España y Portugal apenas lograron algo más que legar irresuelto el dife-
rendo fronterizo a los Estados independientes que les sucedieron. Ninguno de
los dos logró garantizar el monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de
sus territorios, como lo prueba la violencia que caracterizó las relaciones interét
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 319
bres soportaron las mayores cargas fiscales internas, o sea, los niveles más altos
de imposición sobre los individuos, las mercancías y las transacciones, al margen
del sector externo. En las colonias continentales de conquista, los criollos y mu
chos mestizos estaban inmersos en una intrincada maraña de privilegios corpo
rativos y de casta que los ataban al régimen colonial y que alentaba el desarrollo
de los sistemas fiscales y regulatorios más onerosos de todo el Imperio. Incluso
la población indígena, a la que los nuevos impuestos y la intrusión de los funcio
narios podían alentar a rebelarse, pagó pese a todo los tributos y aceptó la auto
ridad de España, a cambio de un mínimo de autonomía y de protección de sus
derechos precapitalistas a la tenencia comunal del suelo.
Cuba y Argentina padecieron mucho menos. De todas las colonias ibéricas,
Cuba llegó a tener en el siglo xvm la economía más estrechamente vinculada al
comercio y el mercado externo. Los altos índices de su comercio exterior propi
ciaron el desarrollo de prácticas mercantiles y políticas más modernas, incluso
en el marco del sistema español. Asimismo, la isla se benefició de los esfuerzos
tardíos del gobierno colonial, con miras a fomentar la producción de azúcar, a
raíz de la revolución haitiana de la década de 1790. Los vínculos de Argentina
con el comercio internacional redujeron igualmente el alcance de las regulacio
nes nocivas, con la ventaja de no necesitar, como ocurría en Cuba, de un poder
de policía lo suficientemente fuerte como para mantener un sistema de planta
ción basado en la esclavitud.
Brasil ofrece un contraste interesante con las tendencias de la América espa
ñola. Es el único caso en que un sector exportador relativamente grande se com
binó con una economía por lo general poco productiva. La pobreza relativa de
Brasil hizo imposible imponer una fuerte presión fiscal.
Vil
22. Véase Jacobsen, 1993: 330, que persuasivamente propuso que -el paternalismo, la coer
ción, y la violencia» mantuvieron el orden neocolonial en el altiplano peruano hasta bien entrado el
siglo xx.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 321
La preferencia de Chile por el comercio controlado (la base del éxito de sus
exportaciones de trigo a Lima en el siglo xvill) se debilitó tras la independencia,
al descubrirse los ricos yacimientos de cobre del país, justo en el momento en
que ios precios se dispararon al comenzar la revolución industrial. Esta coinci
dencia hizo que su recuperación económica fuera más pronta que la experimen
tada por el resto de América Latina. Por supuesto, nada se logró rápidamente o
sin costo, pero aun así la modernización institucional chilena afrontó menos
obstáculos que en ningún otro sitio, excepto Argentina.
Como señalamos antes, Argentina fue el país menos afectado por el tránsito
a la independencia. Las luchas entre Buenos Aires y las provincias del interior en
torno a los principios constitucionales, las tarifas y los ingresos fiscales se pro
longaron durante décadas, pero la mayor parte del tiempo que medió entre 1808
y 1865 el país estuvo más o menos en paz y prosperó económicamente. Además,
los conflictos en tomo a asuntos de clase, etnia y estructura institucional, que
agravaron las luchas civiles en México y los Andes —y, posteriormente, en Cuba
y Brasil— apenas desempeñaron papel alguno en Argentina. El crecimiento ba
sado en la exportación comenzó poco después de la independencia y entró en
una etapa de gran expansión a partir de 1865, con la unificación del país23.
Como es sabido, Cuba siguió siendo una colonia española hasta 1898, con
dición que mantuvo en parte a causa de su dependencia de la exportación de
azúcar producida con mano de obra esclava. Si bien la economía de la isla creció
en la primera mitad del siglo xix, su productividad se estancó. A mediados de si
glo, la economía cubana se había quedado muy retrasada con respecto a la de
Estados Unidos, que se estaba industrializando.
Al examinar estas tendencias, Stanley Engerman y Kenneth Sokoloff sostu
vieron recientemente que las diferentes trayectorias de crecimiento de América
Latina y Estados Unidos en la era moderna pueden atribuirse a diferencias tanto
en la dotación inicial de factores de la producción como en las correspondientes
políticas seguidas por los gobiernos coloniales y nacionales. Según esta hipótesis,
el surgimiento de sociedades muy desiguales en América Latina fue resultado del
desarrollo de economías de plantación basadas en la esclavitud en Brasil y el Ca
ribe, así como de la formación de sistemas de alta concentración en la posesión
de la tierra en las demás colonias continentales. Esta desigualdad, afirman, impi
dió el desarrollo de los mercados y la amplia participación en la actividad co
mercial que promovió un crecimiento económico sostenido en Estados Unidos
(Engerman y Sokoloff, 1997: 260-304).
Mientras que Engerman y Sokoloff resaltaron lo que ellos percibieron como
ciertos rasgos comunes en la evolución histórica de las sociedades latinoamerica
nas en contraste con Estados Unidos, este ensayo destaca las considerables dife
rencias entre las colonias. En algunas colonias esclavistas como Cuba, la propie
dad de la tierra se volvió muy concentrada. En otras, como el Nordeste
brasileño, las explotaciones azucareras eran más pequeñas y la propiedad estaba
23. Carlos Ncwland y Barry Poulson consideran que las exportaciones argentinas aumentaron
a un ritmo anual de 5.5% (o sea, un 3% per cápita) entre 1811 y 1870. Véase Ncwland y Poulson,
1998: 325-345.
322 JOHN H. COATSWORTH
más difundida. Esta diferencia ayuda a comprender por que las plantaciones cu
banas eran generalmente más productivas que las de Brasil, aunque esto poco
aporta a explicar por qué el PIB per cápita se estancó en ambos países durante
casi todo el siglo XIX. La esclavitud, no obstante, pudo haber actuado como un
freno al crecimiento económico de varias maneras, aunque los esclavos y los an
tiguos esclavos en ambos países participaron activamente en transacciones de
mercado. Además de la inestabilidad social y las tensiones políticas, la conse
cuencia más debilitante de la esclavitud parece haber sido su efecto negativo so
bre la inversión pública en educación y salud de la población esclava y también
de la no esclava24.
El caso argentino también sugiere una interpretación diferente. A principios
del siglo X1X, como Johnson ha demostrado, la distribución de la riqueza y del
ingreso de la provincia argentina de Buenos Aires fue tan igualitaria como en Es
tados Unidos, pese a las políticas del gobierno que fomentaron los latifundios25.
Cuando los ferrocarriles hicieron la tierra accesible y la inmigración redujo la es
casez de mano de obra, los valores de la tierra transformaron lo que eran enor
mes pero poco valiosas propiedades en grandes concentraciones de riqueza. La
economía argentina creció más rápidamente que otras regiones de América Lati
na, tanto en las primeras décadas que siguieron a la independencia (1820-1850),
cuando la riqueza estaba repartida más igualitariamente, como más tarde, cuan
do su distribución fue mucho más concentrada26.
También es preciso modificar un poco el esquema de Engerman y Sokoloff
en el caso de las colonias continentales de conquista, como México y Perú. No
cabe duda de que el sistema de castas mantenía a los indígenas en condiciones de
inferioridad, pero también proporcionaba y garantizaba el acceso al suelo de
una amplia proporción de la población indígena al margen de los colonos euro
peos. Sin este dispositivo de amplio acceso a la tenencia de la tierra, España nun
ca hubiera podido implantar sistemas de control y de fiscalización tan onerosos,
vinculados al régimen de castas y privilegios corporativos, que terminaron por
frenar el crecimiento económico. Engerman y Sokoloff tienen sin duda razón al
señalar la relevancia de la falta de inversión en recursos humanos, particular
mente en educación, que caracterizaron a México y las repúblicas andinas hasta
fecha muy reciente, pero las flagrantes desigualdades en la tenencia de la tierra y
otras formas de riqueza, así como en los ingresos, no afectaron a México y la re
gión andina hasta finales del siglo XIX, cuando la economía empezó a crecer de
manera regular.
Por lo tanto, el legado institucional del Estado colonial varió considerable
mente a lo largo de América Latina. En las colonias de asentamiento, como
Argentina (y tal vez Chile y Uruguay), los obstáculos al crecimiento fueron des
cartados rápidamente. Estas áreas experimentaron los mayores avances de pro
24. Para un análisis comparativo de las industrias azucareras brasileña y cubana en el siglo
XíX, véase Denslow, 1987. Véase también Schwartz, 1985.
25. Véase Lyman L. Johnson, inédito.
26. Sobre el crecimiento económico de Argentina en el siglo XIX, véase Ncwland y Poulson,
1998 y Cortés Conde, 1997.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 323
Alian Kuethe
gan en Panamá, por ejemplo, fueron golpes duros para España, pero no resulta
ron pérdida alguna de posesiones territoriales.
En 1719, pocos años después de que los Tratados de Utrecht confirmaran
el acceso de la dinastía borbónica al trono español, el nuevo régimen empezó a
sustituir las pequeñas unidades con batallones fijos en las plazas fuertes. El pri
mero en establecerse fue el Batallón de Infantería de La Habana, formado por
las siete compañías sueltas, que antes compusieran la guarnición. De 100 hom
bres cada una, estas compañías se pusieron bajo el mando de una plana mayor,
encabezada por uno de los capitanes de compañía. El número de oficiales se au
mentó de tres a cuatro por compañía y el de sargentos, de uno a dos. Una de las
siete compañías de fusileros se convirtió en compañía de granaderos y, como
antes, compañías sencillas de artillería y caballería se agregaron a la infantería.
La nueva organización representó una modernización del sistema de mando y
una centralización de las operaciones. Poco después, la guarnición se aumentó,
con la adición de cinco compañías sueltas de infantería y tres compañías de
dragones que sustituyeron a la de caballería. En los años siguientes, otras pla
zas fuertes del Caribe se dotaron de batallones fijos: Cartagena (1736), Santo
Domingo (1738), Veracruz (1740), Panamá y San Juan (1741) y Caracas
(1754).
Cuando en 1753 la infantería de La Habana se hubo reconstituido en un re
gimiento de cuatro batallones de seis compañías cada uno, con una fuerza total
de 2 080 hombres y con responsabilidad sobre Santiago y San Agustín, se añadió
a la plana mayor un coronel, un teniente coronel y un sargento mayor. Final
mente, las Ordenanzas de S.M. para el régimen, disciplina, subordinación y ser
vicio de sus ejércitos... de 1768 proporcionaron la definición básica para los ba
tallones y regimientos de infantería del imperio español, que habría de perdurar
casi sin alteraciones hasta el final de la época colonial. Dentro del marco resul
tante, un batallón consistía en nueve compañías, una de 63 granaderos (con dos
sargentos, seis cabos y un tambor) y ocho de 77 fusileros cada una (con tres sar
gentos, ocho cabos y dos tambores), y de un capitán, un teniente y un subtenien
te por compañía. La plana mayor incluía un coronel, un sargento mayor y un
ayudante mayor, y la completaban abanderados y otro personal. Un regimiento
habría de tener dos o tres batallones, encabezados el segundo y el tercero por te
nientes coroneles (Kuethe, 1986: 12-14, apéndice 1).
Además de los cuerpos fijos, España contaba con batallones de refuerzo, con
base en la Península, que en tiempos de emergencia, a la primera señal de peligro
de invasión, se enviaban a las plazas fuertes más vulnerables. Era más económi
co sostener estas unidades en Europa que en América y también era más fácil
mantener allí el nivel de alistamiento autorizado. 1.a gran debilidad de este siste
ma era el considerable número de bajas por razón de enfermedad que ocasiona
ba el transporte de la tropa a las colonias, el tiempo que debían emplear los sol
dados en adaptarse al ambiente americano y, por último, las numerosas
deserciones que solían producirse durante el traslado. Tampoco se podía garan
tizar que llegaran a tiempo, desde su lejana base europea.
La estrategia básica era sumamente lógica y práctica. Dado que los ingleses,
por su superioridad naval, gozaban de la iniciativa, pudiendo seleccionar el punto
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 327
Ilustración 1
Ilustración 2
1808. Diseño de uniforme para los sargentos de urbanos de intramuros de 1.a Habana.
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos,
Uniformes, CU 1668, 39.
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 329
Ilustración 3
Ilustración 4
1825. Diseño de uniforme para los voluntarios realistas de Santiago de Cuba. Fuente-. Mi
nisterio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Uniformes,
CU 2011,23.
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 333
Ilustración 5
Ilustración 6
Ilustración 7
usar material antiguo. Una vez movilizados, era posible equiparlos con armas
adecuadas, tomadas de la guarnición fija. Así, con un gasto limitado, Su Majes
tad podría contar con un número de defensores capaces de enfrentarse a las nu
tridas huestes británicas.
Aunque el sistema de milicias introducido en Cuba por Riela y O’Rcilly pro
metía remediar la escasez de efectivos en las fuerzas terrestres de las colonias,
también entrañaba enormes riesgos políticos para la Corona y, en especial, para
su soberanía. Armar a la población colonial americana era transferirle, junto
con el conocimiento militar, un elemento fundamental del poder político. Se es
peraba que los cuerpos fijos, dominados por españoles, sirvieran de freno ante el
peligro que podrían suscitar las diferencias políticas entre Madrid y sus vasallos
americanos, pero esta situación exigía un control absoluto sobre el reclutamien
to, lo que resultaba poco menos que imposible. Además, los fondos que costea
ban los gastos militares en América provenían de las cajas coloniales, circunstan
cia que realzaba la influencia criolla. El nuevo sistema militar implicaba un
cambio fundamental en la realidad política del imperio.
En 1764, cuando O’Rcilly y Riela desempeñaban todavía sus respectivas
funciones en Cuba, la Corona mandó a México al teniente general Juan de Vi-
llalba, acompañado de un equipo de cuatro mariscales de campo, 153 oficiales y
780 sargentos, cabos y soldados, con el propósito de reorganizar las milicias,
trabajo que continuó por espacio de varios años. Al salir de Cuba en 1765,
O’Reilly se trasladó a Puerto Rico, donde continuó su empresa reformadora, le
vantando una serie de compañías sueltas, según el nuevo sistema. Durante esta
misma época, la Corte mandó reales órdenes a Buenos Aires, Caracas y Lima,
con el objeto de reorganizar las milicias, enviando en el caso de la primera colo
nia copias del modelo cubano, así como buen número de fusiles y de personal
veterano. Durante la crisis internacional que se produjo en los años 1770-1771,
cuando el gobernador de Buenos Aires expulsó a los ingleses de las islas Malvi
nas, la Corona ordenó organizar milicias regulares en Cartagena, Panamá y San
to Domingo, todas según el Reglamento para las milicias... de Cuba, y reanudó
la tarea en Caracas, donde poco se había logrado. En todos los casos, la Corona
envió uniformes, armas y equipo, así como personal veterano para la instruc
ción. En los años siguientes, el sistema de milicias regulares se extendió a otras
regiones, incluso a Guayaquil en 1775 y a varias zonas interiores de la Nueva
Granada, entre 1776 y 1783.
Con el tiempo, la calidad de las milicias varió enormemente. Muchos cuer
pos voluntarios nunca llegaron a tener mucho más que una presencia nominal,
mientras que otros contribuyeron de manera clave a la defensa de sus localida
des. Por lo general, las unidades que tuvieron la oportunidad de operar al lado
de tropas veteranas en una plaza fuerte a la vera del mar, donde la amenaza ex
tranjera existía inequívocamente, demostraron mayor dedicación al servicio de
las armas que las ubicadas en parajes de tierra adentro, donde los milicianos
nunca habían visto el mar ni tenían conciencia del peligro inminente. También
es probable que los milicianos demostraran más entusiasmo si su comunidad ob
tenía beneficios directos de las inversiones militares y las remesas de situados,
provenientes de otros puntos del imperio, para mantener sus defensas. En esos
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 337
Ilustración 8
Ilustración 9
sito de reducir los gastos de transporte y el número de bajas causado por las muer
tes y las deserciones. En la década de los años 90, los cuerpos veteranos de Ameri
ca contaban con cerca de 29000 efectivos (Marchena Fernández, 1992: 128).
El crecimiento de los instrumentos de planificación y coordinación destina
dos a sostener el nuevo aparato militar fue un factor fundamental en la transfor
mación del sistema de defensa que evolucionó durante el siglo XVIII. «Toda esta
estructura defensiva estuvo cimentada en un gigantesco marco teórico. En efec
to, estrategas y técnicos en el arte de la guerra, burócratas, inspectores y planifi
cadores aunaron esfuerzos para llevar a cabo la reglamentación del nuevo siste
ma defensivo, basándose fundamentalmente en la propia realidad americana.
Así, como todo un cúmulo de informes sobre el estado y funcionamiento de la
estructura militar, mapas y descripciones geográficas, planos de las fortificacio
nes, revistas mensuales de las tropas, etc., se exigirán continuamente a virreyes,
gobernadores y jefes militares para poder llevar a cabo un análisis real del esta
do militar y defensivo de las plazas americanas, previamente a la emisión de
cualquier medida al respecto» (Gómez Pérez, 1992: 15).
Estos reglamentos prescribieron el carácter y tamaño de las guarniciones, sus
armas y uniformes, la instrucción, la financiación y el mantenimiento, las comu
nicaciones y el reclutamiento. Además, algunos ingenieros militares elaboraron
planes especiales para la defensa de ciertas plazas, como fue el caso de Antonio
Arévalo (Cartagena) y Agustín Crame (Cartagena, Santa Marta, Cumaná, Gua-
yana, La Guaira, Puerto Cabello, .Maracaibo, Panamá Omoa y San Juan de Ni
caragua). Al definir la estrategia defensiva, dichos expertos tuvieron en cuenta
los alrededores y las zonas exteriores, así como la población, los recursos huma
nos, la alimentación y demás características generales. Así, el grado de planifica
ción, desde Madrid a la plaza fuerte individual, alcanzó, al menos en teoría, la
altura correspondiente a la época de la Ilustración.
El cuerpo de oficiales, dominado por españoles durante la mayor pane del
siglo xvm, creció en distinción social y preparación profesional a medida que
aumentaba la importancia y el prestigio del ejército. A principios de siglo, la
cantidad de nobles que se encontraban en las guarniciones americanas era prác
ticamente nulo y hacia la mitad del siglo todavía representaban una escasa mi
noría; pero con las reformas de Carlos III esta clase llegó a dominar abrumado
ramente, superando el 80 por ciento a finales de siglo; en las plazas de primera
categoría, la proporción llegó a ser casi del ciento por ciento (Marchena Fernán
dez, 1983: 125-135). La oficialidad del ejército americano había llegado a cons
tituir un núcleo de gran poder y prestigio social.
Para mejorar la enseñanza técnica, se estableció en 1764 la Academia Militar
de Artillería de Segovia. Más tarde esta escuela se dividió y trasladó a Zamora y
Cádiz, y en 1775 se creó la Academia de Caballería de Ocaña. Al otro lado del
océano, en Cartagena de Indias, se fundó una Academia de Matemáticas para In
genieros, en 1730. Las primeras escuelas de artilleros se crearon en 1765 en Mé
xico y Veracruz y, posteriormente, aparecieron otras en muchas de las principales
plazas fuertes. En cuanto a la infantería, una academia funcionó en España por
breve tiempo, pero dado que el método vigente de instruir oficiales, tanto en Eu
ropa como en América, era el sistema de cadetes, los jóvenes que aspiraban al
C O N F L IC T O IN T E R N A C IO N A L . O R D E N C O L O N IA L
Ilustración 10
Y
M IL IT A R IZ A C IÓ N
1781. Diseño de uniformes de los oficiales de milicias de la Villa de Potosí. Fuente*. Ministerio de Educación y
Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Uniformes, CS 437-B, 1.
342 ALLAN KUETHE
los III: «El edificar todas las obras de fortificación que se proyectan en América
como indispensables, enviar las tropas que se piden para cubrir los parajes expues
tos a invasión y completar las dotaciones de pertrechos de todas las plazas, sería
una empresa imposible, aun cuando el Rey de España tuviese a su disposición to
dos los tesoros, los ejércitos y los almacenes de Europa» (Gómez Pérez, 1992: 24).
Desde el principio, el gobierno de Carlos III se percató de que el real erario
tendría que aumentar considerablemente sus ingresos para costear el incremento
de las fuerzas veteranas, la creación de milicias permanentes, el mantenimiento y
la construcción de fortificaciones y el crecimiento de la armada. Por ende, Riela
y O’Reilly procedieron a implantar el nuevo sistema militar en Cuba y, al mismo
tiempo, impulsaron la reforma del dispositivo fiscal y la administración. En los
años siguientes, a medida que el sistema se extendía a otras colonias, se aplica
ron también dichas reformas, consistentes en la subida de los impuestos, la con
cesión de nuevos monopolios y la creación de las intendencias encargadas de
aplicarlos.
Como ya se ha señalado, las plazas fuertes costeñas se financiaban mediante
los situados que remitían las zonas generadoras de abundantes rentas reales. La
caja matriz de México sostenía a La Habana, San Juan, Santo Domingo, la Lui-
siana y San Agustín; Quito y Santa Fe de Bogotá hacían otro tanto con Cartage
na de Indias; Lima financiaba a Panamá y Valdivia; Potosí a Buenos Aires; y Ca
racas, a Maracaibo, Puerto Cabello, Cumaná y Guayana. Estos situados, por
valor de mucho millones de pesos, representaban una importante transferencia
de capitales de las zonas del interior hacia la costa y no pocas veces constituye
ron fuente de resentimiento y protestas por parte de los contribuyentes. Los dis
turbios ocurridos en Quito (1765), en puntos del altiplano peruano (1780) y en
el interior de Nueva Granada (1781) tuvieron como denominador común el des
contento de ver partir la plata, en forma de renta reales, con destino a las plazas
fuertes del litoral. Además, estos fondos casi siempre llegaban con retraso a las
ávidas cajas costeñas, por lo que fue necesario crear un sistema de préstamos en
tre los mercaderes locales y las guarniciones, con lo cual se facilitaba el funcio
namiento del dispositivo de defensa, pero, al mismo tiempo, se dotaba a los fi
nancieros de cierto grado de poder e influencia.
Un gasto adicional, aunque indirecto, lo constituía el impacto de los privile
gios militares sobre la sociedad. Entre ellos cabe citar el fuero militar y una
gama de privilegios que exoneraba a la tropa del pago de ciertas licencias loca
les; los repartimientos generales de los pueblos; las cargas y tutelas contra su vo
luntad, así como el hospedaje de las tropas y los servicios de prisión. El fuero
militar era un privilegio judicial, por el que un soldado gozaba del derecho de
comparecer ante la jurisdicción militar. En el caso de los veteranos y de la mayor
parte de las milicias disciplinadas, este derecho incluía las causas de derecho civil
tanto como las criminales. La razón de ser de este sistema era permitir que los
soldados permanecieran en manos del comandante a fin de que, en caso de
emergencia, no fuera preciso sacarlos de la cárcel ordinaria, sino simplemente de
los calabozos militares.
Debe señalarse que la existencia del fuero militar tuvo consecuencias muy
amplias. En realidad, este privilegio convirtió al cuerpo castrense en una clase
344 ALLAN KUETHE
Ilustración 11
Ilustración 12
aparte, prácticamente autónoma, pues no debía dar cuenta de sus actos ante nin
guna otra institución. Décadas después, cuando la autoridad de la colonia desa
pareció con el proceso revolucionario, los militares asumieron el control de mu
chos de los nuevos Estados independientes. En el período que nos ocupa, el
traslado de un privilegio de esta magnitud a grandes grupos ubicados en muchas
de las zonas más importantes del imperio, y cuyos miembros más dinámicos esta
ban integrados a las milicias, tuvo profundas repercusiones en las estructuras co
loniales. El fuero militar pasó a formar parte de la vida cotidiana, con lo cual al
346 ALLAN KUETHE
que las colonias hubieran podido enviar a España, permaneció en America para
costear la defensa, lo que privó a Madrid de muchos de los frutos del colonialismo
y dejó en manos americanas importantes medios para constituir fortunas locales.
«En definitiva, a comienzos del siglo XIX, el control de la financiación de
todo el aparato defensivo estaba prácticamente en poder de las elites locales, al
amparo de la tremenda dislocación del sistema y de su propia incapacidad para
hacer frente a los mecanismos que él mismo había generado. Ésta sería una de
las causas fundamentales de la formación de un capital financiero propiamente
americano que, en buena medida, posibilitó el surgimiento y desarrollo de la elite
económico-militar después de la independencia» (Gómez Pérez, 1992: 237).
El elevado precio político se hizo evidente en las protestas contra la subida
de las contribuciones impuesta por la Real Hacienda, sobre todo en las zonas del
interior, mientras que en las plazas fuertes surgieron tensiones sociopolíticas, ati
zadas por los privilegios castrenses otorgados a elementos humildes de la pobla
ción; estas tensiones contribuyeron a desestabilizar la comunidad colonial.
Por último, debido a su incapacidad para controlar la composición del cuer
po de oficiales, España se encontró, al iniciarse el siglo xix, con un ejército colo
nial dominado por los criollos y financiado por ellos mismos. A partir de ese
momento, la opción de permanecer como fieles vasallos de la Corona o de em
prender la ruta de la independencia estaba claramente en sus manos.
1. Posiciones regalistas ya habían comenzado a plantearse en el siglo xvn por autores como
Juan de Solórzano Pereira, Pedro Frasso o Juan Luis López.
350 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ
Las décadas finales del siglo XVII y los primeros 50 años del siglo xvm trans
currieron sin que se fundase ninguna nueva diócesis, lo que refuerza la idea de
que hasta la segunda mitad del siglo no se tomaron decisiones importantes en la
Iglesia americana. Sólo con la llegada de Carlos III se procedió a un programa de
erecciones: Mérida y Linares (1777), Sonora (1779), Cuenca (1786), La Habana
(1787), Guayana (1790), Nueva Orleans (1796), Caracas (en 1804, elevada a
archidiócesis) y Salta (1806). Como se aprecia, casi todas las nuevas sedes se en
contraban en zonas de frontera o de creciente auge comercial, reflejo de la preo
cupación de la monarquía por atender la expansión, así como la coyuntura polí
tica y económica que atravesaban las colonias.
Pero para el gobierno religioso no era sólo importante el número de diócesis,
sino la presencia y dedicación de las máximas autoridades: los obispos. Y, con
frecuencia, en este terreno los problemas fueron importantes. La media de per
manencia de un obispo en su sede apenas sobrepasó los diez años a lo largo del
siglo, siendo más corta en la primera mitad que en la segunda. Esta cifra media
indica, lógicamente, que hubo de hecho períodos de gobierno episcopal excesi
vamente breves; a esto hay que añadir que se produjeron también en casi todos
los obispados lapsos más o menos largos de vacancias. Ciertamente hubo prela
dos de larga vida en sus diócesis, como Jerónimo Valdés, que permaneció en
Santiago de Cuba de 1705 a 1729; en el otro extremo estaban diócesis como la
de Cuzco, que tuvo a lo largo del siglo xviii once obispos, a pesar de lo cual es
tuvo 17 años vacante. Además, transcurrieron más de diez años entre los nom
bramientos y las tomas de posesión, con lo que el período real de ocupación fue
de 73 años, y la media por obispo, de menos de siete. Estas circunstancias pro
dujeron un estado de inconstancia bastante generalizado en el gobierno de las
diócesis, con importantes consecuencias para la vida de la Iglesia.
Para explicar el primer hecho hay que tener en cuenta que, habitualmente,
eran elegidos como obispos personas de avanzada edad que morían pronto, o
que, en ocasiones, eran trasladados a una nueva sede. Por lo que se refiere a las
vacantes, a veces se tardaba años en nombrar sucesor, por intereses de la Corona
o por no encontrarse el individuo idóneo. Una vez nombrado, podía transcurrir
más de un año hasta que tomaba posesión de la mitra y no eran raros los casos
en los que no la asumía nunca, por motivos de enfermedad o de falta de interés.
En excesivas ocasiones la persona elegida prefería permanecer en su puesto, don
de tenía condiciones de vida mucho más favorables. Así sucedió con el canónigo
de la catedral de Lima, Fernando de la Sota, quien en 1741 prefirió seguir en su
puesto, donde llevaba ya años gozando de una posición de prestigio social en la
capital virreinal, antes que ir de obispo a la pobre diócesis de Tucumán.
Las ausencias, las estancias cortas y los períodos vacantes significaban un me
nor control y seguimiento de la actividad de la Iglesia. Por contraposición, favo
recían la consolidación de intereses más personales que institucionales en diferen
tes ámbitos de la institución y, con ello, la tendencia a la reafirmación de los
grupos en el interior del clero, a escala local, mencionados más arriba y represen
tados por cabildos eclesiásticos, párrocos y doctrineros de indios. Frente al refor
zamiento de los intereses sociales y económicos regionales, la figura y actuación
de los obispos, cuya presencia en el entorno social era pasajera, a veces se veía
LA R E FO R M A E C L E S IÁ S T IC A
Ilustración 1
Y
M IS IO N A L (S IG L O X V III)
1784. «Plano de la iglesia cathedrál proyectada para la ciudad de Santiago de Cuba por el ingeniero ordinario don Bentura Buce- gj
ta...». Fuente'. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 2269, 494. S
cu
Cn
O
Ilustración 2
A N T O N IO A C O S T A R O D R ÍG U E Z
1784. «Perfil, vista y elevación longitudinal... (de la iglesia proyectada para Santiago de Cuba) por el ingeniero ordinario don Bentura
Buceta». Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 2269, 495.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 357
y otra al cabildo catedralicio, para repartir entre sus miembros. Esta forma de
distribución y las diferencias entre unos obispados y otros explican por qué los
períodos más extensos de vacantes se producían en los obispados más pobres.
Desde luego, aunque obispos y miembros de los cabildos formasen parte de los
grupos dominantes en la colonia, los contrastes entre estos grupos en diferentes
regiones eran notables. En el extremo superior de esta escala había obispos deci
didamente acaudalados que, a pesar de las constantes quejas de las autoridades
eclesiásticas por las solicitudes de la Corona para que constribuyesen a cofinan
ciar guerras, flotas o defensas contra filibusteros, llegaron a atesorar verdaderas
fortunas. Por ejemplo, Juan de Otálora Bravo de Lagunas, obispo de Arequipa
en la primera década del siglo, quien había iniciado su carrera eclesiástica preci
samente como cura de indios en Recuay, hizo una donación personal a Felipe V
de 40000 pesos a su regreso a España.
No era extraño que en diócesis de escasos recursos económicos, sin opciones
tales como la propiedad inmobiliaria, la rural o el comercio, se produjese cierto
absentismo en los cargos. Esto sucedía en Chiapas en 1756, donde el chantre y el
maestrescuela se habían marchado hacía 14 años por dicho motivo y no tenían
intención de volver, según informaba el obispo Vital de Moctezuma.
En 1700 existían en Brasil el arzobispado de Bahía y los obispados de Río de
Janeiro, Olinda y Maranhao, cuyos distritos tenían superficies gigantescas y lí
mites indefinidos hacia el Oeste. En 1720 se creó el obispado de Belem. Los dos
últimos mencionados dependían del arzobispado de Lisboa. También en 1720 se
creó el de Sao Paulo, aunque éste no empezó a funcionar hasta 1745, fecha en se
crearon el de Mariana, en Minas Gerais, y las prelaturas de Goiás y Cuiabá.
A lo largo del siglo XVIII, la presencia de los obispos en sus sedes fue irregular,
como había sucedido en la colonia española. En Bahía o Río de Janeiro, por ejem
plo, hubo una presencia regular de prelados con gobiernos de una duración que
osciló entre 10 y 15 años. Sin embargo, en el obispado de Olinda a finales del
período colonial, o en la diócesis de San Luis de Maranhao, el absentismo fue muy
grande y un buen número de obispos nunca llegaron a incorporarse a sus distritos.
Algunas de estas ausencias tuvieron carácter político, como la de José
Botelho de Matos, arzobispo de Bahía (1742-1760), que se retiró de su cargo a
raíz de su enfrentamiento con el marqués de Pombal por negarse a ejecutar la
expulsión de los jesuitas. Otras, por el contrario, se debieron simplemente a mo
tivos personales, como la de Jacinto Carlos da Silveira, obispo de Maranhao
(1779-1780), que pidió la renuncia aduciendo razones de salud.
La Iglesia brasileña no era especialmente rica, aunque algunos obispos y
miembros de cabildos catedrales incrementaron sustancialmente su patrimonio
personal con la parte correspondiente de los diezmos, las limosnas y otros ingre
sos por ceremonias religiosas. Éste fue el caso de fray Antonio do Desterro Mal-
heiros, benedictino, obispo de Río de Janeiro (1746-1773), quien terminó legan
do su gran propiedad al seminario.
En el siglo xvm, los obispos de las sedes brasileñas fueron mayoritariamente
religiosos —franciscanos, carmelitas, benedictinos...— y abrumadoramente por
tugueses. Los miembros del clero secular fueron minoría y, sólo a finales del siglo,
fueron nombrados algunos criollos en las diócesis de Río de Janeiro y Olinda.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 359
no rfr óflndVicoíítf dciBan xltosií! di ¿obres t'nftrmos qut sirve también toara la Irofoa y ¿Hadaríasdr&¡/a digital.
Y
M IS IO N A L (S IG L O X V III)
1784. «Plano de San Nicolás de Barí, hospital de los pobres enfermos que sirve para la tropa y presidiarios de
esta capital» (Santo Domingo). Firmada en Santo Domingo por Antonio Ladrón de Guevara. Fuente'. Minis
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 989, 523.
362 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ
nes que tenían asignadas doctrinas de indios, otro de ios ingresos lo constituían
las sumas que daban algunos frailes por adelantado para ser designados doctri
neros, a modo de inversión, en la espera de recuperar el adelanto con los ingre
sos que obtuvieran posteriormente en el ejercicio de su labor entre los indios.
En general, las Órdenes religiosas daban la imagen de un clero problemáti
co, relajado en sus costumbres, excesivamente numeroso, falto de disciplina y
con poco control en la selección de sus miembros y en el funcionamiento de mu
chas de sus casas, todo probablemente agravado por las pugnas entre el clero se
cular y el regular durante el siglo xvn. Por esto y porque significaban un fuero
específico dentro del propio fuero esclesiástico que afectaba a la concentración
del poder absoluto, no escaparon a los intentos de reforma de Carlos III.
Coincidiendo casi con la expulsión de la Compañía de Jesús y con los prepa
rativos de los concilios que deberían reformar al clero secular, entre 1767 y
1769, se prepararon visitas generales a las órdenes (una por virreinato y otra
para Filipinas). Tenían como objetivos específicos restablecer la vida en común
en los conventos y reducir su número y dimensión a las necesidades reales. Pero
las Órdenes consideraron que el proyecto era una grave intromisión de la Coro
na y las visitas no dieron los resultados esperados, sin llegarse a plantear siquie
ra una evaluación de lo conseguido.
La vida religiosa en el ámbito urbano reflejaba la riqueza y heterogeneidad
de la sociedad colonial, las diferencias entre las ciudades más ricas y las más mo
destas, y el contraste entre el dogma y la expresión popular de la religión, que
siempre tenía algo de festivo. En las grandes ciudades, eran numerosos los tem
plos: más de 80 había en México, otros tantos en Lima, casi 30 en La Habana...,
y en ellos se multiplicaban las misas durante el día y las más variadas festivida
des y actos litúrgicos a lo largo del año. Parroquias e iglesias diocesanas, así
como los conventos de las Órdenes, conmemoraban prácticamente todo el san
toral y los distintos momentos del calendario litúrgico con misas, sermones y
cánticos, realzados con la exuberante ornamentación barroca y con asistencia de
toda la escala social de la colonia. Lógicamente el lujo y el boato disminuían se
gún la riqueza económica de las ciudades.
Las cofradías eran numerosísimas y muy importantes, no sólo por convocar
a sus miembros al culto de un patrono, sino también desde el punto de vista eco
nómico. Concentraban grandes recursos agrícolas, ganaderos, artesanos y finan
cieros, dependiendo sobre todo del medio social al que pertenecieran sus miem
bros y funcionando con frecuencia como instituciones de crédito. No fueron
pocas las fundadas por comerciantes en el siglo xvin, como la de Nuestra Señora
de Aránzazu, de filiación básicamente vasca, en la capital de México. Carlos III
promovió una reducción de su número y un mayor control de las mismas por las
autoridades civiles, de acuerdo con las líneas generales de las reformas empren
didas. También en torno a ellas giraba buena parte del culto que tenía lugar en
las ciudades (al igual que en el mundo rural, que se mencionará más adelante).
Por último, cualquier acontecimiento social o político daba lugar a celebra
ciones religiosas con procesiones o misas solemnes de acción de gracias: o la lle
gada de un virrey o arzobispo, la entronización o muerte de un monarca o un te
rremoto. En Lima, con motivo de haberse encontrado las hostias robadas de la
LA R E FO R M A E C L E S IÁ S T IC A Y M IS IO N A L (S IG L O
Ilustración 4
X V III)
1797. «Vista de Yglesia parroquial (de San Salvador de Byamo) en su interior, desde la puerta traviesa de
la derecha azia el coro y Puerta principal». Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General gj
parroquia del Sagrario en 1711 y para dar gracias, la cofradía del Santísimo
sacó palio, guión y mazas, y repartió cirios que habían de alumbrar al Santísimo
Sacramento. Según una fuente de la época, se unieron al cortejo sacerdotes y re
ligiosos con sobrepellices y estolas que alternadamente iban incensando al Sacra
mento, oidores de la Real Audiencia y muchos caballeros de la nobleza. A lo lar
go del trayecto se hicieron demostraciones de júbilo y sobre todo al llegar a la
plaza mayor, se lanzaron las campanas al vuelo comenzando por las de la cate
dral; el acto concluyó en el Sagrario con la bendición del Santísimo que impartió
a la muchedumbre el obispo virrey. Aquella noche se encendieron luminarias en
toda la ciudad y la tristeza de los días precedentes, causada por el robo de las sa
gradas formas, se convirtió en júbilo y alegría.
Las ciudades más importantes de Brasil eran los centros de las capitanías y,
en los casos más destacados, las sedes de los obispados, como Bahía, Río de Ja
neiro, Olinda y otras. El resto eran poblaciones menores o simples pueblos y al
deas. Podría decirse que, de mayor a menor importancia de la ciudad, la pro
porción de blancos iba disminuyendo, mezclándose con negros esclavos e
indígenas.
Al no haber producido las sociedades indígenas precoloniales concentracio
nes urbanas, todas las ciudades eran de fundación y poblamiento europeo y este
hecho determinaba el desarrollo de la vida religiosa. Ésta se desenvolvía en tor
no a las parroquias y los conventos de las Órdenes religiosas. A finales del siglo
xviii, la ciudad de Bahía tenía nueve parroquias, Río de Janeiro cuatro —a pesar
de ser la capital del virreinato desde 1763— y las demás, un número menor o
simplemente una, aunque había gran número de capillas y otros lugares de cul
to. Las ceremonias habituales del ritual católico se incrementaban por las cofra
días y por el culto a los santos, y dirigidas por un clero que siempre pareció insu
ficiente a las autoridades religiosas de la colonia.
A diferencia de lo que sucedía en la colonia española, en Brasil no abunda
ron grandes conventos ni colegios de estudios de las órdenes religiosas, siendo
los jesuitas quienes destacaron en este terreno. Su escasez y la práctica falta
también de seminarios trajo como consecuencia la poca relevancia del clero
criollo. Hay que tener en cuenta que los pocos obispos brasileños nombrados a
finales del siglo xvm habían estudiado todos en Portugal. Con objeto de que la
sociedad local pudiese generar más sacerdotes, los obispos de diferentes dióce
sis se empeñaron en fundar y en dar vida a seminarios, tarea que realizaron con
éxito desigual. Así, el de Río de Janeiro lo fundó el obispo franciscano fray An
tonio de Guadalupe (1725-1740), y en Bahía, el arzobispo José Botelho de Ma
tos (1741-1760), que consiguió crear uno con la ayuda de los jesuitas, vio
cómo desaparecía tras la expulsión de esta Orden. A finales del período, ya
existían algunos más.
De igual manera el número de conventos femeninos era corto en la colo
nia. El arzobispo Monteiro da Vide se preocupó por su funcionamiento en Ba
hía y uno de sus sucesores, Botelho de Matos, amplió el censo con nuevas fun
daciones.
El mundo rural era un universo radicalmente diferente al de las ciudades: su
organización, los objetivos de la Iglesia, sus problemas y soluciones..., todo ha
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 365
cía del campo un espacio religioso distinto. En primer lugar, aunque era un
mundo básicamente indígena en casi toda la América española, existían áreas de
población blanca, mestiza y negra, lo que hacía diferente la vida religiosa de
unos casos a otros.
Además, desde el punto de vista de la organización eclesiástica, el campo era
un mundo diverso: existían doctrinas para los indios diferentes canónicamente
de las parroquias de los blancos, misiones, capillas en las haciendas..., y todo
ello repartido entre clérigos y religiosos de las diferentes órdenes. Aunque resul
ta difícil cuantificarlas, las Órdenes religiosas seguían conservando un número
muy importante de doctrinas de indios en el siglo xvm, si bien muy desigual
mente repartidas, siendo mayoría en algunos obispados como Chiapas y minoría
en otras, como Cuzco. Esto hacía que los problemas que se generaban fueran
igualmente diversos.
En el siglo xvm se prosiguió, con más intensidad que antes, la tendencia al
cambio de titularidad de las doctrinas en favor del clero secular. Desde la década
de 1740 se acentuó el interés por el asunto, pero la principal decisión fue la Real
Cédula de 1757, de Fernando VI, que ordenaba secularizar los curatos a medida
que fuesen vacando, previo informe de las autoridades; las órdenes podrían
conservar dos doctrinas por diócesis, siempre que sus titulares viviesen en con
ventos de no menos de ocho miembros. El proceso se aceleró durante el reinado
de Carlos 111, a pesar de actuaciones como las del obispo franciscano de Concep
ción, Angel de Espiñeira, en el concilio regalista de Lima, en defensa de los privi
legios de la órdenes.
Por otra parte, el campo era un mundo distante en mayor o menor medida.
Lo era geográficamente. Salvo los hinterlands más próximos a las ciudades, las
áreas rurales se hallaban a distancias considerables, agravadas por la dificultad
de las comunicaciones, lo cual generaba, por añadidura, una gran distancia ad
ministrativa. El mecanismo normal de control de los curas rurales desde los
obispados era las visitas que los prelados debían hacer anualmente de sus dióce
sis. Pero, aunque hubo algunos que las hicieron con frecuencia y hasta concien
zudamente, esto no era lo habitual; por el contrario, en el siglo xviii, como ante
riormente, los obispos, que en general eran de avanzada edad, visitaron poco sus
distritos, debido también a la extensión y los malos caminos existentes en las
diócesis.
A los obispos los sustituían en el recorrido de las diócesis los visitadores
eclesiásticos, nombrados por aquéllos o por los Cabildos, en caso de sede vacan
te. Pero, por una parte, los visitadores no eran nombrados regularmente y, por
la otra, con frecuencia se producían connivencias entre visitadores, que eran clé
rigos del común, y doctrineros, de modo que el fin de vigilancia y corrección de
los problemas que se procuraba con la visita quedaba anulado en la práctica.
Una consecuencia de lo infrecuente y generalmente ineficaz de las visitas era,
de hecho, una gran autonomía real de los doctrineros. Por esto y por mantener las
pautas de comportamiento que venían siendo habituales desde el siglo XVI, no fal
taron nunca candidatos para cubrir las doctrinas, sobre todo en áreas de cierta ani
mación económica; candidatos que, por cierto, no estaban siempre suficientemente
capacitados intelectualmente como para ejercer su función de cura de almas.
366 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ
2. Ambos autores fueron importantes eslabones en la evolución de las tesis del Regio Vicariato.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 367
hacían excursiones más o menos frecuentes pero, en otros casos, se trataba del
trabajo bastante aislado de un pequeño grupo de religiosos, con escasas posibili
dades de éxito en el objetivo de captar de forma permanente para la religión cató
lica a la población indígena de cierta área. Las Órdenes más destacadas en el tra
bajo misional fueron la de san Francisco y la Compañía de Jesús, aunque no faltó
la presencia de otras y, ocasionalmente, de elementos del clero secular.
La versión más lograda de este método de evangelización fueron las «reduc
ciones», con características organizativas singulares, entre las que estaban los
asentamientos fijos de grupos indígenas, que, de hecho, conferían a esta modali
dad un rango diferenciado. En este caso, los ejemplos más destacados y conoci
dos de reducciones los regentaron los jesuitas en la región guaraní.
La Corona, que veía en las órdenes religiosas un obstáculo aún mayor para
su política por disponer de otro fuero específico dentro del eclesiástico, también
llegó a promover la sustitución de religiosos por clérigos en algunas misiones,
como en el Norte de México. Sin embargo, no siempre fue posible aplicar dicha
sustitución por la dificultad en encontrar sacerdotes seglares en suficiente núme
ro y formación como para hacerse cargo de un trabajo de tal dureza.
Áreas de misiones fueron: Chile, donde trabajaron los franciscanos desde el
Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Concepción, uno de los creados en
1682, y también los jesuitas; todo el Norte argentino, a partir de Tucumán y
hasta el Paraná, también con presencia de los jesuitas, que organizaron reduccio
nes; la Patagonia y las islas Malvinas, donde el trabajo fue muy esporádico; el
Oriente de Solivia, Perú y Ecuador, con presencia de mercedarios, dominicos y
agustinos, que no lograron grandes avances durante el siglo xvm; áreas de la
cuenca del Orinoco en Colombia y Venezuela, en donde, junto a franciscanos,
actuaron capuchinos, agustinos y jesuitas; y las Californias, donde destacó el
trabajo de estos últimos.
Un caso especial entre todos fue el de la Sociedad de Jesús, Orden que ya ha
bía tenido problemas con el poder absoluto de las monarquías católicas
europeas, por su gran influencia social y política, y por la enorme riqueza acu
mulada en sus manos, así como por su autonomía, defendida celosamente frente
al Estado. En América, estas diferencias tuvieron su reflejo, agravado quizás en
el caso de las misiones guaraníes por la diversidad de intereses que confluían so
bre ellas. Éstas ya habían sido objeto de disputas en diferentes ocasiones: en la
década de 1730, por la presiones de los encomenderos, ávidos de población indí
gena; más tarde, en 1750, a causa del Tratado de Límites entre España y Portu
gal, que cedía a Brasil algunos pueblos de las reducciones, donde los esperaban
los bandeirantes, deseosos de esclavizarlos. Por último, en 1767, cuando se pro
dujo la expulsión de la Orden de España y sus dominios, las misiones fueron
abandonadas, —así como las casas, los importantes centros educativos y las em
presas económicas que regentaban en diferentes ciudades—. Su salida produjo
un vacío que se hizo notar en América. En el caso las misiones, algunas fueron
entregadas a los franciscanos, a pesar de cuyo esfuerzo decayó el nivel que habí
an logrado con los jesuitas.
Desde un punto de vista sustitucional, la organización de la Iglesia en el
campo brasileño ofrecía mayor homogeneidad que en la América española. La
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 369
Ilustración 5
Ilustración 6
1781. «Plano de la nueva reducción de indios tobas nombrada San Bernardo de Veriz,
erigida el año 1781». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de In
dias, Mapas y Planos, Buenos Aires, BA 295, 141.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 371
ridades eclesiásticas coloniales a contribuir con sus fondos para intentar paliarla.
Por entonces el estancamiento, cuando no la crisis económica colonial, había
golpeado ya a parte del clero rural; esto ocurría notoriamente en México, pero
también en otras zonas del continente. Al margen de intereses estrictamente eco
nómicos, otros grupos de la Iglesia, que se movían en el campo de la ideas entre
la asunción de un cierto regalismo y la defensa de los intereses americanos, llega
ron a adoptar posturas proclives a los independentistas cuando se desencadenó
la crisis de 1808-1810.
De igual modo que el movimiento emancipador siguió cursos autónomos se
gún las zonas geográficas y en la sociedad se dieron posiciones variadísimas, así
también en la Iglesia se produjeron actitudes diversas que no cabe reducir ni
simplificar. Ni siquiera en la propia cúpula del poder eclesiástico colonial se
adoptó una postura homogénea. Así, aunque un buen número de obispos se
mantuvo fiel a la opción realista y a la conservación del orden político estableci
do —entre ellos algunos criollos como el obispo de Santiago de Chile, Rodríguez
Zorrilla— otros aceptaron sin graves problemas el orden de cosas propuesto por
los independentistas; en este segundo grupo hubo algunos peninsulares, como el
arzobispo de Lima, Las Heras, o el obispo de Popayán, Jiménez de Enciso. En
general, los prelados se debatieron entre sus principios ideológicos y las propues
tas emancipadoras, pero los hubo que, por fidelidad a su feligresía, sobrelleva
ron las alternancias del conflicto con gran habilidad y pragmatismo, como ocu
rrió con el arzobispo de Caracas, Coll y Prat.
Si esto fue así entre la dirección de la Iglesia colonial, las posiciones fueron
aún menos claras y, por lo general, más vinculadas a los intereses locales, entre
el clero rural o en las órdenes religiosas. En este ambiente se produjeron nume
rosas desafecciones a la causa realista. De nuevo, en México el número de cléri
gos y religiosos que se pronunciaron contra las autoridades virreinales fue consi
derable. Frente a ellos la autoridad religiosa —prelados o provinciales de las
Órdenes— no mostraron suficiente capacidad de control, produciéndose excesi
vas desobediencias. De estos comportamientos ya habían existido numerosos
precedentes desde la década de 1790. De aquí que la monarquía hiciera hincapié
en el asunto de la inmunidad.
Por lo que respecta a la Iglesia, las guerras de la independencia tuvieron efec
tos de indudable alcance. Las luchas acarrearon una grave fragmentación social
durante su desarrollo, tanto entre los miembros de la propia institución, como
entre los fieles, alineados en uno u otro bando. Además, desencadenaron la pa
radoja de que, declarándose católicas las nuevas naciones e incluso aspirando los
nuevos gobiernos a heredar el Patronato de la monarquía española, no pudieron
tener relación con Roma durante un considerable período de tiempo porque los
sucesivos papas Pío VII, León XII y Pío VIII sólo reconocieron a Fernando VII
como máxima autoridad política en América. Por esto, muchas sedes episcopales
americanas permanecieron vacantes hasta que, después de muchos esfuerzos, las
repúblicas americanas fueron reconocidas en 1831 por Gregorio XVI, quien co
menzó a nombrar nuevos obispos para América.
Aunque la emancipación de Brasil fue menos traumática que la de la Améri
ca española, no por eso la Iglesia dejó de desempeñar un papel en la misma.
LA R EFO R M A E C L E S IÁ S T IC A Y M IS IO N A L (S IG L O
Ilustración 7
X V III)
1797. «Prospecto del Pórtico y Torre de la Yglesia Parroquial de San Salvador de Bayamo». Fuente-. Minis
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 2258, 601.
374 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ
Como podría suponerse, el traslado de la Corte a la colonia fue muy bien acep
tado por el clero en general, porque significaba en cierto modo una elevación de
su categoría en relación con la de la metrópoli. Fue el benedictino, fray José de
Santa Escolástica, arzobispo de Bahía (1805-1814), el encargado de recibir al
que era patrono de la Iglesia de la colonia, el rey Juan VI.
Durante la estancia de la Corte en Brasil se produjo algún roce entre la mo
narquía y Pío VII, aunque no de origen político, con motivo del nombramiento
del arzobispo de Bahía en la persona del franciscano, fray Francisco de San Dá
maso de Abreu Vieira (1815-1816), a cuya confirmación se resistió el papa du
rante cierto tiempo.
Sin embargo, en 1822, cuando al regreso de la Corte a Lisboa se produjo la
independencia, se iniciaron algunas dificultades diplomáticas. En esa ocasión,
una parte del clero que había venido propugnando la emancipación se mostró
abierto partidario de la misma, en tanto que otro sector se manifestó decidida
mente en contra. Así, cuando el nuevo Estado pretendió heredar los mismos pri
vilegios que hasta entonces tenía la monarquía portuguesa, algunos miembros
del último grupo optaron por la fidelidad al vínculo Roma-Lisboa, oponiéndose
a tales aspiraciones. Un ejemplo fue el obispo de Río de Janeiro, José Caetano da
Silva (1808-1833), quien sugirió a Roma no conceder al emperador el derecho
de Patronato sobre la Iglesia brasileña. Como sucedió con las nuevas y católicas
repúblicas sudamericanas, tendría que transcurrir también algún tiempo antes
de que la Santa Sede aceptase la nueva realidad y normalizase sus relaciones con
la recién creada monarquía.
17
Christine Hünefeldt
Braudel nos dice que la formación de las ciudades fue resultado de la expansión
económica, pero que, al mismo tiempo, las ciudades generaron expansión; asi
mismo, las ciudades solamente existen en relación con una forma de vida econó
micamente inferior a la propia (1981: 479, 481). El resultado de esta dialéctica
es la interdependencia de múltiples formas de organización social, que hacen di
fícil fijar cuándo existe una ciudad, y también sus límites espaciales y sus múlti
ples patrones de transformación*.
Para las ciudades, la interdependencia tanto con poblados menores como
con el vagamente definido hinterland es necesaria porque la noción de mercado
es central a la vida urbana. Esto es cierto, tanto en función de un mercado de
productos, como por lo que respecta al movimiento y la supervivencia demográ
fica de las ciudades, o sea al mercado laboral. En contextos históricos en los que
el crecimiento vegetativo de la población es lento (o incluso negativo), la inmi
gración y el reclutamiento (y compra) de hombres, mujeres y niños para la ciu
dad pueden ser los únicos componentes del crecimiento demográfico urbano.
Hasta bien entrado el siglo xix, las ciudades de América Latina registran
una tasa de mortalidad mayor a la de natalidad, precisamente por la concentra
ción demográfica. Ésta multiplicaba el contagio de epidemias como consecuen
cia del débil desarrollo de la higiene, de la profesión y el conocimiento médicos.
Una explicación adicional del limitado crecimiento vegetativo remite a una, to
davía mal explicada, baja fertilidad.
A pesar de las críticas que merecen las recopilaciones estadísticas1
2, y particu
larmente las que intentan identificar y comparar niveles de urbanización con da-
1. Estas dificultades han sido reiteradas en varios trabajos de síntesis sobre el tema de las ciu
dades. Una muestra es la proliferación de trabajos que pueden considerarse como historia urbana y
que incluyen una variada gama de ensayos y publicaciones en diferentes sectores y disciplinas. Morsa
reunió unos 400 títulos en 1965. Diez años más tarde, Schaedel (1975: 55) asegura que la simple ta
rea de recopilación es imposible. Y, en 1984, Borah (535-554) pone en manos de Dios la multiplici
dad de los lincamientos posibles de investigación urbana.
2. Sobre las dificultades, la relativa imprecisión de los datos censales y un análisis de cómo los
conreos reflejan la lógica de dominación imperial, más que la realidad, ver Lombardi (1981: 11-23).
376 CHRISTINE HÜNEFELDT
Ilustración 1
Hay acuerdo en señalar que entre 1550 y 1800, América Latina vivió dos gran
des fases de urbanización. La primera comprendida entre 1550 y 1700-1730,
esencialmente ligada a la producción de metales preciosos en los centros del po
der colonial (los virreinatos de Nueva España y del Perú). Durante este período,
ambos espacios concentraban a la mitad de todas las grandes ciudades de Amé
rica Latina. Otra fase, la comprendida entre 1680-1800, tuvo su eje en la expan
sión de la producción agroexportadora, sobre todo en Brasil y las Antillas. Har
doy (1991: 153, 248) caracteriza el siglo XVIII por la renovación de la actividad
fundacional, a pesar de que aún a finales de siglo, la superficie construida de las
ciudades no alcanzaba, en la mayoría de los casos, al área original. Una explica
ción que ofrece el mismo autor es la generosidad física con la que fueron conce
bidos ios límites urbanos en el siglo xvi (Hardoy, 1991: 12)4. Esta nueva etapa
fundacional incluía las conquistas de las misiones religiosas, los desembarcade
ros, y los poblados que espontáneamente surgieron, respondiendo a necesidades
productivas y a asentamientos en «la vera del camino» hacia algún centro pro
ductor o un mercado urbano mayor (Hardoy, 1991: 248). En términos cuantita
tivos, el número de centros fundados entre 1740 y 1790 fue comparable al nú
3. Potosí y Oruro decaerían notoriamente en el transcurso del siglo xvm, para no recuperar
nunca más los niveles aquí registrados. Su vida dependía de las minas, y éstas se agotaron.
4. Excepciones a este patrón fueron, según Hardoy, los principales centros administrativos y
puertos, entre ellos la Ciudad de México, Cartagena, La Habana, Salvador y Río de Janeiro.
378 CHRISTINE HÜNEFELDT
C R E C IM IE N T O DE LAS C IU D A D E S
1776 Plano del proyecto de la nueva ciudad de Guatemala. Por Luis Diez Navarro Ministe
rio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, GU 463, 2 .
380 CHRISTINE HÜNEFELDT
las epidemias en Ciudad de México en el transcurso del siglo xviii; y la cifra es aún más impresio
nante para Puebla (135000). Una epidemia de sarampión en Caracas en 1764 habría diezmado a la
cuarta parte de la población. La viruela, el sarampión, la disentería y la fiebre tifoidea fueron las en
fermedades más comunes (Sánchez Albornoz, 1968: 76, 89-90).
EL
Ilustración 3
C R E C IM IE N T O DE LAS C IU D A D E S
1776. Plano de la ciudad de Río de Janeiro. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y
Planos, Buenos Aires, BA 528, 113.
382 CHRISTINE HÜNEFELDT
8. Se enuncia que el 28 de octubre de 1746 Lima y El Callao quedaron destruidos por un te
rremoto que mató a más de 10000 personas y dejó en Lima 25 casas en pie.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 383
9. F.n este contexto los trabajos pioneros de Assadourian (1982) y Garavagiia (1983) remiten
a una problemática similar desde la óptica de la formación del mercado interno colonial.
384 CHRlSTINE HÜNEFELDT
Ilustración 4
to. Hardoy (1991: 380) da una cifra de 50000 habitantes hacia finales del siglo xvm para la
ciudad de Salvador. Aun así, Salvador y Río de Janeiro hacia finales del siglo eran las dos ciudades
de mayor población de Brasil. Lahmeyer (1978: 230) indica que en 1706 Salvador tenía 31601 habi
tantes y 39209 en 1780, una expansión no tan notable como la registrada por Hardoy, que según la
autora estuvo basada en la producción de azúcar, tabaco y cachaza. De la cifra total, anota Sánchez-
Albomoz (1968: 73), Villa Rica importó en 1718 35094 esclavos, que fueron las únicas personas a
quienes se permitió emigrar en medio de la guerra de los emboabas.
386 CHRISTINE HÚNEFELDT
11. Una evaluación de las dificultades y los logros de la política de ampliación de infraestruc
turas en Lima aparece en Fisher (1981: 186 y ss.).
Ilustración 5 00
00
C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1763. Casas Consistoriales de San Miguel de Tegucigalpa de Heredia. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Ar
chivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, GU 595, 307.
EL CRECIMIENTO OE LAS CIUDADES 389
12. Las dificultades de este control también las ha descrito Contreras (1982: 17 y ss.) para el
caso de la ciudad productora del mercurio peruano, Huancavelica. Aquí, en 1667, las autoridades
descubrieron una conspiración dirigida por los caciques indígenas de dos parroquias circundantes,
en la que se pensaba asesinar a todos los españoles y a la que se agregaron mulatos.
390
Ilustración 6
C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1791. «Vista y elevación de la casa del governador de Cuba» y «Vista y elevación de la casa de ayuntamiento arruinada
por el terremoto del año 1766». Firmado por Vaillant, gobernador. Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo
General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 328, 560.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 391
13. Esta síntesis es presentada por Morse (1988: 189-90), tomando como base los trabajos de
Greenow (1979); Conniff (1977); Socolow (1978).
392 CHRISTINE HÜNEFELDT
14. Un comentario similar, que no sorprende, ha sido vertido por Braudel al enjuiciar a Sevilla
y a la economía imperial española: «El principal defecto de la economía española imperial consistió
en que tuvo su base en Sevilla —ciudad controlada por funcionarios poco honrados y durante mu
cho tiempo dominada por capitalistas extranjeros—, en vez de en una ciudad poderosa, libre y capaz
de crear y llevar a cabo una política económica propia * (1981: 514).
15. A través de extensas redes familiares hacia finales del siglo xvm, las familias notables am
pliaron su control espacial desde las ciudades hacia otras provincias coloniales. Sus estrategias han
sido descritas en varios de los trabajos ya citados, y han sido presentadas como estrategias de las fa
milias notables en Balmori, Voss y Wortman (1984).
16. El autor indica que en las comunidades de la intendencia de Puebla en escasos 25 años, és
tas contaban con un sobrante de 176000 pesos, cantidad que no es nada despreciable, ni para los
más ricos comerciantes del lugar.
17. Respectivamente analizados por Van Young (1981) y Wibcl (1975); ver sobre todo la
mención explícita a este hecho (p. 94), en el contexto de estudios regionales.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 393
C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1794. «Plano y perfil del Puente Nuebo que se halla situado a estramuros esta ciudad» (La Habana). Fuente*. Ministerio de
Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 1494, 575.
EL CRECIMIENTO OE LAS CIUDADES 395
nes similares se observan en Bahía, Río de Janeiro, Sao Paulo y Lima. En todas
estas ciudades, la relativa concentración de población esclava por unidad domés
tica fue baja, lo que indica una dispersión de la propiedad esclava, y una alta in
cidencia de convivencia entre blancos1819 y esclavos. Según cálculos realizados por
Kuznesof (1980b: 85), el 50% de las unidades domésticas de Sao Paulo conta
ban con por lo menos un esclavo en 1765, y menos del 10% tenían cuatro escla
vos. (Schwartz, 1982: 76-77) proporciona datos concretos sobre la propiedad de
esclavos en Sao Paulo, Ouro Preto y parroquias de Salvador entre 1775 y 1836,
concluyendo que la esclavitud fue una práctica extendida por todo Brasil, como
también evidenciaron viajeros de la época.
El paulatino proceso de manumisión (y, sobre rodo, automanumisión) rompió
este esquema de convivencia amo-esclavo, y dio paso al surgimiento (y crecimien
to) de áreas urbanas con una abrumadora mayoría de pobladores de piel oscura.
La parroquia de San Lázaro en Lima fue uno de esos lugares (Hünefeldt, 1992).
A pesar de la tendencia a la separación racial, hubo también tendencias a la
convivencia espacial. Esto es cierto, sobre todo, en los sectores intermedios de la
ciudad. En los edificios del centro de la ciudad (como en el caso de Buenos Ai
res), podían convivir y alternar comerciantes, burócratas y artesanos. Represen
taban así un microcosmos de la vida social y económica (Johnson y Socolow,
1980: 346 y ss).
El mestizaje fue un fenómeno que paulatinamente socavó no sólo los inten
tos de segregación étnica relanzados hacia mediados del siglo xvm (Morse,
1988: 185-186), sino también las lindes geográfico-espaciales. Por ejemplo, la
relación entre población indígena y española de 10:1, vigente en la Ciudad de
México hacia mediados del siglo xvi, se redujo a finales del siglo xvm a una
proporción de 1:2”. Ésta fue una realidad irreversible, a pesar de la retórica en
contra, y a pesar de los alicientes generados por la Corona española, que alentó
a los empresarios privados mediante concesiones de grandes extensiones de tie
rras, la venta de títulos nobiliarios e incluso con premios en efectivo, para que
los españoles decidieran asentarse en las colonias. Estas políticas atrajeron a al
gunas humildes familias españolas, a quienes se entregaban solares urbanos y
tierras en el ámbito rural, con la exención de impuestos (Hardoy, 1991: 248 )20.
Las castas fueron objeto de un proceso de disolución similar, en medio de un
intento barroco de multiplicación de la nomenclatura racial. Es evidente que lo
difuso de las fronteras étnicas y de clase fue resultado de mecanismos de movili
dad social proporcionados en buena medida por las ciudades y por el aumento
de las migraciones internas. Todo esto condujo paulatinamente al resquebraja
miento (no a la cancelación) de las estructuras corporativas.«Las categorías étni
18. No sólo hubo blancos propietarios de esclavos, también los hubo indígenas o de castas e
incluso esclavos, pero es indudable que los blancos representaban la mayoría de los propietarios de
esclavos.
19. Lo mismo es cierto para Antequera en Oaxaca (Chance y Taylor, 1978).
20. La actividad fundacional tuvo como contrapartida un mayor interés en la vida y la confor
mación social y espacial de las ciudades coloniales. Una prueba de este interés es la significativa evo
lución de los diseños cartográficos en este período (Hardoy, 1991).
396 CHRISTINE HÜNEFELDT
cas dieron paso a una diferenciación entre gente decente y la plebe. Tales cam
bios, —según Morse (1988: 166)— atestiguan una fuerte crisis de autoridad, un
relajamiento de los mecanismos de control social y un mayor cuestionamiento
por parte de las capas “populares” citadinas».
Sobre el trasfondo de estos cambios, cada vez resulta más evidente que, con
la excepción de los peninsulares, las divisiones raciales coincidían cada vez me
nos con las jerarquías socioeconómicas, al menos con aquella que las autorida
des y los defensores del statu quo consideraban la jerarquía deseada. Más aún
—y no únicamente con las «gracias al sacar»2*— en el transcurso del ciclo vital
un individuo podía variar su condición racial. Con suficiente dinero acumula
do, la percepción sobre el individuo se «blanquearía» (Chance y Taylor, 1977:
481)“.
A pesar de eso, raza, filiación corporativa, ocupación e identificación cultu
ral siguieron siendo variables importantes en la determinación de la ubicación de
hombres y mujeres en la ciudad (Hoberman y Socolow, 1986: 8). Esto es visible
también en la ubicación espacial. Sólo del 20 al 25% de indios y negros vivían
en lugares considerados urbanos. Blancos y mestizos sumaban el 20% de la po
blación rural y el 50% de la población urbana. Los mulatos tenían una presen
cia similar a la negra en los contextos rurales, pero representaban casi el doble
de la población negra en las ciudades (Morse, 1988: 187-188). De esta manera,
las ciudades —en términos de sus procesos internos— presentaban una curiosa
combinación de movilidad e inmovilidad... «Al mismo tiempo que se afirmaba
un orden social jerárquico, se observaba cierta movilidad social» (Hoberman y
Socolow, 1986: 10).
La mayor movilidad social estuvo acompañada de una mayor movilidad es
pacial, no sólo en el interior de las ciudades, sino también hacia las ciudades. Si
guiendo las rutas del comercio, miles de personas llegaron a la ciudad; unos para
vender o comprar y luego volver, otros para quedarse un tiempo, y otros que
por múltiples motivos decidían quedarse.
Hacia la Ciudad de México conducían nueve rutas de comercio, sobre las
cuales transitaban cientos de recuas de muías y carretas de bueyes. Los pueblos
indígenas de la ruta se convirtieron en puntos de descanso y servicio para los
transeúntes. AI estar ubicada en el centro del virreinato, la Ciudad de México vi
vió un trajinar terrestre mucho más intenso que Lima, que por su cercanía a la
costa del Pacífico y sus características de valle rodeado de desiertos, recurrió a
circuitos de abastecimiento mucho más alejados (MacLeod, 1988: 348).
Este continuo movimiento fue razón y consecuencia de un mayor dinamismo
de las ciudades, trajo aparejado el incremento y la diversificación de los empleos
existentes e incrementó el número de quienes no pudieron ser absorbidos por un
mercado laboral que crecía mucho más lentamente.
21. Certificados obtenibles a cambio de un pago para obtener una mayor blancura de piel.
22. En este estudio, los autores evalúan los criterios de categoría en Oaxaca (Antequera). La
prueba final que ofrecen son las características de los contrayentes matrimoniales. Una progresiva in
tegración indígena en el grupo blanco-mestizo y la reducción de la población guaraní por los jesui
tas, modificaron el reparto étnico en el Paraguay colonial.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 397
Cada vez más, las investigaciones demuestran que las ciudades —particular
mente en el siglo xvni— fueron núcleos demográficamente inestables. El aumen
to demográfico y el consecuente aumento de presión sobre los recursos rurales
convirtieron a la ciudad en uno de los puntos de llegada de población excedente.
En este aspecto, muchos de los procesos observados en Europa durante la transi
ción hacia la industrialización son muy similares a lo que aconteció en América
Latina. A pesar de los reiterados lamentos acerca de la ausencia de investigacio
nes sobre los patrones migratorios latinoamericanos23, en los últimos años se
han formulado varias propuestas valiosas en esta dirección. Si bien el análisis de
las migraciones se ha centrado en áreas rurales y pueblos, y aquí se ha investiga
do la migración fundamentalmente a partir del origen de los contrayentes matri
moniales (Kicza, 1990: 193), cada vez se avanza más hacia propuestas compre
hensivas, como los trabajos referentes a los mecanismos de absorción de la
población migrante en las ciudades24.
Scardaville sugiere que de la mitad a dos tercios del crecimiento demográfico
de la Ciudad de México hacia finales del siglo xvm fue consecuencia de la migra
ción. Aproximaciones similares se han calculado para Guadalajara, donde hacia
1822 de un cuarto a un tercio de la población había nacido en otros lugares. En
el censo de 1792, en Lima se registraron 2093 sirvientes, 1027 artesanos, 9229
esclavos y 19232 (¡el 38% de la población total!) vagos. Entre los vagos se enu
meraba a «mercachifles y zánganos». Entre 1770 y 1810, el 25% de los testantes
declaró ser oriundo de provincias (citado en Flores Galindo, 1984: 156 y ss). Los
porcentajes de inmigrantes registrados en las licencias matrimoniales de Lima dos
décadas más tarde son aún más altos: alrededor del 40% de los habitantes de
Lima eran inmigrantes de provincias del virreinato (Hünefeldt, mss).
Los migrantes eran personas jóvenes, comprendidas entre los 18 y 35 años, y
mujeres (también jóvenes). En México, el predominio de las mujeres se explica
en parte por la posibilidad de su inserción en el servicio doméstico (Arrom,
1978: 380; Kicza, 1990: 207). Lo que fue cierto para la Ciudad de México, tam
bién lo fue para otras ciudades (Borah y Cook, 1977-1980; Lombardi, 1976).
Probablemente esto indica que ésta fue la primera opción en el marco de una es
trategia familiar para aliviar la presión sobre quienes permanecían en alguna al
dea rural. Pocos migrantes llegaban directamente a las grandes urbes; la migra
ción fue escalonada. Las castas y la población hispana recorrían distancias
mayores que la población indígena, que en su mayoría provenía de las zonas de
influencia inmediata de la ciudad. En términos absolutos, en lugares de abun
dante población indígena, la migración indígena hacia las ciudades fue la más
numerosa (Chance, 1975).
En Querétaro, como en otras ciudades, muchos indios y mulatos iban a la
ciudad durante las lluvias de verano. Buscaban trabajo en los talleres manufac
23. Cada uno de los trabajos incluidos en la compilación de Robinson (1990) abre su respecti
vo análisis con este lamento.
24. Véase el trabajo de Chance y Taylor (1978) sobre la integración indígena en los barrios de
Oaxaca, y el trabajo de Greenow (1981: 119-147) para una evaluación sobre el significado de la mo
vilidad interregional para los diversos grupos raciales.
398 CHRISTINE HÚNEFELDT
25. Evidencias sistemáticas se han registrado en la población esclava de Bahía (Gudeman y Schwartz,
1984: 35-58).
26. Un sistema cuyas connotaciones políticas y económicas han descrito Blank (1971) sobre
períodos anteriores en Caracas.
27. Como en relación a otros episodios históricos, también sobre este tema las investigaciones
sobre México son las más copiosas.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 399
C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1815. Mapa de la costa de Guatemala desde el puerto de Trujillo hasta la colonia inglesa de' Wallis. Fuente.
Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, GU 690, Z7Z.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 401
Desde siempre, la Corona española mostró su interés en paliar los decantados su
frimientos de los pobladores urbanos alentando y ocasionalmente subvencionan
do la construcción de hospitales, orfanatos y escuelas. Estas instituciones estuvie
ron bajo la égida de la Iglesia, que promovía las bondades de la caridad, la
piedad y la ayuda al prójimo. La efectividad del discurso y la acción eclesiástica
la demuestran las donaciones, los legados testamentarios y las libertades gracio
sas a los esclavos. La Iglesia también regía la vida intelectual y espiritual. Una ac
ción más directa del Estado es perceptible, por ejemplo, en la creación de los
montes de piedad en 1775 y en la construcción de almacenes desde una fecha tan
temprana como 1578 en la Ciudad de México. Por el éxito obtenido, la Corona
ordenó erigir estos almacenes en todo el territorio colonial. Asimismo, debido a
las altas tasas de desempleo, la creación de nuevos pueblos y ciudades obedeció
también a un intento de generar más empleo (Haslip-Viera, 1986: 302). Pero Ins
paliativos no fueron suficientes. Ante las múltiples quejas de los vecinos por el de
sorden y la impertinencia de las capas (cada vez menos) subordinadas, fue nece
sario pensar en la organización de cuerpos policiales y militares.
Hacia finales del siglo xviii, gran parte de las ciudades mayores contaban con
cuerpos de alcaldes de barrio, que idealmente debían controlar la vida urbana, y
eventualmente intervenir con mano fuerte en las disputas callejeras, los asaltos y
hasta en los conflictos conyugales (que muchas veces se ventilaban públicamen
te). Sin embargo, fueron poco eficaces, en pane porque la gente «decente» nom
brada para el cargo, solía rehuir sus responsabilidades y ocasionalmente incluso
las delegaba en sus esclavos (Hünefeldt, 1992). Los cuerpos militares (las mili
cias) estuvieron formados por morenos y pardos, ocasionalmente por indígenas, y
por tanto merecían poca confianza y generaban muchos temores.
Uno de los subcapítulos del libro de Flores Galindo (1984: 162 y ss.) sobre
Lima se titula «La ciudad como cárcel», indicando que el reformismo borbónico
incluía la represión y que la organización carcelaria fue parte de la mecánica de
dominación. Pero fue una represión peculiar. Aparte de tres cárceles, en Lima
unas cuarenta panaderías, algunas zapaterías y las obras públicas servían de ins
tancias de castigo; de manera que el castigo «no tenía espacio definido y reserva
do», y se prestaba a un uso privado de la violencia. Tal vez la persecución de la
vagancia sea la expresión más viva de esto y de la oposición que estas actitudes
debieron crear entre los afectados.
402 CHRISTINE HÜNEFELDT
28. Véase las revueltas con participación de las plebes citadas en Haslip-Viera (1986: 301): en
Potosí en 1586; la peddlers wat en Recife en 1710; la revuelta de los comuneros en Nueva Granada
en 1781; y las protestas —en varias oportunidades— por la falta de maíz la Ciudad de México, de
las que una de las más fuertes fue la de 1692. Habría que agregar tal vez, para el caso de Nueva Gra
nada, la movilización de 1749 en Caracas (Ferry, 1989), y el levantamiento en Quito en 1765 en
contra de la creación de un monopolio de aguardiente y la introducción de reformas en la adminis
tración de impuestos a la venta en la ciudad. Hechos similares se registran en Cali (1743), Popayán,
y en una época tan temprana como 1727 en Tunja (McFarlane, 1985).
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 403
29. El trabajo pionero de Socolow sobre la criminalidad contra las mujeres en Buenos Aires,
aún no ha sido imitado para otras ciudades de América Latina. Es uno de los pocos trabajos en que se
toma como enfoque la perspectiva de las víctimas de la violencia. La importancia de investigaciones
en esta dirección están señaladas por la autora: «In the case of crime involving women in colonial
Buenos Aires, crime was usually committed by family, friends, acquaintances and ncighbours (...].
The localized nature of crime reflected the familiar perimeters oí the femenine world- (1980: 43-44).
30. Éste es un cálculo muy aproximado a partir de algunos datos aislados. Veáse Flores Galin
do (1984: 175) para Lima.
31. Macera (1977: 316-317) describe que un abogado de la Real Audiencia de Lima hacia co
mienzos del siglo X1X afirmaba que los casados, personas de honor o de extraño fuero [sacerdotes]
podían legítimamente abandonar a sus hijos si los amenazaba infamia. También aquellos que por
pobreza no podían alimentar a sus hijos tenían algo así como una disculpa social para hacerlo. El
honor —se decía— era un valor superior a los hijos y la propia vida. Entre 1796 y i801, el asilo de
huérfanos albergaba 1109 criaturas.
404 CHRISTINE HÜNEFELDT
32. «Although five-sixths of México City women married, and four-fifths of thosc had chil-
dren, a substantial number never experienced marriage or motherhood, and about one-third of the
adult women lived without the company of a husband or offspring at any given time» (Arrom, 1985:
129). Y, aun si las mujeres estaban casadas, una ocupación del marido, como ser comerciante o tra
bajador eventual, podía implicar largas ausencias que tendrían que ser suplidas por las mujeres que
se quedaban. Ver por ejemplo para el caso brasileño Russell-Wood, 1985: 223.
33. Por ejemplo, las huelgas en las panaderías y la factoría de tabacos en Ciudad de México
en 1780, 1782 y 1794.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 405
1. La primera parte de este capítulo pertenece a Frédérique Langue y la segunda a Jorge Hi
dalgo Lehuedé quien agradece el tiempo y apoyo del proyecto Fondccyt 1941/99.
408 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE
Ilustración 1
DISTRIBUCIÓN REGIONAL DE LA POBLACIÓN INDÍGENA (SIGLO XVIII)
Región Población %
Nueva España................................................................................................. 2500000 43.00
Centro América.............................................................................................. 478609 51.00
Nuevo Reino de Granada (Venezuela, Colombia, Ecuador).............. 714723 33.00
Perú .................................................................................................................. 784000 60.00
Alto Perú.......................................................................................................... 480000 60.00
Paraguay.......................................................................................................... 9748 10.00
Uruguay .......................................................................................................... 400 1.30
Chile.................................................................................................................. 191050 36.00
Argentina ........................................................................................................ 200000 50.00
Misiones u otros............................................................................................ 1566465
Total ............................... 6925000 46.14
Puente: Viccnt Vives, J., 1979: 279.
Ilustración 2
POBLACIÓN DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA EN 1789,
POR CATEGORÍA ÉTNICA Y LUGAR DE RESIDENCIA
En cuanto a la caracterización de los grupos étnicos por grandes áreas del virrei
nato de Nueva España, hay que subrayar la densidad de población en general en
las regiones de Guanajuato, Puebla (301), Valladolid, Oaxaca (120) y México
(superior al promedio novohispano de 105 hab/legua), a diferencia de regiones
periféricas como las provincias internas (Sonora, Sinaloa) y de Baja California.
El Suroeste, Oaxaca y Chiapas, albergó zonas de poblamiento indígena que coe
xistieron con las villas de criollos y españoles. En las regiones desérticas del Ñor-
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 409
LA POBLACIÓN ANDINA
Existe consenso entre los investigadores acerca de que la población andina inició
un proceso de recuperación demográfica en la segunda década del siglo xviii;
este crecimiento ha sido calificado por Sánchez Albornoz (1990: 31-33) como tí
mido, contradictorio y lento. Se supone, con ciertos antecedentes, que si pudié
ramos reconstruir esa(s) curva(s) mostraría(n) varias ondulaciones, marcadas
414 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE
por bajas producidas por epidemias que diezmaron a la población andina y por
paulatinos aumentos, acelerados o estancados, en algunos casos, por migracio
nes indígenas de una provincia a otra. Para ofrecer una idea de la tendencia ge
neral, se puede citar a Cook (1965: 93), quien calcula para los años 1628, 1754
y 1795 un total de población indígena del Perú correspondiente a su actual terri
torio de: 785187, 350216 y 608892 respectivamente. Golte, a su vez, presenta
el siguiente cuadro (Ilustración 3) para indicar la evolución de la población indí
gena del virreinato pero sin incluir los departamentos de Misque, La Paz y Chu-
quisaca:
Ilustración 3
EVOLUCIÓN DE LA POBLACIÓN INDÍGENA
En el ámbito de las regiones los resultados son disímiles, como hemos señala
do. Las diez provincias del Cuzco en 1689-1690 sumaban una población de
112650 indígenas que constituían el 94.3% de la población total; en 1786 suma
ban 174623 que representaban el 82.6%. de los habitantes (Mórner, 1978: 19) y
un incremento de la población del 35.5% en el período. En Cochambamba, la
población indígena aumentó desde 26 500 personas en 1683, a 59300 en 1808,
un aumento del 55% (Larson, 1982: 20). Arica y Tarapacá incrementaron su po
blación nativa de 1752 a 1792 en 8 169 y 4471 a 12 870 y 5406 habitantes res
pectivamente, con aumentos porcentuales del 36.5% y el 17.3%.
Si estos datos indican un relativo fortalecimiento demográfico de la pobla
ción indígena, otros grupos crecían en el siglo XVI1I a un ritmo mayor; aun cuan
do los andinos seguían siendo más del 50% de la población total, la tendencia
proporcional era decreciente. El aumento del mestizaje y de la población blanca,
así como las múltiples interrelaciones económicas entre los distintos grupos de la
sociedad colonial y el aumento de las cargas fiscales, afectaron a los programas
movilizadores de la población andina, a la vez que le ofrecieron oportunidades
de plantear nuevas alianzas. Según el censo de 1795, la población del Perú (com
puesta por las intendencias de Lima, Tarma, Huamanga, Huancavelica, Cuzco,
Arequipa y Trujillo) sumaba 1 151207 habitantes, que se subdividían en 140890
españoles (12.63%); 648615 indios (58.16%); 244313 mestizos (21.90%);
41004 negros libres (3.67%) y 40 385 esclavos (3.62%) La mayor parte de la
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 415
siglo XVIII. El curaca, personaje central para el gobierno indirecto de los pueblos
andinos, ha sido comparado, incluso en el período incaico con el dios Jano, un
ser de dos caras, una de lealtad con el gobernante y otra para su propio pueblo.
Sus Funciones no eran meramente económicas, hay todo un mundo de símbolos
en sus actos que lo vincula con la cosmovisión andina (Martínez, 1995). La cris
talización de la religión católica andina en la segunda mitad del siglo xvn, según
Marzal, permitió la integración de creencias, formas de organización y normas
éticas de la religión prehispánica con la tradición cristiana, donde se impone una
síntesis creativa nueva e integrada en el sistema colonial. Marzal considera como
elementos más permeables los ritos y las formas de organización y en este último
sentido se habría aceptado «a la Iglesia católica como su propia comunidad reli
giosa y, por eso, no puede hablarse de una Iglesia andina paralela, a pesar de la
supervivencia de creencias y rituales andinos, porque falta una organización reli
giosa andina autónoma». La existencia de especialistas religiosos autóctonos no
logró formar una jerarquía regional (Marzal, 1983: 53). En esta situación, sin
embargo, según los ejemplos citados, algunos curacas procuraron consolidar su
legitimidad, en condiciones de presión social, recurriendo a cultos que los identi
ficaba con sus antepasados a quienes se concebía como los «verdaderos dueños
de la tierra» (Salomón, 1987: 161). A pesar de que esos actos no tuviesen el ca
rácter de rebeliones abiertas, contenían ideologías altamente subversivas para el
sistema colonial. Estas concepciones se manifestaron, también, en la rebelión ge
neral de 1781 (Hidalgo, 1983).
En esta línea interpretativa pero desde otra perspectiva, deben incluirse quie
nes han revertido la interpretación de las fugas, en algunos casos, como tácticas
no meramente individuales, sino al parecer como el resultado de acuerdos entre
las autoridades étnicas y los migrantes. En tiempos prehispánicos los grupos se
rranos procuraron acceder a los recursos y cultivos complementarios mediante el
envío de colonos permanentes, mitimaes, a los valles de la costa o del Oriente
andino, donde constituían islas en áreas pluriétnicas (Murta, 1975: 59-115) y en
las temporadas de cosecha recibían la ayuda de migrantes temporales, llactaru-
nas. Los primeros, según Polo de Ondegardo (1571), eran gente de asiento y los
segundos, advenedizos o forasteros (Saigncs, 1985: 117). Existen, en consecuen
cia, antecedentes remotos para situaciones que llegarán a ser totalmente distintas
con los procesos de mercantilización y la acentuación de la presión fiscal de la
colonia. En el siglo xvn, algunos forasteros constituían islas, o bien burbujas
(metáfora en este último caso para indicar situaciones muy efímeras que se re
construían constantemente, según T. Platt) de cultivos complementarios para sus
cabeceras étnicas. Es el caso, según Saignes, de los grupos étnicos omasuyos, pa
cajes y lupacas, que mantenían islas en las yungas orientales o valles cálidos de
Larecaja hasta el siglo xvil; en cambio, otros grupos étnicos, como los machas y
quillacas de Charcas, han conservado el acceso a sus valladas hasta hoy (Saig
nes, 1985: 96). Los forasteros en Larecaja en 1684 seguían pagando tributos a
sus caciques de Puna y lo mismo sucede con un alto número de yanaconas de ha
cienda. «Es decir, que el estatuto de yanacona no significa automáticamente una
ruptura con el pueblo de origen» (Saignes, 1985: 138). Los lupacas aparente
mente no conservaron sus islas más allá del comienzo del siglo xvn, pero los fo
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 419
ras, donde la subsistencia y el dinero para el pago de los tributos se lograba por
trabajos de jornaleros, de pequeños comerciantes o sirviendo de peones en la
arriería. De un modo u otro, la integración de la población andina en la econo
mía colonial fue creciente en el siglo xvm y con ello fueron en aumento las opor
tunidades para el mestizaje o el ingreso de otras castas en los pueblos de indios.
La polarización económica del ámbito peruano en torno a Potosí tendió a
descentralizarse con la caída de la producción de la plata, la apertura de otros
centros mineros, el desarrollo de obrajes, chorrillos, haciendas, plantaciones y la
aplicación de otros mecanismos de coacción económica, para forzar a la pobla
ción andina e incluso a otros sectores sociales a una mayor participación en el
mercado, tanto de oferta de mano de obra como de mercancías. El instrumento
clave de este último proceso fue, de nuevo, la acción fiscal por mediación de los
corregidores y el reparto forzoso de mercaderías. Desde mediados del siglo xvn,
éste fue un suplemento ilegal, pero tolerado, del bajo salario de los jefes provin
ciales; sin embargo, se generalizó y legalizó a mediados del siglo xvm, permitién
dole a cada corregidor, al término de su período de cinco años, salir enriquecido
de su provincia. Como dijera un virrey, los corregidores se convertían en dipton
gos de magistrados y comerciantes, favoreciéndose inevitablemente la corrup
ción. El sistema funcionaba inicialmente con préstamos otorgados por los co
merciantes limeños a los corregidores, que éstos traspasaban en forma de muías,
ropas de la tierra, ropas de Castilla, hierro, coca, libros, etc., a la población cam
pesina, a sus líderes e incluso a otros sectores no indígenas, sin que éstos últimos
pudieran rechazar dichos créditos que debían pagar forzosamente. Correspondía
a los colaboradores del corregidor, entre los que estaba muchas veces el propio
cacique, repartir esos productos u otros a cada tributario, según su fortuna y co
brárselos. Si bien muchos de estos artículos eran útiles a la economía campesina,
lo cierto es que se entregaban inoportunamente en cantidades que superaban las
necesidades de las unidades domésticas, y a precios muy superiores a los corrien
tes en el mercado. En muchos casos, se trató de un verdadero saqueo de las pro
vincias que se agravó cuando los corregidores duplicaron o triplicaron las canti
dades que legalmente estaban autorizados a repartir. Los efectos del sistema
fueron múltiples. Los obrajes, las haciendas y las minas dispusieron de la mano
de obra de los tributarios, que necesitaban dinero para pagar estas deudas invo
luntarias, y a la vez se creó un mercado ampliado para esas mismas empresas y
para los comerciantes que suplían a los corregidores (Golte, 1980; Moreno Ce-
brián, 1977). Incluso los campesinos se vieron obligados a mercadear una pro
porción importante de sus propias cosechas producidas en las tierras comunita
rias para hacer frente al reparto, los tributos y las obvenciones eclesiásticas,
como señala el cacique de Tarata en el corregimiento de Arica. Por otra parte,
las reformas borbónicas aumentaron diversos impuestos, que afectaron a ciertos
sectores sociales, junto con sistemas más eficaces para controlar su pago, como
las aduanas, que sumadas a los repartos, los tributos y las mitas crearon las con
diciones para una amplia coyuntura rebelde, que culminó con la rebelión de Tú
pac Amaru (O’Phelan, 1985).
Este sustancial aumento de las presiones fiscales desde mediados del siglo
XVIII tuvo en gran número de casos consecuencias negativas para las relaciones
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 421
entre los campesinos andinos y los líderes étnicos superiores, comprometidos vo
luntaria o involuntariamente con el sistema de repartos. Sobrepasados por las
circunstancias, se convirtieron en aliados de los corregidores o, arruinados por
éstos, fueron reemplazados por quienes eran instrumentos más dóciles de una
política que se volvía cada vez más opresiva. En muchas ocasiones los sustituye
ron los mestizos, que fueron incapaces de restablecer las relaciones tradicionales
como mediadores o bien porque las comunidades comprendieron que su super
vivencia pasaba por la eliminación de esas instancias de representación. Fue el
caso del curaca principal del ayllu anansaya de Yura, asesinado por su propia
gente en 1781 y del cacique de Codpa en los Altos de Arica. Sin embargo, otros
curacas asumieron la representación de las protestas indígenas y entraron en lí
nea de colisión con el sistema colonial. Aspiraron, como Túpac Amaru, a una
alianza con los criollos, que en algunos casos como Oruro acudieron a ese lla
mado para descubrir muy pronto que sus intereses económicos y sociales esta
ban en plena contradicción con las aspiraciones rebeldes. Otros sectores sociales,
también llamados a aliarse, carecían de la experiencia política y la organización
para tener participación orgánica en estos movimientos y en su gran mayoría
fueron utilizados por la autoridad virreinal y los criollos para someter a los re
beldes. Después de la derrota militar indígena de 1781, la Corona aplicó una po
lítica orientada a desarmar el sistema de cacicazgos hereditarios, inclusive de los
que habían sido fieles en la gran rebelión, instruyendo secretamente a las autori
dades virreinales para no devolverles los títulos que presentasen con el fin de
acreditar su nobleza con raíces prehispánicas. Esa política tuvo vigencia durante
aproximadamente y durante una década y luego se consideró que era injusto
continuar con esas prácticas. Sin embargo, en muchos sitios permaneció la idea
de que el cacicazgo hereditario había sido abolido. La política de la Corona, la
percepción de las comunidades y el rechazo de los criollos a cualquier liderazo
indígena, después del gran miedo, crearon las condiciones para la marginación
política de las elites indígenas andinas en las grandes decisiones futuras.
LA FRONTERA MAPUCHE
En los albores de 1803 y de paso por Guayaquil, Alexander von Humboldt juz
gó el colonialismo europeo con severas palabras. Para el sabio alemán ningún
hombre sensible e ilustrado podría aceptar una larga estancia en las colonias eu
ropeas. La aflicción y el malestar proceden, asegura Humboldt: «... de que la
misma idea de la colonia es una idea inmoral, esa idea de un país que está obli
gado a entregar a otro los tributos, de un país en el cual no se puede alcanzar
sino un cierto grado de prosperidad, en el que la industria, la ilustración no de
ben progresar sino hasta una meta determinada. Pues más allá de este límite, se
gún las ideas comunes, la madre patria se enriquecería menos, más allá de esta
mediocridad una colonia muy fuerte, económicamente autónoma, se haría inde
pendiente. Todo gobierno colonial es un gobierno de la desconfianza» (Von
Humboldt, 1982: 63; traducción del autor).
El dominio del Estado metropolitano, concretado en el aparato burocrático
y en el oligopoiio instaurado por el capital comercial, posibilitará, al final, la
imposición de un intercambio desfavorable para la colonia, impedirá la produc
ción de artículos que puedan competir con los de la madre patria, beneficiará a
ciertas regiones y grupos en detrimento de otros e impondrá pesados impuestos
y deprimentes gabelas. Es importante aseverar que el dominio político del siste
ma colonial viene dado por una alianza entre el aparato burocrático, represen
tante del Estado metropolitano y mediador de las clases dominantes en la me
trópoli, y las diversas fracciones de las clases propietarias, tanto de los medios
de circulación, como de los medios de producción imperantes en la formación
regional.
A finales del siglo XVIII, el siglo de la Ilustración, el hecho colonial hegemó-
nico sufrirá, sin embargo, la creciente influencia de una nueva realidad económi
ca, de la cual España no fue a su vez más que una fiel emisaria. En resumen, se
puede afirmar que las reformas borbónicas en las colonias hispanoamericanas,
que perfeccionaron la extracción de recursos para posibilitar el inicio de la revo
lución industrial en la metrópoli, ampliaron la base de las protestas populares,
especialmente en aquellas regiones donde la falta de circulante, el nuevo reorde
namiento de los circuitos mercantiles o la mayor eficacia de la extracción tribu
taria, agravaron la pobreza de los sectores populares, especialmente los rurales.
424 SEGUNDO E MORENO YÁNEZ
La Ilustración produjo una reflexión concreta sobre las causas de la crisis y di
versas propuestas para solucionarla. En los sectores indígenas emergió la necesi
dad de restaurar sistemas políticos prehispánicos o de desarrollar movimientos
con elementos utópicos. De todos modos, durante el siglo XVIII, se gestarán los
movimientos de carácter ideológico-político que, a comienzos del siglo XIX, ge
nerarán la separación definitiva de la metrópoli y la modificación del régimen
político, aunque no el económico y social, de las colonias hispanoamericanas.
las promesas no se cumplieron, años más tarde se reiniciaron las campañas que
duraron hasta comienzos del siglo XX. Los españoles tampoco reconocieron lo
pactado en 1729 con los chiriguanos del Chaco occidental. Sus alzamientos du
raron hasta 1892 con el apresamiento y muerte de su último gran jefe, pero su
pueblo mostró una inquebrantable voluntad de supervivencia que le ha permiti
do, hasta nuestros días, habitar parte de su territorio ancestral. El ataque de los
indios abipón, en 1746, a un convoy de carretas que se dirigía a Buenos Aires,
fue la ocasión tan esperada de los españoles para reducirlos en parte y trasladar
los, junto con los tobas, a los valles y altiplanos de Jujuy y Salta. Estos indios sa
cudidos por la guerra fueron los primeros en responder, en territorio actualmen
te argentino, a la llamada de rebeldía de José Gabriel Condorcanqui, más
conocido como Túpac Amaru, iniciado en Tinta en 1780. Las matanzas que si
guieron al levantamiento de Condorcanqui despoblaron y transformaron las co
marcas del Noroeste argentino, las que desde entonces quedaron reducidas a la
aridez y al aislamiento (Hernández, 1995: 153-173).
Entre los ejemplos de la indomable resistencia de las sociedades aborígenes
de frontera a las expediciones de conquista están las luchas de los pueblos indios
asentados en la Ceja de Montaña, al este de los Andes. Sobre más de 3 000 kiló
metros, los Andes orientales han conocido una confrontación plurisecular entre
los Estados andinos, entre ellos el Tahuantinsuyo, y las sociedades igualitarias
amazónicas, confrontación que, bajo otras circunstancias, ha proseguido duran
te las tres centurias coloniales y casi 200 años republicanos. Es, por lo tanto,
comprensible que la administración de estas regiones se encargara, durante mu
cho tiempo, a las misiones, por lo que las acciones de resistencia indígena se de
sarrollaron especialmente contra los misioneros (Renard-Casevitz, Saignes, Tay-
lor, 1988, II: 197-214).
Ya desde los contactos iniciales del siglo xvi son conocidas como formas de
resistencia indígena las denominadas por Fernando Santos (1991: 213-236)
«confederaciones militares interétnicas» del piedemonte oriental, que no han
sido sino una constante en la historia de la Amazonia. Interés especial tiene la in
surrección de los pueblos de habla paño del Medio y Alto Ucayali, en 1766. Ca
torce años antes, el colegio de los misioneros franciscanos de Ocopa recibió el
encargo de convenir a los indios del Huallaga central, desde donde se propusie
ron extender sus correrías misionales hasta el Ucayali. Su primer contacto con
los paño fue a través de Runcato, jefe de una pequeña parcialidad de Setebo.
Gracias a sus gestiones se estableció la primera misión con el nombre de San
Francisco de Manoa. Quizás los efectos de la epidemia de 1761 en el volumen de
población y en la organización social indígena, así como el conocimiento directo
de que las misiones no eran sino avanzadas de una colonización permanente es
pañola y las posibilidades de establecer confederaciones-militares intraétnicas e
incluso entre varias etnias enemigas entre sí, fueron los elementos clave de la or
ganización subversiva que, en este caso, concluyó con éxito para la parte indíge
na: entre 1766 y 1790, los paño no sólo consiguieron mantener a los españoles
fuera de la cuenca del Ucayali, sino que realizaron incursiones por el Alto Ama
zonas. La sublevación de los paño puso fin a la evangelización en Manoa. Du
rante la misma murieron a manos de los rebeldes 15 religiosos franciscanos, cua
432 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ
En febrero de 1753 se produjo un primer conflicto entre los indios que esta
ban bajo la dirección del cacique Sepe Tiarayú y una comisión de límites hispa-
no-lusitana. Los indios manifestaron estar dispuestos a defender su territorio,
que Ies había sido concedido por Dios y san Miguel, con 9000 soldados. Des
pués de una deliberación exhaustiva, la comisión decidió retirarse. También la
campaña iniciada en 1754 por el gobernador Andonaegui contra las reducciones
rebeldes fracasó en sus comienzos. En la segunda campaña del año 1756, el go
bernador consiguió aplastar la rebelión de las reducciones. En esta ocasión, aun
que Sepé Tiarayú aparece como el jefe principal de los rebeldes, alcanzó más re
nombre el cacique Nicolás Ñeenguirú, apoyado por su lugarteniente Cristóbal
Paracatú. Este último estuvo al mando de una fuerza de 400 indios armados con
lanzas, flechas y hondas que luchó contra los soldados enviados desde Buenos
Aires; en el arroyo de Daimar, en octubre de 1754, fueron derrotados los indios.
Posiblemente la autoridad de Paracatú se limitaba a una parte del ejército de las
reducciones, ya que en una carta enviada a su persona, con fecha 22 de agosto
de 1754 aparece la firma «Yo vuestro superior Capitán Nicolás Ñeenguirú, na
tural de Concepción».
Según una comunicación dirigida al gobernador español Andonaegui, en
abril de 1756, dos meses después de la derrota de los alzados en Caybaté, adon
de no llegaron a tiempo tropas indígenas de refuerzo, Nicolás Ñeenguirú justifi
có que él y su pueblo habían tomado las armas para proteger a los siete pueblos
de la intervención portuguesa, conducta justificada por la larga tradición de lu
chas contra sus enemigos ancestrales los portugueses y que fue apoyada por los
misioneros jesuitas. El cacique Ñeenguirú es con toda probabilidad el líder indí
gena que se transformó en Europa en el personaje principal de la leyenda d**
«Nicolás I, rey del Paraguay» o «Emperador de los Mamelucos» que sirvió
como símbolo para acusar a la Compañía de Jesús de haber consolidado en la
utópica América el «Estado jesuítico del Paraguay» (Becker, 1987: 95-125; Car-
dozo, 1991: 129-144).
No sólo los grupos indígenas rechazaron los rcordenamientos territoriales de
las colonias de América. Apenas cinco años después de la adquisición de la Lui-
siana occidental por España en 1768, el pueblo de Nueva Orleans se rebeló con
tra las nuevas autoridades coloniales y expulsó al primer gobernador enviado
por la Corona española, el célebre científico Antonio de Ulloa, a quien sucedió,
un año después, Alejandro de O’Reilly. Aunque son varias las causas de esta re
belión, su característica principal es la resistencia de los colonos franceses a
aceptar la nueva administración española, con su impopular legislación comer
cial. El nuevo gobernador, acompañado de tropas, logró sofocar definitivamente
la insurrección y garantizar el orden (Laviana Cuetos, 1986: 478-479).
siásticas contra los enemigos de Lamadriz quien, a su vez, convocó a los pueblos
de indios para que se sublevaran contra la Audiencia. Amparados en los despa
chos del visitador sus seguidores denominados tequelíes (engañadores, rudos)
bloquearon los caminos, se negaron a pagar tributos, fortificaron sus asenta
mientos, armaron hasta a sus mujeres y aun atacaron victoriosos a las escuadras
enviadas como vanguardia del ejército. Incluso los mulatos de la costa pretendie
ron apoyar al visitador, pero sus huestes fueron bloqueadas por tropas fieles a la
Audiencia. La proximidad del ejército, sin embargo, sembró el desaliento entre
los naturales y los capitanes rebeldes; después de tomar Tapachula, las tropas
audienciales vencieron y pusieron en fuga a los tequelíes de Huehuetán, cuyos
cabecillas buscaron refugio en parajes recónditos. Con la sublevación desmante
lada, Lamadriz buscó asilo en Campeche, mientras el ejército, con el pretexto de
la captura de los tequelíes, se dedicó al pillaje y la destrucción, aunque no pudo
doblegar a los mulatos de Chipilapa y San Diego, en la costa occidental de Gua
temala, quienes se mantuvieron alzados durante más de un año con una guerrilla
que hostigaba la región.
El control efectivo volvió a manos de las autoridades de la Audiencia sólo
con el nombramiento de un nuevo presidente y con la orden de prisión expedida
por la Real Cédula del 4 de octubre de 1701 contra el exvisitador, como causan
te de los disturbios en Guatemala. Gómez de Lamadriz fue hecho prisionero
mientras se dirigía a Chiapas, remitido luego a Veracruz y de allí a la cárcel de
corte de México, donde permaneció hasta mediados de 1708, cuando fue envia
do a España. Allí le absolvieron del cargo de proclamarse rey pero le condena
ron a la restitución de fuertes sumas de dinero, a la privación de todo empleo en
la administración de justicia y a perpetuo destierro de los reinos de las Indias
(León Cázares, 1992: 139-145; Solano y Pérez Lila, 1974).
En el caso anterior, una alta autoridad colonial asumió el liderazgo de un am
plio movimiento subversivo; en cambio en 1712-1713, durante la rebelión de las
comunidades indígenas tzeltales y zendales, fueron los indios principales y los di
rigentes de las cofradías quienes tomaron parte activa en su dirección. A comien
zos del siglo xvm, la nación indígena tzeltal, que ocupaba las tierras altas de la al
caldía mayor de Chiapas, entonces territorio perteneciente a la Audiencia de
Guatemala, estaba concentrada en 23 pueblos alrededor del centro administrati
vo ladino-español de Ciudad Real (actualmente San Cristóbal), capital de la pro
vincia de Chiapas y sede del obispado. Las comunidades tzeltales, aunque conser
vaban sus tierras comunales y eran regidas por sus autoridades, debían tributar a
la Corona y pagar los impuestos eclesiásticos, al mismo tiempo que eran explota
dos por los comerciantes ladinos. En el agravamiento de esta situación se debe
buscar la principal causa de la revuelta de 1712, verdadera guerra de casta, lo
que se expresó en el descontento de los indios por las exacciones del alcalde ma
yor Martín González de Vergara y por el incremento de los impuestos eclesiásti
cos ordenados por el obispo de Chiapas, Juan Bautista Álvarez de Toledo, a todo
lo cual se sumó el combate emprendido por los frailes dominicos contra los cultos
ancestrales indígenas considerados idolátricos (Klein, 1966: 247-263).
Desde sus inicios, el movimiento tuvo claras implicaciones religiosas, lo que
ha llevado a algunos investigadores a calificarlo como una «rebelión mesiánica
436 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ
fin de lograr una aplicación más profunda de las reformas económicas dictadas
por la monarquía borbónica (MacLachlan y Rodríguez, 1980: 265-267; Taylor,
1979: 113-177).
Son también claras las motivaciones socioeconómicas de las numerosas su
blevaciones de la población indígena rural en la Audiencia de Quito, estudiadas
por Segundo Moreno Yánez (1985). Si el siglo XVI presentó rebeliones, estos
conflictos fueron más bien una acción defensiva contra la Conquista. El segundo
siglo colonial registra confrontaciones en las regiones selváticas de la cuenca del
Amazonas y del litoral, zonas fronterizas de conquista; así como frecuentes pro
testas, más bien legales, contra el régimen colonial ya establecido en las regiones
del Altiplano andino. Es el siglo XVIII el que presenta el conjunto más numeroso
y homogéneo de movimientos subversivos indígenas, que inauguran una tradi
ción de rebeldía que perviviría hasta la era republicana del Estado ecuatoriano
(Moreno Yánez, 1985 y 1987). Si se considera a la formación social colonial
como una articulación hegemónica de los diversos grupos sociales y culturas in
dígenas a los intereses de la metrópoli europea, dentro de un macroproceso de
acumulación de capital, la situación colonial se desarrolla como la apropiación,
por parte de los colonizadores, de los medios de producción, especialmente de la
tierra y de otros bienes muebles, como ganados, etc., así como del control del
trabajo indígena y de la apropiación de los excedentes a través del sistema tribu
tario. Este triple despojo configurará a la sociedad colonial como órgano depen
diente y originará un constante enfrentamiento entre la población indígena y los
colonizadores (Stavenhagen, 1975; Cardoso, 1973).
Es de interés constatar, como aparece en el libro Sublevaciones indígenas en
la Audiencia de Quito (Moreno Yánez, 1985), que los móviles de la protesta su
fren modificaciones al pasar la causa a otras manos. Por ejemplo, la oposición,
en 1730, de las comunidades indígenas pertenecientes a Pomallacta contra el
despojo de sus tierras comunales, y el odio contra el juez medidor de las mismas,
expresado durante el tumulto de Alausi, en 1760, se convierten durante la suble
vación del corregimiento de Otavalo, en 1777, en la propuesta de una reforma
agraria de las haciendas enajenadas, diez años antes, a los jesuitas y entonces
pertenecientes a Temporalidades, para finalmente, en la sangrienta rebelión de
Columbe y Guamote, en 1803, abogar por la expropiación de todos los latifun
dios de los blancos, a fin de repartirlos entre la población indígena.
Paralelo desarrollo puede observarse en lo referente a las imposiciones tribu
tarias: desde las protestas contra las extorsiones de los cobradores de tributos y
diezmos acaecidos en Molleambato en 1766 y en Columbe y Guamote en 1803,
o contra la imposición de nuevos gravámenes, por ejemplo, en varios pueblos de
la Tenencia de Ambato en 1780, hasta la proposición radical, en 1803, del auto
denominado «Cacique Libertador», Antonio Tandaso, de abolir las rentas es
tancadas y suprimir el tributo personal.
Por otro lado, la disminución de los indios mitayos debida principalmente al
deterioro de la comunidad indígena y consecuentemente al crecimiento de la po
blación forastera y al incremento del concertaje, reduce progresivamente el signi
ficado de la mita como móvil de protesta. La sublevación de 1764 en Riobamba
fue protagonizada por los indios forasteros de la Villa, en oposición al intento
440 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ
blevación general que responda a una organización central, con plan y con estra
tegia comunes. Es correcta, por lo tanto, la opinión de María Eugenia del Valle
de Siles (1990) de que este levantamiento tiene variantes tan peculiares que ha
cen de él uno de los movimientos más originales dentro de las sublevaciones in
dígenas del siglo xviii, aunque son claras las relaciones con el movimiento tupa-
marista y la concepción quechua de subordinar a sus intereses las movilizaciones
del pueblo aymara.
En los primeros meses de la actuación de Túpac Catari, aunque no hay una
dependencia, existe una conexión con los ideales de Túpac Amaru. Desde abril la
acción de Catari fue más autónoma, especialmente en lo que respecta al sitio de
La Paz y a la sujeción de las provincias de Pacajes, Sicasica y Yungas. Bajo su
mando 40000 indios iniciaron, el 13 de marzo de 1781, el primer sitio de La
Paz, que duró 109 días. Según algunos cálculos, no menos de 10000 habitantes
perdieron la vida. Con la batalla de Cuzco, el asedio de La Paz es el aconteci
miento más importante de la Gran Rebelión de 1780-1781. La ciudad contaba
en la época con 23000 habitantes blancos y mestizos y por su orografía no era
preciso rodearla en su totalidad; bastaba con cerrar los caminos de acceso, en
particular el llamado «Alto de La Paz» y presionar a sus habitantes con el ham
bre. Pese a esto y a su superioridad numérica, las valerosas huestes indígenas no
lograron apoderarse de la plaza fortificada, porque su armamento era muy infe
rior al de las fuerzas realistas, especialmente por la escasez de armas de fuego y la
frecuente traición de los mestizos y españoles americanos que las manejaban.
Mientras el asedio continuaba, el presidente de la Audiencia de Charcas y co
mandante de armas del virreinato de La Plata, Ignacio Flores, organizó un ejérci
to para socorrerla y el 1 de julio rompió el cerco de La Paz. Después de su ingre
so a la ciudad, los indios prosiguieron una guerra de guerrillas en los altos de la
puna. Mientras tanto, muchos soldados que vinieron con Flores desertaban y,
cargados de despojos, volvían a sus casas. Estas circunstancias obligaron a Flores
a emprender la retirada y buscar nuevos contingentes. El 4 de agosto abandonó
La Paz y de inmediato las tropas indígenas ocuparon sus antiguas posiciones.
A mediados de agosto se incorporó a los rebeldes Andrés Túpac Amaru y
con él se decidió, como en Sorata, inundar parte de la ciudad con la construc
ción de una represa en las cabeceras del río Choqueyapu, que atraviesa la ciu
dad. La inundación no dio el resultado esperado pero el hambre que padecían
sus habitantes los llevó a la decisión, el 15 de octubre, de abandonar la ciudad si
no recibían auxilio inmediato. Éste llegó dos días después, bajo el mando del te
niente coronel Reseguín, lo que obligó a las huestes indígenas a retirarse: Túpac
Catari se dirigió a los cerros de Pampajasi, mientras las tropas de Andrés Túpac
Amaru se encaminaron al Santuario de las Peñas. Posteriormente Andrés se diri
gió a Azángaro, para tomar parte en las deliberaciones sobre las propuestas de
paz y perdón general publicadas por el virrey de Lima. Después de un descanso,
Reseguín emprendió la campaña contra las tropas de Túpac Catari y le derrotó,
por lo que el caudillo altoperuano se dirigió al Santuario de las Peñas, para, jun
to a Miguel Túpac Amaru, organizar juntos la resistencia a los realistas. Pero ya
era tarde, pues las diferencias entre la dirección política de los Túpac Amarus y
Túpac Catari se hacían evidentes, por lo que se habían iniciado las propuestas
448 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ
Quizás porque ocupaban el último peldaño de la escala social, los estudios sobre
la resistencia de los esclavos negros y de los mulatos han cobrado tardía vigen
cia. Una afirmación similar se puede formular sobre las investigaciones históri
cas referentes a las «sociedades cimarronas» y al establecimiento de los «palen
ques de negros». En estos casos, se ha podido incluso reconstruir el desarrollo
cultural de las sociedades cimarronas y no considerar esas áreas únicamente
como lugares de refugio temporal de los esclavos huidos.
Entre las sociedades cimarronas organizadas en palenques quizás una de las
más conocidas sea la de la provincia de Cartagena. La creación de palenques no
era asunto nuevo en las provincias que utilizaban abundante mano de obra
esclava. Ya en 1612, la Ciudad de México sufrió una sublevación de cimarrones,
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 449
que hizo pensar en un posible intento de asedio y asalto. Dada la alta propor
ción de población africana en varias regiones de Nueva Granada, las autorida
des coloniales y la población blanca vivían bajo el temor de una sublevación ge
neral del elemento negro, encabezada por los cimarrones, en alianza con grupos
de extranjeros y piratas. En 1721 todavía en Cartagena se recordaba la resisten
cia de los palenques, tres décadas atrás, y la memoria de Domingo Bioho, el
«Rey Benkos», aún estaba fresca. En la gobernación de Popayán fue célebre el
palenque de Castillo, en el valle del río Patía, de donde salían los cimarrones a
cometer asaltos y depredaciones en los territorios circunvecinos. El gobierno tra
tó de someterlos por la fuerza, en varias ocasiones, con resultados negativos, por
lo que la Audiencia de Quito intentó su reducción pacífica en 1732, ofreciéndo
les la libertad a condición de que no admitieran nuevos prófugos, oferta que no
se cumplió. El gobernador de Popayán armó una expedición con 100 hombres
armados, que derrotaron a los cimarrones el día del Corpus de 1745. Esta y
otras experiencias se recordaban en Popayán, por lo que se propuso, en 1777, la
formación de milicias para la defensa de esa gobernación (Palacios Preciado,
1984: 301-346; Escalante, 1981: 72-78).
Cada vez que los esclavos veían una oportunidad para vengarse de los mal
tratos de que eran víctimas, se sumaban a los enemigos de los españoles, fueran
éstos corsarios o piratas. Cuando en 1726, el inglés Hossier cruzaba con su bar
cos frente a La Habana, se sublevaron los esclavos de algunos ingenios situados
al Suroeste de la ciudad, reclamando su libertad. En 1731, cansados de los mal
tratos, los esclavos que trabajaban en las minas del cobre se levantaron en armas
y se declararon libres. Fueron temporalmente sometidos por el gobernador de
Santiago de Cuba, por lo que durante varios años, los negros rebeldes continua
ron intranquilizando la comarca, hasta que alcanzaron la completa libertad. En
Cuba, los palenques fueron el signo de la resistencia africana. Antes de 1788,
anota Humboldt en su Ensayo político sobre la isla de Cuba que muchos negros
cimarrones estaban apalencados en las colinas de Jaruco. Según las actas de ca
bildos de Santiago de Cuba, en 1815, cerca de la ciudad se había formado un
palenque con más de 200 bohíos. La figura más destacada entre los negros re
beldes era Ventura Sánchez, más conocido con el apelativo de Coba, y su lema
era «tierra y libertad». Sánchez fue apresado en 1819, pero prefirió darse muer
te, antes que aceptar nuevamente la servidumbre (Franco, 1981: 43-54).
En la Capitanía General de Venezuela, desde el siglo xvi hubo numerosos
focos de cimarrones, pues la única forma de liberación de los esclavos era la hui
da individual y el establecimiento de comunidades lejos de los asentamientos es
pañoles. El gran número de cumbes o aldeas de cimarrones demuestra una in
cansable rebeldía, no practicada en guerras organizadas, sino vivida en centros
de liberación y en núcleos de comercio clandestino. El caso del cuntbe de Ocoy-
ta, que -fue desbaratado por las autoridades coloniales y por los hacendados en
1741, demuestra no una forma de resistencia violenta, sino más bien el estableci
miento de comunidades aisladas, en sitios inaccesibles, como medio de alcanzar
la libertad. Esta experiencia de los cimarrones sería usada desde 1810 bajo la je
fatura de los criollos, quienes les prometieron la libertad a cambio del apoyo a
las guerras independentistas (Acosta Saignes, 1981: 64-71).
450 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ
rigentes de la ciudad con apoyo del cabildo, a causa del nombramiento, como
justicia mayor de la ciudad, de un vizcaíno que se propuso actuar enérgicamente
contra el contrabando. El lema del pueblo amotinado fue «abajo los vascos». La
hábil actuación del gobernador logró apaciguar el movimiento.
Poco después, en 1744, se produjo la «Rebelión del Tocuyo» iniciada por
los reclutados para reforzar la guarnición de Puerto Cabello que temía ser trasla
dada a las factorías de los guipuzcoanos. Aunque los líderes del motín fueron
mestizos y mulatos, no hay duda de que los instigadores eran los funcionarios
municipales y vecinos de las clases acomodadas de la ciudad. Parece que tam
bién este movimiento acabó de forma análoga al motín de San Felipe, por con
sunción propia y sin violencia. El que alcanzó mayor importancia fue el levan
tamiento contra la Compañía Guipuzcoana encabezado por el canario Juan
Francisco León y que ha sido juzgado como una conmoción social regionalista
contra los norteños o como un movimiento precursor de la independencia políti
ca de Venezuela. En abril de 1749, el hacendado León fue destituido de su cargo
de juez de comisos en Panaguire y sustituido por un vizcaíno propuesto por la
Compañía. Como nadie hizo caso a su propuesta, León marchó hacia Caracas al
frente de varios centenares de agricultores de cacao y allí consiguió el apoyo del
cabildo, que declaró que la Guipuzcoana era notoriamente perjudicial para los
intereses criollos. Aunque el gobernador, presionado por las circunstancias, de
claró un indulto general, posteriormente se retractó y su sucesor inició una dura
persecución contra los sublevados. León se entregó a las autoridades y fue envia
do a España, donde murió en 1752 (Laviana Cuetos, 1986: 484-486; Felice Car-
dot, 1961; Morales Padrón, 1955).
Entre los típicos movimientos antifiscales contra las reformas borbónicas
debe considerarse la «Rebelión de los Barrios de Quito», de 1765. Los protago
nistas fueron los moradores de los barrios de San Blas, Santa Bárbara, San Se
bastián y especialmente San Roque, mestizos en su mayoría, quienes saquearon
el estanco de aguardiente, incendiaron la oficina de la alcabala, vulgarmente de
nominada aduana, liberaron a los presos y se mantuvieron en rebeldía durante
algún tiempo. La administración borbónica introdujo el «estanco» del aguar
diente y el control directo de la alcabala. La rebelión estalló el 22 de mayo de
1765, unos días antes de la fiesta del Corpus. Aunque después del motín suspen
dieron las medidas, no se logró superar la inestabilidad social y se produjeron
represalias oficiales contra los arrestados. En plena fiesta de San Juan, el 24 de
junio, nuevamente se sublevó la plebe para protestar por la muerte de algunos
vecinos de San Sebastián, que habían sido asesinados por las tropas del corregi
dor. Las casas y los comercios de los españoles peninsulares fueron saqueados y
los amotinados atacaron varias veces el palacio de la Audiencia. Las autoridades
no tuvieron más opción que aceptar una virtual capitulación, expulsar a varios
peninsulares y promulgar una amnistía general. La situación de zozobra finalizó
con la llegada de las fuerzas enviadas desde Guayaquil por los virreyes de Lima y
de Santa Fe, bajo el mando de Zelaya, para someter a los rebeldes. Con Zelaya y
bajo el amparo de su tropa pudieron regresar a la ciudad los españoles peninsu
lares que habían sido expulsados de Quito (McFarlane, 1989: 283-330; An-
drien, 1990: 104-131; Minchom, 1996: 203-236).
454 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ
Parecidos fueron los motines contra el estanco del tabaco en Chile, en 1775
(Carmagnani, 1961: 158-195) y las representaciones contra la política fiscal en
Buenos Aires, en 1778, encabezadas por el cabildo y dirigidas especialmente
contra la imposición del estanco de tabaco y la pérdida de los fueros municipales
(Lewin, 1957: 185-195). Ya desde 1776 el pueblo de La Paz demostró con pro
testas su descontento contra el aumento de gravámenes y la extorsión fiscal.
Cuanto más se acercaba el año 1780, más violentas eran las protestas populares,
especialmente entre los comerciantes, los trajinantes o transportistas y los artesa
nos. Una verdadera sublevación tuvo lugar en marzo de 1780, cuando los amoti
nados obligaron a los campaneros de las iglesias de La Paz a echar a vuelo las
campanas en señal de incendio.
Congregados los sublevados, en los días siguientes lograron que el cabildo
ampliado suspendiera la aduana y rebajara el derecho de alcabala al porcentaje
que se pagaba antes de las innovaciones. Como en otros movimientos subversivos
de las ciudades, las autoridades españolas no se atrevieron a formar causas suma
rias, mientras los caudillos entregaban al pueblo breves manifiestos revoluciona
rios llamados en el lenguaje de la época pasquines. En uno de ellos, encontrado
en La Paz el 4 de marzo de 1780, no se enuncia la consigna de los primeros inde-
pendentistas americanos: «Viva el rey y muera el mal gobierno», sino «Muera el
rey de España, y se acabe el Perú, pues él es causa de tanta eniquidad».
También en Arequipa se desarrollaron movimientos subversivos a principios
de 1780, contra el aumento de los gravámenes y otras medidas fiscales borbóni
cas, como el intento de equiparar a los mestizos y mulatos con los indios, para
exigirles el correspondiente tributo. Desde el 5 de enero aparecieron varios pas
quines; alguno de ellos no sólo vituperaba a la aduana, sino que aclamaba al rey
de Gran Bretaña, como «amante de sus bazallos», en un momento en que se de
sarrollaba la guerra entre España e Inglaterra. Los rebeldes arequipeños no sólo
fijaron pasquines, sino que influidos por lo sucedido en Quito 15 años antes,
asaltaron la aduana y destruyeron los papeles. El corregidor anunció el cierre de
la aduana, mientras pedía ayuda militar a Lima. Con la llegada de las tropas li
meñas se impuso el orden, pero no se levantaron horcas en la ciudad, sino más
bien se publicó un perdón general para todos los complicados en estos sucesos.
No sucedió lo mismo con los promotores de la conspiración de Cuzco quienes,
bajo el liderazgo del platero Lorenzo Farfán de los Godos, intentaron seguir el
ejemplo de Arequipa. La actividad del grupo subversivo se conoció en la antigua
capital incaica gracias a la aparición de un pasquín que instaba a la rebelión
contra los nuevos impuestos. Los detalles de la trama revolucionaria se supieron
gracias a la violación del secreto de confesión por parte de un fraile agustino; de
inmediato los principales conspiradores fueron apresados y condenados a muer
te. La ejecución de Farfán de los Godos y sus compañeros se realizó en la plaza
de Cuzco el 30 de junio de 1780, mientras el cacique de Pisac, Bernardo Tam-
bohuasco, logró escapar, aunque fue posteriormente apresado y ejecutado el 17
de noviembre, cuando ya había estallado la rebelión de Túpac Amaru (Lewin,
1957: 151-179; Angles Vargas, 1975).
La introducción de las reformas borbónicas en Nueva Granada provocó, en
octubre de 1780, motines populares en Barichara, Simacota y Magote que fue
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 455
intervención de algún símbolo sagrado que incita a rebelarse contra los opreso
res. En la América andina, los iconos cristianos y las experiencias religiosas no
apoyan a los rebeldes indígenas, sino que la religión oficial y la popular siempre
están de parte de blancos o mestizos. Ya durante la rebelión del Inca Manco, en
los años de la Conquista, Santiago y la Virgen María acudieron en el imaginario
popular a salvar a los españoles sitiados por las tropas indígenas en Cuzco. Pare
cidos casos se dan en varias rebeliones de la Audiencia de Quito y en algunas su
blevaciones del siglo xix, en plena época republicana. Las rebeliones andinas
son más bien ejemplos de utopías nativistas que postulan el principio de la resti
tución del Tahuantinsuyo como elemento cohesionador de la población india.
Contrastan, sin embargo, las propuestas sobre el retorno al Incario de los suble
vados de Cuzco, el Alto Perú y las montañas fronterizas del Cerro de la Sal, con
los objetivos políticos de algunos rebeldes indígenas de la región de Quito, que
más bien proponen restaurar antiguos modelos de cacicazgos regionales con sis
temas duales de autoridad. Todas las rebeliones indígenas de Hispanoamérica
son, no obstante, protestas sociales contra la explotación colonial, entendida
ésta más como colonialismo interno que como una relación desigual entre me
trópoli europea y periferia dependiente colonial. Para los indios, tan explotado
res eran los blancos pensinsulares como los criollos americanos. Una crítica al
imperialismo colonial hispano se da más bien en las revueltas protagonizadas
por los criollos americanos y por los sectores populares mestizos. Su ideología
influiría en las grandes movilizaciones de la independencia política de las colo
nias hispanoamericanas.
Una última pregunta: ¿por qué las rebeliones indígenas, en su gran mayoría,
no pusieron en tela de juicio la condición colonial? La emancipación política de
las colonias españolas de América, en el fondo, fue una contienda de minorías,
que no tuvo un planteamiento significativo capaz de suscitar la adhesión de la
población indígena. Los indios estuvieron en los campos de batalla de la inde
pendencia pero esta causa no era suya. En los Andes y Mesoamérica fue grande
la ambición de los criollos blancos por tomar en sus manos la conducción políti
ca de los futuros Estados, pero mayor era su temor de verse aplastados por una
movilización independiente de los indios, que lucharan por sus propios dere
chos. Este movimiento contradictorio dentro del proceso de emancipación nos
coloca al borde de una análisis del juego entre conciencia tribal y conciencia ét
nica, conciencia de clase y conciencia nacional, elementos que a finales del se
gundo milenio todavía esperan esclarecimiento para definir más adecuadamente
lo que es América Latina (Bonilla, 1977: 107-113).
20
COYUNTURAS CRÍTICAS
Durante el siglo xvm es posible detectar dos grandes momentos críticos en los
que ocurrieron levantamientos significativos, ya sea simultáneamente o en un
lapso más o menos reducido, pero, de cualquier forma, directamente relaciona
dos con coyunturas históricas comunes.
El primero de estos momentos estuvo marcado por la participación portugue
sa en la Guerra de Sucesión española, cuando Portugal tomó posición contra las
pretensiones de Francia de colocar a un nieto de Luis XIV en el trono de España,
y por el inicio del largo reinado de Don Joáo V. Vulnerable nuevamente, cada vez
más atado a Inglaterra, tanto en términos políticos como económicos, Portugal se
convirtió en blanco de los ataques de piratas franceses; los rumores constantes de
invasiones inminentes avivaron la insatisfacción, motivada sobre todo por la pre
sión fiscal, y profundizaron las divergencias internas dentro de la sociedad luso-
brasileña. Nunca como entonces se producirían tantos conflictos al mismo tiem
po. Dos de ellos se extedieron durante más de dos años y asumieron un cariz de
guerra civil: el de los Emboabas, de 1707 hasta 1709, y el de los Mascares, de
1710 hasta 1711. Otros fueron: los de Maneta, en 1711; la serie de levantamien
tos antifiscales en Minas, entre 1714 y 1720; el de Filipe dos Santos, también en
1720; el de Ter^o Velho, en 1728. En estos dos últimos se aplicaron en total ocho
penas capitales, tres de ellas con descuartizamiento del cuerpo.
El segundo momento acontece durante la revoluto atlántica, cuando la inde
pendencia de las colonias inglesas de América del Norte pondrá en jaque el siste
ma colonial (1776), la Revolución Francesa liquidará el Antiguo Régimen (1789)
y la Ilustración difundirá por todo el Occidente los ideales de libertad e igualdad.
El año 1789 en Minas, 1784 en Río de Janeiro y 1798 en Bahía marcan este
período, que se saldó con un total de cinco ahorcados y un descuartizado: Joa
quín» José da Silva Xavier, el Tiradentes da inconfidencia ntineira.
1. «Capitulado que fizeram os levantados; c ofcreceram ao bispo para haver de entrar a go-
vernar Pernambuco; e com que persuadiram aos particulares; e povo». Véase Os manuscritos do Ar-
quivo da Casa de Cadaval respetantes ao Brasil, pp. 352-354, doc. n.° 446. Sobre la Guerra dos
Máscales, el trabajo más reciente y completo es el de Cabral de Mello (en prensa).
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 465
alimentarios eran blanco del odio popular. El juíz do povo (juez del pueblo) y el
de misteres (oficios), Cristóváo de Sá y Domingo Vaz Fernandcs, respectiva
mente, que representaban a los menos favorecidos en la Cámara Municipal, in
tentaron en vano suspender el aumento; y se convirtieron así en los cabecillas
de la revuelta, por entonces ya inevitable. En fin, la población se negaba a pa
gar la dízima da alfándega (10% sobre las mercancías importadas), que una
carta real mandaba cobrar para cubrir los gastos de los navios guardacostas,
destinados a vigilar las aguas territoriales a causa de los piratas: consideraban
que tal vigilancia se justificaba en Río, de donde partían las flotas de oro, pero
no en Bahía.
El 17 de octubre comenzó la agitación, que se propagó el día 19 con la ad
hesión de soldados, oficiales y marineros de la flota, lo que dificultaría mucho la
represión. Predominaban los portugueses y se unió al movimiento el negociante
Joáo de Figueiredo Costa, apodado el Maneta. Con el aumento de la violencia,
los revoltosos se dirigieron a las casas de tres hombres de negocios (entre ellos
Filgueiras), las asaltaron y saquearon, lanzaron las alfaias (muebles, utensilios o
adornos de uso doméstico) y objetos de valor por las ventanas, y distribuyeron
muebles y mercancías entre la población. En lugares públicos se fijaron pasqui
nes insolentes, que contenían amenazas como «reconhecer a vassalagem a outro
senhor se nao fosse suspensa a execu^áo dos novos tributos» (prestar vasallaje a
otro señor si suspende la aplicación de los nuevos impuestos) (Varnhagen,
1951).
Sintiéndose incapaz de contener el nuevo motín, Pedro de Vasconcelos recu
rrió al gobernador que le había antecedido en el puesto, Don Louren^o de Alma-
da, quien dio marcha atrás en los aumentos y tributos, y concedió el perdón pú
blico y por anticipado a los revoltosos. Finalmente, ofreciendo la base ritual de
un verdadero frente articulado por los poderes constituidos, el arzobispo Don
Sebastiáo Monteiro de Vide apareció en público con el santísimo expuesto,
acompañado de un séquito compuesto por canónigos y hermanos del Sacramen
to da Sé, contribuyendo a que, finalmente, los ánimos se serenasen.
Un nuevo motín se produjo un mes y medio después (el 2 de diciembre de
1711) y a pesar de estar relacionado con el anterior, no contó con la participa
ción del Maneta, sino que estuvo dirigido por Domingos da Costa Guimaráes,
Luís Chafet e Domingos Gomes. El pretexto fue la constitución de una escuadra
que acudiese en ayuda a Río, ocupada por Dugay-Trouin. Alegando falta de re
cursos, Don Pedro de Vasconcellos rechazó el pedido, pero los revoltosos insis
tieron, sugiriendo que se aportasen préstamos de particulares, que se utilizase el
dinero guardado en los conventos y que se abriesen suscripciones entre los nego
ciantes. Vasconcellos aceptó entonces, y comenzó a armar las naves y expidió
órdenes a la Cámara para que procediese a recaudar contribuciones. Pero con la
noticia de la partida de los franceses, el movimiento perdió su razón principal;
los negociantes exaltados volvieron a sus establecimientos comerciales y cuando
todo se iba calmando, Vasconcellos, que había perdonado a los culpables del
primer motín, procedió al castigo de quienes estaban involucrados en el segun
do. Los tres jefes mencionados anteriormente fueron desterrados a diferentes
puntos de África.
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 467
de 1728 fue el más grave de todos, ya que transcendió los motivos tradicionales
y reveló una profunda insatisfacción ante el aparato judicial, pues el detonador
del movimiento fueron las sentencias excesivamente severas que el oidor general
del crimen dictó contra los soldados acusados de robo.
La mayor parte de los dos tercios de la guarnición de Bahía se rebeló, lo que
representaba unos 300 soldados; recorrieron las calles dando vivas a su maestre
de campo y muertes al oidor general del crimen, mientras que en una nota tragi
cómica, el virrey, conde de Sabugosa, distribuía bastonazos a la soldadesca amo
tinada; ésta consiguió dominar la ciudad por cierto tiempo, hasta que el virrey
hizo publicar el perdón a toque de tambor. Debilitado el movimiento, en los días
siguientes se efectuaron 23 arrestos. Tras un rápido juicio en el Tribunal da Re
lajo, se ahorcó a los principales cabecillas, que eran siete, y los cuerpos de dos
de ellos fueron descuartizados y exhibidos públicamente; otros 13 sufrieron des
tierro perpetuo en Bengucla (Costa, 1958).
Tanta violencia muestra la tensión de una coyuntura peligrosa, sugiriendo
además cuán grave se consideraba la insatisfacción de los soldados, brazo arma
do del poder. Éstos se habían rebelado en circunstancias anteriores: en la misma
Bahía, en 1688, por motivos análogos; en la época del Maneta, algo más de
quince años antes. Nunca, sin embargo, en escala tan considerable. Y ahora ha
bía un nuevo temor, manifestado también en la cana de Sabugosa: que los escla
vos se uniesen a los revoltosos.
Después de 1728, se produjo un levantamiento en el sertáo minero de Sao
Francisco en 1736, cuando algunos potentados locales reunieron a hombres de
socupados para manifestar el descontento con los tributos y hostilidad contra
funcionarios del Gobierno. Se produjeron arrestos, pero no se ejecutó a nadie.
Hasta 1789, las revueltas serían informales, lo que no significa menos violentas,
sino diseminadas en la vida cotidiana. Durante el consulado pombalino, las elites
aceptaron cooperar, lo que anuló su capacidad de cuestionamiento. Por otra par
te, surgieron innumerables quilombos (comunidades de esclavos cimarrones) que,
al menos en Minas —región clave de la colonia en el siglo xvn— fueron tratados
a sangre y fuego. Pero los quilombos se mantuvieron aislados en el mundo de los
desfavorecidos, sin alianza posible con otros sectores descontentos.
Pinto, profesor de griego, habían hecho a la reina dos representaciones con du
ras críticas a la intervención religiosa en la enseñanza de la juventud, que procu
raban atraer a los jóvenes y apartarlos de las aulas regias.
Entre tanto, el virrey conde de Resendc decidirá bruscamente el cierre de la
Sociedad (1794). Poco después se produjo una denuncia contra once de sus
miembros por discutir y abrazar ideas como las siguientes: que los reyes no eran
necesarios; que los hombres eran libres, pudiendo reclamar en cualquier momen
to su libertad; que las leyes francesas eran justas y debían ser seguidas en este
continente; que los franceses debían venir a conquistar Río; que la Sagrada Es
critura, así como da poder a los reyes para castigar a los vasallos, también lo da
a los vasallos para castigar a los reyes; que el reino había sido entregado a los
frailes y que Don Joáo vivía prestando cuenta de sus actos a los frailes y, muy
beato, había ordenado «vir agua do rio Jordáo para a princesa (Dona Carlota
Joaquina) conceber» (Santos, 1992).
Incluso antes de abrir el proceso, Resende ordenó arrestar a los miembros de
la Sociedad, manteniéndolos incomunicados y requisando los papeles y los bie
nes. Casi todos eran hombres maduros y pertenecientes a los estratos medios;
sólo dos eran propietarios. La figura más importante del grupo era Manuel Iná-
cio da Silva Alvarenga, mulato minero formado en Cánones en Coimbra e influi
do por el pombalismo, quien enseñaba retórica y poética en Río desde 1782. El
proceso duró desde diciembre de 1794 hasta enero de 1795; los demás interro
gatorios y careos se escucharon hasta mayo de 1796 y, además de los once acu
sados, estuvieron involucrados como testigos otras 65 personas.
Entre los papeles de Silva Alvarenga se encontraron apuntes para una espe
cie de reglamento secreto de la Sociedad Literaria, escritos de su puño y letra, es-
clarecedores del carácter secreto, democrático y humanista de la misma: todos
los miembros serían iguales; el objetivo principal debería ser la Filosofía «em
toda a sua extensáo no que se compreende tudo quanto pode ser interessante» y
los trabajos privilegiarían tanto las materias nuevas como las «já havidas», para
conservar y renovar las ideas adquiridas (Santos, 1992, 101).
El proceso no caracterizó al movimiento como una conjura, pues no logró
probar la existencia de un plan de sedición y levantamiento armado destinado a
tomar el poder. Los presos fueron liberados en 1797 y ninguno fue condenado.
Lo que ral vez haya pesado más en el episodio de la Sociedad Literaria fue la
constatación de que las ideas francesas comenzaban a dejar el círculo de los le
trados y a ganar los medios populares, atrayendo el interés de oficiales mecáni
cos y artesanos. Esta combinación explosiva se repetiría en 1798, en Bahía, lle
gando a ser más compleja y amplia.
Bahía, a diferencia de Minas, atravesaba por un período de desarrollo eco
nómico. Salvador contaba entonces con cerca de 60.000 habitantes; era la ma
yor ciudad negra de la América portuguesa y había sido sede del virreinato hasta
1763. El 12 de agosto de 1798 fueron fijados en lugares públicos de la ciudad
«avisos al Povo Bahianense», desvelando que estaba en curso una articulación
política sediciosa. Se afirmaba en ellos que no tardarían en ocurrir grandes cam
bios y reivindicaban ventajas para la tropa, libertad para los esclavos, liquida
ción del absolutismo, igualdad entre los hombres, la república, el comercio libre
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 473
EL PENSAMIENTO POLÍTICO
Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS
2. Sobre la difusión del derecho natural y de gentes en España, véase Herr, 1979: 144 y ss.
3. Real decreto de 19 de enero de 1770, por el cual Carlos III restablecía los Reales Estudios
del Colegio Imperial de la Corte, anteriormente a cargo de los jesuitas. Novísima Recopilación, Tít.,
II, Ley III.
478 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE
entendemos aquí una sociedad o reunión, cuyo objeto es la religión: y como to
das las reuniones o sociedades menores o más simples deben estar subordinadas
a las más compuestas, de manera que nada puedan hacer en justicia que se
oponga manifiestamente a la sociedad mayor, se sigue que la iglesia particular
de un Estado debe estar subordinada en lo temporal a su gobierno [...] por la ra
zón de que en la república no debe haber más que una voluntad y no sucedería
así si la Iglesia en alguna nación no estuviese sujeta al gobierno en lo tempo
ral...»4.
Dado que entre los principales obstáculos a los intentos reformistas se en
contraba, entonces, la mentalidad fuertemente particularista de la nobleza y del
clero, los monarcas ibéricos reclutarían su personal, y buscarían aliados, entre
quienes por extracción social, mentalidad u otra circunstancia —como los
miembros de la pequeña nobleza o funcionarios extranjeros— no anteponían la
salvaguardia de los privilegios de clase a la fidelidad a la monarquía. Pero noble
za y clero no eran los únicos sectores que complicarían con su resistencia la polí
tica centralizadora y unificadora del absolutismo borbónico. También las ciuda
des —en el caso español, el tercer sector con representación en las Cortes de
Castilla— constituirían un obstáculo debido a la antigua tendencia al autogo
bierno propia del municipio castellano. Tal como podía todavía afirmar un
miembro de la burocracia real española hacia 1742: «El gobierno de los pueblos
pertenece a ellos mismos por derecho natural; de ellos derivó a los magistrados y
a los príncipes, sin cuyo imperio no se puede sostener el gobierno de los pue
blos».5
En tal concepción del fundamento del poder seguía viva la tradición contrac-
tualista que conformaba gran parte del pensamiento político de la época y servía
de apoyo a quienes se oponían a la doctrina del origen divino del poder. Los
Borbones españoles arremetieron contra ella, al tiempo que iban recortando las
prerrogativas de los municipios en consonancia a sus objetivos fiscales6.
Ese aspecto de la política centralizadora también se dio en la América hispa
na, donde la tradición de relativa autonomía de las ciudades había logrado so
brevivir mejor, y a donde la Corona llevaría intentos reformistas, en parte simi
4. J. Gottlieb Heineccio, Elementos del derecho Natural y de Gentes, Madrid, 1837: 306. An
teriormente, en 1776, al habilitarse la enseñanza del derecho natural por Carlos 111, ya se había edi
tado en Madrid esta obra en versión original en latín. De ella comentaba Marín y Mendoza que «se
ha hecho la última edición de Heineccio, en esta corte, añadiéndole las advertencias que han pareci
do más oportunas de los autores católicos...» (Marín y Mendoza, 1950: 59).
5. L. Santayana Bustillo, Gobierno político de los pueblos de España, Zaragoza, 1742, véase
en Beneyto, 1958: 473.
6. Obsérvese la crítica del contractualismo antiabsolutista que realizaba el citado Marín y
Mendoza: «El principio de la obligación y todos los derechos, los colocan en los pactos y convencio
nes, desconociendo la moralidad, torpeza o rectitud intrínseca en las cosas, que les hace ser en sí bue
nas o malas, independiente de los humanos institutos*. Y, entre otros «errores», se cuenta «... el no
reputar al matrimonio sino como una pura especie de contrato; a la Iglesia, como una sociedad me
nor, o colegio, al modo de uno de los gremios inferiores, con otras proposiciones dignas de severa
censura», así como «otros no hallan en la suma potestad sino un encargo y administración amovible
a voluntad* del pueblo, en quien se figuran que está radicada la soberanía, y casi todos cuentan por
uno de los derechos de la majestad el poder absoluto sobre los ministros y cosas sagradas, y sujetan
la religión y el culto al arbitrio del Gobierno* (Marín y Mendoza, 1950: 56 y 58).
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 479
8. Solórzano Pereyra, 1739, V, I: 251. Sobre este tema, véase Callaban, 1989: 13.
480 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE
8. Solórzano Pereyra, 1739, V, I: 251. Sobre este tema, véase Callaban, 1989: 13.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 481
9. Observa también Góngora: «El largo trabajo intelectual que condujo a la reforma de la
Universidad española abarca, como es bien sabido, junto a los afanes críticos de Tosca, Feijóo, Ma-
yans, Piqucr, Sarmiento, Flórez, etc., los influjos directos de autores franceses que escriben sobre re
forma de los estudios. Entre ellos los más importantes son Mabillon, Fleury y Rollin» (Góngora,
1975b: 110). De Mabillon se tradujo en 1715 el Tratado de los estudios monásticos, que tuvo am
plio éxito. La obra de Mabillon y de los maurinos —Congregación de Saint-Maur—, implicaban una
influencia galicana, no tanto en estricto sentido canonístico, sino «en el más vasto del pensamiento
total de la Iglesia francesa» (Góngora, 1975b, 111). El texto de Mabillon fue reimpreso en España
en 1779. Pero en América se seguirá utilizando como instrumento de disciplina intelectual hasta bien
entrado el siglo XIX.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA R E F O R M U L A C I Ó N DE LOS MODELOS 481
I
9. Observa también Góngora: «El largo trabajo intelectual que condujo a la reforma de la
Universidad española abarca, como es bien sabido, junto a los afanes críticos de Tosca, Feijóo, Ma-
yans, Piquer, Sarmiento, Flórez, etc., los influjos directos de autores franceses que escriben sobre re
forma de los estudios. Entre ellos los más importantes son Mabillon, Fleury y Rollin» (Góngora,
1975b: 110). De Mabillon se tradujo en 1715 el Tratado de los estudios monásticos, que tuvo am
plio éxito. La obra de Mabillon y de los maurinos —Congregación de Saint-Maur—, implicaban una
influencia galicana, no tanto en estricto sentido canonístico, sino «en el más vasto del pensamiento
total de la Iglesia francesa» (Góngora, 1975b, 111). El texto de Mabillon fue reimpreso en España
en 1779. Pero en América se seguirá utilizando como instrumento de disciplina intelectual hasta bien
entrado el siglo xix.
482 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE
dan con libertad los que se apliquen a estudios sin preferencia de escuelas, ni sis
temas, pues sólo la puede haber por el mérito y aprovechamiento».10
La idea del origen divino del poder real, sin intermediación del pueblo, nú
cleo del galicanismo en teoría política, fue también objeto de difusión, más allá
de las universidades, mediante una propaganda dirigida a convertirla en convic
ción popular. En esto son de importancia las obras pastorales de obispos como
san Alberto, en Córdoba del Tucumán, o como los mexicanos, guatemaltecos,
peruanos y otros durante los años en que debieron defender la monarquía con
tra los criollos patriotas, así como los edictos de la Inquisición o las Cartillas
destinadas a la instrucción general por funcionarios reales. Pero además, era
doctrina canonística sustentada oficialmente en las universidades y difundida a
través de las cátedras, entre otras, las de historia de la Iglesia, concilios, y disci
plina antigua.
La creación de estas tres cátedras se llevó a cabo a partir de la expulsión de
los jesuitas. Su enseñanza prosiguió después de los movimientos de independen
cia, acompañando a la oleada de reformas eclesiásticas en diversos lugares de
Hispanoamérica. La historia de la Iglesia, por ejemplo, servía de fuente de infor
mación para la innovadora tendencia a preferir la teología positiva a la escolásti
ca. Es importante advertir, así, que los propagadores de esta postura, resistida
por otros sectores de la Iglesia, son los eclesiásticos y los funcionarios «ilustra
dos»: Maciel, san Alberto, Lázaro de Ribera, en el Plata; Pérez Calama, en Qui
to; Moxó en Charcas; el oidor Rezaba! y Ligarte, en Lima; Lorenzana, Fabián y
Fuero, Núñez de Haro, Abad y Queipo, en México...
No fue distinto el caso de Brasil; en Bahía, en 1759, se realizaron concursos
para elegir profesores de latín y retórica —dos campos en los que se había cen
trado la crítica de los oratorianos a los jesuitas—, requeridos por las reformas en
marcha. Asimismo, otros lugares, tales como Pernambuco, recibieron profesores
enviados desde la metrópoli para contribuir a aplicar esas reformas. Por otra
parte, se crearon aulas de primera enseñanza, de gramática latina, de retórica, de
lengua griega, y de filosofía, en diversos puntos de Brasil. Esta reforma de los
llamados estudios menores tuvo inconvenientes diversos pero dio sus frutos, has
ta el punto de que, bajo la orientación del canónigo reformista José Joaquín da
Cunha de Azeredo Coutinho, funcionaba a finales de siglo en Pernambuco un
seminario en el que miembros del clero secular y regulares —entre ellos del Ora
torio de San Felipe Neri—, siguiendo directivas de las reformas de la Universi
dad de Coimbra (1772), enseñaban teología dogmática, teología moral, historia
eclesiástica, filosofía, matemática y otras materias. Asimismo, y más allá del te
rreno de la educación, la influencia de los reformistas portugueses fue amplia en
Brasil, donde la Academia Científica, si bien no de larga vida, pues sólo funcio
nó entre 1772 y 1779, se anticipó a creaciones similares en la metrópoli.
El galicanismo persistirá en Iberoamérica después de la independencia y ali
mentará tendencias reformistas de la Iglesia como las que puso en vigor Rivada-
11. - Real Cédula de 19 de mayo de 1801» e «Instrucción y reglas de gobierno que han de ob-
486 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE
Como vemos, los terrenos de combate entre las tendencias innovadoras y sus
opositores no se limitaban, ni mucho menos, a la disputa en torno al pensamien
to de los «filósofos» franceses, o a las implicaciones de la obra de Newton. Se
extendían a campos que sólo pueden ser percibidos si atendemos a la aguda lu
cha de tendencias que caracterizaba a la Iglesia de los siglos xvn y xviii, y que en
España se llevó al borde de reformas de envergadura, de las cuales los intentos
de suprimir la Inquisición fueron sólo la parte más llamativa. Conviene recordar
que todavía a comienzos del siglo XVIII seguían vivas las disputas provocadas
por el jansenismo, y el combate encarnaba, entre otros protagonistas, en las ór
denes religiosas que defendían su concepción de la Teología e impugnaban la de
las órdenes rivales. Así, las querellas entre el suarismo de los jesuitas, el tomismo
de los dominicos y el escotismo de los franciscanos eran más que intensas, y con
taban con la participación de otras órdenes, entre las que destacaba, de las ad
versarias de la Compañía, la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, a la
cual perteneció el mexicano Gamarra y en cuyo seno se formó, y a la que siem
pre guardó fidelidad, el Barbadiño. Los oratorianos fueron notorios por su sim
patías hacia el jansenismo y por la consiguiente rivalidad con los jesuitas.
En el desarrollo de estas disputas, tendía así a sobresalir la provocada por las
posiciones teológicas y políticas de la Compañía de Jesús y la impugnación de sus
adversarios, especialmente los dominicos, en el caso hispanoamericano, y los ora
torianos, en el de Brasil —donde la Orden de Santo Domingo no había ingresado
durante el período colonial—. Los motes de jansenismo lanzados por los jesuitas
al rostro de sus rivales, y de «laxismo», utilizados por éstos contra los miembros
de la Compañía abundan en los escritos de la época. En el cruce, entonces, de las
inconciliables tendencias de lealtad a la monarquía y fidelidad a la tradición doc
trinaria, la política de las órdenes religiosas estuvo lejos de la uniformidad, pano
rama agravado por la aguda rivalidad que caracterizaba a varias de ellas.
Por otra parte, en el seno mismo de la Compañía de Jesús no estaban ausen
tes las disidencias respecto de su ortodoxia. De esto dan testimonio las reitera
das disposiciones de las Congregaciones Generales de la Compañía (1806, 1830,
servar los Censores Regios de todas las Universidades de los Reynos de las Indias e Islas Filipinas»,
en Instituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras. Documentos para la Histo
ria Argentina, Tomo XVIII, Cultura. La enseñanza durante la época colonial, (1771-1810), Buenos
Aires, Peuser, 1924, pp. 611 y 613.
12. «Juramento que hacían los Doctorados antes de la Profesión de la Fe, trayéndolo escrito y
firmado de su mano...» . Véase asimismo el - Juramento que después de la profesión de fe deben ha
cer los graduados en esta Real Universidad de Córdoba». Ambos en Zcnón Bustos, 1910: 891 y 897.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 487
1851) que censuran a los miembros que simpatizaban, de diversa manera, con
las doctrinas condenadas, y que adoptan medidas para separarlos de la enseñan
za. En tierra americana, el caso del mexicano Clavigero, claro ejemplo de crisis
de conciencia en el seno de una ortodoxia, da testimonio de la persistencia de
esas disidencias internas de la Compañía, a la par de los límites de sus posiciones
heterodoxas13.
En cuanto a la adecuación de algunas órdenes a la política cultural de la mo
narquía, es un caso de interés la gestión de los franciscanos en la Universidad de
Córdoba, en el Río de La Plata, después de la expulsión de los jesuítas, gestión
que irritó al clero de aquella ciudad, excluido del gobierno universitario por sos
pechas de suarismo. Un memorial del Deán y Cabildo de la Catedral de Córdo
ba, presentado en 1797 pero que reproduce los argumentos de otros de 1785 y
1788, recuerda cómo la acusación de suaristas al clero de Córdoba había pesado
en su exclusión del gobierno de la universidad, entregada a los franciscanos, por
el riesgo de difusión de la doctrina suarista, junto con el probabilismo. Los fran
ciscanos, se aducía, se habían hecho cargo de la universidad porque: «... todos
los clérigos de la Diócesis del Tucumán estaban comprendidos en la generalidad
de Suaristas [y porjque la piadosa mente de V. M. y acertadas Providencias del
gobierno, era, y terminaban a desterrar el probabilismo, y que se educase e ins
truyese a la Juventud en sana doctrina, habiéndose mandado por Real Cédula
posterior para conseguir tan loable fin, que no se leyese ni enseñase en las Uni
versidades otra doctrina que la de Santo Tomás...».
De tal manera, se formaron los «... graduados desde aquella época en sana
doctrina con olvido y destierro absoluto de la Teología Suarista, y doctrina del
probabilismo...».
Mientras las severas críticas que recibían los jesuitas se expresaban general
mente en forma de ataques contra la doctrina del probabilismo, los dominicos re
cibían a su vez, desde el campo jesuítico, serias acusaciones de jansenismo, funda
das en las evidentes simpatías de varios de sus teólogos hacia aquella corriente.
Así, el general de la Orden, que en 1786 al aprobar los capítulos de la provincia
dominica de Buenos Aires de 1775, 1779 y 1783 condenaba «la injuria envidiosa
que se nos hace, al atribuirnos el dictado de Molinistas o Jansenistas», en una
carta de 1790 dirigida al provincial rioplatense, une a una profesión de fe dogmá
tica, una evidente manifestación del regalismo de la Orden mediante firmísima
protesta de veneración, respeto y lealtad al monarca y a sus ministros. Y en la en
crucijada en que se hallaba a raíz de tener que defender el reemplazo del latín por
la lengua vernácula, adoptó una curiosa forma de expresar la oposición a las
«novedades» a la vez que la fidelidad a las directivas de la monarquía: «Aunque
por genio somos enemigos de novedades, y tan enemigos que las aborrecemos de
muerte, como suele decirse, no obstante, si alguna vez las tenemos por necesarias,
nos violentamos y nos reducimos a hacerlas» (Carrasco, 1924: 449, 487 y 509).
13. Véase detallada información sobre la preocupación de las Congregaciones Generales por
las tendencias heterodoxas que afectaban a la Compañía, en Astraín, 1925. Sobre la cuestión del
grado de modernidad de Clavigero y demás jesuitas mexicanos del siglo xviii, así como del oratoria-
no Gamarra, véase Chiaramonte, 1990.
488 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE
16. Mercurio Volante, -Verdadera idea de la buena física y de su grande utilidad-, n.° 2, 28
de octubre de 1772. Respecto de la defensa de Feijóo de su opción por la lengua castellana, véase
«Prólogo al lector-, en Feijóo, 1863, 2: «Harásme también cargo porque, habiendo de tocar muchas
cosas facultativas, escribo en el idioma castellano. Bastaríame por respuesta el que para escribir en el
idioma nativo no se ha menester más razón que no tener alguna para hacer lo contrario».
490 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE
17. De Caldas, 1966: 269. El trabajo había sido publicado por c! Semanario del Nuevo Reino
de Granada en enero y febrero de 1808.
18. Primer artículo, sin título, del Telégrafo..., n.° 1, 1 de abril de 1801; «Educación Moral*,
Semanario..., n.° 4 y 5, 13 y 20 de octubre de 1802.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 491
Aunque parezca paradójico, esta osadía en realidad no era tal, juzgada en re
lación a la posible actitud de las autoridades. Puesto que éstas, fieles a las ins
trucciones emanadas de la monarquía, eran por lo general tolerantes y, en oca
siones, los principales agentes de la difusión de las «novedades del siglo». Pero sí
podía ser irritante para al medio cultural local, que no dejaba de reaccionar en
defensa de la cultura tradicional. Tal como se observa en las críticas a la «Oda al
Paraná» de Manuel José de Lavardén, publicada en el Telégrafo Mercantil... de
Buenos Aires, por parte de un lector de formación escolástica, que llegaba a cen
surar la expresión «Salve Paraná, augusto río...» como sacrilega, por dedicar a
un accidente geográfico una invocación privativa de la divinidad: «Pues qué
dirían el Santo Doctor, y los canonistas, si oyesen en los pueblos católicos salu
dar al Río Paraná con Salve, llamarle sacro, Dios magestuoso, augusto, sagrado,
y otros dislates de este jaez...»1’.
Por eso abundan entre los partidarios de las innovaciones expresiones mu
cho menos radicales, en sus contenidos y en su lenguaje, que las de los casos an
tes citados, tal como se puede comprobar en las Primicias de la Cultura de Qui
to, cuya moderación de lenguaje es ejemplar. En un párrafo que es una buena
muestra del tono general del periódico, leemos que una nación «... se dice culta,
y se diferencia de la ignorante y bárbara en razón de contener en sí muchos Sa
bios, y de que el común no esté ageno ya de principios que dicen respecto a la
vida civil, y ya de los elementos que conciernen a la virtud, la Religión, y la pie
20.
dad...»19
En las publicaciones del periódico quiteño, las invocaciones a las luces del
siglo están cuidadosamente formuladas como instrumentos de la grandeza de
la monarquía y de la religión, y faltan, en cambio, las argumentaciones al esti
lo de Bartolache o de Caldas, y las menciones de autores que pudiesen ser irri
tantes.
19. «Señor editor de! Telégrafo», Telégrafo Mercantil..., n.° 23, 1801, en Chiaramonte,
1989: 238.
20. Primicias de la Cultura de Quito, por Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, ed. facsimi-
lar, Quito, Archivo Municipal, n.° 1,5 de enero de 1792.
492 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE
21. Las huellas de esa influencia son más que abundantes. Véase, al respecto, Husscy, 1961.
Asimismo, el clásico trabajo de Caillet Bois, 1929.
22. «... Yo hablo como neutoniano» declaraba confidencialmente el padre Feijóo a un amigo
suyo comentando problemas de la física. Cit. por Marañón en Feijóo, 1961: XXIV.
23. Sobre la influencia de la Ilustración italiana en España, véase, entre otros Venturi, 1962a y
1962b. No abunda en cambio la información respecto de las colonias americanas. Sobre el Río de La
Plata, véase Chiaramontc, 1982. Sobre Guatemala, véase García Laguardia, 1982: XXIII y LI. En
cuanto a la influencia en Cuba, Le Rivcrend, 1974: 275.
24. Véase en esta obra más información sobre la circulación en Chile de obras de autores de la
época, como Bayle, D’Alembert y otros.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA RE FORMULACIÓN OE LOS MODELOS 493
unirse, más por los aspectos políticos que económicos, Gaetano Filangieri, figu
ran entre los más conocidos en las colonias.
El conocimiento de Genovesi —que no se limitaba a su obra de economía
política, pues era también autor de trabajos de lógica y metafísica— fue facilita
do por la traducción al castellano de las Lecciones de comercio..., realizada por
Victorián de Villava y publicada en Madrid en los años 1785 y 1786. Villava,
además, difundió el pensamiento del napolitano desde su cátedra en la Univer
sidad de Charcas, ciudad del Alto Perú en la que se desempeñó como oidor, cá
tedra a la que asistieron Mariano Moreno y otros rioplatenses (Genovesi, 1785-
1786)25. Pero también dan testimonio de la atracción por Genovesi en la
cultura iberoamericana de la época los ya citados casos del cubano Arango y
Parreño y del guatemalteco José Cecilio del Valle, como asimismo el del quite
ño Pérez Calama, que en 1788 creó una cátedra de economía política «que se
debía impartir siguiendo a Genovesi», en la Real Universidad de Santo Tomás
(Roig, 1984, II: 39).
Por consiguiente, las habituales referencias a las doctrinas fisiocráticas, y
algo más tardíamente a las de Adam Smith, como inspiradores de las iniciativas
reformistas que circularon en las colonias ibéricas a finales del período colonial,
deben dar lugar a una consideración más amplia, atenta a otros autores que,
como los neomercantilistas del Reino de Nápoles, concitaron en muchos casos
mayor interés que los fisiócratas o Smith, probablemente por las características
menos radicales de su enfoque, vinculado a condiciones económicas y sociales,
que como las del sur de Italia, estaban más cercanas a las que caracterizaban a
los reinos de la Corona de Castilla. También en este terreno, el reformismo ibéri
co tuvo modalidades en las que los ingredientes ilustrados alternaron con doctri
nas de más antigua data.
La influencia de los napolitanos no se limitaba al terreno económico, por
ejemplo, no era desconocida la obra jurídica de Beccaria. Pero pocos de entre
ellos fueron tan abundantemente citados y elogiados, desde México o Guatema
la hasta Buenos Aires, como Gaetano Filangieri, autor de una famosa Ciencia de
la Legislación..., que como comprobamos más arriba todavía se ofrecía en venta
en librería de Buenos Aires hacia 183826. Su presencia en el pensamiento hispa
noamericano será así prolongada mucho más allá de los movimientos de inde
25. Sobre Villava, véase Levene, 1946. Nótese, como índice de la amplia difusión de Genovesi
en España, que el catálogo de la Biblioteca Nacional de Madrid posee tarjetas de veintitrés obras su
yas, en ediciones del siglo xvtll o comienzos del xix. Entre ellas, de las Lezioni di Commercio... exis
ten ejemplares de ediciones italianas (una en dos volúmenes de 1769, otra de 1768-1770), y de edi
ciones en castellano, en la traducción de Villava (dos de 1785-1786 y una de 1804). También varias
obras de filosofía, en las que el abate napolitano, más conocido como economista, había sido tam
bién autoridad.
26. Como indicio de la gran difusión de las obras de Filangieri en la España borbónica, simi
lar al que ya comentamos respecto de Genovesi, puede observarse que en el catálogo de la Biblioteca
Nacional de Madrid figuran 18 obras de Filangieri en ediciones de época: de la Ciencia de la Legisla
ción hay cinco ediciones italianas: una de Nápoles de 1780-1785 y otra, la 3.*, de 1783-1784; una de
Venccia; otra de Genova; otra de Milán. Y hay seis en castellano —tres ejemplares de la traducción
de Jaime Rubio, de 1787-1789 y otras reediciones, y una de la traducción de Juan Ribera de 1823—.
Y también tres en francés, la más antigua de 1786-1791.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 495
MODERNIDAD Y TRADICIONALISMO
Gregorio Weinberg
Enseñanza elemental
Desde Salta (Argentina) escribe el obispo San Alberto, con fecha 23 de no
viembre de 1782 al virrey de Buenos Aires : «Se cerró ya la escuela de gramática
porque no se le pagaba a su maestro, y del mismo modo se cerrará la de prime
ras letras, pues hace cuatro años no se le paga un medio al eclesiástico que la tie
ne, como verá V. E. por el memorial adjunto. En toda la ciudad no hay una es
cuela para la instrucción de las niñas. De aquí resulta, que así éstas, como los
niños, se crían sin recogimiento, sin sujeción, y sin doctrina alguna, entregadas
por lo mismo al cigarro, al juego, a la embriaguez, y al libertinaje». Evidente
mente preocupaba al obispo formar «hombres y mujeres que pudiesen ser útiles
a la Religión y al Estado», y poco halagüeñas debían de parecerle las condicio
nes en que se desenvolvía su labor. Si dejamos de lado las conclusiones impreg
nadas de una ardorosa dosis de retórica, el diagnóstico no estaba muy alejado de
la realidad. Lo corroboran muchos otros. Un trabajo reciente de Purificación
Gato Castaño, La educación en el virreinato del Río de La Plata. Acción de José
Antonio de San Alberto en la Audiencia de Charcas, 1768-1810, proporciona
abundante documentación adicional.
Así, pocos años antes (1771) en su Descripción geográfico-moral de la Dió
cesis de Goathemala, observa el arzobispo Pedro Cortés y Larraz: «La poca ins
trucción de la niñez que hay en toda la ciudad se deja de ver en que ni aun escue
las se advierten de niños, para que aprendan a leer y escribir. El cura de San
Sebastián omite responder a este punto, indicio de no haber escuela en todo el
territorio de su parroquia. El de la Candelaria habla de una que tiene en su casa
bien arreglada, habiendo quitado las que había en las barberías y otras tiendas,
en que más que las letras podrán aprenderse escándalos. El de los Remedios dice
que solamente hay la de los Betlehemitas, en donde dichos religiosos enseñan a
leer y escribir «[...] No ignoro que muchos vecinos tomen también sus providen
cias particulares para que sus hijos aprendan a leer y escribir, y latinidad; pero
faltando escuelas públicas, serán pocos los que aprendan con la debida formali
dad, y menos los que consigan el adelantamiento necesario».
Otro testimonio más o menos contemporáneo, el de Simón Rodríguez (bien
conocido como «el maestro del libertador Bolívar») permite seguir a través de
sus escritos publicados a lo largo de varias décadas cómo el pensamiento crítico
(semejante en sus observaciones a los antes mencionados, por lo menos en sus
rasgos descriptivos) se va transformando en una idea cada vez más clara acerca
del nuevo modelo que se estaba incubando en el seno tradicional. En este sentido
podríamos rastrear en el caraqueño referencias plurales a partir de su notable Es
tado actual de la escuela y nuevo establecimiento de ella, de 1794. Advierte allí
no sólo la decadencia de la escuela, sino también la discriminación ejercida con
tra pardos y morenos, cuyos derechos reivindica; denuncia el ejercicio de la do
cencia por parte de «barberos, zapateros, músicos, artesanos o milicianos fraca
sados», la ausencia de métodos, el desconocimiento de la utilidad de la
educación, la falta de prestigio profesional (para emplear una expresión de nues
tro siglo), etc. Desde luego que Simón Rodríguez es una figura excepcional (y,
por tanto, testigo singular), con profundas raíces en el siglo XVIII, lector devoto
de J. J. Rousseau, podría ser considerado un hombre de la centuria siguiente, du
rante la cual demostrará sus grandes condiciones de educador y de patriota.
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 505
Expediciones científicas
Numerosas son las historias anglocéntricas para las cuales el siglo XVIII comien
za en 1713, fecha del Tratado de Utrech; en cambio las francocéntricas parecen
preferir el año 1715, es decir a partir de la muerte de Luis XIV. Por su lado Es
paña, después del fallecimiento de Carlos II, el Hechizado, y luego de la Guerra
de Secesión, abre las puertas del trono a los Borbones; esta nueva situación, por
lo que nos importa aquí, establece nuevas relaciones dinásticas que facilitan, en
tre otras cosas, la llegada al Nuevo Mundo de expediciones extranjeras, en par
ticular francesas.
En otra oportunidad, y con relación a estas empresas, señalábamos que los
vastos litorales marítimos, los millones de kilómetros cuadrados de tierra firme
serán ahora explorados por agentes comerciales y por marinos profesionales, no
carentes de curiosidad científica, pero exigidos por quienes patrocinaban estas
empresas que conservaban todavía fuertes dosis de aventura. (Además, las haza
ñas de los conquistadores quedan relegadas; su importancia se va agotando a
medida que se extingue el siglo XVII.) Por otro lado, gobiernos, instituciones y
empresarios reclamaban información cada vez más rigurosa: el exacto emplaza
miento y las condiciones de los puertos y fortificaciones, la ubicación precisa de
los accidentes geográficos, la situación de los mercados y mil otros datos de inte
rés militar, político o económico, todo lo cual no excluye por cierto que los via
jeros más sagaces agregasen por su cuenta observaciones sobre hábitos y cos
tumbres, técnicas empleadas en la explotación minera, conocimiento de plantas
medicinales, .estructura social y organización administrativa, etc. A juicio de
Francisco Solano, entre viajes, misiones, comisiones y expediciones realizadas a
lo largo de todo el siglo xvm, podrían computarse una sesentena, cifra que no ex
cluye ciertamente la presencia de «contrabandistas, espías, filibusteros y negre
ros». De todos modos —la observación es de Manuel Lucena Giraldo—, «la Ilus
tración desarrolló —especialmente en el reinado de Carlos III— un concepto de
ciencia. Un enfoque diferente de las relaciones entre la ciencia y el Estado acabó
de madurar. En esas nuevas relaciones, en que la ciencia es al tiempo que utiliza
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 507
da, considerada; los políticos del momento mostraron su apoyo, afición y hasta
una fe inquebrantable en la búsqueda del conocimiento racional. Las expedicio
nes, a medida que avanzaba el siglo xviii, acentuaban su carácter científico».
Éste es, en líneas generales, el espíritu que testimonia la Relación del viaje
por el mar del Sur a las costas del Chile y del Perú realizado durante los años
1712, 1713 y 1714 de Amedée Frézier (1682-1773), publicada por vez primera
en 1716. La obra sobresale por la sagacidad de sus observaciones geográficas y
militares, económicas, comerciales y también sociales y estéticas; la amplia cu
riosidad de Frézier se desplegó no sólo sobre los países mencionados en el título
del libro, sino también sobre Brasil. Consideramos que esta expedición inaugura
la vasta bibliografía de los viajeros del Siglo de las Luces, que contribuyeron al
reconocimiento de la naturaleza, las poblaciones, actividades y costumbres de
esta parte de América. Diversas razones, que no cabe explicar aquí, nos llevan a
preferir como hito a Frézier antes que a Louis Feuillée (1660-1732), cuyo viaje,
algo anterior al citado, testimonia su Journal des observations physiques, mathé-
matiques et botaniques (dos volúmenes en 1714 y un tercero en 1725), con des
cripciones de ciudades como Buenos Aires, Valparaíso, Lima, etc.
Tampoco parece oportuno entrar aquí en la polémica suscitada acerca de
quiénes se beneficiaron más con dichas empresas, si las potencias metropolitanas
con la acumulación de conocimientos utilizablcs para distintas actividades (líci
tas e ilícitas) o los pobladores americanos. Convengamos, de paso, que en reali
dad, no había instituciones ni sabios capaces de reelaborarla luego. De todos
modos, en forma inmediata o mediata, aquellos conocimientos hicieron ingresar
estos territorios en el mundo de la ciencia, ampliaron sus fronteras y paulatina
mente les dieron carta de ciudadanía; poco a poco irían dejando de ser exóticos
y marginales. Recordemos, además, que los estudios sobre estos temas publica
dos en décadas pasadas, en su gran mayoría, tenían un pronunciado sesgo cen-
troeuropeo y, vale decir, insistían sobre los aspectos que más habían interesado
a España y al Viejo Mundo; los más recientes, en cambio, muestran una infle
xión, que así como desechan los elementos circunstanciales, anecdóticos y pinto
rescos, insisten sobre sus consecuencias políticas y sociales. Veamos un ejemplo
sobre esta última actitud. Francisco de Solano formula una inteligente y sugesti
va «tipología de los viajes», que le permite rescatar otras dimensiones; así, escri
be: «La respuesta criolla a estos viajes y políticas que le llegan masivamente des
de España es muy favorable, tanto que gracias a estas intencionalidades
reformistas y científicas del Despotismo Ilustrado se aceleran las actividades y
posturas favorables a la independencia».
Comienza a confirmarse esta sagaz apreciación con la hoy célebre expedi
ción de Charles Marie de la Condamine (1701-1774), a quien acompañaban
Louis Godin (1704-1760), Pierre Bouguer (1698-1758) entre otros, nombres
que, en seguida, convocan el recuerdo de sus acompañantes Jorge Juan (1713-
1773) y Antonio de Ulloa (1716-1795). Acerca de los alcances no sólo científi
cos sino también culturales y políticos de la expedición, se han ocupado, entre
muchos otros, A. Lafuente y A. Mazuecos, quienes en su estudio destacan un
punto del mayor interés: la transición entre el savant y el más moderno de scien-
tifique.
508 GREGORIO WEINBERG
Arthur E. Steele, en un libro tan ameno como rigurosamente erudito, nos referi
mos a Flowers for the King. The Expedition of Ruiz and Pavón and the Flora of
Perú, cuenta la labor de estos botánicos y las dificultades que a su regreso halla
ron para editar sus libros fundamentales que recogen aquel vasto esfuerzo: Flo-
rae Peruvianae, et Chilensis prodomus... Descripciones y láminas de los nuevos
géneros de planta de la flora del Perú y Chile (1794); Flora Peruvianae, et Chi
lensis, sive descriptiones, et icones... (tres volúmenes entre 1798 y 1802; un
cuarto en 1957 y aún resta por completar un quinto); la Relación del viaje hecho
a los reynos del Perú y Chile por los botánicos y dihuxantes enviados para aque
lla expedición... (1931), y dejamos de lado otros tan significativos como la Icno-
logía, o tratado del árbol de la quina y cascarilla, con su descripción... (1782),
como así su polémico Suplemento a la quinología... (1801).
Aunque desborda ya el siglo xviii, pero siempre dentro del clima de la Ilus
tración, por la singularidad de sus objetivos, parece necesario evocar la Expedi
ción de la Vacuna (1804-1806), dirigida por Francisco Javier Balmis (1753-
1819). El seguimiento de su accidentado viaje, los obstáculos, la incomprensión
y mala voluntad evidenciada muchas veces por las autoridades coloniales, y la
entusiasta recepción por parte de las poblaciones angustiadas por el flagelo de la
viruela, que hacía verdaderos estragos, merecen una reflexión. Recuérdese, ade
más, que la repercusión de la humanitaria empresa se percibe en algunos nota
bles testimonios literarios, así en el poema de Andrés Bello, «A la vacuna» y en
la oda, sobre idéntico tema, del español Manuel José Quintana.
Este capítulo, donde en aras de la brevedad omitimos otras expediciones tan
importantes como la encabezada por Martín Sessé (acompañado por los botáni
cos mexicanos Mociño, Longinos y otros), podría cerrarse con la suscinta men
ción de uno de los mayores exploradores y naturalistas de todos los tiempos:
Alexander von Humboldt (1769-1859), cuya labor no necesita encarecimientos;
basta recordar el juicio de Simón Bolívar: «... El Señor Barón de Humboldt,
cuyo saber ha hecho más bien a la América que todos sus conquistadores...»
(Lima, 22 de octubre de 1823), opinión cuya sagacidad valora toda la obra del
sabio germano, que recorrió (acompañado, entre otros, por Aimée Bompland)
gran parte de estos territorios y marcó un hito decisivo en sus estudios de gran
envergadura; así, el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Viaje a
las regiones equinocciales del Nuevo Continente..., Ensayo político sobre la isla
de Cuba, y citamos algunos de los que constituyen su magnífico aporte a la me
jor ciencia natural, a la adecuada comprensión de los problemas y de la tradi
ción cultural de América Latina y también de la moderna historia social y eco
nómica. Humbold, humanista enciclopédico, nos instala de lleno en el siglo XIX.
Las expediciones científicas, sobre las cuales algo llevamos dicho; los libros
que iban venciendo los estorbos de la debilitada censura; algunas instituciones
como los Consulados y las Sociedades de Amigos del País; el periodismo científi
co, acerca del cual algo se ofrecerá a continuación, constituyeron algunos de los
elementos que fueron generando paulatinamente un renovado clima intelectual,
al cual deben sumarse las incipientes manifestaciones de natural curiosidad y las
inquietudes que irrumpían en la sociedad colonial que para exteriorizarse debían
superar muchos prejuicios e inercias. Así, comenzaba a superarse, esforzadamen
512 GREGORIO WEINBERG
te, aqüel estado de indiferencia por las actividades científicas y sus posibles apli
caciones, por las cuales no expresaban demasiado interés ni entusiasmo la ale
targada burocracia colonial o las universidades.
De todas maneras fueron surgiendo, poco a poco, observatorios y coleccio
nes que en algunos casos llegaron a convertirse en museos, intentos de descrip
ción y sistematización de la fauna y la flora aborígenes, etc. Los mismos descu
brimientos geográficos, la delimitación de las fronteras, la navegación, la
minería, entre otras actividades, planteaban problemas que exigían respuestas
apropiadas. Quizás podríamos ilustrar este proceso con algunos ejemplos toma
dos de uno de los virreinatos más activos y ricos, el de México, donde en 1768
se funda la Real Escuela de Cirugía (ajena a la Universidad y con la oposición de
los llamados médicos y cirujanos «latinistas* de origen universitario como lo re
cuerda Eli de Gortari) que comenzó sus actividades dos años después. Un fenó
meno celeste genera, entre otros trabajos valiosos en la materia, la Descripción
ortográfica universal del eclipse de sol del día 24 de junio de 1778... de Antonio
de León y Gama (1735-1802). En 1781 se establece la Academia de las Nobles
Artes de San Carlos (donde se enseñaba arquitectura, pintura y escultura). De
1788 data el Jardín de Plantas, que disponía de una cátedra de botánica anexa.
De 1792, el Real Seminario de Minería, en cuyo seno trabajaron notables sabios
como Fausto de Elhuyar y Túbice (1755-1833), descubridor, en España, del
wolframio o tungsteno, y su hermano Juan José, pero sobre todo Andrés Ma
nuel del Río y Fernández (1764-1849), estudioso de severa y actualizada forma
ción científica; descubridor, en 1801, del vanadio (que él llamó eritronio). Ade
más de su prolongada y fecunda labor docente, cabe destacar sus Elementos de
Orictognosia, o del conocimiento de los fósiles, dispuestos, según los principios
de A.G. Wemer para el uso del Real Seminario de México..., cuya primera parte
(las tierras, piedras y sales) es de 1795, y la segunda (combustibles, metales y ro
cas) de 1805. En su prólogo leemos: «... El único medio de conocer las propieda
des de los cuerpos es la observación...*. Este manual de valor sobresaliente, fue
utilizado durante décadas en todo el ámbito hispanoparlante. Repárese que apa
reció tres décadas antes que los Principies ofGeology de Charles Lyell. Un juicio
de Humboldt nos parece revelador: «En México se ha impreso la mejor obra mi
neralógica que posee la literatura española, el Manual de Orictognosia, dispues
to por el señor Del Río, según los principios de la escuela de Freiberg donde es
tudió el autor. En México se ha publicado la primera traducción española de los
Elementos de Química de Lavoisier. Cito estos hechos separados, porque ellos
dan una idea del ardor con que se ha abrazado el estudio de las ciencias exactas
en la capital de la Nueva España...».
Por supuesto que este nivel de actividad no puede ser generalizado al resto
de la Hispanoamérica de entonces, cuyo conocimiento más matizado requeriría
la mención de abundantes creaciones y publicaciones de diferente nivel, pero re
veladoras de un proceso todavía escasamente organizado y poco institucionali
zado. De todos modos, parece de interés señalar que cuando existe una actividad
tan significativa como fue la minería colonial, su gravitación puede contribuir a
realizaciones tan demostrativas y perdurables como la de aquella Escuela de Mi
nería. Además, y para no demorarnos en mayores referencias, señalemos que en
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 513
la Colonia se registran hechos muy reveladores: los dos primeros elementos quími
cos descubiertos y descritos en el Nuevo Mundo lo fueron en lo que hoy constituye
America Latina; nos referimos al platino, por parte de A. de Ulloa, y al vanadio,
por parte de Del Río, anticipándose en esta proeza científica a la anglosajona en
más de un siglo.
Periodismo
mente inédita. La había titulado Arca de Letras y teatro universal; por el título
se establece también un vínculo con la famosa obra enciclopédica del fraile Beni
to Jerónimo Feijóo, máxima figura de la Ilustración en España, y una de cuyas
obras, Theatro critico universal o discursos varios en todo género de materias
para el desengaño de errores comunes, veía la luz en Madrid entre 1726 y 1740,
en una serie de nueve volúmenes, que tuvieron una gran acogida en la América
colonial; poco después sus Cartas eruditas y curiosas, publicadas en cinco volú
menes entre 1742 y 1760, también se hallan entre las lecturas frecuentes de los
ilustrados del Nuevo Mundo. Era una primera incitación al conocimiento crítico
y universal, a la superación de las supersticiones, que el criollo comenzaba a re
cibir en su propia lengua, y de la respetada pluma de un hombre de Iglesia. Sor
prende el amplio y variado conocimiento que Juan Antonio Navarrete posee de
la cultura local y mundial, así como su atracción por las ciencias y los últimos
descubrimientos universales. Como otros americanos educados del momento,
vive el tránsito de ser indiferente ante los cambios políticos y sociales que se ave
cinan a ser un admirador declarado de la opción republicana en pro de una Ve
nezuela independiente.
Igualmente erudita, pero sobresaliente en el campo del lenguaje crítico y
burlesco, es la obra del ecuatoriano Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y
Espejo. Hijo de indio y mulata, Espejo superó con su talento las limitaciones que
su nacimiento significaba en la sociedad colonial y llegó a establecerse como mé
dico, escritor y erudito. Famosa y polémica fue desde su aparición la obra Nue
vo Luciano o despertador de ingenios, concluida hacia 1779 y escrita a modo
del diálogo clásico —género en prosa, a imitación de los diálogos platónicos,
donde se propone un intercambio de opiniones entre dos o más personajes sobre
un tema que tratan a fondo—. La obra consiste en nueve conversaciones entre
dos personajes ficticios que abordan temas de filosofía, teología, retórica y poe
sía, todos tratados en torno a la educación de la juventud. Se publicó anónima
mente y en ella Espejo ejerce una crítica mordaz, que dirige contra los centros de
poder del régimen colonial, y en especial, en contra del peso y dominio de la en
señanza escolástica y dogmática impartida por la Iglesia. Recibió tantos ataques
que se vio en la necesidad de responder un año después con otro diálogo: Marco
Porcio Catón. Y aún en 1781 continuó la polémica sobre la urgencia de renovar
la educación, desde la escuela elemental misma, en un escrito que tituló La cien
cia blancardina, aludiendo a la mediocridad, único destino posible de aquella
formación. Espejo comprende bien que la libertad del intelecto —y, por ende,
de la sociedad en general— depende de la educación: la que se importe por me
dio de la Iglesia será sólo para mantener al criollo en estado de ignorancia y
servidumbre. Él está bien al tanto de las nuevas corrientes enciclopedistas que
se difunden por Europa, y en sus obras aparecen intercaladas citas de Pascal,
Rousseau, Voltaire, Diderot, para apoyar la época de libertad que él adelanta
para América. Otras veces el texto extranjero se utiliza para agudizar las críti
cas en contra de la existencia y el ritmo provinciano de las colonias. Dirige mu
chas de sus sátiras contra los falsos eruditos, parodiando su lenguaje barroco,
el cual, por lo demás, había llegado a un punto de extenuación, generado por
el exceso de cultivo.
522 JUAN DURÁN LUZlO
es común en literatura, aquí parece utilizado sólo con el fin de eludir la censura
local tras un nombre ficticio. Se leen en esta relación una serie de escenas pro
pias de la vida rural criolla en las que se distinguen varios modos de ser del hom
bre hispanoamericano; otras veces el desarrollo descriptivo del texto se basa en
detalles que singulariza como particulares de la cultura local y están presentes en
el relato con un grado de dignidad literaria que pocas veces se empleaba enton
ces al narrar o describir lo propio: el narrador considera que los usos, modos y
costumbres de los criollos o de su mundo no son indignos o menores frente a sus
similares de Europa. Tampoco lo es su lengua: española, pero diferenciada por
múltiples regionalismos y menciones a referentes americanos, y a un contexto
lingüístico particular de las extensas provincias coloniales del Sur.
En El Lazarillo el proceso de fabulación ha sido reducido al mínimo —se
conserva apenas en la elaboración de los diálogos que introduce el narrador— y
de ahí también el valor documental del extenso diario de viaje, el cual, por otra
parte, ofrece una perspectiva de las intenciones reformadoras del sistema colonial
que sustenta su autor. Se entiende que el trayecto descrito en el libro es además
un proceso de conocimiento detallado de la situación colonial y de sus defectos,
así como de sus opciones de cambio. Entre los defectos se señala los del hombre
nativo, quien no se libra de la actitud condenatoria del narrador, especialmente
cuando se trata de indios o mestizos, poco amigos del trabajo, según este autor,
que no logra penetrar en las diferencias humanas. Sus propuestas de cambio han
quedado bien expuestas en un escrito posterior, muy propio del momento: Refor
ma del Perú, finalizado hacia 1782. Allí Carrió sostiene que tales reformas debe
rán fundarse, sobre todo, en un trabajo más arduo y en la intensificación de la
producción agrícola y el comercio. Carrió de la Vandera, vasallo leal a su rey, se
suma así al crecido número de tratadistas que aspiran al mejoramiento de la or
ganización del sistema colonial sin aspirar a la independencia política.
La prosa crítica del criollo, que desde estos años comienza sin disimulo a
exaltar lo propio, tuvo también la ocasión de ofrecer una visión decadente de la
vida europea: en efecto, el mexicano fray Servando Teresa de Mier, nacido en
Monterrey en 1765, incluye entre sus obras unas vividas páginas de su difícil
paso por el Viejo Mundo y, en especial, por una España donde no era bien reci
bido, por criollo y por crítico de la sujeción colonial. Mier, sacerdote dominico,
es un perseguido del Santo Oficio: fue desterrado porque en diciembre de 1794
se atrevió a pronunciar un sermón donde sostuvo que la Virgen de Guadalupe
era conocida en México desde antes de la Conquista, venerada entre los indios
antes de la venida de los españoles; desde cuando santo Tomás predicó el Evan
gelio en el Anáhuac, bajo el nombre de Quetzalcoatl.
Las páginas, que a mediados del siglo XIX fueron publicadas como sus Me
morias, son las de un hombre reflexivo y crítico, pero de acción: presentan un
desarrollo dinámico que lleva de una aventura a la siguiente, y en varias de las
cuales el autor arriesga la vida. Entre tanto, el narrador no pierde oportunidad
para glosar pasajes de la Conquista española que cuestiona amplia y, a ratos,
sarcásticamente. Además, los satíricos matices por medio de los que representa
las relaciones humanas y las formas de vida en Europa parecen descritos para
ofrecer un balance de limitaciones: escribe como para que sus potenciales lecto
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 525
abandono de los recursos expresivos destacados por el afán barroco, se lee aho
ra una prosa más directa, casi libre de figuras literarias y desprovista de los con
ceptos velados que atrapan a autores y lecturas en el pasado. Se trata de emplear
un lenguaje más cercano a los modos orales en uso y con una idea precisa de
apelación al destinatario. Resulta clara para esta generación la idea de que la su
peración de aquella retórica cortesana conllevaba también la superación de sus
modos de pensar y de su concepción del mundo.
Los autores modelos que orientan este tipo de literatura reflexiva son otros
diferentes a los que habían servido de inspiración a los poetas del prolongado ci
clo barroco; se trata de pensadores franceses, ingleses o estadounidenses que
contribuían con sus obras a dar sentido y sustento ideológico a las luchas de in
dependencia y democratización iniciadas, tanto en la América del Norte como
en Francia. Los hechos y los escritos que los motivaban producen un momento
de claridad en media de la sociedad colonial: la Ilustración se hace presente con
este grupo de autores que se expresarán preferentemente por medio de obras que
no sean de ficción, dotadas de una prosa precisa en sus objetivos y orientada casi
siempre a fines educativos. El gran tema de la dominación española termina de
adquirir matices negativos y se refinan las denuncias anticoloniales. Se recurre a
diversas formas para expresar este estado; así, al ensayo se une la memoria o in
forme, como otro útil género de exposición conceptual. Tales textos se empiezan
a hacer más comunes entonces, sin mayores pretensiones literarias, pero tampo
co ajenos a los fines de la eficacia del bien decir y con propósitos políticos cla
ros. Por otra parte, son la manifestación del deseo de medir y valorar lo alcanza
do bajo la monarquía peninsular; pero, al mismo tiempo, son inventarios de las
múltiples posibilidades que al Nuevo Mundo traería una época de mayor liber
tad, tanto en sus relaciones comerciales y en los contactos ilimitados con el resto
del mundo, como en los nexos culturales libres, desligados del poder intransi
gente de una Iglesia y de una Corona absolutas y metropolitanas.
En esas producciones escritas durante la última década del siglo es donde se
anuncia y se consagra la llegada de una época abierta a todos los logros de la ra
zón universal: la literatura abandona enteramente el lenguaje y el repertorio ba
rrocos, excluyentes y trabajosos, para articular sus mensajes clara y efectivamen
te; la obra escrita se hace más funcional y es así como surgen abundantes
publicaciones periódicas, donde se dan a conocer memorias, informes o ensayos
breves, que muchas veces fueron producto de la pluma de reputados hombres de
letras, como el hondureno José Cecilio del Valle, residente en la ciudad de Gua
temala.
Del Valle es el prosista más relevante en la alborada de la emancipación cen
troamericana, y de su puño y letra redacta la declaración de la independencia de
Guatemala, el 15 de septiembre de 1821. Antes, había descollado en tareas tales
como la modernización de la enseñanza en la Universidad de San Carlos y en la
fundación de la Sociedad Económica de Amigos de Guatemala, en 1795; o bien
en su labor como censor de la Gaceta de Guatemala, en la segunda época de ese
periódico —la primera había durado desde 1729 hasta 1731—. José Cecilio del
Valle además de escritor es un pedagogo, jurista y educador, educador moderno,
claro, que anhelaba establecer los conocimientos sobre la observación y la expe-
S28 JUAN DURÁN LUZIO
rienda directa, por encima de los pesados silogismos del pasado. Cultivó con
maestría el diálogo; en este género es autor de una serie de piezas breves en las
que imagina debatiendo a Colón y Rousseau; en otra son interlocutores Cortés y
Montesquieu; y en otra hablan Carlos I, el habsburgo y Carlos III, el borbón.
Las conversaciones, ingeniosas y bien documentadas, tienen como tema central
el Nuevo Mundo y están organizadas para poner de manifiesto el error del siste
ma colonial y la necesidad de llevarlo a término, para dar paso a un nueva época
de justicia, equidad y libertad, en un amplio continente que había padecido toda
clase de errores e injusticias.
Es preciso agregar que durante este período finisecular no falta en Hispanoa
mérica el cultivo de la fábula, género clásico resucitado en España, sobre todo
por la obra de Tomás de Iriarte, autor de las Fábulas literarias, aparecidas en
1782 y bastante difundidas por las colonias. La fábula se estructura en forma de
diálogo rimado y los protagonistas son animales que conversan en torno a alguna
situación particular y cotidiana, cuyo desenlace conduce a una reflexión moral.
Rafael García Goyena, nacido en Ecuador en 1766, pero residente en Guate
mala desde los doce años hasta su muerte, acaecida en 1823, se distingue como
el fabulista más logrado del período. Inédita en vida del autor, su obra —de
unas tres docenas de fábulas— se publicó en forma de libro en 1825. Es explica
ble: ocurrió apenas después de aplacados los debates locales y de confirmarse la
independencia de España, ya que sus escritos no carecen de intenciones críticas y
burlescas en contra de un sistema que el criollo consideraba tan torpe como in
justa. Así se desprende de composiciones tales como El mastín y la rata o Los so
natas y el burro. La fábula, más allá de su apariencia inocente, se convierte en
otro instrumento de crítica social; el diálogo entre los animales se aprovecha de
sus características físicas, astucias o limitaciones para utilizarlas en el terreno de
la confrontación política. Es un género literario que propone sus ideas de forma
más gráfica, pero sutil, simbolizando situaciones humanas. La propuesta ideoló
gica que desliza el autor va casi siempre sintetizada en una moraleja que cierra la
composición. También se destaca otro rasgo particular en las fábulas de García
Goyena: la presencia de animales americanos, que a su vez emplean un buen nú
mero de voces regionales para situar el entorno en el que se mueven.
Ya finalizado el siglo xviii y en vísperas de las luchas por la independencia
de España, junto a la copia burlesca y anónima se escribe una poesía bastante
culta, de carta neoclásico, que alienta el sentido y los hechos que comienzan a vi
virse en contra del poder colonial; el valor particular del criollo, su medio y su
identidad propia, son cada vez más notorios en estas producciones. No es de ex
trañar que algunas se dediquen a exaltar ciertas magníficas particularidades de
la geografía, las cuales adquieren ya valor de símbolos nacionales, como la Oda
al Paraná, del argentino Manuel José de Lavardén. En este poema, las aguas de
ese gran río llegarán a ser un medio de unión del país y regarán además las férti
les riberas circundantes. Asimismo sus corrientes deberán servir de rema a los
poetas del futuro: «Van, sacro río, para dar impulso / al inspirado ardor: bajo tu
amparo / corran, como tus aguas, nuestros versos*.
El valor simbólico de este poema que canta a esa gran vía fundacional del
país debe medirse también por haber aparecido en el primer número del primer
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 529
ció a las letras del siglo XVIII, Andrés Bello va a clausurar el período para dar
paso, por virtud de la variedad y los alcances de su producción, al nuevo perío
do, declaradamente romántico, que se abre luego de concluidas las cruentas gue
rras de emancipación.
La primera de esas obras de Bello lleva por título Alocución a la Poesía, y
apareció como portada de la revista La biblioteca americana, que en 1823 él co
mienza a editar en Londres, destinada a sus conciudadanos de toda Hispanoa
mérica. La revista, que incluye una amplia gama de artículos sobre cuestiones
científicas, reseñas de libros y traducciones de pasajes relevantes de publicacio
nes europeas, de potencial interés para el lector criollo, responde claramente a
las preocupaciones intelectuales del siglo XVIII. La motivación didáctica de Bello
queda presente en este esfuerzo editorial por mantener activo un periódico cultu
ral; esfuerzo que más tarde, en su etapa chilena, continuará con especial brillo.
El poema se construye desde una forma básica, que propone la reiteración
del pedido que el hablante lírico formula a la diosa Poesía para que abandone
Europa y pase a América, a cantar los múltiples dones de la tierra y la virtud de
sus hombres. Desengañado de Europa, «región de luz y de miseria», el poeta
avizora su quehacer futuro en el suelo natal, por eso, en los casi 900 versos se va
registrando y exaltando el sentido heroico de las acciones de la lucha emancipa
dora en contra del orden colonial: la Poesía debería guardar la memoria de esa
gesta que, aunque americana, no era menor que las de la historia del Viejo Mun
do. En ese momento se hace preciso registrar los nombres de los héroes que
caían en los campos de batalla defendiendo el nacimiento de las futuras repúbli
cas, porque desde ahora habría de escribirse una nueva historia: la historia libre,
nacional y republicana.
Tres cuartas partes del poema están dedicadas a la lucha que, inspirada por
la libertad, se mantenía desde México a la Argentina, particularizando sus he
chos más notables; en este sentido, el poema despliega una versión épica de su
propio presente. Junto a eso, se alude con frecuencia al pasado precolombino,
porque los fundamentos del porvenir venturoso que Hispanoamérica merecía es
taban en la época anterior a la Conquista: la mitología griega queda excluida y
es reemplazada por los mitos indígenas prehispánicos. El poeta no sólo exalta el
futuro, sino que expresa una severa negación del pasado colonial: nada posterior
a 1492 pareciera tener importancia; el pasado colonial está marcado por la into
lerancia, el fanatismo y el vacío. Por eso en sus versos también se adelantan
ideas sobre la necesidad y los beneficios de una educación renovada y laica, ca
paz de contribuir a la organización democrática de la sociedad, de producir
ideas sobre el uso intensivo de la tierra y del destino que por medio de esas labo
res debían crearse las jóvenes naciones. Así, tampoco sorprende que el poema
vaya dedicado explícitamente a Francisco de Miranda y, de modo indirecto, a la
obra vital de Simón Bolívar.
La otra silva —composición en versos más bien libres y sin medida precisa—
sirve de portada al segundo intento editorial londinense de Bello: El repertorio
americano, aparecido en Londres 1826, dos años después de las batallas definiti
vas de Junin y Ayacucho. Se trata de agricultura de la Zona Tórrida, poema
menos extenso que el anterior —alrededor de 400 versos— y dirigido a propo
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 531
LAS ARTES
Teresa Gisbert
tanto los antiguos dioses andinos como los atributos de la Virgen y la Crucifi
xión. Similar es el caso de la sirena, ya que en términos del humanismo cristiano
se equipara a esta criatura de la mitología clásica con el pecado, de la misma
manera que las mujeres-peces del lago Titicaca, según el mito andino, traen la
muerte y el pecado. La ciudad de Dios de san Agustín es la base de esta filosofía
que permite comparar la mitología andina con el paganismo greco-romano, 1-3
persistencia de deidades como Illapa, dios del rayo, identificado con Santiago
Apóstol; y de la Pachamama, diosa de la tierra, identificada con María, pasan
por el mismo proceso analógico.
El gusto por lo simbólico y su constante referencia al mundo pagano antiguo
también se hace patente en la obra de la mexicana sor Juana Inés de la Cruz. Sus
libros, por la complejidad iridiscente que tienen, anteceden, y en cierta manera
nos permiten comprender mejor el barroco arquitectónico mexicano. Se trata de
una arquitectura que sustituye la columna salomónica, de tradición cristiano-
mediterránea, por la estípite, cuyas formas angulosas y piramidales nos remiten
a los ejemplos propios de la arquitectura azteca y maya. Las grandes obras de
Valvas y Rodríguez son las que hacia 1730 imponen el barroco desbordante en
este parte de América; ellos traen la estípite, elemento que se convierte en el sig
no distintivo del barroco mexicano por el uso reiterado que los criollos hacen
del mismo. La estípite representa la conjunción de un elemento europeo impor
tado, con la preferencia por las formas lineales y angulosas de larga tradición
prehispánica.
Antigua de Guatemala muestra otra faceta de este barroco tardío que, en
este caso, tuvo que adecuarse a las circunstancias geológicas con una arquitectu
ra de masas que fue vencida, pese a las bóvedas bajas, las paredes inmensas y las
columnas chatas. En Antigua queda un dramático testimonio de lo que fue la
implantación de un arte y una tecnología foráneas en una tierra que temblaba
constantemente.
No todo el barroco participó de esta simbiosis. Hay ejemplos muy europeos
en su concepción, como la Compañía de Quito, y otros que son producto exclu
sivo del medio, como la arquitectura misional del Paraguay. En estos casos, muy
distantes entre sí, tanto en la forma como en el espíritu que los alienta pese a que
dependen de la misma orden religiosa, puede verse la ductilidad a que estuvieron
sujetas las distintas soluciones para adecuarlas al medio.
En el siglo xvm, Bahía había dejado de ser el foco económico principal de
Brasil; este centro se trasladó a Ouro Preto y las demás poblaciones de Minas Ge-
rais, donde se crean centros urbanos en un entorno montañoso que permite la
tradicional división lusitana de cidade haixa y cidade alta con calles adecuadas a
los accidentes del terreno que terminan en amplias explanadas donde se levantan
las fachadas de las iglesias como fondo de un gran escenario barroco. La simplici
dad de estas fachadas contrasta con el interior, donde los retablos dorados y los
cielorrasos resueltos en falsas perspectivas de pintura transportan al espectador a
un mundo fuera del contexto terrenal. El aporte de la mano de obra mulata y ne
gra a este barroco singular tiene su principal exponente en la obra de Aleijandinho.
Las postrimerías del siglo XVIII traen el neoclasicismo, que se impone en los
centros urbanos más importantes, como México y Santa Fe de Bogotá, donde se
LAS ARTES 535
MÉXICO
En la segunda mitad del siglo xvn, las formas del barroco se adueñan de toda
Iberoamérica. Hacia finales de siglo ya no llegan artistas europeos y los peninsu
lares escasean. Esto supone el dominio del quehacer artesanal y artístico por
parte de criollos, mestizos e indios; es entonces cuando se perciben ciertas dife
rencias entre la arquitectura que se realiza en España y la americana. No pode
mos decir que se crean nuevas concepciones espaciales, sino que se eligen, entre
las formas venidas de ultramar, algunas y se desarrollan en grado tal que la obra
resultante es diferente de las realizadas en Europa contemporáneamente.
En México se identifica este estilo con una ornamentación desarrollada so
bre la estípite, como soporte dominante. Se trata de la sustitución de un elemen
to circular, como la columna, por la estípite que es una pilastra que se estrecha
en su base y que en sus secciones nos da una superficie angulada, alcanzando a
veces la forma piramidal en los soportes. También son característicos de la orna
mentación el perfil estrellado en los óculos circulares y la sustitución del arco
por el hexágono. Todo esto nos recuerda la arquitectura prehispánica, cuya or
namentación se realiza a base de líneas rectas y quebradas, con muy poca inci
dencia de la curva, tal como ocurre entre los aztecas o miztecas. Asimismo, el
barroco mexicano nos trac a la memoria el arte maya que, al fin y al cabo, es
también barroco dentro de la evolución de sus propias formas. Otro aspecto que
debe considerarse es el arcaísmo que se evidencia en la planta centralizada, for
ma propia del manierismo que se sigue utilizando en pleno siglo xvm. Por otra
parte tenemos el uso del azulejo, sobre todo en la región de Puebla, con una con
notación mudéjar, pues se extiende sobre las fachadas cubriéndolas por comple
to. Finalmente, en las doctrinas del campo donde la catcquesis aún es necesaria,
las portadas son grandes libros abiertos como los códices medievales donde, a
través del arte popular, se explican los dogmas.
Quien lleva la estípite a México es Jerónimo Valvas, autor del Retablo de los
Reyes, de la Catedral de México (1718-1735). Se formó en el ambiente madrile
ño de los Churriguera. La otra gran figura del retablo estípite es Lorenzo Rodrí
guez, que si bien no fue su introductor, aparece al menos como su definidor; su
obra principal es el Sagrario (1749) adjunto a la Catedral, de planta de cruz grie
ga inscrita en un cuadrado, programa centralizado cuya organización espacial
puede remontarse a los viejos modelos bizantinos. La estructura está cubierta
536 TERESA GISBERT
por paredes, que Sebastián describe así: «Los muros de enmascaramiento des
cienden desde lo alto de los hostiales hasta las esquinas. Son muros en cascada
cuyos bordes parecen los rizos del agua despeñándose». Podríamos añadir que la
sensación de cascada se acentúa en las portadas, donde la estípite, sacada de la
penumbra del retablo para exponerse a la luz exterior, produce una sensación de
movimiento.
Al círculo de Lorenzo Rodríguez pertenece la iglesia de San Martín de Tepo-
zotlan, que fue el más grande colegio jesuita de Nueva España. Consta de seis
puntos rodeados de celdas, huerto, atrio e iglesia, adjunto a ésta, el camarín. La
cúpula de éste se cubre con una bóveda de nervadura en la que los arcos, soste
nidos por ángeles, como ocurre en las construcciones mudéjares, no tocan el
punto central. En 1733 se dedica la Capilla del Loreto y entre 1760 y 1762 se le
vanta la portada, que depende estilísticamente del círculo de Lorenzo Rodríguez.
Ésta tiene un programa iconográfico donde el foco es san Francisco Javier.
El barroco mexicano desarrolla todas las posibilidades formales en el San
tuario de Ocotlán, cuya realización se debe al padre Lozaizaga, quien en 1716
comienza la nueva obra. Ésta consta de una nave alargada con testero octogo
nal. La blanca fachada se aloja entre las estrechas torres, las que, a decir de al
gún investigador, se abren como flores sobre los estrechos «tallos rojos» de las
bases que las sostienen. La portada se compone de una danza de estípites en tor
no al arco de ingreso y al óculo estrellado central, donde destaca María como
reina de los ángeles, por lo que los siete arcángeles decoran los interestípites.
También están representados los doce apóstoles y los doctores de la Iglesia. La
Virgen esta pensada como «la nueva Eva» por lo que nuestros primeros padres
figuran en los capiteles del cuerpo bajo. En el interior destacan los retablos obra
del escultor tlaxcalteca Francisco Miguel Tlayelehuauitzin.
Las torres de Santa Prisca de Taxco (1759) recuerdan las de Ocotlán por ese
florecer hacia el cielo; asimismo, la portada se acomoda entre los estrechos cu
bos de las torres perforadas por ocho óculos rodeados de follaje. La portada de
Santa Prisca es ecléctica, pues tiene columnas clásicas en el cuerpo bajo y salo
mónicas en el superior, tomando así una solución más tradicional dentro de la
arquitectura mexicana. La iglesia se debe a la devoción del minero José de la
Borda y su autor fue el arquitecto Cayetano de Sigüenza.
Si bien hay ejemplos con columnas, la estípite es la dominante en el barroco
mexicano, pudiendo citarse la iglesia franciscana de Puebla, no tocada por el ba
rroco exuberante pese a la fecha en que fue construida (1743-1767). La portada,
con estípites simples en los cuerpos altos sobre muro rústico de dovelas vistas,
tiene mucho de manierista. Esta interesante fachada es estrecha para dar paso a
la «tapicería» de ladrillo y azulejo que cae a ambos costados, allí los recuadros
con flores nos recuerdan los tapices orientales; no olvidemos el tráfico constante
entre México y Filipinas, desde donde se traían marfiles, porcelanas, muebles de
laca y sedas bordadas.
Otro ejemplo donde el azulejo es el protagonista, también poblano, es San
Francisco de Acatepec, en cuya portada domina la cerámica azul y amarilla so
bre el fondo salpicado de rojo. Es difícil imaginar una arquitectura menos con
vencional, pues la cerámica permite enmascarar toda una portada. San Francisco
LAS ARTES 537
de Acatepec es, sin duda, una fiesta petrificada con sus colores cambiantes que
sólo responden al juego de la luz.
Esta misma fiesta barroca, pero volcada al interior, es la que vemos en Santa
María de Tonanzitla, pequeña iglesia decorada íntegramente con yeserías poli
cromadas, donde la cúpula se sumerge en oleadas de follaje que arranca en pilas
tras sostenidas por niños emplumados. Rojas estudia la iconografía del complejo
conjunto de Tonanzintla y distingue en el crucero un eje transversal con la Trini
dad: Dios Padre y Jesús a ambos lados y el Espíritu Santo al centro de la cúpula
que está sostenida simbólicamente por los cuatro doctores y los cuatro evange
listas. La pequeña iglesia de Tonanzintla nos habla de un arte adecuado al gusto
popular, realizado en espacios restringidos lejos de los grandes centros urbanos.
Tepalcingo y Jolalpan, estudiados por C. Reyes Valerio, muestran el tipo de
iglesia catequética cuya portada tiene un programa dogmático, en este caso cen
trado en la redención. En ambas portadas están Adán y Eva como causantes de
la muerte a través del pecado original. Cristo Crucificado está presente como re
dentor y María como intermediaria. La composición está sustentada por san Pe
dro y san Pablo que representan el aspecto institucional y doctrinal respectiva
mente; a su vez la doctrina tiene sus bases en los cuatro evangelios y en los
cuatro doctores. En Tepalcingo se hace hincapié en la Pasión de Cristo como
parte del proceso de redención, mostrándose los azotes, la caída, etc., y en Jolal
pan se colocan en el cielo los cuatro arcángeles. En ambas portadas se incluye el
universo a través del Sol y la Luna; en un cielo vegetal y entre ángeles, en el caso
de Jolalpan, y fuera de la escena, colocados en las torres, en el caso de Tepalcin
go. El lenguaje arquitectónico es insólito pues las columnas no se atienen a nin
guno de los órdenes constituidos, ya que las recubre la decoración vegetal, los
mascarones y niños tenantes; algunos fustes se cubren con redes y hay capiteles
que ostentan el águila bicéfala. Por último, hay en ambos dos pares de colum
nas, cuyos fustes se retuercen y enlazan entre sí, como si fueran serpientes; es un
tema manierista totalmente inédito dentro de las realizaciones arquitectónicas.
En estas iglesias rurales lo que llama la atención es la sensación de atempo
ralidad, haciendo caso omiso del uso y la costumbre del momento. Tomando
elementos del repertorio cristiano que recuerdan las iglesias románicas, se trans
mite la doctrina a través de un teatro de argamasa estático y perdurable.
El barroco mexicano culmina en la Capilla del Pocito, obra del arquitecto
guadalupano Francisco Guerrero y Torres. La edificación comenzó en 1777 y se
concluyó 21 años después. Es un ejemplo de planta centralizada de origen rena
centista; ya Angulo identificó el tratado de Serlio (1552) como fuente de inspira
ción. La solución espacial con la que se cubre la planta determina la eclosión de
un barroco altamente original y dinámico. Angulo nos dice «el barroquismo del
arquitecto mexicano ha hecho desaparecer elemento clásico tan importante
como el pórtico tetrástilo, reemplazándolo por el vestíbulo circular, y ha conver
tido en cambio el exterior circular de la sacristía en un polígono mixtilíneo».
Los muros son de tezontle rojo en tanto que las cúpulas se colorean de verde,
blanco y amarillo.
La estípite, que como se indicó antes es uno de los elementos que identifica a
la arquitectura virreinal mexicana, también la diferencia de la arquitectura suda-
538 TERESA GISBERT
mericana, donde prima la columna salomónica y los talantes, estos últimos res
tos de una fuerte incidencia manicrista; hay, sin embargo, en Nueva España al
gunos templos que responden a esta otra estética, la de la talla menuda y plana a
la manera andina, siempre con soportes salomónicos. Los ejemplos más signifi
cativos en este línea de realizaciones son el claustro de San Agustín de Querétaro
y la catedral de la ciudad minera de Zacatecas. El primero se construyó hacia
1745 y presenta pies con «términos» en la planta baja, y talantes en la superior.
El «término» es un busto en forma de cartela cuya cabeza sostiene un capitel co
rintio, exótica figuras equiparables a las que decoran la iglesia de la Tercera Or
den de Bahía, en Brasil. En la antigüedad clásica, el «término» era un mojón que
se colocaba ai final de un camino o calle. Alciati en su Emblemata nos dice que
significa el fin o término prefijado, como el de la muerte. Los talantes del claus
tro de Querétaro, con los brazos en alto, paradójicamente parecen estar en acti
tud de danza, con su inmóvil cuerpo inmerso en la floresta.
Encontramos en la catedral de Zacatecas el mismo espíritu que anima al
claustro de Querétaro. La portada tiene columnas salomónicas triples aludiendo
a la Trinidad. En los intercolumnios están colocados los apóstoles, presididos
por Cristo, que está en el eje con Dios Padre y el Espíritu Santo, en la misma lí
nea que la custodia situada sobre el óculo central; es el motivo principal de este
templo, construido en un tiempo en que el culto a la Eucaristía era uno de los
puntos centrales de la religiosidad contrarreformista. La exuberante follajería
evidenciada, aun en la gloria que rodea a Dios Padre donde las nubes no son
otra cosa que grandes heléchos, muestra el sentido americano de la devoción,
uno de cuyos componentes es el entorno tropical.
En la portada lateral patrocinada por la Virgen destacan los exóticos «térmi
nos», y en la portada de la Crucifixión el orden está compuesto por ángeles-
atlantes, que se relacionan formalmente con los talantes de la iglesia de San Lo
renzo de Potosí.
La fecha y la autoría de la catedral de Zacatecas, al menos de una parte de
las tallas, se encuentra en la clave, junto con el símbolo de las letanías «fuente
sellada», donde se nos dice que la obra se acabó en 1740 y que la hizo el maes
tro Marcos de la Cruz, indígena, a juzgar por el apellido.
ANTIGUA, GUATEMALA
temblores y erupciones... Pero así fue; sólo al ver las ruinas de los diferentes tem
plos, con los arcos cercenados, los muros surcados por hondas cicatrices aún
abiertas y las bóvedas vacías, se percibe el temor y reverencia que infundió la na
turaleza al hombre americano.
A principios del siglo xviii trabajaba en Antigua Diego de Torres, pertene
ciente a una familia de arquitectos y alarifes; él intervino en el convento de Ca
puchinas (1734), edificio que muestra en las gruesas columnas de su claustro el
deseo de estabilidad. La iglesia tiene una decoración tan sobria que parece perte
necer al purismo escurialense. El edificio se ha hecho famoso por el patio circu
lar que, según algunos autores (Mesa-Gisbert), es obra del siglo xvi y tuvo otro
uso, incorporándose posteriormente al convento. En Capuchinas se ven esas co
cinas con enormes bóvedas por avance, a la manera de pirámides. La técnica
usada en su construcción nos habla de la arquitectura maya.
Diego de Torres también es autor de la catedral de León, en Nicaragua, y el
santuario de Esquipulas, que se conserva en su integridad, con sus cuatro inmen
sas torres amarrando la estructura.
Pero la arquitectura guatemalteca, al igual que la de otras regiones de Amé
rica, se caracteriza por su decoración. Ya no es estípite la que domina el lenguaje
arquitectónico como en México, son columnas dobles y triples cubiertas con fin
gidas mallas, como en el Carmen de Antigua o columnas salomónicas, como las
de San Francisco, las que dan la tónica. Otro grupo responde a la pilastra almo
hadillada, elemento manierista que se incorpora a la dialéctica barroca, dada esa
libertad de los artistas indianos por echar mano de elementos superados en el
tiempo. Buen ejemplo es la iglesia de Santa Rosa. Sin embargo nada tan caracte
rístico como la pilastra en forma de doble lira que está tomada de Serlio (1542)
y que Markman pone entre las formas decorativas libremente inventadas. Apa
rece en San Francisco de Ciudad Vieja, en las torres y en los cuatro pisos de su
imponente portada, para reaparecer en Santa Clara de Antigua, obra terminada
en 1734. Porrcs dio informe sobre esta obra y como también fue el arquitecto de
las Escuelas de Cristo, en cuya portada se usa el soporte de doble lira, podemos
suponer que tiene que ver con esta innovación ornamental.
Otro nombre relacionado con Antigua es el de Luis Diez Navarro, malague
ño que viene de México y trabaja en el Palacio de los Capitanes Generales, el
cual se abre sobre la Plaza Mayor con imponente arquería; asimismo tuvo que
ver con el edificio de la Universidad de San Carlos, en la que se supone que tam
bién intervino el arquitecto José Manuel Ramírez. Este último tuvo a su cargo,
por orden de las autoridades, el desmantelamiento de todo lo transportable en
Antigua, como puertas y balcones, para llevarlo a la nueva capital.
res están muy próximos al estilo neoclásico, que responde a la estética de la Ilus
tración. En este siglo se emprenden grandes obras estatales y de defensa, como
las fortalezas de Cartagena de Indias, la Casa de la Inquisición de esta misma
ciudad, el fuerte del Real Felipe en el Callao y la Casa Moneda de Potosí. No
existen edificios que muestren la exuberancia decorativa y la originalidad de los
de México y Guatemala, con la salvedad de algunos casos aislados y de la llama
da «arquitectura mestiza» que florece en la región andina, donde la mano de
obra indígena y la intervención de los caciques indios son preponderantes.
La tónica general es la sobriedad, como en la catedral de 1.a Habana, termina
da en 1777, cuya fachada es uno de los mejores ejemplos del barroco tardío, evi
denciado en el coronamiento mixtilíneo y las sobrias columnas levantadas en dife
rentes planos. Es una composición de inspiración jesuítica, ya que originalmente
esta iglesia estuvo destinada a la Compañía y la expulsión sobrevino en medio de
la construcción. La fachada tiene alguna afinidad con la catedral de Potosí (1806-
1830) obra del franciscano catalán Manuel de Sanahuja, quien enmarca también
una fachada mixtilínea entre torres octogonales y sobre ella tres portadas puristas
señalan las naves. Otra catedral que destaca es la de Panamá cuyo plano original,
que se encuentra en el Archivo de Indias, fue diseñado por el ingeniero Nicolás
Rodríguez. Como en La Habana, la catedral de Panamá tiene coronación mixtilí
nea, pero el barroco no es tan evidente, pues recoge en su fachada medievales ar
cos con alfiz. Las imponentes torres sirven de marco a la composición. Finalmente,
entre las grandes catedrales tenemos la de Córdoba, Argentina, ciudad donde fun
cionaba una prestigiosa universidad y que era paso obligado en la ruta Potosí-Bue
nos Aires. La obra fue iniciada por el arquitecto González Merguete, afincado en
Chuquisaca, Solivia, y autor de la portada de la barroca catedral de aquella ciu
dad. Merguete, que sacó de cimiento el templo, falleció en 1710; en 1729 el arqui
tecto jesuita Andrés Blanqui llevó a término el abovedamiento y el pórtico; la obra
quedó concluida en 1758. Destacan el extradós de la cúpula y el pórtico, tratado
éste con la frialdad característica de los edificios jesuíticos romanos.
El más destacado ejemplo de una arquitectura dependiente de las corrientes
europeas es la Compañía de Quito, obra del alemán Leonardo Deubler, quien
comenzó a labrar la portada en 1722; continuó la obra el jesuita mantuano Ve
nancio Gandolfi hasta concluirla en 1765. Las columnas salomónicas, derivadas
del baldaquino de Bernini, y la decoración de rocalla hablan claramente de una
implantación europea en suelo americano. La Compañía de Quito muestra la
tardía adhesión de los jesuitas al barroco, apartándose de sus tradicionales por
tadas manieristas que arrancan de San Pedro de Lima (1607) y que aún perviven
en la iglesia del Apóstol de los Negros San Pedro Claver (1759) levantada en
Cartagena de Indias.
Otro aspecto característico de esa implantación occidental es la acogida a las
plantas elípticas de tipo borrominesco. El ejemplo más citado es el Pocito de Mé
xico, aunque esta obra proviene de la transformación de una planta renacentista.
Los casos sudamericanos son más dependientes de la línea romana señalada,
como ocurre con la interesantísima planta de la iglesia de Santa Teresa de Cocha-
bamba, Bolivia, polilobulada sobre una directriz elíptica. Fue levantada por el ar
zobispo limeño Moheda y Clerque en 1750, después de su experiencia romana al
542 TERESA GISBERT
Ilustración 2
lado del pontífice Gregorio XIII. La iglesia no pudo concluirse y cuatro décadas
después se hizo cargo de ella el arquitecto Nogales, por indicación del arzobispo
san Alberto, quien construyó una iglesia rectangular en su interior. La planta de
esta nueva iglesia fue copiada de la de San Felipe Niri de Sucre, edificio finisecu
lar cuyas extensas azoteas tienen la frialdad propia de los paisajes de Chirico.
Moheda y Clerque también intervino en la iglesia jesuítica de Huérfanos de
Lima, que tiene planta elíptica dentro de muros rectangulares. La sacristía posee
una interesante cúpula, que arranca de cuatro pares de «términos».
Pocos son los ejemplos de arquitectura popular en las regiones señaladas,
pudiendo destacarse la catedral de Comayagua, en El Salvador, con su decora
ción plana que incluye palmeras, recuerdo quizá del Santa Santorum del Templo
de Jerusalén. También tiene un sabor popular, por lo inusual y libre de la deco
ración, la portada de Santo Domingo de Popayán, Colombia, cuyos soportes es
tán formados por columnas de candelabro profusamente decoradas. Otro edifi
cio de interés es la iglesia de Santa Bárbara de Monpox, Colombia, cuya torre
con mirador es inusual.
EL ESTILO MESTIZO
Ilustración 3
Catedral de Puno, Perú. Detalle de la portada con una sirena que a la vez representaba el pe
cado para los cristianos y la sirena mítica del lago Titicaca, Quesintuu, para los indígenas.
546 TERESA GISBERT
La arquitectura civil del siglo xvui dejó en América ejemplos interesantísimos, en
tre ellos las residencias mexicanas conocidas como la casa del Alfeñique, la Casa
de los Azulejos, el palacio Iturbide, y tantas otras; en materia de urbanismo son
notorias las fuentes de Antigua, Guatemala; en Sudamérica tenemos el palacio de
la Inquisición en Cartagena (1770) el cual, con balcón corrido exterior y patio de
doble arcada, es buen ejemplo de la casa cartagenera. En el mismo ámbito caribe
ño hay conjuntos de arquitectura civil como el de Coro y edificios como la Com
pañía Guipuzcoana de la Guaira, así como el casco urbano de La Habana Vieja.
Sin embargo el ejemplo que más impresiona es el palacio de Torre Tagle, conclui
do en 1735, al que los balcones cubiertos de celosías y el patio con arcadas de
perfil mixtilíneo otorgan un inconfundible sabor oriental. En Lima está también
la Quinta Presa (1761-1761) que perteneció a la amante del virrey Amar, conoci
da como la Perricholi, palacete de aire rococó en el que destaca la transparente
galería posterior, con vista a la huerta. Diferente carácter, aunque también ligero
y cortesano, presenta la casa trujillana famosa por su trabajada rejería, que con
trasta con la maciza casa arequipeña, con barrocas portadas.
En el territorio de la Audiencia de Charcas (hoy Bolivia), en el camino de
Cuzco a Potosí se encuentra La Paz, situada en el centro mismo de la población
indígena cerca de Lupacas y Pacajes. El tráfico de la coca, enviada desde Cuzco y
los Yungas rumbo a Potosí, y el paso constante de los mitayos, además del co
mercio de azúcar, bayeta y ropa de lana, convirtieron a la ciudad en un gran mer
cado lleno de tambos, edificios de vivienda y alojamiento controlados por los ca
ciques. Queda en La Paz el tambo de Quirquincho, que conserva parte de la
arquería del siglo xvm. Los funcionarios españoles también construyeron sus re
sidencias, quizá las más ostentosas del virreinado con excepción de Torre Tagle,
LAS ARTES 547
Ilustración 4
como la casa del oidor Diez de Medina, actual Museo Nacional de Arte y la lla
mada Casa de los Marqueses de Villaverde. Ambas tienen amplios patios talla
dos en piedra, con imponentes portadas interiores.
En lo referente a la arquitectura pública, no podemos dejar de mencionar los
cabildos, que eran edificios del gobierno de la ciudad en los que era necesario
considerar la participación del pueblo, por ello los cabildos constan de una gale
ría exterior a la cual en ocasiones importantes las autoridades salían para comu
nicar sus decisiones al pueblo congregado en la plaza. En Argentina quedan im
portantes muestras de esta arquitectura, como el cabildo de Buenos Aires y el de
Salta.
También en territorio de Charcas está Potosí; nacida como un simple cam
pamento minero, en 1545, a raíz del descubrimiento del Cerro por el indio
Huallpaen. En el siglo xvm comenzó a declinar, después de una fiebre construc
tiva que se debió a que los propios potosinos, como indica Arzans, consideraron
que su ciudad era «indecente» en cuanto a su importancia. Es entonces que se
construyen los mejores templos, como la Compañía y la parroquia de San Lo
renzo, construcciones que se hicieron dentro del contexto urbano, que contem
plaba un sector español trazado en damero. Fuera de él estaban los 14 barrios de
indios que alojaban a los mitayos provenientes de 16 provincias obligadas a en
tregar anualmente 13500 obreros para el trabajo de las minas. Un río artificial,
denominado La Ribera, separaba los barrios indígenas situados al pie del cerro,
de la población española y criolla. Este río, cuyo cauce de piedra se construyó
específicamente, se alimentaba de 26 lagunas (o represas) situadas en las alturas
de Cari Cari; lagunas artificiales construidas por orden del virrey de Toledo. El
agua allí acumulada daba curso a La Ribera, que movía las ruedas de más de
130 ingenios destinados a la molienda del metal. El complejo «lagunas-Ribera-
ingenios» es uno de los mayores conjuntos industriales del siglo xvil. Puentes,
ingenios y lagunas, cuyos muros de contención tienen más de cuatro metros de
sección, nos hablan de una sociedad estructurada en torno a la producción de la
plata. En Potosí se reunían los indígenas y caciques de todo el Cullasuyo; era lu
gar de intercambio de bienes culturales y materiales. Los Carangas hasta finales
del siglo xvni, controlaban el Catín o mercado cercano a la Plaza Mayor y fue
ron desposeídos a raíz del proyecto de la nueva Casa de Moneda que se erigió
sobre el antiguo mercado. Su construcción se efectuó entre 1759 y 1773 sobre
los planos del arquitecto Salvador Villa; a su muerte le sucedió Luis Cabello. La
Moneda con sus amplios patios, salas de hornos, sala de acuñación de monedas,
almacenes, etc., es uno de los conjuntos más impresionantes, no sólo por lo que
es sino por lo que representa.
Aunque en Potosí los particulares no desplegaron el lujo que en otras ciuda
des, hay edificios de interés como las Casas del Sol (1783 y 1795) que, por su
ubicación, podemos presumir pertenecieron a algunos de los caciques, ya que
documentalmenre sabemos que la mayoría de éstos poseían sus casas en Potosí.
También es importante la Casa de las Tres Portadas que fue Beaterío de Indias;
éstas tenías dificultad para ingresar en los conventos, muchos de ellos restricti
vos con respecto a mestizas c indias, por lo que los propios caciques patrocina
ron estos centros de recogimiento e instrucción.
LAS ARTES 549
Ilustración 5
En 1767, Carlos III expulsa a los jesuítas de las Indias, lo que significa el aban
dono de las misiones ubicadas en el corazón de América del Sur, en el límite en
550 TERESA GISBERT
tre las posesiones españolas y portuguesas. Las misiones fundadas eran Casana-
re, sobre el río Orinoco, Maynas al oriente del Perú, Moxos y Chiquitos en Boli
via y las misiones guaraníes sobre el río Paraná. Poco se conoce sobre las misio
nes de Casanare y Maynas, contrastando con la amplia documentación existente
sobre las demás, que quedan como testimonio de una de las experiencias sociales
más interesantes de los tiempos modernos.
El primer intento de fundar reducciones en la región de los indios Moxos se
debe a los padres Barace y Marbán. El padre Arce hizo otro tanto en la región
de Chiquitos. El plan general de estas misiones es conocido: son pueblos exclusi
vamente para indios, los cuales desarrollan una vida comunitaria bajo la direc
ción de un sacerdote y un coadjunto. En la misión hay una iglesia y la residencia
de los padres en torno a la cual se agrupan la escuela, los talleres y el hospital. El
trazado urbano contempla una plaza, en cuyo centro hay una cruz y en las es
quinas cuatro capillas; las casas son aisladas, agrupando cada una de ellas dos o
tres familias.
Las iglesias misionales muestran una arquitectura desarrollada sobre sí mis
ma de manera que en ella es apenas perceptible la influencia foránea, sus proble
mas constructivos dependen de los de los materiales disponibles, del medio tro
pical en que se desarrollan y de una sociedad igualitaria. Se caracterizan por su
planta de tres naves con cubierta a dos aguas, pórticos y peristilos de madera.
Las columnas son troncos de árboles que se hincan en el terreno, esta estructura
se complementa con paredes de adobe que constituyen los muros externos del
templo. Las fachadas se cobijan por la prolongación de la estructura interior que
avanza hasta formar el pórtico. El muro del hastial se decora con pilares y co
lumnas; los fustes exteriores tienen espiras helicoidales o estrías, los capiteles de
rivan de la zapata.
En 1682, los padres Barbán y Barace fundaron la primera misión de Moxos.
Originalmente las misiones fueron 15, pudiendo citarse entre ellas: Loreto, Tri
nidad, San Pedro, San Ignacio y San Borja, todas ellas existentes hoy como pue
blos, aunque las respectivas iglesias han desaparecido. De la de Loreto nos dice
Egiluz: «La iglesia era de tres naves de sesenta varas de largo y veinte de ancho,
las paredes bien gruesas y entablada por dentro con mucha curiosidad». Esta
iglesia fue obra del hermano Manuel Carrillo, a quien también se deben los reta
blos. La iglesia de Trinidad era «hermosa y fuerte y toda de adobe, de tres naves
con sacristía, baptisterio y torres», en 1767 se traen de Cochabamba vidrios
para las ventanas. A catorce leguas de Trinidad se halla la misión de San Igna
cio, levantada por Orellana. Por las imágenes que se traían de las tierras altas, y
por los danzantes, se ve el influjo que ejerció el altiplano sobre las misiones de
Moxos, de donde a su vez salían muebles con destino a las ciudades virreinales.
Un grupo de arquitectos centroeuropeos trabajaron en estas misiones, entre
ellos: Juan Róhr, nacido en Praga, que por su fama se le llamo a Lima, donde re
construyó la catedral después del terremoto de 1746, y Juan Bautista Koening,
también enviado a Lima para intervenir en el trazo de las murallas de la ciudad.
En las misiones de Chiquitos actuaron entre 1720-1760 jesuitas provenien
tes de Baviera, Bohemia y Suiza, quienes trajeron la visión del barroco europeo,
el cual tuvo que adecuarse a las condicionantes de los grupos humanos propios
LAS ARTES 551
Ilustración 6
En las dos primeras décadas del siglo xvm desaparecen los pintores más signi
ficativos del área hispana, como el mexicano Cristóbal de Villalpando, cuya
pintura es de un barroquismo equiparable a las mejores obras españolas de su
tiempo. En el reino de Nueva Granada, Vázquez de Arce y Cevallos realiza com
posiciones cuidadas muy próximas al arte sevillano y está considerado como el
pintor virreinal más significativo de Colombia. En Quito, en 1706 fallece Miguel
de Santiago, quedando en su lugar Javier de Goríbar, autor de la famosa y con
trovertida serie de los Profetas que decora la iglesia de la Compañía. Lima había
cedido al impulso de la escuela cuzqueña, donde empezaban a suceder grandes
cambios, allí los pintores más famosos eran dos indios, san Cruz Pumacallao,
que trabajaba para el obispo Mollinedo, y Quispe Tito, que produce un arte
muy peculiar. Ambos mueren antes de finalizar el siglo xvn. Finalmente, en Po
tosí lleva a cabo su obra Melchor Pérez Holguín, quien expresa el sentir de una
sociedad barroca para la cual el rema principal era la accesis y la presencia de la
muerte.
Todos estos maestros acusan el fuerte influjo de la pintura española, línea en
la que continúan, en México, pintores como Juan Correa y los Rodríguez Juá
rez; estos últimos miembros de una familia de artistas de larga tradición.
A finales de siglo, con los aires de la Ilustración, la pintura cambia hacia una
relación más académica, que exige gran dominio del dibujo, el color amengua y
cambia la temática, dando lugar a los retratos donde el individuo es el punto fo
cal. El retrato de sor Juana Inés de la Cruz realizado por Miguel Cabrera (1695-
1768) es ejemplo de esto al igual que el retrato del escultor Tolsá, realizado por
Jimeno, que es mucho más tardío y responde plenamente al gusto neoclásico.
A finales del siglo xvm aparecen los cuadros sobre «mestizaje» que, pese a
su fuerte carga racial, dan una idea de los diferentes estratos sociales. Cabrera
pintó una serie de este tipo que hoy se encuentra en el Museo de América de
Madrid. Contemporáneo de Cabrera y afincado también en México encontra
mos a José de Ibarra, cuyo arte responde al gusto rococó.
En Lima se realizan excelentes retratos de los virreyes, obra de los pintores
académicos Cristóbal Aguilar y Cristóbal Lozano, aunque el verdadero intro
ductor del nuevo estilo es José del Poz. Ecuador también presenta, al finalizar el
siglo, un interesante grupo de artistas que responden a las nuevas corrientes. En
tre ellos está Vicente Albán, que también tiene una serie sobre «mestizaje», con
tipos humanos junto a los productos de la tierra. Este conjunto y el pintado por
el mexicano Cabrera muestran cómo, según los conceptos de la época, el arte
debe ponerse al servicio de la ciencia; hecho que se hace evidente cuando Celesti
no Mutis busca en Bogotá, Colombia, dibujantes para su expedición científica, a
fin de registrar gráficamente la flora y la fauna de esta parte de América. Mutis
contrata en 1786 a varios miembros de la familia Albán y a tres hijos del pintor
José Cortez Alcocer quien, junto al escultor Legarda, es considerado por el escri
tor quiteño Eugenio Espejo (1745-1795) uno de los artistas más destacados de
Quito. Contemporáneos suyos fueron Bernardo Rodríguez y Manuel Samanic-
go, este último autor de un Tratado de pintura, único escrito en América.
554 TERESA GISBERT
LA ICONOGRAFÍA ANDINA
En las postrimerías del siglo XVIII, la pintura de Cuzco presenta ciertas caracte
rísticas que determinan un arte diferenciado. Los primeros síntomas de cambio
aparecen en la obra del pintor Quispe Tito (1611-1681) que altera los grabados
que le sirven de modelo, cambiando formas y añadiendo pájaros y ángeles. Por
la misma época, aparece el «brocateado» que consiste en aplicar una decoración
a base de oro sobre las vestiduras de los santos representados. La pintura cuz-
queña carece de perspectiva, y sus personajes, lejos del realismo imperante en
España, tienen un rostro idealizado que responde a arquetipos; el cielo con nu
bes de los modelos europeos se sustituye por una floresta poblada de pájaros
que representa el Paraíso; sin duda, para el hombre de la árida y fría puna, la tie
rra de la felicidad está en el Antisuyo, en la zona cálida con abundancia de agua,
árboles y toda clase de aves.
¿Cuándo y cómo se produce esta transformación? En 1688 el gremio de pin
tores de Cuzco se divide, dado que los indios presentan graves quejas contra sus
colegas españoles, sin que éstos puedan convencerlos de que no se retiren. Libe
rados de las exigencias del examen gremial y separados de las corrientes de in
formación europea, los pintores indios quedan al arbitrio de su propia iniciativa,
de los viejos modelos existentes en sus talleres, del gusto de los caciques que ofi
cian como mecenas y de las indicaciones de los doctrineros. Eso produce una
pintura cuya belleza se basa en una vuelta a los orígenes, cuando se reciben los
primeros modelos europeos aún con resabios medievales, pinturas con fondos de
oro con figuras que pretenden mostrar la beatitud imperturbable de la otra vida.
Algunos caciques poseedores de recuas de muías que transportan productos a las
ciudades mineras de las tierras altas compran gran cantidad de lienzos para su
comercialización, operación en la que el mercader y el pintor van a partes igua
les. En los talleres se multiplica el número de operarios, dada la inmensa deman
da de esta clase de pintura, como ocurre en el taller de Mauricio García, que lle
ga a firmar un contrato para entregar más de 200 lienzos en tres meses. La
pintura cuzqucña basada en este sistema de trabajo se expande por el Norte de
Perú, de Chile y de Argentina, Bolivia y ciudad de Santiago de Chile.
El pintor más destacado del medio siglo es Marcos Zapata, autor de la serie
de la Compañía de Cuzco con la vida de san Ignacio y de la serie de las letanías
en la catedral. Por esta serie se ve que no se ha perdido el gusto por el símbolo,
así en Speculum Juticiea se muestra a Narciso inclinado sobre las aguas para
ejemplificar cómo la autocontemplación lleva a la destrucción y la muerte, con
traponiéndolo a María, que es espejo no sólo de justicia, sino de bondad y de
virtudes. Este gusto por la alegoría ya se hace patente desde las primeras décadas
del siglo XVI, cuando en la iglesia de Abdahualillas, cerca de Cuzco, el pintor
Luis de Riaño (1628), inspirado por el lingüista Pérez de Bocancgra, pinta una
«anunciación» donde Dios Padre ha sido sustituido por el Sol, basado en una
doctrina que expone el agustino Alonso Ramos Gavilán en su libro Historia del
Santuario de N. S. de Copacahana, publicado en Lima en 1621, que dice: «Así
como el Sol derrama sus rayos en la Tierra haciéndola madre, para que beneficie
al hombre, así Dios deposita sus rayos en María, haciéndola también madre,
LAS ARTES 555
para beneficiar al hombre», con lo que María queda identificada con la Tierra y
Dios Padre con el Sol. Pinturas cuzqueñas del siglo xvni, al representar la Trini
dad, muestran a Dios Padre con un Sol en el pecho.
Varios estudiosos hacen hincapié en la identificación de la Madre Tierra, lla
mada Pachamama por los indígenas del Collasuyo, con la Virgen María, identi
ficación que se materializa en un lienzo existente en el Museo de la Moneda en
Potosí, Bolivia; donde la Virgen y el cerro de Potosí son un todo. En este cuadro
se muestra la montaña con rostro femenino y un par de manos con las palmas
abiertas. Es la imagen de María inserta en el cerro y coronada por la Trinidad.
Al pie de la montaña está el Inca Maita Capac y a ambos lados de la composi
ción, el Sol y la Luna. Esta Virgen-Cerro muestra cómo ¡as creencias indígenas
influyen en la iconografía cristiana. Otras versiones no son tan explícitas, como
ocurre con la Virgen de Sabaya que sustituye al volcán de su nombre; sólo el tra
je, en forma piramidal, recuerda a la montaña. La imagen fue pintada por el in
dio Luis Niño, hacia 1720, para ¡os indios Carangas, que tenían una parroquia
en Potosí, ciudad a la que concurrían para cumplir con la mita minera.
Otra forma de introducir a María en el mundo andino es considerarla Coya,
que en idioma quechua significa reina. Por eso las imágenes de la Virgen que sa
len en la procesión del Hábeas en la ciudad de Cuzco llevan un parasol sostenido
por un ángel, al igual que las coyas (reinas) y ñustas (princesas) incaicas que lo
usaban sostenido por un enano contrahecho. Algunas advocaciones, como la
Virgen de Pomata, tienen plumas sobre la corona, a manera de tocado indígena.
El jesuita José de Acosta en su libro De procuranda Indorum salute parte del
principio de que la verdadera religión era precedida por una revelación natural
hecha por Dios a todos los hombres, llegando a la conclusión de que en América
se había conocido al verdadero Dios y aun ciertos dogmas, aunque éstos con el
tiempo habían sido alterados. Por eso se explica la identificación de la Pachaca-
mama con la Virgen y la del Sol con el Dios de los cristianos. De esta manera de
pensar participaron muchos, tanto conquistadores como conquistados, pues son
los mismos indios los que inducen a la identificación del apóstol Santiago con el
dios del rayo y del trueno, Illapa. El suceso ocurre cuando las tropas del Inca
Manco II rodean el Cuzco, que ya estaba en poder de los españoles; éstos, refu
giados en el Sunturhuasi, pedían el favor de su patrón Santiago, mientras los in
dígenas los acosaban con flechas encendidas. En ese momento sobreviene una
tormenta que apaga el fuego. Los indígenas reconocen en la tormenta al dios
Illapa, en tanto que los españoles atribuyen la victoria a Santiago. Desde ese mo
mento el apóstol y el dios del rayo empezaron a ser la misma cosa. La antigua
imagen de Illapa como serpiente de fuego desaparece para ser sustituida por la
de Santiago, unas veces triunfante sobre los indios, pero la mayoría de las veces
como simple apóstol sobre un caballo blanco, el cual es venerado aún hoy por
los campesino que le piden protección contra el granizo que destruye las cose
chas. Varios lienzos, como el existente en el Museo Virreinal de Cuzco, mues
tran a Santiago mata-indios.
El culto a la Illapa forma parte de la adoración a los astros y los fenómenos
celestes. Otro tanto ocurre con los signos zodiacales, a los que relacionaron con
parábolas evangélicas. Existe una serie grabada por Collaet y Sadeler sobre di-
556 TERESA GISBERT
Ilustración 7
Ilustración 8
Santiago mata-indios, cuyo culto sustituyó al culto o Illapa, dios del rayo. Musco Regio
nal, en Cuzco, Perú.
558 TERESA GISBERT
bujos de Bol, del año 1585, titulada Emblemata Evangélica ad XII Signa Coeles-
tia que está destinada a dar forma cristiana a la regulación de los meses. El título
dice que «Cristo dio a los hombres los astros para que ellos puedan distinguir la
evolución del tiempo iniciado con Dios... y puedan revocar el culto idolátrico».
La serie fue copiada por el pintor indio Quispe Tito en 1681 para la catedral de
Cuzco.
El Sol y su secuencia zodiacal eran parte de la mitología andina; junto a él se
adoraba a la Luna, las estrellas, la nieve, el viento, etc. Nada dentro de la icono
grafía cristiana parece estar relacionado con los elementos atmosféricos, excepto
los ángeles que, según el libro apócrifo de Henoc, son los que controlan los fenó
menos celestes. Este conocimiento que probablemente llegó a América a través
de los libros herméticos y de la tradición patrística, hace que los pueblos de in
dios, desde Cuzco hasta Potosí, existan varias series de ángeles con vestimenta
militar, los cuales responden a los nombres de Adriel, Leliel, Zafiel, Lamiel,
Osiel, etc. Según Henoc, Adriel es el ángel que controla el viento del Sur, Leliel
es el ángel de la noche, Lamiel el espíritu de la Luna, etc. Esto nos hace ver que
los ángeles fueron escogidos para sustituir los fenómenos naturales que eran ob
jeto de la adoración para el hombre andino.
La presencia andina que se expresa en la representación de la Virgen como
la madre Tierra, en el Santiago-Illapa y en los ángeles guerreros también está
presente en los retratos de incas y caciques, de los que son ejemplos importantí
simos cuatro lienzos pertenecientes a la serie de la procesión de Cuzco, que
muestran a los caciques presidiendo las carrozas de sus respectivas parroquias,
vestidos con las insignias de su rango y llevando la corona incaica.
Documentalmente sabemos que hacia 1700 se iniciaron retratos de los reyes
incas de tamaño natural y de cuerpo entero, a veces por parejas. Sólo queda un
cuadro conocido de este tipo en una colección particular de la ciudad de La Paz.
El lienzo muestra al inca Túpac Inca Yupanqui y a la Coya Mama Cuarena. Se
trata de pintura tardía, probablemente de principios del siglo XIX, que mantiene
una moda propia del siglo xvm. Con referencia a los descendientes de los incas,
es importante el retrato de la Ñusta, no identificada, del Museo Arqueológico de
Cuzco, ésta, como los cuadros de varones existentes en el mismo museo, mues
tra con orgullo su vestimenta india; los varones llevan el Sol sobre el pecho y las
mujeres están protegidas por parasoles de plumas y en mantas decoradas con los
tocapus incaicos.
La Corona española trató de asimilar a la aristocracia indígena, que era
consciente de su papel en la sociedad, creando hacia 1720, por iniciativa del vi
rrey arzobispo Diego Rubio Morcillo de Auñón, una serie conjunta de los reyes
incas, seguida por los monarcas españoles, a partir de Carlos V. Así se mostraba
a los reyes hispanos como herederos de los antiguos señores del Perú. Los cua
dros más importantes de esta temática son el que se guarda en el Beatario de Co-
pacabana en Lima y el San Francisco de Ayacucho, más uno existente en La Paz,
donde los reyes españoles han sido borrados para pintar sobre ellos a los liberta
dores. Todo este conjunto de cuadros destinados a conservar el recuerdo de las
dinastías incaicas, aunque inicialmente responde a la política oficial, pasan a for
mar parte del movimiento revolucionario y reivindicatorío de Túpac Amaru
LAS ARTES 559
(1781), como puede verse en los procesos de los inculpados a quienes se les re
procha poseer lienzos subversivos referentes al incario.
Los incas y los demás pueblos indígenas se sentían parte de la humanidad,
en igualdad ante Dios, y así se expresa en los famosos cuadros de la Adoración
de los Reyes Magos existentes en los pueblos de Ilabe y Juli, a orillas del lago Ti
ticaca, donde están Gaspar como el rey blanco, Melchor como rey negro siendo
el tercer rey mago un inca. Así quedaban representadas las tres razas constituti
vas de la sociedad americana en la manifestación que Cristo hizo a los pueblos
de toda la Tierra.
LA ESCULTURA
Ilustración 9
La Virgen del Carmen, obra de Caspicara. Museo de San Francisco en Quito, Ecuador.
LAS ARTES 561
tro del gremio y en la ciudad, Legarda muere en 1773. Trabajó con un hermano
suyo de habilidades múltiples, entre otras la de construir órganos, que tenía un
taller de imprimir estampas, hecho importante pues permitía difundir las devo
ciones locales sin recurrir a los grabados europeos, que eran la base de las com
posiciones pictóricas.
Junto a Legarda se encuentra el indio Manuel Chili, llamado el Caspicara,
cuyas imágenes son tan gráciles que casi parecen figuras danzantes. Entre las
obras más destacadas de este escultor está un Niño Jesús Dormido firmado, más
una Virgen del Carmen y un ángel que se puede ver en el Museo de San Francis
co de Quito.
La escultura quiteña se popularizó a través de las pequeñas figuras destina
das a los nacimientos que, junto a imágenes de diferentes santos se vendían no
sólo en Quito, sino en Lima y en varias ciudades de Perú y Bolivia. Las figuras
presentan un terminado a base de hoja de plata que se coloca sobre la talla, pin
tando sobre ella las vestiduras con barniz muy transparente de manera que ad
quieren un viso tornasolado. La escultura quiteña, por todos apreciada, tuvo en
su momento la misma aceptación y popularidad que la pintura cuzqueña.
BRASIL
Ilustración 10
ría, que es casi una leyenda, nos lo muestra involucrado en relevantes trabajos
tanto de arquitectura como de escultura, hasta su enfermedad y muerte, ya que
presumiblemente padeció lepra.
Aleijandinho aprendió el oficio con su padre, quien fue el autor del plano de
la iglesia del Carmen de Ouro Preto. Levantada sobre un montículo tiene una
planta rectangular que remata en fachada cóncava-convexa siguiendo un ritmo
borrominesco. Manuel Francisco Liboa no ve concluida su obra pues muere en
1766. A su hijo Aleijandinho, como arquitecto, se le atribuye la iglesia de San
Francisco, de planta curva con esbeltas torres circulares. Las obras se iniciaron
en 1766 con el contratista Diego Moreira, ocho años más tarde se pagaba al
Aleijandinho por haber hecho la fachada principal.
En escultura, la obra maestra de Aleijandinho es el Santuario del Bom Jesús
do Matosinho en Congonhas do Campo, costeado por el minero portugués Feli
ciano Mendes, quien a raíz de una cura milagrosa se hizo ermitaño y dedicó su
caudal y su vida a la construcción del Santuario. Los planos se deben a Antonio
Gonzalves da Rosa y a Antonio Rodríguez Falcare, quienes trabajaron en la
obra entre 1758 y 1776.
El Santuario se eleva sobre una colina a la cual se llega por una vía con capi
llas que contienen esculturas sobre la Pasión de Cristo, al final de esta vía está la
iglesia, presidida por una amplio atrio, en cuya escalinata se realiza, a decir del
investigador francés Germain Bazin, un ballet de piedra con las figuras de los
Profetas del Antiguo Testamento. Estas figuras tienen un movimiento que alter
na con las palmeras circundantes y se dinamiza por los diferentes planos en que
están colocadas. Mendes tuvo en la memoria los santuarios de su tierra cuando
encargó la obra, pudiendo notarse el influjo del Bom Jesús de Braga aunque, se
gún el investigador Santiago Sebastián, pudo servirle de inspiración la portada
de la Biblia publicada en Venecia el año de 1758 que presenta una escalinata de
características similares a la de Congonhas, con estatuas de los hijos de Jacob.
Sea cual fuere el origen de este conjunto, su realización supera los posibles mo
delos; es, sin duda, una obra maestra del arte americano, no sólo por la armonía
de la composición espacial sino por la talla de cada uno de los profetas, realiza
dos con tal fuerza que el material pétreo cobra vida.
25
ren de otros sectores lo que bien podría entenderse como una especie de «tributo
histórico». Ése es el caso de la incorporación del pasado histórico indígena, azte
ca y quechua, en particular, dentro la propia historia de quienes detentaban la
denominación de «americanos» por antonomasia, es decir, los hijos de «españo
les europeos», nacidos en nuestras tierras. Hay, además, sectores de población
que fueron marginados de ese juego de referencialidad sobre el que se construyó
la propia imagen, en cuanto no fueron considerados como dignos. Tal es el caso
de la población esclava de origen africano, colectivo este en el que los procesos
de identificación no son menos apasionantes, aun cuando no dispusiera de las
herramientas culturales con las que los grupos hegcmónicos elaboraron la ima
gen de sí mismos. Con esos sectores y por el motivo indicado, la metodología
que se ha de seguir no es evidentemente la misma. Tal vez algo semejante, si bien
con un margen histórico de posibilidades ciertamente importantes, haya que de
cir del mestizo, en particular del nacido de la unión de varón español y mujer in
dígena, personaje de carácter complejo en el mundo colonial. No debemos olvi
dar, además, que las clases hegemónicas no sólo modelaron su propia figura
como tales, sino que incidieron de modo activo y casi siempre compulsivo sobre
la conformación de las identidades de los sectores subalternos, aun cuando éstos
no dejaran nunca de tener un grado de iniciativa y de actitudes creadoras, expre
sadas en medio de su adversidad. Hasta aquí me he referido a los problemas de
identidad social y cultural de clases y etnias. Queda, sin embargo, todavía, un
complejo mundo: el que presenta la identidad sexual, en particular la de la mu
jer. Esta, si bien inserta en toda la compleja estratificación colonial y partícipe
tanto de los beneficios como de las adversidades según fuera su integración, ha
estado sometida, tal vez más que los varones, a modos de conformación compul
siva de su propia identidad.
Pues bien, una vez expuestas estas inevitables consideraciones preliminares,
vamos ahora a adentrarnos en ese complejo mundo de nuestro último siglo colo
nial hispánico. Entre 1783 y principios de 1790, el imperio español alcanzó, con
la recuperación de la Florida, la mayor extensión de toda su historia. Por esa
época, además, se había alcanzado la consolidación de una estructura social que
canalizó el complejo proceso de mestizaje a través del sistema de castas, fijando
de modo rígido, además, el lugar que dentro del aparato productivo le corres
pondía a una importante masa de los sectores subalternos. Las castas, «grupos
socioraciales mestizos» (Jaramillo Uribe, 1968: 163), fruto de un complejo pro
ceso de conformación, tanto subjetivo como objetivo, introdujeron una nota de
tipicidad inevitable dentro de la sociedad colonial. Por otra parte, en las últimas
décadas del siglo comenzó a generalizarse, particularmente en las posesiones del
Caribe, así como en la región del trópico continental, el sistema de plantación,
que modificó profundamente la situación de explotación de la población negra
africana e incidió sobre la demanda de esclavos. Los cambios puestos en marcha
dentro de la producción, en particular la agrícola, no eran ajenos a las grandes
expediciones científicas promovidas oficialmente por la corona con el propósito
evidente de obtener nuevas fuentes de recursos naturales. Estas expediciones, de
las que nos ocuparemos más adelante, constituyeron lo que se consideró como
un «segundo descubrimiento de América», y dieron lugar asimismo a que se ha
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 567
blara desde tierras americanas, de una «segunda conquista». En efecto, las medi
das administrativas de los Borbones, unidas a la agricultura a gran escala con
tecnología renovada, aumentaron la eficacia del sistema de explotación colonial,
lo que sumergió en la miseria a extensas masas de población. Esto hizo del siglo
xvm una época de continuas rebeliones indígenas, así como el endurecimiento
de la vida de la población negra provocó) la generalización del cimarronaje. Han
de sumarse a estos hechos dos acontecimientos de honda significación histórica
para toda América, uno de ellos interno, dentro las colonias españolas, el gran
levantamiento indígena de Túpac Amaru (1780-1781) al que Humboldt consi
deró, aun cuando fuera sofocado, como un hecho histórico de tanta importancia
como el de la independencia de Estados Unidos (Von Humboldt, 1991: 74); y el
otro, externo a la comunidad hispánica pero de muy fuertes resonancias en ella:
la revolución de Haití (1791), que dio nacimiento a la primera república negra
del mundo moderno y a la segunda nación de América que alcanzaba su inde
pendencia (1804). Los extractos sociales más bajos y explotados del mundo co
lonial español, el indígena y el negro, a los que llegaban noticias de aquellos he
chos, llenaron de temores a los propietarios. La inquietud de la clase criolla,
futura heredera del poder social, político y económico de la administración espa
ñola, no tardó en dejarse sentir asimismo a finales de siglo. En la misma época
en la que el Imperio alcanzaba su máxima extensión y, en concreto, a partir de
1789, se les oía decir a los criollos —según el testimonio de Humboldt— «yo no
soy español, soy americano» (Von Humboldt, 1991: 76). El conflicto de identi
dades había alcanzado a su vez, sin duda, también su máxima extensión. La po
blación indígena nunca se había considerado española, mucho menos la pobla
ción negra esclava; la población mestiza había aspirado a «españolizarse»,
moviéndose dentro de los marcos de una ambigüedad constantemente señalada.
Los que nunca habían dejado de sentirse, por lo menos como «españoles ameri
canos» y tenían el orgullo de descender de padres europeos, ahora escindían la
«americanidad» de la «europeidad» y afirmaban la primera como una realidad
que había alcanzado para ellos un grado de consistencia histórica.
El proceso que culminó en esa separación y distinción entre lo europeo y lo
americano tuvo sus inicios en un acto de violencia que ha quedado expresado
simbólicamente en el célebre texto del padre Las Casas Brevísima relación de la
destrucción de las Indias (1552), obra que fue familiar dentro de «la crítica del
orden colonial» durante el siglo xvm (Flores Galindo, 1986: 161). La Brevísima
relación expresaba algo así como una especie de «punto cero», desde el cual se
debían reformular las antiguas identidades de las naciones destruidas por la
Conquista española, así como todas aquellas que habían surgido con el nuevo
poblamiento de América. Mas, no sólo la primitiva identidad de las poblaciones
indígenas quedó gravemente afectada, sino que los propios descendientes de los
conquistadores acabaron por caer en una abierta indiferencia respecto de los
grandes procesos europeos, vistos como extraños y lejanos y, a la vez, por dis
tanciarse de la memoria histórica de sus padres. En efecto, Jorge Juan y Antonio
de Ulloa, alrededor del año 1748, habían observado que las noticias de los acon
tecimientos que atribulaban al mundo europeo llegaban a América «como som
bras muy tenues» y que sus habitantes las miraban como «cosas pasadas y dis
568 ARTURO ANDRÉS ROIG
criollos, hijos de estos últimos, heredaron de esa actitud que se había despertado
inicialmcntc en sus padres un cierto orgullo de «americanidad», frente a los re
cién llegados de Europa. Madurado el siglo xviii, Juan de Velasco, entre 1788 y
1789 le dará un alcance universal: ya no se trata del peninsular recién llegado,
sino de todo español europeo (Velasco, 1977: 351). Así lo percibieron Juan y
Ulloa quienes en sus Noticias secretas de América (1748) dedicaron la «sesión
novena» a tratar el problema del enfrentamiento entre «criollos» y «chapeto
nes», y llegaron a afirmar que el mismo mostraba a «dos naciones totalmente
encontradas» (Juan y Ulloa, 1991: 427).
Humboldt nos hace saber también el cambio que se había producido en ese
mismo siglo y que anticipaba ya la conformación de nuevas formas de identidad.
Antes, en el siglo xvii «en que era más íntima la unión entre españoles mexica
nos y europeos —nos dice— la metrópoli no desconfiaba sino de los indios y
mestizos; y el número de criollos blancos era tan corto que por lo mismo se incli
naban generalmente a hacer causa común con los europeos». Y esto lo dice por
que en los años en que visitó nuestras tierras, se había generado una situación de
violencia entre españoles americanos y españoles europeos, agudizada a tal ex
tremo que, los primeros, como lo anticipamos, se consideraban únicamente ame
ricanos y, los segundos, «creían ver el germen de la revolución en todas las aso
ciaciones cuyo objeto era la propagación de las luces» (Von Humboldt, 1991:
560). Súmese a lo observado por el viajero alemán la amplitud que había alcan
zado en esa época el proceso de mestizaje, que incidió en la modificación de los
códigos desde los que se establecían las categorías sociales. El hecho de que
Humboldt nos hable en el texto citado de «criollos blancos» pone en evidencia
la presencia de otro sector que pretendía compartir la categoría social del «Espa
ñol americano en relaciones de igualdad: el mestizo. En el siglo XVIII se generali
zó, a la vez, la práctica legal del «blanqueamiento» a favor de reconocimientos
de hidalguía por parte de este sujeto social, así como se ahondó su rechazo. Juan
de Velasco desde su posición de «criollo blanco» decía que la «plebe» estaba in
tegrada por «mestizos, negros, mulatos y zambos» y que si alguna de esas cuatro
«clases» podía ser «llamada con alguna razón el oprobio de los habitadores del
Nuevo Mundo», ella era la de los «mestizos» (Velasco, 1977:1, 357).
Ahora bien, si los criollos mostraban una actitud de olvido y alejamiento de
los contenidos que integraban la memoria histórica hispánica, tal como atesti
guaron Juan y Ulloa, por su lado, y Humboldt, por el suyo, había comenzado a
generarse desde temprano un proyecto de historiografía al margen de las cróni
cas con las que el imperio español incorporó las Indias a su propia historia. Un
caso interesante nos lo ofrece, al promediar el siglo XVII, el neogranadino Juan
Rodríguez Freyle. En su obra El carnero (1630) decía que «donde faltan letras,
falta el método historial, y faltando esto falta la memoria del pasado» (Rodrí
guez Freyle, 1979: 16). Al cerrar aquel siglo y abrirse el siglo xvni, esta exigen
cia de una historiografía criolla alcanzó una de sus más notables expresiones en
la obra de Carlos de Sigüenza y Góngora. La «nación criolla» —tal como vimos
llamó a la patria americana— no necesitaba «fábulas» para expresar sus «acier
tos y triunfos», pues estos, en cuanto «hechos» y no meras «palabras», forma
ban su «historia». La conquista y la evangelización llevadas a cabo por los euro
570 ARTURO ANDRÉS RO«G
peos no eran sino unas de tantas que habían tenido lugar en el largo decurso
temporal que venía desarrollándose en América desde el arribo de los hijos de
Noé. La contraposición entre lo «fabuloso» y lo «histórico» tenía como fin, muy
ilustradamente por cierto, construir un saber que fuera «útil» para una sociedad
que se sentía ya fuertemente identificada. Se imponía, pues, incorporar la histo
ria del imperio azteca, para lo cual se debía limpiar su imagen, oscurecida por
ciertos cronistas. Éstos, en su empeño por justificar el poder español, habían de
nunciado la religión indígena como demoníaca y habían malinterpretado el sen
tido ritual de los sacrificios humanos y de la antropofagia. Para Sigüenza, los
«gentiles», erraron en los medios con los que organizaron sus manifestaciones
religiosas, mas no en valor simbólico del culto que era «lo que constituía la reli
gión» (Sigüenza y Góngora, 1984: 215). Al destacar de este modo no los errores,
sino las virtudes de los emperadores mexicanos, este criollo sentía que «había
pagado a los indios la patria que nos dieron» (Ibíd.: 183). Late en este escritor
algo que asimismo ya había señalado Rodríguez Freyle y que habrá de ser senti
miento compartido con los intelectuales indígenas y mestizos de los siglos xvn y
xvm, la existencias de un «siglo dorado» que se transformó, por obra de la con
quista española, en el «siglo del hierro y del acero» (Rodríguez Freyle, 1979:
188-189).
Ahora bien, la memoria histórica de la clase criolla, a pesar de la fuerte dife
renciación que Sigüenza establecía entre palabras y hechos, o entre alegorías e
historia, se fue consolidando desde sus orígenes sobre ciertas narraciones míti
cas, que no eran, por cierto, nuevas, sino que integraban la rica cultura simbóli
ca del mundo iberoamericano. Por cierto que esas narraciones fueron objeto de
una fuerte resemantización, en la medida en que se trataba de un nuevo sujeto el
que las invocaba y pretendía ponerlas a su servicio. Por otra parte, quedaron to
das incorporadas dentro de un saber antropológico surgido en el siglo XVIII de
modo pleno en clara competencia con formas del conocimiento científico euro
peo. En líneas generales, esos mitos apuntaron a fundamentar la posibilidad de
una historiografía americana; a afirmar la especificidad de nuestro ser histórico
y, por último, a subrayar la originalidad radical de América.
Las leyendas en cuestión fueron la del Paraíso terrenal, la de Noé y la de los
apóstoles santo Tomás y san Bartolomé. De las tres, la primera según la cual el
Paraíso había estado o estaba ubicado en las selvas amazónicas, es la que con
menos fuerza llegó hasta nuestro siglo xvm, no así las otras dos, que se mantu
vieron lozanas hasta finales del mismo. El relato de Noé aseguraba la base, indu
bitable para una conciencia cristiana, del monogenismo y, por tanto, la posibili
dad de integrar nuestra historia dentro de la historia universal. Por su parte, las
leyendas de los apóstoles santo Tomás y san Bartolomé, si bien con menos fuer
za que el mito anterior, confirmaban una especificidad en cuanto a que su pre
sencia en nuestras tierras no se requería de la Europa evangelizadora para justifi
car nuestros títulos dentro de la cristiandad y, por tanto, del mundo civilizado.
Estas tres narraciones implicaban, además, el osado intento de incorporar —tal
como ya lo anticipáramos— el pasado indígena americano dentro de la historia
de la clase criolla, como momento propio. Este esfuerzo dialéctico es una prueba
del impulso creador puesto en juego en la confirmación de la conciencia históri
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 571
ca, en afanosa búsqueda de la identidad. Los tres relatos tuvieron siempre como
base la presuposición del origen adamítico de la población americana. Este pun
to de partida se vio, además, fuertemente influido desde sus inicios por el asom
bro producido en los descubridores y conquistadores por la exuberante naturale
za de los trópicos, que sugirió desde un primer momento la idea del Paraíso
terrenal. Esta sospecha se transformaría bien pronto en la afirmación de la bon
dad y positividad de las tierras americanas y sus habitantes. La afirmación de
que el Paraíso estuvo en nuestras tierras se relacionó fácilmente con la leyenda
de un Noé también americano, aun cuando se siguiera pensando en el diluvio
como universal.
Al promediar el siglo xvn, Antonio de León Pinelo, en su obra El Paraíso en
el Nuevo mundo (1650), incorporó ambas leyendas en lo que podría entenderse
como una de las primeras visiones de una historia universal pensada desde Amé
rica (Roig, 1986: 170-174). Iniciado ya el XVIII, el tema reaparece en una visión,
en absoluto inferior a la de León Pinelo, en el mexicano Carlos de Sigüenza y
Góngora. Éste no se satisfizo con entroncar la humanidad americana con la fa
milia de Noé, sino que pretendió relacionar, además, nuestro mundo con la cul
tura grecolatina. En este caso, la tradición de un continente perdido, la Atlánti-
da, le sirvió para afirmar desde otro relato, que el encuentro de América había
sido simplemente un reencuentro, tesis a la que apuntaba asimismo León Pinelo
(Sigüenza y Góngora, 1984: 180-183). Si la búsqueda de antepasados míticos
que probaran nuestra inserción en la historia mundial movió tan fuertemente la
imaginación de Sigüenza y Góngora a inicios del siglo XVin, lo mismo sucedió a
finales del mismo con otro mexicano no menos ilustre, fray Servando Teresa de
Mier. Las teorías de este criollo, que causaron gran escándalo, tienen que ver
con la leyenda de la visita a América de los apóstoles santo Tomás y san Barto
lomé. Según fray Servando, la creencia de que la Virgen de Guadalupe se le pre
sentó a un humilde campesino, no era verídica. Aquélla se presentó, en tierras
mexicanas, a santo Tomás Apóstol y fue en el manto del mismo en donde quedó
estampada la sagrada figura (Teresa de Mier, 1978: 11-13). En el célebre ser
món de 1794, que le llevó a la cárcel, Teresa de Mier pretendía darle bases con
sistentes a una memoria histórica que no coincidía con la establecida. Su convic
ción le llevó a decir que la predicación y profecías de santo Tomé (santo Tomás)
«... son la verdadera clave de la conquista de ambas Américas...» {Ibíd.). El peso
de este mundo de mitos, a los que se han de agregar otros como los que integran
la saga de san Brandán, venía sin dudas de la pujante afirmación de identidad
social y cultural que caracterizó al siglo XVIII americano.
La construcción de una memoria histórica por parte de los criollos alcanzó,
sin embargo, su más clara consolidación a finales del siglo xvn, con la obra es
crita en Italia por los jesuítas americanos expulsados de los dominios españoles
en 1767. Entre los que se destacaron debemos mencionar, por lo menos, a tres
de ellos, considerados como fundadores de las historias nacionales de México,
Chile y Ecuador. Nos referimos a los sacerdotes Francisco Javier Clavigero, au
tor de una Historia del México antiguo (1780-1781); Ignacio Molina, autor de
un Ensayo sobre la historia natural de Chile (1782) y otro Ensayo sobre la histo
ria civil de Chile (1787) y Juan de Velasco, con su Historia del Reino de Quito
572 ARTURO ANDRÉS ROIG
(1789). Les tocó a estos escritores una época en la que se había alcanzado un
vasto conocimiento geográfico del globo y en el que se anunciaban revoluciona
rias doctrinas que pondrían fuertemente en duda las tradiciones bíblicas. Todo
esto venía acompañado, lógicamente, de un cambio en la concepción de la natu
raleza expresado en la conocida metáfora de «las luces», que había puesto en
crisis la comprensión tradicional del mundo y de la vida. Se vieron envueltos,
por otra parte, en una de las más agudas polémicas de la segunda mitad del siglo
xvm, justamente acerca de la naturaleza de América y del hombre americano.
Frente a todo esto respondieron reacomodando los viejos mitos en la medida en
que seguían siendo constituyentes básicos en la construcción de la memoria his
tórica del sector social americano al que pertenecían. Sin embargo, no sólo no
fueron ajenos al conocimiento científico más avanzado, sino que se incorpora
ron al mismo, dando forma a lo que podríamos entender como una antropolo
gía americana, apoyada en un considerable esfuerzo por ordenar racionalmente
el mundo de conocimientos relativos a la naturaleza. De esta manera se suma
ron, a su modo y desde Europa, a la labor de las expediciones científicas del si
glo xvm.
Estos jesuítas dieron, pues, un importante paso en la sistematización de la
memoria histórica de sus países de origen, estableciendo, en primer lugar, un
monogenismo, cuyo símbolo fue siempre para ellos la figura legendaria de Noé,
si bien ahora reformulado desde los grandes problemas que la época planteaba
respecto a las especies. Las respuestas en este sentido, así como en lo que se re
fiere al hecho de la población de América, fueron limpiadas, en general, de aca
rreos fantásticos. Aun cuando la tesis del Diluvio universal hubiera entrado en
crisis, la aceptación de este hecho como histórico resultaba tan importante como
la misma leyenda de Adán. Ambos confirmaban la pretensión de universalidad
sobre la que necesitaba apoyarse el discurso americanista. De ahí la fuerte polé
mica contra la tesis de diluvios parciales que atentaba contra la afirmación de
los orígenes comunes de la especie humana. Podemos decir que los jesuítas ame
ricanos refuncionalizaron la base tradicional que daba solidez a la autoimagen
que el hombre criollo aspiraba a formar de sí mismo en la construcción de su
identidad. Por lo demás, si América como fuente de maravillas y como mundo
«peregrino» no perdió totalmente la enorme fuerza que había tenido en muchos
y que había generado luego los caprichos de la fantasía barroca, los sentimientos
que despertaba quedaron relegados —perdida su fuerza creadora imaginativa—
como alimentos de un cierto orgullo americano frente a una realidad social y
cultural europea relativizadas. Ya no hacía falta para confirmar nuestra propia
identidad recurrir a lo extraño, misterioso, portentoso, maravilloso o simple
mente curioso, en cuanto que la naturaleza americana había comenzado a ser
tratada como algo sobre la que se desarrollaba la vida cotidiana de un sector so
cial que había asumido plenamente su relación con un mundo visto y sentido
cómo propio, cercano y familiar. Esto no significa que no estuviera presente una
nota que será casi una constante dentro de nuestra autocomprensión y que Buar-
que de Holanda ha caracterizado como una «naturaleza de gracia matinal», aun
cuando esa matinalidad hubiera perdido todo halo de misterio y hasta de mila
gro (Holanda, 1987: 266). Digamos por último que la incorporación de la histo
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 573
ria indígena, que fue tarea importante dentro del programa de los jesuitas expul
sados, implicó, en particular respecto de los imperios del Tahuantinsuyu y del
Anáhuac, la continuidad de lo utópico, tal como había anticipado, para el caso
incaico, Garcilaso de la Vega en el siglo XVII. El rechazo de la visión demoníaca
de las religiones indígenas, la fuerza con la que subrayaron los valores morales
sobre los que se organizaron las antiguas sociedades americanas, el espíritu de
justicia distributiva, muy fuertemente señalado en el caso del sistema quechua,
suponían una especie de edad de oro, no para regresar a ella, sino para ponerla
como una de las tantas imágenes al servicio de la consolidación de las formas de
identidad de los sectores sociales en ascenso, a los que representaban precisa
mente los jesuitas expulsados. El «regreso» al glorioso pasado indígena no ocul
taba un cierto valor retórico dentro del discurso que se consolida a finales del si
glo xvin y que se habrá de prolongar en buena parte del siglo XIX. Los incas
fueron transformados «en seres de un pasado lejano, comparables a las divinida
des griegas: hermosos y distantes» (Flores Galindo, 1986: 234). Este fuerte re
curso identificatorio muestra toda su ambigüedad si pensamos en la situación de
miseria y explotación de la población indígena campesina, en esta época.
Ahora bien, no sólo la literatura de origen criollo o criollo-mestizo estuvo
presente con intensidad a lo largo de todo el siglo xvm dentro de los sectores
cultos de la época, sino que hubo otra, de no menor fuerza e importancia: nos
referimos a la ya citada presencia del padre Las Casas y, en particular, de su Bre
vísima relación, figura y obra familiares «dentro de los críticos del orden colo
nial» dieciochesco (Flores Galindo, 1986: 161). No es extraño a esa tradición el
hecho de que Simón Bolívar cuando llegara al Cuzco evocara en su discurso dos
textos: «La fábula de Garcilaso de la Vega y la Destrucción de las Indias de Las
Casas» (Ibíd.: 234). Mas, la presencia del obispo de Chiapas no sólo estaba viva
en América en aquella época, sino también en España, tal como lo testimonia
Marcelino Menéndez y Pelayo en el prólogo a la primera edición de la obra de
Ginés de Sepúlveda Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los in
dios. «Es verdaderamente digno de admiración, y prueba irrefutable del singular
respeto con que todavía en el siglo xvm se miraban en España las doctrinas y
opiniones de Fray Bartolomé de las Casas» el hecho de que los editores de las
obras de Sepúlveda no se animaran a incluir entre ellas el Tratado mencionado
(Ginés de Sepúlveda, 1987: Advertencia, VII).
Si a esta información agregamos otra de mucha mayor importancia, ha de
decirse que aquella crítica al orden colonial generalizada en tierras americanas
no sólo se alimentaba de su propia situación y de la labor de sus hombres de le
tras, sino que se apoyaba con fuerza en lo que bien puede considerarse como el
desarrollo de un pensamiento crítico español que vino a reforzar el autorecono-
cimiento y la autoidentificación del sector criollo. Nos referimos ahora a la ex
tensa e increíble influencia que ejercieron los escritos de fray Benito Jerónimo
Fcijóo, sobre todo como consecuencia de la posición francamente lascasiana de
éste, así como de su defensa de los españoles americanos. En el tomo IV del Tea
tro crítico universal (1726-1739) declara su decidido lascasismo: «¿Que impor
tará que yo estampe en este libro lo que está gritando todo el Orbe? Vanos han
sido cuantos esfuerzos se hicieron para aminorar el crédito a los clamores del se
574 ARTURO ANDRÉS ROIG
ñor don Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas, cuya relación de la Destruc
ción de las Indias, impresa en español, francés, italiano y latín, está llenando
continuamente de horror a toda Europa. La virtud eminente de aquel celosísimo
Prelado, testigo ocular de las violencias, de las desolaciones, de las atrocidades
cometidas en aquellas conquistas, le constituyen superior a roda excepción»
(Henríquez, 1988: 340). Súmese a esto el difundidísimo «Discurso» aparecido
igualmente en el Teatro crítico, titulado «Españoles americanos», así como el ar
tículo «Mapa intelectual y cotejo de naciones», incluido en la misma obra, en
donde se hace la defensa de la humanidad americana, tanto la indígena como la
de origen europeo. «Disputaban indios y españoles ventajas en la barbarie
—dice Feijóo—: aquéllos porque veneraban a los españoles en grado de deida
des; éstos, porque trataban a los indios peor que si fueran bestias...» (Ibíd.). La
recepción que tuvo esta defensa del indígena se encuentra en relación directa con
el esfuerzo de la clase criolla por incorporar a su memoria el pasado cultural in
dígena, con el sentido y los alcances ya comentados. Y hasta el falso inca Alonso
Carrió de la Vandera, autor colonialista y decididamente antilascasiano, que tra
taba de proponer remedios ante la crisis derivada del alzamiento de Túpac Ama-
ru, se apoyó en aquella «crítica española», recurriendo a la autoridad de Feijóo
en la defensa de los criollos, a los que consideraba, sin más y junto con los mes
tizos, como españoles (Carrió de la Vandera, 1965: 218). Más allá de la polémi
ca acerca de los contenidos históricos de la Brevísima relación de la destrucción
de las Indias, su vigencia derivó en América, al margen de la llamada «leyenda
negra» de su valor simbólico —como queda expuesto—, en cuanto venía a ex
presar todos los sentimientos de opresión que sufrían los diversos sectores que
integraban unas colonias que, en cuanto tales, eran medidas básicamente en re
lación con los beneficios económicos que reportaban a la metrópoli (Roig, 1993:
168-169).
La conciencia histórica de la clase criolla se verá reforzada por una nueva
comprensión de la naturaleza, tal como hemos anticipado, y que fue fruto de los
estudios que la ciencia del siglo XVIII produjo sobre América, en buena medida
gracias a las grandes expediciones científicas. El hecho se relaciona con los inte
reses de la Ilustración y, a la vez, con la revolución científica que se inicia abier
tamente en esa época. La España borbónica no fue ajena al espíritu ilustrado, ni
tampoco a ese despertar de las ciencias, aun cuando no haya ocupado en todo
esto un lugar de avanzada. Por otra parte, el mercantilismo, organizado sobre la
base del monopolio, no podía sino beneficiarse del descubrimiento de las rique
zas naturales de los países coloniales. Agréguese a esto la contracción de la ex
plotación minera y la expansión, en la segunda mitad del siglo Xvm, del sistema
de plantación, tanto en el Caribe como en los trópicos de la América continen
tal. A estos hechos se debe que haya sido frecuente la atribución a los grandes
viajeros científicos del siglo XVIII, de un «segundo descubrimiento» (Von Hagen,
1946: 92; Monal, 1985: I, 150-157). ¿A qué se debía que se hubiera podido
equiparar el año de 1735 con el de 1492? Pues que Linneo había publicado su
Systema naturae y, en aquel mismo año, había partido para América la Misión
Geodésica Francesa. Esta expedición, lo mismo que otra que se envió a Laponia,
tenía como objeto realizar los estudios necesarios para zanjar una de las últimas
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 575
pero, a la vez que cumplía ese interesante papel, tanto unos como otros ignora
ron sistemáticamente la lucha por su propia identidad que mantuvo siempre viva
la población indígena, lucha en desigualdad de condiciones, que implicó formas
particulares de memoria histórica, dadas las condiciones de sometimiento de la
población nativa. De ahí que el problema de su identidad no pueda quedarse en
los estereotipos establecidos en lo que primero fue la historiografía de las cróni
cas y, luego, la de los primeros historiadores de Indias, tanto europeos como
americanos y se deba recurrir a fuentes que permitan salvar la mediación que
sistemáticamente se ha ejercido.
Por otra parte, la cuestión de la identidad indígena partió de una ruptura
cuya profundidad no puede ser comparada a otros hechos rupturales vividos en
nuestra América, la que quedó expresada —como ya anticipamos— en la Breví
sima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas, cé
lebre texto que, según vimos, asimismo había sido incorporado por los sectores
americanos hegemónicos, como momento propio. Mas respecto del mundo in
dígena revestía ciertamente una fuerza indudable. Mientras la clase criolla, be
neficiaría, aun cuando no plenamente, del sistema de explotación colonial, había
llegado a producir un mundo de intelectuales que expresaban su propia auto-
conciencia, los pueblos indígenas, en particular los que habían integrado los
grandes imperios prehispánicos, habían quedado reducidos a un campesinado
sujeto a las más duras formas de represión ideológica y los escasos escritores que
salían de su seno únicamente podían actuar como tales, y eso con enormes difi
cultades, dentro de las pautas de la cultura oficial colonial. Por lo demás, las an
tiguas formas de transmisión del saber habían desaparecido hacía ya siglos, con
juntamente con ios sabios de las altas culturas. I-a quema de los códices
nahuatlts y mayas, en México, entre los años 1532 y 1543, así como la destruc
ción de los quipus dispuesta en Lima en 1581, significó la eliminación de las
fuentes más sugestivas a través de las cuales se jugaban, para esas culturas, sus
modos de identificación (Clavigero, 1987: XXXIV-XXXV; Bendezú, 1980:
394). Por otra parte, las formas culturales populares, fundamentalmente religio
sas, fueron duramente reprimidas. La «extirpación de herejías*, entiéndase, de
las formas propias de religiosidad campesina, en particular aquellas que entorpe
cían el control de la administración hispánica, se extendió por gran parte del si
glo xvn y alcanzó las primeras décadas del siglo xvin. Tres viajeros de finales de
ese mismo siglo, a los que hemos citado, Juan, Ulloa y Humboldt, que se intere
saron vivamente por la población indígena, percibieron la situación de miseria y
explotación en que había sido sumergida tanto por metropolitanos, como por
sus descendientes, e inclusive por elementos surgidos de entre los mestizos incor
porados a la explotación. El problema de preguntarse por la identidad de esos
pueblos no era fácil en cuanto que la dominación, para ser efectiva, exigía una
constante incidencia sobre la modelación de identidades sociales. Precisamente,
atendiendo a esa situación, Humboldt se preguntaba si era posible juzgar a un
pueblo «envilecido por la conquista», es decir, como él mismo lo aclara, un pue
blo cuyos sacerdotes, depositarios cultos de la memoria histórica, habían sido
asesinados, sus escritos habían sido quemados y de la nación no había quedado
nada más que «la casta más miserable». «¿Cómo, pues, se podrá juzgar por esos
578 ARTURO ANDRÉS ROIG
restos, lo que era un pueblo poderoso y del grado de cultura a que hubiese llega
do?» (Von Humboldt, 1991: 60-61). Sin embargo, tanto el sabio alemán como
Juan y Ulloa no dudan de hablar en sus escritos de «nación india» (Von Hum
boldt, Ibid.-, Juan y Ulloa, 1991: 231-240). Pues bien, sucede que si la pregunta
por una identidad social y cultural en el pasado no era fácil de responder, esos
viajeros estaban ante algo que, aun sin la riqueza de las altas culturas, implicaba
una clara afirmación de identidad. Porque si el conquistador y sus herederos in
mediatos habían destruido grandes pueblos, había al mismo tiempo surgido un
pueblo, en ese juego complejo de identidades reacondicionadas por los amos a
sus intereses y de identidades reconstruidas sobre algunos de los elementos del
pasado que explicaban la supervivencia de las «naciones indias».
Si alguna palabra nos permite entender esta situación es la de «resistencia»,
con sus diversas manifestaciones muchas veces inesperadas para quienes recono
cían el nivel de degradación en que había caído esa población. Una doble faz ad
quirió aquélla, en particular en los sectores indígenas que quedaron insertos en
el sistema de explotación: las revueltas y sublevaciones y el mantenimiento y la
«re-creación» de formas culturales. Dentro de este último aspecto no sólo se han
de mencionar las formas de sincretismo religioso, sino también la transmutación
de valores de los símbolos y su uso. Asimismo no podemos olvidar la problemá
tica del lenguaje. Sabido es que la política sobre los lenguajes no fue homogénea
en la colonia española. Hay una primera época en la que, por el influjo del hu
manismo renacentista, la actitud hacia las lenguas vernáculas fue de interés y
respeto. Fue entonces cuando se impartieron cátedras de lenguas indígenas en las
universidades de las órdenes religiosas, durante los siglos XVI y xvn. Pero con la
reestructuración borbónica y la aparición de las universidades reales, se produjo
un corte abrupto. La nueva política era la de alcanzar la mayor cohesión cultu
ral, como condición indispensable, según se entendía, para lograr la máxima ra
cionalidad en la producción y acumulación de riquezas. Pues bien, en el siglo
xvin los lenguajes indígenas se constituyeron, por obra de sus propios hablantes,
en una de las marcas más fuertes de identidad a la que se aferraron las poblacio
nes campesinas. Por cierto que el lenguaje nativo como elemento identificatorio
primario abarcaba a la cultura de sus hablantes en toda su riqueza y permitía
algo fundamental: la reconversión axiológica de las nuevas formas culturales a
las que constantemente debía responder la población indígena en un dinámico
proceso.
A este fenómeno cultural global se ha de agregar otro hecho histórico que
venía a contradecirse con uno de los estereotipos más generalizados en contra
del indio: su pasividad, apatía, desidia y hasta cobardía. Nos referimos a las res
puestas violentas, las que fueron desde simples reclamos ante la voraz exacción
impositiva y el trabajo forzado, hasta las asonadas y los alzamientos armados.
Estas últimas actitudes culminaron con la gran campaña de liberación de la
América hispánica, liderada por Túpac Amaru, que inicialmentc contó con el
apoyo no sólo de la población indígena, sino de otros sectores oprimidos. Con
este caudillo, integrante*de la aristocracia indígena dentro de la cual, en el siglo
XVIII, había lectores fervorosos del inca Garcilaso (Flores Galindo, 1986: 57-58),
la cuestión de la identidad quedó asumida desde lo que puede ser considerado
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 579
como un saber literario que enriqueció los demás factores que la alimentaban.
De las «memorias populares» se pasó a la utopía escrita, la de un Garcilaso de la
Vega leído como manifiesto indígena (Ibíd.: 56). No sin motivo, una de las me
didas represivas llevadas a cabo una vez sofocado el gran alzamiento de 1780,
fue el de la prohibición de la lectura de los Comentarios reales (Bendezú, 1980:
402). No alcanzaríamos, sin embargo, una idea del proceso si no tuviéramos en
cuenta la persistencia del mismo a lo largo del siglo xvin. Entre 1703 y 1788 se
han contado en la meseta mexicana 67 rebeliones (Taylor, 1987: 195-196); en el
caso de la audiencia de Quito su frecuencia fue asimismo alarmante. A propósi
to de esto último, Moreno Yánez nos dice que «es el siglo xvm el que presenta el
conjunto más numeroso y homogéneo de movimientos subversivos indígenas,
los que inauguran una tradición de rebeldía que rebasará hasta la era republica
na» (Moreno Yánez, 1985: 20). Interesante resulta tener en cuenta la diferencia
que el último autor citado establece entre las protestas de los indígenas y de los
mestizos. «Para éstos —dice— la rebelión era una forma de protesta contra la
mala administración de los gobernantes, y no contra la estructura colonial de la
que se consideraban parte integrante. La motivación del grupo indígena —dice
este historiador del siglo XVm ecuatoriano— es radical y propende a abolir las
relaciones que sirven de base al sistema colonial, para así defender en lo posible
su identidad cultural...» (Ibíd.: 416). Justamente esa característica de la protesta
indígena explica los movimientos milenaristas en su seno, así como la aparición
constante de mesías.
Si la búsqueda de las formas de identidad de la población indígena no puede
realizarse teniendo en cuenta lós recursos culturales que ofrecen los sectores he-
gemónicos, otro tanto y, tal vez, con mayor contraste, se produce cuando se tra
ta de averiguar la cuestión identificatoria en la población de origen africano in
corporada al régimen de esclavitud. En el mapa étnico del siglo xvni, esa
población había alcanzado un enorme volumen y constituía parte significativa
hasta en regiones en las que en nuestros días no tiene presencia. Así, en Buenos
Aires, en la que la población africana actualmente no existe, la misma alcanza
ba, en 1778, al 30% de la población total (Reid y Andrews, 1980: 10). La lla
mada «trata de negros» consistía en un sistema montado sobre la brutalidad y la
inhumanidad, y estuvo regida crudamente por los niveles de rendimiento econó
mico de la fuerza de trabajo. El ingreso de un miembro de una etnia africana a la
vida esclava —cazado, primero, transportado luego en «barcos negreros» y, en
fin, vendido como «pieza» en los mercados de seres humanos— suponía una se
paración violenta de su mundo y un despojo de su herencia cultural en la medida
en que ésta podía ser un impedimento para su total explotación. Si bien es cierto
que entre los millones transportados desde el continente africano hacia América
(Cardoso y Pérez, 1984: 192) no tuvieron todos un destino igualmente desdicha
do, no se debió esto a que los blancos hispanos fueran «benignos» o proclives a
actitudes humanitarias, a diferencia de holandeses, franceses o ingleses, los que
sí habrían sido «crueles», sino que ello dependía «del uso económico al que se
sometía a los esclavos» (Reid y Andrews, 1980: 115-116).
A finales del siglo xvm, se produjo un endurecimiento de la situación que
padecía la población esclava y una reorientación de la trata, como consecuencia
580 ARTURO ANDRÉS ROIG
pósito de fiestas, procesiones religiosas, bailes o entierros. Los cabildos, que im
plicaban una división y a su vez asociación por etnias (naciones) se mantuvieron
con vigor mientras duró la trata, es decir, mientras fueron realimentados cultu-
ralmcnte con nuevos esclavos traídos de África (Bastide, 1967: 88-91). Mientras
esta población esclava ejercía, dentro de las posibilidades permitidas por sus
amos, una autoafirmación de sí misma y ponía en juego una forma de resistencia
al darle nueva cohesión y sentido a sus propias tradiciones culturales, había otra
que respondió de modo ciertamente alarmante mediante rebeliones y fugas. No
ha de olvidarse que los sucesos de Haití, que llenaron de temor a los blancos,
fueron recibidos con esperanza por parte de los negros y que más de una de las
grandes rebeliones inmediatamente posteriores a 1791 fueron respuestas eviden
tes a la hazaña libertaria de los esclavos, libertos y mulatos de Saint Domingue.
Las fugas, el llamado cimarronaje, fueron la segunda respuesta. Los negros fuga
dos de las plantaciones, organizados en pueblos libres en regiones aisladas, inac
cesibles y selváticas, constituyeron en la segunda mitad del siglo xvni un serio
problema para la sociedad colonial. En los palenques —palabra que al parecer
tuvo su origen en Nueva Granada— se produjo el regreso a la madre África.
«Más allá de aquel torrente, de aquella montaña vestida de cascadas —nos
cuenta Alejo Carpentier— empezaría el África nuevamente, se regresaría a los
idiomas olvidados, a los ritos de circuncisión, a la adoración de los dioses prime
ros, anteriores a los dioses recientes del cristianismo. Cerrábase la maleza sobre
hombres que remontaban el curso de la historia...» (Carpentier, 1987: 67).
26
Antecedentes
men de oposición muy riguroso. Entre sus deberes, además de dirigir el conjunto
y de mantener el decoro musical de la iglesia, estaba el enseñar a los niños de
coro, seises o meninos; enseñar canto, órgano y contrapunto a los músicos, y
componer las obras que se requerían para el repertorio del año litúrgico, además
de «algunas cosas peregrinas que salgan del ordinario», como se estableció en
las primeras Constituciones para la música de la catedral de Lima, dictadas en
1612 por el arzobispo Bartolomé Lobo de Guerrero (Sás, 1970-1971: 68). Ade
más, según estas Constituciones, el maestro de capilla tenía que «dar el tono a
las voces y pedir al organista el término por donde ha de tañer, el meter las vo
ces si alguno se errare, o desentonare, el abreviar o picar el compás, o llevalle
despacio, o como mejor le pareciere, sin que ninguno de los cantores se entro
meta en esto, porque el cantar bien, o mal una cosa, caerá por cuenta del maes
tro, a quien se atribuirán las gracias de lo bien que se hiciere y la nota de las fal
tas que hubiere» (Ibíd.: 71). El archivo de partituras y particellas manuscritas, y
las obras impresas, era de propiedad de la iglesia y estaba a cargo del maestro
de capilla. En el caso de Brasil, los maestros de capilla de sedes como Bahía,
Pernambuco, Río de Janeiro o Sao Paulo mantenían, además, un verdadero mo
nopolio no oficial de la actividad musical de su jurisdicción, dentro y fuera de la
iglesia.
El resto de la capilla estaba integrado, en general, por unos ocho cantantes
varones, uno o dos organistas, e intérpretes de violín, violoncelo, flautas, oboes,
clarinetes y fagot. El arpa, usada como instrumento obligado para el acompaña
miento del bajo continuo, fue paulatinamente reemplazada por el órgano hacia
mediados del siglo xvui. Las voces blancas eran cantadas por los seises o niños
de coro.
La interpretación de la música estaba a cargo de dos coros diferentes, el coro
bajo, que cantaba el canto gregoriano durante las misas y ceremonias litúrgicas,
y se ubicaba junto al altar mayor. Estaba compuesto por los canónigos y los sei
ses, bajo la dirección del chantre y, más tarde, por el sochantre y el maestro de
capilla. El coro alto, ubicado generalmente junto al órgano principal, estaba a
cargo del canto de órgano o canto polifónico con acompañamiento de instru
mentos, que constituía el patrimonio propio de cada capilla; además de la poli
fonía renacentista a capella, a veces llamada «de facistol», cuyo repertorio era
regulado desde la metrópoli.
La capilla musical estaba obligada a cantar en las misas dominicales, vigilias
del sábado, los jueves y en todas las festividades religiosas solemnes, especial
mente en Navidad, Semana Santa y Hábeas Christi; en fiestas de santos, de la
Santísima Virgen, Trinidad y Pentecostés, y en aquellas que determinara el cabil
do eclesiástico. También tenía destacada participación en ceremonias con moti
vo del duelo y la entronización de reyes, el recibimiento de nuevos obispos y go
bernadores, y en festividades cívicas de «regocijo» popular, procesiones o
música incidental para las comedias, serenatas y, en el siglo xvm, óperas, con
que se interrumpía el metódico y, a veces, tedioso transcurso de la vida colonial.
Los principales compositores de los siglos XVI y XVII activos en los centros
ya mencionados, provenían, en su mayoría, de Europa. Hubo algunos músicos y
maestros de capilla indígenas, como Francisco de León, en Santa Eulalia, Guate
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HlSPANO-LUSO-AMERICANA 587
mala; Thomás Pascual, en San Juan Ixcoy, de ese mismo país, y Juan Matías
(1618-1666/1667), considerado por Robert Stevenson como «el maestro indio
más notable de México» (1979a: 179). También los hubo mestizos, como Mi
guel Velásquez, en Santiago de Cuba, hacia 1544; Gonzalo García Zorro (1548-
1617), en Bogotá; Diego Lobato (hacia 1538-hacia 1610), en Quito, o Francisco
Pérez Camacho (1659-hacia 1725), en Caracas.
En la catedral de México destacaron Lázaro del Álamo, Hernando Franco
(1532-1585), autor de una importante serie de Magníficat polifónicos; Antonio
Rodríguez de Mata, Luis Coronado, Fabián Pérez Ximeno, Francisco López
Capillas (ca. 1607-1674), procedente de Puebla, considerado por Stevenson
como «el compositor más erudito del siglo XVII» (1986: 64) y, «sobre la base de
sus obras preservadas, el creador más refinado que haya existido en el Nuevo
Mundo antes de 1800» (1987: 97); y Antonio de Salazar (1650-ca. 1715),
igualmente procedente de Puebla. También debemos mencionar a don Juan de
Lienas, un importante compositor activo en México pero no ligado a la cate
dral, de quien se ha especulado que podría haber sido un cacique indígena por
el uso del «don».
Puebla fue un importante centro que atrajo músicos desde Guatemala y Mé
xico, como Pedro Bcrmúdez, que había ejercido antes en Cuzco y Guatemala; el
célebre compositor portugués nacido en Évora, Gaspar Femándes (ca. 1566-
1629), organista y maestro de capilla en Guatemala, y autor de un manuscrito
de 284 folios con obras vernáculas del mayor interés, actualmente en la catedral
de Oaxaca, considerado como «uno de los tesoros musicales más espectaculares
que exista en alguna catedral del hemisferio occidental» (Stevenson, 1979a:
179); Juan Gutiérrez de Padilla (ca. 1590-1664), maestro de capilla entre 1629 y
1664, autor de bellísimas obras policorales dentro del estilo instaurado por la
Escuela Veneciana de comienzos del siglo xvn, y Miguel Matheo de Dallo y
Lana (ca. 1650-1705).
Luego de Juan Pérez «el primer maestro de capilla en América de quien so
brevive alguna obra» (Lehnhoff, 1986: 48), la catedral de Santiago de Guatema
la sirvió como punto de inicio de la carrera de compositores tan importantes
como Hernando Franco, Pedro Bermúdez y Gaspar Femándes, pero la culmina
ción artística de la catedral sólo se materializaría a mediados del siglo XVIII.
En Santa Fe de Bogotá el compositor más importante del siglo xvi fue Gutie
rre Fernández Hidalgo (1553-c¿z. 1620), comparado por sus contemporáneos
con Francisco Guerrero, que posteriormente sirvió en las catedrales de Quito,
Cuzco y La Plata. También destacaron en este período José Cascante (c.a. 1630-
1702) y Juan de Herrera (ca. 1665-1738).
Quito tuvo variada fortuna en el cultivo de la música, desde que, en 1534,
llegaron los primeros profesores de música europeos, los franciscanos flamencos
Josse de Rycke y Pierre Gosseal. A finales del siglo, brilló brevemente la señera
figura de Fernández Hidalgo y, en el siglo siguiente, fuera de Manuel Blasco, «el
compositor más eminente en los anales de Quito colonial después de Gutierre
Fernández Hidalgo» (Stevenson, 1980b: 31), dominaron los cargos de organis
tas y maestros de capilla durante siete décadas, miembros de la familia Ortuño
de Larrea. Posteriormente, la pobreza y los desastrosos terremotos de mediados
588 SAMUEL CLARO VALDÉS
del siglo xvm redujeron a la nada lo que quedaba del archivo de música de los
siglos anteriores.
Lima, la ciudad de los reyes, capital del virreinato del Perú, atrajo una pléya
de de los mejores músicos que llegaron al nuevo continente, a la vez que cobijó a
compositores e instrumentistas criollos de gran renombre. A Domingo Álvarez,
el primer maestro de capilla que se conoce, activo en 1548, lo sucedieron Estacio
de la Serna, procedente de Lisboa; Cristóbal de Belsayaga (ca. 1580-cí?. 1635)
llegó allí desde Cuzco; Manuel Blasco lo hizo desde Quito; desde España lo hi
cieron los dos más grandes compositores del período: Tomás de Torrejón y Ve-
lasco (1644-1728), discípulos de Juan Hidalgo y Juan de Araújo (1646-1712)
quien, como Gutierre Fernández Hidalgo, terminó sus días en la opulenta ciudad
de La Plata, donde se disponía de una de las capillas de música más ricas del
continente.
Cuzco, que rivalizada en esplendor musical con Lima, fue escenario de la in
terpretación de obras de polifonistas del Renacimiento, como Cristóbal de Mo
rales, a sólo 20 años de su fundación en 1534. Durante un lustro mantuvo en la
maestría de capilla a Fernández Hidalgo, de paso hacia Sucre; fue el punto de
partida de Pedro Bermúdez antes de que viajara a Guatemala y Puebla; sirvió de
inicio para la carrera de Cristóbal de Belsayaga y de asiento al gran Juan de Ara
újo, después de una breve incursión de éste por Panamá, antes de que se estable
ciera finalmente en La Plata.
Sucre, la ciudad de La Plata, la apacible villa residencia de los mineros de
Potosí, fue uno de los centros musicales más importantes de la era virreinal. Lle
gó a contar con más de cincuenta músicos en su capilla, cifra excepcional de la
que no disponían ricos centros europeos. Sebastián de León, Fernández Hidalgo,
Pedro Villalobos y Juan de Araújo son algunos de los maestros del período.
Al finalizar el siglo XVI, la polifonía renacentista cede paso a una estética com
pletamente nueva, nacida en Italia, que favorece la palabra sobre la armonía,
como proclamara Claudio Monteverdi (1567-1643). De un estilo que podría
mos catalogar como «universalista*, se pasó al cultivo de diversos estilos de pe
culiaridades locales, dentro de la nueva estética barroca italiana. Así, a partir del
siglo XVII podemos hablar de un barroco italiano, de un barroco francés, alemán
o español. La polifonía clásica, eso sí, se continuó utilizando corrientemente en
la música religiosa.
El barroco español
El barroco español logró, durante el siglo xvn, una marcada individualidad, ex
presada principalmente en el villancico, como derivado del madrigal renacentista;
en romances, canciones, folias, seguidillas, letras y tonos humanos con participa
ción vocal e instrumental. También se cultivó la música instrumental, especial
mente para guitarra, que desplazó a la popular vihuela. En la música religiosa,
los maestros de capilla se mantuvieron fieles a la polifonía a cappella, especial
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 589
mente policoral; sin embargo, a medida que avanzaba el siglo, se inició el ingre
so avasallador de la melodía acompañada en la forma del villancico, que pronto
se transformó en verdaderas cantatas escritas en español.
La música incidental para representaciones escénicas tuvo en España un
temprano comienzo, en lo que se ha considerado como la primera ópera españo
la: La selva sin amor, con texto de Lope de Vega, estrenada en 1629. La ópera
italiana, que invadiría rápidamente la escena europea, no alcanzó popularidad
en España durante el siglo XVII, debido al importante cultivo del teatro español
con música incidental. Cuando se presentaba una ópera italiana se traducía el
texto al español. Recién en 1660, se desarrolla el género operístico español con
dos obras de Calderón de la Barca, La púrpura de la rosa y Celos aún del aire
matan, con música del compositor y eximio arpista Juan Hidalgo (1612/1616-
1685), a partir de las cuales se establece una ópera genuinamente española, aun
que ninguna lleve específicamente tal nombre. Paradójicamente, la primera en
ser designada con este título, La guerra de los gigantes de Sebastián Durón
(1660-1716), de 1700, consideró como la última ópera española estrenada en
España; si bien, al año siguiente se representaría en Lima La púrpura de la rosa
de Tomás de Torrejón y Velasco, la primera ópera americana y, al parecer, la úl
tima en estilo propiamente español.
En América se repite la misma evolución estilística que en España. Los estu
dios musicales se inician, en las cantonas americanas, con los mismos libros en
lo que hacen los españoles: Melopea y maestro, de Pietro Cerone, de 1613, y El
porqué de la música, de Andrés Lorente, de 1672. En el siglo xvm, se agregan
tratados de fray Pablo Nasarre y otros. Las obras de compositores españoles
como Cristóbal de Morales (ca. 1500-1553), Francisco Guerrero (1528-1599),
Tomás Luis de Victoria (ca. 1548-1611), Mateo Romero (1575/1576-1647), el
famoso «Maestro Capitán»; Juan Bautista Comes (1582-1643), el padre Ma
nuel Correa (f 1653), Carlos Patiño (t 1675), Juan Hidalgo, Sebastián Durón,
José de Torres y Martínez Bravo (ca. 1665-1738), Antonio Literes (1673-
1^47), José de Nebra (1702-1768) y Antonio Ripa (ca. 1720-1795), se encuen
tran con frecuencia en los archivos americanos, desde México hasta Santiago de
Chile.
El barroco italiano
cantata napolitana pasó a ser corriente desde la llegada a Lima, en 1707, del mi
tanes Roque Ceruti (hacia 1683-1760), que venía como director musical del pa
lacio de gobierno al servicio de don Manuel de Oms y Santa Pau, marqués de
Castell dos Ríus, el primer virrey del Perú designado por el gobierno borbón de
Felipe V y autor de una comedia con interludios musicales titulada El mejor es
cudo de PerseOy estrenada en Lima en 1708. En estilo napolitano está compuesta
la que se podría considerar como la tercera ópera americana, una «ópera-serena
ta* Venid, venid deidades, del fraile agustino Esteban Ponce de León (caA692-
175?), presentada en Cuzco en 1749, como una ofrenda al nuevo obispo de esa
ciudad.
Con la excepción de tas tres óperas mencionadas, el concepto de música es
cénica en América, durante gran parte del siglo xvni, debe aplicarse, más bien, a
la música incidental para dramas moralizantes, comedias, tonadillas escénicas,
sainetes, zarzuelas y piezas de entretenimiento, ceremonias cortesanas, lutos y
entronizaciones de monarcas. Si bien las comedias y los dramas con música inci
dental eran medios de recreación e instrucción político-religiosa, también fueron
gérmenes de intranquilidad, crítica social e, incluso, sentimientos de independen
cia. Esta circunstancia está representada por los continuos decretos de prohibi
ción, tanto eclesiástica como civil, en contra de ciertos tipos de comedias y pie
zas, desde comienzos del siglo xvi hasta el fin mismo de los tiempos coloniales.
En algunas ocasiones tas comedias eran toleradas más que permitidas, y muchas
temporadas exitosas terminaron abruptamente bajo estricta censura. Los lugares
apropiados para presentar comedias con música incidental no se establecieron
hasta finales del siglo XVIII. Si se ofrecía una comedia, era como parte de una fes
tividad organizada oficialmente, la cual podía ser pública o cortesana, y en este
último caso resultaba inaccesible a la gran masa ciudadana. En el primer caso,
en cambio, tas presentaciones se hacían al aire libre en la plaza mayor, donde
todo el mundo podía asistir, siempre y cuando el tiempo lo permitiera. Con
todo, en diversas ciudades del continente se construyeron coliseos o corrales des
de comienzos del siglo xvil. Hacia 1760, la ópera napolitana, con libretos del cé
lebre Pietro Metastasio (1698-1782), comenzó a ser representada regularmente
en Hispanoamérica y el Brasil y, desde incluso antes, tas casas da opera estable
cidas en la Capitanía General de Minas Gerais, albergaban representaciones es
cénicas con música incidental.
Durante el siglo xvni, los lutos por monarcas fallecidos y los festejos por el
advenimiento de sus sucesores, ocuparon largos meses de festejos, tanto en las
colonias españolas como en tas portuguesas. Al advenimiento de Felipe V, en
1700, siguió un período de luto por su infortunado hijo Luis I, en 1724. En
1747 y 1748 se lloró a Felipe V y se aclamó al nuevo rey, Fernando VI, al que
sucedió Carlos III, en 1759. Finalmente, entre 1789 y 1790, después del luto co
rrespondiente por la muerte de éste último, se decretaron «universales festejos»
(ver AGI, Indiferente General, 1608) por la asunción al trono de Carlos IV. En
esta oportunidad, la participación musical fue riquísima en números pueblos y
ciudades de México, Guatemala, Cuba, Luisiana, Florida, Santo Domingo, Puer
to Rico, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Chile, Argentina, Uruguay y Filipi
nas. Entre los canichanas de Bolivia, destacó una cantata creada en honor de
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 591
María Luisa de Borbón, con texto vernáculo y estilo musical napolitano, com
puesta por los indígenas francisco Semo, Marcelino Ycho y Juan José Nosa (Cla
ro, 1978: 76 y ss.; y Lemonn, 1987). En Brasil, las repercusiones musicales por
la sucesión al trono de los Braganza tuvieron lugar en 1706, por la muerte de Pe
dro II y la ascensión de Joao V; en 1750, con el juramento de José I y, en 1777,
con la sucesión de éste por María I.
A estas ocasiones debemos agregar otras múltiples, tales como el nacimiento
de algún heredero al trono, llegada de un nuevo virrey o gobernador, nombra
miento de un obispo, que congregaban a los diferentes estratos sociales tanto en
la iglesia como en comedias y diversiones públicas; o en saraos, fuegos artificia
les, tardes de toros, música militar y múltiples entretenimientos que a veces du
raban varios meses. El costo de estos festejos que incluían tablaos, carros alegó
ricos, desfiles, aderezo de calles y fachadas, etc., era, por cierto, solventado por
los propios interesados a costa, a veces, de ingentes sacrificios; a lo que se agre
gaba, en ocasiones importantes, la redacción de prolijos informes y la publica
ción de lujosas Relaciones, que informaban al soberano cuán profundamente ha
bía sido honrado y amado por sus remotos y obedientes súbditos.
En la música religiosa las innovaciones barrocas italianas encontraron ma
yor resistencia que en la música profana, sin que esto impidiera que sus estructu
ras formales se entronizaran fuertemente en ella. En efecto, la polifonía clásica
se siguió cultivando junto con el canto gregoriano, pero la forma de la cantata
napolitana, con sus recitativos y arias, se implantó en la cantada, aunque con
texto en castellano, nunca en italiano. El villancico, semisecular y semilitúrgico
también recibió la influencia italiana, si bien los compositores reafirmaron, a
través de éste, la tradición española que defendían en la metrópoli compositores
como Literes y Nebra. En la segunda mitad del siglo xvm, el estilo musical deri
vó, con gran homogeneidad en todo el continente, hacia un preclasicismo con
muchos resabios barrocos, especialmente en el uso del bajo continuo con la in
fluencia de obras de Cimarosa, Cherubini, Haydn, Mozart y composiciones tem
pranas de Beethoven.
En Lima, después del fallecimiento de Torrejón y Velasco, en 1728, autor de
hermosísimos villancicos, rorros y obras religiosas en el más puro estilo barroco
español, accedió a la capilla de música de la catedral Roque Ceruti, quien se ha
bía desempeñado, desde su llegada en 1707, como director de música de la cate
dral de Trujillo, al Norte del Perú. Las obras de Ceruti alcanzaron gran acogida
en otras cantonas como Cuzco, Cochabamba, La Paz y La Plata. Su discípulo y
sucesor, José de Orejón y Aparicio (1706-1765), nacido en Huacho, Perú, se
transformó en el compositor más importante de Sudamérica en el siglo xvm. Sus
composiciones, escritas en el más puro estilo napolitano, le proporcionaron tan
ta fama que el compositor y musicógrafo peruano Toribio José del Campo y
Pando lo comparó, en el Mercurio Peruano de 1792, con José de Nebra, sin
duda un elogio supremo, que refleja la igualdad de aceptación en la época, entre
los estilos español e italiano.
Cuando Zumaya escribió su Parténope en México, en 1711, ya el estilo na
politano se había extendido por todo el continente, por lo que no puede extra
ñar que su sucesor haya sido el violinista y compositor italiano Ignacio Jerusa-
592 SAMUEL CLARO VALDÉS
mulato Luiz Alvares Pinto (1719-1789), también autor de un tratado musical que
escribió mientras estudiaba en Lisboa, Arte de solfejar, de 1761; además, compu
so un Te Deunty obras religiosas y la primera obra escénica de un brasileño repre
sentada en Brasil, Amor mal correspondido, en 1780 (Diniz 1968; Stevenson,
1968a). El compositor portugués Andrés da Silva Gomes (1752-1844) ha sido
considerado como uno de los autores más importantes de esta época en Sao Pau
lo, donde fue maestro de capilla entre 1774 y 1801. Mientras vivía en Lisboa, Da
Silva Gomes recibió una fuerte influencia del compositor napolitano Davide Pé
rez (1711-1778), que se refleja en más de 100 de sus obras que se conservan en
Sao Paulo. De ellas, su salmo De profundís, de 1774, es, probablemente, la com
posición más antigua escrita en Brasil. El músico nativo más importante de Río
de Janeiro fue el padre José Mauricio Nunes Garcia (1767-1830), maestro de ca
pilla de la catedral de Río de Janeiro desde 1798, cuyo período de mayor apogeo
musical transcurrió durante la permanencia de la corte portuguesa en esa ciudad,
a partir de 1808. Considerado como «el primer gran compositor negro de las
Américas» (Claro, 1974: 11, n. 28), compuso más de 200 obras, que han sido ca
talogadas y transcritas por Cleofe Person de Mattos (Person de Mattos, 1970).
El caso más interesante de la música brasileña del siglo xvm lo constituye la
Capitanía General de Minas Gerais que desarrolló una escuela de más de 1000
músicos, en su mayoría mulatos, desvelada en 1946 por el musicólogo germano-
uruguayo Francisco Curt Lange (Lange, 1946), que se expresaron en un estilo
más cercano al preclasicismo de mediados del siglo XVIII, que al barroco italiano
que tanto favorecía la corte portuguesa. La organización musical minera fue di
ferente de la del resto del continente, pues el maestro de capilla era sólo «un in
dividuo apenas en medio de una legión de músicos independientes* (Lange.
1967-1968, I: 31). Estos últimos eran músicos de actividad libre, agrupados en
hermandades o cofradías, que respondían con sus servicios a un llamado o con
trato para participar en las actividades que organizaba la Iglesia o las institucio
nes administrativas civiles, tales como el Senado de la Cámara. Compositores,
directores de orquesta, cantantes e instumentistas afiliados a una hermandad de
bían competir en un remate público —donde se combinaban la mayor calidad
con el menor precio—, que les asignaba el derecho remunerado de proveer de
música policoral a una festividad religiosa o civil determinada, o para ejecutar,
durante todo el año, la música que requerían el culto religioso, festividades, pro
cesiones, novenarios, Te Deum, o ladainhas (letanías) de la madrugada del sába
do. El ejercicio de la música, por lo tanto, fue rigurosamente profesional, pues
de la calidad de la música dependía, evidentemente, el sustento económico de los
participantes.
En Villa Rica, la otrora capital de Minas Gerais, hoy Ouro Preto, nacieron
numerosas iglesias y cofradías, la mayor parte de las cuales era regida por ne
gros o mulatos, esclavos o libertos. La más importante institución ouropretana
fue la Irmandade de Sao Joze dos Homens Pardos, fundada en 1725, a la cual
pertenecieron, además del famoso arquitecto mulato Antonio Francisco Lisboa
(1730-1814), el Alejaindinho, los compositores Ignacio Parreira Neves (hacia
1732-1792), Marcos Coelho Netto (antes de 1750-1806) y Francisco Gomes de
Rocha (activo en 1775-1800).
594 SAMUEL CLARO VALDÉS
La escuela de Chacao
Otra escuela de compositores mulatos destacó hacia finales del siglo XVIII y co
mienzos del siglo xix, en Caracas, en torno a la escuela de Chacao del padre Pe
dro Ramón Palacios y Sojo (1739-1799). La catedral de Caracas, que albergó
entre sus maestros de capilla e instrumentistas a varios miembros de la familia
Carreño —verdadera dinastía musical que inauguró Ambrosio Carreño, en
1749, y que duró hasta 1917, cuando murió una de las más grandes pianistas de
todos los tiempos, Teresa Carreño (1853-1917)—, aceptó el ingreso de la escue
la del padre Sojo a partir de 1791. Allí descollaron lós mulatos José Francisco
Velázquez (ca. 1750-1805), Antonio Caro de Boesi (1754-1814), Juan Manuel
Olivares (1760-1797) y Juan José Landaeta. El más importante músico de la ca
tedral caraqueña fue el compositor y organista José Ángel Lamas (1775-1814)
—uno de los dos miembros no mulatos de la escuela de Chacao, junto al impor
tante compositor José Cayetano del Carmen Carreño (1774-1836)—, cuyo Po
pule nteus es una de las obras más inspiradas del repertorio lationamericano.
monio resume muy bien lo que debe haber sido la práctica cotidiana de la músi
ca en tiempos jesuíticos: «Se cantó una gran misa con música italiana y tuve la
verdadera sorpresa de encontrar entre los indios esta música preferible a toda la
que había escuchado aun en las ciudades más ricas de Bolivia. El director del
coro por un lado conducía el canto; el de orquesta, por el otro, ejecutaba diver
sos fragmentos con admirable armonía. Cada cantor, cada corista, con el papel
de la música ante sí, desempeñaba su parte con gusto, acompañado por el órga
no y numerosos violines fabricados por los indígenas. Escuchaba esa música con
placer debido en parte a que en todo el resto de América no había podido oír
otra mejor. Era un resto del esplendor introducido en las misiones por los jesuí
tas, cuyos trabajos tuve necesariamente que admirar, pensando que antes de su
llegada ios chiquitos, todavía en estado salvaje, se hallaban dispersos por los
bosques».
Lamentablemente nada ha llegado hasta nosotros de la música cultivada en
30 reducciones guaraníes fundadas por los jesuítas, desde 1609 a 1767, en la re
gión mesopotámica de los ríos Paraná y Paraguay. Sin duda, la actividad musical
guaraní debe contarse como uno de los acontecimientos artísticos más importan
tes del continente durante toda la era colonial. En cada pueblo había un coro de
30 a 40 voces acompañadas por una orquesta de violines, cellos, flautas, chiri
mías, fagotes, cornos, sacabuches, trompetas, arpas, clavicordios, cítaras y uno o
dos órganos, todos tocados por indígenas que, a su vez, los habían construido
con maderas y cañas nativas y otros materiales importados, guiados por sus ma
estros jesuítas. Entre éstos, sobresalieron los padres Louis Berger (1584-1693),
Antonio Sepp (1655-1733), Martin Schmid (1694-1773) y Florián Paucke
(1719-1775). Antonio Sepp dejó una interesante Relación de su trabajo musical
entre guaraníes: «Este año —escribía en una ocasión— he logrado que treinta
ejecutantes de chirimías, dieciocho de trompa, diez de fagotistas hicieran tan
grandes progresos que todos pueden cantar y tocar mis composiciones. Además,
ya he formado cincuenta tiples, que tienen voces bastante buenas» (Sepp, 1971:
208).
La labor musical de los misioneros jesuítas con mapuches, en cambio, fue
mucho menos exitosa, por el hermetismo y la falta de disposición de esos natu
rales hacia la música europea. El único testimonio musical que ha llegado hasta
nosotros proviene de la obra Chilidugu, del padre Bernardo Havestadt, quien in
cluyó, en 1777, algunas canciones europeas con texto en mapuche que logró en
señar a los indígenas (Claro, 1979: 36).
MÚSICA EN LA SOCIEDAD
Música en el salón
Cantos de la tierra
La herencia musical mestiza, con sus tradiciones milenarias, era tolerada con be
nevolencia oficial y mencionada, en referencias casuales, como bailes de la
tierra. Éstos constituyen los fundamentos de las especies folklórica del continen
te, que le otorgan su sello de identidad característica. El ejemplo más señalado
598 SAMUEL CLARO VALDÉS
de esta refinada herencia es, a nuestro juicio, la chilena o cueca, el canto poético
más representativo y monumental del Nuevo Mundo, que se preserva hasta hoy,
con diferentes nombres, desde México hasta Chile. De origen arábigo-andaluz,
se caracteriza por una compleja estructura poético-musical, impostación de la
voz cuyos fundamentos se remontan a Ziryab (f ca. 850), y por relaciones mate
máticas entre sílabas, sonidos y coreografía que siguen las leyes cosmológicas de
la «música de las esferas* de los antiguos tratadistas.
Un extraordinario documento de la música mestiza del siglo XVffl ha llegado
hasta nosotros gracias a la ilustrada visión del obispo Baltasar Jaime Martínez
Compañón (1738-1797), nombrado por el papa Pío VI obispo de Trujillo, al
Norte de Lima, donde fue consagrado en 1779. Entre 1782 y 1785 visitó per
sonalmente la integridad de su vasta diócesis, en un áspero peregrinar desde la
costa del Pacífico hasta las profundidades de la selva amazónica, anotando sus
observaciones sobre antropología, arqueología, costumbres, flora, fauna, agri
cultura, demografía, cartografía, urbanismo y música, en sus Estampas gráficas
de Trujillo, Perú. 1778-1788, actualmente en la Biblioteca de Palacio, en Ma
drid. Las láminas dedicadas a danzas e instrumentos musicales ilustran el propó
sito taxonómico del obispo, quien trató de mostrar, como un complemento co
reográfico a las 19 obras transcritas, cada tipo de danza que vio durante su
visita, y sus respectivos instrumentos acompañantes. Hay danzas asociadas con
antiguas temáticas tradicionales —algunas todavía vigentes, como la de los Doce
Pares de Francia—, tribus precolombinas, esclavos negros, juegos peninsulares,
carnaval, indios y hasta pájaros y animales. Los instrumentos representados son
el laúd, el arpa, el violín, la guitarra, las flautas de pistón usadas en carnaval, la
quijada de caballo, el bombo, la flauta y el tambor, las zampoñas o flautas de
Pan, un erke —utilizado en la actualidad en Bolivia y Argentina—, así como cas
cabeles, calabazas y marimbas. La asociación de instrumentos musicales con di
ferentes tipos de danzas no es de ningún modo casual, tal como la marimba para
una danza de negros, espuelas en la danza de los Doce Pares de Francia, flautas
de pistón para carnaval, cascabeles con ciertos animales, o flautas de Pan con in
dígenas andinos. Si analizamos el texto y la estructura musical de estas obras, y
si las despojamos de sus violines barrocos y sus bajos continuos italianos, encon
traremos claras huellas de influencias arábigo-andaluzas en la melodía y poesía,
y raíces de especies musicales tradicionales aún vigentes en nuestro continente
(Claro, 1980).
La influencia africana en la música latinoamericana es un tema de tal vaste
dad, que no puede ser tratado en este breve panorama. Durante el siglo xvni, el
villancico de negros, que utilizaba, en el texto, el incipiente y deformado español
del esclavo africano, era un repertorio obligado en los maitines de Navidad y
otras fiestas religiosas y populares. Una descripción contemporánea de la música
de los negros bozales, es decir, aquellos que formaban el cuerpo de criados rura
les y domésticos, fue publicada por Jacinto Calera y Moreira, bajo el pseudóni
mo de Hesperióphylo, en el Mercurio Peruano de junio de 1791: «La música de
los bozales es muy desapacible. El tambor es su principal instrumento: el más
común es el que forman con una botija, o con un cilindro de palo hueco por
adentro. Los de esta construcción no los tocan con baquetas, sino los golpean
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 599
con las manos. Tienen unas pequeñas flautas, que inspiran con las narices. Sacan
una especie de ruido musical, golpeando con una quijada de caballo, o borrico,
descarnada, seca, y con la dentadura movible: lo mismo hacen frotando un palo
liso con otro entrecortado en la superficie. El instrumento que tiene algún asomo
de melodía, es el que llaman Marimba.» En cuanto al baile, considera que los
bailarines realizan «contorsiones ridiculas» siguiendo el compás con «las pausas
que hacen los que cantan alrededor del círculo» (Claro, 1974: LXXV).
La música de América Latina presenta, sin duda, más rasgos comunes que
distintivos, que permiten reconocer la herencia transmitida desde Europa, Asia y
África con gran homogeneidad en la inmensa vastedad del continente. También
hay rasgos distintivos en aquella música que, si bien ha nacido de un tronco co
mún, ha logrado un alto nivel de mestización y de creación de fórmulas propias
que la caracterizan. Por último, hay que reconocer aquellos rasgos originales,
propios y únicos que el nuevo continente aporta a la música universal y que son,
precisamente, los que hirieron la sensibilidad renacentista del descubridor, cuyos
vestigios son hoy estudiados y recogidos como preciados tesoros.
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ÍNDICE TOPONÍMICO
266, 267, 271, 276, 281, 297, 298, 336, 338, 343, 347, 354, 380, 391,
299, 300, 303, 305, 306, 307, 308, 393, 402, 404, 453, 520, 585, 587,
309, 311, 312, 313, 314, 315, 316, 594
317, 319, 320, 321, 322, 323, 352, Carangas: 128, 289
353, 364, 368, 371, 372, 374, 377, Caráquez, bahía de: 242
383, 385, 395, 432, 461, 473, 482, Carhuamayo: 443
484, 486, 505, 506, 507, 515, 539, Caribe, islas del: 17
552, 561, 563, 583, 585, 586, 590, Caribe: 25, 74, 114, 165, 289, 290, 293,
591, 592, 593, 595 304, 305, 307, 310, 312, 321, 325,
Buenos Aires: 21, 57, 82, 94, 101, 121, 326, 329, 331, 338, 540, 549, 574,
123, 126, 128, 161, 172, 180, 189, 584,585
221, 224, 233, 235, 236, 240, 243, Carmen, presidio del: 289, 293
248, 249, 258, 262, 263, 288, 289, Carmen de Patagones: 249
290, 292, 295, 303, 304, 305, 307, Carolina del Sur: 210
308, 310, 312, 313, 314, 317, 319, Caroní, río: 510
321, 322, 336, 338, 343, 346, 348, Carpinteros, Los: 112
378, 380, 382, 383, 395, 399, 403, Cartagena: 177, 188, 189, 213, 219,
422, 431, 432, 433, 441, 448, 452, 234, 243, 288, 289, 295, 304, 325,
454, 485, 487, 490, 491, 494, 495, 326, 330, 331, 336, 338, 340, 342,
498, 504, 507, 514, 525, 529, 541, 347, 377, 380, 382, 383, 386, 448,
548, 549, 579, 585 449,455, 546
Cartagena, bahía de: 329
Cabo Verde: 33, 54, 60 Cartagena de Indias: 244, 257, 329, 343,
Cacheu: 60 541, 549
Cádiz: 18, 20, 21, 27, 29, 194, 195, 213, Cartago: 80, 289
340, 342, 520, 575 Casanare: 550
Cáete: 462 Castilla: 268, 287, 329, 347, 367, 420,
Cailloma: 128, 133,221 478, 480, 494
Cajamarca: 72, 221, 380, 441, 442, 543 Castillo de San Felipe: 329
Cajamarquilla: 432 Castrovirreyna: 128, 129, 289
Cali: 402 Catamarca: 178, 190, 289, 382
California: 85, 248, 368, 592, 594 Cauca, río: 219
— Baja California: 408 Caybaté: 433
— Nueva California: 409 Ceará: 161
— Vieja California: 239,409 Ceilán: 53
Callao, El: 21, 190, 235, 382, 444, 508, Celaya: 201
541, 543, 549 Cerro Chonta, minas de: 221
Camagüey: 289 Cerro de la Sal: 457
Camino Real Bajo: 207 Cerro Rico de Potosí: 128, 129, 133,
Camino Real de la Sierra: 242 142, 144, 549, 555
Campeche: 207, 213, 239, 287, 289, Chaco: 305, 308, 366, 430, 431
290, 304, 347, 435 Chambo: 440
Campos Gerais: 162 Chapala, lago: 204
Canadá: 331 Charcas: 70, 82, 198, 232, 235, 236,
Canarias, islas: 27, 213, 244, 342 238, 240, 241, 243, 289, 350, 418,
Canas: 444, 445 446, 447,452,484, 494, 546, 548
Canchis: 444, 445 Chad: 55
Cancuc: 436 Chesapeake, bahía de: 212
Candelaria: 504 Chiapas: 80, 209, 239, 240, 289, 408,
Canoa, La: 242 434,435
Cantón: 56 Chichas: 419
Caracas: 81, 84, 184, 194, 217, 218, Chile: 24, 26, 29, 68, 70, 72, 85, 101,
223, 234, 239, 240, 244, 245, 246, 172, 183, 188, 189, 190, 194, 198,
258, 261, 262, 263, 289, 292, 326, 221, 222, 223, 224, 235, 238, 258,
650 ÍNDICE TOPONÍMICO
83,91,133, 164,180, 187, 188, 189, 248, 289, 290, 308, 380, 391, 397,
218, 219, 245, 251, 256, 259, 285, 398, 409, 410, 413,424, 427, 538
286, 289, 290, 291, 294, 295, 299, Guadalupe: 187
302, 304, 305, 306, 310, 313, 317, Guaira: 432
318, 325, 329, 331, 340, 342, 347, Guaira, La: 27, 213, 289, 340
349, 352, 353, 358, 368, 382, 385, Guamotc: 439, 440
393, 409, 423, 432, 434, 435, 436, Guanabacoa: 289
442, 453, 454, 455, 461, 475, 476, Guanajuto: 79, 128, 133, 139, 201, 239,
480, 492, 494, 500, 507, 510, 512, 289
513, 517, 518, 519, 523, 524, 525, Guanajuato: 203, 238, 289, 380, 408,
526, 528, 531, 535, 559, 568, 573, 409,410, 438
574,575,583, 585,588 Guano: 440
Española, La: 289, 290, 293, 305 Guantánamo: 289
Espirito Santo: 149 Guaporé: 149
Estados Unidos: 28, 42, 215, 217, 302, Guaranda: 242
307, 321,322, 426, 567 Guarisamey: 204
Europa: 17, 34, 40, 41, 127, 155, 161, Guasuntos: 440
162, 164, 165, 170, 172, 215, 219, Guatemala: 80, 85, 178, 183, 203, 207,
244, 285, 293, 296, 301, 302, 326, 209, 223, 239, 240, 261, 289, 347,
340, 342, 343, 377, 380, 385, 387, 353, 379, 400, 413, 434, 435, 436,
397, 470, 517, 518, 520, 521, 523, 437, 492, 494, 495, 508, 527, 528,
524, 525, 530, 535, 559, 569, 572, 534, 539, 541, 546, 585, 586, 587,
574, 575, 584, 586, 599 588, 590, 592
Évora: 48, 50,52, 587 Guayaibití: 452
Guayanas: 6
Fernando Poo, isla de: 41, 61 Guayana, La: 233, 234, 244, 245, 289,
Filadelfia: 215, 217 340, 343, 348, 354
Filipinas, islas: 57, 183, 223, 290, 293, Guayaquil: 29, 81, 188, 189, 190, 223,
304, 362, 508, 536, 590 234, 242, 243, 289, 290, 315, 336,
Flores, isla de las: 56 348, 391, 423, 450, 453, 526, 549
Florida: 22, 30, 207, 288, 293, 304, 331, Guayas, río: 242, 583
337, 346, 566, 590 Guerrero: 118
Francia: 17, 21, 22, 23, 26, 27, 29, 33, Guinea: 33, 54, 60
34, 35, 36, 37, 39, 42, 43, 46, 48,
57, 64, 229, 305, 307, 309, 461, Habana, La: 22, 23, 81, 102, 184, 190,
492, 527 207, 213, 214, 237, 287, 288, 289,
Fuerte, río: 425 293, 295, 325, 326, 328, 331, 337,
338, 342, 343, 346, 347, 354, 362,
Genova: 494 377, 380, 383, 391, 399, 428, 449,
Ghana: 225 450, 451,529, 541,585
Gila, río: 426 Habana Vieja, La: 546
Goa: 55, 56, 62, 63 Haití: 29, 68, 229, 304, 307, 567, 581
Goiás: 58, 59, 149, 151, 153, 154, 157, Holanda: 17, 57, 64, 184, 305
160, 163, 227, 267, 272, 353, 358, Holguín: 289
385 Honda: 289
Golfo Pérsico: 44, 53, 55 Honduras: 22, 209, 239, 240
Granada: 212, 213, 258, 483 Hornos, cabo de: 19, 224, 508
Gran Bretaña: 17, 19, 22, 23, 28, 30, Huacanvelica: 172, 221, 238, 389, 414,
164, 233, 301, 305, 307, 310, 331, 415, 441,442
454 Huacho: 591
Grao Para: 38, 60, 65, 227, 228, 266, Hualgayoc: 136, 142, 144, 221
271,272, 280,298 Huallaga: 431
Guadalajara: 84, 101, 128, 178, 187, Huallanca: 221
189, 190, 201, 203, 239, 246, 247, Huamachuco: 443
652 ÍNDICE TOPONÍMICO
Huamanga: 172, 177, 238, 289, 414, 441 387, 395, 396, 397, 398, 399, 401,
Huariquite: 446 402, 403, 414, 442, 445, 446, 447,
Huehuetán: 435 450, 452, 453, 454, 484, 507, 518,
520, 525, 546, 547, 550, 553, 558,
lea: 221 559, 561, 577, 585, 588, 589, 590,
Ilabe: 559 591,595,598
India: 17, 33, 36, 44, 47, 54, 56, 62, 149, Linares: 354
165,212, 331 Lipez: 419
— Insulindia: 53 Lisboa: 33, 34, 36, 37, 38, 46, 47, 52,
Indias: 17, 18, 19, 24, 27, 71, 232, 237, 55, 57, 62, 164, 270, 271, 273, 274,
238, 246, 248, 254, 258, 286, 287, 275, 297, 298, 299, 314, 352, 353,
288, 289, 291, 293, 294, 297, 349, 374, 383,467, 468, 588, 593
350, 352, 353, 360, 492, 493, 549, Loja: 242
568 Londres: 22, 36, 37, 48, 164, 180, 227,
— Indias españolas: 19, 231, 285, 256, 529,530
293 Loreto: 550
— Indias orientales: 17 Luanda: 55, 61
índico: 55 Lucanas: 441
Inglaterra: 17, 21, 22, 23, 33, 34, 36, 42, Lucea: 213
46, 49, 57, 64, 161, 164, 181, 215, Luisiana: 30, 205, 237, 288, 293, 295,
227, 229, 331,454, 461,531 304, 343, 347, 590
Islas Británicas: 212
Ipanema: 151 Macao: 33, 53, 54, 56, 63, 64
Italia: 164, 229, 494, 525 Macuilxóchitl: 438
Madeira: 33, 58, 64
Jalapa: 20, 206 Madrid: 27, 29, 34, 35, 36, 184, 294,
Jamaica: 68, 209, 212, 213, 215, 305, 304, 340, 347, 349, 350, 383, 387,
310,380, 383 478,488,494,518, 598
Japón: 44, 53, 164 Magallanes, estrecho de: 249
Jaruco: 449 Magdalena, río: 219
Jauja: 144, 442, 443, 594 Magote: 454
Jesús de Machaca: 419 Magreb: 60
Jesús del Monte: 451 Malaca: 44, 56
Jolalpan: 537 Málaga: 30
Jujuy: 190, 367, 431 Maldonado: 289
Juli: 559 Mallorca: 27
Malvinas, islas: 233,249, 368, 508
Lagoa dos Patos: 58 Manaos: 65, 385
Lagos: 203 Manila: 22, 195, 289
Laja, La: 430, 544 Manoa: 431
Lambayeque: 224, 442 Mapimi: 204
Lampa: 445 Maracaibo: 213, 234, 244, 245, 289,
Laponia: 508, 574 338, 340, 343, 348, 455
Larantuca: 56 Maranháo: 60, 65, 227, 228, 229, 298,
Larecaja: 418, 419 358
Latacunga: 243 Marañón: 38, 57, 59, 64, 266, 271, 280
León: 201 Maras: 444
León de Nicaragua: 289 Margarita: 245, 348
Lima: 21, 23, 29, 30, 81, 82, 177, 190, Margarita, isla: 25, 215, 234
194, 195, 221, 223, 224, 232, 233, Mariana: 58, 59, 157, 358, 467, 471,
237, 238, 242, 252, 262, 263, 287, 561,562
288, 289, 290, 291, 292, 294, 295, Marinilla: 219
304, 313, 336, 343, 347, 350, 351, Martinica: 212
353, 354, 359, 362, 365, 380, 382, Matanzas: 289
ÍNDICE TOPONÍMICO 653
291, 293, 294, 295, 296, 297, 299, Panamá, istmo de: 80
303, 311, 338, 348, 352, 353, 377, Pará: 59, 64, 163, 228, 229
392, 393, 407, 408, 409, 412, 424, Paraguay: 68, 70, 82, 190, 222, 235,
428, 436, 438, 456, 490, 508, 517, 240, 289, 304, 305, 383, 396, 408,
526, 536, 539,575, 585 432, 433, 452, 485, 534, 551, 552,
Nueva Extremadura: 204 585, 590, 595
Nueva Filipinas: 289 Paraguay, río: 432, 596
Nueva Orleans: 207, 354, 433 — Alto Paraguay: 432
Nueva Vizcaya: 410 Paraíba: 227, 280, 298, 464, 465
Nueva York: 215, 377, 525 Paraná: 353, 432
Nueva Zelanda: 508 Paraná, río: 368, 432, 491, 550, 596
Nuevo León: 204, 206, 239 — Alto Paraná: 432
Nuevo México: 239, 248 Paranaguá: 149, 161,163
Nuevo Santander: 204, 239 París: 36, 48, 508, 518, 520, 525, 575
Parral: 79, 172, 204
Oaxaca: 79, 84, 186, 190, 203, 206, Paruro: 446
239, 289, 395, 396, 397, 399, 408, Pasco: 128, 133, 221,236, 289
409,410, 411,412, 413, 585, 587 Pasco, cerro de: 136, 142, 144
Oaxaca, valle de: 438 Pasto: 242, 243
Ocaña: 340 Patagonia: 248, 249, 305, 306, 308, 368,
Ococingo: 436 421,430, 508
Ocotlán: 536 Patía, río, valle del: 449
Oiapoque, río: 36 Pátzcuaro: 438
Olinda: 358, 364, 463, 464, 465, 585 Paz, La: 128, 172, 178, 240, 289, 414,
Omoa: 340 415, 444, 446, 447, 448, 454, 546,
Oporto: 39, 164 556, 558, 591
Opoteca: 209 Península Ibérica: 127, 193, 194, 251,
Orinoco, río: 85, 368, 510, 550, 583 285 387 493
Orinoco, llanos del: 244 Pernambuco: 46, 57, 64, 69, 73, 90, 149,
Orizaba: 182, 187, 206 227, 229, 267, 280, 298, 463, 464,
Oruro: 126, 128, 133, 172, 221, 289, 484, 585, 586
377,419,421,446 Perú: 19,21,24,25,26,35,68, 70, 84, 85,
Otavalo: 439, 440 100, 128, 133, 142, 144, 172, 173,
Otumba: 410 183, 184, 188, 189, 193, 198, 222,
Otuzco: 443, 444 223, 235, 236, 237, 238, 240, 241,
Ouro Preto: 386, 395, 462, 463, 468, 256, 262, 287, 288, 289, 290, 291,
534, 561,562, 564,593 293, 294, 295, 297, 299, 303, 306,
Oviedo: 445, 569 307, 309, 311, 312, 314, 316, 317,
320, 322, 338, 348, 366, 368, 377,
Pacajes: 447 378, 383, 392, 408, 414, 440, 443,
Pachuca: 128, 289 444, 448, 450, 452, 508, 510, 514,
Pacífico: 19, 20, 29, 131, 204, 209, 223, 523, 525, 543, 547, 550, 554, 557,
235, 240, 243, 289, 303, 304, 396, 559, 561, 585, 588, 590,591,594
421, 508, 549 — Alto Perú: 126, 128, 133, 142,
Países Bajos: 301 172, 183, 190, 221, 222, 236,
Pambamarca: 445 289, 290, 309, 311, 313, 315,
Pampa, La: 306, 430 408, 409, 443, 444, 445, 446,
Pampajasi: 447 448, 457, 494
Pamplona: 289 — Bajo Perú: 128, 142, 144, 183,
Pangim: 62 236, 289, 290, 303, 444
Panaguire: 453 Peten: 207
Panamá: 21, 70, 80, 188, 233, 235, 243, Piauí: 228
288, 289, 295, 326, 336, 338, 340, Picchu: 445, 446
343, 347, 376, 541,549, 588 Pimcría Alta: 412, 425, 426
ÍNDICE TOPONÍMICO 655
Sao Joao d’El Rei: 58, 462 Tiburón, isla del: 426
Sao Luis: 83 Tierra Caliente: 203, 204
Sao Paulo: 58, 59, 83, 99, 100, 101, 149, Tierra de Fuego: 249
157, 159, 160, 161, 163, 229, 267, Tijuco: 158
272, 358, 395, 461, 462, 585, 586 Timor: 54, 56, 63
Savannah la Mar: 213 Tinta: 431, 444, 445, 446, 523
Segovia: 340 Titicaca, lago: 445, 534, 543, 544, 545,
Senegal: 212 559
Serró Frío: 151, 153, 158,225 Tlacotalpan: 206
Setebo: 431 Tlalixcoyán: 206
Sevilla: 18, 30, 184, 194, 197, 383, 392 Tlapujahua: 141
Sicasica: 447 Tlatelolco: 391
Sinacota: 454, 455 Tlaxcala: 173, 176, 178, 239, 409,410
Sinaloa: 203, 239, 408, 424, 426, 427 Tobago: 212
Soconusco: 239 Tochimilco: 106
Socorro: 455 Tola, La, puerto de: 243
Solor: 56, 63 Toluca: 410, 411
Sombrerete: 132, 289 Tortuga, isla de: 215
Sonora: 239, 354, 408, 412, 413, 424, Trafalgar, cabo de: 22, 31
426, 427 Trás-os-Montes: 39
Sonsonate: 80, 289 Trinidad: 25, 212, 217, 245, 289, 293,
Sorata: 446, 447 550
Sotuta: 437 Trinidad, isla de: 234, 346
Sucre: 585, 588 Trinidad de Barlovento: 289
Suiza: 550 Trujillo: 142, 221, 238, 244, 289, 399,
Sunturhuasi: 555 400,414,443,455,585, 591
Surate: 55 Tucumán: 82, 178, 221, 222, 223, 235,
Surimana: 445 289, 354, 366, 368, 382, 419, 430,
484
Tabasco: 27, 207, 239, 289, 290 Tungasuca: 445
Tacna: 446 Tunja: 402,519
Tahuantinsuyo: 431 Tuxtla: 206
Tajo: 161
Talamanca: 80 Ucayali, río: 431
Talavera: 441 Unión Europea: 126
Tamaulipas: 204 Uruapan: 438
Tampico: 206 Urubamba: 444
Tana: 55 Uruguay: 68, 304, 305, 322, 408, 590
Tapachula: 435 Uruguay, río: 432
Tarapacá: 414
Tarata: 420 Valladolid: 99, 189, 190, 207, 239, 357,
Tarija: 190,419 408, 409, 483
Tarma: 221, 238, 414, 442, 443 Valdivia: 288,289,295, 304, 343, 549
Taxco: 141 Valencia: 483, 525
Tecoripa: 425 Valoparaíso: 378, 507, 549
Tepalcingo: 537 Venecia: 464, 494
Tenerife: 213 Venezuela: 27, 68, 85, 179, 183, 184,
Tenochtitlán: 391 203, 210, 211, 215, 234, 237, 239,
Tepeaca: 109,110, 112, 125, 178 244, 245, 246, 258, 289, 290, 368,
Terranova: 22 408,449, 453, 521,585
Tete: 61 Veracruz: 21, 25, 27, 29, 112, 113, 180,
Texas: 239, 248 201, 203, 206, 207, 239, 287, 289,
Texcoco: 177, 178 290, 296, 303, 304, 312, 326, 338,
Tiahuanaco: 544 340, 380,409,435
658 ÍNDICE TOPONÍMICO
Literes, A.: 589, 591, 592 Meló e Castro, M. de: 56, 62, 270
Llano Zapata, J. E.: 520 Meló, J. M. de: 272
Lobato, D.: 587 Mello Jesús, C. de: 592
Lobo, M.: 57 Mendes, F.: 564
Lobo de Almada: 60 Mendoza Arrais, C. de: 465
Lobo de Mesquita, J. J. E.: 594 Mendoza Furtado, F. X. de: 38, 272
Locke, J.: 492 Menezes, R. J. de: 470
Loeffling, P.: 510 Merveilleux: 46, 48
Longinos: 511 Messner: 552
López, A., alias Granito: 427 Metastasio, P.: 590
López, J. L.: 349, 366, 482 Millán, M.: 199
López Capillas, F.: 587 Minaya, B. de: 441
López de Velasco, J.: 231 Mino, L.: 533
López del Rosario, A.: 452 Miranda, F. de: 525, 530
Lorente, A.: 589 Mociño: 511
Lorenzana, arzobispo: 352, 484 Molleda y Clerque: 541, 543
Lozano, J. T.: 509 Mollinedo: 546
Luis I: 590 Mollinedo y de la Cuadra, N. de: 22
Luis XIV: 34, 461,506 Monteiro da Vide, S.: 353, 364, 371,466
Luna Miranda: 529 Montesinos, fray A. de: 71
Lynch: 22 Montesquieu: 470, 492, 495, 528
Monteverdi, C.: 588
Mabillon: 481 Moñino, J., conde de Floridablanca: 26,
Mably: 470, 495 27, 29, 30, 350, 493
Macanaz, M. de: 349, 481 Morales, C. de: 588
Machado de Mendoza, F. J.: 465 Morcillo, D.: 351, 366
Mac Evan: 549 Morcira, D.: 564
Maciel, J. B.: 484, 522 Morcl de Santa Cruz, obispo: 80
Malagrida, padre: 39 Moreno, M.: 495, 515
Malaspina, A.: 508, 575 Moreno y Escandón, F. A.: 500
Manco II: 555 Morineau, M.: 193
Maniquc, P.: 41, 44, 47, 51 Morfi, A. de: 410
Marbán: 550 Morgan, H.: 325
María Bárbara (v. María I) Moscoso, obispo: 367
María I: 36, 40, 41, 42, 50, 52, 59, 63, Mosqueira da Rosa: 468
66, 216, 265, 270, 275, 280, 471, Mota, cardenal da: 51
591 Mota, J. da: 464, 465
María de Jovellanos, B. M. G.: 257 Moxó: 484
María de la Candelaria (María de la Mozart: 591
Cruz): 436 Muni, El: 425
María Luisa de Borbón: 591 Muniz Barreto de Aragáo, F.: 473
Mariana Victória: 36, 40 Mutis, J. C.: 509,553, 575
Mariana Victória: 42
Marqués Pinto, J.: 471 Napoleón I: 42, 43, 296
Martereer: 552 Nascimento, J. de Dcus: 473
Martínez Compañón, B. J.: 598 Nassarre, A.: 589
Mascarcnhas do Castclo Branco, J.: 371 Navarretc, J. A.: 520, 521
Mascarenhas de Lcncastre, F. M.: 463, Nebra, J. de: 589, 591,592
468 Née, L.: 509
Matías, J.: 587 Newton, L: 486, 490, 492,498, 509, 575
Mayans: 481 Niño, L.: 555
Meléndcz: 544 Nobrega, M. da: 595
Moreno, M.: 494 Nogales: 543
Morgado de Matcus: 272 Nordcnflicht, barón de: 146
664 ÍNDICE ONOMÁSTICO
Túpac Amaru, M.: 447 Vemey, L. A., el Barbadiño: 48, 476, 479,
Túpac Catan, J. A.: 445, 446, 447, 448, 480, 482, 483, 486, 500, 505
456 Vernon: 21, 233
Túpac Yupanqui: 522 Vértiz, J. J.: 234, 235
Vieira, A.: 55
Uc Canek, J.: 437,438 Vieira da Silva, L.: 471
Ugarte y Loyola, J.: 247 Vieira de Andrade, J.: 60
Ulloa, A. de: 433, 507, 508, 513, 567, Vieira de Meló, B.: 464, 465
568, 577, 578 Vildósola: 425
Unanue, J. H.: 502, 514 VillaibaJ. de: 336
Uztaritz: 493 Villalobos, P.: 588
Villalonga, J.: 233
Vaenius: 562 Villalpando, C. de: 553
Vaillant: 390 Villava, V. de: 148, 494
Valdés, J.: 354 Vital de Moctezuma: 358
Váldez, A.: 523 Vítores, fray J. de: 366
Valle, J. C. del: 494, 495, 527 Voltaire: 470,492, 521, 523, 525
Valle, J. del: 446 Von Erlach, F.: 562
Valvas, J.: 535 Von Humboldt, A.: 575, 576, 577, 578
Valvas y Rodríguez: 534
Vandelli, Domingos: 50 Wall, R.:21,23, 24
Vargas,]. M.: 502
Vasconcelos de Sousa, P. de: 465, 466, Ximeno, R.: 503
467, 468
Vaz Femandes, D.: 466 Ycho, M.: 591
Vázquez de Arce y Ceballos: 553
Vázquez de Espinosa: 82, 231 Zapata, M.: 554
Vega, Inca G. de la: 568, 573, 578, 579 Zavaleta, M. A. de: 110
Vega, L. de: 589 Zea, F. A.: 509
Vega, fray P. de: 595 Zelaya: 453
Veiga Cabral, S. da: 468 Zequeira y Arango, M. de: 529
Velasco, J. de: 569 Zeuris: 533
Velásquez, M.: 587 Zipoli, D.: 595
Velázquez, J. F.: 594 Ziryab: 598
Venero de Valera, M.: 441 Zumaya, M. de: 589, 591
BIOGRAFÍA
J. Duran Luzio (Costa Rica). Graduado como profesor de castellano por la Universidad
de Santiago de Chile. Doctorado en Literatura Románica por la Cornell University (Esta
dos Unidos). Sus artículos y libros versan especialmente sobre las relaciones entre Histo
ria y Literatura durante el período colonial en Hispanoamérica. Su último libro publica
do es Siete ensayos sobre Andrés Bello, el escritor, editorial Andrés Bello, Santiago de
Chile, 1999. En la actualidad, ejerce de profesor en la Universidad Nacional de Costa
Rica.
A. J. Kuetbe (EE.UU.). Licenciado por la Universidad del Estado de lowa, donde nació,
así como Doctorado por la Universidad de La Florida. Sus publicaciones analizan funda
mentalmente la sociedad colonial y las reformas borbónicas en Nueva Granada y en Cu
ba, con especial atención al aspecto militar. Más recientemente, sus investigaciones se
han orientado hacia la política comercial española en América. Actualmente, es profesor
distinguido en el Departamento de Historia de Texas en la Tech University de Lubbock.
F. Langue (Francia). Doctora en Historia por la Universidad de París I, Sorbona, con es
tudios de postgrado en España y ^México. Fue profesora en universidades venezolanas.
Actualmente es investigadora del CERMA-CNRS, París. Sus obras más importantes: Mi
670 HISTORIA GENERAL OE AMÉRICA LATINA