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HISTORIA GENERAL

DE
AMÉRICA LATINA

Volumen IV

DIRECTOR DEL VOLUMEN: ENRIQUE TANDETER


CODIRECTOR: JORGE HIDALGO LEHUEDÉ

EDICIONES UNESCO / EDITORIAL TROTTA


0
La UNESCO agradece a la Fundación VTTAE de Brasil
el apoyo financiero que le ha otorgado para la publicación de este volumen.

Las ideas y opiniones expuestas en la presente publicación son las propias de sus
autores y no reflejan necesariamente las opiniones de la UNESCO.

Las denominaciones empleadas en esta obra y la presentación de los datos


que en ella figuran no implican, de pane de la UNESCO, ninguna toma de
posición respecto al estatuto jurídico de los países, ciudades, territorios o zonas,
o de sus autoridades, ni respecto al trazado de sus fronteras o límites.

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse
o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética
o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso escrito de la UNESCO.

Publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la


Ciencia y la Cultura (UNESCO), París, Francia.

© UNESCO, 2000

ISBN TROTTA (vol. IV): 84-8164-487-0


ISBN UNESCO (vol. IV): 92-3-303839-4
ISBN TROTTA (obra completa): 84-8164-350-5
ISBN UNESCO (obra completa): 92-3-303653-7
Depósito Legal: VA-916/99

Edición y coordinación del volumen: M* Carmen Espinosa Vilar

Printed in Spain. Impreso en España por Simancas Ediciones, S. A.


ÍNDICE GENERAL

Abreviaturas y siglas.......................................................................................... 9
Prólogo................................................................................................................ 11
Introducción....................................................................................................... 13

Capítulo 1. La política colonial española: 1700-1808: Josep Fontana Láza­


ro y José María Delgado Ribas ............................................................... 17
Capítulo 2. Las transformaciones de Portugal en el marco europeo y sus
políticas coloniales: Eugénio Francisco dos Santos................................ 33
Capítulo 3. Mestizaje y crecimiento de la población iberoamericana en el
siglo XVIII: Eduardo Cavieres F................................................................ 67
Capítulo 4. Las relaciones sociales y las formas de trabajo en la América
Latina del siglo XVIII: Eni de Mesquita Samara ......................................... 87
Capítulo 5. Paisaje rural, agrosistemas y producción agraria (siglo xviii):
Juan Carlos Garavaglia................................................................................. 103
Capítulo 6. Los ciclos de la minería de metales preciosos: Hispanoamérica:
Enrique Tandeter............................................................................................ 127
Capítulo 7. Las industrias extractivas: las piedras y los metales preciosos
en el Brasil colonial: A.J. R. Russell-Wood........................................... 149
Capítulo 8. De la manufactura a la protoindustria: Manuel Miño Grijalva 167
Capítulo 9. Los mercados internos, el tráfico interregional y el comercio co­
lonial: Pedro Pérez Herrero...................................................................... 193
Capítulo 10. La definición de regiones y las nuevas divisiones políticas: Ra­
món María Serrera...................................................................................... 231
Capítulo 11. La lucha por el control del Estado: administración y elites co­
loniales en Hispanoamérica: Jorge Gelman ........................................... 251
Capítulo 12. La lucha por el control del Estado: administración y elites co­
loniales en Portugal y Brasil en el siglo xvin. Las reformas del despotismo
ilustrado y la sociedad colonial: Francisco José Calazans Falcon....... 265
Capítulo 13. La crisis de la fiscalidad colonial: John Jay TePaske.............. 285
Capítulo 14. El Estado y la actividad económica colonial: John H. Coatsworth 301
8 ÍNDICE GENERAL

Capítulo 15. Conflicto internacional, orden colonial y militarización: Alian


Kuethe.......................................................................................................... 325
Capítulo 16. La reforma eclesiástica y misional (siglo xvm): Antonio Acosta
Rodríguez ....................................................................................................... 349
Capítulo 17. El crecimiento de las ciudades: culturas y sociedades urbanas
en el siglo XVIII latinoamericano: Christine Hünefeldt......................... 375
Capítulo 18. La reformulación del consenso: nuevos modelos de integración
de comunidades: Jorge Hidalgo Lehuedé y Frédérique Langue .......... 407
Capítulo 19. Motines, revueltas y rebeliones en Hispanoamérica: Segundo
E. Moreno Yánez............................................................................................ 423
Capítulo 20. Motines, revueltas y revoluciones en la América portuguesa de
los siglos xvii y xviii: Laura de Mello e Souza....................................... 459
Capítulo 21. El pensamiento político y la reformulación de los modelos:
José Carlos Chiaramonte.............................................................................. 475
Capítulo 22. La educación y los conocimientos científicos: Gregorio Weinberg 497
Capítulo 23. La literatura hispanoamericana del siglo XVIII: Juan Duran
Luzio................................................................................................................ 517
Capítulo 24. Las artes: Teresa Gisbert............................................................. 533
Capítulo 25. El problema de la identidad hispanoamericana: Arturo Andrés
Roig . 565
Capítulo 26.1.a música en la sociedad hispano-luso-americana del siglo XVIII.
Unidad y diversidad: Samuel Claro Valdés................................................. 583

Bibliografía general............................................................................................ 601


índice toponímico.............................................................................................. 647
índice onomástico.............................................................................................. 659
Biografía.............................................................................................................. 667
ABREVIATURAS Y SIGLAS

a. C. antes de Cristo
AGI Archivo General de Indias, Sevilla
AGS Archivo General de Simancas, Valladolid
AHN Archivo Histórico Nacional, Madrid
A. N. Archivo Nacional de Brasil
ANC Archivo Nacional de Colombia
BNM Biblioteca Nacional de Madrid
COMPOSICIÓN DEL COMITÉ CIENTÍFICO INTERNACIONAL
PARA LA REDACCIÓN DE UNA
HISTORIA GENERAL DE AMÉRICA LATINA

Presidente: Germán Carrera Damas (Venezuela)

Miembros: Stephcn Akintoye (Nigeria)


Xavier Albo (Bolivia)
Fitzroy Augier (Santa Lucía)
Enrique Ayala Mora (Ecuador)
Jorges Borges de Macedo (Portugal)
Alfredo Castillero Calvo (Panamá)
Malcom Deas (Reino Unido)
Mario Góngora del Campo (Chile) t
Vicente González Loscertales (España)
Laénnec Hurbon (Haití)
Herbert Klein (Estados Unidos)
Carlos Meléndez Chaverri (Costa Rica)
Manuel Moreno Fraginals (Cuba) f
Marco Palacios (Colombia)
Franklin Pease, G. Y. (Perú) f
Esteváo de Rezende Martins (Brasil)
Bianca Silvestrini (Puerto Rico/EE UU)
Josefina Zoraida Vázquez (México)
Gregorio Weinberg (Argentina)
PRÓLOGO

Koichiro Matsuura
Director General de la UNESCO

Cuando en 1980, la 21* reunión de la Conferencia General decidió que la


UNESCO auspiciara la preparación de una Historia General de América Latina,
puso en marcha una empresa intelectual de vasto alcance, cuyos frutos comenza­
mos a recoger ahora. Al proponerse recopilar el trabajo de unos 240 historiado­
res y especialistas de cuatro continentes, en su mayoría latinoamericanos, este
proyecto asumía un reto que por sus mismas dimensiones le confería una índole
singular.
A la intrínseca dificultad intelectual de la tarca, obvia desde el principio, fue­
ron añadiéndose otras, relativas a los cambios políticos de la región, la evolución
de las prioridades del Programa y las restricciones presupuestarias que la Organi­
zación afrontó en ciertos períodos. Estos avatares no han hecho sino dar mayor
relieve a la ingente labor realizada, tanto por el Comité Científico y los autores,
como por el personal de la Secretaría encargado de coordinar el proyecto.
La aparición, en octubre de 1999, del primer volumen de la obra, Las socie­
dades originarias, marcó un hito en la historiografía latinoamericana y confirió
un nuevo ímpetu a la preparación de los tomos siguientes. Este impulso se con­
firmó con la publicación, en mayo del año 2000, del volumen II, titulado El pri­
mer contacto y la formación de nuevas sociedades, y del volumen III, Consolida­
ción del orden colonial (2 tomos), en febrero y junio de 2001. La edición de este
cuarto volumen, consagrado a los Procesos americanos hacia la redefinición co­
lonial, constituye un nuevo y relevante paso hacia la conclusión de la Historia
General de América latina.
Con el espíritu cervantino de que la Historia es «émula del tiempo, depósito
de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia
de lo porvenir», la Historia General de América Latina ilustra cabalmente la vo­
cación de universalidad de la UNESCO, su cometido indeclinable de trabajar en
pro de la paz y la comprensión entre los pueblos.

Koichiro Matsuura
INTRODUCCIÓN

Enrique Tandeter
Director del volumen
Jorge Hidalgo Lehuedé
Codirector del volumen

Durante la segunda mitad del siglo XVIII, se llevaron a cabo en Latinoamérica


complejos procesos reformistas, impulsados por las Coronas ibéricas. Pero esas
reformas «pombalianas» o «borbónicas», concebidas por las metrópolis con el
fin de renovar y fortalecer los vínculos coloniales, culminaron paradójicamente
en la ruptura independentista. En el contexto de las luchas sociales y políticas
que marcaron la difícil búsqueda de una nueva legitimidad postcolonial, los inte­
lectuales de distintas regiones del continente dirigieron con preferencia su mira­
da retrospectiva hacia esas décadas reformistas. Algunos creyeron encontrar en
ellas claros signos de progreso y prosperidad, que contrastaban con el estanca­
miento y las crisis del período postrevolucionario. Así nació una visión historio-
gráfica que perdura hasta nuestros días. Sin embargo, numerosas y significativas
investigaciones de las últimas décadas del siglo XX permiten ahora vislumbrar
que, en la expresión de uno de sus autores, aquella etapa reformista se nos pre­
senta más como una era de claroscuro que como una época dorada.
Este volumen y los capítulos que lo componen son tributarios de esas rein­
terpretaciones y de los debates que ellas han generado. Al tomar como marco
cronológico un largo siglo xviii, que comienza antes de 1700 y termina en víspe­
ras de los movimientos independentistas, los distintos capítulos dan cuenta de
los procesos americanos seculares, con sus características propias y cronologías
específicas. De ese modo pueden ofrecerse balances de las experiencias reformis­
tas que no sólo remiten a los planes metropolitanos y sus consecuencias inme­
diatas, sino que los ubican también respecto de la evolución interna del «orden
colonial consolidado», objeto del volumen III.
En consonancia con el enfoque historiográfico planteado en la Introducción
de esta Historia General de América Latina de la UNESCO, nos hemos interesa­
do particularmente por los avances que los historiadores de este período han lo­
grado en torno a las perspectivas de los diversos actores históricos y sus escena­
rios, que se complementaron o entraron en conflicto con la elite criolla. ¿Qué
proyectos alternativos se plantearon? ¿Cuáles fueron sus aportaciones y resulta­
dos? Sin duda, la riqueza de los sujetos históricos, sociales y culturales del perío­
do colonial tardío nos dice mucho del proceso de construcción de la Iberoaméri­
ca actual.
14 ENRIQUE TANDETER Y |ORGE HIDALGO LEHUEDÉ

Los trabajos que componen el volumen se articulan en cinco partes. La pri­


mera caracteriza el nuevo período de expansión que vive Europa durante el siglo
xvm y la ubicación de España y Portugal en el mismo. Los dos capítulos que la
componen, escritos por Josep Fontana Lázaro y por José María Delgado Ribas y
Eugénio Francisco dos Santos, respectivamente, estudian los proyectos reformis­
tas, tal como se plantearon desde los centros imperiales, y los analizan en el con­
texto de su evolución económica y política.
La sección segunda agrupa siete capítulos, dedicados a temas demográficos y
económicos de los territorios americanos. El primero, a cargo de Eduardo Cavie-
res F., plantea la cuestión fundamental de la recuperación numérica de la pobla­
ción que caracteriza al siglo, así como los procesos de mestizaje y la renovada in­
migración europea, que afectan a su composición. El segundo, escrito por Eni de
Mesquita Samara, pone en relación estas transformaciones con las cambiantes
modalidades de trabajo que coexisten en el ámbito americano. Los cuatro capí­
tulos de Juan Carlos Garavaglia, Enrique Tandeter, A. J. R. Russell-Wood y
Manuel Miño Grijalva presentan la evolución económica secular según un enfo­
que sectorial que analiza, sucesivamente, la agricultura, la minería y la produc­
ción textil. Por último, Pedro Pérez Herrero vincula esos sectores en un estudio
sobre la circulación mercantil local, regional e interregional, y examina cómo es­
tas esferas se articulan con el comercio oceánico.
La sección tercera investiga la relación entre el Estado imperial y las sociedades
americanas. Un aspecto significativo de las innovaciones del siglo fue la creación
de nuevas jurisdicciones político-territoriales. Ramón María Serreta las estudia
desde la doble perspectiva del impulso reformista y de las tendencias más durade­
ras orientadas a la regionalización. Jorge Gelman y Francisco José Calazans Falcon
afrontan uno de los puntos centrales de la reciente historiografía revisionista, el de
la lucha por el control del Estado entre la Corona, sus representantes y las elites lo­
cales. John J. TcPaske analiza la cuestión clave de la fiscalidad colonial antes y des­
pués de las reformas. John H. Coatsworth plantea la relación entre el Estado y la
actividad económica, en el contexto colonial tardío. Alian J. Kuethe y Antonio
Acosta Rodríguez ofrecen estudios de otros dos ámbitos coloniales, el militar y el
eclesiástico, en los que el siglo xviu fue pródigo en transformaciones.
La sección cuarta se centra en las sociedades, sus cambios y reacciones frente
a la actividad reformista estatal. El capítulo de Christine Hünefeldt estudia el
importante proceso de crecimiento de las ciudades, ejes del poder colonial en
América y punto de articulación de las sociedades y de configuración de las cul­
turas que acontecían en el ámbito urbano. Jorge Hidalgo Lehuedé y Frédérique
Langue analizan, en este marco de transformaciones y de reformulación del con­
senso, los nuevos modelos de integración de comunidades y elites indígenas, en
los cuales se reinventan las tradiciones para adaptarlas a una sociedad más com­
pleja, donde las diversas elites originarias procuran mantener su importancia
histórica. Las formas abiertas de resistencia —motines, revueltas y rebeliones—,
tan numerosas y complejas en el siglo xviii, son el tema de los capítulos de Se­
gundo Moreno Yánez y Laura de Mello e Souza.
Por último, los problemas de la política, la cultura y la identidad, reciben
amplio y detallado tratamiento a lo largo de los capítulos de José Carlos Chiara-
INTRODUCCIÓN 15

monte, Gregorio Weinberg, Juan Duran Luzio, Teresa Gisbert, Arturo Andrés
Roig y Samuel Claro Valdés. En éstos, las innovaciones del período son objeto
de debate y confrontación con las diversas interpretaciones historiográficas que
han intentado englobarlas bajo los rótulos de ilustración o modernidad.
A partir de las líneas básicas fijadas para este volumen por el Comité Cientí­
fico que, con la dirección de Germán Carrera Damas, fue convocado por la
UNESCO para la elaboración de una Historia General de América Latina, se de­
sarrolló un largo proceso de elaboración que ha durado más de una década.
Nuestra pretensión fue maximizar tanto los temas como las perspectivas histo­
riográficas, sin intento alguno de eliminar las discrepancias. Esto da lugar a al­
gunas duplicaciones que enriquecen el volumen. A lo largo de estos años, nues­
tros autores han tenido que soportar demoras y sucesivas solicitudes de revisión
y actualización. Les agradecemos su paciencia y dedicación. Lamentablemente,
uno de ellos, Samuel Claro Valdés, ya no está entre nosotros para ver el resulta­
do de este largo proceso. Este libro no hubiera sido posible sin el esfuerzo de los
funcionarios de la UNESCO en París y, en particular, de Milagros del Corral,
Alvaro Garzón, Nichiko Tanaka y Carmen Espinosa. Corresponde, por último,
destacar y agradecer el apoyo económico otorgado por la Fundación Vitae de
Brasil para la publicación de este volumen.
1

LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808

Josep Fontana Lázaro y José María Delgado Ribas

A comienzos del siglo xvm, estaba consolidándose un nuevo sistema de «impe­


rios mercantiles» ligado a la transformación del comercio internacional que ha­
bían iniciado las compañías inglesa (EIC) y holandesa (VOC) de las Indias orien­
tales, de gestión económica más eficaz que los monopolios estatales español y
portugués. Los intercambios basados tradicionalmente en el trueque de plata por
especias orientales —en el que América intervenía como uno de los mayores pro­
veedores de metales preciosos— iban dejando paso a nuevos tráficos, de mayor
volumen, que tenían como objeto los tejidos, el té y el café. El consumo de estas
dos bebidas, que iba a extenderse rápidamente por Europa, crearía una conside­
rable demanda de azúcar, mercancía que podía producirse ventajosamente en las
islas del Caribe, en grandes plantaciones explotadas con mano de obra esclava
(las colonias antillanas de Francia, Inglaterra y Holanda pasaron de producir
30000 t de azúcar, en 1680, a 140000, en 1750).
El papel de América en el comercio mundial adquiriría un nuevo perfil y ma­
yor importancia. Hacia 1750, el valor de las importaciones coloniales de Holan­
da y Gran Bretaña se repartía por igual entre Asia y América, con el azúcar
como gran protagonista (representando por sí solo un 25% del tráfico global),
seguido en importancia por los tejidos orientales, el café y el tabaco. Este nuevo
y complejo sistema de relaciones que enlazaba cuatro continentes distintos for­
maría la base en que se iba a asentar el crecimiento económico británico, con esa
conjunción de lo que David Hancock ha definido como planting, slaving and
contracting: comercio internacional, producción de «coloniales» en las planta­
ciones americanas, trata de esclavos africanos (adquiridos a cambio de tejidos de
la India, hierro sueco, ron de las Antillas o manufacturas británicas) y negocios
financieros diversos, ligados en buena medida a estas mismas actividades.
España se enfrentaba a estas grandes transformaciones en una situación des­
favorable. La debilidad del poder monárquico en la segunda mitad del siglo xvn
había llevado a un relajamiento de los lazos coloniales y a cierta emancipación
económica del imperio americano. Una parte fundamental del nuevo proyecto
de los Borbones consistió precisamente en una especie de reconquista de las co­
lonias: en el establecimiento de un «segundo imperio» que pudiera convertirse
en la base económica de su política mundial.
18 JOSE? FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS

La recuperación, sin embargo, no bastaba. Hubiera sido necesario un cam­


bio fundamental en el sistema de relaciones económicas entre la metrópoli y las
colonias: algo que pocos políticos españoles eran capaces de entender y que, en
todo caso, hubiese tropezado con grandes resistencias por parte de los intereses
económicos que controlaban el comercio indiano en una y otra orilla del océa­
no. En 1788 el conde de Campomancs, gobernador del Consejo de Castilla, de­
nunciaba los errores seculares de la política seguida con respecto a América*. El
comercio con las Indias, que hubiera debido ser una de las bases del desarrollo
económico español y, en consecuencia, de la riqueza del Estado, decía, estuvo
mal planteado desde su comienzo, cuando se cometieron «dos errores capitales»:
excluir del mismo a la Corona de Aragón y «estancar en Sevilla la navegación».
Los negociantes de Sevilla, como después los de Cádiz, los más de los cuales eran
simples testaferros de casas extranjeras, jamás se interesaron por «el comercio
de frutos de Indias», sino sólo por «apropiarse el retorno de oro, plata y algunos
otros géneros preciosos». La consecuencia había sido que «las islas y la mayor
parte de las costas carecían de una correspondencia regular y directa con la Es­
paña», con lo que ni podían dar salida a sus productos ni adquirir los que nece­
sitaban para su consumo. En estas circunstancias el «tráfico clandestino con
aquellas naciones que frecuentaban sus costas», en especial con ingleses y holan­
deses, era inevitable, porque respondía a unas necesidades de los naturales que
la metrópoli no se preocupaba de atender, de modo que no era extraño que hu­
biese acabado transformándose en «un comercio abierto, público y constante»
contra el que nada podía la represión (si nuestros guardacostas se apoderan de
alguna embarcación de los contrabandistas, dice Campomanes, «sólo contribu­
yen a que los españoles de estas regiones» les indemnicen de sus pérdidas «pa­
gándoles más caros los géneros que llevan en las restantes naves»).
El modelo que hubiera debido seguirse era el que habían implantado france­
ses, ingleses, holandeses y daneses en las Antillas, quienes mantenían «un tráfico
constante y no interrumpido con sus colonias, y éstas reciben directamente de la
tierra madre quanto necesitan, pagándolo con los retornos de sus frutos y pro­
ducciones». Para ello hubiera sido necesario abrir al tráfico todos los puertos es­
pañoles, establecer factorías de comercio y permitir que las casas extranjeras
participaran directamente en el negocio americano, en lugar de obligarlas a ha­
cerlo bajo mano, de modo que, no sintiéndose como ahora fuera de la ley, hu­
biesen arraigado en España, trayendo a ella «sus caudales y luces mercantiles»,
puesto que el comerciante «es un vecino del universo que busca sus ganancias en
todos los ángulos de la tierra».
Por otra parte, el monopolio del comercio indiano se había convertido en
una ficción tras la Guerra de los Treinta Años, cuando una España debilitada se
contentó con asumir un papel de mera intermediación; los cargadores matricula­
dos ofrecían al comercio extranjero un servicio para el cual poseían, además de
la cobertura legal, las ventajas de la experiencia y de las conexiones acumuladas.

I. Las Apuntaciones sobre política económica indiana de 1788 han sido publicadas por pri­
mera vez en Campomanes (1996: 7-60).
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 19

Estos colaboradores, los «metedores», eran reclutados entre los miembros jóve­
nes de familias con tradición en el comercio colonial, pero que carecían de capi­
tal para organizar expediciones por cuenta propia. La actitud de la Corona ante
estos cambios fue contemporizadora. Atrapada entre su debilidad y su penuria,
buscó un modelo de gestión que hiciera compatible el principio teórico de la ex­
clusividad con la realidad de una gran participación extranjera.
La ilusión de que la subida al trono, a comienzos del siglo xvm, de la nueva
dinastía de los Borbones significara un cambio político radical se basa en la con­
fusión entre lo que pretendía hacer y lo que realmente hizo. Contra lo que se
suele decir, no hubo una reforma ordenada de la administración, sino una suce­
sión de mutaciones y bandazos (la Secretaría de Indias, por ejemplo, fue creada,:
suprimida, agregada a otras, dividida y finalmente refundida con las demás), ni
una auténtica centralización, ni una mejora de la Hacienda (a finales del siglo
xvm la monarquía española estaba en quiebra), ni un estímulo eficaz al creci­
miento económico, pese a la repetida exposición de buenos propósitos en tales
sentidos.
Por lo que se refiere al comercio con América, la nueva dinastía inició su an­
dadura con la renovación de los viejos compromisos y el añadido de otros nue­
vos que confirmaban las Indias españolas como poco menos que un condominio
europeo: «Además de su consumo particular, España debe proveer el de sus In­
dias que es inmenso y al que las Naciones extranjeras no han accedido a través
del comercio directo con América, al creer siempre que participarían en él indi­
rectamente por medio de sus manufacturas, y determinando de un modo inviola­
ble los derechos que ellas deberían contribuir»2.
La firma de los Tratados de Utrecht y de Madrid, que pusieron fin a la Gue­
rra de Sucesión, implicó nuevas concesiones a Gran Bretaña, que obtuvo el
asiento de negros en condiciones ventajosas y con una cláusula que concedía un
registro anual de 500 t a la compañía arrendataria del asiento, la South Sea
Company, «a pretexto de los víveres para mantener los negros y tripulación que
les conducía». El «Navio de Permiso» vulneraba el principio de exclusividad, al
aceptar la competencia extranjera dentro del monopolio, con el agravante de
que, tres años más tarde, y por un nuevo acuerdo, la venta de los géneros ingle­
ses pudo hacerse, a diferencia de lo que sucedía con los españoles, sin necesidad
de coincidir con las ferias de las flotas y galeones.
La concesión del «Navio de Permiso» obligaba a asegurar la salida de flotas
y galeones, so pena de ir perdiendo a manos de los ingleses el comercio legal en
el Atlántico, como se estaba perdiendo de hecho el del Pacífico, realizado desde
1698 por buques franceses que llegaban a las costas del Perú doblando el cabo
de Hornos. Por otro lado, las ventajas alcanzadas por el comercio inglés en la
Baja Andalucía dificultaban la multiplicación del número de cabeceras peninsu­
lares del tráfico, por temor a que los ingleses pretendieran extender sus privile­
gios a otros puertos. Las soluciones se buscaron dentro del viejo sistema de
puerto único y de flotas periódicas.

2. AFIN, Estado, Icg. 5042, Mentoire du Commerce (1782).


20 JOSEP FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS

La gestión de José Patiño, responsable hasta su muerte en 1736 de los asun­


tos americanos, ilustra los dilemas de la política colonial española. Quería con­
solidar el monopolio y transformar España en un modelo de estado mercantilis-
ta, con una marina de guerra poderosa y una industria activa y exportadora.
Pero estos objetivos eran incompatibles.
La nueva política colonial comenzó con medidas destinadas a fortalecer el
monopolio: el traslado de la cabecera de Sevilla a Cádiz y, tres años más tarde,
el Proyecto de Flotas y Galeones del 5 de abril de 1720, que sistematizaba la
normativa de las expediciones y determinaba las obligaciones de los diputados
elegidos en representación de los floristas, comandantes y oficiales reales que su­
pervisaban las tareas de carga y descarga de los buques. No definía, en cambio,
aspectos tan vitales como el número de toneladas que debía transportar cada ex­
pedición, o la composición de las cargazones. Por su parte, las disposiciones
arancelarias mantenían la ventaja del comercio extranjero, a través de la tributa­
ción por volumen —palmeo—, que, en palabras de Campomanes, «favorecía la
salida de las mercaderías poco voluminosas y recargaba las bastas y ordinarias»,
como eran la mayoría de las españolas. Buena parte de la presión fiscal cayó so­
bre el transporte marítimo a través de los derechos de toneladas, que fueron au­
mentados, con consecuencias desastrosas para el sector naviero, último refugio
autóctono en el comercio colonial. La obligación de pagar los derechos en plata
antes de iniciar la expedición aumentó las necesidades de financiación de los na­
vieros andaluces y su dependencia del crédito, lo que ayudó a abrir aún más el
monopolio al comercio extranjero, cuyos corresponsales en Cádiz se transfor­
maron en financieros de la Carrera.
El Proyecto se completó con medidas destinadas a reorganizar las ferias
americanas. Una real cédula del 2 de abril de 1728 reglamentó el funcionamien­
to del mercado legal de productos europeos en Nueva España hasta 1778. Ade­
más de fijar el emplazamiento de las ferias en Jalapa, regulaba las negociaciones
y establecía un principio de territorialidad: del mismo modo que los comercian­
tes americanos no podían realizar sus compras directamente en España, los espa-
■ ñoles tampoco estaban autorizados a operar en Nueva España fuera del ámbito
de la feria. Esta política de compromiso se extendió al comercio del Pacífico. En
septiembre de 1726, el Gobierno aprobó, pese a las protestas gaditanas, el nuevo
reglamento del Galeón de Manila, que autorizaba la introducción de géneros
asiáticos por valor de hasta 300000 pesos fuertes y la extracción en plata de
600000 pesos.
El modelo diseñado por Patiño apenas sobrevivió a su autor. Entre 1739 y
1748, una nueva crisis bélica paralizó el funcionamiento del sistema de flotas y
galeones. Una posible opción, la creación de grandes compañías por acciones,
no resultó eficaz. Las compañías de comercio que se crearon tenían poco que ver
con los modelos mercantilistas vigentes en otros países europeos: sus concesio­
nes no eran generales, sino limitadas a una región del imperio, y no obtuvieron
ni privilegio de exclusividad —aunque luego lo consiguieran, como la Guipuz­
coana de Caracas—, ni rebajas arancelarias respecto del comercio de Cádiz.
Las medidas adoptadas para mantener abierta la ruta transatlántica después
de la suspensión de flotas y galeones en 1739 fueron soluciones de emergencia,
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 21

la más trascendental de las cuales fue la consagración de los buques de registro


como medio habitual de transporte. La navegación en registros sueltos había na­
cido con el comercio colonial; cayó en desuso cuando la necesidad de proteger
las remesas de metales preciosos obligó a desarrollar la navegación en convoyes,
pero continuó utilizándose para abastecer mercados secundarios. A partir de
1740, sin embargo, el registro suelto significó la única alternativa capaz de bur­
lar el bloqueo de la armada británica, y comenzó a utilizarse en todas las rutas
del comercio americano, incluyendo las de Vcracruz y El Callao. Paradójicamen­
te, el volumen del tráfico entre la metrópoli y Nueva España se incrementó en un
142.7% anual respecto al período de las flotas, el comercio de productos impor­
tados creció en el virreinato del Perú (lo que llevó a la legalización de los reparti­
mientos forzados de mercancías a los indígenas) y aumentaron en su conjunto
los ingresos arancelarios.
La Paz de Aquisgrán (1748) y los acuerdos complementarios permitieron sa­
lir de la guerra airosamente. El imperio se mantuvo a salvo y el hecho de que no
se realizaran nuevas concesiones comerciales debía considerarse como un éxito.
Poco después, el acuerdo hispano-británico de 1750 permitió liquidar la heren­
cia de Utrecht a cambio de una indemnización de 100000 libras para compensar
a los beneficiarios del asiento y del navio de permiso por la renuncia a sus dere­
chos. El marqués de Ensenada, ministro de Hacienda, Guerra, Marina e Indias,
se mostró partidario, sin embargo, de respetar los intereses franceses y optó por
restablecer la navegación en flotas a Nueva España en 1754, pese a reconocer el
éxito de la experiencia de los «registros sueltos». También se pensó en reabrir la
ruta de los galeones, que aseguraba tradicionalmente la relación con Perú a tra­
vés de Panamá, pero el retraso en la reconstrucción de Portobelo, destruida en
1739 por el almirante Vernon, y la resistencia del comercio de Lima a ceder pro­
tagonismo a Buenos Aires, obligaron a permitir que los comerciantes peruanos
efectuasen sus compras directamente en Cádiz.
Ricardo Wall, nombrado secretario de Estado en 1754, fue quien inició el
cambio más decisivo en la política colonial española de estos años. En momen­
tos en que Francia e Inglaterra se disputaban la colaboración de España, podía
pensarse en hacer reformas a fondo. Wall se rodeó de un grupo de asesores pro­
cedentes de la carrera administrativa o vinculados al mundo de los negocios. En
junio de 1756, convocó a su junta de expertos para que estudiara cómo poten­
ciar el comercio español, «permitiendo la libre extracción por mar y tierra de
granos, vinos y aguardientes». Las razones de tan súbita convocatoria no podían
estar más claras. Se hacía «con motivo de haberse hecho presente a S. M. que la
presente guerra movida entre Francia y Inglaterra ofrece una oportuna ocasión
de aumentar el comercio de España»3.
Los expertos entregaron su dictamen en agosto de 1756. Aunque su objetivo
principal era el libre comercio de cereales4, concluían que, tanto para el Estado
como para la economía española, convenía reorganizar el comercio exterior. Ni-

3. AHN, Icg. 3185-B.


4. Véanse las reales órdenes de los días 16 y 23 de agosto de 1756, y del 9 de noviembre de 1757.
22 JOSEP FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS

colas de Mollinedo y de la Cuadra, secretario del Consejo de Hacienda, elaboró


un dictamen dedicado casi por entero a sostener que era necesario acabar con
las flotas y con el monopolio gaditano. Este dictamen, remitido a Arriaga el 20
de agosto de 17565, fue la primera piedra del edificio legal del «comercio libre*.
La coronación de Carlos III (1759) modificó el marco general del proyecto
reformista. Con un monarca ansioso de éxitos internacionales, la secretaría de
Estado adoptó un tono más exigente respecto de Gran Bretaña. Pero, como ha
señalado Lynch, la alianza con Francia sería el origen de gran parte de los erro­
res cometidos por Carlos III. El momento escogido para intervenir en la Guerra
de los Siete Años, cuando los franceses habían sido derrotados en casi todos los
frentes, fue poco oportuno. Aunque la participación en el conflicto apenas duré)
un año, en tan corto espacio de tiempo se acumularon desgracias para los intere­
ses españoles.
En junio de 1762 un cuerpo expedicionario inglés de 14000 hombres, dirigi­
do por Pocock y Albermarle, desembarcó al Este de La Habana. La guarnición
española se refugió en la capital de la isla, amparada por las fortalezas del Morro
y La Punta, que resistieron hasta el 30 de julio; pocos días después se firmó la
rendición. El golpe que representó la toma de La Habana se vio agravado por la
caída de Manila en manos inglesas, en octubre de 1762. Junto a la humillación,
la derrota significó una considerable sangría económica. Coxe calcula en 15 mi­
llones de pesos fuertes la ganancia obtenida en Cuba por los ingleses, buena parte
de la cual se debió a la introducción en masa de géneros británicos y de esclavos,
durante el año que duré) la ocupación. Manila se salvó parcialmente del saqueo, a
cambio de la entrega de dos millones de pesos y de la firma de una letra por el
mismo importe, pagadera en España, que nunca llegó a hacerse efectiva.
En la Paz de París (9 de febrero de 1763), Carlos III debió contentarse con
recuperar La Habana y Manila, abandonando otras pretensiones. Fracasada la
campaña de Portugal, los españoles tuvieron que devolver la colonia de Sacra­
mento, renunciar a las reclamaciones sobre sus derechos de pesca en Terranova,
reconocer la legalidad de los asentamientos británicos en la costa de Honduras,
ceder la Florida a Inglaterra y refrendar los privilegios del comercio británico.
La Guerra de los Siete Años (1756-1763) inició una serie de cambios decisi­
vos en la historia del mundo moderno. La destrucción del poder naval’francés en
las batallas de Lagos y Quiberon (1759), que se completaría en 1805 con la de la
flota española en Trafalgar, convirtió a Gran Bretaña en la potencia marítima
dominante. No se trataba, sin embargo, de una superioridad meramente militar.
Lo que había marcado las diferencias entre Gran Bretaña y sus competidores ha­
bía sido su capacidad financiera, asentada en una eficacia recaudatoria mayor,
gracias a un mejor reparto de la carga fiscal y al cobro sin intermediarios de im­
puestos fundamentales como las excises (un tributo sobre el consumo, y en espe­
cial sobre las bebidas alcohólicas, que en esos momentos proporcionaba el 47%
de los ingresos fiscales británicos). Por otra parte, Londres tenía la facilidad de
movilizar en momentos críticos más dinero que ningún otro Estado, a través de

5. AHN, Estado, leg. 3208, núm. 340.


LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 23

un sistema de deuda pública cuya solvencia estaba garantizada por el control


que ejercía sobre la Hacienda un parlamento que representaba los intereses do­
minantes de los terratenientes y de los grandes comerciantes que negociaban con
Ultramar (lo cual permitía al Estado británico obtener el dinero a tipos de inte­
rés que nunca sobrepasarían el 6%, a diferencia de las monarquías absolutas,
cuya escasa solvencia las obligaba a contratar empréstitos a intereses usurarios).
Esta capacidad financiera explica que los británicos pudiesen gastar en la Guerra
de los Siete Años recursos que representaron, en términos relativos a su produc­
to nacional, la mayor suma que un país haya invertido jamás en una guerra.
Sobre este triunfo, y sobre el dominio de las rutas navales que fue su conse­
cuencia, se asentó la supremacía británica en el mercado mundial. La derrota de
las monarquías absolutas de Francia y de España, en cambio, y su incapacidad
financiera para seguir compitiendo eficazmente en esta lucha, hizo inviables los
proyectos reformistas del «despotismo ilustrado», arrumbados ante la necesi­
dad de resolver los agobios cotidianos del Estado. Ésta sería una de las causas
que iban a llevar, a medio o largo plazo, a la crisis del sistema político de ambos
países.
En lo inmediato, la derrota sirvió para fortalecer el Tercer Pacto de Familia
como alianza militar contra la supremacía británica. El período comprendido
entre 1763 y 1776 se caracterizaría por el esfuerzo desplegado por los Borbones
para reconstruir su poderío militar, sobre la base de las lecciones aprendidas du­
rante la Guerra de los Siete Años, financiándolo con cargo a la riqueza de sus
colonias.
Tras los desastres de 1762, el «reformismo borbónico» buscó un sistema ca­
paz de aumentar el tráfico con América, y la recaudación fiscal obtenida del mis­
mo. En noviembre de ese año, Francisco de Craywinckel remitió a Wall un Dis­
curso sobre la utilidad que la España pudiera sacar de su desgracia en la pérdida
de La Habana6, que anunciaba el nuevo rumbo de la política reformista. El Dis­
curso contenía una propuesta de modernización del Estado para que España
«pudiera empezar a florecer, y llegar con el tiempo a ser más rica y poderosa»
que Gran Bretaña. Según Craywinckel, la diferencia decisiva entre ambas poten­
cias radicaba en la fiscalidad. Durante la Guerra de los Siete Años, Inglaterra ha­
bía recaudado 108 millones de pesos —un cálculo que quedaba muy por debajo
de la realidad— mientras que las rentas de España quizás «no pasarán de los
veinte millones, aun estando fatigados sus pueblos». Esta diferencia era decisiva
en caso de conflicto, puesto que a los 372 navios de los ingleses el rey católico
sólo podía oponerles 84. Craywinckel estimaba que los ingresos del Estado pro­
cedían mayoritariamente de impuestos sobre el comercio y sostenía que, mien­
tras Inglaterra comerciaba con todo el mundo, «España tiene su comercio inte­
rior en una situación muy lánguida, no hace otro comercio exterior ni más
navegación que con sus propias colonias, y los géneros que lleva a ellas son casi
todos extranjeros». El atraso en el comercio determinaba la «pobreza del vasa­
llo», de la que se seguía «la del Soberano y el descaescimiento de su poder».

6. AHN, Estado, Icg. 2927, núm. 271-1.


24 jOSEP FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS

El nuevo programa reformista implicaba también la mejora del sistema de­


fensivo, con la construcción de nuevos baluartes en los centros neurálgicos de las
colonias, el envío de tropas veteranas desde la Península, el refuerzo o la crea­
ción de milicias criollas y el aumento de la marina de guerra. El gasto militar se
convertía en pieza esencial de la reforma.

Ilustración 1
PROGRESIÓN DEL GASTO MILITAR EN ESPAÑA Y AMÉRICA
(MILLONES DE REALES DE VELLÓN)

México Lima
años España 1+2/3
México+ Veracruz Marina+Ejército
1760-1762 .......... 134.8 [100] 10.0(100] 258.1 (100] 0.56
1763-1766 .......... 148.0(109.8] 12.2(122] 237.7 (92.1] 0.67
1767-1770 .......... 148.6[110.2] 15.5 (155] 276.5 (107.1] 0.59
1771-1774 .......... 175.9 [130.5] 22.7 (227] 280.1 [108.5] 0.71
1775-1778 .......... 198.8 [147.5| 30.0 [300] 339.9(131.7] 0.67
1779-1782 .......... 394.8 [292.9] 44.3 [443] 434.0 [168.2] 1.01
1783-1785 .......... 349.1 [259.0] 43.2 [432] 368.7 |142.9] 1.06
Fuente: Elaboración propia.

Pero la obtención de más recursos fiscales no era tarea fácil. Los sectores pri­
vilegiados de la sociedad española se negaban a aceptar un aumento de cargas
—como lo muestra su resistencia al proyecto de la Única Contribución, que im­
pidió ponerla en práctica— y la gran mayoría de los no privilegiados, integrada
por campesinos, no podía pagar más. De ahí la importancia que tenían los re­
cursos que podían obtenerse del comercio con América, sin olvidar los de los
propios americanos, que debían correr con la mayor parte de la financiación de
las obras de infraestructura militar en las colonias. El trabajo del Ministerio de
Hacienda entre 1763 y 1766 se dirigió sobre todo a hacer más rentable la ges­
tión del imperio.
Esquilache confió al fiscal de Hacienda Francisco de Carrasco el encargo de
desarrollar un plan para mejorar el funcionamiento de la hacienda americana.
En su informe destacaba el poco provecho que la Corona obtenía de sus posesio­
nes en las Indias. De unos ingresos brutos en las Cajas Reales de Perú, Chile,
Nueva España y Costa Firme calculados en cuatro millones de pesos fuertes,
sólo pasaban a manos de la Real Hacienda unos 840 000, y el resto se repartía
entre funcionarios corruptos y súbditos defraudadores. Carrasco consideraba
que era en México donde los intereses del rey resultaban más perjudicados y que
la actuación debía comenzar por este virreinato. El apoyo de Esquilache fue de­
cisivo para que Carlos III decidiera poner en práctica estas sugerencias mediante
el procedimiento, utilizado en ocasiones excepcionales, de una Visita General,
que se encomendaría a José de Gálvez.
En julio de 1764, mientras se organizaba esta visita, Grimaldi urgió a la jun­
ta de expertos creada por su antecesor Wall para que elaborase un dictamen
«sobre el gran atraso que se observa en el comercio que hace España con sus
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 25

propias colonias, y con los reinos extranjeros»7. El 14 de febrero de 1765 entre­


gaban un extenso texto en el cual se atribuía este atraso a dos causas: el sistema
de puerto único y la resistencia de las posesiones ultramarinas a actuar como co­
lonias, supeditándose a los intereses de la metrópoli, que se traducía en el in­
cumplimiento de las disposiciones contrarias a los intereses de las oligarquías
americanas. Las medidas recomendadas comenzaban por la extensión del co-i
mercio directo a todas las provincias españolas, con una propuesta de 14 puer-|
tos que debían habilitarse. En América, la habilitación se extendía a 35 puertos,
24 de los cuales se concentraban en tomo al Caribe, con la intención de dar
prioridad a las áreas amenazadas por la proximidad de los asentamientos de
otras potencias.
De las restantes medidas sugeridas, la más innovadora era una propuesta de
, reforma del sistema arancelario que pretendía reducir la carga y mantener la re­
caudación con «igual o mayor interés que el que hasta ahora [hja percibido»,
con un arancel en «tanto por cien» sobre el valor de las mercancías, que elimina­
ba el efecto negativo que el palmeo tenía sobre las exportaciones de productos
agrícolas y de manufacturas bastas. El nuevo sistema mejoraría de inmediato la
recaudación: en un navio con 600 t de carga para Veracruz, por ejemplo, au­
mentaban en un 31.7% los ingresos Escales, pese a la supresión de los derechos
de toneladas.
El Decreto e Instrucción del 16 de octubre de 1765 para el «comercio libre»
con las islas de Barlovento se inspiró en las recomendaciones de la Junta, inter­
pretadas de forma restrictiva. La lista de habilitaciones era más corta: se dismi­
nuía el número de puertos españoles autorizados a practicar el comercio directo
y en América las opciones quedaban reducidas a los puertos practicables de
Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Trinidad y Margarita. Los aranceles eran
más elevados que los propuestos: las mercancías extranjeras debían pagar un'
7% y las manufacturas nacionales un 6% (lo que muestra que no había preocu­
pación por protegerlas). En conjunto, las nuevas tarifas incrementaban la pre­
sión fiscal sobre un cargo en un 63%.
Aunque todo hacía prever una rápida transición al nuevo sistema de cabece­
ra múltiple y la aplicación de la tributación ad valoren al conjunto del tráfico
colonial, hubo que esperar trece años para ello. Este retraso se debió a la resis­
tencia de los beneficiarios del viejo sistema —los argumentos catastrofistas de
los defensores del monopolio dentro de la administración se vieron reforzados
por la oposición que encontraron en México los planes de Gálvez y por el estalli­
do de las primeras revueltas antifiscales en Nueva Granada, Quito y Perú—,
pero, sobre todo, a la caída de Esquilache, principal impulsor de las reformas.
Sin embargo, la reforma se consolidó a medida que sus resultados se pusie­
ron de manifiesto. En Cuba, pasadas las dificultades iniciales, el éxito del «co­
mercio libre» hizo imposible su derogación. Tampoco se pudieron frenar las re­
formas que Gálvez propuso para Nueva España. El Consejo de Castilla refrendó

7. El material documental referente a la consulta del 14 de febrero de 1765 está contenido en


AHN, Estado, leg. 2314.
26 JOSEP FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS

su actuación en un dictamen firmado por Campomanes y por José Moñino en


1771. Pese a que podía haber cometido irregularidades, era evidente que había
logrado el objetivo de aumentar el rendimiento de las rentas de la Corona.
Hacia 1776 el equipo ministerial de Carlos III experimentó una segunda y
última reestructuración, con el nombramiento para las Secretarías de Indias y de
Estado de José de Gálvez y de José Moñino, conde de Floridablanca. Moñino
basaba su política económica en las ideas de su antiguo compañero de fiscalía,
Pedro Rodríguez Campomanes, quien, con la publicación en 1774 del Discurso
sobre, el fomento de la industria popular, había dado una respuesta a la pregunta
que inquietaba a cuantos vivieron los motines de 1766, que derribaron a Esquí-
lache. Siendo incapaz el Estado de implantar un sistema de impuestos que per­
mitiera un reparto más equitativo de la carga, ¿cómo evitar que el crecimiento
del gasto público y el consiguiente aumento de la presión fiscal sobre campesi­
nos y artesanos desembocara en una nueva revuelta popular? Campomanes pen­
saba que se podía mejorar el bienestar del campesinado sin alterar el régimen se­
ñorial ni reducir la presión fiscal. El medio para lograrlo era el «fomento de la
industria popular» doméstica. Partía de la convicción de que había en el campo
una reserva de trabajo no utilizada que podía ocuparse en actividades manufac­
tureras complementarias y aumentar así el ingreso campesino. Esta «industria
popular» se oponía a la «de fábrica», según el modelo inglés, puesto que preten­
día eliminar el protagonismo del capital comercial y evitar el desarrollo de una
industria urbana de trabajadores asalariados que pondría en peligro el equilibrio
de la sociedad tradicional. Desde su puesto en el Consejo de Castilla, Campoma­
nes realizó una tenaz defensa de sus propuestas y, a través de la influencia que
ejercía sobre el conde de Floridablanca, logró que la protección a la «industria
popular» orientara la nueva política arancelaria. Los aranceles del «comercio li­
bre» de 1778 y los del comercio exterior de 1782 sustituían el objetivo mercanti-
lista de protección indiscriminada a la producción española por la selectiva a un
determinado tipo de industria, cuyo fomento se estimulaba por razones sociales.
Sin embargo, su aplicación obligaba a redefinir las relaciones comerciales
con otros países, y en especial con Francia, que proveía buena parte de las ma­
nufacturas que se esperaba que ahora produjera la «industria popular». A partir
de mayo de 1777, Gálvez se encargó de perfilar el Reglamento de comercio li­
bre, pero su publicación se demoró más de un año, a la espera de que la situa­
ción internacional permitiera vencer las resistencias de las potencias que se con­
sideraban con derechos adquiridos sobre la Carrera de Indias. Mientras tanto,
dos decretos de enero de 1778 ampliaron el número de puertos que podían par­
ticipar en el aún limitado «comercio libre» desde España y extendieron el área
receptora en América, con la incorporación del Río de La Plata, Perú y Chile, a
la vez que introducían los tipos impositivos generales que consagraría el Regla­
mento, más otra tarifa equivalente en concepto de almojarifazgo de Indias.
El momento oportuno para la publicación llegó en el otoño de 1778, cuando
Floridablanca cedió a las demandas francesas para que ayudase a los insurgentes
norteamericanos, a cambio de eliminar los privilegios del comercio extranjero en
España. Los 55 artículos del texto de 1778 no introducían muchas novedades.
Los puertos metropolitanos habilitados ya habían sido autorizados anteriormen­
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 27

te. En América hubo algunas inclusiones inmediatas y, aunque la habilitación de


sus puertos no tuvo lugar hasta 1789, México y Venezuela fueron también in­
corporados al área de «comercio libre». El Reglamento acabó definitivamente
con las flotas de Nueva España y con los privilegios exclusivos de que disfruta­
ban Cádiz y San Sebastián (con la Compañía Guipuzcoana). Cualquier puerto!
español habilitado podía obtener autorización para remitir buques-registro a La
Guaira o Veracruz, a través de una licencia especial que se solicitaba al Ministe­
rio de Indias. Los intercambios pasaron a regirse por aquella sección del Regla­
mento que justificaba y daba sentido a la reforma: los nuevos aranceles del «co­
mercio libre».
Estos aranceles sujetaban el comercio de exportación a unas tarifas ad valo-
rem generales, establecidas según la procedencia de las mercancías o según el
puerto de destino de la expedición colonial. Desde el primer punto de vista, se
distinguía entre mercancías «nacionales», gravadas con el 3%, y «extranjeras»,
que pagaban un 7%. Estas tarifas se aplicaban a las registradas para alguno de
los puertos «mayores», mientras que para los «menores» el derecho exigido era
del 1.5% sobre el valor de los productos «nacionales», y del 4% sobre el de los
«extranjeros». Los derechos se cobraban dos veces, a la salida de España y como
almojarifazgo de entrada en Indias. Las exenciones favorecían a la «industria
popular». El artículo 22 declaraba libres del pago de derechos a las manufactu­
ras de «lana, algodón, lino y cáñamo que sean indubitablemente de las fábricas
de la península, y de las islas de Mallorca y Canarias», mientras la gran mayoría
de las manufacturas nacionales —que eran, según el artículo 31, las producidas
en España «y las pintadas y beneficiadas de modo que muden el aspecto, o el
uso y destino que tenían al tiempo de su introducción, aunque sus primeras ma­
terias sean extranjeras»— quedaban sometidas a la tarifa general del 3%. Res­
pecto de los frutos coloniales, se declaraban exentos de pago el algodón, el añil,
el azúcar y el café, la cascarilla, la grana y el palo campeche, las pieles y la pi­
mienta de Tabasco, entre otros. En cuanto a los metales, se aplicaba la tarifa alta
aconsejada por Landázuri para el oro —un 2%— y un 5.5% sobre la plata.
Como había previsto Floridablanca, el Reglamento tomó por sorpresa a los
franceses. Las protestas de fabricantes y hombres de negocios contra lo que con­
sideraban una ruptura del Pacto de Familia sirvieron de poco (Vergennes estaba
demasiado interesado en asegurarse el apoyo militar español) y el Gobierno de
Madrid se negó a realizar concesiones mientras durase la guerra, con la excusa
de que lo que se concediera ahora a Francia lo reclamarían los ingleses al firmar
la paz. Años después, en su Instrucción Reservada, Floridablanca revelaría las
claves de su política francófoba: «La Francia pretende y pretenderá sacar venta­
jas para su comercio, conducirnos como potencia subalterna a todos sus desig­
nios y guerras y detener el aumento de nuestra prosperidad».
El Reglamento de 1778 no reducía los niveles de presión fiscal de la Carrera
de Indias. Tanto las manufacturas «nacionales» como las «extranjeras» y los
productos agrarios, debieron contribuir más, como resultado de la aplicación de
los nuevos impuestos ad valorem a la salida de España y a la entrada en Indias,
que el alza de las valoraciones arancelarias (que se situaban muy por encima de
los precios vigentes en 1778) y el mantenimiento o incluso el aumento de las
28 JOSEP FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS

contribuciones y los arbitrios locales. Es cieno que algunas manufacturas de la


«industria popular» se vieron favorecidas y que el «comercio libre» pretendió
reservar, con poca efectividad, la demanda de transporte a los buques de cons­
trucción española; pero esta protección sectorial no iba ni a modernizar la pro­
ducción industrial ni a hacer el comercio más competitivo.
Desde octubre de 1778, los Ministerios de Indias y de Hacienda se esforza­
ron en eliminar los obstáculos a la nueva ordenación del comercio colonial. En
la Península, la represión del fraude ocupó buena parte de la actividad normati­
va complementaria: entre 1779 y 1787, un mínimo de veinte reales órdenes pre­
tendieron evitar, sin éxito, que mercancías extranjeras sujetas al arancel del 7%
fueran reexportadas al amparo de la tarifa reducida del 3%. En las Indias, la in­
tervención se dirigió a mantener condiciones que maximizasen la demanda y a
reservar al Estado el control del excedente: la supresión del reparto forzoso de
mercancías, adoptada en 1781 para apaciguar las sublevaciones en el área andi­
na, fue, en realidad, el capítulo final de la lucha contra la resistencia de los co­
rregidores de indios a ceder su participación en el excedente indígena (había un
conflicto entre los intereses de la Real Hacienda, que quería cobrar la alcabala
sobre todas las compraventas que se realizasen en América, y los corregidores,
que no se consideraban sujetos al pago del impuesto).
El efecto del «comercio libre» quedó enmascarado en sus primeros años por
la incidencia negativa que tuvo sobre el tráfico la guerra de Independencia de Es­
tados Unidos. Cuando la firma de los preliminares de paz con Gran Bretaña per­
mitió el retorno a la normalidad, en enero de 1783, la recuperación del tráfico
estaba asegurada tras dos años de interrupción forzosa. El éxito obtenido por
navieros y comerciantes en 1782 y 1783 representó un espejismo para el comer­
cio español, que creyó que estos resultados eran los normales que podían obte­
nerse en el «comercio libre». Los exportadores respondieron con entusiasmo a
unos estímulos reforzados por el descenso de los costes de transacción —fletes,
seguros marítimos y primas de los contratos de cambio— y por el comporta­
miento de los precios de las mercancías.
Pero el período de los grandes beneficios fue corto; los buques que marcha­
ron a las Indias a partir de 1785 comenzaron a regresar a España con malas no-
. ticias sobre el estado de unos mercados saturados de productos europeos. El ex­
ceso de oferta provocó el descenso de los precios y los comerciantes españoles se
vieron obligados a vender con pérdidas y a plazos, o a repatriar sus mercancías.
Según las cifras de Fisher, las exportaciones crecieron entre 1778 y 1785 en tor­
no a un 25.5% anual, para caer durante los dos años siguientes a razón de un
16.6% anual. Entre 1787 y 1796, último año de normalidad antes del estallido
de las nuevas guerras contra Inglaterra, no hubo crecimiento alguno.
La evolución del comercio de importación permite calibrar mejor el impacto
del «comercio libre», gracias a que es posible comparar sus resultados con los
obtenidos con anterioridad, desagregando el comercio de particulares del esta­
tal. Las remesas de plata consignadas a particulares crecieron más entre 1747 y
1778 (a una tasa anual del 1.7%) que en la etapa del comercio libre (al 0.8%), a
diferencia de lo que sucedió con las destinadas a la administración, que aumen­
taron considerablemente, de modo que la Hacienda recibió directamente la cuar­
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA: 1700-1808 29

ta parte de los caudales enviados desde América durante la etapa del «comercio
libre». Estos resultados se modifican poco si agregamos el valor arancelario de
los frutos coloniales. Los consignados al sector privado crecieron mucho menos
que los importados por la Real Hacienda, gracias en buena medida al rendi­
miento del estanco del tabaco. Si exceptuamos la euforia pasajera de 1785, las
importaciones de frutos sólo alcanzaron altas tasas de crecimiento a partir de
1789-1791, como resultado de los cambios en el mercado mundial de productos
tropicales tras la revolución de Haití: una parte de la demanda de coloniales cu­
bierta por los franceses se desvió entonces hacia el comercio español, que pudo
aprovecharla durante poco más de un lustro, gracias a que la nueva política co­
lonial auspiciada ahora por Floridablanca desmanteló parte de las trabas fiscales
y burocráticas del sistema de «comercio libre».
En sus Apuntaciones de 1788, Campomanes denunciaba el fracaso de una
política que no había «liberado» el comercio, sino que se había limitado a poco
más que a habilitar algunos puertos y a aumentar la recaudación de la Hacien­
da. Sus reglas, decía, «padecen en mucha parte los idénticos defectos y contra­
principios de que adolecía el comercio de Cádiz», y por ende habían reproduci­
do sus efectos. Se había conseguido que llegaran más productos a Veracruz,
donde los comerciantes del consulado de México seguían controlando, y frenan­
do, la introducción de las mercancías, con la consecuencia de que la multiplica­
ción de las remesas de los últimos años había hecho caer desastrosamente los
precios de los productos importados. Algo semejante ocurría en el Pacífico, don­
de no se comerciaba con Chile ni con Guayaquil, y el consulado de Lima «estan­
caba» las mercancías españolas que debían abastecer el interior.
Estaba claro que el proyecto de potenciar un espacio económico hispano-co-
lonial, apoyado en el «comercio libre», había fracasado. Las pretendidas expor­
taciones de manufacturas «nacionales» eran con frecuencia reexportaciones ca­
mufladas. Sabemos, por ejemplo, que desde el primer momento de establecerse
el «comercio libre» los negociantes españoles aseguraron a sus proveedores fran­
ceses que seguirían exportando sus tejidos como «nacionales», tal como en efec­
to sucedió. Estas operaciones proporcionaban grandes beneficios especulativos,
pero no estimulaban el desarrollo industrial. Los pocos intentos que se hicieron
de montar fábricas de tejidos en Andalucía, fracasaron y los comerciantes gadi­
tanos siguieron invirtiendo sus ganancias, como de costumbre, en fincas urbanas
y en deuda del Estado. La industria textil de Cataluña, surgida al calor de la de­
manda del mercado interior, tuvo suerte de que el espejismo colonial fuese para
ella de corta duración. La sucesión de crisis que se produjo entre 1797 y 1807
provocó la ruina de los especuladores y una reorientación de la actividad indus­
trial. De 1790 a 1792, la fábrica Rull había vendido el 98% de su producción en
las colonias; en 1798 vendió allí tan sólo el 35%, mientras que el 65% restante
se colocaba en el mercado español.
La penetración extranjera no se reducía, además, a la de los productos reex­
portados. En el caso de Francia, Zylberberg ha puesto de manifiesto la extensión
que alcanzó su dominio encubierto: una red que iba desde los buhoneros que
vendían sus mercancías por los pueblos hasta los banqueros de Madrid, puso en
sus manos buena parte de los beneficios coloniales y, hasta 1808, drenó los me­
30 JOSEP FONTANA LÁZARO Y JOSÉ MARÍA DELGADO RIBAS

tales preciosos fuera de la Península, convirtiendo a los franceses en los mayores


beneficiarios del «segundo imperio*.
El fracaso del proyecto reformista obligaba a replantearse el dudoso futuro
del imperio, como lo hacía Aranda, en carta a Floridablanca de julio de 1785:
«Nuestros verdaderos intereses son que la España europea se refuerce con po­
blación, cultivo, artes y comercio, porque la del otro lado del charco océano la
hemos de mirar como precaria a años de diferencia. Y así, mientras la tengamos,
hagamos uso de lo que nos pueda ayudar, para que tomemos sustancia, pues, en
llegándola a perder, nos faltaría ese pedazo de tocino para el caldo gordo»8.
Esa lucidez, sin embargo, era poco frecuente en los políticos españoles. Ago­
biados por una situación económica desesperada, no pensaban más que en bus­
car arbitrios de corto plazo. Las consecuencias del enfrentamiento contra Gran
Bretaña se hacían sentir pesadamente en los años finales del siglo. Carlos IV, lle­
gado al trono en 1788, había heredado de su padre costosos compromisos de
política internacional y recursos insuficientes para llevarla a cabo: durante los
veinte años de su reinado, hasta la crisis final de 1808, los gastos del Estado se
duplicaron, mientras los ingresos se mantenían estables; la consecuencia fue que
la deuda pública se multiplicó por cuatro entre 1759 y 1808. En tales circuns­
tancias, los gobiernos podían hacer poca cosa más que buscar recursos para salir
de apuros, sacrificando cualquier ambición de reforma.
La Junta Suprema de Estado, por ejemplo, estaba convencida de que el frau­
de dominaba las exportaciones de manufacturas «españolas». Pero su alternati­
va no era la libertad de comercio —rechazada como peligrosa cuando Gardoqui
la propuso en 1792 para Luisiana y la Florida, recuperada en estos años— sino
la vuelta al monopolio. Agobiado por las necesidades financieras, el Gobierno
pensó en restablecerlo: el 31 de marzo de 1797, el Consejo de Estado, en presen­
cia de los reyes y de Godoy, discutió la posibilidad de «conceder un privilegio
exclusivo por 6 u 8 años a los comerciantes de Cádiz, Sevilla y Málaga para ha­
cer ellos solos el comercio en los virreynatos de Lima y México»9.
Mientras tanto, una nueva guerra contra Gran Bretaña, al impedir la llegada
de los caudales de América, les obligaba a idear expedientes que ponían de ma­
nifiesto su debilidad. En 1799, por ejemplo, se llegó a un acuerdo con Jacob
Coén Bacri, «judío famoso de Argel», quien se comprometía a llevar a América
los productos españoles en navios con la bandera del Bey de Argel, respetada
tanto por franceses como por ingleses, y volver con los caudales, a cambio de un
pago del 20% «de todo el importe de géneros y dinero». El contrato, nos dice
Azara, llegó a firmarse y las embarcaciones argelinas aguardaban en Alicante y
iMálaga, pero el Gobierno español prefirió a última hora hacer un trato con los
portugueses, que aprovecharon la ocasión para llenar «para muchos años nues­
tras colonias americanas de mercaderías inglesas».
/ La guerra había obligado también a autorizar el «comercio de neutrales»,
como volvería a hacerse en 1805, y esta experiencia reportó a las colonias bene­

8. AGS, Estado, lib. 180, fol. 53v.


9. AHN, Estado, lib. 11 d.
LA POLÍTICA COLONIAL ESPAÑOLA. 17001806 31

ficios que parecían prefigurar los que podían experimentar con su inserción di­
recta en el mercado mundial. Ante la perspectiva de perder el negocio colonial,
los industriales de la Península pedían en 1804 que se acabase con el contraban­
do y que se destruyesen las fábricas «que acaban de establecerse en el reyno de
México». Como había dicho diez años antes el conde de Revillagigedo, virrey de
Nueva España, no se debía tolerar que existiesen fábricas en tierras americanas,
ya que «no debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de
su matriz, España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades por los be­
neficios que recibe de su protección».
Cuando el hundimiento de la monarquía española, en 1808, demostró que
ni siquiera podía proporcionar esta «protección» implícita en el pacto colonial
—difícilmente podía hacerlo, si no era capaz de reconstruir la flota destruida por
los ingleses en Trafalgar—, la continuidad del «segundo imperio» dejó de tener
sentido para los americanos.
Para mantenerlo, España no tenía más opciones que reafirmar militarmente
su control sobre las colonias, para lo cual era demasiado débil, o proponerles un
nuevo trato, como pretendieron hacer los liberales. Pero ni esta oferta fue sufi­
cientemente generosa, ni España podía ser en esos momentos la metrópoli que
estimulara el desarrollo económico americano como cabeza de una comunidad.
Sólo a Cuba, con el rápido crecimiento de la producción azucarera y la preocu­
pación por mantener el control sobre su amplia población esclava, le podía con­
venir la continuidad de esta asociación. La emancipación política y económica
sería, en cambio, la salida lógica para las demás sociedades criollas.
2

LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO


EUROPEO Y SUS POLÍTICAS COLONIALES

Eugénio Francisco dos Santos

Desde finales del siglo xvn, Portugal vuelve a reencontrarse consigo mismo
como país libre, cimentado por fuertes elementos de cohesión, a pesar de algu­
nas divergencias internas, sobre todo en lo que se refiere a la forma peculiar de
gobierno, y procura imprimir a su política externa un fuerte sentido de autono­
mía e independencia. Había quedado atrás una guerra prolongada y desgastado­
ra con la vecina España, concluida con el tratado de paz de Madrid de 1668.
Francia tenía asegurada la hegemonía europea, alcanzada al término de la Gue­
rra de los Treinta Años, e Inglaterra, resuelta a expandir su poderío naval y ul­
tramarino, aceptaba ser mediadora de esta paz ibérica por intermedio de su rey
Carlos II. La Restauración compensaba todos los sacrificios exigidos al país. Y
la nueva monarquía reinante desde 1640 se preocupará, desde el inicio, de salva­
guardar sus vastos dominios ultramarinos. Don Joáo IV crea en 1642 el Consel­
ho Ultramarino con el objeto de estudiar todas las materias y los negocios, y
aconsejar al monarca en lo tocante a los territorios de Oriente, India, Brasil,
Guinea, Santo Tomé y Cabo Verde. Con más o menos rapidez y prudencia, se
procede a la aclamación del nuevo soberano en los archipiélagos {Madeira y
Azores) y desde el Norte de África hasta Angola, Guinea, Brasil y Macao.
Había quedado atrás también una crisis dinástica muy grave, que estremeció
la conciencia cultural y religiosa del país, escindió a los canonistas y ahondó las
divisiones en la alta nobleza y el clero. Superada la crisis, tomará las riendas de
la grey nacional Don Pedro —por entonces sólo regente y gobernador del rei­
no—, que sería proclamado rey en 1683, tras la muerte de su hermano, el ex rey
Don Alfonso VI. Con él se inaugura lo que podemos designar con el nombre de
«monarquía absoluta», llevada a su auge por su hijo y heredero, el futuro Don
Joáo V. En efecto, entre el 1 de diciembre de 1687 y el 28 de abril del año si­
guiente, se reunieron en Lisboa las últimas Cortes, que aprobaron la nueva ley
de sucesión al trono. Ese órgano consultivo del monarca no volvería a convocar­
se hasta el advenimiento del liberalismo, ya en el siglo XIX. Desde el comienzo, el
nuevo monarca procurará mantener al país apartado de las grandes intrigas di­
plomáticas y, sobre todo, de los focos permanentes de conflicto europeo. Portu­
gal estaba cansado de las guerras; era necesario reconstituir el tesoro y los terri­
34 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

torios ultramarinos exigían políticas osadas y muy costosas. Fueron esas áreas
hacia las que la monarquía movilizó sus medios. Por eso la Historia designa a
este rey con el apelativo de Pacífico, aunque no haya logrado apartarse total­
mente de los grandes conflictos de su tiempo.
El más importante de éstos, hasta por su proyección ultramarina, fue la par­
ticipación en la Guerra de Sucesión de España. Será, quizá, una exageración afir­
marlo desde ya, sin una fundamentación adecuada, pero se hace cada vez más
evidente que Portugal, al entrar en ese conflicto, buscaba la defensa intransigen­
te de sus territorios ultramarinos, amenazados ya fuera por España (sobre todo
en América) o por Francia. Ésta contaba con fuertes aliados entre los más próxi­
mos colaboradores del rey, como el duque de Cadaval y hasta la propia reina,
que era de origen francés. Pero Luis XFV ostentaba ya un enorme poderío y si lo­
graba colocar a un príncipe de su confianza en el trono de España, aumentaría
enormemente su fuerza militar y económica, abriendo un mercado colonial de
posibilidades incalculables. La sucesión de España era, pues, la clave del equili­
brio o de su ruptura. Europa se organizará diplomáticamente en dos grandes
bloques, con Inglaterra en el papel de aglutinadora de la coalición antifrancesa.
Ahora bien, la posición inglesa era vital para que Portugal siguiese confiando en
su poderío marítimo. Así, no resulta extraño constatar que, a lo largo de ese
magno conflicto, Portugal hubiese practicado una política exterior oscilante. En
1701 reconocía a Felipe V, mediante condiciones ventajosas, pero al año si­
guiente cambiaba de posición. En mayo de 1703, firmaba Don Pedro un instru­
mento diplomático en el cual se comprometía a hacer la guerra contra España, al
tiempo que exigía muchas compensaciones territoriales, ya fuera en la Península
Ibérica o en América, siéndole prometida, en cuanto a esta última, la ampliación
de los dominios de Brasil hasta la margen norte del Río de La Plata. Con el pro­
pósito de «explicar» al mundo su postura, el Gobierno portugués mandó elabo­
rar y publicar una Justificando (1704) de su política diplomática, obra de un re­
putado jurista. Pero la guerra volvió al país a partir de 1704, cruel, devastadora
e intimidatoria. Ni siquiera mejoró la situación la llegada a Portugal del archidu­
que Carlos que, proclamado rey de España en Viena en 1703, viajó a Lisboa
para avanzar sobre Madrid. Con altibajos y divisiones en la propia España, el
conflicto se mantuvo hasta la muerte del monarca portugués, ocurrida en di­
ciembre de 1706. Así quedaba abierta esta gran cuestión a la que tendría que dar
solución su hijo.
Sin embargo, durante las dos últimas décadas del siglo XVII Portugal lograría
imponer orden en su economía, en un esfuerzo por equilibrar su balanza de pagos.
Hay quienes incluso afirman que, por primera vez, comenzó a existir una verdade­
ra política industrial (J. B. Macedo) en sectores tales como la construcción naval y
la producción de lana, hierro, vidrio y lino. A esto contribuyó la adopción cons­
ciente de una política mercantilista, teorizada en la obra de Duarte Ribeiro de Ma­
cedo, Discurso sobre a Introducto das Artes no Reino (1675), y ejecutada por el
conde de Ericeira, Don Luis de Meneses, nombrado Vedor da Fazenda en 1685.
Se intensificó la incorporación al gran comercio de algunos productos, tales
como la sal y el aceite, ambos de origen metropolitano, junto con otros de pro­
cedencia ultramarina, como los esclavos, el azúcar, los cueros, el tabaco y las
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 35

maderas. La escasez de moneda llevó a los portugueses a procurársela sobre


todo en América. La fundación de la Colonia de Sacramento, en pleno estuario
del Plata, en 1680, significó también, a los ojos de muchos, la creación de un si­
tio estratégico que daría acceso a la plata del Perú. De esto y del surgimiento del
oro en el interior de Brasil y de sus consecuencias hablaremos más adelante.

TRANSFORMACIONES EN PORTUGAL DURANTE EL SIGLO XVIII

Esbozo de la evolución política y las instituciones

Al acceder al trono el Io de enero de 1707, Don Joáo V tenía apenas 17 años de


edad. La corona real le pertenecería hasta 1750, es decir, durante 43 años, aun­
que a partir de 1742 una enfermedad lo dejara hcmipléjico y, por consiguiente,
parcialmente incapaz de gobernar.
iMucho se ha discutido acerca de su figura, carácter y comportamiento; de su
capacidad y buen sentido de gobierno, así como de su magnanimidad para con
las letras y las artes. Todavía hay opiniones divergentes, pero ya nadie acepta
hoy los juicios severos emitidos por los discípulos de la Generación del 70, como
Pinheiro Chagas, Oliveira Martins o incluso otros posteriores. Al coro de sus de­
tractores sería fácil, además, oponer otro, el de sus grandes admiradores, como
Alexandre Herculano, el vizconde de Santarém o el de su contemporáneo Inácio
Barbosa Machado. Nosotros preferimos alinearnos con quienes lo consideran
un hombre de su tiempo, que refleja los defectos y las virtudes que caracterizan
una época. Fue un hombre culto, que valoraba la belleza, perspicaz en la elec­
ción de muchos de sus más destacados colaboradores, inteligente y decidido en
cuestiones de Estado, magnánimo pura con sus súbditos y que pagó un alto pre­
cio por su educación, dominada por los jesuitas.
Analicemos los parámetros esenciales de su acción política. En ésta destaca la
gran cuestión, heredada de su padre, de la Guerra de Sucesión en España. Entre
su llegada al trono y las primeras negociaciones habidas en Utrecht, en 1709,
para que los dos bloques pusiesen fin al conflicto, las fuerzas portuguesas fueron
víctimas de enormes sacrificios y asistieron también a algunas victorias fugaces
de su bloque. Las incursiones del ejército enemigo en tierra portuguesa, las per­
turbaciones sociales causadas por el hambre y la falta de seguridad y los tortísi­
mos rigores climáticos de 1708 (lluvias torrenciales y después calores abrasado­
res), sugerían a muchos contemporáneos la llegada inminente de una peste
mortífera, que vendría a añadirse al luto ya existente. La paz era, pues, una gra­
cia que todos ansiaban. La misma Francia sentirá en su capital, en 1709, los efec­
tos nefastos de una sublevación devastadora. Pero las negociaciones eran muy di­
fíciles y los ejércitos seguían actuando, sobre todo en las zonas fronterizas.
Sólo la muerte del emperador de Alemania José I, en abril de 1711, anunció el
fin irreversible del conflicto. Para sustituirlo se escogió al Archiduque Carlos de
Habsburgo, pretendiente al trono de España. Ahora bien, Inglaterra no podía acep­
tar el renacimiento de la Casa de Austria, una especie de resurgimiento del imperio
de Carlos V. Prefería que los Borbones accedieran también al trono de Madrid.
36 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

La situación se presentaba favorable para Portugal, siempre y cuando los


británicos no lo abandonasen en las negociaciones. Tras múltiples diligencias,
Portugal firmaba con Francia, en 1713, un acuerdo por el cual se le garantizaba
el derecho sobre el territorio situado entre los ríos Oiapoque y Amazonas (actual
Amapá) y, también, el dominio sobre las dos márgenes del Amazonas. En 1715
se firmó otro tratado, ahora con España, aunque sin el respaldo claro de Inglate­
rra. En este documento, Portugal resultaba perjudicado por las compensaciones
territoriales exigidas a lo largo de la frontera ibérica luso-española. Sin embargo,
una compensación inequívoca quedaba desde luego asegurada: la entrega incon­
dicional del territorio y la Colonia de Sacramento, en la cuenca del Plata.
¿Cómo proseguirían, de ahí en adelante, las relaciones político-diplomáticas
de Portugal con las grandes potencias? Hubo un esfuerzo para normalizarlas con
Francia, país con el que había afinidad política, cultural, económica y social.
Con España, el buen entendimiento alcanzó el nivel de mutuos enlaces reales:
Don José se casaría con Doña Mariana Vitoria, hija de Felipe V, y Doña María
Bárbara, hija de Don José V de Portugal, con Don Fernando, príncipe de Astu­
rias. Con Inglaterra, Portugal mantenía una vieja alianza que le permitía mante­
ner a raya al gigante continental franco-español. El apoyo de Londres era funda­
mental para que Portugal conservase las pretensiones territoriales sobre su
imperio ultramarino, sobre todo sudamericano, e incluso en la India. No deja de
ser sintomático que a partir de 1739 estuviera en Londres como enviado diplo­
mático de Portugal Sebastiao José de Carvalho e Meló, futuro marqués de Pom­
bal. Con la Santa Sede no siempre fue fácil una política de estrecha cooperación,
llegando incluso a producirse una ruptura de las relaciones diplomáticas, eleván­
dose, además, a la categoría de embajada, en 1718, la misión portuguesa con
sede en Roma.
Esquemáticamente, la actuación diplomática de Don Joáo V se puede carac­
terizar por los siguientes rasgos: deseo claro de mantener intransigentemente una
política de neutralidad ante los conflictos europeos; esfuerzos por prestigiar, por
todos los medios a su alcance, la imagen del país, debilitada desde hacía más de
un siglo; ratificación y refuerzo de todas las pretensiones portuguesas al imperio
ultramarino y empeño de garantizar la navegación oceánica; fortalecimiento de
la autoridad real, recurriendo para ello a un ceremonial propio, donde el esplen­
dor de las joyas y las artes correspondiesen al relieve que merecía la figura del
monarca absoluto; modernización de las estructuras artísticas, culturales y reli­
giosas del país, mediante una política de verdadero mecenazgo y magnanimidad.
Las demostraciones de fuerza, fasto y riqueza, muy características de la época
barroca, le servían para exponer al mundo su condición de gran monarca. En este
marco se deben entender las grandes inversiones, tales como la del convento de
Mafra, el acueducto de las Aguas ¡Jures, la llegada a Portugal de artistas italianos
o el envío de las suntuosas embajadas de Portugal a París en 1715, a Roma en
1716 y a Madrid en 1727, que causaron admiración a sus contemporáneos.
En el plano político, destacan las dificultades en las relaciones entre Lisboa y
Madrid durante los años 1735-1737, precedidas de una intervención militar en
el Mediterráneo en apoyo de las posiciones papales. En 1717, tras un llamado
del Pontífice, una escuadra portuguesa zarpó del Tajo para combatir a los oto-
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 37

manos, quienes fueron derrotados cerca del cabo Matapáo. Don Tomás de Al­
meida fue ascendido a la dignidad de Primer Patriarca de Lisboa. Sólo con Beni­
to XIV (1740-1758), Don Joáo V consiguió que los obispos fuesen designados
mediante presentación real, lo que constituía una vieja aspiración del monarca, y
el Papa le concedió al rey el título de «Fidelísimo», equiparándolo así con los de
España, Francia y el Imperio. Finalmente, una de las medidas más discutibles de
finales de este reinado consistió en la firma del Tratado de Madrid, en 1750, so­
bre el que volveremos más adelante.
En ese mismo año, Don José sucedió en el trono a su padre. Se iniciaba otro
reinado de larga duración, 27 años, en el que surgió como figura preponderante
un ex diplomático en Londres y Viena, el ya citado Sebastiao José de Carvalho e
Meló, después conde de Oeiras (1759) y, finalmente, marqués de Pombal
(1770). Fue tal el cuño personal que imprimió a su forma de gobernar y tales los
poderes que le fueron conferidos, que el reinado de Don José se conoce —por
demás impropiamente— como «época pombalina». La figura del monarca,
como la de su padre, también fue denigrada por la historiografía liberal, que lo
caracteriza como un hombre abúlico, completamente dominado por Sebastiao
José. Los autores contemporáneos ven en él, preferentemente, un hombre culto,
políglota, refinado, crítico, algo discreto, pero dotado de una clara voluntad de
reforma, ávido de iniciar profundos cambios, una vez que el acceso al poder lo
permitiese. Fue lo que trató de poner en práctica a partir de la proclamación (7
de septiembre). Sustituyó inmediatamente a los secretarios de Estado, escogien­
do a sus colaboradores más próximos entre aquellos que el gobierno anterior
había hostigado o condenado al ostracismo, como una clara indicación de que
urgían cambios rápidos en lo que respecta al Tesoro, al Poder Judicial y a las
atribuciones del Santo Oficio, por ejemplo. Sólo mantuvo en funciones al secre­
tario del Reino. Estos cambios constituyeron una evidente sorpresa.
Iniciado el reinado, de inmediato se promulgaron las reformas, encaminadas
a convertir el Gobierno en un instrumento más eficaz y expeditivo para ejecutar
las políticas reales. Así, el primer aspecto que hubo de encarar fue la necesidad
de dotar al país de un sistema de seguridad bien organizado para afrontar la de­
lincuencia, en muchos casos impune, que proliferaba tanto en las ciudades como
en el campo. El gabinete reforzó el papel de la Justicia y procuró dignificar a los
magistrados, muchos de los cuales vivían en situación precaria. Durante los años
que median entre 1750 y 1755, el país asistió a la publicación de un conjunto de
leyes orientadas a modernizar el aparato del Estado (casi inmovilizado a partir
de 1740), en ios ámbitos del Ejército, la Justicia, la Hacienda y los dominios ul­
tramarinos.
Pero, el ascenso fulgurante de Pombal en el gabinete de Don José, que se
produjo desde el inicio mismo, se aceleró con el terremoto del 1° de noviembre
de 1755. Un ambiente de destrucción catastrófica, de pánico generalizado y de
pesimismo en cuanto al futuro exigía, para contrarrestarlo, un mando firme, se­
reno, eficaz y de ejecución rápida. Fue lo que logró realizar Sebastiao José. Auxi­
lio, alimentos, limpieza de la ciudad destruida y, sobre todo, castigo ejemplar a
ladrones y criminales que andaban a rienda suelta, aparecieron ante la opinión
pública como medidas de emergencia aplicadas rápidamente. Enseguida vino la
38 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

reconstrucción de los edificios en ruinas, se organizó el tránsito en las calles ya


despejadas, se atendió a los pobres, los ancianos y los abandonados. De las ceni­
zas de la catástrofe y las medidas adoptadas para hacerle frente emergía, día a
día, la figura del cada vez más omnipresente y poderoso ministro. La confianza
de la población de la capital y el respeto de la colonia extranjera acompañaron
su acción enérgica y clarividente. Pombal procuró reforzar el aparato interventor
del Estado absoluto: en las aduanas, los tribunales y el funcionariado público
(sobre todo en la cobranza de impuestos). Paralelamente, procuró limitar los po­
deres de la alta nobleza, sobre todo la ultramarina, el alto clero y las órdenes re­
ligiosas. Así, desde finales de los años cincuenta, la figura central del reinado jo-
sefino será Sebastiáo José. En 1756, el monarca le entrega la cartera del Reino,
en el transcurso de una intriga palaciega destinada a derribar al Gobierno, viva­
mente condenada por Don José. A las tentativas destinadas a desacreditarlo y
derrocarlo, el monarca respondía con muestras públicas de total confianza y es­
tima por su ministro. Es en este contexto que se deberá comprender la tentativa
de regicidio contra Don José (1758), la que provocó, como se sabe, un golpe
mortal a los privilegios de la antigua nobleza. Al año siguiente, Carvalho e Meló
recibía el título de conde de Oeiras, en reconocimiento de los destacados servi­
cios prestados a la Corona, a partir de 1738, en la embajada de Londres. Su her­
mano, Francisco Xavier de Mendon^a Furtado, con una larga hoja de servicios
prestados en Brasil, tanto en el Sur como en la Amazonia, fue nombrado tam­
bién, en 1759, secretario de Estado Adjunto del Reino.
El monarca y su ministro se mostraban cada vez más empeñados en reforzar
el papel del Gobierno, actuando, además, dentro de los criterios filosóficos de la
Ilustración. Como se sabe, estos principios sostienen que no se puede tolerar,
bajo ninguna circunstancia, que alguien atente contra el bien común, el cual ten­
drá que ser férreamente conseguido en nombre de la Razáo de Estado. Sólo la
Boa Razáo debe dirigir la acción gubernamental y nadie tiene legitimidad para
contrariarla. En última instancia, quien la encarna es el rey y su ministerio. Con­
trariar su aplicación es un gravísimo crimen, que debe ser castigado de un modo
ejemplar. El horroroso suplicio de los Távoras (acusados de atentar contra la
vida del rey y de representantes de la más alta nobleza descontenta) constituyó
un acto público de ignominia, que ni siquiera el fuego habría de purificar.
La expulsión implacable de los jesuitas de Portugal y sus dominios (1759)
debe enmarcarse también en este enfoque, aunque la medida haya provocado,
desde entonces, numerosas polémicas y suscitado explicaciones que por apasio­
nadas, son posiblemente menos lúcidas. Sería difícil abordar aquí rodo el gobier­
no del período josefino en sus múltiples y vastísimas implicaciones. Recordemos
solamente, una vez más, que las leyes emanadas del gabinete real no admitían
excepciones. Ante ellas, todos tenían que inclinarse. No lo entendieron así los ig-
nacianos, cuya actuación chocaba, además, con el realismo pombalino, sobre
todo por su forma de actuar, ya sea en el Grao Pará y Marañón o en la zona de
misiones, comprendida en el tratado luso-español de 1750. Algunos sermones de
jesuitas predicados en Lisboa, después del terremoto, irritaron aún más a Car­
valho e Meló. Una de las cuestiones de fondo que oponían los ignacianos al go­
bierno era la gran problemática de la administración de los indios, incluida en el
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 39

famoso Directorio (1755); otra (y no menos importante) estaba constituida por


los obstáculos puestos a la creación y el funcionamiento de la Companhia Geral
do Grao Pará e Maranháo. La Mesa do Bem Público de Lisboa se asoció en esta
protesta a los jesuitas y fue inmediatamente suprimida. Tras un voluminoso pro­
ceso contra la Compañía de Jesús, ésta fue disuelta y sus miembros expulsados
de Portugal (septiembre de 1759) y sus dominios de Ultramar. Todo este proce­
so culminaría con la muerte en la hoguera en plena plaza pública, en 1761, del
famoso P. Malagrida, uno de los mayores detractores del gobierno.
No hay que imaginar que la inflexibilidad y mano férrea del ministro de Don
José sólo alcanzó a los privilegiados. No. También el tercer estado fue duramente
castigado por desafiar las decisiones reales. El episodio más ejemplar es el que se
conoce como el motim dos borrachos, que ocurrió en Oporto, el miércoles de ceni­
za de 1757, en protesta contra la creación de la Companhia Geral da Agricultura
das Vinhas do Alto Douro. El pueblo se amotinó en protesta contra los privilegios
de la compañía, desafiando así al poder. El castigo fue ejemplar. Los cabecillas fue­
ron juzgados por un tribunal especial y ahorcados en la plaza pública. De ahí en
adelante, o sea, a partir de la década de 1760, el poder del Estado jamás sería pues­
to en tela de juicio. Sebastiao José recogería bien las enseñanzas de la doctrina del
Despotismo Ilustrado, con la cual tendría contacto directamente en Viena. Al de­
fenderse más tarde, tras la muerte de Don José, de las acusaciones que le dirigían,
escribirá: «Cortar los troncos viciosos para el buen gobierno de la República, no se
puede hacer sin que aparezca violencia [...]. Pero quienes reflexionen prudentemen­
te llegarán a conocer cuán acertado fue lo que los otros denominan tiranía».
En el plano internacional, es indiscutible que el gabinete de Don José estaba
convencido de que los verdaderos intereses de Portugal sólo podrían ser defendi­
dos por los ingleses, los ultramarinos por excelencia. Así, cuando fuese inevita­
ble romper el principio de neutralidad (lo que más convenía al país), la opción
portuguesa tendría que ser alinearse con Inglaterra. Fue lo que sucedió en la
Guerra de los Siete Años, resultado de la rivalidad anglo-francesa, que se inició
en 1756. Invocando el Pacto de Familia, Francia exigía a Portugal que se pusiera
de su lado. Don José no aceptó y el ejército portugués se preparó para la inva­
sión de su territorio, cuidando de las plazas fuertes y la distribución y el abaste­
cimiento de las tropas. Finalmente, en 1762, el país fue invadido, a partir de
Trás-os-Montes, por tropas españolas, declarando también Francia la guerra a
Portugal. Los ingleses auxiliaron efectivamente a su aliado ibérico, con hombres
y material. Entre los soldados, el más celebre y eficaz fue el conde de Lippe. La
guerra arrastró a Beira, pero el invasor no lograba avanzar, fustigado por las po­
blaciones, los rigores del tiempo y obstaculizado por las fuerzas luso-inglesas.
Desde las últimas semanas de 1762 comenzó a tratarse de paz, la que finalmente
se firmó en Versalles, en febrero de 1763. Portugal recuperaba todas las plazas
europeas perdidas en el conflicto, y lo mismo sucedía en América (Sacramento y
Río Grande de San Pedro) y en África. De esta guerra salió más reforzada la an­
tigua alianza luso-británica, si bien se procuró que el clima de entendimiento
con los países del otro bloque llegase a ser cordial y de estrecha cooperación.
Sin embargo, en la década de 1760 sobrevivieron dificultades cada vez ma­
yores: faltaba el oro del Brasil, la guerra provocó destrucciones y fugas de los
40 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

campos y se reanudaron la vagancia y la violencia armadas. El 25 de julio de


1760 se creó la Intendencia Geral da Policía, cuyo objetivo era imponer el orden
y la disciplina, disponiendo, para el efecto, de una ampia e ilimitada jurisdifáo
na matéria da mesma Polícia, ya se tratase del fuero criminal o civil. Pombal es­
tuvo al borde de la muerte en 1765, pero se recuperó. La legislación reformista
seguía promulgándose sin interrupción. El rey mantenía su confianza absoluta
en él y lo probó al conferirle el título de marqués de Pombal en 1770. En 1772
se publicaron los Estatutos da Universidade de Coimbra, inspirados directamen­
te por él. Al año siguiente se planteó en la Corte, con gravedad, el problema de
la sucesión de Don José. En la secuencia de las posiciones adoptadas con ese
propósito, se destituyó y expulsó de la corte al magistrado José de Seabra da Sil­
va, ex secretario adjunto de Pombal, autor de la famosa Dedu^do Cronológica e
Analítica (o al menos parcialmente), verdadera apología del pombalismo. Sería
desterrado a Brasil (isla de las Cobras) y, posteriormente, a Angola. Doña Ma­
ría, sin embargo, lo rehabilitaría a partir de 1778, llegando a nombrarlo en su
gobierno. A partir de 1774, Don José aquejado de una grave enfermedad, quedó
cada vez más apartado de los negocios públicos, aunque la Historia lo haya con­
sagrado como O Reformador. Lo mismo le sucedió a Pombal, cuya acción esta­
ba umbilicalmente unida al rey. A partir de 1776 se agravó la salud del monarca
y la regencia pasó a manos de la reina Doña Mariana Vitoria. Se extinguía el
centro del poder del autoritario ministro de Don José. Fallecido éste en 1777, se
produjo la caída inmediata de su auxiliar. Tal vez nadie como él ha suscitado
tantas pasiones entre historiadores, biógrafos, analistas y políticos, ya sea con­
temporáneos suyos o posteriores. Nadie pone en duda, sin embargo, que utilizó
un puño de acero con el objetivo de modernizar el país, frente a la Europa de su
tiempo, recurriendo a los medios a su alcance. Procuró abrir camino para el sur­
gimiento de ámbitos nuevos (en la ciencia, la religión, la jurisprudencia, el co­
mercio, la marina, la agricultura), acordes con las exigencias del tiempo, descar­
gando sobre los jesuitas y sus discípulos gravísimas acusaciones relativas a la
inteligencia y la formación moral del país. Impuso el orden público, creando,
como queda señalado, la Intendencia da Polícia, reforzando el papel de los tribu­
nales, legislando en favor de la tranquilidad pública y reformulando el sistema
financiero, todo esto con el objetivo de dejar, al final de su mandato, una mo­
narquía verdaderamente europea. Suyas son estas palabras: «Os Vindouros, des­
pidos ou soltos da tortuoza inveja (...], dar-me-háo o louvor que pedem as min-
has excessivas fadigas» (La posteridad, desprovista o libre de la tortuosa envidia
[...], me otorgará el elogio que piden mis grandes fatigas). En última instancia, se
debe a este hombre de gran capacidad de trabajo, voluntad férrea y durísimo en
el combate político la preparación del país para ir acogiendo la revolución libe­
ral de comienzos del siglo siguiente. Al promover, e incluso crear, una verdadera
burguesía y una burocracia de Estado en sintonía con los nuevos tiempos, Pom­
bal abrió el país a la revolución por la igualdad y la libertad, contrarias a los an­
tiguos privilegios de los grupos por él mortalmcnte afectados. En este sentido,
no podemos dejar de valorar su obra pionera y duradera.
Doña María I aparecerá inmediatamente en escena en 1777, con la grave al­
ternativa de continuar la obra pombalina o cambiar el rumbo del gobierno. Apa­
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 41

rentemente optó por la segunda hipótesis, sin llevarla, con todo, hasta las últi­
mas consecuencias. Era aconsejable, en ese momento, reparar eventuales abusos
cometidos durante el gobierno de su padre, modificando la orientación del nue­
vo gobierno. Durante éste, gran parte de la obra reformadora anterior se man­
tendría en Ultramar, donde además permanecerán altos mandos civiles, militares
y religiosos. La acción de la reina hasta 1792 (año en que fue afectada por la lo­
cura) no manifestó intenciones de pretender imponer una política propia, clara y
bien definida. En realidad, la dinámica pombalina se mantenía en pleno funcio­
namiento, salvo en algunos pormenores, siendo incluso robustecida en otros. Por
ejemplo, continuó la represión contra todos los que se opusiesen a las órdenes
reales, aun cuando algunas órdenes fuesen despóticas (la Intendencia Geral da
Polícia ilustra bien algunas exageraciones de Pina Manique) y se ejecutasen con
más lentitud y menor rigor penal. Doña María habría personificado, así como su
marido Don Pedro III, más una reacción antipombalina que un gobierno propio
y convincente. Además, las estructuras del país funcionaban plenamente. Otras
dos preocupaciones orientaron su reinado: intensificar la actividad de los diplo­
máticos en el exterior y reforzar las defensas territoriales del Reino y de Ultra­
mar. La bahía atlántica iba a ser sacudida por ideas y movimientos revoluciona­
rios contra los cuales era preciso actuar. La revuelta de las colonias inglesas de
América y las ideas «sediciosas» que emanaban del centro europeo representa­
ban una amenaza grave para las monarquías absolutas. Era urgente actuar. Con­
sideremos entonces algunas de las líneas del rumbo de su gobierno, sin olvidar,
con todo, que Doña María liberalizó el país en muchos aspectos, permitiendo de
esa manera una mayor apertura al ideario de la Ilustración.
Destituido Pombal a comienzos de 1777, la reina llegó a rehabilitar a buen
número de acusados o perseguidos durante el gobierno de su padre, liberando de
las cadenas a los presos políticos y reintegrando en sus funciones a quienes esta­
ban todavía vivos; éste es el caso del obispo-conde de Coimbra, Don Miguel da
Anunciado, y de José de Seabra da Silva. Pudieron retornar al país muchos anti­
guos enemigos, desterrados por Pombal, entre los cuales había clérigos (por
ejemplo, oratorianos) y nobles, como el duque de Lafóes. También se promulgó
una legislación varia, pero liberal, en lo referente al comercio, los oficios y las
manufacturas.
Pero el acto más destacado del inicio del reinado fue la firma del Tratado de
San Ildefonso (1777), que garantizaría la paz en las fronteras de Brasil con los
dominios de España y resolvería mediante negociación, todos los diferendos es­
pecíficos. Portugal lo negociará ya en posición desfavorable, dado el avance de
las fuerzas castellanas en el terreno y, por eso, no fue nada ventajoso en el Sur
brasileño, aunque compensase en el Centro-Oeste y en el Norte. No obstante, el
país perdería para siempre las islas Fernando Poo y Ano Bom, placas giratorias
del comercio de esclavos.
El gabinete de Doña María apenas sustituyó a Sebastiáo José en la cartera
del Reino, puesto que los otros ministros se mantuvieron. Éstos habían sido di­
plomáticos en el extranjero, por lo que eran muy sensibles al clima de tensión
política que se manifestaba en Europa tras la Guerra de los Siete Años. El país
volvió a cuidar de sus fuerzas defensivas —proyectadas y disciplinadas según las
42 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

directrices del conde de Lippe— y estructuras militares. En el plano diplomático


se buscó la neutralidad posible, sin olvidar nunca la alianza con Inglaterra.
En 1785, un doble consorcio ibérico procuraba acercar nuevamente ambas
cortes, como ya se había intentado en el pasado cercano. El infante Don Joáo se
casó con Doña Carlota Joaquina, hija de los príncipes de Asturias, mientras que
su hermana Doña Mariana Vitoria se casaba con el infante Don Gabriel, hijo de
Carlos III de España.
Por presión inglesa, Pombal no reconocerá los recién creados Estados Uni­
dos de América, pero Doña María acabaría por sancionar ese acto consumado
en la escena internacional en 1783. Con Rusia se estimuló también el intercam­
bio de agentes consulares e incluso de información científica. En 1787 se nego­
ció un tratado de amistad, confederación y comercio entre ambos países. Se
abrían los caminos para una cooperación más frecuente, mutuamente ventajosa
y duradera, pues incluso en 1798 se ratificaron las cláusulas del antiguo tratado
luso-ruso.
Sin embargo, de Francia comenzaron a soplar vientos de amenaza y apren­
sión con la apertura de los Estados Generales. Nadie adivinaría la tormenta que
se agolpaba sobre las monarquías europeas más próximas. Pero a partir de 1789
no era posible ni la indiferencia ni el aislamiento. En la primera fase revolucio­
naria, esto es, hasta 1792, Portugal se atuvo a una actitud de defensa y expecta­
tiva vigilantes. Pero a partir de 1792, la monarquía lusitana tuvo que aliarse con
España para participar, además sin provecho ni gloria, en la campaña del Ros-
silháo, tratando de impedir el avance de los revolucionarios. Con la Francia na­
poleónica en marcha galopante, Portugal, distanciado de la posición española de
entendimiento con los galos, sufrió la invasión de 1801, además breve y sin con­
secuencias, a no ser la pérdida de Olívenla. Las invasiones siguientes, ordenadas
por Napoleón a partir de 1807, cambiarían el rumbo del país con la fuga (o reti­
rada...) de la Corte a Brasil.
La amenaza de una guerra más generalizada y exigente llevó al ministro de la
Guerra, Luis Pinto de Sousa Coutinho, antiguo gobernador de Mato Grosso, ha­
bituado a las exigencias de la preparación militar constante, a reforzar los cuida­
dos en la formación del personal dirigente, ya sea del Ejército o la Marina, para
lo cual fundó las respectivas academias militares, con currículos específicos y en­
trenamiento permanente. A partir de 1792, el príncipe Don Joáo, quien vendría
a ser el sexto rey de ese nombre, asumió la regencia por la incapacidad de su ma­
dre, afectada por una locura irreversible. Pero es sólo a partir de 1799 cuando se
arrogarían todas las prerrogativas de gobierno, según las antiguas leyes del Rei­
no. Antes de eso, por prudencia y distribución de responsabilidades, recurrió fre­
cuentemente a un Consejo de Estado, cuyo parecer era fundamental en las cues­
tiones de supervivencia nacional. La defensa, terrestre y marítima, se sobreponía
a todas las demás preocupaciones del gobierno. Paralelamente, la diplomacia na­
cional actuaba, pero sus responsables dudaban entre inclinarse definitivamente
hacia las opciones inglesas o, por interés inmediato, tornarse hacia las posiciones
francesas, como quería el futuro conde de la Barca, Antonio Araújo de Azevedo.
En fin, las ambiciones de Napoleón sobre el continente obligaron a Portugal y a
Don Joáo a optar por Inglaterra, aunque habiendo intentado todo lo que era po­
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 43

sible para no exacerbar la hostilidad de España y Francia. Finalmente, el blo­


queo continental decretado por Napoleón contra Inglaterra en respuesta al blo­
queo marítimo inglés, obligó a Portugal a afrontar las consecuencias de su vieja
alianza con los británicos. La Corte, convenientemente preparada, se embarcó
para Brasil, bajo la protección de la marina de su majestad británica.
En el plano institucional convendrá destacar, desde luego, que el país estaba
dotado de una estructura estable de instituciones que funcionaban regularmente
y satisfacían la mayoría de las exigencias de la administración corriente. Algunas
eran muy anteriores al siglo xvni, otras fueron creadas en esa época para res­
ponder a nuevas exigencias. Recordémoslas, aunque sea esquemáticamente, co­
menzando por el Desembargo do Pa<jo. Éste constituía el gran órgano de la ad­
ministración central. Funcionaba como junta y tribunal, preparando el
expediente, ya sea administrativo o judicial, que debería subir al despacho del
monarca. Por él pasaba la provisión de los oficios más relevantes. Creado en la
primera mitad del siglo xvi, amplió su esfera de competencias a partir de 1641,
pudiendo resolver o despachar autónomamente varias exigencias de la adminis­
tración corriente.
La Mesa da Consciencia c Ordens se creó casi simultáneamente con el órga­
no anteriormente referido. La intención del monarca era confiarle todos los
asuntos de «conciencia», es decir, del fuero eclesiástico y religioso. Se ampliaron
a las Órdenes, a partir de 1551, cuando los maestres de las tres órdenes milita­
res (Cristo, Santiago de Espada y Aviz) se unieron a la Corona. La progresiva
centralización del poder y la complejidad de los casos sobre los que había que
tomar decisiones aconsejaban que fuesen estudiados por jurisconsultos, respe­
tando los antiguos usos y costumbres. Este órgano consultivo se mantuvo en
funcionamiento hasta 1833, es decir, hasta el auge de la guerra civil entre abso­
lutistas y liberales.
La Casa da Suplico era el tribunal de justicia de la Corte, al cual competía
supervisar toda la administración judicial del país. De la Rela^áo (tribunal de
justicia de segunda instancia) del Norte (Porto) se podía recurrir, sin embargo, a
la Casa da Suplicio cuando el monto de los bienes objeto de juicio superaba los
100000 reís en bienes muebles o los 80000 en bienes inmuebles y raíces. Los
magistrados de las dos Rela^Óes, cuando se reunían en plenario o Mesa Grande,
podían pronunciar sentencias. Éstas constituían verdaderas prerrogativas legisla­
tivas, siempre que hubiese dudas sobre la interpretación de las leyes.
Al Conselho da Fazenda le competía la administración de la Fazenda Real en
los más variados aspectos. Bajo su tutela se encontraban, pues, muchos organis­
mos del ámbito financiero, como las Casas da India, dos Contos y da Moeda, las
aduanas y factorías. Entre los órganos subalternos, el más destacado era, sin
duda, la Casa dos Contos, verdadero contralor de la supervisión de los ingresos
y gastos, por lo que es un antepasado del Tribunal de Contas.
El Érario Regio constituyó una creación del gobierno josefino y estaba desti­
nado a organizar el poder financiero del Estado, tanto en el centro como en la
periferia. Se trataba, pues, de controlar mejor y vigilar la recolección de los in­
gresos públicos, así como de su aplicación rápida y eficaz. Este órgano surgió,
tras numerosas correcciones parciales a la cobranza de impuestos, en diciembre
44 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

de 1761. Dirigido por un presidente (Pombal asumió el cargo hasta 1777), esta­
ba conformado además por un tesorero mayor y cuatro contadores generales.
La Intendencia Geral da Policía deriva de otra medida reformista de la época
Josefina. Creada, como ya se señaló, en julio de 1760, dotada de «amplia e ilimi­
tada jurisdicción», fue dirigida primero por un colaborador directo del marqués
y después, durante 25 años, por el famoso intendente Pina Manique. Su creación
pretendía liberar a los tribunales de la función puramente policial, hasta enton­
ces mezclada con la jurídica. Desde 1760 en adelante, la policía vigilaba y captu­
raba, mientras que los tribunales organizaban el proceso criminal. Para simplifi­
car el trabajo de los nuevos funcionarios y hacerlo más eficiente, se aligeró el
proceso de prueba de culpabilidad, que dependía exclusivamente de la investiga­
ción policial.
Muy sumariamente, recordaremos algunas instituciones más, casi todas an­
teriores al siglo XVIII, pero cuya función siguió siendo fundamental en esa época
como instrumentos de acción de la política real, cada vez más centralizadora y
dinámica.
En julio de 1736, Don Joáo reformuló las antiguas Secretarías de Estado y
les confirió designaciones precisas y ámbitos gubernamentales específicos y bien
definidos en número de tres: Reino, Marina y Ultramar, Exteriores y Guerra. El
secretario preparaba todo, llevaba el asunto estudiado al rey y redactaba el de­
creto que había de publicarse. Esta división tripartita del Gobierno se mantuvo
hasta 1788, fecha en la que se creó otra nueva Secretaría, la de Fazenda, que
sólo funcionaría realmente desde comienzos del siglo XIX. Por último, recorde­
mos solamente la existencia del Conselho Ultramarino, sustituto del Antigo
Conselho da India, el Conselho de Estado, el Conselho da Guerra, de la Junta
dos Tres Estados, vinculada a la recaudación de impuestos, de la Junta da Bula
de Cruzada y del Tribunal do Santo Oficio, que Pombal transformaría en mero
tribunal político, dotado de un nuevo régimen, en 1774. Aquí queda apenas evo­
cado el cuadro de las instituciones de la administración central. Éste se comple­
taba con la periférica o provincial; en conjunto, ambas ofrecían al país, sobre
todo durante el absolutismo real, una burocracia profesional que garantizaba el
funcionamiento del reino.

Sociedad y economía

Comencemos por la población. En función de los datos disponibles hasta hoy, se


cree que el país no creció tanto como otras comunidades europeas de la época.
Hay tres razones fundamentales que explican esta divergencia: las guerras en
que Portugal se vio involucrado desde 1640, una emigración muy significativa
hacia los dominios de España e incluso hacia otros países extranjeros, donde lle­
garon a existir numerosas «colonias» portuguesas y, sobre todo, una enorme
dispersión, debida al vastísimo imperio portugués, desde las islas atlánticas, el
Norte y la costa de África y el Oriente, donde los portugueses se desperdigaban
desde el Golfo Pérsico, India y Malaca hasta el Extremo Oriente, como China y
Japón. Si prefiriésemos utilizar cifras —aunque con la máxima cautela, debido a
su conocida imprecisión—, nos arriesgaríamos a afirmar que nuestros antepasa­
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 45

dos residentes en el continente no sobrepasarían el millón y medio de habitantes


en la segunda mitad del siglo xvil. Aumentarían un poco hasta las dos primeras
décadas del siglo xviii, pero inmediatamente la fascinación por el oro de Brasil
fue acusada de provocar el despoblamiento del Reino, sobre todo del Entre-
Douro y Minho. Hay incluso quien arriesga una cifra que va entre ocho y más
de diez mil salidas durante el siglo xviii. La ley del 23 de marzo de 1720 prohi­
bía el éxodo hacia Brasil, para evitar que se despoblara la metrópoli. La con­
frontación de los datos conocidos permitirá afirmar que, al llegar a mediados de
siglo, la población rondaría los dos millones de habitantes. De ahí hasta finales
de la centuria, el movimiento fue, sin duda, ascendente. Aumentando considera­
blemente durante la época josefina, llegaría a alcanzar, durante el Gobierno ma-
riano, para el que se dispone de cifras más precisas, cerca de tres millones de
personas.
¿Cómo estaba jerarquizada esa población? En los tres famosos ordens o es­
tados: clero, nobleza y pueblo llano. A cada uno de ellos correspondía una cate­
goría jurídica y también un conjunto de valores distintivos y de comportamien­
to. Los títulos garantizaban a cada quien su lugar en la jerarquía y adecuadas
formas de tratamiento previstas, además, en el aluará (cédula real) del 29 de ene­
ro de 1739. El clero constituía el primer brazo de la sociedad, con rango, fuero y
comportamiento propios, al cual seguía la hidalguía, que poseía la propiedad de
la tierra, honras y cargos públicos lucrativos. Los dos brazos, en conjunto, po­
seían el 90% del territorio nacional de la época. El tercer estado, cuya importancia
como orden todavía no ha sido completamente esclarecida, comenzó a acceder
cada vez más a los cuadros militares, burocráticos e incluso eclesiásticos del Es­
tado, aumentando cada vez más su importancia con el transcurso del tiempo.
Pero su función esencial, incluso teniendo en cuenta el papel de los mercadores
(comerciantes) y homem-bons (notables) de las ciudades y de los consejos rura­
les, era dinamizar la agricultura, el comercio y la manufactura, sin llegar nunca,
a pesar de eso, a alcanzar a una categoría socioprofesional y política correspon­
diente a su función productiva.
A partir de finales del siglo xvil y, sobre todo, en la época joanina, la noble­
za se dedica también a los asuntos económicos, manufactureros y mercantiles.
Los nobles ganan prestigio ante el monarca y procuran ilustrarse para poder
aconsejarlo. La mejora de la situación económica del país, derivada del flujo de
oro brasileño, permitió a Don Joáo V hacer que la nobleza dependiera más de él,
imponiendo un absolutismo más neto. Pero lo cierto es que la nobleza cortesana
y ultramarina ganó mucha fuerza y prestigio. De ese modo, su hijo Don José
tuvo que proceder a la creación de otra nobleza que le fuese más dócil, abatien­
do a la antigua, cuyo poder chocaba con la filosofía de la Ilustración.
La economía portuguesa sólo puede evocarse aquí esquemáticamente. Todos
están de acuerdo en que hacia finales del siglo xvil el país se recuperaba, gracias
a cierta apertura. A esto contribuyeron el desarrollo de las manufacturas y la
promulgación de una legislación proteccionista, junto con una exportación más
intensa, ya fuera de productos coloniales o metropolitanos, sobre todo vinos. La
industria nacional se vería afectada negativamente por el flujo de oro brasileño,
así como la agricultura. Las razones fundamentales las señaló el marqués de
46 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

Fronteira al naturalista francés Merveilleux en 1738: «Los extranjeros que pre­


sentan memorias al rey para enriquecer al país mediante la agricultura y las ma­
nufacturas han sido numerosos. Ignoran todos que las empresas que proponen
no convienen de ninguna manera al bien del Estado ni a la tranquilidad de los
naturales. Dios nos hizo dueños del oro que extraemos del Brasil sin que casi sea
necesario cavar. Si ese oro estuviese en Portugal, tendríamos todas las manufac­
turas que existen en Francia e Inglaterra, porque nuestras riquezas nos permiti­
rían (...) construir plazas fuertes con numerosas guarniciones. Como, sin embargo,
nuestro oro está en el Brasil, a más de doscientas leguas hacia el interior, toman­
do los extranjeros nuestros puertos podrían fácilmente privarnos del disfrute de
tales tesoros. Nada de esto, ni de semejante, podemos temer mientras los ingle­
ses dispongan de nuestro país como un desaguadero de los productos de sus tie­
rras y de la industria de los naturales de sus reinos. En estas condiciones, nos
protegerán y derramarán su sangre hasta la última gota para defendernos de
quien se atreva a atacarnos. Sin nosotros, los ingleses no podrían vivir; [...] y
ellos son los únicos que dan valor a los vinos y productos portugueses».
De este manera queda esclarecida la razón que llevó a los sucesivos gobier­
nos del siglo xvm a buscar siempre la alianza con los ingleses, principalmente en
períodos de conflicto. Y también se juzgará por qué razones se firmó el famoso
tratado de Methwen en 1703, duramente criticado por Don Luis da Cunha en
su famoso Testamento Político, escrito entre 1747 y 1749. Hoy se considera que
ese convenio anglo-luso no fue tan nocivo para Portugal como pensaban muchos
historiadores de la Economía. Es que a partir de 1705 y de 1713 holandeses y
franceses pudieron volver a vender tejidos de lana en Portugal y, a su vez, los vi­
nos portugueses conquistaron definitivamente el mercado inglés, imponiéndose
a la poderosísima competencia francesa, italiana e incluso española.
Sin embargo, será útil recordar que durante el Gobierno joanino —sobre
todo partir de la década de los años treinta— se intensificó la producción manu­
facturera, que giraba alrededor de cinco artículos principales: hierro, vidrio,
seda, cueros y papel. Si la producción de tejidos de lana salió perjudicada por la
gran competencia externa, no todo decayó. Cuando a finales del reinado el oro
brasileño comenzó a escasear, se promulgó una nueva pragmática (1749) (ley
emanada de autoridad competente, que se diferenciaba de los reales decretos y
órdenes generales en las fórmulas de su publicación), que trataba de evitar la he­
morragia financiera y obligaba al consumo de productos nacionales.
El reinado de Don Joáo fue un período de fuertes perturbaciones sociales,
tanto en la metrópoli como en Brasil. Unas fueron provocadas por resistencias a
las exigencias del ejército, como la de 1708 en Abrantes y la de 1710 en Viseu,
debido a la carestía de los productos agrícolas, cansada por los malos años de
producción cerealera de 1707 a 1711; por las panaderas, los barqueros, los pes­
cadores, por atrasos en el pago de los salarios; por los cocheros y criados del
Pa$ó; por la insubordinación de los nobles (1728), la greve (huelga) de los pe­
dreros de Mafra (1731), la intensificación de las campañas antijudías (1730-
1735), la campaña en pro de la sesta (siesta) en Lisboa (1740) e, incluso, por la
ruptura de la disciplina en los conventos (1731-1740). Otras tuvieron raíces en
motivaciones diferentes, como la guerra dos mascates (1710) en Pernambuco, de
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 47

los emboabas en Minas Gerais (1708), las de Pitangui y de Villa Rica (1719-
1720), la del sertáo de San Francisco en 1736. El reinado del rey magnánimo no
constituyó, pues, una época de bonanza en la esfera social.
Tampoco lo fue la época de Don José. Esto quedó claro en la evolución de la
política pombalina para imponer la monarquía a los tres estados de la nación.
La aspiración se alcanzó progresivamente y alguien pudo afirmar ya que Pombal
creó una verdadera burguesía, impuso una nobleza solidaria y respetuosa de la
Corona, se hizo respetar por el clero, de donde surgieron algunos de sus más in­
trépidos defensores teóricos, como Pereira de Figueiredo, que mostró al pueblo
las ventajas de contribuir al Bem Comum. Todo se logró en fases sucesivas, dic­
tadas no por un programa claro y coherente desde el comienzo, sino por las exi­
gencias de la coyuntura nacional e internacional. En primer lugar, se consolidó
el papel del Estado, atacando a los prevaricadores en todos los frentes. En se­
gundo término (1756-1764), se procuró reorganizar la economía y las finanzas,
adecuándolas a la competencia internacional mediante la creación o aumento de
las grandes compañías comerciales, privilegiadas por la Corona. Por último, se
realizaron vastas reformas en fomento industrial, cultural y ultramarino.
En el período mariano prosiguió la política manufacturera anterior, podien­
do incluso afirmarse que desde 1774 hasta cerca de 1800 la industria portuguesa
vivió un período de crecimiento y euforia, progresando en varios dominios. Pero
el Gobierno trató de acabar con los grandes monopolios privilegiados, liberali­
zando los sectores de intervención privada. Por eso hizo desaparecer o atenuó
los beneficios de las grandes compañías comerciales y entregó muchas que eran
del Estado a particulares. En 1788, el intendente Pina Manique procedió al le­
vantamiento o «mapa» de las fábricas del Reino, que muestra su dispersión por
el país, especialmente en los alrededores de Lisboa, así como en el Centro y el
Norte, abarcando las más variadas esferas de la producción.

Cultura y religión

Se puede considerar que Don Joáo V es uno de los grandes monarcas de la cultu­
ra en Portugal. No es casual que muchos consideren su época como un período
de pre-Ilustración. Beneficiándose del flujo del oro brasileño pudo, como ningún
otro anteriormente, atender la modernización cultural de su gente. Es cierto que
eso se hizo, en gran parte, recurriendo a extranjeros —arquitectos, pintores, es­
cultores, músicos, diseñadores, matemáticos e ingenieros—, lo que perjudicó la
creatividad nacional. Pero ésta también se manifestó claramente, hasta el punto
de que es posible hablar de un barroco portugués, que se manifiesta en la arqui­
tectura, la pintura y la escultura, la música y, sobre todo, en la talla, el mobilia­
rio, los azulejos, la platería y el arte del hierro. Este arte se manifestó con pujan­
za, creatividad y autonomía en la metrópoli, en las islas atlánticas, en el Brasil y
la India, definiendo el genio y la cosmovisión de los portugueses del siglo XVIII.
No se puede hablar hoy del patrimonio portugués más auténtico sin mencionar
las más genuinas creaciones barrocas.
Refiramos, con todo, algunas medidas concretas. Don Joáo quiso conservar
y difundir la memoria colectiva de su pueblo, base de la cohesión nacional y
48 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

fuente de su enriquecimiento. A este fin, fundó la Academia Real da Historia


(1720), que se beneficiaba de numerosos privilegios en relación con los medios
de que disponía y su capacidad para imprimir. Mandó escribir una Historia Ge­
nealógica da Casa Real Portuguesa, bajo la autoría del P. don Antonio Caetano
do Amaral, de la que se publicaron 20 volúmenes entre 1735 y 1749, concedién­
dosele un generoso patrocinio. Bajo su gobierno y protección se publicó el Voca­
bulario Portugués-Latino del P. Rafael Bluteau (10 volúmenes) y los dos prime­
ros volúmenes de la Biblioteca Lusitana (4 volúmenes) de Diego Barbosa
Machado. Se prestó especial atención a la adquisición de obras antiguas y mo­
dernas, raras o accesibles. Frecuentemente el rey solicitaba a sus embajadores en
París, Londres, Roma o Viena la adquisición y el envío de muchos trabajos que
quedarían para enriquecer después las bibliotecas nacionales, estando inicial­
mente destinados a la Livraria Real. De su época son las famosas bibliotecas de
la Universidad de Coimbra y el convento de Mafra. Más importante aún habría
sido la percepción del monarca de que los jesuitas ya no representaban, por lo
menos exclusivamente, la vanguardia de las corrientes culturales de su tiempo.
Por eso se abrió a la influencia de los padres del Oratorio, los privilegió y los
dignificó públicamente, al entregarles la famosa Casa das Necessidades (cons­
truida entre 1745 y 1750) donde, además de una riquísima biblioteca, funciona­
ron gabinetes experimentales abiertos al público interesado. Durante su reinado
se introdujeron en Portugal las corrientes de la filosofía moderna, como hoy está
bien demostrado. Luis Antonio Verney escribió, en Roma, el Verdadeiro Méto­
do de Estudar. Su autor, protegido por el monarca, compuso una sátira mordaz
y una violentísima crítica de los métodos y contenidos de la enseñanza jesuítica,
preparando el terreno al descrédito del que fue objeto en el reinado siguiente.
Entre sus acciones concretas en el plan cultural destacan también el nombra­
miento de Manuel de Azevedo Fortes, filósofo moderno, matemático e ingenie­
ro, como ingeniero mayor; la contratación de Mcrveilleux para proceder a la
elaboración de una Historia Natural del Reino; la convocación de los padres
matemáticos para ir a investigar a Brasil; la conclusión de las obras de la Univer­
sidad de Évora para que estuviese al servicio del Reino; la apertura de cátedras
reales para el estudio de la filosofía, la teología y la moral en el convento de Ma­
fra y de cirugía en el hospital de Todos os Santos. La fundación del Seminário da
Patriarcal dio un fuerte aliento al estudio de la música, vinculando a ella los
nombres de Scarlatti y Carlos Seixas, siendo este último el mayor compositor
portugués de clavicordio. El teatro musicalizado le debe también mucho, por la
construcción del Teatro Real da Opera (1737) y la introducción de ese género
musical entre nosotros. Para finalizar, diríamos que con Don Joáo V la espiri­
tualidad portuguesa se fue adaptando a un pensamiento y una religiosidad con­
ciliadores, sin fracturas bruscas, conduciendo a la denominada «Ilustración ca­
tólica», esclarecida, dialogante, cultora de la verdad, piadosa, pero crítica de los
abusos y desvíos de la época.
En lo que respecta a la segunda mitad del siglo, se constata que fue también
una época de grandes transformaciones. Sin duda el país necesitaba una reforma
profunda, en los planos pedagógico y cultural, sobre todo después de la publica­
ción de algunas obras muy sintomáticas, todavía en el reinado anterior, como la
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 49

Escola Nova, el Verdadeiro Método de Estudar, la Aula da Nobreza o los Apon-


tamentos para a Educando de Uní Menino Nobre. Mediante ellas y la práctica
de algunas instituciones modernas, como la Congregado do Oratorio, el país
percibirá la inadecuación y fragilidad de su enseñanza, e incluso los desvíos de
orientación de su cultura. Era preciso actuar con decisión, como se hizo. El obje­
tivo era abrir el país a las Luzes da Razdo, corrigiendo las graves desviaciones
atribuidas a los jesuítas. Las ideas inspiradoras irían a beberse en Italia, a la que
nuestro país estaba muy ligado desde hacía más de un siglo, y también en Fran­
cia e Inglaterra.
La expulsión de los jesuitas en 1759 abrirá el camino para una acción pro­
funda, orientada por la Razdo y el Bem Comum, con los cuales se identificaba el
poder real. En 1759 se abrió el Aula de Comércio para preparar cuadros para el
buen funcionamiento de la Junta do Comércio, creada tres años antes. En 1761
se creaba el Colégio Real dos Nobres, institución que respondía a una antigua
expectativa, destinada a preparar, mediante la instrucción y formación moral
adecuadas, a las futuras generaciones dirigentes del país, sintonizadas con los
ideales del gobierno. Su estructura organizativa y su currículo se inspiraban en
las sugerencias de Ribeiro Sanches, hombre de mucho prestigio allende las fron­
teras. En realidad, la institución nunca habría de corresponder a las fundadas
expectativas. Faltaban los maestros adecuados (muchos fueron reclutados en el
extranjero, convirtiéndose en personas inadaptadas) y la nobleza no se entusias­
mó con la iniciativa, pues buena parte de ella desconfiaba del ministro. A partir
de 1770 se entró en una crisis irreversible.
Sin embargo, la expulsión de la Compañía de Jesús creó cierto vacío en la
enseñanza, lo que fue hábilmente aprovechado por Sebastiao José. Ese h#*cho
permitió, por primera vez, sentar los fundamentos de una reforma de ámbito na­
cional, de inspiración laica y racionalista. Se seleccionarían y nombrarían profe­
sores reales en todas las ciudades y villas. Las disciplinas esenciales seguirían
siendo la gramática —pero con una nueva orientación—, la retórica y la filoso­
fía. Sólo en 1772 el director general de los Estados do Reino, encargado de una
función orientadora completamente nueva, pudo presentar los resultados de su
trabajo. Por primera vez (al menos teóricamente) quedaba asegurada la cobertu­
ra total del territorio, creándose plazas para 837 profesores: 479 eran maestros
de lectura, escritura y cálculo; 236 enseñarían gramática latina y 38 lengua grie­
ga; 49 se convertirían en maestros de retórica y 35 de filosofía. Todos estos pro­
fesores se dispersarían por el país, por Brasil, África y Oriente. Sin embargo, no
todos los lugares previstos recibieron satisfacción. Muchos reclamaron el nom­
bramiento y fueron atendidos; en otros casos, el gobierno aceptó maestros priva­
dos, siempre y cuando estuvieran debidamente habilitados y respetaran la ley. El
Gobierno josefino sabía que tenía muchos enemigos. Los que estaban dentro del
país, a partir de 1759, si se manifestaban lo hacían de manera velada y no obte­
nían eco suficiente para hacer peligrar el poder. Pero el Despotismo Esclarecido
sabía que el control del pensamiento era la clave fundamental del éxito. Y no
dudó en ordenarlo. Para eso creó, en 1768, la Real Mesa Censoria, a la que le
competía examinar todos los papeles que debían circular en el reino. Simultánea­
mente, el siniestro Tribunal da Inquisi^áo perdía sus competencias tradicionales.
50 EUGÉNlO FRANCISCO DOS SANTOS

Subsistiría, solamente, como un mero tribunal real. Ai funcionamiento de la


Real Mesa Censoria se asoció el lanzamiento del impuesto designado con el
nombre de Subsidio Literario (1772), cuyo objetivo era generar ingresos propios
para financiar la reforma de la educación. Sería aplicado en todo el territorio:
metrópoli, Brasil, África y Oriente, y recaería sobre los aguardientes, los vinos o
la carne.
La extinción de la Compañía de Jesús asestó un golpe tremendo a la ense­
ñanza universitaria. Desaparecía la antigua Universidad de Évora. Quedaba la
de Coimbra, que sería objeto de una cuidadosa reforma, hoy bien conocida en
sus múltiples implicaciones (1772). Para asesorar a Carvalho e Meló en esa ta­
rea, se creó en 1768 la Junta de Providencia Literaria, encargada de proponer
medidas para arrancar a los portugueses de las trevas da ignorancia (tinieblas de
la ignorancia). Esa junta contaba con figuras del más alto prestigio nacional, que
elaboraron un informe muy crítico de la situación de la Universidad, denomina­
do Compendio Histórico do Estado da Universidade de Coimbra (1771). Todo
apuntaba hacia un cambio radical, ya fuera en los métodos, los contenidos o las
materias que había que enseñar. Los Estatutos da Universidade de Coimbra,
concluidos también en 1772, traducían los ideales realistas del gobierno y, si­
multáneamente, se abrían a las ciencias de la naturaleza. Para apoyar sus méto­
dos se abrieron el Gabinete de Historia Natural y el Jardim Botánico, y se pro­
yectaron los laboratorios de física y química. De todas las antiguas facultades, la
más afectada fue la de Teología. El cuerpo docente universitario experimentó
profunda renovación, abriéndose camino para la llegada de varios maestros ex­
tranjeros, de lo que el país se beneficiaría mucho en el futuro.
El Gobierno de Doña María I y el de su hijo Don Joáo no necesitaron renovar
mucho en este ámbito. Se mantuvo la dinámica reformista, fundada en la filoso­
fía de las Luces, siendo ésta una de las facetas más positivas de las dos últimas
décadas del siglo xvm portugués. Tres fueron las grandes realizaciones: Acade­
mia Real das Ciencias, Real Biblioteca Pública y la Casa Pía de Lisboa. La Aca­
demia buscaba situar al país a la par con el avance de las diversas ciencias, im­
pulsando de esta manera el progreso, como sucedía en los países más avanzados.
Fue autorizada en 1779, quedando para siempre asociado a ella el nombre del
duque de Lafóes, Don Joáo Carlos de Bragan^a. A esta iniciativa se vincularon
los nombres de mayor prestigio intelectual de la época, ya fuesen hidalgos, cléri­
gos, profesores o simples curiosos de las ciencias de entonces. A su múltiple labor
se deben, entre otras, las siguientes publicaciones: Dicionário de Lingua Portu­
guesa (1793); Historia e Memoria da Academia Real das Ciencias, a partir de
1797; colecciones tales como las Memorias Económicas, Memorias de Literatura
Portuguesa, unas y otras de enorme proyección para el avance de las diversas
ciencias. Nombres como los de Correia da Serra, Teodoro de Almeida, Domin­
gos Vandelli, Soares de Barros, Joáo Pedro Ribeiro o Antonio Caetano do Ama-
ral unieron para siempre su prestigio personal al de la Academia das Ciencias.
La Real Biblioteca Pública da Corte data de 1796 y estaba destinada a reunir
«como un tesouro de todas as Artes e Ciencias [...] que constituam un riquíssi-
mo depósito, nao só de todos os conhecimentos humanos, mas também dos
meios mais próprios para se conduzirem os homens». El proyecto era antiguo,
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 51

pues remontaba al gobierno de Don José; pero en realidad la inauguración ape­


nas tuvo lugar el 6 de mayo de 1797, en la Plaza de Comercio.
La Casa Pia, debida a la iniciativa de Pina Manique, intendente general de la
policía, recibió la autorización de la reina el 20 de mayo de 1780. Por medio de
esta institución el Estado asumía el compromiso de acoger y educar a jóvenes y
otros pobres en situación de riesgo —huérfanos, expósitos e inválidos— encami­
nándolos hacia las escuelas y las profesiones artesanales. Más tarde, la Casa Pia
abrió sus propios cursos de matemática, lenguas vivas, arquitectura y, sobre
todo, diseño, derivando de estos últimos la Academia do Nu.
Para concluir, en lo que respecta a la Universidad de Coimbra, abatido el
impulsor de su reforma, cayó la institución en una inercia y un marasmo que
sólo consiguió superar muchas décadas después.
No es posible evaluar la evolución de Portugal en el contexto europeo sin re­
ferirse aunque sea de manera muy sumaria al papel de la Iglesia, ya que ésta
acompañaba el curso de la vida de cada persona desde el nacimiento hasta la
muerte, estando presente en todos sus momentos decisivos. Además, constituía
una entidad autónoma, bien jerarquizada y muy poderosa, sobre todo porque
actuaba en los ámbitos de la inteligencia y el sentimiento, dominando de alguna
manera las conciencias. Todo lo que era impreso pasaba previamente por su fil­
tro, por lo que su influencia era avasalladora. Para colmo, estaba intrínsecamen­
te asociada al poder real, toda vez que el monarca, además del patronato, dispo­
nía del derecho de presentación de los obispos, que la curia romana se limitaba a
confirmar. El alto clero procedía, en la abrumadora mayoría de los casos, de la
propia nobleza, ya fuera de sangre o de toga. Había órdenes religiosas en las que
para ingresar era necesario mostrar tales pergaminos o recibir compensación
(éste es el caso de los benedictinos, por ejemplo). El clero participaba en la vida
cotidiana de la Corte, actuando dentro del propio Gobierno (como el cardenal
da Mota y Freí Gaspar da Encarnado, con Don Joáo V) o dirigiendo la capilla
real y confesando al propio monarca. Pombal era sobrino de un canónigo de la
Patriarcal, el Dr. Paulo de Carvalho e Ataíde, y hermano de un obispo, Paulo de
Carvalho, además fue nombrado inquisidor mayor en 1769. La cooperación en­
tre los dos poderes era, por consiguiente, un hecho, estando la Iglesia jurídica­
mente organizada desde la parroquia, las cofradías, las hermandades y las cor­
poraciones. Nada escapaba a su influencia. Su fuerza era corolario de su
autonomía de gobierno para administrar los admirables bienes de que disponía,
sus inmunidades y privilegios que, además, la monarquía procuraba limitar.
Pero, por otro lado, la Iglesia podía recurrir al poder temporal para castigar crí­
menes en el fuero religioso y se arrogaba múltiples competencias que el jus civi­
lismo de la segunda mitad del siglo XVlll comenzó a negarle. A ella se recurría
todavía normalmente en cuestiones de fuero mixto, actuando en este caso los
magistrados y los eclesiásticos, en el ámbito de su jurisdicción, la cual estaba di­
vidida según especialidades, tales como Órdenes Militares, Santo Oficio o Bula
de Cruzada. Por todo esto no es difícil percibir el poder único de que disponía el
clero durante la monarquía absoluta. Además de enseñar en los más variados ni­
veles de escuelas, orientaba una poderosa literatura normativa y se servía del mi­
nisterio de la palabra. El sermón adoctrinaba, orientaba, enmarcaba, coartaba
52 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

psicológicamente, impelía a la acción, abordando los grandes temas del momen­


to. El párroco tenía cada vez más responsabilidad y estaba obligado a conocer,
una por una, todas las ovejas de su rebaño. Las listas de las personas que se con­
fesaban son un buen ejemplo de eso.
Dado que los curas de las aldeas asumían una importancia cada vez mayor y
se exigía de ellos una cuidadosa preparación, se hizo imprescindible la apertura
de seminarios. En ellos se cultivaría su inteligencia y se formarían el carácter y la
personalidad. Pero, con la excepción del de Lisboa, fundado por el cardenal Don
Henrique, todos los demás son tardíos (finales de siglo). Sin embargo, al clero
secular le quedaban dos posibilidades de formación: un convento, abierto al pú­
blico, donde se acompañaba una formación paralela a la de los «hermanos» re­
gulares, o la universidad, especialmente la de Évora, pero también la de Coim-
bra, por donde pasó una pléyade de clérigos prestigiosos durante el siglo xvni.
Evoquemos algunos comportamientos de la población. Éstos, según los rela­
tos dejados por misioneros, visitantes y viajeros, estaban lejos de ser ejemplares.
Teóricamente, todos cumplían los preceptos, todos acataban los consejos de la
jerarquía. Pero la práctica se situaba casi en los antípodas. De ahí la militancia
permanente de la jerarquía. En realidad, el panorama de la vivencia religiosa a
lo largo del siglo XVIII, si se juzga a partir de lo que se conoce bien, no era satis­
factorio. Los abusos se sucedían, incluso dentro de los conventos, y lo más grave
era su repercusión pública. Al llegar al poder, Don Joáo V procuró impedir esos
desacatos, legislando contra la promiscuidad, el libertinaje y el abuso de autori­
dad. Pero no parece que haya conseguido mejoras sensibles. Esto se debe a que
el espíritu barroco no armonizaba muy bien con la austeridad, el orden, el sacri­
ficio y la disciplina de otrora, sobre todo en las denominadas Órdenes antiguas.
En contrapartida, en las nuevas, tales como la del Oratorio los Missionários
Apostólicos o los Lazaristas, se vivía de conformidad con los ideales evangélicos,
por lo menos durante la primera mitad del siglo. Pero, en la generalidad de los
casos, como observó Alexandre de Gusmáo en 1747, la época de las altas pre­
siones de las aguas religiosas pasó irremediablemente.
Bajo el gobierno del rey Magnánimo estalló una violentísima crisis conven­
tual, que alcanzaría después a todas las esferas de la sociedad, la misma que se
conoce con el nombre de Sigilismo e Jacobeia. Por poco no desembocó en un au­
téntico cisma religioso. El monarca tuvo que solicitar al Papa, en 1723, que
nombrase a frei Gaspar da Encarnado para apaciguar las profundísimas disi­
dencias entre los canónigos reglares (sujetos a la regla monástica) de San Agus­
tín. Pero el movimiento arrastró a la comunidad nacional y dio origen a profun­
das antipatías y persecuciones que se mantuvieron incluso en el reinado
siguiente. La crisis del Sigilismo (ruptura del sigilo o secreto de la confesión) di­
vidió a los obispos y obligó a Benito XFV a intervenir para imponer orden.
Cuando Don José llegó al poder y se manifestó su política realista y galicana, los
reformadores fueron duramente perseguidos. En la Corte había clara hostilidad
a la intervención de la curia romana en la resolución de problemas típicamente
nacionales.
Como se refirió anteriormente, el período josefino se debe considerar como
una época de profunda revisión de las relaciones entre el poder civil y el poder
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 53

eclesiástico. Los principios del Despotismo Ilustrado lo exigían y la Iglesia vio


afectada su categoría político-institucional. Teorizó esta doctrina el oratoriano
Pereira da Figueiredo en la famosa obra Demonstrando Theologica, Canónica e
Histórica do Direito dos Metropolitas (Lisboa, 1769). La línea esencial de la po­
lítica religiosa de Don José partía del principio de que el alto clero tenía que co­
laborar con el poder real, porque el poder temporal es superior al espiritual, por
lo menos en lo que se refiere a la política y la seguridad del Estado. Ningún pri­
vilegio eclesiástico podría limitar u obstaculizar el poder del rey. Es a la luz de
estas ideas que se debe entender la difícil relación entre la Iglesia y el Estado du­
rante la época pombalina. Si algunos altos eclesiásticos y superiores de las órde­
nes religiosas acataron esa orientación y la pusieron en práctica, muchos otros la
rechazaron. Tuvieron, por eso, que callarse o dejar el país o, si preferían perma­
necen en él, fueron desterrados a zonas fronterizas, como sucedió a muchos. Es
evidente que esta forma de tratar al clero preparó los caminos para el adveni­
miento del régimen liberal, que deseaba ver a los obispos actuar en plena conso­
nancia con el poder del Estado.
Con Doña María I, las relaciones de la Iglesia y el clero con la Corona se
volvieron mucho más cordiales, pero no disminuyó la vigilancia. Proseguía la ac­
ción de la Real Mesa Censoria y la Intendencia Geral da Policía estaba atenta a
todo lo que pudiese provenir de la masonería o de los «malvados» franceses, in­
cluso si venía envuelto en una sotana eclesiástica. Sin embargo, durante su reina­
do no se registraron enfrentamientos graves.

Políticas coloniales

Las políticas ultramarinas de la época moderna, sobre rodo las de los siglos XVII
y xviii, siguen siendo uno de los temas más polémicos de la historiografía portu­
guesa. La discrepancia de puntos de vista no radica en la discusión de si hubo (o
no) un imperio portugués en Asia, ya que los lusitanos ejercían una vasta in­
fluencia que, geográficamente, se extendía desde el Cabo hasta Etiopía, pasaba
por el Golfo Pérsico, se prolongaba hasta Ceilán, Insulindia y Macao, llegando
hasta el Japón. El tipo de soberanía ejercido en ese mundo era muy complejo,
pudiendo radicar en el descubrimiento, en la conquista o en tratados de mutua
conveniencia (caso de Macao). La polémica entre los historiadores se concentra
más en lo que se debería entender por decadencia de ese imperio, cuáles son las
razones que la explican, los marcos cronológicos más importantes y las conse­
cuencias futuras. Portugal trató de imponer la famosa teoría del niare clausum,
que mucho le convenía, pero los holandeses c ingleses le contrapusieron la del
niare liberum, que les permitía entrometerse en los dominios lusitanos. La unión
dinástica (1580-1640) ofreció a los enemigos de España la justificación para ata­
car su poderío, independiente de que, por lo menos en teoría, se atacara o no a
Portugal. La lucha se desarrolló a escala planetaria, pues se trabó en los cuatro
continentes y en sus mares. Si Portugal triunfó en Brasil y en Angola, no se pue­
de afirmar lo mismo en otras regiones, especialmente en Asia.
Sólo la Restaurando completa de la independencia nacional y la definición
clara de la política interna portuguesa permitirían redefinir la política ultramari­
54 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

na de la monarquía, intentándose el resurgimiento del «imperio» a escala plane­


taria. Eso sucedería a partir de Don Pedro II (1668-1706). L-a revitalización de
ese ámbito, en gran parte garantía de la propia supervivencia nacional, implica­
ba la revitalización de sus órganos administrativos, militares, eclesiásticos y co­
merciales. En esa óptica se ofreció mayor amplitud y claridad al funcionamiento
del Conselho Ultramarino (ley de enero de 1671), dignificándose también la fi­
gura del representante de la Corona, quien continuó recibiendo el título de vi­
rrey en la India y lo obtuvo también en Brasil (a partir de Don Joáo V).
Es importante referir que las posesiones portuguesas se extendían desde el
Norte de África, donde se situaba Mazagáo, pasaban por Guinea, Cabo Verde,
Santo Tomé y Príncipe, Angola, Brasil, Mozambique, India, Timor y terminaban
sólo en Macao. Era un espacio vastísimo, con características geográficas, antro­
pológicas y políticas muy diferentes que exigían, por eso mismo, políticas diver­
sificadas.
Mazagáo constituía una plaza militar enclavada en el dominio árabe nortea-
fricano, cerca de las conquistas españolas de Larache y Arzila. Fue mantenida a
duras penas, como una especie de campo de entrenamiento de los militares, que
de ahí salían para Brasil u Oriente o que, por el contrario, de allá venían en su
auxilio, como fue el caso de Bernardo Pereira de Berredo en 1733. Desde finales
del siglo XVII la plaza vivía en completa dependencia de la metrópoli, de donde
le llegaban el abastecimiento y los medios de defensa. Por eso el gobierno de
Don José decidió su abandono y transfirió la población a Brasil (Amapá).
En Guinea, los portugueses trataban de mantener el comercio de esclavos y
drogas del sertao. Los misioneros procuraban atraer a los indígenas a la causa
del catolicismo y la civilización europea. Con dificultades en las primeras déca­
das del siglo XVIII, la presencia portuguesa, apoyada por los régulos, se mantuvo
y aumentó a partir de los años treinta, estrechamente ligada a los destinos de
Cabo Verde.
Este archipiélago, pobre en recursos, poseía una situación estratégica privile­
giada por el apoyo que proporcionaba a la navegación hacia el Atlántico Sur.
Pero no ofrecía incentivos a los posibles colonizadores. Por eso seguía escasa­
mente habitado. Zona de cierto contrabando y codiciada por franceses e ingle­
ses, estuvo a punto de caer en sus manos, pero la Corona portuguesa logró con­
servarla, abriendo los puertos al comercio libre con el extranjero, como sucedió
a partir de 1721. En todo caso, el papel de la Iglesia y de los misioneros (francis­
canos y jesuitas) tuvo aquí una importancia vital.
El archipiélago de Santo Tomé y Príncipe pasó por una situación idéntica a
finales del siglo XVII y la primera mitad del siglo siguiente. Por falta de colonos
interesados en dejar la metrópoli para instalarse allí, Don Pedro II, en marzo de
1673, ofrecía en las islas libertad de comercio a las naciones amigas. De esa for­
ma esperaba atraer pobladores europeos. Azúcar, algodón y jabón eran los pro­
ductos de la tierra que se intercambiarían con la metrópoli, Brasil y Angola. Se
seguía practicando una agricultura de subsistencia (maíz, mandioca, arroz), pero
la posición estratégica de las islas aconsejaba su posesión y aumento. El inter­
cambio de esclavos con Ajudá, en la Costa de Mina, ayudaba a garantizar su
viabilidad, pues desde ahí comerciaba con Brasil. Además, la relación de Santo
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 55

Tomé con la América portuguesa determinó que su diócesis dejase de depender


de Lisboa, convirtiéndose en sufragánea de Bahía a partir de 1677. Desde co­
mienzos del siglo xvni, los franceses codiciaban a Santo Tomé. En 1709 con­
quistaron la minúscula ciudad, pero, no logrando sus intentos, la abandonaron.
Así, permaneció en posesión de los lusitanos y siguió siendo puerto de abasteci­
miento de navios (agua y verduras).
En cuanto a Angola, siendo una tierra muy variada, de diversas gentes, agru­
padas en reinos, se la reconocía como una zona rica y de abundantísimas posibi­
lidades. La ocupación holandesa desorganizó la administración del territorio,
amedrentando a los colonos, muchos de los cuales huyeron hacia el interior. La
rarefacción de los europeos que dinamizaban el comercio, de preferencia hacia el
Brasil, sobre todo a partir de Luanda y Benguela, llevó a la Corona a enviar a la
colonia a maleantes y vagabundos (1675). Dirigida por un gobernador y capitán
general, Angola se convirtió en una pieza clave para asegurar mano de obra a
Brasil, como ya lo hiciera constar el P. Antonio Vieira. Su comercio dio origen a
frecuentes abusos por parte de funcionarios y eclesiásticos, y la Corona trató de
reprimirlos (1720). Durante la primera mitad del siglo XVIII, franceses y holan­
deses trataron de apoderarse de partes del litoral, pero siempre fueron rechaza­
dos. El poder aglutinador residía en la figura del gobernador o, en caso de va­
cancia, en el Senado da Cámara de Luanda. En 1734 fue nombrado para un alto
cargo (capitán mayor de Ambaca) un angoleño, lo que provocó algunos reparos
en el sector más tradicional de la sociedad portuguesa.
Mozambique, por su parte, se relacionaba cada vez más con los intereses
portugueses en el océano índico, tanto en apoyo a la navegación regular, como
al comercio. Las tentativas de poblamiento y acción misionera en el interior no
lograron grandes éxitos. Más atractivo se mantenía su comercio de marfil con
las diversas partes del imperio portugués. Constaba que existía oro en el interior
del territorio. Acudieron los ingleses y holandeses, pero el metal nunca apareció
y, por ende, el interés por el territorio siguió siendo sobre todo estratégico. Don
Joáo V estableció contactos con representantes de los reyes locales (1722), pero
en esa época la evolución del territorio no atraía a los forasteros. En la década
siguiente se adoptaron varias medidas dinamizadoras, pero continuaba la insufi­
ciencia de gente, a pesar de la acción de los misioneros y otros eclesiásticos, que
trataron de crear una diócesis, pero no lo consiguieron.
India, que constituía un Estado, se reducía, hacia finales del siglo XVII, a Goa,
Salcete y Bardes, en el Sur; a Chaul, Ba^aim y Diu, en el Norte, más la factoría de
Surate. Confiado a grandes gobernadores, el Estado no lograba vencer el cerco ai
que lo sometían los ingleses, que dominaban el Golfo Pérsico, y otros vecinos, es­
pecialmente los maratas, que conquistaron Chaul, Taná y Ba^aim (1739). Portu­
gal dominaba solamente Goa, Damáo y Diu, así como la fortaleza de Surate. Los
misioneros del Oriente, que eran muchos, procedían de las órdenes de San Fran­
cisco, Santo Domingo, San Agustín y San Ignacio. A ellos se agregó el clero secu­
lar, diocesano, pero el entendimiento entre todos no siempre fue un modelo. Las
quejas fueron muchas, señal de que los abusos no eran una figura retórica. Pero
el Oriente continuaba siendo importante, debido al comercio, que giraba alrede­
dor de las especias, tejidos, porcelanas, algodón y diversas drogas.
56 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

Timor, más apartado de los centros frecuentados por los portugueses, sufrió
intensos ataques de los holandeses, desde el comienzo del siglo XVII. La capital
cambió de isla varias veces (Solor, Larantuca, isla de las Flores), hasta fijarse en
Timor. Ahí fue determinante la acción de los dominicos para reducir los régulos
a la soberanía portuguesa. Los gobiernos de los capitanes mayores no siempre se
revistieron del prestigio capaz de vencer los antagonismos internos. Por eso, en
1702 se nombró al primer gobernador general del territorio, lo que debía garan­
tizar una acción más eficaz de la administración civil y militar. Este Gobierno ge­
neral dependía del virreinato de la India. Ahora bien, Meló e Castro (residente en
Goa) y el primer gobernador timorense no se entendieron lo suficiente, como
tampoco el obispo de Malaca —que tenía la autoridad suprema en materia de re­
ligión—, con los poderes locales. Por esa razón la situación fue muy inestable en
el pequeño archipiélago durante las tres primeras décadas. Pero a partir de 1734,
se fue recuperando lentamente. Se reanimaba el comercio, se pacificaban los di­
versos grupos y se fundó un seminario para la preparación de los cuadros loca­
les. El pequeño archipiélago estaba rodeado por el tejido de influencias montado
por los holandeses y, para sobrevivir autónomamente, necesitaba mucha pruden­
cia y determinación. Quienes aseguraban las condiciones de base en el territorio
eran ios frailes dominicos, conocedores de las posibilidades de la tierra y de la
psicología de sus naturales. Su contribución fue inestimable para el manteni­
miento de Timor bajo soberanía portuguesa. La principal fuente de riqueza de la
colonia era la madera, especialmente el sándalo. De ahí se la embarcaba para
Macao y se distribuía después en China o India, la metrópoli y otros mercados.
La más apreciada era el vernielho, excelente para mobiliario y escultura.
Macao, pequeña ciudad enclavada en China, vivía, a fines del siglo XVI!, del
comercio con Cantón. Su historia quedó, tal vez, más indisolublemente ligada a
la acción de la Compañía de Jesús. En la ciudad trabajaron también los frailes
agustinos de España y los jesuitas franceses, tratando de agruparse en comunida­
des propias, lo que dio origen a múltiples problemas de jerarquía y a la famosísi­
ma cuestión de los «ritos chinos». Don Joáo procuró, a todo precio, mantener
en la ciudad la soberanía portuguesa, ya fuera por su importancia como empo­
rio comercial, de gran valor estratégico, o como cabeza de difusión del cristianis­
mo y de la civilización occidental. El Leal Senado, órgano máximo de la estabili­
dad gubernamental, trataba de no lesionar los intereses chinos, al tiempo que
mantenía antiguas ventajas para los lusitanos. Pero la suerte política de Macao
dependía de la benevolencia de los emperadores chinos. En la primera mitad del
siglo XVIII las relaciones oscilaron entre la mayor cordialidad y la hostilidad
abierta, en este caso proyectándose a la integración de Macao en China como
puerto franco. La gran cuestión, siempre subyacente, era la aplicación de la jus­
ticia china en el territorio de Macao, hacia donde huían muchos chinos conde­
nados. El Leal Senado y el gobernador se oponían; las autoridades de Cantón se
consideraban desautorizadas con las fugas de los reos de la justicia. Con mucha
prudencia y el inestimable apoyo de la Iglesia católica fue posible mantener ese
vasto territorio que, en la primera mitad del siglo xviii, estuvo a punto de diluir­
se en la China. Lo que seguramente lo impidió fue un flujo comercial constante
entre el territorio que servía de puente hacia el Extremo Oriente, India, Brasil y
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 57

el Reino. Sedas, lozas finas, damascos, papeles pintados, lacres y muebles eran
los productos más comercializados en esa región.
Abordar las políticas coloniales brasileñas del período joanino (1707-1750)
implica retroceder un poco en el tiempo, recordando uno u otro aspecto de la
política precedente. Don Pedro, todavía como regente del Reino, se preocupó
de defender y dinamizar el imperio ultramarino, como ya vimos. Ahora bien,
uno de los aspectos vitales consistía en garantizar la recaudación de impuestos.
Por eso, los navios comerciales que tocasen Brasil al regresar del Oriente o de
África, o que negociasen directamente con aquel Estado, sólo podían vender
por medio de las aduanas portuguesas, salvo en casos excepcionales. Las penas
que se podían aplicar eran considerables. Defensa, poblamiento y aumento de
la economía se reflejaron en la organización eclesiástica del territorio. Además
de haber autorizado varias nuevas fundaciones de conventos, en 1676, el Papa,
a petición del regente, elevó a la dignidad metropolitana el obispado de Bahía,
quedando, de ahí en adelante, como cabeza de las diócesis de Pernambuco y
Río de Janeiro. Al año siguiente se creó el nuevo obispado de Marañón, des­
membrado de Salvador, región en la que colonos y jesuitas chocaban con fre­
cuencia.
Si el Nordeste y el Norte merecían gran atención por ser las regiones más
pobladas y disputadas por los enemigos del imperio portugués (Holanda, Fran­
cia e Inglaterra), en el Sur la rivalidad entre portugueses y españoles se prolonga­
ba hasta el Río de La Plata. A pesar de varios intentos que remontan al inicio del
siglo xvi, ninguno de los dos pueblos ibéricos establecerá, definitivamente, nin­
gún poblado fijo y regular en la margen izquierda, ni siquiera después de la fun­
dación de Buenos Aires. Sin embargo, los portugueses sabían bien cuán lucrativo
era el comercio en esa región, sobre todo el de contrabando. Salvador Correia de
Sá alertó al rey sobre la importancia de ese intercambio y de la región en general
(último tercio del*siglo xvil). Otro tanto había sido constatado ya por los paulis­
tas, cuando atacaron las reducciones de los tape. Don Pedro, cuando lo conside­
ró oportuno, solicitó a España el pago de los 350000 ducados de oro, previstos
en Zaragoza, por la no devolución de las islas Filipinas. Ante el rechazo de esa
entrega, de la respectiva indemnización o de la apertura de una línea de comer­
cio entre Río de Janeiro y Buenos Aires, el monarca portugués resolvió vengarse.
Preparó una escuadra bajo el mando de Don Manuel Lobo, quien en 1680 fun­
dó la colonia del Santísimo Sacramento en la margen izquierda del Plata, frente
a Buenos Aires, y que se convertiría en fuente de múltiples conflictos entre por­
tugueses y españoles. Sucesivamente destruida y reedificada, sólo el Tratado de
Utrecht de 1715 la devolvería a Portugal.
No obstante, lo más importante es referir que hacia finales del reinado del
padre de Don Joáo V se encontró, por fin, oro en Brasil, en cantidad apreciable.
Las rutas resultaron tan productivas que en el año 1703 los navios de la flota de
Brasil descargaban ya en Lisboa cerca de 4 350 kg. La flota de 1706 fue la ma­
yor de todas las que hasta entonces se había recibido (150 navios). Al asumir los
destinos de la Corona, Don Joáo V podía tener fundadas esperanzas de moder­
nizar su país y engrandecerlo a los ojos de sus contemporáneos. Recordemos las
líneas esenciales de su política en lo que se refiere a Brasil.
58 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

Ampliado el límite sur de la soberanía portuguesa hasta el Plata, era impor­


tante poblar esas tierras sureñas vacías, distribuyéndolas entre quienes estuviesen
dispuestos a hacerlas productivas. Para eso era indispensable atraer colonos. Ésta
fue una de las preocupaciones del monarca. Tanto Santa Catarina como Río
Grande de San Pedro conocerán ahora un fuerte impulso. Se ofrecían ventajas a
|os matrimonios que deseasen ocupar las tierras que les serían donadas, sobre
todo a quienes fuesen oriundos de las islas de Madeira y Azores. Con ese propósi­
to, el Estado adquiría las capitanías particulares todavía existentes (1709-1713).
La preferencia por los matrimonios traducía el deseo real de que esas poblaciones
se radicasen definitivamente, para que los campos del Sur dejasen de ser simples
zonas de paso y se iniciase también una agricultura sistemática, sin la cual la re­
gión jamás prosperaría. Para reivindicar la soberanía portuguesa, era preciso que
sus súbditos estuvieran asentados en esas tierras. El paso decisivo se dio solamen­
te en 1717, con la construcción del fuerte Jesús-María-José en tierra firme —a la
entrada de la Lagoa dos Patos, embrión de la ciudad de Río Grande— por José
da Silva País, ayudado por un famoso arriero del Sur, Cristovao Pereira de
Abreu. En 1746, el archipiélago de las Azores fue asolado por el mal tiempo, per­
diéndose una parre de las cosechas, lo que para muchos significó un período de
hambruna. El monarca mandó fijar edictos por los que se invitaba a los volunta­
rios a emigrar a Brasil en condiciones atractivas. Muchos partieron. Desde enton­
ces, el flujo hacia Santa Catarina y Río Grande se hizo más notorio, pero aumen­
tó aún más tras la firma del Tratado de Madrid, en 1750.
La aparición de oro en Minas Gerais y el consiguiente flujo masivo y anár­
quico de hombres de las demás zonas del Brasil y el continente, obligaron a Don
Joáo V a replantearse la organización administrativa y judicial. Se crearon las
capitanías de Sao Paulo y Minas de Ouro en 1709, de Minas Gerais en 1720, de
Santa Catarina y de Río Grande de San Pedro en 1738, todas dependientes de
Río de Janeiro. Simultáneamente, y dentro de los parámetros del absolutismo, se
eliminaron progresivamente las jurisdicciones sobre tierras, procurando integrar
las capitanías todavía existentes en manos de la Corona, si bien el proceso sólo
se concluyó en el reinado siguiente.
Sin embargo, junto con un mejor conocimiento científico de Brasil —en el que
comenzaron a trabajar los «padres matemáticos», los jesuitas Diego Soares y Do­
mingos Capassi—, el territorio conoció un innegable impulso de desarrollo, especial­
mente en la región minera. Así, Sao Paulo fue elevada a la categoría de ciudad
(1711), creándose numerosas villas, tales como Recife (1709), Nossa Senhora do Ri-
beiráo do Carmo, Vila Rica de Ouro Preto, Sabará (1711), San Joáo d’EI Rei
(1713), Vila do Principe y Vila Nova da Rainha (1714), Pitangui (1715), San José
d’EI Rei (1718), Ara^aí (1730), todas situadas en Minas Gerais, siendo ellas el resul­
tado, en la mayoría de los casos, de transformaciones de los campamentos mineros.
Otras poblaciones, de gran futuro, surgieron bajo el reinado de Don Joáo V: Vila do
Desterro, en Santa Catarina (1723); Cuiabá, en Mato Grosso (1727); Vila Boa, en
Goiás (1739) y Vila de San Pedro, en Rio Grande do Sul (1747), que comenzó con el
fuerte mencionado anteriormente. En 1745, la Vila de Ribeiráo do Carmo recibió el
estatuto de ciudad, pasando a llamarse Mariana, en homenaje a la reina. Concomi-
tantemente se crearon varias comarcas, la mayoría también en Minas Gerais.
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 59

En la esfera eclesiástica también se ampliaron los cuadros superiores, lo que


implicaba el reconocimiento papal de las zonas mencionadas. Se creó la diócesis
de Pará, en Belém (1719), desdoblada de Marañón, la de Sao Paulo (1745) y la
de Mariana (1745), erigiéndose también en la misma fecha prelaturas en Goiás y
en Mato Grosso.
Todavía durante el período joanino se cuidó de fortificar algunos puntos es­
tratégicos, sobre todo en las zonas fronterizas del interior (como en Mato Gros­
so) a lo largo de la costa, sobre todo al Sur de Sao Paulo; se incentivó la cons­
trucción naval, se creó la casa de la moneda y la de fundición de oro, y se
abrieron nuevos caminos para acceder a las minas, a partir de Río de Janeiro.
Esta ciudad conocería, además, un impulso notable a partir de entonces.
En términos globales, podemos afirmar que la política de Don Joáo V en re­
lación con Brasil se asienta en tres pilares: control y aprovechamiento de la re­
gión de Minas Gerais, donde se quería imponer la autoridad real y el orden so­
cial; ampliación y posesión de la región de Mato Grosso, donde también
apareció oro y hacia donde fue enviado como primer gobernador y capital gene­
ral Don Antonio Rolim de Moura Tavares, por carta real del 19 de enero de
1749; defensa y poblamiento rápido del Sur (Santa Catarina y Río Grande), sin
lo cual se perderían las praderas que suministraban a los mineros carne, trans­
porte mular y pieles, y se dejaría a Sao Paulo y Minas expuestas a la posible in­
vasión de los españoles y sus indios aliados.
Sin embargo, mantener el Sur significaba controlar fácilmente Sao Paulo y
Minas. Eso mismo fue lo que entendieron los paulistas cuando, durante el reina­
do siguiente, fueron movilizados para la guerra del Sur. Era su propia seguridad
la que quedaría amenazada si los españoles avanzaban hacia el Norte. La prepa­
ración cuidadosa de las claúsulas del tratado de 1750 traduce una actitud prag­
mática, deseo de paz duradera y certeza de la salvaguardia de lo que era esencial
para el Estado de Brasil. Quedaba consagrado el principio del uti possidetis, se
revocaban las cláusulas del Tratado de Tordesillas (1494), se garantizaba la pose­
sión del Oeste (Mato Grosso y Goiás) y una enorme parte de la cuenca amazóni­
ca. Las pérdidas del Sur, que, además, no eran muy numerosas, serían compensa­
das por los Sete Povos das Missóes del Uruguay. La gran reserva de tipo político
consistía en la entrega de la Colonia de Sacramento, mantenida con inauditos sa­
crificios durante 70 años. Pero, en compensación, la España de Fernando VI re­
conocía a Portugal un enorme territorio (entre 7.5 y 8 millones de km2), con
fronteras mutuamente acordadas, las cuales, con pequeñas alteraciones, consti­
tuirían el Brasil del futuro. La diplomacia joanina acabaría por consagrar una po­
lítica heredada, sin duda, pero continuada y mantenida con tenacidad, que el mo­
narca trató de consolidar en los planos administrativo, judicial, eclesiástico,
militar, técnico e incluso económico. Ése será, incluso,’su gran mérito. El rey reci­
bió grandes fortunas de Brasil en oro, diamantes, azúcar, algodón, cueros, taba­
co, pero consiguió, de algún modo, actualizar y dar cuerpo al contenido del mito
de la iIba brasil.
La segunda mitad del siglo XVIII estuvo marcada, esencialmente, por la lla­
mada política pombalina, concluyéndose el siglo con Doña María I y su hijo
Don Joao VI.
60 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

El reformismo, derivado de los principios de la Ilustración, fue una constan­


te durante el reinado de Don José y dicha orientación política habría de reflejar­
se en Ultramar, como en realidad sucedió. Mazagáo, último símbolo de la pre­
sencia lusitana en el Magreb, fue abandonada. Constantemente asediada por los
árabes circundantes, sometida a carencias de todo tipo, sólo habría resistido más
tiempo si la Corona la hubiese socorrido permanentemente. No había perspecti­
vas de futuro. Por eso, el abandono se decidió e hizo realidad en 1769, y sus po­
bladores se dirigieron hacia Brasil, donde fundarían una ciudad con el mismo
nombre, en la región de Amapá, planeada por Lobo de Aimada.
El Gobierno trató de dar un nuevo impulso a Guinea. El único núcleo toda­
vía organizado se llamaba Cacheu y sobrevivía gracias a las relaciones con Cabo
Verde. A partir de 1753 se trató de volver a erigir la fortaleza de Bissau, donde
siempre fue muy problemático mantener buenas relaciones con los nativos, atra­
ídos por el comercio con los otros europeos. Sin embargo, al fundarse la Com­
panhia Geral do Gráo-Pará e Maranháo (1755), la Corona le ofreció el mono­
polio comercial de Guinea, con la condición de que construyera la fortaleza de
Bissau, lo que sucedería cerca de diez años después. A partir de entonces, Bissau
se convertiría en el símbolo y la cabeza de la presencia portuguesa en esa región
de la costa africana, sirviendo de apoyo al comercio con los indígenas.
Cabo Verde pasó por enormes dificultades en la segunda mitad del siglo xvm.
En esas islas muy pobres, la sociedad local mostraba una extraña conflictividad:
poderes locales contra autoridades reales, miembros de las cámaras civiles desave­
nidos con la jerarquía religiosa. En su empeño de mejorar la situación, el gobierno
josefino entregó también a la Companhia Geral do Gráo-Pará e Maranháo la ad­
ministración del archipiélago. A duras penas se logró imponer el orden en la socie­
dad y entre las diversas islas, gobernadas por capitanes mayores, responsables de la
defensa militar y el castigo de los delincuentes. El clima de intriga y violencia au­
mentó con el asesinato del oidor general del archipiélago, el bachiller Joáo Vieira
de Andrade, en 1763, en la isla de Santiago. Como siempre, el castigo del Gobier­
no josefino fue scverísimo. Se pacificaron los bandos en pugna. Pombal, bajo el go­
bierno de Saldanha Lobo, ordenó transferir la capital de Ribcira Grande a la ciu­
dad de Praia, de donde nunca más salió. El final del Gobierno de Don José
coincidió con años de enormes carencias, provocadas por sequías muy prolonga­
das. Fue preciso saciar el hambre de la población, enviando desde el exterior pro­
ductos alimentarios, como carne y harina. Incluso los navios extranjeros que atra­
caban en las islas, daban lo que podían a la población. Para sobrevivir, muchas
personas se ofrecían como esclavos. Se trataba de un recurso para abandonar las
islas donde, junto con las sequías, había plagas (de langostas, ratones o grillos) que
destruían toda la vegetación. Las riquezas locales estaban constituidas por escla­
vos, orcina, un poco de algodón y aceite de ballena. A pesar de la debilidad del ar­
chipiélago en cuanto a recursos, la reforma pombalina de los estudios menores no
olvidó a Cabo Verde, donde se crearon plazas para maestros encargados de ense­
ñar a leer, escribir, contar y también gramática latina. En las islas de Santo Antáo y
Santiago se mantenía, paralelamente, la enseñanza eclesiástica para el clero local.
Santo Tomé y Príncipe sufrió algunas alteraciones. La isla del Príncipe pasó
a ser la sede del Gobierno (1753), con rango de ciudad, y hacia allí se trasladado
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 61

también la catedral; pero en 1756 se unió el gobierno de ambas islas. La Corona


reclamó para sí el señorío total del archipiélago, hasta entonces compartido con
la familia Alcá<;ova Carneiro. Santo Tomé y Príncipe vivían de las aguadas que
facilitaban a los navios en viaje, del cultivo de verduras y, sobre todo, del inter­
cambio de esclavos, intensamente practicado con el Brasil, especialmente con
Bahía, a través de la fortaleza de Ajudá, en la costa vecina. Tras el tratado de
San Ildefonso de 1777, las pequeñas islas próximas, Fernando Poo y Ano Bom,
fueron entregadas a España, aunque con resistencia de los moradores de esta úl­
tima. A fines del siglo xvm la situación mejoró, pero nunca fue floreciente.
Angola, por su posición geográfica, desempeñaba un papel clave en el con­
junto del imperio ultramarino, aunque progresivamente se había convertido en
una verdadera «colonia» de Brasil y su verdadero abastecedor de la codiciada
mano de obra esclava. Ésta aumenté) regularmente a lo largo de la centuria y su
intercambio se dinamizó, con productos enviados de Brasil —como tabaco o
aguardiente— o del Reino —como tejidos, lozas, metales y sal—. El territorio
angoleño conoció la paz durante las primeras décadas del siglo xvni y Portugal
consiguió hacer respetar su soberanía sobre el territorio procurando, a partir de
ahí, organizar la Colonia y estrechar las relaciones con la madre patria. Para su
gobierno se escogieron políticos y administradores de calidad y Pombal trató de
aumentar su desarrollo, convencido, tal vez, de que ahí se levantaría, en el futu­
ro, un nuevo Brasil. Puesto que el contrabando constituía un obstáculo al desa­
rrollo controlado, toda vez que él contrariaba el monopolio de la Corona, el go­
bierno de Don José decretó la completa libertad de comercio para todos los
portugueses (1758), ya fuera en la costa o en el interior, donde, hasta entonces,
sólo negros y mulatos estaban autorizados a comerciar. La nueva medida revo­
lucionaba las estructuras de la organización productiva y comercial de la Colo­
nia, toda vez que buena parte de los europeos residentes en los puertos de em­
barque (Luanda y Benguela) había partido hacia el interior en busca del lucro
fácil e inmediato. Simultáneamente, se trató de estimular la producción local en
la agricultura (pastel [planta crucifera de los tintoreros o pastel-dos-tintoreiros],
orcina, plantas alimenticias), la minería (hierro), la industria (pieles), la creación
de aldeas mixtas en el interior, con el fomento de matrimonios multirraciales, la
asistencia (hospital), la construcción de una aduana, graneros y la administra­
ción de justicia.
El Gobierno actuaba con el objetivo de transformar Angola en una escala
sistemática para su navegación en el Atlántico sur, apoyando el tráfico con el
Oriente, vía Brasil. La expulsión de los jesuitas en 1760 repercutió negativamen­
te, ya fuera en la acción misional o en la enseñanza,, si bien la acción reducida de
los jesuitas en Angola no puede compararse con la de Brasil. Para reemplazar a
los sacerdotes se envió a maestros de lectura, escritura, cuentas y gramática,
cuando se aplicó la reforma de los estudios menores. El gran gobernador de la
época, don Francisco de Sousa Coutinho (1764-1772) llevó al auge la promo­
ción del territorio. Después volvió a estancarse, para conocer apenas un nuevo
impulso de desarrollo en la última década del siglo, al tiempo que se organizaba
la primera conexión por tierra entre Angola y Mozambique (Tete). En síntesis,
podemos afirmar, como lo hicieron muchos autores contemporáneos, que a me­
62 EüGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

dida que el siglo xviii avanzaba, Angola se reducía a la condición de colonia de


Brasil (Meló e Castro e Silva Lisboa, por ejemplo).
Mozambique, más distante de los centros del imperio, arrastraba una exis­
tencia mortecina. Dependía, económica y administrativamente, de la India, con
la que comerciaba regularmente por mar, y casi hacía caso omiso de Lisboa.
Además, la compañía de Diu disponía del monopolio del comercio con Mozam­
bique. En verdad, quien gobernaba este territorio era el virrey de la India. Esta
situación perjudicaba su desarrollo. Por eso mismo, el Gobierno de Don José,
mediante decreto de 1752, separó Mozambique del Estado de la India, depen­
diendo de ahí en adelante directamente de la Corona. Simultáneamente, se pro­
curaba imponer el orden en el territorio y dinamizar su comercio y producción.
Al efecto, se creó la Junta do Comercio de Mozambique e Ríos de Sena, ofre­
ciéndose también la libertad de comercio a todos los portugueses (1755). Se
prohibía a los funcionarios públicos que negociaran, pagándoseles el sueldo en
dinero.
Sin embargo, los extranjeros (en particular holandeses, ingleses y franceses),
atacaban de vez en cuando ese territorio, tratando de establecer puntos regulares
de comercio, sobre todo de esclavos. Por eso los representantes del poder real y
los comerciantes ahí establecidos insistían en que se enviase gente del Reino para
poblar el territorio, construir caminos, edificar habitaciones duraderas, enseñar
a los naturales a producir y comerciar regularmente. Para apoyar a la Iglesia lo­
cal se fundó un seminario en la ciudad de Mozambique (1761), abriéndose la
posibilidad de que mulatos y negros accedieran al sacerdocio. A finales del siglo,
Mozambique conoció también cierto desarrollo. A la par con la extracción de
algo de oro, plata, cobre y hierro, se fomentó la agricultura, introduciéndose el
cultivo del café, y se reorganizó la pesca de la ballena. Se creó una Junta da Fa-
zenda y una aduana para regular el comercio.
El Estado de la India constituía en Oriente un símbolo de la fuerza y el pres­
tigio de otrora, continuando la reivindicación del derecho al patronato para
toda Asia, aunque éste le comenzase a ser negado en la década de los setenta.
Pero Goa seguía llamándose la Roma del Oriente, a despecho del Papado, por
intermedio de la congregación De Propaganda Fide, que nombraba autónoma­
mente misioneros y vicarios apostólicos para toda Asia. A pesar de eso, Goa se­
guía siendo la cabeza de la fuerza oriental portuguesa y dominaba un gran tráfi­
co comercial. Los lusitanos tomaron incluso hasta la ofensiva militar, fueron
derrotando a sus enemigos, sobre todo a los maratas (pueblo de la India meri­
dional) y sus aliados, incluso tras una u otra humillación clamorosa (como la de
1756, en que fue muerto el virrey). Goa anexó incluso territorios vecinos, a lo
que se denominó Novas Conquistas, que se mantendrían hasta el siglo XX.
Bajo Pombal ocurrieron allí algunos cambios importantes. Uno de ellos fue
el traslado de la capital a Pangim (1760), por haberse constatado que Goa no
ofrecía las mejores condiciones sanitarias para los europeos. La nueva ciudad fue
construida casi simultáneamente con la Lisboa pombalina y por eso presentaba
muchas semejanzas urbanísticas. Otras medidas importantes fueron la que de­
cretó la libertad de comercio para todos los portugueses (1755-1756) y la que es­
tablecía que todos los indígenas cristianos, independientemente de su raza o co­
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 63

lor, eran a partir de entonces aptos para el ejercicio de cargos públicos, teniendo
incluso la preferencia en su propia tierra. El acceso a la carrera eclesiástica ya se
les había permitido anteriormente. En el plano administrativo, se trató de simpli­
ficar la burocracia y reducir el número de funcionarios, hasta entonces muy ele­
vado. En 1774, se suprimió el título de virrey y se atribuyó el de gobernador al
representante de la Corona. El mismo año se abolió el Tribunal de la Inquisi­
ción, que actuó casi siempre sobre los indios, y que ahora, en una época de acer­
camiento de razas y de tolerancia iluminada (ilustrada), no merecía continuar.
Lo mismo sucedió con el Tribunal da Relajo de Goa. Igualmente, se reorgani­
zaron los mecanismos de la defensa militar, el comercio, la navegación, el fun­
cionamiento de las cámaras municipales, misericordias y hospitales. La expul­
sión de los jesuitas, en número considerable (221), planteó un grave problema,
tanto en la enseñanza como en la misión. A esta situación se trató de responder,
si bien bastante tarde (1773), mediante la creación de escuelas públicas y una
mayor apertura a otras congregaciones religiosas competidoras de los jesuitas
(oratorianos, por ejemplo). Ya a finales de su mandato, Pombal elaboró una es­
pecie de programa de gobierno adaptado a las condiciones de la India, bajo el tí­
tulo de Instruyes (1774), que compendiaba las ideas clave para una administra­
ción adecuada del territorio, ya fuera política, financiera o eclesiástica.
Con la caída de Pombal se inició una reacción hacia algunas de sus medidas.
Reapareció la Inquisición (1779) y se reactivó el Tribunal da Rela^áo (1778),
concediéndose nuevamente el título de virreyes a los gobernadores de la India
(1807). El Gobierno de Doña María I trató de relanzar el territorio en el contex­
to del imperio portugués, pero no lo consiguió, a pesar de algunas medidas
atractivas como, por ejemplo, la creación de un Consejo Legislativo en Goa
(1778). Pero cerca de diez años más tarde se descubrió y juzgó una conspiración
de nativos destinada a expulsar a todos los europeos. Habían pasado definitiva­
mente los tiempos áureos del Estado Portugués da India.
Timor y Solor constituían, en Indonesia, símbolos de la soberanía lusitana.
Las islas dependían del comercio de sándalo con Macao, que era muy irregular.
Por eso tampoco se incursionó en el interior, pues las maderas se comercializa­
ban en los puertos. Sólo los misioneros fueron avanzando tierra adentro, convir­
tiendo a la gente, abriendo escuelas, asistiendo a las poblaciones. En 1769, Dili
se convirtió en capital del territorio portugués y en 1785 le fue concedido un re­
glamento de aduana. Timor era demasiado poco importante para recibir inver­
siones del gobierno.
Macao siguió siendo portuguesa, por interés mutuo. Quien gobernaba ver­
daderamente era el Leal Senado, compuesto por blancos nacidos ahí y por mesti­
zos. El gobernador cuidaba esencialmente la defensa y el orden entre los milita­
res. Ni siquiera el Gobierno de Don José consiguió disminuir el poder del
Senado. Sus poderes emanaban del control de todo el comercio, que era ejercido
libremente, sobre todo con China. La expulsión de los jesuitas asestó un duro
golpe al territorio, pues, además de la enseñanza de alto nivel, la Compañía
mantenía importantísimas misiones en China, que fueron abandonadas cuando
sus miembros se fueron del territorio. Ni siquiera la creación de estudios públi­
cos, en 1773, reparó el daño. El fin de siglo conoció una política indecisa hacia
64 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

el territorio: por un lado, la Corona trataba de aumentar las relaciones comer­


ciales con el extremo Oriente, por medio de Macao, vinculando con él otros ám­
bitos imperiales, como Brasil, Mozambique e India. Con esa perspectiva, se ofre­
cían ventajas a los negociantes privados. Pero por otro lado, la política de
privilegios, favorecida por la Corona, chocaba con esa práctica. De ahí las cons­
tantes indecisiones.
Finalmente, referiremos algunos datos sintéticos relativos a Brasil en la se­
gunda’ mitad del siglo xviii, cuya evolución se conoce mucho mejor que las de
las demás regiones ultramarinas. Pombal tenía clara conciencia de que Brasil
constituía la verdadera joya de la Corona Josefina, compitiéndole, por eso, guar­
darla, ennoblecerla y darle lustre, siguiendo, además, la política del reinado an­
terior. Carvalho e Meló escuchó a hombres de la más alta nobleza y peritos, resi­
dentes en el extranjero o en la metrópoli, y se rodeó de colaboradores fieles y
muy cercanos para la ejecución de sus ideas políticas.
El enorme espacio luso-sudamericano, irregularmente poblado, presentaba
cuatro capitanías principales: Minas, Bahía, Pernambuco y Río de Janeiro. Eso
significaba que partes considerables del territorio se encontraban vacías, ya fue­
ra en el interior del área occidental, en el Norte o en el Sur. Además de que los
territorios vacíos eran inútiles y como inexistentes, también representaban un
peligro político, pues eran amenazados por los rivales de la Corona: España,
Francia, Holanda e Inglaterra. ¿Cómo poblar rápidamente tantos espacios? Se
aplicaron varias soluciones: continuar la política de transporte y asentamiento
de matrimonios provenientes de las islas (Azores y Madeira) ofreciéndoles viaje,
tierra, dinero, ganado, instrumentos agrícolas y semillas, modalidad iniciada re­
gularmente en el reinado joanino; importar esclavos africanos, especialmente de
Mina y de Angola, y, sobre todo, tratar de «civilizar», mestizar y atraer hacia la
soberanía portuguesa a los indios. Nadie, como ellos, conocía la tierra, la valo­
raba y, por consiguiente, podía defenderla. Era urgente hacer de la defensa de
los intereses de los indios la causa del mantenimiento de la soberanía portugue­
sa. Aboliendo las diferencias raciales, casándolos con blancos, rehabilitando la
condición de los mestizos, formándolos en todos los oficios; en fin, instruyéndo­
los, Portugal garantizaría la posse (posesión) legítima y pacífica de esas tierras.
Había, pues, que replantear la cuestión de la libertad de los indios, haciéndola
compatible con las atribuciones hasta entonces confiadas a los misioneros.
Para hacer «descender» a los indios del sertáo era urgente garantizarles tra­
bajo libre, pago justo y humanidad de trato. Las leyes de 1755 conferían total li­
bertad a los indígenas, ya sea en lo referente a sus personas o a sus bienes, privi­
legiaban a los portugueses que se casaban con mujeres nativas, prohibían a los
misioneros que ejercieran poder temporal sobre los habitantes brasileños. Teóri­
camente, al menos, se llegaba al final de la esclavitud de los indígenas. Pero la
mala voluntad de los moradores, habituados al trabajo forzado de los nativos,
no se haría esperar. De ahí la prudente actuación de los gobernantes. Así, la ley
de la libertad indígena sólo se promulgó dos años después (1757) y se aplicó úni­
camente en Pará y Marañón, ampliándose el año siguiente a todo Brasil. De ahí
en adelante, sería la autoridad civil quien dirigiría los destinos de la población y
el clero se limitaría a la esfera espiritual.
LAS TRANSFORMACIONES DE PORTUGAL EN EL MARCO EUROPEO 65

Los misioneros continuarían desempeñando un papel de vital importancia,


colaborando con los poderes políticos en la organización de las aldeas fronteri­
zas, cerrando el paso a los rivales, ya se tratase de reformados o de católicos, y
enseñarían la lengua portuguesa a los catecúmenos. Además, el portugués adqui­
riría carácter obligatorio en todos los documentos y debería ser enseñado en to­
das las aldeas, villas y ciudades. Muchas de ellas recibieron nombres portugue­
ses, que todavía conservan hoy en día. Algunas de estas decisiones políticas
chocaban con los intereses y los privilegios de la Compañía de Jesús. El choque
entre las decisiones emanadas del poder real y la actuación de los jesuítas fue
más grave en los extremos norte y sur de Brasil. Los episodios de esc diferendo
dieron origen a una abundante literatura y son conocidos en sus líneas esencia­
les. La expulsión de los jesuitas de todos los territorios portugueses (1759) fue el
corolario fatal de ese enfrentamiento.
En el plano administrativo, el gobierno de Don José se decidió por otra polí­
tica tributaria en las regiones auríferas. En vez del quinto se cobraría una cuota
anual que se entregaría a la Corona (100 arrobas), regulada mediante el Regi­
mentó das Intendencias e Casa de Fundido (1751). Se combaría, simultánea­
mente, el contrabando de diamantes y piedras preciosas. Para eso se creó el Dis­
trito y la Inspec<;áo dos Diamantes. El azúcar y el tabaco recibieron también un
trato especial, como productos de alto valor económico, por medio de reginten-
tos (reglamentos) propios. Con creación de monopolios se procuraba el fomento
de las diversas regiones consideradas y la superación de las restricciones impues­
tas por la competencia internacional. Para evitar el contrabando y el flujo de ex­
tranjeros en el comercio, se prohibieron los cotnissários volantes y se abolió el
régimen de flotas entre la metrópoli y Brasil, incentivándose, al mismo tiempo,
la construcción naval.
Debido a la anulación de las cláusulas del Tratado de Madrid, a partir de
1761 España y Portugal reanudaron la guerra por la posesión de la cuenca del
Plata. Dos años después, el virreinato de Brasil pasaba a tener su sede adminis­
trativa en Río de Janeiro; desde ahí se comandó la guerra del Sur, que concluiría
con el Tratado de San Ildefonso (1777), por el cual Portugal recuperó los territo­
rios al Sur de Santa Catarina hasta el Chui.
En ese período, Brasil estaba poblado de fuertes, fortalezas y plazas de gue­
rra en posiciones estratégicas. Pero para actuar en todo el territorio sin reserva
alguna, se incorporaron a la Corona las capitanias-donatorias (capitanías here­
ditarias), que todavía sobreviven. Para controlar mejor el territorio del Norte se
creó la capitanía de San José do Rio Negro, primero con sede en Barcelos y des­
pués transferida a Manaos. Sin embargo, en 1772, la Corona decidió acabar con
el estatuto del Estado do Grao Pará e Maranháo, colocando sus cuatro capita­
nías bajo la jurisdicción directa del Gobierno de Lisboa. Para mejorar y adminis­
trar justicia más rápidamente se creó la Rela^áo de Río de Janeiro, paralelamen­
te a la de Bahía. Finalmente, hay que señalar el nombramiento de maestros
reales que, a partir de 1759, deberían encargarse de las escuelas abiertas para los
indios, dirigidas por seculares, utilizando una metodología moderna, contra­
puesta a la arcaica de los jesuitas. Sin embargo, ni el Subsidio Literario, creado
en 1772, consiguió implantar el proyecto de dotar al Brasil de una amplia red de
66 EUGÉNIO FRANCISCO DOS SANTOS

escuelas. La abrumadora mayoría de la población era pobre y faltaban maestros


habilitados.
En conclusión, parece que podemos afirmar que el Gobierno josefino, en­
frentado con la crisis de los metales preciosos, se decidió a proteger nuevas áreas
de actividades agrícolas, pecuarias y piscícolas; diversificar cultivos, tales como
el café, el tabaco, el algodón y el azúcar, reconvirtiendo así la economía colo­
nial, que se alteró poco hasta finales del siglo. La demarcación de las fronteras
era la tarea prioritaria. Con todo, Doña María acabaría con las compañías mo­
nopolistas, prohibiría la instalación de fábricas y manufacturas para no perjudi­
car la agricultura y la colonización de las tierras vacías y, debido a la quiebra del
oro recaudado y la insatisfacción que provocó la nueva derrama (en las regiones
mineras, cobranza de los quintos atrasados o de un impuesto extraordinario), se
vería enfrentada con la Inconfidencia Mineira en 1789. Entre 1790 y 1800, la
administración brasileña osciló entre la protección y los estímulos que ofrecer a
la agricultura y a otras actividades económicas o la secesión: éstos son los casos
de Río de Janeiro en 1786, de Rio Grande do Sul en 1797 y de Bahía y Recónca­
vo en 1798.
3

MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN


IBEROAMERICANA EN EL SIGLO XVIII

Eduardo Cavieres F.

LOS ANTECEDENTES: LA POBLACIÓN AUTÓCTONA


Y LOS NUEVOS -CONTINGENTES-, LA RUPTURA DEMOGRÁFICA

El peso del número... ¿cuántos eran? No es sólo problema del número en sí, sino
más bien de su densidad y especificidad de contenido. América, 1492: ¿cuántos
había? ¿Cuántos llegaron? ¿Cuántos murieron? ¿Cuántos nacieron? No se trata
de una situación que deba resolverse necesariamente en cifras exactas (por lo de­
más imposibles de determinar); es mucho más que eso. Es pensar también en
quiénes eran, cómo pensaban, cómo vivían.
Medir y contar (en el sentido de narrar) no siempre se contraponen, pero
tampoco coinciden. Las sociedades indígenas no tenían contabilidades precisas,
pero es seguro que tenían noción de sí mismas y que sí se sabían dimensionar.
Los hispanos, como los portugueses, al parecer tendieron a la exageración de
forma natural: al comienzo todo era grandioso, espectacular; la tierra era prolí-
fera; las riquezas, inmensas; la población, indeterminada por lo numerosa (los
padres franciscanos no bautizaban, según ellos, en rangos de cientos o de miles,
lo hacían en millones). Aun cuando «mucho» o «poco» son conceptos relativos,
estos vocablos traducían las imágenes formadas en las mentes de conquistadores
y colonos, imágenes que pasaron, casi insconcientemente, a formar parte de las
realidades así pensadas. De este modo, la tarea de contar es fundamentalmente
un problema nuestro. Un problema importante y necesario, pero que resulta di­
fícil de resolver, tanto que aún hoy en día se siguen discutiendo los trabajos de
Rosenblat (1954), Cook y Borah (1977-1980), todos pioneros en dicha tarea,
desde los años 1940 en adelante.
Como es sabido, con un margen de error cercano al 20%, para el primero de
ellos, la población total del continente, desde Rio Grande hasta el Sur, se podría
calcular, a la llegada de los españoles, en 13385000 personas. Estos cálculos,
basados en un complicado juego de relaciones entre densidad de población y ni­
vel cultural, reflejan también la dicotómica situación demográfica de zonas nu­
68 EDUARDO CAVIERES F.

cleares y zonas periféricas. No obstante, difícilmente se aproximan entre sí, y los


rangos de diferencia son del 100% o más*.

Ilustración 1
POBLACIÓN NATIVA DE AMÉRICA AL SUR DE RÍO GRANDE, APROX. 1492.

— México..................................... 4500000 — Colombia .................................. 850000


— América Central.................... 800000 — Bolivia ....................................... 800000
— Haití y Santo Domingo .... 100000 — Chile............................................ 600000
— Cuba, Puerto Rico, Jamaica, — Ecuador .................................... 500000
Antillas Menores, Bahamas 200000 — Venezuela, Guayanas ............ 450000
— Perú .......................................... 2000000 — Paraguay, Argentina,
— Brasil ....................................... 1000000 Uruguay ..................................... 585000
Fuente: Rosenblat, A. (1954: 102).

¿Cuántos llegaron? Se podría suponer mayor exactitud en el recuento con­


temporáneo de quiénes, por muy diversas razones, salieron de España y Portu­
gal. La mezcla de sueños, búsqueda de poder y riqueza, ambiciones, aventura,
etc., explica también la mezcla de todo tipo de individuos que se arriesgaron a lo
desconocido: hijosdalgos o lacayos, temerosos o atrevidos, arrogantes o genero­
sos, hombres crueles o piadosos. Efectivamente, en términos cuantitativos, sabe­
mos más de ellos que de quienes se convirtieron en sus víctimas. Con todo, es
más difícil conocer sus móviles y sentimientos.
Entre los intentos por medir la primera emigración española hacia las tierras
recién descubiertas, también encontramos investigadores importantes. De entre
ellos, destacan P. Boyd-Bowman (1964 y 1968), que pudo identificar a 56000
conquistadores y pobladores desembarcados en América entre 1493 y 1519, y
otros 40000 para el período entre 1520 y 1539, así como los compiladores del
Catálogo de pasajeros a Indias, trabajo basado en los registros de la Casa de
Contratación, con los cuales, para el período comprendido entre 1509 y 1573,
se logró individualizar a otras 33793 personas. En términos generales, se supone
que, entre 1493 y mediados del siglo xvi habrían pasado unos 200000 hombres
a las Indias, repartidos en tres generaciones: la de los descubridores hasta apro­
ximadamente 1504; la de los conquistadores durante el período entre 1504 y
1534 y la de los fundadores, entre 1534 y 15642.
Hombres más, hombres menos, en general estas cifras son menos discutidas
que las de la población indígena autóctona. Por lo demás, desde la Península sí
que se llevaron cuentas de quiénes salían y, aun cuando éstas no se hayan con-

1. En el caso del Brasil, por ejemplo, a diferencia del millón de personas calculado por Roscn-
blat, John Hcmning (1978) ha estimado un total de 2431000.
2. AGI, Catálogo de pasajeros a Indias durante los siglos xvi, xvii y XVIII. Diversas ediciones.
Una buena descripción de esta documentación se encuentra en Encamación Lemus y Rosario Már­
quez (1990: 37-91).
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO OE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 69

servado completamente, trabajando con la misma documentación (licencias ori­


ginales, libros de asiento de pasajeros y registros de navegación), las diferencias
de contabilidad realizadas por los historiadores actuales carecen de las despro­
porciones observables para los estudios sobre la población indígena. Además, es
relativamente obvio que, para períodos más inmediatos, nuevas posibilidades
metodológicas nos permiten acercarnos con mayor certeza a las tendencias y los
caracteres de dicha migración. Si durante el siglo xvi llegaron cerca de 250000
españoles, sólo en la primera mitad del siglo xvn la cifra alcanzaba a otras
200000 personas (Marcilio, 1990, IV: 45-46; Lemus y Márquez, 1990; Sánchez-
Albornoz, 1994: 77).
Para el caso brasileño, los números pueden ser un poco menos exactos. En
primer lugar, porque la inmigración blanca fue mucho más diversa: por supues­
to, colonos portugueses, pero también franceses, españoles, holandeses, italianos
e ingleses. En segundo lugar, por las diferencias entre las zonas de asentamiento
inicial (Pernambuco, Bahía y San Vicente), con las incursiones posteriores no
siempre bien documentadas. Se acepta que en 1549 no había más de 3000 o
4000 colonos europeos en todo el territorio, 20 000 en 1570 y aproximadamen­
te 30000 hacia 1580. De los cerca de 20000 individuos de 1570, unos 6600 re­
sidían en Bahía, otros 6000 en Pernambuco y cerca de 3000 en San Vicente. El
resto estaba disperso a lo largo del litoral (Sánchez-Albornoz, 1994: 78).
Así, el problema alcanza mayor interés respecto a los rasgos personales de
quienes llegaron. ¿Hasta dónde es posible observar que la encarnación de la idea
del «hidalgo», prototipo de un modelo social de la época —con sed de honra y
aventuras, con dureza, austeridad, religiosidad y respeto a la Corona— se acer­
caba efectivamente a los comportamientos concretos del conquistador y de los
primeros vecinos asentados en América? Esta condición también se ha intentado
medir. Probablemente, cerca de un 20% pudo provenir de alguno de los diferen­
tes estratos señoriales españoles. La mayoría del resto, hombres o «señores de la
guerra», ilustra la heterogeneidad y variedad de caracteres de los hombres que
llegaron y no sólo por sus rasgos humanos individuales, sino también por su
procedencia laboral, social y regional (Castrillo, 1992: 61-72; I.cmus y Már­
quez, 1990).
Es obvio que esta situación contribuyó fuertemente a agravar los excesos co­
metidos y, en especial, a la imposibilidad concreta de hacer valer los principios
sobre las conductas. Al menos, durante gran parte de las primeras décadas de los
«encuentros», «choques» o «sojuzgamientos» a que el «contacto» entre ambas
culturas dio lugar. En este aspecto descansa también el problema central de ven­
cedores y vencidos; entre «civilizados» y «bárbaros»; entre evangelizadores y
convertidos; entre el sometimiento o el exterminio; entre los sentidos y significa­
dos históricos que alcanzan el uso de la cruz y de la espada. Y, a este punto, surge
un nuevo interrogante respecto al balance entre la vida y la muerte. ¿Cuál fue el
resultado inmediato y mediato de 1492 sobre las bases demográficas indígenas?
Posiblemente, hoy en día estemos en mejores condiciones para tratar de
comprender más que para tratar de justificar o condenar. La idea de que la rápi­
da, violenta y cruel caída de la población indígena se debió, más que únicamente
a la guerra, a una compleja gama de factores, parece ser la más aceptada. Dichos
70 EDUARDO CAVIERES F.

factores no sólo provocaron la muerte masiva de miles y miles de seres, sino ade­
más la desintegración y el derrumbe del conjunto de imágenes y creencias sobre
las que descansaba la cosmovisión de las diversas comunidades y etnias indíge­
nas precolombinas.
Cook y Borah, McLeod y Colmenares, por citar sólo algunos autores, obser­
van por doquier la dramática disminución de la población aborigen en el curso
del siglo xvi. En Yucatán, más del 27%; proporciones semejantes en Panamá; ex­
terminio casi total en Nicaragua; entre el 50% y el 80% en los Andes colombia­
nos; alrededor del 50% en Quito; y también entre el 50% y el 80% en la Audien­
cia de Charcas; poco menos en Chile septentrional y austral; proceso más tardío
en Río de La Plata y Paraguay. En Brasil, aislamiento y supervivencia hacia el in­
terior, rápida extinción de quienes insistieron en mantenerse en el litoral ocupa­
do o de quienes no alcanzaron a refugiarse (Sánchez-Albornoz, 1994: 56-60).
En esta última región, básicamente no hubo diferencias con respecto al resto
de América. La temprana presencia europea en dichas costas con motivo de las
expediciones tanto españolas como portuguesas, comenzó a introducir muy rá­
pidamente todo tipo de enfermedades infecciosas que resultaron en epidemias y
hambrunas. A ello se agregó, muy rápidamente, la explotación laboral, la inten­
sificación de las guerras entre tribus y la propia captura de esclavos, todo lo cual
provocó un cuadro general semejante al resto del continente*3.
Aunque los centros de México y Perú, los más importantes de la historia
precolombina, tuvieran más habitantes y estructuras políticas y culturales más
desarrolladas, no resulta más fácil evaluar el impacto sobre ellos. Al menos no a
través del relato y las crónicas de los vencedores, como tampoco por las imáge­
nes que quedaron y se fueron retransmitiendo entre los vencidos. Lo que pudo
constituirse en epopeya para una de las panes, fue simplemente un apocalipsis
para la otra. La muerte cabalgando silenciosa, pero implacable, de Norte a Sur,
de Este a Oeste de las recién descubiertas tierras, territorios que, por diversas ra­
zones, estaban en proceso de incorporación a la civilización.

Ilustración 2
EL DERRUMBE DE LA POBLACIÓN INDÍGENA:
MÉXICO CENTRAL Y PERÚ (MILLONES DE HABITANTES).

__________________ 1519 1532 1540 1568 1570 1580 1590 1595 1610 1620
México central . 25.2 16.8 6.3 2.7 — 1.9 — 1.4 — 0.7
Perú ................... — — — — 1,3 1.1 0.9 — 0.8 0.6
Fuente: Datos de Cook y Borah (México central) y N. D. Cook (Perú), citados por Nico­
lás Sánchez-Albornoz (1994: 56 y 59).

3. Una buena síntesis respecto a la declinación de la población nativa brasileña hacia 1600 y
sus repercusiones sobre el medio ambiente es la de Warren Dean (1985: 25-51).
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 71

En estos aspectos, ¿importa también la exactitud de las cifras? Detrás de


ellas están la tragedia y la esperanza; la guerra, la violencia desatada por la codi­
cia y la explotación, y así denunciada por fray Antonio de Montesinos o por
fray Bartolomé de las Casas, entre tantos otros; los problemas de readecuación y
recuperación del equilibrio entre las dietas alimenticias y la ocupación del espa­
cio; las epidemias, lo que algunos han llamado el «desgano vital», la soledad in­
trínseca, el desequilibrio mental, el aborto y el suicidio colectivo. Todo ello se
conjugó para que, a partir de la crueldad de la vida, comenzara a resurgir la ló­
gica de la Historia. Parte de esa lógica se puede visualizar a través del largo, len­
to, pero finalmente significativo y característico proceso del mestizaje.

UNA NUEVA REALIDAD: LOS ORÍGENES DEL MESTIZAJE. ¿VIOLENCIA SEXUAL


O IMPOSICIÓN DE LA NATURALEZA? LA NORMA Y LA PRÁCTICA

Desde sus particulares visiones acerca de la formación de Latinoamérica (pero


también cxtensible a Iberoamérica), Salvador de Madariaga (1950: 438) señala­
ba que, en casi todas las Indias, el proceso de conjunción de las tres estirpes par­
ticipantes permitió que cada una de ellas entrara a su manera: «La estirpe india
estaba arraigada en el suelo; la estirpe africana vino transplantada de ultramar y
terminó también por arraigar en la tierra; la estirpe española tuvo que injertarse
en la india y en la africana, y sólo a través de ellas llegó a arraigar en la tierra de
su nueva patria».
El mismo Madariaga, al caracterizar la formación temprana del mestizaje, y
apoyándose en las descripciones del Inca Garcilaso de la Vega, no deja de refe­
rirse al verdadero trasfondo de las realidades humanas, ocultas o exteriorizadas,
que se hicieron presentes en el encuentro de esas estirpes.
De forma contradictoria, pero de acuerdo con la propia naturaleza del hom­
bre, «la victoria, la opresión y los malos tratos engendraban a la vez sentimien­
tos de fidelidad y de aversión (...) Nunca hallaron dificultad los españoles para
reclutar los miles de indios que solían llevar de auxiliares en sus peligrosos des­
cubrimientos y en sus guerras civiles (...) La batalla de Salinas ilustra además,
muy curiosamente, las relaciones entre ambos pueblos. Los indios tenían un
plan: aguardar el fin de la batalla, y caer después sobre los vencedores, extermi­
nando imparcialmente a ambos bandos». Fracasó este plan «porque los criados
familiares de los españoles, por la natural lealtad que a sus amos tenían, no con­
sintieron en la muerte de ellos. Dijeron que antes morirían defendiéndoles que
ofenderles» (cit. en Madariaga, 1950: 550-551).
Esos primeros tiempos de encuentro marcaron también el momento culmi­
nante de la intimidad entre indios y españoles. Más aún, inmediato al término de
la primera irrupción de hombres, que se apoderaban de las mujeres donde las ha­
llasen —el período del mestizo oscuro—, surgió una clase de mestizos nobles y ri­
cos, ennoblecidos por las hazañas de sus padres y enriquecidos por su posición
social en el interior de las estructuras de la sociedad española o de la indígena.
Sobre el particular, la literatura historiográfica es amplia y variada. En estos
aspectos, tampoco puede dejar de mencionarse el ya señalado trabajo de Rosen-
72 EDUARDO CAVIERES F

blat que, desde una óptica retrospectiva del problema indígena y casi abriendo
los estudios de demografía histórica para estos espacios y tiempos, ofreció, como
hemos visto, no sólo una base estimativa de cuantificación de los distintos secto­
res de la población americana, sino también un profundo, aunque en muchos as­
pectos ya superado, análisis de relaciones socioculturales para explicar la evolu­
ción de las diferentes etnias y castas coloniales, sus conexiones y proyecciones a
los períodos posteriores a la independencia.
Para las primeras décadas de la presencia hispánica en América, y específica­
mente pensando en la situación existente hacia 1570, sin desconocer las arbitra­
riedades e injusticias cometidas por los conquistadores, Rosenblat insiste en que
«el instinto moral y humano del español, que se manifestó en una legislación
ejemplar, en la proclamación de la libertad del indio, en el frecuente matrimonio
legal con mujeres indias y en la incorporación de los mestizos a la sociedad, ha
de haber tenido también su repercusión en la suerte de la población indígena»
(Rosenblat, 1954: 93).
El conjunto de estas y otras situaciones conformaron el contexto jurídico,
ideológico y sociológico en que se fue generando el oscuro y en muchos sentidos
impenetrable mundo de las relaciones sexuales interraciales, simplificado en el
concepto de mestizaje, pero desarrollado con proporciones de crecimiento geo­
métrico al alcanzar no a dos, sino a muchos y cada vez más numerosos grupos
de gentes de origen mixto y a sus descendientes, en un camino desenfrenado que
no pudo ser previsto por la legislación ni regulado sólo a través de dictámenes o
procedimientos civiles, como la imposición de una serie de limitaciones que fue­
ron restringiendo los derechos de la población mestiza en forma inversa a su cre­
cimiento demográfico.
La Corona española, que en un comienzo trató de llevar a la práctica una es­
pecie de doctrina político-social, en la cual se configurase la nueva sociedad, con
una estructura de carácter señorial y servil, y en la cual, lógicamente, no debería
haber cabida para la mezcla racial, fue optando finalmente por hacer frente a las
realidades que se imponían y no a determinar inútilmente esas realidades antes
de que se exteriorizaran.
De todas maneras, la Corona junto con la Iglesia, trató de orientar el proce­
so y lo hizo limitando, en primer lugar, las dispensas para casamientos entre in­
dividuos de grupos étnicos diferentes, obligando a los primeros conquistadores a
reunirse con sus mujeres españolas cuando así procediese, facilitando la emigra­
ción femenina hacia América o estimulando el nombramiento de funcionarios
casados o la autorización de viaje a matrimonios completos.
A pesar de todos los esfuerzos realizados para seleccionar a los inmigrantes,
diversos documentos oficiales otorgan claros testimonios acerca del numeroso y
vasto sector de peninsulares de origen humilde que, como soldados o colonos,
contribuyeron a la Conquista y a la formación de la sociedad hispanoamericana.
En oposición a las apreciaciones que sostienen la idea de una emigración a Amé­
rica mayoritariamente formada por hidalgos, estudios más detenidos concluyen
en porcentajes no superiores a un 22% de hidalguía entre los 168 hombres que
acompañaron a Pizarro en Cajamarca, o a un 26% de las 792 personas de quie­
nes se tiene información de su paso a Chile entre 1536 y 1565. Más bien parece
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 73

que, a lo largo de América, haya habido significativa presencia de plebeyos, vi­


llanos y gentes de mar, con inquietudes y aspiraciones respetables, pero también
con aficiones e inclinaciones poco virtuosas4.
En todo caso, los lincamientos de la estructuración política y social, y las
obligaciones de carácter moral, llevaron a la Corona a tomar de forma perma­
nente precauciones que evitaran, en la medida de lo posible, el paso de indesea­
bles de España a América. Como se ha indicado, y por motivos ejemplificadores,
se trataba de preferir familias enteras que hicieran más atractivo el arraigo en los
nuevos territorios. La autoridad también facilitó el viaje de mujeres hacia las
provincias de Ultramar, pero sus intenciones se estrellaron, al parecer, con la
mayor renuencia femenina a los riesgos que eso entrañaba, lo cual dio origen a
continuos reclamos y a una búsqueda de hombres que, siendo casados, se habían
marchado en busca de aventuras y riquezas abandonando esposas e hijos que se
negaban a seguirles. En definitiva, y hasta entrada la segunda mitad del siglo
xvi, la proporción entre hombres y mujeres venidos a conformar la sociedad en
gestación había sido aproximadamente de diez, a uno.
¿Acaso fue tan diferente la situación en el Brasil colonial? En realidad no.
Allí, pese a que sólo en 1755 se legisló favorablemente respecto a los matrimo­
nios mixtos (con absoluta exclusión de la población negra), en la práctica, tanto
la Corona como la Iglesia siempre debieron tolerar dichas uniones por una ra­
zón muy simple: la falta de mujeres blancas. Ya en 1551 se informaba desde Per­
nambuco que los pobladores consideraban infame casarse con una india y, desde
entonces, se solicitó al Rey en varias ocasiones el envío desde Portugal de mu­
chachas huérfanas o, en última instancia, de mujeres de mala reputación, aun
cuando fuesen mujeres que hubiesen perdido «enteramente su sentido de la ver­
güenza»’.
Para la población negra, por la misma condición de esclavitud en que fue in­
corporada a la nueva sociedad, aunque dependiendo de peculiaridades regiona­
les, las relaciones fueron siempre más difíciles y el origen de cualesquiera de los
tipos de mezcla racial en que estuvo comprometida fue siempre vista con mayo­
res prejuicios, como un acto pecaminoso. Normalmente, las mayores limitacio­
nes en esas relaciones estuvieron orientadas hacia la mujer blanca, pero, no obs­
tante, ello no impidió que tales relaciones fueran por ello menos significativas y,
a tal punto, que de no ser por el recurso al aborto, sus coloreados descendientes
habrían sido un fenómeno bastante menos anormal.
Por otra parte, en la relación negro-indio, con niveles de cultura de mayor
cercanía por su ligazón más estrecha a la tierra y a sus fuerzas anímicas —tam­
bién más cercanos entre sí por compartir las mayores opresiones sociales y eco­
nómicas—, la legislación y los continuos esfuerzos por reafirmar la estructura
social impuesta, tampoco pudieron frenar sus sueños, pasiones o instintos sexua­
les. Según Solórzano Pereira, a causa de la esclavitud de hecho (aunque ilegal) de

4 Al respecte» has bastante literatura. Véase, por ejemplo, Icmus y Márquez (1990) Castrillo
<|992| y Sergio Villalobos || 981.1: 125-129).
5. Referencia del jesuíta Nobrega en 1551. ( nado jx»r Magnus Morner 11969a: 56 y nota 53).
74 EDUARDO CAVIERES F.

tantos indios, «muchas indias dejan a sus maridos indios o aborrecen y desam­
paran los hijos que de ellos paren, viéndoles sujetos a tributos y servicios perso­
nales, y desean, aman y regalan más los que fuera de matrimonio tienen de espa­
ñoles, y aun de negros» (cit. en Madariaga, 1950: 583; Mómer, 1969a; Olaechea,
1992).'
Es evidente que, para estudios de población de períodos tan lejanos como és­
tos, de finales de la segunda mitad del siglo xvi, interesan más las tendencias que
la precisión de las cifras, y es claro también que el grupo que ya desde esos años
mostraba potencialmentc el mayor dinamismo en su crecimiento era el mestizo-
blanco, el mismo, como lo hemos anotado más arriba, que en iguales términos
proporcionales ya era acreedor del más sostenido desprecio social, situación en
que nos queremos detener en las páginas siguientes.
En todo el ámbito iberoamericano, y dentro de esta compleja problemática
del mestizaje, el ya citado Madariaga observaba también este interesante, aparen­
temente curioso, pero fundamentalmente rápido proceso, mediante el cual el mes­
tizo pasó de una situación casi aceptable a otra de desprecio y temor, un proceso
que lo llevó «desde la cumbre de la sociedad como la aristocracia del Nuevo
Mundo, hasta los bajos de la pobreza y de la bastardía» (Madariaga, 1950: 554).
Es indudable que esa primera situación más favorable fue socavada por una
mezcla de consideraciones económicas y estamentales, ejemplificadas individual­
mente en el propio caso del mestizo Garcilaso, quien señalaba que «por haber
muerto en breve tiempo la segunda vida de mi padre quedamos los demás herma­
nos desamparados» (Garcilaso de la Vega, Historia General, X, CXXIII). En lo
social, cientos de casos similares y otras tantas situaciones dejaron no sólo de­
samparado, sino además desintegrado, al grueso del grupo mestizo en formación.
Al comienzo, y según a las tradiciones estamentales europeas, es evidente
que los mayores deseos de los monarcas ibéricos fueron transplantar a América,
lo más íntegra y rápidamente, y en el mayor número posible, el matrimonio pe­
ninsular. Pero las realidades experimentadas superaron con amplitud todo pro­
yecto ideal sobre el particular. El problema tenía una raíz mucho más social, y
fue el origen y comportamiento de sectores propiamente blancos lo que lo impo­
sibilitó, surgiendo, en cambio, las malas imágenes aplicadas a los mestizos. Ya se
ha dicho que, con lo que se conoce acerca de la procedencia e identificación del
grupo conquistador, no se discute mayormente su carácter de fuerte desarraigo y
de actitudes mentales no proclives a la moderación y a la vida familiar, situación
que por lo demás facilitó precisamente su espíritu de aventura y conquista.
Además, desde la experiencia del Caribe, y especialmente a consecuencia de
las denuncias de los frailes dominicos y de las disquisiciones legales y éticas de teó­
logos y juristas, en España, el conquistador, más que despertar aprecio, cosecha­
ba ya mala fama. En la vida cotidiana del Nuevo Mundo y en plena época de
conquista, ante la presencia fácil de mujeres, esclavas o no, «obsequio de este tipo
y oportunidades muy variadas no se iban a desaprovechar por varones, como ta­
les, de impulsos promiscuos, y que además recordaban todavía la frontera con el
islam ibérico, poligámico y sensual» (Céspedes del Castillo, 1985: 187).
Debemos agregar que, a treinta o cuarenta años de la llegada de los primeros
conquistadores, como había sucedido en todas partes, con el goce del éxito y de
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 75

los privilegios para algunos, pero con la dura experiencia de la amargura y de la


frustración en ios más, sin seguridad personal y viendo cómo escapaban de las
manos las señaladas riquezas, las grandes extensiones de tierras y los grupos de
indios de los cuales no podrían en definitiva servirse, esos hombres no estaban
en condiciones de ser guardadores de virtudes ni podían desposarse con españo­
las aún ausentes. Muy pronto, sus hijos (en número creciente) tendrían que car­
gar con sus pecados.
Así comenzó a cerrarse el círculo, o al mismo tiempo, a recrearse nuevas rea­
lidades de marginalidad social, en las que se unió la necesidad de establecer de
un «orden», con los prejuicios ideológicos que los grupos ya asentados impusie­
ron sobre los sectores más desarraigados. Precisamente fueron estos prejuicios
los que con el tiempo pesaron más sobre el grupo mestizo.
Acusados sus componentes de mal comportamiento y de mal vivir, de aten­
tar contra la sociabilidad, de no sujetarse a principio o derecho alguno, de ser
bebedores, pendencieros, de no trabajar, etc., entraron sostenidamente en una
condición de marginalidad que se fue consolidando a lo largo del siglo xvn y
que todavía era realidad durante el siglo xvm. Para entonces, los nuevos grupos
de inmigrantes venían con otra mentalidad y a formar parte de una sociedad ya
estructurada, donde el mestizo aún no lograba ocupar espacio o posición.
A esta situación ideológica, documentada suficientemente en la historiogra­
fía relativa a los siglos XVII y XVII!, debe agregarse el carácter que fue adquirien­
do la economía colonial, no sólo en cuanto a la organización de sistemas y rela­
ciones de producción agrícolas o mineras, sino también en lo concerniente a la
fuerza de los vínculos de corte señorial y aristocrático. Las formas excluyentes
de la propiedad y la organización productiva condujeron, necesariamente, a la
negación de beneficios sociales a indios, mestizos y españoles pobres.
Los mestizos, en particular, lograron sobrevivir merced a un constante movi­
miento espacial y, por eso, de manera muy lejana a cualquier tipo de arraigo y
estabilidad social. Por otra parte, los nuevos cambios acaecidos en la composi­
ción de la población, en las formas económicas de la producción, en la tenencia
de la tierra, en la estructura laboral, etc., no hicieron otra cosa que contribuir
aún más a la desorientación del grupo. Aun así, el peso del número fue mayor
que cualquier otro tipo de limitante. Por último, a través de un largo proceso, el
grupo mestizo terminó por imponerse y, en gran parte, la recuperación demo­
gráfica iberoamericana del siglo xvm estuvo ligada a la maduración de dicho
grupo. Desde el punto de vista social, jurídico y económico, las tensiones acu­
muladas durante siglos persistieron en las nuevas repúblicas del siglo XIX.

EL ESFUERZO POR -REORDENAR EL MUNDO».


LA LEGISLACIÓN Y LA PRÉDICA. CRECIMIENTO Y CAMBIO DEMOGRÁFICO

Desde muchos puntos de vista, el mestizaje fue el producto de diferencias: de la


diferencia de número entre los primeros inmigrantes varones carentes de mujeres
legítimas o de su misma condición étnica y el de las mujeres indias o de aquellas
negras incorporadas a través de la esclavitud; de la diferencia entre los ideales
76 EDUARDO CAVIERES F.

espirituales que se proclamaban y las realidades materiales concretas que se en­


contraban; de la diferencia entre las normas establecidas legalmente y el com­
portamiento efectivo tales de la población.
Frente a los efectos de esas diferencias, el mestizaje y la alta ilegitimidad,
tanto la Iglesia como el Estado, por intereses mutuos, por la búsqueda del nece­
sario equilibrio social, debieron afrontar permanentemente los problemas deri­
vados de la conducta sexual y propagar e imponer la institución del matrimonio
como base de un modelo familiar superior a todas las demás formas de organi­
zación consensual de las parejas, ya fuera por la preservación de costumbres tra­
dicionales indígenas o de la población negra, o por el desarrollo de nuevas for­
mas de evasión de los principios legales o doctrinales. Aun cuando no se pueden
desconocer las peculiaridades que diferencian la actuación del Estado español y
del portugués, la presencia de una misma Iglesia y la existencia de problemas
análogos explican las bases de una política similar. En ambos casos, como he­
mos visto anteriormente, las Coronas siempre terminaron por resolver los pro­
blemas según se fueran presentando (la conducta guiando a la Ley), situación
distinta de la actitud de la Iglesia, cuya motivación central fue evidentemente
doctrinaria y dirigida a desarraigar la poligamia y condenar todas las modalida­
des que se apartaban del matrimonio único e indisoluble (adulterio, amanceba­
miento, barraganía, etc.).
Como es bien sabido, la acción de la Iglesia estuvo dirigida por las normas e
interpretaciones surgidas del Concilio de Trento (1542-1563) y se hizo efectiva a
través de concilios pastorales o sínodos regionales, como los de Lima de 1582 o
el de Nueva España de 1585.
A lo largo del siglo xvn y, más aún, en el siglo XVIII, esa acción se expresó en
las prácticas del sermón y la confesión, en los confesionarios y tratados de teolo­
gía moral y, muy especialmente, a través de las visitas pastorales de obispos y
párrocos. El aumento de la población, su dispersión, las formas de trabajo, la
falta de preocupación de encomenderos, hacendados o señores de plantaciones
por sus subordinados, por el creciente número de mestizos siempre desarraiga­
dos, por la mano de obra esclava, fueron todos problemas siempre presentes en
los informes de dichas visitas.
En Brasil, la Iglesia mostró iguales preocupaciones. El Concilio de Lisboa de
1566 asumió también las preocupaciones de Trento y a partir de ellas, y de fa­
cultades particulares concedidas por Roma al arzobispo de Bahía para dispensas
matrimoniales, su acción estuvo dirigida al resguardo de las materias doctrinales
y a su fiscalización a través de las visitas pastorales. No obstante, sólo en 1707,
a raíz del Sínodo de Salvador, se dictaron las Constituciones del Arzobispado de
Bahía, publicadas en Portugal entre 1719 y 1720, en las cuales se recogieron to­
das las normas oficiales existentes para buscar el buen gobierno eclesiástico, la
dirección de las costumbres, la extirpación de los vicios y abusos, etc. (Torres
Londoño, 1988).
Por su parte, el Estado hacía lo propio, pero en una dirección diferente. La
implantación de un modelo familiar significaba también la maduración de un
tipo de sociedad, con raíces señoriales, fuertemente estratificada. Las preocupa­
ciones por la familia en buena parte fueron las preocupaciones por garantizar la
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 77

legitimidad de los hijos, el correcto traspaso de los bienes a través de la herencia


y, por tanto, la preservación del «orden social».
Considerando las lejanas y medievales Siete Partidas y recogiendo las deci­
siones de Trento, en 1563 se dictaron en España disposiciones sobre el ritual
del matrimonio y las Leyes de Toro sirvieron de contexto jurídico para la fa­
milia de los siglos xvii y xvm. No puede olvidarse una serie de disposiciones
especiales o particulares que se fueron dictando a través del tiempo, ni menos
aún la conocida Pragmática de 1776 («para los hijos de familia»), que comen­
zó a aplicarse en América dos años más tarde, con una clara mirada hacia la
elite social de la época. Los Reyes de Portugal tampoco estuvieron exentos de
estas preocupaciones ni de utilizar las prerrogativas de su Patronato (Lavrin,
1991: 11-52).
De modo que, a lo largo del siglo xvn, y más insistentemente durante el siglo
XVIII, los esfuerzos combinados de la Iglesia y del Estado pretendieron establecer
un tipo de familia y un tipo de sociedad. A largo plazo, el eje central de dicho
proceso fue una proporción inversa entre la disminución o el mantenimiento de
la población indígena, y el crecimiento del mestizaje, proporción que fue otor­
gando el verdadero carácter al grueso de la población iberoamericana. Induda­
blemente, ya para los propios contemporáneos, no fue fácil asumir criterios esta­
bles y generales para distinguir las pertenencias reales a alguna casta, al mundo
indígena o a los crecientes sectores de españoles pobres. En todos esos grupos, el
común denominador fue el mestizo. Era el producto final de todas las variables
posibles de imaginar. Población mestiza, América mestiza.
Así, cuando relacionamos los prejuicios contra el mestizo con las preocupa­
ciones oficiales para sociabilizar y moralizar a la población, estamos hablando
prácticamente del mismo tema y del mismo sujeto. No obstante, también nos en­
contramos con problemas de cuantificación. Es cierto que, por diversas razones,
tanto españoles como portugueses se preocuparon de contabilizar sus grupos de
población en América, pero, sin el concepto claro del mestizo y, además por mo­
tivos tributarios, sus esfuerzos se concentraron especialmente en la mano de
obra sujeta a una modalidad determinada de producción y a su respectiva rela­
ción sociolaboral.
De esta manera, el conocimiento de la población colonial descansó funda­
mentalmente en apreciaciones locales que no tenían objetivos estrictamente de­
mográficos. Los documentos más importantes de la época, las Visitas de la tie­
rra o Visitas Generales, muy corrientes a partir de la segunda mitad del siglo
XVI en los países andinos, Centroamérica y México, se localizaban en regiones
pequeñas o en comunidades indígenas específicas. Por su parte, las Visitas de
desagravio o circunstanciales fueron generalmente parte de un trámite jurídico
de indígenas de un pueblo, encomienda o corregimiento, en contra de su autori­
dad más directa. Las Matrículas de encomiendas o empadronamiento de tribu­
tarios, propias de los siglos XVII y xvm, tenían como propósito fundamental de­
terminar la cantidad de indios hombres sujetos a tributación. Por eso, se
complementan con los Libros de tasas y tributos. Otra clase importante de re­
gistro de población fueron las ya aludidas Visitas pastorales y matrículas de
confesión, las cuales, sin tener carácter de censos, permitieron igualmente cono­
78 EDUARDO CAVIERES F.

cer el número de habitantes, de nacimientos, de matrimonios y de defunciones


de un distrito determinado6.
Algunas de estas fuentes merecen agregar algo más. De las fuentes eclesiásti­
cas, sin duda alguna, los libros parroquiales, cuando se conservan, constituyen
documentación básica para cualquier intento de estudio demográfico de nues­
tros ancestros. Sin embargo, por sus propias peculiaridades, tienen una connota­
ción puramente local.
En gran parte, lo anterior se supera con las Visitas pastorales de obispos,
que abarcan jurisdicciones mucho más amplias y que, no siendo testimonios de­
mográficos en sí, resultan sumamente valiosos para conocer estados de poblacio­
nes en períodos anteriores al de las preocupaciones censales oficiales de las últi­
mas décadas del siglo XVIII. Saber acerca del estado de almas de una diócesis
determinada implicaba también interesarse por los individuos que, por su lugar
de residencia, ocupación o simplemente por sus vicios, estaban aún fuera de la
religión o de la sociabilidad. Al margen de que fuesen indígenas, gentes de color,
libres o esclavos, la responsabilidad por los más débiles implicaba igualmente
conocer cuántos eran.
Por otra parte, el movimiento ilustrado y las reformas borbónicas, expresa­
das entre otros aspectos en nuevas fundaciones y «modernizaciones» de las ciu­
dades existentes, fue otro motivo que llevó igualmente a una preocupación por
conocer cuántos individuos había y cómo vivían en ellas, lo cual quedó registra­
do en un importante número de padrones, informes de corregidores, gobernado­
res, etc., con los cuales podemos aproximarnos estadísticamente a una época
preestadística.
A partir del análisis parcial o conjunto de esta variada documentación, co­
nocemos bastante acerca de las estructuras de la población del último siglo colo­
nial, pero aún no es posible llegar a una relación más precisa entre las situacio­
nes de carácter local y las más globales.
En efecto, el análisis de índole «local», válido por tanto para la caracteriza­
ción particular de una población, de menor o mayor precisión según el cuidado,
la precaución y la seriedad de quien hizo el recuento en el pasado, es natural que
difiera en sus resultados de otras localidades incluso vecinas a la estudiada. Por
ejemplo, como cualquier otra etnia, la población india o la población negra es­
clava responde, en sus concentraciones, a factores socioeconómicos y de produc­
ción imposible de ser totalmente generalizados.
Por otra parte, el análisis de carácter «global» permite visualizar aspectos
que, a pesar de las diversidades anotadas anteriormente, pueden aceptarse como
realidades de un sistema: las realidades iberoamericanas. La mayor de estas rea­
lidades es que, en diferentes grados e intensidades, a lo largo del siglo XVIII y a
través de la mayoría del espacio colonizado, hubo crecimiento demográfico de
todos los grupos coexistentes, pero de todos ellos fue el grupo mestizo el que
tuvo el más elevado índice de crecimiento.

6. Una descripción más detallada de este tipo de documentos se encuentra en Carmen Arretx,
Rolando Méllate y Jorge L. Somoza (1983: 3-21).
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 79

El estudio pormenorizado del crecimiento es complejo. Como se sabe, toda­


vía en el siglo xvm los índices de mortalidad siguieron siendo altos por doquier.
En ello, prácticamente no hubo excepción. Igualmente se conoce el carácter se­
lectivo de la mortalidad causada por epidemias, hambrunas y crisis de subsisten­
cia. A lo que hay que agregar los desastres naturales, las sequías, y los terremo­
tos, que no siendo desconocidos con anterioridad, quedaron más documentados
en el último siglo colonial. Así, entonces, es evidente que el retroceso de la muer­
te observable a finales del siglo xvm, «tímido y contradictorio» como lo ha lla­
mado Sánchez-Albornoz, no resulta fácil de explicar.
¿Qué hay de la aplicación de mejores recuentos de población? ¿Qué porcen­
taje del crecimiento de población calculado correspondió precisamente a este
perfeccionamiento estadístico? En efecto, la mayor complejidad de la vida eco­
nómica, los lentos procesos de transformaciones sociales, las crecientes dificulta­
des de la vida material en las principales ciudades, entre otras razones, motiva­
ron también a las autoridades a la preocupación por el número y ello, a su vez,
de todos modos nos permite a nosotros acercarnos a sus componentes demográ­
ficos con bastante mayor precisión que para los siglos anteriores.
Para medir y contar es también bueno viajar, aun cuando sea en la imagina­
ción. Moviéndonos entre realidades locales y consideraciones globales, para co­
nocer de sus aspectos demográficos, podemos recorrer gran parte de la Iberoa­
mérica del siglo xvm.
Partiendo desde el Norte de México nos encontramos, por ejemplo, con Pa­
rral, fundada en 1631 y convertida en un importante centro minero, mientras se
mantuvo el auge regional de la plata. Hacia 1768, su población había superado
las 7500 personas, pero ya en la década de 1780, con la decadencia de la mine­
ría, la crisis económica y los efectos de las epidemias, ésta se había reducido
prácticamente en un tercio. El censo de 1788, mucho más detallado que el co­
mún de los censos mexicanos de la época, contabilizaba sólo 4933 habitantes el
40% de los cuales eran españoles, el 33%, mestizos, el 20%, mulatos, y la dife­
rencia, indios.
Si comparamos Parral con la Ciudad de México de mediados de siglo, algu­
nos porcentajes resultan similares. En la capital, el 20% eran mulatos y el 8%, in­
dios, mientras que el 58% eran españoles y el 9%, mestizos. Por cierto, la gran
diferencia estaba en el número de habitantes. En 1742, la población alcanzaba
los 98000 individuos, que, a una tasa promedio de crecimiento anual del 0.8%,
llegaron a ser 112926 en 1790. A pesar de los continuos asedios a la ciudad por
parre de poblaciones rurales, el crecimiento urbano fue inferior al correspondien­
te a todo México que, con el 1.4% anual, pasó de 3336000 a 4483529 indivi­
duos en el mismo periodo, pero, de todos modos, muy superior al de los otros
centros urbanos más importantes de la región: hacia 1791-1792, Querétaro con­
taba con 32098 habitantes, Guanajuato con 29702 y Oaxaca con 18 28B7.

”. En esta y en parte de las referencias siguientes, hemos seleccionado fuentes secundarias cu­
yas cifras y datos señalan las documentaciones utilizadas. Aquí, véanse, por ejemplo. Roben McCaa
(1984; 4 -501); Patricia Secd (I9S2: 569-606); David A. Brading (1973b: 126-144). Obviamente,
no se puede soslayar el trabajo de Sherburne F. Cook y Woodrow Borah (1977-1980).
80 EDUARDO CAVIERES F.

De menor envergadura demográfica y política, Santiago de Guatemala, hoy


Antigua, fue el centro de la gobernación y capitanía general del mismo nombre
que se extendía desde Chiapas hasta el límite norte del istmo de Panamá. La ciu­
dad alcanzó su máximo incremento en la década de 1680, cuando contabilizaba
unas 26000 personas, cifra que aumenta a unas 37500, al sumar las áreas aleda­
ñas. Hacia 1772, cuando comienza a ser abandonada como eje gubernamental y
administrativo debido a un nuevo terremoto que terminó de acumular los efec­
tos de destrucciones anteriores, la ciudad había crecido sólo en 1000 habitantes.
Recordando el dinamismo de la ya fenecida ciudad capital, Guatemala de la
Asunción o la nueva Ciudad de Guatemala, fundada en 1773, surgió con una
población inicial de 20000 personas que ya hacia 1820 se había duplicado.
Más ampliamente, hacia 1770, la diócesis de Guatemala (territorios de
Guatemala y El Salvador), contaba con una población indígena de 279530 per­
sonas, a las que se unían 95984 individuos mestizos y españoles. La marcada
superioridad indígena no era superada aún ni siquiera por el grupo mestizo o
«ladino», conformado por toda persona no sujeta al control de algún pueblo de
indios, y menos por la restringida elite dominante de españoles. A lo largo de
un siglo, estas cifras fueron el resultado de un crecimiento cercano al 100%, si
se considera que hacia 1680 los esfuerzos realizados para obtener la mayor re­
caudación posible de los tributos indígenas habían logrado sumar cerca de
187364 indios sujetos a esta obligación con la Corona o con los 147 encomen­
deros existentes en la región (Gellert, 1990: 31-35; Segreda y Arriaga, 1981:
43-70; Webre, 1990: 57-84).
En el sector urbano de la diócesis, Sonsonate presentaba una composición
étnica similar: 19946 indios y 7274 españoles y mestizos. San Salvador y su ju­
risdicción, en cambio, podía ser una excepción regional: 47996 españoles y mes­
tizos y sólo 37334 indios (Solórzano, 1985: 93-130).
En estas diferenciaciones regionales, Costa Rica ofrece un buen ejemplo de
diversidad local. Desde comienzos del siglo xvm, particularmente en la región
central del país, se produjo un marcado descenso demográfico indígena, como
parte de la crisis de la encomienda local. Paralelamente, era ostensible un incre­
mento de la población no indígena, especialmente de «mestizos claros», fenóme­
no muy característico de mediados de dicho siglo, en que se perfilaba la consoli­
dación de una sociedad campesina mestiza.
En 1719, según el gobernador de la provincia, en Cartago y sus alrededores
se contaba con 300 familias hispano-mestizas y con 248 indígenas. En 1751, el
obispo Morel de Santa Cruz reconocía 348 familias nativas. Una década antes,
un nuevo informe del gobernador en ejercicio informaba de la existencia en la
ciudad de 8799 personas, de las cuales 5267 eran catalogadas como mestizos
claros, 1655 como españoles y 1977 como negros mulatos. En los años 1747-
1748 se llegaron a organizar expediciones militares hacia el Sur, específicamente
a Talamanca, para repoblar o formar nuevos pueblos de indios en el Centro (So­
lórzano, 1993: 55-66).
Contemporáneamente, Panamá seguía su propio ritmo: crecimiento lento en
el interior, prácticamente nulo en la ciudad. En 1736, las cifras eran de 32812 y
7000 personas respectivamente. Cincuenta años después, hacia 1788, eran de
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 81

60000 y 7824. En 1793, las cifras eran prácticamente las mismas: 63000 y
7857 (Sosa, 1981: 111-129).
De los territorios insulares, no podríamos dejar de mencionar La Habana.
No es necesario referirse a su importancia en el mundo histórico colonial, pero
en relación a su ámbito, al menos hasta la década de 1740, los diversos cálculos
de población existentes no superaron los 30000 habitantes. Pese a las reiteradas
imprecisiones demográficas de la época, en las décadas siguientes hubo efectiva­
mente un notorio crecimiento demográfico y ya en el censo de 1774 se anotaban
75618 individuos, con exclusión de todas las villas cercanas, pero con inclusión
de las barriadas extramuros. Un nuevo padrón fechado en 1778 registraba
40737 habitantes urbanos y otros tantos 41405 «vecinos» rurales. Otro padrón
de 1792 contabilizó 51307 almas en el casco urbano y su entorno más inmedia­
to. Por sobre las diferencias, hombres más, hombres menos, o de categorías ur­
banas, suburbanas o rurales, la imagen de expansión demográfica es indiscutible
(Le Rivcrcnd Brusonc, 1992: 79 y 123).
Si avanzamos por el virreinato de Nueva Granada, encontramos nuevas rea­
lidades y nuevas diferencias. En 1761, la población total de la Audiencia de Qui­
to alcanzaba la cifra de 639500 habitantes, cifra que habría aumentado a
826550 según el censo de 1778. De ellos, se calcula que el 80% estaba formado
por mestizos y blancos, el 15% por indios y el 5% restante por esclavos.
En adición a lo anterior, se calcula que, entre 1778 y 1781 se deberían su­
mar unas 400000 personas dispersas, tanto en la costa como en la sierra, pero,
según la tendencia vigente desde mediados de siglo, la población seguía crecien­
do a una tasa vegetativa promedio que no superaba el 0.2%. En particular, la
declinación demográfica de la sierra, producto de una fuerte contracción econó­
mica de largo aliento, originada a partir de la década de 1740 por la convergen­
cia de variadas causas económicas y fenómenos naturales, le llevó a diferenciarse
claramente del litoral central, cuya población, por el contrario, aumentaba a un
ritmo cercano al 3.8% anual.
En el contexto del virreinato, la ciudad de Quito siempre se distinguió como
el área de mayor atracción y concentración demográficas. Según testimonios
contemporáneos, en extensión y población excedía a todas las demás urbes de
Latinoamérica, sin otra excepción que las de México y Lima. Se distinguía, ade­
más, por la preeminencia de los blancos. En 1761, el corregimiento de Quito
congregaba a unos 135000 habitantes y hacia 1784, la población del centro ur­
bano en sentido estricto alcanzaba los 23726 habitantes, de los cuales 17976
eran españoles, 4406 mestizos, 733 indios y 611 esclavos, composición bastante
diferente de la que prevalecía en las tierras altas e interiores donde había una
fuerte presencia indígena. Según otros cálculos, a pesar de los terremotos y las
epidemias, durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo, la población
quiteña siempre osciló en cifras cercanas a las 50000 personas.
Definitivamente, el número de habitantes de la ciudad fue notoriamente su­
perior al de Bogotá y Caracas, y muy lejano del correspondiente a la provincia
de Guayaquil, cuya ciudad capital, pese a su dinamismo portuario, aún no supe­
raba los 6000 habitantes. En el caso de Caracas, igualmente capital de provincia
o de audiencia desde 1786, su población era bastante escasa: 18 699 personas en
82 EDUARDO CAVIERES F.

1771; unas 20000 al comenzar el nuevo siglo (Lara, 1992: 128-129; Luccna Sal-
moral, 1994a: 143-164; Estrada y Caza, 1990: 68; Hamerly, 1987: 65-85; Tro-
conis de Veracoechea, 1992: 78-110).
¿Qué decir de Lima, la ciudad de los reyes? Siempre creciendo, centro de vi­
rreinato, siempre en constante movimiento. Podría aceptarse que ya en 1619 te­
nía una población urbana de 24991 individuos. Con mayor certeza, pero igual­
mente con precaución, siguiendo un censo de 1700 que contó a los moradores
limeños casa por casa, se podría aceptar que para entonces los vecinos de la ciu­
dad habían alcanzado la cifra de 36558. A lo largo del siglo, pese a un par de
detenciones demográficas causadas por fenómenos coyunturales, la cifra se du­
plicó. Hacia 1755 la ciudad superaba las 50000 personas y en 1790, contaba
con 61411 habitantes, a los cuales el virrey en ejercicio estimaba que debían su­
marse, a lo menos, unos 2000 más (Doering y Lohmann, 1992: 141-143; More­
no Cebrián, 1981: 97-161).
Es evidente que la Lima colonial imponía su presencia como cabeza del vi­
rreinato y, en términos de concentración demográfica, estaba muy por encima
de Santiago de Chile o de los principales centros urbanos de la Audiencia de
Charcas. En el primer caso, a diferencia de otras ciudades importantes, los datos
de la población santiaguina son escasos y no del todo fiables. Todo parece indi­
car que, en conjunto con la población chilena, también venía creciendo a lo lar­
go del siglo, pero es difícil calcular su número. En 1779, la información censal
registró 40607 habitantes para todo el corregimiento: un 52% de españoles,
15% de mestizos, 13% de indios y alrededor del 18% de mulatos y negros. De
ese total, podrían haber correspondido unos 30000 individuos a la ciudad en sí,
cifra que siguió incrementándose, a un ritmo cada vez mayor, en las décadas si­
guientes (Ramón, 1992: 108-109).
Rumbo hacia el Atlántico, nuestra atención se localiza en Buenos Aires. En
la tercera década del siglo XVII, el carmelita Vázquez de Espinosa jerarquizaba
los principales poblados existentes en la región, señalando a Córdoba con 500
vecinos, a Santiago del Estero con 400, a Tucumán y La Rioja con 250 y, final­
mente, a Buenos Aires con sólo 200. Por entonces, poco se decía de ella: una ciu­
dad sin defensas, carente de fuerza, con pocos indios, sólo con algunos vecinos
muy ricos.
Aun cuando el territorio de su gobernación incluía a las ciudades de Santa
Fe y Corrientes y que sus influencias portuarias alcanzaban a Tucumán y Cuyo,
es a partir de las últimas décadas del siglo xvn cuando la ciudad comienza a de­
sarrollarse. Hacia 1720 contaba con 8903 habitantes, pasó a 11121 en 1744 y
creció hasta 22007 en 1770, cuando su estructura étnica incluía un 53% de es­
pañoles, poco menos de un 25% de indios, negros y mulatos libres, y cerca de
un 18% de esclavos negros y mulatos.
Hasta entonces, la ciudad crecía a una tasa anual del 2.79%, pero adquirió
un ritmo aún mayor a partir de su jerarquización como capital del nuevo virrei­
nato. A comienzos de la década de 1780, superaba las 25000 personas, cuando
el total del nuevo ámbito administrativo colonial se acercaba a las 400000, sin
incluir una cifra similar de indios no sometidos. En 1798, el intendente de Para­
guay contabilizaba unas 100000 personas en su territorio y, poco después, en la
MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 83

Banda Oriental, se hacía un registro de 40000 individuos (Gutman y Hardoy,


1992: 37-46; Lynch, 1980: 48 49).
Finalmente, debemos considerar a Brasil. Desde el punto de vista urbano,
ayer como hoy, pero por diferentes motivos, Sao Paulo es un caso excepcional.
Las fluctuaciones de su crecimiento, producto de la intensa movilidad paulista
en demanda de los serrones o de la serie de epidemias del siglo xvn, le impidie­
ron proyectar una imagen siquiera débil de lo que llegaría a ser con el tiempo.
En 1730 albergaba a 4239 personas, cifra que según recuentos de 1776 había
descendido a 3820, cantidad mínima si se compara con los 11220 habitantes de
Buenos Aires en 1744 o con los 12000 de Río de Janeiro en las primeras déca­
das del siglo.
La situación comenzó a cambiar drásticamente en las últimas décadas del si­
glo xviii. En 1794, la población había aumentado hasta 9359 personas y ya en
1815 superaba las 25000. El crecimiento aparecía como incontrolable, pero no
inexplicable, si se observaba la concentración de gentes en las zonas donde se
había situado la ciudad: Piratininga en lo inmediato y el Planalto como escena­
rio mayor.
En efecto, mientras la ciudad en sí mantenía un volumen de población esta­
ble, todo su alrededor crecía ininterrumpidamente. La capitanía paulista conta­
ba con 58071 individuos en 1776 y aproximadamente 158450 en 1797. Una
explicación del fenómeno está en la importación de esclavos negros, que siendo
ínfima hasta el tercer cuarto del siglo xvm, creció desde entonces muy rápida­
mente e invirtió la proporción existente entre los 8987 negros y los 35526 in­
dios que vivían en la región en la década de 1770.
Igualmente dificultoso es tratar de cuantificar otras poblaciones del siempre
extenso Brasil. La capitanía de Bahía, por ejemplo, se distinguió mucho antes
por la fuerte presencia esclava, lo cual determinó diferentes actitudes regionales
respecto a los criterios utilizados para registrar a la población libre o a la pobla­
ción negra. En este caso, en 1724, la ciudad de Salvador tenía 13751 habitantes
y a mediados de siglo, unos 30000. Al menos, el 50% de ellos eran esclavos, lo
cual es bastante significativo si se piensa que, durante todo el período colonial,
esta ciudad fue siempre la primera entidad urbana del imperio portugués en
América.
En efecto, al concluir el siglo XVIII, Salvador había alcanzado los 50000 ha­
bitantes seguido de Río de Janiero, con 45000 y luego Recife, Sao Luis y Sao
Paulo, que no tenían más de entre 20000 y 25000 vecinos. Obviamente, la po­
blación rural superaba con creces al conjunto de las concentraciones urbanas
existentes. Por otra parte, en vísperas de la independencia, la población total
brasileña era de alrededor de 3.5 millones de habitantes, de los cuales cerca de
1.2 millones eran esclavos (Marcilio, 1990, IV: 55-57; Robles Reiz de Queiroz,
1992: 98-102 y 124-126; Schwartz, 1974: 603-635; Metcalf, 1986: 455-484).
Si volvemos al ámbito general, nos encontramos con el hecho de que los pri­
meros intentos serios en España para realizar un recuento global de población
surgieron en 1768, bajo la superintendencia de Aranda, iniciativa que se exten­
dió a los territorios de Ultramar por órdenes emitidas en 1776. Posteriormente,
en 1787, hubo en la Península un segundo censo, que también se aplicó a Améri­
84 EDUARDO CAVIERES F.

ca en 1790. En ambas oportunidades, las distintas autoridades americanas con­


testaron en plazos diferentes, usaron diversos criterios para catalogar a la pobla­
ción y no siempre se ajustaron a la búsqueda de una misma información para to­
das las colonias. A partir del censo de 1776, observamos la composición de la
población y el crecimiento que ésta experimentaba.

Ilustración 3
ESTRUCTURA DE LA POBLACIÓN EN PORCENTAJES SEGÚN GRUPOS.
LUGARES SELECCIONADOS. DIVERSAS FECHAS RESPONDIENDO
A LAS ÓRDENES CENSALES DE 1776.

Cuba Caracas Quito Arzobispado Obispado de


de 1.a Plata Santiago (Chile)
Blancos/españoles ... .. 53.50 38.00 26.41 9.82 68.10
Indios ........................... 4.00 67.92 68.80 10.30
Mestizos ...................... — — — 17.68 9.10
Hombres de color ... — 58.00 4.57 — —
Mulatos y negros .... .. 12.05 — — 3.70 10.80
Negros........................... .. 34.45 — 1.10 — 1.70
Fuentes: Porcentajes calculados en base a los recuentos de población o empadronamien­
tos generales según Real Orden de 1776; AGI, Indiferente General 1527; Secretaría de
Guerra 7175, exp. 72; Audiencia de Chile vol. 177.

Si bien el grupo «mestizo» no siempre aparece designado como tal, y cuando


lo hace no representa los mayores porcentajes, debe insistirse en los diversos cri­
terios utilizados para su clasificación y que, en definitiva, son también mestizos
los individuos designados como «hombres de color» y aquellos consignados en
«mulatos y negros». Además, pensando en variables sociorraciales, un porcenta­
je significativo de los «blancos/españoles» eran también mestizos. Un recuento
de la misma época para el arzobispado de México y los obispados de Puebla,
Michoacán, Oaxaca, Guadalajara y Durango, agrupaba a las familias existentes
sólo en dos categorías: la de «españoles como mestizos, mulatos y demás cas­
tas», un 40% del total, y la de indios, el 60% restante. En el empadronamiento
general del Perú, también respondiendo a la orden de 1776, el grupo blanco/es-
pañol representaba un 12.57%; el de los indios un 56.58%; los mestizos un
22.71% y, entre mulatos y negros, el 8.14% restante8.

Situación contemporánea en el Brasil colonial

También desde 1776, teniendo como objetivos fundamentales calcular el núme­


ro de hombres capaces de portar armas y de aquellos que debían tributar, la Co-

8. AGI, Estado 868, núm. 110 y Estado 73 núm. 40, respectivamente.


MESTIZAJE Y CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN IBEROAMERICANA 85

roña comenzó a exigir recuentos censales periódicos de la población. Los crite­


rios utilizados por las autoridades tampoco fueron uniformes, pero permiten
apreciar las diferencias raciales. Hacia finales del siglo xviii, considerando las
ocho jurisdicciones más importantes de la Colonia, el grupo blanco representaba
el 28%, los mulatos libres (es decir, mestizos) el 27.8%, los negros esclavos, el
38.1% y la población india, el 5%. A pesar de las peculiariddes regionales, es
evidente que el porcentaje de personas libres descritas como «blancos, mulatos y
otras mezclas» iba en considerable aumento (Alden, 1990: 309-314 y cuadro 4).
Para la época, la población en general estaba en aumento. Sobre esta situa­
ción, las referencias cualitativas contemporáneas son abundantes. No obstante,
es difícil establecer haremos demográficos indiscutibles para medir dicho creci­
miento. Obviamente, el principal problema radica en la ausencia de mediciones
censales completas y periódicas que permitan el análisis comparativo del desa­
rrollo de esas poblaciones. Pero al menos sí es posible establecer sus tendencias.
Por grupos raciales, la población indígena, sobre todo en las áreas andinas, se
había estabilizado y seguía siendo mayoritaria. De forma paralela, los diversos
grupos mestizos, que funcionaban como bisagra demográfica respecto a las ca­
pas sociales más bajas de los españoles y también respecto a las castas, se consti­
tuían, finalmente, en el núcleo básico de la América morena, que se encaminaba
a una nueva etapa de su Historia.
Al comienzo de este trabajo, citando a Rosenblat, señalábamos un cálculo de
13385000 individuos para la población de la América Latina precolombina.
Como se observa en el siguiente cuadro, hacia 1774, la Secretaría del Consejo de
Indias calculaba una población de 10250000 personas en sus colonias americanas.

Ilustración 4
POBLACIÓN SEGÚN LOS REGISTROS
DE LA SECRETARÍA DEL CONSEJO DE INDIAS EN TORNO A 1774.

México hasta California.................................... ......................... 3200000


Guatemala hasta el istmo.................................. ......................... 800000 4000000
Santa Fe, hasta el Orinoco ............................... ......................... 1200000
Provincia de Venezuela...................................... ........................ 600000
Río de La Plata..................................................... ........................ 800000
Perú, Chile, Quito................................................ ........................ 3000000 5600000
9600000
Islas de Barlovento:
— Cuba ................................................................. ......................... 350000
— Puerto Rico y demás....................................... ......................... 300000 650000
10250000
Fuente: «Vista política de la América Española», AGI, Estado 105, núm. 5.

Según la misma documentación, hacia 1797, la población del Norte (México


y Centroamérica) se calculaba en 8 millones de personas, la del Sur en 6 millo­
nes, la de las islas de Barvolento en otras 650000, a todo lo cual se agregaban
86 EDUARDO CAVIERES F.

unos 3.5 millones de indios «admisionados, esto es catequizándose, y de nacio­


nes no reducidas*. En total, 18150000 individuos9, una cifra no tan lejana de
los 16.9 millones calculados por Humboldt.
Que la población crecía, es indiscutible. Que las cifras sean exactas, es mu­
cho menos probable. Que en 350 años haya sufrido fluctuaciones de tal envega-
dura que al cabo de tanto tiempo apenas se estuviesen alcanzando las dimensio­
nes demográficas de 1492, es algo para seguir reflexionando. Lo que no admite
duda alguna es que más allá de los números, algo nuevo había surgido. Lo que
esconde el concepto de mestizo, ¿podría sintetizar esa realidad histórica tan
compleja?

9. «Vista política de la América española*, febrero de 1798. AGI, Estado 105, núm. 5.
4

LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO


EN LA AMERICA LATINA DEL SIGLO XVIII

Eni de Mesquita Samara

Desde el comienzo de la colonización, la integración de las colonias latinoameri­


canas en los intereses y las fluctuaciones del mercado internacional generó flujos
económicos, mutaciones y continuidades en su historia. Indudablemente esto se
reflejó de manera directa en la organización económica regional y, por consi­
guiente, en los sistemas de trabajo y el empleo de sus habitantes. En el plano so­
cial más amplio, las reglas y normas impuestas por las monarquías ibéricas en su
afán de establecerse en ultramar engendraron tipos de sociedades que, a semejan­
za de los sistemas económicos, se modelaban según los esquemas europeos, pero
conservaban características propias del media colonial y de sus poblaciones.
Para hacerse una idea de ese vasto conjunto hay que considerar como un
todo los innumerables procesos que se desarrollaron a lo largo de los tres prime­
ros siglos del período colonial y las orientaciones del sistema (Boxer, 1969b;
Prado, 1972; Nováis, 1979; Holanda, 1971; Lapa, 1991; Cardoso, 1972). Por
otra parte, hay que tener sensibilidad para captar lo específico y poder así com­
prender la complejidad social y de formas de trabajo que coexistieron en la
región.
La formación de mercados internos, con áreas económicas exportadoras y
núcleos urbanos en desarrollo, creó también otras realidades socioeconómicas
con efectos directos en el mercado de trabajo. El intercambio económico interno
y la alternancia de mano de obra libre y esclava en los diferentes sectores econó­
micos demuestran que el sistema tenía una dinámica intrínseca, que era necesa­
ria para su mantenimiento’.
En general, respecto a América latina hay que tener también en cuenta la
movilidad espacial de la población colonial, como reflejo de los cambios econó­
micos impuestos por el mercado externo, que provocaba alteraciones del sistema
de trabajo y, por tanto, de los patrones demográficos y la composición social de
la región (Newson, 1990; Holanda, 1966).

1. A este respecto ver los innumerables estudios regionales a que se refiere este capítulo, entre
otros muchos que ofrece la historiografía latinoamericana.
88 ENI DE MESQUITA SAMARA

Aun considerando que es un desafío y sin pretender agotar el tema, este ca­
pítulo trata de estudiar las transformaciones económicas y sociales regionales
desde la perspectiva de las formas de trabajo que coexistieron en el ámbito suda­
mericano durante el siglo xvm. Se presta especial atención a la formación de un
mercado de trabajo de mano de obra libre y a su importancia, pese a la presen­
cia de la esclavitud en innumerables contextos. El capítulo se opone, por tanto, a
la visión bipolar y simplista de los sistemas de trabajo y de las relaciones sociales
en las colonias ibéricas, basada en el binomio amo-esclavo, entendiendo que la
expansión de la economía de mercado iba acompañada de oportunidades que
beneficiaban a los demás sectores.
Se estudiará la integración de las colonias al flujo internacional, a partir de
las economías azucareras de Brasil, en las que conviven distintas formas de tra­
bajo y de lazos personales. Allí, alrededor de los ingenios y de los grandes terra­
tenientes, proliferaban pequeños propietarios, agricultores independientes, pos-
seiros, arrendatarios, agregados y camaradas que constituían piezas importantes
del funcionamiento del sistema. Durante el siglo xvm, en las regiones exporta­
doras la vida del mundo rural y la vida en el trabajo presentan semejanzas y di­
ferencias entre las áreas de colonización española y las de colonización portu­
guesa. El hinterland, el gaucho, la ganadería y el comercio de cueros componen
ese conjunto y permiten comprender la dinámica interna del sistema, mostrando
que las formas de empleo en las zonas rurales asimilaban, a menudo, costumbres
locales recurriendo a otros expedientes para atender la demanda externa (Sch-
wartz, 1988; Gelman, 1989; Salvatore y Brown, 1987).
Por otra parte, la esclavitud, el trabajo indígena obligatorio y la importa­
ción de negros africanos dejaron huellas profundas en las sociedades latinoame­
ricanas, manifiestas en las actitudes y los comportamientos de sus habitantes.
Las actividades mineras en el siglo xvm muestran especialmente los distintos
modos de trabajo utilizados en los Andes y en Brasil. El espíritu de aventura, la
vida ardua, la inestabilidad y la pobreza formaban parte invariablemente de la
vida cotidiana de esas regiones (Tandeter, 1992; Souza, 1992; Luna y Costa,
1982).
También se analizarán los sectores de subsistencia y los empleos urbanos
orientados a la prestación de servicios, ya que absorbían en gran parte la mano
de obra libre y «no especializada». Individuos ambulantes y menesterosos inte­
graban esa clase, que tiende a aumentar significativamente en varias regiones
coloniales a finales del siglo XVIII, convirtiéndose en objeto de preocupación
para las autoridades. Con el transcurso del tiempo se van formando pequeñas
poblaciones y ciudades donde también se concentra la mano de obra femenina
que participa en el proceso productivo, en negocios y en transacciones. Se trata
por tanto de un escenario ideal para comprender la complejidad de los papeles
sociales, las diversas formas de trabajo, los modos de vida en las colonias y los
cambios que se producen en la época, que son en síntesis el objeto de este capí­
tulo.
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO 89

TRABAJO Y TRABAJADORES EN EL MUNDO RURAL:


ESCLAVOS Y ASALARIADOS

En general, en el Nuevo Mundo el sistema de trabajo implantado en las áreas


exportadoras tenía características propias de las economías de mercado, lo que
ha llevado a muchos estudiosos a poner de relieve su homogeneidad sobre la
base de un modo de producción esclavista colonial en América. Sin embargo, re­
cientes investigaciones han señalado la diversidad regional y las diferentes estra­
tegias de posesión y mantenimiento de los esclavos a lo largo del tiempo (Costa
1992; Luna, 1981; Paiva y Libby, 1993; Gorender, 1978).
Concretamente en el caso brasileño, esa premisa es válida si se tiene en cuen­
ta que, a pesar de ser considerada como una colonia esclavista en su base teórica
original, la organización del trabajo estaba apenas parcialmente asociada a la es­
clavitud, predominando en muchos sectores quienes no poseían esclavos. Desde
el siglo xvni y durante todo el siglo XIX, los análisis microrregionales han de­
mostrado que se produjo una disminución de la participación de los esclavos en
los sectores de exportación y el desarrollo de economías locales orientadas hacia
el mercado interno, que pasan a absorber también ese tipo de mano de obra
(Paiva y Libby, 1993; Costa, 1992; Kowarick, 1987; Mesquita, 1977).
En los tres primeros cuartos del siglo xvm, se supone que el peso relativo de
los esclavos osciló en torno al 50%, con un porcentaje superior de trabajadores
libres en varias regiones brasileñas, dependiendo siempre del tipo de economía
implantada o en desarrollo. A falta de esclavos, las familias trabajaban unidas en
el cultivo de la tierra o en el comercio y aceptaban a otros trabajadores subsidia­
rios para ayudar en la faena diaria. Se puede afirmar incluso que en el período de
1775 a 1872, considerada la población total de Brasil, la participación de los es­
clavos disminuyó desde poco más del 30% hasta aproximadamente el 15%.
Sin embargo, apenas sería posible desde un punto de vista estadístico borrar
las marcas de la esclavitud en un contexto social determinado por las distincio­
nes jurídicas y los principios jerárquicos basados en las actitudes señoriales de
los propietarios y en la deferencia de los socialmente inferiores, escenario típico
de las sociedades patriarcales.
Con la producción azucarera en su apogeo, los ingenios del Nordeste brasi­
leño, si se los considera como reflejo de la vida socioeconómica de la época, re­
velan esa faceta en una intrincada red de relaciones personales y de trabajo que
existía en el medio rural de la época. Dado el fracaso en la utilización del indíge­
na como fuerza de trabajo, en los ingenios se empleaba básicamente mano de
obra negra traída de Africa para los más variados servicios.
En el siglo XVII, los dueños de grandes contingentes de esclavos se distin­
guen, empero, de los que aparecen en las zonas de producción de caña del Sur a
partir de la segunda mitad del siglo xvm, cuando el número de esclavos era mu­
cho menor. Sin embargo, en cuanto al aparato de producción, a la estructura y a
las formas de relaciones, el panorama era prácticamente el mismo de los prime­
ros tiempos de la colonización.
En su conjunto, un complejo azucarero constituía un impresionante marco
arquitectónico de edificaciones interconectadas, dotadas de molinos, pailas, hor­
90 ENI DE MESQUITA SAMARA

nazas, animales y multitud de esclavos. La casa grande, residencia del propieta­


rio, era una combinación de fortaleza, vivienda y oficina. Contrapuesta a ella es­
taba la senzala, es decir, la casa de los esclavos. La capilla también formaba par­
te de la casa grande. En ella, testigo de la vida y la muerte de la comunidad, se
celebraban los nacimientos, los matrimonios, el comienzo de la zafra y los fune­
rales. Los domingos y durante las fiestas religiosas se reunían en ella los habitan­
tes de la región, lo que confirmaba la hegemonía del ingenio (Schwartz, 1988;
Ferlini, 1988; Petrone, 1968).
Su mantenimiento exigía un complejo sistema de trabajo en el que hombres
libres y esclavos ejecutaban tareas propias de su condición. Los cautivos trabaja­
ban en las arduas labores de labranza y los asalariados en la preparación y la fa­
bricación del azúcar, que exigían mano de obra más especializada. Así, el maes­
tro azucarero, el «banquero» (su asistente durante la noche), el cajero del
ingenio, el purgador, los caldereros, los intendentes del campo y de la fábrica, y
los timoneros de los barcos que transportaban leña, caña y cajas de azúcar, eran
contratados anualmente, con ajustes en caso de que recibieran alojamiento y ali­
mentación. En los ingenios mayores, capellanes y médicos atendían las necesida­
des de los habitantes, y muchos de ellos, además de guardianes de la moral, edu­
caban a los hijos de los propietarios. De vez en cuando, acudían los abogados
que se ocupaban de las cuentas y de la parte burocrática de los negocios. Gene­
ralmente residían en las ciudades, pero indudablemente formaban parte del con­
tingente de asalariados que gravitaba en torno a las grandes propiedades.
El ingenio era, pues, un sistema caro y costoso que absorbía una variada
gama de trabajadores, entre los cuales el esclavo negro era la pieza maestra. Eso
se debía especialmente al tipo de producción, a las exigencias del mercado y a la
posición privilegiada que ocupaba en la economía colonial brasileña el azúcar,
que, desde el siglo XVI, era el principal producto de exportación, posición domi­
nante mantenida hasta mediados del siglo XIX. Ésta fue la situación incluso du­
rante la fiebre del oro en el siglo XVIII, excediendo siempre el valor de las expor­
taciones azucareras al de los demás productos coloniales. La alternancia de
períodos difíciles con la competencia en el mercado internacional, tras la prime­
ra mitad del siglo XVII, no llevó a la decadencia o a la desaparición de la produc­
ción en la Colonia brasileña. En estas circunstancias, los propietarios de inge­
nios, incluso empobrecidos, siguieron siendo una clase importante y poderosa en
las regiones del Nordeste como Bahía y Pernambuco (Schwartz, 1988). Los due­
ños de tierras y los grupos de esclavos encarnaban sin duda, en el ambiente colo­
nial, el proyecto social de la colonización, ritualizando las convenciones sociales
de las elites blancas, generalmente difíciles de imponer o incluso de imitar entre
el común de las gentes (Samara, 1986; Freyre, 1977).
Como patriarcas, esos señores del azúcar dirigían los negocios y las relacio­
nes familiares. Pero su poder llegaba aun más allá, hasta el séquito de depen­
dientes vinculados por el trabajo, el parentesco ficticio, la amistad o el apadrina-
micnto. En la política local eran importantes y sabían utilizar los favores en el
ejercicio de la dominación. La Corona portuguesa lo aceptaba siempre y cuando
no estuviera en juego su autoridad, en cuyo caso intervenía en ios conflictos en­
tre los sectores económicos.
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS OE TRABAJO 91

Sin duda, en ese punto coincide el análisis histórico de las colonias ibéricas
en general. La profusión de lazos familiares y el establecimiento de redes de de­
pendencia económica y personal que determinaban poder, prestigio y formas de
articulación social parecen haber sido comunes en las zonas rurales. En México
el panorama era bastante parecido al de Brasil, si pensamos en la importancia y
la influencia de las elites de propietarios en el campo y las ciudades. Estudios re­
cientes muestran también esa relación entre las estructuras familiares y el mundo
del poder y los negocios (Grosso y Caravaglia, 1990; Gandan y otros, 1978).
Al igual que en el caso de Brasil, el análisis de diversos contextos económicos
de América Latina pone de manifiesto la necesidad de comprender la vida socio­
económica en la agricultura, basándose también en los demás grupos que integra­
ban la economía en el campo y en las poblaciones y ciudades establecidas en su
entorno. Elites de propietarios, pequeños y medianos agricultores, arrendatarios,
comerciantes y trabajadores en general formaban parte de esa red de relaciones de
trabajo y dependencia que interconectaba el mundo rural con el urbano, los secto­
res de exportación con los de consumo y abastecimiento internos (Franco, 1969)
Especialmente en el mundo de los ingenios brasileños, el trabajo asalariado,
el trabajo obligatorio y la formación de innumerables categorías sociales enrai­
zadas entre los dos polos básicos de la sociedad ofrecían posibilidades de movili­
dad social, lo que permitía la transformación de agricultores en propietarios, de
esclavos en libertos, de trabajadores en patrones o simplemente de «negros en
blancos». Esto ocurría más fácilmente entre los asalariados, que no siempre esta­
ban presentes en el proceso de fabricación azucarera, pero sí en las funciones lla­
madas intermedias: administrativas, técnicas y artesanales (Schwartz, 1988).
Las capacidades y los servicios de esos trabajadores eran esenciales para la
producción del azúcar, e incluso cuando eran sustituidos por esclavos se mante­
nía la diferenciación social característica de la fuerza de trabajo, lo que en síntesis
definía al conjunto de la mano de obra libre especializada como categoría social.
No obstante, el acceso a la clase de los grandes propietarios de tierras no se
veía facilitado por las normas y los comportamientos vigentes en la época. Los
matrimonios endogámicos y ritualizados por pactos de intereses permitían per­
petuar las fortunas entre una elite blanca. A lo largo del siglo XVlll continuaron
vigentes en Brasil las pautas de uniones entre grupos étnicos y socioeconómicos,
si bien eran más comunes en aquella época los matrimonios entre comerciantes
y miembros de la elite local (Kuznesof, 1980; Samara, 1989; Socolow, 1989;
Mccaa, 1984; Metcalf, 1993).
Otra traba era el alto costo de creación del ingenio y muchos.colonos no dis­
ponían de capital y créditos suficientes para ello, a pesar de los incentivos que
dispensaba la Corona portuguesa. Por otra parte, los colonos deseaban partici­
par en la economía exportadora y alrededor de los ingenios proliferaban las
grandes extensiones dedicadas al cultivo de la caña, en las que se establecían ios
labradores y sus grupos de esclavos.
Todo indica que, desde los inicios, lo que distinguía la economía azucarera
de Brasil de sus congéneres del Nuevo Mundo era el control ejercido por ese gru­
po sobre la fuerza de trabajo esclavo. Esa estructura existía en las islas atlánticas
de España y Portugal, y parece haber sido transferida en el siglo xvi también a
92 ENI DE MESQUITA SAMARA

Cuba y Puerto Rico, en las Antillas españolas. Sin embargo, hasta el siglo XIX
sólo en Brasil los cultivadores de caña constituyeron una parte importante de la
economía azucarera. Su existencia demuestra también las posibilidades de for­
mación de nuevas categorías y la complejidad de los papeles sociales dentro de
un mismo grupo de origen.
Así, había entre ellos una división en subcategorías basada en la relación con
la tierra. Los que eran propietarios estaban libres de obligaciones y constituían
un grupo privilegiado. Los demás eran dueños de caña hipotecada y, general­
mente, arrendatarios. Al respecto, Schwartz, que ha estudiado exhaustivamente a
estos individuos, afirma que en términos sociales eran comparables a los dueños
de ingenio y que en lo esencial tenían los mismos orígenes e iguales aspiraciones.
Naturalmente, había grandes disparidades y entre ellos encontramos padres ca­
tólicos, comerciantes de origen cristiano nuevo, viudas ricas y caballeros venidos
a menos (Schwartz, 1988).
Se sabe que es imposible captar todas las sutilezas y distinciones propias de
las diversas categorías sociales existentes en el medio rural, sobre todo si se toma
como base el análisis regional de los sistemas de trabajo. En vista de ello, se han
puesto de relieve en el contexto general algunos sectores particulares y, en espe­
cial, aquellos que empleaban mano de obra libre, tratando de comprender su
participación en la economía de mercado y, más tarde, en los sectores de abaste­
cimiento y servicios. Los cultivadores de caña, por origen e intereses, estaban
vinculados a los ingenios y gravitaban a su alrededor, lo que sucedía también
muchas veces con otras categorías, como la de los agregados.
Según indica todo, el agregado ocupaba una posición particular en los siste­
mas de trabajo y de relaciones personales y se encontraba en varias regiones de
la América española y portuguesa. Considerado un trabajador rural por excelen­
cia, el agregado se relacionaba con los sectores de la agricultura y la ganadería.
Generalmente ambulante, suplía el mercado de trabajo cuando hacía falta mano
de obra básica en las unidades de producción, bajo la presión de la demanda o
en momentos de prosperidad económica. Tal situación se dio en sectores expor­
tadores importantes de Argentina y Brasil en el siglo xvm y a comienzos del si­
glo XIX, y probablemente se repite en otros contextos coloniales.
En aquella época las familias brasileñas que no tenían esclavos trabajaban uni­
das o aceptaban a otros miembros suplementarios para la faena diaria de los nú­
cleos domésticos, que eran al mismo tiempo unidades familiares y de producción.
Los cultivadores de géneros alimenticios, los labradores y los arroceros contaban
con agregados cuando sus limitados recursos no les permitían comprar esclavos.
En las tierras excedentes, el gran propietario concedía también al agregado permi­
so para construir una cabaña y crear una plantación, cosa que solía hacer rudimen­
tariamente, ya que la permanencia en el lugar no siempre se garantizaba por mucho
tiempo. En el siglo xvm era sorprendente la movilidad espacial de este grupo, que
se desplazaba entre las ciudades y el campo en busca de supervivencia y trabajo2.

2. Los agregados son individuos desposeídos que se tienen que establecer en la casa o en la tie­
rra de otros.
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO 93

Lo que distingue al agregado del posseiro es una autorización del dueño


para vivir y labrar la tierra, lo cual crea entre los dos, el señor y el agregado, vín­
culos de servicio y de solidaridad mutuos. Estas relaciones paternalistas creaban
lazos comunes entre la gente campesina, lo que sin duda hacía que el grupo de
agregados se integrara en la gran familia del propietario.
Aunque desposeídos y con una vida precaria e inestable, no todos los agre­
gados pueden considerarse así, como se ha indicado respecto a los cultivadores
de caña. Lo que se observa es una gran complejidad en este grupo, compuesto de
individuos de las más diversas procedencias. A menudo, parientes del propieta­
rio venían a agregarse a la familia por estar solteros o incluso por ser pobres.
Otros traían sus propios grupos de esclavos o trabajaban por cuenta propia. Fa­
milias enteras resultaban agregadas, madres solteras con hijos o matrimonios en
que generalmente la mujer ayudaba en el servicio doméstico’.
Descripciones de este tipo son propias de la vida cotidiana en lugares como
Colombia y Brasil, donde las familias agregadas presentaban pautas de organi­
zación y de relaciones semejantes a las de los propietarios. Eran compadres y le
debían lealtad al dueño de la tierra, lo cual les permitía permanecer en su propie­
dad. En situaciones de desavenencia y conflicto político se armaban en defensa
del propietario, formando, una vez más, parte del grupo de dependientes (Sama­
ra, 1977; Escheverri Abad, 1965)
Los agregados, figuras más presentes en la literatura latinoamericana que en
los libros de historia, constituían una categoría importante en el conjunto de las
actividades productivas, aunque era poco numerosa si se la compara con el es­
clavo o el indígena. Sin embargo, eran bastante frecuentes y se ocupaban de in­
numerables servicios, especialmente en las zonas urbanas, como veremos más
adelante en el análisis del mercado del trabajo informal.
Como eslabones en la cadena de los seres humanos, los agregados y los culti­
vadores de caña reproducían en el ámbito regional la complejidad de las formas
de organización del trabajo en el campo, que incluía la alternancia entre mano
de obra libre y esclava en los diferentes contextos de la economía exportadora.
Además, mostraban que, para sobrevivir económicamente, el aparato producti­
vo tenía que presentar cierto grado de flexibilidad en cuanto a la producción y a
los sistemas de empleo.
1.a misma situación se daba en las zonas dedicadas a la ganadería. Lo que se
observa, incluso en regiones como la Banda oriental y a finales del siglo xviii, es
la influencia de las costumbres y hábitos locales de los trabajadores en la orien­
tación y hasta en la organización interna del mercado de trabajo. Aunque es una
hipótesis polémica y bastante infrecuente hasta hace poco en los análisis de la
economía colonial, la defienden autores que han estudiado la documentación re­
lativa a la Estancia de las Vacas para el período que va de 1791 a 1805 iSalvato-
re y Brown, 1987; Gelman, 1989).
En la última década del siglo xvm, los productores del Río de La Plata tuvie­
ron que afrontar cambios en la demanda de pieles del mercado internacional. El

3. Fogo (hogar) es sinónimo de casa o residencia.


94 ENI DE MESQUITA SAMARA

comprador oficial, España, adquiría irregularmente, en función de las guerras, y,


en general, las exportaciones eran difíciles debido a la coyuntura europea. El pa­
norama de las exportaciones en Buenos Aires y Montevideo muestra claramente
la situación. Esta fluctuación incidía directamente en el empleo de los trabajado­
res de las haciendas.
Se sabe también que estas variaciones obligaron a la mano de obra a buscar
diferentes opciones laborales. En lo que atañe a los gauchos, las oportunidades
fuera de la estancia y su movilidad geográfica contribuyeron a esa mayor flexi­
bilidad. Cuando aumentaba la demanda, iban a trabajar y cuando la demanda
declinaba, se dedicaban a otras actividades o al contrabando. No obstante, se
negaban a permanecer en un mismo sitio durante largos períodos. Para resolver
el problema y evitar la dependencia total con respecto a los gauchos, la Estan­
cia de las Vacas recurría a la mano de obra suplementaria: esclavos, agregados
y ambulantes que venían de Buenos Aires (Salvatore y Brown, 1987; Gelman,
1989).
Pese al debate presente en la historiografía, ejemplos de esta clase pueden
ayudar a comprender que los sistemas de empleo en el campo, si bien sujetos a
las fluctuaciones del mercado interno, podían estar supeditados a los modos de
vida y a los hábitos de los habitantes locales, sin perjuicio para la economía de
mercado. En el caso concreto de la producción de pieles, ésta ofrecía mayores
posibilidades para la absorción de otras fuentes de trabajadores y de contrata­
ción temporal (Salvatore y Brown, 1987; Gelman, 1989).
Por todo esto, resulta difícil pensar en la organización del trabajo en las co­
lonias sobre la base de un sistema uniforme para las diferentes regiones econó­
micas, geográficas y políticas, a lo largo del tiempo. Así, estuvieron vigentes al
mismo tiempo economías distintas que adoptaban formas de trabajo particula­
res para atender a su propio desarrollo. Esto se refleja también en la ocupación
del espacio y en el movimiento de la población colonial, que atraída por los po­
los económicos en expansión, influía en las pautas demográficas locales y, por
consiguiente, en las relaciones sociales. Sin duda, las jerarquías propias del ideario
de la colonización estaban presentes sobre todo en el campo, donde los poten­
tados locales hallaban el ambiente propicio para el ejercicio de la dominación.
Por otra parte, resulta obvio que los valores y comportamientos de las elites,
aun siendo impuestos por el sistema, no siempre lograron penetrar en las demás
clases sociales, a causa de las dificultades económicas, los modos de vida o la
perpetuación de hábitos propios de las poblaciones locales. Aun en el plano
económico debe señalarse que incluso en las economías rurales establecidas se­
gún las directivas orientadas a la exportación y que dependían del mercado in­
ternacional, había una influencia en el suministro de trabajo del sector interno.
En este sentido, investigaciones recientes han puesto de manifiesto la menor
participación del esclavo como fuerza productiva en el siglo XVIII y la alternan­
cia de trabajadores en el conjunto de las diversas economías regionales, según
la naturaleza de los trabajos o la necesidad de mano de obra. Y en este aspecto,
el mundo rural no fue una excepción, incluso en casos como el de la producción
azucarera de Brasil, en la que el esclavo negro era la pieza fundamental del sis­
tema.
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO 95

LOS SEÑORES DE LA PLATA Y EL ORO:


LA ORGANIZACIÓN DEL TRABAJO EN LAS MINAS

Desde el comienzo de la colonización, los europeos hicieron innumerables inten­


tos de utilizar a los indígenas como fuerza de trabajo. Muchos de esos proyectos
fracasaron o resultaron transitorios, como en el caso de las zonas azucareras de
Brasil. Otras veces, perduraron hasta el siglo XIX, como ocurrió en regiones
fronterizas de México y del Amazonas. Especialmente en sectores económicos
con escasos recursos para la compra de esclavos, o con irregularidades en cuanto
al tráfico para su abastecimiento, los indígenas resultaron mano de obra codicia­
da, lo cual provocaba discusiones y enfrentamientos entre colonos y jesuitas.
Aun cuando los propietarios de la época los consideraban menos productivos,
en comparación con los negros esclavos, los utilizaban en las tareas más diversas
de la agricultura, la pesca, la ganadería y la minería, lo que hace que sea comple­
jo y difícil el debate sobre el grado de integración del indígena en los regímenes
coloniales (Schwartz, 1978).
En la América hispana la presencia del indígena fue fundamental en los dife­
rentes sistemas económicos creados y, sobre todo, en las zonas mineras. Objeto
de innumerables y serias investigaciones, la organización del trabajo en las mi­
nas es un capítulo importante de nuestro pasado colonial (Tandeter, 1992; Pas­
tóte, 1991; Zulawski, 1987b; Safford, 1991; Haskett, 1991). Vital para el enten­
dimiento de las formas de trabajo existentes en América, aquí lo vamos a
analizar desde un punto de vista regional y comparativo, sin ninguna intención
de plantear el tema fuera de los objetivos de este texto.
La diferencia básica respecto al sistema implantado por los portugueses resi­
día en la clase de mano de obra empleada, pero también eran patentes los desve­
los del Estado en el montaje del aparato administrativo y la organización de los
habitantes. Ambos recurrían al trabajo obligatorio y libre, y tenían una estructu­
ra bastante compleja (Boxer, 1969a; Luna y Costa, 1982; Souza, 1982).
En el caso del Potosí colonial, Enrique Tandeter subraya la complejidad del
mundo del trabajo en las minas y la importancia del empleo libre, ya que la mi­
tad de los trabajadores que mantenían una relación de dependencia con las mi­
nas y los ingenios eran contratados en ese mercado de mano de obra. A juzgar
por todos los indicios, ahí también el sistema colonial —y en particular la de­
manda mercantil— ofrecía a la población indígena diferentes opciones y percep­
ciones de los mecanismos de mercado (Tandeter, 1992).
Los metales preciosos ejercieron siempre una fuerte atracción, lo que originó
migraciones internas en las colonias y también entre los «hijos del Reino». En
las fases de los descubrimientos y del desarrollo de las actividades, las regiones
andinas y las zonas mineras de Brasil atrajeron contingentes significativos de in­
dividuos que buscaban trabajo, aventuras y enriquecimiento fácil. Pero ser mine­
ro exigía, en cambio, tenacidad, conocimiento de la técnica existente y disciplina
en el trabajo diario, aunque favorecía las ambiciones personales y las aspiracio­
nes de movilidad social.
En los primeros 60 años del siglo XVIII, la fiebre del oro en la América portu­
guesa provocó en la metrópoli la salida de unos 600000 individuos, con un pro­
96 ENI DE MESQUITA SAMARA

medio anual de 8000 a 10000. En 1709, el número de personas ocupadas en ac­


tividades mineras, agrícolas y comerciales era de 30000, sin incluir los esclavos
oriundos de África y de las zonas azucareras en retracción (Souza, 1982).
Esto avivaba seguramente la preocupación de las monarquías ibéricas por el
control de esas zonas y los esfuerzos para reprimir el contrabando. Los empresa­
rios locales, dueños de las minas y del comercio, se preocupaban también por la
contratación de mano de obra y su sometimiento a la disciplina, con el fin de au­
mentar la producción. Esto no era tarea fácil en un contexto bastante diversifi­
cado de formas de trabajo y de relaciones sociales.
En Potosí sabemos que el dominio de la técnica, desde los primeros tiempos
de esa actividad, definió claramente la fuerza de trabajo de la zona. En ese uni­
verso el papel de los yanaconas fue fundamental. Eran trabajadores indepen­
dientes que controlaban completamente el proceso, desde la extracción hasta la
fundición. Además, utilizaban sus propias herramientas y provisiones, y recluta­
ban a otros indios para la tarea. Su relación con un propietario se basaba en un
acuerdo semejante al de arrendamiento, y por eso se les conocía con el sobre­
nombre de «indios varas». En las varas concedidas para la exploración, el due­
ño, generalmente español, tenía derecho al mineral de mejor calidad y los indios
se quedaban con los llampos, que eran menos puros (Tandeter, 1992).
Este sistema permitía a los yanaconas acumular capital e influir en el merca­
do de trabajo contratando mano de obra, así como en el beneficio y la reventa del
mineral. Con la crisis de la producción y las transformaciones por las que atrave­
só la economía del sector, esa situación cambió con el transcurso del tiempo. Sin
embargo, todavía a finales del siglo XVIII, el control de los empresarios sobre los
trabajadores no había avanzado mucho: «El censo de 1779 nos permite una
aproximación más concreta para evaluar el universo del reclutamiento de la
mano de obra libre de la minería potosina a finales del siglo XVIII. Sabemos que
algunos de los trabajos mineros podían ser realizados por menores, los llamados
cabritos, chivatos y chivateros, y que entre los mingas figuraban no sólo indíge­
nas sino también cholos, mestizos, mulatos y zambos, aunque no negros. Por tan­
to, debemos considerar como parte del universo de reclutamiento a los varones
de más de 12 años pertenecientes a las clases censales de yanaconas de la Villa y
de afuera, así como a mestizos y mulatos, lo que da un total de 4360 individuos
para 1779. Si suponemos para ese grupo una tasa de crecimiento durante la déca­
da siguiente análoga a la de la población total de la ciudad, concluiremos que ha­
cia 1790 los mingas empleados en minas c ingenios eran el 50% del total de las
clases censales de entre las cuales se reclutaban» (Tandeter, 1992).
En conclusión, lo que se observa es que la organización del trabajo abarcaba
innumerables categorías de trabajadores con mayor o menor grado de califica­
ción. Tal situación influía directamente en el mercado de trabajo y en la produc­
tividad. En el caso de los «barreteros», por ejemplo, había que atraerlos con pa­
gos anticipados, lo que presuponía la existencia de múltiples arreglos de
reclutamiento de la mano de obra y, en especial, de la especializada.
Estudios e investigaciones dedicados a las zonas mineras de la América his­
pana muestran también la diversificación de los sistemas en la esfera regional y
las diferencias que presentaban en el siglo XVIII, alternando las prácticas de tra­
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO 97

bajo obligatorio y asalariado. Ese hecho no merma, sin embargo, la importancia


de la mano de obra libre dentro del conjunto de las actividades productivas de­
dicadas a la explotación minera (Zulawski, 1987b).
En la América portuguesa, los señores del oro recurrieron principalmente al
brazo esclavo. Sin embargo, eso no significa que hubiese un orden interno único,
ni mayor simplificación entre clases sociales. Por el contrario, la minería en la
colonia brasileña fue un fenómeno dinámico que atraía a poblaciones de los más
diversos orígenes y que generó una sociedad urbana con una compleja estructura
laboral. En el siglo xvm, la elite de la tierra se dedicaba a explotar el oro, pero
también tenía negocios diversificados de agricultura y ganadería, como prueban
sus inventarios. La preferencia por el esclavo resulta del sistema implantado y de
la afluencia de mano de obra africana hacia el sector, venida del Reino y de
otras regiones de la Colonia para atender a la demanda del oro.
Testimonios de los primeros escritores del siglo xvm, como los de Antonil,
son ricos en descripciones de ese universo y también de los tipos sociales que
acudían a esos lugares: «Cada año vienen en las flotas cantidad de portugueses y
extranjeros para ir a las minas. De las ciudades, los pueblos, los rincones aleja­
dos y los serrones de Brasil acuden blancos, morenos y negros, y muchos indios,
de ios que se sirven los paulistas. La mezcla es de toda clase de personas: hom­
bres y mujeres, jóvenes y viejos, pobres y ricos, nobles y plebeyos, seglares y
eclesiásticos y religiosos de diversos institutos, muchos de los cuales no tienen
convento ni casa en Brasil» (Antonil, s. f.).
Los trabajos en el sector de la minería no exigían gran habilidad técnica y
desde el comienzo se extrajo el oro de aluvión de los ríos con un mínimo instru­
mental, dependiendo el resultado de la cantidad de esclavos. Cuando escaseó el
producto, se abrieron excavaciones en espacios llanos y más tarde los explora­
dores comenzaron a trabajar las laderas de las colinas. Los esfuerzos volumino­
sos que exigía el oro de la montaña eran incompatibles con el nomadismo de los
primeros tiempos y ya al final de la segunda década del siglo XVIII, se organizó la
sociedad. Los mineros levantaron sus caserones y se formaron los poblados
Luna y Costa, 1982).
En general, los estudiosos han mostrado el carácter específico de la forma­
ción minera en comparación con otros sectores de la colonia brasileña de la épo­
ca. La vida urbana, la diversificación de actividades, la presencia más fuerte del
Estado, una mayor flexibilidad social, la creación de redes económicas integra­
das con interdependencia regional y la formación de un mercado interno, pare­
cen ser, pues, las principales características de la región en el siglo xvm (Freyre,
1977; Prado, 1972; Iglésias, 1972).
Sin embargo, su característica principal consistía en el sistema de trabajo im­
plantado por el reglamento de 1702 que consideraba determinante al esclavo
para la concesión de tierras con destino a la explotación minera. A los propieta­
rios con 12 esclavos o más se les concedía una data entera y a los que tenían me­
nor número se les otorgaba dos brazas y media por esclavo4.

4. Data era una extensión fija de tierra concedida para la explotación minera.
98 ENI DE MESQUITA SAMARA

En los análisis estadísticos de los campos mineros predominan, sin embargo,


los propietarios con pocos esclavos, mientras que sólo unos cuantos poseían
gran número de ellos. En este conjunto destaca el horro (esclavo liberto) como
dueño de otros esclavos, lo que indica que existía la posibilidad de salir del cau­
tiverio mediante libertad concedida o comprada con peculio propio, con lo poco
que se podía acumular en el trabajo de las minas. Las relaciones entre señor y es­
clavo eran más flexibles, ya que el primero dependía sin duda de la buena volun­
tad del esclavo en su trabajo de descubrimiento. Por otra parte, la vida urbana y
la concentración de habitantes de diversos orígenes hacía que el ambiente de la
región fuera más propicio a las excepciones que a la norma, y la Iglesia y el Esta­
do no escatimaban esfuerzos para contener los excesos (Souza, 1982; Luna,
1981; Luna y Costa, 1982)
El constante movimiento de población en el sector y la decadencia de la mi­
nería del oro engendraron también cambios sociales al final del período colonial
—que en Brasil termina en 1822—, lo que influyó en las pautas demográficas,
en el aumento de la pobreza y en el desarrollo de formas diferentes de trabajo y
de organización de las familias. La soltería, el concubinato, la ilegitimidad y el
número importante de mujeres cabeza de familia, componen el cuadro social de
los tiempos cercanos a la independencia. De todas formas, si se compara con
otras regiones coloniales de la misma época, Brasil no llega a constituir una ex­
cepción notable, especialmente si pensamos en los ámbitos urbanos en forma­
ción y en las dificultades existentes para imponer un modelo único de forma de
vida a los habitantes.

PUEBLOS Y CIUDADES: FORMAS DE TRABAJO Y DE CONVIVENCIA

Cuando pensamos en las economías coloniales orientadas hacia la exportación,


generalmente partimos de la base de que la producción de bienes alimenticios y
las actividades artesanales y de prestación de servicios formaban un sector secun­
dario estructuralmente desorganizado y socialmcnte bastante menospreciado.
Si bien ése fue sin duda el panorama general de gran parte de América Lati­
na en el período colonial, estudios recientes señalan la importancia del movi­
miento interno de la economía como actividad de apoyo a la exportación y tam­
bién a los núcleos urbanos en formación y desarrollo.
Así, en lo tocante al siglo XVIII, escenas callejeras, grabados, descripciones y
documentos históricos muestran muy a las claras la complejidad social que ya
venía del período anterior y la existencia de un mercado de trabajo informal. En
pueblos y ciudades, las ocupaciones estaban diversificadas, lo que sin duda atraía
mano de obra que no encontraba empleo en las zonas productoras para el mer­
cado internacional, o a la que se consideraba inadecuada. A su vez, el conjunto
de las actividades (que podían ser hasta de 100 tipos distintos) lo realizaban sec­
tores específicos que atendían a la demanda local y a la reventa para otras re­
giones. De los entornos rurales llegaban los excedentes de producción para el
abastecimiento, que se comercializaban en las tiendas y los puestos de venta, ge­
neralmente en las zonas centrales.
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS DE TRABAJO 99

Los depósitos de mercancías y los puntos de paso conectaban el interior con


los puertos de embarque. Todo esto hacía que hubiera movimiento en las calles,
comercio, gente en las ventanas, fiestas y procesiones religiosas.
En la supervivencia cotidiana y en el mercado de trabajo convivían personas
libres y esclavos, en un contexto en el que predominaban las mujeres. Según
todo indica, éste era un rasgo común del mundo colonial urbano, donde la es­
tructura por sexos presentaba siempre un desequilibrio en favor de las mujeres.
En cuanto a Nueva España, los datos del censo de 1790-1793 indican en general
una situación de equilibrio entre los sexos, pero en ciudades como Ciudad de
México, Querétaro y Valladolid, la población femenina superaba a la masculina
en una proporción media de 78 hombres por cada 100 mujeres. En la América
portuguesa la situación era idéntica y tanto los pueblos como las ciudades apare­
cen como áreas de concentración de población femenina (Pescador, 1989).
La migración masculina hacia zonas nuevas, en busca de posibilidades de tra­
bajo, y la inestabilidad de la población en las ciudades se reflejaron sin duda en la
situación demográfica y, por ende, en la organización de las familias y el mercado
de trabajo. Las mujeres, a ejemplo de la población libre y pobre, encontraban en
las urbes mayores posibilidades de actuación, por necesidad o por las circunstan­
cias. Esto explica también el aumento importante de las mujeres como jefes de fa­
milia en las zonas urbanas, así como los índices de soltería y de ilegitimidad.
En el Sur de Brasil, durante las primeras décadas del siglo XIX, éste fue un
panorama bastante común en la región de las minas, además de serlo en Sao
Paulo. En 1827 en esta ciudad, de un total de 492 hogares censados, las mujeres
eran cabeza de familia en 144 (29.26%) y en Vila Rica (Minas Gerais), en 1804,
764 mujeres adultas mantenían a la propia familia, lo que representaba el 45%
del total de casas de la ciudad (Samara, 1992; Ramos, 1990).
En la difícil lucha por la supervivencia, sobre todo en el medio urbano, los
papeles informales, aunque no reconocidos oficialmente y poco valorados, for­
maban parte de la vida cotidiana y servían también para desmitificar en los siste­
mas patriarcales el papel reservado a los sexos y la rígida división de tareas y
responsabilidades. Además, sólo en fechas recientes, el mundo de la mujer, el
trabajo y la vida doméstica, campo de lucha y de articulación de los «micropo-
deres», han sido objeto de investigación e interpretación, no como anomalía de
los procesos que se desarrollaban en la sociedad sino como síntoma de cambios
del orden social establecido. Tal sería, por ejemplo, el caso de la presencia de
mujeres al mando de familias y negocios, vista hoy más como organización dic­
tada por las circunstancias que como forma de desorganización familiar (Dias,
1984; Samara, 1992).
En América Latina, al final del período colonial, las mujeres manejaban la
economía doméstica y participaban en la vida económica en calidad de herede­
ras o de viudas, o cuando el marido estaba ausente. Entre las capas sociales más
pobres, la supervivencia ganaba el espacio de las calles, en el vaivén constante de
las esclavas jornaleras y de las mestizas, las indias y las blancas pobres, que ofre­
cían sus servicios a la población.
En el medio urbano, tener esclavos y subordinados era también símbolo de
rango, a pesar de las transformaciones que se producían en el ámbito institucio­
100 ENI DE MESQUITA SAMARA

nal. En ese punto, la esclava desempeñaba un papel importante como trabajado­


ra. En Lima, en 1792, el porcentaje de mujeres esclavas era superior al de hom­
bres (52.5% y 47.5%), considerando sólo la población urbana. En el campo, sin
embargo, cabe resaltar que las mujeres eran minoritarias en los distintos contex­
tos esclavistas y que se las consideraba inferiores, quedando reservadas para el
hombre las tareas más especializadas (Hünefeldt, 1988; Samara y Gutiérrez,
1993).
En Perú y Brasil, los sectores que más empleaban mujeres esclavas eran el ur­
bano y el doméstico. Como empleadas de servicio en las casas o como jornale­
ras, las mujeres conquistaron mayor independencia y muchas veces, la libertad.
En ciudades como Sao Paulo, Río de Janeiro y Salvador se hicieron famosas las
esclavas de ganhó, que debían pagar a los amos cierta cantidad de dinero por se­
mana y tenían autorización municipal para vender en la calle a los transeúntes
refrescos, café y pan. De ese modo, aprendieron a tener vida propia, a reivindi­
car y negociar sus derechos, mucho antes que las medidas oficiales se ocuparan
de hacerlo. Además, eran madres y cuidaban a sus hijos, pese a la expropiación
y la explotación sexual a las que estaban sometidas.
Eran corrientes los concubinatos con esclavas, lo que muchas veces generaba
tensiones y conflictos en el ambiente doméstico. Los hombres solteros también
preferían vivir amancebados con negras y mulatas, con las cuales tenían hijos
mestizos, que comúnmente figuraban en las particiones de herencia y en los tes­
tamentos de los habitantes de los pueblos. A esto hay que añadir las uniones de
carácter consuetudinario y los amancebamientos, incorporados a la vida cotidia­
na del mundo colonial, donde el matrimonio legítimo, objeto de la preocupación
de la Iglesia y de las clases dominantes, estaba a menudo muy lejos de la realidad
cotidiana de la población (Dias, 1984; Samara, 1989).
Por todo esto hay que matizar, descartando los conceptos simplistas sobre la
organización de la sociedad y de la economía colonial. Entre el hogar y la calle
había un continuo desdoblamiento de dependencias mutuas, de variadas modali­
dades de relaciones sociales y de trabajo. Además, en ese momento hay que con­
tar con los cambios económicos y políticos que tenían lugar tanto en las metrópo­
lis como en las colonias y que se reflejan en las desigualdades sociales, con lo cual
se agudizan los conflictos latentes y aumenta el nivel de aspiraciones y de con­
ciencia política. En las zonas urbanas, esos efectos tenían probablemente más re­
sonancia debido a la mayor concentración y movilidad espacial de los habitantes.
Los efectos del mercado internacional se hacían sentir también doblemente:
en los polos económicos regionales y en los sectores orientados hacia los servi­
cios y el abastecimiento. Esto originaba alteraciones en el mercado de trabajo y
alternancia de la mano de obra. Por otra parte, esos efectos ofrecían perspectivas
de nuevos negocios e inversiones para superar los períodos de crisis económica.
De esta forma, los trabajadores urbanos se integraban en innumerables acti­
vidades, con sectores específicos y con la consiguiente división social del trabajo.
En las sociedades esclavistas se observa que la mano de obra libre, cuando era
especializada, tenía un puesto garantizado, mientras que los trabajadores pobres
y emigrantes tenían que ocupar los empleos dejados por los esclavos. El conjun­
to de las ocupaciones es también indicativo de esa organización por sectores eco-
LAS RELACIONES SOCIALES Y LAS FORMAS OE TRABAJO 101

nómicos, en que se concentraban ios desposeídos. Algunos de ellos eran casi ex­
clusivamente sectores femeninos.
En este sentido, las observaciones de los viajeros y los documentos de la épo­
ca no dejan lugar a duda respecto a que en las colonias latinoamericanas el hila­
do y el tejido eran las principales tareas de las mujeres, además del servicio do­
méstico, naturalmente. En algunas regiones esa actividad se consideraba básica y
prácticamente la única fuente local de ganancias. Tal era, a finales del siglo xvm,
el caso de San Luis, Argentina, donde el gobernador apuntaba que «su única in­
dustria se reduce a que las mujeres trabajan ponchos y frazadas que conducen al
Reino de Chile». Y de esa manera la producción local se integraba en el más am­
plio intercambio entre regiones (Vareta, 1991).
Las tareas domésticas, a su vez, eran complejas y presuponían la alimenta­
ción y el vestido de todos ios miembros de la familia. Unidades familiares y de
producción a la vez, las familias exigían control, supervisión y división del tra­
bajo. En las regiones urbanas, la estructura de los hogares, por efecto de las mu­
taciones económicas y las migraciones, tendió a una simplificación del núcleo fa­
miliar consanguíneo y a una mayor complejidad, originada por las relaciones de
trabajo. El fenómeno se observó en Buenos Aires y en Sao Paulo a finales del si­
glo xvm y comienzos del siglo XIX, y probablemente se repitió en otras ciudades
coloniales de la misma época (Cicerchia, 1990; Samara, 1989). La vida en el
campo, sin embargo, facilitaba la manutención de familias extensas y una mayor
rigidez en las pautas de división del trabajo entre los sexos, cosa que muchas ve­
ces no ocurría en las ciudades.
En Quito, la participación femenina durante el siglo xvm iba más allá de la
simple venta de alimentos, llegando incluso al comercio de larga distancia. Las
dueñas de pulperías invadían un ámbito antes considerado masculino, a imitación
de lo que ocurría en Ciudad de México, Puebla y Guadalajara (Moreno, 1992).
El predominio de la población femenina, los índices de soltería y las reformas
institucionales explican también la presencia masiva de las mujeres en algunas ac­
tividades, lo que se puede observar en contextos regionales. Tal es el caso de la
parroquia de Santa Catalina de Ciudad de México, que a finales del siglo XVIII re­
currió al empleo generalizado de mano de obra femenina para la manufactura de
cigarrillos, con intención de reducir los costos de fabricación. Las mujeres recibí­
an menor salario y tenían jornadas de trabajo desventajosas (Pescador, 1989).
Estos datos no sorprenden, si pensamos que las mujeres, al igual que la po­
blación más pobre, estaban más sujetas a las fluctuaciones del mercado de la
mano de obra, en concordancia con los tipos de tareas que ejecutaban. Pero eso
no disminuye su importancia en la formación del mercado de mano de obra li­
bre en las colonias y el papel histórico que desempeñaron. Esta premisa es tam­
bién válida en lo tocante a los demás sectores de la sociedad que, aunque no par­
ticipaban directamente en el poder o en la economía exportadora, supieron
articularse creando estrategias propias de supervivencia. Además, su inserción en
los procesos económicos, ya fuera de manera indirecta o incluso temporal, da fe
de una mayor flexibilidad de los papeles sociales y de las modalidades de trabajo.
Con todo eso, es posible concluir que en las colonias latinoamericanas las
fluctuaciones del mercado internacional iban acompañadas de nuevas posibili­
102 ENI DE MESQUITA SAMARA

dades para los sectores no específicamente orientados al exterior. Alteraciones


de la demanda externa, juegos de intereses y otros acuerdos repercutieron en
el estilo de vida de los habitantes, engendrando cambios en las pautas demográ­
ficas y en la conformación del mercado de la mano de obra. A su vez, la creación
de polos económicos regionales estimuló el intercambio en el plano local y el
comercio entre regiones. Especialmente en el interior, dadas las distancias hasta
los puertos y hasta los demás núcleos económicos, había que crear una infraes­
tructura propia para atender a la población integrada en las llamadas activida­
des principales. En esto reside la importancia de las actividades dedicadas al
abastecimiento y los servicios, que incorporaban la vida de las ciudades y su en­
torno rural al conjunto de la economía colonial.
5

PAISAJE RURAL, AGROSISTEMAS


Y PRODUCCIÓN AGRARIA (SIGLO XVIII)

Juan Carlos Garavaglia

Este trabajo que presentamos se inscribe en una corriente que podríamos llamar
de historia ecológica o historia medioambiental. Nuestra preocupación será en
todo momento mostrar la relación entre las sociedades humanas y el medio en
las que éstas se desarrollan desde una perspectiva histórica. Por esta razón, algu­
nos de los ejemplos que mostraremos tienen un marco temporal cronológica­
mente más amplio que el del siglo XV1II y ello es lógico, pues este tipo de proble­
mas ligados al medio ambiente, en general, se perciben más adecuadamente en la
larga duración. Nos centraremos en especial —si bien no exclusivamente— en
ejemplos novohispanos y rioplatenses, pues pensamos que sólo manteniendo un
contacto de primera mano con las fuentes es posible esbozar un resumen de al­
gunos de los problemas más importantes que la temática nos plantea. También
intentaremos a través del texto realizar algunas comparaciones entre ambas rea­
lidades.

EL PAISAJE RURAL Y SUS CAMBIOS

Hablar del paisaje rural en la América colonial ibérica exige previamente algu­
nas precisiones terminológicas para facilitar la lectura del breve texto que pre­
sentamos aquí. Paisaje es para nosotros y en este contexto, un mosaico humani­
zado de ecosistemas, siendo aquí el ecosistema una comunidad de seres vivientes
fundada en una serie de intercambios recíprocos —cadenas tróficas o alimenta­
rias— que están enmarcadas por un medio abiótico y que a su vez, lo modifican
activamente.
La diferencia entre los ecosistemas «naturales» y los agrosistemas, es que en
éstos la cosecha rompe la continuidad de las cadenas tróficas, produciendo una
«exportación» de nutrientes orgánicos y minerales que no pueden ser recupera­
dos por los remineralizadores —los hongos y las bacterias—. Para hacer frente a
este proceso, las sociedades humanas han acudido desde los inicios de la domes­
ticación de los vegetales a una serie de acciones para recomponer la continuidad
de la cadenas alimentarias interrumpidas por la cosecha: abonos, irrigación, tra-
104 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

1792. Dibujo de azadón para surtido de los almacenes de la Compañía de La Habana.


Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos,
Ingenios y Muestras, UL 987, 95.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 105

bajo más profundo de la tierra, rotaciones complejas con vegetales de aporte,


sistemas vegetales asociativos, etcétera.
La expresión «mosaico humanizado de ecosistemas» refleja nuestro objetivo
central aquí, que consiste en puntualizar algunos aspectos históricos de la trans­
formación de diversos paisajes por medio de la acción de un tipo específico de
poblaciones vivientes —las poblaciones humanas— eso lo haremos centrados en
la problemática del siglo xviii en la América colonial ibérica, si bien, como ya
señalamos, el tipo de fenómenos analizados nos obliga a trabajar sobre un perío­
do más largo.
/ El primer ejemplo que presentaremos tiene que ver con los procesos negati-
1 vos de transformación del paisaje por efecto de la acción humana; examinare­
mos un caso específico de deforestación y hemos elegido el ejemplo del valle del
Mezquita!, en México. Para ello, nos referiremos a los trabajos de Elinore Mel-
vile sobre la relación entre la irrupción de los ganados ovinos traídos por los es­
pañoles y la transformación negativa del medio ambiente en el valle de Mezqui­
ta 1 (unos 100 km al Norte de la Ciudad de México) y conocido actualmente
como un «paisaje típico mexicano» (Melville, 1990 y 1994).
X En su estudio, Melville hace un minucioso racconto de la situación existente
en el valle antes de la llegada de los europeos: densamente poblado, con un com­
plejo mosaico agrícola de irrigación y con una explotación tal que sus bosques y
pastos naturales estaban integrados en un paisaje peculiar, en el sentido de mo­
saico humanizado de ecosistemas. Cuando, a finales del siglo XVI, el valle lleva­
ba 50 años de dominación europea, la situación y el paisaje habían cambiado ra­
dicalmente: se había convertido en un semidesierto de mezquite (una planta del
género Prosopis, P. jtdiflora), con abundantes rebaños de ovejas y con bosques
deforestados, en donde se congregaban los pueblos de los pocos indígenas que
habían sobrevivido a la experiencia.
Tres fueron las razones de este cambio radical: la conversión casi exclusiva
del complejo sistema anterior de uso de la tierra en pastizales para las ovejas, el
colapso de la población indígena y las alteraciones ecológicas resultantes de la
expansión del ganado lanar. Vemos aquí cómo el fenómeno conocido como
«irrupción de los ungulados- (que analiza la relación entre recursos de un man­
to vegetal y su capacidad de -carga de ungulados), en este caso, las majadas de
ovinos introducidas por los españoles, termina produciendo una alteración radi­
cal en el paisaje original —que era también un paisaje largamente humanizado—
conviniéndolo ahora en un paisaje típico mexicano.
Es obvio que el valle de Mezquital, antes de la llegada de los españoles,
constituía un mosaico de ecosistemas que mantenían un equilibrio sumamente
I frágil; la invasión europea introdujo modificaciones que llevaron a la rápida
ruptura de ese inestable equilibrio. Este es un ejemplo palpable de la tensión
permanente que existe entre las situaciones homeostáticas, es decir, generado­
ras de una cierta estabilidad relativa y los momentos de ruptura que compro­
meten negativamente esa estabilidad Ipor supuesto, también puede haber situa­
ciones de ruptura que desarrollen nuevas capacidades adaptativas). La historia
de todos los ecosistemas es la historia de una constante tensión entre estas dos
fuerzas opuestas. No hay ecosistemas que se hallen realmente en equilibrio,
106 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

siempre que tomemos, por supuesto, dimensiones temporales que excedan a la


vida humana.
Pero la llegada de los europeos no produjo solamente consecuencias negati­
vas en los paisajes autóctonos, se producen además algunos fenómenos de más
difícil evaluación en términos de equilibrio; por ejemplo, el caso del valle de
Atlixco es sintomático en este sentido.
El valle de Atlixco, también en México, situado unos 150 km al Oriente de
la capital novohispana y a la sombra del volcán Popocateptl (5452 metros), era
un área poblada por diversos grupos indígenas antes de la llegada de los españo­
les. Situado entre los 2300 y los 1 600 metros, poseía ya en la época prehispáni­
ca un sistema de irrigación bastante desarrollado. La calidad de sus suelos calcá­
reos —que constituyen una excelente defensa contra la salinización, amenaza
permanente de los sistemas de riego intensivo— y las condiciones climáticas
templadas aptas para un cereal como el trigo, hicieron de este valle un ámbito
privilegiado para la producción triguera desde los inicios mismos de la irrupción
hispana, en la tercera década del siglo xvi.
Parece evidente además que la vegetación arbórea tropical ocupaba un lugar
destacado en toda la zona (tanto en los llanos del fondo como en las barrancas
húmedas de las faldas bajas) antes de la llegada de los europeos, dándole enton­
ces al valle una conformación paisajística peculiar. Los invasores talaron rápida­
mente ese bosque tropical y desarrollaron al máximo el sistema de riego destina­
do a la producción de trigo, merced a los conocimientos hidráulicos que habían
heredado de la civilización musulmana de Al-Andalus y gracias a la explotación
de la fuerza de trabajo de los indios, mediante el sistema de «repartimientos de
trabajo»; de este modo, convirtieron el valle en el granero de Nueva España du­
rante la primera centuria de dominación europea.
En el siglo xvni, el valle había llegado a una situación de estancamiento en
su capacidad productiva de cereales de riego (las posibilidades ecológicas de la
expansión de sistema de regadío habían llegado al límite hacia mediados del si­
glo anterior) y algunos recursos como bosques y pastizales se hallaban en retro­
ceso —en el caso de los bosques— o en equilibrio inestable, en el caso de los
pastos «naturales» (en una lucha constante entre los deseos de expandir el cul­
tivo de trigo irrigado y las necesidades de pasto para mantener el capital zootéc­
nico indispensable para la continuidad de la producción cerealera). Pero, in­
dudablemente, el mosaico «mestizado» de agrosistemas que combinaba en las
grandes haciendas la producción triguera destinada al mercado con maíz, frijoles
y forraje para la manutención de hombres y bestias, más los diversos sistemas
agrarios indígenas basados en maíz, frijoles, chile, hortalizas, frutas y ganado
menor —en especial, cerdos y ovinos— mostraba una vitalidad que estaba muy
lejos del desierto de Prosopis del valle del Mezquital.
Además, en algunos pueblos indígenas del valle (en especial, los que se halla­
ban en el área de Tochimilco, en los contrafuertes del volcán) la presencia de la
producción triguera, cuyo destino también era el mercado, era un hecho induda­
ble que mostraba la enorme capacidad de adaptación de las poblaciones autóc­
tonas frente a los elementos bióticos introducidos por los invasores. No era ob­
viamente el paraíso, en especial para los pueblos de indios de la áreas bajas del
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 107

valle, que perdieron rápidamente casi todas sus tierras y aguas a manos de los
europeos, pero estamos en el extremo opuesto al ejemplo del Mezquital y con un
paisaje fuertemente «mestizado», donde los elementos bióticos autóctonos y
exógenos estaban entrelazados inextricablemente.
Lógicamente, otras situaciones nos darían una perspectiva distinta. Sin ir
más lejos, el ejemplo de la llanura pampeana, en el Río de La Plata muestra un
caso de una complejidad diversa. Nos hallamos ante una inmensa pradera —en
realidad, se trata de una estepa humedecida— cuyas cualidades edáficas y condi­
ciones climáticas resultaron ideales para la multiplicación de los grandes anima­
les aportados por los conquistadores durante el siglo xvi. Fue así como vacas y
equinos, criados en casi total libertad y en estado semisalvaje (es raro que un
animal perteneciente a una especie domesticada pueda volverse totalmente «sal­
vaje», pese a permanecer en libertad durante un período), verían su número cre­
cer e forma vertiginosa. Este crecimiento y su dispersión son el origen de la ex­
plotación de este recurso de modo similar a la caza de animales salvajes durante
los dos primeros siglos de ocupación por los europeos.
Vemos así como, al menos hasta las dos primeras décadas del siglo xviii en la
banda occidental del Plata y un poco más tarde en la oriental, se realizan auténti­
cas expediciones de caza de vacas o caballos «cimarrones»1 para extraerles el
cuero, la grasa y el sebo. Obviamente uno de los primeros resultados de este he­
cho será el abaratamiento de la carne y la abundancia proteínica de la dieta de las
sociedades humanas que habitaban la región —tanto indígenas como españolas.
Mas en lo que se refiere al paisaje comprobamos que existe otra consecuen­
cia menos evidente: la dispersión de los grandes animales durante esos dos siglos
produjo, mediante sus deyecciones, un enriquecimiento edáfico y alteraciones en |
• la flora de importancia. Fue así como se extendieron los trebolares (varios géne­
ros de la gran familia leguminosa de las Trifoliae), cebadillares (Brornus unioloi-
des y Bromus inemtis), alfilerillo (Elodium moschatum) y el tomillo silvestre
(Thymus vulgaris}; todas estas especies constituyen excelentes pastos naturales,
pero además, en el caso de las leguminosas, son excelentes fijadoras del nitróge­
no, es decir, son lo que hemos denominado antes «vegetales de aporte».
El efecto benéfico que poseen los excrementos de los grandes animales en el
proceso de mejora de la pradera está ligado a una modificación importante de la
flora: el aumento de la relación gramíneas/tréboles; por otra parte, ese proceso
favorece a las buenas gramíneas y además, contribuye al desarrollo de la pobla­
ción de lombrices —las distintas especies de Allolobophora— que tienen mu­
chas funciones, mecánicas y fisiológicas, respecto al mantenimiento de la fertili­
dad del humus (aireación, humidificación, etc.). El resultado se dejaría sentir
durante el siglo XIX, cuando el hombre convierte parte de esta pradera en in­
mensos trigales.
De este modo, aun antes de que los hombres ocuparan establemente gran
parte de la pampa, la flora, los ecosistemas y por lo tanto, el paisaje de la pampa,

1. Se dice de los esclavos huidos y, por extensión, de los animales domésticos que han escapa­
do al control del hombre.
Ilustración 2 o
00

JU A N C A R LO S G A R A V A G L IA
1826. Diseño de una máquina para trasvasar las molduras en los ingenios de azúcar (V. N.° 264), por
Fernando Arritola y Rafael Ribas. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de In­
dias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras. IG 74, 120.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 109

comenzaron a sufrir alteraciones propias de los procesos de humanización. En el


siglo X1X, el hombre introducirá otras modificaciones en este paisaje y no será
/menor la progresiva extensión de los árboles y, en especial, la importación desde
Australia del Eucalyptus globulus. La pradera pampeana era muy escasa en ár­
boles, como la mayor parte de las estepas que conocemos, y la introducción de
esta especie árborea de muy rápido crecimiento tendrá efectos determinantes
para la constitución del paisaje típico pampeano. Además, el Eucalyptus g. tiene/
una característica muy importante, en especial, para una subregión de la pradera
que recibe el nombre de «pampa deprimida» —fácilmente inundable— pues
consume enormes cantidades de agua y favorece de esta forma la evaporación,
desecando y consolidando los terrenos más bajos. Es una de las «máquinas» más
eficientes para producir materia leñosa a partir del agua, en un medio en el cual
abunda el agua y escasea la madera.
Pero, si cambiamos de contexto y vamos al mundo andino, el mismo árbol,
el Eucalyptus g. y su rápida difusión entre los campesinos, ya en nuestro siglo,
tiene efectos más bien negativos para el medio ambiente, en parte por las mismas
razones que explican su éxito en la pampa. Esta especie arbórea que exige mu­
cha agua —ahora en un medio como el andino, donde el agua es un recurso na­
tural escaso— compite con otros cultivos (también las características edáficas de
esta área difieren de las de la región pampeana y la tierra fértil no abunda) y des­
plaza a las antiguas especies arbóreas, menos ávidas de agua y nutrientes. Por
otra parte, el Eucalyptus g. crece muy mal en las pendientes. Las razones de su
rápida adopción son múltiples y complejas (exigencias de las empresas mineras c
ingenios azucareros que presionan sobre los precios de la madera, posibilidad de
utilización de ésta en la construcción de casas, etc.), pero el balance final resulta
negativo en términos ecológicos. Un mismo elemento biótico, el Eucalyptus g.,
produce resultados contradictorios en contextos ecológicos distintos.

LAS UNIDADES PRODUCTIVAS Y LOS AGROSISTEMAS

Cuando hablamos de «unidades productivas», el lector no debe prestarse a en­


gaño; nuestro concepto de unidad productiva es laxo y muchas veces engloba
diversos tipos en su interior. Sólo por costumbre y por un cierto abuso termino­
lógico llamamos a «haciendas», «ranchos», «estancias», etc., unidades producti­
vas (literalmente un ámbito de producción concreto), pero sabemos que éstas al­
bergan en su interior con frecuencia varias unidades de producción. Lo veremos
en el desarrollo del texto.

México

Comenzaremos con algunos ejemplos novohispanos. El hinterland dominado


por la villa de Tepeaca —ubicada en el corazón de la meseta poblana—, produc­
tor fundamentalmente de maíz y trigo en sus haciendas y ranchos, contaba con
más de 72000 habitantes a finales del xvm y poseía más de 400 haciendas y ran­
chos.
lio JUAN CARLOS GARAVAGLIA

La mención de haciendas y ranchos nos lleva, de entrada, a considerar uno


de los aspectos más característicos de este mundo agrario novohispano: la pron­
ta solidificación —a partir de finales del siglo XVI— de estas grandes extensiones
como centros de producción agraria, orientados al mercado. Aquí, al contrario
de lo que ocurriría en el área rioplatense, la tierra con vocación agraria —o con
posibilidades de serlo— es un bien escaso en relación a la población y los hom­
bres se la disputan con fiereza. Lógicamente, el hecho de que la llegada de los es­
pañoles haya causado además la catástrofe demográfica indígena que todos co­
nocemos, hizo que, durante más de un siglo, esta lucha se plantease en términos
muy atemperados y larvados. Pero, por el contrario, cuando desde finales del
xvil la población india comienza su lenta recuperación, las tensiones sobre el
control de la tierra no tardarán en aparecer. Así, en este período, el mundo rural
de la meseta poblana es harto variado y está sometido a fuertes tensiones, y la
presión sobre el agua y las tierras es un elemento que hemos de tener siempre
presente en el análisis.
Las grandes unidades de propiedad como las haciendas y, en menor medida,
algunos ranchos, albergan en su interior un vasto sistema productivo. Los admi­
nistradores, mayordomos y sus ayudantes principales (los troxeros, rayadores,
etc.) acceden de forma directa al uso de una parte de la tierra de la hacienda me­
diante diversos sistemas basados casi siempre en el mecanismo del arriendo «a
partes». Algunas veces, éstos a su vez subarriendan a otros productores una par­
te de las tierras que tienen en usufructo; otras veces, son los propietarios los que
subarriendan a diversas personas terrenos de extensión variable dentro de la
propiedad. Algunos arrendatarios pueden incluso, subarrendar a otros más pe­
queños. Por último, siempre dentro de los límites de la hacienda, los gañanes
—sirvientes fijos indios que viven en la propiedad— siembran sus pegujales, que
tienen una extensión variable. Por supuesto, cada uno de estos escalones produc­
tivos mantiene sus propios animales dentro de la hacienda. Así, esas «unidades
de producción» constituyen en realidad en su interior mosaicos productivos.
Veamos algún ejemplo concreto tomado de las fuentes. En 1786, muere en
Tepeaca Antonio de la Cruz Olmedo, español, según se autodefine en su testa­
mento. Deja a sus herederos su pobre casa, un solarcillo contiguo al poblado de
magueyes2 chicos y grandes, una escopeta, un trabuco, tres yuntas de bueyes y
su arriendo en la hacienda San Vicente: una fanegada de maíz, media de frijol,
una cuartilla de haba y dos cargas de cebada. Como vemos, este labrador, que
posee sus propios animales de trabajo, combina la producción de sus magueyes
destinados al pulque, con el arriendo de una pequeña parcela en una hacienda.
En 1813 muere, también en Tepeaca, Manuel A. de Zavaleta, mestizo e hijo de
mestizos, casado con una india. Sus bienes se componen de su casa, un solar cer­
cado de magueyes, donde tiene sembrados 70 fanegas de maíz, y otros bienes
(un «almiar» de frijol, tres bueyes, 120 carneros, una muía). En tierras de una

2. Maguey (Agave spp.); si bien el nombre genérico náhuatl de esta planta era metí, los espa­
ñoles adoptaron el vocablo taino maguey y este se difundió muy rápidamente. Una planta extrema­
damente útil bajo muy diversas formas, desde la fibra hasta las púas, pero que tiene en la producción
del pulque uno de sus objetivos centrales en el periodo colonial y en el siglo XIX.
PAISAJE R U R A L. A G R O S IS T E M A S
Ilustración 3

Y
P R O D U C C IÓ N A G R A R IA
1823. «Plano de una máquina de limpiar café», por José Luis Calvo. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General
de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, UL 88, 115.
112 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

hacienda cercana arrienda algo más de dos fanegas de trigo y en el pueblito de


Los Carpinteros —de donde es oriunda su mujer— posee una casita y un solarci-
11o con mil magueyes. Otra vez vemos estas facetas múltiples entre producción
de magueyes y actividad cerealera, en las que se combinan el arriendo y la pro­
ducción en tierra propia.
Pero éstos no son ejemplos aislados. Según un estudio que hemos realizado
con Juan Carlos Grosso, a finales del siglo xvni no era raro que los pequeños y
medianos productores españoles y mestizos llegaran a pagar el 20% de los diez­
mos de maíz en la cabecera de Tepeaca (Garavaglia y Grosso, 1994). Si recorda­
mos que los indígenas no están obligados a pagar un auténtico diezmo y que,
por ende, su producción no aparece registrada, es lógico imaginar que alrededor
de la mitad del total del maíz producido no está en manos de los propietarios de
las grandes unidades de producción. Y aunque no tenemos datos cuantitativos
acerca de la producción de maguey y de pulque, todo indica que, en ese momen­
to, ésta se halla esencialmente en manos de pequeños y medianos productores
campesinos, mestizos e indígenas (las haciendas pulqueras surgirán aquí al co­
menzar el siglo xix).
Examinemos pues esas grandes unidades agrarias de Tepeaca. Éstas poseen
diversa vocación productiva, según el tipo de recursos al que tienen acceso. En­
contramos haciendas productoras de cereales, fundamentalmente, maíz y trigo, y
en un segundo plano, cebada. También las hay que producen chiles (Capsicum
spp.) en sus tierras irrigadas. Otras mantienen piaras de cerdos y los ceban gracias
al maíz, la cebada y las habas producidos en la hacienda; estos cerdos serán en­
viados al enorme mercado de la capital regional, la ciudad de Puebla, donde se
consumen grandes cantidades anualmente o serán convertidos en jamones, man­
teca y otros subproductos para su venta en Puebla o en Veracruz. Es un caso típi­
co de conversión de la producción vegetal en proteínas animales para el consumo
humano. Vamos a dar, ante todo, algún ejemplo para que el lector pueda apreciar
la gran variedad productiva y la complejidad de estos ecosistemas agrarios.
La hacienda de Santa Ana Capula, muy próxima a la cabecera de la jurisdic­
ción, contaba con 24 caballerías de tierra (aproximadamente unas mil hectá­
reas). Lógicamente, no toda la tierra de la hacienda y de su rancho anexo eran
de igual calidad: Santa Ana tenía diez caballerías «para toda semilla», ocho de
«mediana calidad» y las seis restantes de inferior calidad y de lomas (las 18 pri­
meras representaban el 90% del valor total en tierras de la hacienda). Gracias a
un completo inventario realizado en 1836, tenemos una idea muy clara del tipo
de explotación que allí se realizaba. De los aproximadamente 20000 pesos de su
valor —cifra mediana para la región de Tepeaca y bastante lejana de las grandes
haciendas novohispanas de la época—, la tierra era casi el 50%, los edificios
productivos, aguas y obras hidráulicas, un 18%; los ganados, un 12.8% (la ha­
cienda engordaba cerdos, ovejas y cabras). Tenía en el momento del inventario
sembrados de maíz, chile, trigo, frijol y alfalfa.
Este ejemplo y otros que no podemos agregar ahora, nos muestran que aquí
(al contrario de lo que ocurre contemporáneamente en el Río de La Plata) la tie-1
rra es el elemento más relevante en el valor mercantil de las unidades agrarias
—resultado obvio de la escasez de tierras fértiles en relación a la densidad de
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 113

Ilustración 4

ttth
t i J í IJ
*
1831. Plano de un trapiche, f uente: Ministerio de Educación y Cultura» Archivo General
de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, SD 1747, 13Ó.
114 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

población. Algunas veces (si existen obras hidráulicas y manantiales) el valor de


éstas y aquéllas se coloca siempre en el segundo lugar de importancia. Más atrás
se hallan los ganados y las construcciones dedicadas directamente a la producción,
que resultan aquí imponentes, si las comparamos con las rioplatenses: trojes, co­
rrales, jagüeyes, eras, caballerizas, pozos de agua, gavilleros, etc.; éstas estaban
construidas generalmente de ladrillo o con la sólida piedra de Tecali, aunque las
más modestas podían ser de adobe.
Además, casi todas tenían una extensión media entre 750 y 1200 hectáreas.
Las más importantes tienen un rancho anexo cuya Finalidad es servir de «agosta­
dero» para las bestias durante los peores momentos del estiaje o reforzar la ca­
pacidad productiva de la hacienda, accediendo a tierras de diversa vocación
agrícola. Los valores de inventario de estas haciendas son bajos o medios respec­
to a los de otras haciendas novohispanas, pero no lo son en relación a su exten­
sión y, por supuesto, cuatriplican fácilmente los valores de las mejores estancias
rioplatenses de la época.
Hay que señalar, además, que si bien los ganados tienen un papel no despre­
ciable en los valores de inventario —cercano al 10%— su número es siempre ín­
fimo si los comparamos con las haciendas norteñas mexicanas o con las estan­
cias rioplatenses, siendo ovinos y porcinos su componente de potencial mercantil
más destacado. Por supuesto, bueyes y muías «de apero» ocupan siempre un lu­
gar relevante, junto con las muías de arreo «y reata» y, algunas veces, las yeguas
y los cabalos «de trilla». Uno de los elementos que conspiran contra la abundan­
cia del ganado en las haciendas de la región es la pobreza en sal de la mayoría de
las tierras destinadas al ganado (para el cual generalmente se usan las faldas y la­
deras que tienen tendencia a deslavarse) y por eso suelen aparecer en los inventa­
rios cargas de sal llamadas «sal de ganado» destinadas al consumo de los anima­
les de la hacienda que tienen gran avidez por este producto. Es evidente que, a la
larga, este bajo capital zootécnico en relación a la superficie destinada a los cul-
tígenos, ejercerá una influencia negativa en la disponibilidad de abonos y, por lo
tanto, en los rendimientos.
Veamos ahora algún ejemplo de unidades productivas del valle de Atlixco,
ya citado en los comienzos de este capítulo. Vivía Atlixco a finales del siglo xvm
casi de sus glorias pasadas. En esta época se cuentan en el valle mismo unas 34
haciendas —casi todas de regadío— y unos 14 ranchos, muchos de ellos anexos
a algunas de las haciendas antedichas. En una palabra, hablar de Atlixco es refe­
rirse casi inevitablemente a la producción, mediante irrigación, de trigo y hari­
nas —cuenta además con cuatro molinos en sus cercanías—, si bien su comercia­
lización parece estar en manos de los mercaderes de Puebla, quienes habrían
controlado especialmente el tráfico que se orienta hacia el puerro de Veracruz y
cuyo destino son los puertos y las ciudades del Caribe español.
Además, a finales del siglo XVIII, las reiteradas ventas que se realizan de
muchas de las haciendas del valle apuntan a una situación económica bastante
crítica, cuyas complejas causas no podemos exponer en este estudio. Examine­
mos ahora las características agronómicas de las unidades agrarias a través de
algunos ejemplos que representan bastante bien la unidad productiva «típica»
del valle.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 115

La hacienda Xonacatepcc, con su rancho anexo, es una unidad productiva


de alto vuelo. Tiene unas 58 caballerías (un poco más de 2054 hectáreas), dividi­
das en área de riego, de temporal y de pastos. Los valores de inventario en 1738
eran un 60% para las tierras, un 20% para los ocho surcos de agua y sus cons­
trucciones hidráulicas, un 10% para las restantes construcciones y poco más del
8% para los animales destinados a la producción.
La hacienda San Lorenzo Huistlaquímoliucan es bastante menos extensa que
la precedente (tiene unas 14 caballerías o 600 hectáreas); posee, sin embargo,
una estructura productiva muy similar, con su división en área de riego, de tem­
poral y de pastos. Los valores de inventario en 1718 son comparables con los
anteriores, con un 48% para las tierras, un 30% para el sistema de riego, un
14% para las construcciones y un 8% para los animales. Aquí, la menor exten­
sión de tierra hace subir la participación de las obras hidráulicas en el total del
valor mercantil de la hacienda.
En una palabra, la mayor parte de las unidades productivas del valle está
constituida por complejos ccrealeros cuyo objetivo fundamental es la produc­
ción de trigo irrigado para su posterior venta en el mercado. Aquí, nuevamente,
la tierra es el elemento determinante del valor mercantil de la unidad productiva,
pero le siguen inmediatamente el agua y las construcciones hidráulicas (canales,
jagüeyes, «cajas repartidoras», etc.). Es interesante señalar también la necesidad
que tienen las haciendas de acceder a tierras de distinta vocación: riego, tempo­
ral y pastos. Este esquema —que se repite hasta el hastío— debe relacionarse
con el trigo de riego, la provisión alimenticia de los «gañanes» (maíz y frijol de
temporal) y el mantenimiento de los animales en los pastizales de las faldas que
han sido deforestadas o en agostaderos de Tierra Caliente. Este esquema tripar­
tito repite —pero con una concepción territorial continua, típicamente occiden­
tal— la exigencia del acceso a recursos múltiples que sería característica, como
veremos, de la agricultura indígena.
Otro aspecto interesante: la importancia de las construcciones, tanto pro­
ductivas (como trojes, gavilleros, eras, etc.), como no productivas (cascos, capi­
llas, etc.), que siempre ocupan un lugar destacado en el valor de inventario de las
haciendas. Los dos siglos continuos de altos rendimientos y el acceso a la fuerza
de trabajo barata de los indios de los pueblos hicieron posible estas construccio­
nes, impensables en áreas como el Río de La Plata. Por último, los ganados del
valle están casi exclusivamente destinados a actividades productivas; la escasez
de pastos y forrajes hace prácticamente imposible el mantenimiento de animales
para el consumo humano en estas unidades de producción, aunque sí cuentan
casi siempre con pequeños rebaños de ovejas y cabras. Pero, aquí, más que en
ninguna otra parte, las proteínas animales van a llegar desde áreas «marginales»
a las grandes unidades productivas cerealeras del valle.
Entremos en una hacienda del valle para conocer mejor su tecnología y las
característicass de sus construcciones. Estamos en la ya mencionada hacienda
Xonacatepec en 1755 (el casco existe aún hoy, situado en una lomada desde
donde se puede dominar todo el occidente del valle, con la imponente masa del
Popocateptl nevado enfrente). Por entonces, la casa del propietario era relativa­
mente pequeña —con sólo una habitación, sala, cocina y un cuarto aledaño—
116 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

pero estaba ya construida alrededor de un gran patio en donde se encontraban


también las dos trojes (una de trigo, de 54 varas de largo y con suelo de ladrillos;
la otra para el maíz, de 45 varas y suelo de argamasa), el pajar, la caballeriza, la
vivienda del mayordomo, un cuartito... En ese momento no tenía una era para tri­
llar, como era habitual en otras haciendas, pero la iglesia —ubicada casi frente a la
puerta principal, hacia el occidente— era probablemente la misma que hoy pode­
mos ver allí. El sistema de riego de la hacienda estaba compuesto por el canal, que
traía los ocho surcos de agua desde la acequia principal, y por un jagüey, ambos
«de cal y canto» en donde se encerraba tanto el agua de lluvia, como la de una
«tanda» que compartía por las noches con la vecina hacienda de Santa Teresa.
Pero fuera de los límites de las haciendas y los ranchos (si dejamos a un lado
la cuestión ya evocada de los arriendos), se hallaba la mayor parte de las «unida­
des de producción» indígenas, es decir, las tierras y los recursos —terrenos esca­
brosos, bosques, lagos y ríos— controlados por las familias indígenas campesi­
nas. Muchas veces, esas tierras son marginales para la producción cerealera
mercantil —el objetivo central de los españoles fue apropiarse antes que nada de
este tipo de tierras— pero no lo son para completar toda una gama de recursos
alimenticios del tipo más variado. Una parte no irrelevante de ciertos vegetales y
de las escasas proteínas animales que consumen los sectores indígenas sale de es­
tos «márgenes», donde existen complejos agrosistemas que resultan totalmente
extraños para la sociedad mercantilizada dominada por los europeos. E incluso,
una porción no despreciable de ciertos productos agropecuarios que se comercia­
lizan en los mercados sale también de estos ecosistemas «marginales». Es por esto
que cuando decimos «marginales» colocamos las comillas, pues, como se verá, su
marginalidad es sólo un problema del punto de vista del observador. A ojos euro­
peos no acostumbrados, estos recursos sencillamente no existen.
/Consideremos entonces la producción agrícola indígena. La estructura fun­
damental de los ecosistemas agrícolas indígenas —herencia prehispánica— es su
carácter mimético, complejo e integrativo. Mimético porque imita a los ecosiste­
mas naturales; complejo, dado que no tiende a la simplificación, sino que, par­
tiendo de su acritud imitativa, reconstruye de cierta manera la complejidad de
los ecosistemas naturales. E integrativo, porque las técnicas agrícolas prehispáni­
cas constituyen más una prolongación que una ruptura con el medio biótico y
abiótico que las sustenta.
Quizás el mejor ejemplo es la famosa «trilogía» de la agricultura mesoameri-
cana: la asociación maíz-frijol, o maíz-calabaza. Como es sabido, esta asociación
vegetal tiene una doble ventaja —o triple, si pensamos en la alimentación huma­
na—. El maíz se planta primero y poco después, las semillas de frijol o de cala­
baza. La caña del maíz al crecer alberga al frijol que se enreda en la caña y tiene
entonces una productividad mayor en granos, entre otras razones, gracias a una
fotosíntesis más eficaz. Además, el frijol, como todas las leguminosas, enriquece
al humus con nitrógeno (en realidad, por la acción de una bacteria que vive sim­
bióticamente en sus raíces, la Rhizobium leguminosarum) y entonces la continui­
dad de las cadenas tróficas está más asegurada gracias a este nutriente mineral,
indispensable para el crecimiento del maíz —el frijol es un típico «vegetal de
aporte», de los que ya hemos hablado—. Pero, como si esto fuera poco, si el
PAISAJE R U R A L. A G R O S IS T E M A S
Ilustración 5

Y
P R O D U C C IÓ N A G R A R IA
1811. «Plano geométrico de la hacienda llamada Rambo real, situada en la orilla meridional del
río de Santa, propia del Sr. Don Pedro Abadía y levantada en conseqüencia de lo mandado por el
Exmo. Señor Virrey del Rey no...» Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de
Indias, Mapas y Planos, Virreinato del Perú, LI 626, 165.
118 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

maíz es rico en hidratos de carbono, el frijol o las semillas de calabaza lo son en


proteínas vegetales, como todas las leguminosas (por efecto, precisamente de su
capacidad para fijar el nitrógeno), haciendo así mucho más equilibrada la dieta (
humana basada en estos cultivos.
Lo extraordinario de este tipo de asociación es que, justamente, imita lo que
ocurre ya en la naturaleza, como bien lo pudo comprobar Flannery en el Estado
de Guerrero hace unos años, cuando descubrió frijoles y calabazas silvestres en­
redados en el teocintle* (Flannery, 1985).
Pero esta asociación puede ir aún más allá. Con frecuencia, una pane de los
sembrados más próximos a las habitaciones campesinas, lo que suele llamarse
calmil! en náhuatl —cal= casa y mil= milpa (cultivo)—, reúne, amen de los culti­
vos habituales ya mencionados y en asociación, algunas especies arbóreas; así ve­
mos en 1610 en San Juan Texupan, Atlixco, los aguacates, limas (Citrus aurantii-
folia, una especie frutal introducida por los europeos, originaria del Sudeste
asiático), magueyes (Agave spp.) y nopales (Opuntia spp.) conviviendo con los
sembrados junto a los jacales campesinos. Esta forma de policultura arbórea aso­
ciada con otros vegetales llegó a su grado más refinado en la región maya, pero
ha sido registrada en un área vastísima de Mesoamérica en grados variables de
intensidad y complejidad, como lo demostró Teresa Rojas (Rojas Rabieta, 1988).
A todo esto nos referimos cuando hablamos de agricultura compleja y mimética.
En cuanto al carácter integrativo —término que hemos elaborado a partir de
la concepción de A. G. Haudricourt de «acción indirecta» (Haudricourt, 1962)—
éste se relaciona en particular con las técnicas agrícolas prchispánicas y su pro­
longación colonial. Tomemos sólo el ejemplo de la preparación del terreno y la
siembra. El lugar de arados y animales domesticados como bueyes, caballos o
muías fue ocupado por una tecnología extremadamente sutil y poco agresiva
respecto a la estabilidad de la capa superficial fértil. Esta menor agresividad
—de la cual son ejemplos emblemáticos el uso del uictli para preparar la tierra
(instrumento similar a una azada) y de los variados tipos de «palo cavador» (en­
tre los que se cuenta la coa) para abrir pequeños hoyos donde se depositan unas
pocas semillas cuidadosamente seleccionadas— es la que menos quebranta la con­
tinuidad del estrato superficial y menos altera el horizonte humífero.
• De todos modos, no debemos engañamos y es preciso estar atentos a la rela­
tividad de lo que afirmamos, pues no hay agricultura humana que no produzca
«agresiones» a los ecosistemas naturales. Sólo se trata aquí de diversos grados
de intensidad en el fenómeno agresivo. Es decir, de distintos grados de intensi­
dad en la humanización del paisaje.

Río de La Plata

En el Río de La Plata (es decir, en la delgada franja de la llanura pampeana ocu­


pada por los colonos) durante el siglo xvm, el concepto de «unidad productiva»

3. Teocintle (Zea mexicana) probable antecesor del maíz, aun cuando la cuestión es objeto de
agudas controversias.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 119

es aún más laxo que en el caso novohispano. Aquí la constitución de esas unida­
des de producción fundadas en la exclusión —como es el caso de haciendas y|
ranchos, tomando en cuenta incluso toda la complejidad del problema que ya
hemos evocado— es mucho más tardío; la abundancia relativa de tierras fértiles
aptas para la cría de grandes animales y la agricultura, sumada a la existencia de
una presión demográfica muchísimo menor, explicarán muchas de las caracterís­
ticas de los agrosistemas rioplatenses pampeanos de este período.
De todos modos, veamos cuáles son las «unidades productivas» típicas de estos
agrosistemas. Las dos más importantes son las llamadas «estancias» y «chacras»
—la diferencia fundamental entre ambas se relaciona con el mayor o menor control
de ganado vacuno y equino, siendo máxima en las estancias y mínimas en las cha­
cras— pero entre los dos polos extremos podemos hallar infinitas gradaciones.
Gracias al análisis de casi 300 inventarios de establecimientos del período
1750-1815, veremos cuáles son las características fundamentales de las estancias
que, como ya señalamos, se orientaban a la producción ganadera combinadai
con la agricultura del trigo. El establecimiento «típico» de esta categoría, tiene!
una extensión aproximada de 2500 hectáreas, independientemente, por supues­
to, de la propiedad de la tierra y en función de los animales que alberga (hemos
preferido este criterio y no el de la propiedad de la tierra, por el peso que tienen
los no propietarios de tierras en el conjunto de los inventarios).
Ahora bien, ese establecimiento típico tiene sobre todo animales; éstos repre­
sentan el valor más importante en relación al total, llegando al 54% de ese monto.
Vienen después los esclavos, con un 18%, las construcciones (que incluyen aquí el
trigo almacenado en las trojes y las herramientas) con un 14% y en último lugar, la
tierra, con un 13% del valor total. En cuanto a los esclavos, nuestro modelo ten­
dría un poco más de cuatro invididuos como promedio, mayoritariamente varones.
Los animales de ese establecimiento promedio son unos 800 vacunos, 12
bueyes, 300 equinos, 40 mulares y unos 500 ovinos, redondeando las cifras. Si
hablamos de valores en pesos y no de cantidad de cabezas, el dominio de los va­
cunos es evidente, con un poco más del 70% del total referido al rubro de ani­
males. Le siguen en importancia los equinos y mulares, con casi un 20%, que­
dando atras los ovinos y los bueyes. Es decir, alrededor del 40% del valor total
de estas unidades productivas corresponde a los vacunos.
Y ¿cómo se distribuye en ese hipotético establecimiento típico el acápite de
«construcciones»? Vemos que los edificios forman el renglón más importante,
seguido por los corrales y las carretas —el hecho de que la materia prima de am­
bos sea la misma, nos ha impulsado a colocarlos bajo el mismo epígrafe— los
árboles y los cercos o zanjas, el trigo almacenado y las atahonas, rústicos moli­
nos movidos por tracción animal.
Si en Nueva España la tierra era el elemento fundamental del valor de una
unidad productiva, aquí ocupa exactamente el último lugar. Y lo contrario ocu­
rre con los animales; si allá eran el escalón inferior, aquí son el factor determi­
nante del valor de las unidades de producción que hemos llamado estancias.
Pero, además, casi la mitad de los productores no poseen la propiedad de la tie­
rra que ocupan, lo que demuestra el proceso aún inconcluso de exclusión en el
control de este recurso, a finales del período colonial.
120 JUAN CARLOS GARAVAGUA

Ilustración 6

1829. Plano de un trapiche por José de Ocampo. Fuente: Ministerio de Educación y Cul­
tura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, SD, 1742, 124.
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 121

Y ¿qué es una chacra? Una chacra es una unidad productiva dedicada espe­
cialmente a la producción agrícola, ya sea forrajera/ hortícola (tal era el caso de
las del ejido de Buenos Aires, en su mayor parte), y como triguera. Los prome­
dios generales para unos 92 inventarios que hemos trabajado en este caso nos
dicen que esta unidad tiene un valor medio nada despreciable; en efecto, se trata
de aproximadamente 2400 pesos. Para poder evaluar comparativamente este
primer dato, señalemos que las estancias del mismo período tenían un valor pro­
medio de 3046 pesos.
O sea, las chacras son unidades productivas de menor valor que las estancias
pero están muy lejos de ser completamente despreciables en el marco de la masa
de bienes rurales de la ciudad y el campo a finales del período colonial. Y ¿cómo
se divide ese valor promedio? La chacra promedio tiene una gran parte de su va­
lor en dos factores principales: los árboles y cercos y los edificios (es decir, la
casa del productor, sus galpones, trojes y ranchos anexos, más las atahonas,
cuando las hay). Casi el 60% del valor total se halla en esos dos factores.
Es interesante subrayar la importancia de los árboles en el valor mercantil de
las chacras (como ocurría, por otra parte con las estancias): las razones ecológi­
cas ya apuntadas acerca de la escasez de especies arbóreas en la pampa explicar)
que los árboles contituyan una parte relevante del valor de estas unidades de
producción y que no ocurra lo mismo en Nueva España, donde los árboles están
incluidos naturalmente en el precio de la tierra; en el Río de La Plata, en cambio,
los árboles son casi siempre una consecuencia directa del trabajo humano y por
lo tanto, tienen un valor de mercado relativamente alto.
El tercer factor —era el segundo en el caso de las estancias— son los escla­
vos: el 17% del valor de inventario medio se refiere a los esclavos. La tierra,
ocupa un rango aún menor en el conjunto de los bienes que en el caso de la es­
tancias: sólo el 12% de ese valor se refiere a la tierra; y hay que señalar que el
porcentaje de propietarios respecto a los ocupantes sin título de propiedad es si­
milar en uno y otro caso, siendo ligeramente superior para las estancias, como
era de imaginar —en efecto, si en el caso de las estancias teníamos un 58% de
propietarios, en este caso llegamos al 55%—. De nuevo comprobamos un aspec­
to absolutamente impensable en la vida agraria novohispana.
El factor siguiente, con apenas un 4.6%, lo constituyen los animales. ¿Qué
tipo de animales? La mayor parte se refiere obviamente a los bueyes, pero hay
también vacas (en gran parte se trata de vacas lecheras y de vacas de vientre,
destinadas a la cría de bueyes y novillos), caballos, novillos, muías —especial­
mente en las atahonas— y algunas pequeñas majaditas de ovejas.
El último punto lo constituye el trigo almacenado en los trojes y galpones (o la
alfalfa y huertas sembradas en algunos casos) y, finalmente, las carretas y corrales.

Nueva España y el Río de La Plata: algunos parámetros


de comparación a partir de las unidades productivas

¿Cuáles serían, entonces, las diferencias fundamentales entre los agrosistemas


novohispanos que hemos descrito y los rioplatenses, durante ese último siglo de
dominio colonial? Por supuesto, el elemento central y que condiciona estructu-
122 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

raímente los diversos agrosistemas es la relación entre presión demográfica y tie­


rra fértil. En las áreas de la meseta novohispana que hemos analizado —en el
Norte las cosas son algo distintas— hay muchos hombres y escasa tierra en con­
diciones de alimentarlos; en la otra punta de la escala, en el Río de La Plata
pampeano, hay mucha tierra fértil y pocos hombres. Consecuencia evidente de
esta primera premisa, la tierra es cara en Nueva España (el primer elemento en el
valor de las unidades de producción) y muy barata en el Río de La Plata —el últi­
mo renglón en el valor de las unidades de producción—. Además, existen allí al­
ternativas al uso de este recurso abundante —la tierra— que no pasan por la pro­
piedad y en no pocas ocasiones, ni siquiera por el arriendo. Podríamos afirmar
que el mercado de la tierra —una realidad que se va conformando poco a poco
desde finales del siglo xvi en las regiones de Nueva España que hemos analizado
— no está sino esbozándose en el Río de La Plata a finales del siglo xvm.
Una segunda consecuencia, ligada estrechamente a la primera, los precios de
/los alimentos son más bajos en el Río de La Plata que en Nueva España (el pre­
cio de los alimentos y, en consecuencia, el precio de la fuerza de trabajo es ma­
yor, comparativamente hablando). Además, la dieta es mucho más rica en prote­
ínas animales en el primer caso, dadas las condiciones ecológicas y la relación
favorable entre tierra férril y hombres, pero, esto merece un párrafo aparte.
Sabemos que las plantas son convertidores de energía, puesto que transfor­
man la luz solar en una forma de energía química. Los consumidores también
son convertidores de energía, pero de una eficacia mucho menor, o sea, con ma­
yor pérdida de energía. Los animales herbívoros asimilan partes de las plantas
que el hombre no siempre podría asimilar y las transforman en proteínas y gra­
sas animales, que el hombre sí puede asimilar. Al consumir plantas, el hombre
recibe sólo una pequeña fracción (del 1% al 5%) de la energía que recibió la
planta. Y al comer animales, recibe sólo una fracción de una fracción de la ener­
gía originalmente absorbida por la planta. Es decir, como el convertidor animal
sufre una doble pérdida de energía, una superficie que produce 30000 calorías
diarias en forma de cereal y permite la alimentación de 10 personas, sólo produ­
ciría 3000 calorías en forma de carne —si con ese cereal alimentamos a una
vaca, por ejemplo— y esas calorías dan alimento a una persona. Ésta es una de
las razones fundamentales por las cuales las sociedades pobres dependen más de
los hidratos de carbono que de las proteínas animales y viceversa.
Pese a que las proteínas animales tienen un valor nutritivo mayor que los hi­
dratos de carbono y por eso el hombre tiende preferentemente a utilizar anima­
les como alimento, no todas las sociedades puede permitirse el lujo de desperdi­
ciar energía —ya vimos que el convertidor animal sufre una doble pérdida de
energía— y deben contentarse con una dieta más rica en vegetales que en anima­
les (de todos modos, como vimos, no todas las proteínas son animales). Lógica­
mente, lo expuesto se relaciona directamente con la densidad de población:
cuanto menor sea ésta, mayores son las posibilidades de que el consumo per cá­
pita adquiera el carácter de «desperdicio energético».
Un buen ejemplo lo constituye la relación resultante entre los ecosistemas
rioplatenses y el consumo de proteína animal: cada habitante de la campiña de
Buenos Aires (o de la ciudad) tenía a su disposición una cantidad de proteína
PAISAJE R U R A L. A G R O S IS T E M A S Y P R O D U C C IÓ N A G R A R IA
Ilustración 7

'Vista c¡¿ m . faido c¿n, J^lanrivi, quAJt/we, pa/xa. ntolvai 4z Jlaxaa. d¿ a/yaooo az/LUM-
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A. Z>lzw dd '¿taifa. N M . iUoachn. R. rz/j.^ aja. x.ptaanárti
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Í^¿¿/T'dln. (L. 7>? / jy/x/a/ ,t Üa/uJia iojfbvtasZ.p.\p no^uada lcb?)¡aedcor'^ >.

1778. «Plano perfil y vista de un arado con plancha que sirve para revolver la tierra de abaxo a arriba». Para servir en Bue­
nos Aires y en las nuevas poblaciones de la costa patagónica. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de —
Indias, Mapas y Planos, Buenos Aires, BA 326, 117.
124 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

animal —y en especial, proteínas derivadas de animales vacunos— similar (o


quizás incluso superior) a la que tienen hoy en día, en promedio, los ciudadanos
de los países ricos. La relación entre baja densidad de población, abundancia de
tierras fértiles y una específica situación del mercado mundial —donde todavía
la demanda de alimentos era muy débil y, además, existían algunas dificultades
técnicas en los sistemas de transporte para materializarse plenamente— les posi­
bilitaba a los bonaerenses de la época esa peculiar situación. Éste es entonces un
caso paradigmático de «desperdicio energético» y esto explica por qué esa re­
gión fue durante cuatro siglos un foco de atracción para las más diversas co­
rrientes migratorias internas y externas.
Por último, algunos comentarios para cerrar este punto. Si convirtiéramos
en una medida común el jornal diario de un trabajador agrícola en Nueva Espa­
ña y el de un rioplatense —tarea muy difícil, que exige un cuidadoso análisis de
las fuentes y trabajos disponibles— podríamos medir las diferencias señaladas.
¿Cuál podría ser esa medida común? Evidentemente es muy complejo hallar un
elemento que dé cuenta de las diferencias culturales entre ambas realidades y sea
perfectamente comparable. Una posibilidad es convertir los jornales diarios im­
perantes en cada lugar en la misma cantidad de calorías, teniendo en cuenta las
diferencias culturales en la composición de la dieta (por el contrario, resulta im­
posible contar también con las diferencias de ritmo de trabajo y de condiciones
de vida en el sentido más amplio —habitación, salubridad, acceso al agua pota­
ble, etc.— porque las posibilidades concretas de mensuración son aquí cuasi ine­
xistentes).
Suponiendo entonces todos estos elementos, descubrimos que el manteni­
miento de una familia tipo (4.5 personas, según algunos especialistas) durante
un año —con una media de 2200 calorías diarias per cápita— exigiría de un
«gañán» permanente de una hacienda novohispano unos 200 jornales anuales y
de un «peón» rioplatense menos de 100 jornales anuales, siempre con cálculos
aproximados y suponiendo que adquiriesen en el mercado todos sus alimentos,
lo que indudablemente es falso. De todos modos, este cálculo calórico, es decir,
energético, no da cuenta además de las diferencias nutritivas apreciables entre
las diversas dietas, pero eso nos llevaría muy lejos de nuestro propósito y nos re­
ferimos a lo que ya hemos señalado antes: sólo recordemos que la cantidad de
proteína de origen animal era en el Río de La Plata más de cuatro veces superior
a las cifras recomendadas hoy por los organismos internacionales. Por supuesto,
la dieta novohispana tenía en los frijoles una fuente de proteína vegetal de pri­
mera magnitud (la cantidad de gramos de proteína por cada 100 calorías es muy
similar entre la carne vacuna y los frijoles); intentar medir las diferencias en la
realidad cotidiana de la dieta es más complejo.
El resultado es obvio: en el Río de La Plata es mucho más difícil hallar quien
quiera vender su fuerza de trabajo de forma estable y, viceversa, en Nueva Espa­
ña es —en términos relativos— más sencillo.
Pero, además, hay otro problema que se halla estrechamente ligado a esto:
su efecto sobre el nivel de vida de las respectivas poblaciones. Nada mejor que
acudir a la demografía para verificarlo. Si en el Río de La Plata durante el siglo
xviii y gran parte del siglo xix, las crisis demográficas relacionadas con las epi­
PAISAJE RURAL. AGROSISTEMAS Y PRODUCCIÓN AGRARIA 125

demias son esporádicas y tienen consecuencias mortales para una parte muy re­
ducida de la población rural, en Nueva España resultan el pan cotidiano de la
vida campesina hasta bien entrado el siglo XIX y (si bien aquí las diferencias re­
gionales novohispanas son bastante marcadas) su letalidad es, en general, asom­
brosamente alta. Por supuesto, las relaciones entre epidemias y alimentación son
complejas —dependen del tipo de enfermedad, yendo de mínima en las viruelas
a máxima en el cólera— pero no hay dudas de que el nexo entre epidemias y
condiciones de vida, en el sentido más amplio al que hacíamos referencia antes,
es bastante estrecho. También hay que evocar la posibilidad de que las poblacio­
nes indígenas novohispanas no estuvieran todavía lo suficientemente inmuniza­
das frente a los vectores de las enfermedades «importadas», pero éste es un tema
del que poco sabemos para finales del período colonial.

MERCADOS, CONSUMO Y CONTROL DE RECURSOS

¿Pueden los datos sobre los mercados coloniales aportar algunos elementos más
al cuadro que estamos diseñando? Creemos que sí y unos ejemplos novohispa-
nos y rioplatenses darán cuenta de ello.
En un estudio que realizamos hace algún tiempo sobre el mercado de la villa
de Tepeaca, en Nueva España, a finales del siglo xviii (Garavaglia y Grosso,
1989), mostramos cómo la presencia en el mercado de proteínas animales —car­
ne de todo tipo, derivados de matanza y animales en pie para la alimentación hu­
mana— era algo que debía tomarse en cuenta y que confirmaba en cierto Sentido
algunas de las agudas observaciones de Alexander von Humboldt en sus estudios
sobre la Nueva España de la época. El maíz era el artículo más importante de la
dieta indígena, pero ésta era más variada de lo que habitualmente se supone, s'"'
X El hecho más notable era la participación indígena en ese mercado de los
productos de origen animal: según esos datos, el 60% de las carnes y otros deri­
vados del vacuno y el 52% en el caso de los porcinos y sus derivados son comer­
cializados por los indios en el mercado de Tepeaca, en 1792. Esto tiene mucha
importancia para el tema que nos ocupa, pues nos remite a dos problemas. Por
un lado, el papel nada despreciable de las proteínas animales en el consumo de
los habitantes de esta pequeña villa novohispana y, en segundo lugar, el papel de
los indígenas en la provisión de este tipo de productos nos indica claramente el
control de los recursos que poseen.
Es decir, ésta es una forma indirecta de conocer mejor el acceso a una multi­
plicidad de recursos del que disponían algunos sectores (como los campesinos in­
dígenas, mestizos y españoles pobres). No olvidemos que, en ese mismo año —y
sin contar los casos del maíz y del pulque, cuya presencia debió de haber sido
importante—, los campesinos indígenas, mestizos y españoles pobres controla­
ban casi el 44% del total de los artículos comercializados en el mercado de la vi­
lla de Tepeaca (y el total para ese año incluía, por supuesto, también las mercan­
cías de origen importado). Además, la inmensa mayoría de esos «vendedores»
pasan una sola vez al año por el mercado, es decir, son campesinos que comer­
cializan muy esporádicamente una parte mínima de su producción.
126 JUAN CARLOS GARAVAGLIA

/ Y si venden en el mercado determinadas mercancías, es porque no han per­


dido el acceso a los recursos productivos que los originan. Para vender chicha­
rrón hay que tener cerdos y para vender lana hay que tener ovejas. Hemos ex­
tendido este análisis a otros mercados mexicanos en Garavaglia y Grosso, 1996.
Señalemos además que nuestras fuentes nada dicen acerca del papel de estos
campesinos en la venta de aves de corral, huevos, verduras y frutas; éste es uno
de los temas más difíciles de analizar ante la falta de fuentes y sólo conocemos
un estudio, realizado sobre el mercado de Oruro en el Alto Perú, que nos habla
de la presencia dominante de los campesinos en la provisión de algunos de estos
productos a principios del siglo xix (Lewinsky, 1987).
Si pasamos ahora rápidamente al mercado de consumo de Buenos Aires a fi­
nales del siglo xviii, no sólo comprobamos que cada porteño de la época consu­
mía tres o cuatro veces más carne vacuna que un francés o un belga de hoy (los
mayores «comedores de vacas» de la Unión Europea), sino que estos vacunos
han sido producidos por cientos de criadores de ganado dispersos en la campiña
bonaerense. Una vez más, la existencia de una oferta muy dispersa y poco con­
centrada (los mayores productores no llegan a controlar el 20% de las reses ven­
didas) nos habla de la presencia de una muy rica, múltiple y variada gama de
unidades productivas. Por supuesto, otro tanto podríamos decir del mercado de
ovino, porcino y sobre todo, del trigo —el segundo en importancia para el con­
sumo humano local— recordando, nuevamente, que nada sabemos acerca de la
producción de fruta, hortaliza y aves de corral para ese mercado.
Estos ejemplos de análisis de mercados coloniales demuestran la importancia
de realizar un estudio sistemático de esos mercados, para poder profundizar
nuestro conocimiento de la vida agrícola colonial; es decir, muchas veces —dado
que la mayor parte de las fuentes que tenemos, no registran sino muy ineficaz­
mente el papel de la producción indígena y campesina— éste es el único camino
indirecto para saber algo más acerca de estos productores agrarios y de su fun­
ción en la vida rural colonial.
6

LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS:


HISPANOAMÉRICA

Enrique Tandeter

EVOLUCIÓN DE LA PRODUCCIÓN Y DISTRIBUCIÓN GEOGRÁFICA

La fuerte expansión cuantitativa de la minería hispanoamericana durante el siglo


xvm fue observada por los contemporáneos y reiterada por la historiografía
subsiguiente. Sin embargo, sólo en años recientes nuevas investigaciones han
permitido precisar la cronología, las diferencias regionales y las características
de la misma. En efecto, la minería hispanoamericana se estudió durante mucho
tiempo a partir de la evolución de los envíos oficiales de metales preciosos a la
Península Ibérica. Resultaba así una cronología cíclica con fases expansivas en
los siglos xvi y xvni separadas por una marcada depresión durante el siglo xvn.
El cuadro lo modificó radicalmente la obra de Michcl Morineau que pudo incor­
porar con eficacia cuantitativa el extendido fenómeno del contrabando, al ale­
jarse de las estadísticas oficiales para atender a las observaciones de los comer­
ciantes ubicados en países europeos distintos de las metrópolis de los imperios
coloniales de América (Morineau, 1985). Como resultado, el siglo XVII no se nos
presenta ya en su conjunto como un período de baja sino de alza de los envíos
de metales de América a Europa. De ese modo, se diluye en parte el contraste
con la expansión del siglo XVIII.
Un efecto paralelo fue el de la monumental recopilación de fuentes fiscales
efectuada por John J. TePaske y Herbert Klein (TePaske y Klein, 1982). Al pro­
fundizarse el estudio de la minería del siglo xvil en las mismas fuentes oficiales,
se ha podido distinguir y contrastar la evolución de las distintas zonas producto­
ras de la América española (TePaske, mimeo). Así, Nueva España, región sobre
la que se modeló en su momento la «crisis del siglo XVII», presenta, en cambio,
una historia de prolongado crecimiento de la producción minera. Mientras que
en la segunda mitad del siglo xvi y el primer cuarto del siglo XVII (1559-1627)
ésta aumentó hasta una tasa anual del 2.5%, el siglo siguiente (1628-1724) tam­
bién fue de crecimiento, aunque la tasa disminuyó hasta un 1.2% anual, la mis­
ma que se mantendrá de promedio entre 1725 y 1810 (Garner y Stepanou,
1993: 109; TePaske y Klein, 1981). Por tanto, en Nueva España se producía
más plata a finales que a comienzos del siglo xvil.
128 ENRIQUE TANDETER

Nueva España tuvo durante la colonia un patrón de producción minera re­


gionalmente disperso. El centro más importante a lo largo del siglo xvn fue, in­
dudablemente, Zacatecas (Bakewell, 1976).
Sin embargo, su peso relativo osciló sólo entre el 22 y el 40% del total de la
producción de plata registrada en el siglo. Durante las primeras tres décadas del
siglo, la caja de México, que reunía la producción de varios centros menores, lle­
gó incluso a superar a Zacatecas. Pero también las cajas de Durango, Guadalaja­
ra y San Luis Potosí tuvieron registros significativos durante todo el siglo. Gua­
najuato y Pachuca, en cambio, aparecen en escena con sus propias cajas sólo
desde la década de 1660.
Doblemente distinta era la situación de la región andina, el otro gran núcleo
geográfico de la minería de la plata hispanoamericana. Por un lado, el papel ab­
solutamente protagónico le cupo al Cerro Rico de Potosí, desde su descubri­
miento y puesta en explotación en 1545 (Bakewell, 1989). Si hasta 1600 fue res­
ponsable de la casi totalidad de la plata registrada, durante todo el siglo xvn lo
será de más del 68% de lo producido en el conjunto del virreinato del Perú’. La
segunda razón del contraste con Nueva España radica en que para la minería
andina el siglo xvn fue, efectivamente, un período de baja producción. Potosí
había alcanzado su nivel máximo hacia finales del siglo XVI, y durante todo el si­
glo siguiente disminuyó lenta pero ininterrumpidamente. Sin embargo, para el
conjunto de la región la baja producción se hace evidente sólo desde la década
de 1640. Esto se debe a que en la primera mitad del siglo se registra la puesta en
explotación de Oruro, el segundo de los centros mineros altoperuanos, cuyo ni­
vel de producción sólo empezará a descender precisamente hacia esa fecha.
También el yacimiento bajoperuano de Castrovirreyna registra en esas primeras
décadas un cierto auge. En la segunda mitad del siglo xvn, en cambio, ni la pro­
ducción de Cailloma ni la incipiente de Pasco, en el Bajo Perú, ni las de Chucui-
to, Carangas y La Paz, en el Alto Perú, compensan la reducción de la de Potosí,
que hacia 1700 llega a ser de sólo un tercio de lo que fuera durante los años de
máximo auge a finales del siglo XVI.
Así, mientras para Nueva España el siglo xvn fue de crecimiento minero,
aunque a una tasa menor que la de las décadas de puesta en explotación en el
primer siglo de la Conquista, el mismo período marcó para el área andina una
clara caída. Mientras en el período inicial (1559-1610) Perú había registrado
una tasa anual de crecimiento del 3%, superior por tanto a la novohispana, el
largo siglo xvn andino (1611-1714) registra una baja regular a una tasa anual
del -1.3%. El resultado de estas historias divergentes es que a finales del siglo xvn
Nueva España superará, por primera vez, al Perú en su conjunto como zona
productora de metales preciosos.
Durante el siglo xviii la producción minera, tanto de Nueva España como
del Perú, marcará una clara tendencia global al crecimiento. La tasa anual del

1. A lo largo del capítulo nos referiremos alternativamente a Perú, como conjunto mayor, y al
Alto y Bajo Perú, territorios que correspondían aproximadamente a las actuales repúblicas de Bolivia
y Perú, como subregiones. El Alto Perú fue separado en 1776 del virreinato del Perú para ser inclui­
do en la nueva jurisdicción del virreinato del Río de La Plata con capital en Buenos Aires.
LOS C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES PR EC IO SO S
Ilustración 1

1779. «Prospero del cerro de Potosí visto por la parte del Norte». Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo
NJ
General de Indias, Mapas y Planos, Buenos Aires, CS 577, 121.
Ilustración 2
o

E N R IQ U E T A N D E T E R
1797. Dibujo de las minas de plata de Castrovirreyna. Fuente*. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo Ge­
neral de Indias, Mapas y Planos, Minas, LI 778, 74 (anv.).
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 131

Perú entre 1715 y 1810 será del 1.7%, contra la ya mencionada del 1.2% para
Nueva España, durante el período de 1725-1810 (Garner, 1993: 109). Pero esa
diferencia no permitirá en modo alguno descontar el terreno perdido y la prima­
cía de la producción argentífera mexicana se mantendrá hasta finales de la colo­
nia. A largo plazo, Nueva España, a diferencia de la región andina, se caracteri­
za por no haber sufrido ninguna contracción prolongada de la minería durante
el período colonial.
Estudios recientes han modificado, de modo también importante, la crono­
logía del crecimiento del siglo xvni, tanto en México como en los Andes. Esta
revisión tiene implicaciones sustantivas a la hora de explicar el proceso. Si bien
durante el siglo xvni la producción de plata novohispana se multiplicó por cin­
co, debemos subrayar que el crecimiento fue discontinuo, con alzas abruptas y
períodos de estancamiento y aun de baja. La creencia de que en México el ma­
yor aumento de la producción se había registrado en la segunda mitad del siglo
permitió relacionarlo causalmente con las políticas que la monarquía hispana de
los Borbones intentó aplicar para el fomento del ramo, en especial durante el rei­
nado de Carlos III (1759-1789). Pero nuevos estudios permiten ubicar el lapso
más largo de crecimiento rápido a comienzos del siglo, entre los quinquenios de
1695-1699 y 1720-1724, con una tasa anual del 3.2%. Seguido de un período
prolongado de baja (-0.1%), hasta que una nueva alza violenta, con una tasa del
4.1%, la más alta del siglo, se produce entre 1740-1744 y 1745-1749. El alza
continúa hasta el quinquenio 1765-1769, a sólo 0.1%. Entre 1765-1769 y
1775-1779 se presenta otra aceleración del crecimiento, con una tasa del 2.7%;
seguida por una nueva nivelación de la curva entre 1775-1779 y 1785-1789, con
sólo el 0.2% de crecimiento, y un nuevo pico entre 1785-1789 y 1790-1794,
con un índice del 3.3%. Desde entonces, hasta 1805-1809, el crecimiento se
mantiene en sólo el 0.1% anual (Garner, 1980: 157-185; Coatsworth, 1986: 26-
45; Pérez Herrero, 1989: 69-110).
Está claro que, al cambiar el foco de interés hacia las décadas iniciales del si­
glo, nos alejamos de las políticas estatales para prestar más atención a un con­
junto de factores propios tanto de la empresa minera como de su relación parti­
cular con los mercados regionales y europeos. Así, Richard Garner ha podido
sugerir recientemente que no sólo el contraste entre el siglo xvn y el xvm resulta
menor en términos cuantitativos de lo que se ha afirmado tradicionalmente, sino
que es posible que en el contexto de los problemas del siglo xvn en Nueva Espa­
ña, la minería haya encontrado las soluciones que sentarían las bases de la ex­
pansión del siglo siguiente (Garner, 1993: 111).
Es muy probable que también en Potosí la nueva inflexión al alza de la pro­
ducción minera date de los comienzos de siglo. Sin embargo, aquí los datos oficia­
les de las cantidades de plata registrada no indican este cambio hasta la década de
1730. La discrepancia se explicaría por la notable importancia que tuvo el contra-/
bando en el relanzamiento de la producción potosina (Tandeter, 1992: 18-21). /
/ Este fenómeno se vinculó con la activa presencia mercantil francesa en la
costa del océano Pacífico durante el primer cuarto del siglo. Sus navios aprove­
charon la peculiar situación que se presentaba en la escena de los enfrentamien­
tos interimperiales durante e inmediatamente después de la Guerra de Sucesión
Ilustración 3
NJ

E N R IQ U E T A N D E T E R
1819. «Plan de la mina del Cerro del Taxo de Ayron» (Mineral de la Noria, jurisdicción de Sombrerete, México).
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Minas, ME 2250, 96.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 133

de España, cuando la presencia de la dinastía borbónica en los tronos de ambos


lados de los Pirineos pudo hacer pensar que los súbditos franceses tendrían un
acceso privilegiado a las posesiones españolas. Si bien esta idea pronto reveló su
condición ilusoria, la indefinición que prevaleció hasta cerca de 1725 fue sufi­
ciente para permitir una invasión pacífica de enormes consecuencias, que facilitó
la revitalización del aletargado Cerro Rico. Desde la década de 1730, la nueva
tendencia es claramente visible también en ios registros oficiales potosinos (Tan­
deter, 1992: 21-25). En Oruro, el otro centro altoperuano de importancia, la
nueva tendencia al alza se manifestará también desde los comienzos mismos del
siglo, aunque aquí será inmediatamente visible en las cifras oficiales (TePaske,
1983). Los centros bajoperuanos, como Cailloma y Pasco, mostrarán signos de
crecimiento desde la década de 1720 (TePaske, 1983).
El comienzo de una tendencia alcista en la producción de plata hispanoame­
ricana durante las primeras décadas del siglo xvni remite a un doble proceso
que, desde finales del siglo xvn, afectaba a la economía europea. Por un lado,
los precios expresados en plata se hundieron hacia 1660, pasaron por un primer
mínimo en el transcurso de los años 1680 y un segundo hacia 1720-1721. Esta
época de aumento del poder adquisitivo de los metales preciosos implicó un
fuerte incentivo para extender su búsqueda e intensificar la producción en las
áreas de dependencia colonial europea (Vilar, 1969: 231-235).
Por otro lado, la respuesta más espectacular a este aumento de la demanda
se obtuvo en Brasil con la multiplicación de la producción aurífera, que inaugu­
ró una verdadera «edad del oro» europea, con la consiguiente apreciación relati­
va de la plata (Spponer, 1972: 196-207)2.
La positiva respuesta hispanoamericana, tanto en México como en el Péru,
desencadené» un proceso de expansión secular que, a la vez, implicó un reordena­
miento de las jerarquías relativas de los centros productores en cada región. Za­
catecas había sido hasta entonces el principal de los centros novohispanos, pero
durante el siglo XVIII será superado por Guanajuato. Si bien ambos producían
más a finales que a comienzos del siglo, para Zacatecas se tratará de una duplica­
ción de la producción, mientras que en el caso de Guanajuato se multiplicará por
cinco. En Zacatecas, el crecimiento secular se desarrollará en dos períodos extre­
mos separados por una contracción entre 1725 y 1775. Para Guanajuato, en
cambio, el alza se mantendrá sin interrupción durante todo el siglo xvm.
En la región andina los cambios seculares fueron aún más relevantes. Potosí,
el mayor de todos los centros mineros hispanoamericanos, que en el conjunto
del período colonial produjo más plata que Zacatecas y Guanajuato juntos, ex­
hibió durante el siglo XVIII un alza prolongada. Sin embargo, ésta apenas le per­
mitió recuperar hacia finales de siglo un nivel equivalente al 50% de la cota má­
xima que había alcanzado 200 años antes. En el resto del Alto Perú, sólo puede
mencionarse con algún peso cuantitativo Oruro, cuya alza se prolonga hasta la
década de 1770 (Cornblit, 1995). El mayor cambio secular se produjo en el Bajo
Perú, donde la producción de plata se multiplicó por más de siete entre finales

2. Véase en este mismo volumen el trabajo de Russell-Wood.


Ilustración 4

E N R IQ U E T A N D E T E R
1779. «Plano de la Villa y cerro de Potosí. Perfil del cerro sobre la línea A. B. del plano y vista del cerro sobre San
Roque». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Buenos Aires, CS
577, 118 A (anv.).
eno

C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES P R E C IO S O S
Ilustración 5

1817. Horno para destilación del nitrato de plata con diseño del horno en uso (n.° 1) y proyecto del nuevo (n.° 2) planta y fachada. Fuen­
te'. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Minas, ME 2830, 87.
136 ENRIQUE TANDETER

del siglo XVII y la última década del siglo XVIII (TePaske, 1983; Fisher, 1977). El
resultado es que, mientras en el siglo anterior su participación relativa en el con­
junto de la producción peruana había sido inferior al 10%, a lo largo del siglo
xvin alcanzará más del 34%. Esto se debió a los incrementos registrados, con
distintas cronologías, en varios centros productores entre los que se destacó el
Cerro de Pasco, en la Sierra Central, y Hualgayoc, en la Sierra Norte.

EMPRESARIOS, TRABAJADORES Y ESTADO COLONIAL

La curva secular ascendente de la minería novohispana registra alguna caída gene­


ral debida a la escasez de alimentos y de la fuerza de trabajo causadas por hambru­
nas y epidemias (1736-1737, 1759-1760, 1784-1785), así como una coyuntura de
crisis por falta de mercurio, originada por las guerras europeas entre 1799-1801.
Pero al desagregar la información por centros mineros, se hace evidente que en
cada uno de ellos hubo una cronología particular y que sus períodos de expansión
no fueron, en general, coincidentes. Se puede observar que son de duración más o
menos limitada, a veces de pocos años, y otras, de algunas décadas.
En su obra fundamental sobre el México borbónico, David Brading señala
que esas bonanzas correspondieron a ciclos de descubrimiento, abandono y re­
novación de las minas (Brading, 1971b). Es particularmente importante subra­
yar lo que implicaba este último concepto de renovación de antiguos trabajos
mineros, tema que se planteará en todos los centros productores del continente
durante la colonia, en especial a lo largo del siglo XVIII. La explotación inicial de
los yacimientos coloniales se realizó sin ningún orden particular. A pesar de al­
gunas indicaciones en sentido contrario de la legislación vigente, cada empresa­
rio siguió la dirección natural de las vetas, con muy escasa preocupación por los
derechos eventuales de los demás mineros. Se presentaron así por lo menos dos
tipos de problemas. Por un lado, se generaron conflictos cuando un túnel cruza­
ba el de otro minero. Pero, más importantes resultaron las cuestiones de carácter
tecnológico. A medida que se profundizaban las galerías, el trabajo se hacía más
costoso, por la distancia y la complejidad del recorrido para extraer el mineral,
o aun se podía ver totalmente imposibilitado por la falta de ventilación o la
inundación de las minas por napas interiores.
I^a solución para este conjunto de problemas consistía en la construcción de
socavones que en sí mismos no eran túneles mineros, sino que facilitaban el acce­
so, la ventilación o el desagüe de las minas. La construcción de estas obras muer­
tas planteaba, a la vez, una gama de desafíos. Uno era el diseño adecuado, que ase­
gurara que la obra proyectada cumpliera con el objetivo propuesto. La tecnología
disponible no siempre resultó apropiada, como tampoco lo fue la que aportaron
los técnicos europeos enviados por la Corona hacia finales de siglo a diversas zo­
nas del continente3. El segundo era la disposición del capital necesario para afron­

3. Para fracasos de socavones, véanse, en Potosí, Tandeter, 1992: 232-234; y en Perú, Contre­
ras, 1995: 127-136.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 137

tar una obra que no sólo supondría cifras enormes sino que, en el mejor de los ca­
sos, se prolongaría durante muchos años, antes de comenzar a rendir frutos. Así, |
el socavón más exitoso de Nueva España fue el que se cavó para desaguar la veta
Vizcaína en Real del Monte. La obra comenzó en 1739, los primeros nueve años
de trabajo se desperdiciaron por errores de cálculo y tuvieron que pasar otros 20
años antes de que el conde de Regla, su dueño, se pudiera beneficiar de los resulta­
dos. Naturalmente, durante esos años de inversión sin rendimientos, existía la po­
sibilidad del abandono de las obras por insuficiencia de fondos, por fallecimiento
del empresario o por desconfianza en el éxito final. Pero aun cuando las obras cul­
minaban en un auge productivo, rara vez éste duraba más de dos décadas, tras las
cuales se producía un nuevo abandono. A lo largo del siglo, la mina Quebradilla
de Zacatecas tuvo tres bonanzas interrumpidas por inundación y abandono, mien­
tras que la Vizcaína fue abandonada tres veces (Branding, 1971b: 135-136).
/ Un último aspecto que se debe considerar en cuanto a los socavones es el de los
''derechos de propiedad y usufructo. En efecto, una excavación podía permitir la re­
activación de una mina abandonada o mejorar la capacidad productiva de otra
anegada o de muy difícil acceso. Así, se planteaba de modo conflictivo la participa­
ción que tendría el dueño del socavón en los beneficios eventuales de esas labores.
A este conjunto de problemas se le dieron las mejores soluciones en Nueva
España. Allí, los ciclos que se sucedieron durante el siglo xvni tuvieron como re­
sultado el crecimiento de las empresas. Éstas explotaban a la vez túneles más nu­
merosos y cada vez más profundos, que eran optimizados por sus propios soca­
vones. Las sumas involucradas, los plazos de espera, la complejidad de las
empresas y los altos riesgos, son todos elementos que subrayan la importancia
del factor empresarial en esta evolución secular de la minería mexicana. Las[
quiebras producían una continua renovación de los empresarios en muchos cen-’
tros mineros, lo que podía tener un efecto benéfico para el conjunto de la indus­
tria. cuando algunos recién llegados, con más capital y capacidad, ocupaban el
sitio de quienes habían fracasado (Garner, 1980: 157).
Esta rotación ha sido estudiada de modo particular en lo que atañe a Zacate­
cas (Langue, 1992). Allí el auge del primer cuarto de siglo se debió a empresarios
individuales. Las bonanzas, numerosas pero de corta duración, no bastaban para;
compensar las dificultades que esos mineros afrontaban por la organización pri­
vada del rescate de plata, que los hacía dependientes de mercaderes de plata o
deudores, que a su vez tenían escasa solvencia económica. Durante las décadas
intermedias del siglo se comprobará una prolongada tendencia descendente de la
producción minera en Zacatecas, durante la cual surgirán las primeras asociacio­
nes entre mineros. Pero la verdadera concentración de la propiedad y la generali­
zación de la formación de compañías solo sera visible hacia finales de la década
de l~6<). en consonancia con el nuevo ciclo expansivo de la minería regional.
Este se vincula, sin duda, con la nueva fase que abre en el virreinato de Nue-
va España la visita de José de Gálvez, entre 1765 y 1771, como parte del proce-
/so general de reformas borbónicas-4. Se aplicaron entonces políticas específicas

4. \eanw en este mismo volumen el capitulo de |osep Fontana y José María Delgado Ribas,
asi como el de Jorge («elman
Ilustración 6
00

E N R IQ U E T A N D E T E R
1803. «Delincación de la máquina nombrada el fondo mayor ó arrastra de fuego, imbentada en
Nueva España para el beneficio de metales por azogue». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura,
Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, ME 2247, 232.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 139

que aumentaron la rentabilidad de la industria y contribuyeron al nuevo salto de


la producción minera que se experimentó en todo el virreinato entre 1765-1769
y 1775-1779.
Un primer aspecto fue el aumento del control que los empresarios ejercían
sobre los trabajadores, y, en particular, la reducción de la remuneración laboral,
lo que implicaba tanto la disminución de los salarios como la eliminación de los
«partidos*. Esta última práctica, consistente en autorizar a los mineros más cua­
lificados a extraer una cantidad de mineral para sí mismos, más allá de la cuota
debida al empresario, era muy antigua y estaba presente en la mayoría de los
centros mineros novohispanos.
La historia del Real del Monte ilustra de modo particular cómo la coyuntu­
ra reformista de la década de 1760 estuvo implicada en un proceso de mayor
duración. Ya hemos aludido a la prolongada empresa de rehabilitación de la
veta Vizcaína, comenzada en 1739 por José Alejandro Bustamante y Pedro Ro­
mero de Terreros, y que debió de abandonarse tras nueve años y 100000 pesos
de gastos. Bustamante murió en 1750 y sólo cinco años más tarde su socio re­
comenzó la construcción, que terminaría en 1759. Romero de Terreros estaba
obviamente preocupado por recuperar en el menor plazo posible el dinero y el
tiempo perdidos (Ladd, 1988). Para ello, decidió rebajar los salarios de los tra­
bajadores libres y aumentar las cuotas laborales de los trabajadores indígenas
forzados que se reclutaban en la región. Los salarios de los primeros fueron re­
ducidos en 1765 de cuatro a tres reales diarios. Pero, además, aplicó un conjun­
to de modificaciones que atentaban contra la práctica tradicional de los «parti­
dos». Los trabajadores formularon sus reclamos por escrito y a finales de julio
de 1766 iniciaron la que ha sido llamada la primera huelga de la historia de
México. Las primeras intervenciones del virrey y de su enviado, Francisco de
Gamboa, fueron en general favorables a los reclamos de los trabajadores. Sin
embargo, algunas reivindicaciones sin Solución condujeron a violentos enfren­
tamientos a finales de 1766 y comienzos de 1767. José de Gálvez, que llegó de
España en 1765, apoyó firmemente a Romero de Terreros y propuso que se le
otorgara el título de conde de Regla en recompensa a sus esfuerzos en pro de la
minería. A raíz de la expulsión de los jesuitas, se desencadenaron en 1767 re­
vueltas de trabajadores mineros en San Luis Potosí y Guanajuato. La violenta
represión ordenada por Gálvez abrió el camino a una nueva actitud que se ge­
neralizó entre los empresarios del virreinato. Desde entonces, apoyados por mi­
licias y grupos paramilitares, modificaron las prácticas de apropiación directa
de mineral por parte de los trabajadores, eliminando o reduciendo los «parti­
dos» y disminuyendo los salarios en efectivo (Branding, 1971b: 27, 147-149,
157, 184, 186, 277-278).
Las políticas reformistas incluyeron la rebaja del precio de la pólvora y la or­
ganización de una oferta más eficaz, que estimularon su uso en la minería. El
abasto regular y más barato del mercurio extendió la proporción de mineral refi­
nado por amalgama respecto de la del mineral de fundición. Pero, sin duda, un
factor crucial fue la concesión de exenciones impositivas, así como el suministro
de mercurio al costo, en los casos de inversiones mineras que se consideraban de
alto riesgo (Branding, 1971b: 143, 157, 159-160, 263-264).
Ilustración 7
o

E N R IQ U E T A N D E T E R
1787. «Diseño de los hornos de exalación nuevamente ideados y combinados» Fuente-. Ministerio de Educación y
Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, CH 422, 164.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 141

Estas concesiones fueron especialmente importantes para Zacatecas y para su


empresario más exitoso, José de la Borda. Éste había comenzado su carrera mi­
nera en 1716, en Tlapujahua. La continuó con éxito en Taxco entre 1752 y
1762. Pero al llegar a Zacatecas estaba al borde de la quiebra, con deudas por
valor de 400000 pesos. Sus primeras inversiones en Zacatecas las pudo efectuar
gracias a la venta de una custodia de plata, valorada en 100000 pesos, que en
momentos de prosperidad había entregado a una iglesia en Taxco. En 1768,
cuando la depresión de la minería de Zacatecas había alcanzado su punto más
bajo, De la Borda obtuvo de la Corona concesiones particulares para restaurar
la mina de Quebradilla. Éstas consistían en la exención total del diezmo y del
uno por ciento adicional durante el tiempo que durasen las obras y una reduc­
ción del 50% durante los 20 años siguientes, así como la concesión del mercurio
a precio de costo. Es importante señalar que esas concesiones no fueron suficien­
tes para cambiar la fortuna del empresario. Por eso, dirigió su atención a otro
conjunto de minas en Vetagrande, cuya explotación intensificó gracias a présta­
mos que obtuvo tanto de sus aviadores como de la Corona. Fue a partir de los
beneficios obtenidos en Vetagrande cuando pudo finalmente completarse la
obra de la Quebradilla, la que, por fin, hacia 1775 comenzará a rendir fruto.
José de la Borda muere en 1776, mientras que la bonanza de la Quebradilla du­
rará hasta 1784 (Langue, 1992: 133-136).
El reformismo borbónico tuvo otras consecuencias indirectas de gran impor­
tancia para la minería mexicana. La liberalización del comercio con la Penínsu­
la, así como los cambios que resultaron de las prácticas mercantiles internas en
Nueva España, redujeron el margen de ganancia de ios grandes mercaderes que
dominaban el tráfico de importación, los «almaceneros» de la Ciudad de .Méxi­
co. Por eso, en la década de 1780, desviaron sus capitales hacia otros negocios,
incluyendo la minería. Los comerciantes habían preferido siempre relacionarse
con la minería mediante el mecanismo del avío, por el cual financiaban a corto
plazo las actividades de los productores. Pero el descenso de la rentabilidad mer­
cantil unido a las nuevas condiciones que lás exenciones impositivas creaban en
la minería los convencieron de la conveniencia de invertir en obras de renova­
ción de minas (Branding, 1971b: 95-128, 158).
El camino del crecimiento de la producción en la minería mexicana del siglo
xvni pasó, entonces, por grandes y arriesgadas inversiones en «obras muertas»,
es decir, en las construcciones necesarias para acceder a las minas y desagotar­
las. La iniciativa y capacidad empresariales fueron, por tanto, cruciales en el
proceso secular novohispano. Desde la década de 1770, la política borbónica se/
agrega como factor explicativo del crecimiento de la industria, puesto que al ele-\
var la rentabilidad minera contribuyó a atraer al sector nuevos capitales. No esl
fácil, sin embargo, evaluar las consecuencias que esa protección especial brinda­
da a la minería tuvo sobre el resto de la economía novohispana. Es probable, en
efecto, que la política de subsidios estatales a la minería desviase recursos que,
sin ella, se hubieran orientado a la agricultura. En este caso, los beneficios socia­
les podrían haber sido superiores a los derivados del auge minero (Garner y Ste-
fanou, 1993; Coatsworth, 1986). En todo caso, es indudable que, a pesar de la
inestabilidad propia de los ciclos de descubrimiento, abandono y renovación de
142 ENRIQUE TANDETER

las empresas mineras, fue en esc sector donde se gestaron y consolidaron las ma­
yores fortunas de Nueva España, que muchas veces se adornaron con la adquisi­
ción de títulos nobiliarios.
Las empresas mineras andinas del siglo xvm presentan marcados contrastes
con la evolución que acabamos de reseñar para sus homologas novohispanas. A
su vez, en la región andina debemos distinguir situaciones muy diversas en el
Bajo y Alto Perú, particularmente el Cerro Rico de Potosí. Si bien hemos señala­
do un notable crecimiento secular en varios de los centros bajoperuanos a lo lar­
go del siglo, las cifras absolutas de producción, a excepción del Cerro de Pasco,
fueron muy modestas, y se corresponden con empresas de poca envergadura.
Una matrícula efectuada hacia 1789-1790 nos da una imagen clara de la in­
dustria (Fisher, 1975; 1977). Sus empresarios sólo controlan un promedio de
12.2 trabajadores, mientras que cada mina en explotación registra 13.3 hom­
bres. Se trata de un gremio en el límite de la supervivencia, poco prestigiado a
ojos de comerciantes y funcionarios. Éstos, sin embargo, en consonancia con el
programa global de aliento a la minería que formaba parte de las propuesta del
«reformismo borbónico», aplicarán una serie de medidas, la más ambiciosa de
las cuales fue el establecimiento del Real Tribunal de Minería en Lima que, a su
vez, se vinculaba con delegaciones locales (Molina, 1985).
Un estudio reciente sobre el mineral de Hualgayoc, en la sierra norte del
Perú, permite profundizar nuestra comprensión de la problemática de la minería
bajoperuana (Contreras, 1995). Hualgayoc fue descubierto en 1771, y su auge
sobrevino entre 1776 y 1800. La ley o riqueza metálica de sus minerales era su­
perior a) promedio novohispano y bastante más elevado que el promedio bajo-
peruano. Esto explica que, con sólo el 10% de los trabajadores del virreinato,
produjera en esos años el 15% del total de la plata. La minería de Hualgayoc,
como la de los otros centros bajoperuanos, presentaba una notable falta de con­
centración. Más aún, el proceso total de producción de plata estaba allí dividido
en varias etapas, ya que los mineros y los dueños de plantas de refinación no
eran las mismas personas. Por otra parte, tanto la financiación como el trans­
porte del metal entre Hualgayoc y Trujillo, donde se encontraban las cajas reales
que lo convertían en barras, corrían a cargo de otras personas. Con frecuencia,
los participantes se acusaban mutuamente de quedarse con los mayores benefi­
cios, pero un estudio atento revela cómo la escasez de capitales hacía imprescin­
dible el esfuerzo de complementariedad entre aviadores, rescatistas y producto­
res (Contreras, 1995).
El caso de Hualgayoc revela también las múltiples debilidades de la minería
bajoperuana y la renuencia de la Corona y sus representantes a formular solu­
ciones acabadas. Un doble pedido se refería al establecimiento de fondos de ha­
bilitación para la provisión de créditos e insumos a los productores, y a la crea­
ción de cajas o bancos de rescate que permitieran obviar el viaje a Trujillo.
Cuando el Tribunal de Minería estableció en 1792 un banco de rescate local, la
falta de cumplimiento de la primera función determinó su fracaso y cierre en dos
años escasos. Por otro lado, los productores planteaban sus dificultades para re­
clutar trabajadores en una región sin tradición minera, donde la población era
escasa, la tierra relativamente abundante y la presión fiscal sobre los indígenas
LOS C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES P R E C IO S O S
Ilustración 8

1794. Plano del Real de Minas de Santa Francisca Romana y San Aparicio en Nueva Galicia. Fuente: Ministerio de
Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Minas, ME 2245, 93.
144 ENRIQUE TANDETER

más leve que en otras partes. La solución que reclamaban insistentemente, sin
obtener respuesta de la Corona, era la concesión de trabajadores forzados. Tam­
poco obtuvieron beneficios de las misiones de asistencia tecnológica que la Co­
rona despachó a Hispanoamérica a finales de la década de 17805. Uno de sus in­
tegrantes, Federico Mothcs, llegó a Hualgayoc en 1794. A pesar de haber
llegado a concitar en un momento el apoyo de una facción de los mineros hasta
el punto de ser propuesto como perito facultativo y director del mineral, sus in­
tervenciones, y en particular sus tareas al frente de la construcción de un soca­
vón, terminaron en claros fracasos, que explican la animadversión general que
se le profesaba en 1798 cuando se vio obligado a dejar Hualgayoc (Contreras,
1995: 21-149).
/ Ya anotamos la excepción que representa el Cerro de Pasco entre los yaci­
mientos bajoperuanos. Aunque la producción de plata en el área datara de
1567, el Cerro sólo se hizo relevante desde 1630, cuando se descubrió el sitio de
Yauricocha, al cual se sumarían más tarde otros (Fisher, 1977: 112). La explota­
ción continuó durante todo el siglo xvn, pero a comienzos del siguiente el pro­
blema común a las distintas labores era el anegamiento. Los socavones se plante­
aron como alternativa imprescindible. Hacia 1740, un minero excavó el primero
con buenos resultados. Pero la empresa mayor que distinguirá al Cerro de Pasco
del resto de la minería bajoperuana será el socavón acordado en 1780 entre los
50 mineros más importantes del lugar. El proyecto se completó en sólo seis años
y comenzó a rendir frutos. Sin embargo, los mineros estimaron, con razón, que
la obra debía continuarse hasta Yanacancha, obra que comenzó en 1794. Dos
años después obtuvieron, a la vez, el apoyo financiero del Real Tribunal de Mi­
nería y la concesión de una cuota de trabajadores forzosos de Jauja, con lo que
la obra se terminó en 1811. Sin embargo, en pocos años la producción volvió a
declinar por el anegamiento de las minas, confirmándose la necesidad de socavo­
nes aún más profundos. Se comenzó uno entonces, que no se finalizó hasta me­
diados del siglo XIX. El Cerro de Pasco fue también el primer lugar en el que se
experimentó, hacia 1820, el desagüe de labores mediante el uso de máquinas de
vapor importadas, intento que se vio frustrado por los avatares de la guerra de
Ja independencia (Fisher, 1977: 93-94, 112-116).
Muy diferente fue la evolución de Potosí. Su producción no muestra durante
el siglo xvm los picos dramáticos tan característicos de México, sino un alza mo­
derada y continua desde, al menos, la década de 1730. Este crecimiento no se ob­
tiene por descubrimientos o bonanzas, sino mediante una expansión cuantitativa
del mineral procesado. Éste no era de muy alto contenido metálico. Frente a un
promedio de 15 marcos por cajón en Nueva España, y otro de 12 marcos en el
Bajo Perú, la ley potosina osciló durante el siglo entre los cuatro y ocho marcos.
La clave de la supervivencia y la expansión de Potosí residía en la mita, la
migración forzada anual con la que el Cerro Rico y sus ingenios habían sido do­
tados por el virrey Toledo en la década de 1570 y que se mantendría hasta fina­

5. Para Nueva España, Brading, 197Ib; para Nueva Granada, Montgomery Keelan, 1990:
41-53; para Perú, Fisher, 1977.
LOS CICLOS DE LA MINERÍA DE METALES PRECIOSOS 145

les del período colonial, a pesar de los numerosos proyectos para eliminarla. Su
dimensión cuantitativa había bajado desde los más de 13000 migrantes anuales
de finales del siglo xvi, a menos de 3000, dos siglos más tarde. Sin embargo, su
importancia no era simplemente correlativa con su dimensión numérica. En efec­
to, a lo largo de la prolongada historia de la mita, a partir de la concesión de
cierto número de migrantes indígenas a minas y plantas de refinación, y a pesar
de las abundantes normas que regulaban su utilización por parte de los empresa­
rios mineros, éstos cambiaron radicalmente los parámetros de la institución. Lai
modificación mayor fue, sin duda, el reemplazo del criterio de remuneración por'
día trabajado, por el de las «cuotas» de mineral producido. De esta manera, el)
trabajador forzado no sólo era burlado en cuanto al pago de su jornal, sino que
de hecho era obligado a trabajar más allá de su semana de «tanda», anulando
los períodos de descanso durante los que, teóricamente, habría podido contra­
tarse libremente en la minería u otra actividad urbana. De allí que hayamos afir­
mado que la relación de producción dominante en Potosí haya sido la renta mi-
taya para la cual la institución de la mita sólo suponía un punto de partida
(Tandeter, 1992). El mecanismo de las cuotas laborales permitió a lo largo del
siglo, y en particular durante la segunda mitad, aumentar las cantidades de mi­
neral exigidas a los trabajadores forzados, lo que permitió el incremento de la
producción total a pesar de la pobreza de la ley promedio.
El predominio prolongado de la renta mitaya acarreaba consecuencias ma­
yúsculas en el ámbito de las relaciones de propiedad y de distribución de la mi­
nería potosina. Mientras en Nueva España la inestabilidad de la explotación,
minera, ligada a las cuantiosas y arriesgadas inversiones que a veces conducían a
enormes bonanzas, convertía en excepcional la continuidad de la propiedad
una misma familia, ésa era la regla en Potosí. Pero al mismo tiempo que una fa-i
milia se mantenía como propietaria, la gestión de la empresa minera tendía a ses
pararse de ella. Los arrendamientos de empresas que contaban con asignaciones!
de trabajadores forzados, originalmente prohibidos por la legislación, se genera­
lizaron durante el siglo xvm, consagrando el carácter rentístico de la propiedad
minera potosina. En tanto el objeto principal del arrendamiento era la cuota de
trabajadores forzados con que contaba el ingenio, la posición monopolista de
los propietarios como derechohabientes respecto a un número limitado de mi­
grantes anuales les permitía apropiarse de la mayor parte del excedente que ge­
neraba en la unidad arrendada. El arrendatario quedaba así severamente limita­
do en sus posibilidades de acumulación e inversión. Por otra parte, el capital que
llegaba a la minería desde otros sectores, como el comercio o la burocracia, an­
tes que por la producción, era atraído por la posibilidad de disfrutar de los bene­
ficios de la renta mitaya mediante la compra de un ingenio con trabajadores for­
zados. El procesamiento de mayor cantidad de mineral sólo requería una
limitada inversión por parte de los propietarios para instalar maquinaria de mo­
lienda adicional en la planta de sus ingenios.
1 En contraste con la rotación empresarial que muchas veces aportó capital y
experiencia a las minas mexicanas, lo que se observa en Potosí es la continuidad
de familias propietarias y la alta rotación de arrendatarios aventureros, que pro­
baban suerte al frente de los ingenios. La incursión de estos hombres, general­
146 ENRIQUE TANDETER

mente inmigrantes peninsulares sin conocimiento técnico ni capital, sólo era po­
sible por la existencia singular en Potosí del Real Banco de San Carlos, institu­
ción estatal que facilitaba el rescate de la plata producida y otorgaba a los em­
presarios tanto créditos como anticipos en bienes, incluyendo el vital mercurio.
Aun así, un buen número de esos arrendatarios abandonaban su ingenio antes
del fin del primer año. Pero, paradójicamente, fueron las onerosas condiciones
rentísticas impuestas por los propietarios a sus arrendatarios las que llevaron a
la expansión de la producción. En efecto, a pesar de las facilidades otorgadas
por el Real Banco, a largo plazo el único modo en el que los arrendatarios po­
dían hacer frente a las pesadas rentas era mediante el aumento de la producción,
sin un incremento proporcional de los costos. La renta mitaya ofrecía los medios
para ello a través de la exigencia de mayores cuotas de mineral a los trabajado­
res forzados.
La renta mitaya no sólo impuso límites a la inversión productiva, sino que
también acotó las posibilidades del reformismo borbónico en Potosí. Éste fue en­
carnado en la Villa Imperial por Juan del Pino Manrique y Francisco de Paula
Sanz, sus dos sucesivos intendentes, exponentes singulares de un nuevo tipo de
funcionario. Junto a una pléyade de nuevos funcionarios españoles llegados en
las últimas décadas del siglo, cumplieron eficazmente con el objetivo primordial
de aumentar los ingresos de la Corona. La aceleración del crecimiento de la pro­
ducción de plata podía conducir a mayores incrementos en los ingresos de la
Real Hacienda, pero el fomento de la minería potosina planteaba problemas es­
pecíficos. A diferencia de Gálvez en Nueva España, los intendentes potosinos no
podían confiar en que los estímulos estatales a la rentabilidad minera se traduje­
ran en mayores inversiones, que eventualmente condujeran a nuevos incremen­
tos de la producción. Como se comprobó con motivo de una rebaja del precio
del mercurio, toda disminución de costos traía consigo un aumento de los arren­
damientos. Era, por tanto, el propietario del ingenio el que se beneficiaba de las
concesiones estatales, sin que el estímulo alcanzara al empresario arrendatario.
Manrique y Sanz se dispusieron a encarar una reforma profunda de la mine­
ría que modificase esa situación, armados de una gran confianza en la capacidad
del Estado para reordenar sobre bases racionales la sociedad, propia de la cultu­
ra de la Ilustración. El programa reformista adquirió gran complejidad hacia
1790. Por entonces, la Corona se había hecho cargo de la construcción de un so­
cavón para facilitar el acceso a las vetas más profundas del cerro, que se espera­
ba fueran las más ricas. El Estado empezaba tardíamente a ocuparse de las ries­
gosas y costosas «obras muertas», que en Nueva España corrían a cargo de
inversores privados. La obra sería abandonada durante la guerra de la indepen­
dencia, antes de haber rendido fruto alguno. También en ese momento se inten­
tó introducir, con la ayuda de la misión dirigida por el barón de Nordenflicht, el
método de procesamiento de mineral de Von Born que, como ocurrió en otros
lugares de América, también fracasó en Potosí.
El programa de Sanz se concretó en un extenso proyecto legislativo, el Códi­
go Carolino, redactado por su teniente asesor Pedro Vicente Cañete. Su núcleo
consistía en la limitación de la libertad de los dueños de ingenios, al imponer
una tasa máxima a los arrendamientos, y el aumento del número de mitayos
LOS C IC L O S DE LA M IN E R ÍA DE M ETALES P R E C IO S O S
Ilustración 9

1819. Dibujo impreso de una máquina por movimiento de agua para beneficiar en 24 horas los metales de plata con azogue.
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, GU 794, 190 (1).
148 ENRIQUE TANDETER

para posibilitar su concesión a más unidades de producción. En la oposición al


proyecto confluyeron los intereses de los dueños de ingenios con la prédica hu­
manitaria en contra de la mita de Victorián de Villava, el ilustrado fiscal de
la Audiencia de Charcas. En la Península, los ímpetus reformistas habían sido
reemplazados desde 1792 por una política de consolidación de lo alcanzado.
Cuando en 1797 se rechaza definitivamente el proyecto del Código Carolino, se­
guramente los funcionarios peninsulares confiaban en que la producción de pla­
ta potosina, que se había duplicado en medio siglo sin mayor intervención de la
Corona, siguiera su lento y continuo crecimiento.
7

LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS: LAS PIEDRAS Y LOS METALES


PRECIOSOS EN EL BRASIL COLONIAL

A. J. R. Russell-Wood

EL DESCUBRIMIENTO Y LA EXPLOTACIÓN

El oro del África occidental durante el siglo XV y el oro de Monomotapa y las


piedras preciosas de la India en el siglo xvi habían enriquecido a Portugal, pero
los contactos de los españoles con oro, plata y piedras preciosas a principios del
siglo XVI en América habían despertado en la corte portuguesa esperanzas de
que hubiese riquezas similares en Brasil. Espoleadas por leyendas indígenas in­
terpretadas erróneamente acerca de un lago repleto de oro y una montaña de es­
meraldas, diversas expediciones efectuadas en el Brasil del siglo xvi comunica­
ron haber encontrado oro desde Bahía a Paranaguá. En el siglo siguiente, por
iniciativa fundamentalmente de los bandeirantes, se multiplicaron las noticias,
procedentes de un territorio más amplio, acerca de la existencia de campos aurí­
feros aluviales. En Espirito Santo se encontraron esmeraldas de escasa calidad y
en el decenio de 1670 y comienzos del siguiente, la Corona adoptó iniciativas
enérgicas para estimular los descubrimientos de plata y esmeraldas. Las iniciati­
vas fracasaron, los yacimientos nunca se materializaron y las esmeraldas resulta­
ron ser aguamarinas.
Los primeros hallazgos de oro en cantidades lucrativas se hicieron en la dé­
cada de 1690 en Rio das Vclhas, Rio das Mortes, Rio Doce y en la región cono­
cida con el nombre de «minas de Sao Paulo».
Desencadenaron una verdadera fiebre del oro. Durante el medio siglo si­
guiente, raro fue el año en que no hubiese noticias de nuevos hallazgos en las re­
giones costeras y en el sertáo, pero los mayores yacimientos se encontraban en
Minas Gerais, Mato Grosso y Goiás, calculándose que cerca de dos tercios co­
rrespondían a Minas Gerais. En 1720, Minas Gerais se convirtió en una capita­
nía cuya economía giraba en torno a la extracción de oro. En 1718 (en Cuiabá)
y 1734 (Guaporé) hubo hallazgos de importancia en Mato Grosso. En 1725, se
informó de haber encontrado yacimientos auríferos en Goiás y más adelante en
cantidad suficiente para atraer a buscadores procedentes de Minas Gerais y Mi­
nas Novas, en 1736-1737. A mediados de siglo, se registraron yacimientos de
oro desde Pernambuco hasta Curitiba y desde Espirito Santo a Vila Bela, si bien,
ISO A J. R RUSSELL-WOOD

Ilustración 1

1779. Minina con cuatro figuras de otras tantas secciones de pozos de minas. Fuente:
Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos. Minas.
ME 1386-71, 90.
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 151

cuando hablaban de las zonas mineras, los contemporáneos se referían a Sao


Paulo, Minas Gerais, Cuiabá, Mato Grosso, Goiás y partes de Bahía.
La combinación del apoyo de la Corona, la concesión de privilegios y la po­
sibilidad de «dar con el filón» llevaron a una explotación más intensa y a la
apertura de nuevas rutas. Los hallazgos de oro tenían un efecto multiplicador,
que suscitaba renovados intentos de encontrar otros metales: plata, hierro, plo­
mo, cobre, mercurio y esmeril. Ninguno obtuvo una recompensa tan menguada
por el tiempo, los esfuerzos, las esperanzas y las vidas que se invirtieron como el
de la búsqueda de plata. Algunos, como el caso del caliche para fabricar pólvo­
ra, tenían importancia estratégica. De los extensos yacimientos de hierro, plomo
y estaño de Brasil, sólo el hierro se explotó comercialmente, de inicio en el pri­
mer cuarto del siglo xvil en Sao Paulo, a lo que siguió una interrupción hasta la
década de 1760, cuando se reanudó repentinamente la actividad. Hasta después
de 1808 no se creó una industria férrea en Minas Gerais y en Ipanema, Sao Pau­
lo, en gran medida por iniciativa del futuro Don Joáo VI.
En cuanto a las piedras preciosas, se trataban de esmeraldas, granates, ama­
tistas, aguamarinas, circonio y, sobre todo, diamantes, cuyo hallazgo fue un sub­
producto de la fiebre del oro en Serró Frío, en la parte septentrional de Minas
Gerais, con posterioridad a 1714, pero bastante antes de que se reconociese ofi­
cialmente en un informe del gobernador de 1729. En otras capitanías también se
encontraron diamantes, junto al oro aluvial. El oro y los diamantes rindieron be­
neficios gigantescos a los inversores, especuladores y empresarios, pero en el caso
de los diamantes, el incentivo para explotarlos fue menor que en el del oro, a cau­
sa del control más efectivo que la Corona ejercía. Con todo, al saberse que se ha­
bían descubierto diamantes en Serró Frió, hubo buscadores que abandonaron sus
explotaciones en Minas Gerais y Bahía, a principios del decenio de 1730.

LAS FIEBRES DEL ORO

El aviso de los primeros hallazgos de yacimientos de oro en Minas Gerais provo­


có una emigración en masa desde Portugal, las islas del Atlántico y los enclaves
costeros de Brasil. Los emigrantes pertenecían a todos los estratos de la sociedad
portuguesa: comerciantes, campesinos, clérigos, delincuentes, desertores del ejér­
cito, libertos de color y esclavos. Fiebres del oro posteriores en ¿Mato Grosso y
Goiás, y la noticia de haber encontrado oro aluvial en Bahía, suscitaron respues­
tas no menos febriles, si bien se caracterizaron por afectar a un número mucho
menor de personas y, entre ellas, a menos emigrantes de Portugal, en compara­
ción con los de otras zonas de Brasil. Además, el aumento del precio de los escla­
vos en los emporios de la costa —a consecuencia de los yacimientos hallados en
Minas Gerais— hizo que hubiese menos compradores de esclavos dispuestos a
trasladarlos a lo que entonces todavía eran regiones remotas en las que resultaba
aventurado penetrar.
Es innegable que Minas Gerais —en donde se produjeron hasta tres oleadas
de fiebre del oro— era el destino último de muchos, no sólo de quienes habían
tenido éxito como empresarios mineros, sino también de los que se habían desi­
152 A. j. R. RUSSELL-WOOO

lusionado de la minería y se habían dedicado al comercio o habían adquirido pe­


queñas parcelas para cultivarlas. La manifiesta renuencia a trasladarse más al
Oeste correspondía también a una mayor conciencia del carácter especulativo de
la industria y a la consiguiente mayor cautela. En cuanto a otros metales y pie­
dras preciosos, aunque llegaban noticias de descubrimientos, sólo los diamantes
inspiraban un entusiasmo comparable al del oro, pero únicamente a propósito
de Rio Frió podemos hablar de «una sociedad creada por los diamantes». Suce­
dió en Arraial do Tijuco, que no padeció ninguno de los estragos que los prime­
ros hallazgos de oro llevaron aparejados, como el hambre y la violencia, al ha­
ber experimentado ya esa región la fiebre del oro, aunque en cuyas décadas de
opulencia, desde principios de la de 1730 hasta comienzos de la de 1750, se pro­
dujeron los mismos excesos que en Vila Rica. En una sociedad en la que los con­
cesionarios de diamantes estaban entre las personas más ricas del mundo de ha­
bla portuguesa, había riqueza suficiente para sufragar estilos de vida que
comprendían las últimas modas europeas, sedas y porcelanas de Oriente, mue­
bles y bienes manufacturados de Europa e inmoralidad sexual. Pero esa riqueza
y esos excesos tenían un alto precio, que pagaban los esclavos, en quienes recaía
todo el peso de un régimen cruel, y todos los sectores de la comunidad del Dis­
trito Diamantino, en donde estaban restringidas las libertades personales. Aun­
que había diamantes en muchas zonas de la colonia, salvo en el Norte de Minas
Gerais, esa industria no dio lugar a la formación de comunidades, ya fuesen ais­
ladas o agrupadas. Ningún hallazgo de piedras o metales preciosos, aparte del
oro y los diamantes, ejerció una fuerza centrípeta suficiente como para atraer a
personas y recursos hasta el punto de crear núcleos demográficos.

LOS ASPECTOS SOCIALES DE LAS COMUNIDADES MINERAS

Si cabe hablar de «una sociedad creada por el oro», ¿qué características tenía?
Había grandes diferencias en cuanto a demografía, producción, composición so­
cial y étnica, diversidad económica y posibilidades de inversión de capitales, atri-
buibles en parte al momento en que se efectuase el hallazgo de un yacimiento
dentro del ciclo general de la minería del oro, a la duración de las extracciones a
niveles viables, a la región de que se tratara, a la realidad insoslayable de que la
industria se basaba en un activo no renovable y a factores ajenos a las peculiari­
dades de la propia industria. Muchos yacimientos duraron y rindieron tan poco
que dieron lugar a campamentos mineros de carácter temporal, que no llegaron
a convertirse en comunidades. Muchos mineros no tuvieron éxito y estaban
siempre trasladándose de un lugar a otro, en busca de filones. Hubo incluso co­
munidades ya establecidas que fueron abandonadas virtualmente de la noche a
la mañana, al saberse que habían aparecido riquezas potencialmente mayores en
algún otro sitio. Muchos se desilusionaron y dejaron la minería para emprender
actividades comerciales o agrícolas, o regresaron a las ciudades y pueblos de la
costa. Las comunidades basadas en el oro se caracterizaban por su formación
atropellada —en algunos casos, en apenas más de un decenio— desde el asenta­
miento inicial a su consolidación administrativa como vitas, lo cual confirió un
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 153

carácter de «fugacidad» a muchas de ellas y relegó a un segundo plano la bús­


queda de soluciones a los problemas que no estuviesen directamente relaciona­
dos con la minería. La dependencia de un bien no renovable, concretamente del
oro, hizo que esas comunidades fuesen muy vulnerables, salvo si conseguían di­
versificar su base económica. La población de Vila Rica disminuyó de 20000
habitantes en el decenio de 1740 a 7000 en 1804, mientras que Vila Bela (Mato
Grosso) tenía 7000 en 1782 y Vila Boa (Goiás), 9477 en 1804. En 1824, los
20000 vecinos de Vila Rica eran el doble de los de Cuiabá o Vila Boa (Goiás).
Al margen de lo dicho, las siguientes características demográficas, sociales, ad­
ministrativas y económicas se aplican a la mayoría de las comunidades basadas
en el oro.
La fiebre del oro y la elevada producción (o la expectativa de ella) hicieron
que el crecimiento demográfico fuese exponencial: a los ocho años del primer
hallazgo de oro, Cuiabá contaba con 7 000 almas; a los tres años de los prime­
ros descubrimientos, en Minas Novas había cerca de 40000 personas. Tras la
fiebre del oro inicial y durante los años más productivos, emigraron anualmen­
te a Brasil entre 3000 y 4000 portugueses, la mayoría de los cuales se dirigió
probablemente a las minas. Hubo incluso un flujo más intenso de personas de
origen africano: en ¿Minas Gerais, la población esclava ascendía a 30000 indivi­
duos en los dos primeros decenios del siglo y era de, al menos, 101607 en
1738. De 1698 a 1770, llegaron cerca de 341 000 esclavos a Minas Gerais, aun­
que desconocemos cuántos intervenían directamente en actividades relaciona­
das con el oro. En 1739, la población total de la capitanía se situaba entre
200000 y 250000 personas, entre las que había de un 40 a un 50% de escla­
vos. Una segunda característica era la densidad demográfica en territorios redu­
cidos, que cabe atribuir a que la minería es una industria de gran densidad de
mano de obra: en 1737 se concentraban más de 5 000 esclavos en el Morro de
Santa Ana, en las afueras de Vila do Carmo; en Serró Frió había de 8000 a
9000 esclavos extrayendo diamantes, antes de que en 1740 se instituyese el ré­
gimen de concesiones.
Una tercera característica demográfica era que en todas las zonas mineras la
mayoría de los habitantes eran de origen africano: en el Distrito de los Diaman­
tes, la proporción era de un capataz (blanco) por cada ocho esclavos. En esa ma­
yoría predominaban al principio los esclavos y entre ellos existía un desequili­
brio crónico por el que había más hombres que mujeres, situación que se daba
igualmente en la población blanca, al escasear las mujeres en edad de contraer
matrimonio.
Estas características cambiaron durante el siglo xvm y comienzos del XIX:
por nacimiento o inmigración, un mayor número de mujeres pasaron a formar
parte de la población de las zonas mineras, alcanzándose casi la paridad entre
los sexos al final del período colonial. Así disminuyó el elevado porcentaje de
solteros por el que hasta entonces se distinguía a esos territorios y aunque el
concubinato seguía siendo una práctica muy común, se generalizaron las fami­
lias legalmente constituidas. En las zonas mineras se produjeron cada vez más
manumisiones de hombres y mujeres, y aumentó significativamente el número
de mulatos. El tiempo que duraron estos cambios y su intensidad variaron
154 A. J. R RUSSELL-WOOD

considerablemente entre Minas Gerais, por un lado, y Goiás y Mato Grosso,


por otro: en 1819, cerca del 27% de los habitantes de Minas Gerais eran escla­
vos, frente al 42% en Goiás y al 38% en Mato Grosso. Dentro de esa pobla­
ción esclava, había diferencias regionales y cronológicas entre quienes se dedi­
caban a la minería y quienes tenían otras ocupaciones. La decadencia de la
producción de oro, unida al aumento de las manumisiones, produjo por lo
general una disminución del porcentaje de esclavos en la población de las zo­
nas mineras. En Minas Gerais aumente) la población entre 1786 y 1821, de
393698 a 580786 habitantes: los blancos pasaron de 71248 a 161800; los
mulatos libres, de 87217 a 177 274; los negros libres, de 46 379 a 64 695. En
ese mismo período, los esclavos disminuyeron de 188 944 a 177061. Los libres
de color constituían cerca del 58% y los esclavos, apenas el 20% de la pobla­
ción de Goiás en 1824. De las capitanías mineras —aunque hacía mucho que
la minería había cedido la primacía a otras actividades económicas—, Minas
Gerais siguió siendo la de mayor importancia demográfica, al vivir en ella cer­
ca de una quinta parte de los habitantes de Brasil desde el decenio de 1770
hasta el final del siglo, mientras que Mato Grosso y Goiás juntos no reunían ni
el 4.8%.
Ahora bien, los datos demográficos no revelan las fracturas que a menudo
aquejaban a la sociedad de las zonas mineras. El hecho de que sus habitantes
fuesen predominantemente de origen europeo o africano no significaba que
fuesen homogéneos. En el caso de los primeros había hostilidad entre los «lu­
gareños» (paulistas) y los «forasteros» {emboabas) y, a menudo, se producían
refriegas, que no se limitaron a las que estallaron en 1708-1709 en Minas Ge­
rais. Los nacidos en Brasil estaban resentidos contra los portugueses por consi­
derar que se les negaba la posibilidad de ocupar cargos públicos o que la cir­
cunstancia de su nacimiento los desfavorecía. La comunidad africana también
estaba dividida: aunque predominaban en ella los bantúes y sudaneses (en
1804, la mayoría de los esclavos de Vila Rica eran bantúes), en las regiones mi­
neras podía haber de 35 a 50 grupos étnicos (na^óes) distintos y otro tanto su­
cedía en los enclaves de la costa. Había además tensiones entre los negros y los
mulatos, entre los esclavos y los libertos de color, y entre los originarios de
África y los nacidos en Brasil. Un rasgo de las zonas en que había minas de
oro, pero no de los sectores agropecuarios, era que algunos blancos eran más
peritos en tecnología que sus amos. Por su propia índole, la minería propicia
que se engendren divisiones: las disputas a propósito de las concesiones, los ro­
bos, los fraudes, la violencia y las denuncias eran el pan nuestro de cada día.
Además, había competencia por el agua y la madera —esenciales en la mine­
ría— entre los mineros y los campesinos, los fabricantes de jabón o los caleros.
Los intereses prioritarios de los mineros chocaban con los de los buhoneros,
tenderos, taberneros y comerciantes y aunque esas tensiones fueron más agu­
das en la fase de formación de las comunidades, reaparecían con nuevas vesti­
duras en momentos de crisis, por ejemplo, cuando menguaba la producción de
oro o se imponían tributos que por su onerosidad o modalidad de recaudación
se consideraba —a menudo con razón— que favorecían a un sector de la socie­
dad a expensas de otro.
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 155

LAS ECONOMÍAS DE LAS REGIONES MINERAS

La historia económica de las comunidades mineras sigue un patrón fácil de pre­


decir: aparición de rumores acerca del hallazgo de un filón, afluencia en masa,
aumento acelerado de la violencia provocada por las disputas sobre denuncias
de minas, inexistencia de infraestructura económica, escasez de alimentos, pre­
cios exorbitantes, explotación e intentos de las autoridades de regular las redes y
los precios de ios abastecimientos, las concesiones y la institución de una base
tributaria. En los campamentos mineros de ios que cabía prever cierto grado de
estabilidad, las autoridades locales procuraban afrontar los problemas económi­
cos, pero gran parte de las iniciativas quedaba en manos del sector privado. En
poco tiempo, se sembraban cultivos de subsistencia, se congregaban artesanos de
un amplio abanico de «oficios mecánicos* (en particular, los relacionados con la
construcción), se creaban mercados, se establecían circuitos regionales y locales
de aprovisionamiento y se instituía una base tributaria. Aunque nunca se erradi­
cara la usura, la manipulación de los suministros, el acaparamiento ni los consi­
guientes precios artificialmente elevados, al menos se les ponía coto. Los precios,
los sueldos y salarios, y el coste de la vida eran normalmente más altos en los
distritos mineros que en los agrícolas de la costa, señaladamente por lo que se
refiere a las mercancías importadas de Europa, no sólo por el coste del transpor­
te, sino también por la multiplicación de los puntos de tributación. Las comuni­
dades mineras tardaron más en convertirse en mercados de redes de abasteci­
miento a larga distancia, pues los comerciantes de los puertos de mar tenían que
evaluar las posibilidades que ofrecían de producir beneficios y sopesarlas con los
costos más elevados que acarreaba el transportar hasta allí las mercancías. En la
transformación de las comunidades mineras en mercados para los empresarios
del litoral se generalizaron dos modelos: o bien una única factoría costera creaba
líneas de abastecimiento a varios mercados, o bien un solo mercado era el blan­
co de las iniciativas de comerciantes de varios puertos de mar. Se abrían nuevas
rutas de suministro, tanto de transporte fluvial —especialmente en el caso de los
pueblos mineros de Mato Grosso— como terrestre. Una segunda forma de evo­
lucionar —que no se oponía forzosamente a la primera— fue la transición de
una economía basada en el oro o los diamantes a una economía diversificada y
de base más amplia: agricultura, cría de ganado vacuno y porcino y de aves de
corral e industria de la construcción —fabricación de tejas y baldosas, de ladri­
llos y cal—, además de un amplio espectro de oficios artesanales: jaboneros, cur­
tidores, zapateros y herreros. Las zonas de economía más diversificada podían
resistir mejor el choque que suponía la disminución de la producción de oro.
Conviene subrayar que, aun en los momentos culminantes de la extracción de
oro, la desigual distribución de las riquezas hacía que la pobreza abyecta fuese
un elemento insoslayable de la ecuación, cuyo otro elemento era una opulencia
extravagante.
Aunque algunos de esos factores también intervenían en las economías agro­
pecuarias, otros eran específicos de las regiones mineras y sometían a los empre­
sarios de la minería a presiones que los agricultores no padecían. En las zonas
mineras se daba la situación única de que el producto y el medio de adquisición
156 A J. R. RUSSELL-WOOD

era uno solo: el oro. También era el bien preferido para garantizar los présta­
mos. Además, el productor, el empresario de la minería, no controlaba el precio
de su producto, que era fijado por la Corona. Aumentar las inversiones en pro­
cedimientos de extracción más perfeccionados no garantizaba el aumento del
rendimiento, y la industria no era lo bastante estable, ni la producción lo bastan­
te predecible, como para incitar a los empresarios a asumir empeños o firmar
contratos a largo plazo, ni confiar en que el rendimiento constante de terrenos
aluviales bastaría para adquirir los suministros esenciales. Los costes fijos de
mano de obra y el utillaje exigían una labor ininterrumpida y una productividad
sostenida para que los empresarios de la minería obtuviesen beneficios. Muchos
de los que invirtieron en esclavos, construcción de galerías, utillaje y canaliza­
ción del agua necesaria para lavar el oro acabaron fracasando al derrumbarse
las vigas, acaecer inundaciones, corrimientos de tierras, sequías y enfermedades
o accidentes que incapacitaron o mataron a esclavos, de los que dependía ente­
ramente la industria minera.
El señuelo de riquezas incontables condujo a los empresarios a invertir en
exceso, a sobrestimar sus recursos y reservas financieras, a endeudarse por enci­
ma de sus posibilidades y a aceptar tipos de interés exorbitantes. Los comercian­
tes que habían invertido dinero, tiempo y energía en llevar abastecimientos a lo
largo de centenares de kilómetros por caminos accidentados, se encontraban
muchas veces obligados a vender con pérdida, ante la situación deprimida de la
economía minera, antes que regresar con sus mercancías a la costa.
Aunque en Río de Janeiro, Bahía, Recife y Vila Rica había cccas, su eficacia
no era grande, por la irregularidad de los suministros de mercurio y máquinas
que interrumpía la labor. Los comerciantes y otras personas se quejaban de la
escasez de dinero en la colonia. Además, la fluctuación en las políticas acerca de
cuáles eran los medios legales de cambio dificultaba las transacciones económi­
cas y los tratos comerciales: según la región de que se tratase, el oro en polvo era
una modalidad de cambio legal o no, el valor del polvo de oro variaba en cada
región y momento, en algunas zonas sólo el oro amonedado o en lingotes tenía
curso legal y las monedas podían circular con valores distintos de su valor nomi­
nal. La inexistencia de una política coherente contribuía a que se llevasen a cabo
trueques ilegales de oro en polvo por oro amonedado y estimulaba el contraban­
do de oro en sus distintas formas. A la inestabilidad, la movilidad y la violencia
—fuerzas que desorganizaban las economías locales—, que aquejaban a las co­
munidades mineras, se sumaba la presión financiera: un exceso de impuestos,
«contribuciones voluntarias», requisitos para obtener permisos y normas cuya
imposición no tenía en cuenta la índole transitoria de la industria y que actua­
ban como desincentivos.

LAS AUTORIDADES MUNICIPALES

Desde el descubrimiento inicial hasta que a un campamento minero (arraial) se


le otorgaba el rango municipal (vitas), a menudo no transcurría ni siquiera una
década. En Minas Gerais, entre 1711 y 1718 se crearon ocho vitas, pero en Ba­
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 157

hía, Mato Grosso y Goiás se crearon menos, estaban más separadas entre sí y el
proceso duró más tiempo. En Mato Grosso, Vila Real do Senhor Bom Jesús se
remontaba a 1727 y Vila Bela da Santíssima Trindade, a 1752. Las únicas ciuda­
des (cidades) de la colonia que no eran puertos de mar estaban relacionadas con
los caudales de la minería: Sao Paulo (1712) y Mariana (1745). Los concejales
municipales se esforzaban por preservar la ley y el orden público, imponer y re­
caudar los impuestos y rentas, establecer contratas, fijar y hacer cumplir normas
en materia de comercialización y venta, fijar orientaciones a la actuación profe­
sional de los artesanos y médicos, regular los honorarios de los servicios, deter­
minar los precios de los productos básicos, normalizar los pesos y medidas, y se
ocupaban de la construcción y el mantenimiento de las obras públicas. En las
zonas mineras, revestían especial gravedad los problemas relacionados con los
cimarrones, la normalización de pesos y medidas del oro en polvo, que era el
instrumento de cambio para compras de poca monta, y la usura. Las elecciones
anuales de concejales no solucionaban los problemas que causaban las camari­
llas egoístas, de oligarquías que se autoperpetuaban y de sus representantes, de
fraudes y de malversaciones. Los intereses mineros estaban sobrerrepresentados
en esos órganos elegidos por votación y ni un proceso electoral ostensiblemente
democrático ni la supervisión rigurosa de los magistrados reales podían evitar
que los intereses de la minería prevaleciesen en las decisiones que se adoptaban.

EL GOBIERNO

La creación por la Corona de nuevas capitanías, cada una de ellas dotada de un


gobernador y de funcionarios, correspondía a la importancia relativa de los yaci­
mientos auríferos: Sao Paulo y Minas do Ouro (1709), Minas Gerais (1720),
Goiás (1744), Mato Grosso (1748). Se crearon distritos judiciales con magistra­
dos y funcionarios reales. La presión de los concejos municipales de las regiones
mineras, en especial de Minas Gerais, hizo que el monarca autorizase, en 1734,
la creación de un segundo tribunal de apelación (Relafao) en la colonia, en Río
de Janeiro, que no empezó a funcionar hasta 1752. Aunque al rey le preocupaba
la atracción que las zonas mineras ejercían en fuerzas extranjeras, las verdaderas
posibilidades de desorden radicaban en el seno de aquéllas. Se constituyeron tro­
pas de dragones profesionales y se alentó la formación de milicias. Sus instruc­
ciones generales consistían en sofocar los levantamientos, refrenar a «los pode­
rosos del interior», auxiliar a quienes recaudaban los impuestos y diezmos,
hacer respetar el toque de queda, detener a los delincuentes y capturar a los ci­
marrones. Algunas funciones se referían directamente al oro y los diamantes: es­
coltar el transporte de oro en barras, combatir la evasión de impuestos sobre la
producción de oro, acabar con el contrabando de oro o diamantes y patrullar las
concesiones mineras.
En virtud del Patronazgo Real, la Corona tenía facultades especiales en cues­
tiones eclesiásticas: la creación de capitanías estuvo acompañada de la de obis­
pados en las zonas mineras —Sao Paulo y Mariana y las prelacias de Cuiabá y
Goiás en 1745—. Las órdenes mendicantes y la Compañía de Jesús, tan conspi­
158 A J. R. RUSSELL-WOOD

cuas en otros lugares de Brasil, no destacaban en las zonas mineras y a princi­


pios del siglo XVIII se prohibió a las órdenes religiosas y a los jesuitas establecer
centros en Minas Gerais. La inexistencia de una verdadera autoridad episcopal,
unida a la de comunidades monásticas o conventuales, repercutió negativamente
en el tenor general del asesoramiento espiritual, y los sacerdotes y frailes, que se
dedicaban a actividades ilícitas o inmorales, tuvieron rienda suelta.
La eficacia de las autoridades civiles o eclesiásticas se vio debilitada paulatina­
mente por la lejanía de los territorios, la lentitud de las comunicaciones, la falta de
transparencia de las actuaciones de aquéllas, su codicia y corrupción, el número
insuficiente de personas encargadas de hacer cumplir las leyes, las disputas sobre
los respectivos ámbitos jurisdiccionales entre las autoridades civiles y eclesiásticas,
el entreveramiento y la oposición de jurisdicciones de los distintos órganos de go­
bierno y la indefinición o demarcación defectuosa de las fronteras. En la práctica,
los gobernadores de las capitanías mineras gozaban de considerable autonomía de
decisión, pero tenían que actuar con cautela para no ser víctimas de calumnias en
la Corte, de las acusaciones de virreyes o gobernadores a causa de haber abusado
de su autoridad, o, incluso, de la grave imputación de lesa majestad.
Parte de lo dicho se aplicaba igualmente a las regiones diamantíferas: así,
por ejemplo, en Serró Frió, el gobernador había decretado un impuesto de capi­
tación sobre los esclavos o mineros, en 1730 se promulgó un regimentó y se con­
fió al juez real de la localidad el cargo de superintendente. El monarca consideró
demasiado moderado ese intento del gobernador de imponer tributos a la pro­
ducción de diamantes y de controlar la mano de obra, y reaccionó con una ener­
gía hasta entonces desconocida en la historia administrativa de la Colonia. En
sendos decretos reales se ordenó expulsar de los ríos diamantíferos a quien no
fuese esclavo o blanco, se prohibió extraer oro, se multiplicó por ocho el im­
puesto de capitación en dos años, se demarcó, en 1734, un Distrito de los Dia­
mantes, se designó centro administativo a Tijuco y se nombró un intendente do­
tado de considerable autonomía de decisión frente a los gobernadores o virreyes
y que debía informar directamente al rey.
Esas medidas, entre las que figuraba la prohibición temporal de la minería,
plasmaban la pretensión del monarca de intervenir directamente para mantener
el valor de los diamantes en los mercados europeos al controlar su producción e
impedir su extracción ilegal y contrabando. En 1740, la Corona instituyó un
monopolio real (poniendo fin de ese modo a la libertad de minería y al impuesto
de capitación) de la extracción de diamantes, que se ejercería mediante contratos
temporales, en los que se especificaban los ríos en los que se podía laborar legal­
mente y el número de esclavos que se autorizaba, y que conferían facultades ex­
traordinarias a los contratistas*. Respaldaban la voluntad del rey y la autoridad
de los contratistas los dragones, cuya eficacia se hacía sentir más allá del Distrito
Diamantino. En 1753, un decreto impuso un control de la Corona aún más es­
tricto de la producción de diamantes, reforzó la autoridad de los contratistas so­
bre todos los aspectos de su producción y venta, estipuló sanciones para quienes
transgrediesen las leyes y fijó condiciones a la entrada en el Distrito de los Dia­
mantes y la salida de él, a la residencia en la zona demarcada y al funcionamien­
to de los establecimientos comerciales. En 1771 se abolió el régimen de contra­
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 159

tos y la Corona asumió la dirección de todas las facetas de la industria. El Distri­


to de los Diamantes pasó a ser una entidad administrativa y jurídica dependiente
directamente del monarca, situación de centralización de la autoridad en manos
del rey que siguió vigente tras la independencia de Brasil y que no tuvo paralelo
en el imperio marítimo portugués.

LA MINERÍA: SU TECNOLOGÍA Y LAS LEYES E IMPUESTOS QUE SE LE APLICABAN

El valor del oro se calcula por su forma (hojuelas, granos o pepitas), color (ama­
rillo, gris o negruzco) y pureza (entre 19 y 22,5 quilates en Minas Gerais). La ca­
lidad variaba mucho entre las distintas regiones e incluso según de qué río pro­
cediese. Los yacimientos eran aluviales o en filones. Predominaba la extracción
de oro de lavaderos, que llevaban a cabo buscadores de oro no agrupados, cer­
niendo los cursos de agua con una bateia; menos toscos eran los sistemas de los
taboleiros, consistentes en laborar todo el lecho de un río, y el de las grupiaras,
que laboraban las orillas de los ríos. La grava de las catas se transportaba hasta
la fuente de agua más próxima. El agua era un elemento imprescindible de la mi­
nería del oro: se desviaban o represaban ríos, se transportaba agua a distancias a
menudo considerables mediante acueductos y se alzaba con norias y elevadores
hidráulicos. Los métodos más complejos, que exigían las mayores inversiones
pero ofrecían posibilidades de obtener rendimientos más elevados, eran las
lauras: esclusas y canales en los que los esclavos cernían los residuos. La minería
subterránea en galerías y con las consiguientes máquinas para machacar la pie­
dra era menos frecuente y sólo existía en determinadas regiones.
La tecnología minera seguía siendo primitiva, los reconocimientos geológi­
cos eran virtualmente inexistentes, el trabajo era agotador y peligroso, y la dura­
ción de la vida laboral de los esclavos oscilaba entre 7 y 12 años. La extracción
de diamantes también necesitaba agua y el procedimiento era similar al emplea­
do con el oro aluvial: los canales y las esclusas conducían el agua y la grava a
una larga trinchera, al aire libre, aunque a menudo cubierta por un techado de
paja, en la que una fila de esclavos buscaba diamantes entre la grava, vigilados
por los capataces. En cuanto a la fundición del mineral de hierro, a principios
del siglo xvii en Sao Paulo funcionaban hornos rudimentarios (fornos cataláes),
pero hasta comienzos del siglo XIX, gracias a ingenieros extranjeros y al empleo
de los fornos suecos no fue una actividad financieramente viable.
Por casualidad, los principales hallazgos y buena parte de su consiguiente
explotación tuvieron lugar durante el reinado de Don Joáo V (1706-1750), cuya
actitud hacia la colonia se concretó plenamente en la política real que regulaba
la extracción de piedras y metales preciosos y gravaba con impuestos directos e
indirectos la producción. Esa política se caracterizó por un exceso de impuestos
y de controles de la Corona. Los códigos de la minería de 1700 y 1702, y los
edictos reales regularon la otorgación de concesiones y crearon una burocracia
de funcionarios encargados de hacer cumplir las leyes. El impuesto más directo
era el quinto, que había que abonar a la Corona sobre las piedras y los metales
preciosos. En cuanto al oro, se ensayaron numerosos métodos de imposición de
160 A. J. R. RUSSELL-WOOD

la producción, pero ninguno satisfizo enteramente a los colonos y a la Corona. Se


arbitró un impuesto de capitación, que pesaba sobre todos los esclavos, fuera
cual fuese su ocupación, sobre cada bateia en actividad y sobre las tabernas, las
empresas comerciales, las tiendas, los comerciantes, los vendedores ambulantes y
los artesanos. También se probó recaudar tributos a través de los establecimien­
tos de fundición, los primeros de los cuales se crearon en Sao Paulo a mediados
del siglo xvii y se multiplicaron en el siglo xviii en Minas Gerais, Goiás, Mato
Grosso y Bahía, y en ocasiones eran además cecas: los mineros llevaban a fundir
pepitas, hojuelas y polvo de oro, se descontaba el quinto de la Corona y se les de­
volvía el resto en lingotes o monedas. Un tercer método, consistente en pagar una
cantidad anual fija, se adoptó durante períodos limitados y a instigación de las pro­
pias comunidades mineras, pues lo mismo éste que las variantes del impuesto de
capitación gravaban a la comunidad, no específicamente a los mineros, y a las em­
presas comerciales y ocupaciones en lugar de hacerlo únicamente a la producción
de piedras o metales preciosos, y por consiguiente su legalidad era cuestionable.
En la falta de eficacia de la imposición del quinto influyeron las vacilaciones
de la Corona, la deficiente coordinación de las autoridades, las decisiones de los
gobernadores de fijarlo en menos del veinte por ciento para obtener un beneficio
político provisional o evitar alteraciones del orden público, el exceso de ensayos
de métodos distintos, las injusticias flagrantes, la evasión y el fraude. En un mo­
mento dado podía haber distintos regímenes en vigor en diferentes regiones.
Además de tener que pagar los diezmos, «los donativos voluntarios», los arance­
les a la importación de alimentos y mercancías, los derechos de matriculación y
los impuestos municipales, los empresarios de la minería eran víctimas de múlti­
ples gabelas impuestas a los bienes imprescindibles para su actividad: las herra­
mientas de Portugal o los esclavos de África eran gravados como importaciones
en Brasil y debían abonar otra tasa a su entrada en las zonas mineras.
Sorprendentemente, sólo en dos ocasiones —en 1720 y 1789 en Minas Ge­
rais— estalló el descontento al no advertir la Corona ni sus representantes la
hondura de la irritación de los mineros, pero en ninguna de ellas se pusieron en
práctica planes de insurrección; la resistencia consistió, en cambio, en evadir los
impuestos, contrabandear, rebajar la pureza del oro, falsificarlo, colorearlo arti­
ficialmente, cercenar las monedas, no comunicar el hallazgo de filones y en im­
portar clandestinamente herramientas y esclavos ocultándolos en los registros y
no inscribiendo a los esclavos ante las autoridades. En cuanto a los diamantes,
se prestaban menos a manipulaciones y fraudes que el oro, y su industria estaba
más controlada en el Distrito de los Diamantes, aunque incluso dentro de éste
siempre había esclavos que encontraban la forma de esconder ilegalmente dia­
mantes y ni los propios contratistas se privaban de comprar diamantes de fuera
del distrito o de emplear a más esclavos que los que sus contratos les permitían.

LA PRODUCCIÓN

Antes de formular hipótesis alguna sobre la producción de piedras y metales pre­


ciosos de Brasil, debemos referirnos al contrabando, actividad que se desarrolla­
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 161

ba fundamentalmente de cuatro maneras: en las zonas mineras; desde éstas a los


puertos (sobre todo, Salvador); fuera de las fronteras de la Colonia, exportándose
ilegalmente oro en polvo y lingotes a Costa da Mina (donde lo compraban holan­
deses e ingleses) y a Buenos Aires, y oro y piedras preciosas a las islas del Atlánti­
co, a Portugal (por personas originarias de la India, que regresaban a sus hogares,
y en las flotas que efectuaban todos los años la carrera de Brasil); por último, a
bordo de navios extranjeros que llevaban oro y diamantes brasileños directamen­
te a Europa septentrional. A partir del propio Tajo existía un floreciente contra­
bando de oro y diamantes brasileños hacia los países del Norte de Europa, sobre
todo Inglaterra. Favorecía ese contrabando la deplorable incapacidad de los bu­
ques portugueses de atender las necesidades de flete del comercio lusobrasileño,
lo que obligaba a contratar barcos extranjeros, en su mayoría ingleses.
La inexistencia de cifras sobre la producción de oro hace que nuestros cálcu­
los dependan, en gran medida, de los registros fiscales de la colonia. Pese a sus
deficiencias, si se combinan con los del oro que llegaba al Tajo (aunque se plan­
tea el problema de ajustar los pesos a los valores), podemos calcular con funda­
mento los niveles por debajo de los cuales no descendió la producción de oro en
Brasil. Además, algunas estimaciones se basan únicamente en los datos de las
principales regiones de producción y no tienen en cuenta a Bahía, Ceará, Sao
Paulo, Curitiba y Paranaguá. Se calcula que en el siglo XVIII la Colonia produjo
entre 740334 y 948 105 kg. Se ha conjeturado que Brasil suministró unas 800
toneladas de oro a Europa en ese siglo y que de 490 a 510 toneladas de oro puro
llegaron al Tajo entre 1700 y 1750. De 1725 a 1750, la producción anual de oro
de la región ascendió a 18-20 toneladas. Algunas regiones tuvieron un desarrollo
acelerado y una decadencia igualmente veloz, mientras que en otras el ritmo fue
distinto. En Bahía y Mato Grosso se dieron dos ciclos de descubrimientos. La
mayor diferencia entre la producción máxima y la mínima se dio en Minas Ge­
rais, en la que la extracción empezó a declinar a principios del decenio de 1740.
En conjunto, durante los primeros veinticinco años del siglo la producción
se multiplicó por cinco, hubo un crecimiento más moderado de 1725 a 1734, un
aumento sustancial y sostenido entre 1735 y 1749, un momento de auge de
1750 a 1754 (con un rendimiento anual estimado de 15 760 kg en Minas Gerais,
Mato Grosso y Goiás, y excluida Bahía) y una decadencia en la segunda mitad
del siglo, hasta el punto de que la producción media anual (4399 kg) de Minas
Gerais, Goiás y Mato Grosso de 1795 a 1799 fue algo menor que la de Minas
Gerais (4410 kg) en 1706-1710. Con respecto a 1700-1799, se calculan las pro­
ducciones relativas (en kg) en: Minas Gerais, 606655; Goiás, 159400 y Mato
Grosso, 60 000. Aunque la decadencia de Minas Gerais empezó a comienzos de
la década de 1740, el que el declive general de la producción aurífera de Brasil se
pospusiera hasta mediados de la de 1750 es atribuible a la producción de Mato
Grosso —aunque baja, constante— entre 1740 y 1760 y sobre todo a los au­
mentos paulatinos a partir de 1730 de la de Goiás, que alcanzó su máximo en
1750-1754, con una producción anual estimada de 5880 kg. Las cifras del oro
brasileño que llegaba al Tajo indican que su valor, expresado en cruzados, se
mantuvo casi constante entre 1725 y 1741, salvo alguna que otra caída ocasio­
nal, y que a partir de esta última fecha empezó a declinar considerablemente. Se­
162 A. J. R, RUSSELL-WOOD

gún los archivos brasileños, los años de máxima producción fueron los com­
prendidos entre 1735 y 1754, aunque también confirman la disminución del va­
lor relativo. En la década de 1730-1740, el oro representaba las cuatro quintas
partes del valor total de los cargamentos que Portugal recibía de Brasil. En
1755, a pesar del descenso cuantitativo, este metal representaba todavía el 75%
del valor de todas las exportaciones brasileñas hacia la metrópoli.
Las exportaciones de diamantes de Brasil durante el período de monopolio y
contratos (1740-1771) ascendieron a 1666 569 quilates y en el de Extracción
Real, a 1 354770, pero no comprenden los diamantes extraídos del Distrito Dia­
mantino. Las cifras correspondientes a los diamantes que llegaron al Tajo arro­
jan no menos de 933 935 quilates en 1729-1748 y un total en el siglo xvm de
unos 615 kg, sólo del distrito.

LAS CONSECUENCIAS EN BRASIL, PORTUGAL, EUROPA Y EL MUNDO EN GENERAL

Los descubrimientos y la explotación de recursos mineros y piedras preciosas en


el Brasil colonial tuvieron grandes repercusiones en la sociedad y la economía de
Brasil, en el Portugal metropolitano, en las relaciones de Portugal con Europa y
en el mundo en general. Las relaciones entre la colonia y la madre patria se mo­
dificaron irreversiblemente y las consecuencias se hicieron sentir en los lazos en­
tre Brasil y el África occidental e incluso en Asia. De las piedras y los metales
preciosos, el oro y los diamantes fueron los que más importancia tuvieron: el
oro tuvo consecuencias más amplias en lo político, lo económico, lo social y las
artes, mientras que las de la producción de diamantes fueron ante todo finan­
cieras.
En Brasil, las industrias extractivas influyeron de manera inmediata y dura­
dera en la vida del litoral, al competir y atraer cada vez más trabajadores y re­
cursos a las zonas mineras. Las nuevas necesidades cualitativas y cuantitativas
no sólo afectaron a la trata de esclavos africanos y a las rutas de la Carrera del
Atlántico, sino que además los agricultores brasileños se encontraron en situa­
ción desventajosa para adquirir esclavos, ante el aumento de los precios, la nece­
sidad de utilizar el oro como moneda de cambio y por los nuevos plazos de los
pagos. Las consecuencias se notaron en los cultivos de exportación —tabaco y
azúcar— y en la agricultura de subsistencia, pero no fueron tan nocivas ni dura­
deras como los concejos municipales de las ciudades y pueblos de la costa hubie­
sen querido hacer creer al rey.
Se alteraron profundamente las estructuras de precios y se desbarataron las
redes de la demanda, ya fuese de reses del sertáo, alimentos del Récóncavo o es­
clavos de Angola a Río de Janeiro, en lugar de hacia los puertos del Nordeste,
pero las zonas mineras estimularon la agricultura y la cría de ganado, no sólo de
Minas Gerais, sino en el lejano Nordeste y, al Sur, de Campos Gerais. Con oro
se compraba tasajo, trigo y cueros de Sacramento. En las ciudades portuarias se
trastornó el suministro de mercancías importadas —sal, aceite de oliva, pescado
en salazón, harina y vino— y de alimentos de producción local, que los ganade­
ros y empresarios consideraban más remunerador vender en las zonas mineras.
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 163

Ahora bien, esas alteraciones fueron compensadas a largo plazo por el incentivo
que constituían las regiones mineras para el comercio de Río de Janeiro, Bahía e
incluso Pará, gracias a los nuevos mercados y a las nuevas redes comerciales que
iban desde el interior hasta Pará, al Norte, y a Paranaguá y Rio Grande, al Sur, y
por la multiplicación de las rutas del interior a la costa.
Una segunda consecuencia fue el impulso general que se dio a las empresas
económicas auxiliares: en las regiones mineras, la diversificación comprendía los
cultivos de subsistencia, azúcar y tabaco y la cría de ganado mayor, caballos,
cerdos y aves de corral. Las repercusiones se sintieron hasta en el Maranháo, Po­
tosí y Rio Grande do Sul, donde se desarrolló la trata de mulos, ganado mayor y
la cría caballar, y en el Sur de Brasil, con un animado trueque de oro, azúcar y
esclavos por plata española.
La minería del oro espoleó la apertura de mas rutas en el interior y una ma­
yor comunicación entre éste y la costa por vías fluviales y terrestres. Aunque se
habían advertido las posibilidades que ofrecían las amplias redes fluviales de
Brasil, el descubrimiento de oro —en particular, en Mato Grosso— condujo a
utilizar lo más posible los ríos para el transporte a gran escala de personas, equi­
pos, mercancías y oro en barras. Las flotillas anuales de Sao Paulo a Cuiabá eran
llamadas mongóes.
Como ya hemos observado, el considerable cambio demográfico de la Colo­
nia era achacable a la minería del oro, pues cerca de una cuarta parte de los ha­
bitantes de Brasil de 1770 a 1790 vivía en Minas Gerais, Mato Grosso y Goiás.
Nada como el oro atraía tanto la atención del rey y hacía que se fundasen ciuda­
des, se creasen capitanías y se instituyesen autoridades civiles y eclesiásticas. En
el caso de la minería del oro, la Corona adoptó medidas y estableció institucio­
nes que ya habían sido puestas a prueba en otros lugares y que significaban la
continuación del statu quo. En cambio, la creación del Distrito Diamantino no
tenía precedentes, y constituía un verdadero Estado dentro del Estado, aunque la
Corona recurrió a la práctica de los contratos, que ya había dado buenos resul­
tados, antes de asumir directamente el control. El epicentro económico de Brasil
se desplazó del Nordeste a las mesetas del centro y el Sur reemplazó al Norte
como región estratégicamente más delicada. El traslado, en 1763, de la capital
de Salvador a Río de Janeiro significó el reconocimiento de las nuevas priorida­
des de la Corona y de la realidad de la colonia.
Las consecuencias paulatinas del oro, y en menor grado de los diamantes,
contribuyeron a que Río de Janeiro no sólo se convirtiese en una ciudad portua­
ria de primer orden —con la consiguiente importancia cada día mayor de su
flota— que rivalizó con Salvador y acabó por superarlo, sino además en un cen­
tro comercial principal en el que había un núcleo de empresarios, mercaderes,
comerciantes y agentes comisionistas cuyos vínculos comerciales no los relacio­
naban únicamente con Europa sino que formaban parte de una red mundial. La
admisibilidad del oro como instrumento de cambio facilitó sus tratos dentro y
fuera del mundo de habla portuguesa y cristiano.
Las piedras y los metales preciosos causaron cambios en la vida cultural de
Brasil. La elaboración y la manufactura del oro crearon puestos de trabajo de
contrastadores, fundidores y acuñadores, pero además, al ser un medio de ex­
164 A. J. R. RUSSELl-WOOD

presión artística, precisaba de una serie de conocimientos técnicos que poseían


los orfebres, doradores, batihojas, laminadores y joyeros que se destacaron entre
la mano de obra. La opulencia, pública y privada, así como personal y colectiva,
estimuló las artes —la música, el teatro, la arquitectura, la escultura, la pintu­
ra—, convirtiendo a las villas mineras, en especial a Vila Rica, e incluso a ciuda­
des portuarias como Recife, Salvador y Río de Janeiro, en polos de atracción de
artífices, artesanos y artistas.
El oro modificó en particular las relaciones entre la colonia y la metrópoli.
Una de sus consecuencias fue el estancamiento demográfico de Portugal entre
1700 y 1730, años en los que aumentó la población de otros países europeos, y
puede que a lo largo del siglo xvm hasta una quinta parte de los habitantes de
Portugal emigrasen a Brasil. No sólo demográficamente, sino también económi­
ca y políticamente en 1808, al establecerse la corte en Río de Janeiro, la colonia
sobrepasó a la madre patria en un proceso de inversión de papeles. La apertura
de los puertos, también en 1808, puso fin a la exclusiva comercial que sobre la
colonia ostentaba la metrópoli y que ya había dado indicios de vulnerabilidad.
Gracias al oro y los diamantes brasileños y a los ingresos de los impuestos, diez­
mos, contratos y donativos voluntarios, Don Joáo V pudo ser, como quería, un
gobernante autócrata, pero Portugal tuvo que pagar un alto precio: hay que te­
ner presente que esos ingresos quedaban contrarrestados por los elevados gastos
administrativos que suponían los salarios, los materiales, la recaudación de im­
puestos y la edificación de cecas y establecimientos de fundición. El oro y los
diamantes brasileños aliviaron una recesión económica aún más grave en Portu­
gal y mejoraron la balanza de pagos con sus socios comerciales europeos, sobre
todo Inglaterra, pero al no lograr elaborar y aplicar una política agrícola o in­
dustrial sistemática, Portugal no cosechó beneficios a largo plazo de la edad de
oro de Brasil.
El oro brasileño sirvió para pagar las importaciones a Portugal de Europa
del Norte, Italia y España. Aunque se beneficiaron de esa actividad las comuni­
dades comerciales de Lisboa y Oporto, Portugal se convirtió cada vez más en
una estación de paso de mercancías en tránsito entre Europa y Brasil. Gran Bre­
taña desempeñó un papel de primera magnitud en el comercio lusobrasileño,
desbancando a sus rivales holandeses y franceses, y llegando incluso a incorpo­
rarlo a sus colonias de América del Norte. Puede que hasta dos terceras partes
del oro brasileño acabasen en Inglaterra en el decenio de 1730. La compra, ven­
ta y distribución de diamantes brasileños se realizaban por intermedio de Ams-
terdam y Londres. En cuanto a la plata que llegaba a Lisboa, procedía de la
América española. Por último, si bien las exportaciones de piedras y metales pre­
ciosos superaron a las agrícolas en valor en algunos años, a largo plazo, fue el
sector agrícola, sobre todo el azúcar, el que predominó entre las exportaciones
brasileñas.
Si el siglo XVI había sido el siglo de la India portuguesa, el xvm fue el de la
América portuguesa: el oro brasileño atrajo al comercio y afluyeron objetos de
calidad desde lugares tan alejados como China y Japón. En su mejor época, Vila
Rica era la ciudad más deslumbrante de toda America. Tanto en África como en
Brasil, la Corona portuguesa fue incapaz de elaborar políticas de explotación y
LAS INDUSTRIAS EXTRACTIVAS 165

fomento sistemáticos de los yacimientos de oro. En Brasil, el recelo, la xenofobia


y la codicia condujeron a políticas y prácticas que desalentaban la exploración,
el desarrollo y el crecimiento económico, impedían que se invirtieran en la Colo­
nia los ingresos obtenidos por las industrias extractivas y se oponían a la inno­
vación tecnológica. Pese a la política de la Corona, no a causa de ella, Brasil se
convirtió en un mercado para mercancías de Europa, África, América del Norte
y el Caribe, la India y Asia. El oro brasileño contribuyó a acrecentar el comercio
atlántico, enriqueciendo a comerciantes ingleses, holandeses y franceses e inclu­
so a portugueses instalados en la metrópoli, Angola y Brasil. Todavía no se han
despejado diversos interrogantes acerca del papel que el oro brasileño desempe­
ñó en la revolución industrial de Inglaterra y en torno a las consecuencias en la
India y Asia de ios reales de a ocho de plata españoles y del oro brasileño lleva­
do a Oriente por los portugueses a bordo de los galeones de la carreira da India.
Aunque el sueño de un El Dorado brasileño tardó mucho en hacerse realidad,
por lo menos los soberanos portugueses pudieron tener la satisfacción de saber
que la América portuguesa había sustituido a la española como principal pro­
veedor de piedras y metales preciosos a Europa en el siglo XVIII.
8

DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA

Manuel Miño Grijalua

El mundo colonial latinoamericano no fue escenario de grandes transformacio­


nes en el sector de las manufacturas y la industria. Como parte de un sistema co­
lonial, estuvo sujeto a las condiciones impuestas por la dinámica expansión de la
industria europea, que sembró de tejidos baratos el mercado a través del comer­
cio legal, el contrabando o la instalación de factorías y casas comerciales. En es­
tas condiciones, la producción, en particular la de tejidos, dependió de los gran­
des ciclos de la economía internacional, así como de los ciclos de la producción
minera y de la propia expansión demográfica. Por otra parte, los cambios obser­
vados en este siglo estarán determinados también por la revitalización de nuevas
y viejas formas de organización del trabajo.
La industria textil, sin embargo, sólo constituye una parte de la expresión
manufacturera latinoamericana; la otra la conformó el amplio consumo de taba­
co, que durante el siglo XVIII tuvo una tendencia de crecimiento excepcional, an­
tes y después del monopolio estatal. Junto a la producción azucarera, que no es­
tudiaremos en este capítulo, textiles y tabaco constituyen la trilogía más im­
portante. Fueron de poca relevancia en el marco del sistema económico activi­
dades tales como la construcción naval, la producción de artículos de vidrio, hie­
rro, explosivos, etc. Es poco lo que sabemos de estos y otros renglones industria­
les que debieron de importarse completamente o que, siendo de producción local,
alcanzaron niveles muy modestos. Por lo menos hasta ahora no disponemos
de testimonios que nos lleven a pensar lo contrario. La producción de obrajes
y de fábricas de cigarros, la doméstica y la artesanal, dominaron de manera dife­
renciada por coyunturas y regiones las formas de producción manufacturera, y
funcionaron articuladas en un extenso entramado mercantil, definido por hacien­
das y plantaciones, centros mineros, pueblos y ciudades, que ai finalizar el siglo
xvm albergaban un mercado de aproximadamente 20 millones de consumidores.

MANUFACTURA TEXTIL Y PROTOINDUSTRIA

No hay duda de que la industria textil fue la actividad de transformación más


importante durante todo el período colonial. Los obrajes habían emergido en
168 MANUEL MIÑO GRIJALVA

Ilustración 1

1784. Vista de un molino de pólvora por Lucas Rodríguez de Molina. Fuente: Ministerio
de Educación y Cultura. Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Mues­
tras, IG 1737, 40.
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 169

Nueva España en las décadas de 1520 y 1530 para responder a la demanda de


los nacientes núcleos urbanos o protourbanos y, obviamente, para abastecer al
mercado minero después de 1550; sin embargo, los ciclos de la producción obra­
jera y del algodón tuvieron expresiones distintas, aunque en líneas generales ha­
cia 1801 apenas se registran 41 obrajes que habrían operado con un número
aproximado de 500 telares mientras los telares domésticos distribuidos por el
reino de Nueva España sobrepasaban los 11 000 que trabajaban de manera pre­
dominante el algodón. El gran centro textil como Querétaro apenas producía en
promedio 30 piezas de paño anuales por obraje en 1793 y en todo el reino la
producción no sobrepasaba las 442089 varas de tejidos de lana, cuando en
1573 era mayor a 1 millón de varas. De todas formas, el Consulado de Comer­
ciantes en 1805 calculaba en 3 millones el valor total de la producción textil,
aunque otros observadores calculaban que sólo la producción de tejidos de algo­
dón se estimaba en 5000000 de pesos; cifras bajas éstas, pero que marcan los lí­
mites de nuestra imaginación. En los Andes, en cambio, si bien la presencia
obrajera fue más persistente y de mayor volumen, también se encontraba mer­
mada pues si hacia 1700 se registraban 169 obrajes en Quito, para 1780 sólo
eran 125 los que no trabajaban de manera permanente y su fuerza de trabajo ha­
bía disminiodo de 10000 a 6 000 hacia 1780. Se calcula que la producción cayó

Ilustración 2

Ohraie <• casa donde los indios hilan y cejen-*. Fuente: C.ódiee Osuna, México, 1974.
170 MANUEL MIÑO GRIJALVA

en este siglo en un 75 por ciento y su mercado se reorientó hacia las minas de


Nueva Granada. Cuzco, como otros lugares, conoció también una baja de obrajes
importante a la vez que se expandía el sistema doméstico para abastecer a Potosí.
Los obrajes fueron una respuesta directa a la caída vertiginosa de la pobla­
ción indígena, a la introducción de una nueva tecnología regulada por ordenan­
zas y desconocida para el trabajador indígena y, sobre todo, fue una respuesta a
una racionalidad económica distinta del tejedor de las comunidades para quien
el sistema europeo de trabajo a domicilio era incomprensible. El obraje, que
concentraba grandes contingentes de trabajadores de 200 hasta 600 personas,
nació «por no haber en los indios —se decía— presunción, virtud ni seguridad
de lo que se les entregase, ni tampoco herramienta ninguna de sus oficios con
que trabajar». La empresa textil en la Europa de los siglos XVI y XVII, incluido el
xvin, no fue concentrada y sus fundamentos económicos sólo son fruto de siglos
posteriores, por ello es un anacronismo trasladar este esquema moderno a un
mundo pulverizado y disperso. El funcionamiento eficiente de un obraje depen­
dió de la disposición de la fuerza de trabajo en un ciclo de carestía y crisis demo­
gráfica, pero cuando se recuperó, la opción económica fue el tejedor doméstico
por el bajo costo del trabajo. Por otra parte, los centros mineros fueron merca­
dos determinantes para impulsar la producción interna, si bien no los únicos. El
capital comercial, a la larga, prefirió invertir en la producción doméstica de al­
godón, tanto en Mesoamérica como en los Andes.
De todas formas, sólo la expansión del textil europeo del siglo xviii pudo al­
terar los ciclos internos que trazaba la producción minera. Por otra parte, no
hay duda de que las reformas borbónicas en Hispanoamérica impactaron de ma­
nera decisiva en la organización económica interna y, particularmente, en la am­
pliación del sector mercantil, que fue el eje del cambio generalizado hacia la pro­
ducción y transformación del algodón que de manera simultánea se observó
hasta Brasil. No se puede discutir que los costos de producción de insumos
como la lana, sus colorantes y el propio proceso productivo de paños o bayetas
en los obrajes fue mucho más costoso que encargar al tejedor y su familia el teji­
do de una materia, que como el algodón, incluso de la propia lana para tipos de
tejidos angostos, no necesitaba costosos o complejos instrumentos, ni regula­
ción, como requería la transformación de tejidos finos de lana o tejidos anchos
como bayetas y paños. El sistema obrajero, en general, para después de 1810
sólo fue una ruina del pasado.
En general, el obraje constituye la expresión más clara de la manufactura
textil colonial. Los hombres de la época vieron en él verdaderas fábricas; sin em­
bargo, la concepción de fábrica como unidad de producción ha sido adscrita to­
talmente al siglo XIX y al desarrollo del capitalismo. En el aspecto tecnológico
heredó los elementos artesanales propios del mundo medieval.
En Nueva España y el área andina, núcleos principales de producción textil,
el obraje se afianzó a través de un marco legal propio (Carrera Stampa, 1961:
148-171; Greenleaf, 1967: 227-250; Silva Santisteban, 1966; Ortiz de la Tabla,
1979; Viqueira, 1990: 95-130). Poco extendido por el espacio latinoamericano,
funcionó de manera desigual, también a lo largo del siglo xvm, el sistema artesa-
nal, que estuvo regido por un gremio con normas concretas y un sistema jerár­
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 171

quico de trabajo: en torno al maestro operaban oficiales y aprendices. Hubo, en


general, limitaciones de sangre para optar por la maestría y siempre debieron lle­
varse a cabo exámenes de aptitud. La organización gremial, artesanal o corpora­
tiva era la organización formal del artesanado colonial (González Angulo y San-
doval, 1980: 173-238; González Angulo, 1983; Miño, 1990; Castro, 1986;
Pérez Toledo, 1993; Chávez Orozco, 1936; Carrera Stampa, 1954).
La organización informal, en cambio, estaba constituida por el trabajo do­
méstico o por el que llegó a conformar el trabajo a domicilio (putting-out Sys­
tem) de estructura diferente, conceptual y orgánicamente, a las formas anterio­
res, pues en Nueva España se conocía como trapiche, y como chorrillo en el
mundo andino. La caracterización de los trapiches y los chorrillos es clara, al
menos en la última parte del período colonial, porque las connotaciones produc­
tivas y su organización parecen similares en ambos virreinatos. El trapiche confi­
guró un tipo de trabajo fundamentalmente doméstico, de características familia­
res. Éste fue el sector en el que participó ampliamente la comunidad indígena
como importante productora de hilo y tejidos para su consumo y, en muchos ca­
sos, para el mercado colonial. En la segunda parte del siglo xvm, su participa­
ción fue determinante en la configuración del sistema de trabajo a domicilio vin­
culado a la producción de tejidos de algodón. En el sector de la lana, la
producción de los tejedores domésticos, al contrario de la del obraje, tuvo su
base en los tejidos angostos y ordinarios; el número de telares con que trabajaba
no pasó de cuatro, en la mayoría de los casos.
Como éstos, los chorrillos andinos eran pequeños talleres que funcionaban
con un número similar de telares al de los trapiches novohispanos sin batán y
con una fuerza de trabajo predominantemente familiar. Sin embargo, para una
mejor identificación, se los ha clasificado como chorrillos-hacienda y chorrillos-
vivienda, tejedurías y tinacos (Escandell-Tur, 1993: 20-21), lo que hace referen­
cia a su vinculación al campo o la ciudad y a su especialización. Es cierto que
hubo chorrillos de mayor dimensión, pero éstos al parecer no fueron la expre­
sión más típica, sino más bien una excepción (Mórner, 1978: 87). Los obrajes
por lo general se dedicaban a manufacturar tejidos anchos, e incluso finos, mien­
tras que la producción de los chorrillos era principalmente de bayetas y jergas de
inferior calidad. De ellos salían muchos de los géneros que se repartían como
«ropa de la tierra». Sin embargo, en Cuzco en el siglo xvm, los chorrillos, en
muchos casos, son empresas intermedias, propiedad de marqueses, que producían
para el mercado o que cumplían con una fase del proceso del tejido, mientras
que el acabado se realizaba en el obraje. Sin duda, muchos obrajes eran disfraza­
dos de chorrillos con fines fiscales. Éstos no estaban sujetos a normas gremiales,
como sí lo estuvieron el artesano agremiado y el obraje colonial.
Desde un punto de vista cronológico, la organización clásica del taller arte­
sanal, urbano por excelencia, se encuentra predominantemente en el siglo XVI, el
siglo formativo; el obraje se consolida en las últimas décadas del mismo siglo y
transita de manera precaria durante ios siglos XVII y XVIII. Después de la revolu­
ción social de 1810, sólo quedaron ruinas en Nueva España. El obraje andino,
en cambio, permanece durante el siglo xix y en algún caso el siglo XX, como el
mejor ejemplo del fracaso de la revolución industrial en el conjunto de los fia-
172 MANUEL MIÑO GRIJALVA

mantés países. El tejedor domestico, urbano o rural, en las comunidades y pue­


blos, cercados o suburbios de las ciudades coloniales, será el eje en torno al cual
se arme una extensa red de productores, en unas coyunturas más que en otras.
El sector externo, sin embargo, marcó sus límites y dibujó su camino.
En Nueva España el obraje funcionó clandestinamente en las ciudades o vin­
culado al campo y al mundo rural. Durante el siglo XVIII, muchos de éstos se re­
velan como más importantes que los ubicados en el perímetro urbano. En el
caso andino, en cambio, el complejo hacienda-obraje representa la unidad eco­
nómica típica de la empresa textil.
En la parte técnica varios instrumentos de producción tenían un valor signi­
ficativo. El taller doméstico del trapichero o del indígena, en cambio, trabajaba
con instrumentos tradicionales y de costo menor, para tejidos baratos y más or­
dinarios, circunstancia que será clave para su expansión al finalizar el siglo.
Hay, sin embargo, una condición que es fundamental para entender el éxito
de la producción manufacturera en sus mejores tiempos: la circulación de la mer­
cancía textil, que tuvo un ámbito complejo, pues engarzó la esfera local, regional
e intrarregional (Assaodourian, 1982; Tyrer, 1988: 237-261; Miño, 1987: 45-
58). Si los tejidos de los obrajes de Quito combinaron los mercados de Nueva
Granada, Perú y Chile en diversas proporciones, las telas del Cuzco se consumían
en un 50 por ciento en el mercado de Potosí; en Oruro y Cochabamba entre un
10 y 15 por ciento y el porcentaje restante se repartía entre I.a Paz, Chuquisaca,
Salta y La Plata. Sin embargo, las rutas más frecuentes por las que transitaron sus
tejidos fueron Potosí, Oruro y, en menor medida, Cochabamba, en el lapso com­
prendido entre 1650 y 1804 (Escandell-Tur, 1993: 307). Hacia el Sur, al terminar
el período colonial, el interior rioplatense, Córdoba, sobre todo, se había conver­
tido también en un importante productor de tejidos domésticos de lana y algodón
—articulado casi siempre por el sector mercantil— que enviaba telas de lana a
Buenos Aires y el Alto Perú. De éste recibía especialmente tocuyos (de algodón)
de Cochabamba. Así se había llegado a conformar una clara especialización re­
gional de la producción textil.
Sin duda fue importante el mercado urbano y el influjo que tuvo la minería
frente a la producción regional y al mercado interno colonial, influencia que
también se observa sobre el comportamiento del sector artesanal y doméstico, en
el caso de la minería brasileña. Por ejemplo, Parral y Zacatecas o Potosí y Huan-
cavelica tuvieron una marcada influencia, tanto en relación con las regiones
agroganaderas del Norte como del Bajío, en los primeros y de Quito, Cuzco,
Huamanga, en los otros.
En términos del capital, en la segunda mitad del siglo XVIII las empresas
obrajeras novohispanas cayeron en su mayoría bajo la dependencia de los co­
merciantes —aunque utilizaron también otro tipo de financiación, que se originó
en los sectores religioso, minero y agrario—, situación que les negaba la posibili­
dad de un crecimiento autónomo. De todas formas, obrajeros-hacendados o co­
merciantes-obrajeros se vincularon con la sociedad colonial de manera estructu­
ral y su actividad respondió) al sistema colonial en su conjunto.
El obrajero queretano, por ejemplo, comparte su actividad económica, al me­
nos en los inicios del siglo XVII, con el comercio, que es su actividad principal. Ha­
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 173

cia 1700, sus actividades económicas y políticas se habían diversificado hacia el


sector agrario, el comercio y los puestos públicos (Super, 1983: 102-104). En San
Miguel el Grande, en el siglo XVIII, los obrajeros más importantes de la villa, aun­
que arribaron al negocio tardíamente, monopolizaron y detentaron el dominio
económico y político local (Salvucci, 1979: 405-443). Sin embargo, como en el
caso de Querétaro, el sector textil compartía la gestión económica con el sector
agrario y, posiblemente, con el comercio y el agio. En general, en la segunda mitad
del siglo XVIII, el sector comercial de México, Tlaxcala y Acámbaro controlaba
casi todos los obrajes existentes. La mayoría de los propietarios eran españoles,
que por diversas alianzas se ubicaron en el sector económico dominante entonces.
La composición del sector de propietarios es distinta en el área andina. Mien­
tras que en Nueva España el obraje del siglo xviii es urbano y rural, en Quito,
como en otras regiones del Perú, sucede lo contrario y puede observarse, con ras­
gos definidos, el proceso de transformación de un sector típicamente rural, que
pasó de la encomienda en el siglo XVI, a la hacienda, en el siglo xviii (Ortiz de la
Tabla, 1982: 341-365; Salas de Coloma, 1982: 367-395; Moscoso, 1962-1963:
231; Cushner, 1982). A esta diferencia se sumó otra, no menos importante, rela­
cionada con la estabilidad en la posesión de las unidades productivas, al menos
mucho más que lo que se observa en Nueva España. Es precaria aquí la continui­
dad de los propietarios; el obrajero tuvo una amplia y rápida movilidad en el ma­
nejo de su empresa, cambiando o compartiendo constantemente su actividad (Su­
per, 1976: 201), hecho que no se observa en el caso andino por varias razones,
principalmente porque los obrajes iniciales aparecen vinculados a las principales
familias de encomenderos. A la vez que van incrementando y expandiendo su pro­
piedad territorial, se enlazan entre sí, lo que les permitió consolidarse como un sec­
tor económico definido en el contexto local. Así, en el siglo XVII!, haciendas y obrajes
eran acaparados por un reducido sector social perteneciente a la llamada aristocracia
criolla que, como en el caso de encomenderos y obrajeros de los siglos XVI y XVII,
mantenían una fuerte endogamia (Ortiz de la Tabla, 1977: 522-530) característica
que se puede aplicar al caso de Cuzco (Escandell-Tur, 1993: 261-262).
Además, los altos niveles de ingresos que produjeron muchos de los obrajes
de Quito o Cuzco posibilitaron que los propietarios no sólo se consolidaran
como hacendados, sino que también extendieran su radio de acción al comercio.
Éste fue el origen de los títulos de nobleza y de la fortuna que confirieron a los
hacendados-obrajeros influencia y poder político (Guerrero, 1976: 65-92; Tyrer,
1988). Nunca, hasta donde se sabe, el sector obrajero dominante de la sociedad
de Quito sufrió resquebrajamientos, pues el fundamento de su identidad no era
otro que el parentesco familiar y económico del sector que involucraba a religio­
sos seculares y regulares criollos, así como a propietarios. Y esto es obvio si se
recuerda que las órdenes religiosas —principalmente agustinos y jesuítas— tam­
bién fueron importantes propietarias de obrajes.
En la esfera del trabajo, si bien la caída de la población indígena implicó una
drástica reducción de la fuerza de trabajo en el siglo xvi —con la excepción de
Quito—, que obligó entonces al empresario español a adoptar y organizar un
sistema original en relación al que se ejercía en Europa, la tendencia general a la
recuperación de la población en el siglo xvm no logró solucionar un problema
174 MANUEL MIÑO GRIJALVA

Ilustración 3

Indio tejiendo, l ítente: Martínez de Compañón, Trw//7/o del Perú en el siglo XVIII, Ma­
drid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1985, t. II.
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 175

que se tradujo en el encierro o la concentración de centenares de trabajadores


endeudados, que se definían perfectamente como «libres empeñados de su vo­
luntad». Sólo para Querétaro hay constancia de que entre 1 500 y 2000 trabaja­
dores se encontraban encerrados en 1802 en los obrajes de la ciudad (Salvucci,
1992: 175), lo cual, independientemente del total del contingente laboral real,
nos habla de la fuerza que tuvo la retención por deudas y, por supuesto, el peso
del sistema colonial. Este hecho, sin embargo, no implica que estuviera ausente
el trabajo libre, cuya proporción aún no se ha podido medir.
En ese mismo siglo en Cuzco, como en los obrajes novohispanos, predomi­
naba el trabajo endeudado, al que servía de complemento otro de carácter tem­
poral. Para entonces, los indios de encomienda o mitayos habían desaparecido.
Subsistían los indios alquilas, los yanaconas, adscritos a la hacienda-obraje y la
fuerza de trabajo convicta, aunque ésta no tuvo ningún peso en el conjunto la­
boral de la región. Se calcula que, entre 1750 y 1800, el número de mano de
obra permanente concentrada fluctuó entre 3 700 y 4 000 indígenas. El cuadro
siguiente muestra los montos de los adelantados y las deudas de los trabajadores
en varios obrajes, a lo largo del siglo.

Ilustración 4
NÚMERO DE TRABAJADORES, ADELANTOS Y DEUDAS
DE OBRAJES EN CUZCO, 1699-1800*

Obrajes Años Número Adelanto Deudas Promedio


Huaro.................................. .................... 1699 330 14933 4 395 13.32
Huaro.................................. .................... 1705 259 26474 10093 38.97
Huancaro ........................... .................... 1745 196 11 436 2818 14.38
Huancaro ........................... .................... 1749 183 11 113 3 105 16.90
Cusibamba ........................ .................... 1779 178 — 9069 50.95
Lucre..................................... .................... 1784 335 13955
Pichuichuro........................ .................... 1742 205 — 8729 42.58
Pichuichuro........................ .................... 1772 330 33042 23460 71.09
Pichuichuro........................ .................... 1774 320 28075 29 240 91.38
Pichuichuro........................ .................... 1794 241? 22081 _ _ —
Pichuichuro........................ .................... 1795 228? 17 824 — —
Pichuichuro........................ .................... 1796 216? 12 530 — —
Taray .................................. .................... 1799 198 — 40 721 205.86
Fuente: Escandell-Tur. 1993: 418.
* Se ha conservado únicamente el año inicial, l a columna de adelantos corresponde tam­
bién a socorros recibidos por los trabajadores y el promedio es individual.

Es alto el número de trabajadores vinculados a los obrajes, como lo es el


promedio de sus deudas, al menos en relación al caso novohispano, donde,
como tendencia general, parece haber sido más bajo el promedio de endeuda­
miento, sin que podamos generalizar para todos los obrajes y regiones. De todas
formas, para incorporar un número cada vez mayor de trabajadores, el obraje
176 MANUEL MIÑO GRIJALVA

novohispano prestaba más (Salvucci, 1992: 180). Así la deuda iniciaba un ciclo
que muchas veces no concluía, pues de gancho para la adquisición de trabajado­
res pasaba a convertirse en eficaz mecanismo de retención.
Por otra parte, la deuda ocupó un porcentaje determinante en la constitu­
ción y el funcionamiento de las empresas obrajeras. Los pagos por adelantos y
socorros del obraje de Pichuichuro en la década de 1770 ascendían al 83.76 por
ciento, sin incluir el pago a la mano de obra «alquila*. En la misma década, el
desembolso en otro obraje-hacienda por concepto de fuerza de trabajo subió al
92.9 por ciento. Estos porcentajes, sin embargo, no eran fijos. Muchas décadas
atrás, en Querétaro, los obrajes de la hacienda de Jurica exhibían en el renglón
de las deudas un porcentaje del 43 y 34 por ciento del valor total, lo cual para
1725 era bastante alto (Miño, 1993: 86). Es un hecho que un capital de conside­
rable importancia navegó en un mar de deudas, por la sencilla razón de que era
la única manera de afrontar un mercado de trabajo imperfecto.
El propio siglo xviii puede caracterizarse como el siglo de la deuda, que en
todo caso significaba una alternativa frente a la esclavitud, el repartimiento y la
misma prisión. Las empresas obrajeras mostraron las limitaciones del crecimien­
to demográfico colonial, pero también revelaron un fortalecimiento de las comu­
nidades indígenas frente a las exigencias del sistema, que al final se inclinaría
por llegar hasta ésta, en el esfuerzo envolvente que significó el trabajo domésti­
co. En Querétaro o Ciudad de México, el endeudamiento supuso casi siempre la
desintegración de la comunidad, pues sus obrajes acogieron peones del campo,
migrantes, desocupados y pobres, que decidieron escapar de sus raíces comuni­
tarias a esas ciudades o sus regiones circundantes.
En el plano teórico, todos los elementos anteriores que conformaron las ba­
ses de la organización y el funcionamiento del obraje colonial sugerían un estado
de desarrollo superior al artesanal, a la vez en permanente contradicción con su
forma gremial, cuyas particulares características, según Luis Chávez Orozco, se
constituían en el embrión de la fábrica que, al desarrollarse, daría lugar al naci­
miento de la fábrica moderna. Sin embargo, el sector obrajero no mantuvo una
permanente contradicción con las formas gremiales de producción, sino una
complementariedad muy clara y, por su distinta racionalidad, no pudo desembo­
car en una etapa superior de producción como sucedió en otros lugares, bajo
condiciones distintas de desarrollo. En el caso latinoamericano, el camino estaba
marcado por las fábricas de indianillas y el camino del algodón. Pero su desarro­
llo sólo fue posible después de un largo e intenso proceso.
La evolución del obraje en el siglo XVIII estuvo marcada por una baja cons­
tante en la mayoría de los centros tradicionales. Puebla presentaba una caída
vertiginosa desde el siglo anterior. En 1579 mantenía 40 obrajes; en 1622 se ha­
bían reducido a 22 y a dos en la década de 1790 (Zavala, 1947: 150; Pohl, Hae-
nisch y Loske, 1978: 41; Bazant, 1964: 488)*. Hacia 1635 aproximadamente,

1. La prohibición del comercio con Perú fue definitiva. Ante esta medida el Consulado de co­
merciantes de México replicaba que los obrajes quedaron en mala situación, «por no tener el obraje­
ro como sustentarlo, y lo propio el tejedor, que en los dos casos se ocupaba y comía tanto género de
españoles indios». Citado por José F. de la Peña, 1983: 92.
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 177

Tlaxcala tenía más de 10 obrajes; cinco en 1674 y dos al finalizar el período co­
lonial (Reyes, 1977: 11). Texcoco sufría de la misma parálisis; la Visita de 1710
consignaba la existencia de obradores. No había demanda de tejidos: «No tie­
nen valor ni despacho las telas que tejen», se decía. Un testimonio de finales del
siglo xvm consignaba las ruinas de lo que habían sido grandes obrajes. La caída
obrajera también era clara para la Ciudad de México en donde desaparecieron
muchos y había sobrevenido una serie de quiebras y traspasos. En 1759, sólo
constan 15 obrajes y, al finalizar el siglo, apenas dos. En este contexto decre­
ciente, en San Miguel el Grande, en 1759 se citan sólo cuatro; aunque en corto
tiempo desaparecen dos, uno de los cuales funcionaba al amparo de la hacienda.
A pesar de este proceso con tendencia a la desaparición, durante el si­
glo xviii se incrementan las unidades productivas en Querétaro y Acámbaro. En
el primer caso, de 13 obrajes que funcionaban a principios del siglo, suben a 30
a mediados de la misma centuria y, desde entonces, hasta despuntar el siglo xix,
se mantuvieron entre 24 y 19. Acámbaro, aunque con una tendencia inestable,
aparece como centro obrajero a mediados del siglo xvm, con aproximadamente
13 unidades en toda su jurisdicción. Ésta es la expresión de un reordenamiento
que posiblemente sucedió en este siglo y que implicó una especialización regio­
nal del trabajo textil.
En Quito, durante el siglo XVIII se produce una transformación sustancial en
torno a la vida del obraje. Los de comunidad desaparecen por presión del sector
privado y por la expansión de la propiedad territorial, que para entonces ha to­
mado ya su configuración definitiva, erosionando y subsumiendo la fuerza de
trabajo de los obrajes de comunidad. Al parecer, éstos funcionaron con relativa
desventaja frente a los privados, ya que el promedio de la tasa de ganancia en
aquéllos gir<> únicamente del 9% al 14% cuando en los obrajes privados fue del
17% al 26% del capital invertido y los costos de producción fueron más altos,
particularmente en cuanto a la fuerza de trabajo, del 72% en relación con los
privados. De modo que el panorama para el siglo XVIII será poco alentador. Se
calcula que el valor de la industria de Quito se redujo en un 75% de 1700 a
1800, al caer completamente el comercio con Lima, aunque se mantuvo el co­
mercio de ropa baja con Nueva Granada, que pasó a dominar las actividades del
espacio centro-norte de la Audiencia, lo que significaría el desplazamiento de la
elite obrajera tradicional por el comerciante ligado al mercado de Nueva Grana­
da y Cartagena. Al parecer, no hay duda de que la caída del sector manufacture­
ro colonial desde principios del siglo xvm se debió a la presión de la producción
europea, cuyo ritmo de importación se acentuó a finales del siglo xvni y princi­
pios del siglo xix, como una clara manifestación de la expansión protoindus-
trial. Otra causa se ubica en el desplazamiento de la producción hacia Cuenca,
en la sierra sur de Quito y hacia los tejidos de algodón. Entre tanto, los obrajes
del Cuzco presentan, entre 1715 y 1770 rasgos de expansión y crecimiento en
torno a la producción de tejidos ordinarios de lana (Escandell-Tur, 1993: 442),
movimiento que, según Miriam Salas, también se observa en Huamanga entre
1660 y 1760 (Salas de Coloma, 1986). A partir de entonces, la producción de
los obrajes muestra una tendencia decreciente, mientras se observa, como puede
verse en el gráfico 1, que se incrementa la de los chorrillos.
178 MANUEL MIÑO GRIJALVA

Ilustración 5

•Roa
Fuente: Escandell-Tur, 1993: 316

En el conjunto de la economía textil, la caída de los centros tradicionales en


el siglo xvm y la aparición de otros nuevos provocaron el reordenamiento de la
producción regional y una reorientación de la inversión del sector comercial ha­
cia el tejedor doméstico urbano y rural, lo cual estrechó de manera definitiva el
contingente laboral del obraje. Richard Salvucci ha acogido mi hipótesis de que
fue el sector de tejedores domésticos la alternativa frente a la producción obra­
jera, sector, por otro lado, que fue el pilar de la protoindustria. El trabajo ma­
nufacturero concentrado es superado por el trabajo familiar de carácter disperso.
El obraje acusa también los efectos de los altos costos de inversión, frecuentes
problemas legales y una fuerte resistencia social del indígena y otros sectores a
ingresar a ellos. Éstas fueron condiciones que, junto con la expansión de las
siembras de algodón, el crecimiento de la población, el fortalecimiento y des­
centralización del capital comercial, la evidente ampliación de la demanda de
tejidos y, por supuesto, una costumbre amplia y difundida de utilización de teji­
dos de algodón por parte de la población aborigen hispanoamericana, repercu­
tieron directamente en el desplazamiento del sector obrajero. La ampliación del
trabajo doméstico y a domicilio constituye la base de lo que también podríamos
denominar como la fase protoindustrial, sujeta aún a discusión para el caso la­
tinoamericano. Es evidente, sin embargo, la expansión de tejedores domésticos,
tanto en los sectores de la lana como del algodón, que de manera independiente
o articulados por el capital comercial pululan por el ámbito latinoamericano,
particularmente en centros como Puebla, Tlaxcala, Texcoco, Villa Alta, Guada­
lajara, Tepeaca, etc. En Nueva España, también se expanden por varias locali­
dades de Guatemala, en Socorro y Nueva Granada; en Cuenca, al sur de Quito,
Cochabamba, La Paz, Tucúmán, Catamarca y Córdoba (Bazant, 1964: 473-
516; Potrash, 1959; Thomsom, 1986: 169-202; 1991a: 255-302; 1991b; Lar-
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 179

son, 1986: 150-168)2. Particularmente en la segunda mitad del siglo xviii, la


expansión del algodón hizo de Minas Gerais el centro, aunque efímero, de la
producción de tejidos originados en el sistema domestico.
Los ciclos de la producción textil originaria en los obrajes y la del algodón
proveniente del taller doméstico tuvieron expresiones distintas, aunque en líneas
generales, hacia 1801, apenas constaban 41 obrajes para toda Nueva España
que habrían operado con un número aproximado de 500 telares, mientras los te­
lares domésticos sobrepasaban los 11 000 distribuidos por el Reino produciendo
principalmente tejidos de algodón. Un gran centro textil como Querctaro apenas
producía en 1793 un promedio de 30 piezas de paño anuales por obraje y en to­
tal la producción obrajera no sobrepasaba las 442089 varas de tejidos de lana,
producción que contrasta con el millón de varas que se calculaba para 1573. Por
el contrario, la producción protoindustrial pudo haber sido inmensamente supe­
rior. Si suponemos que el 6% de la población novohispana de principios del si­
glo xx, o sea 3600000 personas, consumió como mínimo dos varas de tejidos
de algodón por cuestiones climáticas y culturales —el uso extendido de la manta
bien puede servir de ejemplo— obtendríamos una producción doméstica de
7200000 varas, nada improbable cuando sabemos que sólo los tejedores de
Puebla llegaron a producir más de 4 000000 de varas de tejidos de algodón,
mientras, bajo el mismo supuesto, 2400000 personas, o sea el restante 40 por
ciento de la población, habrían consumido 4 800000 varas de tejidos de lana.
En los Andes, en cambio, si bien la presencia obrajera fue más persistente y
de mayor volumen, también se encontraba mermada, pues de 169 obrajes regis­
trados en Quito en 1700, hacia 1780 sólo se contabilizaban 125, y su fuerza de
trabajo había disminuido de 10000 a 6000 trabajadores. En consecuencia, Tyrer
(Tyrer, 1988) calcula que la producción cayó en este siglo en un 75%. Sin embar­
go, el centro de gravedad de la producción textil se había desplazado a Cuenca,
en la sierra sur, que dominaba la producción de tejidos de algodón. Cuzco, como
otros lugares, conoció también una baja obrajera hacia finales del siglo xvin,
aunque se expandió el sistema doméstico que producía tejidos de lana que se ven­
dían en el tradicional centro minero de Potosí, a la par que emergía Cochabamba,
con una producción que se puede estimar en 6000000 de varas anuales.
En el caso novohispano, el siglo xviii asiste también a una relativa expansión
de los gremios en el campo del algodón. El hecho de su aparición tardía se expli­
ca por la expansión del algodón que se produce precisamente en la segunda mi­
tad del siglo xviii, así como por un movimiento de fortalecimiento del orden gre­
mial en ese sector bajo la dependencia del comerciante, al menos en varios casos
de Nueva España, pues en las regiones centroamericanas y en la zona andina y en
muchas partes de Sudamérica, el tejido del algodón quedó siempre en manos de
las comunidades, pero también fue un producto de exportación que alimentó la
moderna industria textil europea, particularmente de Venezuela y Brasil, in­
dustria que venía presionando el mercado interno desde hacía varias décadas.

2. Véanse además los trabajos mencionados supra: González Angulo y Sandoval, 1980: 173-
238; González Angulo, 1983; Miño, 1990; Castro, 1986; Pérez Toledo, 1993; Chávez Orozco,
1936; Carrera Stampa, 1954.
180 MANUEL MIÑO GRIJALVA

En realidad desde principios del siglo XVIII los textiles europeos venían com­
pitiendo exitosamente con los producidos localmente, hasta paralizar los obra­
jes. Tejidos de lana y algodón importados de mejor calidad y más baratos inva­
den el mercado con la consecuente caída de la producción local (Tandeter y
Wachtel, 1983: 23-30). De la misma forma, la apertura de nuevas rutas maríti­
mas repercutió en un fuerte descenso de los precios de los tejidos importados
(Brading, 1990: 119). Así, los cargamentos que llegaban por diferente vía y me­
dio a América Latina eran impactantes, según los testimonios de la época. Sólo
entre 1806 y 1807 Buenos Aires y Montevideo recibieron alrededor de 140000
toneladas de efectos que salieron de Londres (Villalobos, 1968: 126). En Vera-
cruz, a finales del siglo xvin y principios del siglo xix, el tráfico comercial tam­
bién se había incrementado notablemente, con el creciente arribo de barcos ex­
tranjeros a sus costas, sin contar el inmenso contrabando de ropa.
El consumo de tejidos de algodón se expandió con rapidez por el ámbito colo­
nial, pues incluía además de los de calidad destinados a las clases altas, los destina­
dos a los sectores populares. Durante estos años la industrialización inglesa, en ge­
neral, quintuplicó sus envíos a América. Las exportaciones hacia este continente
ascendieron del 6.4% registrado en 1701-1705 hasta un 37.5% en 1791-1800 (Vi-
lar, 1974: 374). Sólo por concesión de neutrales las importaciones de Veracruz, por
citar un caso, subieron de 1 800000 pesos de 1797 a 5500000 pesos en 1799, trá­
fico en el que resultaban beneficiados los comerciantes ingleses (Fisher, 1991: 243).
La propia producción textil española, a pesar de su crecimiento, se encontra­
ba cercada y sin capacidad para satisfacer las necesidades del mundo colonial.
Con las guerras de independencia se aceleró la entrada de tejidos ingleses, lo
cual para España significó la pérdida de gran parte del mercado americano y del
control sobre la materia prima, de los beneficios del comercio colonial y la sub­
secuente caída del poder adquisitivo del mercado peninsular (Izard, 1974: 318).
Pero si bien es cierto que el drenaje de productos importados a bajo precio re­
presentó un golpe serio para algunos sectores económicos particularmente arte­
sanales, es posible pensar que no por eso sus efectos fueron violentos y vertigi­
nosos, al menos no hasta después de 1810. Al parecer, éstos se hicieron sentir de
una manera más lenta y parcial de lo que la «versión apocalíptica hoy preferida
gusta de suponer» (Halperin, 1972: 96-97).
Así, la producción local de tejidos de algodón perdía poco a poco no sólo su
dominio en las zonas productoras mismas, sino también su parte en los circuitos
comerciales internos que hasta principios de siglo habían sido significativos. Los
tejidos de lana, en cambio, podían resistir mejor la entrada de géneros cuya ela­
boración industrial no se dio sino a mediados del siglo xix, cuando se incorpo­
raron los progresos técnicos que reducirían el costo de producción. Con la mis­
ma prudencia, David Brading piensa que es necesario ser cautelosos y no
adelantar la fecha de la caída de la producción textil local, ya que, a corto plazo,
la revuelta iniciada por Hidalgo en 1810 en Nueva España, desorganizó la in­
dustria de una manera más rápida que cualquier importación de tejidos británi­
cos baratos (Brading, 1979). Esto mismo podría aplicarse a buena parte del con­
junto hispanoamericano y a las diversas revueltas que en la segunda mitad del
siglo XVIII asolaron los centros textiles tradicionales.
De LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 181

En el caso brasileño, en cambio, los requerimientos de productos manufac­


turados, particularmente de textiles, estuvo determinado por la dinámica que si­
guió la economía colonial portuguesa pues basó su funcionamiento en el sector
exportador y dependió de los flujos externos centrados en el capitalismo euro­
peo (Nováis, 1991: 46). Particularmente, el papel que cumplió la factoría inglesa
instalada en Portugal fue clave, ya que se constituyó como la abastecedora de te­
jidos y manufacturas a la colonia a cambio de oro, tabaco y azúcar. A mediados
del siglo, Pombal intentó desplazar a la factoría inglesa y superar la industria ar­
tesanal por medio de la creación de talleres, fábricas y unidades mayores de pro­
ducción. De este modo Brasil aportaría las materias primas y Portugal, los efec­
tos acabados. Esta política al parecer tuvo relativo éxito entre 1751-1775,
cuando se observa una importante sustitución de importaciones de bienes manu­
facturados provenientes de Inglaterra (Mauro, 1990: 168-171). En el interior,
los ingenios sólo producían tejidos ordinarios de algodón para los esclavos y
para empacar o enfardar objetos. Las ropas y tejidos de distinta calidad procedí­
an todos del extranjero (Brading, 1979: 298-301; Ferreira, 1961: 159-160).
Sin embargo, existen evidencias de que por entonces había empezado un mo­
vimiento productivo de tejidos de algodón que madurará algunas décadas después
(Libby, 1991 y 1998). El centro productivo se ubicó en Minas Gerais, que en 1786
mantenía en funcionamiento 1248 telares en manos de 1 242 tejedores domésticos
de los cuales 932 eran hombres y 310 mujeres, es decir, una proporción de 75 y
25 por ciento respectivamente. Este año parece haber sido el del despegue, el de la
«infancia», como cree Libby, de la industria regional brasileña. Lo relevante de
esta constatación es la importancia que había adquirido la industria doméstica
que entonces se había concentrado en 1 120 hogares (Libby, 1997: 94). De hecho,
la composición laboral de esta industria era fundamentalmente femenina.
Aunque no resulta clara la composición de la fuerza de trabajo cuando se
trata de disgregrar las unidades caseras, estos 1120 hogares empleaban en el tra­
bajo textil un total estimado en 1 055 mujeres, 43 hombres y 23 trabajadores en
grupos compuestos por hombres y mujeres, es decir, prácticamente el 95 por
ciento eran mujeres. Esto debió de ser así, pues algún declarante decía que quie­
nes trabajaban los telares «eran únicamente mujeres, ya sean libres, esclavas o
de todos los colores» (Libby, 1997: 94-95 y 1998: 106). Otro decía que era un
trabajo «para no aptos para el trabajo del campo» o las minas, y otro, que era
un trabajo que exupaba un gran número de mujeres y que crecía o «se multipli­
caba cada día». Así, era un trabajo complementario cuyos ingresos entraban a
formar parte de la economía familiar. Era, pues, la «salvación» de esta gente mi­
serable (Libby, 1997: 95). Ciertamente no era un trabajo para el autoconsumo
familiar, toda la producción doméstica entraba al mercado y en su organización
mercantil llegó a configurar el trabajo conocido como trabajo a domicilio, del
cual el propio funcionario decía que todas las tejedoras estaban en deuda con los
comerciantes y el tesoro real que carcomían sus ingresos (Libby, 1997: 95). Sin
embargo, este movimiento de clara tendencia protoindustrial no se logrará ex­
tender ni consolidar durante el período colonial ya que, en general, las reformas
fracasaron y a finales del siglo xvm Brasil se había convertido en uno de los
abastecedores más importantes del algodón destinado a la naciente industrializa­
ción (Simonsen, 1969: 363; Brading, 1979: 300-301; Prado, 1960: 90).
182 MANUEL MIÑO GRIJALVA

Todos los cambios que se produjeron en la organización de la producción


textil tanto en el área hispanoamericana como en la portuguesa de Minas Gerais
apuntaban a la constitución del modelo de protoindustria que surgió en Europa
hacia 1970 sugerido por Franklin Mendel. En el caso latinoamericano es perti­
nente hablar de protoindustria ya que caracteriza una forma de producción que
tiene como factor determinante la producción doméstica sobre otras formas de
producción textil y que, del mismo modo que se produjo en las regiones europe­
as, se dio en torno a la dependencia del tejedor del capital comercial o de su pro­
pia independencia, como tejeduría casera. De todas formas, mucho de lo que se
produjo en el ámbito doméstico tuvo como destino final el mercado interno.

LA MANUFACTURA DEL TABACO

La manufactura y el uso del tabaco en el siglo XVIII tuvieron implicaciones impor­


tantes en la economía colonial latinoamericana. Fue una mercancía que armó un
complejo entramado desde la siembra y el cultivo, hasta la circulación y el consu­
mo final en el mercado colonial. En el período anterior, hacia finales del siglo
XVII, el uso más común del tabaco fue el medicinal; posteriormente se difundió de
manera paulatina el consumo por parte de minorías del cigarillo, el puro y el
rapé, que después se extendió a amplias capas de la población. Es la época del au­
toconsumo, hasta que en el siglo xvni sobreviene una expansión del cultivo co­
mercial, que poco a poco abastecería los principales centros urbanos. Particular­
mente entre 1700 a 1765, en el caso novohispano, el cultivo y la producción del
tabaco encontrarán en Córdoba y Orizaba las zonas comerciales por excelencia,
mientras que la Ciudad de México se convertirá en el centro consumidor más im­
portante. En esta época aparece y se configura la producción clásica del tabaco de

Fuente: Céspedes del Castillo, 1992: 162-163.


DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 183

humo con la invención del cigarrillo, la difusión de la forma artesanal de produc­


ción y la especialización productiva en el curado, el tráfico y la manufactura. Ha­
cia mediados del siglo xvm, se había extendido ya el consumo del tabaco. La pre­
sidencia de Quito, el Alto y Bajo Perú, así como Chile, consumían alrededor de
2238000 libras de tabaco en sus diversas modalidades, mientras que por esos
años el mercado novohispano absorbía alrededor de 1 800 000 libras y la propia
Península, unas 2547 122 de libras (Céspedes del Castillo, 1992: 50-81).
Sin embargo, estas cifras fueron fácilmente superadas mediante un intenso
proceso de reacomodo y reconstitución que se produjo en este siglo, con la
creación del monopolio estanco de la Corona. Así, a pesar de la expansión que
había logrado el consumo del tabaco en sus diversas formas hasta 1764, entre
1765 y 1809 se produce un crecimiento acelerado que llegó a superar los cua­
tro millones de pesos (véase gráfico 2). Este régimen constituyó el mecanismo
maestro para extraer excedentes más allá de la libre organización del trabajo.
Por eso, al ser un monopolio, el criterio de administración era básicamente
centralista, a la par que los precios se establecieron con fines políticos y princi­
palmente fiscales. Así se arma el complejo productivo más importante de Ame­
rica Latina, destinado en principio a financiar los gastos militares. La opción
del estanco resulta tardía, pues hacía tiempo que se advertía la importancia
que iba adquiriendo el consumo de tabaco desde el siglo xvn. En Nueva Espa­
ña se formaliza en 1765, cuando en Cuba había sido impuesto ya en 1717; en
Perú, en 1752, y en 1753 en Chile y La Plata. Posterior a la creación del mono­
polio novohispano fue el que se creó en Venezuela, Guatemala, Costa Rica y
Nueva Granada, que lo hicieron en 1778, mientras que en Filipinas y en Puer­
to Rico se instaló en 1782 y 1783, respectivamente (Dean-Smith, 1986: 361;
1992; McWaters, 1979).

Ilustración 7
CONSUMO DE TABACO EN LOS TERRITORIOS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

Territorios Población Beneficio/Pesos


Presidencia de Quito............................................ ...................... 424000 41000
Virreinato de La Plata......................................... ........................ 1328000 118 943
Cap. Gral. de Filipinas ............................................................... 1900000 166 893
Virreinato de Nueva Granada................................................... 1046000 291349
Virreinato del Perú...................................................................... 1922000 358347
Cap. Gral. de Venezuela.................................... ........................ 680000 433624
Virreinato de Nueva España............................. ........................ 5 837000 3252572
Reinos peninsulares...................................................................... 11000000 4286000
Fuente: Céspedes del Castillo, 1992: 15.

El cuadro 2, que ilustra el consumo de tabaco del conjunto colonial de la mo­


narquía española hacia finales del siglo xvill, puede revelar la jerarquía espacial y
regional de los beneficios extraídos de la producción tabacalera americana.
184 MANUEL MIÑO GRIJALVA

Destaca de manera singular el beneficio derivado del consumo novohispano,


que en total rozaba los nueve millones de pesos a finales del siglo xvm. Resulta
importante la jerarquía alcanzada por el tabaco en esta época en toda América
Latina. Hacia el Sur del continente, Venezuela cultivó diversas variedades locales
de tabaco3, aunque sólo una tuvo acceso al mercado internacional, localizado en
España y en Holanda, pues la fábrica de Sevilla y de La Habana recibía el tabaco
en polvo o rapé. A pesar de las posibilidades que presentaba su manufactura, sólo
se conoce un proyecto de fábrica, que no llegó a funcionar en Caracas. De rodas
formas, el estanco del tabaco en Venezuela tuvo rendimientos importantes, pues
en 1795 ascendió a 955277 de pesos (Arciia, 1946: 332).
Por su parte Madrid, Nueva España y el virreinato del Perú concentraron el
consumo más alto de rapé cubano. No es desestimable el consumo interno y es
de poca importancia el de los demás territorios, aunque muestra también la difu­
sión localizada del producto o la preferencia por otro tipo de tabaco. En el caso
concreto de Caracas, se sabe que al finalizar el siglo xvm el consumo de rapé ha­
bía sobrepasado las 3000 libras en 1782 y las 6000 hacia 1788 (Arciia, 1977:
201). Ciertamente, Nueva España también producía tabaco en polvo, y éste tuvo
mucho éxito en el mercado peruano, adonde se enviaba prácticamente el 40 por
ciento de la producción total y donde, además, se contaba con un sector, al pare­
cer importante, de molinos encargados de prepararlo, sirviéndose también de la
hoja producida en Cuba y en condiciones tecnológicas similares a las de La Ha­
bana y Sevilla (Céspedes del Castillo, 1992: 60).
En el largo proceso que sigue a la producción tabacalera, es importante no­
tar que ésta recorre fases a veces inversas y otras complementarias, según la asig­
nación diferencial de los espacios de siembra, cultivo y transformación. En Nue­
va España, que hoy por hoy es el caso mejor conocido, en el siglo xvm se asiste
a un crecimiento acelerado de la producción manufacturera en un doble movi­
miento: por una parte, el que podríamos llamar movimiento expansivo, caracte­
rizado por el trabajo doméstico y a domicilio, y otro contractivo y concentrador,
que se produjo a partir de 1765, cuando se crea el monopolio estatal y se con­
centra la producción en las conocidas fábricas de tabaco, de las que fue la manu­
factura de Ciudad de México la más importante.
La fase expansiva, que va de 1700 a 1765, tuvo en el trabajo a domicilio su
mejor expresión. Éste es el origen de las cigarrerías, donde se fabricaba tabaco
de humo y luego cigarros4. A la par, se expandió la manufactura de puros en los
establecimientos llamados purerías. Las primeras, según algunos cálculos, llega­
ron a emplear a poco más de 7000 personas (Ross, 1983: 6), otros afirman que
fueron hasta 6000 comprendidos en 543 cigarrerías, con una media teórica de
11 personas para cada uno de ellas. En general, sin embargo, la manufactura del
tabaco parece haber comprometido entre 10000 y 12000 personas en todo el
virreinato, antes del estanco.

3. Básicamente fueron el curascca, el caranegra, el amhirado, el moho o moo y el chimo. Véa­


se, para una descripción amplia de su cultivo, Arciia, 1977: 137-151.
4. «El inventor de hacer cigarros fue Antonio Charro que al principio de este siglo |xvm| se ocupa­
ba diariamente en este ejercicio para expenderlo en el Baratillo de esta ciudad |de México), a cuyo ejem­
plo siguieron otros en el arte, sin que para ello precediese aprendizaje» (Céspedes del Castillo, 1992: 63 .
DE LA
Ilustración 8

M A N U F A C T U R A A LA
P RO
T O I N D U S T RIA
1787. «Vista de una máquina para cernir tabaco en la Real Fábrica de Sigarros», de México. Fuente: Minis­
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Ingenios y Muestras, CA 158, 55.
186 MANUEL MIÑO GRIJALVA

La gran expansión y multiplicación de estas unidades productivas se reveló


en un consumo estimado de 2250000 libras de tabaco durante el año anterior al
establecimiento del monopolio. Desde entonces, es evidente la dinámica circula­
ción interna y la bien articulada red de centros consumidores, de los cuales fue
México y sus áreas de influencia, la ciudad más importante, pues consumía alre­
dedor del 60 por ciento de la cantidad anotada, cantidad que incluía el exceden­
te destinado a la exportación hacia tierra adentro, es decir las provincias del
Norte de Nueva España. Al parecer, el 12 por ciento, es decir, 270000 libras en­
contraban en Puebla y su región su realización directa. Las tierras bajas del Gol­
fo, Las Villas, Oaxaca y la Mixteca hasta los límites con Guatemala consumían
120000 libras, cantidad limitada debida al uso del tabaco silvestre o al cultiva­
do destinado al autoconsumo (Céspedes del Castillo, 1992: 82). El gráfico 3
proporciona las magnitudes del consumo regional novohispano.
La dimensiones de la producción y la expansión del mercado novohispano
determinaron la apropiación por parte de la Corona de la renta privada y su
transformación en una renta pública, a través de un doble movimiento: por una
parte controló la producción en la fase del cultivo y abastecimiento de materia
prima originada en el sector de cosecheros, que no tardaron en acogerse al mo­
nopolio dada la seguridad que implicaba la venta a un solo comprador, y por
otra, se apropió de la fase de manufactura, estableciendo un control directo del
mercado con la instalación de fábricas y la creación de receptorías.

Ilustración 9

Fuente: Céspedes del Castillo, 1992: 143.


DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 187

En términos laborales, la creación de las seis fábricas de tabaco en Nueva Es­


paña implicó la incorporación y concentración de cerca de 12000 individuos que,
como empleados, trabajadores a sueldo y a destajo, enterraron el sistema domesti­
co y a domicilio que, por otra parte, nunca logró la coherencia corporativa de los
demás oficios coloniales. No hay elementos que permitan explicar esta situación,
dado que el gremio fue la forma de organización que otorgó jerarquía al ordena­
miento colonial, a no ser que asumamos que este trabajo no requirió de la especia-
lización artesanal del aprendizaje o simplemente no formó parte del cuerpo tradi­
cional de gremios trasplantados desde España, por lo que fue imposible su
creación y continuidad, o porque en términos sociales sus miembros estaban fuera
de la jerarquía social, por ser un oficio desempeñado por mujeres o por indios,
mestizos y gente pobre que, por lo general, fueron excluidos del sistema gremial.
La mayor parte de la fuerza de trabajo empleada en la manufactura del taba­
co se concentró en la fábrica de México, que hacia finales del siglo xviii llegó a
mantener a poco más de 7 000 trabajadores y para la primera década del siglo
XIX, casi duplicó su contingente laboral. El mayor crecimiento se produjo en el
campo del trabajo femenino. De 3055 mujeres que empleaba en 1795, pasó a
9555 en 1809, mientras el número de hombres bajó de 4019 a 3 761. En térmi­
nos regionales, la fábrica de México baja 1 637, mientras la fábrica de Queréta­
ro crece en 2309 trabajadores, casi el cien por ciento, entre 1795 y 18095. De
manera particularizada, el cuadro 3 muestra las proporciones que alcanzó la
fuerza de trabajo en las diferentes fábricas.

Ilustración 10
OPERARIOS EN LAS FÁBRICAS DE TABACO 1795-1809

Hombres Mujeres Total


Fábricas --------------------
1795 1809 1795 1809 1795 1809
México ........................... ............... 4019 1554 3055 3 883 7074 5437
Guadalupe...................... 348 — 492 — 840
Querétaro ...................... ............... 792 I 132 605 2574 1397 3 706
Guadalajara................... ............... 18 24 1532 1 136 1550 1160
Puebla ............................. ............... 517 484 510 744 1027 1228
Oaxaca ........................... ............... 21 24 589 586 610 610
Orizaba ........................... ............... 160 195 195 140 195 335
Total ........................... ............... 5 527 3 761 6486 9555 12013 13316
Fuente: Ross, 1983: 37; Céspedes del Castillo, 1992: 134.

Es importante el predominio de la fuerza de trabajo femenina, tradicional­


mente atribuido ai costo más bajo de sus prestaciones en relación con el salario
pagado a los hombres (Ross, 1983: 37). Esto, sin embargo, parece aplicable a al­

5. Compárense las cifras que proporciona Ross, 1983: 37, con el cuadro citado.
188 MANUEL MIÑO GRIJALVA

gunas categorías de trabajadores pero no a todas. El empleo de mujeres tenía


que ver también con su habilidad y limpieza en el manejo del papel y del propio
proceso de fabricación de cigarrillos, que constituía la mayor parte de la produc­
ción total. En general, sin embargo, el pago del trabajador a destajo no fue ni
más alto ni más bajo que el pago que se estipulaba en otros sectores de la artesa­
nía y la manufactura colonial novohispana. En cambio, el peso de la población
ocupada en la manufactura del tabaco fue indudable, pues llegó a representar el
11.6 por ciento de la población económicamente activa de la Ciudad de México
(Dean-Smith, 1986: 379-380). Asimismo, el peso que la producción de tabaco
tuvo en el conjunto de la actividad agrícola novohispana es notorio, pues en tér­
minos del valor de la cosecha anual representó el 1.5 por ciento del valor total
de la producción agrícola del reino y el 15.6 por ciento del conjunto de la pro­
ducción industrial. Por supuesto, fue el monopolio más productivo de todos los
que tuvo la Corona en sus posesiones, pues a partir de 1795 llegó a superar las
ventas de la renta peninsular e igualó sus ganancias a partir de 1805 (Céspedes
del Castillo, 1992: 165). Después de 1810, la guerra y la revolución impusieron
un camino inverso al seguido hasta entonces.
Al parecer fue la fábrica y la renta de México el ejemplo que sirvió de guía
para los demás casos de la América española. Por ejemplo, la renta de Guaya­
quil se armó a su imagen y semejanza en 1778, sin embargo, su destino fue dis­
tinto. La fábrica, de reducidas dimensiones, en 1778 contaba apenas con 107
trabajadores, de los cuales 40 eran trabajadores libres, seis aprendices y 61 pre­
sidiarios. Al año siguiente habían desaparecido los aprendices, y los presidiarios
aumentaron a 75; y en 1783 había 50 libres y 67 forzados o condenados. Por
término medio, los trabajadores libres no recibían más de dos reales diarios y la
comida por su trabajo, lo que en realidad significaba un salario mucho menor
que el que recibían obreros no calificados en la propia ciudad de Guayaquil.
Pero la renta del tabaco de Guayaquil siguió una curva inversa a la que observa­
ban los demás renglones estancados y, por supuesto, su contribución pasó de ser
la quinta parte a sólo el 0.8 de los ingresos de las cajas reales en 1804 (Laviana
Cuetos, 1994: 47, 50 y 59). Posiblemente la baja calidad del producto no le per­
mitió una competencia exitosa en el mercado y fue marginado por el cacao, pro­
ducto dominante de la zona costeña.
Más importante que la renta de Guayaquil fue la que se armó en Perú, pues
sus beneficios anuales subieron de 93 780 pesos producidos en 1770-1772 a
445 662 en 1788. En la década de 1780-1790, los envíos a España alcanzan su
máximo punto. La separación de la administración de Chile mermó las posibili­
dades de la renta peruana, pues ésta llegó a constituir nada menos que el pilar de
la hacienda chilena, ya que, después de 1780, suponía más de la mitad de los in­
gresos públicos. Chile recibía la mercancía a través de Perú, que redistribuía tan­
to el tabaco en rama para consumo interno como el rapé o tabaco en polvo que
recibía a través de Acapulco y Cartagena-Panamá. Aunque en menor cantidad,
Chile compraba también tabaco paraguayo. El auge de la renta fue posible gra­
cias al gran mercado consumidor de tabaco, junto con el de azúcar y mate. Esto
reflejaba también el hecho de que el trabajo artesanal y manufacturero no supe­
ró la organización doméstica, de alcances limitados (Stapff, 1961: 60-61). Se cal­
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINDUSTRIA 189

culaba que el consumo de tabaco en Chile era el doble que en Perú, y muy infe­
rior al que se efectuaba en México o en las Antillas (Céspedes del Castillo, 1954:
139 y 1992: 160-161).
Pero si la renta chilena alivió en mucho el malestar económico de las finan­
zas reales, no sucedió así de manera continua y consistente con la del Nuevo
Reino de Granada, pues como en ningún otro ámbito colonial la inestabilidad
política absorbió gran parte de los beneficios y sólo a partir de 1796 se empeza­
ron a enviar remesas líquidas a España. Hacia 1810, las cuentas públicas del
conjunto del virreinato registraban la contribución más alta por concepto de ta­
bacos, 470000 pesos por un total de 2453096, es decir, casi un 20 por ciento
(Ospina, 1955). De todas formas, a pesar de la extensión de sus cultivos, Nueva
Granada tampoco conoció el funcionamiento de fábricas dedicadas a la manu­
factura del tabaco, como Nueva España o Guayaquil, a pesar de que este aspec­
to estaba contemplado en la política real. Lo más usual parece haber sido la ven­
ta del tabaco al por menor en manojos de peso reducido, dejando al cigarrero
doméstico o al propio consumidor la manufactura de sus cigarros, aunque al pa­
recer en algunos lugares de la costa atlántica como Cartagena el estanco em­
prendió labores manufactureras, aunque de muy cortas dimensiones (González,
1974: 170-171). La elaboración de rapé quedó en manos privadas, no sin repa­
ros de los oficiales reales.
El modelo novohispano de organización de la renta pública, como en el caso
de la manufactura de cigarros, cigarrillos o rapé, también influyó en el Río de La
Plata. El estanco compraba la hoja a cosecheros o agricultores matriculados para
luego encargarse de elaborar y vender el producto final. Por su parte, la fase de
transformación tuvo su asiento principalmente en Buenos Aires, ciudad donde se
habían instalado fábricas de tabaco en polvo y fábricas de cigarros y cigarrillos
elaborados de acuerdo a la práctica seguida en Nueva España. En éstas había sec­
ciones separadas para la elaboración de cigarros y tabaco en polvo. Los elemen­
tos técnicos, como bancos para picar tabaco, harneros para su cernido, molinos,
etc., formaban parte de estos establecimientos. Sin duda, el papel fue un elemento
importante en la manufactura de cigarrillos. En términos globales, sin embargo,
este ramo fue de escasa importancia. De todas formas, el consumo de cigarros y
cigarrillos entre 1795 y 1799 aumentó la renta en 337209 pesos, es decir, un pro­
medio de 67000 pesos anuales aproximadamente (Santos Martínez, 1969: 63).
La renta pública, por otra parte, ejercerá un efecto aglutinador y multiplica­
dor de actividades económicas, en unas regiones más que en otras. En Nueva Es­
paña, exigió el consumo de grandes cantidades de papel, empleado en la produc­
ción de cigarrillos, que aún no tenían la misma difusión que en otras partes de
América Latina. Esta industria, sin embargo, fue exclusiva de la Corona, pero
no lo fue la extensa organización que conoció el transporte del tabaco, que que­
dó en manos de comerciantes y arrieros privados. De esta forma el tabaco y las
mercancías locales c importadas experimentaron una rápida circulación por el
espacio colonial novohispano (Suárez, 1994). Por ejemplo, la fábrica de la Ciu­
dad de México manufacturó la mayor parte de los puros y cigarros que se distri­
buyeron por Cohauila, Monterrey, Santander y Mazapil, así como las factorías
de Valladolid, Guadalajara, Durango y Rosario, Querétaro también suplió a
190 MANUEL MIÑO GRIJALVA

Guadalajara y Valladolid. Por su parte, las factorías de Guadalajara, Puebla y


Oaxaca abastecían sus propios mercados, mientras Orizaba lo hacía con Vera-
cruz, Córdoba y partes de Puebla (Ross, 1983: 27; Dean-Smith, 1986: 378).
El tabaco tuvo la característica de ser una mercancía de rápida realización y
de extendido consumo en el mundo colonial latinoamericano. Más que cual­
quier otro producto de origen agrícola —incluida la yerba mate y la coca— arti­
culó un extenso mercado consumidor. México enviaba grandes cantidades de ta­
baco a Lima, de donde se redistribuía a Chile y al Alto Perú. Guayaquil, por su
parte, enviaba su tabaco a El Callao y a Quito y también a Panamá, que recibía
su principal abastecimiento de La Habana. Éste era sin duda el tabaco más caro
y de mejor calidad que llegaba al Perú, a donde concurría también el tabaco de
Buenos Aires a través de Brasil, no sin antes incorporar en su tránsito la hoja del
Paraguay (Céspedes del Castillo, 1992: 140). Por su parte, en el Sur, Jujuy, Salta
y Catamarca eran centros abastecedores de tabaco, a los que se sumó el que se
traía de Tarija, Apolobamba, Misiones y particularmente de Paraguay. Mucho
se introducía clandestinamente desde Brasil y cuando la cosecha de Paraguay no
lograba abastecer el mercado interno, se importaba desde Sevilla.
El tabaco tuvo también gran capacidad para generar una serie de eslabona­
mientos. Un desarrollo importante del transporte también se produjo en el Nuevo
Reino de Granada, donde el estanco estableció contratos individuales y exclusivos
con empresarios y arrieros particulares para la conducción de la hoja de una admi­
nistración a otra que gozaron de ciertos privilegios y exenciones con el consecuen­
te incremento del tránsito y expansión de las rutas comerciales. Junto a esta ex­
pansión, el cultivo de tabaco en Nueva Granada, incluida Guayaquil, fomentó
también una extensa producción de cuero, que era utilizado para transportar la
hoja de tabaco (González, 1974: 166-167; Céspedes del Castillo, 1992: 140).
El caso de Brasil resulta ilustrativo en el contexto colonial latinoamericano,
pues en 1674, prácticamente un siglo antes que España —si exceptuamos a
Cuba—, la Corona crea allí el monopolio real, en un esfuerzo por controlar la
producción y el contrabando en el mismo Portugal (Schwartz, 1990: 222). Su
expansión fue considerable a lo largo del siglo xvm, al menos hasta la década de
1760, y fue el cultivo de mayor importancia en las exportaciones brasileñas des­
pués del azúcar, aunque a finales del siglo XVIII había sido desplazado de manera
notoria por el algodón. Bahía fue el principal productor de tabaco; del 90% que
enviaba al mercado, una tercera parte quedaba para el consumo interno (Alden,
1990: 333), pero sabemos poco de su manufactura, pues de forma inexplicable
Brasil no conoció la evolución manufacturera que caracterizó a España y parti­
cularmente a Nueva España.

CONCLUSIÓN

Al término del siglo xvm y a principios del siglo XIX, la manufactura del obraje
había cedido paso al sector de trabajo doméstico y a domicilio articulado por el
capital comercial en un contexto de clara recuperación demográfica y de creci­
miento económico. Los comerciantes de los pueblos y las ciudades monopoliza­
DE LA MANUFACTURA A LA PROTOINOUSTRIA 191

ban la lana y el algodón que luego encargaban su transformación a los tejedores


urbanos y rurales de manera sustitutiva a la importación extranjera, hasta cuan­
do el desmoronamiento del sistema imperial metropolitano permitió la entrada
de tejidos de lino y algodón que la expansión protoindustrial europea hacía po­
sible, destruyendo el proceso expansivo local que vio su fin con la independen­
cia, por lo menos en el caso de los tejidos de lana. El tránsito de la manufactura
obrajera a la protoindustria fue posible por la expansión del algodón y, sin duda
por la liberación comercial.
Así, las manufacturas hispanoamericanas tuvieron dos contribuciones im­
portantes a la economía de la época: por una parte, crear una forma propia de
organización del trabajo en relación a la matriz europea que luego evolucionó
hacia un sistema abierto dominado por el comerciante, que fue el caso de la pro­
ducción textil del obraje y, por otra, transitar al revés, por presión de la política
real, desde un sistema de producción doméstico a uno de tipo concentrado como
sucedió en el caso de la manufactura del tabaco, ambos, de todas formas, de am­
pliar repercusiones en el mercado interno. De cualquier manera, por efectos de
la política de Pombal, o de manera autónoma, la producción doméstica algodo­
nera se extendió particularmente con base en el núcleo textil de Minas Gerais.
Pero ni el obraje hispanoamericano ni la expansión del trabajo doméstico y a
domicilio con base en el algodón constituyeron el embrión de la fábrica moder­
na, pues ésta tuvo bases políticas y económicas distintas, que sólo aparecerán en
el transcurso del siglo XIX.
9

LOS MERCADOS INTERNOS, EL TRÁFICO INTERREGIONAL


Y EL COMERCIO COLONIAL

Pedro Pérez Herrero

COMERCIO EXTERIOR, INTERREGIONAL E INTRARREGIONAL

Durante el siglo xvm, distintos hechos concatenados hicieron que se modifica­


ran tanto los volúmenes de las mercancías intercambiadas a través de los circui­
tos externos, interregionales c intrarregionales latinoamericanos, como su direc­
ción y composición. Es importante resaltar desde el principio que cada uno de
estos tramos comerciales, aunque interconectados, respondía a una dinámica
propia, por lo que no es posible establecer una homogencización en sus compor­
tamientos, ni confundir sus causas y efectos entre sí. A fin de describir con clari­
dad la dinámica del comercio exterior, interregional e intrarregional, expondre­
mos a continuación las características de cada uno de los tramos por separado,
para posteriormente pasar a estudiar la materialización de sus impulsos entre­
cruzados en cada una de las regiones americanas.
Para comenzar hay que advertir que el aumento de los volúmenes globales
del comercio exterior realizado entre la Península Ibérica y sus territorios colo­
niales americanos es un hecho documentado historiográficamente, aunque tam­
bién es cierto que hay que establecer precauciones en cuanto al grado de esta in­
tensificación. Si se toma como indicador el número de barcos que oficialmente
salieron y entraron de puertos españoles, hay que recordar que no es fiel reflejo
de la realidad, ya que, por una parte hubo una disminución clara del contraban­
do y, por tanto, un aumento del tráfico por los canales legales —como puso de
relieve M. Morineau mediante el análisis de la información de las Gacetas Ho­
landesas— y, por otra, se redujo el volumen de los navios para aumentar su ve­
locidad, por lo que fueron necesarios más barcos para transportar las mismas
mercancías que antaño. Si tomamos las cifras de almojarifazgos, derecho de ave­
ría o cualquier otro impuesto sobre el comercio exterior (cobrados sobre el pre­
cio de las mercancías desde mediados de siglo), hay que tener en cuenta que al
mismo tiempo reproducen el proceso inflacionario de finales del siglo xvm, por
lo que se puede confundir un aumento de los precios con una intensificación en
los intercambios. Los territorios americanos, con la excepción de Perú, fueron
testigos de una tendencia secular general de alza de precios, que se intensificó a
194 PEDRO PÉREZ HERRERO

finales de la época colonial. Este impulso del comercio exterior respondió bási­
camente a un aumento de la demanda internacional (expansión de las economías
europeas), a una agilización de las transacciones (reducción del tonelaje de los
navios a fin de mejorar su maniobrabilidad; eliminación del sistema de navega­
ción «en conserva» por el que los barcos debían surcar el Atlántico agrupados y
escoltados por la Armada), a una reducción de los costos de transporte (dismi­
nución de fletes y seguros, ocasionada por un aumento de la competencia) y a
una agilización de la producción (la Corona favoreció mediante beneficios fisca­
les a los sectores productivos orientados a la exportación, como los metales pre­
ciosos, el cacao, los cueros, el añil, el tabaco, el azúcar, etc.).
El crecimiento del comercio exterior trajo consigo un cambio en los circuitos
interregionales e intrarregionales: las economías americanas se volcaron hacia el
exterior al mismo tiempo que redujeron sus relaciones interregionales y se desa-
tesorizaron sus economías. Regiones como por ejemplo Río de La Plata, Chile y
Caracas, hasta entonces no vinculadas directamente con la metrópoli, pasaron a
disponer de canales mercantiles oficiales que conectaban sus mercados con los
internacionales, lo que transformó la composición de las exportaciones. Utili­
zando las cifras oficiales, se puede comprobar que antes de la promulgación del
Reglamento y Aranceles Reales para el comercio libre de España a Indias, de 12
de octubre de 1778, los metales preciosos solían alcanzar como media hasta el
80% del valor de la carga de las exportaciones del conjunto latinoamericano,
mientras que a partir de dicha fecha se redujerqn a un 60%, al tiempo que au­
mentaron los volúmenes de las materias primas de origen tropical o semitropi-
cal. En consecuencia, fueron surgiendo nuevos núcleos productivos que comen­
zaron a comportarse como modernos motores de arrastre económico y focos de
organización regional.
A esto se sumó el hecho de que el control de los antiguos núcleos mercanti­
les, básicamente concentrados en los Consulados de Lima y México, tendió a
dispersarse, como queda simbolizado con la creación de nuevos consulados de
comerciantes. Las recientes áreas productoras de materias primas, con sus nue­
vas élites mercantiles ya consolidadas, fueron alcanzando mayor grado de auto­
nomía. Cada nueva región se fue vinculando con el exterior y reduciendo sus la­
zos interprovinciales, por lo que algunos núcleos manufactureros indianos
entraron en crisis ante la competencia de productos europeos, resquebrajándose
con ello la parcial integración y especialización económicas alcanzadas hasta en­
tonces.
Al mismo tiempo, los grupos de presión comercial metropolitanos (Consula­
dos de Cádiz y Sevilla) trataron de controlar por todos los medios, aunque con
resultados diversos según las regiones y las épocas, los beneficios de los flujos
comerciales externos de las colonias americanas. De esta forma, convencieron al
gobierno central metropolitano de la necesidad de vincular las regiones america­
nas con los puertos de la Península Ibérica, argumentando que esta medida trae­
ría como consecuencia una ampliación de los mercados para los productos pe­
ninsulares, así como una reducción del contrabando. Como resultado, algunos
circuitos mercantiles se transformaron, a la par que se abrió una encendida polé­
mica entre los grupos de comerciantes indianos (almaceneros de los Consulados
LOS MERCADOS INTERNOS 195

de Lima y México ) y los de la Península (floristas). Así, por ejemplo, la creación


en 1785 de la Real Compañía de Filipinas, al conectar directamente el puerto de
Manila con el de Cádiz, eliminó el «Galeón de Manila» que unía este último con
Acapulco, al mismo tiempo que el tradicional control de dicho tráfico ejercido
por los comerciantes novohispanos.
Desde el punto de vista de los flujos intrarregionales, hay que advertir que,
al parecer, el crecimiento de los mercados internos provocado por el aumento
demográfico (aumento potencial del consumo y de la concentración urbana) y
por la expansión de la producción minera se vio frenado en parte por la reduc­
ción de los circuitos realizados a través del mercado (se amplió el trueque y el
autoconsumo). De esta forma, la emigración del campo hacia la ciudad no signi­
ficó en algunos casos, ante la falta de un sector manufacturero que absorbiera
esta mano de obra, una ampliación de las transacciones mercantiles y de las eco­
nomías de escala, sino un aumento del paro y la pobreza. El aumento de la pre­
sión fiscal y la inflación redujo las rentas disponibles a finales del siglo XVIII. La
reducción de los salarios reales (a precios constantes) y de las rentas reales dis­
ponibles (salarios reales netos, después de impuestos) significó una sobreexplo­
tación de la mano de obra y, consecuentemente, no se tradujo en un incremento
de la demanda de productos secundarios y terciarios, lo que imposibilitó la ex­
tensión horizontal y vertical del mercado interno. Los campesinos autosuficien-
tes no podían aumentar su consumo a través del mercado y a los trabajadores
urbanos apenas les llegaban los ingresos para alimentarse, teniendo que acudir a
conexiones familiares rurales para cubrir sus necesidades más inmediatas, o bien
a la emigración, a fin de volver al autoconsumo. Los hacendados, por su parte,
ante un descenso del valor relativo de la mano de obra, no veían la necesidad de
invertir en innovaciones tecnológicas. A su vez, el crecimiento de la exportación
de circulante por parte de la Real Hacienda disminuyó el gasto público realizado
en suelo americano y la ampliación de las exportaciones de mercancías se tradu­
jo en un proceso de desatesorización de las economías americanas (la extracción
de circulante superó en algunos años el total de la amonedación). La velocidad
de circulación (letras de cambio, libranzas, cartas de pago, pagos por compensa­
ción, etc.) parece que, no por casualidad, tuvo que aumentar a finales del siglo
XVIII, para compensar la sangría de medios de pago que imponía la nueva políti­
ca colonial. El crecimiento hacia el exterior significaba pobreza hacia el interior.
Paralelamente, hay que recordar que, según las últimas investigaciones, el
aumento demográfico de las áreas centrales no tuvo la intensidad que indica la
historiografía tradicional. Para el caso de diferentes parroquias de Nueva Espa­
ña se ha puesto de manifiesto que desde 1650 y hasta 1690 se mantuvo un creci­
miento demográfico con tasas anuales del 2%; que entre 1690 y 1699 ocurrió
una desaceleración de las mismas; que el período de 1700 a 1736 fue de creci­
miento lento pero constante (tasas de crecimiento anual que oscilan entre el
0.33% y el 2.9%); y que finalmente desde 1737, año marcado por el hambre, se
sucedieron una tras otra las crisis demográficas de signo malthusiano, reducién­
dose las tasas de crecimiento, para incluso convertirse en negativas a finales de
siglo (hay que tener en cuenta que estas series no reflejan toda la realidad, ya
que hay que introducir en el análisis los movimientos de la emigración interna).
196 PEDRO PÉREZ HERRERO

Ilustración 1

1799. Acción de mil reales de vellón de un préstamo patriótico sin interés n.° 1518. Fuen­
te: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Mo­
nedas, IG 1592, 18.
LOS M E R C A D O S IN T E R N O S
Ilustración 2

1748. Acción n.° 1990 de la Real Compañía de San Fernando de Sevilla, a favor de Manuel Antonio de la
Calle, director de la misma y vecino de dicha ciudad por valor de 250 pesos de a 15 reales de vellón. Fuen­
te: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Monedas, IG 3125, 34.
198 PEDRO PÉREZ HERRERO

Al mismo tiempo se ha puesto de relieve recientemente cómo la reducción de la


producción agrícola per cápita a lo largo del siglo xvm causó una disminución
de la misma intensidad en los índices de natalidad.
Por su parte, el efecto de arrastre ocasionado por la producción de metales
preciosos en las denominadas áreas centrales, considerado como uno de los ele­
mentos impulsores de la integración intra e interregional, así como la mercancía
que vinculaba las economías indianas con los mercados internacionales, no tuvo
tampoco la intensidad integradora ínter e intrarregional que le ha concedido la
historiografía tradicional. Habitualmente se solían presentar unas series de pro­
ducción de metales preciosos (quintos, amonedación a valores corrientes) que
ponían de relieve la intensificación de la producción en la segunda mitad del si­
glo xvm. Así, se interpretaba que en Nueva España la producción argentífera se
elevó desde la década de 1690 hasta 1745, momento en el cual comenzó una
nueva época de mayor intensidad superior incluso a la primera mitad del siglo
xvm, que terminó con los movimientos independentistas en 1810. En el área an­
dina, esta recuperación fue de menor intensidad y se dio posteriormente. Los ni­
veles más bajos se alcanzaron alrededor de 1720, momento en el que se inició
una recuperación constante aunque lenta, que concluyó a finales de la época co­
lonial, pero sin lograr superar, como en el caso novohispano, los niveles de pro­
ducción de los mejores tiempos de finales del siglo XVI. La producción global au­
rífera, procedente fundamentalmente de los territorios de Nueva Granada
(Popayán y Antioquía) y en segunda instancia de Nueva España, Chile, Perú y
Charcas, disminuyó entre 1660 y 1730 y se recuperó durante la segunda mitad
del siglo.
Sin embargo, recientemente se ha criticado esta interpretación del crecimiento
minero a lo largo del siglo xvm, subrayando para el caso de Nueva España que el
inicio del incremento minero no ocurrió a finales de la centuria, sino a comienzos
de la década de 1720. Ajustando los totales de las amonedaciones según el índice
de precios, se ha descubierto que la industria minera se enfrentó a graves proble­
mas a finales de la época colonial, al ir perdiendo rentabilidad. Producir el mismo
kilogramo de plata era más caro a finales que a principios del siglo XVIII, por el
aumento de los costos de producción (profundización de los tiros, necesidad de
mayores inversiones, elevación del precio del dinero) y la baja del valor de la pla­
ta en los mercados internacionales. En consecuencia, si la minería siguió con vida
durante la segunda mitad del siglo XVIII, fue debido al apoyo que la Corona le
concedió al favorecerla con exenciones fiscales y mantener el control de los pre­
cios de productos vitales como la pólvora, los cereales, el azogue, etc.
Esta nueva interpretación posibilita una relectura del modelo explicativo de
la minería como motor de arrastre, al poner de relieve que en los últimos mo­
mentos de la época colonial hubo una desaceleración en la integración de los
mercados internos que produjo una parcelación de los ámbitos económicos a co­
mienzos del siglo xix.
En resumen, los impulsos económicos y políticos externos e internos fueron
rediseñando, como consecuencia de la variable intensidad de sus respectivos
«motores de arrastre», las tramas comerciales intra e interregionales. Veamos en
detalle el comportamiento regional.
LOS MERCADOS INTERNOS 199

Ilustración 3

1799. Vista de la máquina de cortar monedas (Casa de Santa Fe). Por Mariano Millán.
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos,
Ingenios y Muestras, 288.
Ilustración 4
NUEVA ESPAÑA, SIGLO XVIII

PEDRO PÉREZ HERRERO


Fuente: Lombardi, C. L. y Lombardi, J. V. Latín America History. A teaching Atlas. University of Wisconsin Press, Madi-
son, Wisconsin, 1983: 31.
LOS MERCADOS INTERNOS 201

Nueva España

Hasta ahora se ha venido repitiendo que fue el crecimiento minero, favoreci­


do por las medidas proteccionistas de la Corona, el que sirvió de motor de re-
vitalización económica e intensificación del proceso de integración espacial del
virreinato septentrional. Sin embargo, al realizar un análisis regional, se observa,
sin restar importancia a la producción de plata, que la realidad fue algo más
compleja.
Durante la segunda mitad del siglo XV11I, en la región del Bajío, debido a la
reducción de la rentabilidad de la minería, al haberse alcanzado una alta densi­
dad demográfica y a la atracción de áreas aledañas, como las de Michoacán o
Guadalajara, algunos centros productores comenzaron a alejarse de la antigua
órbita de los reales de minas. Cclaya y Salvatierra fueron comercializando cada
vez. más su producción de grano hacia la Ciudad de México, que se comportaba
como centro de consumo y como redistribuidor de mercancías. San Miguel el
Grande se convirtió en uno de los principales abastecedores de carnes, grasas y
pieles a lejanos mercados a través de los puertos de Veracruz y Acapulco. Queré-
taro fue aumentando considerablemente sus exportaciones de textiles hacia
otras ciudades del virreinato, fundamentalmente hacia la capital, arrebatando
incluso el mercado a antiguos centros manufactureros como los de la región de
Puebla. Acámbaro y León se especializaron en la talabartería. El proceso de ce-
realización del Bajío ocasionó a su vez la dependencia de importaciones masivas
de lana de las haciendas del Norte del virreinato, para abastecer de materia pri­
ma a sus obrajes. El Bajío produciría, así, a finales del siglo xvm, tanto para el
sector minero —entendiéndose la demanda directa de los reales de minas, más la
indirecta generada—, como para el urbano y el exterior, ya que a los mercados
internos virreinales se deben sumar las remesas destinadas a los mercados anti­
llanos.
En la intendencia de Michoacán se dio un crecimiento urbano importante,
debido más a la emigración del campo a la ciudad que a un crecimiento vegetati­
vo —las tasas de aumento rural eran superiores a las urbanas—, ocasionándose
la extensión de la producción agrícola, la conversión de las haciendas ganaderas
en cerealeras y el enfrentamiento entre hacendados y comunidades indígenas,
que padecían la desestructuración de sus modos de vida tradicionales. Aquí tam­
bién, aunque en menor escala, llegaba la influencia de la demanda de trigo de la
Ciudad de México, y la ocasionada por los centros mineros de Guanajuato. El
ganado se traslado a los distritos de la costa, donde además se producía arroz,
sal, algodón, añil y azúcar, que se vendían en el interior de la intendencia y en
Guanajuato. México. Guadalajara, Zacatecas y Durango.
Puebla sufrió un estancamiento relativo a lo largo del siglo xvm debido a las
epidemias, la emigración, la competencia de otras áreas cerealeras (Bajío) que
abastecían a la Ciudad de México, la reducción del número de obrajes ante la
importación de telas extranjeras más baratas o la rivalidad con otros centros
manufactureros del virreinato, la pérdida de los mercados harineros antillanos
ante la entrada en escena de las exportaciones estadounidenses realizadas al am­
paro de las concesiones del comercio de neutrales, el enfrentamiento con la
202 PEDRO PÉREZ HERRERO

Ilustración 5

Monedas de quatro quartos.

Monedas de dos quartos.

Monedas de un quarto.
Monedas de unquario.

Monedas de quunoqumw.

Monedas dedos quanos.

Monedas de un quarto.

1771. «Monedas de clacos de los Cacahueteros que tienen tiendas mestizas», usadas en
Nueva España. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias,
Mapas y Planos, Monedas, 133.
LOS MERCADOS INTERNOS 203

Compañía Guipuzcoana, que luchaba por reducir las relaciones mercantiles en­
tre Nueva España y Venezuela; y, fundamentalmente, por su situación excéntri­
ca respecto de las zonas de producción minera, al no llegar a la intendencia nin­
guno de sus impulsos. Sin embargo, no debe exagerarse la crisis de la
producción textil, ya que a finales de siglo aún quedaba vigente buena parte de
los obrajes poblanos, los cuales sustituyeron sus antiguos mercados por otros
como los de Zacatecas, Sinaloa, Durango, Oaxaca, Guatemala y Guadalajara.
Para la intendencia de Guadalajara, el aumento demográfico y la concentra­
ción urbana fueron al parecer los factores cstructuradores más importantes de la
región. En un amplio hinterland alrededor de la capital de la intendencia, debido
al tirón de la demanda ocasionado por el aumento de población, florecieron las
haciendas cerealeras —el consumo de carne per cápita disminuyó y aumentó el
de granos—, al mismo tiempo que se expandieron los centros manufactureros,
se vigorizaron las relaciones mercantiles, pasaron a primer plano los pequeños
rancheros, muchos de ellos arrendatarios antes que minifundistas independien­
tes, y se incorporaron las comunidades indígenas a los circuitos comerciales in­
ternos, aunque manteniendo un importante grado de cohesión. La lejanía del
puerto de Veracruz —lo que supone una elevación en los costos de transporte y
por tanto, el encarecimiento de las importaciones— fue la mejor barrera protec­
cionista de la región de Guadalajara.
Tan sólo en las zonas limítrofes de la intendencia, se observa una vincula­
ción mayor con el resto de las regiones novohispanas. Los /Vitos de Jalisco,
Aguasca tientes y Lagos se especializaban en la cría de ganado mular, y las regio­
nes costeras de Tierra Caliente en la de vacuno, realizando sus exportaciones,
después de cubrir la demanda local —que aumentaba como resultado del creci­
miento demográfico, pero disminuía por la elevación del precio de la carne y la
entrada masiva de los granos en la dieta—, a Puebla, México, Guanajuato, Oa­
xaca y coyunturalmente a Michoacán. Las exportaciones de vacuno permanecie-

Ilustración 6

1816. «Muestras de texidos de algodón fabricados en Guatemala, y en el pueblo de Cu-


bulco de la provincia de Verapaz, premiados por la sociedad de dicha capital». Fuente:
Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Tejidos,
GU 635, 33.
204 PEDRO PÉREZ HERRERO

ron sin gran variación a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI11, exceptuan­
do el leve descenso de los años ochenta, mientras que las de caballar y mular de­
cayeron profundamente a partir de la misma fecha, para no recuperarse sino
hasta 1796, como consecuencia del establecimiento de la feria de San Juan de los
Lagos. El ganado lanar, cuantitativamente muy inferior a los anteriores, se con­
centraba en los distritos altos y más fríos de la intendencia. El lago Chapala, el
valle del río Santiago y las comarcas colindantes del obispado de Michoacán
eran puntos terminales de la trashumancia interna del virreinato. El algodón, los
tintes y el arroz eran típicas producciones de Tierra Caliente. Desconocemos en
detalle los volúmenes de la comercialización y los mercados de destino de la lana
y el algodón, aunque todo parece indicar que eran consumidos en el interior de
la intendencia en los obrajes de lana y algodón surgidos ai amparo de la lejanía
de los centros de importación y exportación.
El Noroeste, con una baja densidad demográfica y con tradición minera des­
de la segunda mitad del siglo xvn, experimentó un notable crecimiento econó­
mico en las últimas décadas del período colonial. El desarrollo de la actividad
minera, protegida por José de Gálvez, fue el principal motor del crecimiento del
área. Tras el descubrimiento de nuevos reales de minas, comenzaron a fundarse
núcleos de población que recibieron sucesivos contingentes de inmigración de
zonas circunvecinas. Los canales mercantiles se ampliaron, la economía se mo­
netizó y las antiguas misiones se desestructuraron.
En la intendencia de Durango, la minería tuvo un desarrollo excepcional a
finales de la época colonial. Los distritos mineros de primer y segundo orden se
multiplicaron por doquier (Parral, Chihuahua, Yndé, Cuencamé, Batopilas, Co-
siguirachi y Santa Eulalia en la jurisdicción chihuahuense, y Guarisamey y Mapi-
mí en la de Durango). Distintas investigaciones han puesto de manifiesto que en
dicha región la minería fue claramente el factor de regionalización más impor­
tante durante esta época. La agricultura se fue concentrando, por razones geo­
gráficas obvias, en la zona sur y alrededor de los ríos, pudiéndose observar una
parcial especialización en la producción: cereales fundamentalmente en el Sur
(San Bartolomé, Nombre de Dios, San Juan del Río); vino en Parral; ganado en
los extremos más alejados de la intendencia ya que, por el hecho de poderse
transportar a sí mismo y rebajar así los costes tenía un radio de acción comercial
más amplio. Se exportaba a los reales de minas de Santa Eulalia, en el Norte de
la intendencia, al Sur de Durango, Nombre de Dios, Cuencamé, Parral e incluso
Zacatecas. Dos ejes comerciales básicos cruzaban el territorio: uno Norte-Sur
(camino de Tierra Adentro) y otro Este-Oeste (tramo Durango-Parras-Saltillo),
que unía la capital de la intendencia con la zona productora de vino, la zona ga­
nadera de Coahuila y la feria de Saltillo. Del exterior llegaba azúcar de Jalisco;
textiles del centro del virreinato (Querétaro, Puebla); sal de la costa del Pacífico,
y ferretería, objetos de lujo, papel, azogue, vinos de calidad, etc., de manos de
los comerciantes de la capital, a través de una compleja red de intermediarios.
La dilatada intendencia de San Luis Potosí, conformada por las antiguas
provincias de Coahuila o Nueva Extremadura, Nuevo Reino de León y Nuevo
Santander o provincia de Tamaulipas, con una reducida densidad demográfica y
sin producción argentífera importante, se fue especializando, ante el proceso de
LOS MERCADOS INTERNOS 205

Ilustración 7

1795. Vale de 50 pesos para I.uisiana. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archi­
vo General de Indias, Mapas y Planos, Monedas, SD 2643, 12.
206 PEDRO PÉREZ HERRERO

cerealización de las áreas centrales del virreinato, en la cría de diversos tipos de


ganado: lanar en Coahuila (hacienda de los Sánchez Navarro); mular y caballar
en la hacienda de los marqueses de Aguayo; vacuno (carne y cueros) en el Nuevo
Reino de León, etc. La feria de Saltillo, ubicada entre la frontera misionero-mili­
tar del septentrión y los mercados mineros y urbanos del centro, funcionaba
como epicentro de los intercambios intra e interregionales.
La intendencia de Oaxaca era una realidad múltiple. Por un lado estaba la
Mixteca Alta, productora de grana donde el repartimiento de mercancías impul­
sado por el alcalde mayor servía de canal de conexión entre las comunidades in­
dígenas y los mercados novohispanos. Por otra parte, estaban los valles centrales
situados en aspa alrededor de la ciudad de Antequera, con una alta densidad de­
mográfica (157 hab./km2 a finales del siglo xvm), donde los indígenas controla­
ban aproximadamente dos tercios de la producción agrícola, así como también
los dos tercios de la comercialización de las mercancías, tanto en los circuitos in­
dígenas como en los no indígenas. Y, por último, se encontraban las regiones co­
lindantes con las intendencias de México y Puebla con menor densidad de po­
blación, criadoras de ganado caprino y productoras de azúcar, índigo y algodón.
Cada área tenía formas de producción y estructuras sociales definidas. La Oaxa­
ca productora de grana estaba conectada en mayor grado con la demanda inter­
nacional e interna de colorantes, por lo que su producción se ajustaba a las mis­
mas. Los valles centrales de la intendencia se iban transformando según las
oscilaciones demográficas indígenas y el aumento de la demanda urbana de la
ciudad de Antequera. La Oaxaca ganadera y azucarera estaba más directamente
vinculada a las transformaciones de los mercados intra e interregionales novohis­
panos, por lo que reproducía en líneas generales los ciclos de dichos mercados.
En la intendencia de Veracruz, el aumento de las actividades portuarias du­
rante la segunda mitad del siglo xvm —de una media de 20 barcos anuales que
entraron en Veracruz entre 1728 y 1739, se pasó a 103 entre 1784 y 1795—,
con la consiguiente vigorización del tráfico interno, la localización del monopo­
lio de la producción de tabaco —Real Fábrica de Tabacos de Orizaba—, la nue­
va situación del mercado azucarero antillano creado por el bloqueo atlántico im­
puesto por los británicos y el continuo acantonamiento de tropas en Orizaba,
Córdoba y Jalapa, ocasionaron importantes efectos multiplicadores en el área.
La zona costera central (Tlalixcoyan, Tuxtla y Tlacotalpan) se especializó en el
cultivo de algodón, azúcar, arroz y productos tropicales y en la recolección de
sal, que comercializaba bien en el interior de Nueva España o en los mercados
antillanos. El Norte (Tampico y Antigua) y el Sur (Acayucan) se especializaron
en la cría de ganado vacuno, y las zonas intermedias (Jalapa y Cosamaloapan),
en la producción de caña de azúcar. En Orizaba, donde se concentraba el mono­
polio de la producción de tabaco, se erigieron numerosas destilerías y se incre­
mentaron las actividades artesanales y manufactureras. Córdoba se convirtió en
almacén de productos agrícolas, además de reunir numerosos ingenios y trapi­
ches. Jalapa decayó, al quedar alejada de las nuevas rutas que pasaban por Cór-
doba-Orizaba.
En Yucatán, el crecimiento de la población y de la densidad demográfica a
partir de mediados de siglo y el aumento de la población urbana de Mérida oca­
LOS MERCADOS INTERNOS 207

sionó, fundamentalmente en el hinterland de los centros urbanos más importan­


tes, una ampliación de los mercados, un cambio del tributo en especie a moneda
y una intensificación del proceso de monetización de la economía en su conjun­
to. En consecuencia, hubo una reconversión de las antiguas estancias en hacien­
das, que aumentaron su tamaño, producción y valor en función de su mayor
rentabilidad, y se agudizó la lucha por la tierra entre hacendados e indígenas, lo
que acentuó los procesos de migración interna y la desestructuración de las co­
munidades. Por otra parte, se observa que, como consecuencia de la agilización
y la rebaja impositiva comercial y las condiciones coyunturales del mercado an­
tillano —cierre del tráfico Atlántico desde 1797 hasta 1804— , los flujos comer­
ciales aumentaron sensiblemente entre la península de Yucatán a través del puer­
to de Campeche y las plazas mercantiles de Veracruz, Tabasco, La Habana,
Florida y Nueva Orleans, desabastecidas por la guerra. Campeche importaba
toda clase de manufacturas, harinas y azúcar de Veracruz; palo de tinte y cacao,
que era posteriormente reexportado, de Tabasco; azúcar, canela y cueros, de
Cuba; y de Nueva Orleans, brea y tablas para los astilleros campechanos. Ex­
portaba palo de tinte, sal, arroz, henequén —todavía en escaso volumen—, cue­
ros y cacao a Veracruz; maíz y artículos de lujo (reexportados), a Tabasco; pes­
cado, sal, maíz, arroz y palo de tinte, a La Habana; y henequén, sal, arroz y palo
campeche, a Nueva Orleans. Como resultado de ambos procesos —el aumento
de población y de los flujos comerciales externos—, se realizó una parcial espe­
cialización geográfica productiva: azúcar y arroz en Campeche; ganadería y ce­
reales en los departamentos de Camino Real Bajo, «La Costa», Beneficios Altos
y Bajos; algodón en Valladolid; y ganadería extensiva en el Petén.
En resumen, la frontera minera siguió desplazándose hacia el Norte del vi­
rreinato, y se produjo una profunda transformación en los espacios ya coloni­
zados. Sin embargo, todo parece indicar que no se llegó a crear un mercado de
ámbito nacional, sino mercados locales regionales conectados entre sí a través
de un reducido número de mercancías comercializadas por los mercaderes capi­
talinos, mediante complejos sistemas monopólicos de dominio, y al exterior a
través de los angostos canales que pasaban por las ciudades de México, Vera-
cruz y Acapulco. Parece claro que la minería fue un primer motor de integra­
ción regional, sustituido en unos casos o compartido en otros por la concentra­
ción urbana.

Centroamérica

A partir de las décadas de 1730 y 1740, la región centroamericana comenzó a


transformarse como resultado de los cambios en las coyunturas económicas in­
ternacionales, la acción política de los Borbones y los impulsos internos propios
derivados del crecimiento demográfico. En consecuencia, la producción y el co­
mercio aumentaron, al mismo tiempo que se acentuó la capacidad centralizado­
ra de la ciudad de Guatemala. Las autonomías locales alcanzadas hasta entonces
se fueron resquebrajando, conforme la capital fue ampliando su radio de acción
y control. El añil conecto el area con los mercados internacionales y dio la fuerza
necesaria a los comerciantes para convertirse en grupo de presión.
Ilustración 8
COMERCIO Y MERCADOS EN AMÉRICA LATINA COLONIAL: AMÉRICA CENTRAL, SIGLO XVIII

PEDRO PÉREZ HERRERO


Fuente: West, R. C. y Augelli, J. P. Middle America. Its Lands and Peoples. Prentice-Hall, New Jersey, 1976: 288.
LOS MERCADOS INTERNOS 209

Como han puesto de relieve las últimas investigaciones, la política borbónica


se orientó a reactivar la minería hondureña, tras el descubrimiento de los yaci­
mientos de Yuscarán y Opoteca, y a vigorizar las rutas externas, para lo cual se
fomentó la construcción de obras de infraestructura (puentes, puertos y caminos),
al tiempo que se impulsó el desalojo de los ingleses de la región (el contrabando
significaba una disminución de los ingresos de la Corona). Sin embargo, aunque
la reactivación minera cambió la balanza comercial de la región, al disminuir la
necesidad de adquirir circulante en los mercados peruanos o novohispanos, no
fue capaz de impulsar el crecimiento económico interno, debido a la baja calidad
de los minerales (al no ser rentable el uso de la amalgama, se siguió empleando el
sistema de fundición, por lo que la producción no se concentró).
La producción de añil, concentrada en las laderas de Pacífico, aumentó des­
de mediados de siglo, hasta que a partir de 1790 el cacao comenzó reemplazarla.
El añil se exportaba a través de los canales del golfo de Honduras y el río San
Juan, siendo controlado en buena medida por los comerciantes agrupados en el
Consulado de Comerciantes de la ciudad de Guatemala (creado en 1793). Una
parte, de difícil cuantificación, era producida por los «poquiteros» (pequeñas o
medianas haciendas de estructura familiar) y exportada de contrabando por los
ingleses desde la plaza de Belice y la costa de los Mosquitos a Jamaica, para des­
de allí ser enviada a las plazas europeas.
En consecuencia, los mercaderes llegaron a absorber la mayoría de las ga­
nancias generadas por el sector, de modo que los cosecheros, cuando por alguna
causa se reducía su ya pequeño margen de ganancia, como sucedió con las pla­
gas de langosta de los años 1769, 1773, 1800 y 1805, tenían resultados negati­
vos. Al mismo tiempo fueron desplazando de los circuitos internos a los denomi­
nados «provincianos», hecho que la Corona trató de frenar, aunque con
reducido éxito, con la creación en 1782 del Monte Pío de los Cosecheros del
Añil (dotado de fondos procedentes del estanco de tabaco); y la creación en
1785 de las intendencias de San Salvador, Chiapas, Honduras y Nicaragua
(comprendía el territorio de la actual Costa Rica).
La expansión de la producción de añil se fue materializando en la consolida­
ción de un cordón de haciendas agroganaderas a lo largo de la vertiente del Pací­
fico, que suministraban los productos requeridos directa o indirectamente por
los campos añileros y por el aumento del consumo urbano. El añil y el ganado
fueron desplazando a los cultivos de subsistencia, impulsando la mercantiliza-
ción de las relaciones de producción, al generar mano de obra asalariada y ele­
var el consumo a través del mercado. Al mismo tiempo, las medidas liberaliza-
doras del comercio hicieron renacer el cultivo del cacao, promovieron la
exportación de cochinilla, e hicieron que floreciera el tabaco, se exportaran cue­
ros y sebos, se iniciara el comercio de carnes saladas como alimento de los escla­
vos de las plantaciones azucareras y se exportaran maderas nobles (caoba) a los
ingleses.
Sin embargo, a comienzos del siglo XIX, la pesadilla cíclica de la economía
centroamericana reapareció, haciendo que las esperanzas junto con las inversio­
nes a largo plazo comenzaran a resquebrajarse. El aumento de la producción de
añil en áreas mejor situadas con respecto a las líneas comerciales internacionales
210 PEDRO PÉREZ HERRERO

(Venezuela, India, Carolina del Sur, Antillas Holandesas), acicateadas por la ele­
vación del precio del producto en los mercados europeos, fue la causa principal
de la caída de las exportaciones ahiléras centroamericanas. Al mismo tiempo, el
colapso de las vías comerciales atlánticas (guerras entre las Coronas española y
británica de 1779 a 1821) dificultaron y encarecieron (por el aumento de los se­
guros) la comercialización oficial del añil centroamericano. Las plagas de lan­
gosta de finales de la época colonial fueron la gota que colmó el vaso. En conse­
cuencia, las exportaciones realizadas por el puerto de Realejo en Nicaragua
cayeron verticalmente a finales de siglo. Sin embargo, la crisis, aunque indiscuti­
ble, tal vez no haya sido de la magnitud que muestran las cifras oficiales, ya que
a ellas hay que añadir las transacciones realizadas en los barcos «neutrales» es­
tadounidenses.
Por su parte, la reorganización fiscal ayudó también a transformar los cir­
cuitos mercantiles internos. La conmutación de tributos de 1737 empujó a las
comunidades indígenas a integrarse en los intercambios mercantiles monetiza­
dos. En 1776, como resultado de que los fondos de comunidad pasaron a ser ad­
ministrados por los alcaldes mayores y los corregidores, los comerciantes co­
menzaron a beneficiarse de los aumentos de la producción y la demanda
realizados en el interior de las economías indígenas. De forma paralela, el incre­
mento en la presión fiscal redujo las rentas monetarias disponibles, recortando el
consumo. Finalmente, como consecuencia del recorte de la disminución de netos
del Estado a comienzos de siglo xix (el aumento de los gastos originados por la
guerra coincidió con una contracción económica), disminuyó la capacidad de ac­
ción en la región del gobierno central metropolitano, con la consiguiente reapa­
rición del contrabando. Por su parte el carácter negativo de la balanza comercial
fomentó el proceso de desatesorización.
En resumen, la época colonial terminaba con una estructura comercial enfo­
cada hacia el exterior y con un espacio interno resquebrajado lleno de tensiones.
Un marco inigualable que facilitaba la extracción de beneficios hacia el exterior
y que imposibilitaba un crecimiento integrado, al imponer una estructura pro­
ductiva agroexportadora dependiente.

La región antillana y circuntcaribe

Esta región experimentó importantes transformaciones durante el siglo xvm


como consecuencia del aumento de la demanda de ciertos productos tropicales
en los mercados internacionales (cambios dietéticos) y la agilización y rebaja de
los costos del transporte. Azúcar, cacao, tabaco y tintes dibujaron una especiali­
zación en la producción. Las islas que habían realizado la «revolución del azú­
car» durante el siglo xvn alcanzaron un techo en la producción al no incorporar
nuevos adelantos tecnológicos, mientras que aquellas otras que hasta entonces
habían permanecido al margen tuvieron una rápida expansicín económica. Bar­
bados pasó de producir 8000 toneladas en 1700-1704 a 12000 a comienzos del
siglo XIX. St. Kits saltó de 132 toneladas en 1700-1704 a 9429, en 1770-1774.
Nevis y Montserrat oscilaron permanentemente entre las 3 000 y las 2 000 tone­
ladas quinquenales durante todo el siglo. Antigua pasó de las 2000 toneladas en
LOS M E R C A D O S IN T E R N O S
Ilustración 9
DEPENDENCIA Y «COMERCIO LIBRE» (1720-1810): CAPITANÍA GENERAL DE VENEZUELA, SIGLO XVIII

Fuente-. Mckinley, M. Prerevolutionary Caracas. Politics, Economy and Society, 1777-1811. Cambridge University
Press, Cambridge, 1985: 3. —
212 PEDRO PÉREZ HERRERO

1700-1704 a las casi 10000 en 1750-1754. Jamaica pasó de exportar 4000


toneladas en 1700-1704 a 88 060 en 1805-1809. Granada, St. Vincent, Santa
Lucía y Dominica se fueron incorporando a la fiesta del azúcar a mediados de si­
glo, exportando cada una de ellas entre 2000 y 10000 toneladas respectivamen­
te, con una tendencia clara al alza. Trinidad y Tobago pasaron de exportar
1 000 toneladas hasta casi las 10000 a comienzos del siglo XIX. Martinica saltó
de 5000 en el quinquenio de 1710 a 17000 en 1815-1819. St. Domingue subió
de las 5000 en 1710-1714 a las 68 000 entre 1785-1789.
La producción del azúcar generó una complicada trama de flujos comercia­
les. El ron elaborado en las costas norteamericanas era enviado al continente
africano para ser cambiado por esclavos. Desde las costas africanas, los barcos
ponían proa a las plantaciones azucareras antillanas, donde vendían los esclavos
■y cargaban azúcar y melaza con dirección a las refinerías norteamericanas y eu­
ropeas. Los barcos ingleses solían navegar directamente a Jamaica, transportan­
do barriles, pescado salado y manufacturas, que cambiaban por metales precio­
sos, llegados a la isla por la venta de esclavos de contrabando en los puertos
hispanoamericanos. Los mismos barcos tenían también la posibilidad de adqui­
rir a bajo precio esclavos en los mercados antillanos y cargar azúcar y melaza, a
fin de vender los primeros en las costas norteamericanas (bahía de Chesapeake),
y cambiar el azúcar y la melaza por ron, con el que iniciar otro circuito mercan­
til. Tampoco era raro que los barcos franceses se dirigieran a las costas hispano­
americanas para cambiar directamente esclavos por metales preciosos, en vez de
emplear el azúcar como producto intermediario. Con los metales adquiridos,
esos barcos compraban directamente en la India los textiles de algodón deman­
dados en Senegal, donde los cambiaban por goma y ropa, que serían posterior­
mente la base de la compra de esclavos en Dahomey, para comenzar el ciclo de
nuevo.
Entre 1750 y 1775, algunas de estas prácticas comerciales variaron. Los co­
merciantes británicos, ante la reducción de ganancias ocasionada por la compe­
tencia de franceses y norteamericanos y la pérdida del asiento (monopolio de la
trata negrera concedido por la Corona española a los franceses), enviaron sus
barcos directamente desde los puertos de las Islas Británicas hasta las costas afri­
canas a fin de rebajar los costos de adquisición de la mano de obra. Como con­
secuencia, en algunas ocasiones, después de vender sus cargas humanas en las
Antillas, regresaban a los puertos europeos en lastre, por encontrar que el azúcar
estaba comprometido ya con otros comerciantes. De esta forma, los mercaderes
británicos disminuyeron sus exportaciones de azúcar, al tiempo que aumentaron
las de los franceses y holandeses, y comenzaban las de los españoles.
Por su parte, la guerra de independencia de las colonias inglesas del conti­
nente norteamericano tuvo importantes consecuencias en los mercados antilla­
nos. La disminución de las remesas procedentes de las Trece Colonias supuso el
alza del precio de algunas materias primas y de ciertas mercancías de primera
necesidad, como granos, harinas, ron y caballos. La firma del Tratado de Versa-
lies, en 1783, volvió a abrir el tráfico entre las islas británicas antillanas y Esta­
dos Unidos, con la condición de que se efectuara en barcos ingleses. Sin embar­
go, esta condición acabó beneficiando a los contrabandistas norteamericanos,
LOS MERCADOS INTERNOS 213

debido a ¡a incapacidad de los barcos ingleses para cargar los volúmenes crecien­
tes de las harinas estadounidenses. A fin de combatir esta pérdida de control, el
Parlamento inglés extendió en 1787 el sistema de libre comercio a varios puertos
antillanos (Kingston, Savannah la Mar, Montego Bay y I.ucea en Jamaica;
St. George en Granada, Roseau en Dominica; y Nassau en las Bahamas), por lo
que entre 1783 y 1791 volvieron a aumentar las exportaciones de azúcar, aun­
que no con la intensidad esperada, ya que los huracanes arruinaron parte de las
cosechas en 1784, 1785 y 1786. La revolución de St. Domingue a principios de
la década de 1790 creó el clima necesario para que las islas inglesas y Cuba se
beneficiaran de la nueva coyuntura.
Cuba tuvo un desarrollo azucarero mucho más tardío que las Antillas ingle­
sas y francesas, ya que pasó de las 2000 toneladas en el quinquenio de 1740-
1744 a las 10000 en el de 1775-1779, y de las 37085 toneladas en el de 1805-'
1809, subió hasta las 50384, entre 1820-1824. El número de ingenios aumentó
de un total de 463 en 1792 a 870 en 1803 y 1 000 en 1827. El puerto de La Ha­
bana pasó de registrar un movimiento de 371 navios en 1775, a 800 en 1800,
1 057 en 1828 y 2524 en 1837. La liberalización del tráfico a mediados de siglo,
el reemplazo en 1771 de la moneda macuquina (en su mayoría de cobre) por pe­
sos fuertes —que posibilitó una mayor convertibilidad monetaria—, la permisi­
vidad de la importación masiva de esclavos negros en 1789, el aumento en las
inversiones gubernamentales en infraestructura y la revolución de Saint Domin­
gue en 1791, fueron impulsando la producción y favoreciendo las exportaciones.
La expansión de la producción azucarera y el crecimiento demográfico de la
isla de Cuba modificaron los circuitos antillanos y circumcaribes. Mientras que
las islas inglesas tenían un nivel de especialización alto en la producción y expor­
tación de azúcar, contando para ello con mano de obra preponderantemente es­
clava, Cuba, por el contrario, mantuvo una economía mucho más diversificada
en la que los esclavos no desempeñaban un papel relevante. Los resultados en el
comercio y la geografía de la producción fueron claros. A La Habana llegaban
las harinas mexicanas y estadounidenses, necesarias para el abastecimiento de la
creciente demanda urbana; de Campeche recibía maíz y harinas a cambio de ta­
baco; de Coatzacoalcos, maderas de cedro y caoba como materia prima para sus
astilleros. Cartagena, Santa Marta, La Guayra y Maracaibo enviaban maíz y
muías, a cambio de tabaco, azúcar y sobre todo reexportaciones de manufactu­
ras de procedencia europea. El tabaco cubano se llevaba a Portobello, donde era
reexpedido para su venta en el virreinato peruano. La Habana se conectaba con
las Canarias, exportando volúmenes crecientes de cueros procedentes dé las islas
y el entorno circumcaribe, azúcar, cacao y tabaco, a cambio de aguardiente,
vino, vinagre y frutos secos de Tenerife. De Cádiz siguieron llegando las mercan­
cías europeas (vinos, aceites, telas, papel), con la única diferencia de que ahora
no lo hacían concentradas en envíos, como en tiempos de las flotas y los galeo­
nes. Los mismos comerciantes jamaicanos tenían tratos con Cuba, donde envia­
ban sus mercancías para recomercializar los productos, haciéndolos pasar como
llegados oficialmente, según ha demostrado A. Christellow. El área de Santiago
de Cuba siguió siendo la puerta falsa por donde entraba y salía un volumen cre­
ciente de mercaderías de contrabando, tales como esclavos, telas y ropa, además
214 PEDRO PÉREZ HERRERO

Ilustración 10

1804. Acción de la Rea! Compañía de La Habana por valor de 250 pesos. Fuente: Minis­
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Monedas, UL
LOS MERCADOS INTERNOS 215

de vinos y objetos de lujo. El comercio con St. Domingue también era intenso, se
enviaban tabaco y muías a cambio de ron y telas europeas.
La guerra entre Inglaterra y las Trece Colonias de 1775 y 1783 convirtió a
Cuba en un mercado privilegiado para las exportaciones estadounidenses de ha­
rinas (después eran a su vez reexportadas hacia las Antillas y los mercados cir-
cumcaribes) y un lugar de donde extraer metales preciosos. Cuba encontró en
las plazas de los recién nacidos Estados Unidos los mercados sustitutivos para
los productos que no podía comercializar en Europa por la situación del blo­
queo marítimo causado por la guerra. En 1784-1785, el Gobierno español trató
de cortar ese tráfico, pero se encontró que era casi imposible detener las prácti­
cas comerciales iniciadas, por lo que los «llorones cubanos* (productores y co­
merciantes de la isla), consiguieron la concesión de un régimen comercial espe­
cial, que les permitió seguir manteniendo tratos mercantiles con Estados Unidos
entre 1793 y 1808.
Santo Domingo participó indirectamente de la recuperación económica anti­
llana. Funcionaba como la trastienda del crecimiento azucarero de la parte fran­
cesa de la isla (proporcionaba alimentos, ganado y pastos), y como punto expor­
tador de cueros y ganado a todas las Antillas y el área circumcaribe. Importaba
harinas, muías, sebos y cueros de Puerto Rico; azúcar de Cuba, pescado y sal, de
la isla Margarita; y cacao, cueros, carne y ganado, de Venezuela. Exportaba o
reexportaba tabaco y cacao a Puerto Rico; vino, pescado, cacao y carne a Cuba;
cueros y tabaco a Margarita; y toda clase de alimentos y manufacturas a Cara­
cas, que enviaba ganado a la parte francesa de la isla. Desde 1756 y hasta 1765,
se concedió el monopolio del tráfico de la isla a la Compañía de Barcelona, mo­
mento en el cual se introdujo el régimen de «comercio libre». De las plazas ex­
tranjeras llegaban: víveres y caldos de Nueva York y Filadelfia, ron de Jamaica,
sal de la isla de la Tortuga, azúcar de la parte francesa de la isla, víveres y caldos
de Curasao y ron de las Antillas francesas e inglesas. Cuando la producción azu­
carera de Saint Domingue disminuyó debido ai proceso revolucionario, la parte
española de la isla lo resintió inmediatamente.

Ilustración 11

1795. Diseño del peso fuerte hallado en San Juan de Puerto Rico, con lemas impresos, al
parecer sediciosos. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de In­
dias, Mapas y Planos, Monedas, EC 10, 3, 123, 12.
216 PEDRO PÉREZ HERRERO

Ilustración 12

1756. Acción de la Real Compañía de Comercio establecida en Barcelona, a favor de D.J


María Bárbara de Portugal. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General
de Indias, Mapas y Planos, Monedas, IG 3125, 39.
LOS MERCADOS INTERNOS 217

En el área venezolana, el cacao se convirtió en el producto de exportación


más importante, al mismo tiempo que impulsor de la expansión de los circuitos
intrarregionales. Desde una perspectiva de largo plazo, hay que subrayar dos
procesos paralelos:
a) Por una parte, el cacao funcionó como un producto monoexportador de
la región venezolana hasta que a partir del tercer cuarto del siglo xviii comenzó
a compartir su papel con los tintes, el café, los cueros y el algodón. La economía
venezolana se diversificó y de esta forma los «llanos» y las vegas del interior se
integraron en el complejo conjunto económico de la región. El Real Decreto de
1777, que permitió el comercio con los mercados antillanos no hispánicos, la re­
ducción de las exportaciones haitianas a partir de la década de 1791 y la ocupa­
ción de la isla de Trinidad por los ingleses en 1797, facilitó este proceso de di­
versificación, ai abrir los canales oficiales caraqueños de comercialización,
suprimir uno de los competidores más poderosos del área y facilitar la llegada de
capitales y experiencia a la región de los refugiados franceses expertos en la pro­
ducción cafetalera. La reducción de las exportaciones de cacao a la Nueva Espa­
ña significó una caída en la entrada de circulante, lo que vino a subrayar la nece­
sidad de potenciar la diversificación económica a fin de superar la estructura
monoproductora dependiente de las importaciones de plata mexicana.
b) Por otra parte, los destinos de las exportaciones oscilaron de los mercados
novohispanos a los europeos a lo largo del siglo xviii, hasta que a finales del pe­
ríodo colonial volvió a invertirse la tendencia, al aumentar las exportaciones en
dirección al área antillana-circumcaribe y a los mercados estadounidenses (Fila-
delfia, Baltimore). La Compañía Guipuzcoana de Caracas (1730-1784), el fin de
la guerra de la independencia de Estados Unidos en 1783, los cambios inducidos
por la política comercial borbónica (Caracas fue incorporada al Régimen de
«comercio libre» en 1789) y el bloqueo bélico atlántico, fueron en buena medida
responsables de este cambio de rumbo.
Los elementos que revitalizaron el territorio de Nueva Granada fueron el
oro de las regiones centrales, y el ganado y los productos tropicales de las regio­
nes costeras. En tanto que productor de mercancías tropicales para la exporta­
ción, Nueva Granada se unió al conjunto del área circumcaribe, mientras que
como productor de metales preciosos, impulsó un modelo solar de integración
económica interna, semejante al andino o al novohispano. No fue casual, por
tanto, que se tuvieran dificultades en la definición de su territorio (en 1717 se
creó el virreinato de Nueva Granada; en 1723 se tuvo que arrinconar el proyec­
to ante la imposibilidad de combinar los distintos intereses de las regiones; y en
1739 se intentó de nuevo).
Sobre las oscilaciones de la producción de oro del virreinato neogranadino
(Antioquia) existe una fuerte polémica, debido a la calidad de las fuentes. Por lo
general se acepta que la producción tuvo una tendencia ascendente a lo largo del
siglo xviii, pero habría que ajustar estas cifras para eliminar la pérdida de la ca­
pacidad adquisitiva del metal, y al mismo tiempo comparar el incremento obser­
vable en las cifras oficiales con el de la crisis del siglo XVII, a la luz de las mejoras
administrativas y de la reducción del contrabando. Con los datos existentes, se
ha interpretado que aunque el crecimiento minero fue importante, produjo un
218 PEDRO PÉREZ HERRERO

Ilustración 13

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caótica,/.

1785. Muestra de tinte de seda con alazor de Caracas y de España, en ocho cordoncillos
de seda. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y
Planos, Tejidos, CA 373, 4.
LOS MERCADOS INTERNOS 219

impacto económico reducido debido a su propia estructura productiva (falta de


concentración empresarial y técnicas primitivas: los «mazamorreros» iban lite­
ralmente «rascando» y «lavando» la superficie para sacar el oro). Al parecer,
sólo cuando los placeres auríferos se desplazaron hacia las tierras altas de Mari-
nilla, Rionegro y Santa Rosa se fue creando un comercio intrarregional: la costa
se especializó en la producción de arroz, azúcar, cacao, frutas y frijoles, y las sie­
rras en ganado y oro.
El conjunto neogranadino se conectaba con el área antillana (y mediante
ésta con los mercados internacionales) a través de la red fluvial. De España lle­
gaba acero, hierro, textiles y vinos; del mundo antillano y circumcaribe afluían
cacao, tabaco, azúcar, algodón y textiles, ya fueran locales o reexportados pro­
cedentes de Europa. Cartagena servía de cabeza de puente con el exterior y los
ríos Magdalena y Cauca eran los nervios centrales del comercio, mientras Bogo­
tá hacía las veces de almacén y punto desde donde se reexpedían las mercancías.
Finalmente, Popayán era la puerta hacia el mundo andino y, en concreto, al cen­
tro textil quiteño.

El eje andino

El mundo andino del siglo xvm plantea al historiador el reto interpretativo de


tener que combinar por un lado el aumento de la producción de plata desde la
década de 1770, junto con el crecimiento demográfico (ambos procesos en
teoría debían producir un efecto integrador) y, por otro, el hecho comproba­
ble de su desintegración espacial a finales de la época colonial. Lo que vamos
a explicar a continuación es cómo la combinación de una serie de fenómenos
hicieron que durante la segunda mitad del siglo xvill, la parcial recuperación
de la producción minera y el leve aumento demográfico no se tradujeran en un
reordenamiento de los mercados internos que repitiera la estructuración inte­
rior alcanzada a finales del siglo XV1 y comienzos del XVII. Evidentemente, la
escasez de estudios regionales limitan la posibilidad de alcanzar conclusiones
definitivas.
Recientemente, diferentes investigaciones han puesto de relieve que se pue­
den definir cinco fases en la producción minera (con datos a precios corrientes):
después de una etapa de niveles de producción bajos a lo largo de la primera mi­
tad del siglo xvm, se inició una primera fase (1770-1784), caracterizada por pre­
sentar un rápido crecimiento hasta 1781 (de 250000 marcos a casi 400000
marcos), seguido de una recesión parcial hasta 1784, fecha en la que.se volvió a
los niveles de producción de los años de 1777-1778 (300000 marcos). La llega­
da de suministros de azogue de las minas de Almadén, entre 1771 y 1777 contri­
buyó a fomentar este crecimiento. En una segunda fase (1785-1795), la produc­
ción creció intensa y constantemente (570000 marcos). En una tercera
(1795-1805), la producción mantuvo la media de los niveles más altos alcanza­
dos en el período anterior, pero con oscilaciones anuales bruscas hasta de
100000 marcos. A partir de la cuarta época (1805-1815), se observa una aguda
recesión al volverse a los niveles de 1770 (250000 marcos). De 1815 a 1825, se
puede dibujar una última fase, constituida por un ascenso rápido en los prime-
PEDRO PÉREZ HERRERO
220

Ilustración 14
DEPENDENCIA Y -COMERCIO LIBRE» (1720-1810) AMÉRICA DEL SUR. SIGLO XVIII

Fuente: Lombardi, C. L. y Lombardi, J. V. Latín America History. A teaching Atlas. Uni-


versity oí Wisconsin Press, Madison, Wisconsin, 1983: 32.
LOS MERCADOS INTERNOS 221

ros cinco años, alcanzándose los niveles de 1810 (480000 marcos), para poste­
riormente caer abruptamente hasta el nivel de los 50000 marcos.
Los efectos integradores de la «recuperación* minera se vieron reducidos
por varios factores. La producción no recuperó los niveles de concentración al­
canzados a finales del siglo XVI. Hasta 1770, la máxima producción argentífera
procedía de la zona central (Pasco) y del Sur (Cailloma, Condoroma, Huancave-
lica, Oruro y Potosí), para posteriormente bascular hacia el Norte, al activarse
las minas de Hualgayoc en Cajamarca y de Huallanca (Tarma), impulsadas por
el descubrimiento de las minas de azogue de Cerro Chonta, así como las de las
zonas de Pasco y Trujillo. Paralelamente, hay que recordar que durante el último
cuarto del siglo XVIII, al intensificarse la explotación de la mano de obra indíge­
na, se movilizaron los recursos comunitarios. A fin de rebajar los crecientes cos­
tos, los productores de plata redoblaron sus esfuerzos para apropiarse de los ex­
cedentes generados en los circuitos internos indígenas. Finalmente, hay que
mencionar que la creación de los virreinatos de Nueva Granada y sobre todo del
Río de La Plata en 1776 transformó las redes de integración con el exterior. La
apertura de Buenos Aires en 1778 significó la entrada de manufacturas extranje­
ras, con la consiguiente ampliación de la competencia respecto de los centros
textiles indianos y la salida de metales preciosos hacia el exterior. Aunque la
costa peruana siguió enviando al Alto Perú azúcar, algodón, alcohol, etc., estos
productos comenzaron a intercambiarse por telas extranjeras en vez de por plata
potosina, alterándose en consecuencia todas las relaciones interregionales del es­
pacio andino: la yerba mate paraguaya comenzó a exportarse directamente al
puerto de Buenos Aires, en vez de al Alto Perú; los obrajes quiteños, al descender
su producción, dejaron de activar la demanda de algodón, lana y tintes; los ga­
naderos rioplatenses ampliaron sus exportaciones al Alto Perú, desplazando a
algunas de las antiguas áreas surtidoras. En resumen, la plata comenzó a expor­
tarse directamente hacia el exterior, dejó de circular previamente por la región
andina como en los siglos XVI y xvn, y por lo tanto, cesó de promover la integra­
ción económica interna.
Algunas regiones siguieron vinculadas con los impulsos de Potosí, mientras
que otras se fueron alejando del mismo. La región de Arequipa que se había es­
pecializado en la producción agrícola (vinos, aguardiente, patata y granos) que
enviaba a Potosí para adquirir la moneda que le permitiera comprar artículos de
importación en Lima, comenzó a desligarse del centro minero. En concreto, se
puede comprobar que desde 1775 no se dio una correspondencia entre las ten­
dencias de la producción potosina y la arequipeña: la primera dibujó una curva
ascendente hasta casi comienzos del siglo XIX, mientras que la segunda se con­
trajo a partir de 1775. Nazca, Pisco c lea compitieron con sus aguardientes. Po­
siblemente la producción vinícola arequipeña tuvo que luchar también con los
vinos del norte del Río de La Plata, mejor situados ahora en los circuitos interre­
gionales de la plata. Al mismo tiempo, es evidente que la exportación de trigos
arequipeños a Lima se vio frenada por la competencia de los chilenos a partir del
tercer cuarto del sigo XVIII. Si antes la economía arequipeña adquiría plata de
Potosí, exportando sus productos agrícolas para posteriormente adquirir muías
de Tucumán, carne y cera de la Sierra, cueros de Chile, cacao de Ecuador y ma­
222 PEDRO PÉREZ HERRERO

nufacturas transatlánticas y transpacíficas, ahora estos contactos interregionales


se redujeron.
Al parecer, el caso arequipeño no fue excepcional. En las haciendas de Pa-
chachaca en Abancay, que comercializaban sus azúcares en Cuzco y Potosí, se
puede comprobar también que los envíos aumentaron hasta la década de 1780
cuando entraron en franca decadencia, debido a la nueva orientación del merca­
do minero y a la competencia de otras áreas como resultado de la redefinición de
los circuitos interregionales. Igual comportamiento encontramos en el valle de
Jequetepeque.
La región de Tucumán, por encontrarse en la ruta abierta hacia el Río de La
Plata en 1778, protagonizó una historia diferente. De ser un centro productor de
ganado además de centro mercantil vinculado con Chile, de donde importaba
textiles de procedencia externa para su posterior reventa en los mercados altope-
ruanos, se convirtió en un punto clave de las nuevas rutas de la plata, en la se­
gunda mitad del siglo XVIII. Con la legalización de Buenos Aires como puerto
importador-exportador, el comercio triangular Potosí-Tucumán-Brasil pasó a
realizarse entre el Alto Perú y el Río de La Plata. Tucumán exportaba ganado y
otros productos de reexportación a los mercados altoperuanos a cambio de pla­
ta; enviaba cueros y sebos a los mercados internacionales y adquiría de los mis­
mos textiles, hierro y manufacturas, pagando dichas importaciones con la plata
adquirida en el circuito altoperuano. Las importaciones de Chile (añil, cobre, te­
las y azúcar) continuaron. Además, el propio consumo de los centros urbanos
desarrollados generó el tráfico de algodón, vino, aguardiente, azúcar y yerba
mate, que fue potenciando la expansión de otras redes mercantiles y la especiali­
zación de zonas productoras. No por casualidad, en líneas generales las coyun­
turas económicas tucumanas reprodujeron las de Potosí y Buenos Aires.
La economía chilena basculó a partir del tercer cuarto del siglo xvm hacia el
eje de Buenos Aires, con el consiguiente alejamiento de Lima y la reestructura­
ción intrarregional interna. Al fomentarse los intercambios con los comerciantes
bonaerenses, descendieron las conexiones con Lima, y al ampliarse la importa­
ción de manufacturas europeas, creció el déficit en la balanza comercial, lo que
se tradujo en un problema conexo: para adquirir más plata se aumentaban la
exportación de granos hacia Perú, lo cual significaba reducir los precios de los
granos en el mercado de Lima, por lo que si se quería aumentar las importacio­
nes de circulante, había que exportar cantidades proporcionalmente mayores de
granos.
La orientación de los flujos comerciales de la región de Paraguay sufrió pro­
fundas transformaciones. Aunque la producción de yerba mate aumentó (se mul­
tiplicó por diez entre 1730 y 1790), ocurrió al mismo tiempo un cambio especta­
cular en la dirección de las exportaciones a partir de 1778: de los mercados
altoperuanos y de forma reducida a Buenos Aires (20%) y Chile (15%), se pasó a
hacerlo masivamente hacia la nueva capital del virreinato rioplatcnse (Buenos Ai­
res reexportaba hasta el 50% de la yerba a los puertos chilenos, desde donde se
revendía nuevamente). Las economías que durante el siglo XVII habían abastecido
los mercados altoperuanos a cambio de plata ahora empezaron a exportar al Río
de La Plata, para intercambiarlos por la plata que llegaba del interior o directa­
LOS MERCADOS INTERNOS 223

mente por productos transatlánticos. Las relaciones interregionales cambiaron


radicalmente al variar la circulación de la plata.
Buenos Aires se convirtió, a partir de 1776, año de la creación del virreinato
del Río de La Plata, en la metrópoli comercial del continente sudamericano. Su
población aumentó con rapidez y, como consecuencia, se fue ampliando la de­
manda de alimentos en su entorno y dibujándose una red de comunicaciones de
tipo dendrítico. El ganado vacuno en manos de grandes estancieros y la produc­
ción de trigo en manos de pequeños agricultores se combinaron de forma com­
pleja (la imagen de una campiña rioplatense caracterizada por la omnipresencia
del vacuno es exagerada). La exportación de cueros, carne salada y sebo por el
puerto de Buenos Aires reorientó las antiguas conexiones con los centros mine­
ros altoperuanos. Tucumán se convirtió en centro textil y fabricante de carretas;
Cuyo, en productor de vinos y licores; Córdoba, en criador de muías; Mendoza
se hizo famosa por sus vinos; San Juan, por el aguardiente; Santiago del Estero,
por los tintes, la cera y la miel; Corrientes, por sus arpilleras; y La Rioja destacó
por sus productos agrícolas. El Nordeste, incluido Misiones, exportaba produc­
tos subtropicales, como algodón, azúcar, yerba mate y tabaco. Entre 1770 y
1790, se duplicó el tráfico naval de Buenos Aires. A partir de 1785, se comenza­
ron a exportar tasajos, que eran adquiridos por las plantaciones azucareras bra­
sileñas y antillanas. Desde 1790, los contactos mercantiles de Buenos Aires se
ampliaron con Brasil, las Antillas no españolas y con las más importantes plazas
europeas.
La región de Guayaquil se vio menos afectada por la reorientación de los cir­
cuitos de la plata y la atlantizacion del virreinato peruano, al estar conectada di­
rectamente con el exterior a través de la producción de cacao. Por lo mismo, los
cosecheros ecuatorianos no se enfrentaron con los comerciantes de los Consula­
dos de Lima o Buenos Aires, sino con los productores centroamericanos, venezo­
lanos o peninsulares. En 1718 y 1724 se prohibieron las exportaciones de cacao
de Guayaquil a Nueva España, a fin de evitar la expansión del comercio por el
océano Pacífico (Nueva España, Perú y Filipinas) y, por tanto, el posible desliza­
miento de los metales preciosos hacia los mercados asiáticos, así como la recep­
ción de las sedas chinas, consideradas como rivales de las telas europeas. En
1729, la creación de la Compañía Guipuzcoana de Caracas significó un nuevo
golpe a los productores guayaquileños. Sin embargo, la apertura de la ruta del
cabo de Hornos, en 1743, impulsó las exportaciones de cacao de Guayaquil (los
comerciantes andaluces vieron en esta nueva ruta un medio de competir con el
monopolio concedido a la Compañía Guipuzcoana, exportadora del cacao de
Caracas). En 1774, se permitió, aunque con ciertas limitaciones, el tráfico entre
Nueva España, Guatemala, Ecuador, Perú y Chile; y en 1776, se concedió al ca­
cao guayaquileño una rebaja de derechos aduaneros, tanto en puerto español
como americano; pero dichas medidas no duraron mucho, ya que en 1778 se li­
mitó su introducción por Acapulco (los comerciantes mexicanos harían oídos
sordos a dicha disposición, ya que el cacao venezolano era más caro que el gua­
yaquileño). En 1785 se eliminaron otra vez las restricciones, por lo que volvió a
aumentar la exportación. Finalmente, en 1787, se le otorgó el libre derecho de
reexportación. Todo ello fue compensando al cacao guayaquileño de los altos
224 PEDRO PÉREZ HERRERO

costos de la ruta por el cabo de Hornos, por lo que, en consecuencia, crecieron


las exportaciones.
Por su parte, la región de Lambayeque, al Norte de la actual República pe­
ruana, tradicionalmente productora y exportadora de azúcar, sufrió una remo­
delación de sus conexiones interregionales como consecuencia de la supresión
del sistema de flotas (1740), la expansión de la producción azucarera antillana y
la apertura oficial del puerto de Buenos Aires, que aceleró la entrada de los azú­
cares brasileños. De esta forma, las exportaciones de Lambayeque se redujeron a
los exclusivos mercados del sur de Lima y Chile, por lo que no casualmente las
plantaciones de azúcar se fueron convirtiendo paulatinamente en zonas de pas­
tos para el ganado.
Pasando a analizar el efecto de arrastre que ocasionó el crecimiento demo­
gráfico en el conjunto andino, merced al aumento del potencial consumo interno
y, por tanto, de dinamización de los flujos intrarregionalcs, hay que subrayar
que éste no debió de ser muy alto, debido a diferentes factores. Hay que recordar
que si bien la historiografía andinista suele mencionar que la población del vi­
rreinato aumentó en cifras totales a partir de mediados del siglo xvm, luego de
casi dos siglos de brusco descenso, es difícil hacer afirmaciones seguras al respec­
to, ya que los datos sobre el punto de partida son bastante parciales. Paralela­
mente, hay que subrayar que el aumento en la población indígena, aun siendo
ésta mayoritaria, no desembocó en un incremento de la misma intensidad en la
concentración urbana, y por tanto, en los niveles de mercantilización. Al respec­
to, podemos comprobar que, en comparación con el caso novohispano, se alcan­
zó una menor concentración urbana a finales del siglo XVIII. La población de
Lima, aun siendo mayor el centro urbano del virreinato, no superaba los 63 900
habitantes en 1812. Al mismo tiempo se comprueba que el lento crecimiento ur­
bano de la capital del virreinato peruano, junto con la remodelación de los cir­
cuitos interregionales del continente sudamericano, impulsaron coyunturas co­
merciales diferentes: los precios de los granos y de los productos hortícolas se
elevaron desde la década de 1790, debido a la parcial reducción en la recepción
de los trigos chilenos no compensada por el aumento de la producción local cos­
tera peruana; mientras que los productos para la exportación, como el azúcar o
el aguardiente, descendieron por lo general durante el mismo período. En suma,
el mercado limeño necesitaba más alimentos pero el comercio interandino decaía
como resultado de su desestructuración. El comercio intrarregional del virreinato
se potenciaba para compensar la pérdida de las mercancías que antes llegaban de
otras regiones. El aislamiento regional sucedía a la interdependencia. El espacio
andino se fragmentaba, conectándose cada pieza directamente con el exterior.
Al mismo tiempo, hay que plantear que la disminución de los canales mer­
cantiles monetizados, ocasionada por una contracción de la demanda comercial,
ayudó también a reducir la integración espacial económica de los territorios an­
dinos. La elevación de la presión tributaria con la consiguiente disminución de
las rentas disponibles, el proceso de desmonctización y la reducción del gasto
público (éste se repartió) como resultado de la nueva redistribución administrati­
va, al mismo tiempo que se trató de reducir, para aumentar las remesas líquidas
a la metrópoli), funcionaron como elementos aceleradores de este fenómeno.
LOS MERCADOS INTERNOS 225

Los consumidores cuya renta disponible había disminuido, ante la imposibilidad


de seguir adquiriendo las mercancías que antes les llegaban por el mercado, pa­
saron a depender del autoconsumo o de canales de comercialización alternati­
vos, por lo que ampliaron las redes de abastecimiento no institucionalizado. Pa­
ralelamente, hay que recordar que todos los documentos de la época coinciden
en señalar que la ilegalización de los repartimientos de mercancías significó una
retracción del comercio interno mercantil y el aumento del autoconsumo y de
los canales comerciales indígenas alternativos. Como consecuencia de todo esto,
y no por casualidad, los precios no sólo no subieron como lo estaban haciendo
en los mercados internacionales, sino que incluso en algunos casos bajaron.
En resumen, se redujo la capacidad integradora del sector minero y los cen­
tros urbanos: la circulación interna de la plata y la estructura del consumo varia­
ron; y los circuitos intrarregionales se reforzaron, mientras que los interregiona­
les se redujeron.

Brasil

Durante el siglo XVIII ocurrieron importantes cambios en las redes mercantiles


tanto internas como externas de los territorios brasileños. La primera mitad del
siglo XVIII se caracterizó por las exportaciones de oro, mientras que la segunda
mitad lo fue por la de materias primas y productos tropicales. Por su parte, el
crecimiento demográfico impulsó la expansión de los mercados locales. Se pasa­
ba, así, del azúcar al oro, y del litoral al interior, para volver después a la costa y
a la producción agrícola, con las consiguientes transformaciones de las redes
mercantiles.
Entre finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, los paulistas, en sus incur­
siones hacia el interior en busca de mano de obra para las plantaciones azucare­
ras de la costa, encontraron los ricos yacimientos de oro de Minas Gerais y los
de diamantes de Serró Frío. En un principio, por encontrarse en una región no
colonizada y con una escasa población indígena, se generó un intenso comercio
entre la costa y el interior, a fin de cubrir las necesidades creadas. Sin embargo,
pasados unos años y superados los enfrentamientos entre los paulistas (que pre­
tendían monopolizar el negocio) y los inmigrantes (guerra de los emboadas,
1708-1709), comenzaron a variar los métodos de extracción (del método del la­
vado superficial e itinerante se pasó a la construcción de pozos y al empleo de
técnicas más sofisticadas) y a impulsarse la expansión y concentración de la
mano de obra. De esta forma, se fueron constituyendo y consolidando haciendas
agroganaderas en las inmediaciones, para reducir los costos de transporte. Al
mismo tiempo, sobrevivieron fuertes movimientos migratorios voluntarios de la
costa y de Portugal (zona del Miño), compuestos mayoritariamente por hombres
jóvenes, atraídos por el potente imán del oro. Luego, contra su voluntad, irían
llegando cargamentos masivos de esclavos negros, procedentes en un principio
de las plantaciones azucareras del litoral (al atravesar por una clara reducción de
la rentabilidad, la venta de los esclavos se consideró una solución) y posterior­
mente de las regiones de Ghana y Nigeria, en el continente africano. En 1720,
Minas Gerais recibía ya una media anual de entre 5 000 y 6000 esclavos y en
PEDRO PÉREZ HERRERO
226

Ilustración 15
DEPENDENCIA Y «COMERCIO LIBRE» (1720-1810): BRASIL, SIGLO XVIII

Fuente: I-ombardi, C. L. y Lombardi, J. V. Latín America History. A teaching Atlas. Uni-


vcrsity oí Wisconsin Press, Madison, Wisconsin, 1983: 33.
LOS MERCADOS INTERNOS 227

1775 la región minera albergaba alrededor de 300000 personas, de las cuales la


mitad eran esclavos.
Estos cambios en la industria del oro transformaron los circuitos mercantiles
internos. La producción aurífera creció rápidamente desde comienzos de siglo
hasta mediados y pasó de cero a más de 15 toneladas en 1750. Sin embargo, du­
rante la segunda mitad del mismo siglo, el volumen descendió), gradualmente.
Mato Grosso alcanzó la máxima producción en 1730, Goiás en 1750, mientras
que Minas Gerais lo hizo más extensivamente entre 1730 y 1760. En consecuen­
cia, los sectores vinculados a la minería, como haciendas agroganaderas o cen­
tros abastecedores de productos como cueros, telas burdas, bebidas, etc., al ver
descender la demanda que los había generado, tuvieron que reciclar su produc­
ción o variar el destino de sus ventas.
La producción de oro impulsó cambios importantes en los circuitos interna­
cionales de metales preciosos y, por ende, en las relaciones entre los territorios
brasileños, Portugal y los mercados europeos, africanos y americanos. Durante
el siglo xvii, Portugal había utilizado sus productos coloniales para adquirir las
manufacturas europeas que necesitaba la población metropolitana y brasileña,
pero la caída del valor de dichos productos hizo aumentar el déficit de la balan­
za comercial portuguesa. La entrada en escena del oro y los diamantes de Minas
Gerais vino a solucionar la situación económica de Portugal, frenando la puesta
en práctica de la política metropolitana de sustitución de importaciones iniciada
a finales del siglo XVII, y comienzos del xvm con la intención de reducir el déficit
de la balanza de pagos. En 1703, por el Tratado de Methuen, firmado con Ingla­
terra, se sancionó la dependencia lusitana de las manufacturas inglesas, al reco­
nocerse un trato preferente a la importación de los vinos y aceites portugueses, a
cambio de ventajas en la venta de los textiles británicos en el mercado portu­
gués. La llegada del oro brasileño permitió a Portugal seguir adquiriendo manu­
facturas inglesas, olvidando los programas de industrialización de los años ante­
riores.
El programa reformista de los años 1750-1777 puesto en vigor por el mar­
qués de Pombal se dirigió precisamente a combatir esta dependencia con respec­
to a Inglaterra. Pombal, después de su experiencia diplomática en Viena y Lon­
dres, había aprendido de la propia historia inglesa que si quería reducir la
importación de manufacturas británicas, no lo podría lograr con medidas res­
trictivas, sino mediante la liberalización de la producción y el tráfico, a fin de
potenciar el mercado colonial brasileño. En consecuencia, comenzó a introducir
en 1750 diferentes medidas para tratar de evitar el contrabando de los centros
mineros (nuevo sistema de recolección del quinto) y paralelamente fomentó la
exportación de materias primas y productos tropicales, a través de la reducción
de los impuestos comerciales, la agilización de su cobro y la creación de compa­
ñías comerciales. En 1755, se creó la de Grao Pará e Maranhao, y se la dotó del
monopolio, durante 20 años, de la trata negrera en la mitad norte de Brasil. En
1759, se creó la de Pernambuco e Paraíba para estimular las regiones del nordes­
te. En 1765, surgió la de la Pesca da Baleia das costas do Brasil. En 1765 se su­
primió el sistema de flotas existente, centrado en Río y Salvador, y se abrieron
otros puertos al comercio transatlántico. Finalmente, en 1778 y 1779, tras com­
228 PEDRO PÉREZ HERRERO

probar que el sistema de compañías comerciales no era el apropiado, ya que res­


tringía la libertad de tráfico, se procedió a su desmantelamiento para dar entra­
da al sistema de comercio libre.
Pombal sabía que las dificultades ocasionadas por un sistema comercial an­
ticuado y anquilosado eran sólo una parte del problema, por lo que paralela­
mente concentró los esfuerzos reformistas en mejorar la administración y exten­
der el control del monarca en los territorios americanos. Al igual que ocurrió
con las medidas aplicadas por los Borbones en España, eso significó una am­
pliación considerable de las necesidades financieras del Estado, por lo que en
una primera fase se buscó aumentar los ingresos que posibilitaran financiar los
cambios. A este fin, se limitaron los poderes del Conselho Ultramarino, pasan­
do a controlar los asuntos coloniales el propio hermano de Pombal. Se reformó
el sistema judicial y se modernizó el fiscal. Sin embargo, a diferencia del caso
español, Pombal no excluyó a las elites locales brasileñas de la participación del
programa de revitalización, siempre y cuando no fueran contra los intereses
metropolitanos. Tampoco se excluyó a los criollos de los puestos de la adminis­
tración colonial y metropolitana. La propia Junta creada en 1770 en Minas Ge-
rais para vigilar el contrabando de oro y diamantes contó con personal brasile­
ño en todos sus rangos. Esto no debe inducir a pensar que no se potenciara la
condición colonial de Brasil, ya que, por ejemplo, en 1785 se prohibió la pro­
ducción manufacturera textil, a fin de proteger la metropolitana.
Los resultados del plan pombalino no se hicieron esperar. Por un lado, se
aumentó la presión fiscal en el momento preciso en que la producción aurífera
iba en descenso, lo cual significó una reducción de la renta monetaria disponi­
ble. Por otra parte, se fomentó la vinculación directa con los mercados interna­
cionales de ciertas áreas productoras de materias primas. Se escogió la zona de
Pará-Maranháo para estimularla como productora típicamente colonial de ma­
terias primas para la exportación, por lo que primero fue entregada casi en mo­
nopolio a la Compañía de Grao Pará e Maranháo, y posteriormente fue enco­
mendada al propio hermano de Pombal, designado gobernador para tratar de
sustituir la estructura arcaica impuesta por los jesuítas por otra colonial moder­
na. Como resultado de ambos impulsos aumentaron las exportaciones de cacao
procedentes de la región de Pará, pero decreció el consumo interno de las manu­
facturas metropolitanas que se esperaba generar para dotar de mercados segu­
ros al sector manufacturero metropolitano, debido a la drástica disminución de
la población indígena por la introducción de nuevas enfermedades, la desestruc­
turación de sus formas de vida y las condiciones impuestas por el sistema de di­
rectorio aplicado después de la expulsión de los jesuítas. En cambio, en la re­
gión de Maranháo, el programa reformista fue coronado con el éxito. Sus
paisajes se transformaron con la introducción de productos comerciales (algo­
dón, arroz) y con la llegada masiva de esclavos. A su vez, la producción para la
exportación originó flujos comerciales internos, como el creado por el abasteci­
miento de ganado, tanto de tiro como de carne, entre la región de Piauí. Sin em­
bargo, estos efectos del plan reformista en tanto revitalizadores de las exporta­
ciones de productos agroganaderos no se generalizaron con la misma intensidad
a otras áreas.
LOS MERCADOS INTERNOS 229

La nueva situación de los mercados internacionales, creada por la indepen­


dencia de las colonias norteamericanas (1776) y las revoluciones de Francia
(1789) y Haití (1791), ocasionó un aumento de las exportaciones brasileñas en­
tre 1780 y 1800, al reducirse la capacidad exportadora de algunas áreas compe­
titivas y abrirse nuevos mercados. Los volúmenes de las exportaciones de añil
procedentes de Río de Janeiro, Para y Maranháo y de algodón de Maranháo y
Pernambuco se multiplicaron en estos años en algunas ocasiones hasta por vein­
te, en un clima claramente de ascenso de precios. La guerra entre Inglaterra y sus
colonias americanas cortó la llegada de los algodones norteamericanos y el blo­
queo atlántico redujo la recepción de los tintes centroamericanos, productos
Fundamentales para la expansión de la industria textil inglesa. Las exportaciones
de arroz de Pará, Maranháo y Río de Janeiro se favorecieron del aumento de la
demanda ocasionada por el crecimiento poblacional, del descenso de las expor­
taciones italianas a Portugal y de la introducción de nuevas técnicas en su proce­
samiento. Las exportaciones de azúcar se recuperaron parcialmente impulsadas
por la retracción de la oferta antillana. Pernambuco, Bahía y Río siguieron sien­
do importantes áreas productoras, pero fue ahora la región de Sao Paulo la res­
ponsable del aumento en las exportaciones de azúcar. El tabaco procedente de
Bahía comenzó a representar un porcentaje elevado en las exportaciones brasile­
ñas. Rio Grande do Sul exportó cantidades importantes de trigo a partir de
1770 a la metrópoli, beneficiándose de la retracción del abastecimiento de gra­
nos del norte de Italia, Inglaterra y las Azores. El café no hizo sino comenzar su
historia en Pará y Maranháo.
Por su parte, la pérdida de los efectos integradores internos de la minería se
compensó parcialmente con los crecientes efectos multiplicadores derivados del
crecimiento urbano. La expansión minera de la primera mitad del siglo fomentó
el proceso inmigratorio tanto voluntario, procedente de Portugal, como el com­
pulsivo de esclavos (Brasil recibió alrededor de 1700000 esclavos en el siglo
xviii), poniéndose con ello las bases de una aceleración del crecimiento vegetati­
vo durante la segunda mitad. Se trataba de una población joven, con una tasa de
crecimiento alta debida a una elevada fecundidad —según los estudios existentes
para el área de Minas Gerais y Sáo Paulo.
En resumen, si por un lado la orientación hacia el exterior fomentó una es­
tructura espacial de corte dcndrítico, por otro, el crecimiento demográfico du­
rante la segunda mitad del siglo xviii favoreció la expansión de la concentración
urbana, impulsando un comercio intra e interregional que redujo en buena me­
dida los efectos de una estructura productiva volcada hacia fuera.
10

LA DEFINICIÓN DE REGIONES
Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS

Ramón Marta Serrera

¿IMPULSO REFORMISTA O PROCESO NATURAL DE REGIONALIZACIÓN?

La centuria ilustrada contempla el afianzamiento y la consolidación de un lento


proceso de regionalización del territorio indiano, cuyos orígenes hay que ras­
trear en las décadas que siguieron la Conquista, con factores determinantes
provenientes incluso del período indígena. Un sugestivo estudio del año 1979
(Slicher, 1979: 54-70) presenta los resultados de una original investigación, en
la que se propone un diseño de zonificación regional de todo el espacio indiano
en torno al año 1600, basado en el análisis minucioso de la información demo­
gráfica, económica y administrativa que ofrecen la Geografía y Descripción
Universal de las Indias del cronista oficial Juan López de Velasco, con datos re­
ferentes a los años inmediatos a 1574, y el Compendio y Descripción de las In­
dias Occidentales del carmelita Antonio Vázquez de Espinosa, concluido en
1628 y con información de las primeras décadas del siglo XVII. Según el análisis
y la clasificación de 85 variables económicas y su concurrencia y distribución
territorial en las 36 áreas naturales en las que se parceló convencionalmente la
geografía indiana, se establecieron cuatro grandes complejos territoriales en los
que se incluían tres tipos de zonas: centrales o nucleares, intermedias y periféri­
cas o marginales. Este cuadro presenta un panorama bastante fiel del grado de
regionalización y articulación interna que en tan prematura fecha ya manifesta­
ba esa realidad que, en términos generales, fue conocida con la denominación
de Indias españolas; fenómeno este que se iría afianzando a lo largo del siglo
del Barroco.
Lenta y gradualmente, en efecto, se fue configurando este mapa regional de
la geografía indiana, en el que se aprecia una evidente superposición entre zoni­
ficación económica y zonificación administrativa, hasta el punto de que para al­
gunos autores la frontera del espacio económico se adelanta en el tiempo a la fi­
jación de los límites de los distritos oficiales. A esto hay que agregar una clara
correspondencia entre la organización diocesana y las demarcaciones provincia­
les del aparato institucional impuesto por la burocracia estatal. La erección de
nuevos obispados vino a coincidir con la creación de nuevas gobernaciones, de
232 RAMÓN MARÍA SERRERA

forma que la consolidación poblacional de una zona quedaba oficialmente san­


cionada con el establecimiento de sus instituciones civiles y eclesiásticas. Cuando
a principios del siglo xvn, por ejemplo, Charcas es elevada al rango arzobispal
(1609), completándose así en Indias el nuevo mapa archidiocesano al quedar es­
tablecidas las cinco sedes metropolitanas en México, Lima, Santa Fe de Bogotá,
Charcas y Santo Domingo, con jurisdicción sobre sus respectivos obispados su­
fragáneos, se vislumbra ya con claridad una prefiguración de los límites de los
cuatro futuros virreinatos existentes en las Indias en las últimas décadas del siglo
xvin, con la excepción del siempre autónomo ámbito insular antillano.
A lo expuesto vino a sumarse un paralelo y acelerado proceso de regionali­
zación de los espacios económicos, los mercados, las escuelas artísticas, los na­
cientes modismos e inflexiones del habla de cada zona, la expresión literaria, el
folklore y la cultura popular, la crónica (la conocida provincialización de la lla­
mada «crónica de convento»), las devociones por los santos y vírgenes locales, la
cocina, la indumentaria, la expresión musical, etc., con el simultáneo surgimien­
to de una clara conciencia de autovaloración de lo propio en sus diversas mani­
festaciones colectivas de expresión. Este proceso de criollizaáón de la cultura del
siglo xvn es consustancial y simultáneo, en realidad, al fenómeno mismo de re­
gionalización de todas las manifestaciones de la realidad indiana, con la consi­
guiente autoafirmación de la nueva conciencia de identidad colectiva de sus ha­
bitantes (Serreta, 1990: 432-445).
Cuando franqueamos la frontera convencional del cambio de centuria y nos
adentramos en el llamado «siglo de las reformas», el proceso de regionalización
descrito se acentúa y se consolida aún más dentro del nuevo marco cultural de la
Ilustración. Esto resulta particularmente perceptible a partir de la subida al tro­
no de Carlos III (1759) y, de forma más intensa, en el plazo temporal compren­
dido entre 1770 y 1790, cuando los gobernantes ilustrados metropolitanos po­
nen en marcha un ambicioso plan de reformas, por medio del cual intentarán
transformar la realidad institucional de los reinos indianos. Inspirados en los
principios de racionalidad y funcionalidad, sus objetivos se centrarán en moder­
nizar la administración colonial y en diseñar un nuevo mapa administrativo más
homogéneo y más acorde con la nueva realidad americana, en el que se amorti­
güen las diferencias entre las áreas nucleares y las marginales, y se logre al mis­
mo tiempo un afianzamiento del control del espacio en las zonas periféricas, en
las mismas fronteras del Imperio.
Las páginas que siguen pretenden abordar el estudio de algunas de estas re­
formas ilustradas, sobre todo las que tuvieron relación con las nuevas divisiones
político-administrativas surgidas en el nuevo siglo, con objeto de calibrar si,
efectivamente, de ellas surgió una nueva definición del concepto de región o si,
por el contrario, las reformas se limitaron a una simple superposición espacial
del nuevo aparato administrativo sobre el antiguo mapa institucional heredado
de las dos centurias precedentes. Y, con un interés muy particular, intentaremos
responder a una pregunta clave: ¿supusieron estas reformas una ratificación ofi­
cial del afianzamiento y maduración del proceso natural de regionalización ini­
ciado en la época de los Austrias, o, más bien, se puede considerar que el impul­
so reformista favoreció y estimuló dicho proceso con la creación de nuevas
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 233

unidades administrativas capaces de vertebrar también nuevos espacios y de do­


tar de cohesión a territorios hasta entonces escasamente integrados?

POLÍTICA DE DEFENSA Y NUEVAS DEMARCACIONES VIRREINALES

Durante casi dos siglos, desde 1543 hasta 1739, en los territorios españoles de
Ultramar hubo únicamente dos virreinatos, desde cuyas capitales, México y
Lima, los sucesivos virreyes ejercieron su teórico y casi mayestático poder sobre
dos extensísimas demarcaciones de dimensiones auténticamente subcontinenta­
les, con el agregado, en el caso de Nueva España, de las áreas insulares antillana
y filipina. En el siglo xvm, el cambio más llamativo que se produjo en el mapa
de las divisiones administrativas indianas fue, sin duda, la creación de dos nue­
vos virreinatos, el de Nueva Granada (1739), con sede en Santa Fe de Bogotá, y
el del Río de La Plata (1776), con capital en Buenos Aires.
Llama la atención que las dos nuevas circunscripciones virreinales nacieran
marcadas por los signos de la precariedad y de la provisionalidad respectivamen­
te; algo que puede resultar paradójico si consideramos que las dos iniciativas se
¡adoptaron en respuesta a la agresión o presión que durante todo el siglo ejerció
¡Gran Bretaña sobre el litoral septentrional sudamericano y en aguas del Atlánti­
co sur, donde los ingleses contaban con la cercana ayuda que desde Brasil les
dispensaban sus aliados portugueses. La ocupación británica de las Malvinas en­
tre 1765 y 1774 es todo un símbolo de este peligro que las autoridades metropo­
litanas consideraban alarmante y, sobre todo, muy próximo.
Esta rivalidad entre el bloque hispanogalo y el angloportugués, en la que se
dirimía el control de las rutas atlánticas en un siglo de creciente revalorización
del espacio americano, se materializó en sucesivas confrontaciones bélicas for­
males (Guerra de Sucesión de España, Guerra de Sucesión de Austria, Guerra de
los Siete Años, Guerra de Independencia de Estados Unidos, etc.) o en incursio­
nes o asaltos aislados en los que los antiguos bucaneros del siglo XVII han sido
reemplazados en su protagonismo por grandes figuras de la Marina Real británi­
ca (Vernon, Anson, Knowles, Oglethorpe, etc.), que extendieron sus actividades
por todo el escenario litoral indiano.
Con el fin de hacer frente a esta planificada agresión y reforzar las defensas
de la costa septentrional de Sudamérica, desde Panamá hasta la Guayana, se
(creó en marzo de I"I" el virreinato de Nueva Granada. Inexplicablemente, has­
ta finales de I "19 no llego a Santa Fe el primer virrey investido de sus altas atri­
buciones de gobierno, don Jorge de Villalonga, un mandatario ineficaz cuya ac­
tuación fue desautorizada por las autoridades peninsulares, hasta el punto de
que en l"23 fue suprimida la recién creada demarcación virreinal. Sólo la persis­
tente agresión británica contra los principales enclaves de la zona obligaría a la
(airona, dieciseis años mas tarde, a restablecer definitivamente el virreinato neo-
granadino 11“19>, cuyos limites territoriales han suscitado siempre controversia
entre los historiadores. Mientras algunos prestigiosos aurores de conocidos ma­
nuales universitarios señalan que el virreinato de Nueva Granada comprendió
los territorios de las actuales repúblicas de Colombia, Panamá y Ecuador, son
234 RAMÓN MARÍA SERRERA

mayoría los que a las tres áreas citadas agregan también el territorio venezolano,
en clara prefiguración de lo que serían los límites de la futura Gran Colombia/
bolivariana (1821-1830).
De hecho, en la real orden de reconstitución, del 20 de agosto de 1739, se
expresaba claramente que el nuevo virrey neogranadino no sólo sería presidente
de la audiencia de Santa Fe y gobernador y capitán general de su jurisdicción,
sino también de las gobernaciones que se le agregaban, cuya enumeración deta­
lla el precepto regio: Caracas, Portobelo, Veragua, Darién, Chocó, Quito, Popa-
yán, Guayaquil, Cartagena, Santa Marta, Río de Hacha, Maracaibo, Antioquia,
Cumaná, Guayana, Río Orinoco e islas de Trinidad y Margarita. De la relación
se desprende que quedaban incluidas las citadas gobernaciones venezolanas. La
discrepancia entre unos y otros autores deriva de la real orden del 12 de febrero
de 1742, en virtud de la cual la provincia de Caracas fue segregada administrati­
vamente del nuevo virreinato. La circunstancia de que dicha provincia fuese co­
nocida y mencionada en la época indistintamente como provincia de Caracas o
de Venezuela, abrió las puertas a la confusión, al adjudicársele a esta segunda
denominación los límites territoriales que tendrían posteriormente, a partir de
1776 y 1777, la intendencia y la capitanía general de Venezuela y, por asimila­
ción, también la futura república homónima. Hay argumentos sobrados para de­
mostrar que, salvo la provincia de Caracas, segregada, en efecto, en 1742, las
otras gobernaciones venezolanas siguieron subordinadas al virreinato de Santa
Fe. Sólo así se comprende la conocida real cédula del 8 de septiembre de 1777,
en la que se decretó la «absoluta separación» de las provincias o gobernaciones
de Cumaná, Guayana, Maracaibo, Trinidad y Margarita del virreinato neogra­
nadino y «agregarlas en lo gubernativo y militar» a la nueva capitanía general
de Venezuela; algo que deja de tener sentido si, como piensan algunos autores,
tales gobernaciones no hubieran estado subordinadas al virrey de Santa Fe. Se­
gún se aprecia, incluso, en medidas reformistas de importancia, como ésta de la
erección del nuevo virreinato, las cosas no estuvieron tan claras ni para los go­
bernantes de la época ni para los estudiosos de nuestros días (Garrido Conde,
1965 y 1953)’.
Más que por el signo de la precariedad, la creación del virreinato del Río de
La Plata estuvo marcada por el de la provisionalidad, aunque en alguna ocasión
se ha puesto en duda esta característica. En efecto, al primer virrey, don Pedro
de Ceballos, se le otorgó a primeros de agosto de 1776 el título de virrey, con to­
das las atribuciones inherentes al cargo, por el tiempo que durase la expedición
militar que comandaba contra los portugueses de la Banda oriental, concreta­
mente «durante se mantuviese en la comisión a que fue destinado». Hasta fina­
les de octubre de 1777 no se decidió que quedase «perpetuado ese Virreinato de
las provincias del Río de la Plata», para cuyo cargo fue designado, ya con carác­
ter permanente, don Juan José Vértiz, con los títulos de virrey, gobernador y ca­
pitán general. En cuanto a los límites, si en el nombramiento de Ceballos se ex-

1. En este último articulo (Garrido Conde, 1953) se transcriben las disposiciones por las que se
crea el virreinato neogranadino y se señalan los vínculos administrativos con el territorio venezolano.
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 235

presaba que ejercería sus funciones «en todas las provincias y territorios com­
prendidos en el distrito y jurisdicción de la Real Audiencia de las Charcas» (aún
no se había restablecido la audiencia de Buenos Aires, algo que tendría lugar en
el mismo año 1776), en el nombramiento de Vértiz ya se especifica más detalla­
damente que los distritos integrados en la nueva demarcación virreinal eran las
provincias de Buenos Aires, Paraguay, Tucumán, Potosí, Santa Cruz de la Sierra,
Charcas y todos los corregimientos y territorios a los que se extendía la jurisdic­
ción de dicha audiencia, añadiéndose además el corregimiento de Cuyo con las
ciudades de Mendoza y San Juan del Pico, que hasta entonces habían estado su­
bordinadas al gobernador de Chile y al obispo de Santiago, pero que a partir de
este momento pasaban a depender de Buenos Aires «con absoluta independencia
del virrey del Perú y del presidente de Chile».
El mapa administrativo del nuevo virreinato de Buenos Aires fue diseñado
en una clásica decisión de gabinete, en la que se tuvieron en cuenta diversas y
contrapuestas opiniones. Frente al dictamen del máximo mandatario peruano,
don Manuel Amat, que defendió la anexión de Chile a la nueva institución rio-
platense, prevaleció la opinión del propio primer virrey don Pedro de Ceballos,
que prefería la seguridad de la riqueza metalífera altoperuana para afianzar el
soporte financiero del naciente virreinato, frente a la supuesta futura prosperi­
dad chilena. Charcas, en efecto, terminó integrándose en el virreinato de Buenos
Aires, junto con el resto de las provincias rioplatenses, incluido el citado corregi­
miento de Cuyo. La cordillera andina se convertía así en línea divisoria natural
entre la nueva demarcación y la capitanía general de Chile, único territorio que
conservó bajo su teórica jurisdicción el virrey limeño tras la segregación de los
vastos espacios que se integraron en los dos nuevos virreinatos creados en el si­
glo xvm (Gil Munilla, 1949: 370-390).
Si era verdad, como afirmaban los proyectistas ilustrados, que los caminos
eran las venas y arterias del Imperio, y el tráfico la sangre que regaba y vivifi­
caba todo el organismo indiano, quedaba claro que el panorama cambió sustan­
cialmente en la América meridional, en perjuicio, lógicamente, del antiguo y
i poderoso foco redistribuidor limeño. Se ha dicho, y con razón, que la incorpora­
ción de Charcas al virreinato del Río de La Plata supuso una inversión de los
vectores de circulación de la riqueza argentífera altoperuana. La plata, que/
antes tomaba el camino del Pacífico para ser conducida desde Arica al puerto de
El Callao, Panamá y, ulteriormente, a la metrópoli, seguiría a partir de ahora
una nueva ruta de salida en dirección opuesta a través del puerto de Buenos Ai­
res. A esto vino a sumarse la subordinación de las tesorerías mineras del Alto
Perú al recién creado tribunal mayor de cuentas de Buenos Aires y la obligatorie­
dad de remitir sus excedentes anuales de caja a la tesorería matriz bonaerense
(Céspedes del Castillo, 1947: 173-206; Tandeter, Milletich y Schmit, 1994: 110-
115). A partir de entonces el virreinato del Río de La Plata pudo contar con au­
tarquía financiera y sobrados recursos para asegurar el papel defensivo que se le
había confiado desde 1776; cometido que estuvo en el origen mismo de la deci­
sión política de su creación.
Tradicionalmente se ha sostenido que el nuevo mapa administrativo surgido
a partir de 1776 con la creación del virreinato rioplatense ocasionó la postración
236 RAMÓN MARÍA SERRERA

del Perú al romperse sus seculares líneas de tráfico comercial con el territorio de
Charcas y al quedar desprovisto de los recursos mineros altoperuanos. E igual­
mente se suele afirmar que tampoco ganó demasiado el virreinato de Buenos Ai­
res con la anexión de unos yacimientos cuya producción bordeaba por esos mo­
mentos las cotas de decadencia. Sin embargo, estudios recientes demuestran que
tales afirmaciones necesitan una seria revisión. Ni el Perú tuvo que mendigar
plata al compensar en gran medida la pérdida de las minas de Charcas con la in­
tensiva explotación de los ricos filones argentíferos de Pasco, ni el tráfico comer­
cial entre el Alto y el Bajo Perú quedó interrumpido (aunque sí mermado), ni las
minas de plata altoperuanas atravesaban la crisis que habitualmente se les atri­
buye. Potosí, en concreto, tuvo desde 1730 un claro relanzamiento de la produc­
ción argentífera, cuya alza se mantendría hasta la década de los años noventa,
con máximos entre 1770 y 1790, justo cuando se puso en marcha el nuevo vi­
rreinato. A partir del último año citado, se aprecia un cambio de signo. Pero, al
menos durante sus primeros catorce años de vida, el virreinato rioplatense dis­
puso de recursos holgados para desempeñar el cometido que originalmente se le
había confiado (Tandcter, 1992: 19-23 y 29-33; y 1995: 13-17; Fisher, 1977:
213-233).
De lo dicho, una realidad queda clara. A partir de 1739 (y más aún desde
1776) la geografía de las grandes demarcaciones indianas había experimentado
una transformación importante, alterando con esto un mapa administrativo di­
señado doscientos años antes. Otras reformas acometidas desde la metrópoli ter­
minarían de perfilar, desde el punto de vista territorial, la nueva organización es­
pacial indiana a escala más restringida.

UN INTENTO DE RACIONALIZACIÓN- DEL ESPACIO ADMINISTRATIVO INDIANO:


EL RÉGIMEN DE INTENDENCIAS

La historiografía americanista de las últimas décadas ha abordado con profusión


uno de los temas más sugestivos de entre todos los que integran el conjunto de
reformas administrativas emprendidas en las Indias por los gobernantes borbó­
nicos: la implantación del régimen de intendencias. Tanto en aproximaciones de
carácter general como regional, los estudiosos se han interesado particularmente
por temas como el origen de la institución, su gradual implantación en el Nuevo
Mundo, las vicisitudes concretas de su establecimiento en distintos territorios, el
estudio jurídico comparativo de las sucesivas ordenanzas, las competencias de
los nuevos funcionarios, los cambios que produjo en el antiguo sistema adminis­
trativo, el carácter centralizador o descentralizador de la medida, etc. Pero tene­
mos la impresión de que falta todavía un estudio en profundidad sobre los últi­
mos objetivos que pretendieron los gobernantes ilustrados: un control más
efectivo sobre el espacio americano y sus pobladores, con fines fiscales, guberna­
tivos y militares (en aplicación del más puro espíritu del despotismo ilustrado) y,
al mismo tiempo, una reordenación territorial de las posesiones de Ultramar ba­
sada en los criterios ilustrados de racionalidad \ homogeneización. aplicados a la
geografía administrativa indiana.
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 237

No es el propósito de estas páginas emitir un juicio sobre el primer objetivo


citado, aunque hoy pocos discuten el éxito de la imponente maquinaria fiscal
que desde los años setenta del siglo XVm drenó hacia la metrópoli sumas hasta
entonces insospechadas de recursos, merced a la modernización de las prácticas!
recaudatorias (administración directa de las rentas, mayor cualificación de los/
oficiales reales encargados de los ramos de la Real Hacienda, mejora de los siste­
mas de contabilidad, supervisión más rigurosa por parte de los tribunales mayo­
res de cuentas, etc.), y al aumento del número de impuestos y exacciones que
gravaban la vida del contribuyente indiano, tanto en la esfera económica como
social. Todo esto, respaldado por un clima general de recuperación marcado por
el crecimiento de la población y la reactivación, más o menos acusada según las
zonas, de los distintos sectores productivos; a lo que vino a sumarse el papel de
los nuevos funcionarios (intendentes de provincias y subdelegados de distritos) y
el establecimiento de las superintendencias generales de Hacienda, que estimula­
ron, mediante un control más efectivo, la capacidad recaudatoria de las tesore­
rías de sus respectivas circunscripciones fiscales. No en vano, la propia figura
del intendente estuvo siempre asociada, desde su origen, a la actividad hacen­
dística, como se puede apreciar en su precedente peninsular o en las dos pri­
meras intendencias establecidas en las Indias (La Habana y Luisiana, ambas
en 1765) y más tarde, en 1776, también en Venezuela (Navarro García, 1959
y 1995)’.
Pero si el nuevo régimen de intendencias resultó eficaz en su vertiente hacen­
dística, más difícil es valorar el sistema a la hora de analizarlo como un intento
de racionalización del mapa administrativo indiano. Acercándonos al tema con
cierta perspectiva, podemos afirmar que su aplicación resultó desigual, incom­
pleta, menos uniforme de lo que normalmente se considera e incapaz de crear un
sistema administrativo realmente nuevo, libre de viejas adherencias instituciona­
les. La doble calificación de desigual y poco uniforme debe extrañar, si tenemos
en cuenta que en los territorios donde se aplicó el sistema, salvo las tres expe­
riencias precursoras arriba citadas, sus reglamentos se promulgaron en el corto
plazo comprendido entre 1782 y 1786, justo en los últimos años de vida del se­
cretario de Indias don José de Gálvez, inspirador y promotor del plan, que su­
pervisó personalmente la implantación del nuevo régimen administrativo. Lo de
incompleta obedece justamente a la muerte del ministro, ya que sus sucesores
(separadas las competencias de su antiguo ministerio de Marina e Indias) opta­
ron por no continuar el proyecto puesto en marcha por el eficaz político mala­
gueño.
No cabe duda de que la demarcación a la que más pudo beneficiar el nuevo
sistema de intendencias fue la del Perú, en su acepción delimitatoria más restrin­
gida, coincidente en líneas generales con el territorio de la audiencia de Lima.
Era un espacio caracterizado desde siempre por su escaso grado de articulación

2. En este segundo trabajo (Navarro García, 1995), que supone una actualización y puesta al
día, con criterio más interpretativo y revisionista, de su anterior obra de 1959, se ofrece bibliografía ac­
tualizada sobre el tema y una síntesis muy útil sobre las distintas etapas de la implantación del sistema.
238 RAMÓN MARÍA SERRERA

/interna desde el punto de vista de la integración territorial, cuya geografía física


(con contrastes muy acentuados que separaban más que unían) determinó su
propia geografía administrativa. Del virrey de Lima dependía directamente algo
más de medio centenar de corregimientos, según cifra que insinúa en su Diccio­
nario (1786-1789) Antonio de Alcedo, sin gobiernos o provincias que sirvieran
de escalón intermedio en la pirámide administrativa entre el virrey y los aludidos
distritos menores. Era una singularidad peruana extraña si la comparamos con
el resto de las Indias españolas, donde existían gobernaciones de distinto rango y
superficie territorial, que se situaban en la jerarquía de gobierno entre el virrey
(o presidente de audiencia) y los corregidores o alcaldes mayores. En este senti­
do, sí hay que afirmar que en Perú la implantación del régimen de intendencias
en 1784 supuso una departamentalización más racional y homogénea de la geo­
grafía administrativa al crearse originalmente siete provincias: Lima, Arequipa,
Trujillo, Cuzco, Huamanga, Huancavelica y Tarma, a las que se agregó en 1796
la intendencia de Puno, transferida desde Charcas, para evitar disfuncionalida­
des y lograr que siguiera integrada en la diócesis del Cuzco y en la recién funda­
da (1787) audiencia de la antigua capital incaica, de la que dependió Puno desde
su establecimiento (Fisher, 1981; Deustua Pimentel, 1965).
Las capitales de las cinco primeras intendencias citadas eran también sedes
episcopales, lo cual dotaba al territorio de una mayor concentricidad funcional a
la hora de canalizar información y órdenes entre las subdelegaciones y la capital
limeña, sede virreinal y arzobispal. Y otro tanto aconteció con la aplicación del
sistema en la capitanía general de Chile. Por su singularidad geográfica y estraté­
gica, la primera intendencia fue fundada en Chiloé en 1784, aunque con un ca­
rácter institucional muy precario. Tres años más tarde, en 1787, se establecieron
otras dos en Santiago y Concepción, las dos cabeceras de obispado, y la primera
sede también de la capitanía general, de la superintendencia general de Hacienda
y de la audiencia, cuyo presidente concentró en su persona los tres cargos más el
de intendente de la nueva provincia. De nuevo la política de concentración insti­
tucional, similar a la que se practicó en otros reinos indianos.
No contribuyó demasiado a configurar un nuevo mapa regional en México
el establecimiento en 1786 del sistema de intendencias. Aunque las ordenanzas
que regularon este proceso fueron promulgadas en diciembre de dicho año con
validez general para todas las Indias, sustituyendo a las anteriores de 1782 del
Río de La Plata (aplicadas al Perú en 1784 y a Centroamérica en 1785), la ver­
dad es que el nuevo diseño territorial surgido de éstas de Nueva España no hizo
más que consolidar un panorama ya preexistente, resultado de un largo proceso
de regionalización cuyos orígenes podemos rastrear en el siglo de la Conquista.
Tras algunas modificaciones iniciales, finalmente fueron creadas doce intenden­
cias, las mismas que describe Alejandro de Humboldt en su Ensayo Político so­
bre el Reino de la Nueva España, fruto de sus estudios y observaciones durante
su estancia en tierras mexicanas entre marzo de 1803 y el mismo mes de 1804.
A pesar de ser el proceso de implantación de intendencias más profusamente
estudiado, pocas novedades —insistimos— ofrecía el mapa administrativo mexi­
cano surgido de la nueva ordenación del territorio, dividido, ya a partir de 1787,
en doce provincias con sus intendentes al frente: México, Puebla, Guanajuato,
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 239

Valladolid de Michoacán, Antcqucra de Oaxaca, Veracruz, Mérida de Yucatán,


Guadalajara, Zacatecas, Durango, San Luis Potosí y Sonora, esta última tam­
bién llamada de Arizpe, creada unos años antes con carácter experimental. A las
dichas debían sumarse las gobernaciones —que no intendencias— de Nuevo
México, Nueva California, Vieja California y Tlaxcala. Si confrontamos los ma­
pas de las divisiones territoriales de antes y después de 1786, se puede verificar
que, ciertamente, hay escasas innovaciones sustanciales, salvo la agregación de
algunas antiguas provincias y gobernaciones en las nuevas intendencias (como,
por ejemplo, Sonora y Sinaloa en la de Sonora; Chihuahua y Durango en la de
Durango; Coahuila, Texas, Nuevo León y Nuevo Santander en la de San Luis
Potosí; Campeche, Mérida y Tabasco en la de Mérida de Yucatán) o la desmem­
bración de otras unidades ya existentes (como el caso de la gobernación de Nue­
va Galicia, dividida en las intendencias de Zacatecas y Guadalajara; o el más sig­
nificativo aún de la inmensa gobernación de Nueva España, fragmentada a
partir de 1787 en las intendencias de México, Puebla, Veracruz, Michoacán,
Guanajuato y Oaxaca), todas ellas, a su vez, provincias con personalidad propia
antes de la reforma, al igual que los cuatro gobiernos citados, que no llegaron a
convertirse en intendencias y que conservaron el mismo rango que tenían antes
de aplicarse el sistema (Pietschmann, 1972 y 1992: 325-350). Hay que añadir la
complejidad que supuso para las intendencias septentrionales su inclusión en la
comandancia general de la provincias internas del Norte de Nueva España, que,
unificada o desdoblada en dos e incluso en tres demarcaciones (cinco modifica­
ciones experimentó desde su creación en 1776 hasta 1812), perdieron parte de
su autonomía militar al estar sometidas a la disciplina de los respectivos coman­
dantes generales, que en algún caso (Sonora y Durango, por ejemplo) desempe-!
ñaron dicho cargo junto al de intendente de la provincia en donde se asentaba la
capital de su comandancia. Poco operativa, a tenor de lo dicho, debió de ser en
este caso la superposición —más que concentración— de instituciones, una de
ellas de carácter esencialmente militar, cuya autoridad se ejercía en tierras de
frontera.
Con el precedente de la creación, en 1776, de una única intendencia en el
vasto territorio que un año después integraría la capitanía general de Venezuela
(de hecho, la intendencia de Caracas fue la más extensa de todas las establecidas
en las Indias), otro tanto se podía haber concebido para la dilatada franja cen­
troamericana, que se incluía en los límites de la capitanía general y audiencia de
Guatemala, cuyo marco englobaba las gobernaciones de Guatemala, Chiapas,
Soconusco, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. No fue así, sin em­
bargo, y se desaprovecho la ocasión para dotar a este territorio de un nuevo fac­
tor de integración, que hubiera cohesionado con la nueva institución una geo­
grafía tan extensa como llena de contrastes. Santiago de Guatemala era,
efectivamente, la capital de la capitanía general, pero también era sede de au­
diencia y de arzobispado; razón por la cual, de haberse erigido también una sola
intendencia para toda Centroamérica con sede en Guatemala, coincidiendo sus
limites con los de las otras instituciones citadas, se hubiera logrado un más alto
grado de concentricidad y uniformidad funcional. Al final, y en tres fases sucesi­
vas (noviembre de I"85, noviembre de 1786 y diciembre de este último año), se
240 RAMÓN MARÍA SERRERA

fueron creando las cinco intendencias de El Salvador, Chiapas, Guatemala, Co-


mayagua y Nicaragua, las cuatro últimas con obispado propio, sufragáneo de la
archidiócesis de Guatemala, y con la intendencia de Nicaragua integrando den­
tro de sus límites la antigua gobernación de Costa Rica. Se consolidaba así el
proceso de fragmentación del espacio centroamericano y se dejó pasar la ocasión
de establecer una institución que hubiera afianzado la cohesión territorial de un
área caracterizada desde la misma Conquista por la excesiva parcelación admi­
nistrativa de su geografía. Las consecuencias de lo dicho son bien conocidas.
Tras su breve integración en el Imperio de Agustín Iturbide (1822-1823) y poco
más de tres lustros de historia en común, no exentos de dificultades y tensiones
internas, finalmente las Provincias Unidas de Centroamérica terminaron des­
membrándose en 1838 en cinco repúblicas independientes (Guatemala, Hondu­
ras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica), las mismas que hoy luchan afanosa­
mente por encontrar la senda de un destino histórico único y solidario.
/ El Río de La Plata había sido la primera gran demarcación pluriprovincial
zdel continente donde se experimentó la aplicación del régimen de intendencias.
En enero de 1782, es decir, seis años después de la creación del virreinato de
Buenos Aires y de la uniprovincial intendencia de Caracas, se aprobó la real or­
denanza que reguló el proceso, cuyo contenido estuvo en vigor para todas las In­
dias hasta la promulgación, en 1786, de las destinadas a Nueva España. Origi­
nalmente, el vasto marco territorial subordinado al virrey de Buenos Aires fue
departamentalizado en ocho provincias o intendencias de desigual superficie te­
rritorial: Buenos Aires, Paraguay, Santa Cruz de la Sierra, Potosí, Charcas, La
Paz, Mendoza y San Miguel de Tucumán. Al año siguiente, se realizaron algunos
cambios para lograr un mayor ajuste, en virtud de los cuales la intendencia de
Santa Cruz de la Sierra trasladó su capital a Cochabamba, ciudad que por tal
motivo se segregó de La Paz. Igualmente, las dos intendencias cuyas capitales se
fijaron en San Miguel de Tucumán y Mendoza trasladaron sus sedes a Salta y
Córdoba, incluyendo esta última el distrito del antiguo corregimiento de Cuyo,
que desde 1776 había pasado a depender del virreinato de Buenos Aires. En
1784, hubo nueva modificación, al establecerse una intendencia en Puno, que en
1796 fue transferida al Perú para evitar disfuncionalidades, ya que esta provin­
cia (en el límite entre los dos virreinatos) había seguido dependiendo, según se­
ñalamos, de la diócesis y audiencia del Cuzco. Así quedó, pues, el nuevo mapa
administrativo: cuatro intendencias altoperuanas no muy extensas territorial­
mente (salvo Potosí, de dimensiones medias, con salida al Pacífico), pero de gran
concentración demográfica, tres de ellas con diócesis propias (Santa Cruz de la
Sierra, La Paz y Charcas, esta última con rango arzobispal); la intendencia para­
guaya, heredera de la antigua gobernación homónima, también con diócesis pro­
pia en Asunción desde el siglo XVI; y, finalmente, las tres vastísimas provincias
propiamente rioplatenses, la de Buenos Aires (cuya capital era sede de virreina­
to, gobernación, audiencia, obispado y superintendencia mayor de Hacienda) y
las de Córdoba y Salta, la primera con diócesis también desde el siglo XVI y la se­
gunda que alcanzaría el rango episcopal a principios del siglo XIX.
Analizando el tema desde el punto de vista de la geografía administrativa,
podríamos insinuar que la aplicación del régimen de intendencias en el Río de
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 241

La Plata, un extensísimo territorio con un grado medio de articulación regional


(más perceptible en Charcas que en las provincias platenses propiamente di­
chas), no resultó tan innovadora como en el caso del Perú, que partía práctica­
mente de cero en el proceso de provincialización. Pero ofreció más originalidad
de planteamiento en comparación con lo realizado en México, donde se aplicó
una clara política de superposición de límites de las nuevas intendencias sobre
las antiguas gobernaciones, con la única novedad ya señalada, de desdoblar o
agregar provincias ya existentes hasta configurar el mapa en 1787. Por lo de­
más, el hecho de que la experiencia rioplatense tuviera como escenario un virrei­
nato de reciente creación, con territorios de muy acusados contrates, subordina­
dos hasta entonces a muy distintos focos de poder, acentúa el interés de su
estudio en comparación con otras áreas continentales (Lynch, 1962).

EL DETERMINISMO GEOGRÁFICO: EL REINO DE QUITO

No llegó nunca a establecerse el sistema de intendencias en dos territorios cuyo


lento proceso histórico de regionalización estuvo marcado siempre por la geo­
grafía: el Nuevo Reino de Granada y el Reino de Quito. La única excepción fue
la creación aislada de la intendencia de Cuenca en 1786. Pero el sistema no llegó/
a aplicarse por posiciones encontradas sobre el proyecto sostenidas por el máxi­
mo mandatario de la audiencia de Quito, el presidente don José García de León
y Pizarro, y el arzobispo-virrey de Nueva Granada, don Antonio Caballero y
Góngora. A lo dicho hay que agregar una razón personal de mucho más peso: el
fallecimiento en 1787 del todopoderoso secretario de Marina c Indias don José
de Gálvez, inspirador del plan a escala continental. Con su muerte, acaecida
cuando se discutía su aplicación en Nueva Granada y Quito, desaparecía tam­
bién el máximo valedor del proyecto, de modo que la medida nunca llegó a po­
nerse en práctica.
Esta circunstancia nos conduce de nuevo a la reflexión clave que exponía­
mos al comienzo de este capítulo: ¿supusieron las reformas acometidas por los
gobernantes ilustrados, sobre todo a partir de los años setenta, la ratificación
oficial de un proceso natural de regionalización del espacio indiano, que tenía
sus orígenes en centurias anteriores?, ¿o más bien se puede considerar que el im­
pulso reformista favoreció y estimuló dicho proceso con la creación de nuevas
unidades administrativas capaces de articular territorios y cohesionar espacios
hasta entonces escasamente integrados? Ninguna de las respuestas posibles pue­
de ser excluyeme. Habría que responder con un «depende», según el caso anali­
zado. Y, desde luego, no rechazamos la posibilidad de considerar que ambos
procesos, el oficial y el natural, sean simultáneos, en una dinámica histórica en
la que operan efectos de interacción que terminan dando lugar al fenómeno es­
tudiado, con la geografía siempre como factor determinante.
En los casos de Nueva Granada y Quito, en donde la provincialización ofi­
cial no tuvo lugar, ¿se privó con esto a ambas demarcaciones de la posibilidad
de consolidar un proceso natural de regionalización que todavía estaba en mar­
cha en el último tercio de la centuria ilustrada? Lo dudamos. En el caso del Rei­
242 RAMÓN MARÍA SERRERA

no de Quito, objeto de nuestra atención en estas páginas, la antigua ruta incaica


del Chinchasuyo unió desde tiempos remotos el territorio peruano con la zona
meridional de la actual Colombia y fue aprovechada durante todo el período co­
lonial como eje vertebral que permitió la comunicación por toda la espina dorsal
andina, desde el Cuzco hasta el nudo de Pasto y, más allá, hasta Bogotá, atrave­
sando la audiencia de Quito, donde era conocida como el Camino Real de la Sie­
rra o del Correo de Lima.
Pero si fue posible siempre el desplazamiento por esta ruta serrana, mucho
más problemático resultó ser el tránsito entre el principal núcleo portuario ecua­
toriano, la ciudad de Guayaquil, y la capital quiteña. La geografía resultó ser un
obstáculo casi insalvable para unir la costa y la sierra. Fueron —y siguen sien­
do— los dos centros urbanos sobre los que gravitó toda la vida económica y ad­
ministrativa del territorio que integraba el distrito de la audiencia. Guayaquil
será para los cronistas la «garganta», «llave» y «puerta de entrada» al país,
mientras que Quito será considerada como el «corazón» y la capital política del
Reino. Sin embargo, estos dos enclaves, uno litoral y otro serrano, permanecie­
ron a lo largo del período colonial prácticamente incomunicados entre sí duran­
te seis meses al año, en razón de las condiciones orográficas y climatológicas de
la geografía ecuatoriana. La orografía dificultaba las comunicaciones en la mis­
ma medida en que la hidrogafía las facilitaba. Todos los caminos que unían la
costa con la sierra partían de los distintos puertos fluviales de la cuenca del Gua­
yas. Desde esta zona, eran tres las rutas que permitían subir hasta el interior del
Reino: la de Babahoyo a Quito por Guaranda y Riobamba, la de Yaguachi a
Alausi y la de Naranjal a Cuenca y Loja. Las tres enlazaban con enclaves impor­
tantes del Camino Real de la Sierra.
De los mencionados, el itinerario que más nos interesa es el primero, que se
consideraba el camino de Guayaquil por excelencia. Pues bien, si Jorge Juan y An­
tonio de (Jlloa tuvieron que emplear en 1739 nada menos que veintiséis jornadas
de viaje para subir a Quito en pleno mes de mayo (demasiadas en esta estación del
año para tratarse de la ruta que unía las dos principales ciudades de la audiencia),
todavía a finales de siglo, en 1789, había informantes que señalaban que «este ca­
mino sólo se trafica seis meses del año, porque en los otros seis lo impiden las
aguas». E incluso en fecha tan tardía como 1814 disponemos de noticias similares
acerca del itinerario de subida que unía el pueblo de Naranjal (frente al puerto de
Guayaquil) con Cuenca, del que los diputados de Guayaquil en Lima comentaban
que seguía siendo transitable «solamente en cuatro o cinco meses del año».
Esta misma dificultad para comunicar en invierno Guayaquil con Quito
existía también para desplazarse por tierra desde la costa sur hasta la costa norte
de la actual república ecuatoriana. Durante la época colonial, nunca se pudo
franquear el cabo Pasado y, mucho menos, poner en contacto a través de una
ruta costera Guayaquil con la septentrional provincia de Esmeraldas. El último
punto al que se pudo llegar con regularidad era el pueblo de La Canoa, en la ba­
hía de Caráquez. A diferencia de lo que sucedía con el litoral peruano, la tupida
e intransitable selva tropical de la costa siempre fue un obstáculo para integrar,
mediante un eje vial Norte-Sur, todo el sector occidental del Reino de Quito (Se­
rreta, 1992 y 1993: 108-114).
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 243

Lo anterior explica los sucesivos intentos realizados en el siglo XV1II para po­
ner en comunicación la costa de Esmeraldas y su puerto de Atacames con el res­
to del territorio de la audiencia. Aunque hubo una tentativa pionera en 1615,
los proyectos presentados en la centuria ilustrada no estaban orientados a unir
Esmeraldas con Guayaquil —lo que habría supuesto continuar el camino del li­
toral—, sino a trazar una ruta que permitiera el tránsito regular entre la costa
norte y la propia capital del Reino, Quito, que siempre aspiró a ejercer un con­
trol efectivo sobre todo el territorio a ella subordinado. La extensa gobernación
de Esmeraldas siempre estuvo escasamente integrada en el resto del país —tanto
desde el punto de vista vial como en las esferas administrativa, religiosa, econó­
mica y cultural— con población indígena organizada en «naciones gentiles».,
Dos proyectos de los años 1735 y 1785 lograron parcialmente abrir ruta «en de­
rechura» hacia la costa septentrional, algo que se consideraba en la época como
la panacea para la plena integración comercial del Reino de Quito en los circui­
tos comerciales del Imperio, al poder traficar directamente por vía marítima con
Panamá (desde los puertos o fondeaderos de Atacames o La Tola) sin tener que
descender a Guayaquil, hasta entonces «puerta obligada» para la entrada y sali­
da de mercancías.
La vieja aspiración de los proyectistas quiteños, sin embargo, no se haría rea­
lidad hasta bien avanzado el siglo XIX, cuando quedó definitivamente franqueada
la ruta de Quito al puerto de Esmeraldas. Durante las postreras décadas del
período español, el fracaso de tales iniciativas favoreció los intereses de Guaya­
quil, que mantuvo su exclusiva como puerto de salida para conectar con las lí­
neas de tráfico del Pacífico. Siguió practicándose, como desde el siglo xvi, el co­
mercio directo de Quito con el Nuevo Reino y con el Perú a través del Camino
de la Sierra: Pasto, Quito, Latacunga, Ambato, Riobamba, Alausi, Cuenca, Loja,
etc., con derivación posterior hasta Charcas y el Río de La Plata. Era la antigua
ruta de los incas, que ejerció una función trascendental a lo largo de todo el pe­
ríodo colonial, a la hora de acercar mercados muy alejados (en realidad, desde
Cartagena hasta Buenos Aires, la misma ruta que seguía el correo terrestre), al­
canzando por tal motivo dimensiones auténticamente subcontinentales. Pero la
vieja aspiración de lograr una mayor integración de la costa con la sierra siguió)
siendo un sueño inalcanzable, con la consiguiente bipolarización de la vida del
territorio de la audiencia quiteña.
Según lo expuesto, ¿podemos considerar el abortado intento de implantar el
sistema de intendencias en el Reino de Quito como una consecuencia de la reali­
dad geográfica descrita, en el sentido de que resultaba difícil departamentalizar,
en las nuevas unidades administrativas, un espacio con escaso grado de cohesión
territorial?, ¿obedeció a una circunstancia coyuntura! ajena a dicha realidad,
como fue la muerte del ministro Gálvez en 1787, la consiguiente paralización de
su plan de reformas? Los historiadores hace tiempo que hemos dejado de lado la
vieja cuestión de qué fue antes, si el huevo o la gallina. Y más al analizar un he­
cho histórico en el que resulta difícil prescindir de cualquiera de los múltiples
agentes que operaban dentro de una realidad estructuralmente compleja, en la
que ningún elemento puede examinarse fuera de la malla de relaciones en la que
se integra.
244 RAMÓN MARÍA SERRERA

LA CONFIGURACIÓN DE UN ESPACIO «PRENACIONAL»: VENEZUELA

|EI territorio indiano que sin duda se vio más profundamente afectado por las re­
formas administrativas de los gobernantes ilustrados fue el venezolano. Pero
para comprender estas transformaciones, hay que remontarse a épocas anterio­
res, concretamente al primer tercio del siglo xvil, cuando se inicia la consolida­
ción de la capitalidad de Caracas sobre un ámbito cada vez más dilatado. A esto
contribuyó la espectacular e ininterrumpida difusión del cultivo cacaotero y el
control que sobre dicha riqueza ejerció la poderosa aristocracia mantuana, que
desde Caracas fue ampliando su influencia, primero sobre su propia provincia, y
más tarde, en el siglo XVIII, sobre gran parte del territorio de la futura capitanía
general de Venezuela, cuando los crecientes volúmenes de producción y exporta­
ción de dicho fruto alcanzaron cotas hasta entonces insospechadas.
Pero el proceso fue lento y gradual. Porque hasta el último tercio de la cen­
turia ilustrada no podemos hablar con propiedad de Venezuela como una uni­
dad geográfica y administrativa uniforme, que prefigurara en cierto modo el fu­
turo espacio «nacional», surgido a partir de la emancipación. La capacidad de
vertebración territorial que ejerció Caracas sobre las provincias venezolanas fue
una realidad que se adelantó a las reformas ilustradas, pero que se consolidó
definitivamente con éstas, al lograrse un marco político-administrativo relativa­
mente homogéneo que llegó a integrar dentro de sus límites desde las difumina-
das fronteras orientales de la Guayana hasta Maracaibo por el Occidente, y que
se extendía desde el litoral caribeño hasta los imprecisos confines meridionales
de los Llanos del Orinoco. Hasta entonces, sus gobernaciones y provincias me­
nores eran unidades geográficamente aisladas, con escasos nexos entre sí, pero
que mantenían relaciones comerciales con mercados más o menos próximos:
Mérida, Trujillo y Maracaibo con Cartagena de Indias; Coro y las islas orienta­
les con Santo Domingo; y los valles centrales con las Grandes Antillas, Canarias
y la metrópoli (Lombardi, 1985: 107-110). El mapa de la red vial venezolana
durante el período colonial, que experimentó limitadísimas modificaciones en el
siglo XVIII, demuestra el grado de aislamiento que mantenían las distintas regio­
nes. Los caminos existentes se limitaban a unir núcleos urbanos cercanos, si­
guiendo las condiciones favorables de la geografía de cada zona. A lo más, se
aprecian algunas triangulaciones viales de limitado alcance espacial, sobre todo
en el sector occidental del país. Sin embargo, pocas rutas transitables permitían
el enlace entre este sector y los valles centrales de la provincia de Caracas y, des­
de luego, no había posibilidad material de desplazarse por un itinerario terres­
tre fijo desde la propia Caracas hasta ese inmenso espacio que entonces —y aún
hoy— se denominaba el Oriente, cuyas comunicaciones había que establecerlas
recurriendo al flete marítimo, normalmente más barato y seguro que el terrestre
(salvo para las remesas pecuarias), excepto en períodos de conflictividad bélica,
muy frecuentes, durante la centuria que nos ocupa en el litoral caribe. Por lo de­
más, Humboldt expresaba que tampoco en los Llanos había «caminos como los
de Europa». Y, a tenor de los abundantes testimonios disponibles del siglo
xvm, los existentes no tenían de camino más que el nombre (Serreta, 1992 y
1993: 83-87).
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 245

A lo expuesto hay que añadir el alto grado de disfuncionalidad y excentrici­


dad que presentaban las instituciones venezolanas, sobre todo en las tres provin­
cias orientales, Nueva Andalucía, Nueva Barcelona y Guayana, integradas en la
amplia gobernación de Cumaná. En épocas dependieron del virrey de Santa Fe
en lo gubernativo y en lo militar, al menos teóricamente. En otros momentos vi­
vieron de hecho como territorios independientes. Sin embargo, en lo judicial es­
taban sujetas a la audiencia de Santo Domingo, salvo la Guayana, que dependió
esporádicamente de Santa Fe. En lo eclesiástico, formaban parte de la diócesis de
Puerto Rico. Las propias órdenes religiosas pertenecían a las provincias de las
Grandes Antillas —y no a Caracas— para, más tarde, convertirse en provincias
autónomas. En la esfera fiscal, y a la hora de recibir los situados para financiar a
sus tropas regulares y construir defensas, los fondos procedían de la tesorería
central de Santa Fe y, con mayor frecuencia, de la caja matriz de México. Esta
total ausencia de concentración institucional, que chocaba fuertemente con el
principio de racionalidad que se quiso imponer desde España, llegó a desorientar
a más de un gobernador de la zona, entre ellos a don José Diguja, que en 1761
se extrañaba de que «siendo esta gobernación Tierra Firme con los Reinos de
Santa Fe y Perú, y subordinada al virreinato del primero, se reciben los reales
despachos del Consejo de Indias por la Secretaría de Nueva España» (Serreta,
1977a: 2 y ss.).
Contra todo este confuso y disperso panorama se encaminaron las medidas
adoptadas durante el reinado de Carlos III, a propuesta del ministro Gálvez. En­
tre 1776 y 1786, en el plazo de una década, Venezuela contemplará la vertebra-
ción —teóricamente definitiva— de sus instituciones administrativas y la plena
unificación de sus órganos de gobierno, acordes con el progresivo grado de inte­
gración espacial que desde décadas antes venía imponiendo el centro rector de
Caracas. Frente a la yuxtaposición de territorios, la unificación centralizadora.
Y frente a la excentricidad funcional, la concentricidad institucional.
/ El primer paso fue la creación de la intendencia de Caracas, en 1776, que
'aglutinó con fines de organización hacendística las distintas gobernaciones del
'territorio de la actual Venezuela. Al año siguiente, en virtud de la conocida real
cédula fechada en San Ildefonso el 8 de septiembre de 1777, se decretó la «abso­
luta separación» de las provincias de Cumaná, Guayana, Maracaibo, Trinidad y
Margarita del virreinato de Santa Fe, para «agregarlas en lo gubernativo y mili­
tar a la Capitanía General de Venezuela, del mismo modo que lo están por lo
respectivo al manejo de mi Real Hacienda a la nueva Indentencia erigida en di­
cha Provincia». En la misma disposición regia se ordenó igualmente romper la
dependencia que en la esfera judicial tenían la Guayana y Maracaibo con respec­
to a la audiencia de Santa Fe, para pasar a depender desde entonces, como el res­
to de las provincias venezolanas, de la de Santo Domingo. Y todo, con la finali­
dad de que «hallándose estos territorios bajo una misma Audiencia, un capitán
general y un intendente inmediatos, sean mejor regidos y gobernados».
La siguiente medida, mucho más decisiva para la consecución de la plena
unificación administrativa, fue el establecimiento nueve años después, en 1786,
de la real audiencia de Caracas, con lo que se consolidaba definitivamente la ca­
pitalidad caraqueña sobre todo el territorio venezolano y se rompía la dependen-
246 RAMÓN MARÍA SERRERA

xíria que en la esfera judicial se tenía respecto a la audiencia de Santo Domingo.


No entra dentro de los objetivos de estas páginas describir cómo coexistieron en
Caracas las tres autoridades que allí residieron desde entonces: intendente, go­
bernador y capitán general, y presidente de audiencia. Lo que en realidad nos in­
teresa es que, finalmente, en poco más de una década, los principios ilustrados
de racionalidad y funcionalidad habían sentado las bases para la configuración
de un ámbito que no dudamos en calificar de prenacional, cuyas fronteras y con­
flictos de límites serían heredados por la naciente República de Venezuela. Lal
creación en 1793 del real consulado de Caracas, con atribuciones mercantiles
sobre toda la capitanía general, completó el proceso de unificación descrito, tar­
dío ciertamente en comparación con otras circunscripciones indianas, pero efi­
caz a la hora de sentar las bases para la plena integración del territorio venezola­
no, con el consiguiente afianzamiento de la capitalidad de Caracas en su
condición de sede de las nuevas instituciones (Lombardi, 1985: 118-121; Mo­
rón, 1977).

CONCIENCIA REGIONAL Y TENSIONES CENTRO-PERIFERIA: GUADALAJARA

Si en el caso de Venezuela las medidas ilustradas no habían hecho más que ratifi­
car oficialmente un proceso unificador que desde Caracas se había ido impo­
niendo gradualmente desde el siglo xvn, situación muy distinta es la que pode­
mos contemplar en una provincia de México caracterizada por su antigua y bien
afirmada conciencia regional: Guadalajara. De esta demarcación puede afirmar­
se que todas sus manifestaciones políticas, administrativas, culturales, económi-
/icas y fiscales fueron reforzando a lo largo de todo el siglo XVIII, y desde 1750,
I sus propios mecanismos de ajuste en el proceso de unidad y coherencia regional.
Se consolidó así una fuerte personalidad histórica y cultural que en no pocas
ocasiones desembocó en el ámbito político en deseos de auténtica autonomía. En
este período la región participa de todas las características propias de un espacio
que se encontraba en plena madurez de su proceso integrador. Su capital, Gua­
dalajara, era sede de numerosas instituciones: ayuntamiento, caja real, aduana,
intendencia, obispado, real audiencia y comandancia general de Nueva Galicia.
A esto hay que añadir en la última década del siglo xvm la creación, en 1795,
del real consulado de Guadalajara (el único no marítimo de los establecidos en
las Indias) en respuesta a las insistentes peticiones de esa influyente oligarquía
capitalina que apenas unos años antes, en 1791, había logrado también su máxi­
ma aspiración cultural, la fundación de una real universidad en la propia capital
taparía. En realidad, salvo un virrey y un arzobispo, Guadalajara tenía práctica­
mente las mismas instituciones que la capital novohispana, tratando a México
como a un igual o generando conflictos de competencias, algunos muy graves,
que tuvieron que dirimirse en las más altas instancias de decisión metropolitanas
(Serrera, 1974: 123-131).
La rivalidad existente entre las universidades y los consulados de Guadalaja­
ra y México es fiel reflejo de estas tensas relaciones. Pero también, y sobre todo,
hubo conflictos en la esfera administrativa. Las continuas discrepancias entre el
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 247

intendente don Jacobo Ugarte y Loyola y el virrey marqués de Branciforte —por


no citar sino el caso más llamativo— llegaron a ser famosas y proverbiales en la
época. El más mínimo roce de atribuciones entre los dos mandatarios, como trá­
mites de correspondencia con la metrópoli, nombramiento de subdelegados, ju­
risdicción del Tribunal de la Acordada, etc., provocó situaciones violentas y, a
veces, contenciosos de incontrolada tensión en los que se llegó incluso al insulto
personal. Ocasiones hubo, como aconteció en 1796, en que Ugarte solicitó for­
malmente la independencia administrativa de su provincia con respecto a la ca­
pital virreinal. En la polémica tuvo que mediar personalmente el mismísimo Go­
doy, claro partidario de Branciforte, y la petición fue desestimada. Lo que es
todo un síntoma.
Las diferencias entre Guadalajara y México, un clásico modelo de tensión
centro-periferia, no estuvieron protagonizadas en exclusiva por los mandatarios
de la última década del siglo. En vísperas del proceso emancipador, con otros
gobernantes ejerciendo el poder en una coyuntura política difícil, volvió a brotar
de nuevo este deseo de autonomía. En 1817, el mismo año en que el comandante
general de Nueva Galicia e intendente de Guadalajara planteaba —según se re­
sume en minuta del Consejo de Indias— «lo necesario y útil que juzgaba la sepa­
ración de la intendencia que tenía a su cargo y lo ventajoso que sería la indepen­
dencia de aquella comandancia del mando del virreinato», nada menos que el
cabildo eclesiástico de la catedral de Guadalajara se sumaba a estos anhelos au­
tonomistas, al solicitar al monarca no sólo la creación de una capitanía general
independiente, sino también la elevación de la diócesis de Guadalajara al rango
de arzobispado, con jurisdicción sobre los mismos límites de la audiencia, de
forma que —como expresaban— «gobernándose por sí y con tal separación de
México, se logre la completa felicidad de este Reino».
Esta doble petición fue desatendida desde la metrópoli, máxime en pleno se­
xenio absolutista tras la tormenta insurgente de 1810-1814, donde el control de
la situación se mantuvo gracias a un mando militar unificado. Pero, aun así, con
sus logros escalonados ya en la mano y con su continuo afán petitorio, Guadala­
jara pretendía convertirse en la práctica en el segundo virreinato mexicano, últi­
mo objetivo de sus nada velados sueños autonomistas. Era la expresión de una
arraigada conciencia regional y de un profundo sentido de la autoafirmación,
que se sustentaba también en el momento de esplendor que por entonces vivía el
territorio: auge demográfico, equilibrado crecimiento económico entre sus dis­
tintos sectores productivos, consiguiente incremento de la actividad comercial,
ajuste integrador entre la capital y su región, mayor cohesión espacial del terri­
torio, merced a la ampliación de la red vial interna, mejora de las comunicacio­
nes con el exterior, proliferación de instituciones culturales y asistenciales (uni­
versidad, colegios, imprenta, hospitales, etc.), afianzamiento de la personalidad
regional entre sus habitantes... y, por encima de todo, un sentimiento firmemen­
te asentado —basado en datos objetivamente mensurables— de no deber nada a
nadie, y menos a México (Gálvez Ruiz, 1996).
/ Esta maduración de la conciencia regional tuvo también, en efecto, un so­
porte fiscal, algo fundamental que con frecuencia se olvida. Si acudimos a las
cuentas de la Real Hacienda de la Caja Real de Guadalajara, podemos verificar
248 RAMÓN MARÍA SERRERA

que del total de las sumas ingresadas por todos los conceptos y ramos en dicha
tesorería entre 1700 y 1799, 42000000 pesos, una vez deducidos los gastos in­
ternos de administración, obras públicas, subsidio eclesiástico, milicias y defen­
sa, fueron remitidos 22000000 pesos como excedente regional a la caja matriz
de México, lo cual supone aproximadamente el 52% de lo recaudado. Natural­
mente, los gobernantes de Guadalajara eran conscientes de este superávit, que
les otorgaba cierta prepotencia, altanera a veces, a la hora de negociar asuntos
de importancia con el virrey de México. Juzgamos que es ésta una visión nueva
de un viejo tema, que ayuda a comprender el desenvolvimiento político de la re­
gión en los años que siguieron a la independencia, cuando nuestro territorio se
declaró en más de una ocasión (en concreto en 1824 y 1846) Estado Libre y So­
berano de Jalisco, como si sus políticos hubieran heredado los fervientes anhelos
autonomistas de sus antepasados del período colonial. Curiosamente, sin embar­
go, Guadalajara sería la única sede de audiencia indiana (junto con la del Cuzco,
de tardía creación) que no terminaría convirtiéndose en capital de nación inde­
pendiente. Después de tres siglos de historia en común, México era un país sufi­
cientemente vertebrado para evitar desmembramientos que hicieran peligrar
(como ocurrió en Texas y pudo acontecer en Yucatán) su antigua unidad políti­
ca y administrativa.

LAS TIERRAS DE FRONTERA: EL CASO DE LA PATAGONIA ORIENTAL

También para la llamada América marginal hubo medidas administrativas refor­


mistas. Por lo general, eran zonas de frontera donde los españoles ejercieron un
control más precario del espacio, con el presidio militar o la misión como sím­
bolo de la soberanía castellana en el territorio. Estaban pobladas por grupos hu­
manos menos aculturados, desde el punto de vista del pueblo conquistador, con
núcleos de asentamiento más inestables, niveles inferiores de concentración de­
mográfica y escasos recursos económicos, al menos de los que tradicionalmentc
atraían el interés de los españoles.
Ninguna de estas áreas fronterizas —más que regiones naturales propiamen­
te dichas— alcanzaron el rango de provincia, según el nuevo sistema de inten­
dencias implantado en las Indias. Desde el punto de vista institucional, permane­
cieron como gobiernos o gobernaciones sin que en ocasiones el término pueda
precisarse mucho desde una perspectiva jurídico-administrativa. Tal es el caso de
las dos Californias, Nuevo México y Texas, de Nueva España, o los gobiernos
de Moxos, Chichitos, Misiones o Montevideo en el virreinato de Buenos Aires,
el último de los citados en razón de su condición de estratégico enclave portua­
rio entre Brasil y el Río de La Plata, en un siglo en que la rivalidad lusocastellana
originó continuos cambios de soberanía en una de sus más disputadas plazas li­
torales, la Colonia de Sacramento.
Una medida original fue la creación, en 1776, de la comandancia general de
la provincias internas del Norte de Nueva España, con objeto de reforzar mili­
tarmente la frontera septentrional del virreinato de México. Sin embargo, mu­
chos fueron los cambios que experimentó la institución como para garantizar
LA DEFINICIÓN DE REGIONES Y LAS NUEVAS DIVISIONES POLÍTICAS 249

(subordinada al virrey mexicano o con total autonomía de actuación, según mo­


mentos) el cumplimiento pleno de los objetivos para ios que fue creada. Nacida
como circunscripción única en 1776, se desglosó en tres demarcaciones en 1785,
se dividió en dos comandancias en 1787, de nuevo pasó a ser una sola unidad
administrativa en 1792, y terminó desdoblándose otra vez en 1804, ratificando
esta configuración dual original el Consejo de Regencia, en 1812 (Navarro Gar­
cía, 1964).
Menos conocida, aunque igualmente novedosa, es otra iniciativa puesta en
marcha en el territorio de la Patagonia oriental, motivada por la presencia de
buques ingleses en las aguas del Atlántico sur y la temporal ocupación británica
de las islas Malvinas (1765-1774). Los gobernantes ilustrados no tardaron en re­
accionar ante la alarma, con objeto de preservar la soberanía española en las re­
giones australes, en esa Patagonia que —como ocurría con el Septentrión no-
vohispano— era más una proyección mental que un espacio realmente definido
en extensión y confines. Era, en realidad, un concepto tan amplio y cambiante
como ambiguo geográficamente, sólo conocido y precisado conforme avanzaba
la frontera, esa línea móvil que se desplazaba desde Buenos Aires hasta el estre­
cho de Magallanes, conforme se consolidaba la ocupación y el control efectivo
del territorio, algo que no llegaría a producirse hasta bien entrado el siglo XIX.
Por el momento, la medida adoptada fue el nombramiento, en noviembre de
1778, de dos comisarios superintendentes (un cargo nuevo hasta el momento)
para ponerse al frente de las dos extensas demarcaciones territoriales en que se
decidió dividir el dilatado espacio de la Patagonia oriental: la más septentrional,
la de Bahía sin Fondo (hoy golfo de San Matías), con sede principal en la pobla­
ción que se fundaría en la desembocadura del Río Negro y un núcleo dependien­
te en el Río Colorado (que más tarde se cambió por el puerto de San José); y la
más meridional, con sede principal en San Julián y fuerte subordinado en Puerto
Deseado. En cuanto a los límites teóricos de las dos jurisdicciones, al principio
no muy definidos, quedaron más adelante relativamente bien fijados. La prime­
ra, del Río Negro, se extendía desde el cabo de San Antonio hasta el puerto de
Santa Catalina, y la segunda desde este último enclave hasta la Tierra de Fuego
(Gorla, 1984: 10-21). Sin embargo, una orden general de abandono, dictada
desde la metrópoli, promovió el desmantelamiento de estos asentamientos, a ex­
cepción del Carmen de Patagones, fundación que aún perdura, no lejos de la de­
sembocadura del Río Negro. Aunque se quiso rectificar la medida, ya era tarde.
Hubo nuevos intentos de instalación en la zona, pero de corta vida. El control de
este territorio sería una asignatura pendiente para la nueva república surgida a
raíz de la emancipación. Mientras tanto, en vísperas del proceso insurgente, sólo
se conservaba la citada fundación del Río Negro y la teórica soberanía española
sobre todo el territorio de la Patagonia oriental, materializada en anuales visitas
de inspección a las antiguas fundaciones litorales, practicadas por los buques de
la Marina Real.
11

LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: ADMINISTRACIÓN


Y ELITES COLONIALES EN HISPANOAMÉRICA

Jorge Gelman

Desde mediados del siglo xvm, y sobre todo durante el reinado de Carlos III
(1759-1788) y la presencia en el Consejo de Indias de José de Gálvez (1776-
1787), la Corona española lleva adelante grandes reformas político-administra­
tivas en sus colonias americanas, con impulso, masividad y coherencia, no vistos
desde la época de las reformas toledanas a finales del siglo XVI.
Estas reformas, que ya habían comenzado dentro de la propia Península Ibé­
rica con la llegada de los Borbones al trono de España a inicios del siglo, sólo se
empiezan a aplicar tímidamente en América durante el reinado de Fernando VI
(1746-1759), una vez que el final del asiento inglés de esclavos en 1748 y el tra­
tado de límites con Portugal en 1750, despejan el horizonte de conflictos euro­
peos inmediatos.
Pero sólo a la muerte de este último monarca y con la ascensión al trono de
Carlos III, las reformas adquieren el ritmo y la coherencia que permiten hablar
de un verdadero plan de conjunto para transformar las estructuras de poder im­
perantes en América durante casi dos siglos.
¿ Este intento de transformación política era, en realidad, parte y condición
previa de reformas más amplias, que buscaban consolidar los límites y la seguri­
dad del Imperio, promover el crecimiento económico español y asegurar a la Co­
rona un volumen creciente de ingresos fiscales, para permitirle recuperar su ran­
go en el mundo.
No nos ocuparemos aquí de estas reformas económicas, militares, religiosas
y fiscales, pero resultaba claro para la Corona y para todos los impulsores inte­
lectuales de aquéllas que a fin de reorganizar la economía, cobrar mejor y más
impuestos, defender el territorio, terminar con el contrabando y disciplinar a la
población de las colonias, era menester primero realizar, una profunda reforma
político-administrativa en América, fortalecer el aparato estatal, instalar en el
mismo a funcionarios honrados y fieles, terminar con la corrupción generalizada
y con la influencia de las elites locales en la administración.
Nuestro objetivo será entonces analizar las transformaciones de las estructu­
ras del poder en Hispanoamérica a lo largo del siglo XVIII y, en particular, la in­
cidencia de las reformas políticas realizadas por los Borbones en la segunda mi­
252 JORGE GELMAN

tad del siglo. Nos centraremos para ello en el ámbito de la administración del
Estado, en la constitución de las elites americanas y en su relación cambiante
con las estructuras del poder a lo largo del siglo. Esta doble aproximación al
problema, Estado-elites locales, parte de la concepción de que la estructura del
poder y las definiciones políticas en América no eran sólo el resultado de la vo­
luntad de la Corona y sus ministros metropolitanos, sino de la combinación de
la misma con los factores de poder de las colonias, los propios funcionarios y so­
bre todo, las poderosas elites locales.

LAS ESTRUCTURAS DEL PODER ANTES DE LA OFENSIVA BORBÓNICA

Conocemos hoy bastante bien cómo funcionaban las estructuras del poder en
América antes de las reformas borbónicas. Aunque la mayoría de los estudios rea­
lizados al respecto versan sobre el siglo xvu, para dar luego un salto a la segunda
mitad del xvm, los pocos trabajos que han incluido la primera mitad de este últi­
mo siglo nos lo muestran como un período donde se mantienen y aun se acentúan
ciertos rasgos del anterior1.
El historiador británico D. Brading resume lo que sabemos sobre el poder
antes de las reformas con una frase contundente: «... en cada provincia del Im-^
perio, la administración había llegado a estar en manos de un pequeño aparato
de poder colonial, compuesto por la elite criolla —letrados, grandes propieta­
rios y eclesiásticos—, unos pocos funcionarios de la Península con muchos
años de servicio y los grandes mercaderes dedicados a la importación. Prevale­
cía la venta de cargos en todos los niveles de la administración» (Brading,
1990).
Los estudios sobre distintos ámbitos de la administración le dan plenamente
la razón. Si tomamos el caso de las Audiencias, la mayor instancia judicial en
América, sabremos que entre 1687, en que se empiezan a vender los cargos, y
1750, se nombran 138 criollos y 157 peninsulares. La mayoría de los primeros
había comprado el cargo y se destacaban los miembros de la elite limeña, que ha­
bían instalado oidores no sólo en la Audiencia de Lima, sino en muchas otras. A
su vez, una gran pane de los peninsulares que figuraban en esta institución estaba
fuertemente ligada a las elites locales (por matrimonio, compadrazgo, transaccio­
nes económicas, etc.), con lo cual la influencia de estos sectores era ampliamente
mayoritaria (Burkholder y Chandler, 1977; Phelan, 1972; Campbell, 1972)
Algo parecido sucede en el resto del aparato estatal. Dejando a un lado los
cabildos, la instancia más baja del poder en las ciudades, que de partida —y así
fueron pensados— eran una virtual representación de las elites urbanas, encon­
tramos una situación similar en el caso de los corregidores de indios o alcaldes

1. En este sentido, el trabajo más sistemático es el de los historiadores norteamericanos M.


Burkholder y D. Chandler, sobre la composición de las audiencias americanas entre 1687 y 1808,
donde los autores no dudan en incluir la primera mitad del siglo xvra en lo que llaman la «Edad de la
Impotencia» (de la Corona frente a sus colonias), siendo la segunda mitad del siglo la época de la res­
tauración de la «Autoridad». (Burkholder y Chandler, 1977).
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: HISPANOAMÉRICA 253

mayores. Estos funcionarios, impuestos por la Corona a finales del siglo xvi
para limitar el poder de los encomenderos, organizar la explotación de la pobla­
ción indígena en beneficio del conjunto de los colonos españoles y de la Corona
—aunque también se suponía que para defenderlos frente a las excesivas preten­
ciones de los primeros— se convierten, por su papel de bisagra en una pieza cla­
ve del sistema colonial. Muy pronto las elites procurarán influir sobre estos fun­
cionarios para acceder más fácilmente a la mano de obra indígena y sobre todo,
desde la segunda mitad del xvn, para convertir a esa población en un mercado
cautivo, donde colocar mercancías, en cantidades y condiciones que el corregi­
dor podía imponer por su posición de fuerza. Esta aspiración de las elites se va a
ver favorecida porque desde 1678 se empiezan a vender oficialmente estos car­
gos, con lo cual los sectores más adinerados de las colonias tendrán la posibili­
dad de adquirirlos directamente (Tord, 1974; Moreno Cebrián, 1977; Larson y
Wasserstrom, 1982; Hamnett, 1977).
También conocemos bastante bien el caso de los oficiales de real hacienda,
en el período prcborbónico y así podríamos seguir enumerando (Andrien, 1985).
(Esta amplia influencia directa e indirecta de las elites sobre el poder se va a
manifestar de manera evidente en el desarrollo a gran escala de actividades, no
siempre legales, amparadas por el Estado y que favorecían a estos sectores.
Ya hemos mencionado el caso de los «repartos de mercancías* que impo­
nían los corregidores a los indígenas, repanos que adquieren tal magnitud en la
primera mitad del siglo XVIII, que la Corona se verá forzada a legalizarlos en
1754, para tratar de limitarlos y a la vez obtener algún provecho de ellos.
r Otro fenómeno que se desarrolla a gran escala es el contrabando, que parece
¡ ser de lejos la principal forma de comercio exterior americano en el siglo XVII y
la primera mitad del siguiente (Morineau, 1985).
y- De estas y otras razones se derivaba que la Corona perdiera progresivamente
el control directo de la situación colonial y que se redujera también la recauda­
ción fiscal, recaudación que por otra parte se delegaba cada vez más en particu­
lares, a quienes se arrendaba el derecho a percibir los impuestos’a cambio del
pago de sumas fijas.
Toda esta situación ha llevado a algunos autores a plantear que el grado de
control de las elites locales sobre el aparato del Estado, la generalización de la
corrupción y el no respeto a la legislación real, permiten hablar de la existencia
en los hechos de una primera independencia americana en el siglo XVII y la pri­
mera mitad del xvm (Lynch, 1964-1969; Muro Romero, 1987)2.
Esta idea parte de una vieja concepción de la historiografía americanista que
consideraba al Estado implantado por la Corona en América como una entidad
fuertemente centralizada, que excluía la participación de los factores de poder
local (Haring, 1949). De esta manera, la presencia de estos últimos y el desarro­
llo de la corrupción serían una aberración del sistema, cuya magnitud en este pe­
ríodo lo pondría francamente en crisis.

2. Lynch ha modificado posteriormente (1991) su percepción de este período, hablando de la


existencia de un gobierno de «consenso», que no cuestionaba el vínculo colonial.
254 JORGE GELMAN

Sin embargo, es posible considerar la evolución en las estructuras del poder


en América de otra manera.
Algunos trabajos plantearon ya, hace más de dos décadas, una interpreta­
ción diferente de la tradicional sobre el sistema de gobierno en Hispanoamérica
y el fenómeno de la corrupción, aunque luego los trabajos de investigación em­
pírica hicieran poco caso de estos planteamientos1.
En estos estudios se concibe el Estado colonial, por lo menos durante el lar-
.go reinado de los Austrias y en el primer período borbónico, no como una insti­
tución fuertemente centralizada y excluyente de los factores de poder local,
sino, por el contrario, como un sistema de una gran flexibilidad, que buscaba
constantemente un delicado punto de equilibrio entre los intereses —a veces
confluyentes, a veces contradictorios— de las autoridades metropolitanas y los
(factores de poder local, sobre todo las elites, pero también los demás sectores,
inclusive los burócratas coloniales, con sus propios intereses. Esto último era
algo que se reconocía de partida y no era contradictorio con la lealtad al Rey,
dada la característica patrimonial del Estado, que se hacía extensiva a los pro­
pios funcionarios.
Estos burócratas, a su vez, no formaban una estructura vertical de poder, en

Í la que cada miembro era parte de un engranaje con peldaños sucesivos, sino que
aparecían todos vinculados directamente al monarca (quien, en última instancia,
era el responsable de los nombramientos y a quien todo funcionario podía recu-
i rrir en caso de conflicto con otros funcionarios) y con poderes imprecisos, que
I permitían gran flexibilidad, ambivalencia y negociación a todos los niveles.
Este sistema de gobierno se apoyaba, según lo define un estudio reciente, en
una «matriz filosófica» que lo justificaba (MacLachlan, 1988). El origen del po­
der del monarca era divino, pero por lo mismo tenía límites, ya que debía gober­
nar con amor y protección hacia sus súbditos y debía conseguir cierto consenso,
lo cual admitía la negociación con los subordinados. En la relación monarca-
súbditos primaba la lealtad sobre el cumplimiento estricto de las órdenes reales.
En este sentido, la famosa fórmula «se acata pero no se cumple», empleada una
y mil veces por los funcionarios para salvar la lealtad al Rey y no aplicar una
real orden, era algo consagrado por las ideas imperantes y aun por la misma le­
gislación de Indias.
En esta línea de interpretación, la corrupción se puede entender, no como
una aberración del sistema o un conjunto de excesos, sino como uno de los me­
dios privilegiados del sistema para permitir esta búsqueda de equilibrio entre in­
tereses a veces contradictorios, salvando a la vez la autoridad del monarca. La
corrupción era una verdadera válvula de escape a las contradicciones del siste­
ma, e incluso algunos autores consideran que éste sólo funcionaba gracias a ella
(Moutoukias, 1988).

3. Los'trabajos más importantes en este sentido fueron: Eisenstadt, 1963; Sarfatti, 1966; y
Phclan, 1967, donde no sólo se avanza en una nueva concepción teórica del Estado colonial, sino
que se aplica en el estudio de un caso concreto. Sólo muy recientemente se han dado algunos pasos
significativos en esta nueva interpretación del Estado colonial, ver por ejemplo Pietschmann, 1982
y 1987.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO HISPANOAMÉRICA 255

De la misma manera, aparece como algo natural la participación de las elites


locales en las estructuras del poder colonial. Aunque esto también tiene que ver
con las características de estas elites.
No es nuestro propósito, ni sería posible en estas páginas, resumir y discutir
todas las investigaciones que se han hecho últimamente sobre las elites colonia­
les americanas. Sólo queremos retener algunos elementos generales que tienen
que ver con el tema de las estructuras del poder y su evolución en el siglo xvm
(Bronner, 1986; Mómer, 1983).
Estas elites, definidas como los sectores que concentran en mayor grado el
poder, la riqueza y los honores en las ciudades hispanoamericanas, no tienen por
lo mismo un solo rasgo que las caracterice, sino que reúnen un vasto conglome­
rado de actividades y atributos. La riqueza (y por ende el comercio, una de las
pocas actividades que daba acceso a la misma en la colonia) era una condición
sine qua non, para acceder a la elite, pero ésta se consolidaba con el poder y el
honor, a la vez que con una di versificación económica, que permitía conservar,
algo más tranquilamente, la riqueza obtenida generalmente a través de la riesgo­
sa actividad comercial.
/ La estrecha relación entre las elites y el aparato del Estado colonial parece
haber sido desde muy temprano una regla en la realidad americana. Algunos au­
tores señalan incluso la dificultad de separar Estado y elites, cuando investiga­
mos algún caso en particular.
Las modalidades de acceso a la administración y al poder por parte de estas
elites eran múltiples y, si bien la venta de los cargos favoreció enormemente este
proceso, sería un error considerarla como su causa y forma excluyeme. De he­
cho, además de ocupar directamente cargos en la administración, por compra o
por designación, estas elites accedían al poder, quizás sobre todo mediante la in­
corporación de los funcionarios a su mundo. Casando a sus hijas con los buró­
cratas más altos o ubicados en lugares estratégicos para sus negocios; estable­
ciendo relaciones de compradazgo, lazos económicos diversos; promoviendo la
corrupción en todos los niveles, las elites conseguían en general integrar a los
funcionarios en su ámbito.
¿Significaba esto la creación de un aparato de poder autónomo de la me­
trópoli?
La respuesta a esta pregunta resulta difícil, pero una serie de estudios tienden
Ia mostrarnos cómo esta integración elites-Estado no cuestionaba la dominación
colonial, en tanto que los intereses de la metrópoli eran, en buena medida, coinci­
dentes con los de las elites, y, sobre todo, que se necesitaban mutuamente. La Co­
rona carecía de un aparato de facto capaz de mantener la disciplina de las colo­
nias en contra de la voluntad de éstas y las elites necesitaban la legitimidad que
les brindaba el poder real y todo su aparato filosófico-religioso. Por otra parte,
los intereses divergentes de los sectores americanos, aun dentro de las mismas eli­
tes, facilitaban la labor de la Corona como mediadora indispensable, una de cu­
yas armas más eficaces fue el uso de la justicia (Taylor, 1987; Spalding, 1982).
En este sentido la idea de una primera independencia americana durante el
siglo XVII y parte del XVIII aparece cuestionada, así como también la idea de las
reformas borbónicas como una reconquista. Más bien, lo que las reformas van a
256 JORGE GELMAN

intentar es un cambio —radical— en el sistema de dominación colonial y en la


participación que en éste va a dejar para las elites locales y los burócratas.

DIAGNÓSTICO Y CURA

Los diagnósticos que se formulaban en España sobre lo que sucedía en América


desde hacía largas décadas eran casi todos coincidentes hacia mediados del siglo
XVIII: imperaban allí la corrupción generalizada y el control de las elites locales
sobre el aparato administrativo. En esta situación estaban implicados desde los
funcionarios más inferiores y locales, hasta las instancias más altas y generales
del poder. Las elites constituían facciones que se disputaban constantemente el
control del Estado en provecho propio, desconociendo las normas emanadas de
la Corona, desarrollando el contrabando, evadiendo impuestos, etc. Se señalaba
también que en la raíz de estos problemas se encontraba la práctica de la venta
de los puestos de la administración, que habiéndose iniciado a finales del siglo
XVI para los cargos más bajos, se había extendido progresivamente hasta incluir
a los más altos, y había permitido a los sectores más poderosos de América ins­
talarse a lo largo y ancho de toda la estructura del poder, más allá de cualquier
consideración de capacidad para la función de lealtad hacia la Corona. De la
misma manera se habían inutilizado los mecanismos de control de la burocracia,
ya que hasta los juicios de residencia que debían realizarse al final del mandato
de cada funcionario se vendían y compraban con asiduidad.
Uno de los relatos más gráficos y completos al respecto son las llamadas No­
ticias Secretas de América, escritas por los marinos españoles Jorge Juan y Anto­
nio de Ulloa en 1747, que si bien se publicó por primera vez en Londres en
1826, circuló intensamente en los medios ministeriales españoles en la época en
que fue escrito como informe para la Corona, luego del viaje que ambos realiza­
ran al Perú (Juan y De Ulloa, 1826). En este largo «discurso y reflexiones», los
autores describen con lujo de detalles todos los abusos que perpetraban los fun­
cionarios, la corrupción del clero, el contrabando, etc. En la relación incluyen a
los virreyes, que no pueden resistir el insistente cortejo a que los someten los po­
derosos locales. Hasta los más honrados terminan sucumbiendo y lo único que
los diferencia es «... que su entereza a no admitir obsequios de valor ha durado
más tiempo en unos que en otros, pero al fin se han dejado llevar todos de la te­
naz porfía de estos tan poderosos ruegos...» (p. 374).
Partiendo de este diagnóstico, las soluciones que van a proponer, tanto estos
marinos, como muchos otros personajes influyentes en la Corte, son también
coincidentes. Era necesario terminar con este estado de cosas, suprimir la venta
de los cargos que era «el origen de todos los excesos», crear un aparato estatal
fuerte, con funcionarios que tuvieran salarios adecuados para impedir su partici­
pación en actividades ilegales, que fueran honrados, de carrera y con un sistema
de ascensos por buen desempeño. Había que alejar a las elites locales de la admi­
nistración y aislar de su influencia a ios funcionarios. Sólo de esta manera se po­
drían aplicar las medidas orientadas a incrementar la recaudación fiscal, a fin de
promover el crecimiento económico y garantizar la defensa del Imperio. Era ne­
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: HISPANOAMÉRICA 257

cesario disponer de un verdadero Estado burocrático, con funcionarios fieles que


cumplieran sin titubeos las medidas ordenadas.
Los nombres de José del Campillo y Cossío, Pedro Rodríguez de Campo-
manes o Baltasar M. G. María de Jovellanos, son sólo algunos de los altos fun­
cionarios metropolitanos, que van a defender estas ideas. El primero, en su
Nuevo sistema de gobierno económico para la América, escrito en 1743, va a
proponer que se realicen «visitas generales» a toda América, que se eliminen el
poder de las elites locales y la riqueza de la Iglesia, que se implanten las inten­
dencias y se construya un aparato administrativo fiel y eficaz (Campillo y Cos­
sío, 1762).
En realidad, muchas de estas propuestas no eran nuevas, pero sólo hacia me­
diados del siglo xvm existe un consenso generalizado en los ámbitos de poder
metropolitanos sobre la necesidad y oportunidad de llevarlas a cabo4.
Había por supuesto algunas voces disonantes, sobre todo del otro lado del
Atlántico, que vale la pena mencionar porque tienen que ver con la resistencia
que las reformas van a suscitar en distintos puntos de América. Las elites locales,
criollos o no, se creían con derecho a ocupar cargos en la administración de sus
lugares de residencia. Es interesante citar las palabras del fiscal de Cartagena de
Indias (en la actual Colombia), don Pedro de Bolívar y de la Redonda, que en
1667 defendía la presencia de los criollos en el Estado, alegando que la corrup­
ción se podía combatir mejor colocando en los cargos a criollos ricos (y por lo
tanto —decía él— desinteresados en usufructuar los mismos en provecho perso­
nal), que a peninsulares pobres (susceptibles de todo tipo de tentaciones) (Burk-
holder y Chandler, 1977).
Pero más allá de este tipo de consideraciones, la Corona española, y sobre
todo Carlos III y sus ministros, van a emprender reformas políticas de amplio al­
cance, que marcarán toda la última etapa de dominación española en América.

LAS REFORMAS BORBÓNICAS:


OFENSIVA, RESISTENCIAS Y RESULTADOS CONTRADICTORIOS

Tomando como problemas principales la debilidad y el descontrol del aparato es­


tatal, la presencia de las elites y la corrupción, las reformas borbónicas se enfren­
tarán al conjunto de estos fenómenos con un impulso inicial de gran magnitud.
/ti globo de ensayo de las reformas fue la isla de Cuba, considerada pieza
clave del sistema defensivo del Imperio, donde se organizó una fuerte guarnición
militar regular y se instaló, en 1763, el primer intendente de América. Pero el
gran impulso reformador se dio con el envío de visitadores generales a América,
el primero de los cuales, José de Gálvez, asignado al virreinato de Nueva España

4. Por ejemplo, se pueden citar en la temprana década de 1620 las ideas del conde duque de
Olivares, que parecen preludiar, con 150 años de anticipación, las medidas que se tomarían sobre
todo bajo Carlos III. Claro que la situación en los ámbitos de poder español era muy diferente, y el
Consejo de Indias desoyó las propuestas de Olivares. Ver toda esta discusión en Phelan, 1967: 157-
159, 221 y ss.
258 JORGE GELMAN

entre 1765 y 1771, considera unánimemente la pieza clave de la ofensiva borbó­


nica en América. Gálvez comienza personalmente a tomar medidas reformistas
en el virreinato norteño y entre 1776 y su muerte en 1787 se incorpora al Conse­
jo de Indias, desde donde organiza el envío de las visitas generales al virreinato
del Perú (el visitador José Antonio de Areche, en 1776) y al virreinato de Nueva
Granada (en 1778, el visitador Juan Francisco Gutiérrez).
Aparte de medidas trascendentes, como la organización de una fuerza mili­
tar en las colonias o la expulsión de los jesuítas en 1767, que son tratadas en
otros capítulos de esta obra, las medidas más importantes de estas reformas ad­
ministrativas son: la creación de nuevos virreinatos (en 1739 ya se había creado
el de Nueva Granada, que abarcaba la región norte del antiguo virreinato del
Perú y en 1776 se desgaja también de este último, el virreinato del Río de La Pla­
ta, que incluía todo el territorio desde la actual Bolivia hacia el Sur, con capital
en Buenos Aires); el establecimiento de nuevas capitanías generales (Chile y Ve­
nezuela), nuevas Audiencias (Buenos Aires, Cuzco y Caracas) y, finalmente, la
instalación de intendencias en casi todo el territorio, suprimiendo los corregido­
res y alcaldes mayores, que habían sido señalados reiteradamente como uno de
los sectores más corruptos del sistema. Estos intendentes tendrían poderes muy
amplios en sus territorios, serían funcionarios peninsulares muy bien selecciona­
dos y gozarían de salarios elevados, para evitar cualquier posible corrupción. Se
establece un servicio regular de correo (1764) que permita una fluida comunica­
ción entre las diversas instancias del poder y con la metrópoli, se crean las supe­
rintendencias de real hacienda para desplazar a los virreyes del control financie­
ro de las colonias, se incrementa notablemente la burocracia fiscal asalariada,
que recupera además el cobro de impuestos que antes se arrendaba a particula­
res, se establecen nuevos monopolios reales, etc.
A primera vista, el resultado de las reformas es impresionante. Con todo,
vale la pena señalar que estas reformas no se realizan todas simultáneamente, ni
con la misma intensidad, como es el caso de las intendencias, que se instalan pri­
mero masivamente en el Río de La Plata (1782), dos años más tarde en el Perú y
dos después en Nueva España y que no se aplicarán a Nueva Granada y Quito.
Esto, como veremos luego, tiene que ver con las resistencias potenciales o reales
a las reformas en América, que desde temprano empezarán a minar el ímpetu re­
novador metropolitano. Algo similar, aunque no es nuestro tema, se puede seña-
/lar con la aplicación del llamado «comercio libre», que, habiendo sido decretado
en 1778, no se pondrá en vigor hasta varios años más tarde en el virreinato de
Nueva España, sede de la más poderosa elite comercial del Imperio.
Pero lo que las reformas administrativas buscan y a primera vista parecen
conseguir es crear una aparato estatal más fuerte y, sobre todo, en manos de bu­
rócratas peninsulares, de carrera, alejando a las elites locales del poder y comba­
tiendo la corrupción. En las nuevas instituciones y allí donde el aparato estatal
previo a las reformas era casi inexistente fue posible instalar de un plumazo toda
una cohorte de «hombres nuevos», acordes al ideal reformador; donde había ya
fuertes aparatos administrativos previos se trató, más o menos rápidamente, de
[ir reemplazando a los viejos funcionarios por otros nuevos, suprimiendo la venta
idc los cargos, nombrando burócratas peninsulares de confianza de la Corona, y
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO HISPANOAMÉRICA 259

quitándoles atribuciones a los cargos que eran más difíciles de controlar, como
los virreyes (a través de los superintendentes, por ejemplo).
Los estudios recientes sobre la composición del aparato estatal en este período
coinciden en señalar un hecho irrefutable: si antes de las reformas todas las instan­
cias de la administración estaban controladas por funcionarios criollos, miembros
de las elites locales, o por funcionarios peninsulares con muy estrechos vínculos
con aquéllos, en la segunda mitad del siglo xvm, empiezan a predominar clara-l
mente los «hombres nuevos», peninsulares, funcionarios asalariados y de carrera.*
Esto sucede tanto en las audiencias como en las intendencias que reemplazan
a los corregidores y alcaldes mayores, así como en las nuevas instituciones fisca­
les y los monopolios del Estado (Lynch, 1964-1969; Fisher, 1970; Barbier,
1980; Arnolds, 1988; Brading, 1973a; Wortman, 1982; Socolow, 1987).
Aunque no todos los autores coinciden en la interpretación de lo que signifi­
ca la instalación de estos nuevos funcionarios peninsulares, todos señalan esta
transformación radical en quienes serán los nuevos encargados de llevar las rien­
das del Estado. Esta vasta ofensiva, que algunos autores no dudaron en calificar
de «reconquista» española de América, hoy puede sin embargo interpretarse de
otra manera y aun es posible matizar ampliamente la extensión de sus resultados
(Brading, 1971b)5.
Si el diagnóstico que formulaban los reformistas metropolitanos de lo que
sucedía en América hasta mediados del siglo xvm parece correcto (corrupción
generalizada, excesivo poder de las elites, etc.), el análisis de sus causas era limi­
tado y, por ende, las soluciones propuestas buscarán atacar los problemas evi­
dentes, sin tener en cuenta fenómenos estructurales de la sociedad colonial, ni
las resistencias que generarían los intentos reformadores.
Las reformas borbónicas, por un lado, significan cambios importantes en la
concepción de la monarquía y el Estado en España y América. El poder real deja
de aparecer como esencialmente de origen divino y paternalista, para asociarse
más directamente a los resultados materiales y económicos que consiguiera para |
sus reinos. Desde este punto de vista, la Corona se hacía más terrenal y suscep- /
tibie de ser juzgada por los resultados obtenidos (MacLachlan, 1988). Para con- 1
seguir los objetivos materiales que se proponía, era necesario transformar la
estructura del Estado, convirtiéndolo en una institución centralizada, con estruc­
tura jerárquica, cuyos funcionarios, ateniéndose a normas estrictas, aplicasen las
medidas ordenadas para promover el crecimiento económico, recaudar más im­
puestos, etc.
jp'Este nuevo sistema desconocía la necesidad de lograr el consenso político
con los súbditos y destruía la flexibilidad del sistema anterior, que se había mos­
trado capaz durante dos siglos de absorber tensiones y resolver conflictos.
Como señala un autor, las reformas borbónicas desconocían de esta manera
la «constitución no escrita», que había regido por mucho tiempo la vida de las

5. Uno de los más decididos defensores de la idea de la reconquista española en el período


borbónico es David Brading, quien concibe las reformas como una verdadera -revolución en el go­
bierno».
260 JORGE GELMAN

colonias y, por lo tanto, no preveían las resistencias que iban a generar (Phelan,
1978 )6. Estas resistencias tenían que ver, por una parte, con la larga tradición de
negociación y participación de las elites locales en el poder, y por otra con ele­
mentos estructurales de la economía y la sociedad coloniales, que la legislación
difícilmente podía cambiar. Un ejemplo evidente de esto último es el problema
de los corregidores y los «repartos de mercancías», que las reformas pretendie­
ron suprimir. La Corona anuló el cargo de corregidor, prohibió los repartos,
nombró a los intendentes, y, sin embargo, los repartos continuaron, con mayor
o menor intensidad, según los casos7.
Al mismo tiempo, como decíamos, las soluciones propuestas para ciertos
problemas van a incidir sólo sobre las causas aparentes, dejando intactos los
problemas de fondo y a veces sin proporcionar los medios necesarios ni siquiera
para esas soluciones limitadas. Así, por ejemplo, van a suprimir la venta de los
cargos y van a nombrar funcionarios peninsulares en todas las instancias posi­
bles de la administración; sin embargo no van a lograr erradicar totalmente la
corrupción, ni la influencia de las elites.
Esto se debió, en parte, a que no suministraron los medios para promover la
fidelidad y honradez de los nuevos funcionarios, garantizándoles medios de vida
adecuados a su categoría y función. Los salarios que cobraban distaban en gene­
ral de satisfacer sus necesidades, debían seguir pagando altas fianzas para poder
ejercer el cargo, etc. Incluso algunos funcionarios importantes —como es el caso
de los subdelegados—, que bajo la supervisión de los intendentes debían reem­
plazar de hecho a los corregidores y alcaldes mayores, no cobraban salario di­
recto, sino un porcentaje de lo recaudado entre la población indígena, con lo
cual se mantuvieron propensos a continuar las prácticas de los funcionarios que
venían a reemplazar (Salvucci, 1983)8.
Por otra parte, la ecuación criollos=corrupción/ peninsulares=honradez iba a
resultar errónea, y los medios de las elites para influir sobre el aparato del Esta­
do no pasaban únicamente por colocar a sus miembros directamente en el mis­
mo. De hecho, el medio más importante parece haber sido (y se refuerza después
de que las reformas dificulten el acceso directo a la administración) la incorpora­
ción de los funcionarios a la elite. A través de formas que ya mencionamos,
como el matrimonio, ios lazos económicos, etc., las elites van a conseguir en mu­
chos casos mantener una fuerte influencia en el Estado y, en algunos casos, aún
superior al período pre-borbónico (Kicza, 1986; Arnold, 1988; Socolow, 1987;
Barbier, 1980).

6. Phelan analiza la rebelión comunera de Nueva Granada como esencialmente conservadora


y que pretendía defender esa «constitución no escrita» frente al nuevo sistema borbónico.
7. Ver al respecto la polémica entre S. Stein por un lado y J. Barbier y M. Burkholdcr por el
otro, en donde el primero sostiene que el fracaso en suprimir los repartos se debió a la resistencia de
los funcionarios y comerciantes ligados al lucrativo comercio forzoso, mientras los segundos defien­
den la tesis de que los repartos se mantuvieron sobre todo por ser una actividad irreemplazable,
dada la estructura de la economía colonial (Stein, 1981; Barbier y Burkholdcr, 1982).
8. Salvucci sostiene estas razones para explicar la continuidad en la corrupción de los buró­
cratas fiscales en la Nueva España borbónica, quienes, a pesar de ser -hombres nuevos», adoptaron
-costumbres viejas».
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: HISPANOAMÉRICA 261

De hecho, los problemas estructurales que estamos mencionando y la fuerte


resistencia que en algunos casos se produjo van a provocar que en algunas déca­
das, el impulso de las reformas vaya decayendo y que se cometan una serie de in­
coherencias, que a su vez van a ir minando los logros inciales de las reformas9.
Ya mencionamos la tardanza en aplicar ciertas medidas en lugares claves
como Nueva España; en Nueva Granada nunca se llegó a instalar las intenden­
cias; los superintendentes de la Real Hacienda, que debían limitar las atribucio­
nes fiscales de los virreyes, se suprimieron finalmente; incluso poco a poco los
criollos van a reaparecer en los cargos al Estado1011. Algunos virreyes que inicia­
ron su mandato siendo férreos defensores del ideal reformista terminaron que­
jándose de la rigidez impuesta por las reformas y adaptándose muy bien a la rea­
lidad colonial (MacLachlan, 1988).
/ Por lo demás, los resultados de las reformas y las resistencias que generaron,
'fueron muy dispares en distintos lugares de América11. Al recorrer muy rápida­
mente la geografía hispanoamericana, de Norte a Sur, encontramos grosso
modo los siguientes resultados:
En México, las reformas parecen provocar una «revolución en el gobierno»,
'desplazando a las elites locales del poder (aunque algunos autores discrepan so­
bre los alcances de esta revolución). La medidas generan inicialmente resisten­
cias violentas, como sucede con los levantamientos provocados por la expulsión
de los jesuítas, y más sutiles luego, como las presiones del Consulado de México
para retrasar y limitar la aplicación del «comercio libre» (Pérez Herrero, 1988),
/que van a ir minando poco a poco el impulso de las reformas, hasta provocar su
fracaso final. Una de las medidas emblemáticas de las reformas, la supresión de
los repartos de mercancías, llegó incluso a ser revocada por el virrey Branciforte
(1794-1798).
De América Central carecemos de estudios detallados sobre el tema, pero si
nos referimos a la ciudad de Guatemala, el centro comercial por excelencia de
ese ámbito, las reformas no parecen haber producido grandes cambios en las es­
tructuras del poder, ni haber encontrado mucha resistencia.
En Cuba, las reformas iniciales parecen haber tenido éxito desde el punto de
vista metropolitano y, al mismo tiempo, haber sido recibidas con cierto beneplá­
cito por las elites locales (Kuethe, 1981).
En Caracas, sucede algo similar a Cuba, mientras que en Nueva Granada y
Quito las reformas provocan inicialmcnte cambios importantes y encuentran
fuertes resistencias que, por lo menos en el caso neogranadino, van a frenar los
impulsos reformadores12.

9. A esto contribuye también la muerte, en 1787, del influyente y militante secretario de In­
dias, José de Gálvez.
10. Esta evolución en los nombramientos se puede ver en las audiencias, donde los criollos re­
cuperan un nivel del 30% entre 1778 y 1808. Ver Burkholdcr y Chandler, 1977.
11. En este apartado no citaremos la bibliografía para cada caso, ya que, salvo algunas excep­
ciones que referiremos, es la citada anteriormente.
12. Ya nos referimos al levantamiento neogranadino de 1781, que va a culminar con impor­
tantes concesiones de la Corona, como bajas de impuestos, no implantación de las intendencias, etc.
Sobre el caso de Quito ver A. McFarlane, 1989, donde se analiza una importante rebelión de 1765,
262 JORGE GELMAN

En Perú la situación es más compleja. Las elites se resisten, pero parecen


asumir una actitud más ambigua que sus homólogos mexicanos y finalmente
logran ir debilitando los aspectos más irritatantes de las reformas. Al principio
reciben al visitador Areche con cierta complacencia, aunque luego organizan
una fuerte oposición al mismo, alrededor del virrey Manuel de Guirior, aliado
de la aristocracia local. Aunque Guirior es reemplazado como virrey en 1780,
por sus supuestas simpatías con los opositores, también el visitador es desplaza­
do al año siguiente, a favor de un negociador más hábil, Jorge de Escobedo.
Este último, si bien aplica el Corpus principal de las reformas (creación de las
intendencias en 1784 y de la superintendencia, que él mismo encabeza, supre­
sión de los repartos, etc.), irá buscando acomodos con las elites locales. De he­
cho, las elites van a influir directa o indirectamente en las intendencias y, sobre
todo, en sus cargos subalternos (los subdelegados), y a través de ellos a conti­
nuar los repartos de mercancías. El cargo de superintendente se va a suprimir a
la muerte de Gálvez.
En Chile, si bien formalmente se constituye un Estado burocrático con fun­
cionarios peninsulares, el éxito político de las reformas parece haber sido nulo,
habiendo logrado la elite incorporar a los mismos. No existe aquí resistencia
aparente.
f Por fin, en Buenos Aires, las reformas alcanzan éxito al principio, se crea un
aparato estatal fuerte a manos de «hombres nuevos», si bien las «costumbres
viejas» tienden a imponerse a la larga y las elites parecen acoger con beneplácito
los cambios.
Por supuesto, además de estas diferencias entre los grandes territorios colo­
niales, hubo variaciones en el interior de los mismos, como se puede observar en
el caso del Perú, con una mayor resistencia a las reformas en algunas provincias
que en Lima (Brown, 1986; Ramírez, 1986).
Todas estas situaciones que presentamos tienen que ver, en parte, con la di­
ferente aproximación metodológica de los autores que estudiaron los diversos
casos. Sin embargo, creemos que también tienen que ver con diferencias reales
en cada una de las regiones y que es posible deducir ciertos modelos sobre las ra­
zones del mayor o menor éxito y resistencia generados por las reformas, compa­
rando las regiones en cuestión.
En primer lugar, lo que distingue claramente a las regiones americanas en
cuanto a los resultados de las reformas, es su carácter central o no, en el esque­
ma de poder previo a las mismas. Así, México y Lima, las dos grandes capitales
de los únicos virreinatos pre-borbónicos, con elites muy poderosas y acostum­
bradas a gobernar amplios territorios, verán las reformas como una amenaza
potencial y real, ya que cercenan sus jurisdicciones políticas y ponen en tela de
juicio sus monopolios, entre otras consecuencias. Por el contrario, las regiones
antes marginales y ahora realzadas en la nueva división político-económica (Ca­
racas, Buenos Aires, Chile, etc.) tenían poco que perder y mucho que ganar con

• policlasista», pero en la cual parece jugar un papel importante la resistencia del «patriciado local»
a las reformas.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: HISPANOAMÉRICA 263

la creación de nuevos cargos administrativos, oportunidades económicas vincu­


ladas al desarrollo del aparato estatal-militar, etc.
Un segundo factor que en varios casos moduló el impacto de las reformas fue
la coyuntura económica de cada región y el grado en que las reformas económicas
afectaron a sus elites. En esto parece haber una clara diferencia entre las dos gran­
des capitales, Lima y México, ya que el territorio controlado por la primera venía
arrastrando una larga crisis y, con las reformas, pareció recuperarse, mientras que
el territorio de la segunda conoció una fuerte expansión bastante antes de las re­
formas y éstas, al parecer, contribuyeron a iniciar un ciclo de signo inverso13. Por
el otro lado, regiones como Cuba, Caracas o Buenos Aires, con economías de ex­
portación en crecimiento, acogieron bien las nuevas posibilidades comerciales. ,
Un tercer elemento importante, y vinculado a los anteriores, es el carácter de
las elites y de las sociedades en que se asientan. Las elites de las grandes capitales
y centros comerciales se dedican primordialmcnte al comercio, pero tienen a su
vez intereses diversificados. En estos núcleos urbanos hay una fuerte integración
entre criollos y peninsulares, con una movilidad social importante; allí, más tar­
de o más temprano, las elites parecen haber ido incorporándose a los nuevos
funcionarios. En ciudades como México, Lima o Buenos Aires resulta casi irrele­
vante medir el mayor o el menor acceso de las elites al Estado, por la mayor o la
menor presencia de criollos o peninsulares, ya que aquí existían desde hacía
tiempo mecanismos que permitían una aceitada integración de los comerciantes
y burócratas peninsulares en las filas de las elites criollas (Brading, 1971b; Soco-
low, 1978; Flores Galindo, 1984)14.
Sin embargo, no todas las elites eran iguales a las de Ciudad de México o de
Lima. En muchos lugares de provincia, en pequeños pueblos, éstas tendían a ser
grupos más cerrados, mucho más fuertemente apegados a la tierra y a la expío-,
tación directa de la mano de obra. Estas minorías provinciales eran menos per­
meables al acceso de forasteros y, a la vez, mucho más duraderas en el tiempo.
Aquí sí es más posible que la liberalización del sistema comercial en el período
borbónico y la llegada de innumerables pequeños y medianos comerciantes —y
también funcionarios— peninsulares en la segunda mitad del siglo xvm haya ge­
nerado una serie de conflictos, que se hayan expresado de manera evidente
como enfrentamientos entre criollos y peninsulares. De hecho, muchos de los au­
tores que insisten en la existencia de estos conflictos en el período colonial tar­
dío parten de estudios de regiones secundarias, de provincias.
Aquí probablemente tenga algún sentido el cambio de criollos a peninsula­
res, en el Estado y en otras instancias, a lo largo del siglo XVIII, y quizás sea sólo

13. Sobre la situación de Lima ver Haitin, 1983, quien no está de acuerdo con Flores Galindo,
1984 en su imagen pesimista de la situación del comercio y las elites limeñas a finales del periodo co­
lonial. En esto Haitin coincide mas bien con Fishcr, quien había mostrado que este sector se benefi­
cia del boom minero tardío y logra también continuar con los repartos de mercancías.
14. Otros casos no referidos a capitales virreinales, aunque sí a centros comerciales y/o mine­
ros, en donde se detectaron los mismos comportamientos y se puso en cuestión la validez de la dico­
tomía criollos-peninsulares, por ejemplo: Colmenares, 1983; Lindley, 1983; Webrc, 1989; McKin-
ley, 1985; etc.
264 JORGE GELMAN

aquí donde la formación de una incipiente «conciencia criolla» adquiera alguna


relevancia (Lavallé, 1987).
Por supuesto, habría que agregar muchos elementos más a esta primera
aproximación, entre los cuales, la actitud de los primeros reformadores, que a
veces sabían granjearse la enemistad inmediata de los sectores del poder local;
pero creemos que los arriba señalados pueden dar cuenta de algunas de las coin­
cidencias y diferencias observadas en las distintas regiones americanas, frente a
las reformas borbónicas.

ALGUNAS CONCLUSIONES

A lo largo de este trabajo hemos visto cómo las reformas borbónicas intentan al­
gunos cambios importantes en las estructuras de poder en América. Sin embar­
go, abordando algunas causas aparentes de la corrupción y el poder de las elites
locales, no llegaron a cuestionar las razones más profundas que las explicaban.
Unas y otras generan resistencias, a veces violentas, a veces —quizás más exito­
sas— de fondo, que a la larga hacen naufragar muchos éxitos iniciales de los re­
formadores. En diversos lugares, las reformas generaron frustación —algunos
autores hablan de alienación— en las elites, cuyas consecuencias se harán paten­
tes unas décadas más tarde.
4- Con todo, es llamativo que precisamente en los lugares donde menos resis­
tencia aparente hubo contra las reformas, y donde más provecho sacaron las eli­
tes de los cambios, fue justamente donde éstas encabezaron más decididamente
el movimiento revolucionario, ante la caída del poder real en la metrópoli. Pro­
bablemente esto se explique porque en estos lugares, lás reformas generaron po­
der y expectativas para las elites, que luego no se vieron colmadas.
Al mismo tiempo, la realidad parece haber confirmado la tesis de que sólo la
flexibilidad y no la autoridad podía salvar al Imperio. Una prueba de esto puede
ser que los altos funcionarios borbónicos que mejor se adaptaron a la situación
colonial, se aliaron a las elites locales, y defendieron la continuidad del sistema
ante la crisis metropolitana, mientras que los funcionarios bajos, honrados y fie­
les al ideal borbónico, pero frustrados por los bajos sueldos, la falta de perspec­
tivas de promoción y ¡as propias incongruencias de la Corona, parecen haber
apoyado más decididamente el cambio (Socolow, 1987).
Los Borbones no comprendieron que si el Imperio había sobrevivido tanto
tiempo, había sido gracias a ese viejo sistema de gobierno donde todo se podía
negociar, donde la corrupción era un arma para garantizar el equilibrio de inte­
reses y el apoyo de las elites. Claro que los Borbones se preguntarían de qué les
servía la longevidad de un Imperio, si de él apenas podían sacar un mísero pro­
vecho material. Y sin lugar a dudas, las reformas les permitieron incrementar
sustancialmente los beneficios materiales que obtenían de las colonias. Pero tam­
bién es cierto que con esta nueva política, contribuyeron a que estos beneficios
perduraran sólo por corto tiempo.
12

LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO:


ADMINISTRACIÓN Y ELITES COLONIALES EN PORTUGAL
Y BRASIL EN EL SIGLO XVIII. LAS REFORMAS
DEL DESPOTISMO ILUSTRADO Y LA SOCIEDAD COLONIAL

Francisco José Calazans Falcon

El tema centra! de este capítulo se desarrolla segmentado según tres tempos históri­
cos: el de la historia político-administrativa lusobrasileña de la primera mitad del
siglo XVIII; el de las reformas del despotismo ilustrado, entre 1750 y 1808, y el de la
recepción de las reformas en la Colonia —por la burocracia real y las elites colonia­
les—. Por lo tanto, de la historia del Brasil colonial en el siglo xvm no se incluyen
en este capítulo la historia económica y financiera y el sistema fiscal, las institucio­
nes religiosas y militares, las guerras y la diplomacia, ni la historia sociocultural.
Por otra parte, se incluyen la estructura y el funcionamiento del aparato político-
administrativo, las reformas ilustradas de la administración, las estructuras de po­
der vigentes en la colonia cuando las elites locales aceptaron dichas reformas.
A mediados del siglo xvn, en la época del reinado de José I, la Corona por­
tuguesa aplica un conjunto de reformas en el ámbito de la sociedad y el Estado
tanto en la metrópoli, como en las colonias de Ultramar. El carácter ilustrado de
este reformismo está inscrito en su objetivo más general: conciliar las reformas,
imprescindibles para una modernización impostergable, con la necesaria preser­
vación del orden político y social típico del Antiguo Régimen. Tales reformas se­
rían conocidas como reformas pombalinas, dado el papel decisivo desempeñado
en ellas por Sebastiao José de Carvalho e Meló, secretario de Estado y futuro
marqués de Pombal (1770). Durante casi dos siglos, la historiografía vinculó es­
trechamente ese reformismo ilustrado a las ideas y acciones del propio Carvalho
e Meló, dividiéndose los autores entre los defensores/admiradores y los acusado-
res/detractores del ministro de José I (Rodrigues, 1947).
Sin embargo, a partir de los años cincuenta del siglo actual sobreviene una
continua revisión histórica que tiende a relativizar, e incluso desmitificar, tanto
el carácter pombalino como ilustrado atribuidos al período josefino. Se atenúan
también las supuestas rupturas radicales de este período en relación con el ante­
rior —reinado de José V— y se hacen patentes las continuidades en relación con
el reinado de María I (Nováis, 1976).
266 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

Aquí se intenta evitar, en la medida de lo posible, algunos de los lugares co­


munes y de las lagunas muy frecuentes en la historiografía político-administrati­
va del Brasil colonial. Entre los primeros, destaca la imputación de racionalidad
y coherencia de las reformas, su identificación como ilustradas mediante la repe­
tición acrítica del discurso oficial de la metrópoli que así las designaba. En lo
que respecta a las lagunas, cabe subrayar la tendencia a ocultar, de manera casi
sistemática, las diferencias profundas entre la metrópoli y la colonia, o sea, colo­
nizadores contra colonos y colonizados (Mattos, 1987). Por consiguiente, es el
concepto mismo de ilustradas, aplicado a las reformas, lo que es necesario ree­
xaminar a la luz de las diferencias entre el enfoque metropolitano que las ve
como tales, y las percepciones de la Colonia, que a veces las considera según cla­
ves muy diferentes.
Por último, una pregunta: ¿cuál es el verdadero sentido, entonces, de Brasil
colonial? Durante el siglo xvil, los textos oscilan entre Brasil y Brasis, pero hay
también frecuentes referencias al Estado del Brasil, a la América portuguesa o a
nuestra América. Son variaciones y dudas que revelan una aguda percepción de
las diferencias locales y regionales resultantes de las grandes dimensiones territo­
riales de la colonia, de la precariedad de las comunicaciones internas y del po-
blamiento rarefacto. Entre la visión de la colonia como un todo, típica de la me­
trópoli, y la realidad colonial, fragmentada en función de situaciones regionales
o locales distintas unas de otras, se sitúan las refracciones del reformismo ilus­
trado y las reacciones de las élites coloniales, en tanto que principales lectores y
receptores del discurso de la Ilustración.

LA ADMINISTRACIÓN COLONIAL LUSOBRASILEÑA


ANTES DE LAS REFORMAS ILUSTRADAS (1700-1750)

En la primera mitad del siglo xvm, Portugal constituía una de las sociedades euro­
peas típicas del Antiguo Régimen, sociedad de estados y Estado monárquico abso­
lutista (Godinho, 1971). El imperio portugués de Ultramar comprendía entonces
el reino metropolitano y las conquistas de Asia, África y América (Boxer, 1981).
La América portuguesa representaba desde hacía ya bastante tiempo la parcela
más rica y extensa de ese Imperio e incluía, para efectos político-administrativos,
dos Estados: el de Brasil, cuya capital era la ciudad de Salvador, en Bahía, y el de
Marañón (y Gráo-Pará), con sede en San Luis, en Marañón.
La política metropolitana de extensión y afirmación del poder real sobre los
dominios americanos de la Corona portuguesa, una constante desde la creación
del Gobierno general, en 1549, se intensificó a partir de las dos últimas décadas
del siglo xvn. Un ejemplo de esto es la multiplicación de las capitanías de la Co­
rona y el debilitamiento de las capitanías hereditarias, en poder de propietarios
privados (Guedes, 1962).
La formación de las estructuras político-administrativas coloniales se carac­
terizó, desde sus primeros pasos, por la definición de dos instancias administrati­
vas: la metropolitana y la colonial. Los órganos superiores, con sede en Lisboa,
formulaban directrices y tomaban decisiones sobre la administración colonial y
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 267

poseían, incluso, competencia para decidir, juzgar y atender los recursos, solici­
tudes y consultas que les dirigían las autoridades y los particulares establecidos
en América (Lobo, 1962). La instancia colonial comprendía los órganos y agen­
tes político-administrativos de la Corona instalados en territorio americano. Di­
cho conjunto de instituciones y personas se subdividió progresivamente en su­
bestructuras definidas según dos criterios principales: el de la naturaleza de las
funciones y el de la jerarquía geopolítica.
El criterio funciona) dividía la administración de la colonia en sectores o es­
feras correspondientes al gobierno civil y militar, justicia, hacienda, religión
(fuera de este capítulo). El segundo criterio conducía a la existencia de tres nive­
les o instancias político-administrativas: el superior, o general; el intermedio o
regional , correspondiente a las capitanías; el inferior, o local, de las villas y ciu­
dades. En la práctica, sin embargo, se producía el entrecruzamiento de sectores e
instancias, pues en cada uno de éstos había órganos y agentes de diversos secto­
res. Aunque la política de la Corona diera prestigio, en general, al gobierno civil
y militar, en cada nivel se enraizó la tendencia de los agentes judiciales y hacen­
darlos coloniales a entenderse directamente con sus superiores del mismo sector,
en la colonia y en la metrópoli, con lo que hacían caso omiso y entraban en con­
flicto con las autoridades civiles y militares de su propia instancia. Querellas y
disputas entre órganos y agentes coloniales a propósito de ios más diversos pro­
blemas administrativos o debido a las rivalidades personales constituyen fenó­
menos recurrentes en la colonia y materia obligatoria de la respectiva historio­
grafía (Cunha, 1960; Boxer, 1962; Schwartz, 1973).
A finales del siglo XVH y comienzos del xvm destacan tres tendencias políti­
co-administrativas: la reorganización de las capitanías de la Corona, el creci­
miento del aparato burocrático y el recorte de la autonomía municipal. Las capi­
tanías de la Corona fueron reagrupadas, poco a poco, en dos categorías:
generales y subordinadas. Las generales eran: Bahía, Río de Janeiro (1698), Sao
Paulo y Minas do Ouro (1709), Pernambuco (1715), todas en el Estado del Bra­
sil. Bajo la autoridad de gobernadores capitanes generales esas capitanías inclu­
yeron en su jurisdicción las capitanías subordinadas limítrofes, dirigidas por go­
bernadores capitanes mayore (capitáes-mores, autoridades que en una ciudad o
villa comandaban la milicia denominada ordenanzas). En realidad, se debilitaba
a los gobernadores generales (futuros virreyes) y se agravaba la rivalidad entre
capitanes generales y capitanes mayores (Mauro, 1987).
La ampliación del aparato burocrático fue más bien una medida impuesta a
la metrópoli y no algo que ésta deseara. Una consecuencia de la expansión física
del territorio de la colonia, sobre todo del rápido crecimiento de la extracción de
oro y diamantes en Minas Gerais, Goiás y Mato-Grosso. La ocupación y defensa
del territorio, así como la imposición del orden y la cobranza de los derechos de
la Corona sobre la producción del metal precioso y los diamantes, hicieron urgen­
te la implantación de villas, como forma de asegurar la presencia de la autoridad
real y hacer efectivas la justicia real y la recaudación de los quintos1. Se crearon

1. Sobre esta cuestión, al mismo tiempo administrativa, fiscal y económica, véase Pinto, 1979;
268 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

entonces nuevas comarcas (judiciales) y reparticiones (haciendarias). Cada co­


marca poseía un juez oidor que, en general, era también corregidor —responsa­
ble de las correcciones periódicas— y proveedor. Sin embargo, a pesar de algu­
nas semejanzas, los cargos de oidor y corregidor (cuando existen en la colonia)
son diferentes a los de Castilla2. Las reparticiones de la Real Hacienda, ya muy
numerosas, se ampliaron con la creación de las intendencias, generales y subor­
dinadas, de oro y diamantes, e incluían las casas dos contos (unidades fiscales),
las casas de fundición, contadurías y almojarifazgos.
La reducción de la autonomía municipal se debió a la institución de los jue­
ces reales (juízes de fora) y a los cambios introducidos en la selección de los vere-
adores (ediles o concejales). Los juízes de fora, que sustituyeron y controlaban a
los jueces ordinarios asumiendo la presidencia de las cámaras, truncaron las ve­
leidades autonomistas. Al someter la elección de los ediles al Tribunal da Re­
lajo (Corte de Apelaciones) de Bahía o a los gobernadores capitanes generales,
la Corona estrechaba el control sobre las elites locales’.
Para la administración colonial, el problema de fondo, durante la primera
mitad del siglo XVII, fue la dificultad de asimilar y responder eficazmente a los
desafíos impuestos por las consecuencias de la llamada doble mutación colonial
que tuvo lugar entonces. Por doble mutación se entiende los dos conjuntos de
transformaciones interrelacionadas: una espacial, o geopolítica, y otra económi­
ca y demográfica. La primera resultó de la rápida y gigantesca expansión del te­
rritorio de la colonia, especialmente en el Centrosur y Centrooeste. La segunda
se originó por la expansión de las áreas mineras, acompañada de un intenso des­
plazamiento poblacional hacia dichas áreas (Martiniére, 1991).
La mutación espacial exigió a la Corona portuguesa gastos considerables
para la defensa y el poblamiento de las regiones de importancia estratégica pró­
ximas a los territorios castellanos, además de negociaciones y conflictos bélicos
cuyo marco más significativo es el Tratado de Madrid (1750).
La mutación económica y demográfica no sólo desplazó el eje económico de
la colonia del Nordeste hacia el Sudeste, sino que también exigió disposiciones
administrativas complejas y costosas. Se establecieron con rapidez órganos y
agentes de la Corona en los nuevos núcleos urbanos que surgieron en las inme­
diaciones de las áreas mineras, a fin de hacer reinar el orden e imponer la autori­
dad real. Se trataba de fiscalizar la producción extractiva y el comercio en gene-

Prado, 1957: 172 («En realidad, sólo interesaba el quinto que fuese pagado, por las buenas o por las
malas; el resto no tenía importancia»); Lobo, 1962: 385-392; Russell-Wood, 1987.
2. «A pesar de la semejanza en el origen, en el nombre y en ciertas funciones, el corregidor de
Castilla no se puede igualar al de Portugal. Los corregidores españoles ejercían mayor control políti­
co sobre el gobierno municipal que sus colegas portugueses. Más aún, ciertas funciones fiscales del
corregidor español no eran ejercidas por el corregidor portugués; eran más bien competencias del
proveedor. Los corregidores portugueses eran casi siempre jueces, mientras que en España, algunas
veces, eran empleados militares... Con todo, había semejanzas notables y en ambos países el corregi­
dor representaba una extensión de la autoridad real y central» (Schwartz, 1973).
3. Sin embargo, no existe consenso entre los historiadores respecto de la amplitud, eficacia y
significación de tales medidas. Véanse Schwartz, 1973, 205-206; Lobo, 1962: 393-398.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 269

ral, para garantizar los cobros y arriendos de los derechos y tributos debidos a la
Real Hacienda. Además, era competencia de los agentes reales controlar el acce­
so a las minas (de hombres —colonos y esclavos—, animales y mercancías traí­
das de otras regiones de la colonia y el exterior), especialmente los passagens de
los ríos, tanto para cobrar derechos de entrada y de salida, como para impedir la
evasión de oro por contrabando (Russell-Wood, 1987).
Ante estas exigencias, comprimida entre las órdenes e instrucciones de la me­
trópoli y las dificultades materiales y humanas existentes en la colonia, la admi­
nistración apenas realizó lo posible. Se instalaron en las regiones mineras autori­
dades civiles y militares; se crearon nuevas comarcas para la administración de
justicia; y se establecieron numerosos órganos de la Real Hacienda. No obstante,
toda ejecución quedó siempre muy por detrás de las necesidades percibidas por la
metrópoli. La tradicional contradicción inherente a la administración colonial
—escasez de medios disponibles en comparación con el carácter ambicioso de los
fines— alcanzó entonces su auge (Russell-Wood, 1987: 233 y 240).
Sin embargo, hay que tratar de entender en términos relativos y no absolutos
esa contradicción entre los medios y los fines. A fin de cuentas, al período joanino
no le faltan ejemplos de gastos suntuarios de la Corona portuguesa (Hespanha,
1993). Más que con la escasez real de medios, la administración colonial tropieza
entonces con dos prácticas tradicionales de la metrópoli: la parsimonia en los gas­
tos y la transferencia a los colonos de buena parte de los gravámenes político-admi­
nistrativos. Así, incluso durante el auge de la producción de oro y diamantes, cuan­
do las flotas salían de Río de Janeiro cargadas de metal precioso, eran frecuentes las
quejas y solicitudes de los agentes reales a propósito de la escasez de los recursos de
que disponían para dar cumplimiento a las decisiones de la metrópoli4.
Cuando el reinado de Juan V se aproximaba a su término, en la década de
1740, la Idade de Ouro do Brasil (Boxer, 1962) también llegaba a su fin. Los
primeros síntomas de la disminución de la producción aurífera, la depresión que
afecta a los precios del azúcar y otros productos de exportación, confieren a esa
antevíspera del reformismo ilustrado un carácter sombrío. Es entonces cuando
se agravan también los problemas de la administración colonial (Maxwell,
1963: 68-69) y la vieja disyuntiva de los agentes de la Corona parece insoluble:
asegurar el cumplimiento de las directrices político-administrativas dictadas por
la metrópoli, ni comprometer sustancialmente el flujo de rentas pertenecientes al
tesoro real. A fin de cuentas, las finanzas del Estado dependían cada vez más de
esos recursos para atender los gastos de la monarquía5. Hacer frente a la crisis
vendría a ser una de las primeras tareas del reformismo ilustrado.

4. Dichos aspectos fueron analizados detalladamente por Russell-Wood, 1987: 203-208, y


mencionados por varios otros historiadores, como Prado, 1957: 318; Lobo, 1962; Schwartz, 1973, y
Alden, 1987.
5. La cuestión del cálculo del porcentaje correspondiente a las rentas coloniales en relación
con el conjunto de la recaudación del Estado portugués ha preocupado, desde hace mucho tiempo, a
los historiadores. Varían, sin embargo, las cifras presentadas. Véanse Oliveira, 1983: 93 y ss.; Go-
dinho, 1968a-b, 1970; Marques, 1973; Martiniére, 1991; Pinto, 1979; Alden, 1987.
270 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

COYUNTURA ECONÓMICA ADVERSA Y CRISIS ESTRUCTURAL


DEL SISTEMA COLONIAL: EL REFORMISMO ILUSTRADO
Y LA ADMINISTRACIÓN COLONIAL (1750-1808)

En el ámbito geoeconómico, político y administrativo lusobrasileño, el inicio de


la aplicación de las reformas ilustradas es contemporáneo y se vincula, por lo
menos en parte, con una crisis caracterizada por la disminución de las rentas co­
loniales y sus serios reflejos sobre la economía metropolitana, sobre todo en las
finanzas del Estado. Las interpretaciones de esta crisis han dado ocasión a polé­
micas respecto de su naturaleza —estructural (Nováis, 1976) o coyuntural (Ma-
cedo, 1951)—, importancia para la colonia —minimizada por Boxer (1962,
1981) y resaltada por Alden (1987) y Maxwell (1963)—y el impacto sobre el te­
soro real —Oliveira (1983) y Godinho (1968a-b).
Sea como fuere, las reformas ilustradas se iniciaron bajo el signo de urgencia
de todo orden y sólo poco a poco adquirieron un carácter más global y sistemá­
tico, de modo tal que llegan a incluir entre sus objetivos la modernización del
aparato político-administrativo.
En Portugal, el reformismo ilustrado caracteriza los reinados de José I
(1750-1777), María I (1777-1792) y de Juan (futuro Juan VI) como príncipe-
regente (1792-1808). Sin embargo, en realidad las principales medidas reformis­
tas de esta época están más asociadas con las personas de algunos ministros: Se-
bastiao José de Carvalho e Meló, marqués de Pombal, entre 1750 y 1777;
Martinho de Meló e Castro, de 1770 a 1795; don Rodrigo de Sousa Coutinho,
de 1796 a 1801. Estos y otros secretarios de Estado y altos funcionarios consti­
tuyeron el núcleo dinámico del reformismo ilustrado. No obstante, persisten las
discrepancias interpretativas acerca de cada uno de ellos en términos de su com­
promiso con las ideas ilustradas6.
Con el propósito de lograr una mayor claridad, analizaremos por separado
los períodos pombalino y pospombalino.

Las reformas ilustradas y la administración colonial


en la época del marqués de Pombal (1750-1777)

Las primeras providencias o disposiciones de Carvalho e Meló como secretario


de Estado de José I fueron respuestas inmediatas a tres presiones distintas: las
consecuencias de la crisis económica y fiscal provocada por la disminución de
las rentas coloniales (1752), los efectos catastróficos del terremoto de Lisboa
(1755) y las maniobras y conspiraciones de sus adversarios políticos (Maxwell,
1963: 1-32). Tal vez a causa de dichos comienzos, la historiografía encare con
reservas la hipótesis de que las reformas pombalinas constituyan un todo cohe­
rente y establecido a priori. Macedo (1951) se refiere a un pragmatismo inteli­
gente y no exento de oportunismo; Dias (1983) analiza la cuestión del proyecto

6. Véase, a título de ejemplo, las divergencias entre Silva (1987: 245-246) y Wehling (1986)
frente a las críticas de Alden (1987: 333) y Maxwell (1963) a la figura de Martinho de Meló c Castro.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO; PORTUGAL Y BRASIL 271

político y Maxwell (1963) cree percibir un claro intento de nacionalización eco­


nómica. De cualquier manera, es evidente que el gobierno pombalino se caracte­
rizó por una actividad reformista incesante y febril, cuya mejor prueba se en­
cuentra en las propias colecciones de la legislación de ese período (Morato,
1836; Silva, 1825-1847).
En el Brasil colonial, las reformas pombalinas fueron extensiones de medi­
das aplicadas en la metrópoli o tuvieron como miras modificar las prácticas es­
pecíficamente coloniales, concentrándose en las actividades económicas, las fi­
nanzas, la ocupación y defensa del territorio, la educación y condición de los
indígenas. En el campo que ahora nos interesa, el de las reformas político-admi­
nistrativas, la historiografía registra solamente algunas disposiciones más o me­
nos puntuales, el refuerzo de ciertas tendencias político-burocráticas, acompaña­
das de cierto empeño modernizador, y un conjunto de objetivos más generales
cuya interpretación, o «sentido», todavía es objeto de controversia.
En lo que se refiere a las disposiciones de carácter específico destaca, en la
metrópoli, la creación de dos nuevos órganos «la Junta de Comercio (1755) y
el Real Erario (1761)» y el fortalecimiento de otros dos ya existentes —la Se­
cretaría de Estado de la Marina y de Ultramar y el Consejo de Ultramar—.
Por medio de esos órganos se aplicó casi toda la política reformista de la colo­
nia. En ésta destaca: 1) la creación de las Mesas de Inspección y Reestructura­
ción de las casas de fundición e intendencias generales de oro y diamantes
(1752), con miras a recuperar, respectivamente, las exportaciones de azúcar y
tabaco, la recaudación del quinto de la producción aurífera, y el monopolio
de la extracción de diamantes; 2) la transferencia de la sede del Gobierno Ge­
neral del Estado del Brasil de la ciudad de Salvador (Bahía) hacia la de Río de
Janeiro (1763); 3) la desaparición del Estado del Gráo-Pará y Marañón y su
incorporación como capitanía general al de Brasil (1772); 4) la adquisición de
las capitanías privadas por la Corona y la creación de algunas nuevas «Capi­
tanías reales», como las de San José de Río Negro (Amazonas), en 1757,
Piauí, en 1759, Río Grande de San Pedro (actualmente Rio Grande do Sul), en
1760.
De las tendencias político-burocráticas, la más ostensible se refiere a las rela­
ciones entre el gobierno general y los gobiernos de las capitanías generales. A
partir de 1763, la máxima autoridad presente en la colonia, el gobernador gene­
ral y el capitán general de mar y tierra del Estado del Brasil, pasó a recibir el tí­
tulo de «virrey». Investido de amplios poderes, él era, en principio, la suprema
autoridad colonial. En la práctica, ni la metrópoli, ni las demás altas autorida­
des coloniales, permitieron el ejercicio de esta supremacía. Lisboa siempre recor­
dó a los virreyes que, por diversas razones, mediante palabras y acciones, debían
utilizar su autoridad con bastante prudencia, dadas las dimensiones continenta­
les de la colonia, la existencia de autoridades regionales y la presencia de intere­
ses locales que convenía tener en cuenta. En la realidad, la autoridad de los vi­
rreyes se limitó prácticamente a la capitanía general de Río de Janeiro y a las
capitanías subordinadas (Espirito Santo, Santa Catarina y Río Grande de San
Pedro). Ante los capitanes generales de las demás capitanías generales, el virrey
era, de hecho, una especie de primas Ínter pares (Bellotto, 1986: 276). Prueba de
272 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

esto es la vasta correspondencia entre Pombal y los principales capitanes genera­


les e incluso algunos capitanes mayores7.
Si la instalación, en 1751, del nuevo Tribunal da Relajo, en Río de Janei­
ro, representó solamente la división, con el tribunal de Bahía, de los encargos
de la suprema instancia judicial en la colonia (Silva, 1987: 258), muy distintas
fueron las consecuencias de la institución del Real Erario para la administra­
ción fiscal de la colonia, comenzando por la organización de las juntas de ha­
cienda en cada una de las capitanías generales (Mendon^a, 1968). A estos cam­
bios profundos introducidos en la administración financiera y los que
ocurrieron en el ámbito de la organización militar (Leonzo, 1986: 323) no co­
rrespondieron, sin embargo, cambios significativos en términos de organización
judicial y municipal.
Probablemente, la fase más importante del reformismo no se encuentra en la
creación de nuevos órganos o funciones sino, más bien, en el funcionamiento de
los existentes y en los comportamientos de sus agentes. El empeño modernizador
de la metrópoli significa la búsqueda de mayor racionalidad y eficiencia en la
administración de la colonia, haciendo hincapié en la secularización y la mejora
de sus cuadros. Se trataba de modernizar la propia burocracia y, principalmente,
sus agentes: actualizando los procesos y métodos de su formación intelectual y
profesional (Alden, 1968: 294-298), modificando el reclutamiento (Avellar,
1970: 63) y el tipo de investidura en los cargos o funciones (Lobo, 1962: 505),
con vistas a eliminar, o al menos reducir, las interferencias nepotistas y el ca­
rácter prcbcndario y vitalicio de buena parte de los oficios y serventías (servi­
dumbres).
Si bien es fácil enumerar disposiciones y señalar tendencias, mucho más difí­
cil sigue siendo para el historiador la tarea de interpretar los objetivos y evaluar
los resultados del reformismo ilustrado pombalino.
La primera dificultad —la interpretación de los objetivos— deriva de la dife­
rencia existente entre los discursos anunciadores y justificadores de las reformas
y las realidades prácticas coloniales correspondientes. Los discursos, presentes
en los innumerables textos legales y normativos —leyes, decretos, alvarás (reso­
lución, firmada por el soberano y refrendada por el ministro competente, acerca
de negocios públicos o privados, en general de efecto temporal), disposiciones,
regimentos (conjunto de normas que rigen el funcionamiento de una institu­
ción), etc.— expresan la retórica ilustrada, al oponer las luces a las tinieblas de
la ignorancia, lo polido (civilizado), o policiado (bien educado), a lo bárbaro, o
gótico, la razón a la superstición, la verdad a la mentira y el embuste. La imagen
que tales textos ofrecen acerca de las razones y los objetivos de las reformas es
siempre muy nítida y lógica, racional y moderna.

7. Arquivo Histórico Ultramarino, Correspondencia entre Pombal e os Gobernadores Ca-


pitaes-generan de S. Paulo. El caso de Morgado de Mateus, capitán general de Sao Paulo ha sido
bien estudiado (Bellotto, 1979), así como los de Francisco Xavier de Mendon^a Furtado, capitán ge­
neral de Gráo-Pará (Mendon^a, 1963), Joáo Manuel de Meló, Gobernador de Goiás (Palacín,
1983), Luis Pinto de Sousa Coutinho, visconde de Balsemáo, gobernador de Mato Grosso (Maxwell,
1963: 46-47).
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 273

Sin embargo, el análisis de la cotidianeidad de las reformas en la colonia re­


vela una distancia y plantea un interrogante. La distancia engloba dos aspectos:
la actuación de los agentes político-burocráticos y la concreción de los objetivos
reformadores. El interrogante remite a la naturaleza de la recepción de las refor­
mas por parte de las élites coloniales.
Antes de abordar estas cuestiones conviene observar que la historiografía se
ha limitado, con raras excepciones, a narrar o describir las medidas reformistas,
incorporando casi siempre la retórica discursiva de la metrópoli, comenzando
por sus objetivos y razones8.
El distanciamiento de las prácticas frente a la retórica de la metrópoli es per­
ceptible tanto en la esfera de la concreción de los objetivos de las reformas,
como en los comportamientos y actitudes de los propios agentes de la adminis­
tración real.
Véanse, por ejemplo, los objetivos del reformismo ilustrado en relación con
la colonia: centralización político-administrativa, afirmación y fortalecimiento
del poder real, racionalización del aparato administrativo, supresión de los abu­
sos practicados por los funcionarios de la Corona. En relación con cada uno de
estos objetivos, la historiografía reciente revela los respectivos límites y distor­
siones al subrayar la fuerza de las continuidades y el papel decisivo de las resis­
tencias, ya sea de los propios agentes burocráticos, como de las elites de las colo­
nias.
La centralización, entendida como objetivo clave de las reformas, hoy se in­
terpreta en dos direcciones opuestas: centralización a partir de Lisboa y descen­
tralización en el ámbito colonial, los controles de las autoridades de la metrópoli
se vuelven más rígidos sobre todos los órganos y agentes de la administración
colonial; sin embargo, simultáneamente se propicia una relativa autonomía de
las autoridades coloniales entre sí, de manera que se impida la afirmación del
poder de cualquiera de ellas sobre las demás. En la colonia, la centralización
ocurre dentro de los límites de cada capitanía9.
El hecho de fortalecer y afirmar el poder real, racionalizar y conferir mayor
eficiencia al aparato administrativo y suprimir los abusos implicaba, en la prácti­
ca, imponer el respeto a la jerarquía de los órganos y agentes, así como disciplina
y estricta obediencia a las órdenes reales, única manera de afirmar la autoridad de
la administración sobre los colonos. También en este caso, la investigación históri­
ca ha revelado algunos límites y contradicciones de las prácticas concretas.
Entre las contradicciones, tal vez la más evidente haya sido la que existió en­
tre tradición e innovación. Tradicionalmente, la política de la metrópoli en rela­

8. La historiografía político-administrativa, desde los trabajos más antiguos, como Fleuiss


(1923), García (1956), Camaxide (1979 [1960]), hasta los más recientes, Mendon^a (1972), Lobo
(1962), Guedes (1962), Avcllar (1970), Wchling (1986), Cunha (1960), consagra, con rarísimas ex­
cepciones, la descripción de las reformas según la legislación respectiva, deteniéndose raramente en
el análisis detallado de sus limitaciones o distorsiones en cuanto prácticas administrativas coloniales.
9. Sobre este punto es interesante referir a las observaciones de Lobo (1962: 501-504 y 526),
Alden (1968: 422-437), Schwartz (1987), Avcllar (1970: 37-38), Wehling (1986), Silva (1987: 254)
y sobre todo Iglesias (1974). Sería más exacto decir que se trataba de un equilibrio de fuerzas, inesta­
ble, arbitrado por la metrópoli.
274 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

ción con sus agentes de la colonia fue mantenerlos en estado de casi permanente
inseguridad en cuanto al ejercicio de sus poderes y atribuciones. En efecto, es
bastante curioso el contraste entre las minucias (detalles,/ de los regimentos y las
instru^óes y las indefiniciones de competencias y jerarquías generadoras de cons­
tantes querellas y conflictos entre las autoridades coloniales. El recelo de los
agentes reales de desagradar a sus superiores, las dudas frente a situaciones im­
previstas, o mal definidas, en sus instrufdes, se traducen en infinitas postergacio­
nes, recursos a Lisboa y abuso del arma burocrática por excelencia, el papelorio
(papeleo). De este modo, la Corona se imponía como mediadora e instancia su­
prema, e instauró, como norma, el equilibrio del desasosiego entre sus agentes
.
en la colonia1011
En comparación con esta tradición, las reformas pombalinas significaron
una vigilancia más estrecha sobre órganos y agentes de la administración colo­
nial por medio de constantes recomendaciones, advertencias y castigos, ya se
tratara de la fiscalización de ingresos y gastos, o de los deberes de los jueces-oi­
dores. Hubo un esfuerzo serio destinado a racionalizar los procedimientos admi­
nistrativos y modernizar los cuadros burocráticos. Con todo, tales objetivos
enfrentaron a tres fuerzas de resistencia: la tradición arriba mencionada, la insu­
ficiencia crónica de recursos financieros y humanos, y las elites locales.
Los resultados quedaron muy por debajo de los objetivos. La justicia real
continuó siendo escasa, insuficiente, cuando no inexistente en vastas áreas. Los
jueces-oidores de las comarcas continuaron siendo pocos, sobrecargados de res­
ponsabilidades, mal remunerados y, a menudo, expuestos a las presiones de
otras autoridades civiles y militares, así como de los poderosos locales. Algunos
de esos jueces, en compensación, destacaron por sus actitudes arbitrarias y auto­
ritarias, y notoria venalidad1’.
El sector hacendístico modernizó los procedimientos de contabilidad de los
ingresos y los gastos, sobre todo de la recaudación de impuestos y tributos. No
se procedió, sin embargo, a una racionalización de las fuentes de ingresos. Las
crónicas restricciones financieras condujeron al sensible aumento de la carga tri­
butaria y la consecuente presión fiscal sobre los colonos. Esta austeridad fiscal se
agravó aún más debido a frecuentes gastos extraordinarios impuestos por aper-
tos militares y calamidades públicas12. Así, a pesar de las buenas intenciones, se

10. En este sentido funcionaban diversas prácticas, tales como: el carácter temporal de los al­
tos cargos; la posibilidad de ser depuesto en cualquier momento; la devassa, o juicio de residencia,
obligatorio para todo administrador que pasaba un cargo a su sucesor; las competencias mal defini­
das entre las diversas funciones; la lentitud de la metrópoli para tomar decisiones y disminuir los
conflictos entre los órganos y agentes de la administración; la amenaza de ser llamado a Lisboa para
presentar explicaciones o defenderse de acusaciones (Alden, 1968, 471 y n. 101).
11. Sobre los jueces-oidores véanse Avellar, 1970: 73-74; Leonzo, 1986: 319; Wehling, 1986:
159-164. Acerca de las correifóes de los jueces-oidores y juizes-de-fora, véanse Avellar, 1970: 74-75;
Leonzo, 1986: 319-320; Alden, 1968: 432; Wchling, 1986: 53-54; Silva, 1987: 258-259.
12. Sobre la reforma hacendística véanse Lobo, 1962: 508-509; Bellotto, 1986: 281-282; Sil­
va, 1987: 287; Alden, 1968: 280-293; Avellar, ¡970: 58 y 67. Sobre los problemas de los ingresos
coloniales —multiplicidad, estimaciones— y los gastos, inclusive los extraordinarios, véanse Alden,
1968: 298-311; 332 y 333; Bellotto, 1986: 283-284 y 287-288; Avellar, 1970: 58-59; Wehling,
1986: 126-129 y 134-135.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 275

mantuvo el sistema de contratos reales (Lobo, 1962: 512-528 y Ellis, 1982: 97-
122) y la remuneración de los agentes de la administración siguió siendo preca­
ria, cuando dependía del tesoro real, o sujeta a abusos, cuando se obtenía de los
usuarios, en el caso de los oficios vitalicios (Silva, 1987: 258-259; Bellotto,
1986: 266-267; Russell-Wood, 1987: 207-208).
Por último, hace resaltar la conocida lucha contra los abusos y la corrupción
de los agentes burocráticos, los denominados vicios de la administración colo­
nial. Tales designaciones representan una gran dificultad para el historiador,
pues la historiografía confunde tres perspectivas muy diferentes: la de los pro­
pios colonos frente a la administración lusa; la de las autoridades metropolita­
nas en relación con los comportamientos de sus propios agentes y la de los histo­
riadores empeñados en juzgar anacrónicamente, según sus propios principios,
las realidades coloniales (Prado, 1957: 256 y 311-312; Bellotto, 1986: 285-286;
Avellar, 1970: 81-83; Lobo, 1962: 506). Se sabe que abusos y corrupción pose­
en significados diferentes según que su denuncia parta de las víctimas —los colo­
nos— o de Lisboa, pues en este último caso, el criterio de definición es otro: los
perjuicios causados a la autoridad real y a sus rentas por las prácticas fraudulen­
tas de algunos de sus agentes. Pero constituían también vicios administrativos,
desde el punto de vista de la metrópoli, ciertos tipos de relaciones bastante co­
munes entre autoridades o agentes de la administración y las elites locales, enca­
rándose ahora tales relaciones como formas de tolerancia o de connivencia ina­
ceptables en términos de los intereses de la Corona (Lobo, 1962: 494; Bellotto,
1986: 263-265; Schwartz, 1973).
Para concluir este período, cabe destacar la considerable distancia entre el
diseño de las reformas pombalinas que se desprende de los textos oficiales y su
aplicación efectiva. Es preciso revisar el viejo mito de un absolutismo no realiza­
do hasta 1750 y que se habría concretado plenamente gracias a los esfuerzos
centralizadores de Pombal, con el refuerzo sistemático del poder real en la colo­
nia llevado a cabo por él. Además de esta revisión hay nuevos interrogantes a los
que la investigación histórica debe responder: ¿hasta qué punto, o en qué senti­
do, las reformas ilustradas fueron percibidas como tales por las elites coloniales?
¿En qué medida dichas reformas significaron, para los colonos, solamente más
explotación y tiranía?

Las reformas ilustradas y la administración colonial


en el período pospombalino (1777-1808)

Con la entronización de María I y el cese del marqués de Pombal, se instauró un


clima de venganza «de rivales y perseguidos» conocido como Viradeira. Aunque
duró poco, a pesar de la euforia de ciertos sectores de la nobleza y el clero. Pos­
teriormente, el reformismo ilustrado retomó su curso, ya que diversos adminis­
tradores provenientes del reinado anterior continuaron en el gobierno, al mismo
tiempo que otros, más nuevos, o que habían retornado del exilio, vinieron a in­
corporarse a la nueva administración.
En 1779 se fundó la Real Academia de Ciencias de Lisboa, que luego se ca­
racterizó por ser un centro privilegiado para el debate de las ideas ilustradas y la
276 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

convivencia entre intelectuales y administradores (Nováis, 1976). En ella había


consenso en cuanto al reconocimiento de la necesidad de realizar reformas, espe­
cialmente en relación con Brasil, única manera de preservar lo esencial del siste­
ma. De ahí, probablemente, la gestación de la idea de Imperio iuso-brasileiro,
tan cara a Rodrigo de Sousa Coutinho (Maxwell, 1986: pp. 373-382). Ahora se
reconoce la necesidad de una mayor flexibilidad en la aplicación de las reformas
y de prestar más atención a las manifestaciones e intereses de las elites colonia­
les, dadas las diferencias entre las grandes regiones de la colonia.
En lo que respecta a los órganos metropolitanos, la historia político-admi­
nistrativa del período se caracteriza por el fortalecimiento de la autoridad de la
Secretaría de Marina y de Ultramar y del Consejo de Ultramar. En lo que se re­
fiere a los órganos de las colonias y las prácticas administrativas, no hubo gran­
des innovaciones, pero sí en cuanto al desarrollo de tendencias y transformacio­
nes iniciadas por Pombal.
En los niveles superiores de la administración de la colonia se consolidó la
autonomía de los gobernadores capitanes generales respecto a los virreyes, al
mismo tiempo que los capitanes mayores se empeñaron en hacer valer su propia
autoridad frente a los gobernadores generales. Unos y otros, a su vez, lucharon
por imponer su autoridad sobre los diversos sectores de la administración
—justicia, hacienda y cámaras municipales—. En estas disputas, los adversarios
hicieron un triunfo de la frecuencia y el contenido de su correspondencia directa
con las autoridades metropolitanas (Bcllotto, 1986: 279-280).
En el sector hacendístico se prosiguió la racionalización financiera y fiscal,
lo que desencadenó la lucha contra la evasión de impuestos y el contrabando.
De eficacia limitada, esas políticas representaron de hecho, para los colonos, una
fiscalización brutal e injusta, que se encuentra en los orígenes de las inquietador
coloríais de esa época. A fin de cuentas, en plena euforia de las exportaciones
coloniales (Arruda, 1980: 631 y ss.) no era creíble que la colonia fuese deficita­
ria desde el punto de vista de la administración real (Alden, 1987: 87).
La administración de justicia se transformó poco. Con la extinción del cargo
de oidor general de las capitanías (1790) salieron fortalecidos los jueces-oidores de
las comarcas. La evidencia documental disponible —peticiones y quejas de los co­
lonos— demuestra la escasez de magistrados y el mal comportamiento de una
buena parte de los pocos existentes: prevaricación, arbitrariedad, incompetencia o
incuria. Siguieron siendo célebres el nepotismo y los conflictos de esos magistrados
con las autoridades civiles y eclesiásticas (Alden, 1968; Leonzo, 1986: 315 y ss.).
Tuvo continuidad el proceso de limitación de la autonomía de las cámaras mu­
nicipales, sobre todo por los gobernadores de las capitanías, si bien los historia­
dores divergen sobre esta materia.
El balance de las reformas de este período revela, una vez más, la distancia
entre las propuestas ilustradas elaboradas en la metrópoli y las prácticas colo­
niales respectivas. Una cosa son las Memorias de la Real ?\cademia de Ciencias,
otra los relatónos, como los del marqués de Lavradio, las instruyes, como las
de Joáo José Teixeira Coelho, las observares, como la de Fernando José de Por­
tugal, y las cartas, como las de Luís dos Santos Vilhena, Manuel Ferreira de Cá­
mara y Joáo Rodrigues de Brito.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO PORTUGAL Y BRASIL 277

Se constata una gran disonancia entre los conceptos, objetivos y métodos


administrativos de una parte significativa de los altos cargos y los de la mayoría
de los escalones intermedios e inferiores de la administración. Los primeros, im­
buidos de ideas modernas y preocupados por la eficacia administrativa y el fo­
mento económico, son obstaculizados por la mentalidad rutinaria, empírica y
pragmática de los segundos, siempre escépticos en cuanto a los cambios empren­
didos sin el conocimiento de las realidades coloniales. De ahí las grandes dife­
rencias entre reformas en las diversas regiones de la colonia. El antiguo conflicto
entre tradición y modernización favoreció principalmente a la fuerza de la iner­
cia, como habrían de observar, además, los primeros viajeros extranjeros de co­
mienzos del siglo xix (Wehling, 1986).

Elites coloniales y reformismo ilustrado

La referencia a la noción de elites coloniales constituye ya en sí misma una op­


ción teórica del historiador ante una cuestión tan antigua y polémica como la de
la naturaleza y composición de la sociedad colonial, cuya discusión escapa a los
objetivos de este capítulo (Schwartz, 1988: 213 y ss.; Prado, 1957; Faoro, 1975;
Gorender, 1978; Cardoso, 1979). Con el propósito de caracterizar a estas elites
en términos básicamente descriptivos, aquí sólo se consideran las tres categorías
básicas presentes en la colonia: colonizadores, colonos y colonizados (Mattos,
1987: 21-27), entendiéndose por colonizadores a «todos aqueles elementos liga­
dos á esfera administrativa (leigos e eclesiásticos) e tambem, e sobretudo, os co­
merciantes, negociantes de grosso trato u hombres de negocios» (Mattos, 1987:
21-22), y por colonos (resultantes del desdoblamiento del colonizador en colo­
no) a los «proprietários coloniais da máo-de-obra, da térra, dos meios de trabal-
ho» (Mattos, 1987: 23).
Trabajos recientes han revelado la importancia socioeconómica, sobre todo
en el último cuarto del siglo XVII, de los grupos mercantiles, específicamente co­
loniales, que prosperaron en Río de Janeiro y otros puertos, constituidos por ne­
gociantes de grosso trato con intereses en el tráfico y en la actividad agraria
(Fragoso e Florentino, 1993).
Elites coloniales y colonos son, en principio, sinónimos, pero es conve­
niente no perder de vista su subdivisión: las elites propietarias, las mercantiles
y las letradas. Aunque diferentes, estos segmentos están interrelacionados en
la vida colonial (Santos, 1992), pues las formas de articulación son de lo más
variadas, en cuanto a las trayectorias individuales, entre sus orígenes sociales,
naturaleza y nivel de fortuna, formación profesional y formas de convivencia
social.
Las relaciones entre elites (colonos) y agentes político-administrativos (colo­
nizadores) constituyen un segundo problema, según se prime el conflicto o el aco-
modamiento/cooperación ai interpretar la tónica dominante en dichas relacio­
nes. La historiografía ha subrayado, en general, el conflicto como hipótesis
explicativa. En consecuencia, buena parte de los textos disponibles tiende a opo­
ner Estado (burocracia) y sociedad (elites), esto es, colonizadores y colonos en
permanente antagonismo. Su principal evidencia sería la oposición secular entre
278 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

filhos da térra (hijos de la tierra o brasileños) y reináis (portugueses), cuya ex­


presión historiográfica está en las constantes referencias a las numerosas revuel­
tas, sediciones y guerras (como la de los Emboabas y la de los Moscates, a co­
mienzos del siglo XVIII) entre colonos y colonizadores. Sin entrar en el mérito de
esa tradición, es oportuno destacar cómo, en estas últimas décadas, la historio­
grafía del período colonial viene relativizando cada vez más tanto la visión dua­
lista, como la que tiene el conflicto como norma de dichas relaciones.
Trabajos importantes sobre los pobres y excluidos, así como sobre los gru­
pos sociales discriminados o perseguidos, han arrojado nueva luz sobre la es­
tructura y dinámica de la sociedad colonial, mostrando las insuficiencias del
dualismo (Souza, 1982 y 1986; Araujo, 1993; Priore, 1993; Vainfas, 1986; Bos-
chi, 1986; Novinsky, 1972; Siqueira, 1978; Salvador, 1992; Doria, 1994). La hi­
pótesis del conflicto, a su vez, se cuestionó a partir de nuevas orientaciones de la
investigación dirigidas hacia el conocimiento más concreto de, por lo menos, tres
aspectos: 1) la llamada burocracia colonial —su estructura y composición socio-
profesional, el carácter de las diversas funciones, la inserción de sus agentes en el
medio social de la colonia—; 2) la ciudad colonial como ámbito de interacción
de colonos y colonizadores; 3) la interpenetración de elites y agentes de la Coro­
na, a partir de diversas formas de sociabilidad pautadas por consideraciones de
prestigio, interés y favor.
La primera y la última de estas orientaciones son frecuentes también en los
trabajos producidos por brazilianistas (brasileñistas) y vienen despertando el in­
terés de otros historiadores. La tercera orientación, por lo demás, ya se encuen­
tra implícita en muchos estudios de genealogía de las principales familias de las
elites coloniales. Como se puede observar, sólo raras veces sus autores extraje­
ron las implicaciones de los comportamientos por ellas documentados para el
análisis de las relaciones entre elites y burocracia (Doria, 1994; Prado, 1948;
Mello, 1989; Calmon, 1950; Rheingantz, 1965).
El conocimiento más completo de la burocracia colonial —sus niveles jerár­
quicos, las características socioprofesionales de sus agentes, investidura, funcio­
nes, conexiones— permite, hoy, una visión mucho menos monolítica de los ór­
ganos y agentes de la administración real en la colonia. Según Schwartz (1987:
67-144), en la colonia es posible distinguir tres niveles al mismo tiempo jerárqui­
cos y socioprofesionales: el superior —de las altas autoridades civiles, militares y
eclesiásticas—; el intermedio —de los letrados—; el inferior —de los servidores
ocupantes de oficios y serventías (servidumbres)—. En el primero, los agentes re­
ales son en general hidalgos (nobles) nombrados por el rey y perciben vencinten-
tos (salarios) pagados por el tesoro real; cumplen una misión ordenada por el
monarca y, cada vez más, se profesionalizan como administradores, siendo des­
plazados de una a otra región del império. El segundo, está constituido por li­
cenciados y bachilleres diplomados en Coimbra y formados, incluso en el reino,
para el ejercicio de funciones especializadas de justicia y finanzas. Nombrados
por el rey, salidos de la pequeña nobleza o de la burguesía mercantil más adine­
rada, perciben salarios pagados por el tesoro real. El nivel inferior, el más nume­
roso, incluye a los agentes auxiliares de gobierno, justicia y hacienda. Sus oríge­
nes sociales son diversos, así como su nivel de instrucción (muchos son letrados
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 279

coloniales). Otra característica de esos agentes es el hecho de que son nombra­


dos para sus oficios con carácter vitalicio, cobrando de los usuarios de sus servi­
cios las llamadas propinas, ya que, en la mayoría de los casos, poco o nada reci­
ben de los cofres reales13.
En estas diferencias radican probablemente muchos de los comportamientos
y actitudes de esos agentes (colonizadores) en relación con los colonos. Desde el
punto de vista de las elites, son los ocupantes del primer y segundo nivel los que
más importan. En efecto, los altos funcionarios y letrados, una vez en la colonia,
afrontaban una disyuntiva: aislarse o integrarse. Por formación y mentalidad, se­
gún las recomendaciones traídas de la metrópoli y siempre reiteradas, esos fun­
cionarios deberían encarar con superioridad y desprecio el ambiente colonial,
distanciándose, cuanto fuera posible, de los intereses locales a fin de poder arbi­
trar los conflictos y salvaguardar, por encima de todo, los intereses de la Corona.
La vida en la colonia, sin embargo, mostraba más tarde a esos agentes reales
las dificultades del distanciamiento y las ventajas de su aproximación a las elites
locales (y a los comerciantes portugueses, en ciertos casos). El enriquecimiento,
la constitución de un patrimonio y el reconocimiento social eran algunas de las
posibilidades que tenían a disposición los funcionarios que se aproximaran a los
poderosos de la colonia por medio de préstamos a interés, adquisición de bienes
raíces, uniones matrimoniales, sociedades con propietarios, o acceso a las her­
mandades. Favores recíprocos, en realidad, pues, a fin de cuentas, se trataba de
una vía de dos sentidos: a las elites les interesaban el apoyo, la connivencia, la
«vista gorda» de los burócratas, en una palabra, su protección.
La idea de interpenetración (elites-burocracia) pasa entonces a ser funda­
mental en el estudio de los comportamientos y actitudes, ya se trate de las elites
o de los individuos de mayor categoría de la administración colonial. Sin negar
la existencia de conflictos, esta noción confiere la debida importancia a la coo­
peración y el acomodamiento. En resumen, son situaciones variables en el tiem­
po y en el espacio coloniales las que hacen o no predominar oposición y conflic­
to o interpenetración y la cooperación.
Aquí entra en escena la segunda de las orientaciones referidas: la ciudad co­
lonial. Locus por excelencia de las relaciones entre las elites y los agentes de la
Corona, la ciudad colonial constituye un punto de intersección entre colonos y
colonizadores (Mattos, 1987, 29). Sin embargo, también en este caso, la tradi­
ción y el desconocimiento relativo son los obstáculos historiográficos. Por
una parte, están las interpretaciones que parten de la escasa o nula importan­
cia de la ciudad colonial en términos socio-políticos; por la otra, el poco co­
nocimiento que se tiene de las características de la mayoría de los núcleos ur­
banos coloniales14. Como si esto no fuera suficiente, también se une el hecho de

13. Apropriafáo do público pelo privado, tema obligatorio de la historiografía colonial que
tendría en los oficios y en sus oficiáis una de las manifestaciones más típicas y persistentes (F. Sch-
wartz, 1987: 142; Duarte, 1966; Frcyrc, 1971; Holanda, 1973).
14. Ha sido recientemente cuando el tema ha recibido mayor atención, fuera del tratamiento
político-jurídico tradicional. Véanse Anais 1 Coloquio de Estudos Históricos Brasil-Portugal, 1994;
Omegna, 1961; Reís Filho, 1968.
280 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FALCON

que la ciudad colonial es descrita frecuentemente sólo como ámbito específico de


antagonismo entre elites locales y burocracias, con lo que se olvida la otra di­
mensión de ese espacio, el sociopolítico y cultural, que corresponde a las interre­
laciones, compromisos y alianzas entre estos mismos grupos.
Había entonces, en la época del reformismo ilustrado, una larga y compleja
tradición que presidía las relaciones entre las elites y los agentes de la corona. La
recepción de tales reformas por parte de las elites se proyecta sobre el telón de
fondo de esa tradición e incorpora expectativas y lecturas diferentes frente a las
acciones y los discursos ilustrados que emanan de la metrópoli. Hay que distin­
guir en esto lecturas y reacciones típicas de cada segmento de las elites y, por
otra parte, lecturas y comportamientos de los propios agentes de la administra­
ción. Para completarlos es preciso, en algunos casos, percibir la diferencia entre
las reacciones de las elites, según se refieran al discurso ilustrado, metropolitano
por excelencia, o a las prácticas de los agentes de la administración colonial.
Los letrados coloniales reaccionaron, en general, con entusiasmo al discurso
del reformismo ilustrado, no ahorrando elogios a José I, a Pombal y a María I
(Santos, 1992). Sin embargo, como se pone en evidencia en las Cartas Chilenas y
en la participación de esos letrados en la Conjurando Mineira (Gonzaga, 1957) y
en la conjura de Río de Janeiro (Santos, 1992), una cosa eran las propuestas
ilustradas y otra, muy diferente, las actitudes y decisiones nada ilustradas de di­
versas autoridades coloniales. Del entusiasmo a la inquietud, de la esperanza a la
decepción, de la apuesta por una metrópoli esclarecida y capaz de eliminar las
resistencias de sus propios agentes en la colonia, a la percepción de la oposición
entre los intereses de la colonia y los de la metrópoli, he ahí algunos de los itine­
rarios de estos letrados hasta 1808.
Las elites propietarias reaccionaron con creciente desconfianza ante un re­
formismo que debilitaba las cámaras municipales, agravaba la carga tributaria,
fortalecía el monopolio metropolitano del comercio colonial y, específicamente,
en el campo de los cuadros de la administración colonial, combatía su progresi­
vo abrasileiramento (brasileñización) al crear obstáculos a la presencia de brasi­
leros (hijos, en general, de propietarios) diplomados en Coimbra en los órganos
situados en la colonia.
Las elites mercantiles reaccionaron ya fuera negativamente, pero de forma
moderada, sobre todo cuando se crearon compañías de comercio monopolistas
(Gráo-Pará y Marañón, Pernambuco y Paraíba), o bien aprovechando las opor­
tunidades ofrecidas por la apertura del comercio con el África portuguesa y la
India, y por la prohibición de los comissarios volantes (Maxwell, 1963; Mota,
1970), además, por supuesto, de la intensificación del contrabando.
Para concluir falta analizar las reacciones de la propia administración colonial.
Se sabe, a partir de estudios sobre las ideas y acciones de algunos altos funcionarios
coloniales, que varios de ellos fueron bastante sensibles a los principios y objetivos
del reformismo ilustrado (Alden, 1968; Bellotto, 1979). Se conoce todavía muy
poco sobre las prácticas reformistas en las diferentes regiones de la colonia, salvo
las excepciones mencionadas anteriormente. Sin embargo, no siempre las elites co­
loniales reconocieron como positivas ciertas disposiciones supuestamente esclareci­
das. Por ahora, probablemente no pasa de ser un mito historiográfico la idea de
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO PORTUGAL Y BRASIL 281

que el aparato administrativo establecido en el Brasil colonial comprendió, aceptó


y adhirió en bloque a las ideas y prácticas reformistas.
Queda, entonces, una última pregunta: ¿las reacciones de las elites coloniales
ante el reformismo ilustrado tendieron al compromiso o a la ruptura con la me­
trópoli?
Por ahora es difícil dar una respuesta convincente. La tendencia a la ruptura
es mucho más conocida y tiene a su favor argumentos teóricos y pruebas empíri­
cas consideradas definitivas. A fin de cuentas, la independencia política se con­
cretó, en 1822, bajo la dirección de esas elites. Sin embargo, queda por saber si,
en la época de las reformas (hasta 1800-1808), la tendencia de las elites no ha­
bría sido, incluso, mucho más de acomodo, y mantenimiento del statu quo,
como sugiere Alden (1987: 34 y ss.).

PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS

Es bajo el signo del reformismo ilustrado que se procesa la historia político-admi­


nistrativa del Brasil colonial a lo largo de la segunda mitad del siglo xvm. La his­
toriografía respectiva trata de afirmar la realidad de las reformas ilustradas y les
atribuye una importancia fundamental. Como se expuso, sin embargo, esa histo­
riografía esclarece poco al lector por lo menos respecto de dos cuestiones crucia­
les: 1) la naturaleza y el alcance de las reformas en la esfera de las prácticas políti­
co-administrativas coloniales concretas; 2) la recepción de tales reformas por las
elites coloniales en términos de lecturas, representaciones y comportamientos.
La persistencia de dichas lagunas se puede explicar como consecuencia de
dos características típicas de la historiografía político-administrativa: los presu­
puestos teórico-metodológicos que predominan en ella y el tipo habitual de tra­
tamiento otorgado al material discursivo por casi todos los historiadores.
A la luz de sus presupuestos, dicha historiografía se presenta constituida y
agrupada según dos tendencias opuestas: la factual y la teorizante. La perspecti­
va factual o événementielle, es por excelencia informativa y descriptiva. Fiel a
los preceptos del empirismo, esa historiografía tiende a privilegiar las fuentes do­
cumentales de naturaleza político-jurídica, esto es, los textos oficiales. Se trata,
en suma, de una historia elaborada principalmente de acuerdo con la visión del
poder metropolitano y de sus agentes de la Colonia. La perspectiva teorizante,
menos antigua e imponente en términos cuantitativos, se caracteriza por la bús­
queda de interpretaciones de las instituciones y de los procesos político-adminis­
trativos reveladores de sus articulaciones y objetivos latentes en el contexto de la
colonización portuguesa como un todo. En el ámbito de esta tendencia predomi­
nó durante mucho tiempo el enfoque marxista, en la vía abierta por Caio Prado
Jr. A partir de los años cincuenta, con el enfoque weberiano utilizado por Ray-
mundo Faoro, se diversificaron las perspectivas teóricas y se revalorizaron las
obras pioneras de Sérgio Buarque de Holanda y de Gilberto Freyre, iniciadas
ambas durante los años treinta.
Sin embargo, la cuestión es que la historia político-administrativa ocupó casi
siempre una posición menor en el núcleo de las grandes síntesis interpretativas
282 FRANCISCO JOSÉ CALAZANS FAlCON

del período colonial brasileño, siendo frecuentemente sustituida por juicios ge­
néricos sobre la racionalidad de la administración colonial, lo lógico o ilógico de
sus prácticas, y la eficiencia y honestidad de los agentes burocráticos. En este as­
pecto, el sesgo telcológico de algunas interpretaciones pone el contrapunto a los
juicios de valor que permean muchas de las obras narrativo-descriptivas.
El tratamiento del material discursivo tropieza habitualmente con dos obstá­
culos: la ilusión de la transparencia del sentido y el silencio u ocultación de la re­
cepción colonial. El obstáculo de la transparencia, cuando se ignora, está en la
propia raíz del equívoco más frecuente sobre las reformas: el de tomarlas única y
exclusivamente según el sentido constante de su propio enunciado, aceptando
como evidentes las justificaciones y los objetivos presentes, comenzando por el
propio carácter ilustrado que en ellos se atribuye a las reformas.
La transparencia, como obstáculo, conduce, sin embargo, a un grave error, al
mismo tiempo que deja en la oscuridad dos problemas esenciales: 1) la posibilidad
de diferentes lecturas de los discursos supuestamente ilustrados de la metrópoli, o
sea, de la producción de efectos de sentido no necesariamente acordes con ese ca­
rácter ilustrado; 2) la necesidad de abordar la retórica de los discursos ilustrados
en cuanto retórica y su diferencia en relación con las reformas propiamente di­
chas, respecto de las cuales dicha retórica es sólo un instrumento de legitimación.
El segundo obstáculo —del silencio o la ocultación de la recepción colo­
nial— deriva, en cierta manera, del anterior, pero también lo supera. Deriva en
la medida en que, como se vio, incluye la cuestión de las lecturas del discurso
ilustrado de la metrópoli y de sus portavoces de la Colonia por parte de los dife­
rentes sectores o segmentos de las elites coloniales. Lo supera, sin embargo, al
cuestionar desvíos teórico-metodológicos y revelar lagunas de la investigación
histórica que, en conjunto, oscurecen el conocimiento más concreto, tanto de los
órganos político-administrativos —su estructura y funcionamiento en diferentes
tiempo y lugares—, como de los agentes del poder real —sus orígenes sociales,
formación cultural y profesional, vínculos profesionales y sociales, comporta­
mientos sociales y actitudes mentales.
El hecho de que la historiografía haya tomado como principio interpretati­
vo, la mayoría de las veces, la oposición entre Estado y sociedad en términos di-
cotómicos imposibilitó otras perspectivas que no fueran las del conflicto para el
estudio de la historia político-administrativa colonial. Como consecuencia ocu­
rrió, de hecho y por mucho tiempo, la exclusión o extinción de la propia memo­
ria histórica de aquellas diversas formas de acomodo y cooperación tejidas len­
tamente, a lo largo de tres siglos, entre colonizadores y colonos. El resultado de
esto es una historia en la cual el proceso político-administrativo carece de especi­
ficidad, pues ha sido reducido al papel de simple engranaje de una teleología de
la cual las elites coloniales deben participar, desde siempre, como fieles deposita­
rios de una misión nacional —la de cuestionar a las autoridades coloniales y pre­
parar la futura emancipación de la Colonia—. De aceptarse esta interpretación,
se convierte en un sin sentido, por redundante, uno de los subtítulos de este capí­
tulo: Las reacciones de las elites ante las reformas ilustradas.
Sin embargo, diversos trabajos realizados a partir de finales de los años se­
senta demuestran la pertinencia de esta cuestión en la medida en que revelan las
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: PORTUGAL Y BRASIL 283

inmensas posibilidades documentales y temáticas de dos líneas de investigación


sobre la sociedad colonial: la primera es la de las relaciones, en diversos tiempos
y lugares, entre agentes de la burocracia (colonizadores) y miembros de las elites
locales (colonos); la segunda es la de la ampliación y profundización del conoci­
miento de las ideas y prácticas del reformismo ilustrado, en la colonia, en el ám­
bito de las autoridades reales y de las elites.
A la primera de estas direcciones corresponden trabajos como los de Schwartz
(1969,1981, 1988), Alden (1968,1987), Russell-Wood (1968, 1969, 1985,1987),
Maxwell (1963, 1973a, 1986), Silva (1981, 1986, 1991, 1995), Silva (1990), Souza
(1982, 1986), Araújo (1993), Bcllotto (1979, 1986), Bethell (1987), Boschi (1986),
Boxer (1962, 1965, 1969b, 1973), entre otros. La segunda dirección corresponde a
los trabajos de Cándido (1975, 1980), Holanda (1973, 1991), Bosi (1992), Mar-
tins (1976), Mota (1967, 1970), Mattoso (1970), Santos (1992), Vainfas (1986),
además de muchos otros.
13

LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL

John Jay TePaske

LA ESTRUCTURA FISCAL DEL IMPERIO ESPAÑOL EN EL SIGLO XVIII

Según todos los indicios, el sistema fiscal establecido en las Indias españolas, lla­
mado Real Hacienda, fue un instrumento rigurosamente moderno de un Estado
igualmente moderno. Prácticamente desde la época del primer viaje de Colón, la
Corona española impuso una fuerte presencia fiscal en Hispanoamérica, muy
bien adaptada a la expansión española en el Nuevo Mundo. Esta estructura co­
lonial aparentemente moderna contrastaba profundamente con el sistema fiscal
arcaico, fragmentado y difuso de la Península Ibérica, donde los Reyes Católicos
y sus sucesores, los Habsburgo, tuvieron dificultades para establecer un sistema
de impuestos uniforme que fuera aplicado de manera igualitaria y justa a todos
los españoles, y proporcionara los recursos suficientes a una monarquía siempre
necesitada de éstos. En España, había varias jurisdicciones fiscales paralelas, y
las instituciones privadas o semiprivadas recaudaban los impuestos que en un
Estado moderno pertenecen estrictamente a la Corona. Además, los diversos rei­
nos, ciudades y villas, las diversas provincias, la Iglesia, la nobleza y los particu­
lares defendían celosa y tenazmente sus derechos a la exención fiscal, concedidos
durante la Reconquista.
El sistema fiscal establecido en las Indias españolas a principios del siglo xvi
no reunía ninguna de estas características. Desde un principio, la Real Hacienda
parecía asegurar, primero a los Habsburgo y más tarde a los Borbones, al menos
una parte de las riquezas producidas en sus posesiones de Ultramar. Lo que es
más significativo, los impuestos recaudados en las Indias servían para pagar to­
dos los costes de la defensa y de la administración de las colonias y una porción
de los gastos coloniales, sociales y religiosos, para instituciones tales como orfa­
natos, casas de acogida, expediciones científicas, instituciones educativas, sani­
dad pública, vacunaciones, misiones y la ayuda a los sacerdotes de las parro­
quias. De hecho, a lo largo de tres siglos y hasta la declaración de las guerras de
independencia, la madre patria nunca asumió estas cargas. Además, los ingresos
de los impuestos coloniales enviados a España pagaban parte de los costes de la
guerra en Europa, del mantenimiento de la Corte, y de la construcción de pala­
cios y conventos y del apoyo a las actividades eclesiásticas y caritativas en la Pe­
286 JOHN JAY TEPASKE

nínsula. Por otra parte, el sistema fiscal colonial impuso un control estatal par­
cial sobre poderosos grupos de intereses coloniales, tales como el funcionariado,
los mineros, los mercaderes, y el clero regular y secular.
Pero, aunque a primera vista el sistema fiscal colonial parecía moderno, era
todavía arcaico en muchos aspectos. En las Indias, a principios del siglo xvm,
eran los exactores rurales y no los recaudadores de la Corona quienes recauda­
ban muchos de los impuestos importantes, como las tasas sobre las ventas, los
diezmos y los ingresos de los monopolios controlados por el Estado (la nieve, el
juego de cartas, la sal, la riña de gallos, la lotería, etc.). Abundaban las exencio­
nes fiscales para los particulares, las regiones y las instituciones. Muy a menudo,
en los puertos coloniales los capitanes de barco y los mercaderes no pagaban los
derechos de importancia, basados en el valor o el tamaño de sus cargamentos,
sino solamente una cantidad (indulto) acordada después de un arduo regateo
con los oficiales reales de la aduana. Los procedimientos contables de las ofici­
nas de la tesorería real, toscos y anticuados, proporcionaban amplias oportuni­
dades para el fraude. Circulaba en España y en las Indias una multitud de mone­
das distintas que debían convertirse al minúsculo maravedí, que era la unidad de
cuenta, cosa que llevaba mucho tiempo. Incluso una actividad de vital importan­
cia como acuñar moneda, tan íntimamente relacionada con una administración
fiscal sólida, se encontraba hasta el siglo xvm en manos de empresarios privados
en la mayor parte de las regiones del imperio español. Así pues, a comienzos de
siglo la Real Hacienda era, por una parte, una institución estatal muy poderosa
que administraba y controlaba los asuntos fiscales de los dominios españoles de
Ultramar, y, por otra, esta estructura fiscal aparentemente moderna resultaba ser
un anacronismo cuyas prácticas arcaicas le restaban eficacia. Con todo, el siglo
xvm fue testigo de tentativas encaminadas a eliminar dichos defectos, que impo­
sibilitaban el desarrollo de un sistema fiscal más moderno, racional y efectivo.
La caja o distrito fiscal era la unidad básica del sistema fiscal del imperio es­
pañol’. A medida que España extendía gradualmente su control sobre las Indias,
la Corona iba estableciendo cajas en las ciudades portuarias más importantes, en
las zonas mineras, en los centros administrativo-comerciales regionales y en las
avanzadas militares. Las cajas funcionaban en gran medida de la misma manera
en cualquier parte del Imperio, si bien algunas veces surgían diferencias menores,
dependiendo del tamaño, del lugar y de la importancia fiscal del distrito y de la
capacidad de los funcionarios que las administraban. Los dos funcionarios más
importantes de la caja eran el contador y el tesorero, ambos llamados oficiales
reales. El contador anotaba todas las recaudaciones y los desembolsos en dos li-

1. Para entender la evolución del sistema fiscal imperial puede recurrirse a una serie de fuentes
primarias y secundarias. Para las fases iniciales de esta evolución, véase Sánchez Bella, 1968. Entre
las fuentes más útiles para las diversas leyes que regulan el funcionamiento de las cajas reales y las
atribuciones de los oficiales reales se encuentran las siguientes: Recopilación de leyes de los Reynos
de las Indias, 1943: xvn, 2; Escalona Agüero, 1941; García Gallo, 1946: 244-323; Solórzano Pcrcy-
ra, 1739: 423-521; Fonseca y Urrutia, 1845-1853; Carreño, 1914; Ayala, 1929; Canga Argüelles,
1826-1827; Gómez Gómez, 1979; Artola, 1982; Céspedes del Castillo, 1955: 229-269; Klein, 1973:
440-469; Amaral, 1984: 287-295; Klein y Barbier, 1988: 35-62; y TePaske, 1991: 5-8.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 287

bros diferentes, un libro manual en donde constaba la lista de las entradas tal
como se producían a diario, y un libro mayor, reservado a la categoría fiscal o
ramo. El contador también certificaba todas las transacciones fiscales y guarda­
ba una de las llaves del arca de la tesorería real de triple cerrojo también llamada
caja. El tesorero era responsable de la seguridad de la tesorería y de recaudar y
distribuir físicamente los recursos derivados de los ingresos fiscales, siempre en
presencia del contador y de un tercer oficial poseedor de la tercera llave. En los
distritos mineros, había también un ensayador y un fundador. En las tesorerías
menores, un solo funcionario se ocupaba a menudo de todas las tareas de la te­
sorería. Con todo, en las tesorerías mayores, particularmente las dos más impor­
tantes de Lima y de Ciudad de México, un sinnúmero de contadores de menor
grado y tenedores de libros ayudaban a los dos principales oficiales reales en las
cuestiones relacionadas con la administracitm fiscal. La ley real dictaba de forma
rígida tanto los procedimientos como el comportamiento que debían observar
los funcionarios de la tesorería. Además, el Tribunal de Cuentas, establecido por
edicto real en 1605 en Bogotá, Lima y Ciudad de México, se convirtió en otra
instancia de control para asegurar una administración eficaz y honrada de las di­
versas cajas. Esta institución llevaba a cabo inspecciones en la tesorería y audita­
ba todas las cuentas fiscales, antes de enviarlas a España para una posterior y ri­
gurosa revisión de la Contaduría Real del Consejo de Indias.
A finales del siglo xvin, los oficiales de la tesorería recaudaban diversos im­
puestos. En distritos mineros como Zacatecas en México o Potosí en el Alto
Perú, los derechos de extracción minera (cobos, quintos, diezmos, tres por ciento
de oro, ensaye, señoreage, real de aumento, real en marco de minería, etc.) gene­
raban grandes ingresos. En ciudades portuarias como La Habana o Santiago, en
Cuba, o Veracruz, Campeche y Acapulco en México, los derechos de importa­
ción y exportación (almojarifazgos) y los llamados derechos de avería eran una
importante fuente de ingresos. De igual forma, los oficiales de la tesorería real
registraban en sus libros ios impuestos sobre las ventas (alcabalas), vigentes en la
mayor parte de las Indias, y los «novenos», asignados exclusivamente al uso
real. Aunque los indios estaban exentos de casi todos los impuestos exigidos al
resto de la población, pagaban tributos e impuestos para mantener a sus protec­
tores legales y los hospitales para indios (medio real de ministros y medio real
del hospital o tomín del hospital). Los funcionarios reales recaudaban los im­
puestos sobre los salarios de los oficiales coloniales (medias anatas), los ingresos
derivados de la venta de los oficios (oficios vendibles y renunciables), y otros
gravámenes sobre los salarios, impuestos en tiempos de guerra u otras crisis
(cuatro, cinco o diez porciento de salarios). Los que adquirían títulos en las In­
dias también contribuían a la caja por este privilegio (títulos o títulos de Casti­
lla). Los monopolios reales se otorgaban a menudo a un contratista privado
(asentista), que pagaba una cantidad fija por un período dado para obtener el
derecho de vender nieve, jugar a las cartas u organizar loterías o riñas de gallos.
El papel sellado prescrito para todas las transacciones legales era otro monopo­
lio de la Corona. En algunas cajas, pero no en todas, la venta de mercurio (azo­
gue), otro monopolio real, se incluía también en los libros mayores de la tesore­
ría. Los pagos para obtener licencias de explotación de almacenes o tabernas
288 JOHN JAY TEPASKE

(pulperías), la legalización de los títulos de las tierras (composición de tierras),


los permisos de residencia de extranjeros en las Indias (composición de extranje­
ros) y las pensiones y contribuciones de invalidez (montepíos e inválidos), gene­
ralmente descontadas del pago de los salarios, iban a parar todas ellas a las arcas
reales. Las donaciones forzadas y voluntarias (donativos), los préstamos o em­
préstitos, las ventas de los bienes confiscados del contrabando (comisos), los in­
gresos de las tierras embargadas a los jesuitas después de 1767 (temporalidades),
y varios tipos de impuestos sobre los licores (aguardiente, bebidas prohibidas,
pulque, vino mescal) se entregaban a las tesorerías reales. Los ingresos corres­
pondientes a la categoría extraordinaria (extraordinario) incluían todos los im­
puestos especiales que no entraban en las categorías ordinarias de la tesorería
(ramos), y con frecuencia representaban una cantidad considerable. Los depósi­
tos eran fondos depositados en la tesorería real por concepto de fianzas de titu­
lares de cargos públicos u otros avales.
El clero, a quien se recordaba constantemente que la Iglesia española era
cristiana, también tenía su parte de impuestos que pagar: una contribución equi­
valente al sueldo de un mes para los clérigos recién ordenados (mesada eclesiás­
tica) y, después de 1777, un impuesto mucho más alto —medio año de sueldo—
para los sacerdotes bien pagados, con excepción de los obispos (media anata
eclesiástica). Los oficiales reales también recaudaban fondos de los obispados
vacantes y los beneficios menores (vacantes mayores y vacantes menores), de las
ventas de indulgencias (bulas de santa cruzada y bulas de cuadragesimales), de
los subsidios eclesiásticos y de las tasaciones fijas sobre todos los obispados de
las colonias, para financiar la Real Orden de Carlos III.
Los oficiales de la tesorería real desembolsaban los fondos con diversas finali­
dades. Los gastos de defensa incluían los sueldos militares, navales y de la milicia;
las asignaciones para fortificaciones, armas, pólvora, munición, uniformes y cuar­
teles; y subsidios (situados) para zonas remotas del Imperio, como Florida en
Nueva España o Valdivia en Chile, donde las guarniciones militares que protegían
los intereses españoles no tenían más ayuda que esos fondos. Estos mismos subsi­
dios se destinaban a lugares estratégicos como La Habana, Luisiana, Panamá,
Portobelo, Santo Domingo y Cartagena, cuya defensa era un objetivo primordial
del Imperio. Los oficiales de la tesorería real pagaban los salarios de todos los
principales funcionarios administrativos de su distrito fiscal, excepto el virrey, y
los gastos de carácter laboral —plumas, tinta, papel, escritorios y libros mayores
para los oficiales de la tesorería real—, y el alquiler o adquisición de alojamientos
apropiados para la tesorería (casa real). Asimismo se hacían cargo de los gastos de
envío de oficiales para realizar inspecciones militares o administrativas. Dichos
salarios y gastos eran inevitablemente mayores en las capitales virreinales de Bo­
gotá, Buenos Aires, Lima y Ciudad de México, donde se concentraba la burocra­
cia real, mientras que en la mayor parte de los centros mineros, como Pasco en
Perú o Zacatecas en México, los costos administrativos de la tesorería eran muy
bajos; esto solía generar grandes excedentes financieros que generalmente se desti­
naban a las capitales virreinales, desde donde se enviaban a otros centros colonia­
les o a la metrópoli. En los desembolsos de tesorería figuraban también las ayudas
estatales a parroquias y misiones, hospitales, casas de beneficiencia, seminarios,
LA CRISIS DE LA FlSCALlDAD COLONIAL 289

colegios y universidades. Teóricamente, el excedente de ingresos fiscales, después


de sufragados todos los gastos en las Indias, se enviaba a España.
La enorme red de tesorerías2 que funcionaban en Hispanoamérica a finales
del siglo xvm era prueba de la voluntad real de administrar más eficazmente los
asuntos fiscales de Ultramar. En Nueva España había 23 cajas —Acapulco, Aris-
pe, Bolaños, Campeche, Chihuahua, Durango, Guadalajara, Guanajuato, Méri-
da, México, Michoacán, Oaxaca, Pachuca, Presidio del Carmen, Puebla de los
Ángeles, Rosario, Saltillo, San Luis Potosí, Sombrerete, Tabasco, Veracruz, Zaca­
tecas y Zimapán—, así como otras subtesorerías de menor importancia. En el
Bajo Perú había siete: Arequipa, Cuzco, Huamanga, Lima, Puno, Trujillo y Vico
y Pasco. Los oficiales reales atendían a nueve tesorerías en el Alto Perú: Arica,
Carangas, Charcas, Chucuito, Cochabamba, La Paz, Oruro, Potosí y Santa Cruz
de la Sierra. Aparte de Cuba, el crecimiento más espectacular de la administra­
ción fiscal se produjo en el Río de La Plata, donde a finales del siglo xvill funcio­
naban 12 cajas en Buenos Aires, Catamarca, Córdoba de Tucumán, Corrientes,
La Rioja, Maldonado, Montevideo, Paraguay, Salta, San Juan, Santa Fe de Vera-
cruz, Santiago del Estero y Tucumán. En Chile, al Oeste había cinco distritos fis­
cales, a saber, Chiloé, Concepción, Mendoza, Santiago y Valdivia. En el Ecuador,
los oficiales reales vigilaban los intereses del fisco real en las tres cajas de Cuenca,
Guayaquil y Quito, mientras que 12 o más tesorerías estaban bajo la autoridad
del virrey de Nueva Granada en Santa Fe de Bogotá (Antioquía, Barbacoas, Car­
tagena, Cartago, Honda, Medellín, Novitas, Pamplona, Panamá, Popayán, Porto-
belo y Río Negro). El rápido crecimiento económico de Venezuela en el siglo xvm
dio lugar a una expansión del sistema de cajas, que creció hasta comprender por
lo menos nueve tesorerías: Caracas, Coro, Barinas, La Guaira, Puerto Caballo,
Cumaná, Guayana y Maracaibo. Otras nueve, al menos, funcionaban en América
central (Chiapas, Comayagua, Guatemala, León de Nicaragua, Mosquitos, San
Fernando de Omoa, San Salvador, Sonsonate y Trujillo). En el Caribe, la Españo­
la, Puerto Rico y la Trinidad de Barlovento tenían oficiales reales que cuidaban de
los intereses fiscales de la Corona en sus respectivas tesorerías, y en Cuba, donde
se produjo la expansión más espectacular de la Real Hacienda, el número de cajas
pasó de dos a finales del siglo xvii (Santiago de Cuba y La Habana), a 21 a prin­
cipios del siglo X1X (Arroyo Blanco y Arroyo Arenas, Baracoa, Batabano, Baya-
mo, Guanabacoa, Guantánamo, Holguín, Matanzas, Nueva Filipinas, Puerto
Príncipe (Camagüey), San Antonio de Govea, San Juan de Jaruco, San Juan de los
Remedios, San Julián de Güimes, Santa Clara, Santa María del Rosario, Sancti
Spiritus y Trinidad). En el extremo occidental, en el Pacífico, los oficiales de la te­
sorería supervisaban las operaciones fiscales del Estado en la tesorería de Manila.
Esta imponente construcción administrativa extendió el control fiscal del Es­
tado prácticamente hasta el último rincón de las Indias, pero al mismo tiempo,
se desarrollaron redes fiscales regionales. En Nueva España, la tesorería central

2. No es fácil determinar el número de cajas existentes en cada región en un momento dado.


En el siglo xviil, por ejemplo, el número de cajas del Bajo Perú disminuyó de hecho. Algunas cajas
duraron poco: Castrovirreyna en el Perú, en el siglo XVII, es un ejemplo de esto.
290 JOHN |AY TEPASKE

de Ciudad de México era la más importante desde el punto de vista financiero,


pero los distritos fiscales de Rosario/Los Álamos/Cosalá y Arispe estaban estre­
chamente vinculados con Guadalajara. Lo mismo sucedía en la región fronteri-
za-misionera de Saltillo, que estaba vinculada a San Luis Potosí. En la costa de
México, Veracruz mantenía estrechos lazos con Campeche, Mérida y Tabasco, y
Durango con Chihuahua y las provincias internas. En Perú, la tesorería central
de Lima dominó durante los siglos xvi y xvii el Alto y el Bajo Perú, pero a prin­
cipios del siglo xvm, mucho antes del establecimiento del virreinato del Río de
La Plata en 1766, el Alto Perú cambió su orientación fiscal hacia el Este, hacia
Buenos Aires, y la tesorería de Potosí se convirtió en la tesorería central interme­
diaria para las cajas del Alto Perú, proporcionando fondos para la creciente pre­
sencia española en el Río de La Plata. En el Ecuador, la tesorería de Cuenca esta­
ba conectada con la de Quito, que, a su vez, durante los últimos años del siglo
XVHl estuvo mucho más vinculada con Bogotá y Nueva Granada que con Lima.
Guayaquil, que de hecho se convirtió en un distrito fiscal de Perú en 1803, man­
tenía relaciones mucho más estrechas con Lima que con Quito. En otras zonas
de las Indias se produjeron reagrupamientos regionales, pero en conjunto, el sis­
tema de tesorerías y sus redes regionales conectaba las distintas áreas entre sí, a
fin de satisfacer las necesidades de tipo administrativo, religioso, militar, carita­
tivo y educativo, primero del distrito local, después de la región y finalmente del
gran imperio español, incluida la propia España.

LA EVOLUCIÓN DE LOS INGRESOS REALES


EN HISPANOAMÉRICA DURANTE EL SIGLO XVIII

El siglo xvm fue una época de crecimiento económico y demográfico en las In­
dias españolas. La producción de metales preciosos aumentó de forma especta­
cular en México, el Bajo Perú y Nueva Granada, y de manera más modesta en
otras regiones, como el Alto Perú. En el Caribe se registró una expansión econó­
mica basada en el azúcar, el tabaco y el ganado vacuno en Cuba, la Española y
Puerto Rico. La cría de ganado vacuno y la exportación de pieles sin curtir se
convirtieron en el principal sostén de la región del Río de La Plata; el cacao fue
la fuerza motriz del crecimiento económico de Venezuela, y la agricultura, la vi­
ticultura, y las mayores exportaciones de productos alimenticios al Perú contri­
buyeron a estimular la economía chilena. Las empresas comerciales establecidas
en Cuba y Venezuela a comienzos del siglo fomentaron la producción de tabaco,
azúcar y cacao, y promovieron el comercio con España y con las colonias ingle­
sas. Mas entrado el siglo, se creó una compañía similar en las Filipinas, para es­
timular el comercio con el Oriente. Tanto el comercio legal como el ilegal crecie­
ron rápidamente, situación a la que contribuyó en parte el final del sistema de
flotas de transporte, la construcción de una serie de puertos españoles para el
comercio con las Indias y una cierta liberalización del comercio intracolonial
dentro del mismo Imperio. En resumen, y en comparación con las condiciones
económicas más estáticas, y cíclicas del siglo XVII, puede decirse que las Indias es­
pañolas florecieron en el siglo XVIII.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 291

Aunque el aumento de los ingresos en las arcas imperiales se explica en parte


por el crecimiento económico y demográfico, no es ésta la única razón: otros
factores contribuyeron a aumentar el flujo de contribuciones al fisco real. Des­
pués de 1700, un nuevo régimen borbónico había introducido técnicas recauda­
torias más eficientes, eliminando muchos cobradores rurales en favor de la re­
caudación de los agentes reales, y revisando el nivel de los impuestos para
alentar la producción. A mediados de siglo, los oficiales peninsulares establecie­
ron una serie de aduanas por todo el imperio para recaudar una gran variedad
de impuestos comerciales; además, las relaciones escritas sobre las condiciones
fiscales en las Indias, llamadas estados, se hicieron más rigurosas. A partir de la
década de 1750 en Perú, y de la de 1760 en México y Nueva Granada, los nue­
vos monopolios del tabaco produjeron grandes ingresos para la Corona, si bien
no todos los beneficios de estas empresas se encaminaron hacia España, como se
pretendía inicialmente. La creación de nuevos impuestos fue otro factor del au­
mento de los ingresos. Entre éstos figuraban gravámenes sobre el aguardiente y
los tributos que debían abonar los oficiales civiles y militares por concepto de se­
guros sociales y de invalidez, nuevas tasas y subsidios de la Iglesia, tales como
las medias anatas eclesiásticas, el subsidio eclesiástico, los ingresos eclesiásticos
llamados de vacantes menores, y las tasaciones sobre los obispados coloniales
para la Real Orden de Carlos III. Los donativos forzados y voluntarios se hicie­
ron más frecuentes. Los arbitrios, impuestos locales especiales, fueron más co­
munes, particularmente en Nueva España. Al respecto, es interesante observar
que a comienzos del siglo xvm los contadores de Lima usaban solamente unas
veinte categorías para asentar los ingresos en sus libros mayores; a comienzos
del siglo XIX, la cifra correspondiente se aproximaba a sesenta. A comienzos del
siglo xvm, los contadores mexicanos de la caja central llevaban 30 entradas de
dinero; a principios del siglo xix, había más de 100’.
Durante el siglo xvm, los ingresos fiscales aumentaron en prácticamente to­
dos los distritos coloniales. No es sorprendente observar que cada caja y región
evolucionó a un ritmo diferente, como lo demuestran claramente las respectivas
evoluciones de las tesorerías centrales de la ciudad de México y de Lima (véanse
las ilustraciones 1 y 2)34.
Los ingresos fiscales aumentaron en ambas regiones durante el siglo xvm y
sus prolongaciones (1701-1820), pero en proporciones muy diversas. En México
los ingresos se multiplicaron por diez; en Lima sólo se duplicaron. Sin embargo,
los oficiales reales de Lima tenían dificultades para generar mayores ingresos a
principios de siglo; de hecho, después de haber alcanzado una media anual de
menos de un millón de pesos en la segunda década del siglo, el punto más bajo

3. Véanse las cuentas de Lima en TcPaske y Klein, 1982 y las cuentas de la caja de México en
TcPaskc y Klein, 1988.
4. Para la caja de México, las cuentas en que se basa el gráfico figuran en TcPaske y Klein,
1988. Las cuentas de Lima aparecen en TePaske y Klein, 1982. Estas estimaciones son ajustadas y
prudentes, particularmente las de la caja de México; es posible que se haya recaudado más de lo in­
dicado, pero los cambios en las técnicas contables hacen difícil determinar la cantidad exacta, parti­
cularmente para México. Con todo, las evoluciones son fidedignas.
292 JOHN JAY TEPASKE

en 300 años, esta caja generó menos ingresos durante las décadas de 1730 y
1740 que durante el decenio de 1710, a pesar de una reducción de los derechos
mineros sobre la producción de plata, que en 1736 se redujeron de la quinta a la
décima parte del total. Sin embargo, durante las décadas de 1750 y 1760 los in­
gresos reales en Lima aumentaron considerablemente; luego cayeron ligeramente
durante la década de 1770, y alcanzaron más tarde una media anual de más de
4000000 pesos durante las décadas de 1790 y 1800. Como era de esperar, los
ingresos de Lima disminuyeron al menos 20% durante la década de las guerras
de independencia.
En México, los ingresos fiscales aumentaron más rápida y más consistente­
mente, y a un ritmo mayor que en Lima. Al comienzo, durante las tres primeras
décadas del siglo xvin, la subida fue lenta, pero luego las proporciones del in­
cremento se dispararon; con una moderación de sólo un 5% de incremento en
la década de 1760, se produjeron alzas espectaculares hasta que estallaron las
guerras de independencia en 1810. De manera significativa, la tesorería central
de México recaudó más durante la primera década del siglo XIX que en cual­
quier otro momento, si bien la inflación redujo el valor de los ingresos adicio­
nales. Sin embargo, durante la época de las guerras de independencia, la tesore­
ría central mejicana experimentó un descenso, recaudando un 25% menos que
durante la década precedente. El virreinato fue arruinado no sólo por la guerra,
sino por el hecho de que las cajas reales regionales, tan íntimamente ligadas a
la Ciudad de México a lo largo del siglo xvm, rompieran sus vínculos con la
tesorería central, dejando de enviar en la práctica los ingresos excedentes a la
capital5.
Generalmente, todas las cajas imperiales importantes disfrutaron de incre­
mentos en los ingresos a lo largo del siglo XVIII6. En Quito, por ejemplo, los in­
gresos reales representaban unos 100000 pesos en 1702; en 1800, fueron algo
superiores a los 450000. En Potosí, donde los impuestos sobre la plata general­
mente determinaban la magnitud de las recaudaciones de los impuestos reales, la
tesorería recaudó aproximadamente 700000 pesos en 1700 y 1750000 en 1800,
casi el triple. En Buenos Aires, a principios del siglo XVIII los oficiales de la teso­
rería recaudaban unos 80000 pesos anuales, y llegaron a recaudar cerca de un
millón anuales en 1800.
En la otra vertiente de las montañas, en Santiago de Chile, los ingresos as­
cendieron aproximadamente a 100000 pesos en 1700, y a 1000000 en 1800, es
decir, se multiplicaron por diez. En la caja real de Santa Fe de Bogotá, los ingre­
sos fueron algo más de 100000 pesos en 1700, mientras que en 1800 esta canti­
dad aumentó a más de 2000000. En Caracas, los oficiales reales recaudaron so-

5. Véase TePaske, 1989: 63-83. Este fragmento trata en detalle del proceso de desmembración
del sistema fiscal durante las guerras de independencia.
6. Se ha determinado la suma total de dinero de principios de siglo consultando los correspon­
dientes legajos en la sección de la Contaduría del Archivo General de las Indias (AGI), que contienen
las cuentas de las diversas cajas anotadas; por cuanto respecta a finales de siglo, he consultado docu­
mentos de contabilidad similares que se encuentran en las correspondientes Secciones de Gobierno
del mismo archivo.
LA CRISIS DE LA FlSCALlDAD COLONIAL 293

lamente unos pocos miles de pesos en 1700; a finales de siglo, recaudaron una
cantidad cercana a 800000. En el Caribe, la recaudación de recursos en Santo
Domingo se incrementó desde una minúscula cantidad, inferior a 10000 pesos
anuales, en la primera década del siglo XVIII, a más de 750000 pesos en 1795,
excluyendo los subsidios destinados a financiar las tropas destacadas en la Espa­
ñola, cuya función era la defensa frente a las graves amenazas provenientes de la
parte francesa de la isla. En Cuba, los ingresos de La Habana crecieron desde al­
rededor de 350000 pesos en 1700 hasta más de 2000000 de pesos en 1800, ex­
cluyendo también los situados enviados desde México.

LA CRISIS FISCAL EN EL IMPERIO ESPAÑOL: ¿MITO O REALIDAD?

Esta imagen idílica de unos ingresos reales cada vez mayores en prácticamente
todas las Indias españolas está en contradicción con las profundas tensiones
que padeció la hacienda real a finales del siglo xvm. A principios de la década
de 1770, en los dos principales virreinatos de Nueva España y Perú, los eleva­
dos ingresos generados en sus cajas fueron erosionados por los gastos para la
defensa del imperio y las fuertes presiones ejercidas por la metrópoli para que
asumieran una parte mayor de los costos de la guerra en Europa. Efectos simi­
lares provocó la inflación que afectó a Nueva España, especialmente a finales
del siglo xvm7.
Los desembolsos de las dos tesorerías de los virreinatos de Nueva España y
Perú durante la década de 1790 ponen de manifiesto estas mayores exigencias
impuestas a los oficiales de la tesorería real de las Indias. En la década de 1790,
en Nueva España, los costos de la defensa del virreinato representaban una me­
dia anual cercana a 6000000 pesos, incluyendo los enviados a La Florida, Lui-
siana, Cuba, Puerto Rico, Presidio del Carmen, Trinidad y la Española, así como
a las Filipinas. Al mismo tiempo, se embarcaban más pesos fuertes a España
para pagar los costos de la guerra contra los franceses y más tarde contra los in­
gleses. Aunque tanto los ingresos como los gastos del virreinato de Perú repre­
sentaban durante la misma época solamente una cuarta parte de los de México,
poco más o menos (véase la Ilustración 3), la media de los fondos para la defen­
sa era de 1600000 anuales durante la década de 1790, constituyendo cerca del
50 % de los gastos de la tesorería. Si bien los funcionarios del virreinato no ha­
bían enviado prácticamente nada a España en la primera parte del siglo xvm, las
remesas se reanudaron en la década de 1780, lo que constituía un nuevo apre­
mio para los oficiales de la tesorería.
En los primeros años del siglo XIX, esos envíos eran en promedio de unos
2000000 de pesos anuales, lo que representaba de la mitad a la tercera parte de
los gastos totales del virreinato para uso de la metrópoli8.

7. Para los efectos de la inflación en Nueva España, véase TcPaske, 1986: 316-339.
8. Esta estimación está basada en la lista de remisiones encontradas en el plan general para
1801, 1802 y 1804 del virreinato de Perú en AGI, Lima, Legajo 1440.
294 JOHN JAY TEPASKE

Los dos virreinatos generaban deudas crecientes; en 1790, en Nueva Espa­


ña9, ésta ascendía a unos 15000000 pesos (véase la Ilustración 4), mientras que
en Perú representaban algo más de 2000000 pesos. En 1798, la deuda había
aumentado a 34000000 en México y 7000000 en Perú, y en 1812 llegaba a
35000000 de pesos y 8000000 respectivamente. En 1816, un agente fiscal es­
pañol estimó la deuda de la Real Hacienda de Nueva España en 80000000 pe­
sos, más del doble de lo declarado por los contadores mexicanos1011 . A su vez, la
deuda había crecido en Perú de 11000000 pesos en 1818 a 20000000 en
1820”.
Pero, ¿deuda a quién o debida a qué? La parte más importante en los dos vi­
rreinatos eran los préstamos al 3, 4, 5, 6 u 8% de interés, otorgados a la tesore­
ría real por diversas instituciones, tales como el Consulado, el Tribunal de Mine­
ría, las cajas de comunidades indias, el Juzgado de intestados, que retenía el
patrimonio como garantía, y la Iglesia y las Órdenes religiosas. El observador
peninsular estimó que en 1816 la tesorería mexicana debía cerca de 10000000
de pesos al Consulado y al Tribunal de Minería, así como más de 12000000 de
pesos a las instituciones eclesiásticas, incluyendo la plata de la Iglesia aportada
al esfuerzo bélico, después de que las guerras de independencia estallaran en
1810. La deuda al monopolio del tabaco era de 6000000 de pesos y de
1 600000 a la moneda real. El virreinato de Perú seguía la misma pauta12. El
Consulado, las cofradías, la Iglesia, el Tribunal de Minería, la Inquisición, las
comunidades indias, los conventos, los monasterios, la moneda y el monopolio
del tabaco, prestaron dinero a la tesorería real, que en 1820 debía 20000000 de
pesos a estos y otros acreedores.
Una segunda manera de satisfacer las obligaciones de la tesorería de las In­
dias consistía en recurrir a las reservas del tesoro público, especialmente las deri­
vadas de los ramos particulares y de los ramos ajenos, recursos fiscales reserva­
dos para objetivos específicos, como mantener a los pensionados y viudas, o
para el envío a España, a fin de cubrir necesidades específicas de índole religiosa
o real13. Las reservas debidas constituidas gracias a los diezmos y a las indulgen-

9. Las declaraciones anuales de las deudas de la tesorería de la Real Hacienda de Nueva Es­
paña desde 1789-1817 pueden encontrarse en AGI, México. 2020, 2022-2023, 2026, 2344-2358,
2360, 2366,2373, 2375 y 2387. El gráfico 4 se basa en estos documentos.
10. Sala de manuscritos. Biblioteca Nacional, Madrid, documento 19710, f. 23. Sobre la deu­
da de la Real Hacienda y medio de reestablecer su crédito. Año de 1817. En el intento de encontrar
medios para restablecer la plena confianza y el crédito del gobierno, este oficial elaboró una lista de
muchas deudas no reconocidas por México, especialmente los situados y los salarios impagados,
cancelados con anterioridad por los contadores mejicanos.
11. Por cuanto respecta a Perú, Ann, 1979: 112, 150. Véase también AGI, Lima, Legajo 1443,
Expediente formado sobre el Debido en que se halla el Erario del Perú..., 1 de febrero de 1813.
12. Véase especialmente la lista detallada de las deudas contraídas entre 1787 y 1789 en AGI,
Lima, legajo 1441. Informe de las deudas..., Lima, n. d.
13. En Lima, en 1800, los contadores hicieron la lista de los siguientes impuestos: en ramos
particulares, mesadas eclesiásticas, azogue de Europa, donativo para la guerra, 4% de salarios, bulas
cuadragesimales, ferreterías, papel sellado, vacantes mayores, vacantes menores, 1.5% sobre manos
muertas, tabaco, y naipes. Los ramos ajenos incluían media anata eclesiástica, montepíos, subsidio
eclesiástico. Real Orden de Carlos III, espolios, tomín de hospital, anclage, sisa, mayorazgo, 4 pesos
sobre aguardiente, censos de Cuzco y depósitos de contrabando. En México, los ramos ajenos
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 295

cías eran una fuente especialmente rica para estos ramos hacia finales de ¡a déca­
da de 1790, hasta que se convirtieron en ramos de la Real Hacienda a principios
del siglo XIX. De hecho, durante esta década los funcionarios de la tesorería de
Nueva España dedujeron de estos fondos más de 10000000 de pesos. La emi­
sión de bonos y la firma de depósitos en la tesorería por los oficiales reales o in­
dividuos privados representaban una entrada de dinero particularmente tentado­
ra. Esta práctica, bien aprovechada por los oficiales reales de la tesorería en su
intento de satisfacer sus obligaciones anuales, se basaba en el supuesto de que la
tesorería devolvería el dinero cuando el impositor cumpliera sus obligaciones.
Otro tanto sucedía con el fondo de temporalidades, ingreso derivado de las tie­
rras confiscadas a los jesuitas. En 1816, la tesorería real de Nueva España había
acumulado una deuda de más de 6000000 de pesos a los ramos particulares y a
los ramos ajenos de este mismo distrito fiscal. En Perú, durante la primera déca­
da del siglo XIX, la tesorería del virreinato debía 2500000 pesos a estos ramos,
siendo los depósitos (1300000 pesos) la principal fuente de ingresos para unos
oficiales reales necesitados de fondos para la defensa de Buenos Aires y para la
guerra contra los franceses en España14.
Aun existía un tercer método que los funcionarios reales utilizaban para ha­
cer frente a sus problemas fiscales, consistente en no pagar ciertas obligaciones,
en desatender el pago de los soldados, los marineros, los militares y los adminis­
tradores de las zonas periféricas del Imperio, y en no proporcionar los fondos re­
gulares para las fortificaciones, la construcción de barcos, el armamento y otras
necesidades administrativas y militares. En 1804 en Perú, por ejemplo, un conta­
dor real elaboró una lista de al menos 3000000 de pesos de obligaciones de este
tipo no pagadas (sueldos atrasados)15. En 1816 en Nueva España, la cantidad de
dinero debida a los impagos de los situados, los salarios de los soldados y en los
gastos en defensa superaba los 24000000 de pesos. Los afectados por esta prác­
tica en Valdivia, Panamá, Chiloé, Cartagena, La Habana, Luisiana, Santo Do­
mingo, Puerto Rico y otras zonas del Imperio, que dependían de las remesas re­
gulares de salario y del mantenimiento de las ayudas de Lima y de Ciudad de
México, quedaron abandonados a sus propias fuerzas para sobrevivir. La dura
experiencia de estos soldados y administradores puso de manifiesto los proble­
mas fiscales que tenían los oficiales de los dos virreinatos; con todo, los que se
encontraban en las zonas periféricas del Imperio, víctimas de la crisis fiscal, en­
tendieron plenamente la severidad del problema.
Es incuestionable que se produjo una crisis fiscal en la Real Hacienda tanto
en Perú como en Nueva España. Desde finales de la década de 1770, en ambas
tesorerías de los virreinatos los gastos internos y las remesas a España empeza­
ron a exceder a los ingresos, forzando a los oficiales de la tesorería real a practi-

incluían entradas de dinero similares así como, entre otras cosas, temporalidades, penas de cámara,
comisos para el superintendente, comisos para el real y supremo consejo, arbitrios sobre pulque, in­
válidos, arbitrios sobre cacao y bienes de difuntos.
14. AGI, Lima, Legajo 1440. Estado general de valores, gastos y sobrantes de todos los ramos
de la Real Hacienda, Particulares y Ajenos... Plan General de 1804, Lima, 31 de julio de 1806.
15. Ibid.
296 JOHN JAY TEPASKE

car las medidas descritas para compensar los déficit. De este modo, la deuda de
la tesorería empezó a crecer. El ritmo y las proporciones de la crisis en Nueva
España a finales del siglo xvm pueden evaluarse a partir de las declaraciones
anuales sobre esta deuda creciente, presentadas por los contadores (véase la Ilus­
tración 4). En 1790, la deuda de la tesorería mexicana ascendía a 15000000 de
pesos aproximadamente. Pero a principios de 1793 aumentó a 17000000 y se
duplicó en 1798, llegando a los 34000000 pesos. En 1799, sin embargo, cayó
repentinamente a 23000000 pesos, pero no porque unos escrupulosos funciona­
rios de la tesorería hubieran devuelto el dinero a los apremiantes acreedores,
sino más bien como resultado de la cancelación de la deuda de la Real Hacienda,
contraída a partir del uso y abuso de las reservas de los diezmos y de las indul­
gencias, que finalmente fueron declarados ramos de la Real Hacienda. Durante
los siguientes ocho años (1799-1806), la deuda se mantuvo estable sin grandes
sobresaltos, pero en 1807, cuando Napoleón invadió España, volvió a aumentar
otra vez hasta que en 1810, momento de la declaración de las guerras de inde­
pendencia en Nueva España, llegó a 31000000 pesos. Acaso un símbolo apro­
piado del serio apremio fiscal, ejercido sobre los oficiales de la tesorería real
para contribuir al esfuerzo financiero que representaba la guerra en la Península,
se produjo a principios de 1810. En aquella fecha, tres buques amarrados en el
puerto de Veracruz transportaban más de 9000000 pesos en concepto de contri­
bución a los ingresos reales para aquel propósito16. Como era de esperar, duran­
te los seis primeros años de la rebelión los déficit de la tesorería volvieron a ele­
var la deuda a más de 37000000 pesos, aunque, de manera sorprendente, los
oficiales de la tesorería real consiguieron reducirla, al menos, en 2000000 de pe­
sos en 1817.
Sin embargo, la evolución de la deuda es especialmente reveladora. En pri­
mer lugar, la década de 1790 fue una época crucial para el aumento de la deuda,
pues fueron años en que las duras exigencias a la tesorería mexicana se agrava­
ron notablemente, y en que el ritmo de la deuda se incrementó mucho más que
durante las dos primeras décadas del siglo XIX. Pese a que los aumentos repenti­
nos en los últimos 20 años del período colonial pudieran estar estrechamente re­
lacionados con el estallido de las hostilidades tanto en Europa como en las In­
dias, en la década de 1790 la deuda de la tesorería se duplicó con creces. Que la
deuda se incrementara tan modestamente durante las guerras de independencia
manifiesta una clara realidad fiscal: a pesar del considerable ingenio mostrado
por los oficiales de la tesorería real después de 1810, que crearon impuestos adi­
cionales para financiar la lucha contra los rebeldes, las reservas de la tesorería se
habían agotado mucho antes de la declaración de las guerras de independencia.
Además, instituciones como el consulado y el tribunal de minería ya habían
prestado todo lo que tenían. Con una guerra que interrumpía el comercio y la
minería y con los nuevos impuestos que reducían los beneficios, no quedaba a
estas instituciones mucho más que aportar al fisco real. De hecho, el aumento re­

16. AGI, México, legajo 2374. Estado que manifiesta los caudales remitidos a la península...
México, 15 de enero de 1810.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 297

lativamente moderado de la deuda de la tesorería durante la segunda década del


siglo XIX demuestra que la crisis fiscal ya se había producido, y que en Nueva
España quedaba poco para ser prestado, exprimido o confiscado por los necesi­
tados recaudadores de impuestos.
No se ha investigado lo suficiente para saber si la evolución fiscal de Nueva
España fue similar a la de otras zonas del Imperio. Sólo un análisis detallado de
cajas y regiones específicas proporcionará una respuesta, aunque la evolución de
Perú parece equivalente a la de México. Queda por estudiar más a fondo la si­
tuación del Río de 1.a Plata, Nueva Granada, Chile y otras regiones de las Indias
para averiguar si siguieron la misma pauta. En cuanto a Nueva España y Perú,
sin embargo, hay certeza sobre la crisis fiscal.

LA ESTRUCTURA FISCAL DE BRASIL EN EL SIGLO XVIII

El sistema de la Real Hacienda impuesto en las Indias españolas era aparente­


mente un modelo de claridad burocrática, pero la Real Fazcnda de Brasil, al me­
nos hasta la década de 1750, era una intrincada maraña de instituciones y agen­
tes escasamente supervisados’7. Los principales funcionarios fiscales en el Brasil
anterior a Pombal eran los prouedores de fazenda, responsables de la recauda­
ción de los ingresos de la Corona y de la administración fiscal. Teóricamente,
eran agentes autónomos en las capitanías donde servían; ningún gobernador ge­
neral podía inmiscuirse en sus asuntos. Después de 1591, los proveedores fueron
responsables del Conselho da Fazenda en Bahía, compuesto por cinco personas.
Al igual que los oficiales reales españoles, los proveedores recaudaban y distri­
buían los fondos públicos en sus respectivos distritos, aunque en el ámbito local
diversos funcionarios o hacendados asumían la responsabilidad de la recauda­
ción de impuestos individuales, fuera de la jurisdicción de los proveedores. Antes
de los años 1760, los provedores remitían sus recaudaciones al proveedor princi­
pal (provedor mor de fazenda) en Bahía. A su vez, éste los enviaba a la oficina
de las cuentas reales (Casa de Conto) en Lisboa.
En el siglo XVIII, los oficiales de la tesorería real de las capitanías del Brasil
recaudaban impuestos muy similares a los del imperio español. Los impuestos se
pagaban en oro y azúcar (quintos y dízimos), piezas de cuero (quinto do couro),
esclavos, carne, aguardiente, tabaco, caballos, muías y todo tipo de ganado. A
principios de siglo, los oficiales de la aduana recaudaban un impuesto de impor­
tación (dizima da alfandega) sobre los bienes que entraban en el país. La hacien­
da real del lugar también tenía el monopolio sobre el «palo de Brasil», los dia­
mantes, la sal y la pesca de ballenas. Además, los dizimieros, odiados en toda la
Colonia, recorrían las zonas rurales recaudando un impuesto principal, similar a
los diezmos que se cobraban en el imperio español. Las donaciones constituían,

17. Referencias sumamente esclarecedoras sobre la estructura fiscal y el funcionamiento del


sistema fiscal de Brasil antes de las reformas de Pombal se encuentran en Alden, 1968: 279-309; y
Prado, 1967: 374-378.
298 JOHN JAY TEPASKE

particularmente en estados de emergencia, otra forma de contribución volunta­


ria o forzosa. Como en el imperio español, los sueldos de los funcionarios públi­
cos estaban sujetos a gravamen y por todas las transacciones legales se pagaban
ciertos derechos. A diferencia del imperio español, al parecer los hacendados
continuaron recaudando impuestos hasta bien entrado el siglo XVIII, gracias a lo
cual hacían frente a los costos de recaudación del gobierno real y al mismo tiem­
po evitaban el oneroso estigma que marcaba a los contribuyentes reacios a quie­
nes había que arrancar los impuestos. Pero, por otra parte, algunos hacendados
abusaron de sus poderes, contrajeron cuantiosas deudas o incumplieron los con­
tratos con la tesorería real.
En lo que respecta a la cuestión de los gastos, los oficiales de la tesorería del
Brasil sufragaban los sueldos de los funcionarios administrativos, el manteni­
miento y los subsidios de viaje. Como en el imperio español, el Estado ayudaba
económicamente al clero mediante estipendios y otros desembolsos. Los gastos
militares y navales consistían en los salarios de la milicia y las fuerzas regulares
del ejército y su abastecimiento, su cuidado médico, las armas, la pólvora y las
fortificaciones. También se incluían en los libros mayores de gastos reales el al­
quiler y el mantenimiento de los depósitos reales y de la casa de la moneda, así
como el pago a los guardacostas. Al igual que el imperio español, todos los exce­
dentes se enviaban a la metrópoli. En 1772, por ejemplo, los oficiales de la teso­
rería embarcaron un millón de mil reís a Lisboa y, en 1773, 1200000, en con­
cepto de ingresos reales excedentes (Alden, 1968: 328).
A principios de la década de 1750, el marqués de Pombal adoptó una serie
de medidas encaminadas a estimular la economía del Brasil y a reformar la com­
plicada e ineficiente estructura fiscal18. Como se hiciera en el imperio español,
creó tres empresas monopólicas de comercio con Brasil destinadas a favorecer la
producción de cuero, algodón, arroz, tabaco, azúcar, aceite de ballena y cacao, y
a asegurar un suministro constante de esclavos como fuerza de trabajo; se trata­
ba de la Companhia Gcral do Comercio do Grao Para e xMaranháo, la Compan-
hia Geral do Comércio de Pernambuco e Paraíba, y la Companhia de Pesca da
Baleia das Costas do Brasil. En 1755, Pombal creó la Junta do Comércio en Lis­
boa para favorecer el comercio, luchar contra el contrabando y fortalecer la flo­
ta de convoyes que navegaban por el Atlántico entre Brasil y Lisboa. En 1761,
estableció el Erario Régio, que dirigió él mismo como inspector general. A sus
órdenes, una serie de interventores fiscalizaban en Lisboa el sistema de la tesore­
ría imperial para Portugal, África y el Extremo Oriente. Los dos interventores
responsables de Brasil presentaban informes a Pombal dos veces al año. Para
cada capitanía del Brasil, Pombal creó una junta del tesoro (¡untas de fazenda),
constituida por cuatro, cinco o seis oficiales. Estas juntas asumían la responsabi­
lidad colectiva de los asuntos fiscales, la recaudación de impuestos, el reparto de
los fondos y la auditoría de las cuentas. Estas nuevas juntas usurparon la mayor
parte de las responsabilidades de los proveedores, cuyas funciones quedaron re­

18. Para las medidas tomadas por Pombal para fortalecer la hacienda real, véase Alden, 1968:
280-309; Mansuy-Diniz Silva, 1987: 244-283; y Alden, 1967: 284-343.
LA CRISIS DE LA FISCALIDAD COLONIAL 299

elucidas al abastecimiento, el reclutamiento de funcionarios y de inspectores nava­


les, y el registro de esclavos (Alden, 1968: 285). Las ¡untas de fazenda eran inde­
pendientes unas de otras y responsables directas frente a las autoridades del Erário
Régio en Lisboa. Otra reforma de Pombal que hizo avanzar a Portugal 20 años
respecto de España fue la introducción de la contabilidad por partida doble.
No es posible determinar con precisión la existencia y el alcance de una hi­
potética crisis fiscal a finales del siglo XVIH en Brasil. A diferencia del imperio es­
pañol, al que los contadores reales proporcionaban cumplidas referencias y valo­
raciones sobre las condiciones fiscales del sector público, no existen datos
cuantitativos para la América portuguesa. Sin embargo, hay datos dispersos que
revelan que los déficit y la deuda creciente que caracterizaron a las colonias de
Perú y Nueva España a finales del siglo xvm también afectaron a Brasil. Ade­
más, el inicio de la crisis en Brasil podría haber sido anterior, antes del final de
la década de 1770, como ocurrió en Perú y Nueva España. En Brasil, las presio­
nes se incrementaron notablemente a raíz del terremoto que devastó Lisboa en
1755, momento en el que la metrópoli exigió fondos para reconstruir la ciudad e
impuso nuevas obligaciones a la hacienda brasileña para compartir sus costos.
Además, Dauril Alden piensa que una crisis económica, un «malestar económi­
co», afectó tanto a Portugal como a Brasil en la década de 1760 y 1770, dificul­
tando la generación de mayores ingresos (Alden, 1967: 303-310). Fueron res­
ponsables de esto el declive de la extracción del oro, un descenso en la
producción de azúcar, ganado y tabaco, y una serie de severas sequías.
La economía brasileña se recuperó hacia finales del siglo xvm con un incre­
mento de la producción de azúcar, arroz, algodón, trigo y café, fenómeno que
Alden llama «renacimiento agrícola». Pero dicha mejora económica se limitó en
su mayor parte al litoral de Brasil, y el «renacimiento» no mejoró la situación de
la tesorería real (Alden, 1967: 310-336). Se ha calculado que durante la segunda
mitad del siglo XVIII (1762-1802) los desembolsos de la tesorería real en Brasil
eran en promedio de 62 contos cada año, mientras que los ingresos descendieron
de 87 contos en 1765 y a menos de 33 contos en 1802”. No está claro el mo­
mento preciso en que los gastos empezaron a superar los ingresos de la tesorería,
pero en Perú y en Nueva España los continuos déficit de este tipo fueron la cau­
sa de severas crisis fiscales. Otro tanto podría haber sucedido en Brasil a finales
del siglo xvm.
Otra prueba indirecta de la existencia de una crisis se produjo en 1798,
cuando Don Rodrigo de Souza Coutinho, presidente del Erário Régio a partir de
1801, propuso una serie de cambios que a su juicio mejorarían la estructura y el
funcionamiento de la hacienda real en Brasil19 20. Entre sus propuestas se encontra­
ba la eliminación de los impuestos recaudados por los hacendados, que serían
sustituidos por una serie de tributos recaudados por funcionarios gubernamen­
tales, la mejora de los procedimientos de contabilidad y la sustitución del diez­
mo por un gravamen sobre la propiedad. También abogó por el final de la circu­

19. Citado por Alden, 1967: 333. Un conto equivalía a un millón de reís.
20. Para la política económica post-pombalina, véase Mansuy-Diniz Silva, 1987: 269-285.
300 JOHN JAY TEPASKE

lación de monedas de oro y el oro en polvo como medio de cambio, la sustitu­


ción del oro por papel-moneda, y la reducción del impuesto sobre el oro del 20
al 10 %, para favorecer la producción. A fin de estimular el comercio y la agri­
cultura, sugirió una reducción de las tasas sobre las importaciones y del princi­
pal impuesto sobre los esclavos, así como la abolición del gravamen sobre la sal.
Para compensar la pérdida de ingresos debidos a esas contribuciones, propuso
un nuevo impuesto sobre los sellos, sobre la propiedad, y otro semejante a la
composición de pulperías que el imperio español aplicaba a los almacenes, bares
y hostelerías. Souza Coutinho, esclarecido personaje del siglo xviii, propuso so­
luciones propias de la Ilustración para los problemas fiscales de Brasil, pero más
aún, su análisis demostró que muchas de las reformas de Pombal no habían teni­
do toda la eficacia deseada y que todavía era necesario tomar drásticas medidas
para eliminar los graves problemas fiscales de la América portuguesa.
14

EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL

John H. Coatstvorth

El debate historiográfico acerca de las relaciones entre el Estado y la actividad


económica suele adolecer de esquizofrenia teórica aguda. Por una parte, los go­
biernos proporcionan bienes públicos, como seguridad, estabilidad, pautas lega­
les, sistemas judiciales, obras públicas, educación y otras actividades que contri­
buyen al crecimiento económico y el bienestar colectivo. Por la otra, los
gobiernos frenan el crecimiento y reducen el bienestar al levantar barreras a la
innovación y la iniciativa, al no invertir en infraestructura y recursos humanos
necesarios, al imponer regulaciones costosas e innecesarias, al gestionar o subsi­
diar empresas ineficaces, al fijar y distorsionar los precios, y, en general, al hacer
los mercados menos eficaces. La historiografía sobre la América Latina colonial
encarna estos enfoques contradictorios, que a menudo se repiten sin pensar en la
misma página (o aun en el mismo párrafo) de las obras más relevantes. Por su­
puesto, esta paradoja es comprensible, ya que todos los gobiernos, desde la Anti­
güedad hasta nuestros días, participan de ambas tendencias en mayor o menor
grado.
Sin embargo, en las últimas dos décadas un grupo de obras muy amplio e in­
fluyente en el ámbito de la historia económica sostiene que, empezando en el
Noroeste de Europa, antes de que se desatara la revolución industrial, los go­
biernos y las instituciones conexas fueron cada vez más eficientes en generar
condiciones favorables al crecimiento económico1. En Gran Bretaña y los Países
Bajos, la balanza se inclinó decisivamente en el sentido de una organización eco­
nómica más eficaz entre los siglos xvi y xvm. Merced a la Revolución Francesa
y las conquistas napoleónicas, se difundieron por toda Europa cambios institu­
cionales de similar alcance. En otras regiones menos desarrolladas del planeta, el
comercio, el colonialismo o el neocolonialismo difundieron (o impusieron) mu­
chos de los dispositivos modernizadores forjados por el capitalismo europeo.

1. Douglas North ha hecho mucho del trabajo pionero en lo que se ha convertido en una tra­
dición bien establecida en el ámbito de la historia económica. Véase North, 1991: 97-112.
302 |OHN H. COATSWORTH

Entre las transformaciones institucionales que promovieron el crecimiento


económico, cabe mencionar: la considerable reducción del poder absoluto de los
monarcas, ministros y otros miembros del gobierno; las mejoras en la definición
y aplicación de los derechos de propiedad; la abolición o la atenuación de las
formas precapitalistas de tenencia de la tierra y de propiedad humana; los cam­
bios en los sistemas fiscales y de regulación, que redujeron o erradicaron los pri­
vilegios de los gremios, la fijación de precios, los monopolios y otras distorsio­
nes; y el surgimiento de nuevos derechos de propiedad, instituciones y directrices
políticas que establecieron la igualdad de los ciudadanos ante la ley (aunque al
principio sólo para los hombres) y alentaba y protegía a la empresa privada. Las
economías capitalistas modernas tienen una organización mucho más eficiente
que las de cualquier época anterior.
La mayoría de los historiadores coincide con la idea de Alexander von Hum-
bolt de que España y Portugal, junto con sus colonias del Nuevo Mundo, perdie­
ron la oportunidad de incorporarse a esta transición modernizadora (Von Hum­
boldt, 1966). Por otra parte, algunos consideran las reformas borbónicas de
finales del siglo XVIII como una «revolución desde arriba» que marcó el inicio de
una modernización institucional2. Asimismo, Immanuel Wallerstein comparó al­
guna vez los imperios español y portugués con los del mundo antiguo y conside­
ró que aquéllos constituían el primer sistema mundial moderno, vinculado más
por el comercio que por la coerción3.
El presente capítulo examina estos asuntos, sin ánimo de pretender resolver­
los definitivamente. Primero, porque el debate académico acerca de la moderni­
dad relativa de las relaciones entre el Estado y la actividad económica en la
América Latina colonial todavía no ha alcanzado el punto en el que los partici­
pantes puedan ponerse de acuerdo en un marco o un lenguaje común para el
análisis, y mucho menos en una agenda común de investigaciones. En segundo
lugar, porque el lento avance de la investigación cuantitativa en historia econó­
mica colonial hace difícil trabajar con rigor y exactitud comparables al de los es­
tudios sobre Estados Unidos o Europa occidental.
No obstante, el trabajo cuantitativo acerca de los imperios coloniales ibéricos
a finales del siglo xvm y principios del XIX ha progresado lo suficiente como para
explorar cierto número de hipótesis promisorias. La penetración política y econó­
mica europea en el Nuevo Mundo progresó de manera simultánea y coincidió en
el mismo ámbito geográfico. Con el paso del tiempo, las diferentes dotaciones de
recursos naturales y mano de obra explotable llevaron a que las colonias se dife­
renciaran tanto en productividad como en dispositivos institucionales. A finales
del siglo xviii, las colonias de esclavitud y asentamiento, como Cuba y Argentina,
tenían las economías más productivas, aunque el potencial de desarrollo ulterior
de cada una fuera muy distinto. Los centros menos beneficiados fueron las colo­
nias continentales de conquista, como Mesoamérica y los Andes, donde la oferta

2. El concepto es de David Brading, 1971b.


3. Wallerstein, 1979. Véase también la interesante critica y su polémica con Wallerstein, Steve
Stem, 1988: 873-897.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 303

relativamente abundante de mano de obra indígena y el sistema de castas había


consolidado el compromiso de sus elites con los dispositivos institucionales pre­
modernos, entre ellos una carga tributaria onerosa y arcaicos regímenes de regu­
lación y de propiedad.

II

«La sociedad española de las Indias», señala James Lockhart, «estaba organiza­
da desde la base con miras a la importación y la exportación, y esto lo condicio­
naba todo» (Lockhart, 1991: 103). Otro tanto cabe decir del Estado colonial
hispano. La plata atraía a los burócratas tanto como a mercaderes, mineros y
empresarios agrícolas. Para decirlo con la certera descripción de Lockhart: «La
gran mayoría de los españoles que pasaron a las Indias se repartieron a lo largo
de dos líneas —una para cada zona central— que enlazaban un puerto del
Atlántico con un yacimiento de plata, lo que he denominado “líneas troncales”.
Los españoles que vivían en otros sitios estaban ahí más o menos por equivoca­
ción y por falta de otras opciones...» (Lockhart, 1991: 107).
La línea troncal mexicana comenzaba en las regiones mineras situadas al
Norte y al Oeste de la Ciudad de México, pasaba por ésta y continuaba hacia el
puerto de Veracruz, en el golfo. La peruana empezaba en Potosí, bajaba de los
Andes a la costa del Pacífico y proseguía hacia al Norte, hasta cruzar el istmo de
Panamá; en el siglo xvill, esta vía se bifurcó, al inaugurarse una segunda ruta de
Potosí a Buenos Aires, mientras que otras minas del Bajo Perú siguieron usando
la línea original.
Además de los núcleos centrales de desarrollo colonial a lo largo de las rutas
principales, hubo lo que Lockhart denomina «regiones periféricas», que ofrecían
menos oportunidades y, por ende, albergaban menos españoles. Estas regiones
estaban conectadas con los mercados externos mediante «líneas de alimenta­
ción» de menor entidad: la zona sur de Mesoamérica exportaba índigo y cochi­
nilla; la costa caribeña de Sudamérica hacía otro tanto con el cacao; los territo­
rios aledaños a Buenos Aires producían cueros y tasajo; y el Norte de Chile
contaba con pequeños yacimientos auríferos. A esto cabría añadir que se desa­
rrollaron otros sitios que eran «la periferia de la periferia», en el sentido de que
surgieron a fin de garantizar el abastecimiento de las zonas exportadoras, tales
como el Noroeste argentino y el valle central de Chile, que enviaban alimentos e
insumos para la minería al virreinato del Perú. Cualquier recurso susceptible de
explotación, ya fuera natural o humano, que pudiera generar plata de forma
rentable, atraía tanto la codicia de los particulares como la atención de los fun­
cionarios.
Por último, debe señalarse que los europeos y sus descendientes dejaron sin
explotar ni gobernar vastas extensiones del Nuevo Mundo, y que algunas que­
daron intactas hasta mucho después de la independencia. La mayor parte de las
regiones norteñas de Nueva España, la costa atlántica de América Central, bue­
na parte del interior sudamericano, los enormes territorios que separaban la cor­
dillera andina de los dominios portugueses en Brasil —cualquiera que fuera esta
304 JOHN H. COATSWORTH

linde— así como la mayoría del Sur de Chile y Argentina. Juntos, estos «espa­
cios vacíos» (es decir, vacíos de europeos) sumaban una superficie mayor que el
territorio que España llegó a dominar y gobernar efectivamente en los tres siglos
transcurridos desde la Conquista.
La colonización portuguesa siguió un esquema diferente, al concentrarse pri­
mero en la costa y avanzar tierra adentro sólo cuando hallaba recursos huma­
nos, agrícolas o minerales transportables, capaces de generar beneficios a los
empresarios y al fisco. Así, en vez de establecer unas pocas vías principales, el
sistema brasileño se conformó mediante una multitud de rutas hacia los puertos
atlánticos, que eran más numerosos en las zonas azucareras del Nordeste. Otras
vías más largas, que a veces duraron varias generaciones, llegaban al interior a
fin de extraer recursos no renovables (y que pronto se agotaron) como esclavos
y, más tarde, oro y diamantes. La «periferia» brasileña, como la hispanoameri­
cana, consistía en regiones del interior donde se asentaron los europeos y sus
descendientes para abastecer las plantaciones costeras o los enclaves de riqueza
exportable situados, aún más, tierra adentro. Al igual que en el imperio español,
la mayoría de los territorios que integraban la colonia portuguesa estaban bajo
la autoridad de gobernantes indígenas, que no sabían absolutamente nada de la
soberanía portuguesa.
A lo largo y ancho del mundo colonial americano, gobierno y mercado fue­
ron dos entidades inseparables. En cuanto aparecía una nueva fuente de riqueza
explotable, llegaban los burócratas a imponer tributos. El número de funciona­
rios era aproximadamente proporcional al que podía soportar el mercado na­
ciente. Cuando la prosperidad de un sitio empezaba a declinar y la decadencia se
hacía evidente, los burócratas recogían sus cofres y se marchaban. Las zonas pe­
riféricas, menos prósperas, pagaban menos impuestos y tenían que mantener a
menos funcionarios; algunas de ellas casi ni eran «gobernadas». Las regiones
que no podían generar beneficios para las empresas de tipo europeo —categoría
en la que se incluyen la mayoría de los territorios que España y Portugal poseían
en el Nuevo Mundo— nunca vieron aparecer un funcionario de la Corona.
En alguna ocasión, en especial a lo largo del conflictivo siglo XVIU, las consi­
deraciones estratégicas trastornaron este esquema. Algunos de los territorios me­
nos rentables del imperio español, incapaces de gobernarse o defenderse por sí
mismos, recibieron ayuda de las colonias que generaban excedentes fiscales. Las
cajas reales de la Ciudad de México y de Veracruz no sólo enviaban los ingresos
fiscales netos al tesoro imperial de Madrid, sino que en varias ocasiones llegaron
a remitir subsidios para la defensa (situados) a fin de apoyar la administración
colonial y las fuerzas militares en todo el Caribe, inclusive en Campeche, Cuba,
la Florida, la isla de San Carmen, la Luisiana y Puerto Rico. El situado mexicano
también sirvió para subsidiar a San Blas (en la costa del Pacífico) y las Filipinas.
La caja de Quito remitió fondos para la defensa de Cartagena. Lima, por su
parte, contribuyó a pagar la defensa de Chiloé, Concepción y Valdivia, en la ca­
pitanía general de Chile, del mismo modo que lo hicieron pequeñas remesas en­
viadas desde Santiago. La caja de Buenos Aires y, posteriormente, la de Monte­
video financiaron la creación de puestos de avanzada que protegieron de los
portugueses los territorios de Paraguay y la Banda oriental (el Uruguay actual);
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 305

asimismo, Buenos Aires subsidió regularmente a la Patagonia. De modo que, por


motivos estratégicos, algunas zonas disponían de un número mayor de funciona­
rios reales -en particular, soldados y marineros— que los que sus propios ingre­
sos fiscales les hubieran permitido sostener.
España concentró sus efectivos militares con miras a defender las líneas
troncales del Imperio. Portugal luchó para mantener alejados de la costa brasile­
ña a franceses, holandeses y otros rivales. Sin embargo, los límites terrestres que
separaban las posesiones españolas y portuguesas entre sí y los que delimitaban
éstas de las posesiones británicas, holandesas y francesas del continente, eran
borrosos y casi nunca estuvieron fortificados. La disputada frontera entre Brasil
y lo que es hoy Uruguay y Paraguay, importante por el valor estratégico del Río
de La Plata, fue la excepción más relevante. España y Portugal tuvieron la suerte
de que la mayor parte de los vastos territorios que no alcanzaron a poblar o a
gobernar carecían de valor para las demás potencias.
Los conflictos internacionales de índole territorial sobrevinieron principal­
mente en el Caribe, donde coincidieron los intereses económicos con los estraté­
gicos. Las rutas troncales de España pasaban por Cuba, que recibió tropas y for­
tificaciones debido a su ubicación estratégica respecto del continente; de igual
modo, la relevancia estratégica de Puerto Rico y La Española era mayor que su
importancia económica. Gran Bretaña, Francia, Holanda y otros países trataron
de apoderarse de algunas islas, pero lo hicieron más por razones económicas que
militares. Los alicientes económicos que fomentaron la rivalidad imperial en el
Caribe se intensificaron, a medida que la producción de azúcar y tabaco trans­
formó las islas tropicales, por pequeñas que fueran, en verdaderas fábricas de di­
nero. En cambio, los intereses económicos de España en las Antillas se desarro­
llaron más lentamente. A diferencia de Jamaica, Santo Domingo (Haití) o
Curasao, Cuba no llegó a ser un productor importante de azúcar hasta finales
del siglo xviii.
No resulta nada sorprendente que exista una correlación entre las activida­
des rentables y la imposición tributaria en este período, como tampoco debe sor­
prender a nadie que la relación entre estas dos actividades fundamentales plan­
tee problemas complejos. La convergencia de Estado y mercado en la América
Latina colonial puede significar que, o bien España y Portugal proporcionaban
bienes públicos de capital importancia para el desarrollo de la actividad econó­
mica, o bien que ésta se desarrolló como respuesta de los particulares a las opor­
tunidades lucrativas y que el Estado actuó como un parásito que succionaba los
beneficios de la iniciativa privada. O ambas cosas.
En la fase inicial de la Conquista y la colonización, española y portuguesa,
las motivaciones y funciones de los exploradores y conquistadores (y sus segui­
dores) eran a la vez públicas y privadas. Todos procuraron beneficios particula­
res y privilegios, para sí mismos y para sus descendientes, y todos llevaban con­
sigo (o consiguieron posteriormente) documentos oficiales que les concedían
derechos y deberes de gobierno sobre los pueblos y recursos que encontrasen.
Con el paso del tiempo, los intereses de la Corona y los de estos particulares ávi­
dos de riqueza comenzaron a divergir, hasta cristalizar en dos esferas de activi­
dad distintas pero solapadas. A medida que cada colonia desarrollaba un con­
306 JOHN H. COATSWORTH

junto diferente de actividades económicas, basado en su propia combinación de


recursos naturales y humanos, las relaciones entre el Estado colonial y la vida
económica empezaron también a modificarse. Las diferencias en la trayectoria
económica de las colonias y en las características del Estado colonial y de sus re­
laciones con la sociedad tendieron a crecer con el tiempo. Al final del período
colonial, estas diferencias eran lo suficientemente amplias como para facilitar un
análisis comparativo de las relaciones entre el Estado colonial y la economía.
Comencemos por esta última.

III

Los datos cuantitativos de la economía colonial de España y Portugal, aunque a


menudo fragmentarios y poco fiables, empezaron a compilarse con mayor aten­
ción y consistencia a medida que avanzaba en siglo xviii. No obstante, las esti­
maciones de la actividad económica en su conjunto (tales como el Producto Inte­
rior Bruto o PIB) conllevan inevitablemente, aun para las tardías economías
coloniales, un amplio margen de error. La ventaja principal que tiene esta «exac­
titud espuria» sobre la terminología puramente narrativa (que prefiere concep­
tos como «grande» o «pequeño») está en que aun la más imprecisa cuantifica-
ción es capaz de inspirar esfuerzos adicionales en pro de mayores precisiones.
Hay estimaciones del PIB de la última etapa colonial de Cuba y México, así
como para Perú en la década de 1820. Incluso es posible dar cifras menos preci­
sas para Argentina, Brasil y Chile. Estos cómputos aparecen en la tabla de la
Ilustración 1, que incluye la población de estas seis colonias, el cálculo del PIB
total y per cápita. La mayoría de los datos demográficos son suposiciones bien
fundamentadas con un amplio margen de error, aunque todas se han extraído de
los últimos censos coloniales o de los primeros realizados en la era republicana.
Las cifras del PIB brindan una idea general de la productividad relativa de estas
colonias, sobre la base de los datos disponibles para ese período. Las cifras de
población y del PIB se refieren a regiones que corresponden a los territorios de
los futuros estados nacionales, excepto en dos casos: en Argentina, los cálculos
excluyen a la región del Chaco, Misiones y las zonas de la Pampa y la Patagonia
que no estaban bajo el control de los europeos; en Chile, no se incluye la pobla­
ción ni la actividad económica al Sur de la frontera con la Araucania.
En los casos de México, Cuba y Perú, las cifras de la tabla corresponden a
los cálculos directos del PIB realizados sobre datos de algún momento específico
de finales del siglo xvm o principios del siglo xix. Según varias estimaciones, el
PIB per cápita de México en 1800 era de unos 40 pesos, mientras que el de Perú
probablemente era algo menor4.
Fraile y los Salvucci calculan que el PIB per cápita de Cuba era de 66 pesos
en 1690, de 90 hacia 1750 y de 98 pesos a mediados del siglo xix. Si escogemos

4. Para el caso de México véase Coatsworth, 1990. Para el caso de Perú, el cálculo aproxima-
tivo de Paul Gootenberg para finales de la década de 1820 se encuentra en Gootenberg, 1985: 53.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 307

la menor de las dos últimas cifras para el año 1800, el estimado per cápita cuba­
no se pone a la par con el de Estados Unidos por esas fechas. Esta posición es
consistente con el de las demás economías exportadoras del Caribe. Cálculos
análogos indican que las islas caribeñas productoras de azúcar pertenecientes a
Francia y la Gran Bretaña tenían un PIB per cápita algo superior al de Estados
Unidos a finales del siglo xvm5.

Ilustración 1
CALCULO DEL PRODUCTO NACIONAL BRUTO PER CÁPITA HACIA 1800*

Colonia Población PIB (en miles) PIB per cápita


Cuba....................................... ........................... 272371 24480 90
Argentina............................. ........................... 329000 26978 82
México.................................. ........................... 6000000 240318 40
Chile....................................... ........................... 535000 19795 37
Perú ....................................... ........................... 1300000 42900 33
Brasil ..................................... ........................... 3250000 94250 29
Fuentes: Para las estimaciones del PIB, veánse el texto y las fuentes que en él se citan. Los
cálculos demográficos provienen de distintas fuentes: Maeder, 1969: 22-23; para Brasil,
Graham y Mcrrick, 1979: 26-30, sin olvidar que Dauril Alden (1987: 287) acepta un to­
tal muy inferior (aunque explícitamente subestimado) de 2.1 millones; para el caso de
Chile, Mamalakis, 1978, 2: 9; para México, Coatsworth, 1990: 46; para Perú, Gooten-
berg, 1991: 109-57.
* Todos los valores monetarios están expresados en pesos corrientes.

Las cifras utilizadas para Chile y Argentina se basan en datos mucho más
fragmentarios. En ambos casos, las cantidades asignadas al PIB son en realidad
cálculos aproximados de los ingresos personales, obtenidos mediante la extrapo­
lación de datos sobre salarios. En el caso de Argentina, el estudio de Lyman
Johnson sobre Buenos Aires arroja un salario promedio de 17 pesos mensuales
—204 anuales— para un obrero no calificado empleado en la construcción a
principios del siglo XIX (Johnson, 1992: 153-190) mientras que otras fuentes se­
ñalan que el salario rural era de seis pesos mensuales más la comida, lo que
apunta a un total de 76.5 pesos al año (Brown, 1979: 43, 164; Chiaramonte,
1991: 108-112). Estas cifras indican un producto per cápita anual de unos 94
pesos en la provincia de Buenos Aires; si se aplican las mismas tasas salariales a
las demás provincias, el producto per cápita de la colonia baja a 82 pesos6.

5. Para el caso de Cuba, véase Balbín, Salvucci y Salvucci, 1993. La mayor productividad de
las islas azucareras del Caribe comienza en el siglo xvn y se mantuvo hasta la abolición de la esclavi­
tud en Haití, en 1793, y hasta 1832 en las posesiones británicas. Para un debate reciente sobre el
tema, véase Eltis 1995: 321-38. El PIB per cápita de Estados Unidos en 1800 era de unos 80-90 dóla­
res. En esta época, el dólar norteamericano y el peso que circulaba en Hispanoamérica tenían apro­
ximadamente el mismo valor.
6. En lo que concierne a la población de la provincia de Buenos Aires, predominantemente ur-
308 JOHN H. COATSWORTH

No conozco ningún trabajo sobre los ingresos urbanos en el Chile colonial


tardío que pueda compararse a los anteriores, aunque algunos datos fragmenta­
rios indican que el salario promedio de un obrero no especializado era de dos rea­
les (0.25 pesos) al día7. Si aplicamos la regla empírica de Bairoch de que es posi­
ble calcular aproximadamente el ingreso per cápita multiplicando por 200 el
salario diario de un obrero urbano no calificado, obtenemos para Chile la cifra
de 50 pesos (Paul Bairoch, 1993). Pero la aplicación de esta regla a otras colo­
nias cuyos datos sí constan, arroja valores muy superiores a los que conocemos.
En el caso de México, con un sueldo promedio de 0.375 pesos, el ingreso per
cápita sería de 75 pesos, bastante por encima de los 40 pesos que se aceptan tra­
dicionalmente. El índice salarial de Buenos Aires daría 142 pesos para la Argen­
tina, lo que también supera el valor de la tabla. De modo que la cifra correspon­
diente a Chile se ha reducido en un 25%, aproximadamente la razón entre el
salario promedio de Guadalajara de 0.28 pesos y el de Santiago de 0.25, a fin de
corregir la tendencia al alza que presenta el método de Bairoch8.
Por último, las cifras correspondientes a Brasil se basan en la extrapolación al
año 1800 de la estimación de Leff sobre las tasas de crecimiento del siglo xix9.
Los cálculos del PIB per cápita incluidos en la tabla de la Ilustración 1 tan sólo
pretenden ofrecer un orden aproximado de magnitudes. Todas las cifras de la tabla
pueden verse sujetas a importantes márgenes de error, inclusive las relativas a Mé­
xico, que se basan en un volumen considerable de investigación y han soportado
bastante escrutinio. Aun cuando las cifras sean frágiles, la posición de las colonias
entre sí parece fuera de duda. Es muy probable que Cuba y Argentina tuvieran las

baná, esta cifra resulta de multiplicar el salario medio urbano (204 pesos) por el número de personas
activas (unos 25600, suponiendo que el 64% de los 40000 habitantes lo fueran) y de sumarle el pro­
ducto del salario rural (76.50 pesos) multiplicado por una fuerza laboral de 32168 (el 64% de los
50262 habitantes restantes). Según el cálculo de Maeder, aproximadamente un tercio de la pobla­
ción del país (incluida la provincia de Buenos Aires) vivía en pueblos y centros urbanos. Si nos atene­
mos a la cifra de un 64% de población activa, lo mismo en el campo que en la ciudad, los índices sa­
lariales citados arrojan un PIB per cápita de 81.50 pesos. Este cálculo para toda la colonia excluye,
sin embargo, las regiones del Chaco, Misiones y las zonas de las pampas y la Patagonia que se no se
hallaban bajo la autoridad efectiva de los europeos. Si se excluye del cálculo a Buenos Aires, el per
cápita global de la colonia baja a 69 pesos (Maeder, 1969).
7. Benjamín Vicuña MacKenna cita una propuesta de construcción de 1792 en la cual los sa­
larios de los peones se calculan en dos reales al día, cifra comparable a lo que se pagaba en Guadala­
jara por esa época. Véase Vicuña, 1938: 228.
8. El estudio de Van Young acerca de los salarios de los obreros urbanos no cualificados de la
construcción en el México de la tardía colonia, ofrece para el período de 1794-1804 la cifra de dos a
dos reales y medio al día (de 0.25 a 0.31 pesos) en Guadalajara, y tres reales (0.75 pesos) en la Ciu­
dad de México. Es probable que el costo de la vida fuera más alto en México (pero no en Santiago)
que en Buenos Aires, pero no tanto como para borrar la diferencia que sugieren estos valores, véase
Van Young, 1987.
9. Las cifras de Brasil se basan en la estimación del crecimiento económico brasileño entre
1822 y 1913 que Nathaniel Leff considera como «más probable», en el apéndice estadístico de Un-
derdevelopmcnt and Dcvelopment in Brazil, vol. 1. Las cifras de Leff, expresadas en dólares de
1950, fueron deflactadas a pesos corrientes usando los índices de Warrcn-Pcarson y el de precios al
por mayor de la Burcau of Labor Statistics. Es probable que el PIB de Brasil haya crecido muy poco
(si es que algo aumentó) de 1800 a 1822. Los índices de precios pueden consultarse en la publicación
de la U.S. Bureau of thc Census titulada Historical Statistics of the United States from Colonial Ti­
mes to 1957, pp. 115-117.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 309

economías más productivas, seguidas a distancia de las demás colonias del conti­
nente. Quizá los cálculos sobre Brasil —e incluso sobre Perú— sean algo inferio­
res a la realidad, pero ni siquiera mejores datos alcanzarían para situarlos por
delante de México o de Chile.
En la tabla de la Ilustración 1 se ha omitido Bolivia (el Alto Perú) por falta de
datos, pero lo más probable es que se hubiera clasificado hacia la parte baja del
cuadro, quizá por debajo de Perú. El marcado declive de la producción de plata
en Potosí en la última década del siglo xvm, unido a ciertos indicios de que tam­
bién había disminuido la actividad manufacturera y de que la productividad agrí­
cola seguía siendo baja, apunta a que la economía boliviana estaba más atrasada
que la de las otras colonias (Tandeter, 1992; Larson, 1986: 150-168).
Las cifras de la tabla de la Ilustración 1 indican que las colonias ricas eran
tres veces más productivas que las pobres. Esta cifra es comparable con la con­
clusión de Maddison de que en el mundo de 1820 la brecha que separaba a los
países más ricos de los más atrasados era del orden de 4 a 1. De modo que en
1800 la diferencia de productividad entre las economías coloniales era casi tan
amplia como la que existía en el resto del mundo10.

IV

Estas diferencias de productividad entre las economías coloniales resultan sor­


prendentemente grandes. Todas las colonias disponían de abundantes factores
naturales y todas lograban exportar volúmenes considerables de mercancías va­
liosas. Como ya señalamos antes, los europeos no se asentaron en las regiones
carentes de recursos naturales aprovechables. Entre los recursos que sí explota­
ron cabe citar los minerales (principalmente el oro y la plata, pero también el
mercurio y algunas gemas, como los diamantes y las esmeraldas); las abundantes
tierras aptas para la agricultura (donde los suelos fértiles y el buen clima permi­
tía cultivos tropicales y semitropicales, como el tabaco, la caña de azúcar, el ín­
digo, la vainilla y el cacao); los bosques ubicados en sitios favorables (que pro­
porcionaban madera y plantas tintóreas); y las zonas propicias a la ganadería
(vacunos, ovinos). Sin embargo, durante el período colonial sólo el azúcar, el ta­
baco (en Cuba) y el ganado (en Argentina) se producían en colonias altamente
productivas.
El caso del azúcar demuestra, en cambio, que una buena dotación de recur­
sos naturales no era suficiente para elevar la productividad de la economía colo­
nial. Aunque ambas colonias exportaban azúcar, a Cuba le iba bien, mientras
que Brasil había perdido terreno a finales del siglo XVIII. Ciertamente la notable
productividad de la economía cubana se debía, en esta época, tanto al tabaco
como a la caña de azúcar, de manera que sería más pertinente comparar la eco­
nomía brasileña con las pequeñas islas productoras de azúcar que Francia y

10. Nótese, sin embargo, que los cálculos de Maddison están ajustados para tomar en cuenta
las diferencias de poder adquisitivo de las distintas monedas locales, véase Maddison, 1994: 20-61.
310 JOHN H. COATSWORTH

Gran Bretaña poseían en el Caribe. En todo caso, la selección del producto de


exportación adecuado era sólo una parte de la historia.
Había otros dos elementos fundamentales: la proporción entre el número de
habitantes y el volumen de recursos explotables, y el grado de especialización del
comercio exportador. Tanto en el caso de Cuba como en el de Argentina, el éxi­
to se debió en parte a la proporción relativamente baja de mano de obra respec­
to de los recursos explotables. El caso argentino es bastante conocido. Durante
todo el período colonial (y aún después), su población fue escasa respecto del te­
rritorio y los recursos del país. Esta relación tan positiva entre la población y el
suelo laborable hizo que la mano de obra fuera escasa y mantuvo altos los sala­
rios. Colonizadores e inmigrantes fueron a Argentina atraídos por la promesa de
mejorar su nivel de vida. La incapacidad de incorporar y explotar a los indios
que vivían en el territorio contribuyó a la escasez de la fuerza laboral. El país no
disponía de la amplia reserva de mano de obra indígena que en otros sitios había
mantenido bajos los salarios, si bien una fracción considerable de los cueros que
se exportaban desde Buenos Aires a finales del siglo xvm era introducida en los
puestos comerciales fronterizos (las pulperías) por los denominados vagos (mes­
tizos nómadas precursores de los gauchos) e indios que vivían totalmente al
margen de la autoridad española. En 1800, Argentina era la colonia de menor
densidad demográfica del Nuevo Mundo.
En Cuba, el alto costo de los esclavos (debido en parte a las restricciones que
España había impuesto al comercio con países que tenían acceso directo a Áfri­
ca) mantuvo a este sector de la población en cifras relativamente bajas, hasta fi­
nales del siglo XVIII. Los monopolios comerciales de los otros países europeos re­
ducían la demanda potencial de azúcar cubano. Esta combinación de esclavos
escasos y mercados restringidos retrasó el desarrollo de la plantación azucarera
en la isla, a pesar de los elevados precios del producto final. Pero la poca exten­
sión territorial de Cuba (apenas el 3% de la Argentina actual) la convertía en la
colonia española de mayor densidad demográfica del Nuevo Mundo. El reduci­
do número de habitantes por unidad de superficie, que contribuyó a mantener
altos los salarios en Argentina, no constituyó un factor de importancia en la isla.
Lo relevante en este caso fue la escasez de mano de obra en relación con sus vas­
tos recursos agrarios, en un contexto de rápido crecimiento de la demanda de
azúcar11.
Pero lo decisivo fue el conjunto de condiciones que fomentaron la especiali­
zación con miras al mercado externo. La Ilustración 2 compara los resultados de
la exportación en seis economías coloniales de finales del siglo XVIII. Al igual
que ocurre con los cálculos del PIB, algunas de estas cifras son suceptibles de un
amplio margen de error. Durante la mayoría de los años que mediaron entre
1796 y 1812, los conflictos internacionales trastornaron la navegación e hicie­
ron subir los precios de los productos de exportación. De hecho, las exportacio­
nes de las colonias españolas fluctuaron notablemente de un año al siguiente.11

11. A lo largo del siglo xvni, el precio de los esclavos en Cuba fue de dos a tres veces mayor
que en Jamaica y otras islas inglesas del Caribe, véase Eltis, 1998: 35 y 40.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 311

Las cifras que aparecen en la Ilustración 2 corresponden aproximadamente a lo


que serían condiciones «normales» y se obtuvieron al hacer el promedio de va­
rios años o al emplear datos del año previo al estallido de una guerra.

Ilustración 2
EXPORTACIONES PER CÁPITA, HACIA 1800*

Colonia Total de Exportaciones Exportaciones PIB


exportaciones per cápita como % del PIB per cápita
Cuba ................. 5000000 18.35 20.4 90
Argentina.......... 3300000 10.03 12.2 82
Brasil ................. 15526750 4.78 16.4 29
Perú .................... 2998000 2.31 7.0 33
México............... 12640800 2.11 5.2 40
Chile.................... 874072 1.63 4.4 37
Fuentes: En lo que respecta a la Argentina, las cifras de la tabla se refieren al año 1796 y
se basan en Cortés Conde, 1985, tabla 1: 359. Ese año marcó el punto de máxima expor­
tación de Buenos Aires antes de la independencia. El monto total de las exportaciones fue
de 5.5 millones de pesos, pero se ha ajustado a fin de sustraer las exportaciones oficiales
de plata (ingresos fiscales netos) remitidas del Alto Perú. Este ajuste se realizó consideran­
do que la plata representó el 80% de las exportaciones y que la mitad de éstas fueron
pagos públicos, que no debían computarse como ingresos. En cuanto a Brasil, los datos
sobre la exportación a Portugal provienen de Aldcn, 1987: 335. La cifra que Alden pro­
porciona para 1800 está aumentada en un 10%, a fin de incluir el contrabando, y con­
vertida a pesos, a razón de 1363 = 1000 reis. En el caso de Chile, la cifra que figura en la
tabla corresponde a la media de los años 1790-1799 que ofrece Carmagnani, 1973: 59,
76, 96. Quizá las cifras correspondientes a Cuba sean un tanto bajas. Ramiro Guerra y
Sánchez calculan las exportaciones de 1794 en «más de cinco millones», mientras que
Lcví Matrero cita cifras para los años de 1805 a 1807 que van de 5.1 a 8.1 millones. Véa­
se Guerra y Sánchez, 1964: 197; Matrero, 1985: 72. Las cifras de México que aparecen
en la tabla reflejan el promedio de las exportaciones desde Vcracruz durante los años de
1796 a 1805; fueron compiladas por los funcionarios del consulado de la época y recogi­
das por primera vez en el informe de Miguel Lerdo de Tejada que se publicó en 1853, con
el título de Comercio Exterior de México desde la Conquista hasta hoy. He incrementado
estas cifras en un 20%, para incluir las remesas que salieron de otros puertos. En lo que
respecta a Perú, los volúmenes de exportación utilizan la cifra máxima de producción de
plata —637000 marcos en 1799— suponiendo que la mitad de ésta se dedicó a la expor­
tación, como ocurría en la Nueva España, y se aplica la proporción de plata respecto al
total de las exportaciones (85%) para el período de 1791-1794, a fin de alcanzar las can­
tidades que figuran en la tabla. Véase John Fisher, 1986: 49-55.
*Todos los valores monetarios están expresados en pesos corrientes.

La proporción del PIB que corresponde a las exportaciones indica el grado


de especialización de cada país. El acceso a los mercados, en particular a los in­
ternacionales, desempeñó el papel fundamental para atraer mano de obra y capi­
tal al sector exportador y promover la especialización. La mayor parte de los re­
cursos naturales existentes en los territorios bajo dominio español y portugués
no eran explotables, al estar situados demasiado lejos del mar o los ríos navega­
bles. El alto costo del transporte terrestre obligó a los productores que residían
312 JOHN H. COATSWORTH

en las tierras del interior a limitar la actividad exportadora a artículos de poco


peso y gran valor, en lo fundamental metales y piedras preciosas. Aunque la in­
dustria minera de México y Perú generaba ingresos considerables, sus efectos so­
bre la productividad se vieron limitados por el escaso número de obreros emplea­
dos en las minas, la gran propensión de los propietarios a consumir artículos
importados y el lento crecimiento de la producción de plata, aun durante los pe­
ríodos de expansión1213 .
Todas las colonias de la tabla de la Ilustración 1 generaban exportaciones,
pero, como muestra la Ilustración 2, Cuba y Argentina tenían los mayores secto­
res exportadores en proporción a su PIB y fueron asimismo las más exitosas en
términos de exportación per cápita. Las colonias continentales que producían
principalmente plata exportable (o, en el caso de Chile, alimentos que remitía a
las colonias mineras) tenían un sector exportador mucho menor.
El relativo fracaso de México como exportador es quizá la conclusión más
sorprendente que puede derivarse de la Ilustración 2. Durante la mayor parte del
siglo xvm, México fue «la gallina de los huevos de oro» del imperio español en
América y, como tal, exportaba grandes cantidades de plata, junto con partidas
considerables de cochinilla y otros artículos. Sin embargo, en términos per cápi­
ta, su sector exportador es inferior a todos los demás, si se exceptúa a Chile.
La especialización en productos agrícolas de exportación se desarrolló sobre
todo en las zonas que disponían de fácil acceso a vías acuáticas de comunica­
ción. En el Caribe, las exportaciones llegaron a ser una fracción elevada del
PIB”. El sector exportador brasileño también era amplio, a pesar de hallarse
concentrado en el Nordeste (con la excepción de los ciclos del oro y los diaman­
tes que ocurrieron más al Sur). Puesto que nuestro cálculo del PIB brasileño es
algo bajo, por basarse en una extrapolación retrospectiva de estimaciones de
años posteriores, las cifras de la tabla quizá exageren un tanto la importancia
del sector externo como fracción del PIB. Sin embargo, el aspecto más sorpren­
dente de la economía brasileña es el bajo nivel per cápita de las exportaciones en
comparación con Cuba. Dos factores explican esta diferencia. Primero, el precio
de los esclavos era mucho menor en Brasil, lo que probablemente indujo a que
muchos productores marginales se incorporasen al mercado. Segundo, las plan­
taciones azucareras brasileñas eran mucho menos eficientes que las caribeñas14.
Quizá sorprenda aún más el éxito relativo de Argentina, colonia que se espe­
cializó en la producción del menos «noble» de los artículos. La exportación ar­
gentina, que se realizaba principalmente a través de Buenos Aires, consistía so­
bre todo en cueros y tasajo, productos que obtenía de los rebaños que vivían
sueltos en la zona de las pampas. Como es obvio, Buenos Aires también se bene­

12. Acerca de la producción minera de México, que creció a un ritmo medio anual del 0.7%
entre 1775 y 1779, y entre 1805 y 1809, véase Coatsworth, 1990. Según Tandeter, 1992: 152, los
índices de crecimiento de la producción argentífera de Potosí disminuyeron considerablemente a par­
tir de 1791 y cayeron en picado tras la primera década del siglo xix.
13. Véase Eltis, 1995: 328-30. Las exportaciones equivalían a la tercera parte del PIB de Bar­
bados a mediados de la década de 1660 y 1670.
14. Si, por ejemplo, el PIB per cápita de Brasil hubiera sido igual al de Chile (37 pesos en
1800), la exportación habría sido tan sólo del 12.9%.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 313

fició, a partir de 1776, de su categoría de capital del recién creado virreinato de


La Plata. Por su puerto circulaba el metal proveniente de las ahora remozadas
minas del Alto Perú (Bolivia). Las cifras de la tabla de la Ilustración 2 no inclu­
yen las exportaciones de plata por cuenta de la Corona, o sea, los impuestos co­
brados en Bolivia, pero sí incluyen la plata que se exportó por cuenta de los par­
ticulares, que los argentinos obtenían a cambio de los productos que enviaban a
Bolivia o al proporcionar transporte y otros servicios que facilitaban la llegada
al Altiplano de las mercancías europeas15.
La Ilustración 2 pone de relieve una correlación estrecha —aunque no per­
fecta— entre las dimensiones del sector exportador y la productividad de las
economías coloniales. Las colonias que exportaban más con relación a sus habi­
tantes y a su PIB tendían a tener los mayores ingresos per cápita. Esta correla­
ción es menos evidente en el caso de Brasil, que ocupa el puesto número tres en
exportaciones per cápita y el segundo en exportaciones como porcentaje del PIB,
pero es el último en PIB per cápita, por las razones antes expuestas.

Las altas tasas de exportación y la elevada productividad económica debieron ha­


ber incrementado el valor que España asignaba a las colonias. En las economías
modernas, el «excedente» susceptible de carga fiscal suele aumentar más rápido
que el ingreso. Esto se debe a que cada aumento del PIB por encima del nivel de
subsistencia incrementa la proporción del ingreso total que puede ser tasado. Por
otro lado, una fiscalidad más alta puede frenar el crecimiento económico. Como
en muchas otras regiones, en el caso latinoamericano la información sobre ingre­
sos fiscales en la etapa colonial tardía puede ayudar a desenredar la madeja de
contradictorias relaciones entre tasación y desempeño económico. Con este fin,
procedemos a examinar ahora los ingresos fiscales del gobierno.
Los niveles impositivos variaban considerablemente de una colonia a otra.
En la Ilustración 3 aparecen los cálculos aproximados del ingreso fiscal, el ingre­
so per cápita y de los ingresos como fracción del PIB de las principales colonias,
correspondientes al año de 1800. Los ingresos del gobierno provenientes de las
colonias continentales de Hispanoamérica se basan en los datos compilados por
Klein y TePaske y se han ajustado para eliminar la doble contabilidad, los fondos
que se computaban de un año para otro, los depósitos (que tendrían que devol­
verse más tarde), las transferencias de otras tesorerías y los préstamos16. Existen

15. La creación del virreinato y el decreto sobre el -libre comercio» que vino a continuación
en 1778 afectó también a las provincias del interior que abastecían a Potosí y al resto del Alto Perú
con una gama de artículos tales como muías, azúcar, vino y yerba mate. Aunque sin duda estas me­
didas legalizaron y facilitaron este comercio, el aumento de las importaciones de ciertas manufactu­
ras a través de Buenos Aires tuvo efectos negativos sobre ciertas industrias del Noroeste. Para un en­
foque revisionista del tema, véase Amaral, 1990: 1 -67.
16. Véase Klein y TePaske, 1982 y 1986. En un caso, registrado en la caja de Lima, los ingre­
sos provenientes de los impuestos indirectos o alcabala se compilaron como procedentes de -otras
tesorerías», un acápite de 1.7 millones de pesos que probablemente incluía excedentes fiscales remití-
314 JOHN H. COATSWORTH

datos comparables sobre Cuba, pero no sobre Brasil. Las cifras más tempranas
sobre Brasil corresponden a 1805 —son también las que más se citan— pero es
probable que subestimen un tanto los ingresos. Los valores posteriores sobre este
país sólo están disponibles a partir de 1808, cuando los gastos crecieron conside­
rablemente, como consecuencia del traslado de la Corte portuguesa de Lisboa a
Río de Janeiro. Para las demás colonias, no disponemos de datos.

Ilustración 3
IMPUESTOS LOCALES PER CÁPITA Y COMO PORCENTAJE DEL PIB, HACIA 1800*

Colonia PIB Recaudación total Recaudación Recaudación fiscal


per cápita (en miles) per cápita como % del PIB
Cuba............... 90 1500 5.51 6.1
Argentina ... 82 1121 3.40 4.2
Brasil............... 29 4200 1.68 4.9
Perú................. 33 2455 1.89 5.7
Bolivia............ (33) 2644 2.93 (8.9)
Chile............... 37 2003 3.74 10.1
México.......... 40 31618 5.27 13.2
Fuentes: Los cálculos del PIB proceden de la tabla de la Ilustración 1; para los datos sobre
recaudación, véase el texto. La población de Bolivia se calcula en unos 900000 habitan­
tes hacia 1800; el censo más antiguo indica que en 1831 el país tenía 1088768 habitan­
tes; el dato aparece en Censo general de población, 1 de septiembre de 1900 (La Paz: Ofi­
cina Nacional de Inmigración, 1902), p. 2.
•Todos los valores monetarios están expresados en pesos corrientes.

En términos absolutos, México era la fuente principal de ingresos fiscales,


merced a su nutrida población y a sus ricas minas de plata. En 1800, los impues­
tos mexicanos representaron 31000000 de pesos, cifra muy superior a la de
cualquier otra colonia. También en términos de impuestos per cápita, México
pagaba más, seguido de Chile, Argentina, Bolivia, Perú y Brasil. La variación de
los niveles impositivos era muy amplia. En términos per cápita, México pagaba
tres veces más que Brasil o Perú’7.

dos por otras cajas. A fin de no subvalorar la recaudación, se incluyó esta suma en los datos perua­
nos, aunque introduce una leve distorsión positiva en los cálculos.
17. La cifra correspondiente a Argentina que aparece en la tabla exige cierta explicación, ya
que los métodos contables de la caja de Buenos Aires dificultan particularmente el empleo de los da­
tos de Klein y TcPaske. Además de distinguir las transferencias internas y externas de los ingresos
efectivos, el problema principal radica en que los recibos de la Aduana de Buenos Aires y la colec­
ción de documentos de impuestos indirectos (alcabalas) aparecen mezclados con los ingresos prove­
nientes de Potosí, en la partida titulada «otras tesorerías- (práctica que empezó a aplicarse a princi­
pios de la década de 1780.) En 1800, el año registrado aquí, el total de esta partida superaba los 2.4
millones de pesos. La cifra reflejada en la tabla supone que unos 200000 pesos representaban la al­
cabala y los ingresos aduaneros de Buenos Aires. Aunque resulta consistente con los datos de años
anteriores, esta cantidad podría ser demasiado baja. Para una interpretación de los datos de Buenos
Aires, véase Amaral, 1984: 287-295, así como los subsecuentes comentarios de Javier Esteban Cuen­
ca, John J. TcPaske, Herbert S. Klein, J. R. Fisher y Tulio Halperín-Donghi.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 315

Esta variación de niveles impositivos que aparece en la Ilustración 3 no co­


rresponde en lo absoluto a diferencias en materia de especialización en productos
exportables. Los impuestos que pagaban las colonias productoras de plata, por
ejemplo, variaban desde cifras muy altas (México) hasta muy bajas (Perú), con
Bolivia (Alto Perú) próxima a la media. Una variación similar aparece en las colo­
nias que se especializaban en las exportaciones agrícolas: Brasil soportaba pocos
impuestos, mientras Cuba, Argentina y Chile pagaban cantidades moderadas18.
Los datos de la tabla de la Ilustración 3 también contradicen la correlación
que podría esperarse entre el PIB per cápita y los ingresos fiscales, ya sea en tér­
minos de per cápita o como porcentaje del PIB. Las colonias que disponían de
economías relativamente prósperas, podían pagar en impuestos una fracción
mayor del PIB; en las pobres, el superávit disponible para el fisco era mucho me­
nor. Sin embargo, los datos indican que las colonias donde la presión fiscal era
mayor no eran ni las más ricas ni las más pobres. Las dos economías más pro­
ductivas soportaban impuestos relativamente poco onerosos. Cuba, que tenía el
mayor PIB per cápita, pagaba los mayores impuestos por habitante, pero la cifra
total representaba una fracción mucho menor del PIB que en las colonias más
pobres19. Argentina, que ocupaba el segundo lugar en productividad, pagaba
menos tributos en proporción a su PIB. Hacia finales del siglo xvm, tanto Cuba
como Argentina recibían cuantiosos subsidios (que no aparecen en la tabla) con
miras a apoyar la defensa y el gobierno civil, provenientes de las colonias mucho
más pobres de México y Bolivia (Alto Perú), respectivamente.
Las dos colonias más pobres, Brasil y Perú, soportaban impuestos modera­
dos, mayores que los de Argentina (aunque no que los de Cuba), pero inferiores
a los vigentes en colonias de ingreso intermedio, como Chile y México. Mientras
que Cuba y Argentina hubieran podido pagar fácilmente una fracción mayor de
su PIB en impuestos, las colonias más pobres probablemente carecían de un ex­
cedente económico que alcanzara para pagar más. Si en 1800 el PIB per cápita
boliviano era equivalente al de Perú (33 pesos), su impuesto per cápita de 2.93
pesos representaba el 8.9% del PIB. Si es cierto que la economía boliviana esta­
ba entre las menos productivas, los datos fiscales reflejados en la Ilustración 3
indican que padecía una carga fiscal muy superior a las de Brasil o Perú, aunque
menor que las de Chile y México.
Las cargas fiscales más onerosas recaían sobre las colonias de «ingresos me­
dios», México y Chile. En la primera de ellas, el gobierno se apropiaba de una
fracción del PIB cuatro veces mayor que en Argentina y el doble de la que perci­
bía en Cuba, Brasil o Perú. México fue también, a lo largo del siglo xvni, el ma­

18. Otro caso para el que se han confeccionado cálculos similares es Ecuador. Kenncth J. An-
drien calculó que la carga fiscal per cápita a finales del siglo xvm oscilaba entre algo menos de me­
dio peso en el relativamente atrasado distrito de Cuenca en la sierra-, y seis pesos en el puerto de
Guayaquil; en Quito, los impuestos equivalían a 1.62 pesos per cápita. Dada la distribución de la
población, el promedio nacional estaba más próximo a las tasas de Quito que a las de Guayaquil.
Véase Andricn, 1994: 78.
19. El cálculo de la recaudación aquí es el promedio del período 1795-1800 (no existen cifras
anuales), en Matrero, 1985: 323.
316 JOHN H. COATSWORTH

yor exportador de ingresos fiscales netos. Su capacidad de proporcionar rendi­


mientos tributarios tan elevados no dependía exclusivamente de la industria mi­
nera. En realidad, los impuestos provenientes del monopolio (estanco) tabacale­
ro, los indirectos (alcabalas) y el tributo indígena superaban a los que producían
las minas. Hacia 1800, el ingreso fiscal total superaba ya la producción anual de
plata y la tendencia siguió así cada año hasta 1810. La extraordinaria carga im­
positiva que soportó México en la primera década del siglo XIX habría probado
ser insostenible, aun sin las guerras de independencia y el colapso de la industria
minera a partir de 1810.
Aunque las cargas fiscales no guardaban mucha relación con el PIB per cápi­
ta, resulta razonable suponer que se correlacionaban con el sector exportador de
cada colonia. A fin de poner a prueba esta hipótesis, la Ilustración 4 reproduce
nuestro cálculo de exportación per cápita, ingreso fiscal y PIB. Los datos de la
Ilustración muestran la estrecha correlación existente entre los ingresos fiscales
per cápita y el volumen del sector exportador pero, en contra de lo esperado,
esta correlación es negativa. En otras palabras: la carga fiscal (es decir, los im­
puestos como fracción del PIB) aumenta a medida que el sector exportador se re­
duce, tanto en términos relativos como per cápita. Las colonias que exportaban
exitosamente soportaban una presión fiscal menor que aquéllas con sectores ex­
portadores más débiles. Esta correlación negativa está lejos de ser perfecta, pero
resulta lo bastante significativa como para merecer una explicación.

Ilustración 4
EXPORTACIÓN, INGRESO Y PIB PER CÁPITA, HACIA 1800»

Exportación Recaudación Recaudación


Exportación PIB
Colonia como % fiscal fiscal como
per cápita per cápita
del PIB per cápita % del PIB
Cuba............... 18.35 20.4 5.51 6.1 90
Argentina .. . 10.03 12.2 3.40 4.2 82
Brasil............... 4.78 16.4 1.68 4.9 29
Perú ............... 2.31 7.0 1.89 5.7 33
Chile............... 1.63 4.4 3.74 10.1 37
México.......... 2.11 5.2 5.27 13.2 40
Fuente: Ilustraciones 1-3.
• Todos los valores monetarias están expresados en pesos corrientes.

Las variaciones de la carga fiscal que aparecen reflejadas en la Ilustración 4


se produjeron sobre todo dentro de una sola entidad política, el imperio español,
en el cual la estructura, la política y la gestión impositivas estaban, al menos en
teoría, regidas por una misma autoridad soberana y un único conjunto de nor­
mativas. Sin embargo, en la práctica la imposición fiscal variaba de una colonia
a otra. Por ejemplo, el fisco cubano no cobraba impuestos sobre la actividad mi­
nera ni percibía el tributo indígena, ambos fuentes básicas de ingreso en el conti­
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 317

nente, ya que en Cuba no había minas ni indios (en el siglo XVIII). En Argentina
una fracción de la población autóctona sobrevivió, pero fuera del dominio espa­
ñol, de manera que poco tributo podía recolectarse en esta colonia. La recauda­
ción de la actividad minera de Potosí pasaba por Buenos Aires, pero se percibía
fuera del actual territorio argentino.
Los impuestos sobre el sector externo variaban según la colonia. Curiosa­
mente, los impuestos al comercio exterior representaban una pequeña propor­
ción de la recaudación de la Corona en las principales colonias productoras de
plata. El grueso de los impuestos que se recaudaban en México y los Andes no
procedían de las actividades de importación y exportación. En cambio, en Cuba
y probablemente en Argentina, que no exportaban metales preciosos, la mayor
parte del ingreso fiscal se originaba en el comercio exterior2021
.
Esta aparente paradoja se explica por el hecho de que el sector externo era
mucho más pequeño en México y en Perú. Si en estos países España sólo hubiera
recaudado sobre la actividad de importación y exportación, los ingresos del go­
bierno habrían sido demasiado pequeños. De hecho, en el período de las refor­
mas borbónicas, las autoridades redujeron los impuestos y otras cargas que gra­
vaban la extracción de plata, a fin de estimular la producción. Al mismo tiempo,
se crearon nuevos impuestos, tasas, monopolios (como el del tabaco, que resultó
tan exitoso) y regulaciones sumamente onerosas para la mayoría de las activida­
des no agrícolas2’. En México, las exportaciones aumentaron (especialmente las
de plata) pero la economía se estancó. Algo similar ocurrió en los Andes, donde
la vida económica experimentó trastornos aún mayores, a causa de las insurrec­
ciones de la década de 1780-1790, detonadas en parte por los aumentos de las
cargas fiscales y otras exacciones.
Los contribuyentes de Cuba y Argentina pagaban impuestos de bajos a mo­
derados porque la administración colonial virtualmente no tenía otra fuente de
recaudación que no fuera el sector exportador. Como en México y los Andes,
las autoridades eran conscientes de que un aumento de las tasas sobre la expor­
tación sólo serviría para desalentar la producción destinada a esta actividad, que
era la fuente misma del ingreso fiscal. Al igual que en otras colonias, en Cuba y
Argentina aumentaron los impuestos sobre las importaciones y los indirectos (al­
cabalas), medidas que afectaban principalmente a los consumidores urbanos. Sin
embargo, al carecer ambas de población indígena que pagase tributos y de un
sector no exportador importante capaz de generar ingresos, España no podía au­
mentar la presión fiscal sin correr el riesgo de provocar el contrabando o de ver
menguar la fuente misma de sus ingresos.
De modo que los recaudadores de la Corona no iban simplemente por las
colonias buscando extraer una porción de las ganancias de las exitosas iniciati­
vas exportadoras de las regiones más productivas. De hecho, España impuso

20. La incertidumbre acerca de la proporción del ingreso fiscal argentino que puede atribuirse
a los aranceles y derechos de exportación se explica en la nota 24.
21. Actividades no agrícolas, ya que ni en Brasil ni en las colonias españolas existían impues­
tos sobre el suelo (o si los había, no se cobraban); el diezmo, que gravaba la producción agraria, iba
principalmente a la Iglesia.
318 JOHN H. COATSWORTH

cargas fiscales más onerosas a las colonias más pobres, con sectores de exportación
más pequeños y donde el grueso de los impuestos podía trasladarse a los producto­
res y consumidores urbanos y a la población indígena. Esta observación es la clave
para evaluar el impacto del imperialismo ibérico sobre las economías de la región.
El sistema impositivo hispanoamericano era por entonces colonial y precapi­
talista al mismo tiempo. España no gravaba fuertemente la producción de ex­
portación, porque esto hubiera reducido la recaudación imperial. Imponía las
cargas más altas sobre las colonias con grandes poblaciones indígenas conquista­
das. No sólo la población sometida pagaba el tributo, el odioso símbolo de la in­
ferioridad indígena, sino que las poblaciones coloniales de descendencia europea
(los criollos) y ascendencia mixta (los mestizos) también pagaban impuestos más
altos, cambiando una porción de su ingreso por protección contra la mayoría in­
dígena. Pero la actividad agrícola de criollos y mestizos era gravada sólo por la
Iglesia, a través del diezmo, por lo que la Corona alcanzaba a estos grupos con
altos impuestos sobre el comercio y la industria urbanos. Esto tendía a desalen­
tar dichas actividades, aun cuando algunos se las arreglaban para pasar una por­
ción de los altos gravámenes a los consumidores. Por lo tanto, el sistema imposi­
tivo colonial español frustró los efectos potencialmente favorables de la
producción para la exportación sobre el resto de la economía colonial, tanto en
Mesoamérica como en los Andes. En Cuba y Argentina, por contraste, la pro­
ducción para la exportación fue mayor como proporción del PIB, los impuestos
internos fueron menores y el PIB per cápita alcanzó los niveles más altos.

VI

El volumen relativo de la carga fiscal en cada una de las colonias tan sólo refleja
una parte del impacto del Estado sobre la actividad económica. En primer lugar,
los efectos de los impuestos varían según su índole e incidencia, así como en fun­
ción del uso que se dé a los ingresos que generan. En segundo lugar, porque los
gobiernos llevan a cabo muchas otras tareas, además de imponer gravámenes.
Entre otras iniciativas, regulan, consumen e invierten de diversas maneras. Re­
sulta obvio que los Estados coloniales de España y Portugal efectuaron todo lo
anterior, pero en contraste con las políticas modernizadoras que prevalecían en
la zona norte del Atlántico, las instituciones, los esquemas del gasto y las líneas
de inversión de los regímenes ibéricos contribuyeron tanto a desalentar el espíri­
tu empresarial como a protegerlo y fomentarlo.
Defensa y recaudación eran las preocupaciones fundamentales de los gobier­
nos coloniales de España y Portugal. En realidad, casi no se ocupaban de otros
asuntos. Ya señalamos anteriormente que ninguna de las dos potencias consi­
guió definir y defender sus fronteras coloniales terrestres. En verdad, ninguna de
las dos lo intentó siquiera, con la excepción, antes citada, de la Banda oriental,
donde España y Portugal apenas lograron algo más que legar irresuelto el dife-
rendo fronterizo a los Estados independientes que les sucedieron. Ninguno de
los dos logró garantizar el monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de
sus territorios, como lo prueba la violencia que caracterizó las relaciones interét­
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 319

nicas y la eventual autonomía de las milicias coloniales en los territorios españo­


les. Como tampoco tuvieron éxito, a pesar de haberlo intentado durante casi
medio siglo, las reformas de los Borbones y del marqués de Pombal, en librarse
de la dependencia de ambas Coronas respecto de una burocracia civil, cuya leal­
tad no pudieron comprar. En ambos imperios, los cargos públicos se vendían
habituaimente, a fin de obtener ingresos adicionales. Los compradores de estas
prebendas solían esperar dividendos de su inversión y, en general, los obtenían.
Las elites criollas resistieron con éxito durante el período borbónico los in­
tentos de la Corona para arrebatarles muchos de los cargos coloniales, mientras
que la Iglesia conservó, especialmente en las posesiones españolas, muchas de las
funciones que el Estado, por su intrínseca debilidad, no tuvo más remedio que
dejar en sus manos. La penetración de las instituciones estatales y sus funciona­
rios más allá de las ciudades y los centros mineros siguió siendo mínima y la ca­
pacidad del Estado para movilizar los habitantes en pro de un fin nacional o
para forzarles a obedecer las leyes, fue en el mejor de los casos sumamente frágil.
Para la mayoría de los habitantes de los imperios español y portugués del Nuevo
Mundo, el gobierno colonial era una potencia extranjera. La fragmentada geo­
grafía física de América se correspondía muy bien con la fragmentación de los
espacios económicos, políticos y culturales en las posesiones de ambas Coronas
ibéricas. En otras palabras, el Estado colonial en América Latina fue tan débil
como predatorio.
Desde el punto de vista económico, la deficiencia más grave de los regímenes
coloniales estuvo en la desatención que manifestaron hacia la infraestructura
material y los recursos humanos de estos territorios, así como en la incapacidad
para modernizar (o abolir) los códigos, los derechos de propiedad, los sistemas
jurídicos, las políticas fiscales, las intervenciones reguladoras, las restricciones de
castas, los monopolios reales y otras medidas anacrónicas, que desalentaron la
actividad productiva. En Hispanoamérica, bajo el impacto de las guerras, el re-
formismo liberal de Carlos III y sus ministros se transformó muy pronto en cam­
pañas orientadas a restaurar (en realidad, a extender) el poder absoluto de la
monarquía, con el fin de aumentar los ingresos fiscales. Durante el reinado de
Carlos IV, este absolutismo errático culminó en una serie de ataques contra la
Iglesia, que unidos a algunas medidas fiscales y financieras desesperadas, termi­
naron por socavar la lealtad de buena parte de las elites coloniales. En Brasil, las
reformas del marqués de Pombal se inspiraron en motivos análogos, pero se vie­
ron debilitadas por el colapso de la producción aurífera y el éxito de los españo­
les en su esfuerzo por reducir el contrabando con Buenos Aires, en la década de
1770 (Maxwell, 1995). En este contexto, resulta fácil comprender por qué nin­
guno de los dos imperios pudo asumir las costosas responsabilidades que hubie­
ran entrañado los nuevos proyectos de educación o de obras públicas. La heren­
cia ibérica de desidia y arcaísmo institucional persistió hasta mucho después de
la independencia.
En conjunto, gobiernos débiles y arbitrarios, instituciones arcaicas y caren­
cia de inversión pública constituyeron formidables obstáculos al crecimiento
económico de las posesiones ibéricas del Nuevo Mundo. Pero no todas las colo­
nias los padecieron en igual grado. En la América española, las colonias más po­
320 JOHN H. COATSWORTH

bres soportaron las mayores cargas fiscales internas, o sea, los niveles más altos
de imposición sobre los individuos, las mercancías y las transacciones, al margen
del sector externo. En las colonias continentales de conquista, los criollos y mu­
chos mestizos estaban inmersos en una intrincada maraña de privilegios corpo­
rativos y de casta que los ataban al régimen colonial y que alentaba el desarrollo
de los sistemas fiscales y regulatorios más onerosos de todo el Imperio. Incluso
la población indígena, a la que los nuevos impuestos y la intrusión de los funcio­
narios podían alentar a rebelarse, pagó pese a todo los tributos y aceptó la auto­
ridad de España, a cambio de un mínimo de autonomía y de protección de sus
derechos precapitalistas a la tenencia comunal del suelo.
Cuba y Argentina padecieron mucho menos. De todas las colonias ibéricas,
Cuba llegó a tener en el siglo xvm la economía más estrechamente vinculada al
comercio y el mercado externo. Los altos índices de su comercio exterior propi­
ciaron el desarrollo de prácticas mercantiles y políticas más modernas, incluso
en el marco del sistema español. Asimismo, la isla se benefició de los esfuerzos
tardíos del gobierno colonial, con miras a fomentar la producción de azúcar, a
raíz de la revolución haitiana de la década de 1790. Los vínculos de Argentina
con el comercio internacional redujeron igualmente el alcance de las regulacio­
nes nocivas, con la ventaja de no necesitar, como ocurría en Cuba, de un poder
de policía lo suficientemente fuerte como para mantener un sistema de planta­
ción basado en la esclavitud.
Brasil ofrece un contraste interesante con las tendencias de la América espa­
ñola. Es el único caso en que un sector exportador relativamente grande se com­
binó con una economía por lo general poco productiva. La pobreza relativa de
Brasil hizo imposible imponer una fuerte presión fiscal.

Vil

Tras la independencia, el peso del legado institucional de la Colonia resultó ser


más oneroso en las regiones donde las presiones modernizadoras se enfrentaron
a los profundos intereses vinculados al sistema de casta y a los privilegios y re­
gulaciones relacionados con el mismo. En México, el conservadurismo de la
Iglesia, junto con el de los grandes magnates criollos y sus aliados provinciales,
retrasó la modernización institucional durante décadas después de la indepen­
dencia. En el Perú, protegido del cambio por la geografía, la prolongación de
un pacto colonial que intercambiaba autonomía indígena por paz civil y la
resistencia de las elites terratenientes que dominaban los gobiernos provin­
ciales, la modernización liberal siguió siendo una aspiración frágil y mayormen­
te extranjera que pocas veces consiguió penetrar en la sierra hasta finales del si­
glo XIX22.

22. Véase Jacobsen, 1993: 330, que persuasivamente propuso que -el paternalismo, la coer­
ción, y la violencia» mantuvieron el orden neocolonial en el altiplano peruano hasta bien entrado el
siglo xx.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 321

La preferencia de Chile por el comercio controlado (la base del éxito de sus
exportaciones de trigo a Lima en el siglo xvill) se debilitó tras la independencia,
al descubrirse los ricos yacimientos de cobre del país, justo en el momento en
que ios precios se dispararon al comenzar la revolución industrial. Esta coinci­
dencia hizo que su recuperación económica fuera más pronta que la experimen­
tada por el resto de América Latina. Por supuesto, nada se logró rápidamente o
sin costo, pero aun así la modernización institucional chilena afrontó menos
obstáculos que en ningún otro sitio, excepto Argentina.
Como señalamos antes, Argentina fue el país menos afectado por el tránsito
a la independencia. Las luchas entre Buenos Aires y las provincias del interior en
torno a los principios constitucionales, las tarifas y los ingresos fiscales se pro­
longaron durante décadas, pero la mayor parte del tiempo que medió entre 1808
y 1865 el país estuvo más o menos en paz y prosperó económicamente. Además,
los conflictos en tomo a asuntos de clase, etnia y estructura institucional, que
agravaron las luchas civiles en México y los Andes —y, posteriormente, en Cuba
y Brasil— apenas desempeñaron papel alguno en Argentina. El crecimiento ba­
sado en la exportación comenzó poco después de la independencia y entró en
una etapa de gran expansión a partir de 1865, con la unificación del país23.
Como es sabido, Cuba siguió siendo una colonia española hasta 1898, con­
dición que mantuvo en parte a causa de su dependencia de la exportación de
azúcar producida con mano de obra esclava. Si bien la economía de la isla creció
en la primera mitad del siglo xix, su productividad se estancó. A mediados de si­
glo, la economía cubana se había quedado muy retrasada con respecto a la de
Estados Unidos, que se estaba industrializando.
Al examinar estas tendencias, Stanley Engerman y Kenneth Sokoloff sostu­
vieron recientemente que las diferentes trayectorias de crecimiento de América
Latina y Estados Unidos en la era moderna pueden atribuirse a diferencias tanto
en la dotación inicial de factores de la producción como en las correspondientes
políticas seguidas por los gobiernos coloniales y nacionales. Según esta hipótesis,
el surgimiento de sociedades muy desiguales en América Latina fue resultado del
desarrollo de economías de plantación basadas en la esclavitud en Brasil y el Ca­
ribe, así como de la formación de sistemas de alta concentración en la posesión
de la tierra en las demás colonias continentales. Esta desigualdad, afirman, impi­
dió el desarrollo de los mercados y la amplia participación en la actividad co­
mercial que promovió un crecimiento económico sostenido en Estados Unidos
(Engerman y Sokoloff, 1997: 260-304).
Mientras que Engerman y Sokoloff resaltaron lo que ellos percibieron como
ciertos rasgos comunes en la evolución histórica de las sociedades latinoamerica­
nas en contraste con Estados Unidos, este ensayo destaca las considerables dife­
rencias entre las colonias. En algunas colonias esclavistas como Cuba, la propie­
dad de la tierra se volvió muy concentrada. En otras, como el Nordeste
brasileño, las explotaciones azucareras eran más pequeñas y la propiedad estaba

23. Carlos Ncwland y Barry Poulson consideran que las exportaciones argentinas aumentaron
a un ritmo anual de 5.5% (o sea, un 3% per cápita) entre 1811 y 1870. Véase Ncwland y Poulson,
1998: 325-345.
322 JOHN H. COATSWORTH

más difundida. Esta diferencia ayuda a comprender por que las plantaciones cu­
banas eran generalmente más productivas que las de Brasil, aunque esto poco
aporta a explicar por qué el PIB per cápita se estancó en ambos países durante
casi todo el siglo XIX. La esclavitud, no obstante, pudo haber actuado como un
freno al crecimiento económico de varias maneras, aunque los esclavos y los an­
tiguos esclavos en ambos países participaron activamente en transacciones de
mercado. Además de la inestabilidad social y las tensiones políticas, la conse­
cuencia más debilitante de la esclavitud parece haber sido su efecto negativo so­
bre la inversión pública en educación y salud de la población esclava y también
de la no esclava24.
El caso argentino también sugiere una interpretación diferente. A principios
del siglo X1X, como Johnson ha demostrado, la distribución de la riqueza y del
ingreso de la provincia argentina de Buenos Aires fue tan igualitaria como en Es­
tados Unidos, pese a las políticas del gobierno que fomentaron los latifundios25.
Cuando los ferrocarriles hicieron la tierra accesible y la inmigración redujo la es­
casez de mano de obra, los valores de la tierra transformaron lo que eran enor­
mes pero poco valiosas propiedades en grandes concentraciones de riqueza. La
economía argentina creció más rápidamente que otras regiones de América Lati­
na, tanto en las primeras décadas que siguieron a la independencia (1820-1850),
cuando la riqueza estaba repartida más igualitariamente, como más tarde, cuan­
do su distribución fue mucho más concentrada26.
También es preciso modificar un poco el esquema de Engerman y Sokoloff
en el caso de las colonias continentales de conquista, como México y Perú. No
cabe duda de que el sistema de castas mantenía a los indígenas en condiciones de
inferioridad, pero también proporcionaba y garantizaba el acceso al suelo de
una amplia proporción de la población indígena al margen de los colonos euro­
peos. Sin este dispositivo de amplio acceso a la tenencia de la tierra, España nun­
ca hubiera podido implantar sistemas de control y de fiscalización tan onerosos,
vinculados al régimen de castas y privilegios corporativos, que terminaron por
frenar el crecimiento económico. Engerman y Sokoloff tienen sin duda razón al
señalar la relevancia de la falta de inversión en recursos humanos, particular­
mente en educación, que caracterizaron a México y las repúblicas andinas hasta
fecha muy reciente, pero las flagrantes desigualdades en la tenencia de la tierra y
otras formas de riqueza, así como en los ingresos, no afectaron a México y la re­
gión andina hasta finales del siglo XIX, cuando la economía empezó a crecer de
manera regular.
Por lo tanto, el legado institucional del Estado colonial varió considerable­
mente a lo largo de América Latina. En las colonias de asentamiento, como
Argentina (y tal vez Chile y Uruguay), los obstáculos al crecimiento fueron des­
cartados rápidamente. Estas áreas experimentaron los mayores avances de pro­

24. Para un análisis comparativo de las industrias azucareras brasileña y cubana en el siglo
XíX, véase Denslow, 1987. Véase también Schwartz, 1985.
25. Véase Lyman L. Johnson, inédito.
26. Sobre el crecimiento económico de Argentina en el siglo XIX, véase Ncwland y Poulson,
1998 y Cortés Conde, 1997.
EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD ECONÓMICA COLONIAL 323

ductividad tras la independencia. Las colonias esclavistas como Cuba y Brasil


experimentaron poco o ningún incremento del PIB per cápita, más allá de sus ni­
veles de 1800, hasta después de la emancipación de 1886 y 1888, respectiva­
mente. La esclavitud desalentó la inmigración, contribuyó al alboroto político y
social e inhibió la inversión en educación y salud. En ¿México y la región andina,
el legado colonial resultó por lo menos igual de pesado. Sólo tras prolongados
períodos de lucha civil los nuevos estados de la región pudieron embarcarse en el
tipo de modernización institucional necesario para el crecimiento económico.
15

CONFLICTO INTERNACIONAL, ORDEN COLONIAL


Y MILITARIZACIÓN

Alian Kuethe

El reto de mantener la defensa de las colonias hispanoamericanas presentó a Es­


paña nuevas e inconmensurables dificultades durante el siglo xvm. Inglaterra, su
mayor enemigo, contaba ya con una potente base industrial y una dinámica pre­
sencia colonial en América del Norte, por lo que le fue posible desarrollar la ca­
pacidad de lanzar contra el imperio español inmensas fuerzas navales y, con
ellas, ejércitos de miles de hombres. Esta realidad, que llegó a hacerse patente de
forma cada vez más severa, forzó al nuevo régimen de los Borbones a continuar
reevaluando y modernizando su sistema de defensa terrestre en América. Para
proteger sus posesiones frente a esta amenaza, la Corona española se vio obliga­
da a mantener y ampliar el complejo dispositivo de defensa de las plazas fuertes,
así como a reorganizar y aumentar las guarniciones fijas, todo a un costo cada
vez más elevado. Por último, Carlos III, después de la humillación que España
sufrió al perder La Habana en 1762, optó por armar sistemáticamente a los co­
lonos en el marco de un cuerpo de milicias y, al mismo tiempo, reforzar aún más
la tropa veterana. La drástica expansión de las fuerzas armadas coloniales cons­
tituyó una característica fundamental del imperio en el siglo xvm, y el complejo
militar surgido durante ese siglo llegó a ser una institución central dentro de la
estructura colonial, a la vez que el mayor consumidor de los fondos del real era­
rio. Esta transformación tendría vastas consecuencias para el futuro de América
Latina.
Durante la época anterior, cuando la amenaza externa consistía simplemente
en ataques de piratas o de tropa enemiga poco numerosa, fue factible defender
de manera económica ios reinos americanos con un sistema de plazas fuertes,
guarnecidas con pequeñas unidades regulares de infantería artillería. Lo esencial
para España era la defensa de las rutas comerciales y este enfoque determinó los
planteamientos defensivos del Caribe y el golfo de México. La construcción y el
mantenimiento de fortificaciones en puntos clave como La Habana o Cartagena
eran costosos, pero se gastaba poco en personal. Por su parte, el enemigo nor­
malmente no poseía los medios para mantenerse en suelo español durante largo
tiempo, debido a la falta de alimentos y a la terrible amenaza de las enfermeda­
des tropicales. Los saqueos del barón de Pointis en Cartagena y de Henry Mor-
326 ALLAN KUETHE

gan en Panamá, por ejemplo, fueron golpes duros para España, pero no resulta­
ron pérdida alguna de posesiones territoriales.
En 1719, pocos años después de que los Tratados de Utrecht confirmaran
el acceso de la dinastía borbónica al trono español, el nuevo régimen empezó a
sustituir las pequeñas unidades con batallones fijos en las plazas fuertes. El pri­
mero en establecerse fue el Batallón de Infantería de La Habana, formado por
las siete compañías sueltas, que antes compusieran la guarnición. De 100 hom­
bres cada una, estas compañías se pusieron bajo el mando de una plana mayor,
encabezada por uno de los capitanes de compañía. El número de oficiales se au­
mentó de tres a cuatro por compañía y el de sargentos, de uno a dos. Una de las
siete compañías de fusileros se convirtió en compañía de granaderos y, como
antes, compañías sencillas de artillería y caballería se agregaron a la infantería.
La nueva organización representó una modernización del sistema de mando y
una centralización de las operaciones. Poco después, la guarnición se aumentó,
con la adición de cinco compañías sueltas de infantería y tres compañías de
dragones que sustituyeron a la de caballería. En los años siguientes, otras pla­
zas fuertes del Caribe se dotaron de batallones fijos: Cartagena (1736), Santo
Domingo (1738), Veracruz (1740), Panamá y San Juan (1741) y Caracas
(1754).
Cuando en 1753 la infantería de La Habana se hubo reconstituido en un re­
gimiento de cuatro batallones de seis compañías cada uno, con una fuerza total
de 2 080 hombres y con responsabilidad sobre Santiago y San Agustín, se añadió
a la plana mayor un coronel, un teniente coronel y un sargento mayor. Final­
mente, las Ordenanzas de S.M. para el régimen, disciplina, subordinación y ser­
vicio de sus ejércitos... de 1768 proporcionaron la definición básica para los ba­
tallones y regimientos de infantería del imperio español, que habría de perdurar
casi sin alteraciones hasta el final de la época colonial. Dentro del marco resul­
tante, un batallón consistía en nueve compañías, una de 63 granaderos (con dos
sargentos, seis cabos y un tambor) y ocho de 77 fusileros cada una (con tres sar­
gentos, ocho cabos y dos tambores), y de un capitán, un teniente y un subtenien­
te por compañía. La plana mayor incluía un coronel, un sargento mayor y un
ayudante mayor, y la completaban abanderados y otro personal. Un regimiento
habría de tener dos o tres batallones, encabezados el segundo y el tercero por te­
nientes coroneles (Kuethe, 1986: 12-14, apéndice 1).
Además de los cuerpos fijos, España contaba con batallones de refuerzo, con
base en la Península, que en tiempos de emergencia, a la primera señal de peligro
de invasión, se enviaban a las plazas fuertes más vulnerables. Era más económi­
co sostener estas unidades en Europa que en América y también era más fácil
mantener allí el nivel de alistamiento autorizado. 1.a gran debilidad de este siste­
ma era el considerable número de bajas por razón de enfermedad que ocasiona­
ba el transporte de la tropa a las colonias, el tiempo que debían emplear los sol­
dados en adaptarse al ambiente americano y, por último, las numerosas
deserciones que solían producirse durante el traslado. Tampoco se podía garan­
tizar que llegaran a tiempo, desde su lejana base europea.
La estrategia básica era sumamente lógica y práctica. Dado que los ingleses,
por su superioridad naval, gozaban de la iniciativa, pudiendo seleccionar el punto
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 327

Ilustración 1

1785. Diseño de uniforme del «Regimiento de Voluntarios de Cavallería de la Havana.


Diseño del actual vestuario que usa este cuerpo desde el año de 1763 de su creación»
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos,
Uniformes, SD 2141, 34.
328 ALLAN KUETHE

Ilustración 2

1808. Diseño de uniforme para los sargentos de urbanos de intramuros de 1.a Habana.
Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos,
Uniformes, CU 1668, 39.
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 329

de ataque, la ventaja numérica estaría siempre de su parte, ya que España se veía


forzada a dividir sus efectivos entre las muchas plazas fuertes del imperio, sobre
todo en el Caribe. Las ventajas de los defensores eran las macizas fortificaciones
que hacían posible una resistencia prolongada, aun con poca tropa, y las enfer­
medades que con el tiempo —normalmente de cuatro a seis semanas— solían
atacar a los forasteros que osaban aventurarse en la zona tropical. Entre ellas, la
fiebre amarilla o vómito negro era la más devastadora. Así, era imperioso ofre­
cer resistencia al enemigo desde el momento mismo de su llegada a las playas y
retrasar lo más posible el avance hacia las plazas fuertes. Una vez detrás de las
murallas, los defensores, aunque en inferioridad numérica, contaban con la ven­
taja de presentar un frente compacto y un blanco reducido, contra el que los si­
tiadores, pese a su superioridad, sólo podían utilizar parte de sus fuerzas. Con
las condiciones de batalla reducidas a un asedio de larga duración, las enferme­
dades tendrían tiempo suficiente para castigar al invasor.
De manera parecida se desarrolló la batalla en 1741, cuando un ejército inva­
sor inglés de unos 12000 hombres, conducidos por una flota de cerca de 140 na­
vios de guerra y de transporte, atacó la plaza fuerte de Cartagena de Indias. La
ciudad contaba con un batallón fijo y con elementos de los Regimientos de Espa­
ña y Aragón, que habían llegado como refuerzos el año anterior, pero que habían
sufrido bajas leves, debido a las enfermedades y las deserciones. En el momento
de la batalla, el total de efectivos frisaba los 1100 hombres solamente. Tras un si­
tio de seis semanas, la epidemia que se declaró entre las filas invasoras y el fraca­
so de un ataque desesperado contra las sólidas murallas del Castillo de San Felipe
de Barajas obligaron a los ingleses a abandonar la bahía de Cartagena, dejando
tras de sí miles de bajas. En esta batalla también participaron las milicias, aunque
su contribución fue marginal, debido a su deficiente formación castrense.
En España en 1734, durante la Guerra de Sucesión de Polonia, la Corona
había levantado en las 33 provincias de Castilla, lo que se llamaba milicias
disciplinadas, también conocidas como milicias provinciales. Estos cuerpos se
agruparon en regimientos, con organización homogénea y adiestramiento siste­
mático a manos de tropa veterana integrada en su sistema de mando y con equi­
po, armas y uniformes. Por último, estas milicias fueron habilitadas para gozar
en pleno del fuero militar. Estos milicianos funcionaron como reserva entrenada
para respaldar los cuerpos veteranos o para suplir bajas en sus filas durante los
períodos de guerra. Como sólo recibían la paga cuando se hallaban movilizados,
estos cuerpos proporcionaban una tropa numerosa con un gasto mínimo.
También hubo milicias urbanas sostenidas por su propio municipio o por
gremios particulares. Estas milicias servían en caso de emergencias locales, pero
no salían de sus comunidades, estando su uso siempre limitado e inferior la cali­
dad de sus prestaciones.
En esta época, España no trató de someter a las milicias americanas a la
misma disciplina. Aunque algunas de ellas habían existido, al menos en teoría,
por largo tiempo, otras simplemente se organizaron en situaciones de emergen­
cia. Estos cuerpos voluntarios solían estar escasos de equipo y de entrenamien­
to, sin llegar a dominar a fondo ni la táctica ni la disciplina militar. Su función
primordial era mantener el orden interno, sofocar sublevaciones de indios o, a
330 ALLAN KUETHE

veces, resistir las agresiones de piratas. Combatir contra un ejército veterano


era ya más difícil. En la batalla de Cartagena, estas milicias desempeñaron fun­
ciones de apoyo y de mano de obra, pero en combate su provecho fue bastante
limitado.
El sistema de defensa americano funcionó de esta manera hasta el reinado de
Carlos III. Sus ventajas eran obvias. La política basada en pequeñas guarniciones
veteranas era económica y permitió a la Corona mantener el monopolio español
sobre el manejo de las armas, lo cual le garantizó una ventaja política funda­
mental. Las desventajas consistían en la posibilidad de que los refuerzos
europeos no llegaran a tiempo o con la fuerza suficiente y en condiciones de res­
paldar a los fijos, dejando a éstos sin la capacidad de resistir, y en la posibilidad
de que las epidemias tardaran en declararse, dando al invasor tiempo suficiente
para completar la conquista. En el caso de Cartagena, por ejemplo, la gloriosa
victoria hispana se debió más a la torpeza del mando británico y a la buena suer­
te española que a la adecuada preparación de la defensa.

Ilustración 3

1785. Diseño de uniforme del «Reximicnto Ynfantcría de Voluntarios Blancos de Mili­


cias de Cartagena de Yndias». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo Gene­
ral de Indias, Mapas y Planos, Uniformes, IG 661, 5bis.
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 331

España y Gran Bretaña normalizaron sus relaciones diplomáticas mediante


el Tratado de Madrid de 1750 y durante la siguiente «neutralidad fcrnandista»
de los años 50, la política militar, aparentemente vindicada por la experiencia de
Cartagena, pareció a todas luces suficiente. Se mantenía el programa de defensa
tradicional, con gastos limitados a lo esencial, según un sistema diplomático que
dejaba a España mano libre en el ámbito de los poderes y rivales máximos de la
época, los británicos y los franceses. Esta situación se mantuvo hasta la Guerra
de los Siete Años (1756-1763), en que los ingleses, aprovechando sus recursos
coloniales y sus fuerzas navales, registraron victorias decisivas sobre los france­
ses en Canadá, el Caribe e India. Estos acontecimientos inesperados alteraron
profundamente el equilibrio del poder y provocaron la intervención diplomática
de España, lo que a su vez indujo a Inglaterra a declararle la guerra, el día 4 de
enero de 1762.
La derrota de las fuerzas armadas españolas en la batalla de La Habana, que
tuvo lugar de junio a agosto de 1762, puso fin al sistema defensivo conservador
de los primeros Borbones y marcó el comienzo de la ambiciosa reforma militar de
Carlos III. A pesar de que alguna tropa de refuerzo, principalmente de los Regi­
mientos de España y Aragón, había llegado de antemano, aumentando la fuerza
veterana de la guarnición a 2 330 efectivos, los invasores ingleses contaban con
una ventaja numérica de seis a uno. La resistencia de las fuerzas veteranas fue he­
roica y sólo sobrevivieron 631 defensores. Con escasa formación militar, las uni­
dades milicianas contaron poco y en un momento clave, durante los primeros
días de lucha, un destacamento de lanceros se dio a la fuga al oír el sonido, poco
familiar para ellos, de las armas de fuego. El asedio de la plaza fuerte duró más
de dos meses, dos semanas más que el de Cartagena. La diferencia principal entre
ambas batallas estribó en la capacidad inglesa de retardar el avance de las enfer­
medades, aprovechando estratégicamente su supremacía naval para introducir
fuerzas terrestres en etapas sucesivas y abastecer a la tropa con agua y comida de
afuera. España logró recuperar La Habana a cambio de la Florida en el Tratado
de París del 10 de febrero de 1763, pero Carlos III ya había llegado a la conclu­
sión de que era indispensable emprender una ambiciosa reforma militar.
La nueva estrategia incluyó la decisión de armar eficazmente a los vasallos
americanos, que por primera vez compartirían con soldados españoles la respon­
sabilidad de la defensa colonial. Un factor relevante en la pérdida de La Habana
había sido el corto número de tropa regular para resistir a una fuerza invasora
masiva. El sistema castellano de milicias prometía aumentar, a un costo tolera­
ble, el número de tropa entrenada que podría respaldar en caso de emergencia a
las guarniciones veteranas. Por su parte, éstas se aumentarían cuanto fuere posi­
ble, pero los gastos permisibles limitaban mucho esta opción. Al recuperar La
Habana de manos de los ingleses, y para reformar sus defensas, Carlos III man­
dó a Cuba al conde de Riela como gobernador y al mariscal de campo Alejandro
O’Reilly, como inspector general de la tropa. Con ellos viajaron 50 oficiales y
550 sargentos, cabos y soldados para disciplinar a las nuevas milicias. El modelo
establecido en Cuba se extendería luego a las demás colonias americanas.
Durante la segunda mitad del año 1763 y los primeros meses de 1764,
O’Reilly organizó en Cuba una milicia disciplinada de ocho batallones de infan­
332 ALLAN KUETHE

tería, dos de ellos combinados en un regimiento, más un regimiento de caballería


y otro de dragones. Cada batallón de infantería contaba con nueve compañías,
ocho de fusileros con 90 soldados y una de granaderos, con 80, o sea, un total
de 800 soldados. La caballería contaba con 13 compañías de 50 hombres cada
una y los dragones, con seis compañías, tres montadas de 50 y tres de a pie, con
100. Un Reglamento para las milicias de infantería y caballería de la Isla de
Cuba... vio la luz en forma preliminar en 1765 y, en forma definitiva, en 1769.
La plana mayor fue una mezcla de voluntarios sacados de las elites locales,
con veteranos del ejército regular, encargados de instruir a los milicianos en el
manejo de las armas y las evoluciones tácticas. El mando de la infantería estaba
compuesto de un coronel voluntario, así como de otro personal voluntario sin
comisión, un sargento mayor veterano, un ayudante veterano, un tambor ma­
yor, mantenido a sueldo, un cirujano y un capellán. En las compañías, los capi­
tanes y subtenientes eran voluntarios y los tenientes, veteranos. Cada una de
ellas contaba con dos sargentos y cuatro cabos voluntarios y un sargento, dos
cabos y un tambor veteranos. Por lo general, los veteranos ostentaban un grado
o dos más alto en las milicias que en el servicio regular. Es decir, que un capitán
veterano funcionaría como sargento mayor de milicias, los tenientes como ayu­
dantes, los sargentos como tenientes, los cabos como sargentos y los soldados

Ilustración 4

1825. Diseño de uniforme para los voluntarios realistas de Santiago de Cuba. Fuente-. Mi­
nisterio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Uniformes,
CU 2011,23.
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 333

Ilustración 5

1764. Diseño de uniforme de las milicias blancas de Santiago de Cuba y Baya-


mo. Dibujado probablemente por José Nicolás Escalera. Fuente: Ministerio de
Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Uniformes,
SD 2078,22.
334 ALLAN KUETHE

como cabos. El sistema de la caballería era similar, con la excepción de que


O’Reilly nombró primer coronel a un veterano en vez de a un voluntario, dejan­
do así abierta esta posibilidad para el futuro. Las compañías montadas de dra­
gones, cuya misión era conducir patrullas y proteger las líneas de abastecimien­
to, carecían de personal veterano en sus filas, aunque las compañías de a pie sí
tenían sargentos, cabos y tambores a la par de la infantería, siendo el coronel vo­
luntario asistido por un ayudante mayor veterano. O’Reilly tuvo en cuenta la
realidad demográfica, al incluir en la milicia dos batallones de pardos (mulatos)
y uno de morenos (negros). La enseñanza de los batallones de color fue asignada
a planas mayores segregadas de blancos veteranos.
La esperanza era que las filas de las milicias se habrían de completar con vo­
luntarios —y la nomenclatura de los batallones y regimientos se estableció según
este criterio— pero en casos de necesidad la selección se realizó mediante una lo­
tería. Los tenientes veteranos mantenían relaciones de los hombres útiles para
las armas entre 15 y 45 años, que provenían de los barrios que sostenían sus
compañías. Aunque ningún vasallo estaba exento de la obligación de defender
su patria, en estas relaciones se distinguía entre solteros y casados. Además, los
miembros de ciertas ocupaciones estaban exentos de alistamiento, entre ellos,
abogados, escribanos, médicos, boticarios, cirujanos, notarios, procuradores de
número, administradores de rentas, sacristanes, maestros de escuela y estudian­
tes que tuvieran las primeras órdenes. En la práctica, la observación de estas
normas dependía mucho del número de hombres de un distrito, en relación con
los efectivos que la milicia necesitaba. Para la oficialidad, el reglamento prescri­
bía la selección de «sugetos de los más distinguidos, que tengan las calidades de
ilustres, mozos de espíritu, honor, aplicación, desinterés, conducta y caudal sufi­
ciente con que sostener la decencia del empleo». En Cuba, y en América en gene­
ral, no hubo falta de aspirantes al honor del uniforme de oficial y sus privilegios,
especialmente entre los terratenientes que abrigaban pretensiones de nobleza.
Las compañías se ejercitaban en sus barrios los domingos, después de la
misa, aunque inicialmente los milicianos recibieron entrenamientos más inten­
sos. Cada dos meses, la milicia participaba en ejercicios de fuego y maniobras
tácticas al nivel del batallón, si era posible reunir geográficamente a todas las
compañías. A finales de año tenían lugar revistas generales a cargo del subins­
pector general, ocasión en que las bajas se llenaban con reclutas nuevos y el
equipo se sometía a revisión. Es de notar que todo miliciano gozaba del fuero
militar, tanto civil como criminal, privilegio que les permitía presentar su defen­
sa ante los tribunales militares. Puestos sobre las armas en tiempo de emergencia
y ya sujetos a un auténtico régimen de adiestramiento intensivo y disciplina mili­
tar, estos cuerpos teóricamente podían reemplazar a las bajas de los batallones
fijos o respaldarlos, en caso de sitio de la plaza fuerte.
Desde el punto de vista económico, para la Corona una de las mayores ven­
tajas de este sistema era su impacto limitado sobre el erario real. El costo anual
de las plazas veteranas de un batallón de milicias de blancos no llegaba a 12000
pesos, cantidad que equivalía aproximadamente al 10 por ciento de los sueldos
de un batallón fijo. Por lo general, cada provincia tenía la responsabilidad de
uniformar sus milicias, y en cuanto a fusiles u otro equipo de formación, podían
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 335

Ilustración 6

1816. Diseño de «Uniforme de juez director» de la Lotería de Cuba. Con


diseño del bordado de plata de sus bordes. Fuente: Ministerio de Educa­
ción y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Uniformes,
UL214, 18.

Ilustración 7

1817. Diseños de diversos tipos de cohetes y balas. Fuente: Ministerio de


Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Inge­
nios y Muestras, CU 1900, 183.
336 ALLAN KUETHE

usar material antiguo. Una vez movilizados, era posible equiparlos con armas
adecuadas, tomadas de la guarnición fija. Así, con un gasto limitado, Su Majes­
tad podría contar con un número de defensores capaces de enfrentarse a las nu­
tridas huestes británicas.
Aunque el sistema de milicias introducido en Cuba por Riela y O’Rcilly pro­
metía remediar la escasez de efectivos en las fuerzas terrestres de las colonias,
también entrañaba enormes riesgos políticos para la Corona y, en especial, para
su soberanía. Armar a la población colonial americana era transferirle, junto
con el conocimiento militar, un elemento fundamental del poder político. Se es­
peraba que los cuerpos fijos, dominados por españoles, sirvieran de freno ante el
peligro que podrían suscitar las diferencias políticas entre Madrid y sus vasallos
americanos, pero esta situación exigía un control absoluto sobre el reclutamien­
to, lo que resultaba poco menos que imposible. Además, los fondos que costea­
ban los gastos militares en América provenían de las cajas coloniales, circunstan­
cia que realzaba la influencia criolla. El nuevo sistema militar implicaba un
cambio fundamental en la realidad política del imperio.
En 1764, cuando O’Rcilly y Riela desempeñaban todavía sus respectivas
funciones en Cuba, la Corona mandó a México al teniente general Juan de Vi-
llalba, acompañado de un equipo de cuatro mariscales de campo, 153 oficiales y
780 sargentos, cabos y soldados, con el propósito de reorganizar las milicias,
trabajo que continuó por espacio de varios años. Al salir de Cuba en 1765,
O’Reilly se trasladó a Puerto Rico, donde continuó su empresa reformadora, le­
vantando una serie de compañías sueltas, según el nuevo sistema. Durante esta
misma época, la Corte mandó reales órdenes a Buenos Aires, Caracas y Lima,
con el objeto de reorganizar las milicias, enviando en el caso de la primera colo­
nia copias del modelo cubano, así como buen número de fusiles y de personal
veterano. Durante la crisis internacional que se produjo en los años 1770-1771,
cuando el gobernador de Buenos Aires expulsó a los ingleses de las islas Malvi­
nas, la Corona ordenó organizar milicias regulares en Cartagena, Panamá y San­
to Domingo, todas según el Reglamento para las milicias... de Cuba, y reanudó
la tarea en Caracas, donde poco se había logrado. En todos los casos, la Corona
envió uniformes, armas y equipo, así como personal veterano para la instruc­
ción. En los años siguientes, el sistema de milicias regulares se extendió a otras
regiones, incluso a Guayaquil en 1775 y a varias zonas interiores de la Nueva
Granada, entre 1776 y 1783.
Con el tiempo, la calidad de las milicias varió enormemente. Muchos cuer­
pos voluntarios nunca llegaron a tener mucho más que una presencia nominal,
mientras que otros contribuyeron de manera clave a la defensa de sus localida­
des. Por lo general, las unidades que tuvieron la oportunidad de operar al lado
de tropas veteranas en una plaza fuerte a la vera del mar, donde la amenaza ex­
tranjera existía inequívocamente, demostraron mayor dedicación al servicio de
las armas que las ubicadas en parajes de tierra adentro, donde los milicianos
nunca habían visto el mar ni tenían conciencia del peligro inminente. También
es probable que los milicianos demostraran más entusiasmo si su comunidad ob­
tenía beneficios directos de las inversiones militares y las remesas de situados,
provenientes de otros puntos del imperio, para mantener sus defensas. En esos
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 337

casos, la calidad del armamento y la formación habría de ser necesariamente su­


perior. La Habana, por ejemplo, que era la plaza fuerte más estratégica de las
colonias americanas, recibía mayor volumen de financiación militar por vía del
situado mexicano y mantenía un lucrativo comercio con la metrópoli. Por estos
motivos sus milicias estaban siempre en buen orden y listas para la defensa. Es
más, estas milicias desempeñaron un papel clave en la ofensiva española en La
Florida, durante la guerra de la Revolución Americana, cubriendo de gloria las
armas de Carlos III.

Ilustración 8

1785. Diseño de «Uniforme de la tropa veterana», de Popayán.


Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de
Indias, Mapas y Planos, Uniformes, SF 604, 12.
338 ALLAN KUETHE

En contraste, el objetivo de mantener en buenas condiciones a estos cuerpos


armados en el interior de Nueva España tropezó reiteradamente con obstáculos
casi imposibles de superar. Los milicianos, que veían cómo el dinero de sus im­
puestos se marchaba con destino a la costa y las islas del Caribe, y que sentían
antipatía hacia Vcracruz, consideraban, en buena lógica, que el servicio militar
era una imposición inútil y, por ende, lo cumplían de mala gana. A lo largo de
su historia, los batallones y regimientos mexicanos, en los que solían formar de
11 000 a 17000 hombres, padecieron ausencias habituales, numerosas desercio­
nes y falta generalizada de disciplina, lo que escandalizaba a los oficiales supe­
riores. En consecuencia, el virreinato experimentó con un sinfín de nuevos pla­
nes y reorganizaciones. Perú, el virreinato menos expuesto al peligro de una
invasión extranjera, mantuvo en pie una milicia de enormes proporciones, que
llegó a tener 100000 hombres, pero en la que apenas dos o tres regimientos po­
drían considerarse disciplinados. Los demás servían para otorgar títulos y privi­
legios a las elites, junto con la satisfacción de los honores militares que conlleva­
ban. En Buenos Aires, donde la población rural era en extremo móvil y difícil de
enganchar y disciplinar, y donde la elite comercial urbana manifestaba poco o
ningún interés por el servicio militar, las milicias arrastraron una existencia es­
pectral hasta principios del siglo XIX, cuando la amenaza inglesa alcanzó pro­
porciones importantes.
Por lo general, las fuerzas destacadas en el Caribe, dado el carácter estratégi­
co de la región, eran de la mayor calidad, sobre todo las de Santo Domingo, San
Juan, Cartagena y, como se ha explicado antes, La Habana, sitios donde había
condiciones favorables para su mantenimiento y seria dedicación al servicio mili­
tar. Las milicias de Panamá, mantenidas al nivel de dos batallones durante los
años 80 y aun después, los dos batallones de Santiago de Cuba, los seis batallo­
nes y varias compañías sueltas de Caracas y las de otros sitios como Maracaibo,
Cumaná, Santa Marta y Portovelo y en el golfo de México y Veracruz, mante­
nían su alistamiento y entrenamiento, poseían equipo regular y contribuían de
modo considerable a la defensa de los territorios correspondientes.
Al tiempo que reorganizaba las milicias coloniales, la Corona aumentó el
ejército de dotación que guarnecía las plazas fuertes, aunque lo hizo de manera
bastante limitada, a causa de las restricciones presupuestarias. Así, por ejemplo,
Villalba aumentó la infantería de un batallón a un regimiento en Nueva España
y creó dos nuevos regimientos de dragones. En Nueva Granada, en 1773, el ba­
tallón fijo de Cartagena se reforzó hasta convertirlo en regimiento y se estableció
un batallón de infantería en Panamá. El ejército de refuerzo, con base en Espa­
ña, siguió siendo un elemento clave de la estrategia defensiva. Así, antes del au­
mento de las dotaciones fijas de Cartagena y Panamá, la Corona mantuvo dos o
tres batallones españoles en Nueva Granada, y La Habana siempre contó con un
regimiento de refuerzo para su fijo.
Durante la crisis de 1770-1771 que enfrentó a España e Inglaterra con moti­
vo de las islas Malvinas, llegaron a 20 los batallones desplegados en México, el
Caribe y Buenos Aires. Sin embargo, con el tiempo se impuso la tendencia hacia
un crecimiento progresivo, aunque lento, de las guarniciones permanentes. Por
fin, en 1786, los cuerpos de refuerzo se sustituyeron con tropa fija, con el propó-
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 339

Ilustración 9

1785. Uniforme del Regimiento de Infantería Auxiliar del Nuevo Reino


de Granada. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General
de Indias, Mapas y Planos, Uniformes, SF 604, 2.
340 ALLAN KUETHE

sito de reducir los gastos de transporte y el número de bajas causado por las muer­
tes y las deserciones. En la década de los años 90, los cuerpos veteranos de Ameri­
ca contaban con cerca de 29000 efectivos (Marchena Fernández, 1992: 128).
El crecimiento de los instrumentos de planificación y coordinación destina­
dos a sostener el nuevo aparato militar fue un factor fundamental en la transfor­
mación del sistema de defensa que evolucionó durante el siglo XVIII. «Toda esta
estructura defensiva estuvo cimentada en un gigantesco marco teórico. En efec­
to, estrategas y técnicos en el arte de la guerra, burócratas, inspectores y planifi­
cadores aunaron esfuerzos para llevar a cabo la reglamentación del nuevo siste­
ma defensivo, basándose fundamentalmente en la propia realidad americana.
Así, como todo un cúmulo de informes sobre el estado y funcionamiento de la
estructura militar, mapas y descripciones geográficas, planos de las fortificacio­
nes, revistas mensuales de las tropas, etc., se exigirán continuamente a virreyes,
gobernadores y jefes militares para poder llevar a cabo un análisis real del esta­
do militar y defensivo de las plazas americanas, previamente a la emisión de
cualquier medida al respecto» (Gómez Pérez, 1992: 15).
Estos reglamentos prescribieron el carácter y tamaño de las guarniciones, sus
armas y uniformes, la instrucción, la financiación y el mantenimiento, las comu­
nicaciones y el reclutamiento. Además, algunos ingenieros militares elaboraron
planes especiales para la defensa de ciertas plazas, como fue el caso de Antonio
Arévalo (Cartagena) y Agustín Crame (Cartagena, Santa Marta, Cumaná, Gua-
yana, La Guaira, Puerto Cabello, .Maracaibo, Panamá Omoa y San Juan de Ni­
caragua). Al definir la estrategia defensiva, dichos expertos tuvieron en cuenta
los alrededores y las zonas exteriores, así como la población, los recursos huma­
nos, la alimentación y demás características generales. Así, el grado de planifica­
ción, desde Madrid a la plaza fuerte individual, alcanzó, al menos en teoría, la
altura correspondiente a la época de la Ilustración.
El cuerpo de oficiales, dominado por españoles durante la mayor pane del
siglo xvm, creció en distinción social y preparación profesional a medida que
aumentaba la importancia y el prestigio del ejército. A principios de siglo, la
cantidad de nobles que se encontraban en las guarniciones americanas era prác­
ticamente nulo y hacia la mitad del siglo todavía representaban una escasa mi­
noría; pero con las reformas de Carlos III esta clase llegó a dominar abrumado­
ramente, superando el 80 por ciento a finales de siglo; en las plazas de primera
categoría, la proporción llegó a ser casi del ciento por ciento (Marchena Fernán­
dez, 1983: 125-135). La oficialidad del ejército americano había llegado a cons­
tituir un núcleo de gran poder y prestigio social.
Para mejorar la enseñanza técnica, se estableció en 1764 la Academia Militar
de Artillería de Segovia. Más tarde esta escuela se dividió y trasladó a Zamora y
Cádiz, y en 1775 se creó la Academia de Caballería de Ocaña. Al otro lado del
océano, en Cartagena de Indias, se fundó una Academia de Matemáticas para In­
genieros, en 1730. Las primeras escuelas de artilleros se crearon en 1765 en Mé­
xico y Veracruz y, posteriormente, aparecieron otras en muchas de las principales
plazas fuertes. En cuanto a la infantería, una academia funcionó en España por
breve tiempo, pero dado que el método vigente de instruir oficiales, tanto en Eu­
ropa como en América, era el sistema de cadetes, los jóvenes que aspiraban al
C O N F L IC T O IN T E R N A C IO N A L . O R D E N C O L O N IA L
Ilustración 10

Y
M IL IT A R IZ A C IÓ N
1781. Diseño de uniformes de los oficiales de milicias de la Villa de Potosí. Fuente*. Ministerio de Educación y
Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Uniformes, CS 437-B, 1.
342 ALLAN KUETHE

rango de oficiales se incorporaban como adjuntos a batallones y regimientos, es­


tando sujetos para su educación y formación a un capitán, llamado «maestro de
cadetes». Con estos medios el ejército constituyó un sistema que con el paso de
los años contribuyó a elevar el nivel de la educación en las colonias.
Entre los problemas básicos que planteaba el mantenimiento de un ejército
eficaz, en América, estaba el del reclutamiento para engrosar sus filas. En Espa­
ña, país que en teoría suministraba los efectivos militares para los cuerpos per­
manentes de las colonias y que sirvió de base a los batallones y regimientos de
refuerzo, este proceso se llevó a cabo con el reclutamiento voluntario, mediante
las llamadas «banderas de recluta», de las quintas o por medio de la leva forzo­
sa. Por reclutamiento se incorporaron hombres entre las edades de 18 y 45 años
y, después de 1768, entre los 16 y los 40 años. El tiempo de servicio era de cua­
tro o cinco años, aunque después de 1775 subió a ocho. La quinta se impuso a
los hombres entre las edades de 18 y 40 años, y después de 1770, entre los 17 y
los 36 años. Los enganchados mediante reclutamiento, leva forzosa y en muchos
casos mediante la quinta, provenían de las capas más bajas de la sociedad espa­
ñola, y entre ellos abundaban los vagos, maleantes, ociosos y viciosos, gente de
mal vivir y, en general, mal vista por la sociedad. La oficialidad basada en la Pe­
nínsula aprovechó todas las oportunidades para enviar a los peores de ellos a las
guarniciones americanas. Varios cuerpos fijos también reclutaban directamente
en España o en las islas Canarias, para mantener allí banderas permanentes de
recluta; en 1783 se estableció una en Cádiz, para cubrir las necesidades de todos
los regimientos de América. Además de recibir periódicamente a grupos de re­
clutas de España, los cuerpos fijos americanos trataban también de alistar a los
soldados del ejército de refuerzo, cuando sus batallones estaban a punto de re­
gresar a Europa.
A pesar de que el ejército de América recibía refuerzos provenientes de la Pe­
nínsula, resultaba siempre difícil mantener el número de efectivos autorizados
sin recurrir al reclutamiento entre la población local. En este sentido, los regla­
mentos de las plazas fuertes de La Habana (1719) y de Cartagena (1736) permi­
tían el alistamiento de colonos hasta alcanzar el 20% del total de la tropa, y
para Santo Domingo y Puerto Rico, hasta el 50%. Los reglamentos de otras pla­
zas no incluían limitaciones como éstas, pero en todos los casos fue menester re­
clutar localmente o en otras colonias, a fin de suplir las frecuentes bajas. En la
década de los años 60 se permitió el alistamiento de las grandes unidades, sin lí­
mite preciso. El reemplazo de los batallones del ejército de refuerzo mediante el
aumento de las guarniciones fijas, efectuado en 1786, y la interrupción del envío
de tropas españolas durante la época de las guerras de la Revolución Francesa y
el imperio napoleónico, hicieron que el porcentaje de americanos aumentara
cada vez más. A principios del siglo XIX, los soldados españoles constituían ape­
nas el diez por ciento de total de los efectivos (Gómez Pérez, 1992: 66).
Los gastos que originaba el mantenimiento de un ejército en América eran in­
conmensurables. En los años setenta, un batallón fijo necesitaba más de 100000
pesos anuales sólo para sueldos. España nunca podría sostener de modo perma­
nente una defensa adecuada para todo el imperio, realidad que no dejó de consta­
tar José de Gálvez, uno de los principales creadores del sistema defensivo de Car­
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 343

los III: «El edificar todas las obras de fortificación que se proyectan en América
como indispensables, enviar las tropas que se piden para cubrir los parajes expues­
tos a invasión y completar las dotaciones de pertrechos de todas las plazas, sería
una empresa imposible, aun cuando el Rey de España tuviese a su disposición to­
dos los tesoros, los ejércitos y los almacenes de Europa» (Gómez Pérez, 1992: 24).
Desde el principio, el gobierno de Carlos III se percató de que el real erario
tendría que aumentar considerablemente sus ingresos para costear el incremento
de las fuerzas veteranas, la creación de milicias permanentes, el mantenimiento y
la construcción de fortificaciones y el crecimiento de la armada. Por ende, Riela
y O’Reilly procedieron a implantar el nuevo sistema militar en Cuba y, al mismo
tiempo, impulsaron la reforma del dispositivo fiscal y la administración. En los
años siguientes, a medida que el sistema se extendía a otras colonias, se aplica­
ron también dichas reformas, consistentes en la subida de los impuestos, la con­
cesión de nuevos monopolios y la creación de las intendencias encargadas de
aplicarlos.
Como ya se ha señalado, las plazas fuertes costeñas se financiaban mediante
los situados que remitían las zonas generadoras de abundantes rentas reales. La
caja matriz de México sostenía a La Habana, San Juan, Santo Domingo, la Lui-
siana y San Agustín; Quito y Santa Fe de Bogotá hacían otro tanto con Cartage­
na de Indias; Lima financiaba a Panamá y Valdivia; Potosí a Buenos Aires; y Ca­
racas, a Maracaibo, Puerto Cabello, Cumaná y Guayana. Estos situados, por
valor de mucho millones de pesos, representaban una importante transferencia
de capitales de las zonas del interior hacia la costa y no pocas veces constituye­
ron fuente de resentimiento y protestas por parte de los contribuyentes. Los dis­
turbios ocurridos en Quito (1765), en puntos del altiplano peruano (1780) y en
el interior de Nueva Granada (1781) tuvieron como denominador común el des­
contento de ver partir la plata, en forma de renta reales, con destino a las plazas
fuertes del litoral. Además, estos fondos casi siempre llegaban con retraso a las
ávidas cajas costeñas, por lo que fue necesario crear un sistema de préstamos en­
tre los mercaderes locales y las guarniciones, con lo cual se facilitaba el funcio­
namiento del dispositivo de defensa, pero, al mismo tiempo, se dotaba a los fi­
nancieros de cierto grado de poder e influencia.
Un gasto adicional, aunque indirecto, lo constituía el impacto de los privile­
gios militares sobre la sociedad. Entre ellos cabe citar el fuero militar y una
gama de privilegios que exoneraba a la tropa del pago de ciertas licencias loca­
les; los repartimientos generales de los pueblos; las cargas y tutelas contra su vo­
luntad, así como el hospedaje de las tropas y los servicios de prisión. El fuero
militar era un privilegio judicial, por el que un soldado gozaba del derecho de
comparecer ante la jurisdicción militar. En el caso de los veteranos y de la mayor
parte de las milicias disciplinadas, este derecho incluía las causas de derecho civil
tanto como las criminales. La razón de ser de este sistema era permitir que los
soldados permanecieran en manos del comandante a fin de que, en caso de
emergencia, no fuera preciso sacarlos de la cárcel ordinaria, sino simplemente de
los calabozos militares.
Debe señalarse que la existencia del fuero militar tuvo consecuencias muy
amplias. En realidad, este privilegio convirtió al cuerpo castrense en una clase
344 ALLAN KUETHE

Ilustración 11

1785. Diseño de uniforme del “Reximiento Provincial de milicias de infantería de


Santa Fe». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias,
Mapas y Planos, Uniformes, SF 604,13.
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 345

Ilustración 12

1785. Diseño de uniforme del «Regimiento de Caballería de Milicias


Disciplinadas de Santa Fe de Bogotá». Fuente: Ministerio de Educa­
ción y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Unifor­
mes, SF 604, 15.

aparte, prácticamente autónoma, pues no debía dar cuenta de sus actos ante nin­
guna otra institución. Décadas después, cuando la autoridad de la colonia desa­
pareció con el proceso revolucionario, los militares asumieron el control de mu­
chos de los nuevos Estados independientes. En el período que nos ocupa, el
traslado de un privilegio de esta magnitud a grandes grupos ubicados en muchas
de las zonas más importantes del imperio, y cuyos miembros más dinámicos esta­
ban integrados a las milicias, tuvo profundas repercusiones en las estructuras co­
loniales. El fuero militar pasó a formar parte de la vida cotidiana, con lo cual al­
346 ALLAN KUETHE

gunos elementos tradicionalmente sujetos a una firme subordinación social —o


sea, castas o negros libres, gente toda de humilde extracción— se hallaron, en
tanto que milicianos, fuera de la autoridad de los jueces ordinarios del ayunta­
miento, con excepción de algunos casos incluidos en la categoría de desafueros.
Al responder únicamente ante la jurisdicción castrense, estos soldados estaban li­
bres de las normas tradicionales. El resultado fue que una ola de rivalidades de
jurisdicción y de choques sociales se extendió por el imperio americano, particu­
larmente en las zonas costeñas. Pero la concesión del fuero militar a las fuerzas
voluntarias era una manera de premiar a los milicianos por los servicios que
prestaban a la Corona.
Con el paso del tiempo, la supremacía de la oficialidad española en el ejército
veterano fue debilitándose. A partir de la década de 1780, el número de oficiales
americanos creció rápidamente y a principios del siglo XIX los criollos llegaron a
ser el 60 por ciento del total de dichos puestos (Marchena Fernández, 1983: 112-
113). Varios factores contribuyeron al crecimiento de la participación americana
en la oficialidad colonial. Por lo general, los criollos entraban al servicio militar
como cadetes, aunque era posible que ciertas familias de gran influencia social,
política y financiera consiguieran nombramientos directos, a veces por beneficio.
Los cadetes solían ser hijos de oficiales, con frecuencia españoles casados en Amé­
rica, o de mercaderes y hacendados. Dado el inmenso número de plazas disponi­
bles en las guarniciones y el reducido número de oficiales peninsulares que en un
momento determinado era posible destacar para ocuparlas, los cadetes obtenían
grados de subtenientes y, con el paso del tiempo, alcanzaban ascensos. A menudo
los nombramientos y ascensos recaían en los hijos de los mercaderes que facilita­
ban adelantos monetarios sobre el situado. En la década de 1790 y en el período
posterior, durante la grave crisis económica generada por las guerras de la Revolu­
ción Francesa y el imperio napoleónico, la práctica de comprar ascensos y nom­
bramientos por beneficio se volvió cada vez más frecuente. Los criollos ricos paga­
ban hasta 15000 pesos por el grado de capitán del ejército en Cuba y México, y
en La Habana llegaron a desembolsar hasta 30000 por el de coronel. De este
modo, tanto en el cuerpo de veteranos como en el de milicianos, la oficialidad del
ejército colonial llegó a ser esencialmente americana.
Sin duda, la reforma militar iniciada por Carlos III tras la toma de La Haba­
na por los ingleses consiguió sus objetivos inmediatos de defensa. Con la peque­
ña excepción de la pérdida de la isla de Trinidad, capturada por fuerzas navales
británicas, el imperio se mantuvo intacto hasta el final de la época colonial. La
guarnición de Puerto Rico rechazó una nutrida invasión inglesa en 1797 y la de
Buenos Aires hizo otro tanto en 1806. Además, las fuerzas armadas españolas
pasaron a la ofensiva en la Florida, durante la guerra de la Revolución America­
na, y expulsaron a los ingleses de las costas del golfo de México, en una campa­
ña en la que sobresalió la toma de Pensacola, en mayo de 1781.
Por otro lado, tampoco cabe duda de que España pagó un precio alto y peli­
groso por estos éxitos. Los gastos públicos destinados a sostener las defensas ame­
ricanas aumentaron paulatinamente, hasta alcanzar cifras enormes. El costo me­
dio anual del ejército de América, que en la primera década del siglo había sido de
2 180000 pesos, llegó a ser de 18250000 en la última. Buena parte de la plata
CONFLICTO INTERNACIONAL. ORDEN COLONIAL Y MILITARIZACIÓN 347

que las colonias hubieran podido enviar a España, permaneció en America para
costear la defensa, lo que privó a Madrid de muchos de los frutos del colonialismo
y dejó en manos americanas importantes medios para constituir fortunas locales.
«En definitiva, a comienzos del siglo XIX, el control de la financiación de
todo el aparato defensivo estaba prácticamente en poder de las elites locales, al
amparo de la tremenda dislocación del sistema y de su propia incapacidad para
hacer frente a los mecanismos que él mismo había generado. Ésta sería una de
las causas fundamentales de la formación de un capital financiero propiamente
americano que, en buena medida, posibilitó el surgimiento y desarrollo de la elite
económico-militar después de la independencia» (Gómez Pérez, 1992: 237).
El elevado precio político se hizo evidente en las protestas contra la subida
de las contribuciones impuesta por la Real Hacienda, sobre todo en las zonas del
interior, mientras que en las plazas fuertes surgieron tensiones sociopolíticas, ati­
zadas por los privilegios castrenses otorgados a elementos humildes de la pobla­
ción; estas tensiones contribuyeron a desestabilizar la comunidad colonial.
Por último, debido a su incapacidad para controlar la composición del cuer­
po de oficiales, España se encontró, al iniciarse el siglo xix, con un ejército colo­
nial dominado por los criollos y financiado por ellos mismos. A partir de ese
momento, la opción de permanecer como fieles vasallos de la Corona o de em­
prender la ruta de la independencia estaba claramente en sus manos.

EJÉRCITO DE DOTACIÓN EN 1773*

Nueva España: Regimiento de Infantería de la Corona............................................ 1358


2 Compañías de Infantería Ligera..................................................... 160
Regimiento de Dragones de México................................................ 516
Regimiento de Dragones de España ................................................. 516
Compañía de Artillería......................................................................... 120
Campeche: Batallón Fijo de Castilla ....................................................................... 679
Guatemala: Escuadrón de Dragones de Guatemala ............................................ 120
Cuba: Regimiento Fijo de La Habana.......................................................... 1 358
3 Compañías de Infantería Ligera..................................................... 306
Escuadrón de Dragones de América ................................................ 160
2 Compañías de Artillería............................................................ ,. 172
Luisiana: Batallón Fijo de Luisiana .................................................................... 679
Santo Domingo: Batallón Fijo de Santo Domingo............ ....................................... 679
4 Compañías de Caballería................................................................. 200
Compañía de Artillería......................................................................... 61
Puerto Rico: Batallón Fijo de San Juan ..................................................................... 679
Compañía de Artillería......................................................................... 100
Caracas: Regimiento Fijo de Caracas ............................................................... 679
Compañía de Artillería......................................................................... 82
Nueva Granada: Regimiento Fijo de Cartagena............................................................ 1 358
2 Compañías de Artillería de Cartagena......................................... 200
2 Compañías de Santa Marta............................................................ 154
Batallón Fijo de Panamá...................................................................... 679
Compañía de Artillería de Panamá................................................... 100
348 ALLAN KUETHE

EJÉRCITO DE DOTACIÓN EN 1773» (Cont.)

Nueva Granada: 3 Compañías de Infantería de Cumaná ......................................... 222


(Cont.) 3 Compañías de Infantería de Maracaibo........................................ 231
3 Compañías de Infantería de Guayana ..................................... 231
Compañía de Infantería de Margarita.............................................. 50
Compañía de Infantería de Popayán................................................. 50
3 Compañías de Infantería de Quito................................................. 150
Compañía de Infantería de Guayaquil ............................................ 50
Río de La Plata: Regimiento Fijo de Buenos Aires........................................................ 1 358
Regimiento de Dragones...................................................................... 600
Compañía de Artillería.............................................................................. 100
Chile: Batallón Fijo de Chile............................................................................ 679
8 Compañías de Infantería .................................................................. 400
4 Compañías de Caballería...................................................................... 160
Perú: Batallón Fijo de Lima............................................................................ 350
Total........................................................................................................... 15 746
* Estos datos no incluyen las guardias virreinales ni la tropa de presidios.
16

LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII)

Antonio Acosta Rodríguez

Al comenzar el siglo xviii, la Guerra de Sucesión de España afectó a la Iglesia es­


pañola e hispanoamericana y, de manera particular, a las relaciones entre el Es­
tado y la Santa Sede. Las relaciones de Felipe V con Roma fueron tensas desde
un principio. Dado que el papa Clemente XI había reconocido al Archiduque
Carlos de Austria durante la guerra, en 1709 el nuevo monarca borbón rompió
relaciones con Roma, cerró la Nunciatura y, al mismo tiempo, endureció su pos­
tura, instruyendo a las autoridades religiosas que las causas eclesiásticas y otras
materias de justicia quedaban sujetas a la jurisdicción del Estado.
Hubo intentos de acercar las posiciones y llegar a un arreglo. Pero las aspira­
ciones regalistas de la Corona, resumidas en un memorial de Melchor de Maca-
naz de 1708, eran difíciles de aceptar por la Santa Sede1 y, aunque en 1717 llegó
a firmarse un acuerdo inicial, de hecho nunca alcanzaron vigencia. En resumen,
la posición de Felipe V era la de conseguir que se aplicase en España el régimen
de Patronato de que disfrutaba para las Indias. Además, comenzaba a conside­
rarse el Patronato no como una concesión del papa a la monarquía española,
sino como una prerrogativa inherente a ésta.
En este ambiente de dificultades, en el que Roma exhortaba a los obispos a de­
fender la libertad de la Iglesia y resistir a las presiones de la Corona, en 1737 se
consiguió firmar un Concordato que, de hecho, no satisfizo a ninguna de las par­
tes y remitía a la situación previa a la ruptura. Así, pese a los roces ocurridos, no
hubo grandes cambios en las relaciones Iglesia-Estado durante la primera mitad
del siglo xviii y, sobre todo, apenas existió una política definida de la Corona para
con la Iglesia americana, en la que los problemas siguieron siendo parecidos a los
de siglos anteriores y los conflictos se siguieron resolviendo por las mismas vías.
La actividad diplomática de la primera mitad del xvm significó el intento de
la Corona de ajustar su posición en las relaciones con Roma y la vida de la Igle­
sia americana se vio poco alterada aún por decisiones tomadas en Madrid.
Hubo ocasiones en que Felipe V se pronunció, por ejemplo, sobre problemas re­

1. Posiciones regalistas ya habían comenzado a plantearse en el siglo xvn por autores como
Juan de Solórzano Pereira, Pedro Frasso o Juan Luis López.
350 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

lativos a la inmunidad eclesiástica, debido a conflictos entre autoridades civiles y


religiosas, como sucedió en 1718, cuando expidió una Real Cédula precisando
lugares y personas que no debían gozar de inmunidad. Esto ocurrió después de
dos incidentes sucesivos en Lima, en el primero de los cuales el asesino del ma­
yordomo del arzobispo de Charcas (que era virrey) se había refugiado en el con­
vento de los franciscanos, donde fue capturado por los alcaldes ordinarios de la
ciudad, dando lugar a una serie de pugnas jurisdiccionales con gran escándalo
político. Pero las decisiones de la monarquía eran aisladas y a veces contradicto­
rias y, de hecho, carecía de proyecto de reforma eclesiástica.
Frente a esta ausencia de nueva política de Madrid hacia la Iglesia america­
na, fueron los acontecimientos tanto de la dinámica interna indiana, como los
derivados de los conflictos internacionales, los que marcaron la vida eclesiástica.
En el terreno de la dinámica económica y social americana, lo primero que debe
recordarse son los cambios que desde mediados del siglo xvil venían producién­
dose, con la acentuación de la crisis política en la Península. A raíz de ello se ha­
bía producido una redefinición paulatina del pacto colonial con el refuerzo de
las redes de poder regionales en Indias, lo que dio origen a un creciente distan-
ciamiento del control metropolitano. La solidez cada vez mayor del tejido de in­
tereses sociales y económicos locales (incluidos los eclesiásticos) frente a la posi­
bilidad de intervención del poder peninsular, referida a la Iglesia, no afectaba
sólo a las autoridades, sino que valía para el clero urbano y, desde luego, para
las redes de párrocos de indios, curas seculares y regulares. Todos ellos se encon­
traban imbricados en la estructura social y económica de la colonia y actuaban
tomando partido, según la posición y los intereses de cada cual.
Sin dejar de ser así, el contexto político y económico cambió en muchos sen­
tidos a partir de la década de 1750. En 1753 se firmaba el nuevo Concordato
entre la monarquía española y la Santa Sede, que confirmaba el refuerzo de las
posturas regalistas frente a Roma, iniciándose un nuevo período para la Iglesia
de América.
Con Carlos III se alteró todo el concepto de las relaciones entre la Iglesia y el
Estado, que hasta entonces había sido un pilar fundamental en el modelo de co­
lonización americana. El equilibrio entre ambos, presidido y arbitrado por el
monarca durante los Austrias y los primeros Borbones, se comenzó a inclinar en
favor del segundo. Todo ello obedeció a un proyecto de gran alcance, que afec­
taba a las diversas manifestaciones de la vida de la Iglesia. Este proyecto tenía
unos ideólogos de corte básicamente pragmático, entre los que destacaban José
Moñino, conde de Floridablanca, y Pedro Rodríguez, conde de Campomanes.
Con ellos se llevaría a la práctica lo que ya había comenzado a definirse en el
plano teórico: el poder real, emanado de Dios y transmitido directamente a la
monarquía, llevaba implícito el encargo de conquistar y evangelizar nuevas tie­
rras y velar por el sostenimiento y la difusión de la Iglesia. El monarca se conver­
tía así en vicario de Dios, sin subordinación alguna a la Santa Sede. Ésta era la
doctrina del Vicariato, que sería llevada a la práctica por el «regalismo» borbó­
nico. Una de sus consecuencias era que los eclesiásticos, seleccionados por la Co­
rona para sus respectivos puestos y subordinados a las autoridades civiles, que­
daban reducidos a simples funcionarios del aparato estatal.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 351

La concentración de poder realizada por la monarquía durante la segunda


mitad del xvm exigía suprimir o reducir obstáculos, como privilegios o derechos
adquiridos, que dificultaran su objetivo de modernizar el país. En esta línea se
tropezaba con la Iglesia. Así, se consideró necesaria una nueva política en rela­
ción con el privilegio y el fuero eclesiástico, porque los antiguos métodos de con­
trol indirecto se juzgaban insuficientes.
Con objeto de limitar el papel de la Iglesia a regular las cuestiones puramen­
te espirituales del dogma, la liturgia y los sacramentos, en primer lugar se res­
tringió el marco de actuación de los eclesiásticos, comenzando por los obispos,
al ámbito exclusivo de la Iglesia. En épocas anteriores, algunos prelados habían
ejercido de virreyes, pero entre los casos sucedidos en la primera mitad del xvm,
alguno fue especialmente delicado. En 1714, con Antonio de Soloaga como ar­
zobispo de Lima, otro obispo, Diego Ladrón de Guevara, de Quito, diócesis su­
fragánea de la de Lima, era virrey. Y a este último lo sustituyó como virrey Die­
go Morcillo, arzobispo de Charcas. Sobre todo en el caso de los dos primeros, la
relación entre ellos no siempre fue fluida y llegaron a tener roces de cierta im­
portancia, dado que Ladrón de Guevara era inferior en rango eclesiástico a
Soloaga y, sin embargo, ejercía de vicepatrono de la Iglesia en tanto que virrey.
No obstante, a partir de Carlos III estas situaciones no volverían a producirse,
pues no se iba a dejar a un eclesiástico el gobierno superior de un virreinato.
Otro terreno al que se prestó especial atención fue el de la jurisdicción ecle­
siástica, donde se intentó regular su sistema judicial, endurecer el control de las
comunicaciones directas de los eclesiásticos con Roma, reforzar el uso del pase
regio y resolver las apelaciones de los casos dentro del ámbito del imperio. Pero
en lo que se hizo especial hincapié fue en la inmunidad eclesiástica: debido al fue­
ro especial, los tribunales eclesiásticos intervenían en muchas causas no exclusi­
vamente religiosas, mientras que, a su vez, el clero era intocable aunque estuviese
involucrado en problemas de naturaleza civil. Con sucesivos decretos, la inmuni­
dad eclesiástica fue declarada como intrínsecamente ilegal y se fue restringiendo
de manera creciente, sometiendo al clero a la jurisdicción secular en muchos ca­
sos civiles y criminales. Una restricción similar se aplicó al derecho de asilo.
Por otro lado, en aras de la búsqueda de la prosperidad material y de supe­
rar la decadencia española, que golpeó la conciencia nacional con la derrota en
la Guerra de los Siete Años, el absolutismo de Carlos III comenzó a atacar el po­
der económico de la Iglesia. Ya en los inicios del xvm, entre la propia jerarquía
eclesiástica, se habían levantado voces denunciando que las crecientes dotes,
censos, herencias y otras rentas de las órdenes religiosas, constituían caudales
que se extraían de la circulación económica y que eran necesarios para el «au­
mento de la república» (Ortega, 1965: 89); por eso se recomendaba que no se
autorizasen nuevas fundaciones de dichas Órdenes. Pero la idea de que la pro­
piedad de mano muerta y la acumulación de riqueza exenta de tributación en
manos de la Iglesia impedían el crecimiento económico en general y limitaban
las rentas reales en particular, sólo se tradujo en una actuación política durante
el reinado de Carlos III. Fue entonces cuando se insistió en intentar limitar este
estado de cosas. Entre otras medidas, la expulsión de los jesuitas tuvo mucho
que ver con este problema.
352 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

En general, además de actuar en los ámbitos mencionados, el monarca se


apresuró a legislar con miras a establecer el control directo del clero y así, en
1765, una Real Cédula fijaba el derecho a intervenir en todas las controversias
emanadas directa o indirectamente del Patronato universal, como eran las referi­
das a límites de diócesis, parroquias o beneficios, los conflictos en el interior de
los cabildos eclesiásticos por exámenes de curas, la destitución de beneficiados,
etc.; en 1766, otra Cédula ordenaba a los virreyes y gobernadores informar so­
bre el clero, ai objeto de reforzar el derecho de presentación.
El primer paso importante para plasmar las medidas que se estaban adoptando
en cuerpos de legislación canónica fue la publicación del Tomo Regio (1769), un
esquema general del proyecto de reformas que tendría que ser desarrollado en con­
cilios provinciales en Indias. Siguiendo estas instrucciones, y con el apoyo de algu­
nos obispos «regalistas», se celebraron los Concilios de México (1771), Lima
(1772), Charcas (1773) y Santa Fe. El más significativo de ellos fue el de México,
en el que destacaron el arzobispo de México Lorenzana y el obispo de Puebla Fa­
bián y Fuero, cuyos esfuerzos fueron reconocidos poco después por Carlos III ele­
vándolos a importantes obispados en España. En ellos se trataron cuestiones de
gran relevancia, como las obligaciones de los obispos, la vida y las obligaciones de
los clérigos, la redacción de catecismos en castellano y la difusión de esta lengua
entre los indígenas, y se desaconsejó la ordenación de indios o sus descendientes,
por dudarse de sus aptitudes para las tareas sacerdotales. Los Concilios significa­
ron, pese a la defensa de la autonomía de la Iglesia que asumieron algunos obispos,
un triunfo de las posturas regalistas, hasta el punto de que nunca llegaron a ser
propuestos a Roma para su aprobación, por dudarse de que sus contenidos fuesen
bien vistos por la Santa Sede y, por lo tanto, nunca llegaron a ser publicados.
En el ámbito peninsular, poco después se reflejaron las directrices de la re­
forma —que desde luego ya encontraba oposición en sectores de la Iglesia— en
un cuerpo legal. En 1776 se creó una Junta con este fin y, tras muchas diferen­
cias entre radicales y moderados, se consiguió redactar el Libro I del Nuevo Có­
digo de las Leyes de Indias, influido sobre todo por los primeros. Pero, debido a
los contrastes de opiniones reinantes, su aplicación fue lenta y su publicación
sólo se aprobó en 1792.
Por último, algunos aspectos del progresista y amplio programa original de
reforma eclesiástica de Carlos III fueron modificados u olvidados, y perdieron
importancia tras su muerte. Pero ya se habían introducido suficientes puntos del
mismo como para que no se notaran los efectos de los ausentes, principalmente
en Nueva España.
La gran importancia de la Iglesia en Portugal y sus dominios, unida al rele­
vante papel de la monarquía como patrono y al auge económico de Brasil desde
finales del siglo xvii, hicieron que la organización eclesiástica en la colonia por­
tuguesa experimentase un visible dinamismo que se prolongaría hasta la segunda
mitad del xvm.
Comenzando por el propio Solórzano Pereira, algunos tratadistas desarro­
llaron la tesis del vicariato para la Corona portuguesa, que no llegó a traducirse
en la aplicación de una política eclesiástica específica hasta la llegada al poder
del marqués de Pombal. Esto permitió unas relaciones fluidas entre Lisboa y la
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 353

Santa Sede, que repercutieron en el desarrollo administrativo de la Iglesia brasi­


leña y en la atención a sus problemas, casi siempre con el apoyo de Juan V.
El monarca portugués, como el español, era Patrono de la Iglesia colonial y,
además, Gran Maestre de la Orden de Cristo. Si bien durante la primera mitad
del siglo XVIII no hubo especiales diferencias con el Papado, sí se produjeron con
algunos mandatarios de la Iglesia en Brasil. Así sucedió, por ejemplo, con el ar­
zobispo de Bahía, D. Sebastián Monteiro da Vide (1702-1722), quien, por apar­
tarse de las directrices del Patronato, fue amonestado por el rey y considerado
como una amenaza para el reino.
La Iglesia brasileña tuvo un desarrollo más lento y tardío que la de los terri­
torios españoles, como lo prueba el hecho de que hasta 1707 no se convocase el
primer Concilio provincial de Brasil que, por falta de quorum, quedó reducido a
un simple Sínodo diocesano. Las Constituciones emanadas del mismo sirvieron
posteriormente de base para las de otras diócesis de la colonia. No obstante,
puede afirmarse que el siglo xvm fue una época de gran expansión, en la que se
abrieron enormes espacios en la Amazonia, Goiás, Mato Grosso, Minas Gerais,
Paraná, Santa Catarina y Rio Grande do Sul, con nuevas circunscripciones ecle­
siásticas y multiplicación de parroquias.
A partir de 1750, el marqués de Pombal inició una campaña de presión so­
bre la Iglesia y de reforzamiento de su sumisión al poder civil del Estado. Pom­
bal no era ciertamente un ilustrado, aunque realizó un intento de cambiar la so­
ciedad y la Iglesia, en particular, mediante la acción del Estado. Bajo su
mandato, la monarquía practicó con más rigor el ejercicio de sus privilegios en
relación con la Iglesia colonial, insistiendo en su derecho a exigir el placel y el
exequátur a las bulas y otros documentos pontificios. Del mismo modo que en
España, los propios obispos de las diócesis brasileñas se vieron frecuentemente
disuadidos e, incluso, amenazados por los ministros reales cuando pretendían
acudir directamente al papa.
Como consecuencia de estas medidas, en el tercer cuarto del siglo, Roma re­
accionó endureciendo sus relaciones con Lisboa, resistiéndose, por ejemplo, a
nombrar a algunos obispos propuestos por la Corona, lo que ocasionó una alte­
ración en la fluidez de la vida eclesiástica brasileña. El cambio del siglo xvm al
siglo XIX estuvo marcado en la Iglesia por el relativo decaimiento interior de la
colonia que afectó, particularmente, a las Órdenes religiosas y a la correspon­
diente atención que éstas prestaban a la población indígena.
En Indias, la vida religiosa se encuadraba en los ámbitos definidos por los
obispados y las provincias de las órdenes religiosas. A comienzos del siglo xvm
había seis arzobispados y 28 obispados sufragáneos distribuidos así: México (6
sufragáneos), Guatemala (3), Santo Domingo (3), Santa Fe de Bogotá (2), Lima
(9) y La Plata (5). A finales del siglo, la cifra total de las dos categorías había as­
cendido a 41. La inmensa extensión geográfica americana estaba insuficiente­
mente cubierta con este número de diócesis. Considerando el territorio de algu­
nas de ellas, lo difícil de las comunicaciones y el hecho de que, ya desde la
segunda mitad del siglo XVII, regiones americanas —como algunas de Nueva Es­
paña o Nueva Granada— veían crecer su población, la atención religiosa presta­
da por los obispos resultaba forzosamente escasa.
354 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

Las décadas finales del siglo XVII y los primeros 50 años del siglo xvm trans­
currieron sin que se fundase ninguna nueva diócesis, lo que refuerza la idea de
que hasta la segunda mitad del siglo no se tomaron decisiones importantes en la
Iglesia americana. Sólo con la llegada de Carlos III se procedió a un programa de
erecciones: Mérida y Linares (1777), Sonora (1779), Cuenca (1786), La Habana
(1787), Guayana (1790), Nueva Orleans (1796), Caracas (en 1804, elevada a
archidiócesis) y Salta (1806). Como se aprecia, casi todas las nuevas sedes se en­
contraban en zonas de frontera o de creciente auge comercial, reflejo de la preo­
cupación de la monarquía por atender la expansión, así como la coyuntura polí­
tica y económica que atravesaban las colonias.
Pero para el gobierno religioso no era sólo importante el número de diócesis,
sino la presencia y dedicación de las máximas autoridades: los obispos. Y, con
frecuencia, en este terreno los problemas fueron importantes. La media de per­
manencia de un obispo en su sede apenas sobrepasó los diez años a lo largo del
siglo, siendo más corta en la primera mitad que en la segunda. Esta cifra media
indica, lógicamente, que hubo de hecho períodos de gobierno episcopal excesi­
vamente breves; a esto hay que añadir que se produjeron también en casi todos
los obispados lapsos más o menos largos de vacancias. Ciertamente hubo prela­
dos de larga vida en sus diócesis, como Jerónimo Valdés, que permaneció en
Santiago de Cuba de 1705 a 1729; en el otro extremo estaban diócesis como la
de Cuzco, que tuvo a lo largo del siglo xviii once obispos, a pesar de lo cual es­
tuvo 17 años vacante. Además, transcurrieron más de diez años entre los nom­
bramientos y las tomas de posesión, con lo que el período real de ocupación fue
de 73 años, y la media por obispo, de menos de siete. Estas circunstancias pro­
dujeron un estado de inconstancia bastante generalizado en el gobierno de las
diócesis, con importantes consecuencias para la vida de la Iglesia.
Para explicar el primer hecho hay que tener en cuenta que, habitualmente,
eran elegidos como obispos personas de avanzada edad que morían pronto, o
que, en ocasiones, eran trasladados a una nueva sede. Por lo que se refiere a las
vacantes, a veces se tardaba años en nombrar sucesor, por intereses de la Corona
o por no encontrarse el individuo idóneo. Una vez nombrado, podía transcurrir
más de un año hasta que tomaba posesión de la mitra y no eran raros los casos
en los que no la asumía nunca, por motivos de enfermedad o de falta de interés.
En excesivas ocasiones la persona elegida prefería permanecer en su puesto, don­
de tenía condiciones de vida mucho más favorables. Así sucedió con el canónigo
de la catedral de Lima, Fernando de la Sota, quien en 1741 prefirió seguir en su
puesto, donde llevaba ya años gozando de una posición de prestigio social en la
capital virreinal, antes que ir de obispo a la pobre diócesis de Tucumán.
Las ausencias, las estancias cortas y los períodos vacantes significaban un me­
nor control y seguimiento de la actividad de la Iglesia. Por contraposición, favo­
recían la consolidación de intereses más personales que institucionales en diferen­
tes ámbitos de la institución y, con ello, la tendencia a la reafirmación de los
grupos en el interior del clero, a escala local, mencionados más arriba y represen­
tados por cabildos eclesiásticos, párrocos y doctrineros de indios. Frente al refor­
zamiento de los intereses sociales y económicos regionales, la figura y actuación
de los obispos, cuya presencia en el entorno social era pasajera, a veces se veía
LA R E FO R M A E C L E S IÁ S T IC A
Ilustración 1

Y
M IS IO N A L (S IG L O X V III)
1784. «Plano de la iglesia cathedrál proyectada para la ciudad de Santiago de Cuba por el ingeniero ordinario don Bentura Buce- gj

ta...». Fuente'. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 2269, 494. S
cu
Cn
O

Ilustración 2

A N T O N IO A C O S T A R O D R ÍG U E Z
1784. «Perfil, vista y elevación longitudinal... (de la iglesia proyectada para Santiago de Cuba) por el ingeniero ordinario don Bentura
Buceta». Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 2269, 495.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 357

contestada, hasta el punto de ver debilitarse su posición. Como en otros asuntos


tratados, el número de estos casos que se podrían mencionar sería abundante.
Al mismo tiempo, las vacantes tenían considerables repercusiones económi­
cas, pues las rentas correspondientes a los obispos, procedentes de los diezmos,
ingresaban directamente en la Real Hacienda durante el período en que la dióce­
sis se encontraba acéfala, beneficiándose así el Estado.
Por lo que respecta a su origen geográfico, los obispos fueron mayoritaria-
mente peninsulares a lo largo del siglo xvm, aunque en la segunda mitad del
mismo la proporción llegó a ser de 57% peninsulares y 43% de criollos. El ba­
lance entre obispos seculares y frailes fue también favorable al primer grupo, lle­
gando a alcanzar el 75% en la segunda mitad del siglo, como reflejo de la políti­
ca borbónica de reformas encaminada a marginar a las órdenes religiosas.
La asistencia a los obispos en el gobierno de las diócesis la prestaban los ca­
bildos eclesiásticos. Existía una composición tipo de cabildo: deán, cuatro digni­
dades —arcediano, chantre, maestrescuela y tesorero— y hasta diez canónigos.
Además, podía haber racioneros y medios racioneros, más capellanes, cantores...
A diferencia de los obispos, los miembros de los cabildos eclesiásticos
permanecían en general períodos más largos en sus cargos y por eso solían desa­
rrollar intereses, tanto sociales como económicos, más sólidos en sus distritos.
Esta tendencia se reforzaba al ser cortos los mandatos de los obispos y, más aún,
durante los períodos de sede vacante. Así, los cabildos llegaban a consolidarse
como auténticos grupos de poder en la gestión eclesiástica de las diócesis. Y, en
tanto que tales grupos, tampoco era extraño que surgiesen divisiones en su seno.
Hay que recordar que, aunque oficialmente los obispos asumían las decisio­
nes en todos los asuntos, de hecho eran miembros del cabildo, como el deán, el
provisor..., quienes en primera instancia y a largo plazo entendían en cuestiones
de tanta importancia como la gestión del cobro del diezmo y otras rentas, el
nombramiento de curas en la diócesis, la sentencia de los pleitos ante el tribunal
eclesiástico, etc. El ámbito de influencia social, económica y política del cabildo
era, como puede suponerse, extenso. De aquí que los canónigos de algunas sedes
relevantes rehusaran ascender a prelados en diócesis de menor importancia que
aquellas donde residían. Frente a estos cabildos, por otra parte, no es de extra­
ñar que en más de una ocasión algún obispo recién llegado a su sede se encon­
trase desplazado y hallase escaso margen de actuación en el gobierno de la dió­
cesis. Así sucedió, por ejemplo, al franciscano Gabriel de Arregui, en Cuzco en
1718-1719, enfrentado a su arraigado cabildo, prefería salir a visitar la diócesis,
pese a su avanzada edad y, lo accidentado del territorio, a tener que tratar con
sus miembros.
Lógicamente las rentas de los obispados, constituidas esencialmente por los
diezmos, eran variables, según la prosperidad del área donde estuviesen enclava­
dos. La historia económica ayuda a comprender por qué diócesis como México,
Puebla o Valladolid sobrepasaron los 200000 y 300000 pesos anuales en valor
del diezmo a lo largo del siglo, en tanto otras, como Santo Domingo, Puerto
Rico o Cuyo, apenas rondaban los 2 000.
En general, el total del valor del diezmo se dividía en cuatro partes —aunque
en algunas diócesis se dividía en tres—, una de las cuales correspondía al obispo
358 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

y otra al cabildo catedralicio, para repartir entre sus miembros. Esta forma de
distribución y las diferencias entre unos obispados y otros explican por qué los
períodos más extensos de vacantes se producían en los obispados más pobres.
Desde luego, aunque obispos y miembros de los cabildos formasen parte de los
grupos dominantes en la colonia, los contrastes entre estos grupos en diferentes
regiones eran notables. En el extremo superior de esta escala había obispos deci­
didamente acaudalados que, a pesar de las constantes quejas de las autoridades
eclesiásticas por las solicitudes de la Corona para que constribuyesen a cofinan­
ciar guerras, flotas o defensas contra filibusteros, llegaron a atesorar verdaderas
fortunas. Por ejemplo, Juan de Otálora Bravo de Lagunas, obispo de Arequipa
en la primera década del siglo, quien había iniciado su carrera eclesiástica preci­
samente como cura de indios en Recuay, hizo una donación personal a Felipe V
de 40000 pesos a su regreso a España.
No era extraño que en diócesis de escasos recursos económicos, sin opciones
tales como la propiedad inmobiliaria, la rural o el comercio, se produjese cierto
absentismo en los cargos. Esto sucedía en Chiapas en 1756, donde el chantre y el
maestrescuela se habían marchado hacía 14 años por dicho motivo y no tenían
intención de volver, según informaba el obispo Vital de Moctezuma.
En 1700 existían en Brasil el arzobispado de Bahía y los obispados de Río de
Janeiro, Olinda y Maranhao, cuyos distritos tenían superficies gigantescas y lí­
mites indefinidos hacia el Oeste. En 1720 se creó el obispado de Belem. Los dos
últimos mencionados dependían del arzobispado de Lisboa. También en 1720 se
creó el de Sao Paulo, aunque éste no empezó a funcionar hasta 1745, fecha en se
crearon el de Mariana, en Minas Gerais, y las prelaturas de Goiás y Cuiabá.
A lo largo del siglo XVIII, la presencia de los obispos en sus sedes fue irregular,
como había sucedido en la colonia española. En Bahía o Río de Janeiro, por ejem­
plo, hubo una presencia regular de prelados con gobiernos de una duración que
osciló entre 10 y 15 años. Sin embargo, en el obispado de Olinda a finales del
período colonial, o en la diócesis de San Luis de Maranhao, el absentismo fue muy
grande y un buen número de obispos nunca llegaron a incorporarse a sus distritos.
Algunas de estas ausencias tuvieron carácter político, como la de José
Botelho de Matos, arzobispo de Bahía (1742-1760), que se retiró de su cargo a
raíz de su enfrentamiento con el marqués de Pombal por negarse a ejecutar la
expulsión de los jesuitas. Otras, por el contrario, se debieron simplemente a mo­
tivos personales, como la de Jacinto Carlos da Silveira, obispo de Maranhao
(1779-1780), que pidió la renuncia aduciendo razones de salud.
La Iglesia brasileña no era especialmente rica, aunque algunos obispos y
miembros de cabildos catedrales incrementaron sustancialmente su patrimonio
personal con la parte correspondiente de los diezmos, las limosnas y otros ingre­
sos por ceremonias religiosas. Éste fue el caso de fray Antonio do Desterro Mal-
heiros, benedictino, obispo de Río de Janeiro (1746-1773), quien terminó legan­
do su gran propiedad al seminario.
En el siglo xvm, los obispos de las sedes brasileñas fueron mayoritariamente
religiosos —franciscanos, carmelitas, benedictinos...— y abrumadoramente por­
tugueses. Los miembros del clero secular fueron minoría y, sólo a finales del siglo,
fueron nombrados algunos criollos en las diócesis de Río de Janeiro y Olinda.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 359

El control del gobierno de la Iglesia colonial dio lugar a conflictos en su


seno, bien entre obispos y miembros de los cabildos de las catedrales, como en el
caso de fray Luiz de Santa Teresa, carmelita, obispo de Olinda (1739-1757); o
entre aquéllos y las Órdenes religiosas, que defendían sus privilegios cuando se
intentaba visitar sus jurisdicciones o reformarlas, como sucedió al arzobispo de
Bahía, Luis Álvarez de Figueiredo (1725-1735).
Algunos obispos asumieron temporalmente el gobierno civil de sus jurisdic­
ciones, incluyendo el mismo virreinato aún a finales de siglo, como sucedió con
fray Antonio Correa, agustino, arzobispo de Bahía (1781-1802).
En el siglo XVIII, el mundo urbano, y con él la Iglesia, seguía mostrando un
marcado contraste con el rural, como ocurría desde el comienzo de la coloniza­
ción. Las ciudades concentraban, en torno a las estructuras del poder, el mayor
volumen de población religiosa. Puede pensarse que era en las zonas urbanas
donde abundaban las oportunidades de trabajo, y de hecho así sucedía para mu­
chos, pero con frecuencia un buen número de clérigos y religiosos carecían de
actividad determinada y, como consecuencia, de ingresos.
Esto condujo a que desde comienzos de siglo se argumentase, incluso por au­
toridades de la Iglesia, que había un exceso de clero en la colonia y que era nece­
sario reducirlo. En la segunda mitad del siglo, el Estado utilizó este argumento
para justificar en parte su acoso a la Iglesia. En la década de 1780, Alexander
von Humboldt asignaba a toda la América española unos 30000 sacerdotes, de
los que dos tercios aproximadamente serían clérigos. Sólo en cada una de las ca­
pitales virreinales de Lima y México había unos 6 000 eclesiásticos. En este te­
rreno, una preocupación bastante generalizada y creciente entre muchos obispos
fue la de cuidar de la enseñanza y del acceso a los seminarios de los aspirantes a
sacerdote. Se fundaron algunos de estos centros en ciudades donde no existían,
en un esfuerzo por elevar la calidad del clero y regular su número.
Las ciudades americanas variaban enormemente en tamaño e importancia
política y económica, según su localización geográfica y la coyuntura histórica,
y resulta difícil generalizar acerca de la organización de la vida religiosa en ellas.
Dependiendo de su población, solían tener una o más parroquias de españoles
y, en las de mediano a gran tamaño como México, Lima o Cuzco, había tam­
bién varias de indios: México tenía seis y Cuzco, ocho. Pese al crecimiento demo­
gráfico que en algunas regiones de América ya venía experimentándose desde el
siglo xvn, el número de parroquias creció poco a lo largo de la primera mitad
del xvm.
Además de las parroquias, en muchas ciudades había otros templos, iglesias
menores, capillas y, desde luego, los conventos de las Órdenes religiosas, donde
se celebraba el culto. Las parroquias daban ocupación a un número reducido de
clérigos,‘mientras que otros muchos, en ciudades de mediano y gran tamaño, se
disputaban misas en las iglesias, capellanías o pugnaban por una plaza de racio­
nero en la catedral o por otra más codiciada de visitador en el obispado, que
conseguían o no, dependiendo de sus relaciones sociales. Aparte estaban los abo­
gados eclesiásticos y, en un nivel social superior, quienes enseñaban en universi­
dades y colegios. Por supuesto, siempre quedaban los que malvivían al amparo
de limosnas o ayudas circunstanciales.
360 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

Lógicamente, salvando los que por razón de su puesto gozaban de un salario


o asignación, una parroquia rica y populosa de una ciudad importante podía ge­
nerar sustanciosos ingresos (entre 5000 y 10000 pesos o más, las más ricas) a
base del cobro de aranceles por sacramentos, limosnas, testamentos y del benefi­
cio de los fondos de las cofradías. Así sucedía no sólo en las parroquias del Sa­
grario de las capitales virreinales o de Puebla de los Ángeles, cuyas feligresías
disponían de abundantes recursos y las habían dotado con auténticos tesoros,
sino incluso en algunas de las parroquias de indios de ciudades como Cuzco. Por
el contrario, en ciudades como Santo Domingo, que desde el siglo XVII venía ex­
perimentando una pronunciada decadencia, tanto demográfica como económi­
ca, la catedral no tenía con qué sostenerse y carecía de retablos, ornamentos y
otros elementos necesarios para la celebración de un culto digno.
La atención religiosa de la población era cubierta también por las órdenes,
que estaban presentes por toda la geografía americana y tenían las cabeceras de
sus provincias en las ciudades más importantes de Indias. Las principales autori­
dades de las Órdenes religiosas, provinciales y superiores de dichos conventos
formaban parte, desde luego, de la estructura del poder eclesiástico indiano, jun­
to con los representantes del clero secular, obispos y cabildo, frente a los que
mantenían cierto prurito de autonomía.
En el siglo XVIII, además de las Órdenes iniciales —franciscanos, dominicos,
mercedarios, agustinos y jesuitas— había carmelitas, benedictinos, betlemitas,
hermanos de San Juan de Dios, capuchinos... En la vertiente femenina, además
de las correspondientes de algunas de las órdenes mencionadas, había concep-
cionistas, jerónimas, etc.
Hacia mediados del siglo xvm, se ha calculado que el número total de reli­
giosos en Indias ascendía aproximadamente a 16000, lo que vendría a suponer
el 30% de la población eclesiástica. Naturalmente, existían grandes diferencias
de unas a otras Órdenes religiosas en el número de miembros, así como en su
distribución geográfica. A mediados del xvm, los más numerosos, tanto en cen­
tros como en individuos, eran los franciscanos, con más de 5 000 miembros. Se­
guidamente venían los jesuitas, con algo más de 2 500; después, los dominicos,
con 2000 individuos aproximadamente; los agustinos, con unos 1 000 y las res­
tantes órdenes con cantidades menores. Las monjas, que se concentraban bási­
camente en centros urbanos, sumaban en total menos de 3000, aunque sus con­
ventos en ocasiones albergaban una población mayor en sirvientas que en
religiosas mismas. Al no existir casi fuera de las ciudades, el grado de concentra­
ción era enorme y, con ello, el cúmulo de problemas sociales que originaban.
En la organización interna de las Órdenes religiosas, específicamente en las
elecciones de provinciales y a veces de priores de las principales Órdenes, se con­
tinuaba practicando la «alternativa», que consistía en la alternancia en el cargo
de un peninsular y un criollo para supuestamente compensar la influencia de
ambos componentes sociales del Imperio.
En general, los conventos urbanos de las órdenes religiosas se sostenían con
el mismo tipo de ingresos que las parroquias diocesanas, aunque en los casos de
órdenes que poseían haciendas —jesuitas, dominicos, mercedarios, agusti­
nos...— se beneficiaban también de sus rentas. Además, en conventos de Órde-
LA R E FO R M A E C L E S IÁ S T IC A
Ilustración 3

no rfr óflndVicoíítf dciBan xltosií! di ¿obres t'nftrmos qut sirve también toara la Irofoa y ¿Hadaríasdr&¡/a digital.

Y
M IS IO N A L (S IG L O X V III)
1784. «Plano de San Nicolás de Barí, hospital de los pobres enfermos que sirve para la tropa y presidiarios de
esta capital» (Santo Domingo). Firmada en Santo Domingo por Antonio Ladrón de Guevara. Fuente'. Minis­
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 989, 523.
362 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

nes que tenían asignadas doctrinas de indios, otro de ios ingresos lo constituían
las sumas que daban algunos frailes por adelantado para ser designados doctri­
neros, a modo de inversión, en la espera de recuperar el adelanto con los ingre­
sos que obtuvieran posteriormente en el ejercicio de su labor entre los indios.
En general, las Órdenes religiosas daban la imagen de un clero problemáti­
co, relajado en sus costumbres, excesivamente numeroso, falto de disciplina y
con poco control en la selección de sus miembros y en el funcionamiento de mu­
chas de sus casas, todo probablemente agravado por las pugnas entre el clero se­
cular y el regular durante el siglo xvn. Por esto y porque significaban un fuero
específico dentro del propio fuero esclesiástico que afectaba a la concentración
del poder absoluto, no escaparon a los intentos de reforma de Carlos III.
Coincidiendo casi con la expulsión de la Compañía de Jesús y con los prepa­
rativos de los concilios que deberían reformar al clero secular, entre 1767 y
1769, se prepararon visitas generales a las órdenes (una por virreinato y otra
para Filipinas). Tenían como objetivos específicos restablecer la vida en común
en los conventos y reducir su número y dimensión a las necesidades reales. Pero
las Órdenes consideraron que el proyecto era una grave intromisión de la Coro­
na y las visitas no dieron los resultados esperados, sin llegarse a plantear siquie­
ra una evaluación de lo conseguido.
La vida religiosa en el ámbito urbano reflejaba la riqueza y heterogeneidad
de la sociedad colonial, las diferencias entre las ciudades más ricas y las más mo­
destas, y el contraste entre el dogma y la expresión popular de la religión, que
siempre tenía algo de festivo. En las grandes ciudades, eran numerosos los tem­
plos: más de 80 había en México, otros tantos en Lima, casi 30 en La Habana...,
y en ellos se multiplicaban las misas durante el día y las más variadas festivida­
des y actos litúrgicos a lo largo del año. Parroquias e iglesias diocesanas, así
como los conventos de las Órdenes, conmemoraban prácticamente todo el san­
toral y los distintos momentos del calendario litúrgico con misas, sermones y
cánticos, realzados con la exuberante ornamentación barroca y con asistencia de
toda la escala social de la colonia. Lógicamente el lujo y el boato disminuían se­
gún la riqueza económica de las ciudades.
Las cofradías eran numerosísimas y muy importantes, no sólo por convocar
a sus miembros al culto de un patrono, sino también desde el punto de vista eco­
nómico. Concentraban grandes recursos agrícolas, ganaderos, artesanos y finan­
cieros, dependiendo sobre todo del medio social al que pertenecieran sus miem­
bros y funcionando con frecuencia como instituciones de crédito. No fueron
pocas las fundadas por comerciantes en el siglo xvin, como la de Nuestra Señora
de Aránzazu, de filiación básicamente vasca, en la capital de México. Carlos III
promovió una reducción de su número y un mayor control de las mismas por las
autoridades civiles, de acuerdo con las líneas generales de las reformas empren­
didas. También en torno a ellas giraba buena parte del culto que tenía lugar en
las ciudades (al igual que en el mundo rural, que se mencionará más adelante).
Por último, cualquier acontecimiento social o político daba lugar a celebra­
ciones religiosas con procesiones o misas solemnes de acción de gracias: o la lle­
gada de un virrey o arzobispo, la entronización o muerte de un monarca o un te­
rremoto. En Lima, con motivo de haberse encontrado las hostias robadas de la
LA R E FO R M A E C L E S IÁ S T IC A Y M IS IO N A L (S IG L O
Ilustración 4

X V III)
1797. «Vista de Yglesia parroquial (de San Salvador de Byamo) en su interior, desde la puerta traviesa de
la derecha azia el coro y Puerta principal». Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General gj

de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, UL 371, 600. <*»


364 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

parroquia del Sagrario en 1711 y para dar gracias, la cofradía del Santísimo
sacó palio, guión y mazas, y repartió cirios que habían de alumbrar al Santísimo
Sacramento. Según una fuente de la época, se unieron al cortejo sacerdotes y re­
ligiosos con sobrepellices y estolas que alternadamente iban incensando al Sacra­
mento, oidores de la Real Audiencia y muchos caballeros de la nobleza. A lo lar­
go del trayecto se hicieron demostraciones de júbilo y sobre todo al llegar a la
plaza mayor, se lanzaron las campanas al vuelo comenzando por las de la cate­
dral; el acto concluyó en el Sagrario con la bendición del Santísimo que impartió
a la muchedumbre el obispo virrey. Aquella noche se encendieron luminarias en
toda la ciudad y la tristeza de los días precedentes, causada por el robo de las sa­
gradas formas, se convirtió en júbilo y alegría.
Las ciudades más importantes de Brasil eran los centros de las capitanías y,
en los casos más destacados, las sedes de los obispados, como Bahía, Río de Ja­
neiro, Olinda y otras. El resto eran poblaciones menores o simples pueblos y al­
deas. Podría decirse que, de mayor a menor importancia de la ciudad, la pro­
porción de blancos iba disminuyendo, mezclándose con negros esclavos e
indígenas.
Al no haber producido las sociedades indígenas precoloniales concentracio­
nes urbanas, todas las ciudades eran de fundación y poblamiento europeo y este
hecho determinaba el desarrollo de la vida religiosa. Ésta se desenvolvía en tor­
no a las parroquias y los conventos de las Órdenes religiosas. A finales del siglo
xviii, la ciudad de Bahía tenía nueve parroquias, Río de Janeiro cuatro —a pesar
de ser la capital del virreinato desde 1763— y las demás, un número menor o
simplemente una, aunque había gran número de capillas y otros lugares de cul­
to. Las ceremonias habituales del ritual católico se incrementaban por las cofra­
días y por el culto a los santos, y dirigidas por un clero que siempre pareció insu­
ficiente a las autoridades religiosas de la colonia.
A diferencia de lo que sucedía en la colonia española, en Brasil no abunda­
ron grandes conventos ni colegios de estudios de las órdenes religiosas, siendo
los jesuitas quienes destacaron en este terreno. Su escasez y la práctica falta
también de seminarios trajo como consecuencia la poca relevancia del clero
criollo. Hay que tener en cuenta que los pocos obispos brasileños nombrados a
finales del siglo xvm habían estudiado todos en Portugal. Con objeto de que la
sociedad local pudiese generar más sacerdotes, los obispos de diferentes dióce­
sis se empeñaron en fundar y en dar vida a seminarios, tarea que realizaron con
éxito desigual. Así, el de Río de Janeiro lo fundó el obispo franciscano fray An­
tonio de Guadalupe (1725-1740), y en Bahía, el arzobispo José Botelho de Ma­
tos (1741-1760), que consiguió crear uno con la ayuda de los jesuitas, vio
cómo desaparecía tras la expulsión de esta Orden. A finales del período, ya
existían algunos más.
De igual manera el número de conventos femeninos era corto en la colo­
nia. El arzobispo Monteiro da Vide se preocupó por su funcionamiento en Ba­
hía y uno de sus sucesores, Botelho de Matos, amplió el censo con nuevas fun­
daciones.
El mundo rural era un universo radicalmente diferente al de las ciudades: su
organización, los objetivos de la Iglesia, sus problemas y soluciones..., todo ha­
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 365

cía del campo un espacio religioso distinto. En primer lugar, aunque era un
mundo básicamente indígena en casi toda la América española, existían áreas de
población blanca, mestiza y negra, lo que hacía diferente la vida religiosa de
unos casos a otros.
Además, desde el punto de vista de la organización eclesiástica, el campo era
un mundo diverso: existían doctrinas para los indios diferentes canónicamente
de las parroquias de los blancos, misiones, capillas en las haciendas..., y todo
ello repartido entre clérigos y religiosos de las diferentes órdenes. Aunque resul­
ta difícil cuantificarlas, las Órdenes religiosas seguían conservando un número
muy importante de doctrinas de indios en el siglo xvm, si bien muy desigual­
mente repartidas, siendo mayoría en algunos obispados como Chiapas y minoría
en otras, como Cuzco. Esto hacía que los problemas que se generaban fueran
igualmente diversos.
En el siglo xvm se prosiguió, con más intensidad que antes, la tendencia al
cambio de titularidad de las doctrinas en favor del clero secular. Desde la década
de 1740 se acentuó el interés por el asunto, pero la principal decisión fue la Real
Cédula de 1757, de Fernando VI, que ordenaba secularizar los curatos a medida
que fuesen vacando, previo informe de las autoridades; las órdenes podrían
conservar dos doctrinas por diócesis, siempre que sus titulares viviesen en con­
ventos de no menos de ocho miembros. El proceso se aceleró durante el reinado
de Carlos 111, a pesar de actuaciones como las del obispo franciscano de Concep­
ción, Angel de Espiñeira, en el concilio regalista de Lima, en defensa de los privi­
legios de la órdenes.
Por otra parte, el campo era un mundo distante en mayor o menor medida.
Lo era geográficamente. Salvo los hinterlands más próximos a las ciudades, las
áreas rurales se hallaban a distancias considerables, agravadas por la dificultad
de las comunicaciones, lo cual generaba, por añadidura, una gran distancia ad­
ministrativa. El mecanismo normal de control de los curas rurales desde los
obispados era las visitas que los prelados debían hacer anualmente de sus dióce­
sis. Pero, aunque hubo algunos que las hicieron con frecuencia y hasta concien­
zudamente, esto no era lo habitual; por el contrario, en el siglo xviii, como ante­
riormente, los obispos, que en general eran de avanzada edad, visitaron poco sus
distritos, debido también a la extensión y los malos caminos existentes en las
diócesis.
A los obispos los sustituían en el recorrido de las diócesis los visitadores
eclesiásticos, nombrados por aquéllos o por los Cabildos, en caso de sede vacan­
te. Pero, por una parte, los visitadores no eran nombrados regularmente y, por
la otra, con frecuencia se producían connivencias entre visitadores, que eran clé­
rigos del común, y doctrineros, de modo que el fin de vigilancia y corrección de
los problemas que se procuraba con la visita quedaba anulado en la práctica.
Una consecuencia de lo infrecuente y generalmente ineficaz de las visitas era,
de hecho, una gran autonomía real de los doctrineros. Por esto y por mantener las
pautas de comportamiento que venían siendo habituales desde el siglo XVI, no fal­
taron nunca candidatos para cubrir las doctrinas, sobre todo en áreas de cierta ani­
mación económica; candidatos que, por cierto, no estaban siempre suficientemente
capacitados intelectualmente como para ejercer su función de cura de almas.
366 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

Desde comienzos de la colonia la actuación económica de los doctrineros


había sido destacada, llegando a generar rentas —generalmente con destino a su
beneficio personal— varias veces superiores al valor del tributo indígena. En
Lima, en 1684, ya se produjo un conflicto que, en el plano teórico, afectó a la
inmunidad eclesiástica pero que, en la práctica, estaba relacionado con la apro­
piación de parte del excedente económico indígena por los doctrineros, y que re­
fleja muy bien el cuadro de los problemas. El virrey duque de la Palata publicó
una provisión para prohibir los excesos y agravios que cometían los curas sobre
los indios, tanto en lo temporal como en lo espiritual, detrayendo recursos de los
indígenas por los variados medios que tradicionalmente venían haciéndolo.
Para poner límite a esta situación, que afectaba al orden económico previsto
por la monarquía para la colonia, el virrey propuso que cualquier actuación de
los curas tuviera que ser controlada por los corregidores, como autoridad civil
inmediata. Esto, además de provocar un notable conflicto de naturaleza regalis-
ta, no era en el fondo ninguna solución real, puesto que la ambición de los co­
rregidores en cuanto a la apropiación de excedente indígena era idéntica, si no
más acentuada, que la de los curas.
En los turnos de réplicas y contrarréplicas en la polémica, intervinieron, en­
tre otros, el arzobispo Liñán y el obispo de Arequipa a favor de la inmunidad
eclesiástica, y Juan Luis López en favor del virrey (quien había sido asesorado
por Pedro Frasso)2. La polémica se apagó, pero el estado de cosas continuó sien­
do esencialmente el mismo, no sólo en Perú sino en toda América, hasta la se­
gunda mitad del siglo xvm, cuando nuevas circunstancias modificarían la situa­
ción. Las quejas por este asunto fueron frecuentes, incluso de los obispos,
destacándose la escasa atención religiosa de que eran objeto los indígenas.
Con la figura del doctrinero, la colonización llevada a cabo por la Iglesia
lograba, tal vez, su expresión más completa, combinando la propagación de la
ideología dominante, a través del dogma católico, con la explotación económi­
ca de los recursos humanos y naturales de las comunidades de indios. Esta ex­
plotación no estaba prevista por el ordenamiento jurídico colonial y la efectua­
ban entrando en conflicto con otros agentes coloniales como encomenderos,
corregidores, y hasta con las propias autoridades eclesiásticas, como miembros
de cabildos u obispos. Un ejemplo de los problemas que se suscitaron en oca­
siones entre el clero y los propios obispos, es el habido entre el obispo de Tru-
jillo, fray Juan de Vítores (1705-1713, de la Orden de San Benito), y los curas
de su diócesis, conflicto que llegó a alcanzar cierta trascendencia, atenuada,
sin embargo, por los obispos virreyes fray Diego Ladrón de Guevara y Diego
Morcillo.
En las diócesis de escasos recursos económicos, la posibilidad de conflictos
por problemas de esta naturaleza era menor. Al normal aislamiento de la Iglesia
rural con respecto a las autoridades urbanas se venía a añadir, en estos casos, la
lejanía derivada de ser áreas marginales en la colonia. Así sucedía, por ejemplo,
en la diócesis de Tucumán, en los Andes y el Chaco argentinos. La escasa pobla­

2. Ambos autores fueron importantes eslabones en la evolución de las tesis del Regio Vicariato.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 367

ción, indígena, blanca o mestiza, dispersa en chacras y estancias en una zona de


frontera era frecuentemente atacada por los grupos indígenas calchaquíes o cha-
queños no colonizados. Tan sólo algunos clérigos o jesuitas (al margen de las re­
ducciones, que se tratarán aparte) se hallaban instalados en estancias o asenta­
mientos menores, como Jujuy, que fue erigida como parroquia en 1720;
Santiago del Estero o San Miguel. Los obispos visitaban esporádicamente las
diócesis, donde encontraron que algunas poblaciones indígenas solicitaban sa­
cerdotes, como reclamaron los lules, próximos a Salta, al obispo Juan Antonio
Gutiérrez en 1733.
La intensa actividad económica de los curas de indios y, consiguientemente,
los intereses que desarrollaban en la esfera rural les llevaron a involucrarse en
revueltas sociales de toda índole. Muy frecuentemente, en su base se encontraba
la presión económica a que era sometida la población aborigen por agentes colo­
niales, como los corregidores, los encomenderos y los propios curas, que dispu­
taban con aquéllos la distribución del excedente económico indígena.
Como ya se mencionó, la cantidad de dinero, productos y servicios general­
mente no remunerados con que la población india contribuía a los curas de las
doctrinas, bien directamente o a través de instituciones como las cofradías, era
muy importante. A ello se unía el diezmo, ya que en algunos obispados los indí­
genas pagaban diezmos sobre productos de Castilla. Toda esta contribución fis­
cal que tenía como destino la Iglesia —que se unía a la general que ya soporta­
ban los indios— hizo que muchas de las revueltas fuesen antieclesiásticas y
tuvieran como principal objetivo a los curas.
La principal sublevación colonial —exceptuando el movimiento de la inde­
pendencia— tuvo lugar en los Andes hacia 1780 y fue encabezada por José Ga­
briel Condorcanqui, Tupac Amaru. En ella, la presencia de la Iglesia fue ambiva­
lente, porque si bien es cierto que los indígenas reaccionaron en muchos casos
contra el clero y la Iglesia como uno de los signos de la dominación colonial
contra la que luchaban, por otro lado, la revuelta fue apoyada y en ella partici­
paron numerosos curas de indios, dada su imbricación en el proceso económico.
Como era de esperar, tras el fracaso de la rebelión, muchos eclesiásticos (entre
ellos, autoridades como el propio obispo del Cuzco, Moscoso, que conocían la
existencia de la conspiración en la ciudad y en la provincia aunque no participa­
ron directamente en ella) tuvieron que dar explicaciones, incluso en casos en que
habían tomado parte en sofocarla.
Por último, el culto presentaba en el mundo rural tantos o más contrastes que
en las ciudades puesto que, a lo largo y ancho del continente, afloraban los varia­
dísimos sustratos culturales de las poblaciones indígenas dominadas e incluso de
los esclavos negros. Todo esto daba a la práctica religiosa en el campo una rique­
za y variedad de expresiones imposibles de resumir en este corto espacio.
Además de las extensas áreas colonizadas con cierta intensidad, donde la
Iglesia había organizado la red de doctrinas de indios, existían otras zonas vastísi­
mas, marginales para la colonia, en las que su presencia por lo general era más te­
nue, menos integrada en el proceso colonial. En ellas se desarrollaban las misio­
nes, otra fórmula de evangelización a cargo, fundamentalmente, de las órdenes
religiosas. En ocasiones se contaba con centros establecidos desde los que se
368 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

hacían excursiones más o menos frecuentes pero, en otros casos, se trataba del
trabajo bastante aislado de un pequeño grupo de religiosos, con escasas posibili­
dades de éxito en el objetivo de captar de forma permanente para la religión cató­
lica a la población indígena de cierta área. Las Órdenes más destacadas en el tra­
bajo misional fueron la de san Francisco y la Compañía de Jesús, aunque no faltó
la presencia de otras y, ocasionalmente, de elementos del clero secular.
La versión más lograda de este método de evangelización fueron las «reduc­
ciones», con características organizativas singulares, entre las que estaban los
asentamientos fijos de grupos indígenas, que, de hecho, conferían a esta modali­
dad un rango diferenciado. En este caso, los ejemplos más destacados y conoci­
dos de reducciones los regentaron los jesuitas en la región guaraní.
La Corona, que veía en las órdenes religiosas un obstáculo aún mayor para
su política por disponer de otro fuero específico dentro del eclesiástico, también
llegó a promover la sustitución de religiosos por clérigos en algunas misiones,
como en el Norte de México. Sin embargo, no siempre fue posible aplicar dicha
sustitución por la dificultad en encontrar sacerdotes seglares en suficiente núme­
ro y formación como para hacerse cargo de un trabajo de tal dureza.
Áreas de misiones fueron: Chile, donde trabajaron los franciscanos desde el
Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Concepción, uno de los creados en
1682, y también los jesuitas; todo el Norte argentino, a partir de Tucumán y
hasta el Paraná, también con presencia de los jesuitas, que organizaron reduccio­
nes; la Patagonia y las islas Malvinas, donde el trabajo fue muy esporádico; el
Oriente de Solivia, Perú y Ecuador, con presencia de mercedarios, dominicos y
agustinos, que no lograron grandes avances durante el siglo xvm; áreas de la
cuenca del Orinoco en Colombia y Venezuela, en donde, junto a franciscanos,
actuaron capuchinos, agustinos y jesuitas; y las Californias, donde destacó el
trabajo de estos últimos.
Un caso especial entre todos fue el de la Sociedad de Jesús, Orden que ya ha­
bía tenido problemas con el poder absoluto de las monarquías católicas
europeas, por su gran influencia social y política, y por la enorme riqueza acu­
mulada en sus manos, así como por su autonomía, defendida celosamente frente
al Estado. En América, estas diferencias tuvieron su reflejo, agravado quizás en
el caso de las misiones guaraníes por la diversidad de intereses que confluían so­
bre ellas. Éstas ya habían sido objeto de disputas en diferentes ocasiones: en la
década de 1730, por la presiones de los encomenderos, ávidos de población indí­
gena; más tarde, en 1750, a causa del Tratado de Límites entre España y Portu­
gal, que cedía a Brasil algunos pueblos de las reducciones, donde los esperaban
los bandeirantes, deseosos de esclavizarlos. Por último, en 1767, cuando se pro­
dujo la expulsión de la Orden de España y sus dominios, las misiones fueron
abandonadas, —así como las casas, los importantes centros educativos y las em­
presas económicas que regentaban en diferentes ciudades—. Su salida produjo
un vacío que se hizo notar en América. En el caso las misiones, algunas fueron
entregadas a los franciscanos, a pesar de cuyo esfuerzo decayó el nivel que habí­
an logrado con los jesuitas.
Desde un punto de vista sustitucional, la organización de la Iglesia en el
campo brasileño ofrecía mayor homogeneidad que en la América española. La
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 369

Ilustración 5

1780. Nueva reducción de indios mocobíes Nuestra Señora de los Dolores y


Santiago de la Cangayc. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo
General de Indias, Mapas y Planos, Buenos Aires, BA 295, 137 (an).
370 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

Ilustración 6

1781. «Plano de la nueva reducción de indios tobas nombrada San Bernardo de Veriz,
erigida el año 1781». Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de In­
dias, Mapas y Planos, Buenos Aires, BA 295, 141.
LA REFORMA ECLESIÁSTICA Y MISIONAL (SIGLO XVIII) 371

población indígena era evangelizada, en principio, por medio de misiones de di­


verso carácter: en ocasiones permanentes y a veces temporales.
Estas misiones estaban sobre todo a cargo de las Órdenes religiosas, aunque
no faltaron las que eran sostenidas por clérigos. En muchos casos, si bien no de
manera general, una vez que la población indígena había sido catequizada deja­
ba de considerarse en misión y se decía que vivía en aldeas, aunque debían ser
visitadas constantemente para que siguiesen manteniendo la práctica católica. El
siguiente paso era la fundación de parroquias en estas aldeas que se hacía, a ve­
ces, a iniciativa del clero y la población, sin esperar la autorización del patronaz­
go real. A lo largo del siglo se erigieron a menudo nuevas parroquias, más nume­
rosas tras la expulsión de los jesuitas, aunque, como puede deducirse de lo
anterior, no siempre disponían de párroco permanente ni de asignación econó­
mica por lo que, con frecuencia, llevaban una vida bastante irregular.
Esto produjo un amplio espacio integrado por aquellas poblaciones de in­
dios ya cristianizados que, por una parte, ya no tenían la consideración de mi­
siones pero que, por la otra, aún no funcionaban regularmente como parro­
quias. Por eso, las frecuentes visitas de sus distritos que efectuaron muchos
obispos no fueron suficientes en muchos casos para mantener una activa vida re­
ligiosa, desde el punto de vista de la ortodoxia católica. Aunque resulta difícil
generalizar, algo similar ocurría con la población negra esclava, que fue objeto
de especial atención por parte de algunos prelados, como el arzobispo de Bahía,
Monteiro da Vide.
Naturalmente, la Iglesia se vio involucrada en los frecuentes conflictos habi­
dos en la sociedad colonial, a veces originados en la avidez de los mismos colo­
nos por la mano de obra indígena y, en otras ocasiones, por pugnas entre diver­
sos intereses económicos. Como componente social, el clero se involucró en la
conocida «guerra de los Mascares» y el propio obispo de Olinda, Manuel Alva­
res da Costa (1710-1720), fue víctima de la complicada situación creada, llegan­
do a ser acusado y desterrado de la sede episcopal.
Las distintas órdenes religiosas existentes en Brasil se repartían el espacio
misional, con desigual número de miembros. La Compañía de Jesús era proba­
blemente la más importante con presencia en toda la extensión de la geografía
colonial; junto a ellos se encontraban los franciscanos, los capuchinos franceses
y, posteriormente, los italianos —que sustituyeron en muchos lugares a los jesui­
tas tras su expulsión en 1559—, los carmelitas, los oratorianos, etc. La organiza­
ción interna de las órdenes en Brasil no fue muy rigurosa y con frecuencia se
hizo sentir la necesidad de su reforma, que emprendieron diferentes prelados sin
excesivo éxito. Así, se pueden citar los casos de fray Antonio de Guadalupe,
franciscano, obispo de Río de Janeiro (1725-1740), quien intentó con empeño la
reforma de su propia Orden, o de José Mascarenhas do Castelo Branco, obispo
de la misma diócesis (1773-1805), que lo procuró con los carmelitas.
La política de reformas borbónicas, en general, incrementó la presión fiscal
en la colonia en beneficio de intereses metropolitanos y provocó que se llegase a
inicios del siglo XIX en medio de graves descontentos sociales, a los que no fue­
ron ajenos ciertos sectores de la Iglesia. La crisis financiera del Estado en la pri­
mera década del siglo hizo que desde la Península se obligara a las propias auto­
372 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

ridades eclesiásticas coloniales a contribuir con sus fondos para intentar paliarla.
Por entonces el estancamiento, cuando no la crisis económica colonial, había
golpeado ya a parte del clero rural; esto ocurría notoriamente en México, pero
también en otras zonas del continente. Al margen de intereses estrictamente eco­
nómicos, otros grupos de la Iglesia, que se movían en el campo de la ideas entre
la asunción de un cierto regalismo y la defensa de los intereses americanos, llega­
ron a adoptar posturas proclives a los independentistas cuando se desencadenó
la crisis de 1808-1810.
De igual modo que el movimiento emancipador siguió cursos autónomos se­
gún las zonas geográficas y en la sociedad se dieron posiciones variadísimas, así
también en la Iglesia se produjeron actitudes diversas que no cabe reducir ni
simplificar. Ni siquiera en la propia cúpula del poder eclesiástico colonial se
adoptó una postura homogénea. Así, aunque un buen número de obispos se
mantuvo fiel a la opción realista y a la conservación del orden político estableci­
do —entre ellos algunos criollos como el obispo de Santiago de Chile, Rodríguez
Zorrilla— otros aceptaron sin graves problemas el orden de cosas propuesto por
los independentistas; en este segundo grupo hubo algunos peninsulares, como el
arzobispo de Lima, Las Heras, o el obispo de Popayán, Jiménez de Enciso. En
general, los prelados se debatieron entre sus principios ideológicos y las propues­
tas emancipadoras, pero los hubo que, por fidelidad a su feligresía, sobrelleva­
ron las alternancias del conflicto con gran habilidad y pragmatismo, como ocu­
rrió con el arzobispo de Caracas, Coll y Prat.
Si esto fue así entre la dirección de la Iglesia colonial, las posiciones fueron
aún menos claras y, por lo general, más vinculadas a los intereses locales, entre
el clero rural o en las órdenes religiosas. En este ambiente se produjeron nume­
rosas desafecciones a la causa realista. De nuevo, en México el número de cléri­
gos y religiosos que se pronunciaron contra las autoridades virreinales fue consi­
derable. Frente a ellos la autoridad religiosa —prelados o provinciales de las
Órdenes— no mostraron suficiente capacidad de control, produciéndose excesi­
vas desobediencias. De estos comportamientos ya habían existido numerosos
precedentes desde la década de 1790. De aquí que la monarquía hiciera hincapié
en el asunto de la inmunidad.
Por lo que respecta a la Iglesia, las guerras de la independencia tuvieron efec­
tos de indudable alcance. Las luchas acarrearon una grave fragmentación social
durante su desarrollo, tanto entre los miembros de la propia institución, como
entre los fieles, alineados en uno u otro bando. Además, desencadenaron la pa­
radoja de que, declarándose católicas las nuevas naciones e incluso aspirando los
nuevos gobiernos a heredar el Patronato de la monarquía española, no pudieron
tener relación con Roma durante un considerable período de tiempo porque los
sucesivos papas Pío VII, León XII y Pío VIII sólo reconocieron a Fernando VII
como máxima autoridad política en América. Por esto, muchas sedes episcopales
americanas permanecieron vacantes hasta que, después de muchos esfuerzos, las
repúblicas americanas fueron reconocidas en 1831 por Gregorio XVI, quien co­
menzó a nombrar nuevos obispos para América.
Aunque la emancipación de Brasil fue menos traumática que la de la Améri­
ca española, no por eso la Iglesia dejó de desempeñar un papel en la misma.
LA R EFO R M A E C L E S IÁ S T IC A Y M IS IO N A L (S IG L O
Ilustración 7

X V III)
1797. «Prospecto del Pórtico y Torre de la Yglesia Parroquial de San Salvador de Bayamo». Fuente-. Minis­
terio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 2258, 601.
374 ANTONIO ACOSTA RODRÍGUEZ

Como podría suponerse, el traslado de la Corte a la colonia fue muy bien acep­
tado por el clero en general, porque significaba en cierto modo una elevación de
su categoría en relación con la de la metrópoli. Fue el benedictino, fray José de
Santa Escolástica, arzobispo de Bahía (1805-1814), el encargado de recibir al
que era patrono de la Iglesia de la colonia, el rey Juan VI.
Durante la estancia de la Corte en Brasil se produjo algún roce entre la mo­
narquía y Pío VII, aunque no de origen político, con motivo del nombramiento
del arzobispo de Bahía en la persona del franciscano, fray Francisco de San Dá­
maso de Abreu Vieira (1815-1816), a cuya confirmación se resistió el papa du­
rante cierto tiempo.
Sin embargo, en 1822, cuando al regreso de la Corte a Lisboa se produjo la
independencia, se iniciaron algunas dificultades diplomáticas. En esa ocasión,
una parte del clero que había venido propugnando la emancipación se mostró
abierto partidario de la misma, en tanto que otro sector se manifestó decidida­
mente en contra. Así, cuando el nuevo Estado pretendió heredar los mismos pri­
vilegios que hasta entonces tenía la monarquía portuguesa, algunos miembros
del último grupo optaron por la fidelidad al vínculo Roma-Lisboa, oponiéndose
a tales aspiraciones. Un ejemplo fue el obispo de Río de Janeiro, José Caetano da
Silva (1808-1833), quien sugirió a Roma no conceder al emperador el derecho
de Patronato sobre la Iglesia brasileña. Como sucedió con las nuevas y católicas
repúblicas sudamericanas, tendría que transcurrir también algún tiempo antes
de que la Santa Sede aceptase la nueva realidad y normalizase sus relaciones con
la recién creada monarquía.
17

EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES: CULTURAS Y SOCIEDADES


URBANAS EN EL SIGLO XVIII LATINOAMERICANO

Christine Hünefeldt

Braudel nos dice que la formación de las ciudades fue resultado de la expansión
económica, pero que, al mismo tiempo, las ciudades generaron expansión; asi­
mismo, las ciudades solamente existen en relación con una forma de vida econó­
micamente inferior a la propia (1981: 479, 481). El resultado de esta dialéctica
es la interdependencia de múltiples formas de organización social, que hacen di­
fícil fijar cuándo existe una ciudad, y también sus límites espaciales y sus múlti­
ples patrones de transformación*.
Para las ciudades, la interdependencia tanto con poblados menores como
con el vagamente definido hinterland es necesaria porque la noción de mercado
es central a la vida urbana. Esto es cierto, tanto en función de un mercado de
productos, como por lo que respecta al movimiento y la supervivencia demográ­
fica de las ciudades, o sea al mercado laboral. En contextos históricos en los que
el crecimiento vegetativo de la población es lento (o incluso negativo), la inmi­
gración y el reclutamiento (y compra) de hombres, mujeres y niños para la ciu­
dad pueden ser los únicos componentes del crecimiento demográfico urbano.
Hasta bien entrado el siglo xix, las ciudades de América Latina registran
una tasa de mortalidad mayor a la de natalidad, precisamente por la concentra­
ción demográfica. Ésta multiplicaba el contagio de epidemias como consecuen­
cia del débil desarrollo de la higiene, de la profesión y el conocimiento médicos.
Una explicación adicional del limitado crecimiento vegetativo remite a una, to­
davía mal explicada, baja fertilidad.
A pesar de las críticas que merecen las recopilaciones estadísticas1
2, y particu­
larmente las que intentan identificar y comparar niveles de urbanización con da-

1. Estas dificultades han sido reiteradas en varios trabajos de síntesis sobre el tema de las ciu­
dades. Una muestra es la proliferación de trabajos que pueden considerarse como historia urbana y
que incluyen una variada gama de ensayos y publicaciones en diferentes sectores y disciplinas. Morsa
reunió unos 400 títulos en 1965. Diez años más tarde, Schaedel (1975: 55) asegura que la simple ta­
rea de recopilación es imposible. Y, en 1984, Borah (535-554) pone en manos de Dios la multiplici­
dad de los lincamientos posibles de investigación urbana.
2. Sobre las dificultades, la relativa imprecisión de los datos censales y un análisis de cómo los
conreos reflejan la lógica de dominación imperial, más que la realidad, ver Lombardi (1981: 11-23).
376 CHRISTINE HÜNEFELDT

Ilustración 1

1776. Plano de la ciudad de Panamá. Fuente: .Ministerio de Educación y Cultura, Archivo


General de Indias. Mapas y Planos, Panamá, Santa Fe y Quito, SF 586, 294.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 377

ros agregados, dichas recopilaciones permiten detectar algunas tendencias gene­


rales. En el siglo XVIII, América en su conjunto registra un grado de urbaniza­
ción ligeramente superior al de Europa, continente cuyo índice urbanístico se re­
dujo del 10.8% al 10.4% en este siglo. En contraste, la población considerada
urbana avanzó en América de 11.4% a 12.3% (Bairoch, 1988: 495). Entorno a
1800, América Latina tenía un nivel de urbanización que era de un 30% a un
40% más alto que el de Europa: «Indeed, it was at this time the most heavily ur-
banized part of the world» (Bairoch, 1988: 388-389). En el interior del conti­
nente americano, las disparidades son aún más notorias. Hacia comienzos del si­
glo XVII, Boston, Quebec y Nueva York, las tres ciudades más grandes del
hemisferio norte, con 7000, 6000 y 5000 habitantes respectivamente, no
podían compararse con las tres ciudades más grandes del hemisferio sur, Ciudad
de México, Potosí y Oruro (con 100000, 95000 y 70000 habitantes)3. Esta co­
rrelación cambiaría radicalmente en el transcurso del siglo XIX. En este contexto,
un análisis del desarrollo de las ciudades en el transcurso del siglo XVIII en Amé­
rica Latina permite no sólo captar los desarrollos cruciales en el último siglo de
dominación colonial, sino también explicar cómo, a partir de un mayor creci­
miento urbano, en América no se generaron los procesos que acompañaron el
desarrollo demográfico en otras ciudades, como (nada menos que) el proceso de
industrialización y el surgimiento de relaciones capitalistas de producción.

RAZONES Y CONTRADICCIONES DEL CRECIMIENTO URBANO EN EL SIGLO XVIII

Hay acuerdo en señalar que entre 1550 y 1800, América Latina vivió dos gran­
des fases de urbanización. La primera comprendida entre 1550 y 1700-1730,
esencialmente ligada a la producción de metales preciosos en los centros del po­
der colonial (los virreinatos de Nueva España y del Perú). Durante este período,
ambos espacios concentraban a la mitad de todas las grandes ciudades de Amé­
rica Latina. Otra fase, la comprendida entre 1680-1800, tuvo su eje en la expan­
sión de la producción agroexportadora, sobre todo en Brasil y las Antillas. Har­
doy (1991: 153, 248) caracteriza el siglo XVIII por la renovación de la actividad
fundacional, a pesar de que aún a finales de siglo, la superficie construida de las
ciudades no alcanzaba, en la mayoría de los casos, al área original. Una explica­
ción que ofrece el mismo autor es la generosidad física con la que fueron conce­
bidos ios límites urbanos en el siglo xvi (Hardoy, 1991: 12)4. Esta nueva etapa
fundacional incluía las conquistas de las misiones religiosas, los desembarcade­
ros, y los poblados que espontáneamente surgieron, respondiendo a necesidades
productivas y a asentamientos en «la vera del camino» hacia algún centro pro­
ductor o un mercado urbano mayor (Hardoy, 1991: 248). En términos cuantita­
tivos, el número de centros fundados entre 1740 y 1790 fue comparable al nú­

3. Potosí y Oruro decaerían notoriamente en el transcurso del siglo xvm, para no recuperar
nunca más los niveles aquí registrados. Su vida dependía de las minas, y éstas se agotaron.
4. Excepciones a este patrón fueron, según Hardoy, los principales centros administrativos y
puertos, entre ellos la Ciudad de México, Cartagena, La Habana, Salvador y Río de Janeiro.
378 CHRISTINE HÜNEFELDT

mero de fundaciones de la primera época de la colonización. Usando la estadísti­


ca de Alcedo5, Morse (1988: 187) indica que de los 8478 asentamientos regis­
trados hacia 1789, 7884 fueron considerados predominantemente rurales,
mientras que 594 ciudades, villas y centros mineros (el 7% del total) reclamaban
para sí funciones típicamente urbanas: comercio, servicios e industria. Todos,
sin embargo, incluían a un vasto número de personas dedicadas a actividades ru­
rales6.
Es común entre los colegas estudiosos del siglo xvm la afirmación sobre la
pobreza de la información estadística para la primera mitad del siglo. Aun así,
las estadísticas disponibles, de mejor calidad y mayor cantidad, para la segunda
mitad del siglo permiten detectar patrones desiguales de crecimiento urbano,
una desigualdad que se acentúa con la aplicación de las reformas borbónicas y
pombalinas, sobre todo, con la puesta en práctica gradual del libre comercio, a
partir de 1778. Un crecimiento urbanístico más acentuado en los lugares ligados
al comercio intracolonial, y entre metrópolis y colonias, registra un cambio en
las estrategias de supervivencia ciudadanas y en la composición sectorial-ocupa-
cional de sus habitantes. En los lugares, donde predominaban las modalidades
de organización rural (comunidades campesinas y haciendas tradicionales) con
tendencia a la autosuficiencia, el desarrollo urbano fue más lento. La autosufi­
ciencia —característica de estas unidades de producción— tendió a frenar las
fuerzas centrífugas de la ciudad.
A pesar de las desigualdades, todas las ciudades (a excepción de las ligadas a
la volátil producción de minerales), registran un aumento de población, sobre
todo, a partir de la segunda mitad del siglo xviii. Frente a la aceleración del cre­
cimiento demográfico, sin embargo, el porcentaje de población urbana, contras­
tado con indicadores sobre la población total, disminuyó entre aproximadamen­
te 1770 y 1810, afirmación que también es válida para los centros urbanos
menores. Esta constatación refleja, por un lado, la vitalidad de la expansión ur­
bana y, por otro, el explícito intento de desurbanización promovido por las re­
formas borbónicas, a pesar de sus claros lincamientos modernizantes (Morse,
1988: 196-197).
El aumento de la población urbana se explica por una mayor inmigración
desde la Península Ibérica, por el aumento de la trata esclavista, y tal vez por
la leve mejora de los servicios sanitarios y la higiene7, el suministro de alimen-

5. Diccionario de América, de 1789.


6. Incluso una ciudad que nacía literalmente de la actividad comercial como Buenos Aires ten­
dría un vasto sector agrario, aun siendo su principal orientación era el comercio (Socolow, 1991: 259).
7. Para algunas ciudades hay registros sobre las características y la duración de las epidemias.
Listas, a veces muy largas, de años de epidemia muestran la precariedad de la vida. En el siglo xvm,
Buenos Aires vio epidemias entre 1700 y 1705, 1717 y 1720, en 1734, 1742, 1796, 1799, 1803... En­
tre 1718 y 1720, la peste bubónica se extendió hacia el interior de la audiencia de Buenos Aires. Val­
paraíso registró picos de mortalidad en 1706, 1713 y 1718, y epidemias de viruela en 1783, 1803...
Para Yucatán, los años entre 1725 y 1727 fueron álgidos. En el Perú se recuerdan las de 1700 y
1718-1719. La Ciudad de México perdió a 40 157 personas entre 1736 y 1737 por tifus; una nueva
epidemia de tifus, esta vez acompañada de viruela, llegó entre 1779 y 1780. Otra epidemia afectó a
México entre 1784 y 1787, coincidiendo con una gran hambruna. Otro brote de viruela cierra el si­
glo entre 1797-1798. Morse (1988: 198) calcula que por lo menos 124000 muertos son el balance de
EL
Ilustración 2

C R E C IM IE N T O DE LAS C IU D A D E S
1776 Plano del proyecto de la nueva ciudad de Guatemala. Por Luis Diez Navarro Ministe­
rio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, GU 463, 2 .
380 CHRISTINE HÜNEFELDT

tos (Hoberman y Socolow, 1986: 4), y por el incremento de la migración in­


terna (inclusive la forzada, tanto como consecuencia de los mecanismos para
acceder a la mano de obra, como de las expediciones «pacificadoras»). El con­
junto de estos procesos también explica el crecimiento de las mal llamadas
plebes urbanas.
Tan importante como la expansión y el surgimiento de nuevas ciudades, fue
el reacomodo. El siglo xviii fue un siglo de redefinición del peso relativo de las
ciudades (Morse, 1988: 192, 194), que ocasionalmente aparejó el desplazamien­
to de centros tradicionales de poder (es el caso de Lima frente a la emergencia de
Buenos Aires), una reorientación hacia otros mercados y la búsqueda de nuevas
líneas de producción (es el caso de Quito y Puebla, que sucumbieron temporal­
mente a la competencia de manufacturas procedentes de Europa, Cajamarca,
Cuzco y Querétaro) (MacLeod, 1988: 353), y la pugna entre regiones en el inte­
rior de espacios más circunscritos por la primacía (es el caso del Bajío frente al
drenaje de capital propulsado por la Ciudad de México).
La multiplicidad de los contextos regionales y geográficos generó varios ti­
pos de ciudades: desde las aglomeraciones fundamentalmente mineras como Po­
tosí y Zacatecas, a centros con una fuerte base agraria (Guadalajara, Cochabam-
ba, Arequipa), centros de plantaciones (Bahía), ciudades-puerto (Veracruz,
Portobelo, Río de Janeiro, Salvador), centros manufactureros (Quito, Puebla),
puntos militares (Cartagena, La Habana), y puntos de frontera (Concepción).
Las funciones primarias y primigenias, así como las dimensiones de las ciudades
no fueron estáticas (Hoberman y Socolow, 1986: 11).
A comienzos del siglo XVIII, Ciudad de México contaba con 100000 perso­
nas, en la década de 1760-1770, con 112462, entre 1790 y 1800 con 130602, y
más de 168 000 en 1820. Guanajuato y La Habana registran una secuencia de
crecimiento similar a las ciudades mesoamericanas.
La afluencia de esclavos proporcionó características peculiares a las islas ca­
ribeñas. Si bien eran los blancos los habitantes urbanos en las ciudades más
grandes, y no indios o negros, una parte importante del crecimiento caribeño, en
las posesiones holandesas, británicas y francesas, fue resultado de la intensifica­
ción de la trata de esclavos. En 1703, vivían en Jamaica 3500 blancos y 45000
esclavos; en 1778, la isla contaba con 18429 blancos y 205261 esclavos. La po­
blación de Barbados pasó de 3438 blancos y 41 970 esclavos en 1712, a 4 361
blancos y 57434 esclavos en 1783. En algunas islas, como Montserrat y Nevis,
la población blanca descendió entre 1707 y 1774, mientras que la población es­
clava se triplicó (Hardoy, 1991: 316).
Más hacia el Sur, en el área andina, la evolución urbana no fue tan acelera­
da. La población de la capital del virreinato peruano entre la década de 1740-
1750 y la de 1790-1800 aumentó únicamente de 51 750 a 52627 habitantes, he­
cho que ha sido explicado por el gran terremoto de 1746 (Hoberman y Socolow,

las epidemias en Ciudad de México en el transcurso del siglo xviii; y la cifra es aún más impresio­
nante para Puebla (135000). Una epidemia de sarampión en Caracas en 1764 habría diezmado a la
cuarta parte de la población. La viruela, el sarampión, la disentería y la fiebre tifoidea fueron las en­
fermedades más comunes (Sánchez Albornoz, 1968: 76, 89-90).
EL
Ilustración 3

C R E C IM IE N T O DE LAS C IU D A D E S
1776. Plano de la ciudad de Río de Janeiro. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y
Planos, Buenos Aires, BA 528, 113.
382 CHRISTINE HÜNEFELDT

1986: 6; Bromley-Barbagelata citado en Hardoy, 1991: 227)8. Sin embargo, en las


ciudades más pequeñas hacia finales del siglo xvni, con la recuperación demográfi­
ca indígena y el aumento del mestizaje, las castas y los mestizos representan una
pane importante de la población urbana, en algunos casos, la más importante. Sán­
chez Albornoz (1968: 96) nos hace recordar que esto fue particularmente cierto en
las márgenes de la gran reserva indígena en las laderas de la cordillera andina. Así,
las castas libres de Guayaquil alcanzaban el 48% de la población urbana hacia fi­
nales del siglo xvm, y los indios representaban alrededor del 30%. En Medellín, el
censo de 1778 muestra un 27% y 35% de mestizos y mulatos respectivamente. En
Antioquía, en 1808, los indios casi habían desaparecido, mientras que los mulatos
y mestizos sumaban el 57,7% del total poblacional. En Tucumán, Santiago del Es­
tero, Catamarca y Salta, el 64, 54, 52 y 46% de la población respectivamente era
negra o de casta. En Buenos Aires (Socolow, 1991: 248) hacia 1778, el grupo ne­
gro-mulato era ligeramente superior al 28% de la población total, porcentaje que
se mantendría hasta después de la independencia política de España.
Más impresionante que el desarrollo de Lima, fue la evolución demográfica
de las ciudades marginales de antaño que, como resultado de su inserción atlán­
tica, comenzaron a dinamizarse a una velocidad sin precedentes. Partiendo de
una base poblacional mucho más restringida, en algunos casos llegaron a dupli­
car el número de habitantes en las últimas décadas del siglo xvm, y las primeras
décadas del siglo XIX. Buenos Aires es el caso más significativo de este desarrollo
urbano tardío. En el transcurso del siglo xvm se convirtió en un centro de álgida
actividad comercial y en Audiencia. El asiento británico (entre 1713 y 1739) in­
crementó sus posibilidades de contrabando (la venta de cueros y sebos), y tam­
bién ofreció la posibilidad de aprender métodos comerciales de los ingleses
(Morse, 1988: 192). Buenos Aires se convirtió en la capital comercial de la costa
del Atlántico meridional y en el nexo entre dos vastas redes comerciales, la
orientada hacia el Atlántico y la que miraba hacia las áreas de producción inter­
na. Esto fue posible, a pesar de que hasta 1822 no logró el control de su frontera
al Sur del río Salado, que permanecía bajo la égida de los indios pampa. El res­
tringido control territorial, así como las fluctuaciones climáticas, hacían de Bue­
nos Aires una ciudad altamente dependiente del suministro marítimo (Socolow,
1991: 241,243).
Lo mismo ocurría en Cartagena, una ciudad cuyas áreas circundantes no po­
dían satisfacer la demanda de alimentos. Por tanto, sus habitantes estaban suje­
tos a los elevados precios de los productos provenientes del interior y al suminis­
tro desde el puerto. También en Cartagena, una parte importante de la
población masculina adulta se dedicaba al comercio. El censo municipal de 1777
indica que los comerciantes al por mayor representaban aproximadamente el
14% de la población (Grahn, 1991: 170). Las políticas de libre comercio, a par­
tir de 1778, inyectaron mayor dinamismo al comercio entre España y Cartage­
na, pero —y esto es sintomático de las relaciones comerciales preexistentes— las

8. Se enuncia que el 28 de octubre de 1746 Lima y El Callao quedaron destruidos por un te­
rremoto que mató a más de 10000 personas y dejó en Lima 25 casas en pie.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 383

embarcaciones de bandera no española, siguieron dominando el comercio exte­


rior. Un indicador preciso de la continuidad (a pesar del decreto del comercio li­
bre) fue que Cartagena seguía apostando por sus conexiones con Jamaica. «El
beneficio, la necesidad y el ingenio aumentaron la tópica naturaleza del inter­
cambio comercial en Cartagena» (Grahn, 1991: 175, 178-179). No es casuali­
dad, pues, que Buenos Aires, Cartagena, y también Caracas y La Habana mira­
ran hacia el Atlántico y estuvieran firmemente engarzadas en las corrientes
comerciales en ascenso. Si bien su trayectoria subraya la importancia de las re­
des comerciales transatlánticas, las investigaciones recientes permiten también
una evaluación cada vez mejor de los circuitos intracoloniales como estrategia
de supervivencia urbana. En consecuencia, es más factible evaluar la dinámica
de los intereses coloniales frente a los objetivos metropolitanos, a la vez que pre­
cisar el contenido de lo que aún vagamente se define como «mercado interno».
Por ahora, es la historia de Cartagena ligada a La Habana y Jamaica, la historia
de Buenos Aires ligada al Perú, a Córdoba, al Paraguay y a la costa brasileña, y
la de Caracas, sometida a los vaivenes de la producción minera de Zacatecas9,
en contraste con la historia de los nexos de ciudades con Sevilla, Madrid o Lis­
boa, faceta mucho mejor conocida.
Ciudades como Caracas y Bogotá, y aun las ciudades menores como Cuzco,
Córdoba y Mendoza (en parte arrastradas por el desarrollo de Buenos Aires), re­
gistran altos índices de urbanización entre la década de 1760-1770 y las prime­
ras dos décadas del siglo xix. Caracas casi duplicó su población entre 1772 y
1812, a pesar de las considerables pérdidas ocasionadas ese año por un terremo­
to. En el caso de Caracas, la evolución de Zacatecas marcó el aumento de la de­
manda por su producto básico, el cacao. Luego de la cuasi extinción de las fun­
ciones y los servicios urbanos hacia 1670, en 1720 se perfila un claro repunte.
Hacia 1720, los caraqueños tenían 2000000 de árboles de cacao, en 1744 eran
5000000 (Ferry, 1989: 65). Es indudable que la irradiación de los cambios
(como aquí la explotación de las minas de Zacatecas) tendió a incrementarse. De
lejos, la construcción de redes entre diferentes tipos de ciudades fue un fenóme­
no más importante en Hispanoamérica que en la colonia portuguesa (Hoberman
y Socolow, 1986: 13).
El crecimiento demográfico de las ciudades de la América portuguesa no fue
menos espectacular y variado. De 350000 habitantes en 1700, Brasil pasó a
1500000 en 1750 y a 3000000 en 1800 (Lahmeyer, 1978: 230). En 1770, el
38.8% del total de habitantes residía en las capitanías generales de Bahía y Per­
nambuco, el 20.5% en la de Minas Gerais y el 14% en Río (Alden, 1963: 173-
205). A pesar de que Brasil vivió durante el siglo XVIII la ocupación de un am­
plio sector del planaito y la penetración hacia la Amazonia, y de que durante
este siglo se fundaron 118 uilas en diversas regiones, respondiendo al avance mi­
nero de la zona paulista-fluminense y a la penetración hacia el sertao en el Nor­
deste (Hardoy, 1991: 379), para la historia brasilera, rila o cidade eran sinóni-

9. F.n este contexto los trabajos pioneros de Assadourian (1982) y Garavagiia (1983) remiten
a una problemática similar desde la óptica de la formación del mercado interno colonial.
384 CHRlSTINE HÜNEFELDT

Ilustración 4

1777. Plano de la ciudad de San Christoval de la Habana. Firmado por Mariano de la


Rocque. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Ma­
pas y Planos, Santo Domingo, CU 1229, 435.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 385

mo de port. De las nueve capitanías generales de 1799, únicamente tres (Goiás,


Minas Gerais y Matto Grosso) no tenían acceso inmediato al mar. Tanto es así,
que hacia mediados del siglo XVIII es posible hablar de una «brasilianización del
comercio» (Russell-Wood, 1991: 218, 225).
Salvador casi quintuplicó su población entre 1620 y los primeros años del si­
glo xix (de 21000 a 100000 habitantes)10. Río de Janeiro, convertida en capital
del Brasil en 1763, aumentó su población a 60000 habitantes (Hardoy, 1991:
380). Recife muestra un aumento poblacional de 8000 a 25000 en el mismo pe­
ríodo de tiempo. Las ciudades del interior fueron simplemente puntos interme­
dios o creaciones (como Manaos) del siglo XIX (Russell-Wood, 1991: 197). Bue­
nos Aires aparecía como eje importante del Atlántico sur; y las flotas que
circulaban entre Brasil y Europa eran las más numerosas del mundo en ese tiem­
po (Boxer, 1969: 224, en Russell-Wood, 1991: 200-201). La orientación comer­
cial de los puertos brasileños puede ser llevada al extremo de considerar a la cos­
ta oeste de África como parte del hinterland de un puerto como Salvador
(Russell-Wood, 1991: 207).
Desde una perspectiva interna, fueron las minas las que impulsaron la vida
de las ciudades «El flujo de mercancías y personas alcanza niveles muy altos du­
rante el siglo xvm, en un tiempo en el que la minería vivía momentos de apogeo.
Un mercado minero en expansión produjo fuerzas centrípetas en su entorno, que
alcanzaron vastas zonas del litoral, África Occidental y otras áreas del mundo
lusitano, incluso la propia capital del Imperio.» (Russell-Wood, 1991: 210). Los
puertos brasileños registraron la entrada de 3647000 esclavos, el equivalente
del 38.1% del total de las importaciones esclavas al Nuevo Mundo, de los cuales
1891400 ingresaron entre 1701 y 1810 (Russell-Wood, 1991: 216). No sor­
prende por eso constatar que hacia 1775 la ciudad de Salvador registrara un
43.7% de población esclava y un 23.6% de libertos (pardos: 12.52%; pretos:
11.08%) (Caldas, 1951 y Mauro, 1961, citado en Russell-Wood, 1991: 223).
Dado el dinamismo de las ciudades portuarias, salvo Portobelo, entre los
puertos principales, las otras ciudades-puerto estuvieron rodeadas de murallas
construidas durante el siglo xvm. A pesar de que en muchos casos fueron am­
pliaciones de murallas iniciadas en el siglo anterior (Hardoy, 1991: 159), la in­
tensificación en la construcción de fortificaciones pone de manifiesto la política
defensiva de los patrimonios coloniales iniciada por las reformas borbónicas,
frente a los apetitos de los vecinos de España en Europa.
Eso indicaría que el control del comercio y el concomitante fomento de la
expansión de las actividades comerciales en función de las metrópolis estuvieron
entre los cometidos más visibles y caros (en sentido literal) de las políticas de re­

to. Hardoy (1991: 380) da una cifra de 50000 habitantes hacia finales del siglo xvm para la
ciudad de Salvador. Aun así, Salvador y Río de Janeiro hacia finales del siglo eran las dos ciudades
de mayor población de Brasil. Lahmeyer (1978: 230) indica que en 1706 Salvador tenía 31601 habi­
tantes y 39209 en 1780, una expansión no tan notable como la registrada por Hardoy, que según la
autora estuvo basada en la producción de azúcar, tabaco y cachaza. De la cifra total, anota Sánchez-
Albomoz (1968: 73), Villa Rica importó en 1718 35094 esclavos, que fueron las únicas personas a
quienes se permitió emigrar en medio de la guerra de los emboabas.
386 CHRISTINE HÚNEFELDT

forma. Las fortificaciones, a su vez, hicieron necesario el mantenimiento de


cuerpos militares permanentes, que junto a la presencia de los comerciantes
fueron los grupos sociales predominantes. Salvador contaba con 1500 solda­
dos bajo pago regular y permanente y con 5 312 auxiliares (no pagados) hacia
mediados del siglo XVIII (Russell-Wood, 1991: 227). Los 5 000 soldados de
Cartagena representaban el 25% de la población municipal, en el transcurso
de ese siglo. Los gastos de mantenimiento de las fortificaciones y los salarios
militares significaron el flujo de unos 50000 pesos anuales hacia la economía
urbana. El censo de 1777 indica que los burócratas reales y municipales de
este puerto representaban aproximadamente el 7.5% de la población emplea­
da (Grahn, 1991: 171, 175). En otras palabras, la necesaria presencia militar
fue uno de los factores más importantes del aumento de la población en las
ciudades portuarias y de la expansión de los servicios y productos que éstas
exigían.
Las ciudades mineras no evidencian la misma trayectoria ascendente, porque
sus vidas estuvieron circunscritas a la ley del mineral. Ouro Preto vio disminuir
su población de 60000 a 8000 entre los años de 1740-1750 y los de 1810-1820
(Socolow y Hoberman, 1986: 5). Potosí, que en su momento de mayor apogeo
(hacia 1650) tuvo unos 160000 habitantes, lo que la convirtió en la mayor ciu­
dad de América, vio declinar su población en los primeros años del siglo xvm a
una quinta parte de esa cifra (Sánchez-Albornoz, 1968: 75).
Otras ciudades fueron más afortunadas. A veces, un cambio de orientación
productiva podía paliar la debacle. Río nació con el auge aurífero, y en 1690 al­
bergaba a 20000 almas. En 1725 su población había aumentado a 40000. Du­
rante la crisis del oro, hacia 1760, entra en una nueva fase de declive, pero hacia
comienzos del siglo XIX se produce una paulatina recuperación, a partir de su re­
orientación hacia el cultivo de la caña de azúcar y, en general, gracias a la ex­
pansión agrícola (I.ahmeyer, 1978: 230).
A pesar de que la evolución urbana estuvo ligada en gran medida al comer­
cio interno colonial y ultramarino, los diferentes ritmos de crecimiento de las
ciudades también estuvieron vinculados a las bases de subsistencia de las ciuda­
des y al grado de evolución autónoma, que pudieron generar una vez iniciada la
fundación del núcleo urbano, así como a la flexibilidad con la que pudieron res­
ponder a los cambios. Por lo general, parece ser cieno que a mayor diversifica­
ción de actividades, mayor sería la posibilidad de supervivencia y desarrollo ur­
bano. Así las ciudades que no sólo respondieron a la existencia de relaciones
comerciales, haciendas o minas, sino que simultáneamente fueron centros cere­
moniales, administrativos y sociales, conocieron una expansión más sostenida, si
bien a veces menos espectacular.

LAS INSTITUCIONES URBANAS Y SUS HACEDORES

Si es cierto que los conglomerados urbanos fueron microcosmos de un orden im­


perial y eclesiástico más vasto y que, por tanto, la responsabilidad de su funcio­
namiento y ordenamiento no eran resultado del conjunto de conciencias particu­
EL CRECIMIENTO OE LAS CIUDADES 387

lares sino de las percepciones de sus líderes burocráticos, latifundistas y eclesiás­


ticos (Morse, 1988: 169), entonces el funcionamiento de las instituciones y las
normas son las que marcan el ritmo de la vida cotidiana en la ciudad, aun si por
intervalos tienen que responder a exigencias dictadas por esa vida cotidiana.
El diseño urbano fue un mecanismo para representar un orde social, econó­
mico y político transplantado desde otras realidades, a la vez que encarnaba las
visiones de la vida y el pensamiento político de la Península Ibérica. Por lo tanto
—señala Morse (1988: 167-168)—, una manera de comprender la evolución de
las ciudades hispanoamericanas es relacionar dialécticamente la «idea de ciu­
dad», importada desde Europa, con la realidad de la vida cotidiana en el Nuevo
Mundo.
Con gran aplomo, sobre todo, desde mediados del siglo Xvm, el Estado apare­
ce como la entidad más organizada y organizadora de la vida colonial y urbana.
Es el Estado, quien, desde las audiencias y los cabildos, promueve la expansión de
la infraestructura urbana11, con inversiones que ascendieron a varios cientos de
miles de pesos en los núcleos más importantes. La planificación urbana fue una de
las preocupaciones centrales de los contemporáneos para acabar con la «Babilo­
nia» (el caos). El eje de estos cambios fueron las audiencias, los cabildos y las in­
tendencias, pero sobre todo, el Estado absolutista (Brading, 1988: 115).
En el seno de los cabildos se debatieron e impartieron los cambios, en con­
sulta permanente con la Corona y el Consejo de Indias. Por su preeminencia, y
en aras de arduas polémicas académicas sobre los orígenes y las causas de la in­
dependencia política, uno de los debates aún no zanjados gira en torno al grado
de independencia de que pudieron gozar estas entidades político-administrati­
vas, en parte anclado en su composición interna (criollos o peninsulares). Las
pruebas indican que los períodos de lucha desde las colonias a través de interme­
diarios en Madrid, y desde la propia capital metropolitana, para adquirir una si­
lla en el cabildo (y en su defecto, cualquier cargo burocrático), se fueron alar­
gando para los criollos, mientras que claramente se favorecía el nombramiento
de funcionarios peninsulares. Las interminables peticiones para acceder a un
puesto de la Audiencia de Lima, iniciadas por José Baquijano y Carrillo, docu­
mentan esta tendencia (Burkholder, 1990).
Con las reformas vino un creciente interés por afianzar a la burocracia esta­
tal. No era suficiente cancelar la compra e incluso la herencia de puestos guber­
namentales, el Estado tenía que demostrar interés por sus servidores y también
evitar que los deudos cayeran en la miseria; no sólo para afianzar la lealtad de
dichos agentes, sino también para conservar la buena imagen social de los fun­
cionarios. La creación de los montepíos fue un intento de organizar fondos de
jubilación. Los enormes problemas (tanto económicos como de la fijación del
rango previo al abono), visibles en la ejecución de estas medidas entre 1767 y
1821, son una cara del paternalismo borbónico, a la vez que representan un in­
tento de incrementar el control sobre la vida personal de los burócratas y, por11

11. Una evaluación de las dificultades y los logros de la política de ampliación de infraestruc­
turas en Lima aparece en Fisher (1981: 186 y ss.).
Ilustración 5 00
00

C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1763. Casas Consistoriales de San Miguel de Tegucigalpa de Heredia. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Ar­
chivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, GU 595, 307.
EL CRECIMIENTO OE LAS CIUDADES 389

extensión, sobre las colonias. Dada la concentración de la burocracia en las ciu­


dades, es evidente que los beneficios de estas pensiones revirtieron al contexto
urbano. Más aún, los montes y su junta funcionaron como casas de préstamos, y
muy rápidamente los integrantes de la junta se percataron de que sólo los pro­
pietarios urbanos podían ofrecer las extremas seguridades necesarias para el ma­
nejo de estos fondos (ver Chandler, 1991).
Más allá de si fueron peninsulares o criollos quienes controlaron los asientos
y las dificultades conexas de rastrear los linderos entre peninsulares y america­
nos, lo cierto es que a pesar de los cambios introducidos por los reformadores
borbónicos, los cabildos seguían ocupados por las elites locales. La única inno­
vación perceptible era que ahora sus integrantes estaban sujetos a elecciones
anuales (Hoberman y Socolow, 1986: 6). Bajo la férrea mano de los intendentes
se llegó a un mayor control de los ingresos y gastos del cabildo, particularmente
en la generación de ingresos por la partida de propios y arbitrios. El conjunto de
las reformas aplicadas desde los centros político-administrativos hizo que los in­
gresos de la Corona aumentaran sostenidamente en el transcurso del siglo xvm.
De 5000000 de pesos en 1700, subieron a 18000000 en la década de 1750 a
1760, y a 36000000, entre 1785 y 1790 (Brading, 1988: 118).
Los barrios de indios ubicados en las afueras de la ciudad contaban con sus
propias autoridades y cabildos, que imitaban las formas organizativas de su con­
traparte hispana. Si bien esto representa un grado de autonomía, también es
cierto que los administradores españoles vigilaron la vida de estas entidades
(Hoberman y Socolow, 1986: 7-8)’2. Un ejemplo de este control, a la vez que de
ios niveles de relativa independencia, puede documentarse a partir de los cam­
bios en la recolección del tributo en las ciudades desde el siglo XVII hasta la épo­
ca de la independencia. La puntual recolección del tributo (que hacia finales del
siglo xviii representaba en México el 18% de los ingresos coloniales) era una de
las prioridades del Estado colonial.
A los corregidores, encargados y responsables del cobro del tributo, que asu­
mían el nuevo cargo, era usual pedirles seguridades y fiadores. En caso de in­
cumplimiento, corregidores y fiadores sufrían el secuestro de bienes y a veces el
encarcelamiento. Eso hizo cada vez más difícil encontrar fiadores dispuestos a
arriesgar sus bienes, y explica por qué aparecen indígenas desempeñando esta
función. Según los lincamientos dados por Gibson (1964) en los 40 años que
precedieron a 1735, en la Ciudad de México el tributo recaudado estaba unos
350000 pesos por debajo de la tasa asignada, lo que indica que menos de la ter­
cera parte de lo estipulado se abonaba efectivamente en las cajas reales. En res­
puesta, el gobierno español marginó a las autoridades indígenas del control del
tributo y en la década de 1720-1730 ofreció la recaudación al mejor postor es­
pañol. Este cambio indica que los corregidores en cuestión habían logrado con­
vencer al Estado colonial de que las deficiencias de la recaudación no eran su

12. Las dificultades de este control también las ha descrito Contreras (1982: 17 y ss.) para el
caso de la ciudad productora del mercurio peruano, Huancavelica. Aquí, en 1667, las autoridades
descubrieron una conspiración dirigida por los caciques indígenas de dos parroquias circundantes,
en la que se pensaba asesinar a todos los españoles y a la que se agregaron mulatos.
390
Ilustración 6

C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1791. «Vista y elevación de la casa del governador de Cuba» y «Vista y elevación de la casa de ayuntamiento arruinada
por el terremoto del año 1766». Firmado por Vaillant, gobernador. Fuente-. Ministerio de Educación y Cultura, Archivo
General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 328, 560.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 391

culpa, sino de las autoridades indígenas encargadas del cobro y el contacto


directo con los indios. La epidemia de 1736 no permitió la aplicación de las nue­
vas medidas, que sólo lograron reinstaurarse en 1743. A partir de aquí, el siste­
ma propuesto duraría unos 40 años. Durante este tiempo, el desorden caracteri­
zó al cobro del tributo, en parte porque las listas tributarias se redactaban previa
convocatoria de la población indígena en las plazas públicas de Tenochtitlán y
Tlatelolco. Dada la alta movilidad intraurbana, la convocatoria se convertía en
un hecho del azar y estuvo supeditado a múltiples argucias para escabullirse de
las matrículas.
Los indígenas que trabajaban en el servicio doméstico de las aproximada­
mente 800 familias pudientes, que tenían a cinco o más indios en sus casas,
rehuyeron sistemáticamente el abono de una suma de 6000 pesos anuales. Vaga­
bundos y transeúntes eran fantasmas en las listas tributarias y los propios facto­
res de las fábricas tabacaleras (monopolio del Estado), sentían que los recauda­
dores de tributos interferían en sus cometidos. Dadas todas estas dificultades, y
a pesar del incremento inicial de los abonos al Estado, con el tiempo fueron que­
dando pocos españoles dispuestos a presentarse al remate del cargo. En 1782,
las autoridades coloniales desistieron de esta fórmula. A partir de entonces, los
cabildos indígenas serían nuevamente los encargados de la recolección. Los al­
caldes indígenas recibían como salario un porcentaje de lo recolectado. Se orga­
nizó la emisión y entrega de boletas de pago y se aplicó una categorización más
rigurosa del tipo de tributos. A pesar de lo cual, los retrasos en el pago durante
el siglo XVIII ascendieron a más de 100000 pesos (Gibson, 1964: 392-394).
Frente a las dificultades que encaró el Estado colonial, es sorprendente cons­
tatar que los tributos no fueron el único ingreso de los cabildos indígenas. Cada
año percibían ingresos adicionales y regulares, por la posesión o el alquiler de
pulquerías, pastos y un conjunto de propiedades urbanas y rurales. Los gastos
del cabildo consistían en los salarios de funcionarios y maestros de escuela; los
juicios por la comunidad; la construcción y reparación de edificios; así como las
fiestas y la compra de bienes. Estas transacciones involucraron miles de pesos. A
pesar de las deudas por tributos y de esta estructura de gastos, los cabildos indí­
genas transfirieron miles de pesos a la Corona española en calidad de donativos
(Gibson, 1964: 395).
En contraste con el relativo éxito de los programas de reforma, la vida de los
negocios resulta bastante rudimentaria y a menudo fugaz. Muchas veces los co­
merciantes no podían trasmitir herencia alguna a sus sucesores (Socolow, 1978).
Ciudades de rápido crecimiento como La Habana, Guayaquil, Caracas, Guada-
lajara... carecían de la más elemental infraestructura financiera para agilizar sus
negocios. El papel moneda, los bancos e incluso las gestiones de descuento eran
desconocidas13. Según Morse (1988: 195), «toda la actividad comercial estaba
impresa para un marco mercantilista, objetos patricios y prebendas administrati­
vas, frente a lo cual las ciudades se perfilaron como reservónos del orden políti­

13. Esta síntesis es presentada por Morse (1988: 189-90), tomando como base los trabajos de
Greenow (1979); Conniff (1977); Socolow (1978).
392 CHRISTINE HÜNEFELDT

co español que no albergaron innovaciones ideológicas o cambios institucionales


de envergadura»*4.
En parte para contrarrestar estas deficiencias y disminuir los riesgos, las elites
urbanas tendieron a diversificar sus inversiones (Kicza, 1982). La tierra como ba­
luarte de seguridad y de prestigio no caducó hasta por lo menos un siglo después.
Esto también explica por qué las ganancias derivadas de la agricultura (junto a
eventuales ingresos generados a partir de una incursión minera), se gastaron fun­
damentalmente en la economía urbana. «Todas las casas comerciales ultramari­
nas tenían sus oficinas en las principales ciudades virreinales así como el sistema
de créditos —en manos de estos comerciales—, que conectaba los mercados euro­
peos con los espacios rurales coloniales» (Hoberman y Socolow, 1986: 12).
Eso es cierto para todas las grandes ciudades. Estos mercaderes concentra­
ban más riqueza que cualquier otro agente comparable de las provincias, gracias
a su acceso casi monopolista al crédito, a sus contactos locales, provinciales e in­
15, y al control de precios (Kicza, 1982; ver también Florescano,
ternacionales14
1988a: 280). Los contactos locales y el control de precios se hicieron extensivos
a los entornos campesinos de las ciudades. Pietschmann (1978: 109), al demos­
trar el alto grado de monetización de la economía rural y el nivel de acumula­
ción de las comunidades de Puebla16, subraya la manera en que los comerciantes
urbanos accedían a los fondos de las cajas de comunidad y, en consecuencia, de
cómo más allá de la compra y venta de productos, hubo una interacción campe-
sino-urbana de carácter financiero-crediticio. Eran formas de insertarse en el cir­
cuito urbano, impulsadas por comportamientos típicos del capital mercantil.
Sin duda, el comercio fue importante en la definición de las relaciones socia­
les y espaciales, sobre todo, hacia finales del siglo XVIII. Pero es bueno recordar
que muchas veces hubo una preeminencia del factor rural. Aunque algunos co­
merciantes poseían tierras, también muchos hacendados se dedicaron a la com­
praventa de productos. Los acentos varían, pero no la combinación de activida­
des en el caso de los personajes, los clanes y las familias exitosas. Casos en los
que es típico el predominio de las bases agrícolas de las elites son Guadalajara,
en Nueva España, y Arequipa en el Perú17. No por eso, sin embargo, sus estrate­
gias de articulación social (redes familiares o de patronazgo) y de acumulación
(dispersión de las inversiones) variaron significativamente.

14. Un comentario similar, que no sorprende, ha sido vertido por Braudel al enjuiciar a Sevilla
y a la economía imperial española: «El principal defecto de la economía española imperial consistió
en que tuvo su base en Sevilla —ciudad controlada por funcionarios poco honrados y durante mu­
cho tiempo dominada por capitalistas extranjeros—, en vez de en una ciudad poderosa, libre y capaz
de crear y llevar a cabo una política económica propia * (1981: 514).
15. A través de extensas redes familiares hacia finales del siglo xvm, las familias notables am­
pliaron su control espacial desde las ciudades hacia otras provincias coloniales. Sus estrategias han
sido descritas en varios de los trabajos ya citados, y han sido presentadas como estrategias de las fa­
milias notables en Balmori, Voss y Wortman (1984).
16. El autor indica que en las comunidades de la intendencia de Puebla en escasos 25 años, és­
tas contaban con un sobrante de 176000 pesos, cantidad que no es nada despreciable, ni para los
más ricos comerciantes del lugar.
17. Respectivamente analizados por Van Young (1981) y Wibcl (1975); ver sobre todo la
mención explícita a este hecho (p. 94), en el contexto de estudios regionales.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 393

En la Ciudad de México, 113 familias propietarias de haciendas controlaban


por lo menos 314 haciendas en los valles próximos a la ciudad, pero también en
lugares tan alejados como San Luis de Potosí, Zacatecas y el Bajío, y más allá.
De estas 113 familias, a su vez, 17 controlaban la mitad de las mencionadas ha­
ciendas. Sus ganancias eran del orden del 6 al 9 por ciento del valor del capital
hacia finales del siglo xvm. Pocos habitantes de Nueva España pudieron escabu­
llirse en ese siglo del poder de las elites agrarias y sus patriarcas (Tutino, 1983:
359-381). Comercio, tierras y control burocrático fueron los ejes de su dominio,
y fue la hegemonía comercial y burocrática de los inmigrantes peninsulares lo
que «mantuvo la característica europea de la elite urbana» (Brading, 1968: 210-
211). En la ciudad, las elites orquestaban y reproducían su estilo de vida y se co­
nectaban con sus homólogos en ciudades a cientos de kilómetros de distancia.
Las tertulias fueron los momentos de intercambio de información hasta que a fi­
nales del siglo xviii comenzaran a circular los primeros periódicos (Hoberman y
Socolow, 1986: 12). Según Lockhart y Schwartz (1985: 66), «la ciudad era el
ámbito propio del modo de vida de los españoles».
Si bien las instituciones políticas y la vida social, económica y cultural esta­
ban regidas por una elite que tenía puesta su mirada en España, la ciudad ibero­
americana fue un punto de mediación y avenencia. Las elites coexistían con por­
dioseros y vagabundos; españoles y portugueses se enfrentaban y convivían con
indios y negros.

JERARQUIZAC1ÓN Y VIDA COTIDIANA •

Una parte de la supervivencia de las ciudades se debe a su capacidad, no sólo


de subordinar a un hinterland rural, sino también de generar eslabonamientos en­
tre y con conglomerados urbanos menores. La irradiación del núcleo urbano tiende
a ser concéntrica, con círculos relativamente cada vez más pobres conforme se ale­
jan del centro. Esta pobreza tiene grados, que no sólo expresan los diferentes nive­
les de ingreso de los habitantes, sino también sus características raciales y cultura­
les. La separación espacial es, por ende, un indicador fundamental de las jerarquías
sociales. Los suburbios —como las parroquias de negros o los barrios indígenas—
son parte de la estructura urbana y expresan la vitalidad de su crecimiento, por
muy pobres y desgraciados que sean sus habitantes. Los suburbios fueron los pun­
tos de entrada y de llegada de los inmigrantes, de una fuerza de trabajo potencial.
Un binomio social en el que la segregación física en el contexto urbano no
funcionó fue en la relación amo-esclavo. Una parte importante de los esclavos
urbanos trabajaban en el servicio doméstico. Si bien vivían en lugares segregados
en el interior de las casas, también es cierto que compartían con sus amos el ba­
rrio y la proximidad de la plaza de Armas. Y éste fue un fenómeno no poco im­
portante en cuanto a la aculturación y también como mecanismo de aceleración
para conseguir la libertad. En Caracas, en 1759, más de la tercera parte (35%)
de las unidades domésticas tenían esclavos (un promedio de 5.8 esclavos por
unidad doméstica); todavía en 1792 este porcentaje ascendía al 29% (con un
promedio de 5.5 esclavos por unidad doméstica) (Ferry, 1989: 72). Correlacio-
Ilustración 7
-u

C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1794. «Plano y perfil del Puente Nuebo que se halla situado a estramuros esta ciudad» (La Habana). Fuente*. Ministerio de
Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 1494, 575.
EL CRECIMIENTO OE LAS CIUDADES 395

nes similares se observan en Bahía, Río de Janeiro, Sao Paulo y Lima. En todas
estas ciudades, la relativa concentración de población esclava por unidad domés­
tica fue baja, lo que indica una dispersión de la propiedad esclava, y una alta in­
cidencia de convivencia entre blancos1819 y esclavos. Según cálculos realizados por
Kuznesof (1980b: 85), el 50% de las unidades domésticas de Sao Paulo conta­
ban con por lo menos un esclavo en 1765, y menos del 10% tenían cuatro escla­
vos. (Schwartz, 1982: 76-77) proporciona datos concretos sobre la propiedad de
esclavos en Sao Paulo, Ouro Preto y parroquias de Salvador entre 1775 y 1836,
concluyendo que la esclavitud fue una práctica extendida por todo Brasil, como
también evidenciaron viajeros de la época.
El paulatino proceso de manumisión (y, sobre rodo, automanumisión) rompió
este esquema de convivencia amo-esclavo, y dio paso al surgimiento (y crecimien­
to) de áreas urbanas con una abrumadora mayoría de pobladores de piel oscura.
La parroquia de San Lázaro en Lima fue uno de esos lugares (Hünefeldt, 1992).
A pesar de la tendencia a la separación racial, hubo también tendencias a la
convivencia espacial. Esto es cierto, sobre todo, en los sectores intermedios de la
ciudad. En los edificios del centro de la ciudad (como en el caso de Buenos Ai­
res), podían convivir y alternar comerciantes, burócratas y artesanos. Represen­
taban así un microcosmos de la vida social y económica (Johnson y Socolow,
1980: 346 y ss).
El mestizaje fue un fenómeno que paulatinamente socavó no sólo los inten­
tos de segregación étnica relanzados hacia mediados del siglo xvm (Morse,
1988: 185-186), sino también las lindes geográfico-espaciales. Por ejemplo, la
relación entre población indígena y española de 10:1, vigente en la Ciudad de
México hacia mediados del siglo xvi, se redujo a finales del siglo xvm a una
proporción de 1:2”. Ésta fue una realidad irreversible, a pesar de la retórica en
contra, y a pesar de los alicientes generados por la Corona española, que alentó
a los empresarios privados mediante concesiones de grandes extensiones de tie­
rras, la venta de títulos nobiliarios e incluso con premios en efectivo, para que
los españoles decidieran asentarse en las colonias. Estas políticas atrajeron a al­
gunas humildes familias españolas, a quienes se entregaban solares urbanos y
tierras en el ámbito rural, con la exención de impuestos (Hardoy, 1991: 248 )20.
Las castas fueron objeto de un proceso de disolución similar, en medio de un
intento barroco de multiplicación de la nomenclatura racial. Es evidente que lo
difuso de las fronteras étnicas y de clase fue resultado de mecanismos de movili­
dad social proporcionados en buena medida por las ciudades y por el aumento
de las migraciones internas. Todo esto condujo paulatinamente al resquebraja­
miento (no a la cancelación) de las estructuras corporativas.«Las categorías étni­

18. No sólo hubo blancos propietarios de esclavos, también los hubo indígenas o de castas e
incluso esclavos, pero es indudable que los blancos representaban la mayoría de los propietarios de
esclavos.
19. Lo mismo es cierto para Antequera en Oaxaca (Chance y Taylor, 1978).
20. La actividad fundacional tuvo como contrapartida un mayor interés en la vida y la confor­
mación social y espacial de las ciudades coloniales. Una prueba de este interés es la significativa evo­
lución de los diseños cartográficos en este período (Hardoy, 1991).
396 CHRISTINE HÜNEFELDT

cas dieron paso a una diferenciación entre gente decente y la plebe. Tales cam­
bios, —según Morse (1988: 166)— atestiguan una fuerte crisis de autoridad, un
relajamiento de los mecanismos de control social y un mayor cuestionamiento
por parte de las capas “populares” citadinas».
Sobre el trasfondo de estos cambios, cada vez resulta más evidente que, con
la excepción de los peninsulares, las divisiones raciales coincidían cada vez me­
nos con las jerarquías socioeconómicas, al menos con aquella que las autorida­
des y los defensores del statu quo consideraban la jerarquía deseada. Más aún
—y no únicamente con las «gracias al sacar»2*— en el transcurso del ciclo vital
un individuo podía variar su condición racial. Con suficiente dinero acumula­
do, la percepción sobre el individuo se «blanquearía» (Chance y Taylor, 1977:
481)“.
A pesar de eso, raza, filiación corporativa, ocupación e identificación cultu­
ral siguieron siendo variables importantes en la determinación de la ubicación de
hombres y mujeres en la ciudad (Hoberman y Socolow, 1986: 8). Esto es visible
también en la ubicación espacial. Sólo del 20 al 25% de indios y negros vivían
en lugares considerados urbanos. Blancos y mestizos sumaban el 20% de la po­
blación rural y el 50% de la población urbana. Los mulatos tenían una presen­
cia similar a la negra en los contextos rurales, pero representaban casi el doble
de la población negra en las ciudades (Morse, 1988: 187-188). De esta manera,
las ciudades —en términos de sus procesos internos— presentaban una curiosa
combinación de movilidad e inmovilidad... «Al mismo tiempo que se afirmaba
un orden social jerárquico, se observaba cierta movilidad social» (Hoberman y
Socolow, 1986: 10).
La mayor movilidad social estuvo acompañada de una mayor movilidad es­
pacial, no sólo en el interior de las ciudades, sino también hacia las ciudades. Si­
guiendo las rutas del comercio, miles de personas llegaron a la ciudad; unos para
vender o comprar y luego volver, otros para quedarse un tiempo, y otros que
por múltiples motivos decidían quedarse.
Hacia la Ciudad de México conducían nueve rutas de comercio, sobre las
cuales transitaban cientos de recuas de muías y carretas de bueyes. Los pueblos
indígenas de la ruta se convirtieron en puntos de descanso y servicio para los
transeúntes. AI estar ubicada en el centro del virreinato, la Ciudad de México vi­
vió un trajinar terrestre mucho más intenso que Lima, que por su cercanía a la
costa del Pacífico y sus características de valle rodeado de desiertos, recurrió a
circuitos de abastecimiento mucho más alejados (MacLeod, 1988: 348).
Este continuo movimiento fue razón y consecuencia de un mayor dinamismo
de las ciudades, trajo aparejado el incremento y la diversificación de los empleos
existentes e incrementó el número de quienes no pudieron ser absorbidos por un
mercado laboral que crecía mucho más lentamente.

21. Certificados obtenibles a cambio de un pago para obtener una mayor blancura de piel.
22. En este estudio, los autores evalúan los criterios de categoría en Oaxaca (Antequera). La
prueba final que ofrecen son las características de los contrayentes matrimoniales. Una progresiva in­
tegración indígena en el grupo blanco-mestizo y la reducción de la población guaraní por los jesui­
tas, modificaron el reparto étnico en el Paraguay colonial.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 397

Cada vez más, las investigaciones demuestran que las ciudades —particular­
mente en el siglo xvni— fueron núcleos demográficamente inestables. El aumen­
to demográfico y el consecuente aumento de presión sobre los recursos rurales
convirtieron a la ciudad en uno de los puntos de llegada de población excedente.
En este aspecto, muchos de los procesos observados en Europa durante la transi­
ción hacia la industrialización son muy similares a lo que aconteció en América
Latina. A pesar de los reiterados lamentos acerca de la ausencia de investigacio­
nes sobre los patrones migratorios latinoamericanos23, en los últimos años se
han formulado varias propuestas valiosas en esta dirección. Si bien el análisis de
las migraciones se ha centrado en áreas rurales y pueblos, y aquí se ha investiga­
do la migración fundamentalmente a partir del origen de los contrayentes matri­
moniales (Kicza, 1990: 193), cada vez se avanza más hacia propuestas compre­
hensivas, como los trabajos referentes a los mecanismos de absorción de la
población migrante en las ciudades24.
Scardaville sugiere que de la mitad a dos tercios del crecimiento demográfico
de la Ciudad de México hacia finales del siglo xvm fue consecuencia de la migra­
ción. Aproximaciones similares se han calculado para Guadalajara, donde hacia
1822 de un cuarto a un tercio de la población había nacido en otros lugares. En
el censo de 1792, en Lima se registraron 2093 sirvientes, 1027 artesanos, 9229
esclavos y 19232 (¡el 38% de la población total!) vagos. Entre los vagos se enu­
meraba a «mercachifles y zánganos». Entre 1770 y 1810, el 25% de los testantes
declaró ser oriundo de provincias (citado en Flores Galindo, 1984: 156 y ss). Los
porcentajes de inmigrantes registrados en las licencias matrimoniales de Lima dos
décadas más tarde son aún más altos: alrededor del 40% de los habitantes de
Lima eran inmigrantes de provincias del virreinato (Hünefeldt, mss).
Los migrantes eran personas jóvenes, comprendidas entre los 18 y 35 años, y
mujeres (también jóvenes). En México, el predominio de las mujeres se explica
en parte por la posibilidad de su inserción en el servicio doméstico (Arrom,
1978: 380; Kicza, 1990: 207). Lo que fue cierto para la Ciudad de México, tam­
bién lo fue para otras ciudades (Borah y Cook, 1977-1980; Lombardi, 1976).
Probablemente esto indica que ésta fue la primera opción en el marco de una es­
trategia familiar para aliviar la presión sobre quienes permanecían en alguna al­
dea rural. Pocos migrantes llegaban directamente a las grandes urbes; la migra­
ción fue escalonada. Las castas y la población hispana recorrían distancias
mayores que la población indígena, que en su mayoría provenía de las zonas de
influencia inmediata de la ciudad. En términos absolutos, en lugares de abun­
dante población indígena, la migración indígena hacia las ciudades fue la más
numerosa (Chance, 1975).
En Querétaro, como en otras ciudades, muchos indios y mulatos iban a la
ciudad durante las lluvias de verano. Buscaban trabajo en los talleres manufac­

23. Cada uno de los trabajos incluidos en la compilación de Robinson (1990) abre su respecti­
vo análisis con este lamento.
24. Véase el trabajo de Chance y Taylor (1978) sobre la integración indígena en los barrios de
Oaxaca, y el trabajo de Greenow (1981: 119-147) para una evaluación sobre el significado de la mo­
vilidad interregional para los diversos grupos raciales.
398 CHRISTINE HÚNEFELDT

tureros estacionales o en cualquier otra ocupación ocasional. Luego —en oto­


ño— regresaban al interior, ya fuera para ofrecer su fuerza de trabajo como co­
secheros de maíz a algún hacendado o para arrendar pequeñas parcelas con un
arreglo de medianería. La presencia de personas que sin vivir plenamente en la
ciudad estaban en los márgenes de la sociedad civil, «como vagabundos desa­
rraigados, sin afiliación a ninguna institución particular» (Brading, 1968: 202),
generó una imagen de alta movilidad espacial, de intranquilidad y perturbación.
Si bien los avances en esta línea de investigación han derrumbado definitiva­
mente la imagen de una sociedad colonial inmóvil, aún quedan muchas preguntas
sin respuesta. ¿Cuáles fueron las experiencias de los migrantes en el nuevo con­
texto? ¿Cuáles fueron (y siguieron siendo) sus lazos con la nueva comunidad (y
con la comunidad de origen)? ¿Cuáles fueron los logros, los avances, y las decep­
ciones en las siguientes generaciones? (Kicza, 1990: 210-211). Asimismo, pocos
estudios reflejan aspectos de la migración en función de grupos sociales específi­
cos. Loables excepciones son el trabajo de Castañeda (1990) sobre la migración
de los estudiantes hacia Guadalajara y Lima, o el trabajo de Wightman (1990b)
sobre los forasteros de Cuzco, realizado sobre la base contratos de trabajo (con­
ciertos) en los registros notariales. Como en el caso de los forasteros de Wight­
man, y en cuanto a las nuevas identidades forjadas por los inmigrantes, probable­
mente es cierto que los migrantes se movieron paulatinamente de una identidad
para con sus grupos de parentesco hacia lealtades ocupacionales (Wightman,
1990b: 107). Aun sin evidencias, es probable que esta reinserción estuviera refor­
zada por el surgimiento y la expansión de otro tipo de relaciones: el compadraz­
go25 y el clientelismo26.
Hacia finales del siglo XVIII, en las ciudades se habían formado grupos nu­
merosos de artesanos. Las ocupaciones más comunes eran las de sastre, zapate­
ro, herrero, carpintero y albañil. Como grupo social emergente, se ubicaron en
algún sitio intermedio entre las elites y una masa de trabajadores itinerantes. Si
bien las elites trataban sumariamente a toda la clase obrera como la plebe o en
la Ciudad de México como léperos, ésta manifestaba un alto grado de diferen­
ciación interna. Una prueba del fraccionamiento de la plebe es que en Latinoa­
mérica, como en otros lugares, nunca lograron generar y actuar movidos por un
sentimiento o unos intereses comunes (Brading, 1968: 205). La diversidad amor­
fa, en el camino hacia una eventual consolidación, tiende a convertirse en esla­
bón amortiguador en el seno de procesos de mayor diferenciación social.
Son aún pocas las pruebas que tenemos sobre el desarrollo industrial-manu­
facturero de las ciudades27. En los Andes, los obrajes fueron fundamentalmente un
hecho rural (Salas, 1979); en México, los obrajes estuvieron en las ciudades (Bra­
ding, 1968: 208; Salvucci, 1987). Puebla en 1804 albergaba a 1200 tejedores, que

25. Evidencias sistemáticas se han registrado en la población esclava de Bahía (Gudeman y Schwartz,
1984: 35-58).
26. Un sistema cuyas connotaciones políticas y económicas han descrito Blank (1971) sobre
períodos anteriores en Caracas.
27. Como en relación a otros episodios históricos, también sobre este tema las investigaciones
sobre México son las más copiosas.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 399

a su vez ocupaban a otros tantos hiladores y operarios. Oaxaca aglutinaba a unas


10000 personas ocupadas en la manufactura del algodón; mientras que en Queré-
taro, 18 obrajes con 280 telares, coexistían con 327 trapiches con unos 1000 tela­
res y otros 35 talleres de fabricación de sombreros y 10 de artículos de cuero y ga­
muza. Sólo el estanco del tabaco en México —también anclado en la ciudad—
ocupaba a unos 3000 obreros y a un total de 17256 personas (Dean-Smith, 1986:
362, 375). El estanco peruano implantado en 1752, en su momento de mayor
auge, únicamente congregó a una fuerza de trabajo de 663 obreros en Lima y a un
número aún menor en Trujillo (Hünefeldt, 1986: 409). Estos sectores intermedios
(artesanos y obreros) de la estructura social urbana, representaban alrededor del
10% del total y su ingreso anual bordeaba los 150 pesos (Brading, 1968: 208).
Viajeros a las ciudades de Bahía, Buenos Aires, La Habana, Lima, Ciudad de
México y otras, manifiestan una concordante sorpresa por el alto costo de vida,
la miseria de los pobres urbanos y las fluctuaciones de precios derivadas de la es­
peculación y la oferta interrumpida por problemas de abastecimiento o escasez.
Evidentemente estas fluctuaciones afectaron sobre todo a quienes carecían de ca­
pacidad de prever y almacenar. Se ha calculado que las escalas salariales urbanas
se mantuvieron estables en el transcurso del siglo XVll!. Los costos de manteni­
miento para un individuo entre 1769 y 1805 en la Ciudad de México, calcula­
dos de un modo conservador, ascendían de 3/4 reales a un real y medio diarios,
o entre 34 y 69 pesos anuales. Si una familia de clase baja de la Ciudad de Méxi­
co estaba constituida por 3.8 personas, el costo del mantenimiento familiar
anual era de 129 a 262 pesos (Haslip-Viera, 1986: 294-296). A duras penas, una
familia de las que hemos caracterizado como sector intermedio podía pagar los
costos de su reproducción, entre ellos la satisfacción de las necesidades más vita­
les como la alimentación, el vestido y la vivienda.
En peores condiciones vivieron los que estaban por debajo. Una gran mayoría
simplemente no podía ni siquiera proporcionarse un techo y en más de una opor­
tunidad se oyeron las quejas de los propietarios urbanos por las rentas sin pagar y
el constante cambio de inquilinos (Haslip-Viera, 1986: 297). En la Ciudad de Mé­
xico, en 1790 el virrey conde de Revillagigedo estimaba que el costo total de una
muda de ropa para hombres ascendía a 24 pesos y medio y a 12 pesos para las mu­
jeres. Dado el alto costo en relación a los ingresos, los pobres se vieron obligados a
comprar o alquilar ropa usada..., eso en caso de que pudieran hacerlo (Haslip-Vie­
ra, 1986: 298). Las condiciones de salud se sumaron a los desastres de la pobreza.
Fuera de estos indicadores muy generales, es poco lo que sabemos sobre las
estrategias de supervivencia de la plebe. Lo que se ha reiterado son sus caracte­
rísticas generales, la forma como fueron percibidas por los contemporáneos: ig­
norancia, mestizaje, penuria económica, carencia de oficio definido o ausencia
de propiedades. 1.a plebe carecía de lazos corporativos y vivió relaciones matri­
moniales y familiares poco acordes con los postulados morales (Flores Galindo,
1984: 139-196). Al mismo tiempo fueron grupos de personas obligados a de­
sempeñar, sobre bases sumamente inestables, diversos papeles en una variedad
de empleos de baja o ninguna especialización.
Así, desde los comerciantes urbanos que movían cientos de miles de pesos,
hasta los integrantes de la plebe tenemos un espectro social urbano que denota
Ilustración 8

C H R IS T IN E H Ü N E F E L D T
1815. Mapa de la costa de Guatemala desde el puerto de Trujillo hasta la colonia inglesa de' Wallis. Fuente.
Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, GU 690, Z7Z.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 401

una enorme disparidad. Si es lícito recurrir a indicadores de diferenciación usa­


dos en las estadísticas modernas, podríamos señalar como prueba adicional del
abismo la utilización de un servicio municipal: el agua. Ésta se redistribuía en la
Ciudad de México, por ejemplo, a través de un sistema de 28 distribuidores pú­
blicos y 505 privados. Los privados se encontraban en las casas de los pudientes
y los públicos, en las plazas centrales de la ciudad, lo que significaba que estaban
a distancias considerables de las viviendas de los pobres, que por tanto dependían
(léase pagaban) del suministro de ios aguadores (Haslip-Viera, 1986: 297).

EL UNIVERSO DE LA PROTESTA SOCIAL URBANA

Desde siempre, la Corona española mostró su interés en paliar los decantados su­
frimientos de los pobladores urbanos alentando y ocasionalmente subvencionan­
do la construcción de hospitales, orfanatos y escuelas. Estas instituciones estuvie­
ron bajo la égida de la Iglesia, que promovía las bondades de la caridad, la
piedad y la ayuda al prójimo. La efectividad del discurso y la acción eclesiástica
la demuestran las donaciones, los legados testamentarios y las libertades gracio­
sas a los esclavos. La Iglesia también regía la vida intelectual y espiritual. Una ac­
ción más directa del Estado es perceptible, por ejemplo, en la creación de los
montes de piedad en 1775 y en la construcción de almacenes desde una fecha tan
temprana como 1578 en la Ciudad de México. Por el éxito obtenido, la Corona
ordenó erigir estos almacenes en todo el territorio colonial. Asimismo, debido a
las altas tasas de desempleo, la creación de nuevos pueblos y ciudades obedeció
también a un intento de generar más empleo (Haslip-Viera, 1986: 302). Pero Ins
paliativos no fueron suficientes. Ante las múltiples quejas de los vecinos por el de­
sorden y la impertinencia de las capas (cada vez menos) subordinadas, fue nece­
sario pensar en la organización de cuerpos policiales y militares.
Hacia finales del siglo xviii, gran parte de las ciudades mayores contaban con
cuerpos de alcaldes de barrio, que idealmente debían controlar la vida urbana, y
eventualmente intervenir con mano fuerte en las disputas callejeras, los asaltos y
hasta en los conflictos conyugales (que muchas veces se ventilaban públicamen­
te). Sin embargo, fueron poco eficaces, en pane porque la gente «decente» nom­
brada para el cargo, solía rehuir sus responsabilidades y ocasionalmente incluso
las delegaba en sus esclavos (Hünefeldt, 1992). Los cuerpos militares (las mili­
cias) estuvieron formados por morenos y pardos, ocasionalmente por indígenas, y
por tanto merecían poca confianza y generaban muchos temores.
Uno de los subcapítulos del libro de Flores Galindo (1984: 162 y ss.) sobre
Lima se titula «La ciudad como cárcel», indicando que el reformismo borbónico
incluía la represión y que la organización carcelaria fue parte de la mecánica de
dominación. Pero fue una represión peculiar. Aparte de tres cárceles, en Lima
unas cuarenta panaderías, algunas zapaterías y las obras públicas servían de ins­
tancias de castigo; de manera que el castigo «no tenía espacio definido y reserva­
do», y se prestaba a un uso privado de la violencia. Tal vez la persecución de la
vagancia sea la expresión más viva de esto y de la oposición que estas actitudes
debieron crear entre los afectados.
402 CHRISTINE HÜNEFELDT

Tal vez influidos por la Ilustración, pero en realidad actuando de acuerdo a


los procesos coloniales, tanto la Corona española como la portuguesa centraliza­
ron la administración de la ayuda a los pobres, incrementaron las fuerzas milita­
res, expandieron el número de las entidades encargadas de aplicar justicia y ley,
y desarrollaron esquemas colonizadores y otros incentivos para promover el
avance económico y reducir el desempleo (Haslip-Viera, 1986: 304). En la Ciu­
dad de México y en Lima hubo un drástico incremento de arrestos por vagancia
y ebriedad a lo largo de la segunda mitad del siglo xvm. No pocas veces, los en­
carcelamientos respondían más a una necesidad de mano de obra barata para
trabajos públicos o para incrementar las filas de los cuerpos militares, que a una
intención de «corregir» o poner orden (Flores Galindo, 1984: 162 y ss.; Haslip-
Viera, 1986: 307).
Un resultado visible y temido de todos estos procesos fue el incremento de la
delincuencia, una mayor propensión a la protesta social y la amenaza permanen­
te contra la propiedad; una situación que pone de relieve la pérdida de control
desde los púlpitos. Basadrc —en un ensayo escrito en 1929— señalaba que el si­
glo xvm marcaba la transición de una muchedumbre espectadora del despliegue
urbano y social, a una muchedumbre que rumiaba frustraciones e iba adquirien­
do una disposición amenazadora (Morse, 1988: 186).
El incremento de la delincuencia y el desorden fue notorio desde finales del
siglo xvn. Algunos actos de robo y violencia inicialmente de carácter individual
a veces se transformaban en una acción colectiva. En la mayoría de los casos las
plebes urbanas participaron en rebeliones iniciadas por trabajadores mineros,
artesanos, miembros de las capas intermedias o incluso grupos de la elite inmer­
sos en alguna disputa política28. Estos tumultos expresaban cierta noción de jus­
ticia, cuando las autoridades transgredían un conjunto de reglas aceptadas por
las partes involucradas, y también indican que los códigos de sumisión aprendi­
dos entre las capas populares no eran tan fuertes como entre quienes estaban
más cerca del poder (McFarlane, 1985: 292-327). Las fiestas —y, en particular,
los carnavales— suspendían temporalmente las jerarquías existentes, y con ello
representaban no sólo una forma de ventilar antagonismos y agravios, sino que
también establecían un patrón de crítica social y solidificaban el sentimiento de
comunidad.
Las ciudades mineras parecen haber sido particularmente corruptas y violen­
tas, en parte porque los ingresos generados en la actividad minera eran más altos
que los de otras ocupaciones. Esto es particularmente cierto en áreas como el
Norte de México, donde la densidad demográfica (e indígena) era inicialmente
baja y no existían —como sí fue el caso de ciudades mineras en la región andi­

28. Véase las revueltas con participación de las plebes citadas en Haslip-Viera (1986: 301): en
Potosí en 1586; la peddlers wat en Recife en 1710; la revuelta de los comuneros en Nueva Granada
en 1781; y las protestas —en varias oportunidades— por la falta de maíz la Ciudad de México, de
las que una de las más fuertes fue la de 1692. Habría que agregar tal vez, para el caso de Nueva Gra­
nada, la movilización de 1749 en Caracas (Ferry, 1989), y el levantamiento en Quito en 1765 en
contra de la creación de un monopolio de aguardiente y la introducción de reformas en la adminis­
tración de impuestos a la venta en la ciudad. Hechos similares se registran en Cali (1743), Popayán,
y en una época tan temprana como 1727 en Tunja (McFarlane, 1985).
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 403

na— mecanismos de coacción para obligar a los trabajadores a migrar y ofrecer


su fuerza de trabajo por debajo del salario corriente. En Zacatecas, las muertes
por heridas causadas con armas punzantes —cuchillos— fueron escenas comu­
nes (Rivera Bernárdez, citado en Brading, 1968: 203). Según algunos observado­
res contemporáneos, la llegada del visitador Gálvez (1765-1771) acarreó mayor
disciplina en los campos mineros. Como en otros lugares, las ciudades mineras
fueron divididas en barrios, cada uno con su alcalde (Brading, 1968: 204).
La protesta asumió muchas formas. Desde la revuelta, el bandolerismo y el
sabotaje de los esclavos en las panaderías y en el servicio doméstico, hasta for­
mas mucho más sutiles y menos estudiadas, como la confrontación cotidiana en
los fueros religiosos, civiles y criminales, y las propias opciones culturales y de
vida29. Los altos porcentajes de ilegitimidad y la vasta presencia de hijos natura­
les (bordeando la suma de ambos el 25-35% del total de los nacimientos regis­
trados en las ciudades)30 son expresión de las dificultades existentes para casarse
y reproducirse en el marco de una familia constituida, pero también una manera
de socavar las expectativas de comportamiento moral y social impuesto por los
grupos dominantes. El alto número de niños abandonados fue, por otra parte,
un indicador de la supeditación de las emociones filiales a las exigencias de los
códigos de honor31. Si bien con diversa intensidad, las estructuras patriarcales
estuvieron ancladas en la vida doméstica, incluso entre las capas populares, con
las consecuentes distorsiones y amarguras que los códigos de honor ideales gene­
raron frente a las condiciones materiales reales.
Junto con la participación en revueltas organizadas por otros, una forma de
protesta que tomó cuerpo hacia mediados del siglo xvm fue la organización de
grupos de bandoleros. En Lima, estas bandas actuaban en los valles del entorno
inmediato de la ciudad. Algunas cobraban cuotas para no atacar las casas de los
pudientes. La composición multiétnica de estas bandas es interpretada por Flo­
res Galindo (1984: 120) como resultado de la frágil condición económica y de la
exclusión social, y como prueba de una lenta cristalización de reivindicaciones
de carácter popular.
En el marco de los análisis sobre el potencial insurreccional y reivindicativo,
las mujeres como grupo separado han sido objeto de algunas reflexiones (muy
pocas, por cierto). Si bien están notoriamente ausentes de los grupos bandoleros,

29. El trabajo pionero de Socolow sobre la criminalidad contra las mujeres en Buenos Aires,
aún no ha sido imitado para otras ciudades de América Latina. Es uno de los pocos trabajos en que se
toma como enfoque la perspectiva de las víctimas de la violencia. La importancia de investigaciones
en esta dirección están señaladas por la autora: «In the case of crime involving women in colonial
Buenos Aires, crime was usually committed by family, friends, acquaintances and ncighbours (...].
The localized nature of crime reflected the familiar perimeters oí the femenine world- (1980: 43-44).
30. Éste es un cálculo muy aproximado a partir de algunos datos aislados. Veáse Flores Galin­
do (1984: 175) para Lima.
31. Macera (1977: 316-317) describe que un abogado de la Real Audiencia de Lima hacia co­
mienzos del siglo X1X afirmaba que los casados, personas de honor o de extraño fuero [sacerdotes]
podían legítimamente abandonar a sus hijos si los amenazaba infamia. También aquellos que por
pobreza no podían alimentar a sus hijos tenían algo así como una disculpa social para hacerlo. El
honor —se decía— era un valor superior a los hijos y la propia vida. Entre 1796 y i801, el asilo de
huérfanos albergaba 1109 criaturas.
404 CHRISTINE HÜNEFELDT

encontramos que hubo algunas bases de solidaridad femenina (Burkett, 1975).


Aparte de un grado de explotación y marginación compartido, ellas formaron
parte de sistemas de obligaciones por deudas y madrinazgos, al participar en un
mercado informal de crédito, que a su vez fue resultado de su exclusión y auto-
exclusión del mercado laboral. Asimismo, a través de las mujeres, hubo una per­
sonalización de las relaciones: el tipo de actividades que desempeñaban facilita­
ba la cercanía (en los mercados, en la iglesia, en la cocina y la unidad
doméstica). A pesar de esto, en sus filas predominaron los criterios de segrega­
ción económica, tal vez acentuados por el hecho de que un alto porcentaje
(como en el caso de la Ciudad de México)32 desempeñaba papeles de cabeza de
familia y de que hacia comienzos del siglo XIX, las mujeres constituyeron aproxi­
madamente la tercera parte de la fuerza laboral registrada (Arrom, 1985: 157).
Estas correlaciones, a su vez, son parte de una explicación de los cambios ocurri­
dos en el transcurso del siglo xvm.
Lo incipiente de las reivindicaciones no imposibilitó el surgimiento de pro­
testas organizadas (huelgas) por parte de ciertos grupos laborales33. Pero la hete­
rogeneidad de las plebes así como la vigencia de una mentalidad «patricio-mer-
cantilista», hicieron que sus protestas fueran difusas y débiles (Morse, 1988:
195). Si bien la movilidad y la violencia aumentaron e incluso cuestionaron tími­
damente las injusticias imperantes, nunca hubo una revuelta que amenazara con
desbordar la capacidad de contención de las autoridades. Ni siquiera la revuelta
de Caracas de 1749, liderada por Juan Francisco de León en contra de la Com­
pañía Guipuzcoana y que contó con el apoyo de las elites locales, sobrevivió a
las escaramuzas con las tropas virreinales (Ferry, 1989: 150 y ss.). Parte de esta
imagen de heterogeneidad/debilidad es que existen interpretaciones sobre la in­
dependencia política, que sostienen que la lucha contra España fue la única for­
ma de contener a las capas populares. En el mejor de los casos, éste es un terreno
contencioso que refleja nuestro vago conocimiento sobre la realidad y los objeti­
vos populares.
Hasta qué punto los cambios registrados a lo largo del siglo xvm en Améri­
ca Latina son indicadores de una transición hacia otra forma de vida, como en el
caso europeo (Braudel, 1981: 556) es parte de una discusión aún en curso. Tam­
bién lo es la pregunta de si las ciudades representan un concentrado de la histo­
ria de la vida material y cultural de entornos mayores. Dada la diversidad de
procesos y la heterogeneidad de las respuestas culturales, ancladas en una acen­
tuada multietnicidad, las conclusiones deben ser cautelosas. El relativo relaja­
miento del control corporativo y la estratificación estamental —que serían los
cambios esperados hacia nuevas formas de organización e interacción social—

32. «Although five-sixths of México City women married, and four-fifths of thosc had chil-
dren, a substantial number never experienced marriage or motherhood, and about one-third of the
adult women lived without the company of a husband or offspring at any given time» (Arrom, 1985:
129). Y, aun si las mujeres estaban casadas, una ocupación del marido, como ser comerciante o tra­
bajador eventual, podía implicar largas ausencias que tendrían que ser suplidas por las mujeres que
se quedaban. Ver por ejemplo para el caso brasileño Russell-Wood, 1985: 223.
33. Por ejemplo, las huelgas en las panaderías y la factoría de tabacos en Ciudad de México
en 1780, 1782 y 1794.
EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES 405

dependerían de una «adecuada» combinación de indicadores demográficos, pro­


gresión del mestizaje e intensidad del cambio económico. Por ahora, tenemos la
impresión de que algunas ciudades estuvieron más cerca que otras de esta meta.
Pero esto puede ser simplemente resultado de la desigual información con la que
hasta la fecha contamos sobre las diferentes ciudades de América Latina en el si­
glo xvm.
18

LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO:


NUEVOS MODELOS DE INTEGRACIÓN DE COMUNIDADES'

Jorge Hidalgo Lehuedé y Frédérique Langue

Después del largo «siglo de la depresión», según lo denominó Woodrow Borah,


resultante entre varios factores del súbito descenso del número de habitantes, en
particular de la población indígena (epidemias, hambrunas) y de la consiguiente
escasez de mano de obra que afectó a todas las actividades económicas, el siglo
xvm se define en contraste como el siglo de la recuperación demográfica y el auge
económico. También es el momento en que se afirma una mayor apertura e incor­
poración de los espacios y mercados regionales a los intercambios internacionales,
junto a un acentuado fenómeno de mestizaje —tanto biológico como cultural— en
el conjunto de la sociedad indiana. Hay que recordar en este aspecto la distinción
efectuada por F. Chevalier para el México colonial: entre un México del Norte,
caracterizado por una población fundalmentalmcnte criolla y mestiza, flotante in­
cluso en el caso de los indígenas (indios nómadas, «indios bravos»), y el centro-
Sur de Nueva España, de asentamientos y comunidades indígenas estables.
Por la ausencia de series estadísticas continuas, resulta difícil determinar con
exactitud la evolución de la población indígena y la proporción que alcanzó res­
pecto al conjunto de la población, por más que las postrimerías de este siglo ha­
yan sido profusas en censos de todo tipo (censo del virrey Revillagigedo), y en
visitas pastorales que, en el caso del mundo indígena, son una fuente esencial de
información. A finales del siglo xvil, el 46.14% de la población indígena de
América se distribuía de un modo muy desigual por el continente, siendo Boli­
via, Perú, América Central y el Río de La Plata las zonas con mayor porcentaje
en su población total, atribuyéndose a las epidemias el descenso relativo de la
población indígena —a pesar del avance general de la población en ese siglo y
especialmente del grupo mestizo o «castas» (Ilustración 1)—. De esta situación
contrastada dan testimonio las estimaciones relativas a los crisoles que son en lo
social los grandes centros urbanos: en la Ciudad de México, a finales del siglo xvm,
Humboldt calcula en 33000 el número de indios 65000 el de criollos, 26500 mes­
tizos y 10000 mulatos de un total de 167000 habitantes (Ilustración 2).

1. La primera parte de este capítulo pertenece a Frédérique Langue y la segunda a Jorge Hi­
dalgo Lehuedé quien agradece el tiempo y apoyo del proyecto Fondccyt 1941/99.
408 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE

Ilustración 1
DISTRIBUCIÓN REGIONAL DE LA POBLACIÓN INDÍGENA (SIGLO XVIII)

Región Población %
Nueva España................................................................................................. 2500000 43.00
Centro América.............................................................................................. 478609 51.00
Nuevo Reino de Granada (Venezuela, Colombia, Ecuador).............. 714723 33.00
Perú .................................................................................................................. 784000 60.00
Alto Perú.......................................................................................................... 480000 60.00
Paraguay.......................................................................................................... 9748 10.00
Uruguay .......................................................................................................... 400 1.30
Chile.................................................................................................................. 191050 36.00
Argentina ........................................................................................................ 200000 50.00
Misiones u otros............................................................................................ 1566465
Total ............................... 6925000 46.14
Puente: Viccnt Vives, J., 1979: 279.

Ilustración 2
POBLACIÓN DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA EN 1789,
POR CATEGORÍA ÉTNICA Y LUGAR DE RESIDENCIA

Residentes ^urbanos» Residentes •rurales» Totales


N* % Total N° % % Total N° % Pob.
en miles Pob. urb. grupo étnico en miles Pob. urb. grupo étnico en miles total
Indios* 1728 36.8 22.0 6132 65.3 78.0 7860 55.8
Blancos 1670 35.6 51.8 1553 16.5 48.2 3223 22.9
Mestizos 666 14.1 64.4 368 3.9 35.6 1034 7.3
Mulatos 419 8.9 39.1 653 7.0 66.9 1072 7.6
Negros 214 4.5 23.7 688 7.3 76.3 902 6.4
Total 4697 100 33.3 9394 100 66.7 14091 100
•Excluidos los «indios bárbaros».
Puente: Bethcll, L.» 1990: 35.

NUEVA ESPAÑA Y NUEVA GRANADA

En cuanto a la caracterización de los grupos étnicos por grandes áreas del virrei­
nato de Nueva España, hay que subrayar la densidad de población en general en
las regiones de Guanajuato, Puebla (301), Valladolid, Oaxaca (120) y México
(superior al promedio novohispano de 105 hab/legua), a diferencia de regiones
periféricas como las provincias internas (Sonora, Sinaloa) y de Baja California.
El Suroeste, Oaxaca y Chiapas, albergó zonas de poblamiento indígena que coe­
xistieron con las villas de criollos y españoles. En las regiones desérticas del Ñor-
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 409

te del virreinato, merodeaban bandas de «indios de guerra» o «indios bárbaros»


que hostigaban los caminos y los presidios. Allí se fue conformando una socie­
dad distinta de la del centro o del Sur, de aventureros españoles, ganaderos o
agricultores, atraídos también por el «imán» del mineral de plata, o de frailes
misioneros, junto a varios centenares de indios tlaxcaltecas y tarascos «indios de
paz» llevados al Norte como civilizadores de chichimecas.
¿Se puede hablar en estas condiciones de dinamismo demográfico, teniendo
en cuenta tanto las causas que diezmaron la población de la America hispana
(especialmente la indígena) como la recuperación que se afirma globalmente en
el siglo xvm? Se considera que fue en las regiones de máxima concentración in­
dígena donde el crecimiento vegetativo resultó menos acentuado. En varias oca­
siones a lo largo del siglo, las epidemias de viruela, de niatlazahuatl en México,
el «vómito negro» en las regiones equinocciales, contribuyeron a aumentar los
índices de mortalidad. Este fenómeno se evidenció muy bien en el caso de Nueva
España, Chile y el Alto Perú. Ahora bien, si hacia la mitad del siglo XVII una se­
rie de catástrofes demográficas había reducido a los indígenas de Nueva España
a menos de un millón, en 1810 sumaban 3 676280 y representaban el 60% de la
población total. Los indios dominaban en Oaxaca (88% de la población), Pue­
bla (74%), Veracruz (74%), Yucatán (72%), Tlaxcala (72%), y México (66%).
El número de indígenas en la intendencia de México ascendió a 1 052 862 indivi­
duos, en la de Puebla a 602 871, en Oaxaca a 526466, en Yucatán a 384 185, en
Guanajuato a 254 014, en Guadalajara a 172676 y en Valladolid a 168 027. En
otros términos, y como indica la repartición del tributo, la población indígena
seguía siendo estable en sus regiones de asentamiento tradicionales, ascendiendo
sin embargo al 51 y al 88% de la población en la nueva y vieja California, res­
pectivamente.
De esta evolución contrastada se resiente indudablemente el modo de vida
de esta población, sus actividades económicas y las interrelaciones con la econo­
mía y la sociedad local. En el Norte del virreinato, tanto los indios nómadas re­
cién convertidos como los «indios de paz» trabajaban preferentemente como
mano de obra en la agricultura (ranchos, haciendas) o efectuaban los trabajos
más duros en las minas y haciendas de beneficio (de extracción y refinamiento
de los metales preciosos): a finales del siglo XVIII, se registraba medio millón o
más de indígenas entre Guanajuato y San Luis Potosí, empleados esencialmente
en la minería y, a veces, como artesanos en los centros urbanos o en los obrajes.
En las minas zacatecanas del siglo xvm representaban el 28.6% de la mano de
obra (tenateros, barreteros, faeneros, etc.), el 33% en las haciendas de beneficio
de los metales, y el 44.5% en las haciendas de campo, fueron sustituidos en Mé­
xico desde 1632 por la contratación libre y remunerada de operarios. Al menos
en las regiones de economía más desarrollada del centro, las formas de trabajo
coactivo como la encomienda y el repartimiento habían desaparecido casi por
completo a principios del siglo XVIII, si bien siguieron existiendo casos de con­
tratación forzada de indígenas, por ejemplo en las salinas del Peñol Blanco (Sur
de Nueva Galicia) o de la esclavitud (caso de los indios condenados al servicio
personal, que trabajaban también en las haciendas, indios de guerra o delincuen­
tes, básicamente). También hay que mencionar la persistencia de las encomien­
410 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE

das y de los repartimientos (hasta su supresión definitiva, en 1777) en los vastos


espacios del Norte (Nueva Vizcaya) a favor de misiones jesuitas o franciscanas. En
cuanto a los indios naborias, vinculados a perpetuidad a la hacienda de sus amos,
fueron integrados hacia la primera mitad del siglo xvni al conjunto de los indios
residentes en las haciendas, gañanes o sirvientes (Nueva Galicia, Nueva Vizcaya).
Recordemos al respecto que en otras zonas de América se dieron formas específi­
cas de trabajo compulsivo, vinculado ocasionalmente con la encomienda: tal fue el
caso del «concierto» en el área neogranadina, suerte de mita agraria que, según los
especialistas, no desapareció por completo con el siglo xvm.
Ahora bien, la disponibilidad de mano de obra constituyó en general una ne­
cesidad fundamental para los ranchos y las haciendas (así en el Bajío, estudiado
por D. Brading) que consiguieron arraigar a los antiguos trabajadores forzados
de una manera distinta (peones acasiilados endeudados, arrimados) y disponer
así de una cantidad de mano de obra mínima, incluso en las regiones norteñas y
de colonización reciente, y con el apoyo del visitador José de Gálvcz. Hay que
señalar sin embargo, que fue en el México central donde más se desarrolló el peo­
naje por deudas: en Tlaxcala (por la escasez de mano de obra) y en Puebla: de he­
cho, esta forma de trabajo se prolongará hasta principios del siglo XX.
Durante el siglo xvni, las grandes haciendas, verdaderas unidades económi­
cas antecedentes de los latifundios, lograron captar los mercados de los centros
urbanos o mineros (así en Guanajuato y Zacatecas) desplazando en gran parte a
los productores indígenas. A la vez causa y consecuencia de la continua exten­
sión de estas propiedades resultó ser el acaparamiento de tierras, y la frecuente
ocupación por los hacendados de las llamadas tierras de comunidad, confundi­
das con frecuencia con el fundo legal, extensión de terreno a que tenía derecho
una comunidad indígena y que se repartía entre los naturales. Así sucedió en el
Valle de México, en Michoacán, en Oaxaca, en el eje Puebla-Tlaxcala, o en Mó­
telos. En 1777, el franciscano Agustín de Morfi, que acompañaba al primer co­
mandante de las provincias internas don Teodoro de Croix, anotó en su diario
de viaje que allí no quedaban pueblos de indios, algunos habían sido incorpora­
dos a las haciendas y otros estaban totalmente despoblados. Este despojo de tie­
rras por parte de los grandes hacendados originó una emigración de la pobla­
ción indígena en busca de trabajo como jornaleros y no ya como labradores. En
la región de Guadalajara, se comprobó que los conflictos de tierras aumentaron
sensiblemente en la segunda mitad del siglo XVIII, añadiéndose a la diferencia­
ción y estratificación económica interna que se estaba acentuando en este mo­
mento dentro de las comunidades: unos indios adquirían tierras como particula­
res, a la par que los caciques y notables vinculados por parentesco con otras
comunidades —y que constituían la fuerza política más poderosa de la sociedad
indígena— aprovechaban sus cargos para enriquecerse y perpetuarse en el po­
der, al igual que en tiempos anteriores a la Conquista.
En otros términos, unos cuantos dirigentes culturalmente adaptados al mun­
do español (hablaban español, usaban apellidos castellanos) controlaban la dis­
tribución de los recursos y la inmensa mayoría dependía de sus decisiones. Tal
fue el caso en Acolman o en Otumba, comunidades estudiadas por John Tutino
en los valles de México y de Toluca. Durante el siglo XVII, cuando la población
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 411

indígena tocaba su nadir después de la Conquista, los españoles asentados en la


Ciudad de México institucionalizaron su control sobre grandes propiedades
agrarias, entonces no requeridas por la sociedad indígena. Cuando en el siglo
XVIII la población indígena se triplicó y se suscito una nueva demanda de tierras,
ya no las había. Masas indígenas cada vez mayores tuvieron que abandonar las
formas de agricultura de subsistencia que prevalecían hasta entonces, volviéndo­
se cada día más dependientes de la elite económica residente en la Ciudad de
México, que seguía controlando las haciendas. Esta situación benefició sin duda
a los españoles de provincia al servicio de esta élite pero también a las elites indí­
genas que desempeñaban un papel importante en la asignación de tierras comu­
nales y en la canalización del abasto de trabajadores, iniciándose de esta manera
una precaria simbiosis entre éstas y las haciendas. Otro tanto sucedió en Toluca,
con una multiplicación de los pleitos judiciales originados por la búsqueda del
reconocimiento como pueblo de parte de las comunidades, como en Oaxaca
(Van Young, 1992: 273-302; Jiménez Pelayo, 1989: 213).
Los indios congregados en misiones o los mismos indios de guerra e indios
gentiles, que vivían en el Norte, en zonas alejadas de las misiones y de los núcleos
urbanos, estaban más expuestos aún al fenómeno del mestizaje y a la influencia
cultural de los españoles: los del Centro, del Sur o del occidente, organizados en
pueblos de indios o comunidades, habían preservado una cierta cohesión social
y cultural. En caso de desintegrarse una comunidad indígena por los factores an­
tes expuestos y a pesar de una legislación fundamentalmente protectora, en
período de crisis de las comunidades, sus integrantes acosados por el hambre, las
epidemias y los tributos corrían el riesgo de pasar a formar parte de un proleta­
riado rural (peones, jornaleros) o urbanos (sirvientes), o de ios llamados «indios
vagos».
En cuanto a su actividad política y a los niveles de organización y diferencia­
ción interna, la instauración, con el apoyo de la Corona española, de gobiernos
relativamente autónomos —las Repúblicas de Indios— en los pueblos indios y
en sus cabeceras, procedió de la voluntad de establecer un control económico
(recolección de tributos, organización del reparto, del trabajo y de servicios per­
sonales para los centros mineros, reparto de tierras) y político en la población
nativa, en una realidad heredada de cierta manera del período prehispánico (véan­
se los centros de poder público, los atepett y los barrios sujetos a esta institu­
ción). En regiones como Morelos, a finales del siglo xvni, se considera que los
pueblos de campesinos estaban étnica y socialmente bien diferenciados entre sí.
En estos pueblos de jornaleros, donde no se habían instalado los numerosos in­
termediarios mestizos (comerciantes, artesanos, y capitanes de cuadrillas...) en­
tre la sociedad española e indígena, las diferencias internas, factores de división
de la sociedad indígena, descansaban en el acceso a los recursos naturales: si
bien los poseedores de tierras de temporal tenían que trabajar paralelamente en
las haciendas azucareras, el poder político procedente de la figura institucional
de la República de Indios seguía reservado a los elementos indígenas de esta eli­
te, o sea a los indios principales que tenían tierras en el pueblo. Éste fue uno de
los puntos de partida de la aculturación de estas elites indígenas pero también el
origen de determinadas formas de resistencia, tanto en lo económico (defensa de
412 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE

las tierras de comunidad como los resguardos indígenas en el virreinato de Nue­


va Granada, del acceso a los mercados regionales) como en lo cultural (cultos y
cofradías indígenas) (Von Mentz, 1988: 89, 153 y ss.).
Las formas de resistencia se manifestaron en especial en las llamadas zonas
de frontera e incluso hasta los inicios del siglo XIX en las regiones mineras: en los
«caminos de la plata» que llevaban a la Casa de la Moneda de México, hostiga­
dos por los indios chichimecas y en las provincias internas del Norte de Nueva
España. En cuanto a las rebeliones indígenas propiamente dichas, se inscriben en
adelante en el imaginario colectivo: en la frontera de Colotlán (en 1703 los in­
dios alzados mataron a su capitán); en la sierra de Nayarit (en las primeras déca­
das del siglo y en 1740, con la rebelión yaqui, en 1767 con los indios coras, de
singular organización políticoreligiosa); en Nueva Galicia con la expulsión de
los jesuitas en 1767; en Sonora (sublevaciones de los seris contra las misiones) y
especialmente en la Pimeria Alta (1751), y en el Sur de Nueva Galicia en 1766-
1767, a pesar de la progresiva integración de las misiones al sistema económico
de ios españoles a través del mercado de productos agropecuarios y de fuerza de
trabajo. La vida religiosa y ritual, las creencias y representaciones que alberga­
ban junto a unas formas de sociabilidad específicas, participaban de estas estra­
tegias, aunque más sutiles en este caso, de resistencia o de adaptación: las cofra­
días indígenas estaban asociadas a un culto específico pero también cobran a
finales del período considerado un sentido gremial, en la medida en que se orga­
nizan por emias, barrios y con frecuencia por profesiones (artesanos).
En estas condiciones, no carece de interés reconsiderar la interpretación se­
gún la cual se observaron en el seno de la sociedad indígena un fenómeno de
aculturación y un relativo consenso. El mestizaje en su vertiente cultural se im­
pone en la realidad, como lo indica el papel de intermediarios culturales desem­
peñado por los caciques indígenas, los «principales» educados en las escuelas
para jóvenes de la nobleza indígena. Hay que recordar, sin embargo, que en vís­
peras de la independencia, quedan todavía en el Norte de Nueva España zonas
de frontera asoladas por indios rebeldes. Algunas sociedades indias lograron,
por su conexión con los mercados regionales, rcformular su identidad por medio
de la recreación de su dimensión étnica (y territorial), y de un regreso a lo sim­
bólico, junto con el desarrollo y la mayor flexibilidad de los recursos comunita­
rios (arriendo de tierras agrícolas o de pastoreo, trapiches, canteras, tareas de
agua, bosques molinos, articulación de los mercaderes indios con los mercaderes
no indios por medio de los tianguis); también apuntan en este sentido la mayor
monetarización de la economía india y la revitalización de la jerarquía: es el «re­
greso de los dioses», ejemplificado por Marcello Carmagnani en el caso de Oa-
xaca y que cierra el proceso de desestructuración, minimizando de esta manera
las dificultades impuestas por el orden colonial. En este caso, las reformas bor­
bónicas se limitaron a captar una parte de la acumulación en moneda (pero no
los recursos) y a rediseñar las unidades territoriales (distintas de los territorios
indios), o sea que no lograron influir en la dimensión territorial y en la colabora­
ción establecida entre la jerarquía étnica y la administración colonial. Al contra­
rio: el control del repartimiento amplió las posibilidades de mcrcantilización de
las sociedades indias, haciéndolas más competitivas. En este sentido, no se puede
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 413

hablar verdaderamente de disolución de la dimensión indígena novohispana, sino


más bien de reconstitución e integración de la misma en determinadas zonas del
virreinato.
Ahora bien, este proceso algo idealizado sólo se observa en unos cuantos ca­
sos: la expansión de la economía novohispana en la segunda mitad del siglo
xvm no redundó, en efecto, en beneficio de todos los grupos sociales. Con ex­
cepción de Oaxaca, donde la tierra se mantuvo hasta las postrimerías del siglo
xvm en manos de las comunidades indígenas, la población indígena vio desme­
jorar sus condiciones de vida, por el crecimiento de las haciendas en perjuicio de
las tierras comunales y por el control que ejercían los hacendados sobre los mer­
cados urbanos y mineros, la consiguiente y continua alza de precios, y el encare­
cimiento de productos básicos, como el maíz. Las medidas tomadas por el go­
bierno virreinal a favor de la redistribución de la tierra y del control de las
condiciones de trabajo de los peones de hacienda no bastaron para resarcir la
economía de pueblos cuyas comunidades se ocupaban de cultivar los productos
tradicionales de autoconsumo (maíz, frijol y chile), como lo demuestra la supre­
sión del repartimiento de mercancías. En el Bajío, en el Norte de México, en
Guadalajara o en Michoacán, o sea en las regiones más dinámicas económica­
mente hablando, el proceso de concentración de tierras tuvo como consecuencia
el expolio de las tierras comunales. La falta de cohesión étnica de esta zona pare­
ce haber influido además en la pronta disolución de los lazos comunitarios. En
este sentido, el consenso logrado fue solamente parcial. Otro tanto podría decir­
se de América Central (Guatemala) donde el mundo indígena terminó desorgani­
zado y desestructurado por las presiones, tanto internas como externas. La resis­
tencia revistió varios aspectos según el grado de penetración de los mestizos y la
integración económica fundada en el cultivo del añil. En la zona maya del Yuca­
tán, la «economía de mercado» fue desde un principio un fenómeno periférico.
El trabajo compulsivo no había traído tantas ventajas a los colonos españoles
como en otras regiones del México colonial, la presencia de la Iglesia fue más
discreta y, por ende, la penetración cultural no fue tan decisiva. La presencia de
una frontera les permitía además a los nativos eludir el sistema colonial y siem­
pre constituyó para las comunidades indígenas de esta zona una alternativa al
dominio español. Muchas comunidades reivindicaron de hecho formas de resis­
tencia étnica, incluso hasta bien entrado el siglo XIX: al igual que los araucanos
de Chile, los yaquis de Sonora sólo aceptaron modificaciones de orden cultural
—un simulacro de aculturación— con el fin de preservar alguna que otra forma
de autonomía política.

LA POBLACIÓN ANDINA

Existe consenso entre los investigadores acerca de que la población andina inició
un proceso de recuperación demográfica en la segunda década del siglo xviii;
este crecimiento ha sido calificado por Sánchez Albornoz (1990: 31-33) como tí­
mido, contradictorio y lento. Se supone, con ciertos antecedentes, que si pudié­
ramos reconstruir esa(s) curva(s) mostraría(n) varias ondulaciones, marcadas
414 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE

por bajas producidas por epidemias que diezmaron a la población andina y por
paulatinos aumentos, acelerados o estancados, en algunos casos, por migracio­
nes indígenas de una provincia a otra. Para ofrecer una idea de la tendencia ge­
neral, se puede citar a Cook (1965: 93), quien calcula para los años 1628, 1754
y 1795 un total de población indígena del Perú correspondiente a su actual terri­
torio de: 785187, 350216 y 608892 respectivamente. Golte, a su vez, presenta
el siguiente cuadro (Ilustración 3) para indicar la evolución de la población indí­
gena del virreinato pero sin incluir los departamentos de Misque, La Paz y Chu-
quisaca:

Ilustración 3
EVOLUCIÓN DE LA POBLACIÓN INDÍGENA

Año Población indígena índices (base 1754 = 100)


1615 .......................................................... 728615 212
1754 .......................................................... 343061 100
1774 .......................................................... 455955 133
1789 .......................................................... 611431 178
1792 .......................................................... 608912 177
1795 .......................................................... 648606 189
1811 .......................................................... 725433 211
Fuente: Golte, J., 1980: 46-47

En el ámbito de las regiones los resultados son disímiles, como hemos señala­
do. Las diez provincias del Cuzco en 1689-1690 sumaban una población de
112650 indígenas que constituían el 94.3% de la población total; en 1786 suma­
ban 174623 que representaban el 82.6%. de los habitantes (Mórner, 1978: 19) y
un incremento de la población del 35.5% en el período. En Cochambamba, la
población indígena aumentó desde 26 500 personas en 1683, a 59300 en 1808,
un aumento del 55% (Larson, 1982: 20). Arica y Tarapacá incrementaron su po­
blación nativa de 1752 a 1792 en 8 169 y 4471 a 12 870 y 5406 habitantes res­
pectivamente, con aumentos porcentuales del 36.5% y el 17.3%.
Si estos datos indican un relativo fortalecimiento demográfico de la pobla­
ción indígena, otros grupos crecían en el siglo XVI1I a un ritmo mayor; aun cuan­
do los andinos seguían siendo más del 50% de la población total, la tendencia
proporcional era decreciente. El aumento del mestizaje y de la población blanca,
así como las múltiples interrelaciones económicas entre los distintos grupos de la
sociedad colonial y el aumento de las cargas fiscales, afectaron a los programas
movilizadores de la población andina, a la vez que le ofrecieron oportunidades
de plantear nuevas alianzas. Según el censo de 1795, la población del Perú (com­
puesta por las intendencias de Lima, Tarma, Huamanga, Huancavelica, Cuzco,
Arequipa y Trujillo) sumaba 1 151207 habitantes, que se subdividían en 140890
españoles (12.63%); 648615 indios (58.16%); 244313 mestizos (21.90%);
41004 negros libres (3.67%) y 40 385 esclavos (3.62%) La mayor parte de la
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 415

población andina, en el siglo xvm, se concentraba en los obispados de Cuzco y


La Paz, y el arzobispado de Chuquisaca, área que coincide con la mita de Potosí
y que producía la mayor cantidad de tributos (O’Phelan, 1985: 47).
La población andina tenía una larga historia de integración en los aparatos
estatales. Si bien las formas de tributación coloniales no fueron congruentes con
las prehispánicas, el Estado colonial manipuló esas instituciones que guardaban
semejanza con las tradiciones andinas para obtener su excedente. La población
andina, a su vez, interiorizó esas demandas. El tributo o pago de cierta cantidad
de dinero anual por cada varón indígena de 18 a 50 años de edad, o menor si
era casado, era visto como una continuidad del antiguo pacto de reciprocidad
entre el Inca y los ayllus, en el cual el primero aportaba las tierras y los segundos
el trabajo (Murra, 1975; Platt, 1982). Del mismo modo, según Tandeter, fue
concebida la mita de Potosí: quienes acudían a ella en el siglo xvm sentían que
estaban prestando un servicio al Rey y que, en consecuencia, eran acreedores de
privilegios. Los documentos de los mitayos indican que esta migración forzada
era una tarea penosa, asumida como un sacrificio que, en la interpretación de
Platt del pacto colonial, garantizaba la propiedad de sus tierras y por tanto su
prosperidad (Tandeter, 1992: 39-43).
No todos los andinos estuvieron de acuerdo con este pacto e idearon diver­
sas estrategias para eludirlo, especialmente cuando consideraron ilegítimas las
exigencias fiscales. Desde su misma aplicación por el virrey Toledo en la década
de 1570, el sistema colonial empezó a ser corroído.
Para la autoridad española era indispensable romper con la autonomía cam­
pesina, que encontraba en su sistema de subsistencia prácticamente todo lo nece­
sario para una vida autárquica. Sin la mano de obra indígena no podían ser pro­
ductivas las minas y tampoco las haciendas que las alimentaban. Para obtener
esos excedentes, Toledo estableció las reducciones, el tributo en dinero y la cons­
cripción forzosa de las mitas a Huancaveiica y Potosí. En las primeras se asentó
y concentró la población en pueblos, dotados de tierras de reparto que principal­
mente aseguraran la subsistencia y la reproducción de las familias campesinas;
un territorio bastante reducido en relación con el que disponían los antiguos
grupos étnicos y donde, en la etapa anterior, se había generado parte del exce­
dente mercantil (Tandeter, 1992: 44). Las tierras no distribuidas se consideraron
vacas y fueron entregadas o compuestas por la Corona a los hacendados orien­
tados al creciente mercado interno de las ciudades y las minas, que se subordina­
ba a la fuerza de atracción de Potosí (Assadorian, 1979, 1982: 293-306; Larson,
1988). La población concentrada facilitaría la recolección de los tributos, tarea
que se encomendó a los líderes étnicos (caciques o curacas) y, por otra parte, la
evangelización, para lo que se establecieron las parroquias y los ayudantes civi­
les de la Iglesia. Se creó, además, una jerarquía administrativa de los integrantes
del cabildo indígena, quienes contribuirían a equilibrar la autoridad de los caci­
ques y a reemplazarlos en alguna de sus antiguas funciones (Spalding, 1974). En
fin, la mita otorgó a los empresarios mineros una mano de obra segura, por un
salario que cubría insuficientemente su manutención o la reconstitución de la
fuerza de trabajo inmediata, dejando el costo de la reproducción a la comunidad
de origen. Era ésta, y no sólo el trabajador individual, la que subsidiaba a los
416 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRlQUE LANGUE

empresarios mineros, transfiriéndoles el valor de fuerza de trabajo que ellos en


su conjunto habían generado y sostenido, aun en los períodos de desempleo o
enfermedad. Tal sistema no debe verse como abuso en el sentido de una desvia­
ción ocasional respecto a la norma legal, sino como la constitución histórica de
una relación de producción: la renta mitaya (Tandeter, 1992: 38-39). Debe seña­
larse que, además de las grandes mitas, mencionadas, existieron numerosas mi­
tas locales destinadas a minas y haciendas vinculadas con la minería (O’Phelan,
1985; Hidalgo et al., 1988-1989; Villalobos, 1975).
A las demandas fiscales legales se sumaban los requerimientos del corregidor
de indios, magistrado que concentraba en sus manos una variedad de funciones
políticas, económicas y judiciales, destinadas a otorgarle autoridad suficiente
para defender a los indígenas de los abusos de los sectores privados. Sin embargo,
aprovechó esas facultades para utilizar a las comunidades indígenas en empresas
personales, tales como el trabajo textil, que aún se exigía en Atacama en el siglo
xviii, o en la entrega de los campesinos a hacendados, obrajeros, mineros, traji­
nantes, etc., a cambio de un salario que incrementaba sus propios ingresos.
La carga en algunos casos se hacía insoportable. Es entonces cuando se ini­
cian procesos de resistencia, cuya complejidad está aún en estudio. El rígido sis­
tema toledano había dejado una puerta abierta: si un tributario abandonaba su
pueblo y se instalaba en otro lugar, perdía sus derechos a las tierras de reparto,
pero quedaba libre del pago del tributo y de asistir a la mita. Así muchos opta­
ron por apartarse de sus comunidades, huir o no regresar después de sus perío­
dos de mita, ya fuera optando por quedarse como trabajadores libres en los mi­
nerales o las ciudades, o huyendo hacia el mundo rural. Allí sus opciones eran
varias, desde apartarse del territorio colonial y formar comunidades en valles
desconocidos en tierras de indios salvajes, hasta acogerse a una hacienda espa­
ñola como yanacona, o entrar en otra comunidad indígena como forastero. Na­
turalmente, estas migraciones disminuyeron el número de mitayos de Potosí y
con ello la productividad del mineral. Los empresarios mineros protestaron y so­
licitaron que las autoridades hicieran regresar a los huidos. Se destinaron funcio­
narios y caciques para este propósito, con éxito en algunos casos, sin que pudie­
ra impedirse que las migraciones continuaran. Hacendados y mineros estaban en
esta materia en puntos opuestos; para los primeros, los huidos representaban un
suplemento de mano de obra cuando ésta, en el transcurso del siglo XVII, se vol­
vía cada vez más escasa. La autoridad virreinal, que entendía la importancia de
las haciendas para el abastecimiento de las minas, terminó aceptando este estado
de cosas y buscó una manera de reincorporar a los huidos al pago del tributo.
De hecho, aceptó de este modo la inevitable disminución del número de mitayos
a Potosí. Aun cuando la cifra oficial establecida por Toledo en 1578 de 14181
migrantes no varió hasta 1633, cuando quedó en 12 354, para luego bajar en
1688 a 5 658 y en 1692 a sólo 4 101, en realidad desde mediados de 1650 el nú­
mero de mitayos había descendido a la cifra que se oficializa en 1692 (Tandeter,
1992: 48).
En el interior de la comunidad, el desgarramiento de un sector de la pobla­
ción que prefería una opción individual o familiar a la cohesión o solidaridad
con el destino colectivo trajo también significativas transformaciones. A medida
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 417

que aumentaba el número de emigrantes, la carga fiscal de los originarios, los


descendientes de los tributarios iniciales, crecía debido a que el monto del tributo
afectaba al ayllu o cacicazgo en su conjunto, según el número definido inicial­
mente en la revisita o censo de tributarios. Los caciques debían buscar la manera
de paliar estos ingresos menores con una tasa constante de egresos. Así, inevita­
blemente, los caciques se convertían cada vez más en comerciantes, negociadores
y astutos administradores de los bienes comunales. No puede sorprender, en con­
secuencia, que muchos de ellos recibieran una consideración muy negativa por
parte de los observadores de la época. Se les acusa, entre otras tropelías de: man­
tener una lista paralela de tributarios y ocultarlos a las autoridades españolas
para obtener ingresos personales; de reemplazar a los mitarios, de acuerdo con
los españoles beneficiados por la mita, por el pago de una contribución que equi­
valía al pago de un minga., o trabajador libre en Potosí, aporte que se exigía con
mayor frecuencia de la normal a los indios adinerados o colquehaques; de arren­
dar las tierras de indios ausentes a forasteros, mestizos o españoles e incluso se
mencionan las ventas de tierras comunales, limitando los escasos recursos de los
originarios; de forzar a sus indígenas a trabajar en empresas suyas, de españoles,
del cura o del corregidor, a cambio de salarios que el curaca manejaba. No es ex­
traño que se vulgarizara la frase «¡Curaca, cura, corregidor, todo lo peor!».
Sin embargo, no todas las interpretaciones coinciden con este cuadro tan
moderno de los curacas. En efecto, hay indicios de que en algunos casos esta
aparente codicia o corrupción de los caciques escondía el propósito de servir a
los intereses colectivos del grupo étnico, y que antiguas prácticas de reciprocidad
y redistribución, propias de sociedades basadas en principios verdaderos o ficti­
cios de parentesco, seguían operando en un cuadro general de economía mercan-
tilizada y de explotación (Stern, 1987; Pease, 1992). A esta lógica, creada y
adaptada para una situación ambigua como era la vida colonial, que no corres­
ponde a la tradicional andina y tampoco a la colonial europea, Stern propone
llamarla «andina colonial» (Stern, 1987: 296).
Normalmente el cacique debía disponer de fortuna personal para responder
por el cobro de los tributos o afrontar los costos judiciales en demandas inter­
puestas en su contra o presentadas por él mismo para defender sus intereses o las
de su grupo étnico. Esto indica claramente que la sociedad colonial andina fue
una sociedad con fuertes diferencias económicas internas, que no atenuaron los
sistemas de prestigio que se expresaban en las fiestas patronales, donde los más
ricos, generosamente, debían pasar por cargos y financiar durante varios días las
comidas y bebidas del pueblo e incluso otros gastos como los fuegos artificiales,
de los que llegaran a participar en ese culto anual. Por supuesto, todo pasante
esperaba los dones de sus parientes y de todos los que llegaban, para contribuir
a solventar la fiesta. Estas continuidades o creaciones coloniales permiten enten­
der que algunos elementos de las prácticas tradicionales andinas se manifestaran
en ciertas oportunidades y pudieran ser captados por la documentación colonial,
aun siendo propios de la oralidad. En este sentido, deben verse los esfuerzos de
algunos caciques por mantener, generalmente en secreto, cultos a huacas, divini­
dades locales prehispánicas o a las momias de los antepasados, como los que
han investigado Millones y Salomón para Ayacucho, Arequipa y Ecuador en el
418 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE

siglo XVIII. El curaca, personaje central para el gobierno indirecto de los pueblos
andinos, ha sido comparado, incluso en el período incaico con el dios Jano, un
ser de dos caras, una de lealtad con el gobernante y otra para su propio pueblo.
Sus Funciones no eran meramente económicas, hay todo un mundo de símbolos
en sus actos que lo vincula con la cosmovisión andina (Martínez, 1995). La cris­
talización de la religión católica andina en la segunda mitad del siglo xvn, según
Marzal, permitió la integración de creencias, formas de organización y normas
éticas de la religión prehispánica con la tradición cristiana, donde se impone una
síntesis creativa nueva e integrada en el sistema colonial. Marzal considera como
elementos más permeables los ritos y las formas de organización y en este último
sentido se habría aceptado «a la Iglesia católica como su propia comunidad reli­
giosa y, por eso, no puede hablarse de una Iglesia andina paralela, a pesar de la
supervivencia de creencias y rituales andinos, porque falta una organización reli­
giosa andina autónoma». La existencia de especialistas religiosos autóctonos no
logró formar una jerarquía regional (Marzal, 1983: 53). En esta situación, sin
embargo, según los ejemplos citados, algunos curacas procuraron consolidar su
legitimidad, en condiciones de presión social, recurriendo a cultos que los identi­
ficaba con sus antepasados a quienes se concebía como los «verdaderos dueños
de la tierra» (Salomón, 1987: 161). A pesar de que esos actos no tuviesen el ca­
rácter de rebeliones abiertas, contenían ideologías altamente subversivas para el
sistema colonial. Estas concepciones se manifestaron, también, en la rebelión ge­
neral de 1781 (Hidalgo, 1983).
En esta línea interpretativa pero desde otra perspectiva, deben incluirse quie­
nes han revertido la interpretación de las fugas, en algunos casos, como tácticas
no meramente individuales, sino al parecer como el resultado de acuerdos entre
las autoridades étnicas y los migrantes. En tiempos prehispánicos los grupos se­
rranos procuraron acceder a los recursos y cultivos complementarios mediante el
envío de colonos permanentes, mitimaes, a los valles de la costa o del Oriente
andino, donde constituían islas en áreas pluriétnicas (Murta, 1975: 59-115) y en
las temporadas de cosecha recibían la ayuda de migrantes temporales, llactaru-
nas. Los primeros, según Polo de Ondegardo (1571), eran gente de asiento y los
segundos, advenedizos o forasteros (Saigncs, 1985: 117). Existen, en consecuen­
cia, antecedentes remotos para situaciones que llegarán a ser totalmente distintas
con los procesos de mercantilización y la acentuación de la presión fiscal de la
colonia. En el siglo xvn, algunos forasteros constituían islas, o bien burbujas
(metáfora en este último caso para indicar situaciones muy efímeras que se re­
construían constantemente, según T. Platt) de cultivos complementarios para sus
cabeceras étnicas. Es el caso, según Saignes, de los grupos étnicos omasuyos, pa­
cajes y lupacas, que mantenían islas en las yungas orientales o valles cálidos de
Larecaja hasta el siglo xvil; en cambio, otros grupos étnicos, como los machas y
quillacas de Charcas, han conservado el acceso a sus valladas hasta hoy (Saig­
nes, 1985: 96). Los forasteros en Larecaja en 1684 seguían pagando tributos a
sus caciques de Puna y lo mismo sucede con un alto número de yanaconas de ha­
cienda. «Es decir, que el estatuto de yanacona no significa automáticamente una
ruptura con el pueblo de origen» (Saignes, 1985: 138). Los lupacas aparente­
mente no conservaron sus islas más allá del comienzo del siglo xvn, pero los fo­
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 419

rasteros siguieron pagando tributo a los caciques de sus ayllus., en diferentes


condiciones, hasta finales de ese siglo, aun cuando la tendencia fue a que se cor­
taran los lazos. Los pacajes, en cambio, mediante la acción del cacique don Ga­
briel Fernández Guarachi, gobernador principal del pueblo de Jesús de Macha­
ca, en 1648 lograron regularizar sus títulos como propietarios de la hacienda de
Timusi en Larecaja. Sin embargo, ésta fue una maniobra para defender esas tie­
rras, donde su pueblo había tenido mitimaes, de las invasiones de las haciendas
vecinas. Junto a ellas el cacique tenía chacras personales. Esta isla pacaje fue la
única que un grupo altiplánico conservó en las yungas de Larecaja hasta la refor­
ma agraria de 1953 (Saignes, 1985: 221-249). A. Zulawski ha mostrado también
que a finales del siglo XVII los forasteros de una ciudad minera como Oruro se­
guían pagando tributo a sus caciques de origen, probablemente para conservar
algunos derechos a tierras comunales o privilegios en las aldeas de las cuales eran
originarios, y que, incluso, la mayoría de ellos cumplía su obligación con la mita
de Potosí pagando 119 pesos anuales, o sea siete pesos por cada una de las 17 se­
manas de trabajo (Zulawski, 1987a: 185-186). En Atacama, provincia que no es­
taba sujeta a la mita de Potosí, un alto número de tributarios, pese a residir en
provincias vecinas por más de dos o tres generaciones, seguían pagando tributo a
sus caciques de Atacama. Muchos de ellos trabajaban en haciendas, ingenios mi­
neros o en el pastoreo de sus ganados en Lipez, Tarija, Chichas y el Tucumán, y
además conservaban sus tierras de reparto en los ayllus de origen, donde sus pa­
rientes las cultivaban. Sólo en 1792 se pone fin a la dependencia que tenían los
atacamas residentes en el Tucumán con sus caciques de origen; estos atacamas no
tenían registro en las revisitas locales y, por lo tanto, carecían del carácter formal
de forasteros de aquellos lugares (Hidalgo, 1978, 1983, 1995).
Aun cuando algunos historiadores han insistido en que las categorías de ori­
ginarios y forasteros en las comunidades coloniales serían hereditarias y la ma­
yor parte de los casos conocidos así lo demuestran, es del todo probable que hu­
biera movilidad entre ellas. Es el caso, por ejemplo, de la formación de nuevos
cacicazgos durante el período colonial en zonas de inmigración como Codpa en
los Altos de Arica, cuya población originaria sería minoritariamente de origen
local y la gran mayoría mitimaes o forasteros carangas y de otras provincias ve­
cinas que pasaron a ser originarios en el siglo xviii. La desaparición de antiguos
ayllus y la formación de otros nuevos o el reemplazo de estas estructuras seg­
mentarias por pueblos, que pasaron a ser la forma de organización básica, creó
condiciones en distintos lugares para estos cambios de categoría. Había además
razones económicas para transitar en uno u otro sentido. El originario gozaba
de tierras de reparto pero pagaba mayor tributo personal y estaba sujeto a la
mita. Los forasteros, a partir de la tercera década del siglo XVIII, fueron someti­
dos al pago de un tributo personal inferior al de los originarios, sin embargo la
mayor parte de ellos carecía de tierras de reparto pero no estaban obligados a
asistir a la mita. Su subsistencia dependía de arrendar las tierras comunitarias,
trabajar para los originarios, casarse con una originaria con tierras, acceder a
tierras de reparto y pagar el mismo monto de tributo que los originarios o agre­
garse a las haciendas españolas, arrendando parcelas a cambio de una prestación
laboral. Un número importante de ellos se encontraba en zonas urbanas o mine­
420 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE

ras, donde la subsistencia y el dinero para el pago de los tributos se lograba por
trabajos de jornaleros, de pequeños comerciantes o sirviendo de peones en la
arriería. De un modo u otro, la integración de la población andina en la econo­
mía colonial fue creciente en el siglo xvm y con ello fueron en aumento las opor­
tunidades para el mestizaje o el ingreso de otras castas en los pueblos de indios.
La polarización económica del ámbito peruano en torno a Potosí tendió a
descentralizarse con la caída de la producción de la plata, la apertura de otros
centros mineros, el desarrollo de obrajes, chorrillos, haciendas, plantaciones y la
aplicación de otros mecanismos de coacción económica, para forzar a la pobla­
ción andina e incluso a otros sectores sociales a una mayor participación en el
mercado, tanto de oferta de mano de obra como de mercancías. El instrumento
clave de este último proceso fue, de nuevo, la acción fiscal por mediación de los
corregidores y el reparto forzoso de mercaderías. Desde mediados del siglo xvn,
éste fue un suplemento ilegal, pero tolerado, del bajo salario de los jefes provin­
ciales; sin embargo, se generalizó y legalizó a mediados del siglo xvm, permitién­
dole a cada corregidor, al término de su período de cinco años, salir enriquecido
de su provincia. Como dijera un virrey, los corregidores se convertían en dipton­
gos de magistrados y comerciantes, favoreciéndose inevitablemente la corrup­
ción. El sistema funcionaba inicialmente con préstamos otorgados por los co­
merciantes limeños a los corregidores, que éstos traspasaban en forma de muías,
ropas de la tierra, ropas de Castilla, hierro, coca, libros, etc., a la población cam­
pesina, a sus líderes e incluso a otros sectores no indígenas, sin que éstos últimos
pudieran rechazar dichos créditos que debían pagar forzosamente. Correspondía
a los colaboradores del corregidor, entre los que estaba muchas veces el propio
cacique, repartir esos productos u otros a cada tributario, según su fortuna y co­
brárselos. Si bien muchos de estos artículos eran útiles a la economía campesina,
lo cierto es que se entregaban inoportunamente en cantidades que superaban las
necesidades de las unidades domésticas, y a precios muy superiores a los corrien­
tes en el mercado. En muchos casos, se trató de un verdadero saqueo de las pro­
vincias que se agravó cuando los corregidores duplicaron o triplicaron las canti­
dades que legalmente estaban autorizados a repartir. Los efectos del sistema
fueron múltiples. Los obrajes, las haciendas y las minas dispusieron de la mano
de obra de los tributarios, que necesitaban dinero para pagar estas deudas invo­
luntarias, y a la vez se creó un mercado ampliado para esas mismas empresas y
para los comerciantes que suplían a los corregidores (Golte, 1980; Moreno Ce-
brián, 1977). Incluso los campesinos se vieron obligados a mercadear una pro­
porción importante de sus propias cosechas producidas en las tierras comunita­
rias para hacer frente al reparto, los tributos y las obvenciones eclesiásticas,
como señala el cacique de Tarata en el corregimiento de Arica. Por otra parte,
las reformas borbónicas aumentaron diversos impuestos, que afectaron a ciertos
sectores sociales, junto con sistemas más eficaces para controlar su pago, como
las aduanas, que sumadas a los repartos, los tributos y las mitas crearon las con­
diciones para una amplia coyuntura rebelde, que culminó con la rebelión de Tú­
pac Amaru (O’Phelan, 1985).
Este sustancial aumento de las presiones fiscales desde mediados del siglo
XVIII tuvo en gran número de casos consecuencias negativas para las relaciones
LA REFORMULACIÓN DEL CONSENSO 421

entre los campesinos andinos y los líderes étnicos superiores, comprometidos vo­
luntaria o involuntariamente con el sistema de repartos. Sobrepasados por las
circunstancias, se convirtieron en aliados de los corregidores o, arruinados por
éstos, fueron reemplazados por quienes eran instrumentos más dóciles de una
política que se volvía cada vez más opresiva. En muchas ocasiones los sustituye­
ron los mestizos, que fueron incapaces de restablecer las relaciones tradicionales
como mediadores o bien porque las comunidades comprendieron que su super­
vivencia pasaba por la eliminación de esas instancias de representación. Fue el
caso del curaca principal del ayllu anansaya de Yura, asesinado por su propia
gente en 1781 y del cacique de Codpa en los Altos de Arica. Sin embargo, otros
curacas asumieron la representación de las protestas indígenas y entraron en lí­
nea de colisión con el sistema colonial. Aspiraron, como Túpac Amaru, a una
alianza con los criollos, que en algunos casos como Oruro acudieron a ese lla­
mado para descubrir muy pronto que sus intereses económicos y sociales esta­
ban en plena contradicción con las aspiraciones rebeldes. Otros sectores sociales,
también llamados a aliarse, carecían de la experiencia política y la organización
para tener participación orgánica en estos movimientos y en su gran mayoría
fueron utilizados por la autoridad virreinal y los criollos para someter a los re­
beldes. Después de la derrota militar indígena de 1781, la Corona aplicó una po­
lítica orientada a desarmar el sistema de cacicazgos hereditarios, inclusive de los
que habían sido fieles en la gran rebelión, instruyendo secretamente a las autori­
dades virreinales para no devolverles los títulos que presentasen con el fin de
acreditar su nobleza con raíces prehispánicas. Esa política tuvo vigencia durante
aproximadamente y durante una década y luego se consideró que era injusto
continuar con esas prácticas. Sin embargo, en muchos sitios permaneció la idea
de que el cacicazgo hereditario había sido abolido. La política de la Corona, la
percepción de las comunidades y el rechazo de los criollos a cualquier liderazo
indígena, después del gran miedo, crearon las condiciones para la marginación
política de las elites indígenas andinas en las grandes decisiones futuras.

LA FRONTERA MAPUCHE

La guerra de Arauco, que contuvo la consolidación del dominio hispano al Sur


del río Bío Bío, en la Capitanía General de Chile, generó procesos históricos com­
plejos que afectaron a las áreas circunvecinas y consolidaron una zona de fronte­
ra. Las relaciones fronterizas, si bien permanentemente críticas, evolucionaron
desde la etapa bélica (1536-1655) a formas de convivencia pacífica (1655-1883)
que finalizaron con la ocupación de la Araucania en el siglo XIX (Villalobos et
al., 1982: 12). En el siglo xviii, las agrupaciones tribales mapuches se moviliza­
ban en una amplia área que comprendía desde las pampas y la Patagonia en el
Este hasta la costa del Pacífico en el Oeste, complementada por un activo comer­
cio de las bandas pehuenches y las tribus mapuches entre un lado y otro de la
cordillera, al que se sumaban también las etnias de la región pampeana y norpa-
tagónica, que llegaban con sus ganados hasta ciudades de la frontera chilena
(Palermo, 1986: 169). Por otra parte, los comerciantes hispanocriollos y mesti­
422 JORGE HIDALGO LEHUEDÉ Y FRÉDÉRIQUE LANGUE

zos penetraban en la Araucania para practicar el comercio de trueque con chu­


cherías, hierro, vino y manufacturas, a cambio de ponchos y ganados. En un
movimiento inverso los indígenas pasaban al territorio controlado por los hispa­
nocriollos para vender ponchos, ganados, sal y brea; además, los propios mapu­
ches ingresaban en las haciendas hispanas fronterizas como mano de obra esta­
cional en las cosechas. El comercio favoreció el incremento de la población y las
modificaciones de los gustos y las costumbres araucanos. Las presiones mercan­
tiles acarrearon cambios significativos en las actividades productivas, de una
economía basada en la caza, la pesca, la recolección de frutos y las pequeñas
plantaciones de hortalizas se pasó a una economía ganadera mercantil (Bengoa,
1987: 43). Parte de este proceso se inició con el pillaje en las pampas y haciendas
de Buenos Aires a Cuyo, las malocas, cuyo botín permitía paralelamente el pací­
fico intercambio de los conchauadores, el cual eventualmente reemplazó a las
primeras. Además el intercambio se complicaba con las actividades manufactu­
reras «los tejedores (mapuches) obtenían sus materias primas en gran parte de
los blancos —lanas y tinturas—, aplicaban su trabajo, —técnicas de diseño an­
cestrales—, y luego los vendían en las fronteras. Así se creaban estrechos lazos
de dependencia económica, que ya no sería posible disolver» (León, 1991: 115).
A finales del siglo xviii debe de haber existido un alto número de pequeños
obrajes en los territorios indígenas.
Sin embargo, el aumento de la riqueza, producto de este activo intercambio
y de relaciones pacíficas con la frontera hispana, aceleró las luchas intestinas por
el poder entre los caciques o lonkos por un mayor control de las tierras, por am­
pliar las alianzas matrimoniales, militares y rituales con otros linajes y por ex­
tender las cacicazgos bajo un liderazgo. Se observa la tendencia a una mayor es­
tratificación que no prosperó plenamente.
El estado borbónico se hizo presente en la frontera con un conjunto de insti­
tuciones que mediaban con las sociedades no sometidas, tales como los capitanes
de amigos, que representaban al estado monárquico en territorios mapuches, y el
comisario de naciones cuyo papel era fundamental para mantener la paz, pues
hacía llegar a la Corona y a sus agentes las demandas y peticiones indígenas y ser­
vía de aval en los acuerdos entre españoles e indios. La Corona esperaba con es­
tas políticas tener un contacto directo con el liderazgo indígena con la esperanza
de pacificarlos y convertirlos en aliados ante posibles intervenciones de potencias
de Ultramar. Por esa razón, les concedió el nombramiento de embajadores de las
agrupaciones mapuches en Santiago, experiencia que fue de corta duración pero
que expresa el interés de los representantes de la monarquía y de los propios indí­
genas en la búsqueda de formas consensúales de relación, que favorecieran los in­
tereses de la monarquía y perpetuaran la autonomía de los territorios araucanos.
Sin embargo, la institución que mejor reflejó este interés compartido en el siglo
xvm fueron los parlamentos, especie de asambleas masivas, festivas y militares, a
las que asistían las más altas autoridades del reino de Chile y las jefaturas tribales
araucanas, acompañados de sus soldados y conas, además de comerciantes y con-
chavadores, donde, además de festejar durante varios días, se hacían los discur­
sos, las promesas y los compromisos para una convivencia pacífica, a la vez que
se resolvían los conflictos que producían las complejas relaciones fronterizas.
19

MOTINES, REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA

Segundo E. Moreno Yánez

En los albores de 1803 y de paso por Guayaquil, Alexander von Humboldt juz­
gó el colonialismo europeo con severas palabras. Para el sabio alemán ningún
hombre sensible e ilustrado podría aceptar una larga estancia en las colonias eu­
ropeas. La aflicción y el malestar proceden, asegura Humboldt: «... de que la
misma idea de la colonia es una idea inmoral, esa idea de un país que está obli­
gado a entregar a otro los tributos, de un país en el cual no se puede alcanzar
sino un cierto grado de prosperidad, en el que la industria, la ilustración no de­
ben progresar sino hasta una meta determinada. Pues más allá de este límite, se­
gún las ideas comunes, la madre patria se enriquecería menos, más allá de esta
mediocridad una colonia muy fuerte, económicamente autónoma, se haría inde­
pendiente. Todo gobierno colonial es un gobierno de la desconfianza» (Von
Humboldt, 1982: 63; traducción del autor).
El dominio del Estado metropolitano, concretado en el aparato burocrático
y en el oligopoiio instaurado por el capital comercial, posibilitará, al final, la
imposición de un intercambio desfavorable para la colonia, impedirá la produc­
ción de artículos que puedan competir con los de la madre patria, beneficiará a
ciertas regiones y grupos en detrimento de otros e impondrá pesados impuestos
y deprimentes gabelas. Es importante aseverar que el dominio político del siste­
ma colonial viene dado por una alianza entre el aparato burocrático, represen­
tante del Estado metropolitano y mediador de las clases dominantes en la me­
trópoli, y las diversas fracciones de las clases propietarias, tanto de los medios
de circulación, como de los medios de producción imperantes en la formación
regional.
A finales del siglo XVIII, el siglo de la Ilustración, el hecho colonial hegemó-
nico sufrirá, sin embargo, la creciente influencia de una nueva realidad económi­
ca, de la cual España no fue a su vez más que una fiel emisaria. En resumen, se
puede afirmar que las reformas borbónicas en las colonias hispanoamericanas,
que perfeccionaron la extracción de recursos para posibilitar el inicio de la revo­
lución industrial en la metrópoli, ampliaron la base de las protestas populares,
especialmente en aquellas regiones donde la falta de circulante, el nuevo reorde­
namiento de los circuitos mercantiles o la mayor eficacia de la extracción tribu­
taria, agravaron la pobreza de los sectores populares, especialmente los rurales.
424 SEGUNDO E MORENO YÁNEZ

La Ilustración produjo una reflexión concreta sobre las causas de la crisis y di­
versas propuestas para solucionarla. En los sectores indígenas emergió la necesi­
dad de restaurar sistemas políticos prehispánicos o de desarrollar movimientos
con elementos utópicos. De todos modos, durante el siglo XVIII, se gestarán los
movimientos de carácter ideológico-político que, a comienzos del siglo XIX, ge­
nerarán la separación definitiva de la metrópoli y la modificación del régimen
político, aunque no el económico y social, de las colonias hispanoamericanas.

LA RESISTENCIA A LA COLONIZACIÓN EN LAS REGIONES DE FRONTERA

Los historiadores han manejado gran diversidad de criterios en la clasificación


de los motines, las revueltas y las rebeliones que se sucedieron a lo largo del pe­
ríodo colonial, particularmente durante el siglo XVIII, y los albores de la inde­
pendencia (Laviana Cuetos, 1986: 471-507; Katz, 1990). Dentro de estos esque­
mas se han dejado frecuentemente al margen las luchas de los pueblos indios
situados en las fronteras de la colonización, movimientos de resistencia que
constituyen una constante histórica durante los siglos coloniales y que los reba­
san, como en el caso de Chile y Argentina, donde se prolongaron hasta muy en­
trado el período republicano.
Destacan, en primer lugar, como afirma Laviana Cuetos (1986: 476-477) en
su orientador estudio sobre los «Movimientos subversivos en la América espa­
ñola durante el siglo xviii», las numerosas sublevaciones indígenas de Nueva
Galicia, al Norte del virreinato de México. Además de las rebeliones de los in­
dios yaquis, la más importante y la primera del siglo XVIII fue la sublevación de
los indios de Colotlán, pueblo de la alcaldía mayor de Mextitlán, que tuvo lugar
entre julio y octubre de 1702 y que incluyó la participación de los indios que ha­
bitaban en los límites de la dominación española. El motivo fue la defensa de los
territorios indígenas amenazados por la expansión colonial que acarreaba la ex­
pansión de la frontera agrícola y especialmente la ganadera. A comienzos del si­
glo XVIII, la gran propiedad rústica ya estaba consolidada en México y las rela­
ciones laborales en las haciendas señalaban ciertas tendencias a formas de
servidumbre. Para el indígena, la tierra no era sólo propiedad comunal, sino la
base de su existencia material y el fundamento de reivindicaciones culturalés, en­
tre ellas incluso las rituales y religiosas (Buve, 1971: 423-457). La sublevación
de los indios de Colotlán alcanzó caracteres dramáticos y fue apaciguada gracias
a la intervención del arzobispo virrey Ortega Montañés, quien desistió de la ave­
riguación de las causas del alboroto y envió a un oidor de Guadalajara para ins­
peccionar los títulos de tierras en aquel sector de la frontera y evitar, de este
modo, el desarrollo de nuevos conflictos (Laviana Cuetos, 1986: 477).
Categoría especial tiene la sublevación de la nación yaqui, en la goberna­
ción de Sinaloa (actual estado de Sonora), ya que este grupo indígena se ha des­
tacado en la historia por su prolongada resistencia a la aculturación y asimila­
ción en la sociedad mexicana y como ejemplo de la defensa del territorio étnico
y de su autonomía. Hasta la primera mitad del siglo XVIII, como señala Hu-De
Hart (1990: 135-163), la lejana y hostil frontera noroccidental de Nueva Espa­
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 425

ña era una región escasamente poblada y desatendida por el gobierno colonial.


A principios del siglo xvn, dos religiosos jesuitas habían logrado organizar a es­
tos primitivos agricultores en una misión con ocho comunidades bien estructu­
radas a orillas del río Yaqui. Libre de cualquier competencia secular, se implan­
tó en esta región de frontera una «paz jesuíta» que duró hasta el ascenso de los
Borbones al poder. La flamante dinastía estimuló en el virreinato la apertura de
nuevas fuentes de ingresos para las cajas fiscales, basada en la minería y total­
mente dependiente del acceso a la población indígena organizada en las misio­
nes para la obtención de mano de obra, lo que originó una fuerte resistencia de
los jesuitas.
El problema específico era la secularización de las misiones propiciada por
los colonos y las autoridades de la Corona. Los jesuitas, por su parte, perpetua­
ron deliberadamente su gobierno paternalista para justificar su propia permane-
necia en esta región de frontera. De esta experiencia surgió un pequeño grupo de
yaquis aculturados que quebrantaron el aislamiento de los indios, tan celosa­
mente salvaguardado por los padres, y que se constituyeron en líderes de la re­
vuelta. Instigados por el gobernador español Huidobro, estos yaquis ladinos pre­
sentaron directamente a las autoridades del virreinato quejas relativas a los
abusos de los jesuitas, por lo que los misioneros decidieron encarcelar a los ca­
becillas El Muni y Bernabé, aunque gracias a un motín éstos pronto fueron libe­
rados. Las relaciones entre los indios y los religiosos se agravaron con la llegada
de un misionero estricto, y especialmente con las inundaciones a comienzos de
1740 que provocaron una hambruna y el subsecuente saqueo de la misión, los
ranchos españoles y los reales de minas por los yaquis y por otros indios que
buscaban comida. Desde finales de mayo hasta su rendición en octubre, los re­
beldes despojaron de yoris (blancos) una zona de más de cien leguas, desde el río
Fuerte al Sur, hasta la Pimería Alta en el Norte. Los vecinos españoles huyeron a
Álamos y a otros poblados más al Sur.
Lejos de ser una guerra de castas que buscara el aniquilamiento de los blan­
cos, los rebeldes dirigían su violencia principalmente contra las propiedades es­
pañolas: casas, almacenes y minas; sin embargo respetaron las propiedades de la
misión. Durante esta fase activa de la rebelión, los indios al parecer no tuvieron
un liderazgo claro, pues El Muni y Bernabé se encontraban entonces en México
para presentar sus reclamaciones al virrey. En julio y agosto, un grupo rebelde
atacó la ciudad de Tecoripa pero fue derrotado, con muchas pérdidas, por las
milicias del capitán Vildósola, en quien los desmoralizados colonos y los misio­
neros encontraron su caudillo. Otros importantes triunfos de los españoles en el
Sur y el retorno de Bernabé desde México fueron la ocasión para pactar la paz.
A comienzos de 1741, el gobernador Huidrobo, acompañado de Bernabé y El
Muni, recorrió los pueblos yaquis, levantó, censó, confiscó las armas y devolvió
las propiedades y el ganado robados a sus antiguos dueños. A su vez los yaquis
que no volvieron a los campos optaron por el trabajo voluntario en las minas, lo
que les permitió no entregar el excedente agrícola como tributo y alcanzar, hasta
finales del período colonial, un equilibrio entre la defensa de sus propias comu­
nidades y la cooperación con la sociedad y economía yoris (Hu-De Hart, 1990:
135-163; también Navarro García, 1966; Florescano, 1969a: 43-76).
426 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

En el extremo noroccidental del área de colonización española se sucedieron


muchas sublevaciones indígenas, algunas desencadenadas por sucesos circuns­
tanciales, pero todas ellas originadas en una permanente resistencia a la conquis­
ta y posterior ocupación de extensos territorios con métodos violentos que in­
cluían la guerra «a sangre y fuego», el cautiverio, la imposición de la religión
católica y un permanente régimen de explotación del trabajo indígena, especial­
mente en los centros mineros (Laviana Cuetos, 1986: 477-478).
Entre estas rebeliones tiene un particular significado la sublevación —estu­
diada, entre otros, por José Luis Mirafuentes Galván (1992: 147-175)— de los
pimas altos en 1751, asentados al Norte de los pueblos yaquis en los Estados ac­
tuales de Sonora (México) y Arizona (Estados Unidos), por sus contenidos de
defensa étnica, el trastocamiento de los valores y símbolos de la religión cristia­
na con el retorno a las costumbres ancestrales y la destrucción de los estableci­
mientos españoles. Es significativo que el líder principal de la rebelión, Luis del
Sáric, abandonase su nombre cristiano y recibiera el indígena «Bacquiopa» o el
«enemigo de las casas de adobe», es decir, el adversario de las casas edificadas
por los españoles en la región, que eran de adobe, a diferencia de las casas de los
indios, construidas todavía con vara y zacate. Los misioneros jesuitas no alcan­
zaron a explicar entonces las razones por las que los indios decidieron eliminar
de la Pimería el dominio de los españoles y los motivos que pudieron llevarlos a
asociar la destrucción de ese dominio con la llegada del fin del mundo. Al con­
trario de los yaquis sublevados, los pimas hicieron notar su hostilidad contra las
misiones, que saquearon e incendiaron; sus acciones contra la jerarquía misional
y los símbolos del culto cristiano se prolongaron a lo largo de la rebelión y aun
después de que ésta se diera por terminada.
En 1750, con el nombramiento de capitán general de la Pimería Alta por
parte del gobernador de Sonora y Sinaloa, Luis del Sáric se hizo con el poder y
elevó su rango y quizás entonces trató de lograr, en torno a su persona, la inte­
gración política de todas las comunidades pimas. Con este temor el gobernador
de Sonora procuró alejarle de la comarca y le propuso el cargo de capitán de un
nuevo presidio a orillas del río Gila, que estaría integrado por indios pimas y
que sería un obstáculo a las invasiones de los apaches.
Luis del Sáric no desaprovechó la inconformidad latente entre los pimas y
para ello se sirvió de la campaña contra los seris rebeldes, refugiados en la isla
del Tiburón. Las milicias pimas acompañaron a los españoles en esa campaña y
comprobaron la debilidad de los soldados y el valor de las tropas auxiliares indí­
genas. Esta experiencia les demostró la posibilidad de éxito de una revuelta con­
tra el dominio español. Para superar los últimos obstáculos, Luis hizo una pro­
mesa a los pimas: que pondría fin a sus sufrimientos y con el esfuerzo colectivo
de los indios mataría a todos los españoles, de lo que pudo derivarse el rumor
sobre la llegada del «fin del mundo». Aunque Luis estuvo seguro de vencer a los
españoles, su movimiento dur¿> poco tiempo. Tras los primeros encuentros con
los soldados, los pimas se replegaron y fueron muchos los que abandonaron las
filas rebeldes. El caudillo indio bajó en son de paz al campo español, donde el
gobernador le recibió amistosamente y le restableció en sus cargos, pues espera­
ba que Luis pacificara a los pimas que todavía estaban en rebeldía y colaborara
MOTINES, REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 427

activamente con los españoles en la defensa de Sonora amenazado entonces por


las invasiones de los apaches en el Norte y por los alzamientos de los seris en el
Occidente. Luis se mantuvo en sus cargos hasta 1754, cuando por órdenes del
nuevo gobernador de Sonora y Sinaloa fue arrestado y sometido a proceso, acu­
sado de tramar una nueva sublevación. Declarado culpable, fue encerrado en un
presidio, donde murió. Numerosos pimas del occidente, sin embargo, hicieron
efectivos los nuevos propósitos subversivos de Luis y permanecieron en rebeldía
hasta 1770 (Mirafuentes Galván, 1992: 147-175; Navarro García, 1964).
Aunque los cora de Nayarit estaban geográficamente más cercanos a Guada-
lajara, entonces capital de Nueva Galicia, su conquista militar sólo tuvo lugar en
1722, con la toma de la Mesa de Tonati. La pacificación posterior de este pue­
blo indio serrano fue obra de los jesuitas y de una reducida tropa de soldados,
distribuidos en diversos presidios, y no significó un trastorno demográfico, ni
una pérdida de territorios. La acción de la misión jesuíta afectó, como afirma
Marie-Areti Hers (1992: 177-202), a la organización político-religiosa, puesto
que para asegurar un control mínimo sobre la población se trató de erradicar el
culto al oráculo de la Mesa del Nayar, punto central de la vida política, militar y
religiosa de la nación cora, que influía incluso sobre los huicholes y en algunos
grupos de la costa. La principal divinidad de la región era Nayarit, representada
por cuatro esqueletos completos, sentados y profusamente ataviados, a quienes
algunas mujeres, auténticas pitonisas, transmitían las demandas en espera del
oráculo. La ceremonia reunía a toda la nación cora y era un valioso instrumento
de unidad, por estar asentada la comunidad en un medio propicio al aislamien­
to. La conquista de la Mesa del Nayar sólo finalizó con la destrucción del san­
tuario y con la captura de los esqueletos, que fueron incinerados en un auto pú­
blico de fe en la Ciudad de México. Una vez destruido el oráculo fue imposible
una acción concertada de los cora; sin embargo, los serranos no perdieron la ilu­
sión de rescatar su libertad y tal sentimiento animó varios levantamientos arma­
dos y resurgimientos idolátricos.
En agosto de 1767 llegaron los franciscanos para ocupar las misiones de los
jesuitas, cuya expulsión había dado pie a sueños indígenas de libertad. Los in­
dios contaban además con la división entre sus administradores y con la indo­
lencia del comandante de la provincia de Nayarit. Estas circunstancias las apro­
vechó el indio Antonio López, alias Granito, primer sacerdote del ídolo general
del pueblo de la Mesa, para convencer a los suyos de que podían, sin riesgo al­
guno, retornar a la adoración de sus dioses. Además del culto a Tallao, probable
vestigio de la figura central del oráculo de la Mesa del Nayar, el panteón cora
incluía otras dos divinidades y diversas deidades menores, locales o familiares:
todas ellas aseguraban la abundancia de las cosechas y la protección contra las
enfermedades. Un aspecto importante de la vida religiosa cora es el papel sacra­
mental de la mujer. En efecto, había mujeres que bautizaban a los párvulos y cu­
raban a los enfermos, confesándolos. Otras eran transmisoras de los ídolos fami­
liares y, en algún caso, la sacerdotisa encargada del ídolo general de un pueblo.
La única exclusión concernía al arco musical usado en los mitotes o cantos cere­
moniales, en los que los participantes imploraban el favor de las estrellas para
matar venados y el del cielo para lograr buenas cosechas.
428 SEGUNDO E MORENO YÁNEZ

La reacción de los cora en 1767 no fue solamente religiosa: también hubo


una serie de levantamientos armados dirigidos, a la vez, por jefes militares y reli­
giosos, continuadores del gran jefe Tonati, figura principal de la resistencia indí­
gena de 1722, que encabezó una rebelión fallida en 1758. Lugarteniente suyo
fue Manuel Ignacio Doye, el último caudillo cora, que fue gobernador de su
pueblo antes de que los misioneros le prohibieran, por subversivo, el acceso al
cargo. Doye fue uno de los protagonistas de la rebelión general contra el presi­
dio de la Mesa en 1758 y desde entonces se declaró en abierta oposición a los es­
pañoles. Organizó grupos armados para impedir que se llevaran los presos a
México, atacó a un soldado, intentó matar a un misionero que le impedía la en­
trada al cabildo y ordenó, en 1767, hacer amplia provisión de flechas y prepa­
rarse para un alzamiento. En 1771 fue condenado por las autoridades españolas
a diez años de presidio en La Habana, de donde parece que nunca más regresó a
su tierra natal. Paradójicamente, al mismo tiempo que los cora soñaban con re­
cobrar a sus dioses y su antigua libertad, se anunciaba una nueva etapa de la co­
lonización. El nuevo comandante español se empeñó en limpiar la sierra de
«idólatras» y «tumultuarios», y poner orden en su provincia para aplicar las re­
formas tendientes a colonizar la región con indios fieles o con «gente de razón»:
labradores ladinos, comerciantes y mineros. A excepción del real de Bolaños, no
surgió ningún centro minero próspero y la presión sobre el territorio se dejó sen­
tir en el siglo posterior, con el acaparamiento de las tierras por hacendados y
mestizos (Hers, 1992: 177-202).
Varias son las semejanzas entre la situación de la frontera septentrional del
imperio colonial español y la de sus límites meridionales. Tradicionalmente,
como afirma Holdenis Casanova Guarda en su libro I^as rebeliones araucanas
del siglo xvm (1989), se ha caracterizado a la denominada guerra de Arauco
como una lucha sostenida heroicamente durante casi 350 años, desde el primer
encuentro entre españoles y araucanos en Reinohuelén, en 1536, hasta la pacifi­
cación definitiva, por las armas de la República, en 1883. Como en el caso del
confín norte de Nueva España, tampoco la región del Bío Bío (Sur de Chile) era
un espacio de permanente frontera de guerra, sino que alternaban períodos béli­
cos con etapas de convivencia pacífica. La guerra fue importante hasta 1655;
posteriormente dio paso a un paulatino apaciguamiento y compenetración entre
hispanocriollos e indígenas, impulsados por mutuas necesidades. Las afirmacio­
nes anteriores tampoco significan la ausencia de la guerra en la Araucania: con­
tinuaron produciéndose estallidos más o menos locales y se dieron acciones béli­
cas de magnitud entre 1723 y 1726 y especialmente desde 1766 hasta 1771.
La rebelión de 1723 estalló en Quechereguas con el asesinato, el 9 de marzo,
de un capitán de amigos que por sus arbitrariedades se había atraído el odio de
los indios. A continuación mataron a otros hispanocriollos y atacaron varias ha­
ciendas de los españoles, quemaron las casas y se llevaron los ganados y los ca­
ballos. Pocos días después, un número considerable de indios sitió infructuosa­
mente la plaza fuerte de Purén, cuya resistencia posibilitó la organización de una
fuerza militar española en Concepción, mientras las tropas indias atacaban otros
fuertes. Desde la mencionada villa, las tropas españolas, bajo el mando del go­
bernador de Chile, Gabriel Cano de Aponte, y dirigidas por su sobrino político
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 429

Manuel de Salamanca, designado como maestre de campo, iniciaron acciones


punitivas que no pasaron de escaramuzas o expediciones a un abandonado terri­
torio indígena. Cuando se tomó la resolución, muy criticada entonces, de despo­
blar los fuertes situados al Sur del río Bío Bío, se suspendieron las hostilidades y
se inició el proceso de paz deseado por los pobladores de la frontera, tanto indí­
genas como hispanocriollos, lo que les permitió reanudar los intercambios co­
merciales.
La paz se concretó en los llanos de Negrete, en una ceremonia iniciada el 13
de febrero de 1726 que dio gran importancia a la normalización del comercio
fronterizo. Precisamente los negocios del maestre de campo Manuel de Salaman­
ca fueron el detonante del levantamiento indígena ya que, además de vender ro­
pas a sus propios soldados y beneficiar sus ganados para aprovisionar los fuer­
tes, exigió a los indios, por medio de los intermediarios que vivían en los
caseríos indígenas —los capitanes de amigos—, la entrega de ponchos y la com­
pra obligatoria de mercaderías. Alentados por la autoridad colonial, los capita­
nes de amigos no sólo exigieron a los indios la entrega de grandes cantidades de
mantas sino, ante su negativa, les arrebataron a sus mujeres e hijos para vender­
los como esclavos en los asientos españoles. De este episodio resultaron el asesi­
nato de estos intermediarios y la rebelión armada contra la explotación colonial.
El período posterior a la paz concretada en 1726 fue de incremento de los
intercambios comerciales, mientras las misiones evangelizadoras recibieron nue­
vo impulso y adquirieron gran importancia las reuniones oficiales bipartitas que
mantenían con regularidad. En estas circunstancias y simultáneamente con las
reformas borbónicas orientadas a instaurar un control más efectivo sobre los va­
sallos indios, el gobernador y presidente de Chile, Antonio de Guill y Gonzaga,
convocó a las parcialidades indígenas a la celebración de un «parlamento» en la
localidad de Nacimiento, el 8 de diciembre de 1764. Después de los discursos de
rigor, se propuso a los indios la obligación de reducirse a pueblos en sus propios
territorios, en las partes y lugares que ellos eligiesen. De este modo se facilitaría
su conversión al cristianismo y la labor evangelizadora de los misioneros jesuí­
tas. Al parecer los delegados indios aceptaron entonces la propuesta, pero cuan­
do en los primeros meses de 1765 se comenzaron a construir las reducciones, se
hizo manifiesta su renuencia. Durante los meses siguientes, se prosiguió la cons­
trucción de los pueblos, pero los indios ya se habían concertado sigilosamente
para destruir las poblaciones antes de concluirlas. Efectivamente, el 25 de di­
ciembre de 1766, cayeron de improviso sobre las diversas poblaciones que ha­
bían comenzado a formarse, incendiaron las casas, profanaron las iglesias de las
misiones y persiguieron a los hispanocriollos establecidos en sus tierras. La hui­
da fue general y los evadidos buscaron asilo en las plazas fuertes inmediatas al
Bío Bío. En represalia por estos hechos, los españoles atacaron una parcialidad
de indios, incendiaron sus chozas y sementeras v mataron a algunos (Casanova
Guarda, 1989: 45-104).
La situación se agravó con la irrupción de los pehuenches quienes, declarán­
dose partidarios de los españoles en virtud de una alianza establecida años atrás,
se presentaron a colaborar en el castigo a los araucanos de los llanos. Cayeron
sobre éstos, y se trabó una lucha llena de depredaciones, en la que hubo indios
430 SEGUNDO E MORENO YÁNEZ

muertos y niños y mujeres cautivas. Se logró la pacificación de los indios con la


mediación del obispo franciscano de Concepción y del provincial de los jesuitas,
pero especialmente gracias a que las autoridades dejaron sin efecto la fundación
de pueblos. La política al respecto, sin embargo, suscitó apasionadas controver­
sias entre las diversas personalidades gubernamentales, eclesiásticas y militares,
todo lo cual provocó una situación de inestabilidad en la Araucania.
Con la expulsión de los jesuitas, la orden franciscana se encargó de la evange-
lización al Sur del Bío Bío pero la intranquilidad persistía por la alianza de los in­
dios pehuenches con sus anteriores enemigos araucanos quienes, ahora concerta­
dos y apoyados por otros indios cordilleranos, realizaban frecuentes incursiones
de saqueo contra los establecimientos españoles. Los hispanocriollos respondieron
con la formación de una compañía de malhechores quienes, robando y cometien­
do condenables excesos con la población aborigen, destruyeron prácticamente el
territorio de La Laja. Las últimas operaciones militares las dirigió el nuevo gober­
nador, Francisco Javier Morales, en 1770, pero éste desistió de aquellas intencio­
nes y entabló negociaciones de paz. El parlamento realizado en Negrete entre los
días 25 y 28 de febrero de 1771 sirvió de ocasión para el mutuo intercambio de
quejas y satisfacciones por los daños. Las autoridades españolas se comprometie­
ron a no alterar el modo de vida de los indios y a no violentarlos para que forma­
sen pueblos contra su costumbre (Casanova Guarda, 1989: 45 y ss.; Villalobos,
1989: 140-155; Ferrando Kcun, 1986: 239 y ss.; Faron, 1969: 8-10; Jara, 1981).
Parecida fue la situación de los pueblos aborígenes situados al oriente de la
cordillera de los Andes en los extensos territorios australes del virreinato del Río
de Plata. La llegada de los españoles con su aporte violento o pacífico modifi­
có la totalidad de la vida social y cultural de los pehuenches, indios cordilleranos
y de la Pampa, de los tehuelches, huilliches y otros erróneamente designados,
desde finales del siglo XVIII, bajo el nombre común de araucanos. Nuevas necesi­
dades materiales cambiaron la vida de los pueblos a ambos lados de la cordille­
ra, en la Pampa y en la Patagonia. El caballo les dio una movilidad extraordina­
ria y fue un factor que intensificó el comercio, la mezcla y las luchas pues, desde
entonces, las correrías se hicieron a larga distancia y las extensas pampas fueron
trajinadas sin cesar por agrupaciones diversas que buscaban cambiar bienes, ro­
bar y llevar a cabo una guerra de venganzas intertribal. Además del caballo y su
carne, el trigo, el vino, el aguardiente y los objetos de hierro se hicieron indis­
pensables y determinaron el acercamiento a los invasores europeos quienes, a su
vez, requerían la sal, los ponchos y las crías de caballos. Frecuentemente los in­
dígenas buscaron la protección de las fuerzas militares de los hispanocriollos en
el intento de sobrevivir a los ataques de otros pueblos indios, aunque también se
dan casos de alianzas con traficantes y forajidos que les ayudaban en las luchas
intertribales y depredaciones en las pampas (Villalobos, 1989: 11-15).
En medio de esta «paz armada» se deben también mencionar varias rebelio­
nes en las regiones entonces marginadas del Chaco y Tucumán. Entre ellas está
la movilización guerrera de los pueblos nómadas del Chaco Central y Oriental
entre 1720 y 1744, año este último en el que una decena de jefes indios celebra­
ron tratados de paz con el gobernador español bajo el compromiso de que los
blancos no atravesarían la frontera establecida en el río Salado del Norte. Como
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 431

las promesas no se cumplieron, años más tarde se reiniciaron las campañas que
duraron hasta comienzos del siglo XX. Los españoles tampoco reconocieron lo
pactado en 1729 con los chiriguanos del Chaco occidental. Sus alzamientos du­
raron hasta 1892 con el apresamiento y muerte de su último gran jefe, pero su
pueblo mostró una inquebrantable voluntad de supervivencia que le ha permiti­
do, hasta nuestros días, habitar parte de su territorio ancestral. El ataque de los
indios abipón, en 1746, a un convoy de carretas que se dirigía a Buenos Aires,
fue la ocasión tan esperada de los españoles para reducirlos en parte y trasladar­
los, junto con los tobas, a los valles y altiplanos de Jujuy y Salta. Estos indios sa­
cudidos por la guerra fueron los primeros en responder, en territorio actualmen­
te argentino, a la llamada de rebeldía de José Gabriel Condorcanqui, más
conocido como Túpac Amaru, iniciado en Tinta en 1780. Las matanzas que si­
guieron al levantamiento de Condorcanqui despoblaron y transformaron las co­
marcas del Noroeste argentino, las que desde entonces quedaron reducidas a la
aridez y al aislamiento (Hernández, 1995: 153-173).
Entre los ejemplos de la indomable resistencia de las sociedades aborígenes
de frontera a las expediciones de conquista están las luchas de los pueblos indios
asentados en la Ceja de Montaña, al este de los Andes. Sobre más de 3 000 kiló­
metros, los Andes orientales han conocido una confrontación plurisecular entre
los Estados andinos, entre ellos el Tahuantinsuyo, y las sociedades igualitarias
amazónicas, confrontación que, bajo otras circunstancias, ha proseguido duran­
te las tres centurias coloniales y casi 200 años republicanos. Es, por lo tanto,
comprensible que la administración de estas regiones se encargara, durante mu­
cho tiempo, a las misiones, por lo que las acciones de resistencia indígena se de­
sarrollaron especialmente contra los misioneros (Renard-Casevitz, Saignes, Tay-
lor, 1988, II: 197-214).
Ya desde los contactos iniciales del siglo xvi son conocidas como formas de
resistencia indígena las denominadas por Fernando Santos (1991: 213-236)
«confederaciones militares interétnicas» del piedemonte oriental, que no han
sido sino una constante en la historia de la Amazonia. Interés especial tiene la in­
surrección de los pueblos de habla paño del Medio y Alto Ucayali, en 1766. Ca­
torce años antes, el colegio de los misioneros franciscanos de Ocopa recibió el
encargo de convenir a los indios del Huallaga central, desde donde se propusie­
ron extender sus correrías misionales hasta el Ucayali. Su primer contacto con
los paño fue a través de Runcato, jefe de una pequeña parcialidad de Setebo.
Gracias a sus gestiones se estableció la primera misión con el nombre de San
Francisco de Manoa. Quizás los efectos de la epidemia de 1761 en el volumen de
población y en la organización social indígena, así como el conocimiento directo
de que las misiones no eran sino avanzadas de una colonización permanente es­
pañola y las posibilidades de establecer confederaciones-militares intraétnicas e
incluso entre varias etnias enemigas entre sí, fueron los elementos clave de la or­
ganización subversiva que, en este caso, concluyó con éxito para la parte indíge­
na: entre 1766 y 1790, los paño no sólo consiguieron mantener a los españoles
fuera de la cuenca del Ucayali, sino que realizaron incursiones por el Alto Ama­
zonas. La sublevación de los paño puso fin a la evangelización en Manoa. Du­
rante la misma murieron a manos de los rebeldes 15 religiosos franciscanos, cua­
432 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

tro soldados y más de 20 auxiliares indígenas de la conversión de Cajamarquilla.


Los franciscanos no volvieron a entrar en la región sino casi 25 años después y
la actitud hostil de los paño se mantuvo hasta mucho tiempo después de la ex­
pulsión del gobierno español.
Un acápite importante de la resistencia indígena contra las inconsultas medi­
das coloniales en las regiones de frontera son las denominadas guerras guaraníti-
cas, entre 1753 y 1756. El gobernador Hernandarias, que había comprobado los
logros de las reducciones franciscanas en el Paraná, solicitó en 1609 al provin­
cial jesuíta Torres que enviara misioneros a la provincia de Guairá (actual esta­
do brasileño de Paraná) para proteger a los indios comarcanos de los esclavistas
portugueses y abrir una salida de Paraguay hacia el Atlántico. Desde 1610 em­
pezaron a crearse reducciones que, hacia 1628, eran ya 13 en el Guairá, con un
total de más de 100000 indios. Las incursiones de los bandeirantes paulistas,
ávidos de cazar esclavos indígenas civilizados, obligaron, sin embargo, a aban­
donar estos puestos avanzados y bajar por el Paraná, hasta llegar a las reduccio­
nes entre el Alto Paraná y el Alto Paraguay (en la actual provincia argentina de
Misiones). Con esta retirada, la monarquía española perdió un dilatado territo­
rio a manos de los portugueses. Más tarde los jesuitas extendieron sus misiones
allende el río Uruguay y con sus reducciones alcanzaron un punto situado tan
sólo a 200 kilómetros de la costa atlántica. Su ubicación final incluía el territo­
rio de la provincia argentina de Misiones y partes adyacentes del Paraguay y
Brasil actuales. En 1750 había en esta región 30 reducciones, con una población
aproximada de 100000 indios (Konetzke, 1979: 244-259).
Como una forma de poner un límite a la expansión portuguesa en Brasil me­
diante el reconocimiento del status uti possidetis, las Coronas de España y Por­
tugal firmaron en 1750 el Tratado de Límites de Madrid. La renuncia de España
a derechos territoriales que, de hecho, no tenían efecto, y la fijación de lindes
adecuadas a la situación geográfica ofreció la posibilidad de sancionar en el fu­
turo toda agresión a las fronteras como un quebrantamiento del derecho inter­
nacional. Las principales cláusulas del tratado se referían al trueque de Nova
Colonia do Sacramento (puerto fundado por los portugueses en 1680 a orillas
del Río de La Plata y que fue objeto de casi un siglo de luchas entre españoles y
portugueses), por el territorio situado al oriente del Uruguay. No se tuvieron en
cuenta, sin embargo, los intereses de los indios habitantes de las siete reduccio­
nes a orillas del río Uruguay, a quienes se obligó a emigrar en busca de nuevos
asentamientos en los territorios coloniales españoles. Los misioneros jesuitas del
Paraguay buscaron los medios para demorar la aplicación del tratado y obtener
su anulación o, por lo menos, una revisión. Entre ellos, se difundió el rumor de
un posible levantamiento general de los indios, lo que causó pavor entre los co­
lonos españoles, quienes ya habían sido derrotados por las milicias indígenas
que acudieron en auxilio de las autoridades reales durante las denominadas «Re­
voluciones Comuneras» (1644-1650 y 1717-1735) de los vecinos de Asunción.
Todos los intentos de los misioneros fracasaron y las tropas portuguesas y espa­
ñolas, bajo el mando de Gómez Freire de Andrade y José de Andonaegui, gober­
nadores de Río de Janeiro y Buenos Aires respectivamente, asignadas a las tareas
de demarcación, iniciaron sus trabajos.
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 433

En febrero de 1753 se produjo un primer conflicto entre los indios que esta­
ban bajo la dirección del cacique Sepe Tiarayú y una comisión de límites hispa-
no-lusitana. Los indios manifestaron estar dispuestos a defender su territorio,
que Ies había sido concedido por Dios y san Miguel, con 9000 soldados. Des­
pués de una deliberación exhaustiva, la comisión decidió retirarse. También la
campaña iniciada en 1754 por el gobernador Andonaegui contra las reducciones
rebeldes fracasó en sus comienzos. En la segunda campaña del año 1756, el go­
bernador consiguió aplastar la rebelión de las reducciones. En esta ocasión, aun­
que Sepé Tiarayú aparece como el jefe principal de los rebeldes, alcanzó más re­
nombre el cacique Nicolás Ñeenguirú, apoyado por su lugarteniente Cristóbal
Paracatú. Este último estuvo al mando de una fuerza de 400 indios armados con
lanzas, flechas y hondas que luchó contra los soldados enviados desde Buenos
Aires; en el arroyo de Daimar, en octubre de 1754, fueron derrotados los indios.
Posiblemente la autoridad de Paracatú se limitaba a una parte del ejército de las
reducciones, ya que en una carta enviada a su persona, con fecha 22 de agosto
de 1754 aparece la firma «Yo vuestro superior Capitán Nicolás Ñeenguirú, na­
tural de Concepción».
Según una comunicación dirigida al gobernador español Andonaegui, en
abril de 1756, dos meses después de la derrota de los alzados en Caybaté, adon­
de no llegaron a tiempo tropas indígenas de refuerzo, Nicolás Ñeenguirú justifi­
có que él y su pueblo habían tomado las armas para proteger a los siete pueblos
de la intervención portuguesa, conducta justificada por la larga tradición de lu­
chas contra sus enemigos ancestrales los portugueses y que fue apoyada por los
misioneros jesuitas. El cacique Ñeenguirú es con toda probabilidad el líder indí­
gena que se transformó en Europa en el personaje principal de la leyenda d**
«Nicolás I, rey del Paraguay» o «Emperador de los Mamelucos» que sirvió
como símbolo para acusar a la Compañía de Jesús de haber consolidado en la
utópica América el «Estado jesuítico del Paraguay» (Becker, 1987: 95-125; Car-
dozo, 1991: 129-144).
No sólo los grupos indígenas rechazaron los rcordenamientos territoriales de
las colonias de América. Apenas cinco años después de la adquisición de la Lui-
siana occidental por España en 1768, el pueblo de Nueva Orleans se rebeló con­
tra las nuevas autoridades coloniales y expulsó al primer gobernador enviado
por la Corona española, el célebre científico Antonio de Ulloa, a quien sucedió,
un año después, Alejandro de O’Reilly. Aunque son varias las causas de esta re­
belión, su característica principal es la resistencia de los colonos franceses a
aceptar la nueva administración española, con su impopular legislación comer­
cial. El nuevo gobernador, acompañado de tropas, logró sofocar definitivamente
la insurrección y garantizar el orden (Laviana Cuetos, 1986: 478-479).

REBELIONES INDÍGENAS RURALES CONTRA EL RÉGIMEN COLONIAL

Son muchos los movimientos subversivos de la población campesina, especial­


mente indígena, en Hispanoamérica, como forma de protesta anticolonial y con
claras motivaciones socioeconómicas. Estas formas de rebelión social se desarro-
434 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

liaron frecuentemente contra los innumerables abusos del sistema colonial en el


despojo de las tierras, la alienación de excedentes con el tributo y las medidas
coercitivas para obligar a la población indígena a realizar trabajos forzados en
las mitas mineras, los obrajes y las haciendas, o como concertados mediante
obligaciones logradas por un endeudamiento progresivo e impuesto. Todo este
fenómeno social no puede analizarse sino en el contexto de un Estado colonial,
entendido éste como un período constituido por diversas fases de configuración
orgánica de las contradicciones y los antagonismos sociales, en el que no es posi­
ble hablar de una clase social específica, como característica, afirmación que, sin
embargo, no significa la inexistencia de una clase o una coalición de clases do­
minantes (Guerrero y Quintero, 1977: 13-57). Toda movilización social en los
sectores rurales debe además estudiarse dentro de una estructura agraria, pro­
ducto a su vez, de la colonización del Nuevo Mundo. Su resultado ha sido, amén
de la desigualdad entre países colonizadores y colonizados, el establecimiento de
relaciones de dependencia, tanto política como económica, y particularmente de
relaciones de explotación que significaron el enriquecimiento de los países colo­
nizadores, el agotamiento de las riquezas naturales de los países colonizados y el
flujo de capitales de las regiones subdesarrolladas hacia los países metropolita­
nos. La historia agraria, a partir de la Conquista, muestra una polarización debi­
da a la existencia de muchas personas con poca tierra y de pocos propietarios
con enormes latifundios. En este complejo latifundio-minifundio, la estructura
de clases y de poder está dominada en el campo por los grandes terratenientes y
está representada en una doble dicotomía: clases terratenientes vs. proletariado
rural; y civilización urbana vs. marginación rural; fenómeno que en las ciencias
sociales ha sido designado como colonialismo interno (Stavenhagen, 1975).
En esta situación es frecuente que un motivo, a primera vista insignificante o
extraño, pueda ocasionar un movimiento subversivo de vastas implicaciones.
Tal es el caso, en 1701, de Francisco Gómez de Lamadriz, funcionario enviado
desde España como visitador, que sublevó a gran parte del reino de Guatemala.
Refiere María del Carmen León Cázares en su documentado estudio sobre este
personaje (1992: 115-145) que apenas llegó a Guatemala en los primeros días de
1700, Lamadriz cometió varias arbitrariedades, pues se convenció de que la Co­
rona le había delegado una jurisdicción amplísima c intervino en diversos nego­
cios seculares y eclesiásticos. Mientras la aristocracia criolla sufría los atropellos
del ministro real, Lamadriz se relacionó con mestizos, negros y mulatos y con­
venció a la plebe urbana de menospreciar la autoridad del presidente de la Au­
diencia y de los oidores que le apoyaban. Cuando cundió el rumor de que el visi­
tador pretendía sublevar a los indios, la Audiencia ordenó a los corregidores y
alcaldes mayores no acudir a su encuentro, lo que obligó a Lamadriz a refugiar­
se en Chiapas, bajo la protección del obispo. Como necesitaba apoyo popular
para regresar a Guatemala, logró convencer a los indios, castas y desheredados,
en general, de que él representaba la justicia real escarnecida por las corruptelas
de las autoridades locales, sospechosas de buscar su propio beneficio en detri­
mento de los intereses de la Corona y del bienestar de sus súbditos.
En respuesta a los preparativos militares de la Audiencia de Guatemala con­
tra el visitador, los obispos de Guatemala y Chiapas decretaron censuras ecle­
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 435

siásticas contra los enemigos de Lamadriz quien, a su vez, convocó a los pueblos
de indios para que se sublevaran contra la Audiencia. Amparados en los despa­
chos del visitador sus seguidores denominados tequelíes (engañadores, rudos)
bloquearon los caminos, se negaron a pagar tributos, fortificaron sus asenta­
mientos, armaron hasta a sus mujeres y aun atacaron victoriosos a las escuadras
enviadas como vanguardia del ejército. Incluso los mulatos de la costa pretendie­
ron apoyar al visitador, pero sus huestes fueron bloqueadas por tropas fieles a la
Audiencia. La proximidad del ejército, sin embargo, sembró el desaliento entre
los naturales y los capitanes rebeldes; después de tomar Tapachula, las tropas
audienciales vencieron y pusieron en fuga a los tequelíes de Huehuetán, cuyos
cabecillas buscaron refugio en parajes recónditos. Con la sublevación desmante­
lada, Lamadriz buscó asilo en Campeche, mientras el ejército, con el pretexto de
la captura de los tequelíes, se dedicó al pillaje y la destrucción, aunque no pudo
doblegar a los mulatos de Chipilapa y San Diego, en la costa occidental de Gua­
temala, quienes se mantuvieron alzados durante más de un año con una guerrilla
que hostigaba la región.
El control efectivo volvió a manos de las autoridades de la Audiencia sólo
con el nombramiento de un nuevo presidente y con la orden de prisión expedida
por la Real Cédula del 4 de octubre de 1701 contra el exvisitador, como causan­
te de los disturbios en Guatemala. Gómez de Lamadriz fue hecho prisionero
mientras se dirigía a Chiapas, remitido luego a Veracruz y de allí a la cárcel de
corte de México, donde permaneció hasta mediados de 1708, cuando fue envia­
do a España. Allí le absolvieron del cargo de proclamarse rey pero le condena­
ron a la restitución de fuertes sumas de dinero, a la privación de todo empleo en
la administración de justicia y a perpetuo destierro de los reinos de las Indias
(León Cázares, 1992: 139-145; Solano y Pérez Lila, 1974).
En el caso anterior, una alta autoridad colonial asumió el liderazgo de un am­
plio movimiento subversivo; en cambio en 1712-1713, durante la rebelión de las
comunidades indígenas tzeltales y zendales, fueron los indios principales y los di­
rigentes de las cofradías quienes tomaron parte activa en su dirección. A comien­
zos del siglo xvm, la nación indígena tzeltal, que ocupaba las tierras altas de la al­
caldía mayor de Chiapas, entonces territorio perteneciente a la Audiencia de
Guatemala, estaba concentrada en 23 pueblos alrededor del centro administrati­
vo ladino-español de Ciudad Real (actualmente San Cristóbal), capital de la pro­
vincia de Chiapas y sede del obispado. Las comunidades tzeltales, aunque conser­
vaban sus tierras comunales y eran regidas por sus autoridades, debían tributar a
la Corona y pagar los impuestos eclesiásticos, al mismo tiempo que eran explota­
dos por los comerciantes ladinos. En el agravamiento de esta situación se debe
buscar la principal causa de la revuelta de 1712, verdadera guerra de casta, lo
que se expresó en el descontento de los indios por las exacciones del alcalde ma­
yor Martín González de Vergara y por el incremento de los impuestos eclesiásti­
cos ordenados por el obispo de Chiapas, Juan Bautista Álvarez de Toledo, a todo
lo cual se sumó el combate emprendido por los frailes dominicos contra los cultos
ancestrales indígenas considerados idolátricos (Klein, 1966: 247-263).
Desde sus inicios, el movimiento tuvo claras implicaciones religiosas, lo que
ha llevado a algunos investigadores a calificarlo como una «rebelión mesiánica
436 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

de los mayas» (Barabas, 1989: 175). En agosto de 1712, el obispo de Chiapas


había preparado una larga visita a los pueblos zendales y tzotziles, para la cual
exigió fuertes contribuciones. La rebelión contra estas exacciones comenzó con
romerías, supuestos milagros y apariciones de la Virgen del Rosario a una joven
tzeltal llamada María de la Candelaria o de la Cruz, quien hacía las veces de
oráculo y de intermediaria de la Virgen. La demanda de fondo consistía en el
desconocimiento de la autoridad del rey y de todo el sistema colonial; y las car­
tas de convocatoria escritas por Sebastián Gómez, el Santo, estaban redactadas
como mensajes proféticos e invitaban a los indios a ir a Cancuc para ver morir
en la cruz a la Virgen porque los judíos (nombre con el que los indios designa­
ban a los españoles) salían de Ciudad Real para matarla y había que defenderla.
Que supieran que ya no había tributo, ni rey, ni presidente, ni obispo y que ella
les tomaba a cargo para defenderlos (Barabas, 1989: 177).
La violencia se desencadenó en más de 16 poblados contra los blancos, la­
dinos, indios ricos y naturales identificados con las autoridades religiosas y po­
líticas. Ococingo y Cancuc fueron los centros de la revuelta y se debe señalar
que los indios principales y los mayordomos de las cofradías tomaron parte ac­
tiva en el movimiento rebelde. A la par que se utilizó a la Virgen como símbolo
activo de la cruenta protesta, se renegó del Papa y el indio tzotzil Sebastián,
desde entonces apellidado de la Gloria, fue proclamado «Vicario de San Pedro»
en la tierra de los zendales. Para el efecto, contó que había subido al Cielo don­
de había hablado con la Santísima Trinidad y donde san Pedro le había nom­
brado su vicario y teniente. A su retorno a la Tierra una de sus atribuciones fue
ordenar los primeros nuevos sacerdotes entre los indios, cuyas prerrogativas
eran oficiar misas, escuchar confesiones y predicar en las iglesias. Los rebeldes
indios también organizaron una audiencia con sus propios oidores, a cuya ca­
beza se designó a un capitán general y aun hubo el propósito de nombrar rey a
uno de sus dirigentes. A Cancuc le dieron el apelativo de Ciudad Real de Nueva
España; los indios se apellidaban españoles y las indias ladinas, mientras los es­
pañoles eran llamados judíos o indios y las esclavas blancas capturadas eran
obligadas a vestirse como indias. Como se advierte, se produjo una inversión de
papeles entre dominadores y dominados, realizada en nombre de la Virgen Ma­
ría, cuya Mayordoma Mayor fue designada María de la Candelaria. La repre­
sión, por otra parte, no se hizo esperar y fue más violenta que el movimiento
subversivo de los nativos. La fuerza militar colonial dirigida por el mismo capi­
tán general de Guatemala sitió a los alzados, quemó varios pueblos, destruyó
los sembrados y castigó con la horca a los jefes rebeldes. Los naturales respon­
dieron con una violencia semejante cuando atacaron algunos asentamientos es­
pañoles, ordenaron el ajusticiamiento de los curas y el degüello de los españoles
que hicieron prisioneros, por lo general mujeres y niños. A finales de noviembre
de 1712 cayó Cancuc, dejando un saldo de 1 000 indios muertos, aunque sus lí­
deres lograron escapar. Muchas aldeas continuaron la resistencia hasta marzo
de 1713 y la rebelión sólo terminó en 1716, cuando la joven intérprete de la
Virgen murió de parto y su familia fue capturada (Rojas Lima, 1995: 167-170;
Barabas, 1989: 175-182; Klein, 1966: 247-263; Martínez Peláez, 1976; Flores-
cano, 1988b: 208-213).
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 437

Es evidente que el sincretismo está presente en este movimiento socioreligio-


so en el que la crisis social está asociada a un cataclismo que, a su vez da lugar a
otro ciclo de índole diferente. Este cataclismo, cuya señal era la venida de la Vir­
gen María, pondrá fin al dominio español. Para los indios, la Virgen era la re­
presentación de Ixchcl, diosa de la maternidad, la procreación y la medicina. En
su aspecto astral, era la personificación de la Luna y estaba asociada al agua, a
la abundancia de bienes y a la prosperidad. En la iconografía cristiana, María
fue representada sobre una media luna, de allí que ambas se confundieran en la
cosmología maya. De este modo los tzeltales y tzotziles encontraron en la figura
de María-Ixchel a la protectora y dadora de la salvación que ansiaban. En este
caso se trataba de un fenómeno de apropiación de la cultura dominante que
formaba parte de los procesos de resignificación, por medio de los cuales, al asu­
mir la religión del colonizador, se buscaba adquirir un poder que hasta entonces
les estaba vedado, gracias a una inversión del rango étnico y a la cstigmatización
de los españoles como indios o judíos (Barabas, 1989: 188-189).
En el reino de Guatemala se registraron también otras sublevaciones de in­
dios: en Salamá en 1734 y, al año siguiente, en San Juan Chamelco (Laviana
Cuetos, 1986: 482; también Solano y Pérez Lila, 1974). Presenta, sin embargo,
características semejantes a la rebelión de los tzeltales y zendales de 1712-
1713, la insurrección que acaudilló Jacinto UcCanek, en 1761, en la antigua
provincia de Cocom (Yucatán), a las que algunos autores añaden una connota­
ción mesiánica.
Mientras se celebraba la festividad patronal en la iglesia del pequeño pobla­
do de Quisteil, la misa fue interrumpida por la aparición, en medio de una fo­
gosa nube y entre un espeso humo, del indio tributario Jacinto Uc, por lo que el
sacerdote oficiante huyó a Sotuta. Después de la fuga del cura, los asistentes es­
cucharon en el cementerio vecino el mensaje del ex discípulo franciscano Jacin­
to Uc quien, con el auxilio de 15 brujos, proponía la liberación de los indios del
gobierno español. Su propuesta política, como explica iMiguel Bartolomé
(1988: 170-178), implicaba la inversión de la situación de dominación, ya que
el gobernador colonial debería rendir vasallaje a Jacinto Uc en su calidad de
«rey de Yucatán*. Si esta propuesta no era aceptada, recurriría a las artes mági­
cas para atraer a miles de combatientes que se reproducirían como hormigas. Si
la causa fracasaba, todos debían abandonar la Tierra y acogerse «a extraños
países*.
Después de pronunciar su discurso, Jacinto Uc se vistió en la iglesia con la
corona y el manto azul de la imagen de Nuestra Señora de la Concepción y
adoptó, como rey, los nombres del último jefe del Petén y del postrer emperador
azteca: «Canek Chichan Moctezuma». La Virgen María fue declarada esposa
del nuevo rey maya. Luego de asegurado el control del pueblo, la naciente co­
munidad mesiánica se organizó como un gobierno independiente con un caci­
que-gobernador y un jefe de guerra. La noticia de la rebelión cundió pronto por
la comarca y la situación de los españoles empeoró cuando el vicerregente del
gobernador del distrito atacó a los alzados con tropas mal preparadas y enarde­
cidas por el alcohol, que fueron derrotadas por los indios, batalla en la que él
mismo perdió la vida.
438 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

Las noticias de los sucesos de Quisteil llegaron a Mérida, sembrando el te­


rror entre todos los habitantes, pues circulaban rumores, basados en las profe­
cías de los libros de Chilam Balam, de poner fin al dominio español y de exter­
minar a todos los blancos. La represalia contra Quisteil no se hizo esperar y el
26 de noviembre de 1761 atacaron 500 soldados, que entraron a sangre y fuego
en la población, asesinando indiscriminadamente a mujeres, hombres y niños.
Aunque Canek pudo huir acompañado por varios centenares de seguidores,
pronto cayó prisionero, mientras el poblado de Quisteil era incendiado, arrasa­
do y sembrado de sal, para perpetuar la memoria del fracaso de la insurrección.
Los prisioneros, entre ellos un «Chilam» de gran jerarquía que había sido conse­
jero de Canek y el mismo Canek, fueron llevados a Mérida para ser enjuiciados
y castigados. Jacinto Uc Canek fue torturado para «expulsarle los demonios del
cuerpo»; el verdugo lo despedazó, quemó sus miembros y aventó las cenizas. Así
terminó, el 19 de diciembre de 1761, la vida del «mesías maya». A pesar de las
prohibiciones de varias costumbres indígenas, su recuerdo perduró en la memo­
ria colectiva de ios mayas y fue bandera de lucha, 84 años después, en la guerra
de las Castas (1847-1901).
Otras regiones del virreinato de Nueva España fueron también protagonistas
de insurrecciones populares en la segunda mitad del siglo XVIII. Entre éstas cabe
mencionar algunos asesinatos y linchamientos de mayordomos o administrado­
res de haciendas, como sucedió en Macuilxóchitl (valle de Oaxaca), por disputas
de tierras. La oposición a las nuevas medidas económicas ejecutadas en México
por uno de los más conspicuos ideólogos del régimen borbónico, José de Gálvez,
produjo muchos movimientos de protesta, que encontraron un catalizador en la
expulsión de los jesuítas de todos los territorios españoles, en 1767. Con este
motivo, varios fueron los desórdenes y movimientos subversivos que se suscita­
ron en Puebla, Guanajuato, San Luis Potosí y Pátzcuaro. En San Luis Potosí,
además de liberar a los prisioneros y destruir propiedades municipales, los insu­
rrectos propagaron el rumor de que se proponían crear una república indepen­
diente y aun restablecer la antigua religión indígena. El virrey Gálvez arribó con
tropas y restauró el orden con fuertes medidas de represión: 11 insurgentes fue­
ron ahorcados y sus cabezas expuestas en picas; otros recibieron desde prisión
perpetua y exilio hasta un número determinado de azotes; y las propiedades de
los principales insurgentes fueron demolidas y sembradas con sal. El gobernador
indígena de Páztcuaro, Pedro de Soria, logró sublevar más de 100 recintos o al­
deas. Las autoridades españolas lograron capturar 460 indios de Pátzcuaro y
Uruapan, a quienes acusaron de seguir a Soria. El mismo virrey Gálvez dictó las
sentencias contra los subversivos: Soria y un mulato rebelde fueron decapitados,
los demás recibieron fuertes castigos. En Uruapan, Gálvez ordenó ahorcar a diez
rebeldes e impuso diversas penas a los demás. Como en otros lugares, también
aquí aplicó a la población un tributo especial para mantener a las milicias loca­
les, que no eran sino tropas de ocupación. José de Gálvez regresó a la capital del
virreinato después de cuatro meses y medio de actividades represivas. Casi 3 000
personas fueron procesadas; de ellas, 85 fueron condenadas a muerte y ejecuta­
das, 674 sentenciadas a cadena perpetua, 117 a destierro y 73 a azotes. La fuerte
represión ejercida por Gálvez estaba dentro de sus cálculos de control político, a
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 439

fin de lograr una aplicación más profunda de las reformas económicas dictadas
por la monarquía borbónica (MacLachlan y Rodríguez, 1980: 265-267; Taylor,
1979: 113-177).
Son también claras las motivaciones socioeconómicas de las numerosas su­
blevaciones de la población indígena rural en la Audiencia de Quito, estudiadas
por Segundo Moreno Yánez (1985). Si el siglo XVI presentó rebeliones, estos
conflictos fueron más bien una acción defensiva contra la Conquista. El segundo
siglo colonial registra confrontaciones en las regiones selváticas de la cuenca del
Amazonas y del litoral, zonas fronterizas de conquista; así como frecuentes pro­
testas, más bien legales, contra el régimen colonial ya establecido en las regiones
del Altiplano andino. Es el siglo XVIII el que presenta el conjunto más numeroso
y homogéneo de movimientos subversivos indígenas, que inauguran una tradi­
ción de rebeldía que perviviría hasta la era republicana del Estado ecuatoriano
(Moreno Yánez, 1985 y 1987). Si se considera a la formación social colonial
como una articulación hegemónica de los diversos grupos sociales y culturas in­
dígenas a los intereses de la metrópoli europea, dentro de un macroproceso de
acumulación de capital, la situación colonial se desarrolla como la apropiación,
por parte de los colonizadores, de los medios de producción, especialmente de la
tierra y de otros bienes muebles, como ganados, etc., así como del control del
trabajo indígena y de la apropiación de los excedentes a través del sistema tribu­
tario. Este triple despojo configurará a la sociedad colonial como órgano depen­
diente y originará un constante enfrentamiento entre la población indígena y los
colonizadores (Stavenhagen, 1975; Cardoso, 1973).
Es de interés constatar, como aparece en el libro Sublevaciones indígenas en
la Audiencia de Quito (Moreno Yánez, 1985), que los móviles de la protesta su­
fren modificaciones al pasar la causa a otras manos. Por ejemplo, la oposición,
en 1730, de las comunidades indígenas pertenecientes a Pomallacta contra el
despojo de sus tierras comunales, y el odio contra el juez medidor de las mismas,
expresado durante el tumulto de Alausi, en 1760, se convierten durante la suble­
vación del corregimiento de Otavalo, en 1777, en la propuesta de una reforma
agraria de las haciendas enajenadas, diez años antes, a los jesuitas y entonces
pertenecientes a Temporalidades, para finalmente, en la sangrienta rebelión de
Columbe y Guamote, en 1803, abogar por la expropiación de todos los latifun­
dios de los blancos, a fin de repartirlos entre la población indígena.
Paralelo desarrollo puede observarse en lo referente a las imposiciones tribu­
tarias: desde las protestas contra las extorsiones de los cobradores de tributos y
diezmos acaecidos en Molleambato en 1766 y en Columbe y Guamote en 1803,
o contra la imposición de nuevos gravámenes, por ejemplo, en varios pueblos de
la Tenencia de Ambato en 1780, hasta la proposición radical, en 1803, del auto­
denominado «Cacique Libertador», Antonio Tandaso, de abolir las rentas es­
tancadas y suprimir el tributo personal.
Por otro lado, la disminución de los indios mitayos debida principalmente al
deterioro de la comunidad indígena y consecuentemente al crecimiento de la po­
blación forastera y al incremento del concertaje, reduce progresivamente el signi­
ficado de la mita como móvil de protesta. La sublevación de 1764 en Riobamba
fue protagonizada por los indios forasteros de la Villa, en oposición al intento
440 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

de la autoridad colonial de obligarles a prestar servicios en las haciendas y ma­


nufacturas textiles como mitayos. Veinte años después aconteció el motín de los
operarios del obraje de San Juan, también cerca de Riobamba, y de los indígenas
residentes en los alrededores. Con este alzamiento los amotinados pretendieron
liberar a los indios mitayos que eran conducidos para trabajar en unas minas de
plata ubicadas en las estribaciones occidentales de la cordillera andina. Se puede
afirmar que desde 1784 y con posterioridad a este acontecimiento, desaparece la
mita como causa de movimientos subversivos. La abolición de la mita decretada
por las Cortes de Cádiz, en 1812, no pasó de ser, en lo que se refiere a la Au­
diencia de Quito, una medida retórica, pues esta forma de explotación del traba­
jo indígena se vio reemplazada con el acrecentamiento del número de conciertos.
Como en otras regiones de Hispanoamérica, las reformas borbónicas, con la
ampliación de la base tributaria hacia sectores no indígenas, con los censos de
población previos a la introducción de nuevas medidas y la aplicación de los
monopolios estatales, fueron la causa directa de las mayores movilizaciones so­
ciales. Contra las modificaciones en la cobranza de los diezmos y tributos se su­
blevaron, por ejemplo, los indios de San Miguel de Molleambato en 1766, de
Chambo en 1797 y de Columbe y Guamote, en 1803; mientras que el estableci­
miento de las rentas estancadas y el aumento de las tasas de la alcabala fueron
los motivos de la sublevación en la tenencia general de Ambáto en 1780 y de la
asonada de Guasuntos, en 1781. La elaboración de los primeros censos de po­
blación e incluso de tardías relaciones geográficas dieron lugar a masivas rebe­
liones en San Phelipe, en 1771, en el corregimiento de Otavalo en 1777 y, al año
siguiente, en el pueblo de Guano (Moreno Yánez, 1985).
La historia de los movimientos subversivos en la Audiencia de Quito ilustra
la tradición de resistencia de la población indígena —y, desde mediados del siglo
xvm, también de sectores de la población mestiza rural— a la subordinación co­
lonial, la que a su vez presenta un complejo de fenómenos característicos, como
el desarrollo distorsionado e irregular de las regiones, en función de los sistemas
metropolitanos. La colonia se usa igualmente como terreno para organizar la ex­
plotación monopolísticade trabajo barato, ya que las concesiones de propiedad
se permiten a los colonizadores y los sistemas de represión son más violentos y
perdurables que en la metrópoli (Moreno Yánez, 1987).
Gracias al trabajo de Scarlett O’Phelan Godoy (1988) es posible identificar
un proceso general que demuestra que las luchas sociales tuvieron un carácter
dinámico a lo largo del siglo xvm en la extensa región que comprende el virrei­
nato del Perú. A lo largo del siglo XVIII se han detectado tres períodos más o me­
nos definidos de descontento social, que eventualmente culminaron en rebelio­
nes. El análisis en términos de «coyunturas de rebelión o intranquilidad social»
permite caracterizar algunos momentos particulares que reactivaron, como en la
Audiencia de Quito, las contradicciones dentro de la estructura colonial y crea­
ron condiciones de descontento general (O’Phelan Godoy, 1988: 289-290).
La primera coyuntura tuvo lugar entre 1726 y 1737, durante el gobierno del
virrey Castelfuerte, cuyos esfuerzos para incrementar la Real Hacienda, en parti­
cular mediante el tributo y la mita minera, generaron una ola de descontento so­
cial. Una de las primeras medidas de Castelfuerte fue la realización de un censo
MOTINES, REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 441

genera!, con el fin de medir las consecuencias demográficas de la epidemia de có­


lera que en 1719 se declaró en Buenos Aires y se extendió hacia Cuzco y Hua-
manga. Las nuevas listas mostraron un incremento del número de indios tributa­
rios y un sustancial aumento de los ingresos provenientes del tributo. También
las mitas de Potosí y Huancavelica se incrementaron, pero no se tuvo en cuenta
la hambruna que siguió a la epidemia, por lo que las provincias comprometidas
en estas revueltas antifiscales fueron las que contribuyeron con mitayos a las mi­
nas de Huancavelica y Potosí. Ejemplifica esta situación el levantamiento de
1726, en la provincia de Andahuaylas, contra su corregidor y que fue encabeza­
do por el cacique don Bernardo de Minaya y por los mandones de los pueblos de
Talavera, San Jerónimo y Anta. La fecha coincidió con la revisita que realizaba
el corregidor Manuel de Araindia para empadronar a la población indígena suje­
ta al pago del tributo y a la mita de Huancavelica. Es significativa la participa­
ción de las autoridades indígenas en el levantamiento, que se explica porque es­
taban obligadas a reclutar y despachar la cuota anual de mitayos, incrementada
substancialmente por Castelfuerte. Una situación parecida se dio en la rebelión
de Cotabambas (Cuzco), en 1730. En la provincia de Lucanas, en 1736 fue
apedreado un miembro del cabildo de Puquio días antes de la llegada del corre­
gidor para cobrar los tributos y enviar los enteros de mita a Huancavelica. En
ese mismo año los trabajadores y mitayos de la mina de Atunsulla de Castrovi-
rreyna se negaron a trabajar en la mina y el trapiche, lanzaron piedras con sus
huaracas y luego huyeron a las montañas vecinas. La violencia también estalló
en Azángaro, provincia del Cuzco, donde los mitayos que trabajaban como ga­
ñanes en las estancias del lugar se unieron para expulsar del pueblo al párroco;
posteriormente atacaron al corregidor y le obligaron a huir del lugar (O’Phclan
Godoy, 1988: 79-87).
También coinciden con este período varias revueltas con participación de in­
dios forasteros, aculturizados o viracochas y mestizos, con el objeto de oponerse
a ser incluidos en las revisitas como indios obligados a la mita y al tributo. Esta
política explica las revueltas que estallaron entre 1730 y 1737 en la provincia de
Cajamarca, una región con un alto porcentaje de mestizos, así como la revuelta
de los mestizos o viracochas de Cochabamba, Bolivia, y la de Cotabambas, en la
provincia del Cuzco, en noviembre y diciembre de 1730. Tanto en Cochabamba
como en Cotabambas la violencia de los enfrentamientos fue intensa y afectó a
los pueblos vecinos. La rebelión de Cochabamba fue estimulada indirectamente
por los criollos debido a su odio a los españoles peninsulares. Se inició la resis­
tencia por la injusta actuación del visitador Manuel Venero de Valera y la suble­
vación fue capitaneada por el artesano platero Alejo Calatayud, quien había
sido capitán de la procesión de San Sebastián. Los sublevados asaltaron la cár­
cel, liberaron a los presos y dieron muerte a 18 españoles. Muchos curas respal­
daron a los rebeldes. Las principales demandas de Calatayud y de algunos cléri­
gos eran que las autoridades fuesen criollas, que se diera fin a la revisita y que
cesara el reparto de mercaderías. Se aceptó nombrar alcalde a un candidato pro­
puesto por el clero. Sin embargo, las tropas que cumplían órdenes de esta autori­
dad reprimieron después a los sublevados. Calatayud fue ahorcado y su cabeza
enviada a la Audiencia de La Plata. Otros 11 convictos fueron ejecutados y nue­
442 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

ve hombres más, que consiguieron escapar de la justicia, fueron condenados a


muerte en ausencia.
Al igual que en Cochabamba, la rebelión que estalló en Cotabamba se inició
también por la inclusión de los mestizos en el pago del tributo indígena. Apenas
llegó el corregidor Fandiño a Cotabamba apresó a 60 personas, sin distinguir
entre los vecinos mestizos e indios forasteros. Los prisioneros rompieron las
puertas y salieron en busca de Fandiño para matarle. El corregidor se refugió en
la iglesia; de allí lo sacaron y condujeron a la plaza, donde murió por los golpes
y las pedradas que le propinaron, con la aprobación de los caciques. Es impor­
tante tener en cuenta que la provincia de Cotabamba era una de las más pobres
del virreinato y estaba sujeta a la mita de Huancavelica, por lo que sufría una
enorme presión para incrementar su producción local, a fin de cubrir su cuota
de mitayos, con los enteros de los tributos y los pagos correspondientes al repar­
to de mercaderías, frecuentemente duplicados (O’Phelan Godoy, 1988: 89-104).
Quizás como un rebrote de la idea de restablecer el imperio inca de Vilca-
bamba, en la Ceja de Montaña lindante con las provincias de Jauja y Tarma, se
debe entender la larga rebelión contra el poder español liderada por Juan Santos
Atahualpa. Se dice que era descendiente de los incas y que se educó con los jesui­
tas en el Cuzco; una vez terminados sus estudios pasó a los establecimientos de
la Compañía de Jesús en España y Angola. Hacia 1730 retornó a su patria con
la idea de expulsar a los españoles y resucitar el imperio incaico. Durante dos
lustros Juan Santos recorrió la sierra desde Cuzco hasta Cajamarca, y la costa
desde Lambayeque a Lima, pero logró encender el fuego de la rebelión única­
mente en la Ceja de Montaña del Gran Pajonal, aunque por un lapso de tiempo
increíblemente largo: desde 1742 hasta 1761, año de su muerte (Lewin, 1957:
120-121).
En la historia de la sublevación estudiada por Stefano Várese (1973) desde
un punto de vista etnológico se pueden distinguir dos períodos. Los primeros
diez años (1742-1752) se caracterizan por varias acciones bélicas: encuentros en­
tre destacamentos indígenas y tropas enviadas desde la capital. En esta etapa, los
éxitos militares de los sublevados les garantizaron una relativa autonomía y ais­
lamiento, que duraron el resto del siglo. El segundo período se inicia con la reti­
rada de los indios rebeldes, desde el pueblo serrano de Andamarca, en 1752, y se
prolonga hasta muy entrado el último tercio del siglo XVIII. Durante este perío­
do, más pacífico, los campas y otros grupos étnicos de la Montaña Central go­
zan de una indepedendencia temporal debida, en gran parte, a la marginación,
provocada por el gobierno virreinal, en toda la selva central. Los modelos socio­
económicos no permiten explicar adecuadamente este largo estado de rebelión,
pues el Gran Pajonal no fue una región con obrajes, haciendas y otras formas de
explotación colonial. Como todos los promotores de movimientos mcsiánicos
nativistas, Juan Santos Atahualpa fundamenta la rebelión contra los blancos, no
sobre la protesta contra la explotación, sino sobre razones religiosas, que mues­
tran el sincretismo entre las creencias cristianas y el pensamiento religioso indí­
gena. Reclama también su reino que le han arrebatado los españoles, puesto que
ha llegado el tiempo de la restauración del Incario, considerado no como un mo­
delo socioeconómico constitutivo, sino como un renacimiento nativista de un
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 443

modelo cultural. La clara conciencia indígena de que la intromisión de los blan­


cos y mestizos en sus territorios era la causa del decaimiento cultural encuentra
su expresión en la esperanza mesiánica encarnada en la figura de Juan Santos
Atahualpa (Várese, 1973: 169-220; Loaiza, 1942).
El segundo período de intranquilidad en el Perú y el Alto Perú (1751-1762)
coincide con la legalización del reparto. Las revueltas son inconexas y ocurren
en áreas inmersas durante una profunda crisis económica por otros factores
como la mita minera y los diezmos. La competencia entre hacendados, obraje­
ros, corregidores y sacerdotes para controlar los recursos económicos de las co­
munidades se intensificó después de la legalización del reparto y no todas las re­
vueltas se dirigieron contra el corregidor. Entre 1751 y 1765, las revueltas
tuvieron por causa pleitos de tierras entre hacendados y curas; otras fueron lide­
radas por sacerdotes contra las autoridades civiles, para mantener el control so­
bre las comunidades dependientes de sus curatos; hay sublevaciones en obrajes y
otras, como protesta, contra el cobro del tributo y el reclutamiento para la mita.
Incluso algunos alzamientos tuvieron lugar para forzar al cura a abandonar su
parroquia o, por el contrario, para defenderlo de los ataques de las autoridades
civiles. De hecho, el tema del reparto sólo aparece con claridad en pocos levan­
tamientos, pero siempre en relación con otras demandas (O’Phelan Godoy,
1988: 117-144; Golte, 1980: 127-199).
Entre las numerosas revueltas se han escogido dos de la sierra central. Las
provincias de Tarma y Jauja demostraron haber sido las más susceptibles al des­
contento social entre 1755 y 1757. Como en muchos casos el pago del reparto
era asumido por la comunidad en su conjunto, los indios debían controlar los
recursos comunales, especialmente las tierras. La lucha de los campesinos por re­
tener las tierras los enfrentaba con los obrajeros y hacendados, que requerían
expandir sus propiedades para incrementar la producción. En 1755, los indios
de Jauja elevaron una queja contra los hacendados que intentaban ocupar las
tierras comunales. Sobrevinieron algunos choques violentos. Al año siguiente, en
la provincia de Angaraes, los indios se quejaron de que los españoles y mestizos
les despojaban de sus tierras comunales. En 1757 tuvo lugar el levantamiento de
los pueblos de Ninacaca y Carhuamayo. La rebelión comenzó con una disputa
entre el gobernador de Tarma y los curas de los pueblos por el nombramiento
del alcalde de indios y especialmente porque también ellos estaban involucrados
en repartimientos y otras actividades comerciales. La autoridad española ordenó
la prisión del alcalde de Ninacaca nombrado por el cura, por lo que los indios
atacaron a los soldados que escoltaban al prisionero, lo liberaron y luego inten­
taron matar al alcalde nombrado por el gobernador. Otro importante levanta­
miento tuvo lugar en 1758 en Huamachuco, revuelta que se expandió al vecino
pueblo de Otuzco, ambos en el obispado de Trujillo. En Huamachuco, la pobla­
ción local reaccionó contra un censo destinado a ampliar con mestizos el núme­
ro de indios sujetos al tributo y aptos para ser gravados con el reparto. Los
sublevados se apoderaron del padrón de la revisita y del censo recién confeccio­
nado y juntos los incineraron, no sin antes haber golpeado al visitador y a su se­
cretario. Como en Cochabamba en 1730, también en la rebelión de Huamachu­
co estuvieron involucrados los mestizos. Como resultado de esta revuelta, 23
444 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

prisioneros fueron enviados a Otuzco, donde fueron liberados por un levanta­


miento de la población local. También en este caso se acusó al cura de haber
sido el principal instigador de la revuelta, por competir en el comercio y reparto
de mercaderías (O’Phelan Godoy, 1988: 117-173).
La tercera coyuntura de rebelión fue estimulada por las reformas borbóni­
cas, aplicadas en el Perú por el visitador José Antonio de Areche a partir de
1777. Las reformas afectaron a la mayoría de los sectores sociales, cuyo resenti­
miento culminó con la «Gran Rebelión» de 1780-1781. Aunque la división ad­
ministrativa de 1776 debilitó la economía del Perú, al introducir fronteras co­
merciales en un ámbito que hasta entonces había estado unido, la rebelión
articuló al Bajo y Alto Perú. Desde el siglo XVI, la economía de la región surandi-
na del Perú y gran parte del Altiplano boliviano gravitaba alrededor de las minas
de Potosí y Huancavelica; esta zona fue el eje de acumulación de las contradic­
ciones coloniales, ya que permanecía sujeta a los patrones tradicionales de ex­
plotación, tales como el tributo indígena y la mita minera, todo lo cual explica­
ría la resistencia abierta de los hacendados y obrajeros a las reformas de las
aduanas y alcabalas impuesta por el régimen borbónico (O’Phelan Godoy, 1988:
290-293).
En noviembre de 1777, un mes después de que se suscitaran los desórdenes
protagonizados por los comerciantes itinerantes y los arrieros contra la aduana
de La Paz, tuvo lugar una rebelión en la villa de Maras, en Urubamba, Cuzco.
Los rebeldes saquearon la casa del corregidor, quemándola por completo. En
medio de la plaza incendiaron también el grano que había recaudado como par­
te del pago de los repanos, además de los muebles. Muchos testimonios indican
que fue un levantamiento indígena contra el reparto del corregidor; sin embargo
numerosos criollos y mestizos participaron en el movimiento. Su participación
quizás se explique también por el establecimiento de la aduana en La Paz y por
la prohibición, promulgada en ese año, de la circulación de moneda ensayada
entre ambas regiones, medidas que dañaron el flujo de transacciones económicas
entre el Alto y el Bajo Perú. Las fuentes indican que el movimiento se inició en el
pueblo de iMaras, donde se quemaron además 22 casas y se redujeron a cenizas
la cárcel y el archivo. Al tercer día los rebeldes bajaron al pueblo de Urubamba,
con el objetivo final de tomar el Cuzco, cuyo apoyo habían ya solicitado. Apare­
cen como dirigentes Dionisio Pacheco y un individuo conocido como Samanie-
go. Sin embargo fue el criollo Francisco Justiniano quien decidió resguardar el
pueblo con una tropa armada formada por indios y criollos. También se redactó
un memorial en respaldo al movimiento, cuya autoría fue inculpada a un «Tú­
pac Amaru». Quizás se trate del cacique de Tinta quien en 1777 presentó un me­
morial ál virrey Guirior para que los indios de Canas y Canchis fueran exentos
de la mita de Potosí. Las declaraciones de los reos señalan que, además del me­
morial, se escribieron pasquines en los que se amenazaba de muerte a los cobra­
dores de tributos. Todavía el dos de febrero de 1778, alertados de la llegada al
Cuzco del justicia mayor, los alzados armados tomaron las calles de Maras. De
ellos 26 fueron apresados por el alguacil mayor, enviados a la cárcel de Urubam­
ba y posteriormente transferidos a la cárcel del Callao, para ser sometidos a jui­
cio. Entre los acusados fueron identificados indios tributarios y también indios
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 445

nobles como varios miembros de la familia Cusipaucar. También estuvieron in­


volucrados dos hacendados: uno de ellos español, nacido en Oviedo, y varios
criollos. Los prisioneros sobrevivientes al maltrato en las cárceles y a las enfer­
medades fueron liberados en 1782. En este sentido cabe afirmar que las refor­
mas borbónicas exacerbaron las diferencias entre criollos y españoles y aumen­
taron la rivalidad entre las oligarquías provinciales y las elites de Lima
(O’Phelan Godoy, 1988: 188-195).
Como «culminación del descontento social» define acertadamente O’Phelan
Godoy (1988: 223) la rebelión de 1780-1781 liderada por José Gabriel Túpac
Amaru. El 10 de noviembre de 1780, siguiendo las instrucciones del cacique Tú­
pac Amaru, el corregidor de Canas y Canchis, Antonio de Arriaga, fue ahorcado
públicamente en la plaza de Tungasuca. Este suceso simboliza el inicio de la ma­
yor rebelión de la América hispana, cuando el descontento social insertado en la
coyuntura del programa de reformas borbónicas alcanzó su cénit. La rebelión de
Túpac ?\maru tiene dos fases. La primera puede describirse como cuzqueña y
quechua, y fue personalmente liderada por el cacique de Pambamarca, Tungasu­
ca y Surimana, José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru. La segunda fase se
inició luego de la captura del cacique y su dirección fue asumida por otros
miembros de la familia, para vincularse más tarde con los rebeldes del Alto Perú
encabezados por el jefe aymara Julián Apasa Túpac Catari (O’Phelan Godoy,
1988: 223-225; Lewin, 1957: 335 y ss.; Cornblit, 1972).
La importancia del movimiento se demuestra en la numerosa bibliografía y
en las diversas interpretaciones que se han dado a la Gran Rebelión. Los histo­
riadores y sociólogos la han calificado de rebelión economicista, campesina,
étnica o independentista. Sin negar estos componentes, la rebelión de Túpac
Amaru tiene un claro origen fiscal y se produce, como demuestran Tandeter y
Wachtel (1984), después de un largo período de crecimiento agrario en los An­
des, que agudiza la expansión de la hacienda, en detrimento de las tierras de las
comunidades indígenas, y que conduce a la saturación del mercado y a la caída
de los precios agrícolas, precisamente en 1780. Esta situación redujo las posibili­
dades de los indígenas de comercializar los productos agrícolas, mientras au­
mentaban las dificultades para pagar los tributos, cancelar las deudas por los re­
partos y afrontar las demás cargas coloniales agravadas por las nuevas medidas
fiscales (Laviana Cuetos, 1986: 493-494).
Después de la ejecución del corregidor Arriaga, Túpac Amaru concedió la li­
bertad a los esclavos y organizó sus tropas, que obtuvieron su primera victoria
en Sangarara, situada a cinco leguas de Tinta, el 18 de noviembre de 1780, sobre
las fuerzas enviadas desde Cuzco. Después del triunfo de las tropas rebeldes, Tú­
pac Amaru remitió bandos a las provincias cercanas e incluso a Cuzco, en los
que explicaba los fines de la rebelión. Además de fortificar Tinta, envió destaca­
mentos a las provincias circunvecinas; éstos ocuparon la ciudad de Lampa,
mientras José Gabriel entraba al pueblo de Azángaro, a orillas del lago Titicaca,
donde destruyó las casas del cacique Choquehuanca, que se había unido a los es­
pañoles.
Ante las noticias de los preparativos militares en Cuzco retornó hacia el
Norte y el 28 de diciembre se presentó en las alturas de Picchu, que dominan la
446 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

antigua capital incaica. Como no presentó batalla inmediatamente, los españoles


tuvieron tiempo para organizar sus defensas, las que mejoraron con el arribo de
las tropas enviadas desde Lima. Túpac Amaru, con la esperanza de lograr una
rendición incruenta de la ciudad, ya que entre la plebe cuzqueña contaba con
muchos adherentcs, envió varias embajadas a las autoridades, exhortándolas a
la rendición para evitar el derramamiento de sangre. El combate decisivo por la
posesión de Cuzco comenzó el 8 de enero de 1781, con el ataque al cerro Picchu
de las milicias organizadas y compuestas por los comerciantes, casi todos espa­
ñoles. A las tropas que atacaban a los sublevados y a las que defendían Cuzco,
se unieron 8 000 auxiliares indígenas y mestizos, dirigidos por el corregidor de
Paruro y por el cacique de Huariquite. La batalla duró dos días y finalizó con la
retirada de las tropas de Túpac Amaru, debida quizás a los reveses causados por
actos de sabotaje, a la inseguridad en el apoyo de los mestizos y a las pocas posi­
bilidades de tomar por las armas la ciudad del Cuzco.
Aunque ya en diciembre de 1780 la rebelión se había propagado a Arequipa,
Moquegua, Tacna y Arica, y en febrero estalló la rebelión de Oruro, la acción
bélica de los realistas sólo se inició a finales de febrero de 1781 con un ejército
compuesto por más de 17000 hombres, entre ellos varios miles de indios fieles.
El ejército, al mando del mariscal José del Valle, se dirigió hacia Tinta y el 23 de
marzo el cuerpo de reserva descubrió en Sangarara al ejército de Túpac Amaru
que sólo contaba 7000 hombres, pero que en los días siguientes duplicó sus
efectivos. Este hecho y la situación ventajosa del ejército tupamarista indujo a
los españoles a sitiarlo para imponerle la rendición, en vez de ofrecer batalla. La
escasez de víveres determinó a los tupamaristas a abrirse paso a través del ejérci­
to español, en la noche del 5 al 6 de abril, movimiento que fue impedido por las
tropas de Del Valle quienes hicieron huir a los tupamaristas dejando en poder de
los enemigos todo el equipaje y los pertrechos de guerra. Túpac Amaru intentó
ponerse a salvo y cruzó a nado el río de Combepata; en la otra orilla fue apresa­
do por los mulatos de la infantería de Lima, gracias a la traición del mestizo
Francisco Santa Cruz, uno de sus capitanes. Preso, fue conducido Cuzco, donde
con otros dirigentes y familiares fue juzgado y sentenciado a muerte por el
visitador Areche. El 18 de mayo de 1781 se ejecutó la sentencia. Su esposa
Micaela Bastidas, su hijo Hipólito y otros sentenciados, entre ellos Tomasa Con-
demaita, cacica de Acos, fueron ahorcados o estrangulados. A José Gabriel Tú­
pac Amaru se intentó descuartizarle, lo que no se consumó, por lo que el visita­
dor ordenó que se le cortara la cabeza. Los miembros y la cabeza fueron
expuestos, para escarmiento, en los principales lugares de la rebelión (Lewin,
1957: 449-502).
Durante la segunda fase de la rebelión asumió la jefatura Diego Cristóbal
Túpac Amaru, primo hermano de José Gabriel. El centro de la insurrección se
trasladó al Collao. Los hechos de armas de este período son tan importantes
como los del anterior, contándose entre ellos la conquista de Sorata y el asedio
de La Paz. En el Alto Perú se destacó entonces como principal caudillo Julián
Azapa o Túpac Catari, cuyo movimiento, aunque está relacionado con el de Tú­
pac Amaru, presenta características propias. En la Audiencia de Charcas es más
exacto hablar de varias rebeliones indígenas, entre 1780 y 1782, que de una su­
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 447

blevación general que responda a una organización central, con plan y con estra­
tegia comunes. Es correcta, por lo tanto, la opinión de María Eugenia del Valle
de Siles (1990) de que este levantamiento tiene variantes tan peculiares que ha­
cen de él uno de los movimientos más originales dentro de las sublevaciones in­
dígenas del siglo xviii, aunque son claras las relaciones con el movimiento tupa-
marista y la concepción quechua de subordinar a sus intereses las movilizaciones
del pueblo aymara.
En los primeros meses de la actuación de Túpac Catari, aunque no hay una
dependencia, existe una conexión con los ideales de Túpac Amaru. Desde abril la
acción de Catari fue más autónoma, especialmente en lo que respecta al sitio de
La Paz y a la sujeción de las provincias de Pacajes, Sicasica y Yungas. Bajo su
mando 40000 indios iniciaron, el 13 de marzo de 1781, el primer sitio de La
Paz, que duró 109 días. Según algunos cálculos, no menos de 10000 habitantes
perdieron la vida. Con la batalla de Cuzco, el asedio de La Paz es el aconteci­
miento más importante de la Gran Rebelión de 1780-1781. La ciudad contaba
en la época con 23000 habitantes blancos y mestizos y por su orografía no era
preciso rodearla en su totalidad; bastaba con cerrar los caminos de acceso, en
particular el llamado «Alto de La Paz» y presionar a sus habitantes con el ham­
bre. Pese a esto y a su superioridad numérica, las valerosas huestes indígenas no
lograron apoderarse de la plaza fortificada, porque su armamento era muy infe­
rior al de las fuerzas realistas, especialmente por la escasez de armas de fuego y la
frecuente traición de los mestizos y españoles americanos que las manejaban.
Mientras el asedio continuaba, el presidente de la Audiencia de Charcas y co­
mandante de armas del virreinato de La Plata, Ignacio Flores, organizó un ejérci­
to para socorrerla y el 1 de julio rompió el cerco de La Paz. Después de su ingre­
so a la ciudad, los indios prosiguieron una guerra de guerrillas en los altos de la
puna. Mientras tanto, muchos soldados que vinieron con Flores desertaban y,
cargados de despojos, volvían a sus casas. Estas circunstancias obligaron a Flores
a emprender la retirada y buscar nuevos contingentes. El 4 de agosto abandonó
La Paz y de inmediato las tropas indígenas ocuparon sus antiguas posiciones.
A mediados de agosto se incorporó a los rebeldes Andrés Túpac Amaru y
con él se decidió, como en Sorata, inundar parte de la ciudad con la construc­
ción de una represa en las cabeceras del río Choqueyapu, que atraviesa la ciu­
dad. La inundación no dio el resultado esperado pero el hambre que padecían
sus habitantes los llevó a la decisión, el 15 de octubre, de abandonar la ciudad si
no recibían auxilio inmediato. Éste llegó dos días después, bajo el mando del te­
niente coronel Reseguín, lo que obligó a las huestes indígenas a retirarse: Túpac
Catari se dirigió a los cerros de Pampajasi, mientras las tropas de Andrés Túpac
Amaru se encaminaron al Santuario de las Peñas. Posteriormente Andrés se diri­
gió a Azángaro, para tomar parte en las deliberaciones sobre las propuestas de
paz y perdón general publicadas por el virrey de Lima. Después de un descanso,
Reseguín emprendió la campaña contra las tropas de Túpac Catari y le derrotó,
por lo que el caudillo altoperuano se dirigió al Santuario de las Peñas, para, jun­
to a Miguel Túpac Amaru, organizar juntos la resistencia a los realistas. Pero ya
era tarde, pues las diferencias entre la dirección política de los Túpac Amarus y
Túpac Catari se hacían evidentes, por lo que se habían iniciado las propuestas
448 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

del cese de hostilidades. Túpac Catari, al no poder obtener la libertad de su mu­


jer Bartolina Sisa, se convenció de la mala voluntad de los españoles, quienes
gracias a la traición de un colaborador allegado al caudillo altoperuano consi­
guieron apresarlo. En el Santuario de las Peñas el auditor de guerra Diez de Me­
dina lo condenó a ser descuartizado por cuatro caballos, hasta morir, lo que se
ejecutó el 14 de noviembre de 1781 en la plaza del Santuario. Posteriormente en
La Paz se efectuaron ios procesos contra los principales seguidores y familiares
de Túpac Catari. El 5 de septiembre de 1782, el oidor Diez de Medina pronun­
ció su fallo contra Bartolina Sisa, la esposa de Túpac Catari, Gregoria Apaza,
hermana del caudillo, y los coroneles indios apresados, sentencia que se ejecutó
de inmediato. Todos estos hechos no consiguieron la pacificación y las campa­
ñas militares y otras medidas de represión prosiguieron en el Perú meridional y
en el Alto Perú (Valle de Siles, 1990: 1-43; Lewin, 1957: 520-560; O’Phelan Go-
doy, 1995: 105-137).
La documentación no permite afirmar que la Gran Rebelión tuviera un plan
previo de ruptura con la Corona española. Sus objetivos iniciales se dirigieron a
la supresión de gravámenes y de las formas de explotación. A medida que avan­
za el movimiento subversivo, se plantea la sustitución de los corregidores por al­
caldes mayores de la misma nación indiana y la creación de una Audiencia en el
Cuzco. Tras el fracaso del asedio de Cuzco y ya en actitud defensiva Túpac
Amaru llega a una formulación nacionalista y separatista, que proclama la res­
tauración del reino que tres siglos antes le había usurpado la Corona de Castilla.
Aunque está claro que muchos mestizos y criollos apoyaron esta y otras rebelio­
nes, quizás la Gran Rebelión puso de manifiesto el peligro indio, lo que condujo
a un refuerzo del conservadurismo político de los criollos, especialmente de las
oligarquías limeñas. Ésta será la razón fundamental de la «lealtad del Perú», du­
rante el período de las guerras de la independencia (Laviana Cuetos, 1986: 494-
496). La emancipación del virreinato de Lima, en su mayor parte, se deberá al
esfuerzo de Buenos Aires, Chile, Nueva Granada y Quito, por lo que algunos
autores hablan de una «independencia concedida», como resultado de una falta
de iniciativa de las elites limeñas (Bonilla y Spalding, 1972).

REBELIONES DE ESCLAVOS NEGROS Y DE MULATOS

Quizás porque ocupaban el último peldaño de la escala social, los estudios sobre
la resistencia de los esclavos negros y de los mulatos han cobrado tardía vigen­
cia. Una afirmación similar se puede formular sobre las investigaciones históri­
cas referentes a las «sociedades cimarronas» y al establecimiento de los «palen­
ques de negros». En estos casos, se ha podido incluso reconstruir el desarrollo
cultural de las sociedades cimarronas y no considerar esas áreas únicamente
como lugares de refugio temporal de los esclavos huidos.
Entre las sociedades cimarronas organizadas en palenques quizás una de las
más conocidas sea la de la provincia de Cartagena. La creación de palenques no
era asunto nuevo en las provincias que utilizaban abundante mano de obra
esclava. Ya en 1612, la Ciudad de México sufrió una sublevación de cimarrones,
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 449

que hizo pensar en un posible intento de asedio y asalto. Dada la alta propor­
ción de población africana en varias regiones de Nueva Granada, las autorida­
des coloniales y la población blanca vivían bajo el temor de una sublevación ge­
neral del elemento negro, encabezada por los cimarrones, en alianza con grupos
de extranjeros y piratas. En 1721 todavía en Cartagena se recordaba la resisten­
cia de los palenques, tres décadas atrás, y la memoria de Domingo Bioho, el
«Rey Benkos», aún estaba fresca. En la gobernación de Popayán fue célebre el
palenque de Castillo, en el valle del río Patía, de donde salían los cimarrones a
cometer asaltos y depredaciones en los territorios circunvecinos. El gobierno tra­
tó de someterlos por la fuerza, en varias ocasiones, con resultados negativos, por
lo que la Audiencia de Quito intentó su reducción pacífica en 1732, ofreciéndo­
les la libertad a condición de que no admitieran nuevos prófugos, oferta que no
se cumplió. El gobernador de Popayán armó una expedición con 100 hombres
armados, que derrotaron a los cimarrones el día del Corpus de 1745. Esta y
otras experiencias se recordaban en Popayán, por lo que se propuso, en 1777, la
formación de milicias para la defensa de esa gobernación (Palacios Preciado,
1984: 301-346; Escalante, 1981: 72-78).
Cada vez que los esclavos veían una oportunidad para vengarse de los mal­
tratos de que eran víctimas, se sumaban a los enemigos de los españoles, fueran
éstos corsarios o piratas. Cuando en 1726, el inglés Hossier cruzaba con su bar­
cos frente a La Habana, se sublevaron los esclavos de algunos ingenios situados
al Suroeste de la ciudad, reclamando su libertad. En 1731, cansados de los mal­
tratos, los esclavos que trabajaban en las minas del cobre se levantaron en armas
y se declararon libres. Fueron temporalmente sometidos por el gobernador de
Santiago de Cuba, por lo que durante varios años, los negros rebeldes continua­
ron intranquilizando la comarca, hasta que alcanzaron la completa libertad. En
Cuba, los palenques fueron el signo de la resistencia africana. Antes de 1788,
anota Humboldt en su Ensayo político sobre la isla de Cuba que muchos negros
cimarrones estaban apalencados en las colinas de Jaruco. Según las actas de ca­
bildos de Santiago de Cuba, en 1815, cerca de la ciudad se había formado un
palenque con más de 200 bohíos. La figura más destacada entre los negros re­
beldes era Ventura Sánchez, más conocido con el apelativo de Coba, y su lema
era «tierra y libertad». Sánchez fue apresado en 1819, pero prefirió darse muer­
te, antes que aceptar nuevamente la servidumbre (Franco, 1981: 43-54).
En la Capitanía General de Venezuela, desde el siglo xvi hubo numerosos
focos de cimarrones, pues la única forma de liberación de los esclavos era la hui­
da individual y el establecimiento de comunidades lejos de los asentamientos es­
pañoles. El gran número de cumbes o aldeas de cimarrones demuestra una in­
cansable rebeldía, no practicada en guerras organizadas, sino vivida en centros
de liberación y en núcleos de comercio clandestino. El caso del cuntbe de Ocoy-
ta, que -fue desbaratado por las autoridades coloniales y por los hacendados en
1741, demuestra no una forma de resistencia violenta, sino más bien el estableci­
miento de comunidades aisladas, en sitios inaccesibles, como medio de alcanzar
la libertad. Esta experiencia de los cimarrones sería usada desde 1810 bajo la je­
fatura de los criollos, quienes les prometieron la libertad a cambio del apoyo a
las guerras independentistas (Acosta Saignes, 1981: 64-71).
450 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

El alzamiento colectivo de esclavos fue menos usual y se dio, a finales de la


Colonia, en varias haciendas cañeras de Quito y del Perú. Una importante ocu­
rrió en 1793 en la hacienda del trapiche de San Buenaventura, situada en el valle
del Chota, donde se rebelaron 40 esclavos para oponerse al traslado a otra ha­
cienda que había ordenado su nuevo dueño. En protesta, retornaron a Cuajara,
su antiguo lugar de trabajo, donde recibieron el apoyo de sus familiares y com­
pañeros de esclavitud. Muchas fueron las dificultades para sojuzgar la rebelión,
por lo que el terrateniente pidió ayuda a las autoridades, con el objeto de que le
enviaran una tropa que custodiara a los cabecillas hasta un sitio seguro donde
pensaba venderlos. También la hacienda de la Concepción estuvo estigmatizada
por las rebeliones de esclavos. Durante la administración de Temporalidades se
produjo un alzamiento importante, del que dieron razón varios testigos de la
posterior rebelión de 1798. En este año, 60 esclavos se sublevaron a causa de los
malos tratos de que eran objeto, cogieron el ganado y huyeron al monte de Cha-
manal. Los alzados atacaron a varios emisarios del dueño de la Concepción, en­
tre ellos al capellán y al escribano, por lo que las autoridades de Ibarra decidie­
ron reducirlos por la fuerza. Después de varios percances los esclavos retornaron
a la hacienda y, en represalia, los cabecillas fueron vendidos en Guayaquil y en
Barbacoas, mientras a los restantes esclavos se les impuso un castigo de azotes.
Es evidente que esta sublevación fue motivada por la mayor explotación que su­
frieron en aras de una mayor productividad, con el objeto de facilitar la amorti­
zación del valor de la hacienda comprada a la administración de Temporalida­
des (Lucena Salmoral, 1994b: 155-162).
Como estudio de caso, Wilfredo Kapsoli (1975) analiza un conjunto de su­
blevaciones de esclavos en las haciendas cañeras y de viñedos del valle de Nepeña
en Ancash: San Jacinto, San José de la Pampa y Motocachi, todas ellas entonces
bajo la administración de Temporalidades o ya enajenadas recientemente a parti­
culares. El motín de Motocachi aunque más tardío, pues tuvo lugar en 1786, no
tuvo organización ni planeamientos concretos, por lo que se encendió y apagó
rápidamente. La revuelta de San Jacinto, en 1768, fue un movimiento de mayor
alcance. Los esclavos lucharon por defender su subsistencia y exigieron la asigna­
ción de las chacras que antes controlaban y les ligaban más a la hacienda, así
como la disminución del tiempo de trabajo en los días domingos y festivos, como
sucedía cuando la hacienda pertenecía a los jesuitas. La revuelta duró varios días
y desde el monte resistieron la represión. La sublevación de San José, en noviem­
bre de 1779, superó a las ya citadas en lo que a objetivos y conciencia se refiere,
puesto que los esclavos plantearon «sacudirse el yugo de la esclavitud» y aprove­
charon, como coyuntura externa, el nerviosismo de las autoridades españolas
por las noticias sobre la toma de La Habana por los ingleses. Los líderes de esta
sublevación llegaron incluso hasta Lima y burlaron de este modo el cerco de la
represión. Aunque es clara una concepción ideológica en los objetivos de los mo­
vimientos subversivos, la lucha de los esclavos no rebasó el marco local cjpl valle
de Nepeña. Tampoco vislumbraron los rebeldes posibles alianzas con otros sec­
tores de la sociedad, especialmente con los indios. Al respecto es de interés seña­
lar que Túpac Amaru, al decretar la libertad de los esclavos durante la Gran Re­
belión, no hizo sino recoger un ideal por el cual estaban luchando los esclavos de
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 451

la costa peruana. En la pacificación desempeñaron un papel importante, además


del cura del lugar y las tropas de granaderos, los mestizos del pueblo de Nepeña,
que acudieron organizados en milicias para reprimir a los sublevados. Los casti­
gos después del sometimiento fueron azotes y, para los principales líderes, el des­
tierro en el presidio del Callao (Kapsoli, 1975: 7-10 y 49-75).
Conjuntamente con los denominados cimarrones forajidos, aunque de ma­
nera muy breve, deben también recordarse otras formas de resistencia antico­
lonial todavía poco estudiadas. Entre ellas merecen alguna mención los desarrai­
gados y arrochelados que deambulaban como negros huidos o vagos por las
comarcas rurales antes de convertirse en arrabaleros de las ciudades. Especial­
mente en la sociedad caraqueña se tenía especial cuidado en prohibir la vida
vaga y ociosa, y en controlar las casas de juego, guaraperías y otros sitios en los
que se acostumbraban a juntar los vagos. Los alcaldes debían vigilar los barrios,
especialmente por la noche, para evitar las juntas de gente bulliciosa, los bailes
disolutos y las sátiras y cantares deshonestos. Huelga decir que, según las autori­
dades coloniales, los mulatos, libertos o esclavos arrabaleros conformaban gran
pane de la población de «vagos, prófugos y cuatreros* (Izard, 1991: 179-201).

LOS MOVIMIENTOS SUBVERSIVOS DE LA POBLACIÓN BLANCA Y MESTIZA

Se ha mencionado ya la participación de mestizos y aun de blancos criollos en


algunas rebeliones del siglo xviii. La participación de miembros de estas castas
tiene motivaciones económicas y se limitó, en la mayoría de los casos, a los mo­
vimientos subversivos suscitados contra la imposición de nuevas cargas tributa­
rias o de reformas en su cobranza. Por ejemplo, entre 1717 y 1723, al instaurar
la Corona, en Cuba, el estanco de tabaco, los vegueros o cultivadores, así como
los comerciantes del ramo y los terratenientes se opusieron a esta medida. En
1717, unos 500 vegueros se reunieron en la localidad de Jesús del Monte y se di­
rigieron a La Habana, donde obligaron al capitán general a renunciar, al verse
impotente para dominar la situación. En 1720, al anunciarse que el tabaco sería
pagado a los cosecheros a plazos, se produjo un segundo levantamiento de los
vegueros, que obstaculizaron el suministro de carne a La Habana. Una nueva
oposición al estanco hizo crisis en 1723. Entonces los vegueros adoptaron medi­
das para evitar el descenso de los precios, fijar el volumen de las cosechas y exi­
gir su pago en efectivo. En esta ocasión, los desórdenes finalizaron con una seve­
ra represión militar que causó 20 víctimas, la mayoría de ellas en el choque
armado que tuvo lugar en Santiago de las Vegas. De todos modos, la Corona
tuvo que renunciar temporalmente, en estos años, al sistema de la factoría y con­
ceder la extracción de tabacos de Cuba a comerciantes privilegiados. Estas malas
experiencias indujeron además a la Corona a suspender la imposición de nuevas
reformas fiscales importantes, hasta mediados de siglo, cuando reaparecieron
violentas conmociones en todo el continente (Laviana Cuetos, 1986: 487-488;
Jiménez Pastrana, 1979).
Aunque la encomienda fue una institución típica del siglo xvi, en algunas re­
giones como Yucatán y Quito sobrevivió hasta el siglo xviii; en la provincia de
452 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

Paraguay los indios encomendados fueron el motivo ocasional de la guerra co­


munera que ensangrentó el suelo paraguayo desde 1717 hasta 1735. Durante 18
años hubo tumultuosas asambleas, batallas, incendios y saqueos, sufridos por
los dos bandos en los que se escindió el Paraguay. El cabildo de la Asunción fue
el centro de la resistencia contra los jesuítas y el gobernador del Paraguay, a
quienes apoyaron el virrey del Perú y el gobernador de Buenos Aires.
La rebelión comunera fue un movimiento político contra el gobierno absolu­
tista, en defensa de la autonomía del cabildo y una lucha por razones económi­
cas, ya que los comuneros paraguayos no fueron, en realidad, más que colonos
empobrecidos o vecinos sin tierras que luchaban contra la competencia ruinosa
de las reducciones jesuítas. La larga duración del conflicto se explica por la leja­
nía respecto de la capital virreinal, Lima, y por la implicación de la Audiencia de
Charcas, bajo cuya jurisdicción estaba el Paraguay y cuyas decisiones no coinci­
dían con las de Lima. Precisamente esta audiencia envió a Antequera, su fiscal, a
poner orden en el Paraguay, pero el funcionario se alió con el cabildo de la
Asunción, por lo que fue apresado, conducido a Lima y condenado a muerte. Su
ejecución tuvo lugar el 5 de abril de 1731 y ocasionó un fuerte tumulto popular
en Lima, iniciado por un lego franciscano; la represión dejó un saldo de varios
muertos, entre ellos dos frailes, lo que ocasionó al virrey Castelfuerte dificulta­
des con las autoridades eclesiásticas. La noticia del ajusticiamiento de Antequera
desencadenó en la capital del Paraguay una tormenta de furia, con asesinatos,
saqueos y depredaciones en la aterrorizada ciudad. Espantada por sus propios
excesos, la ciudad recibió pacíficamente a un nuevo comisionado regio, pero al
conocer sus intenciones de apoyo a los jesuítas resurgió la insurección. Las tro­
pas del comisionado Ruiloba se enfrentaron con los batallones de los comuneros
en Guayaibití, en septiembre de 1733, choque en el que murió Manuel Agustín
de Ruiloba. El triunfo comunero devino en anarquía, por lo que fue fácil para el
gobernador de Buenos Aires aplastar definitivamente la rebelión con el apoyo de
8000 milicianos indígenas proporcionados por los jesuítas. Los comuneros per­
dieron la batalla de Tabapy, el 14 de marzo de 1735. Días después, los vencedo­
res entraron en la Asunción, derogaron las prerrogativas del cabildo y ahorcaron
a los principales comuneros; los caudillos que se libraron de la horca fueron
condenados a cadena perpetua y confinados en los presidios de Chile y del Perú
(Cardozo, 1991: 174-182; Laviana Cuetos, 1986: 483-484).
Sin las acusadas características políticas de los comuneros paraguayos y con
más claras motivaciones económicas, varios sectores populares venezolanos, en­
tre 1730 y 1749, se rebelaron contra la Compañía Guipuzcoana de Caracas. El
descontento se debió, sobre todo, a los drásticos métodos de represión del con­
trabando y la prepotencia de que gozaba la Compañía en las actividades admi­
nistrativas y ante los gobernadores y altos funcionarios. El primer movimiento
importante de este grupo fue la rebelión local de negros e indios capitaneados
por el zambo Andrés López del Rosario, en el valle de Yaracuy, entre 1730 y
1733, dirigida contra los funcionarios de la Guipuzcoana que obstaculizaban el
contrabando con la cercana isla de Curazao. Los principales implicados huyeron
y la pacificación del territorio estuvo a cargo de los misioneros capuchinos. En
enero de 1741 estalló el motín de San Felipe el Fuerte, del pueblo y las clases di-
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 453

rigentes de la ciudad con apoyo del cabildo, a causa del nombramiento, como
justicia mayor de la ciudad, de un vizcaíno que se propuso actuar enérgicamente
contra el contrabando. El lema del pueblo amotinado fue «abajo los vascos». La
hábil actuación del gobernador logró apaciguar el movimiento.
Poco después, en 1744, se produjo la «Rebelión del Tocuyo» iniciada por
los reclutados para reforzar la guarnición de Puerto Cabello que temía ser trasla­
dada a las factorías de los guipuzcoanos. Aunque los líderes del motín fueron
mestizos y mulatos, no hay duda de que los instigadores eran los funcionarios
municipales y vecinos de las clases acomodadas de la ciudad. Parece que tam­
bién este movimiento acabó de forma análoga al motín de San Felipe, por con­
sunción propia y sin violencia. El que alcanzó mayor importancia fue el levan­
tamiento contra la Compañía Guipuzcoana encabezado por el canario Juan
Francisco León y que ha sido juzgado como una conmoción social regionalista
contra los norteños o como un movimiento precursor de la independencia políti­
ca de Venezuela. En abril de 1749, el hacendado León fue destituido de su cargo
de juez de comisos en Panaguire y sustituido por un vizcaíno propuesto por la
Compañía. Como nadie hizo caso a su propuesta, León marchó hacia Caracas al
frente de varios centenares de agricultores de cacao y allí consiguió el apoyo del
cabildo, que declaró que la Guipuzcoana era notoriamente perjudicial para los
intereses criollos. Aunque el gobernador, presionado por las circunstancias, de­
claró un indulto general, posteriormente se retractó y su sucesor inició una dura
persecución contra los sublevados. León se entregó a las autoridades y fue envia­
do a España, donde murió en 1752 (Laviana Cuetos, 1986: 484-486; Felice Car-
dot, 1961; Morales Padrón, 1955).
Entre los típicos movimientos antifiscales contra las reformas borbónicas
debe considerarse la «Rebelión de los Barrios de Quito», de 1765. Los protago­
nistas fueron los moradores de los barrios de San Blas, Santa Bárbara, San Se­
bastián y especialmente San Roque, mestizos en su mayoría, quienes saquearon
el estanco de aguardiente, incendiaron la oficina de la alcabala, vulgarmente de­
nominada aduana, liberaron a los presos y se mantuvieron en rebeldía durante
algún tiempo. La administración borbónica introdujo el «estanco» del aguar­
diente y el control directo de la alcabala. La rebelión estalló el 22 de mayo de
1765, unos días antes de la fiesta del Corpus. Aunque después del motín suspen­
dieron las medidas, no se logró superar la inestabilidad social y se produjeron
represalias oficiales contra los arrestados. En plena fiesta de San Juan, el 24 de
junio, nuevamente se sublevó la plebe para protestar por la muerte de algunos
vecinos de San Sebastián, que habían sido asesinados por las tropas del corregi­
dor. Las casas y los comercios de los españoles peninsulares fueron saqueados y
los amotinados atacaron varias veces el palacio de la Audiencia. Las autoridades
no tuvieron más opción que aceptar una virtual capitulación, expulsar a varios
peninsulares y promulgar una amnistía general. La situación de zozobra finalizó
con la llegada de las fuerzas enviadas desde Guayaquil por los virreyes de Lima y
de Santa Fe, bajo el mando de Zelaya, para someter a los rebeldes. Con Zelaya y
bajo el amparo de su tropa pudieron regresar a la ciudad los españoles peninsu­
lares que habían sido expulsados de Quito (McFarlane, 1989: 283-330; An-
drien, 1990: 104-131; Minchom, 1996: 203-236).
454 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

Parecidos fueron los motines contra el estanco del tabaco en Chile, en 1775
(Carmagnani, 1961: 158-195) y las representaciones contra la política fiscal en
Buenos Aires, en 1778, encabezadas por el cabildo y dirigidas especialmente
contra la imposición del estanco de tabaco y la pérdida de los fueros municipales
(Lewin, 1957: 185-195). Ya desde 1776 el pueblo de La Paz demostró con pro­
testas su descontento contra el aumento de gravámenes y la extorsión fiscal.
Cuanto más se acercaba el año 1780, más violentas eran las protestas populares,
especialmente entre los comerciantes, los trajinantes o transportistas y los artesa­
nos. Una verdadera sublevación tuvo lugar en marzo de 1780, cuando los amoti­
nados obligaron a los campaneros de las iglesias de La Paz a echar a vuelo las
campanas en señal de incendio.
Congregados los sublevados, en los días siguientes lograron que el cabildo
ampliado suspendiera la aduana y rebajara el derecho de alcabala al porcentaje
que se pagaba antes de las innovaciones. Como en otros movimientos subversivos
de las ciudades, las autoridades españolas no se atrevieron a formar causas suma­
rias, mientras los caudillos entregaban al pueblo breves manifiestos revoluciona­
rios llamados en el lenguaje de la época pasquines. En uno de ellos, encontrado
en La Paz el 4 de marzo de 1780, no se enuncia la consigna de los primeros inde-
pendentistas americanos: «Viva el rey y muera el mal gobierno», sino «Muera el
rey de España, y se acabe el Perú, pues él es causa de tanta eniquidad».
También en Arequipa se desarrollaron movimientos subversivos a principios
de 1780, contra el aumento de los gravámenes y otras medidas fiscales borbóni­
cas, como el intento de equiparar a los mestizos y mulatos con los indios, para
exigirles el correspondiente tributo. Desde el 5 de enero aparecieron varios pas­
quines; alguno de ellos no sólo vituperaba a la aduana, sino que aclamaba al rey
de Gran Bretaña, como «amante de sus bazallos», en un momento en que se de­
sarrollaba la guerra entre España e Inglaterra. Los rebeldes arequipeños no sólo
fijaron pasquines, sino que influidos por lo sucedido en Quito 15 años antes,
asaltaron la aduana y destruyeron los papeles. El corregidor anunció el cierre de
la aduana, mientras pedía ayuda militar a Lima. Con la llegada de las tropas li­
meñas se impuso el orden, pero no se levantaron horcas en la ciudad, sino más
bien se publicó un perdón general para todos los complicados en estos sucesos.
No sucedió lo mismo con los promotores de la conspiración de Cuzco quienes,
bajo el liderazgo del platero Lorenzo Farfán de los Godos, intentaron seguir el
ejemplo de Arequipa. La actividad del grupo subversivo se conoció en la antigua
capital incaica gracias a la aparición de un pasquín que instaba a la rebelión
contra los nuevos impuestos. Los detalles de la trama revolucionaria se supieron
gracias a la violación del secreto de confesión por parte de un fraile agustino; de
inmediato los principales conspiradores fueron apresados y condenados a muer­
te. La ejecución de Farfán de los Godos y sus compañeros se realizó en la plaza
de Cuzco el 30 de junio de 1780, mientras el cacique de Pisac, Bernardo Tam-
bohuasco, logró escapar, aunque fue posteriormente apresado y ejecutado el 17
de noviembre, cuando ya había estallado la rebelión de Túpac Amaru (Lewin,
1957: 151-179; Angles Vargas, 1975).
La introducción de las reformas borbónicas en Nueva Granada provocó, en
octubre de 1780, motines populares en Barichara, Simacota y Magote que fue­
MOTINES. REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 455

ron rápidamente reprimidos. Estos motines fueron de carácter local y un prelu­


dio del levantamiento de los criollos y sectores populares de la villa de Socorro,
a quienes se unieron los pobladores de otros lugares e incluso indígenas. Se ini­
ció el 16 de marzo de 1781 con la destrucción por Manuela Beltrán del regla­
mento de gravámenes, entre los vivas y aplausos de la multitud. El 23 del mismo
mes tuvo lugar en San Gil un movimiento de protesta más significativo, pues los
amotinados no sólo rompieron el edicto, sino que atacaron los estancos e incen­
diaron una parte del tabaco. En Sinacota, además de derramar el aguardiente,
quemar el tabaco y las barajas, y despedazar los muebles de las oficinas de re­
caudación, uno de los sublevados arrancó y despedazó las Armas Reales. El 15
de abril todos los sublevados se reunieron en Socorro y después de escuchar los
versos apasionados de la denominada «Cédula Real del Pueblo» (la «Marsellesa
de los Comuneros»), en medio de una violenta exaltación, se dirigieron a la casa
de los Estancos, destrozaron e incendiaron sus depedendencias y arrancaron y
destruyeron el Escudo Real. A partir de este episodio se repartieron en varias po­
blaciones, según el arzobispo Caballero y Góngora, papeles con la invitación a
proclamar como rey a Túpac Amaru. Las noticias sobre la sublevación inquieta­
ron a las autoridades de Bogotá. La Audiencia delegó en el oidor Osorio la tarea
de poner fin a las inquietudes. El oidor marchó hacia Socorro acompañado de
pocos soldados, pero fue derrotado en Puente Real por los sublevados, quienes
habían logrado movilizar unos.25 000 hombres. Ante el temor de que los comu­
neros ingresaran en Santa Fe de Bogotá, la Audiencia optó por negociar con los
rebeldes en Zipaquirá, el 20 de junio de 1781; no sin antes hacer constar reser­
vadamente que los oidores consideraban las estipulaciones nulas pues las firma­
ban obligados por las circunstancias. Además de anular las reformas borbónicas
estipulaban que los nacidos en el país se preferirían a los peninsulares en los
puestos públicos. Revocadas las capitulaciones por el virrey Flores y desmovili­
zados los comuneros, éstos fueron derrotados por las tropas reales traídas de
Cartagena. Odiado por algunos criollos por propugnar la manumisión de los es­
clavos, el caudillo de los comuneros, José A. Galán, fue entregado por otros jefes
de la sublevación. Un antiguo capitán comunero, al entregarlo al virrey, lo hizo
con las siguientes palabras: «Presento a los pies de V.A. al Tupac Amaru de
nuestro reino» (Lewin, 1957: 673-710; Phelan, 1978; Fisher, Kuethe y McFarla-
ne, 1990).
Tras la ejecución de Galán, el nuevo virrey y arzobispo, Caballero y Góngo­
ra, otorgó un perdón general que también benefició a los comuneros de Mérida.
En esta ciudad de la capitanía general de Venezuela se desarrolló un movimiento
parecido al de Socorro pues, según palabras del intendente Ávalos, responsable
de la introducción de las nuevas medidas en Venezuela, a sus habitantes «anima
el mismo espíritu de desafección al rey y a la España que a todos los America­
nos». Ante esta situación el intendente se vio en la necesidad de disminuir algu­
nos impuestos y de suprimir otros. Aunque los comuneros de Mérida organiza­
ron una tropa de 2000 milicianos e intentaron persuadir a los municipios de
Trujillo para que se unieran a la resistencia, ante este fracaso retrocedieron y
dispersaron sus fuerzas, sin ofrecer combate a las tropas realistas provenientes
de Maracaibo. El único resultado de estas insurrecciones fue, en Venezuela, la
456 SEGUNDO E. MORENO YÁNEZ

reducción de algunos impuestos. En Nueva Granada, además de la cesación de


los traslados de indios a sus resguardos, desapareció el impuesto de la armada
de Barlovento. Como en Quito, también en estas jurisdicciones del virreinato de
Nueva Granada, la aplicación del sistema de intendencias sufrió un franco dete­
rioro. Aunque en algunas proclamas se encuentran claras consignas indepen-
dentistas, los movimientos subversivos con amplia participación criolla, espe­
cialmente en las tres audiencias de Nueva Granada, no se transformaron
directamente en luchas por la independencia política de las colonias hispanoa­
mericanas.
Una conciencia más clara de libertad política se desarrollará en la siguiente
generación. Entonces, todos estos movimientos: utopías de nobles, indios y pe-
bleyos serán juzgados como «precursores» de la independencia hispanoamerica­
na (Felice Cardot, 1960; Kuethe, 1978: 79-101; Phelan, 1978: 67-111).

BREVES REFLEXIONES FINALES

No es atinado considerar los motines, las revueltas y las rebeliones ocurridos en


Hispanoamérica durante el siglo xvm como simples reacciones, más o menos
violentas, contra cambios económicos o modificaciones de la política fiscal.
Tampoco es posible interpretarlas simplemente como la continuidad de una lar­
ga revolución política que finalizará en el siglo XIX con la independencia de las
colonias hispanoamericanas. Vistos en su conjunto, los movimientos subversivos
demuestran un desarrollo y aun cambios en sus motivaciones y, en algunos ca­
sos, verdaderas propuestas políticas. Entre éstas se podrían distinguir dos líneas:
una, propuesta por los movimientos con protagonistas criollos y mestizos, que
devendrá en la constitución de los Estados independientes del siglo XIX; otra,
con motivaciones eminentemente sociales, que no alcanzará importancia sino en
las ideologías indigenistas del siglo XX y en las revoluciones o reformas agraris-
tas que conllevaron la liberación del trabajador indígena y el desarrollo de un
pensamiento político propio de los pueblos indios de América.
Aunque coinciden los movimientos subversivos en una común plataforma de
lucha ante las medidas económicas propuestas por la Corona española en la se­
gunda mitad del siglo xviii, se nota una disociación de intereses entre los suble­
vados indígenas y los criollos o mestizos. No se puede olvidar que, para estos úl­
timos sectores de la población, el indio era la principal y más barata fuerza de
trabajo, por lo que era frecuente la alianza de blancos y mestizos con las autori­
dades coloniales para someter y pacificar, incluso por la vía violenta, a los indios
rebeldes. Son ejemplos contundentes las rebeliones lideradas por Túpac Amaru y
Túpac Catari, en la década de 1780.
Las rebeliones indígenas demuestran otras formas de ideología que rebasan
las puras motivaciones socioeconómicas. No sólo se conforman utopías, sino
que aparecen claros movimientos nativistas o milenaristas. El virreinato de Nue­
va España ofrece los ejemplos de mayor interés y en ellos incluso el imaginario
religioso de carácter popular y cristiano está presente a favor de los indios. Son
muchas las rebeliones que se inician con algún fenómeno sobrenatural y con la
MOTINES, REVUELTAS Y REBELIONES EN HISPANOAMÉRICA 457

intervención de algún símbolo sagrado que incita a rebelarse contra los opreso­
res. En la América andina, los iconos cristianos y las experiencias religiosas no
apoyan a los rebeldes indígenas, sino que la religión oficial y la popular siempre
están de parte de blancos o mestizos. Ya durante la rebelión del Inca Manco, en
los años de la Conquista, Santiago y la Virgen María acudieron en el imaginario
popular a salvar a los españoles sitiados por las tropas indígenas en Cuzco. Pare­
cidos casos se dan en varias rebeliones de la Audiencia de Quito y en algunas su­
blevaciones del siglo xix, en plena época republicana. Las rebeliones andinas
son más bien ejemplos de utopías nativistas que postulan el principio de la resti­
tución del Tahuantinsuyo como elemento cohesionador de la población india.
Contrastan, sin embargo, las propuestas sobre el retorno al Incario de los suble­
vados de Cuzco, el Alto Perú y las montañas fronterizas del Cerro de la Sal, con
los objetivos políticos de algunos rebeldes indígenas de la región de Quito, que
más bien proponen restaurar antiguos modelos de cacicazgos regionales con sis­
temas duales de autoridad. Todas las rebeliones indígenas de Hispanoamérica
son, no obstante, protestas sociales contra la explotación colonial, entendida
ésta más como colonialismo interno que como una relación desigual entre me­
trópoli europea y periferia dependiente colonial. Para los indios, tan explotado­
res eran los blancos pensinsulares como los criollos americanos. Una crítica al
imperialismo colonial hispano se da más bien en las revueltas protagonizadas
por los criollos americanos y por los sectores populares mestizos. Su ideología
influiría en las grandes movilizaciones de la independencia política de las colo­
nias hispanoamericanas.
Una última pregunta: ¿por qué las rebeliones indígenas, en su gran mayoría,
no pusieron en tela de juicio la condición colonial? La emancipación política de
las colonias españolas de América, en el fondo, fue una contienda de minorías,
que no tuvo un planteamiento significativo capaz de suscitar la adhesión de la
población indígena. Los indios estuvieron en los campos de batalla de la inde­
pendencia pero esta causa no era suya. En los Andes y Mesoamérica fue grande
la ambición de los criollos blancos por tomar en sus manos la conducción políti­
ca de los futuros Estados, pero mayor era su temor de verse aplastados por una
movilización independiente de los indios, que lucharan por sus propios dere­
chos. Este movimiento contradictorio dentro del proceso de emancipación nos
coloca al borde de una análisis del juego entre conciencia tribal y conciencia ét­
nica, conciencia de clase y conciencia nacional, elementos que a finales del se­
gundo milenio todavía esperan esclarecimiento para definir más adecuadamente
lo que es América Latina (Bonilla, 1977: 107-113).
20

MOTINES, REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA


AMÉRICA PORTUGUESA DE LOS SIGLOS XVII Y XVIII

Laura de Mello e Souza

LA DELIMITACIÓN DEL OBJETO Y LA HISTORIOGRAFÍA

La valoración de la inconfidencia ntineira (conjura minera) de 1789 y del marti­


rio de Tiradentes, héroe de la nacionalidad, oscureció, desde mediados del siglo
XIX, gran parte de los episodios de cuestionamiento y turbulencia social ocurri­
dos en la América portuguesa. Un segundo plano honroso, cuando mucho, se re­
servó a los episodios en que se vislumbraba el nativismo, palabra que designa el
surgimiento del sentimiento antiportugués y la conciencia nacional.
Sin embargo, cuando se examina con detenimiento la crónica de los tiempos
coloniales, se imponen dos constataciones. En primer término, el número de mo­
tines, sediciones y levantamientos fue considerable, más o menos circunscritos,
más o menos violentos, pero, sin duda, recurrentes en el escenario urbano de en­
tonces. En segundo lugar, resulta evidente la multiplicidad de motivos que de­
sempeñaron un papel en su génesis y eclosión, que superan la caracterización
más genérica de nativismo. Existe una tercera constatación, próxima a la segun­
da: la composición social y la correlación de fuerzas establecidas en estos movi­
mientos fueron igualmente variadas, y superaron, de la misma manera, la dico­
tomía metropolitanos/coloniales.
La recurrencia de los motines no llegó a sensibilizar a la mayor parte de los
historiadores. Motines como los del Maneta, que tuvieron lugar en Salvador a
finales de 1711, o, incluso, en la misma ciudad, los de Ter^o Velho en 1728; su­
blevaciones como las que se produjeron en Minas en 1736 en el sertáo de Sao
Francisco (Cándido, 1975), o en 1759 en Cúrvelo; y conspiraciones como la que
se fraguó en 1794 en la ciudad de Río de Janeiro, tardaron mucho tiempo en sa­
lir del olvido y no han llegado, ni siquiera hoy, a recibir un tratamiento historio-
gráfico propiamente dicho. En verdad, con la honrosa excepción de los ntotins do
sertáo mineros y de la inconfidencia carioca (conjura carioca), los demás episo­
dios sólo conocieron registros factuales (Vasconcellos, 1918; Anastasia, 1983).
A su vez, levantamientos como el tradicionalmente asociado al nombre de
Filipe dos Santos tuvieron, además del incipiente sentimiento antilusitano de los
colonos, otros motivos que han sido desdeñados por los historiadores. Conside­
460 LAURA DE MELLO E SOUZA

rado como protomártir de la independencia debido al empeño del Instituto His­


tórico e Geográfico Brasileiro, Filipe dos Santos no fue el protagonista principal
de la sublevación y ni siquiera pensó en separar Minas de Portugal. Como se
verá más adelante, el episodio presentó una correlación de fuerzas bastante com­
pleja y variadas motivaciones. Cabe recordar el trabajo iconoclasta y pionero de
Feu de Carvalho (Feu de Carvalho, s.f.).
En lo que respecta a la tercera constatación indicada swpra, tómese la recol­
ta dos alfaiates, considerada tradicionalmente por la historiografía como el má­
ximo ejemplo de participación popular y radical en la contestación al régimen.
Estudios recientes indican que apenas contó con la actuación de una plebe urba­
na de carácter marcadamente artesanal, como han señalado muchos historiado­
res: tuvo adeptos fervorosos entre los miembros de las milicias y de la elite
bahiana culta, lo que produjo un movimiento mucho más complejo e intrigante
de lo que se había imaginado al principio (Motta, 1989; Maxwell, 1973b; lanc-
só, en prensa).
Por todo lo dicho, es necesario reequilibrar la problemática de los motines y
levantamientos del mundo lusobrasileño. Basándose en la constatación de que
fueron recurrentes y multiformes en las ideas, reivindicaciones y composición so­
cial, es preciso buscar una tipología de estos movimientos, detectando los nexos
comunes que los unen y las distinciones internas que los hacen específicos según
las diversas coyunturas.
Una primera aproximación clasificatoria indica que en el caso de los levan­
tamientos se superponen dos grandes categorías. Por una parte, existen rasgos
comunes entre tales movimientos y las revueltas características de las sociedades
del Antiguo Régimen, sus contemporáneas. Ambos están casi siempre regional­
mente circunscritos, son violentos, rápidos y espontáneos; antifiscales y antiesta­
tales en su mayoría, pero no necesariamente antimonárquicos, percibiéndose a
veces contradicciones profundas entre los comerciantes y los propietarios de tie­
rras. Por la otra, destacan peculiaridades propias de la situación colonial, que no
existen en los movimientos europeos: insatisfacción e inconformismo respecto a
la injerencia del Estado en las cuestiones referentes a la utilización de la fuerza
de trabajo esclava —negra o indígena— y, de la misma manera, en lo tocante a
la libertad de comercio; revuelta contra la manipulación oligárquica que ciertas
familias ejercían en el ámbito local controlando las municipalidades actividad
facilitada por la distancia a la que se encontraba el centro del poder; y, por últi­
mo, ansia de libertades políticas, incompatible con la situación de dependencia
colonial.
Tal vez por el hecho de que la independencia de Portugal es el límite extremo
de las revueltas luso-brasileñas, o su derivación casi fatal, todos esos movimien­
tos fueron examinados, al menos una vez, bajo el prisma del separatismo y el sen­
timiento nacional. Sin embargo, dicha uniformidad no aparece de modo tan cris­
talino e inmediato cuando se examinan las pruebas documentales: el mundo de
las sociedades humanas siempre trasciende las fórmulas y los modelos.
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 461

COYUNTURAS CRÍTICAS

Durante el siglo xvm es posible detectar dos grandes momentos críticos en los
que ocurrieron levantamientos significativos, ya sea simultáneamente o en un
lapso más o menos reducido, pero, de cualquier forma, directamente relaciona­
dos con coyunturas históricas comunes.
El primero de estos momentos estuvo marcado por la participación portugue­
sa en la Guerra de Sucesión española, cuando Portugal tomó posición contra las
pretensiones de Francia de colocar a un nieto de Luis XIV en el trono de España,
y por el inicio del largo reinado de Don Joáo V. Vulnerable nuevamente, cada vez
más atado a Inglaterra, tanto en términos políticos como económicos, Portugal se
convirtió en blanco de los ataques de piratas franceses; los rumores constantes de
invasiones inminentes avivaron la insatisfacción, motivada sobre todo por la pre­
sión fiscal, y profundizaron las divergencias internas dentro de la sociedad luso-
brasileña. Nunca como entonces se producirían tantos conflictos al mismo tiem­
po. Dos de ellos se extedieron durante más de dos años y asumieron un cariz de
guerra civil: el de los Emboabas, de 1707 hasta 1709, y el de los Mascares, de
1710 hasta 1711. Otros fueron: los de Maneta, en 1711; la serie de levantamien­
tos antifiscales en Minas, entre 1714 y 1720; el de Filipe dos Santos, también en
1720; el de Ter^o Velho, en 1728. En estos dos últimos se aplicaron en total ocho
penas capitales, tres de ellas con descuartizamiento del cuerpo.
El segundo momento acontece durante la revoluto atlántica, cuando la inde­
pendencia de las colonias inglesas de América del Norte pondrá en jaque el siste­
ma colonial (1776), la Revolución Francesa liquidará el Antiguo Régimen (1789)
y la Ilustración difundirá por todo el Occidente los ideales de libertad e igualdad.
El año 1789 en Minas, 1784 en Río de Janeiro y 1798 en Bahía marcan este
período, que se saldó con un total de cinco ahorcados y un descuartizado: Joa­
quín» José da Silva Xavier, el Tiradentes da inconfidencia ntineira.

LA PRIMERA COYUNTURA INSURGENTE: 1708-1728

El descubrimiento de oro en el Brasil central supuso grandes cambios en el equi­


librio y la dinámica del imperio portugués, además de desencadenar una increí­
ble ola migratoria desde la metrópoli y las zonas de colonización más antiguas
hacia Minas Gerais. Fue precisamente en esta región donde se produjeron los
primeros conflictos luso-brasileños del siglo XVIII, que inauguraron la primera
gran coyuntura de insurgencia de este siglo.
La causa principal del conflicto fue la oposición entre los mineros antiguos,
en general originarios de Sao Paulo, y los que llegaron después, provenientes de
Portugal y de otras zonas de la colonia, destacándose entre ellas Bahía. La oposi­
ción estaba motivada por el control de las tierras mineras, el incipiente aparato
administrativo, pudiendo atribuirse a las tensiones entre comerciantes y propie­
tarios de las referidas tierras. La incomprensión entre grupos sociales que se en­
raizaban en la tradición para descalificar a otros, forasteros o de origen más re­
ciente, caracterizaba a las sociedades de Antiguo Régimen, así como la oposición
462 LAURA DE MELLO E SOUZA

entre el comercio y la propiedad territorial. En Minas, región de frontera y aven­


tura integrada en un vasto imperio colonial, tales peculiaridades adquirirían ras­
gos propios.
En aquella época destacó en Ouro Preto un forastero inteligente, Pascoal da
Silva Guimaráes, quien comenzó como cajero en Río y estableció vínculos con el
gran comercio, recibiendo armas y esclavos en el interior de Minas. Con el tiem­
po se alió con otros potentados, entre ellos Manuel Nunes Viana, constituyén­
dose así un núcleo poderoso de forasteros. Se diferencian por el volumen de los
capitales y el uso del sistema de desmonte hidráulico en la explotación de los mi­
nerales, desviando el curso de los ríos y excavando minas profundas, lo que exi­
gía más mano de obra y trabajo adicional. Los paulistas continuaban con la
práctica rutinaria de la depuración en bateas, cribando el cascajo, o con picos y
almocrefes que removían los filones superficiales. Pronto comenzaron a mirar a
los extranjeros con resentimiento; como en aquel tiempo casi toda la población
de Sao Paulo hablaba tupi, escogieron en esta lengua el vocablo despectivo em­
boabas (corrupción de amó-abá), con el que pasaron a designar a los forasteros.
Nunes Viana comenzó como vendedor ambulante de baratijas y se convertió
después en administrador de los corrales de Doña Isabel Guedes de Brito, hija
bastarda del maestre de campo Antonio Guedes de Brito, legendario potentado
del sertáo bahiano. Vendía ganado y diversas mercancías destinadas a Minas, y
recibía a cambio oro en polvo. Entró en conflicto con uno de los más ilustres
paulistas de la región, Manuel Borba Gato, quien, publicando edictos en la puer­
ta de la iglesia de Caeté, lo conminó a retirarse. La negativa de Nunes Viana em­
peoró aún más las relaciones entre los dos grupos.
Como la región atravesaba una etapa de escasez alimentaria en 1707, se pro­
curó remediarla mediante la subasta del contrato de los cortes de carne destina­
dos a Minas, hecho en Río; el rematante debería abastecer la región con el gana­
do necesario, y al tratarse de un monopolio, las ganancias prometían ser
altísimas. El sargento mayor Francisco do Amaral Gurgel, señor de haciendas en
la región fluminense, obtuvo el contrato en asociación con el hermano trinitario
fray Francisco de Menezes. A) enterarse, los paulistas se enfurecieron, oponién­
dose por la fuerza.
Además de la cuestión del monopolio, una escaramuza que ocurrió en Caeté
agravó aún más la situación: celosos, quizás por las prerrogativas estamentales
referentes a la autorización para portar armas, dos paulistas quisieron desarmar
a un portugués y Nunes Viana acudió en su ayuda, desafiándolos a duelo. Sen­
das comparsas acudieron en su ayuda; el motín se generalizó y los forasteros or­
ganizaron un ejército respetable proclamaron a Nunes Viana gobernador de Mi­
nas y decidieron expulsar a los paulistas, quienes habían sufrido dos derrotas
significativas (octubre-noviembre de 1708). Nunes Viana, que tenía su sede en
Ouro Preto, al lado de Pascoal da Silva, ordenó el ataque contra los paulistas
que se agrupaban en Rio das Mortes, en el Arraial Novo, donde después se crea­
ría la ciudad de Sao Joáo del Rei. Ante la promesa de que nada les ocurriría si
deponían las armas, los paulistas se rindieron; sin embargo, una vez que lo hicie­
ron fueron torpemente asesinados por los emboabas: éste es el episodio que pasó
a la posteridad como el «Capáo da Trai^áo» (diciembre de 1708).
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 463

Temeroso de que la insurrección se generalizase, el gobernador de Río, Don


Fernando Martins Mascarenhas de Lencastre, se dirigió a Minas. En el lugar de­
nominado Congonhas, en las inmediaciones de Ouro Preto, se encontró con Nu-
nes Viana, quien se autodenominaba gobernador de Minas Gerais. No hubo ne­
gociación posible: Lencastre volvió a Río, dejando a su sucesor, Antonio de
Albuquerque Coelho de Carvalho, que estaba ya en camino hacia la colonia, el
encargo de resolver la cuestión. Nunes Viana trató de estructurar un gobierno
efectivo, nombrando autoridades y estableciendo el control sobre la administra­
ción de la capitanía.
Hábil, considerado por la historiografía como uno de los más grandes go­
bernantes de la América portuguesa, Carvalho se dirigió a Minas en agosto, y
recibió la sumisión de Nunes Viana (agosto de 1709), quien enseguida se retiró
hacia los corrales de Doña Isabel Guedes de Brito. Los paulistas habían vuelto a
su ciudad; instigados, según la tradición, por sus esposas, se armaron bajo las
órdenes de Amador Bueno da Veiga y, en cuanto Carvalho se retiró hacia Río,
volvieron a Minas, decididos a vengarse. En noviembre de 1709 comenzó el en­
frentamiento entre las dos facciones que duró ocho días, sin que la victoria se
definiese por ninguna de las partes. Sabiendo que estaba en camino un refuerzo
emboaba, los paulistas se batieron en retirada el 22 de noviembre. Ochenta
hombres murieron en el bando emboaba: tras dos años y cinco meses de enfren­
tamientos, acabó esta guerra que no tuvo ganadores (Boxer, 1962; Meló, 1987;
Canabrava, 1984).
El episodio de la elección de Nunes Viana como gobernador denota el ansia
creciente de los poderosos por enraizarse en la administración regional, caracte­
rística también presente en Pernambuco, en los conflictos de los mascares, que se
examinan a continuación, y, a fines de siglo, en las tensiones que desembocarán
en la inconfidencia mineira (conjura minera).
En Pernambuco, en la época de la guerra emboaba, la ciudad de Olinda,
controlada por los señores de ingenio, iba decayendo, mientras que Recife, cen­
tro de comerciantes, prosperaba y crecía, alcanzando una población de cerca de
8000 personas. El precio de los esclavos aumentó bastante, dada la alta deman­
da de las actividades mineras de la región central; al disminuir el número de bra­
zos, las zafras diminuyeron. El precio del azúcar cayó también debido a la desor­
ganización del transporte que se produjo, desde 1702, como derivación de la
guerra marítima —consecuencia, a su vez, de la entrada de Portugal en la Gue­
rra de Sucesión española—. De ahí el empobrecimiento de la aristocracia azuca­
rera, que veía cómo la suerte de sus viejas propiedades pasaba paulatinamente a
manos de los acreedores de Recife.
A pesar de eso, Recife ni siquiera era ciudad, lo cual acentúa la contradic­
ción flagrante entre la primacía política y el peso económico. Los cargos de la
municipalidad eran ejercidos por olindenses; pero como a tales cargos corres­
pondían los votos para ciertos impuestos municipales, que también recaían so­
bre los recifenses, éstos comenzaron a reivindicar su participación en la elección
y, dada su superioridad numérica, salieron vencedores. Los de Olinda protesta­
ron, diciendo que no era justo que forasteros establecidos en la capitanía para
tratar negocios privados comenzasen a tener influencia en la política de la tierra.
464 LAURA DE MELLO E SOUZA

Protestaron también porque el gobernador de la capitanía, Sebastiao de Castro


Caldas, los obligó a ir a Recife para negociar el precio del azúcar. Al darles la ra­
zón a los olindenses, el rey procuró de la misma manera neutralizar el descon­
tento de los comerciantes adversarios: elevó Recife a rango de ciudad, separán­
dola de Olinda, y le reconoció la jurisdicción que le fuera demarcada por el
gobernador y el oidor, que favorecía a Olinda. Pero Castro Caldas se anticipó, y
en la noche del 14 al 15 de febrero de 1710 mandó levantar el pelourinho (pico­
ta) —símbolo del poder municipal— y luego elegir a las autoridades.
Del desacuerdo de las dos autoridades se formaron prácticamente dos parti­
dos: Olinda apoyaba al oidor, que postulaba límites más estrechos, y Recife se
alineaba con el gobernador, que defendía límites más amplios. Tras ordenar el
apresamiento de individuos ligados al grupo opuesto, Castro Caldas sufrió un
atentado (el 10 de octubre de 1710); esto lo indujo a acometer una nueva ola de
arrestos, que incluyó a figuras importantes: el propio oidor, que huyó; los capi­
tanes André Dias de Figueiredo y Lourcntjo Cavalcanti Uchoa, cuyas casas fue­
ron saqueadas; el capitán mayor Pedro Ribeiro, que reaccionó, detuvo al envia­
do del gobernador, el capitán Joao da Mota, y proclamó la revuelta armada, a la
que se adhirieron los principales de la ciudad y los ingenios: Bernardo Vieira de
Meló, Leandro Bezerra, los Cavalcanti, los Barros Regó. Ordenaron entonces la
marcha sobre Recife; Sebastiao de Castro Caldas huyó a Bahía (el 7 de noviem­
bre de 1710) y el oidor a Paraíba.
Con esto se abría, tal vez, el primer movimiento social de la América portu­
guesa claramente marcado por el conflicto de clases: señores de ingenio contra
mercaderes, hijos de la tierra contra portugueses, la aristocrática ciudad de Olin­
da contra el Recife de los mascares —como pasaron a ser denominados, de ma­
nera peyorativa, sus habitantes—. Se reeditaba, en muchos aspectos, la guerra
emboaba. La conciencia de las posibilidades de cada grupo se delinea, sin em­
bargo, de manera mucho más nítida en el episodio que abordamos ahora.
Acéfala la capitanía, comenzó el período de predominio de los olindenses;
primero demolieron la picota de Recife, valiéndose para ello de doce mamelucos
(hijo de indio con blanco) emplumados como indios. Luego discutieron en la
Cámara la creación de una república en Pernambuco, análoga a la de Venecia;
invocaron las glorias de los antepasados, héroes de la guerra contra los holande­
ses, y parece que también hubo referencias al episodio emboaba, entonces re­
ciente, en el cual Nuncs Viana fuera proclamado gobernador. Pero después de
reflexionar si entregarían o no el gobierno vacante al obispo, acabaron hacién­
dolo, pero bajo determinadas condiciones1: serían perdonados todos los actos
cometidos contra el mal gobierno de Sebastiao de Castro Caldas; Recife dejaría
de ser ciudad; los puestos militares y de gobierno no podrían ser ocupados por
mascares y personas oriundas de Portugal (reinos); todos los que habían dejado
Pernambuco con el gobernador nunca volverían a ingresar a la capitanía y sus

1. «Capitulado que fizeram os levantados; c ofcreceram ao bispo para haver de entrar a go-
vernar Pernambuco; e com que persuadiram aos particulares; e povo». Véase Os manuscritos do Ar-
quivo da Casa de Cadaval respetantes ao Brasil, pp. 352-354, doc. n.° 446. Sobre la Guerra dos
Máscales, el trabajo más reciente y completo es el de Cabral de Mello (en prensa).
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 465

puestos serían considerados vacantes; se concedería puerto franco a dos naves


extranjeras para que comerciaran exclusivamente el azúcar; se renovaría la dis­
posición real según la cual se exceptuaba el remate de cualquier bien por deudas
contraídas con los comerciantes y no se aplicaría, de la misma manera, la prisión
por deudas; se prohibiría a los comerciantes el cobro de intereses sobre las deu­
das y las cobranzas judiciales que recayesen sobre las dos próximas flotas; la sal
debería volver a su precio antiguo.
Aceptadas las condiciones, el obispo asumió el cargo, apoyado por el gober­
nador de Bahía, que entonces detuvo a Castro Caldas. Pero esta vez son los ha­
bitantes de Recife quienes se muestran descontentos y traman una reacción con
el apoyo del capitán mayor de Paraíba. La rebelión máscate estalló el 18 de ju­
nio de 1711, encabezada por Joáo da Mota. El obispo, detenido en el colegio de
los jesuitas, firmó una carta circular en la que justificaba lo sucedido y determi­
naba que los capitanes del interior siguiesen al gobierno restaurado de Recife.
Bernardo Vieira de Meló, el gran dirigente olindcnse, fue apresado; logró huir
hacia Olinda y organizar una resistencia con el Maestre de Campo Cristóváo de
Mendon^a Arrais, el oidor, y la Cámara, sitiando Recife. Siguieron varios en­
frentamientos entre los beligerantes, sin ninguna victoria decisiva, hasta que el 6
de noviembre de 1711 atracó en Recife la flota proveniente del Reino con el nue­
vo gobernador, Félix José Machado de Mendon<;a, quien traía un perdón gene­
ral del rey, confirmando lo anteriormente concedido por el obispo, cuando cayó
prisionero de ios mascares.
Ambos bandos depusieron las armas y cuando parecía que todo se calmaba,
Félix Machado, so pretexto de haber descubierto una conspiración contra su
vida, inició castigos y abrió proceso contra los olindenses, apoyado por los
Recife. Olinda se quejó ante el rey, reclamando el perdón concedido y no respe­
tado; el mismo virrey, Marqués de Angeja, intercedió por Olinda. Félix José fue
sustituido por un nuevo gobernador; efectivamente, los ánimos se calmaron
pero, desde entonces, Recife se convirtió en sede de la capitanía.
Mientras que emboabas, paulistas, olindenses y mascares se enfrentaban en
Sao Paulo y en Pernambuco, los piratas franceses asediaban Río de Janeiro en
represalia por la participación portuguesa en la Guerra de Sucesión española. En
1710, Duclerc atacó la ciudad y fue derrotado; pero el año siguiente, Dugay-
Trouin consiguió ocupar Río, dejándola tras un fuerte rescate.
El año 1711 también ocurrieron en Bahía los motins do Maneta. El goberna­
dor Don Louren^o de Almada fue sustituido por Pedro de Vasconcelos de Sousa,
quien llegó a Bahía el 14 de noviembre de 1711. Valiéndose del cambio de go­
bernador, comenzaron tumultos multifacéticos: los negociantes se oponían al
cobro de impuestos sobre los esclavos de la Costa da Mina y Angola; la pobla­
ción protestaba contra la brusca subida del precio de la sal, que aumentó de 480
a 720 reís (reales) el alqueire2, lo que beneficiaba al monopolista Manuel Dias
Filgueiras, su único importador. Como en el conflicto emboaba, y como ocurri­
ría luego en el episodio de Filipe dos Santos, los monopolizadores de productos

2. Antigua unidad de medida de áridos, equivalente a 36,27 litros.


466 LAURA DE MELLO E SOUZA

alimentarios eran blanco del odio popular. El juíz do povo (juez del pueblo) y el
de misteres (oficios), Cristóváo de Sá y Domingo Vaz Fernandcs, respectiva­
mente, que representaban a los menos favorecidos en la Cámara Municipal, in­
tentaron en vano suspender el aumento; y se convirtieron así en los cabecillas
de la revuelta, por entonces ya inevitable. En fin, la población se negaba a pa­
gar la dízima da alfándega (10% sobre las mercancías importadas), que una
carta real mandaba cobrar para cubrir los gastos de los navios guardacostas,
destinados a vigilar las aguas territoriales a causa de los piratas: consideraban
que tal vigilancia se justificaba en Río, de donde partían las flotas de oro, pero
no en Bahía.
El 17 de octubre comenzó la agitación, que se propagó el día 19 con la ad­
hesión de soldados, oficiales y marineros de la flota, lo que dificultaría mucho la
represión. Predominaban los portugueses y se unió al movimiento el negociante
Joáo de Figueiredo Costa, apodado el Maneta. Con el aumento de la violencia,
los revoltosos se dirigieron a las casas de tres hombres de negocios (entre ellos
Filgueiras), las asaltaron y saquearon, lanzaron las alfaias (muebles, utensilios o
adornos de uso doméstico) y objetos de valor por las ventanas, y distribuyeron
muebles y mercancías entre la población. En lugares públicos se fijaron pasqui­
nes insolentes, que contenían amenazas como «reconhecer a vassalagem a outro
senhor se nao fosse suspensa a execu^áo dos novos tributos» (prestar vasallaje a
otro señor si suspende la aplicación de los nuevos impuestos) (Varnhagen,
1951).
Sintiéndose incapaz de contener el nuevo motín, Pedro de Vasconcelos recu­
rrió al gobernador que le había antecedido en el puesto, Don Louren^o de Alma-
da, quien dio marcha atrás en los aumentos y tributos, y concedió el perdón pú­
blico y por anticipado a los revoltosos. Finalmente, ofreciendo la base ritual de
un verdadero frente articulado por los poderes constituidos, el arzobispo Don
Sebastiáo Monteiro de Vide apareció en público con el santísimo expuesto,
acompañado de un séquito compuesto por canónigos y hermanos del Sacramen­
to da Sé, contribuyendo a que, finalmente, los ánimos se serenasen.
Un nuevo motín se produjo un mes y medio después (el 2 de diciembre de
1711) y a pesar de estar relacionado con el anterior, no contó con la participa­
ción del Maneta, sino que estuvo dirigido por Domingos da Costa Guimaráes,
Luís Chafet e Domingos Gomes. El pretexto fue la constitución de una escuadra
que acudiese en ayuda a Río, ocupada por Dugay-Trouin. Alegando falta de re­
cursos, Don Pedro de Vasconcellos rechazó el pedido, pero los revoltosos insis­
tieron, sugiriendo que se aportasen préstamos de particulares, que se utilizase el
dinero guardado en los conventos y que se abriesen suscripciones entre los nego­
ciantes. Vasconcellos aceptó entonces, y comenzó a armar las naves y expidió
órdenes a la Cámara para que procediese a recaudar contribuciones. Pero con la
noticia de la partida de los franceses, el movimiento perdió su razón principal;
los negociantes exaltados volvieron a sus establecimientos comerciales y cuando
todo se iba calmando, Vasconcellos, que había perdonado a los culpables del
primer motín, procedió al castigo de quienes estaban involucrados en el segun­
do. Los tres jefes mencionados anteriormente fueron desterrados a diferentes
puntos de África.
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 467

Las revueltas de 1711 y la correspondencia intercambiada entre el goberna­


dor y la metrópoli muestran hasta qué punto se temía la sublevación de los vasa­
llos en una coyuntura de crisis internacional. Muestran también cómo se iban
forjando ideas cada vez más precisas sobre la naturaleza de los motines y, ade­
más, sobre las relaciones entre el ejercicio del gobierno y la medida del castigo.
Pedro de Vasconcellos escribiría a Lisboa atribuyendo los desórdenes durante su
gobierno a la falta de castigo de quienes delinquían; para impedir la enfermedad
de «todo o Estado», instaba a que se aplicara «o remédio genuino e próprio»: el
castigo ejemplar. Por su parte, el Conselho Ultramarino consideró que Vascon­
cellos no había mostrado capacidad de discernimiento en ninguno de los episo­
dios y que debería haber ordenado detener y ahorcar a los sublevados tras el pri­
mer motín. En cuanto a su actuación en el segundo, la consideró excesivamente
enérgica, pues los colonos habían mostrado amor al Estado y celo público, no
cabiendo el duro castigo que recibieron. Era necesario que la diversidad de las
causas no indujese a error a los gobernantes sobre la naturaleza de los motines,
siempre unívoca y perniciosa.
Los levantamientos de 1711 lograron ganancias parciales. El Conselho Ul­
tramarino consideró que se debería enviar un nuevo gobernador, pues Vasconce­
llos se había ganado la inquina de la población. Don Joáo V tuvo en cuenta la
opinión de la ciudad de Salvador y ordenó que se transportase libremente la sal
a Bahía (Lamego, 1929; García a Varnhagcn, 1951).
En 1720 reaparecieron en Minas prácticamente todas las causas de las sedi­
ciones precedentes: lucha entre sectores del aparato administrativo (el oidor con­
tra el gobernador), entre oligarquía local y gobierno, e insatisfacción generaliza­
da contra los tributos.
La región Minas de entonces difería bastante de aquélla de la guerra emboa­
ba. La sociedad se iba sedimentando, se habían fundado varias ciudades desde
1711, época en que se creó la capitanía, y dos gobernadores ya habían pasado
por ahí montando el aparato administrativo sin haber, no obstante, consolidado
el poder. El problema de los impuestos sobre el oro extraído aún no tenía una
solución adecuada y el intento de cobrar un impuesto sobre cada esclavo que de­
purase minerales (en bateas) originó un levantamiento en Morro Vermelho en
1714. La Corona retrocedió, pero instruyó al nuevo gobernador, Don Pedro de
Almeida Portugal, conde de Assumar, para que aplicase la cobranza del quinto
real por medio de las Casas de Fundicáo, donde se descontaría el tributo y se
marcarían las barras, que sólo de esta forma podrían ser negociadas. Puesto que
se preveía descontentos, en 1720 llegaron a Minas las dos primeras compañías
de dragones, tropas de caballería compuestas en su totalidad de portugueses. Se
establecieron en la Vila do Ribeiráo do Carmo (hoy Mariana), donde, en la épo­
ca, también residía el gobernador.
El 28 de junio de 1720, varios hombres enmascarados comenzaron a provo­
car desórdenes, saqueando residencias y conminando a gritos al gobernador
para que no abriese las casas de fundición. Tales episodios de violencia popular
anónima se repitieron durante varios días y fueron uno de los rasgos distintivos
del suceso. Mientras fingía estar de acuerdo con las reivindicaciones básicas, el
conde gobernador se informó de que las personas involucradas en el levanta­
468 LAURA DE MELLO E SOUZA

miento eran potentados de Minas (Sebastiao da Veiga Cabral, Manuel Nunes


Viana, Pascoal da Silva, antiguos participantes de la guerra emboaba) en colu­
sión con el oidor Mosqueira da Rosa, recientemente cesado. Tras semanas de
tensión, Assumar detuvo a algunos de los cabecillas, entre los cuales se encontra­
ba un arriero exaltado, Filipe dos Santos Freire, quien defendería públicamente
la revuelta en varias circunstancias, consciente de pertenecer al círculo de los
protegidos de Pascoal da Silva. Dos días después, el 16 de julio de 1720, ocupó
Ouro Preto a la cabeza de 1.500 hombres, exhibiendo a los presos y mandando
prender fuego a los campamentos en las áreas en que Pascoal da Silva extraía
mineral. Este último acto carece de suficiente fundamento histórico, así como la
forma que asumió la ejecución de Filipe dos Santos, quien además no fue juzga­
do: es cierto que fue ahorcado, pero no se puede afirmar que hubiera sido ama­
rrado a la cola de cuatro caballos bravos que lo habrían descuartizado. Pero,
una vez más, la leyenda es elocuente en lo que respecta a la simbología: fuego y
suplicio integran el espectáculo del castigo ejemplar, sumamente ritualizado,
muy al gusto de las sociedades del Antiguo Régimen.
El levantamiento de Filipe dos Santos presenta dos peculiaridades: no se eje­
cutó ai principal sedicioso, sino a una figura subalterna, eximiendo a los podero­
sos del castigo capital; el gobernante y verdugo del movimiento escribió una no­
table reflexión sobre la naturaleza de los motines y la forma en que ios
gobiernos debían afrontarlos, muy original en el contexto portugués, casi siem­
pre pobre en teorizaciones políticas (Discurso Histórico..., 1994).
Las contradicciones en la dirección de las colonias son extraordinariamente
expresadas por Assumar en su Discurso Histórico Político sobre a sublevando
de 1720 (1994), donde la argumentación presenta puntos de contacto sor­
prendentes con la de Vasconcellos durante la sedición bahiana de 1711 e igual
analogía con los temores del consejero Antonio Rodrigues da Costa, quien amo­
nestaría al gobernador de Bahía en la misma época. Temeroso de que la suble­
vación se expandiese y, sobre todo, de que los esclavos negros también se amoti­
nasen, Assumar se decidió por la pena capital y la aplicó sin juicio. El desenlace
le resultó adverso: fue trasladado a Lisboa y sufrió casi diez años de ostracismo
en la Corte.
La administración colonial no dejaba mucha salida a los gobernantes: en
esta coyuntura crítica retrocedían o castigaban con violencia, y en ambos casos
disgustaban a la metrópoli. Considérense los casos de Don Fernando Mascaren-
has de Lencastre, que no supo actuar en la guerra emboaba (1709); Sebastiao de
Castro Caldas, que huyó acosado por los avances olindenses en la guerra de los
mascares (1711); Pedro de Vasconcellos, que castigó en Bahía el levantamiento
abortado (1711); y Don Pedro de Almeida, quien infligió suplicio a un hombre
blanco sin haberlo juzgado (1720).
La primera coyuntura crítica del siglo XVIII luso-brasileña se cerró con el le­
vantamiento del Ten;o Velho, que ocurrió en Salvador en 1728. Por entonces
eran muy frecuentes en Bahía las dificultades para proveer de uniformes a los
soldados: estaba vigente un sistema de contratos según el cual la Cámara pagaba
a los abastecedores y además daba a la tropa la ración de harina de mandioca;
como se atrasaba siempre, los tumultos eran constantes. El que ocurrió en mayo
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 469

de 1728 fue el más grave de todos, ya que transcendió los motivos tradicionales
y reveló una profunda insatisfacción ante el aparato judicial, pues el detonador
del movimiento fueron las sentencias excesivamente severas que el oidor general
del crimen dictó contra los soldados acusados de robo.
La mayor parte de los dos tercios de la guarnición de Bahía se rebeló, lo que
representaba unos 300 soldados; recorrieron las calles dando vivas a su maestre
de campo y muertes al oidor general del crimen, mientras que en una nota tragi­
cómica, el virrey, conde de Sabugosa, distribuía bastonazos a la soldadesca amo­
tinada; ésta consiguió dominar la ciudad por cierto tiempo, hasta que el virrey
hizo publicar el perdón a toque de tambor. Debilitado el movimiento, en los días
siguientes se efectuaron 23 arrestos. Tras un rápido juicio en el Tribunal da Re­
lajo, se ahorcó a los principales cabecillas, que eran siete, y los cuerpos de dos
de ellos fueron descuartizados y exhibidos públicamente; otros 13 sufrieron des­
tierro perpetuo en Bengucla (Costa, 1958).
Tanta violencia muestra la tensión de una coyuntura peligrosa, sugiriendo
además cuán grave se consideraba la insatisfacción de los soldados, brazo arma­
do del poder. Éstos se habían rebelado en circunstancias anteriores: en la misma
Bahía, en 1688, por motivos análogos; en la época del Maneta, algo más de
quince años antes. Nunca, sin embargo, en escala tan considerable. Y ahora ha­
bía un nuevo temor, manifestado también en la cana de Sabugosa: que los escla­
vos se uniesen a los revoltosos.
Después de 1728, se produjo un levantamiento en el sertáo minero de Sao
Francisco en 1736, cuando algunos potentados locales reunieron a hombres de­
socupados para manifestar el descontento con los tributos y hostilidad contra
funcionarios del Gobierno. Se produjeron arrestos, pero no se ejecutó a nadie.
Hasta 1789, las revueltas serían informales, lo que no significa menos violentas,
sino diseminadas en la vida cotidiana. Durante el consulado pombalino, las elites
aceptaron cooperar, lo que anuló su capacidad de cuestionamiento. Por otra par­
te, surgieron innumerables quilombos (comunidades de esclavos cimarrones) que,
al menos en Minas —región clave de la colonia en el siglo xvn— fueron tratados
a sangre y fuego. Pero los quilombos se mantuvieron aislados en el mundo de los
desfavorecidos, sin alianza posible con otros sectores descontentos.

LA SEGUNDA COYUNTURA INSURGENTE: 1789-1798

El último grupo de revueltas luso-brasileñas que aquí se aborda representa un


corte profundo en relación con la larga tradición insurgente que la precedió. He­
terogéneas en lo referente a los grupos sociales que en ellas participaron, o inclu­
so en cuanto a los objetivos que esbozaron, tienen, con todo, una sola naturale­
za profunda: son indiscutiblemente coloniales y no pueden ser confundidas con
las formas de descontento propias del Antiguo Régimen. Además, todas unen el
aprecio por ideas ilustradas al ansia de cambios radicales que, en última instan­
cia, ponen en jaque la forma de gobierno —monárquica— y la condición políti­
co-colonial. Todas, en fin, sufrieron una profunda influencia de los dos aconteci­
mientos capitales de la época: la independencia de las colonias norteamericanas
470 LAURA DE MELLO E SOUZA

en 1776 y la Revolución Francesa en 1789 (o, en el caso minero, el ideario que


la precedió).
Debido al descubrimiento de oro (1692) y de diamantes (1729), Minas Ge-
rais fue la región más importante del imperio portugués durante todo el siglo
xvm. Sin embargo desde finales de la década de 1730, el rendimiento del quinto
real venía disminuyendo regularmente y sucesivos gobernantes habían tratado,
sin éxito, de aumentar la extracción. Una vida urbana muy acentuada y el hábi­
to de mandar a los hijos a estudiar a Europa hizo posible el surgimiento de una
elite intelectual bien distribuida por toda la región, de la que formaban parte al­
gunas de las mayores expresiones literarias del siglo xvm luso-brasileña, junto a
los poetas Cláudio Manuel da Costa, Tomás Antonio Gonzaga y Alvarenga Pei-
xoto. Se difundió el hábito de las tertulias literarias y el préstamo de libros, so­
bre todo los que prohibía la censura. Las bibliotecas particulares poseían títulos
de autores como el abad Raynal, Montesquieu, Mably, Voltaire y las ideas ilus­
tradas adquirieron un potencial peligroso cuando, en 1783, el gobernador Don
Rodrigo José de Menezes, amigo de los letrados y poetas de la capitanía, fue sus­
tituido por Luís da Cunha Menezes, produciéndose entonces un cambio total en
el sistema de distribución de los cargos administrativos. Gonzaga, oidor general
de la capitanía, entró en conflicto con el nuevo gobernante. El endeudamiento
de algunos de esos hombres, todos miembros de la oligarquía local, y la inte­
rrupción de circuitos bien establecidos de contrabando de diamantes, integrados
por otros tantos, contribuyó a alimentar el descontento.
Todo lo que se sabe del episodio se basa en fuentes oficiales, los autos del
proceso entonces abierto que, sin duda, ofrecen una visión deformada. Entre
tanto, la tradición de revueltas, bien enraizada en la capitanía —contando, in­
cluso, con un curioso episodio en torno a 1759, cuando, en el Cúrvelo, letrados
y eclesiásticos locales profirieron palabras sediciosas y escribieron panfletos con­
tra la monarquía— autoriza a afirmar que, ya en 1788, se urdía en Minas un
plan de sedición influido en buena parte por el ideario norteamericano y que
contaba con la adhesión de miembros importantes de la minoría culta, la magis­
tratura, la administración y las milicias. La revuelta, que contaba con la adhe­
sión de sectores populares, estallaría cuando el gobernador lanzase la derrama,
es decir, un dispositivo fiscal que obligaba a la población a cubrir la diferencia
de las cien arrobas debidas al quinto.
Sospechando que se tramaba un levantamiento contra su gobierno, y con­
tando, ya en esta ocasión, con la denuncia verbal de uno de los involucrados, el
vizconde de Barbacena —quien sucediera a Cunha Menezes un año antes—, sus­
pendió la derrama el 14 de marzo de 1789. Cerca de un mes después, el delator,
Joaquim Silvério dos Reis, entregó su denuncia por escrito, seguida luego de la
del teniente coronel Basilio de Brito Malheiro.
Las acusaciones eran graves. Los sediciosos hablaban de separación de Portu­
gal, con el consiguiente fin del monopolio y la apertura de los puertos al comer­
cio libre; de la ejecución del gobernador; del establecimiento de un régimen repu­
blicano circunscrito a la capitanía de Minas, pero con la posibilidad de conseguir
posteriormente la adhesión de otras regiones; de la adopción de una constitución
propia; y de la creación de una fábrica de pólvora y de una casa de la moneda.
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 471

Los involucrados eran personas destacadas: el oidor Tomás Antonio Gonza­


ga; el comandante militar de la capitanía, Francisco de Paula Freire de Andrade;
Claudio Manuel da Costa, que fuera presidente del Senado de la Cámara de Vila
Rica; José Alvares Maciel, hijo del capitán mayor de la misma ciudad; José Aires
Gomes, el mayor hacendado de la región; Alvarenga Peixoto, antiguo oidor de
una de las comarcas de la capitanía; el vicario de Sao José del Reí, Carlos Co-
rreira de Toledo; el canónigo de Mariana, Luís Vieira da Silva; y el contratador
Joáo Rodrigues de Macedo, para sólo citar los más importantes.
A comienzos de mayo, el 7 de mayo de 1789, el virrey mandó abrir el proceso
en Río. En la misma ocasión, se apresó en esa ciudad al alférez Joaquim José da Sil­
va Xavier, apodado Tiradentes, a quien las denuncias sindicaban como el principal
propagandista del movimiento y autor de las palabras más sediciosas. Se sucedie­
ron entonces otros arrestos y los conjurados fueron enviados de Vila Rica hacia
Río, donde comenzaron los interrogatorios. Temeroso de que su nombre apareciese
junto al de algunos de los conjurados debido a las relaciones de amistad que siem­
pre había mantenido, y creyendo poder interferir en el curso de la investigación, el
vizconde de Barbacena abrió otro proceso en Vila Rica el mes siguiente (el 12 de ju­
nio de 1789), y ambos procedieron paralelamente a los interrogatorios. A comien­
zos de 1790, se unificaba el proceso; a finales del mismo año llegaron a Río los ma­
gistrados encargados de revisar y concluir el proceso; y el 18 de abril de 1791, en
una sesión presidida por el virrey, se proclamó la sentencia final que condenaba a
muerte en la horca a once conjurados, y desterraba a otros siete a África. Nunca se
verá nada semejante en la colonia. El 15 de octubre de 1791, Doña María I conce­
dió el indulto a los condenados a muerte, menos a uno, decisión mantenida en se­
creto por los jueces del Tribunal de Apelación hasta el 19 de abril de 1792.
De ahí en adelante, todo el procedimiento se orientó con vistas al impacto y
al espectáculo. Se publicó el perdón de todos, menos el de Tiradentes, quien asu­
mió todas las culpas del levantamiento. El 21 de abril, los regimientos en unifor­
me de gala se alinearon a lo largo del recorrido del condenado y éste, precedido
por una compañía de dragones, avanzó entre hermanos de la Misericordia y clé­
rigos que rezaban en voz alta. El juíz de fora (magistrado de la época colonial),
oidores y demás autoridades montaban caballos ricamente enjaezados. A las 11
de la mañana, Tiradentes subió las gradas del patíbulo. Su fin es bien conocido y
en todo análogo a la muerte del justo: dice que se regocijaba de ser el único en
morir y cuando el verdugo le pidió perdón, respondió, haciendo el gesto de be­
sarle las manos, que también el Redentor había muerto por nosotros. Su cuerpo
fue descuartizado y expuesto en el camino que llevaba a Minas; la cabeza quedó
expuesta en Vila Rica, en la plaza situada frente al palacio y la cárcel; su casa
fue arrasada y salado el terreno (Maxwell, 1973; Jardim, 1989).
En Río de Janeiro, que contaba entonces con cerca de 40000 habitantes, el
juicio de los sediciosos y la ejecución de Tiradentes provocaron una profunda
impresión. Los intelectuales se venían reuniendo en asociaciones como la Socie­
dad Literária, creada en 1786, con el propósito de discutir cuestiones referentes
al desarrollo de las ciencias y su aplicación en la sociedad. Era evidente el ansia
por la laicizando da inteligencia: en dos ocasiones anteriores, en 1787 y en 1793,
Manuel Inácio da Silva Alvarenga, profesor regio de retórica, y Joáo Marques
472 LAURA DE MELLO E SOUZA

Pinto, profesor de griego, habían hecho a la reina dos representaciones con du­
ras críticas a la intervención religiosa en la enseñanza de la juventud, que procu­
raban atraer a los jóvenes y apartarlos de las aulas regias.
Entre tanto, el virrey conde de Resendc decidirá bruscamente el cierre de la
Sociedad (1794). Poco después se produjo una denuncia contra once de sus
miembros por discutir y abrazar ideas como las siguientes: que los reyes no eran
necesarios; que los hombres eran libres, pudiendo reclamar en cualquier momen­
to su libertad; que las leyes francesas eran justas y debían ser seguidas en este
continente; que los franceses debían venir a conquistar Río; que la Sagrada Es­
critura, así como da poder a los reyes para castigar a los vasallos, también lo da
a los vasallos para castigar a los reyes; que el reino había sido entregado a los
frailes y que Don Joáo vivía prestando cuenta de sus actos a los frailes y, muy
beato, había ordenado «vir agua do rio Jordáo para a princesa (Dona Carlota
Joaquina) conceber» (Santos, 1992).
Incluso antes de abrir el proceso, Resende ordenó arrestar a los miembros de
la Sociedad, manteniéndolos incomunicados y requisando los papeles y los bie­
nes. Casi todos eran hombres maduros y pertenecientes a los estratos medios;
sólo dos eran propietarios. La figura más importante del grupo era Manuel Iná-
cio da Silva Alvarenga, mulato minero formado en Cánones en Coimbra e influi­
do por el pombalismo, quien enseñaba retórica y poética en Río desde 1782. El
proceso duró desde diciembre de 1794 hasta enero de 1795; los demás interro­
gatorios y careos se escucharon hasta mayo de 1796 y, además de los once acu­
sados, estuvieron involucrados como testigos otras 65 personas.
Entre los papeles de Silva Alvarenga se encontraron apuntes para una espe­
cie de reglamento secreto de la Sociedad Literaria, escritos de su puño y letra, es-
clarecedores del carácter secreto, democrático y humanista de la misma: todos
los miembros serían iguales; el objetivo principal debería ser la Filosofía «em
toda a sua extensáo no que se compreende tudo quanto pode ser interessante» y
los trabajos privilegiarían tanto las materias nuevas como las «já havidas», para
conservar y renovar las ideas adquiridas (Santos, 1992, 101).
El proceso no caracterizó al movimiento como una conjura, pues no logró
probar la existencia de un plan de sedición y levantamiento armado destinado a
tomar el poder. Los presos fueron liberados en 1797 y ninguno fue condenado.
Lo que ral vez haya pesado más en el episodio de la Sociedad Literaria fue la
constatación de que las ideas francesas comenzaban a dejar el círculo de los le­
trados y a ganar los medios populares, atrayendo el interés de oficiales mecáni­
cos y artesanos. Esta combinación explosiva se repetiría en 1798, en Bahía, lle­
gando a ser más compleja y amplia.
Bahía, a diferencia de Minas, atravesaba por un período de desarrollo eco­
nómico. Salvador contaba entonces con cerca de 60.000 habitantes; era la ma­
yor ciudad negra de la América portuguesa y había sido sede del virreinato hasta
1763. El 12 de agosto de 1798 fueron fijados en lugares públicos de la ciudad
«avisos al Povo Bahianense», desvelando que estaba en curso una articulación
política sediciosa. Se afirmaba en ellos que no tardarían en ocurrir grandes cam­
bios y reivindicaban ventajas para la tropa, libertad para los esclavos, liquida­
ción del absolutismo, igualdad entre los hombres, la república, el comercio libre
MOTINES. REVUELTAS Y REVOLUCIONES EN LA AMÉRICA PORTUGUESA 473

y el derecho de propiedad. Invocaban la revolución de 1789, recordando que to­


das las naciones del mundo tenían los ojos puestos en Francia y que «a liberdade
é agradável para todos» (lancsó, en prensa).
Estos pasquines constituyeron el punto de partida de las averiguaciones ofi­
ciales pero, como en las revueltas anteriores, hubo delatores. Setenta testigos
fueron llamados a deponer y se procedió a arrestos que comenzaron siendo in­
tensos y se fueron espaciando, prolongándose hasta enero de 1799. Los implica­
dos pertenecían a diferentes capas sociales, con predominio de los artesanos,
mulatos y negros libres. Pero había intelectuales ilustrados, como Cipriano Bara­
ta, y miembros de las elites, como José Borges de Barros, Francisco Muniz Ba­
rrero de Aragáo o, incluso, el sacerdote y científico Francisco Agostinho Gomes,
cuya participación es menos evidente. Un análisis cuidadoso de los aconteci­
mientos revela que, en el transcurso del proceso, la culpa se transfirió poco a
poco hacia los elementos más pobres y mestizos de la sedición, exceptuándose a
quienes tenían preeminencia económica, social o cultural (lancsó, en prensa). La
sentencia reflejó esta distinción. Cuatro hombre pobres, negros o mestizos, fue­
ron condenados a la horca el 8 de noviembre de 1799: Luís Gonzaga das Vir-
gens, Lucas Dantas de Amorim Torres, Joáo de Deus do Nascimento y Manuel
Faustino dos Santos Lira. Se desterró a otros seis, todos pobres también.
A diferencia de los dos movimientos anteriormente analizados, la sedición
bahiana mostró el esbozo de una cultura política. Existen documentos que indican
trajes y comportamientos exclusivos de los sediciosos: brinco (adorno o joya) en la
oreja, barba crecida hasta el medio del mentón y un buzio de angola (concha de
mar) en las cadenas del reloj harían que su portador fuese reconocido «como Fran­
cés, e do partido da rebeliáo» (lancsó, en prensa). Además, el movimiento bahiano
mostró capacidad para articular diversos segmentos de la sociedad, propuso la
abolición de la esclavitud, hizo gala de sensibilidad revolucionaria, articulando de
forma peculiar el espacio público y el privado. Hasta entonces, el espacio privado
había sido el campo, por excelencia, de la sedición y la protesta, de los ilustrados.
En Minas existen pruebas de que se habló de la revuelta en calles y tabernas, nun­
ca, sin embargo, del modo extremo que la protesta pública estalló en Salvador.
Quienes sobrevivieron a la conjura minera, al proceso contra la Sociedad Li­
teraria o a la revuelta bahiana de 1798 no dejaron huellas de los acontecimientos
vividos, y se sumieron en un silencio intrigante: Silva Alvarenga, Mariano José
Pereira da Fonseca, más tarde Marqués de Maricá o Cipriano Barata mantuvie­
ron el más absoluto silencio sobre sus días de rebeldes. Con la ascensión de Don
Rodrigo de Sousa Coutinho al Ministério dos Negocios do Ultramar, la llegada
de la familia real y, después, la proclamación de la independencia, triunfó un
proyecto político totalmente distinto de los que, confusa o vagamente, habían es­
bozado en la teoría y la práctica los revolucionarios de 1789, 1794 y 1798. Se
trataba del Império, independiente de la metrópoli, pero esclavista, único y ad­
verso a los regionalismos, capaz de captar e incorporar a antiguos rebeldes: de
ahí el silencio respecto al pasado. Fue el proyecto hegemónico de los Braganza el
que impuso la idea de Brasil: para Tiradentes, Silva Alvarenga o Luís Gonzaga
das Virgens, profundamente identificados con la región en que vivían, lo que de­
bía prevalecer era la libertad y, con matizaciones, la igualdad entre los hombres.
21

EL PENSAMIENTO POLÍTICO
Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS

José Carlos Chiaramonte

A medida que se avanza en el conocimiento del siglo xviii iberoamericano, más


se perciben las dificultades de una visión de conjunto sobre algo de por sí incier­
to: la hipotética existencia de una etapa en la historia de la cultura ibérica e ibe­
roamericana que pudiese merecer el calificativo de ilustrada. El intento, a prime­
ra vista tentador, de sortear la dificultad apelando al concepto de «Ilustración
católica» puede resultar en realidad inadecuado para la naturaleza de las trans­
formaciones culturales de la etapa borbónica: el desarrollo de tendencias refor­
mistas peculiares a las circunstancias y a la historia de España y Portugal —re­
forma de la enseñanza, de la política, de la economía, de la religión misma—, a
veces contagiadas de influencias de la Ilustración europea, sin que éstas basten
para explicar el fenómeno que, por otra parte, aparece a menudo apoyado en
corrientes católicas de antigua data. Sucede que ese concepto, que en principio
implica aunar dos rasgos tan poco compatibles como el deísmo predominante en
la Ilustración y el teísmo propio del catolicismo, paga tributo a una voluntad pe-
riodificadora, maquinalmente clasificatoria, que hace del concepto general de
Ilustración, acuñado para designar una etapa cultural de otros países europeos,
un clasificador poco funcional para la índole particular de la vida cultural ibéri­
ca del período. Una vida cultural, añadamos, que amalgama aspectos de su tra­
dición regalista, del reformismo escolástico, de las corrientes eclesiásticas de re­
forma de la Iglesia, de la filosofía y la ciencia del siglo xvn, y de diversas
manifestaciones de la Ilustración europea.

LAS INNOVACIONES DEL SIGLO XVIII

La tendencia reformista iniciada en Portugal bajo Juan V, a partir del ministerio


de Luis da Cunha, que adquirió fuerte impulso bajo el ministerio del célebre mar­
qués de Pombal durante el reinado de José I (1750-1777), implicó una creciente
laicización del Estado y la cultura portuguesa, que apenas fue mitigada por la caí­
da de Pombal. Este proceso encontró en los jesuitas su principal enemigo, y es jus­
tamente en Portugal donde la Compañía de Jesús sufre su primer extrañamiento,
476 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

en 1759, y en donde se inician, el mismo año, las reformas educativas similares a


las que, poco más tarde, se intentarán con menor éxito en España. Y es por otra
parte portuguesa una de las autoridades que más influirán en el siglo xvm ibérico,
peninsular y americano. Luis A. Verney, llamado el Barbadiño —el más conocido
de los ilustrados portugueses, cuyo Verdadeiro método de estudar (1746) sería
particularmente apreciado por los reformistas españoles—, influyó ampliamente
en las tendencias reformistas de Portugal y España, y también de las posesiones de
ambas Coronas en América, defendiendo una filosofía y un método de enseñanza
fundado en la ciencia experimental moderna y en el empirismo inglés.
En cuanto a España, el cambio de dinastía había desatado tempranamente un
proceso de reformas que encontró de inmediato fuertes resistencias que lo debili­
taron y frenaron, pero que renacería en la segunda mitad del siglo. La reforma del
comercio ultramarino, las reformas fiscales, la reforma administrativa y la refor­
ma de la enseñanza, incluso, las relaciones con la Iglesia sufrieron el nuevo sesgo
político, visible sobre todo, además de en lo implicado en los cambios educativos,
en la acentuación del regalismo y en los conflictos que provocara. Aquí debe ad­
vertirse que en realidad la disputa sobre las regalías tuvo que ver más con el orden
público que con la teología, pues de continuar el tipo de inserción de la Iglesia y el
clero en la vida española, el Estado, al menos el nuevo Estado al que tendían las
reformas borbónicas, habría sido ingobernable. «Los litigios pendientes con la
Iglesia, que se pretenden solucionar mediante Concordatos con la Santa Sede, dan
testimonio de la lenta pero constante eclosión de una noción de Estado que no es
compatible con la distinción de ámbitos legales y la división de jurisdicciones que
exigía el Papado desde la Edad Media» (Sánchez-Blanco Parody, 1991: 340).
Esa noción de Estado se apoyaba en alguna de las tendencias que participa­
ban de la entonces general preponderancia del derecho natural y de gentes, ver­
dadero fundamento de la ciencia de la política durante los siglos XVH y xvill.
Esto es, un conjunto de doctrinas, no siempre homogéneas, que guiaban la ense­
ñanza universitaria y sustentaban tanto la producción intelectual como el orden
social en general. Porque las corrientes iusnaturalistas, que nos hemos acostum­
brado a considerar limitadamente como sólo un capítulo de la historia de las
doctrinas jurídicas, en realidad, y pese a su heterogeneidad, constituían entonces
el fundamento de la ciencia política, al punto de que los conflictos que sacudirán
a Iberoamérica después de la independencia no podrán ser cabalmente compren­
didos si no atendemos a algunas de las cuestiones centrales derivadas del dere­
cho de gentes. Sobre todo, la de la naturaleza de los nuevos organismos políticos
soberanos que intentaban reemplazar la soberanía de las monarquías ibéricas, o
la de la divisibilidad o indivisibilidad de la soberanía, que está en el trasfondo de
las luchas en torno al federalismo (Chiaramonte, 1997b).
En efecto, los criterios políticos predominantes en el siglo xvm ibérico, y
también iberoamericano, eran producto de doctrinas comprendidas usualmente
bajo la denominación de derecho natural y de gentes'. Como explicaba el primer

1. Sobre esta interpretación del derecho natural y de gentes, y su difusión en Iberoamérica,


véanse Chiaramonte 1997a, 1997b, 1999.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 477

profesor de la cátedra de derecho natural y de gentes, creada por Carlos III en


1771, el derecho natural proporcionaba «aquellas reglas que tienen prescritas
los hombres para ajustar sus acciones, ya se les considere privadamente de unos
a otros, ya como unidos a cuerpos y sociedades» (Marín y Mendoza, 1950: 24)2.
La implantación de esos estudios por parte de Carlos III podría parecer contra­
dictoria con los objetivos básicos de la monarquía borbónica, por cuanto im­
plicaban la divulgación de las doctrinas contractualistas, que fueron un arma
formidable contra el absolutismo monárquico. Pero, muy probablemente con­
formaron un intento de controlar desde el gobierno lo que era ya objeto de in­
contenible difusión en la sociedad de la época (Jara Andreu, 1977). Pues las
prescripciones del monarca al habilitar los cursos establecían que debía enseñar­
se «demostrando ante todo la unión necesaria de la Religión, de la Moral y de la
Política», así como previamente disponía que la enseñanza de la filosofía moral
se efectuase «sujetándose siempre las luces de nuestra razón humana a las que
da la Religión Católica»3. Pero, a pesar de estas y otras precauciones, como la
edición expurgada de textos importantes de autores protestantes, tendientes a
salvaguardar los fundamentos de la monarquía y de la religión, la difusión de
corrientes iusnaturalistas no escolásticas fue incontenible y ni siquiera la poste­
rior supresión de aquellos estudios logró impedirla, cuando el impacto de la re­
volución francesa alentó la reacción conservadora.
En general, lo que otorga su peculiar fisonomía al reformismo ibérico del si­
glo xvni fue la tentativa de afirmar un Estado moderno en la tradicional socie­
dad de la época, objetivo que se expresó en el desarrollo de una fuerte tendencia
a afirmar el poder incondicionado del monarca —el llamado despotismo ilustra­
do—, el cual ocupaba el centro de atención en la historia política del período.
Esta perspectiva, las atenciones de la monarquía con los dos grandes estamentos,
la nobleza y el clero, permiten comprender mejor la historia no sólo política sino
también cultural del período. Entre los principales objetivos de la nueva política
se encontraban los de eliminar la posición privilegiada de la Iglesia como un Es­
tado dentro del Estado, suprimir los mayorazgos sobre los que reposaba la ino-
perancia de la nobleza y de los que se derivaban consecuencias nocivas para
toda la monarquía, unificar la legislación y la jurisprudencia, y sustituir el honor
por el mérito como medio de lograr reconocimiento social. De manera que en
España, al cambio de dinastía que implicaba repercusiones culturales de relevan­
cia a medio plazo, seguiría un visible cambio en la concepción del Estado. Es así
que, pese al mencionado riesgo que entrañaban las doctrinas iusnaturalistas, re­
sultarían más que atractivas las aseveraciones de uno de los autores más utiliza­
dos en la enseñanza del derecho natural (en versión debidamente expurgada de
sus errores): «Uno de los principales derechos de la soberanía que el supremo
imperante ejerce dentro de su república es el DERECHO ACERCA DE LAS
COSAS SAGRADAS, o acerca de la IGLESIA, tomada en particular; por la cual

2. Sobre la difusión del derecho natural y de gentes en España, véase Herr, 1979: 144 y ss.
3. Real decreto de 19 de enero de 1770, por el cual Carlos III restablecía los Reales Estudios
del Colegio Imperial de la Corte, anteriormente a cargo de los jesuitas. Novísima Recopilación, Tít.,
II, Ley III.
478 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

entendemos aquí una sociedad o reunión, cuyo objeto es la religión: y como to­
das las reuniones o sociedades menores o más simples deben estar subordinadas
a las más compuestas, de manera que nada puedan hacer en justicia que se
oponga manifiestamente a la sociedad mayor, se sigue que la iglesia particular
de un Estado debe estar subordinada en lo temporal a su gobierno [...] por la ra­
zón de que en la república no debe haber más que una voluntad y no sucedería
así si la Iglesia en alguna nación no estuviese sujeta al gobierno en lo tempo­
ral...»4.
Dado que entre los principales obstáculos a los intentos reformistas se en­
contraba, entonces, la mentalidad fuertemente particularista de la nobleza y del
clero, los monarcas ibéricos reclutarían su personal, y buscarían aliados, entre
quienes por extracción social, mentalidad u otra circunstancia —como los
miembros de la pequeña nobleza o funcionarios extranjeros— no anteponían la
salvaguardia de los privilegios de clase a la fidelidad a la monarquía. Pero noble­
za y clero no eran los únicos sectores que complicarían con su resistencia la polí­
tica centralizadora y unificadora del absolutismo borbónico. También las ciuda­
des —en el caso español, el tercer sector con representación en las Cortes de
Castilla— constituirían un obstáculo debido a la antigua tendencia al autogo­
bierno propia del municipio castellano. Tal como podía todavía afirmar un
miembro de la burocracia real española hacia 1742: «El gobierno de los pueblos
pertenece a ellos mismos por derecho natural; de ellos derivó a los magistrados y
a los príncipes, sin cuyo imperio no se puede sostener el gobierno de los pue­
blos».5
En tal concepción del fundamento del poder seguía viva la tradición contrac-
tualista que conformaba gran parte del pensamiento político de la época y servía
de apoyo a quienes se oponían a la doctrina del origen divino del poder. Los
Borbones españoles arremetieron contra ella, al tiempo que iban recortando las
prerrogativas de los municipios en consonancia a sus objetivos fiscales6.
Ese aspecto de la política centralizadora también se dio en la América hispa­
na, donde la tradición de relativa autonomía de las ciudades había logrado so­
brevivir mejor, y a donde la Corona llevaría intentos reformistas, en parte simi­

4. J. Gottlieb Heineccio, Elementos del derecho Natural y de Gentes, Madrid, 1837: 306. An­
teriormente, en 1776, al habilitarse la enseñanza del derecho natural por Carlos 111, ya se había edi­
tado en Madrid esta obra en versión original en latín. De ella comentaba Marín y Mendoza que «se
ha hecho la última edición de Heineccio, en esta corte, añadiéndole las advertencias que han pareci­
do más oportunas de los autores católicos...» (Marín y Mendoza, 1950: 59).
5. L. Santayana Bustillo, Gobierno político de los pueblos de España, Zaragoza, 1742, véase
en Beneyto, 1958: 473.
6. Obsérvese la crítica del contractualismo antiabsolutista que realizaba el citado Marín y
Mendoza: «El principio de la obligación y todos los derechos, los colocan en los pactos y convencio­
nes, desconociendo la moralidad, torpeza o rectitud intrínseca en las cosas, que les hace ser en sí bue­
nas o malas, independiente de los humanos institutos*. Y, entre otros «errores», se cuenta «... el no
reputar al matrimonio sino como una pura especie de contrato; a la Iglesia, como una sociedad me­
nor, o colegio, al modo de uno de los gremios inferiores, con otras proposiciones dignas de severa
censura», así como «otros no hallan en la suma potestad sino un encargo y administración amovible
a voluntad* del pueblo, en quien se figuran que está radicada la soberanía, y casi todos cuentan por
uno de los derechos de la majestad el poder absoluto sobre los ministros y cosas sagradas, y sujetan
la religión y el culto al arbitrio del Gobierno* (Marín y Mendoza, 1950: 56 y 58).
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 479

lares a los de la Península.«Superficialmente, el poder de la Corona era absoluto


en la Iglesia y el estado. [...] Pero en la práctica había tanta disputa por el poder
entre los diferentes grupos de intereses —entre virreyes y audiencias, virreyes y
obispos, clero secular y clero regular y entre los gobernadores y los goberna­
dos— que las leyes mal recibidas, aunque diferentemente consideradas según la
fuente de las que procedían, no eran obedecidas, mientras que la autoridad mis­
ma era filtrada, mediatizada y dispersa* (Elliot, 1990: 44 )7.
Esa autonomía fue blanco natural de las reformas, y si bien en lo inmediato
resultó seriamente afectada, la irritación generada obró como acicate para la
irrupción de las soberanías locales en el instante mismo del comienzo de los mo­
vimientos independentistas.
La monarquía portuguesa tuvo en cambio mejor éxito en su combate contra
las tendencias autonómicas locales. En la segunda mitad del siglo, y vinculado a
la mayor dependencia en que se encontraba la metrópoli con respecto a su colo­
nia, mientras el proceso de centralización administrativa se incrementaba, se re­
chazó toda concesión a las autonomías locales, al punto que las cámaras (cabil­
dos) fueron privadas por Pombal, en 1770, de su prerrogativa de ejercer la
administración de los asuntos públicos en caso de ausencia del virrey o de los
gobernadores, poder que trasladó a un gobierno provisorio de tres miembros,
integrado por el obispo, del presidente del Tribunal de Apelación, y el militar de
mayor graduación. Por otra parte, la creación de dos clases de funcionarios judi­
ciales, de los que unos participaban de las deliberaciones de las cámaras y los
otros tenían poder de control sobre sus resoluciones, subrayó la presencia del
poder real en el ámbito local.

CONTENIDOS DE LAS INNOVACIONES DEL SIGLO

Si Feijóo, por las características de su prédica y por lo amplio de su difusión,


puede representar la primera etapa del XVIII español, el Barbadiño ha merecido
similar consideración respecto de Portugal. Pero en este caso, con una difusión
en el otro reino peninsular tan amplia como en su tierra. En buena medida, por­
que en sus escritos trataba como un solo conjunto la realidad portuguesa y la es­
pañola —y en ocasiones incluía también a las colonias americanas—, intentando
impulsar la renovación de ambos reinos. Tanto la prédica del padre Feijóo
—como, poco más tarde, la del Barbadiño—, en pro de una apertura al pensa­
miento científico europeo, y en contra de las supersticiones, los prejuicios, y el
temor a la innovación, fueron muy bien acogidas por un público muy amplio. El
éxito editorial del Teatro Critico Universal y de las Cartas Eruditas, junto a la
explícita protección del rey —que en paradójica contraposición al espíritu de la
obra de Feijóo prohibió las críticas de sus adversarios—, es uno de los principa­
les indicios de que los Borboncs se proponían apoyar su intento de reconstruir el

7. Respecto de la irrupción de las soberanías locales al estallar los movimientos de indepen­


dencia, véase Chiaramonte, 1993.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA R E F O R M U L A CI Ó N DE LOS MODELOS 479

lares a los de la Península.«Superficialmente, el poder de la Corona era absoluto


en la Iglesia y el estado. [...] Pero en la práctica había tanta disputa por el poder
entre los diferentes grupos de intereses —entre virreyes y audiencias, virreyes y
obispos, clero secular y clero regular y entre los gobernadores y los goberna­
dos— que las leyes mal recibidas, aunque diferentemente consideradas según la
fuente de las que procedían, no eran obedecidas, mientras que la autoridad mis­
ma era filtrada, mediatizada y dispersa» (Elliot, 1990: 44)7.
Esa autonomía fue blanco natural de las reformas, y si bien en lo inmediato
resultó seriamente afectada, la irritación generada obró como acicate para la
irrupción de las soberanías locales en el instante mismo del comienzo de los mo­
vimientos independentistas.
La monarquía portuguesa tuvo en cambio mejor éxito en su combate contra
las tendencias autonómicas locales. En la segunda mitad del siglo, y vinculado a
la mayor dependencia en que se encontraba la metrópoli con respecto a su colo­
nia, mientras el proceso de centralización administrativa se incrementaba, se re­
chazó toda concesión a las autonomías locales, al punto que las cámaras (cabil­
dos) fueron privadas por Pombal, en 1770, de su prerrogativa de ejercer la
administración de los asuntos públicos en caso de ausencia del virrey o de los
gobernadores, poder que trasladó a un gobierno provisorio de tres miembros,
integrado por el obispo, del presidente del Tribunal de Apelación, y el militar de
mayor graduación. Por otra parte, la creación de dos clases de funcionarios judi­
ciales, de los que unos participaban de las deliberaciones de las cámaras y los
otros tenían poder de control sobre sus resoluciones, subrayó la presencia del
poder real en el ámbito local.

CONTENIDOS DE LAS INNOVACIONES DEL SIGLO

Si Feijóo, por las características de su prédica y por lo amplio de su difusión,


puede representar la primera etapa del xviii español, el Barbadiño ha merecido
similar consideración respecto de Portugal. Pero en este caso, con una difusión
en el otro reino peninsular tan amplia como en su tierra. En buena medida, por­
que en sus escritos trataba como un solo conjunto la realidad portuguesa y la es­
pañola —y en ocasiones incluía también a las colonias americanas—, intentando
impulsar la renovación de ambos reinos. Tanto la prédica del padre Feijóo
—como, poco más tarde, la del Barbadiño—, en pro de una apertura al pensa­
miento científico europeo, y en contra de las supersticiones, los prejuicios, y el
temor a la innovación, fueron muy bien acogidas por un público muy amplio. El
éxito editorial del Teatro Crítico Universal y de las Cartas Eruditas, junto a la
explícita protección del rey —que en paradójica contraposición al espíritu de la
obra de Feijóo prohibió las críticas de sus adversarios—, es uno de los principa­
les indicios de que los Borbones se proponían apoyar su intento de reconstruir el

7. Respecto de la irrupción de las soberanías locales al estallar los movimientos de indepen­


dencia, véase Chiaramonte, 1993.
480 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

poder de España superando su retraso en el desarrollo del pensamiento científico


y filosófico de la época. Y en cuanto a Portugal, es conocida la especial relación
que ligó al Barbadiño con Pombal, quien estimaba especialmente la crítica de
aquél a los jesuitas y su proyecto educativo alternativo al de la Compañía.
Pero estos propósitos renovadores tenían límites, en ocasiones muy ceñidos,
marcados por la oposición de buena parte de la Iglesia, cuyo peso en el conjunto
de la sociedad era inmenso. No se trataba solamente de una cuestión de censura,
ni del riesgo, en realidad decreciente, de la injerencia de la Inquisición, sino tam­
bién del tipo peculiar de profesión de fe que caracterizaba a casi todas las capas
de la sociedad, tanto en España como en Portugal, factores que confluían en una
fuerte tendencia a la autocensura por parte de aquellos cuyas opiniones corrían
riesgo de ser consideradas impías. Sin embargo, las tendencias reformistas —de
las que Feijóo y Verney son algunos de sus mayores, pero no únicos, exponen­
tes— bullían también en el seno de la Iglesia. De allí que el resultado, en materia
de tendencias innovadoras, fuera un conjunto bastante heterogéneo, en el que
predominaban el interés por las obras científicas y filosóficas de los siglos XVII y
xvni junto a antiguas corrientes escolásticas, valoradas, sobre todo, por su signi­
ficado para los designios políticos de la monarquía. Y en menor medida, y bas­
tante tardíamente en las Indias, algunas expresiones de la Ilustración propiamen­
te dicha. De manera que si quisiéramos restringirnos, en el intento de lograr
rótulos claros para los fenómenos en estudio, al engañoso concepto de «moder­
nización», deberíamos incluir en él la vuelta a la patrística y a las doctrinas de
los concilios antiguos, unos de los puntos centrales de las reformas educativas.
En España, las características de las tendencias innovadoras del siglo XVIII
español tenían mucho que ver con la peculiar relación entre la Iglesia y la mo­
narquía. De alguna manera, en la medida en que el monarca de Castilla era ca­
beza de la Iglesia hispana, esa relación puede considerarse como interna de la
Iglesia. Tal como, en relación a los dominios americanos, se refleja en este texto
de Solórzano: «Aviendo dicho, lo que ha parecido conveniente cerca de el go-
vierno Eclesiástico, y Espiritual de las Indias, resta, que pasemos a ver, y tratar,
como se goviernan en lo Secular, pues de uno, y otro brazo se compone el estado
de la República»8.
Es natural entonces que la Iglesia española del siglo xvm —como también la
portuguesa— no fuese inmune a las tendencias galicanas que tanto peso tuvieron
en la vida política e intelectual francesa en el siglo anterior. El regalismo del si­
glo xvm se apoyó en un catolicismo que llegó a ser calificado de jansenista, ob­
servó Mario Góngora, pero que con mayor propiedad puede llamarse «galica­
no», dado que tuvo poco en común con la piedad de Port-Royal y la doctrina
jansenista de la Gracia, mientras lo absorbían casi completamente problemas
eclesiásticos como el de la estructura del poder de la Iglesia (poderes de obispos
y concilios, límites del poder papal, derechos de la Corona en relación con la dis­
ciplina de la Iglesia, entre otros). En una modalidad propia de la cultura españo­
la, caracterizada como «fusión de elementos episcopales [la antigua tendencia a

8. Solórzano Pereyra, 1739, V, I: 251. Sobre este tema, véase Callaban, 1989: 13.
480 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

poder de España superando su retraso en el desarrollo del pensamiento científico


y filosófico de la época. Y en cuanto a Portugal, es conocida la especial relación
que ligó al Barbadiño con Pombal, quien estimaba especialmente la crítica de
aquél a los jesuítas y su proyecto educativo alternativo al de la Compañía.
Pero estos propósitos renovadores tenían límites, en ocasiones muy ceñidos,
marcados por la oposición de buena parte de la Iglesia, cuyo peso en el conjunto
de la sociedad era inmenso. No se trataba solamente de una cuestión de censura,
ni del riesgo, en realidad decreciente, de la injerencia de la Inquisición, sino tam­
bién del tipo peculiar de profesión de fe que caracterizaba a casi todas las capas
de la sociedad, tanto en España como en Portugal, factores que confluían en una
fuerte tendencia a la autocensura por parte de aquellos cuyas opiniones corrían
riesgo de ser consideradas impías. Sin embargo, las tendencias reformistas —de
las que Feijóo y Verney son algunos de sus mayores, pero no únicos, exponen­
tes— bullían también en el seno de la Iglesia. De allí que el resultado, en materia
de tendencias innovadoras, fuera un conjunto bastante heterogéneo, en el que
predominaban el interés por las obras científicas y filosóficas de los siglos xvn y
xvm junto a antiguas corrientes escolásticas, valoradas, sobre todo, por su signi­
ficado para los designios políticos de la monarquía. Y en menor medida, y bas­
tante tardíamente en las Indias, algunas expresiones de la Ilustración propiamen­
te dicha. De manera que si quisiéramos restringirnos, en el intento de lograr
rótulos claros para los fenómenos en estudio, al engañoso concepto de «moder­
nización», deberíamos incluir en él la vuelta a la patrística y a las doctrinas de
los concilios antiguos, unos de los puntos centrales de las reformas educativas.
En España, las características de las tendencias innovadoras del siglo xvm
español tenían mucho que ver con la peculiar relación entre la Iglesia y la mo­
narquía. De alguna manera, en la medida en que el monarca de Castilla era ca­
beza de la Iglesia hispana, esa relación puede considerarse como interna de la
Iglesia. Tal como, en relación a los dominios americanos, se refleja en este texto
de Solórzano: «Aviendo dicho, lo que ha parecido conveniente cerca de el go-
vierno Eclesiástico, y Espiritual de las Indias, resta, que pasemos a ver, y tratar,
como se goviernan en lo Secular, pues de uno, y otro brazo se compone el estado
de la República»8.
Es natural entonces que la Iglesia española del siglo xvm —como también la
portuguesa— no fuese inmune a las tendencias galicanas que tanto peso tuvieron
en la vida política e intelectual francesa en el siglo anterior. El regalismo del si­
glo xvm se apoyó en un catolicismo que llegó a ser calificado de jansenista, ob­
servó Mario Góngora, pero que con mayor propiedad puede llamarse «galica­
no», dado que tuvo poco en común con la piedad de Port-Royal y la doctrina
jansenista de la Gracia, mientras lo absorbían casi completamente problemas
eclesiásticos como el de la estructura del poder de la Iglesia (poderes de obispos
y concilios, límites del poder papal, derechos de la Corona en relación con la dis­
ciplina de la Iglesia, entre otros). En una modalidad propia de la cultura españo­
la, caracterizada como «fusión de elementos episcopales [la antigua tendencia a

8. Solórzano Pereyra, 1739, V, I: 251. Sobre este tema, véase Callaban, 1989: 13.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 481

sobreponer la autoridad de la asamblea de los obispos a la del Papa) y regalis-


tas», el galicanismo había exhibido una primera expresión de fuerza política e
intelectual durante el reinado del primer borbón, Felipe V. En autos del Consejo
de Castilla, de finales de 1713, se promovía la reforma de los estudios teológicos
y canónicos, con el propósito de combatir el predominio de la teología escolásti­
ca y del derecho canónico —sustentado en los Decretales y en las colecciones
posteriores—. Con pautas que veremos difundirse con fuerza a mediados de la
centuria, tanto en España como en America, el Consejo ordenaba que se estudia­
sen las Escrituras y la tradición patrística, es decir, la teología positiva, más
atenta a las fuentes del catolicismo que la teología escolástica. En otro auto dis­
ponía también que junto con el derecho canónico vigente —proveniente de la
época en que el predominio papal debió afirmarse frente a las pretcnsiones de
extender a los obispos la investidura del derecho divino—, se estudiasen la disci­
plina antigua de la Iglesia, los concilios ecuménicos y asimismo los concilios es­
pañoles. Los cánones conciliares debían ser concordados con las regalías.
La caída de Melchor de Macanaz (1713) y la resistencia de las Universidades
de Alcalá y Salamanca frenaron estas reformas pero la perspectiva que abrieron
—que comprende también el desarrollo de los estudios de derecho español para
sustituir en lo posible al derecho romano— continuará desarrollándose hasta
culminar en las reformas universitarias posteriores a 1767 que, si bien tuvieron
escaso éxito, por su carácter parcial, en sacar a la educación del bajo nivel en
que se arrastraba, no dejaron de estimular tendencias innovadoras. En el terreno
de los estudios jurídicos tuvo especial importancia la creación de las cátedras de
derecho patrio, tendiente a estimular la reviviscencia de la tradición jurídica
española, y de derecho natural y derecho de gentes, en las que gozaba de prefe­
rencia el iusnaturalismo de Grocio y Pufendorf, cátedras, estas dos últimas, cuya
supresión después de la Revolución Francesa confirmaría su condición innova­
dora.
Mayor, y con efecto polémico, habría de ser la influencia del abate Claude
Fleury, por sus estudios de historia eclesiástica y su justificación, en esos estu­
dios, de las tendencias episcopalistas y regalistas. Pero la figura más destacada
fue Bossuet, en pleno auge en el siglo xvm, profusamente citado tanto en España
como en las Indias como autoridad «casi comparable a la de un doctor de la
Iglesia» (Góngora, 1975b: 112 y 113)9. Fueron muchos los autores españoles y
portugueses que admiraron a los autores galicanos franceses y que al difundirlos
en España y Portugal abrieron paso a su divulgación por América: Feijóo, Ma-

9. Observa también Góngora: «El largo trabajo intelectual que condujo a la reforma de la
Universidad española abarca, como es bien sabido, junto a los afanes críticos de Tosca, Feijóo, Ma-
yans, Piqucr, Sarmiento, Flórez, etc., los influjos directos de autores franceses que escriben sobre re­
forma de los estudios. Entre ellos los más importantes son Mabillon, Fleury y Rollin» (Góngora,
1975b: 110). De Mabillon se tradujo en 1715 el Tratado de los estudios monásticos, que tuvo am­
plio éxito. La obra de Mabillon y de los maurinos —Congregación de Saint-Maur—, implicaban una
influencia galicana, no tanto en estricto sentido canonístico, sino «en el más vasto del pensamiento
total de la Iglesia francesa» (Góngora, 1975b, 111). El texto de Mabillon fue reimpreso en España
en 1779. Pero en América se seguirá utilizando como instrumento de disciplina intelectual hasta bien
entrado el siglo XIX.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA R E F O R M U L A C I Ó N DE LOS MODELOS 481

sobreponer la autoridad de la asamblea de los obispos a la del Papa] y regalis-


tas», el galicanismo había exhibido una primera expresión de fuerza política e
intelectual durante el reinado del primer borbón, Felipe V. En autos del Consejo
de Castilla, de finales de 1713, se promovía la reforma de los estudios teológicos
y canónicos, con el propósito de combatir el predominio de la teología escolásti­
ca y del derecho canónico —sustentado en los Decretales y en las colecciones
posteriores—. Con pautas que veremos difundirse con fuerza a mediados de la
centuria, tanto en España como en América, el Consejo ordenaba que se estudia­
sen las Escrituras y la tradición patrística, es decir, la teología positiva, más
atenta a las fuentes del catolicismo que la teología escolástica. En otro auto dis­
ponía también que junto con el derecho canónico vigente —proveniente de la
época en que el predominio papal debió afirmarse frente a las pretensiones de
extender a los obispos la investidura del derecho divino—, se estudiasen la disci­
plina antigua de la Iglesia, los concilios ecuménicos y asimismo los concilios es­
pañoles. Los cánones conciliares debían ser concordados con las regalías.
La caída de Melchor de Macanaz (1713) y la resistencia de las Universidades
de Alcalá y Salamanca frenaron estas reformas pero la perspectiva que abrieron
—que comprende también el desarrollo de los estudios de derecho español para
sustituir en lo posible al derecho romano— continuará desarrollándose hasta
culminar en las reformas universitarias posteriores a 1767 que, si bien tuvieron
escaso éxito, por su carácter parcial, en sacar a la educación del bajo nivel en
que se arrastraba, no dejaron de estimular tendencias innovadoras. En el terreno
de los estudios jurídicos tuvo especial importancia la creación de las cátedras de
derecho patrio, tendiente a estimular la reviviscencia de la tradición jurídica
española, y de derecho natural y derecho de gentes, en las que gozaba de prefe­
rencia el iusnaturalismo de Grocio y Pufendorf, cátedras, estas dos últimas, cuya
supresión después de la Revolución Francesa confirmaría su condición innova­
dora.
Mayor, y con efecto polémico, habría de ser la influencia del abate Claude
Fleury, por sus estudios de historia eclesiástica y su justificación, en esos estu­
dios, de las tendencias episcopalistas y regalistas. Pero la figura más destacada
fue Bossuet, en pleno auge en el siglo xviii, profusamente citado tanto en España
como en las Indias como autoridad «casi comparable a la de un doctor de la
Iglesia» (Góngora, 1975b: 112 y 113)9. Fueron muchos los autores españoles y
portugueses que admiraron a los autores galicanos franceses y que al difundirlos
en España y Portugal abrieron paso a su divulgación por América: Feijóo, Ma-

I
9. Observa también Góngora: «El largo trabajo intelectual que condujo a la reforma de la
Universidad española abarca, como es bien sabido, junto a los afanes críticos de Tosca, Feijóo, Ma-
yans, Piquer, Sarmiento, Flórez, etc., los influjos directos de autores franceses que escriben sobre re­
forma de los estudios. Entre ellos los más importantes son Mabillon, Fleury y Rollin» (Góngora,
1975b: 110). De Mabillon se tradujo en 1715 el Tratado de los estudios monásticos, que tuvo am­
plio éxito. La obra de Mabillon y de los maurinos —Congregación de Saint-Maur—, implicaban una
influencia galicana, no tanto en estricto sentido canonístico, sino «en el más vasto del pensamiento
total de la Iglesia francesa» (Góngora, 1975b, 111). El texto de Mabillon fue reimpreso en España
en 1779. Pero en América se seguirá utilizando como instrumento de disciplina intelectual hasta bien
entrado el siglo xix.
482 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

yans, el Barbadiño, el franciscano portugués Cenáculo, el canonista Antonio Pe-


reira de Figueredo, reformador de la enseñanza en tiempos de Pombal.
En las Indias, las huellas del galicanismo se perciben ya a finales del siglo
XVll. En los escritos regalistas del oidor Pedro Frasso y de Juan Luis López, en el
Perú, se observa la idea galicana de que la Iglesia se compone de una comunidad
de laicos y eclesiásticos, a diferencia de la tendencia a subrayar la distinción. En
las Observaciones Theopolíticas (Lima, 1689), López defiende el origen divino
del poder real. Por otra parte, López participa del goticismo hispano, estimulado
por los estudios históricos sobre los godos durante los siglos xvi y xvn, que los
juristas regalistas utilizarían al fin de dotar al regalismo de un fundamento doc­
trinario en el terreno eclesiástico.

LAS REFORMAS DE LAS UNIVERSIDADES

En la afirmación del absolutismo del siglo XVIII la universidad hispanoamericana


—o los estudios menores en el caso de Brasil, donde no hubo universidad en el
período colonial— habría de cumplir el mismo papel que la caracterizaba desde
su nacimiento, como vehículo de la concepción del poder propia de la monar­
quía. En la medida en que las relaciones de poder entre el rey y sus súbditos asu­
mían las formas corporativas características de la época —Iglesia, nobleza, ciu­
dades, universidades—, éstas continuarían rigiendo la vida de las universidades y
condicionando los cambios con que la nueva monarquía buscaba expresar su vi­
sión de la sociedad y las exigencias que a ésta le planteaba. Pero si esos cambios
intentarían no ser superficiales, por cuanto de ellos dependía buena parte del
éxito en la reforma del Estado, lo notorio de la comentada incompatibilidad en­
tre los fundamentos deístas de la mayor parte de la Ilustración con el teísmo ca­
tólico imponía límites difíciles de superar. De alguna manera, esto explica la sen­
sible reducción del ímpetu reformista a una disputa metodológica, tal como la
que concentró el interés de los miembros portugueses de la Congregación del
Oratorio de San Felipe Neri, y que se reflejó en el Verdadeiro Método de Estu-
dar del Barbadiño. En la orientación del reformismo lusitano ocupó entonces un
lugar central la disputa sobre los métodos, al punto de que en los comienzos de
la reforma de los estudios portugueses fue muy viva la crítica de los oratorianos
a los jesuitas en torno a los métodos de enseñanza del latín, que los filipinos —
así también llamados estos regulares— quisieron renovar aplicando tendencias
más racionales desarrolladas durante los siglos xvu y xvni. Consecuentemente,
la reforma de la enseñanza del latín fue una de las más significativas entre las
que impulsó Pombal.
Pero en el impulso y en el tipo de orientación dado a las reformas en ambos
reinos primaba una de las preocupaciones más persistentes y profundas de los
monarcas, la afirmación del derecho divino de los reyes, así como las doctrinas
teológicas que le concernían, y el rechazo de la doctrina del tiranicidio. Tanto
por constituir el fundamento último del derecho del monarca a las regalías ecle­
siásticas, como por afectar al conjunto de la política centralizadora del absolu­
tismo, los reyes no cejaron en su propósito de infundir en las universidades y en
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 483

otros centros de estudio las doctrinas de aquellos autores, antiguos o contempo­


ráneos, que favoreciesen esa tendencia; al mismo tiempo que se mostraban tole­
rantes con otros cuya difusión implicaba una actualización de la vida intelectual,
siempre que no afectasen los fundamentos del poder real y el dogma de la Igle­
sia. De manera que el conflicto con la Compañía de Jesús habría de ocupar en
este proceso un lugar central y a él se vincularían buena parte de las reformas
educativas del período, esfuerzo comprensible, dada la particular amplitud de la
labor de la Compañía en el ámbito de la enseñanza.
Por consiguiente, gran parte de esas reformas reconocen fundamentos gali­
canos como los señalados anteriormente y, además de abrir camino a la filoso­
fía y a la ciencia modernas, promueven el uso de la lengua vulgar, tienden a
priorizar la enseñanza de los textos bíblicos y de la teología positiva, así como
del derecho natural, y promueven la apertura al galicanismo en la enseñanza
del derecho canónico. De tal manera, los planes de estudios de Salamanca, Al­
calá, Valladolid, Granada, Valencia, de los Estudios Reales de San Isidro de
Madrid, así como los estudios conventuales, acogen la doctrina de la Iglesia
francesa.
Entre los reformadores americanos que participan de estas tendencias se en­
cuentran Rodríguez de Mendoza, que en su Plan para los Estudios del Convicto­
rio Carolino de Lima (1787) cita a Rollin como autoridad fundamental en edu­
cación; el quiteño Espejo y Santa Cruz, que en el «Nuevo Luciano» se inspira en
el Barbadiño, acentuando la sátira antiescolástica; Pérez Calama, destacado di­
fusor de la Ilustración eclesiástica en México y Quito, que en su Plan de Estu­
dios para la Real Universidad de Santo Tomás de Quito (1791) confesaba la fre­
cuente lectura del Barbadiño, Rollin y otros; el P. José Agustín Caballero, en
Cuba, que como el mexicano Díaz de Gamarra —de la Congregación del Orato­
rio—, muestran la influencia del Barbadiño. Asimismo, el futuro líder de la revo­
lución mexicana de 1810, Miguel Hidalgo, que podría ser considerado discípulo
de Pérez Calama, citaba como autoridades fundamentales al Barbadiño y a Fei­
jóo en su plan de estudios de 1784, en el cual, en consonancia con las innovacio­
nes metropolitanas, encarecía la teología positiva y la historia eclesiástica.
De manera que, acordes con esas reformas, los planes de estudio hispanoa­
mericanos de finales del siglo xvm y comienzos del XIX son una reproducción,
en proporciones variables según la importancia de cada universidad, de los espa­
ñoles. Las reformas de más trascendencia apuntan al sistema de cátedra y a los
textos adoptados. Un hecho significativo es la eliminación del dictado como pro­
cedimiento de enseñanza, por considerarse un medio de perpetuar la ortodoxia
de las escuelas filosófico-teológicas propias de cada orden religiosa. En lugar del
dictado de los contenidos de las materias por parte del profesor, los textos de los
autores ya indicados aseguraban la orientación que se buscaba.
Un ejemplo de cómo las universidades americanas reflejaron rápidamente las
reformas metropolitanas es el de la Real Universidad de Santo Tomás, en Quito,
que como universidad pública, entre 1767 y 1787, luego de la expulsión de los
jesuitas y frente a la consiguiente decadencia de la universidad «privada» de San
Gregorio, asume aquella orientación, tal como se percibe en su Estatuto redacta­
do por Pérez Calama: «... que sea la Universidad verdaderamente pública, y acu­
484 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

dan con libertad los que se apliquen a estudios sin preferencia de escuelas, ni sis­
temas, pues sólo la puede haber por el mérito y aprovechamiento».10
La idea del origen divino del poder real, sin intermediación del pueblo, nú­
cleo del galicanismo en teoría política, fue también objeto de difusión, más allá
de las universidades, mediante una propaganda dirigida a convertirla en convic­
ción popular. En esto son de importancia las obras pastorales de obispos como
san Alberto, en Córdoba del Tucumán, o como los mexicanos, guatemaltecos,
peruanos y otros durante los años en que debieron defender la monarquía con­
tra los criollos patriotas, así como los edictos de la Inquisición o las Cartillas
destinadas a la instrucción general por funcionarios reales. Pero además, era
doctrina canonística sustentada oficialmente en las universidades y difundida a
través de las cátedras, entre otras, las de historia de la Iglesia, concilios, y disci­
plina antigua.
La creación de estas tres cátedras se llevó a cabo a partir de la expulsión de
los jesuitas. Su enseñanza prosiguió después de los movimientos de independen­
cia, acompañando a la oleada de reformas eclesiásticas en diversos lugares de
Hispanoamérica. La historia de la Iglesia, por ejemplo, servía de fuente de infor­
mación para la innovadora tendencia a preferir la teología positiva a la escolásti­
ca. Es importante advertir, así, que los propagadores de esta postura, resistida
por otros sectores de la Iglesia, son los eclesiásticos y los funcionarios «ilustra­
dos»: Maciel, san Alberto, Lázaro de Ribera, en el Plata; Pérez Calama, en Qui­
to; Moxó en Charcas; el oidor Rezaba! y Ligarte, en Lima; Lorenzana, Fabián y
Fuero, Núñez de Haro, Abad y Queipo, en México...
No fue distinto el caso de Brasil; en Bahía, en 1759, se realizaron concursos
para elegir profesores de latín y retórica —dos campos en los que se había cen­
trado la crítica de los oratorianos a los jesuitas—, requeridos por las reformas en
marcha. Asimismo, otros lugares, tales como Pernambuco, recibieron profesores
enviados desde la metrópoli para contribuir a aplicar esas reformas. Por otra
parte, se crearon aulas de primera enseñanza, de gramática latina, de retórica, de
lengua griega, y de filosofía, en diversos puntos de Brasil. Esta reforma de los
llamados estudios menores tuvo inconvenientes diversos pero dio sus frutos, has­
ta el punto de que, bajo la orientación del canónigo reformista José Joaquín da
Cunha de Azeredo Coutinho, funcionaba a finales de siglo en Pernambuco un
seminario en el que miembros del clero secular y regulares —entre ellos del Ora­
torio de San Felipe Neri—, siguiendo directivas de las reformas de la Universi­
dad de Coimbra (1772), enseñaban teología dogmática, teología moral, historia
eclesiástica, filosofía, matemática y otras materias. Asimismo, y más allá del te­
rreno de la educación, la influencia de los reformistas portugueses fue amplia en
Brasil, donde la Academia Científica, si bien no de larga vida, pues sólo funcio­
nó entre 1772 y 1779, se anticipó a creaciones similares en la metrópoli.
El galicanismo persistirá en Iberoamérica después de la independencia y ali­
mentará tendencias reformistas de la Iglesia como las que puso en vigor Rivada-

10. Estatuto de la Real Universidad de Santo Tomás de la Ciudad de Quito. 26 de octubre de


1788; véase en Roig, 1984: 37.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 485

via en Buenos Aires. Pero a partir de 1820-1830, aunque no cesa la controver­


sia, al irse reanudando las relaciones con el Papado —con conflictos y con for­
mación de partidos opuestos de regalistas y ultramontanos—, el galicanismo co­
mienza a retroceder. A partir de 1840, la unión con el papado y el desarrollo de
tendencias propias del siglo XIX hacen que el galicanismo sea ya una reminiscen­
cia. Sin embargo, si bien el episcopalismo y el conciliarismo desaparecieron rápi­
damente, la independencia del Estado en lo temporal, la abolición de viejas teo­
rías medievales o de la Contrarreforma respecto del poder temporal del Papa, la
reducción de la potestad eclesiástica a lo espiritual «son un duradero triunfo ga­
licano», que estará en los fundamentos del proceso de formación de los futuros
Estados iberoamericanos. Si bien el liberalismo coincidía en estas tendencias, el
galicanismo tuvo la peculiaridad de dar a la independencia del Estado un sello
religioso, al apoyarla en los textos bíblicos referentes a la diversidad de las po­
testades y al origen divino de ambas.

EL ESPÍRITU DE TOLERANCIA Y LA INTOLERANCIA POLÍTICA DE LAS MONARQUÍAS

La difusión del espíritu de tolerancia fue también una característica de la cultura


ibérica durante el período. Este fenómeno se pudo observar en la expresión del
pensamiento y aun en lo que afectaba al culto religioso. La tolerancia de otros
cultos no implicaba aceptar el principio de la libertad de conciencia, pero favo­
recía la convivencia con confesiones distintas del catolicismo, y estimulaba la ex­
presión del pensamiento en asuntos que hubiesen podido ser víctimas de presun­
ción de herejía, sobre todo aquellos que correspondían a las innovaciones
científicas europeas, a las cuales se había cerrado la España de la Contrarrefor­
ma. En Iberoamérica, facilitó la circulación de las novedades del siglo, así como
la residencia de aquellos fieles del protestantismo dedicados al comercio, las ar­
tesanías, la navegación y otras actividades.
Sin embargo, esa tolerancia no beneficiaba los ámbitos en los cuales podía
verse afectado el regalismo de la monarquía. En este terreno se practicó una cen­
sura estricta, en la que la impulsada por la férrea intransigencia de Pombal so­
bresale del conjunto, pero que también caracterizó a los Borbones españoles. Así
se observa en el incidente promovido en 1801 en Asunción del Paraguay por el
intento de lectura, no concretado, de una disertación académica que hería los in­
tereses reales. El hecho motivó una real cédula que prohibía las disertaciones
que afectaran los derechos de la Corona, en universidades, conventos y escuelas
privadas del clero secular o regular, y que organizaba la correspondiente censu­
ra. El documento iba acompañado de una reglamentación especial que prohibía
enseñar doctrinas opuestas a la autoridad y regalías de la Corona, a las bulas
pontificas y decretos reales relativos a la Inmaculada Concepción de María, o al
regicidio —dos puntos, estos últimos, que agitaban la vida de la Iglesia del siglo
XVlll”—. Asimismo, el juramento de los licenciados de la Universidad de Córdo-

11. - Real Cédula de 19 de mayo de 1801» e «Instrucción y reglas de gobierno que han de ob-
486 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

ba, en ei Río de La Plata, después de la expulsión de los jesuitas, y en cumpli­


miento de una disposición regia de 1770, incluía la condena explícita del tirani­
cidio: «Juro también que rechazo y rechazaré mientras viva, e impugnaré en la
medida en que se ofrezca la ocasión, la doctrina acerca del tiranicidio...»12.

CONFLICTOS INTERNOS DE LA IGLESIA

Como vemos, los terrenos de combate entre las tendencias innovadoras y sus
opositores no se limitaban, ni mucho menos, a la disputa en torno al pensamien­
to de los «filósofos» franceses, o a las implicaciones de la obra de Newton. Se
extendían a campos que sólo pueden ser percibidos si atendemos a la aguda lu­
cha de tendencias que caracterizaba a la Iglesia de los siglos xvn y xviii, y que en
España se llevó al borde de reformas de envergadura, de las cuales los intentos
de suprimir la Inquisición fueron sólo la parte más llamativa. Conviene recordar
que todavía a comienzos del siglo XVIII seguían vivas las disputas provocadas
por el jansenismo, y el combate encarnaba, entre otros protagonistas, en las ór­
denes religiosas que defendían su concepción de la Teología e impugnaban la de
las órdenes rivales. Así, las querellas entre el suarismo de los jesuitas, el tomismo
de los dominicos y el escotismo de los franciscanos eran más que intensas, y con­
taban con la participación de otras órdenes, entre las que destacaba, de las ad­
versarias de la Compañía, la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, a la
cual perteneció el mexicano Gamarra y en cuyo seno se formó, y a la que siem­
pre guardó fidelidad, el Barbadiño. Los oratorianos fueron notorios por su sim­
patías hacia el jansenismo y por la consiguiente rivalidad con los jesuitas.
En el desarrollo de estas disputas, tendía así a sobresalir la provocada por las
posiciones teológicas y políticas de la Compañía de Jesús y la impugnación de sus
adversarios, especialmente los dominicos, en el caso hispanoamericano, y los ora­
torianos, en el de Brasil —donde la Orden de Santo Domingo no había ingresado
durante el período colonial—. Los motes de jansenismo lanzados por los jesuitas
al rostro de sus rivales, y de «laxismo», utilizados por éstos contra los miembros
de la Compañía abundan en los escritos de la época. En el cruce, entonces, de las
inconciliables tendencias de lealtad a la monarquía y fidelidad a la tradición doc­
trinaria, la política de las órdenes religiosas estuvo lejos de la uniformidad, pano­
rama agravado por la aguda rivalidad que caracterizaba a varias de ellas.
Por otra parte, en el seno mismo de la Compañía de Jesús no estaban ausen­
tes las disidencias respecto de su ortodoxia. De esto dan testimonio las reitera­
das disposiciones de las Congregaciones Generales de la Compañía (1806, 1830,

servar los Censores Regios de todas las Universidades de los Reynos de las Indias e Islas Filipinas»,
en Instituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras. Documentos para la Histo­
ria Argentina, Tomo XVIII, Cultura. La enseñanza durante la época colonial, (1771-1810), Buenos
Aires, Peuser, 1924, pp. 611 y 613.
12. «Juramento que hacían los Doctorados antes de la Profesión de la Fe, trayéndolo escrito y
firmado de su mano...» . Véase asimismo el - Juramento que después de la profesión de fe deben ha­
cer los graduados en esta Real Universidad de Córdoba». Ambos en Zcnón Bustos, 1910: 891 y 897.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 487

1851) que censuran a los miembros que simpatizaban, de diversa manera, con
las doctrinas condenadas, y que adoptan medidas para separarlos de la enseñan­
za. En tierra americana, el caso del mexicano Clavigero, claro ejemplo de crisis
de conciencia en el seno de una ortodoxia, da testimonio de la persistencia de
esas disidencias internas de la Compañía, a la par de los límites de sus posiciones
heterodoxas13.
En cuanto a la adecuación de algunas órdenes a la política cultural de la mo­
narquía, es un caso de interés la gestión de los franciscanos en la Universidad de
Córdoba, en el Río de La Plata, después de la expulsión de los jesuítas, gestión
que irritó al clero de aquella ciudad, excluido del gobierno universitario por sos­
pechas de suarismo. Un memorial del Deán y Cabildo de la Catedral de Córdo­
ba, presentado en 1797 pero que reproduce los argumentos de otros de 1785 y
1788, recuerda cómo la acusación de suaristas al clero de Córdoba había pesado
en su exclusión del gobierno de la universidad, entregada a los franciscanos, por
el riesgo de difusión de la doctrina suarista, junto con el probabilismo. Los fran­
ciscanos, se aducía, se habían hecho cargo de la universidad porque: «... todos
los clérigos de la Diócesis del Tucumán estaban comprendidos en la generalidad
de Suaristas [y porjque la piadosa mente de V. M. y acertadas Providencias del
gobierno, era, y terminaban a desterrar el probabilismo, y que se educase e ins­
truyese a la Juventud en sana doctrina, habiéndose mandado por Real Cédula
posterior para conseguir tan loable fin, que no se leyese ni enseñase en las Uni­
versidades otra doctrina que la de Santo Tomás...».
De tal manera, se formaron los «... graduados desde aquella época en sana
doctrina con olvido y destierro absoluto de la Teología Suarista, y doctrina del
probabilismo...».
Mientras las severas críticas que recibían los jesuitas se expresaban general­
mente en forma de ataques contra la doctrina del probabilismo, los dominicos re­
cibían a su vez, desde el campo jesuítico, serias acusaciones de jansenismo, funda­
das en las evidentes simpatías de varios de sus teólogos hacia aquella corriente.
Así, el general de la Orden, que en 1786 al aprobar los capítulos de la provincia
dominica de Buenos Aires de 1775, 1779 y 1783 condenaba «la injuria envidiosa
que se nos hace, al atribuirnos el dictado de Molinistas o Jansenistas», en una
carta de 1790 dirigida al provincial rioplatense, une a una profesión de fe dogmá­
tica, una evidente manifestación del regalismo de la Orden mediante firmísima
protesta de veneración, respeto y lealtad al monarca y a sus ministros. Y en la en­
crucijada en que se hallaba a raíz de tener que defender el reemplazo del latín por
la lengua vernácula, adoptó una curiosa forma de expresar la oposición a las
«novedades» a la vez que la fidelidad a las directivas de la monarquía: «Aunque
por genio somos enemigos de novedades, y tan enemigos que las aborrecemos de
muerte, como suele decirse, no obstante, si alguna vez las tenemos por necesarias,
nos violentamos y nos reducimos a hacerlas» (Carrasco, 1924: 449, 487 y 509).

13. Véase detallada información sobre la preocupación de las Congregaciones Generales por
las tendencias heterodoxas que afectaban a la Compañía, en Astraín, 1925. Sobre la cuestión del
grado de modernidad de Clavigero y demás jesuitas mexicanos del siglo xviii, así como del oratoria-
no Gamarra, véase Chiaramonte, 1990.
488 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

EL PERIODISMO DE LA ÚLTIMA ETAPA COLONIAL

El ámbito en el que se desarrollan las tendencias reformistas de entonces es toda­


vía el de la cultura eclesiástica, propia de la vida cultural iberoamericana hasta
poco antes del fin del período colonial. Pero paulatinamente, al amparo mismo
de ese impulso reformista, se puede observar el afloramiento de otros protago­
nistas, cuya expresión más significativa serían los periódicos que aparecen en las
principales ciudades del continente.
La historia del periodismo iberoamericano suele comenzar por la aparición
de los primeros periódicos del siglo XVIII y comienzos del XIX. Pero de esta ma­
nera, dejamos fuera una importante etapa del fenómeno, la formación de un pú­
blico lector de periódicos peninsulares. Bastante antes de la aparición de la Ga­
ceta de México (1784), del Mercurio Peruano (1791), o de las Primicias de la
Cultura de Quito (1791), los habitantes del Nuevo Mundo recibían ios periódi­
cos madrileños o lisboetas, en los que se reflejaban, aunque por lo general no
muy abiertamente, las tendencias reformistas y a veces ilustradas de la cultura
española y portuguesa de la época. «Mándame mercurios y gacetas» ruega en
1776 el cordobés rioplatense Ambrosio Funes a su hermano Gregorio, durante
la residencia de éste en xMadrid14. Un ejemplo de lo que se podía leer en estos pe­
riódicos nos lo ofrece Im Gazeta de Madrid, que en 1792 informaba sobre la
aparición —por la Imprenta Real y «por orden superior»—, de un Compendio
de la obra inglesa titulada Riqueza de las naciones, preparado por el Marqués de
Condorcet, que califica a la obra de Adam Smith de «la mejor que se ha escrito
en su clase... útilísima para el hombre público, y particularmente para propagar
en las Sociedades económicas principios verdaderos que deben dirigir sus opera­
ciones hacia el bien general de la Monarquía».
No sabemos si llegaban otros periódicos que reflejaban mejor la vida intelec­
tual española, más atentos a las nuevas corrientes, como El Correo de Madrid,
que publicó, por ejemplo, entre febrero y julio de 1789, las Cartas Marruecas de
Cadalso15.
Luego, muy tempranamente en casos como el de México, algo más tarde en
otros sitios del Nuevo Mundo, aparecen los primeros periódicos americanos, en
las ciudades principales: la Gaceta de México (1784-1809), las Gacetas de la Li­
teratura de México (1788-1895), el Diario de México (1805-1817), el Papel Pe­
riódico de La Habana (1790-1804), el Semanario del Nuevo Reino de Granada
(Bogotá, 1808-1811), el Mercurio Peruano (1791-1795), las Primicias de la Cul­
tura de Quito (1791), el Telégrafo Mercantil, Rural, e Historiógrafo del Río de
la Plata (1801-1802). Varios de estos periódicos son paralelos a las sociedades
económicas que, al estilo de las de la Península, se formaron en las Indias, tales
como la Sociedad Económica de La Habana (1792), la limeña Sociedad de
Amantes del País {ca. 1789) o la Sociedad Patriótica de Amigos del País, de Qui­

14. Ambrosio a Gregorio Funes, Salta, 24/III/776, en Peña, 1958: 238.


15. La Gazeta de Madrid, 4 de setiembre de 1792, véase en Hcrr, 1979: 298; Tamayo y Ru­
bio a Cadalso, 1935: 44.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN OE LOS MODELOS 489

to (1791). Todos ellos reflejan la formación de un público lector que, como en el


caso de México, componían comerciantes, militares, sacerdotes y miembros de
oficios diversos. A la formación de ese público contribuía la expresa voluntad
por parte de aquellos periodistas de llevar las luces emanadas de la lectura, y las
ventajas de la información, a sectores sociales más amplios, aun hasta capas mo­
destas como los artesanos. Un público al que, como ya lo había hecho intencio­
nada y explícitamente el padre Feijóo, se llegaba a través del uso del idioma cas­
tellano en lugar del latín. «El latín —escribía en México José Ignacio
Bartolache— sólo es necesario para entender libros latinos, pero no para pensar
bien, ni para alcanzar las ciencias, las cuales son tratables en todo idioma*»16.

ESBOZO DE UNA CULTURA LAICA A FINALES DEL PERÍODO COLONIAL

El desarrollo del periodismo pone de manifiesto la formación de lo que podría­


mos considerar una nueva cultura, cuyo rasgo más significativo es su laicidad,
rasgo que se corresponde con la aparición de un nuevo tipo de intelectual que,
aunque fuese miembro de la Iglesia, por mentalidad y temática desborda el mun­
do eclesiástico.
La difusión de esta cultura laica, no en ruptura con la Iglesia pero sí con su
antiguo control de la vida intelectual, se caracterizó no sólo por esos periódicos
que constituirán uno de los principales vehículos del nuevo pensamiento, sino
también por la formación de cenáculos intelectuales, de instituciones científicas
o educativas, así como de la circulación de memorias, representaciones, y otros
documentos; escritos que en unos casos serán de descripción científica de la rea­
lidad americana y en otros consistirán en alegatos o peticiones en favor de refor­
mas necesarias para el bienestar colectivo.
Estas manifestaciones de «las luces del siglo» podrán provenir de laicos o de
eclesiásticos, pero por sus temas, el contenido de las exposiciones y discusiones
y, sobre todo, por sus objetivos tendientes a mejorar la vida terrenal, se alejan de
la orientación tradicional de la labor intelectual eclesiástica, de manera tal que
no se reducirá ahora al campo de la teología el terreno de combate entre las
opuestas tendencias de renovación y tradicionalismo. Tales son las característi­
cas de esta cultura laica «... que reproducirá el conflicto entre ciencia y fe, entre
Ilustración y Escolástica, entre los partidarios de la preeminencia del poder civil
y los del poder eclesiástico. Pero que dará mucho mayor fuerza a la tendencia a
racionalizar el catolicismo, a la manera del deísmo, para hacerlo compatible con
la ciencia, y en la que la dinámica y los límites del conflicto escaparán al control
directo de una orden religiosa, aunque enfrenten todavía los límites que mar­
quen la censura real y eclesiástica. Censura bastante flexible, por otra parte, en

16. Mercurio Volante, -Verdadera idea de la buena física y de su grande utilidad-, n.° 2, 28
de octubre de 1772. Respecto de la defensa de Feijóo de su opción por la lengua castellana, véase
«Prólogo al lector-, en Feijóo, 1863, 2: «Harásme también cargo porque, habiendo de tocar muchas
cosas facultativas, escribo en el idioma castellano. Bastaríame por respuesta el que para escribir en el
idioma nativo no se ha menester más razón que no tener alguna para hacer lo contrario».
490 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

muchos campos de la cultura de la época que no afectaban directamente a las


bases del poder» (Chiaramonte, 1990: 107 y 108).
El leitmotiv de esta nueva concepción del saber, que al influjo de las señala­
das orientaciones provenientes de las metrópolis se extenderá desde la Nueva
España hasta el Plata, es el repudio de la educación escolástica y la demanda de
tomar como objetivo el conocimiento del mundo real de la naturaleza y la so­
ciedad. «Si en lugar de enseñar a nuestros jóvenes tantas bagatelas —impreca
Caldas desde Nueva Granada en 1808—, si mientras se les acalora la imagina­
ción con la divisibilidad de la materia, se les diese noticia de los elementos de
astronomía y de geografía, se les enseñase el uso de algunos instrumentos fáci­
les de manejar, si la geometría práctica y la geodesia ocupasen el lugar de cier­
tas cuestiones tan metafísicas como inútiles, si al concluir sus cursos supiesen
medir el terreno, levantar un plano, determinar una latitud, usar bien de la agu­
ja...», podrían entonces, concluye, dedicarse a explorar las características natu­
rales de su patria. Y añade: «Yo ruego a los encargados de la educación pública
mediten y pesen si es más ventajoso al Estado y a la Religión gastar muchas se­
manas en sostener sistemas aéreos, y ese montón de materias fútiles o mera­
mente curiosas, que dedicar este tiempo a conocer nuestro globo y el país que
habitamos»17.
Algunos años antes, en Buenos Aires, el editor del Telégrafo Mercantil, Ru­
ral, Politicoeconómico, e Historiógrafo del Río de la Plata demandaba: «Fún­
dense aquí ya nuevas escuelas, donde para siempre, cesen aquellas voces bárba­
ras del escolasticismo, que aunque expresivas en los conceptos, ofuscaban, y
muy poco, o nada transmitían las ideas del verdadero Filósofo».
Y el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio se condolía un año
más tarde del joven que había «... pasado los mejores días de su vida en estudiar
el modo de confundir el entendimiento con las sutilezas escolásticas...»18.
Por su parte, en México, José Ignacio Bartolache, ya en 1772, llevaba más
allá su repudio de la escolástica, burlándose de Aristóteles y Descartes, y enco­
miando a Newton: «En fin, la gloria de filosofar con solidez y conocer la misma
naturaleza que Dios crió, sin atenerse a sistemas imaginarios, demostrar con evi­
dencia la conexión de los efectos más admirables con sus respectivas causas, ha­
cerse dueño del mundo físico, poner en admiración a todas las gentes y dar celos
a las naciones más ilustradas, que creyeron tener a finales del siglo próximo en
los inventos del caballero Isaac Newton repetidas pruebas de lo sumo a que pue­
de aspirar el ingenio humano: todo esto estaba reservado a aquel celebérrimo fi­
lósofo matemático inglés, en cuyo elogio nada me ocurre que no parezca muy
inferior a la idea de sus raros talentos. Diré solamente, que su física es ya por
consentimiento universal lo que hay que saber de bueno, la más bien fundada, la
sola útil de un modo efectivo y la sola que no ha desmentido la razón, ni la natu­
raleza, ni alguna experiencia...».

17. De Caldas, 1966: 269. El trabajo había sido publicado por c! Semanario del Nuevo Reino
de Granada en enero y febrero de 1808.
18. Primer artículo, sin título, del Telégrafo..., n.° 1, 1 de abril de 1801; «Educación Moral*,
Semanario..., n.° 4 y 5, 13 y 20 de octubre de 1802.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 491

Aunque parezca paradójico, esta osadía en realidad no era tal, juzgada en re­
lación a la posible actitud de las autoridades. Puesto que éstas, fieles a las ins­
trucciones emanadas de la monarquía, eran por lo general tolerantes y, en oca­
siones, los principales agentes de la difusión de las «novedades del siglo». Pero sí
podía ser irritante para al medio cultural local, que no dejaba de reaccionar en
defensa de la cultura tradicional. Tal como se observa en las críticas a la «Oda al
Paraná» de Manuel José de Lavardén, publicada en el Telégrafo Mercantil... de
Buenos Aires, por parte de un lector de formación escolástica, que llegaba a cen­
surar la expresión «Salve Paraná, augusto río...» como sacrilega, por dedicar a
un accidente geográfico una invocación privativa de la divinidad: «Pues qué
dirían el Santo Doctor, y los canonistas, si oyesen en los pueblos católicos salu­
dar al Río Paraná con Salve, llamarle sacro, Dios magestuoso, augusto, sagrado,
y otros dislates de este jaez...»1’.
Por eso abundan entre los partidarios de las innovaciones expresiones mu­
cho menos radicales, en sus contenidos y en su lenguaje, que las de los casos an­
tes citados, tal como se puede comprobar en las Primicias de la Cultura de Qui­
to, cuya moderación de lenguaje es ejemplar. En un párrafo que es una buena
muestra del tono general del periódico, leemos que una nación «... se dice culta,
y se diferencia de la ignorante y bárbara en razón de contener en sí muchos Sa­
bios, y de que el común no esté ageno ya de principios que dicen respecto a la
vida civil, y ya de los elementos que conciernen a la virtud, la Religión, y la pie­
20.
dad...»19
En las publicaciones del periódico quiteño, las invocaciones a las luces del
siglo están cuidadosamente formuladas como instrumentos de la grandeza de
la monarquía y de la religión, y faltan, en cambio, las argumentaciones al esti­
lo de Bartolache o de Caldas, y las menciones de autores que pudiesen ser irri­
tantes.

LA CUESTIÓN DE LAS «INFLUENCIAS.

La evaluación del contenido del nuevo pensamiento ha sido habitualmente


distorsionada por efecto del enfrentamiento de tendencias antagónicas que, en
un caso, se inclinaron a interpretar la independencia, y el pensamiento de la
etapa inmediata anterior, como resultado directo del pensamiento francés y,
especialmente, de las doctrinas roussonianas, y en otro, buscó oponer a esa
visión otra no menos esquemática, suplantando a la Ilustración por la neoes-
colástica, y a Rousseau por el teólogo de esa corriente, el español Francisco
Suárez.
A semejanza de lo que ocurría en la Península, la vida intelectual del siglo
xvm colonial era mucho más heterogénea de lo que sugieren esas interpretacio­

19. «Señor editor de! Telégrafo», Telégrafo Mercantil..., n.° 23, 1801, en Chiaramonte,
1989: 238.
20. Primicias de la Cultura de Quito, por Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, ed. facsimi-
lar, Quito, Archivo Municipal, n.° 1,5 de enero de 1792.
492 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

nes. En lo que respecta a las manifestaciones innovadoras, estaba fuertemente


atenta a lo ocurrido más allá de los Pirineos21. Es cierto, y es lo más conocido,
que las bibliotecas de muchos notables de finales del período colonial contaban
con obras de Montesquieu, Rousseau, Voltairc, Raynal, Quesnay y otros fisió­
cratas, y de muchos otros personajes, de primera o segunda fila, del siglo xviii.
Pero no se reducían sus intereses, ni mucho menos, a la producción intelectual
francesa, pues por un lado exponentes del pensamiento inglés, como Newton o
Locke, y más tarde Adam Smith, tuvieron fuerte resonancia, como ocurría tam­
bién en la Península22. Y, por otro, corrientes de pensamiento hoy poco recorda­
das por los historiadores del período pero muy importantes en la época, como la
de los ilustrados italianos del Reino de Nápoles —Genovesi, Filangieri, Galia-
ni—, gozaron de fuerte prestigio e influencia, entre otros motivos por la simpa­
tía que hacia ellos mostraron personajes de la talla de Jovellanos o Campoma­
nes23. Influencia que, como la del conjunto de la Ilustración europea, se proyectó
más allá del momento de la independencia.
El conocimiento de esos autores no provenía sólo del comercio de libros o de
las informaciones recogidas en la prensa peninsular que llegaba a las Indias. La
circulación de obras y periódicos europeos tuvo un clásico complemento en el
viaje a la metrópoli, en el que el joven criollo, generalmente de familia acaudala­
da, se deslumbraba con la circulación de las nuevas ideas en las capitales y prin­
cipales ciudades de la Península, transmitía información en su correspondencia a
familiares y amigos, y al volver llevaba consigo las obras adquiridas en Europa,
además de aquello con lo que personalmente se había empapado y se aprestaba
a trasmitir en tertulias y conversaciones privadas. El cubano Francisco de Aran-
go y Parreño, el brasileño Azeredo Coutinho, los chilenos José Antonio de Rojas
y Manuel de Salas, como el corresponsal amigo de este último, el porteño Ma­
nuel Belgrano, testimonian, entre otros, estos canales informales de difusión del
nuevo pensamiento que influyó en la cultura colonial tardía. «Ha salido una
obra muy singular —escribía Rojas el 7 de diciembre de 1774 a don José Perfec­
to de Salas—, cuyo título es Historia filosófica y política de los establecimientos
y del comercio de los europeos [...] Está prohibida porque habla muy claro y
porque dice algunas verdades. Procuraré enviar a Ud. un ejemplar, luego que lo
consiga, pues espero tenerlo en estos días.»
Además del libro de Raynal, Rojas adquirió también y envió a Chile la Enci­
clopedia de Diderot y D’Alembert, y obras de Rousseau, Montesquieu, Helvecio,
Robertson y Holbach, entre otras (Donoso 1946: 18)24. Manuel Belgrano, que

21. Las huellas de esa influencia son más que abundantes. Véase, al respecto, Husscy, 1961.
Asimismo, el clásico trabajo de Caillet Bois, 1929.
22. «... Yo hablo como neutoniano» declaraba confidencialmente el padre Feijóo a un amigo
suyo comentando problemas de la física. Cit. por Marañón en Feijóo, 1961: XXIV.
23. Sobre la influencia de la Ilustración italiana en España, véase, entre otros Venturi, 1962a y
1962b. No abunda en cambio la información respecto de las colonias americanas. Sobre el Río de La
Plata, véase Chiaramontc, 1982. Sobre Guatemala, véase García Laguardia, 1982: XXIII y LI. En
cuanto a la influencia en Cuba, Le Rivcrend, 1974: 275.
24. Véase en esta obra más información sobre la circulación en Chile de obras de autores de la
época, como Bayle, D’Alembert y otros.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA RE FORMULACIÓN OE LOS MODELOS 493

estuvo en España entre 1786 y 1793, rememoraba así su experiencia: «Como en


época de 1789 me hallaba en España y la revolución de la Francia hiciese tam­
bién la variación de ideas y particularmente en los hombres de letras con quienes
trataba, se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propie­
dad, y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fue­
se, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido,
y aún las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa o in­
directamente* (Belgrano, 1954: 48).

EL REFORMISMO ECONÓMICO Y SOCIAL

Nada más característico del mundo cultural iberoamericano en el período, tam­


bién en esto a semejanza de lo ocurrido en las metrópolis, que la abundancia de
escritos y publicaciones dedicados a describir las carencias y deformaciones de la
economía y la sociedad, a interpretar sus causas y a proponer reformas condu­
centes a conciliar el logro del bienestar de los súbditos con el fortalecimiento de
la monarquía. Ya fuera por medio de representaciones corporativas dirigidas a
autoridades locales y al monarca, ya por artículos periodísticos, ya también, en
algún caso, por medio de memorias científicas, las características, los problemas
y las posibles mejoras de las producciones del Nuevo Mundo y del comercio in­
terior y exterior de cada región fueron insistentemente analizadas. Buena parte
de estos trabajos estaba encaminada a preconizar, fuera por real convicción o
por mero cálculo de conveniencia, un moderado liberalismo que conciliara su
capacidad de estimular las producciones y el comercio local con los intereses de
las metrópolis: «Otro paso más, y seremos felices. Seremos útiles a la Nación
madre...» argumenta José Manuel de Lavardén. Y añade: «... vamos a cimentar
la opulencia de estas Provincias para que la Nación madre recupere su antiguo
esplendor...» (Lavardén, 1955: 130-131).
Criterio que, por ejemplo, encontramos también en Caldas en el escrito ya
citado más arriba: «Por todas partes no se oirán sino proyectos, caminos, nave­
gaciones, canales, nuevos ramos de industria, plantas exóticas connaturalizadas;
la llama patriótica se encenderá en todos los corazones, y el último resultado
será la gloria del monarca y la prosperidad de esta colonia».
En los trabajos de índole económica, la afición a las obras que difundían las
«luces del siglo» cobró la forma de una entusiasta apología de economistas eu­
ropeos, a lo que contribuyó naturalmente el auge de la literatura económica es­
pañola, a partir de la difusión del famoso informe de Campillo y luego por inter­
medio de los escritos de los ministros borbónicos, como Aranda, Campomanes,
Jovellanos o Floridablanca. Al amparo de esta apertura, pero en el peculiar te­
rreno cultural ibérico, el Quesnay de los artículos de la Enciclopedia, podía al­
ternar con anteriores mcrcantilistas, como el español Uztaritz. Pero nada fue tan
característico de la orientación de este reformismo como el prestigio de los ilus­
trados napolitanos que al amparo de la vinculación del Reino de Nápoles con la
Corona de Castilla se difundió ampliamente en la Península Ibérica y también en
las Indias. Especialmente Antonio Genovesi y el abate Galiani, a los que debe
494 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

unirse, más por los aspectos políticos que económicos, Gaetano Filangieri, figu­
ran entre los más conocidos en las colonias.
El conocimiento de Genovesi —que no se limitaba a su obra de economía
política, pues era también autor de trabajos de lógica y metafísica— fue facilita­
do por la traducción al castellano de las Lecciones de comercio..., realizada por
Victorián de Villava y publicada en Madrid en los años 1785 y 1786. Villava,
además, difundió el pensamiento del napolitano desde su cátedra en la Univer­
sidad de Charcas, ciudad del Alto Perú en la que se desempeñó como oidor, cá­
tedra a la que asistieron Mariano Moreno y otros rioplatenses (Genovesi, 1785-
1786)25. Pero también dan testimonio de la atracción por Genovesi en la
cultura iberoamericana de la época los ya citados casos del cubano Arango y
Parreño y del guatemalteco José Cecilio del Valle, como asimismo el del quite­
ño Pérez Calama, que en 1788 creó una cátedra de economía política «que se
debía impartir siguiendo a Genovesi», en la Real Universidad de Santo Tomás
(Roig, 1984, II: 39).
Por consiguiente, las habituales referencias a las doctrinas fisiocráticas, y
algo más tardíamente a las de Adam Smith, como inspiradores de las iniciativas
reformistas que circularon en las colonias ibéricas a finales del período colonial,
deben dar lugar a una consideración más amplia, atenta a otros autores que,
como los neomercantilistas del Reino de Nápoles, concitaron en muchos casos
mayor interés que los fisiócratas o Smith, probablemente por las características
menos radicales de su enfoque, vinculado a condiciones económicas y sociales,
que como las del sur de Italia, estaban más cercanas a las que caracterizaban a
los reinos de la Corona de Castilla. También en este terreno, el reformismo ibéri­
co tuvo modalidades en las que los ingredientes ilustrados alternaron con doctri­
nas de más antigua data.
La influencia de los napolitanos no se limitaba al terreno económico, por
ejemplo, no era desconocida la obra jurídica de Beccaria. Pero pocos de entre
ellos fueron tan abundantemente citados y elogiados, desde México o Guatema­
la hasta Buenos Aires, como Gaetano Filangieri, autor de una famosa Ciencia de
la Legislación..., que como comprobamos más arriba todavía se ofrecía en venta
en librería de Buenos Aires hacia 183826. Su presencia en el pensamiento hispa­
noamericano será así prolongada mucho más allá de los movimientos de inde­

25. Sobre Villava, véase Levene, 1946. Nótese, como índice de la amplia difusión de Genovesi
en España, que el catálogo de la Biblioteca Nacional de Madrid posee tarjetas de veintitrés obras su­
yas, en ediciones del siglo xvtll o comienzos del xix. Entre ellas, de las Lezioni di Commercio... exis­
ten ejemplares de ediciones italianas (una en dos volúmenes de 1769, otra de 1768-1770), y de edi­
ciones en castellano, en la traducción de Villava (dos de 1785-1786 y una de 1804). También varias
obras de filosofía, en las que el abate napolitano, más conocido como economista, había sido tam­
bién autoridad.
26. Como indicio de la gran difusión de las obras de Filangieri en la España borbónica, simi­
lar al que ya comentamos respecto de Genovesi, puede observarse que en el catálogo de la Biblioteca
Nacional de Madrid figuran 18 obras de Filangieri en ediciones de época: de la Ciencia de la Legisla­
ción hay cinco ediciones italianas: una de Nápoles de 1780-1785 y otra, la 3.*, de 1783-1784; una de
Venccia; otra de Genova; otra de Milán. Y hay seis en castellano —tres ejemplares de la traducción
de Jaime Rubio, de 1787-1789 y otras reediciones, y una de la traducción de Juan Ribera de 1823—.
Y también tres en francés, la más antigua de 1786-1791.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA REFORMULACIÓN DE LOS MODELOS 495

pendencia. Mencionado elogiosamente por Mariano Moreno en Buenos Aires,


por José Cecilio del Valle en Guatemala, su importancia reside también en que
constituyó un transmisor del pensamiento de Montesquieu. Puede servirnos de
ejemplo de su prestigio este texto del colombiano Vicente Rocafuerte, quien ex­
ponía así las fuentes de uno de sus escritos: «Las razones en que apoyo mi per­
suasión [de la conveniencia de adoptar el sistema republicano] y que voy a expo­
ner con la posible brevedad, las he sacado de Montesquieu, Mably, y de
Filangieri; casi todo lo que voy a decir se encontrará en el primer tomo de la
Ciencia de ¡a Legislación, edición italiana de Génova de 1798»27.
En cuanto a José Cecilio del Valle, su preferencia por Filangieri, en el terreno
económico, iba unida a la que mostraba por Smith y más tarde por Bentham,
pero su admiración por el autor de la Ciencia de la Legislación era sobre todo
fuerte en el terreno del constitucionalismo y de la organización política del Esta­
do. «Los funcionarios de la hacienda pública deben cultivar la ciencia de Necker
y Sully; los de Gobierno deben meditar la de Say y Smith; los del Poder Legislati­
vo deben poseer la de Filangieri y Montesquieu... >»28.

MODERNIDAD Y TRADICIONALISMO

Como señalábamos al comienzo, el intento de definir la cultura iberoamericana


en términos de Ilustración encuentra serias dificultades, derivadas de la naturale­
za particular de las innovaciones del período. Y porque en realidad, como ha
sido frecuentemente advertido, la más fuerte influencia de la Ilustración sería
posterior y no anterior a la independencia.
Algo similar ocurre con las tentativas de utilizar el concepto de moderni­
dad. Paradójicamente, en el intento de modificar una orientación político cultu­
ral predominantemente eclesiástica, los monarcas encontraron, dentro de una
Iglesia desgarrada por diversos conflictos, fuertes apoyos de sectores eclesiásti­
cos reformistas, tanto dentro de la Iglesia española como también del Papado.
De manera que en vez de la tradicional imagen del conflicto entre razón y fe,
ilustración y escolástica, medioevo y modernidad, nos sorprendemos frecuente­
mente al encontrar un panorama en el que se conjugan tendencias supuesta­
mente incompatibles en el seno de un amplio movimiento, promovido por las
mismas monarquías, que estaba encaminado a renovar los antiguos cauces de la
cultura ibérica.
Por otra parte, tampoco resultan convincentes los esfuerzos, contrapuestos
por sus objetivos pero similares por su parcialidad, de ubicar las supuestas cau­
sas de la modernización de la cultura dieciochesca iberoamericana en la obra
educativa de la Compañía de Jesús o en la labor, en realidad tardía, de minorías
ilustradas conspirativas. Por una parte, porque la política cultural de la Compa­
ñía, ratificada a lo largo de sus Congregaciones generales del siglo xviii, fue

27. Cit. en García Laguardia, 1982: XXVIII.


28. Cit. en García Laguardia, 1982: XXVIII.
496 JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

opuesta a las bases y principales características de la cultura moderna, al punto


de condenar firmemente no sólo la filosofía de la Ilustración, sino fundamentos
mismos de la filosofía moderna como el inmanentismo cartesiano (Astraín,
1925)29. Por otra, porque mucho de lo que hemos acostumbrado a considerar
manifestaciones ilustradas, opuestas al dominio metropolitano y hostiles a la
Iglesia, en verdad, como acabamos de advertirlo, formaron parte de este proceso
de reformas interno de la Iglesia y la monarquía.

29. Información sobre la política de la Compañía frente a la cultura moderna en Astraín,


1925. Véase asimismo una discusión del tema en Chiaramontc, 1989: 44 y ss. El texto de la condena
de las proposiciones cartesianas se incluye en ese mismo volumen (1989: i 19 y ss.)
22

LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS

Gregorio Weinberg

UNIVERSIDADES, SU «AGOTAMIENTO». PLANES DE REFORMA

En Hispanoamérica, la Universidad era una institución transplantada; por su es­


tructura, organización y, sobre todo, por el espíritu que inspiraba su enseñanza,
que correspondía al de la Contrarreforma, con su filosofía y ceremonial barro­
cos. Todo indica que dichas instituciones languidecieron durante el siglo XVII y
buena parte del siglo xvm, predominaban las prescripciones sobre el contenido,
las fórmulas, muchas veces carentes ya de sentido, prevalecían sobre una reali­
dad acuciante e indócil para ser entendida con las categorías mentales con las
que se pretendía abarcarla. Así, la Universidad fue «agotándose» paulatinamen­
te como resultado de la censura, la discriminación, la impermeabilidad a las
«novedades», los prejuicios, las contradicciones de intereses, la «disfuncionali­
dad de la cosmovisión», etc., dicho sea todo esto con las escasas y debidas salve­
dades. Cuando las inquietudes científicas, las nuevas ideas económicas y filosóficas,
los interrogantes que planteaba una naturaleza diferente, etc., se manifestaron
no lo hicieron en los claustros (las universidades permanecían ajenas a las exi­
gencias y los desafíos del medio y continuaban enzarzadas en interminables con­
flictos entre órdenes religiosas o delimitación de jurisdicciones). Su impulso re­
formista solía agotarse en debates reglamentaristas o pedidos de modificaciones
estatutarias. Una idea de su espíritu puede inferirse del texto de sus constitucio­
nes, inspiradas casi siempre en la de Salamanca. Los estudios principales eran
teología y, en menor escala y jerarquía, derecho, ordenamiento comprensible,
como lo señala Clarence H. Haring, por representar los grandes pilares de la
Iglesia y el Estado, es decir, «los de la sociedad cristiana». Sus métodos de ense­
ñanza eran librescos, memoristas y deductivos.
Por estos motivos las modificaciones del clima intelectual que irán registrán­
dose a medida .que avance el siglo xvui no deben rastrearse en el marco de la
Universidad, sino en instituciones y movimientos menos rígidos (sociedades de
amigos del país, consulados, etc.), menos formalizados, o dicho de otro modo,
más permeables y sensibles tanto a las innovaciones como a las inquietudes, es
decir, en cuyo seno gravitaban menos la rutina y la inercia. Oíros factores signi­
ficativos en la conformación del ambiente intelectual antes aludido pueden ha-
498 GREGORIO WEINBERG

liarse en las manifestaciones del periodismo, en los grandes viajeros, en la obra


de algunos notables naturalistas vinculados a las expediciones científicas, donde
la Corona invirtió ingentes recursos y también en torno a ciertas polémicas sus­
citadas alrededor de las ideas de pensadores como el P. Feijóo, las críticas a con­
ceptos heterodoxos o fenómenos inquietantes, tales como los cometas.
La tímida renovación que puede percibirse en los estudios superiores adquie­
re características singulares según la antigüedad o la ubicación de los estableci­
mientos. Pero importa señalar que nunca las nuevas exigencias tuvieron la fuer­
za suficiente para permitir repensar la institución en su conjunto, para adecuarla
a las necesidades locales, actitud dificultada por la cosmovisión implícita. En el
mejor de los casos, cuando las omisiones o el rezago se volvían harto evidentes y
las quejas reiteradas, solía añadírsele nuevos estudios (tal como ocurrió en varias
universidades con el agregado de derecho o medicina, durante la segunda mitad
del siglo xviii), o se intentaba actualizarlos cuando ya existían en las casas de es­
tudio más antiguas; un tercer indicador significativo de creación de nuevas uni­
versidades, casi siempre desatendidas o postergadas por diversos motivos, como
en el caso de Buenos Aires, donde el Cabildo Eclesiástico reclama, el 5 de di­
ciembre de 1771, el empleo de recursos derivados de las Temporalidades, para
erigir una, y en cuyo plan de estudios leemos: «No tendrán obligación de seguir
sin tema alguno, especialmente en la física, en que se podrán aportar de Aristó­
teles y enseñar o por los principios de Cartesio o de Gassendo o de Newton o al­
guno de los otros sistemáticos, o arrojando todo sistema para la explicación de
los efectos naturales, seguir sólo a la luz de la experiencia por las observaciones
y experimentos en que tan útilmente trabajan las academias modernas...». El
Cabildo Secular de la misma ciudad insiste, con fecha 28 del mismo mes y año,
en idéntico pedido y argumenta que las enormes distancias a las cuales se en­
cuentran las universidades más cercanas, «imposibilitan la enseñanza de los pa­
tricios montevideanos, paraguayos, correntinos y santafecinos; que las ciencias
como las aguas se alteran o corrompen a proporción que se apartan de su fuente
y origen; con que ya por esta circunstancia cuento por la destitución de faculta­
des con que se miran generalmente sus pobladores, no pueden subvenir a los cre­
cidos costos del viajes y manutención en países conocidamente caros y ostento­
sos en el régimen de sus literarias funciones como es público y notorio,
experimentándose con el más amargo dolor en todas partes la decadencia de las
ciencias en donde son innumerables los que necesitan de su auxilio para el espi­
ritual y político gobierno...» Y de paso observa que la de Córdoba está «hoy casi
arruinada» y además señala «indotación» de cátedras...
El estudio prolijo de las universidades latinoamericanas hasta mediados del
siglo, de sus facultades y cátedras, su espíritu y sus reglamentos, la actividad de
los docentes y la reacción de los estudiantes —cuando éstas pueden documentar­
se— y en particular la inserción social, nos brindaría un panorama sugestivo,
pero de todos modos sólo confirmaría algo ya conocido como son los rasgos dis­
tintivos de la enseñanza superior de la época: las limitaciones que a su acceso
imponían las distancias, el latín, los costos y las probanzas, las ceremonias y los
trajes. Eran siempre, de todos modos, gajos mas o menos \ ¡gotosos o débiles, de
la universidad del barroco, injertados en otro medio, aunque conservando sus
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 499

oropeles y tradiciones, su rutina especulativa y libresca, firmemente anclados en


los métodos escolásticos y en el principio de autoridad como criterio.
Constituían una manifestación de los que llamamos cultura impuesta, como
puede comprobarse por sus contenidos (celosamente resguardados por la orto­
doxia religiosa), por sus procedimientos (protegidos por los estatutos minucio­
sos de inspiración salmantina como se ha indicado), por sus formas exteriores
(que la rutina consolidaba y revestía de un complejo y costoso tejido ceremo­
nial). Todo esto contribuyó a distanciar la institución universitaria de la mayoría
de la población, al tiempo que apuntalaba el papel de la educación formal como
legitimadora de una sociedad rígidámenre~esuatiffcada. Más aún, la educación
¿iTtodos sus niveles se convirtió, paulatinamente, en un importante factor de di­
ferenciación social, que se sumaba a los muchos ya existentes.
' Citando a Arturo Andrés Roig, digamos que la crisis de la Universidad colo­
nial y el surgimiento de un nuevo tipo de institución responden a las modifica­
ciones que durante la segunda mitad del siglo xvm se manifiestan en la estructu­
ra socioeconómica de las colonias. «De aquellaTJhiversidad en la que tuvieron
■un papel predominante las órdenes religiosas, entregadas al aspecto misional de
la Conquista y de la colonización..., dio paso hacia la Universidad haciendaria...
El hecho se relaciona con la decadencia del sistema de encomiendas y el fortale­
cimiento y extensión del sistema de haciendas... De una Universidad confesional
y fuertemente eclesiástica se daría el paso hacia una Universidad estatal que
abriría las.puertas a un moderado proceso de secularización». Súmese a esto el
ahondamiento de las rivalidades entre españoles y criollos, el mestizaje, el cre­
ciente abismo entre el campo y la ciudad, etc., factores todos ellos condicionan­
tes del nuevo «humanismo ilustrado», que dicho autor caracteriza como «anti­
popular y aristocratizante».
Varios serían los procedimientos posibles para conocer mejor la vida de las
universidades de aquellos tiempos; uno de ellos, la descripción pormenorizada,
con espíritu íntico desde luego, de la abundante documentación existente; otro
sería examinar testimonios sobre reclamos y frustraciones; un tercero, profundi­
zar en los métodos de enseñanza de la medicina (por constituir casi la única dis­
ciplina «científica» presente en la enseñanza superior, además de ser uno de los
sectores más estudiados o sobre los cuales abunda la bibliografía); un cuarto, y
es el que preferimos, se propone entender la situación a través de algunos testi­
monios autorizados que comportan críticas fundadas, acompañadas a veces de
propuestas atendibles, registradas todas ellas en el último tercio del Siglo de las
Luces.
En la misma España, tendríamos también abundantes testimonios del estado
de agotamiento de la institución universitaria; sin recaer en los más conocidos
(Cadalso y Torres de Villarroel, entre otros), merece evocarse el de un america­
no, cuya existencia misma constituye una novela de aventuras y cuya biografía
escribió nada menos que Diderot, nos referimos al peruano Pablo de Olavide
(1725-1803), autor de una interesante propuesta: La Reforma Universitaria.
Plan de Estudios Universitarios. Idea general (1768), donde sostiene que no bas­
ta con desterrar abusos, extirpar los sectarismos de partidos y escuelas, «la per­
versión del raciocinio, la futilidad de las cuestiones y demás vicios que infestan
500 GREGORIO WEINBERG

las escuelas y que no pueden exterminarse sin sacarlos de raíz, refundiendo la


forma y método de los estudios y creando, para decirlo así, de nuevo las Univer­
sidades y Colegios, por principios contrarios a los establecidos. [Volver al anti­
guo esplendor requiere] remover todos los estorbos que inciden en el progreso
de las ciencias, destruyendo el espíritu introducido y rectificando todo lo que
haya de vicioso en el interior de su método y administración, establecer buenos
Estudios [para hacer] prosperar a la nación. Dos espíritus se han apoderado de
nuestras universidades, que han sofocado y sofocarán perpetuamente las cien­
cias. JE1 uno es el de partido, o de escuela; y el otro es el escolástico. Con el
primero se han hecho unos cuerpos tiranos de otros, han avasalladora las Uni­
versidades, reduciéndolas a una vergonzante esclavitud, y adquiriendo cierta
prepotencia que ha extinguido la libertad, y emulación. Con el segundo, se han
convertido las Universidades en establecimientos frívolos e ineptos, pues sólo se
han ocupado de cuestiones ridiculas, en hipótesis quiméricas y distinciones suti­
les, abandonando los sólidos conocimientos de las ciencias prácticas que son las
que ilustran al hombre para invenciones útiles, y despreciando aquel Estudio se­
rio de la sublimes, que hacen al hombre sincero, modesto y bueno, en vez de lo
que otros, como fútiles e insustanciales, lo vuelvan sólo vano y orgulloso».
Marcelin Defourneaux, autor de un importante libro sobre Olavide, comen­
tando precisamente este Plan recuerda que sus críticas, aunque efectivas, no son
del todo originales, pues antes Feijóo o Verney habían escrito en idéntico senti­
do; pero acota que «con Olavide aparece por primera vez claramente expresada
en España, la idea de que la enseñanza superior debe ser un «servidor público»,
y que el papel esencial de la Universidad debe ser «proveer de funcionarios al Es­
tado». O dicho con palabras del mismo peruano: «[La Universidad] viene a ser
un taller donde formarse los pocos hombres que han de servir al Estado, ilus­
trando y dirigiendo a la muchedumbre».
Estas críticas eran válidas también para el Nuevo Mundo y aparecen confir­
madas, curiosamente, por un documento del mismo año 1768* es decir al_si-
guiente de la expulsión de la Compañía de_Jesús. Nos referimos al ¿Proyecto
para la erección, en la ciudad de Santa Fe de Bogotá, de una Universidad de Es­
tudios Generales, presentado a la Junta General de Aplicaciones por el doctor
Don Francisco Antonio Moreno y Escandón, Fiscal Protector de Indios, de la
Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada...», donde se propone con la ense­
ñanza de las ciencias «instruir la juventud y adornar al Reyno y al Estado con
sujetos capazes de aliviar la república y el gobierno, será establecer en esta capi­
tal Estudios Generales en una universidad Pública, Real y con prerrogativas de
Mayor, vaxo las mismas reglas con que se criaron las Universidades de Lima y
México...».
Dos años después del sacudimiento provocado por la Revolución Francesa, el
obispo de Quito José Pérez Calama (quien antes lo había sido de Michoacán,
donde en 1784 había propuesto «la fundación de una Sociedad de los Amigos del
País, en Valladolid, con el objeto de presentar la educación e industria popu­
lar...»), formula el 29 de septiembre de 1791 un Plan de Estudios de la Universi­
dad de Santo Tontas de Quito. Al fundamentarlo se pregunta: «¿Qué es Política
Gubernativa y Economía Científica?», para responderse que, en el descuido de
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS SOI

dichos estudios, deben buscarse «las verdaderas causas de la decadencia política y


mercantil de esta vuestra amada patria; y los remedios para que resucite. Ni aún
el nombre de política y economía científica se oye jamás entre tanto grito ergoti­
ce», comenta. La ausencia de estos conocimientos contribuye, en su opinión, a la
decadencia de un reino, «pues se estudia mucho inútil, y poco de lo útil».
En dicho Plan de Estudios destaca la importancia que reviste el cultivo de la
historia para la comprensión de muchas disciplinas («sin nociones históricas se­
rán muy Tuertos y muy Cojos»). Luego exhorta: «Mis queridos, y muy ingenio­
sos jóvenes Quiteños: Os engañaréis, y Yo sería muy responsable de vuestro en­
gaño, si pensáis ser verdaderos sabios, siguiendo el mal método de estudiar, que
hasta aquí es observado». Cuando en dicho Plan considera las cátedras leemos:
«... la de Política personal, y Gubernativa, y Economía pública ha de ser de once
a doce... Y para Economía Pública se usará de la industria y Educación Popular
(suponemos alude a los muy difundidos trabajos de Campomanes, Discurso so­
bre el fomento de la industria popular, publicado en 1774, y según A. Gil Nova­
les, con una tirada de 30 000 ejemplares, o al Discurso sobre la educación popu­
lar de los artesanos y su fomento del año siguiente)... A esta cátedra tan
importante (en la que también se ha de enseñar el Comercio Científico por las
Lecciones de Genovesi) han de asistir no solamente los Teólogos y Juristas jóve­
nes, sino que se ha de dar permiso para que asistan todos los Ciudadanos que
quieran, sean Jóvenes, o sean Ancianos; pues todos aprenderán mucho. Y tam­
bién se les ha de permitir que vayan en cualquier traje, y que en el Aula no haya
distinción de asientos. Esta cátedra en el modo expresado, viene a ser principio o
ensayo para la Sociedad Económica de Amigos del País. Ya se dirá al Catedráti­
co el verdadero método con que debe manejarse». Se postula, pues, una Univer­
sidad pública abierta, moderna por las disciplinas~y"tos métodos, dejando al
margen tanto el latín como los trajes y las jerarquías. Una propuesta evidente­
mente audaz.
Indicamos más arriba la posibilidad de considerar la enseñanza de la medicina
como un indicador posible de la actualización de la enseñanza universitaria; op- _
tar por el derecho quizás podría servir para examinar otro aspecto: el cambio dq^'
mentaIjdad jíDiie.los,nuevos grupos sociales y sus-diferentes aspiraciones-profe­
sionales? Es decir, opinamos que el estudio de la medicina podría ofrecernos in­
dicios para precisar tanto las actitudes como las resistencias frente al cambio,
además podría reflejar los síntomas de su actualización o rezago; al hacerlo,
tampoco deberíamos desatender el papel desempeñado por el Protomedicato,
institución de fuerte gravitación sobre el ejercicio profesional (y ya considerado
en volúmenes anteriores de esta misma Historia), y que casi siempre fortaleció el
abismo existente entre actividades intelectuales y manuales (esto es, entre médi­
cos y cirujanos). De todas maneras, la ponderación del número de estudiantes de
medicina sobre el total de cada universidad, la del número de doctores en medi­
cina sobre el conjunto, el escrutinio de los textos e idiomas empleados por su
parte también podría llegar a ser altamente significativo, pero de todos modos
siempre insuficiente para determinar el papel desempeñado por la ciencia en la
Universidad, aun cuando lo hagamos con la debida cautela, es decir, evitando
atribuirle al concepto de ciencia los amplios alcances que hoy le concedemos. En
502 GREGORIO WEINBERG

este sentido, la enseñanza de la medicina en las distintas universidades donde se


impartía indica que existe un proceso que lleva de la medicina «filosófica» (por
denominarla de alguna manera, y por semejanza con la física contemporánea),
hasta su modificación sustancial con dos brillantes figuras de la Ilustración: José
Hipólito Unanue (1755-1833) y José María Vargas (1786-1854), peruano el pri­
mero y venezolano el segundo. Con ellos culmina aquella tendencia que subraya
el papel de la práctica ante la teoría, la urgencia de trabajar en hospitales y con
enfermos, en vez de fatigar apelillados infolios latinos; nuevos serán sus méto­
dos, como diferente la función social atribuida a la medicina.

Enseñanza elemental

Contribuciones perdurables así como limitaciones comprensibles caracterizan la


enseñanza elemental, confundida inicialmente con la empresa de la evangeliza-
ción —tema ya abordado en anteriores volúmenes de esta misma Historia—, y
en ella deben señalarse algunas notas generales: fue fundamentalmente urbana
(cuando predominaba la población rural) y masculina, y alcanzó a grupos socia­
les reducidos; no obedecía a ninguna política orgánica; dependía de Órdenes re­
ligiosas, cabildos, maestros agremiados o educadores indepcndient^jAdviértase
que las Leyes de Indias no hacen mención alguna de la instrucción elemental, in­
teresándose, en cambio, por la de otros niveles.
Recordemos que la inexistencia de una educación elemental organizada —en
el sentido que hoy la entendemos— no supone'qúc faltasen otros medios de so­
cialización. Durante el siglo xvil y primera mitad del xviii podría señalarse, es
cierto, un decaimiento del fervor de la evangelización y la sustitución de los sa-
crificados esíuerzos-y-lx inspiración individuales por una instimciQnalizacion
paulatina. La situación de dicha enseñanza es comprensible, si tomamos en cuen-
tírMa-méxistencia de una sociedad homogénea, con mayorías marginales y rura­
les, como eran los indígenas y, en cierto modo, también los grupos negros, no fa­
cilitó las tareas evangélicas y educativas», así como las ideas imperantes en la
materia. En rigor, tampoco había grupos sociales que presionasen por su difu­
sión, poco funcional además para las exigencias de aquella sociedad con pocas
necesidades culturales. Observemos, además, las inconsecuencias de los Criterios
seguidos en materia de la instrucción de los hijos de los caciques o de la «noble­
za» indígena, como ocurrió también con las políticas seguidas con la relación al
empleo de las lenguas vernáculas, la transmisión de artes y oficios de diferentes
grupos y castas, de manera que su tratamiento requeriría un análisis pormenori­
zado, por regiones y a lo largo del tiempo, aunque tampoco cabe omitir, en aras
de la síntesis, creaciones tan llamativamente originales como fueron las misiones
jesuíticas. De todos modos veamos algunas situaciones.
En México, uno de los países latinoamericanos donde mayor atención se ha
prestado a la historia de la educación, y donde tanto el pasado prehispánico
como el colonial y la Ilustración tuvieron manifestaciones paradigmáticas, Do-
rothy Tanck Estrada en La Educación Ilustrada (1786-1836) señala que la per­
duración de los gremios constituyó, en su momento, un serio obstáculo para los
propósitos de «extender la enseñanza elemental a mayor número de estudiantes
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 503

e incluir, además de la enseñanza religiosa, asignaturas técnicas y cívicas». Aho­


ra bien, superar el mencionado obstáculo para conseguir los objetivos que ahora
comenzaban a proponerse, llevó al fortalecimiento del papel del Estado en mate­
ria educativa y a vencer arraigados intereses y añejos prejuicios. Las páginas de­
dicadas por esta autora a señalar tanto la actividad como los abusos de los gre­
mios, y los mecanismos propuestos para su corrección, son de suyo elocuentes.
Una brevísima cita permitirá quizás caracterizar algunas dimensiones de los pro­
blemas, por lo menos en los términos como entonces solían plantearse. Así, un
tal Rafael Ximeno se quejaba ante las autoridades «de que las escuelas pías en
los conventos y parroquias dañaban los intereses de los maestros agremiados
porque su gratuidad significaba competencia desleal a los preceptores particula­
res». Recuérdese, además, que los educadores gozaban, de antiguo, de ciertas
prerrogativas y privilegios, que no parecían dispuestos a perder fácilmente.
«Para su seguridad personal podrían los preceptores llevar armas defensivas y
ofensivas, públicas y secretas, y ‘traer quatro lacayos o Esclavos con espadas’ y
tener ‘caballos de armas como los hijodalgos’».
Compleja era allí la distribución, por secciones o barrios, de las diferentes
clases de escuelas a la sazón existentes, así las «pías» («escuelas gratuitas de pri­
meras letras que admitían niños sin distinción de raza y sin exigir nacimiento le­
gítimo»), las «amigas» («sostenidas por el Ayuntamiento»), las municipales y,
ya en el período independiente, las «lancasterianas». La documentación hoy
exhumada permite reconstruir, con detalle, tanto el régimen escolar o la edifica­
ción así como, por supuesto, los textos empleados (silabarios, cartillas, catecis­
mos, etc.), de algunos de los cuales disponemos hoy en reimpresiones facsimila-
res. Ciertos autores, como la citada D. Tanck Estrada, han logrado restaurar de
manera ejemplar y documentada, «un día en la escuela», una reconstrucción de
hábitos y procedimientos (horarios, castigos, etc.), además de lo que denomina­
mos ahora «tecnología educativa».
En rigor, más que el régimen legal o los procedimientos administrativos del
gobierno de la educación (temas que ocuparon la atención de muchos autores),
importa el funcionamiento real, o sea, la actividad de los maestros, de las escue­
las y la propia vida escolar que, en líneas generales, caracteriza toda la región,
con las diferencias que indicamos entre la rural y la urbana y, desde luego, entre
los diferentes grupos sociales y los dos sexos.
Nada fácil resultaba superar el tradicionalismo autoritario, que refleja, por
ejemplo, el espíritu implícito en las reiteradas recomendaciones tales como «la
letra con sangre entra», o esta otra, «el niño está corrompido por el pecado ori­
ginal» que tantos esfuerzos costaría desarraigar. Más aún, cualquier innovación
tropezaba con los prejuicios de la época, así el que se manifiesta en el hoy céle­
bre y difundido Diccionario de la lengua castellana española de Sebastián de Co-
varrubias, quien define la novedad como «cosa nueva y no acostumbrada. Suele
ser peligrosa por traer consigo mudanza de uso antiguo».
En síntesis: pueden percibirse las condiciones en que se desenvolvía la ense­
ñanza elemental durante aquel período a través de numerosos y concordantes
testimonios, de entre los cuales citaremos algunos, de uno y de otro extremo de
la América hispana.
504 GREGORIO WEINBERG

Desde Salta (Argentina) escribe el obispo San Alberto, con fecha 23 de no­
viembre de 1782 al virrey de Buenos Aires : «Se cerró ya la escuela de gramática
porque no se le pagaba a su maestro, y del mismo modo se cerrará la de prime­
ras letras, pues hace cuatro años no se le paga un medio al eclesiástico que la tie­
ne, como verá V. E. por el memorial adjunto. En toda la ciudad no hay una es­
cuela para la instrucción de las niñas. De aquí resulta, que así éstas, como los
niños, se crían sin recogimiento, sin sujeción, y sin doctrina alguna, entregadas
por lo mismo al cigarro, al juego, a la embriaguez, y al libertinaje». Evidente­
mente preocupaba al obispo formar «hombres y mujeres que pudiesen ser útiles
a la Religión y al Estado», y poco halagüeñas debían de parecerle las condicio­
nes en que se desenvolvía su labor. Si dejamos de lado las conclusiones impreg­
nadas de una ardorosa dosis de retórica, el diagnóstico no estaba muy alejado de
la realidad. Lo corroboran muchos otros. Un trabajo reciente de Purificación
Gato Castaño, La educación en el virreinato del Río de La Plata. Acción de José
Antonio de San Alberto en la Audiencia de Charcas, 1768-1810, proporciona
abundante documentación adicional.
Así, pocos años antes (1771) en su Descripción geográfico-moral de la Dió­
cesis de Goathemala, observa el arzobispo Pedro Cortés y Larraz: «La poca ins­
trucción de la niñez que hay en toda la ciudad se deja de ver en que ni aun escue­
las se advierten de niños, para que aprendan a leer y escribir. El cura de San
Sebastián omite responder a este punto, indicio de no haber escuela en todo el
territorio de su parroquia. El de la Candelaria habla de una que tiene en su casa
bien arreglada, habiendo quitado las que había en las barberías y otras tiendas,
en que más que las letras podrán aprenderse escándalos. El de los Remedios dice
que solamente hay la de los Betlehemitas, en donde dichos religiosos enseñan a
leer y escribir «[...] No ignoro que muchos vecinos tomen también sus providen­
cias particulares para que sus hijos aprendan a leer y escribir, y latinidad; pero
faltando escuelas públicas, serán pocos los que aprendan con la debida formali­
dad, y menos los que consigan el adelantamiento necesario».
Otro testimonio más o menos contemporáneo, el de Simón Rodríguez (bien
conocido como «el maestro del libertador Bolívar») permite seguir a través de
sus escritos publicados a lo largo de varias décadas cómo el pensamiento crítico
(semejante en sus observaciones a los antes mencionados, por lo menos en sus
rasgos descriptivos) se va transformando en una idea cada vez más clara acerca
del nuevo modelo que se estaba incubando en el seno tradicional. En este sentido
podríamos rastrear en el caraqueño referencias plurales a partir de su notable Es­
tado actual de la escuela y nuevo establecimiento de ella, de 1794. Advierte allí
no sólo la decadencia de la escuela, sino también la discriminación ejercida con­
tra pardos y morenos, cuyos derechos reivindica; denuncia el ejercicio de la do­
cencia por parte de «barberos, zapateros, músicos, artesanos o milicianos fraca­
sados», la ausencia de métodos, el desconocimiento de la utilidad de la
educación, la falta de prestigio profesional (para emplear una expresión de nues­
tro siglo), etc. Desde luego que Simón Rodríguez es una figura excepcional (y,
por tanto, testigo singular), con profundas raíces en el siglo XVIII, lector devoto
de J. J. Rousseau, podría ser considerado un hombre de la centuria siguiente, du­
rante la cual demostrará sus grandes condiciones de educador y de patriota.
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 505

Los rasgos que caracterizan la colonización lusitana en el territorio actual de


Brasil explican las más reducidas preocupaciones y los menores esfuerzos relati­
vos allí realizados en materia educativa y cultural, en comparación con los regis­
trados en el ámbito hispano.
Integraban aquella sociedad —decididamente rural y con notable predomi­
nio del latifundio y la hacienda, y con una producción volcada hacia los merca­
dos exteriores— esclavos africanos arrancados por la fuerza de sus comunidades
nativas; aborígenes casi nómadas, dispersos por un dilatado territorio y portu­
gueses procedentes de un país con caracteres semifeudales; en síntesis, una res­
tringida aristocracia de grandes propietarios y una población mayoritaria some­
tida. Todo desarrollo de su estructura productiva estaba condicionada tanto por
las limitaciones impuestas por la metrópoli como las derivadas de los privilegios
que favorecían a Inglaterra luego del Tratado de Methuen.
Como en muchas otras regiones del continente, la Compañía de Jesús (ex­
pulsada de esos territorios en 1759) tuvo allí una función educadora sobresalien­
te aunque poco amplia; su enseñanza, como se ha dicho, «no era popular ni pro­
fesional». Y dentro de las pautas de prestigio transplantadas se insistía en el
empleo del latín —lengua culta privilegiada— que descuidaba el portugués Mat-
sino de los colonizadores como la multiplicidad de las lenguas de los aborígenes
y excluía los numerosos dialectos africanos. Vale decir que tampoco el idioma
constituía un elemento homogeneizador de aquella sociedad. El Estado se desen­
tendía por completo de la enseñanza elemental.
Por su parte, los pocos colegios existentes atendían a una escasa población
escolar, cuyo acceso estaba limitado tanto por razones económicas y por las dis­
tancias, como por las exigencias de pureza de sangre. De todos modos, eran el
único medio que permitía luego el acceso a los estudios superiores, inexistentes
en Brasil, que solían realizarse en Coimbra y, en mucho menor escala, en Mont-
pellier. Además, cabe recordar que la educación en el mismo Portugal languide­
cía en un clima inspirado en la debilitada cosmovisión de la Contrarreforma,
tardíamente sacudido por la renovación de los métodos pedagógicos que impul­
só Luis Antonio Verney (1713-1792), cuyas ideas comienzan a propagarse, no
sin estorbos, a partir de 1746 (Verdadeiro Método de Estudar). La Universidad,
por su parte, vegetaba al margen de la ciencia moderna; tampoco era un factor
de movilidad social ni de capacitación profesional; la Reforma Pombalina
(1772) tratará de cambiar esta situación, procurando impulsar actitudes y activi­
dades científicas, acentuando el interés por las aplicaciones de los nuevos inven­
tos y procedimientos, para lo cual recurrió, entre otros medios, a la contratación
de profesores extranjeros. En el fondo, lo que se procuraba era actualizar los
contenidos de la enseñanza.
En Brasil, entonces, insistimos, no había enseñanza superior sistemática sal­
vo en las carreras eclesiásticas» La Universidad como institución formal es del si­
glo XX (decreto 14343 del 7 de septiembre de 1920); esta situación no implica
desconocer la existencia de escuelas que otorgaban títulos profesionales en algu­
nas ramas o la de institutos de nivel equivalente pero de actividades más estricta­
mente académicas, vinculadas a la cartografía, la observación y descripción de la
flora y la fauna con más interés de coleccionistas que de científicos. La curiosi­
506 GREGORIO WEINBERG

dad desempeñaba un papel nada desdeñable. La innovación tecnológica se veía


desalentada, en última instancia, por la institución de la esclavitud. Por lo gene­
ral aquellos focos tuvieron una existencia efímera y su actividad fue discontinua,
aunque en algunos casos indudablemente fecunda.
La antes señalada asincronía con respecto a la colonización española (men­
cionemos otros dos datos significativos: la aparición del primer periódico es de
1808 y dos años después, la apertura de la primera biblioteca pública en Río de
Janeiro), constituye una nota diferenciadora con relación a las tempranas preo­
cupaciones demostradas por las autoridades españolas en torno a las «cortes»
locales que intentaban remediar las europeas, por lo menos en su expresión exte­
rior.’Confirman este destiempo la temprana instalación de las universidades y el
establecimiento del arte tipográfico, y más tarde el periodismo. A partir del tras­
lado del imperio a Brasil comenzarán a acortarse las distancias, hasta entonces
harto pronunciadas, en materia de cultura y educación.

Expediciones científicas

Numerosas son las historias anglocéntricas para las cuales el siglo XVIII comien­
za en 1713, fecha del Tratado de Utrech; en cambio las francocéntricas parecen
preferir el año 1715, es decir a partir de la muerte de Luis XIV. Por su lado Es­
paña, después del fallecimiento de Carlos II, el Hechizado, y luego de la Guerra
de Secesión, abre las puertas del trono a los Borbones; esta nueva situación, por
lo que nos importa aquí, establece nuevas relaciones dinásticas que facilitan, en­
tre otras cosas, la llegada al Nuevo Mundo de expediciones extranjeras, en par­
ticular francesas.
En otra oportunidad, y con relación a estas empresas, señalábamos que los
vastos litorales marítimos, los millones de kilómetros cuadrados de tierra firme
serán ahora explorados por agentes comerciales y por marinos profesionales, no
carentes de curiosidad científica, pero exigidos por quienes patrocinaban estas
empresas que conservaban todavía fuertes dosis de aventura. (Además, las haza­
ñas de los conquistadores quedan relegadas; su importancia se va agotando a
medida que se extingue el siglo XVII.) Por otro lado, gobiernos, instituciones y
empresarios reclamaban información cada vez más rigurosa: el exacto emplaza­
miento y las condiciones de los puertos y fortificaciones, la ubicación precisa de
los accidentes geográficos, la situación de los mercados y mil otros datos de inte­
rés militar, político o económico, todo lo cual no excluye por cierto que los via­
jeros más sagaces agregasen por su cuenta observaciones sobre hábitos y cos­
tumbres, técnicas empleadas en la explotación minera, conocimiento de plantas
medicinales, .estructura social y organización administrativa, etc. A juicio de
Francisco Solano, entre viajes, misiones, comisiones y expediciones realizadas a
lo largo de todo el siglo xvm, podrían computarse una sesentena, cifra que no ex­
cluye ciertamente la presencia de «contrabandistas, espías, filibusteros y negre­
ros». De todos modos —la observación es de Manuel Lucena Giraldo—, «la Ilus­
tración desarrolló —especialmente en el reinado de Carlos III— un concepto de
ciencia. Un enfoque diferente de las relaciones entre la ciencia y el Estado acabó
de madurar. En esas nuevas relaciones, en que la ciencia es al tiempo que utiliza­
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 507

da, considerada; los políticos del momento mostraron su apoyo, afición y hasta
una fe inquebrantable en la búsqueda del conocimiento racional. Las expedicio­
nes, a medida que avanzaba el siglo xviii, acentuaban su carácter científico».
Éste es, en líneas generales, el espíritu que testimonia la Relación del viaje
por el mar del Sur a las costas del Chile y del Perú realizado durante los años
1712, 1713 y 1714 de Amedée Frézier (1682-1773), publicada por vez primera
en 1716. La obra sobresale por la sagacidad de sus observaciones geográficas y
militares, económicas, comerciales y también sociales y estéticas; la amplia cu­
riosidad de Frézier se desplegó no sólo sobre los países mencionados en el título
del libro, sino también sobre Brasil. Consideramos que esta expedición inaugura
la vasta bibliografía de los viajeros del Siglo de las Luces, que contribuyeron al
reconocimiento de la naturaleza, las poblaciones, actividades y costumbres de
esta parte de América. Diversas razones, que no cabe explicar aquí, nos llevan a
preferir como hito a Frézier antes que a Louis Feuillée (1660-1732), cuyo viaje,
algo anterior al citado, testimonia su Journal des observations physiques, mathé-
matiques et botaniques (dos volúmenes en 1714 y un tercero en 1725), con des­
cripciones de ciudades como Buenos Aires, Valparaíso, Lima, etc.
Tampoco parece oportuno entrar aquí en la polémica suscitada acerca de
quiénes se beneficiaron más con dichas empresas, si las potencias metropolitanas
con la acumulación de conocimientos utilizablcs para distintas actividades (líci­
tas e ilícitas) o los pobladores americanos. Convengamos, de paso, que en reali­
dad, no había instituciones ni sabios capaces de reelaborarla luego. De todos
modos, en forma inmediata o mediata, aquellos conocimientos hicieron ingresar
estos territorios en el mundo de la ciencia, ampliaron sus fronteras y paulatina­
mente les dieron carta de ciudadanía; poco a poco irían dejando de ser exóticos
y marginales. Recordemos, además, que los estudios sobre estos temas publica­
dos en décadas pasadas, en su gran mayoría, tenían un pronunciado sesgo cen-
troeuropeo y, vale decir, insistían sobre los aspectos que más habían interesado
a España y al Viejo Mundo; los más recientes, en cambio, muestran una infle­
xión, que así como desechan los elementos circunstanciales, anecdóticos y pinto­
rescos, insisten sobre sus consecuencias políticas y sociales. Veamos un ejemplo
sobre esta última actitud. Francisco de Solano formula una inteligente y sugesti­
va «tipología de los viajes», que le permite rescatar otras dimensiones; así, escri­
be: «La respuesta criolla a estos viajes y políticas que le llegan masivamente des­
de España es muy favorable, tanto que gracias a estas intencionalidades
reformistas y científicas del Despotismo Ilustrado se aceleran las actividades y
posturas favorables a la independencia».
Comienza a confirmarse esta sagaz apreciación con la hoy célebre expedi­
ción de Charles Marie de la Condamine (1701-1774), a quien acompañaban
Louis Godin (1704-1760), Pierre Bouguer (1698-1758) entre otros, nombres
que, en seguida, convocan el recuerdo de sus acompañantes Jorge Juan (1713-
1773) y Antonio de Ulloa (1716-1795). Acerca de los alcances no sólo científi­
cos sino también culturales y políticos de la expedición, se han ocupado, entre
muchos otros, A. Lafuente y A. Mazuecos, quienes en su estudio destacan un
punto del mayor interés: la transición entre el savant y el más moderno de scien-
tifique.
508 GREGORIO WEINBERG

Algunas breves referencias serán más elocuentes que los comentarios. La


Académie Royale des Sciencies, de París, cuyo secretario perpetuo era entonces
el admirable Fontenelle, programó dos expediciones para la medición del arco
de meridiano y determinar la forma de la Tierra. Una de ellas debía trabajar en
el lugar accesible más cercano al Polo Norte, y fue la que encabezaron Mauper-
tuis y Clesio en Laponia; la otra, la más cercana al Ecuador trabajó cerca de
Quito (Ecuador). Los resultados de esta última fueron sobresalientes; además de
sus contribuciones a los propósitos centrales de la expedición, digamos que una
de sus consecuencias fue el conocimiento del platino y del caucho; se remontó,
en frágiles embarcaciones, el Amazonas desde sus fuentes hasta la desembocadu­
ra, lo que aún hoy continúa siendo una hazaña. Quedan documentadas sus labo­
res en la Relación abreviada de un viaje hecho al interior de la América Meridio­
nal (París, 1745); y en colaboración con Bouguer, en el Tratado de la figura de
la Tierra (París, 1749). Por su parte, sus acompañantes españoles, los citados J.
Juan y A. de Ulloa, dejaron a su vez testimonios importantes de su actividad,
donde exponen trabajos y observaciones notables; los títulos de algunos de sus
libros mayores, muy del siglo xviii, son suficientemente ilustrados del contenido:
Relación Histórica del Viaje hecho de orden de S. Mag. para medir algunos gra­
dos de meridiano terrestre, y venir por ellos en conocimiento de la verdadera Fi­
gura y Magnitud de la Tierra, con otras observaciones astronómicas, y Phisicas
(Madrid, cuatro tomos en dos volúmenes, con abundantes ilustraciones y carto­
grafía además de copiosos índices, falta año); y del mismo año: Observaciones
astronómicas, y Phisicas hechas de orden de S. Mag. En los Reynos del Perú...
de las cuales se deduce la figura, y magnitud de la Tierra y se aplica a la navega­
ción. De los mismos autores recordemos otra obra que, si bien de publicación
tardía (Londres, 1826), ofrece mucho interés historiográfico: las Noticias secre­
tas de América, sobre el estado naval, militar y político de los Reynos del Perú, y
provincia de Quito, costas de la Nueva Granada y Chile: gobierno y régimen
particular de los pueblos indios, cruel opresión y extorsiones de sus corregidores
y curas: abusos escandalosos introducidos entre estos habitantes por ¡os misio­
neros: causas de su origen y motivos de su continuación por el espacio de tres si­
glos... Algunos historiadores habían puesto en duda la autenticidad del texto,
pero la reciente publicación de otros manuscritos existentes en diferentes reposi­
torios la confirman, sin desconocer que el original fue tendenciosamente maltra­
tado con supresiones, interpolaciones, etc.
Una de las mayores expediciones científicas del siglo xviii, de las mejores or­
ganizadas de la época, fue la que encabezó Alejandro Malaspina (1754-1809),
«hábil navegante más famoso por sus desgracias que por sus descubrimientos»,
escribió de él A. von Humboldt. Maspina y José Joaquín Bustamante y Guerra
(1759-1825) eran jóvenes aún, pero ya con un largo historial en la marina espa­
ñola, cuando a bordo de las corbetas Descubierta y Atrevida zarparon de Cádiz
el 30 de julio de 1789 para recorrer una larguísima ruta: Río de La Plata, Pata-
gonia, Malvinas, cabo de Hornos y desde allí el océano Pacífico, es decir Chile,
Perú, Ecuador, Guamatala, Nueva España, la costa norteamericana hasta los
59°, Filipinas, Nueva Zelanda, Australia para retornar por El Callao y arribar al
puerto de salida el 21 de septiembre de 1794, después de más de cinco años de
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 509

peligrosa navegación e intenso trabajo científico. Entre los colaboradores que


participaron en la expedición recordemos a científicos como Antonio Pineda,
Louis Née, Tadeo Haenke y artistas plásticos como Fernando Brambila y Felipe
Bauza.
El vastísimo material recogido —objetos, apuntes, láminas y mapas— amon­
tonados en decenas de cajones terminaron en los sótanos del Museo Naval de
Madrid, ya que ese material no fue utilizado ni los textos impresos en su tiempo.
«Esta omisión se explica —escribe Virginia González Claverán— porque el capi­
tán tuvo serios problemas políticos que le costaron la libertad, la carrera y la
prohibición de que su obra se publicara». Famoso en su época, luego de un in­
justo olvido su labor ha sido apreciada en todo lo que significa, quizás a partir
de la aparición en 1885 del libro Viaje político-científico alrededor del mundo
por las corbetas Descubiertas y Atrevida al mando de los capitanes de navio D.
Alejandro Maspina y D. José Bustamante y Guerra desde 1789 a 1794, pero so­
bre todo durante las últimas décadas, cuando los estudiosos le han prestado la
atención que merece.
Otra de las más trascendentes fue la denominada Expedición Botánica diri­
gida durante largos años por el P. Celestino Mutis (1732-1808), que generó un
verdadero renacimiento de la vida cultural de Nueva Granada y en torno a la
cual irrumpe una verdadera pléyade de científicos de excepción, entre los cuales
apenas mencionaremos a Francisco Antonio Zea (1770-1822), de dilatada ac­
tuación política, sobre todo después de la Independencia; a Jorge Tadeo Lozano
(1771-1816) y a Francisco José Caldas (1771-1816), quien dirigió el Semanario
del Nuevo Reino de Granada, mártires los dos últimos sacrificados durante el
reflujo de las guerras emancipadoras. Acerca de Caldas, escribió Humbold en
1801: «Evidentemente es una maravilla en astronomía; desde hace años trabaja
aquí en la oscuridad de una ciudad remota. Él mismo ha arreglado sus instru­
mentos para las medidas y observaciones; ora traza meridianos, ora mide latitu­
des. ¡Cuánto podría realizar semejante hombre en un país donde se le proporcio­
nara más apoyo! Hay, pues, por esta Sur América una ansia científica
completamente desconocida en Europa, y habrá aquí grandes transformaciones
en el porvenir».
Se requirieron 149 cajones para enviar a España unas 6 000 plantas del her­
bario (que había llegado a acumular 20000 ejemplares) y otros elementos reco­
gidos por esta expedición, con 11 volúmenes de texto y alrededor de 7 000 lámi­
nas de la admirable Flora de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de
Granada, que comenzó a publicarse sólo en 1954. La empresa, por fortuna, pro­
sigue. La historia y las peripecias de los manuscritos y las ilustraciones constitu­
yen un capítulo revelador del desencuentro de nuestros países con algunas de sus
obras mayores.
En una carta de Linneo dirigida a Mutis, éste le asegura que, a pesar de to­
dos sus achaques y enfermedades, «y (de que} la muerte no puede tardar en lle­
gar», estaría dispuesto a viajar a España «con el solo propósito de verlo». Mutis
y Linneo jamás se encontraron, pero estas palabras quizás basten para caracteri­
zar el prestigio europeo del sabio botánico confinado en el Nuevo Mundo y uno
de los primeros en mencionar aquí a Newton.
510 GREGORIO WEINBERG

Entre las expediciones encargadas de la fijación de límites (las fronteras esta­


ban expuestas siempre a las incursiones de las otras potencias coloniales), recor­
demos la de las fragatas Nuestra Señora de la Concepción y Santa Ana que, al
mando de Joseph de Iturriaga, zarparon de España en 1754, llevando a bordo
entre varios otros científicos al botánico sueco Pehr Loeffling (1729-1756), dis­
cípulo predilecto de Linneo y, en este caso, por él recomendado al monarca. El
activo Loeffling muere el 22 de febrero de 1756, a causa de unas fiebres, en la
confluencia de los ríos Orinoco y Caroní; casi todo el material recogido y las ob­
servaciones redactadas se consideran perdidos quizás para siempre. La expedi­
ción quedó debilitada hasta extinguirse en 1760, al modificarse la política exte­
rior de España. Pero señalemos, en este caso, una referencia sugestiva: el texto
de las Instrucciones reales entregadas revelan una sorprendente amplitud de cri­
terio y exceden en mucho a las requeridas para una demarcación de límites:
«Que los comisarios geográficos y demás personas inteligentes de las tres tropas
vayan apuntando los rumbos y distancias de sus derrotas, las calidades naturales
de los países, sus habitadores y costumbres que tienen, los animales, ríos, lagu­
nas, montes y demás cosas dignas de saberse... también por lo que puede condu­
cir para el adelantamiento de las ciencias... progreso de la historia natural y las
observaciones físicas y astronómicas».
A esa misma amplitud de criterio responderán las actividades de Félix de
Azara (1746-1821), de fuerte sensibilidad social (se preocupó por el problema
indígena y por el régimen de tenencia de la tierra, entre otros), autor de una va­
liosa bibliografía resultado de sus viajes, entre la cual señalamos además de los
célebres Viajes por la América Meridional desde 1781 hasta 1801; la Memoria
sobre el estado rural del Río de la Plata y otros informes; la Descripción e histo­
ria del Paraguay y del Río de la Plata; los Apuntamientos para la historia natu­
ral de los pájaros y los Apuntamientos para la historia natural de los cuadrúpe­
dos del Paraguay y del Río de la Plata. «Hallándome en un país vastísimo
—escribe— sin libros ni cosas capaces de distraer la ociosidad, me dediqué los
veinte años de mi demora por allá a observar los objetos que se ofrecían a mis
ojos en aquellos ratos que lo permitían las comisiones del gobierno, los asuntos
geográficos y la fatiga de viajar por despoblados y muchas veces sin camino».
Los resultados de tales «ocios» fueron sobresalientes.
Otras variadas expediciones podrían destacarse por su magnitud o por sus
objetivos. Así, la encabezada por Hipólito Ruiz López (1754-1816) y José Anto­
nio Pavón y Jiménez (1754-1840), realizada entre los años 1777 y 1788 a través
el virreinato del Perú. El estudio de la botánica se vinculaba, evidentemente, con
el de los «conocimientos útiles» (muy dentro del espíritu de las Sociedades de
Amigos del País y otras instituciones afines), porque juzgaban que era preciso
que las especies recogidas fuesen estudiadas para que «digan por bien fundada
tradición, y confirmen por experimentación, que tienen alguna virtud especial
para la salud, el placer y otros usos». Revestían, por tanto, interés científico,
económico, terapéutico o decorativo, y además, entre otras razones, porque di­
chos estudios alejan «la ignorancia y rusticidad aprendidas de la más abyecta
plebe o bien de los consejos de sus antepasados»; es decir, urgía apartarse de la
rutina de la enseñanza anclada en el pasado de los herbolarios y curanderos.
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS Sil

Arthur E. Steele, en un libro tan ameno como rigurosamente erudito, nos referi­
mos a Flowers for the King. The Expedition of Ruiz and Pavón and the Flora of
Perú, cuenta la labor de estos botánicos y las dificultades que a su regreso halla­
ron para editar sus libros fundamentales que recogen aquel vasto esfuerzo: Flo-
rae Peruvianae, et Chilensis prodomus... Descripciones y láminas de los nuevos
géneros de planta de la flora del Perú y Chile (1794); Flora Peruvianae, et Chi­
lensis, sive descriptiones, et icones... (tres volúmenes entre 1798 y 1802; un
cuarto en 1957 y aún resta por completar un quinto); la Relación del viaje hecho
a los reynos del Perú y Chile por los botánicos y dihuxantes enviados para aque­
lla expedición... (1931), y dejamos de lado otros tan significativos como la Icno-
logía, o tratado del árbol de la quina y cascarilla, con su descripción... (1782),
como así su polémico Suplemento a la quinología... (1801).
Aunque desborda ya el siglo xviii, pero siempre dentro del clima de la Ilus­
tración, por la singularidad de sus objetivos, parece necesario evocar la Expedi­
ción de la Vacuna (1804-1806), dirigida por Francisco Javier Balmis (1753-
1819). El seguimiento de su accidentado viaje, los obstáculos, la incomprensión
y mala voluntad evidenciada muchas veces por las autoridades coloniales, y la
entusiasta recepción por parte de las poblaciones angustiadas por el flagelo de la
viruela, que hacía verdaderos estragos, merecen una reflexión. Recuérdese, ade­
más, que la repercusión de la humanitaria empresa se percibe en algunos nota­
bles testimonios literarios, así en el poema de Andrés Bello, «A la vacuna» y en
la oda, sobre idéntico tema, del español Manuel José Quintana.
Este capítulo, donde en aras de la brevedad omitimos otras expediciones tan
importantes como la encabezada por Martín Sessé (acompañado por los botáni­
cos mexicanos Mociño, Longinos y otros), podría cerrarse con la suscinta men­
ción de uno de los mayores exploradores y naturalistas de todos los tiempos:
Alexander von Humboldt (1769-1859), cuya labor no necesita encarecimientos;
basta recordar el juicio de Simón Bolívar: «... El Señor Barón de Humboldt,
cuyo saber ha hecho más bien a la América que todos sus conquistadores...»
(Lima, 22 de octubre de 1823), opinión cuya sagacidad valora toda la obra del
sabio germano, que recorrió (acompañado, entre otros, por Aimée Bompland)
gran parte de estos territorios y marcó un hito decisivo en sus estudios de gran
envergadura; así, el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Viaje a
las regiones equinocciales del Nuevo Continente..., Ensayo político sobre la isla
de Cuba, y citamos algunos de los que constituyen su magnífico aporte a la me­
jor ciencia natural, a la adecuada comprensión de los problemas y de la tradi­
ción cultural de América Latina y también de la moderna historia social y eco­
nómica. Humbold, humanista enciclopédico, nos instala de lleno en el siglo XIX.
Las expediciones científicas, sobre las cuales algo llevamos dicho; los libros
que iban venciendo los estorbos de la debilitada censura; algunas instituciones
como los Consulados y las Sociedades de Amigos del País; el periodismo científi­
co, acerca del cual algo se ofrecerá a continuación, constituyeron algunos de los
elementos que fueron generando paulatinamente un renovado clima intelectual,
al cual deben sumarse las incipientes manifestaciones de natural curiosidad y las
inquietudes que irrumpían en la sociedad colonial que para exteriorizarse debían
superar muchos prejuicios e inercias. Así, comenzaba a superarse, esforzadamen­
512 GREGORIO WEINBERG

te, aqüel estado de indiferencia por las actividades científicas y sus posibles apli­
caciones, por las cuales no expresaban demasiado interés ni entusiasmo la ale­
targada burocracia colonial o las universidades.
De todas maneras fueron surgiendo, poco a poco, observatorios y coleccio­
nes que en algunos casos llegaron a convertirse en museos, intentos de descrip­
ción y sistematización de la fauna y la flora aborígenes, etc. Los mismos descu­
brimientos geográficos, la delimitación de las fronteras, la navegación, la
minería, entre otras actividades, planteaban problemas que exigían respuestas
apropiadas. Quizás podríamos ilustrar este proceso con algunos ejemplos toma­
dos de uno de los virreinatos más activos y ricos, el de México, donde en 1768
se funda la Real Escuela de Cirugía (ajena a la Universidad y con la oposición de
los llamados médicos y cirujanos «latinistas* de origen universitario como lo re­
cuerda Eli de Gortari) que comenzó sus actividades dos años después. Un fenó­
meno celeste genera, entre otros trabajos valiosos en la materia, la Descripción
ortográfica universal del eclipse de sol del día 24 de junio de 1778... de Antonio
de León y Gama (1735-1802). En 1781 se establece la Academia de las Nobles
Artes de San Carlos (donde se enseñaba arquitectura, pintura y escultura). De
1788 data el Jardín de Plantas, que disponía de una cátedra de botánica anexa.
De 1792, el Real Seminario de Minería, en cuyo seno trabajaron notables sabios
como Fausto de Elhuyar y Túbice (1755-1833), descubridor, en España, del
wolframio o tungsteno, y su hermano Juan José, pero sobre todo Andrés Ma­
nuel del Río y Fernández (1764-1849), estudioso de severa y actualizada forma­
ción científica; descubridor, en 1801, del vanadio (que él llamó eritronio). Ade­
más de su prolongada y fecunda labor docente, cabe destacar sus Elementos de
Orictognosia, o del conocimiento de los fósiles, dispuestos, según los principios
de A.G. Wemer para el uso del Real Seminario de México..., cuya primera parte
(las tierras, piedras y sales) es de 1795, y la segunda (combustibles, metales y ro­
cas) de 1805. En su prólogo leemos: «... El único medio de conocer las propieda­
des de los cuerpos es la observación...*. Este manual de valor sobresaliente, fue
utilizado durante décadas en todo el ámbito hispanoparlante. Repárese que apa­
reció tres décadas antes que los Principies ofGeology de Charles Lyell. Un juicio
de Humboldt nos parece revelador: «En México se ha impreso la mejor obra mi­
neralógica que posee la literatura española, el Manual de Orictognosia, dispues­
to por el señor Del Río, según los principios de la escuela de Freiberg donde es­
tudió el autor. En México se ha publicado la primera traducción española de los
Elementos de Química de Lavoisier. Cito estos hechos separados, porque ellos
dan una idea del ardor con que se ha abrazado el estudio de las ciencias exactas
en la capital de la Nueva España...».
Por supuesto que este nivel de actividad no puede ser generalizado al resto
de la Hispanoamérica de entonces, cuyo conocimiento más matizado requeriría
la mención de abundantes creaciones y publicaciones de diferente nivel, pero re­
veladoras de un proceso todavía escasamente organizado y poco institucionali­
zado. De todos modos, parece de interés señalar que cuando existe una actividad
tan significativa como fue la minería colonial, su gravitación puede contribuir a
realizaciones tan demostrativas y perdurables como la de aquella Escuela de Mi­
nería. Además, y para no demorarnos en mayores referencias, señalemos que en
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 513

la Colonia se registran hechos muy reveladores: los dos primeros elementos quími­
cos descubiertos y descritos en el Nuevo Mundo lo fueron en lo que hoy constituye
America Latina; nos referimos al platino, por parte de A. de Ulloa, y al vanadio,
por parte de Del Río, anticipándose en esta proeza científica a la anglosajona en
más de un siglo.

Periodismo

Gracias a los cambios del ambiente intelectual que comenzaban a manifestarse en


España, la propagación del periodismo y la intensificación paulatina de los hábi­
tos de lectura que, pese a las prohibiciones y la censura, habían logrado llegar al
Nuevo Mundo con relativa profusión, las ideas de la Ilustración comenzaron a
difundirse, primero lenta y cautamente, y luego con mayor vigor y energía, a me­
dida que avanzaba el siglo xvm e irrumpían nuevos grupos sociales. Con la ex­
pulsión de la Compañía de Jesús (de Portugal en 1759 y de España en sus pose­
siones en 1767), baluarte del viejo orden y pilar de las ideas tradicionales, se
registra una inflexión favorable hacia un estado intelectual menos restrictivo.
• El libro y el periodismo constituyeron vehículos significativos de la moderni­
zación de la vida social de aquella centuria; por un lado, porque los nuevos pro­
cedimientos técnicos implicaban un abaratamiento de los textos y una mayor di­
fusión de los mismos; y por otro, porque permitían la propagación de la letra
escrita a públicos renovados y más amplios.
El periodismo realizó su modesta e inicial presentación a través de manifesta­
ciones esporádicas como hojas sueltas, boletines, volantes, anuncios, etc., hasta
adquirir cierta regularidad. Su primera muestra: Gaceta de México, y noticias
de la Nueva España que apareció el 1 de enero de 1722, aunque tuvo corta vida.
Si pasamos por alto algunas otras publicaciones efímeras, a los efectos que aquí
interesan parece conveniente detenernos en el Diario Literario de México, dis­
puesto para la utilidad pública a quien se dedica (el número inicial es del 12 de
marzo de 1768), dirigido por el «paladín de la Luces», el mexicano José Antonio
Alzate y Ramírez. Basta recorrer sus ocho entregas, llamativamente dedicadas
«no sólo a servir al público de los literatos, sino también a la gente más desdicha­
da del campo», para comprobar la atención que sus páginas prestaban a la mine­
ría, a los terremotos, al cultivo del cacao, etc. Suspendida la publicación, su inspi­
rador reincidirá con otras: Asuntos varios sobre ciencias, y artes (13 números,
entre 1772 y 1773), cuyo espíritu se torna transparente en el siguiente pasaje to­
mado de su entrega inicial: «¿Habrá quien se atreva a negar que las ciencias de
los últimos años del siglo pasado y en lo que corre del nuestro siglo verdadera­
mente de las luces han tomado otro semblante?» El porfiado novohispano insiste
con un tercer periódico: Observaciones sobre la Física, Historia Natural y Artes
Útiles (14 números, entre 1787 y 1788), que incluye artículos sobre física, astro­
nomía, agricultura, geografía, minería, química, botánica, medicina, etc. Pero la
empresa de mayor aliento del citado Alzate y Ramírez, miembro de la Academia
de Ciencias de París y crítico de las ideas de Lavoisier, fue la Gaceta de Literatura
de México (115 números entre 1788 y 1795). A juicio de Ramón Sánchez Flores,
Alzate y Ramírez fue «el padre de la ilustración y la tecnología en México»,
514 GREGORIO WEINBERG

como se infiere de los abundantes y significativos aportes originales o divulgati-


vos acerca de inventos, mecanismos, procedimientos, etc.
El también mexicano José Ignacio Bartolache, tres veces doctor, crítico enér­
gico de la escolástica decadente y propagandista entusiasta de los nuevos conoci­
mientos, sobre todo de los modernos métodos científicos, dirigió el Mercurio
Volante con noticias importantes y curiosas sobre varios asuntos de Física y Me­
dicina (16 números, entre 1772 y 1773), en cuya segunda entrega (28 de octubre
de 1772) leemos: «... El latín sólo es necesario para entender libros latinos, pero
no para pensar bien, ni para alcanzar las ciencias, las cuales son tratables en
todo idioma... Porque yo pregunto ¿es esto, lo que ha de habilitar para ser algún
día buen ciudadano, buen padre de familia, buen ministro, buen labrador, buen
negociante o para los demás oficios en que consiste la vida civil, o algún vincula­
do de la humana sociedad...? La base y fundamento de la buena física es la his­
toria natural esto es, las exactas y bien averiguadas noticias de la existencia de
los cuerpos...». Un somero comentario de estos párrafos, entresacados de la mis­
ma entrega, permitiría captar su significado y alcance, y sobre todo su preocupa­
ción por cuestiones que la Universidad en modo alguno abordaba.
En otro de los grandes virreinatos, el del Perú, hubo publicaciones de diverso
interés, aunque tiene una de sobresaliente riqueza e importancia: el Mercurio Pe­
ruano de Historia, Literatura, y Noticias públicas, que a nombre de una Sociedad
de Amantes del País (1790-1795), cuya reciente y prolija reimpresión facsimilar,
en 12 volúmenes facilita su consulta. Basta recorrer sus cuatro millares de páginas
para encontrar no sólo nombres tan significativos como los de Olavide, Peralta
Barnuevo, Baquíjano y Carrillo, Unanue y el obispo Pérez Calama, sino también
auscultar el espíritu «ilustrado» que lo informa y el amplio espectro de inquietu­
des que trata de satisfacer, donde tampoco faltan las ciencias por cierto (física,
química —reproduce, por ejemplo, en el n.° 305, del 5 de diciembre de 1793, una
célebre Memoria de Lavoisier—, ciencias naturales y, por supuesto, medicina), y
las técnicas con atención particular a la minería, por razones obvias. «Su lectura
—escribe el citado obispo Pérez Calama— deshollinará muchas chimeneas de en­
tendimientos aerostáticos y a los jóvenes los preservará de embadurnarse con las
especies ridiculas y gritonas del ente de razón». Jean-Pierre Clément ha confeccio­
nado notables índices del Mercurio Peruano, acompañados de listas de suscripto-
res distribuidos por su repartición geográfica, social, profesional, etc.
Estudiado por numerosos historiadores, el Mercurio Peruano es suficiente­
mente conocido; esta circunstancia de algún modo nos dispensa de analizar con
mayor detenimiento su contenido; además, hacerlo requeriría un espacio del que
carecemos y desproporcionaría la estructura de este trabajo. Y son estas mismas
razones las que ahora nos impiden abordar con mayor minuciosidad el periodis­
mo «ilustrado» que, con distinta suerte, vio la luz en todas las grandes ciudades
de Hispanoamérica. Así, la temprana Gazeta de Goathemala (1729-1731), que
reaparecerá a partir de 1794; la Gaceta de la Habana (1764-1766); Primicias de
la Cultura de Quito (1792), de Eugenio Santa Cruz y Espejo y sin detenernos en
otras manifestaciones precursoras, recordemos en Bogotá, el famoso Semanario
del Nuevo Reyno de Granada (1808-1811); en Buenos Aíres, Telégrafo Mercan­
til, Rural, Político-Económico e Historiógrafo del Río de la Plata (1801-1803),
LA EDUCACIÓN Y LOS CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS 515

el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807), Correo de Co­


mercio (1810) y por fin la Gaceta de Buenos Ayres, dirigida por Mariano More­
no (1810-1821), cuyo tratamiento corresponde ya al volumen del siglo XIX. Nos
parece útil recordar recientes estudios sobre el léxico y el vocabulario de algunos
de dichos periódicos «ilustrados», lo que nos brinda una nueva y prometedora
vertiente de análisis que, entre otras ventajas, permite determinar el grado de ac­
tualización de aquellas sociedades.
Todo ese periodismo —citado o no aquí— ofreció en distinto grado, con disí­
miles motivos y con diferente energía, un material excepcionalmente valioso: aná­
lisis de la realidad y señalamiento crítico de la posibilidad de superar ciertas ina­
decuaciones sociales, económicas y culturales; en la práctica, y hasta la
Independencia, sabido es (y en esto consiste una de las mayores limitaciones de la
Ilustración, tal cual ella se manifestaba en estas tierras que no serán abordados de
manera frontal temas vinculados a las esferas políticas o religiosas. Pero predica­
rá, no sin cierta osadía muchas veces, soluciones «salvadoras» a través de la edu­
cación, la diversificación productiva (con esfuerzos por sustraer la agricultura a
la rutina secular o mediante el estímulo de determinadas manufacturas), la digni­
ficación de la idea de trabajo; la creciente participación de la mujer; la importan­
cia de las ciencias (en particular las aplicadas o útiles); la «modernización», en
fin, si se nos permite recurrir a un vocablo tan reciente como ambiguo. En escala
mucho más reducida aquella prensa solía denunciar los abusos o arbitrariedades
de las autoridades. En suma, su discurso e influencia imprimieron nuevos rumbos
al entendimiento activo del Nuevo Mundo y, en la mayoría de los casos, brinda­
ron una visión criolla que, en la práctica, nos instala en los umbrales del siglo XIX
o de la emancipación, límites que aquí en algunos casos hemos traspuesto.
Aunque fue tardío el surgimiento del periodismo en Brasil, sus primeras ma­
nifestaciones poco tenían que ver con lo que entendemos constituía el espíritu de
la Ilustración. La Gaceta de Río de Janeiro apareció el 10 de septiembre de
1808; de presentación modesta, con apenas cuatro páginas semanales al comien­
zo, en realidad era un órgano oficial, cuya función consistía en informar de qué
ocurría en el Viejo Mundo. Su director, el P. Tiburcio José da Rocha> no mani­
festó inquietudes por problemas concretos vinculados al país real. La Impressno
Regia estaba administrada por una Junta, a la que competía la responsabilidad
de «examinar os papéis e livros que se mandassem publicar e fiscalizar que nada
se imprimiesse contra a religino, o gobernó e os bons costumes». (Instrucciones
del 24 de junio de 1808). Como señala Nelson Werneck Sodré, «era un periódi­
co oficial hecho en una imprenta oficial, que ningún atractivo ofrecía al público,
y tampoco era ésa una preocupación para quienes lo dirigían...». (A nuestro jui­
cio no corresponde considerar aquí el Correio Brasiliense, de carácter más doc­
trinario que informativo, por imprimirse en Londres. Su primer número vio la
luz el 1 de junio de 1808).
23

LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII

Juan Duran Luzio

La literatura hispanoamericana del siglo xvm pareciera anunciarse una década


antes del comienzo del siglo: en 1691, cuando la monja mexicana sor Juana Inés
de la Cruz fecha su famosa carta de Respuesta a sor Filotea de la Cruz. Sor Jua­
na, que tanto lustre había dado a las formas literarias en uso en la Península Ibé­
rica escribiendo desde Nueva España, muestra también en ese texto su capaci­
dad para desafiar los modelos en boga y formular, por medio de una prosa
analítica y un razonamiento profundo, la primera reflexión genuina sobre la
condición de la mujer en una sociedad virreinal. En esa carta de corte autobio­
gráfico, a pesar de la erudición que a ratos pesa en su contenido, se encuentra
bien presente el espíritu de critica propio de las tendencias que iban a regir el si­
glo entrante. Además, y sobre todo, en sus páginas se concreta esa libido scendi,
ese apetito por el conocimiento y las ciencias que pronto caracterizará a las
grandes mentes del Siglo de la Luces. Sor Juana muere en 1695, poco antes del
cambio dinástico en España y en sus provincias de Ultramar; simbólicamente se
cierra con ella una etapa de la época colonial y se da paso, bajo la dinastía de los
Borbones, a otra que aportará cierto impulso innovador, capaz de irradiar una
influencia distinta y una dirección menos intransigente en el gran ámbito metro­
politano y colonial.
Sin embargo, la fuerza de la obra de sor Juana, o de su carta, poco conocida
entonces, no intenta ni logra promover el abandono de los procedimientos lite­
rarios consagrados en el Viejo Mundo. Será en la segunda mitad del siglo xviii
cuando se comience a apuntar hacia una dirección diferente de las tendencias
formales, léxicas y sintácticas, consagradas por el modelo barroco peninsular,
que había sido, por más de un siglo, la línea dominante. Tampoco se avizora
una ruptura cultural concluyente entre España y sus posesiones americanas: la
mayoría de los autores continúan los modelos peninsulares y, cuando más, in­
troducen adaptaciones en cuestiones de lenguaje que, por la presencia del mun­
do tan diverso al que se refieren, van imponiendo su peculiaridad.
Sólo durante la segunda mitad del siglo, versos y prosas menos elaborados
formalmente que los modelos tradicionales tenderán hacia el cultivo de lo satíri­
co o de lo popular atinente a situaciones inmediatas; cultivo limitado, sin embar­
go, en los alcances críticos que este tipo de literatura tenía en Europa, pues las
518 JUAN OURÁN LUZIO

prensas americanas se hallan en posesión de la Iglesia o bajo su censura. No pa­


rece exagerado postular que el quehacer literario del siglo xviii se define en His­
panoamérica dentro de los límites señalados por el Tribunal del Santo Oficio o,
paradójicamente, por las producciones que clandestinamente desafiaron su auto­
ridad. Hay cierto acuerdo para afirmar que la libertad de pensamiento no distin­
gue al siglo ilustrado de lengua española.
La presencia de esta censura limitó, igualmente, el número de lectores y
pudo impedir un florecimiento más decidido y abierto del arte literario; esto se
confirma, por ejemplo, en la existencia fugaz de los impresores independientes y
en el elevado precio del papel que venía de Europa; en la escasez de libreros en
las colonias y en la casi total ausencia de obras reimpresas durante esos cien
años. Y esta situación no era muy diferente en la metrópoli: se ha dicho que a
mediados del siglo había en París más librerías que en toda España. Se sabe, ade­
más, que entonces el producto literario tenía poco valor económico, tanto para
el escritor como para el editor; su repercusión más notoria podía ser de alcance
político. Por esto, no se permitía que lo escrito desafiara o ridiculizara los ya
cuestionables poderes de la Iglesia o de la Corona, o de las autoridades locales.
Con todo, el proceso creativo no se detuvo y los escritores continuaron forjando
la cultura continental y más tarde serían igualmente dignos de memoria históri­
ca, aunque acaso demasiado atentos a seguir las pautas señaladas por los logros
literarios de toda Europa.
Nacido poco después de la célebre monja mexicana, en 1664, el peruano Pe­
dro de Peralta y Barnuevo fue también un autor prolífico, que cultivó varios de
los géneros en boga: poesía al modo de Góngora y teatro al modo de Calderón y
Corncille; escribió además abundante prosa de contenido científico e histórico.
Hacia 1710 se presenta en Lima su personal traducción y adaptación de la que
parece ser su obra dramática más lograda: La Rodoguna, escrita según el mode­
lo de la Rodogune de Corneille, estrenada en 1644. Este hecho no es aislado y
sirve, por otra parte, para comprobar la presencia de libros franceses en las colo­
nias, a pesar de diversas prohibiciones decretadas desde Madrid. Peralta, que
además de literato era ingeniero y profesor de ciencias, poseía una cultura mun­
dana y dominaba el francés y el italiano, al punto de que también escribió poe­
mas en estas lenguas. Cultivó varias de las formas del teatro bravo popular en
Europa y, aunque su lenguaje debe un respeto exagerado al rebuscado paradig­
ma barroco, no puede dejar de introducir rasgos peruanos junto a elementos de
la mitología griega. Sin embargo, algunos de sus críticos dicen que apenas apare­
ce el Perú como un opaco trasfondo de cuanto escribe. Acaso su extensa crónica
rimada de la conquista del Perú sea su obra más cercana a la realidad del mundo
donde vivía: Lima fundada o la conquista del Perú, extenso poema en diez
cantos, aparecido en esa capital en 1732, y en el cual Pizarro es el héroe central;
un héroe demasiado engrandecido y repleto de los tópicos de la poesía épica tra­
dicional.
Por otra parte, se tiende a considerar como su obra más importante en un
sentido histórico cierta Memoria o Relación de gobierno que redactó por encar­
go del virrey José de Armendáriz sobre el estado del Perú, texto que finalizó ha­
cia 1734; aunque no lleva su firma, se asegura que es producto de su pluma: allí
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 519

queda expresado un amplio conocimiento de la sociedad virreinal y sus conflic­


tos, al tiempo que se avizora cierta muestra de la naciente nacionalidad peruana.
Lo había logrado expresar fuera de los cánones literarios que imponían una di­
rección fija a las formas literarias en el amplio mundo hispánico y colonial.
Una nota final sobre este hombre enciclopédico que permite ver muy bien las
contradicciones de su tiempo: después de haber servido en el Santo Oficio, cono­
ció en su persona la severidad de su intransigencia: su poema de ancianidad Pa­
sión y triunfo de Cristo, concluido hacia 1738, disgustó al tribunal por su con­
cepción demasiado libre de las vivencias místicas. Fue condenado y sólo su
avanzada edad lo salvó del castigo físico y de la prisión. Se sabe que hasta la dé­
cada de 1730 la censura inquisitorial de España y los virreinatos se preocupó ex­
clusivamente de las obras religiosas, pero hacia 1750 se ocupa también de revi­
sar libros filosóficos y políticos; a partir de 1765 su labor se hace más precisa y
se dedica igualmente a frenar la difusión de los pensadores franceses que presa­
giaban el fin de la monarquía y denunciaban y ridiculizaban los errores y exce­
sos de la Iglesia.
La orientación social que poco a poco hacia la mitad del siglo irá asumiendo
el hombre de letras no impide que, por otra parte, en el retiro de algunos con­
ventos se sigan cultivando la poesía o la prosa más íntimas, de innegable fuerza
mística, como lo prueban las composiciones de la monja ncogranadina Francisca
Josefa del Castillo. Al morir en 1742 en Tunja, Colombia —la misma ciudad
donde había nacido—, la madre Castillo dejó dos obras manuscritas que revelan
las contradicciones de la vida de una mujer intensa y creadora, sensual y lúcida,
limitada a las paredes de un claustro: Vida, especie de autobiografía interior, y
Afectos espirituales; el último es un texto complementario del anterior formado
por una serie de composiciones breves, en prosa y en las que registraba sus an­
gustiadas experiencias religiosas; su lenguaje se propone ser claro y directo y los
adornos de su prosa son mínimos, por eso sus textos resultan conmovedores.
Ninguna de estas obras se publicó en vida de la autora: es explicable pues se tra­
ta de confesiones personales, varias sobre sus tormentos carnales, pero modera­
das o encubiertas por las imágenes propias de los místicos. Uno de estos Afectos
—el número 45— está escrito en verso y ha llegado a ser célebre en la lírica reli­
giosa continental: lleva por titulo Deliquios del Amor Divino en el corazón de la
criatura y en las agonías del Huerto; es un poema de 16 cuartetos que recrea el
momento de éxtasis del encuentro glorioso con el Amado. Si bien el conjunto de
su obra, en la que se insertan otros poemas, se relaciona más con el pasado, con
los místicos españoles del siglo XVI y con la Biblia del Cantar de los Cantares,
ilustra, por otra pane, esa tendencia poderosa del catolicismo activo que iba a
resistir en todos los terrenos a las ideas renovadoras que pronto se sentirían
como el inicio de una concepción laica del mundo y de sus razones.
Además de la creación literaria, en la Hispanoamérica del siglo xvm se regis­
tran también muestras de los estudios literarios entonces emprendidos; uno de
ellos sobresale por la labor de acoplo y por las razones que motivaron su escritu­
ra: Bibliotheca mexicana, del jesuita mexicano Juan José de Eguiara y Eguren, es­
crita en latín y publicada en esa capital virreinal en 1755. Con esta obra Eguiara
contesta y rechaza el menosprecio que en contra de México y de su universidad
520 JUAN DURÁN LUZIO

manifiestan algunos académicos españoles. El orgullo que siente por su patria —y


por la universidad de la que había sido rector— lo lleva a empeñarse en la reco­
lección sistemática de la bibliografía publicada en México hasta la fecha, previ­
niendo, además, que el tiempo, los incendios o la indiferencia del público por los
libros hagan que ese acervo cultural desaparezca irremediablemente.
Aprovechando noticias de dos bibliografías españolas anteriores —la de Ni­
colás Antonio y la de Antonio de Ixón Pinelo—, la obra de Eguiara lo convierte
en el autor del primer catálogo y sinopsis biográfica de escritores de una región
particular de Hispanoamérica. Ordenó alfabéticamente los autores —aunque los
introduce por el nombre y no por el apellido— y precisó los títulos, los lugares y
las fechas de edición. Resulta de interés subrayar que al tiempo que Eguiara bos­
queja un juicio, incluye un elogio de los autores que registra.
En la otra gran capital virreinal un investigador muy cercano a las motiva­
ciones de Eguiara, comparte su preocupación por la ignorancia y menosprecio
que ha visto en el Viejo Mundo con respecto al desarrollo cultural del Nuevo; el
peruano José Eusebio de Llano Zapata —también ex rector de la universidad—
es autor de un breve tratado que lleva por titulo Carta persuasiva al señor don
Ignacio de Escandan Sobre asunto de escribir la historia literaria de la Amé­
rica meridional. Se publica por primera vez en Cádiz en 1768 y se reproduce en
Lima al año siguiente. Llano Zapata tampoco oculta su orgullo nacional ante el
progreso del cultivo de las letras en América, y clama por un ingenio que venga
a recoger y organizar el cuerpo de esos escritos. Exhorta al señor Escandón, co­
legial teólogo graduado en el colegio de San Luis de Quito, para que emprenda
esa urgente tarea, y en las primeras páginas de su breve obra le señala: «La Amé­
rica meridional, más abundante de ingenios que de metales, y más fecunda en
sus Academias que en sus campos, después de haber producido tantos varones
sabios, que bastaran a iluminar un mundo, así como fue un país de literatos, se
hizo un sepulcro de la memoria de ellos. La falta de imprentas en nuestras In­
dias, el sumo costo para solicitar las impresiones en Europa, han sido universal
embarazo porque no se publiquen muchas obras que fueran de gran provecho al
orbe literario». Llano Zapata está proponiendo al mismo tiempo la defensa de la
capacidad intelectual de los hombres y las mujeres americanos —mujeres cuya
inteligencia y obras, de paso, alaba sin reservas—. Se opone así al prejuicio que
las consideraba seres inferiores, sostenido por algunos de los tratadistas que en­
tonces se popularizaban por Europa; argumento que servía, en último término, a
la metrópoli para negar al criollo el derecho al saber y al autogobierno.
Poco después el venezolano Juan Antonio Navarrete, nacido en la provincia
de Caracas en 1749, se entrega a la confección de una enciclopedia del saber lo­
cal y universal, a la manera de la gran enciclopedia que desde París asombraba
al mundo. Navarrete, que fue sacerdote franciscano, no sentía gran admiración
por el pensamiento laico de aquella obra, sin embargo hasta parece que imitase
sus fines, y procede con parecido rigor al ordenar las entradas de su obra alfabé­
ticamente, aunque sea de la más variada índole. Navarrete, que durante años fue
profesor de la Universidad de Santo Domingo, confiesa que no tiene intenciones
de ver su obra publicada, a pesar del tono pedagógico y divulgador que la orga­
niza; ésta se concluyó hacia 1783 y a la espera de un impresor, se quedó igual­
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 521

mente inédita. La había titulado Arca de Letras y teatro universal; por el título
se establece también un vínculo con la famosa obra enciclopédica del fraile Beni­
to Jerónimo Feijóo, máxima figura de la Ilustración en España, y una de cuyas
obras, Theatro critico universal o discursos varios en todo género de materias
para el desengaño de errores comunes, veía la luz en Madrid entre 1726 y 1740,
en una serie de nueve volúmenes, que tuvieron una gran acogida en la América
colonial; poco después sus Cartas eruditas y curiosas, publicadas en cinco volú­
menes entre 1742 y 1760, también se hallan entre las lecturas frecuentes de los
ilustrados del Nuevo Mundo. Era una primera incitación al conocimiento crítico
y universal, a la superación de las supersticiones, que el criollo comenzaba a re­
cibir en su propia lengua, y de la respetada pluma de un hombre de Iglesia. Sor­
prende el amplio y variado conocimiento que Juan Antonio Navarrete posee de
la cultura local y mundial, así como su atracción por las ciencias y los últimos
descubrimientos universales. Como otros americanos educados del momento,
vive el tránsito de ser indiferente ante los cambios políticos y sociales que se ave­
cinan a ser un admirador declarado de la opción republicana en pro de una Ve­
nezuela independiente.
Igualmente erudita, pero sobresaliente en el campo del lenguaje crítico y
burlesco, es la obra del ecuatoriano Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y
Espejo. Hijo de indio y mulata, Espejo superó con su talento las limitaciones que
su nacimiento significaba en la sociedad colonial y llegó a establecerse como mé­
dico, escritor y erudito. Famosa y polémica fue desde su aparición la obra Nue­
vo Luciano o despertador de ingenios, concluida hacia 1779 y escrita a modo
del diálogo clásico —género en prosa, a imitación de los diálogos platónicos,
donde se propone un intercambio de opiniones entre dos o más personajes sobre
un tema que tratan a fondo—. La obra consiste en nueve conversaciones entre
dos personajes ficticios que abordan temas de filosofía, teología, retórica y poe­
sía, todos tratados en torno a la educación de la juventud. Se publicó anónima­
mente y en ella Espejo ejerce una crítica mordaz, que dirige contra los centros de
poder del régimen colonial, y en especial, en contra del peso y dominio de la en­
señanza escolástica y dogmática impartida por la Iglesia. Recibió tantos ataques
que se vio en la necesidad de responder un año después con otro diálogo: Marco
Porcio Catón. Y aún en 1781 continuó la polémica sobre la urgencia de renovar
la educación, desde la escuela elemental misma, en un escrito que tituló La cien­
cia blancardina, aludiendo a la mediocridad, único destino posible de aquella
formación. Espejo comprende bien que la libertad del intelecto —y, por ende,
de la sociedad en general— depende de la educación: la que se importe por me­
dio de la Iglesia será sólo para mantener al criollo en estado de ignorancia y
servidumbre. Él está bien al tanto de las nuevas corrientes enciclopedistas que
se difunden por Europa, y en sus obras aparecen intercaladas citas de Pascal,
Rousseau, Voltaire, Diderot, para apoyar la época de libertad que él adelanta
para América. Otras veces el texto extranjero se utiliza para agudizar las críti­
cas en contra de la existencia y el ritmo provinciano de las colonias. Dirige mu­
chas de sus sátiras contra los falsos eruditos, parodiando su lenguaje barroco,
el cual, por lo demás, había llegado a un punto de extenuación, generado por
el exceso de cultivo.
522 JUAN DURÁN LUZlO

Como otros escritores del momento, Espejo busca en la publicación periódi­


ca una forma más expedita de llevar su mensaje al lector; así, desde 1791 y en
las páginas de la primera gaceta ecuatoriana, Primicias de la cultura de Quito,
de la que es colaborador principal, repite muchas de las ideas en contra del gran
sofisma colonial que denunciaba en sus escritos mayores. La publicación alcanza
renombre aun más allá de Ecuador, pero la censura oficial no tardó en hacerse
sentir y sólo la cárcel vino a terminar con la carrera del escritor y renovador Es­
pejo y Santa Cruz.
El teatro, en general, no floreció mayormente durante el siglo ilustrado y ca­
sos de dramaturgos como el de Peralta Bamuevo son excepcionales. Los propó­
sitos catequísticos y evangelizadores parecen dominar en la escena, alternando
con representaciones de obras de Calderón de la Barca u otros autores del Siglo
de Oro español, que garantizarán el respeto debido a las autoridades y las cos­
tumbres cristianas. En otros casos se trata de la representación de obras breves,
escritas o adaptadas para ciertas celebraciones en las que se exaltaba al monarca
y a sus representantes. En general, la tendencia dominante del teatro de la época
en España parece ser su intención moralizante y educativa.
La situación varía al avanzar el siglo; se aumentaron las obras públicas du­
rante el reinado de Carlos III que alcanzó también a la construcción o restaura­
ción de coliseos o edificios aptos para el espectáculo. Acaso por el incremento de
funciones, junto con las piezas españolas tradicionales y consagradas, se comien­
zan a representar otras, que se refieren a las costumbres típicas del medio local,
con personajes muy reconocibles y un habla del todo regional; sobresale aquí El
amor de la estanciera, representada hacia 1790 y atribuida al argentino Juan
Bautista Maciel; su acción transcurre en el campo y mucha de su efectividad hu­
morística se apoya en el lenguaje de los personajes. Así sucede también en El
Charro, del mexicano Agustín de Castro, compuesta en 1797 a modo de monó­
logo cómico y fundada en un vocabulario acentuado por los rasgos ya distinti­
vos del México rural. Ambas son piezas que inauguraban un género de conside­
rable importancia para la dramaturgia del futuro.
Pero la obra teatral más relevante de este siglo en Hispanoamérica es la tra­
gedia peruana Ollántay, representada desde 1780. Si bien es cierto que el tema
medular proviene de leyendas quechuas prehispánicas, según lo anuncian algu­
nos historiadores de las Indias, su lenguaje y estructura dramáticas se hallan de­
terminadas por los elementos formales propios del drama español de la época.
Es importante saber, sin embargo, que en su desarrollo se funden armónicamen­
te los conflictos e ideales de la sociedad incaica con las propuestas dramáticas y
lingüísticas europeas. Ambientada en la época del emperador Pachacutic y de su
hijo Túpac Yupanqui, en torno al conflicto amoroso central, se levanta un sím­
bolo del gobierno justiciero y humanitario de los incas del pasado, que aparece
bien explícito, como para contraponerse a la intolerancia de las autoridades co­
loniales de su momento; en este sentido, la obra se adscribe a la corriente de pro­
ducciones que desde distintos géneros propugnan la autoridad del pueblo y los
derechos de los gobernados en contra del abuso de poder por una minoría.
Ollántay —el personaje central— es un héroe del pueblo que asciende hasta el
grupo de poder merced a su valentía y sus virtudes personales. Se suele atribuir
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 523

la paternidad de la obra en su forma presente al cura mestizo Antonio Váldez,


que ejerció cerca de la villa de Tinta, en el Sudeste del Perú, lugar donde la ha­
bría visto representar José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, poco antes
de su levantamiento en contra de las autoridades virreinales.
En otra dirección literaria, la proyección burlesca de la lengua, que en caste­
llano Francisco de Quevedo había llevado a la maestría en la España del siglo
xvm redescubierta en el siglo de la razón, ahora Voltaire la había consagrado
apta para el tratamiento de temas sociales y políticos, y en América se verá, vi­
gorosa y productiva, en los géneros populares: la sátira y la décima escrita por
manos anónimas que no podían correr el riesgo de firmar sus producciones. La
abundancia de rales publicaciones demuestra la necesidad de un modo de expre­
sión que buscaba manifestarse por vías separadas de la literatura oficial y corte­
sana. La gran mayoría de estas obras, breves y satíricas, son clandestinas y sus
blancos principales son la Corona española, los privilegios de los europeos y, en
general, la sentida corrupción de las costumbres; todo visto con indisimulado
malestar político, desde la perspectiva del criollo medio, del mestizo, y dicho con
su propio lenguaje cotidiano y hasta con sus vulgarismos. A pesar de sus limita­
ciones como formas literarias, son composiciones donde queda reflejada una cla­
ra expresión de las tensiones e inquietudes del momento. Una muestra cabal de
esta producción es, por ejemplo, el divulgado Padre nuestro de los gachupines
que circuló en México en la década de 1770, y del cual el tribunal de la Inquisi­
ción recogió infinidad de variantes; el poema está firmado simplemente «por un
criollo americano*. Está escrito en versos octosílabos —una de las formas bási­
cas de la poesía popular—y es particularmente duro en la referencia a los espa­
ñoles, a quienes siempre llama «perros» o «plaga infernal». El hablante del poe­
ma mira con encono las fortunas que el sistema ha permitido amasar a los
europeos, con el trabajo y los recursos de los americanos. Tales poemas son pro­
ductos literarios que, si bien marginales, comienzan a anunciar el fin del período
colonial. Circulan por todo el continente; en Centroamérica, por ejemplo, a fina­
les de siglo, la mayoría de tales décimas se dirigen contra los monarquistas y los
sectores del clero que se empeñaban en defender los derechos de la Corona.
Aunque la novela prácticamente no se cultiva en el siglo XVIII hispanoameri­
cano, a pesar de ser cada vez más abundante en Europa, su escasez encuentra ex­
plicación en las prohibiciones legales existentes contra la circulación y venta de
novelas y romances en las colonias; además, la Iglesia y sus centros académicos
velan con muy poco interés el cultivo de esa literatura mundana, crítica y consi­
derada poco edificante. Por lo anterior, es preciso destacar ciertas obras en pro­
sa, extensas, de tipo novelístico, que prefiguran el desarrollo que el género ten­
drá en el futuro; su lenguaje está ya libre del exceso barroco, acaso porque
responden más a la visión del cronista que a la del literato de oficio. Sobresale
entre ellas el largo relato de viajes titulado Lazarillo de ciegos caminantes desde
Buenos Aires hasta Lima, aparecido en esta última ciudad, con pie de imprenta
falso y la fecha de 1773.
A pesar de que el autor del libro es un funcionario español de rango medio,
Alonso Carrió de la Vandera, él mismo atribuye su autoría a Calixto Bustaman-
te Carlos Inca, un supuesto peruano y ayudante suyo. Aunque el procedimiento
524 JUAN DURÁN LUZIO

es común en literatura, aquí parece utilizado sólo con el fin de eludir la censura
local tras un nombre ficticio. Se leen en esta relación una serie de escenas pro­
pias de la vida rural criolla en las que se distinguen varios modos de ser del hom­
bre hispanoamericano; otras veces el desarrollo descriptivo del texto se basa en
detalles que singulariza como particulares de la cultura local y están presentes en
el relato con un grado de dignidad literaria que pocas veces se empleaba enton­
ces al narrar o describir lo propio: el narrador considera que los usos, modos y
costumbres de los criollos o de su mundo no son indignos o menores frente a sus
similares de Europa. Tampoco lo es su lengua: española, pero diferenciada por
múltiples regionalismos y menciones a referentes americanos, y a un contexto
lingüístico particular de las extensas provincias coloniales del Sur.
En El Lazarillo el proceso de fabulación ha sido reducido al mínimo —se
conserva apenas en la elaboración de los diálogos que introduce el narrador— y
de ahí también el valor documental del extenso diario de viaje, el cual, por otra
parte, ofrece una perspectiva de las intenciones reformadoras del sistema colonial
que sustenta su autor. Se entiende que el trayecto descrito en el libro es además
un proceso de conocimiento detallado de la situación colonial y de sus defectos,
así como de sus opciones de cambio. Entre los defectos se señala los del hombre
nativo, quien no se libra de la actitud condenatoria del narrador, especialmente
cuando se trata de indios o mestizos, poco amigos del trabajo, según este autor,
que no logra penetrar en las diferencias humanas. Sus propuestas de cambio han
quedado bien expuestas en un escrito posterior, muy propio del momento: Refor­
ma del Perú, finalizado hacia 1782. Allí Carrió sostiene que tales reformas debe­
rán fundarse, sobre todo, en un trabajo más arduo y en la intensificación de la
producción agrícola y el comercio. Carrió de la Vandera, vasallo leal a su rey, se
suma así al crecido número de tratadistas que aspiran al mejoramiento de la or­
ganización del sistema colonial sin aspirar a la independencia política.
La prosa crítica del criollo, que desde estos años comienza sin disimulo a
exaltar lo propio, tuvo también la ocasión de ofrecer una visión decadente de la
vida europea: en efecto, el mexicano fray Servando Teresa de Mier, nacido en
Monterrey en 1765, incluye entre sus obras unas vividas páginas de su difícil
paso por el Viejo Mundo y, en especial, por una España donde no era bien reci­
bido, por criollo y por crítico de la sujeción colonial. Mier, sacerdote dominico,
es un perseguido del Santo Oficio: fue desterrado porque en diciembre de 1794
se atrevió a pronunciar un sermón donde sostuvo que la Virgen de Guadalupe
era conocida en México desde antes de la Conquista, venerada entre los indios
antes de la venida de los españoles; desde cuando santo Tomás predicó el Evan­
gelio en el Anáhuac, bajo el nombre de Quetzalcoatl.
Las páginas, que a mediados del siglo XIX fueron publicadas como sus Me­
morias, son las de un hombre reflexivo y crítico, pero de acción: presentan un
desarrollo dinámico que lleva de una aventura a la siguiente, y en varias de las
cuales el autor arriesga la vida. Entre tanto, el narrador no pierde oportunidad
para glosar pasajes de la Conquista española que cuestiona amplia y, a ratos,
sarcásticamente. Además, los satíricos matices por medio de los que representa
las relaciones humanas y las formas de vida en Europa parecen descritos para
ofrecer un balance de limitaciones: escribe como para que sus potenciales lecto­
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 525

res en las provincias de Ultramar comprendan el porqué de sus propios defectos,


y apuren sus empeños para superar la monarquía y sus excesos. Advierte muy
lúcidamente que mientras las colonias imiten a España no alcanzarán una vía
auténtica hacia su total independencia mental y política, pues España a su vez
vive de imitar a las otras naciones de Europa, sin crear nada original.
En efecto, el viaje de Mier es un viaje de confirmación de la intransigencia y
el fanatismo que sus amos han llevado a las colonias; y un viaje de despertar, y
sin duda de maduración, de su propia conciencia de criollo. Después de innume­
rables padecimientos, Mier retorna fortalecido y claro en sus metas; él, como sus
contemporáneos venezolanos Francisco de Miranda, Simón Rodríguez y Simón
Bolívar, se cuenta entre las primeras mentes cosmopolitas del tradicionalmente
cerrado ámbito colonial hispanoamericano: son viajeros que lograron superar
ese cerco mental y cuyo crecimiento intelectual viene en buena parte del análisis
comparativo que han sabido establecer —y luego expresar en sus escritos— en­
tre los dos mundos. Ese dinamismo vital conduce simultáneamente a una suerte
de renovación interior que será puesta al servicio de la lucha anticolonial
Situación bien distinta de la del criollo que ha salido hacia el Viejo Mundo
para iniciar desde allá una reflexión en favor de su patria, la constituye la bio­
grafía vital e intelectual del prolífico escritor peruano Pablo de Olavide. Nació
en Lima en 1725 y, después de una brillante carrera como estudiante y funciona­
rio virreinal, salió del Perú aún muy joven y desarrolló una estimable obra litera­
ria en Europa, apenas relativa a América. A pesar de haber alternado en el Viejo
Mundo con hombres como Voltaire, de quien fue traductor al español, y de ha­
ber sido nombrado ciudadano adoptivo de la naciente república francesa —so­
bre todo por su cercanía con los enciclopedistas— Olavide no retornó al Perú y
fue indiferente a su lucha independentista. Por el contrario, confirmó su fama es­
cribiendo una obra antirrevolucionaria muy popular entre los lectores conserva­
dores del Viejo Mundo: El evangelio en triunfo o historia de un filósofo desen­
gañado, que se imprimió en Valencia, en 1797. Esta obra conoció siete ediciones
españolas antes de 1800, año en que fue editada por primera vez en América, en
Buenos Aires. Póstumamente un editor de Nueva York dio a conocer en 1828
una serie de ocho novelistas de corte moralizador y ambientadas en España; una
sola de ellas, publicada al año siguiente en París, está ambientada en el Perú: Te­
resa o el terremoto de Lima.
Otro importante ámbito de producción literaria, motivada en parte por el
abandono del suelo materno, lo constituyen las obras de los jesuítas criollos. Ex­
pulsados de los dominios del rey de España tras 1767, varios de ellos se trasla­
dan al Norte de Italia, donde, generalmente influidos por el deseo de vencer la
ignorancia que allá existe sobre América o para refutar el menosprecio que pesa
sobre el Nuevo Mundo, comenzaron la redacción de obras de naturaleza históri­
ca, de preferencia, en las cuales presentaban su visión de las tierras que habían
sido forzados a abandonar. Se trata de valoraciones positivas donde se exalta,
ora la calidad de la naturaleza americana, ora las sociedades prehispánicas. Es­
critas en italiano o en latín, tales obras dan prueba de una conciencia nacional
emergente y del gran valor intelectual de los miembros que se veían obligados a
perder las provincias de Ultramar.
526 JUAN DURAN LUZlO

En otra parte de este volumen se estudian en detalle; aquí sólo se comenta


una de ellas, acaso la más sobresaliente por su elaboración literaria y la más sin­
gular en cuanto a la forma; se trata del amplio poema del padre guatemalteco
Rafael Landívar, titulado Rusticatio mexicana, publicado en Módena en 1781 y
reeditado al año siguiente en Bolonia, muy ampliado, en una versión definitiva
de más de 5000 versos. En impecables hexámetros —el verso de Virgilio por ex­
celencia— y escrito en latín para llegar a los sectores más cultas del Viejo Mun­
do, el poema describe la grandeza geográfica, agrícola y humana del gran virrei­
nato de Nueva España, desde el Norte de México hasta Costa Rica. Escrito en
latín también para confirmar su propia capacidad para adscribirse a esos secto­
res, el poeta se refiere a los lagos, los volcanes, las cataratas, la flora o la fauna
locales, todo lo cual queda descrito con admiración y orgullo. Pero sus descrip­
ciones son especialmente agudas cuando se refieren a labores productivas como
el cultivo del nopal, de la púrpura, del añil y la industria del teñido. Labores tras
las cuales se podría fundamentar el futuro próspero que esperaba a la gran re­
gión en el siglo venidero; el gran tema del trabajo campesino aparece aquí digni­
ficado por el poeta. Ni Landívar ni el resto de los jesuitas expulsados pudo vol­
ver a América, pero en sus páginas parecen quedar las primeras muestras de otro
gran tema que iba a ser amplio y recurrente en la literatura hispanoamericana
del futuro: la añoranza del desterrado por una patria que le es negada.
Otro intelectual jesuíta era ya un poeta conocido antes de que se decretara la
expulsión de la Orden: el ecuatoriano Juan Bautista Aguirre, que había ingresa­
do en la Compañía de Jesús en 1758. Cultivó tanto la sátira al modo de Francis­
co de Quevedo como el soneto y el romance culto al modo de Góngora y sor
Juana Inés de la Cruz. En esta última forma se le ve claramente deudor de la tra­
dición conceptista y elaborada, pero en su composiciones humorísticas y satíri­
cas, versificadas en décimas —estrofas de diez versos— se impone el humor del
medio y un lenguaje más sencillo y popular, propio ya de El Ecuador. Sobresale
en este sentido su Carta Joco-seria escrita por el autor a su cuñado don Jerónimo
Mendiola, describiendo a Guayaquil y a Quito. En el contrapunto de ciudades
propuesto en el gracioso poema, Guayaquil supera en todo a Quito, especial­
mente por las costas, el clima de abundancia y los muchos ingenios. Quito, en
cambio, encerrado entre cerros y quebradas, no ofrece ni la belleza natural ni la
calidad de los habitantes de Guayaquil. El contrapunto supera lo puramente jo­
coso para indicar también cierta participación activa del poeta frente a la fija­
ción de la geografía nacional; el sentir regionalista criollo empieza a concretarse
en composiciones humorísticas de este tipo a lo largo del continente. Por otra
parte, esta obra se convierte en una temprana loa regional. Sin embargo, esta
composición, como tantas de su siglo, no hubo de ser muy conocida por los
ecuatorianos de entonces, pues permaneció inédita hasta mediados del siglo si­
guiente.
Un sentido analítico riguroso, organizado y combativo acerca de las condi­
ciones sociales, políticas y culturales de Hispanoamérica se advierte en la expre­
sión de los ensayistas de finales de siglo; las opciones para proponer la emanci­
pación de España comienzan a expresarse entre esa minoría culta que aspira a
comunicar su mensaje a grupos más amplios de la población. En un consciente
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 527

abandono de los recursos expresivos destacados por el afán barroco, se lee aho­
ra una prosa más directa, casi libre de figuras literarias y desprovista de los con­
ceptos velados que atrapan a autores y lecturas en el pasado. Se trata de emplear
un lenguaje más cercano a los modos orales en uso y con una idea precisa de
apelación al destinatario. Resulta clara para esta generación la idea de que la su­
peración de aquella retórica cortesana conllevaba también la superación de sus
modos de pensar y de su concepción del mundo.
Los autores modelos que orientan este tipo de literatura reflexiva son otros
diferentes a los que habían servido de inspiración a los poetas del prolongado ci­
clo barroco; se trata de pensadores franceses, ingleses o estadounidenses que
contribuían con sus obras a dar sentido y sustento ideológico a las luchas de in­
dependencia y democratización iniciadas, tanto en la América del Norte como
en Francia. Los hechos y los escritos que los motivaban producen un momento
de claridad en media de la sociedad colonial: la Ilustración se hace presente con
este grupo de autores que se expresarán preferentemente por medio de obras que
no sean de ficción, dotadas de una prosa precisa en sus objetivos y orientada casi
siempre a fines educativos. El gran tema de la dominación española termina de
adquirir matices negativos y se refinan las denuncias anticoloniales. Se recurre a
diversas formas para expresar este estado; así, al ensayo se une la memoria o in­
forme, como otro útil género de exposición conceptual. Tales textos se empiezan
a hacer más comunes entonces, sin mayores pretensiones literarias, pero tampo­
co ajenos a los fines de la eficacia del bien decir y con propósitos políticos cla­
ros. Por otra parte, son la manifestación del deseo de medir y valorar lo alcanza­
do bajo la monarquía peninsular; pero, al mismo tiempo, son inventarios de las
múltiples posibilidades que al Nuevo Mundo traería una época de mayor liber­
tad, tanto en sus relaciones comerciales y en los contactos ilimitados con el resto
del mundo, como en los nexos culturales libres, desligados del poder intransi­
gente de una Iglesia y de una Corona absolutas y metropolitanas.
En esas producciones escritas durante la última década del siglo es donde se
anuncia y se consagra la llegada de una época abierta a todos los logros de la ra­
zón universal: la literatura abandona enteramente el lenguaje y el repertorio ba­
rrocos, excluyentes y trabajosos, para articular sus mensajes clara y efectivamen­
te; la obra escrita se hace más funcional y es así como surgen abundantes
publicaciones periódicas, donde se dan a conocer memorias, informes o ensayos
breves, que muchas veces fueron producto de la pluma de reputados hombres de
letras, como el hondureno José Cecilio del Valle, residente en la ciudad de Gua­
temala.
Del Valle es el prosista más relevante en la alborada de la emancipación cen­
troamericana, y de su puño y letra redacta la declaración de la independencia de
Guatemala, el 15 de septiembre de 1821. Antes, había descollado en tareas tales
como la modernización de la enseñanza en la Universidad de San Carlos y en la
fundación de la Sociedad Económica de Amigos de Guatemala, en 1795; o bien
en su labor como censor de la Gaceta de Guatemala, en la segunda época de ese
periódico —la primera había durado desde 1729 hasta 1731—. José Cecilio del
Valle además de escritor es un pedagogo, jurista y educador, educador moderno,
claro, que anhelaba establecer los conocimientos sobre la observación y la expe-
S28 JUAN DURÁN LUZIO

rienda directa, por encima de los pesados silogismos del pasado. Cultivó con
maestría el diálogo; en este género es autor de una serie de piezas breves en las
que imagina debatiendo a Colón y Rousseau; en otra son interlocutores Cortés y
Montesquieu; y en otra hablan Carlos I, el habsburgo y Carlos III, el borbón.
Las conversaciones, ingeniosas y bien documentadas, tienen como tema central
el Nuevo Mundo y están organizadas para poner de manifiesto el error del siste­
ma colonial y la necesidad de llevarlo a término, para dar paso a un nueva época
de justicia, equidad y libertad, en un amplio continente que había padecido toda
clase de errores e injusticias.
Es preciso agregar que durante este período finisecular no falta en Hispanoa­
mérica el cultivo de la fábula, género clásico resucitado en España, sobre todo
por la obra de Tomás de Iriarte, autor de las Fábulas literarias, aparecidas en
1782 y bastante difundidas por las colonias. La fábula se estructura en forma de
diálogo rimado y los protagonistas son animales que conversan en torno a alguna
situación particular y cotidiana, cuyo desenlace conduce a una reflexión moral.
Rafael García Goyena, nacido en Ecuador en 1766, pero residente en Guate­
mala desde los doce años hasta su muerte, acaecida en 1823, se distingue como
el fabulista más logrado del período. Inédita en vida del autor, su obra —de
unas tres docenas de fábulas— se publicó en forma de libro en 1825. Es explica­
ble: ocurrió apenas después de aplacados los debates locales y de confirmarse la
independencia de España, ya que sus escritos no carecen de intenciones críticas y
burlescas en contra de un sistema que el criollo consideraba tan torpe como in­
justa. Así se desprende de composiciones tales como El mastín y la rata o Los so­
natas y el burro. La fábula, más allá de su apariencia inocente, se convierte en
otro instrumento de crítica social; el diálogo entre los animales se aprovecha de
sus características físicas, astucias o limitaciones para utilizarlas en el terreno de
la confrontación política. Es un género literario que propone sus ideas de forma
más gráfica, pero sutil, simbolizando situaciones humanas. La propuesta ideoló­
gica que desliza el autor va casi siempre sintetizada en una moraleja que cierra la
composición. También se destaca otro rasgo particular en las fábulas de García
Goyena: la presencia de animales americanos, que a su vez emplean un buen nú­
mero de voces regionales para situar el entorno en el que se mueven.
Ya finalizado el siglo xviii y en vísperas de las luchas por la independencia
de España, junto a la copia burlesca y anónima se escribe una poesía bastante
culta, de carta neoclásico, que alienta el sentido y los hechos que comienzan a vi­
virse en contra del poder colonial; el valor particular del criollo, su medio y su
identidad propia, son cada vez más notorios en estas producciones. No es de ex­
trañar que algunas se dediquen a exaltar ciertas magníficas particularidades de
la geografía, las cuales adquieren ya valor de símbolos nacionales, como la Oda
al Paraná, del argentino Manuel José de Lavardén. En este poema, las aguas de
ese gran río llegarán a ser un medio de unión del país y regarán además las férti­
les riberas circundantes. Asimismo sus corrientes deberán servir de rema a los
poetas del futuro: «Van, sacro río, para dar impulso / al inspirado ardor: bajo tu
amparo / corran, como tus aguas, nuestros versos*.
El valor simbólico de este poema que canta a esa gran vía fundacional del
país debe medirse también por haber aparecido en el primer número del primer
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 529

periódico publicado en Buenos Aires: El Telégrafo Mercantil, Rural, Político,


Económico e Historiógrafo del Río de la Plata, en abril de 1801. Lavardén, que
había nacido en aquella ciudad en 1754, cultivó también la sátira, el soneto y el
teatro. En este último género es autor de Siripo, tragedia en versos endecasílabos
relativo a la conquista de la gran región de Buenos Aires por los españoles; se
desarrolla en torno a la leyenda de la joven Luna Miranda, hija de conquistado­
res, y de su pretendiente, el cacique Siripo. Hay mucho más de imaginación en la
obra que de apego a los datos históricos que parecen fundamentarla; es recono­
cible en la organización del drama la presencia de los elementos propios del tea­
tro clásico francés, al modo de Corneille o Racine. Por otra parte, no deja de
leerse en sus elaborados versos la manifestación de la protesta del indio frente a
quienes han venido a someterlo en su propia tierra, asunto que volvía a ganar
actualidad en vista de los conflictos que se avecindaban: Siripo fue representada
por vez primera con motivo de los carnavales de 1789, en la Casa de Comedias
de la Ranchería, en Buenos Aires.
Otras composiciones en verso se concentran en cantar productos de la tierra,
como la oda A la pina, del cubano Manuel de Zequeira y Arango, nacido en La
Habana en 1760. Zequeira es autor de varias poesías, la mayoría de las cuales
aparece desde 1792 en el Papel periódico, publicación de la cual Zequeira llegó
posteriormente a ser redactor oficial. Aunque muchas de sus composiciones res­
ponden de modo muy cercano a los temas y las preferencias estilísticas del neo­
clasicismo español, Zequeira tiene el mérito de haber fijado en aquel poema un
fruto nativo como protagonista digno de tratamiento poético detenido. Esta
composición se singulariza por esa voluntad de situar literariamente lo propio y
distintivo nacional como algo óptimo, óptimo por ser de Cuba y de su clima tro­
pical; tal es la idea rectora de los 84 versos de A la pina, sobre el lastre de las nu­
merosas alusiones a la mitología griega. También va implícita en el poema la im­
portancia económica de ese don de la naturaleza, superior en sus versos a
«Todos los dones, las delicias todas / que la Natura en sus talleres labra».
Continuando en esa misma línea de elaboración poética, otro cubano, Ma­
nuel Justo de Rubalcava, nacido en Santiago en 1769, es autor de un poema que
tituló Las frutas de Cuba en el cual canta a la guayaba, «más suave que la pera»;
al marañón, «más grato que la guinda si madura»; a la guanábana, al caimito, a
la papaya, «al melón en su forma parecida / pero más generosa»; al mamey, «en
el sabor mejor es que el membrillo»; al tamarindo, «amable más que el guindo /
y que el árbol precioso de la uva». Y exalta de manera similar a otras frutas del
clima tropical, acaso porque está respondiendo así a la declarada inferioridad de
la naturaleza americana que se había pregonado por el Viejo Mundo. En la antí­
tesis que rige la descripción de los productos se lee también el orgullo del criollo
ante el menosprecio europeo.
Ese conjunto de tópicos poéticos dedicados a la geografía, la flora y la fauna
hispanoamericanas, se verá pronto enriquecido por el canto a los compatriotas
que gloriosamente empezaban a destacar en los campos de batalla. Tales prefe­
rencias temáticas e ideológicas culminarán en las dos extensas Silvas americanas,
luminosas composiciones poéticas de Andrés Bello, escritas en Londres en el um­
bral del período republicano. Si sor Juana Inés de la Cruz es la figura que da ini­
530 JUAN DURÁN LUZIO

ció a las letras del siglo XVIII, Andrés Bello va a clausurar el período para dar
paso, por virtud de la variedad y los alcances de su producción, al nuevo perío­
do, declaradamente romántico, que se abre luego de concluidas las cruentas gue­
rras de emancipación.
La primera de esas obras de Bello lleva por título Alocución a la Poesía, y
apareció como portada de la revista La biblioteca americana, que en 1823 él co­
mienza a editar en Londres, destinada a sus conciudadanos de toda Hispanoa­
mérica. La revista, que incluye una amplia gama de artículos sobre cuestiones
científicas, reseñas de libros y traducciones de pasajes relevantes de publicacio­
nes europeas, de potencial interés para el lector criollo, responde claramente a
las preocupaciones intelectuales del siglo XVIII. La motivación didáctica de Bello
queda presente en este esfuerzo editorial por mantener activo un periódico cultu­
ral; esfuerzo que más tarde, en su etapa chilena, continuará con especial brillo.
El poema se construye desde una forma básica, que propone la reiteración
del pedido que el hablante lírico formula a la diosa Poesía para que abandone
Europa y pase a América, a cantar los múltiples dones de la tierra y la virtud de
sus hombres. Desengañado de Europa, «región de luz y de miseria», el poeta
avizora su quehacer futuro en el suelo natal, por eso, en los casi 900 versos se va
registrando y exaltando el sentido heroico de las acciones de la lucha emancipa­
dora en contra del orden colonial: la Poesía debería guardar la memoria de esa
gesta que, aunque americana, no era menor que las de la historia del Viejo Mun­
do. En ese momento se hace preciso registrar los nombres de los héroes que
caían en los campos de batalla defendiendo el nacimiento de las futuras repúbli­
cas, porque desde ahora habría de escribirse una nueva historia: la historia libre,
nacional y republicana.
Tres cuartas partes del poema están dedicadas a la lucha que, inspirada por
la libertad, se mantenía desde México a la Argentina, particularizando sus he­
chos más notables; en este sentido, el poema despliega una versión épica de su
propio presente. Junto a eso, se alude con frecuencia al pasado precolombino,
porque los fundamentos del porvenir venturoso que Hispanoamérica merecía es­
taban en la época anterior a la Conquista: la mitología griega queda excluida y
es reemplazada por los mitos indígenas prehispánicos. El poeta no sólo exalta el
futuro, sino que expresa una severa negación del pasado colonial: nada posterior
a 1492 pareciera tener importancia; el pasado colonial está marcado por la into­
lerancia, el fanatismo y el vacío. Por eso en sus versos también se adelantan
ideas sobre la necesidad y los beneficios de una educación renovada y laica, ca­
paz de contribuir a la organización democrática de la sociedad, de producir
ideas sobre el uso intensivo de la tierra y del destino que por medio de esas labo­
res debían crearse las jóvenes naciones. Así, tampoco sorprende que el poema
vaya dedicado explícitamente a Francisco de Miranda y, de modo indirecto, a la
obra vital de Simón Bolívar.
La otra silva —composición en versos más bien libres y sin medida precisa—
sirve de portada al segundo intento editorial londinense de Bello: El repertorio
americano, aparecido en Londres 1826, dos años después de las batallas definiti­
vas de Junin y Ayacucho. Se trata de agricultura de la Zona Tórrida, poema
menos extenso que el anterior —alrededor de 400 versos— y dirigido a propo­
LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVIII 531

ner un programa de acción económica y educativa para la nueva época que se


abría ante las naciones desde ahora independientes. La naturaleza americana
deja de ser el sitio arcádico que fuera en la pluma de algunos cronistas o el espa­
cio despreciado por los naturalistas europeos y se cuenta aquí como un futuro
vergel de la humanidad. El poema se desarrolla como una rica enumeración de
los productos que, por el cultivo laborioso del agro, debían ser el cimiento eco­
nómico de las nuevas repúblicas; después de todo, era la tierra más que otros
bienes lo que el criollo había rescatado de manos de los españoles. Y escribiendo
desde Inglaterra, Bello sabe bien de las preocupaciones que el crecimiento de la
población creaba en el Viejo Mundo, de los temores crecientes ante el abasteci­
miento de alimentos para la población mundial. Por eso, aboga por una división
y utilización racional de la tierra, que hiciera posible la exportación de los pro­
ductos agrícolas por todo el mundo; para lograrlo, el hispanoamericano libre de­
berá favorecer la vida campesina más que la urbana: de allí dependerá el futuro
económico de las repúblicas antes que de otras actividades en las que ya tenían
ventajas los europeos. Era urgente resolver el problema de la tenencia de la tie­
rra, para hacer de ella un bien nacional permanente. No es difícil notar que tras
las propuestas económicas y sociales de estos versos se hallan los lincamientos
básicos de los planes agrarios y administrativos de Simón Bolívar, que ya había
señalado el trabajo campesino como la actividad que debía concentrar ahora las
energías antes invertidas en las guerras de liberación.
Prefigurando la imagen del educador que pronto iba a ser desde Chile para
toda Hispanoamérica, Andrés Bello advierte que en el campo, y en las labores y
demandas del agro, se hallaba la gran aula para formar a la juventud continental
que se iniciaba en la vida activa con la independencia. La urgencia de una educa­
ción adecuada —preocupación central de la ilustración hispanoamericana— rea­
parece otra vez en el centro del debate sobre los modos de superar la herencia
colonial. Así, el poeta va configurando de forma ideal el ser de unos pueblos que
precisan forjarse una identidad particular entre las naciones del mundo; en este
sentido, la obra de Bello contribuye a fundar la poesía de alcance social en la li­
teratura de Hispanoamérica, llamada en el futuro a una extraordinaria vigencia.
La obra de Bello describe el presente y el futuro con confianza en el progreso
y en la libertad republicana; escritas ambas composiciones al final de las guerras
emancipatorias, anuncian con propiedad el inicio de una nueva etapa nacional,
que en literatura iban a asumir las tendencias y preferencias románticas cargadas
de sentimientos nacionalistas. Además, un romanticismo que no estará separado
de Dios; si Dios había favorecido las armas del criollo en el proceso de libera­
ción, así debía favorecer sus herramientas y su libertad: «Bendecida de Ti se
arraigue y medre / su libertad*.
Cabe finalmente preguntar si es justa y está bien planteada la pregunta acer­
ca de la existencia o no de una Ilustración en Hispanoamérica, si el debate euro­
peo sobre la razón, la naturaleza, la ciencia y el saber llega o no a las colonias de
la rezagada España. Se puede afirmar que acontece en el continente, en efecto,
un proceso de transformaciones y de superación del estado colonial anterior,
para transitar hacia formas de expresión capaces de dar cuenta del cambio que
iba a conducir hacia la vida republicana. Los escritores expresan una clara idea
532 JUAN DURÁN LUZIO

de distancia y rechazo con un pasado que consideran oscuro y hallan nuevas


orientaciones temáticas para hacer cada vez más diáfanas sus posiciones. El
cambio también se produce en el abandono definitivo de la retórica barroca y de
sus modelos; se consagra una sintaxis y se usa un léxico de procedencia neoclási­
ca, pero cargado de vocabulario local. Los modelos culturales heredados de Es­
paña se desacreditan y gana vigencia una voluntad generalizada de encontrar
maneras expresivas más directas y también más americanas, tanto en usos ya
particularizados de expresión local como en el acuerdo tácito por respetar y
exaltar lo propio, en la amplia variedad temática y argumental de los tipos hu­
manos autóctonos y sus condiciones de vida particulares.
24

LAS ARTES

Teresa Gisbert

En el siglo XVII, el barroco se había enseñoreado de toda la América hispana y


sus expresiones, tanto arquitectónicas como pictóricas, estaban muy próximas a
los modelos peninsulares; es a finales de este siglo y principios del siglo XV1H
cuando emergen los valores culturales que habían quedado sumergidos a raíz de
la Conquista; hay una vuelta hacia el pasado indígena, al menos como curiosi­
dad erudita, cuando no, como afirmación de identidad o apreciación estética.
Esta evolución se realiza lentamente, a través tanto de las capas indígenas ascen­
dentes como de los intelectuales criollos.
Ya a principios del siglo XVII, Sigüenza y Góngora en México decora el arco
de bienvenida al virrey conde de Paredes con la imagen de los emperadores azte­
cas, e incluyen al dios Hitzilipotzli. Esta referencia plástica del pasado indígena,
plasmada circunstancialmente en una obra efímera, nos muestra la tendencia ha­
cia la revalorización del pasado, actitud que se plantea desembozadamente en
obras como la Historia de Potosí de Arzans y Vela (1736) donde se dice: «Pues
vemos que los reyes Incas del Cuzco y sus indios obraron aquellos maravillosos
edificios de sus templos...» y añade «si en aquellos tiempos fabricaban maravi­
llas con su natural ingenio no es mucho que en éste se hayan tanto adelantado
con el trato español, aunque no se gobiernen por la lectura...». Aquí, a la habili­
dad propia de los tiempos prehispánicos se «suman» los aportes europeos, acep­
tando como resultado un todo que hoy podríamos llamar mestizaje cultural.
Más aún, el historiador potosino no desdeña comparar al pintor indio Luis
Miño con Apeles, Zeuris y Timantes, de manera que utiliza los parámetros euro­
peos de valoración para un indígena. También relaciona el arte con la resistencia
pues nos dice: «Todos los oficios mecánicos y aun las artes liberales las tienen
ellos (los indios)... porque hay muchos y muchísimos que saben y aprenden de
todo. A éstos si son gobernadores o curacas, los temen los curas y corregidores
porque con la capacidad adquirida les hablan oponiéndoseles a sus tiranías...»
El barroco americano, que dentro de su decoración exuberante admitía el
uso irrestricto de la simbología, tanto cristiana como clásica, aceptó también el
aporte local, admitiendo elementos propios de la flora y la fauna local, así como
imágenes recogidas de la tradición indígena. El gusto por lo simbólico da lugar a
una lectura doble, pues en símbolos tales como el Sol y la Luna pueden verse
534 TERESA GISBERT

tanto los antiguos dioses andinos como los atributos de la Virgen y la Crucifi­
xión. Similar es el caso de la sirena, ya que en términos del humanismo cristiano
se equipara a esta criatura de la mitología clásica con el pecado, de la misma
manera que las mujeres-peces del lago Titicaca, según el mito andino, traen la
muerte y el pecado. La ciudad de Dios de san Agustín es la base de esta filosofía
que permite comparar la mitología andina con el paganismo greco-romano, 1-3
persistencia de deidades como Illapa, dios del rayo, identificado con Santiago
Apóstol; y de la Pachamama, diosa de la tierra, identificada con María, pasan
por el mismo proceso analógico.
El gusto por lo simbólico y su constante referencia al mundo pagano antiguo
también se hace patente en la obra de la mexicana sor Juana Inés de la Cruz. Sus
libros, por la complejidad iridiscente que tienen, anteceden, y en cierta manera
nos permiten comprender mejor el barroco arquitectónico mexicano. Se trata de
una arquitectura que sustituye la columna salomónica, de tradición cristiano-
mediterránea, por la estípite, cuyas formas angulosas y piramidales nos remiten
a los ejemplos propios de la arquitectura azteca y maya. Las grandes obras de
Valvas y Rodríguez son las que hacia 1730 imponen el barroco desbordante en
este parte de América; ellos traen la estípite, elemento que se convierte en el sig­
no distintivo del barroco mexicano por el uso reiterado que los criollos hacen
del mismo. La estípite representa la conjunción de un elemento europeo impor­
tado, con la preferencia por las formas lineales y angulosas de larga tradición
prehispánica.
Antigua de Guatemala muestra otra faceta de este barroco tardío que, en
este caso, tuvo que adecuarse a las circunstancias geológicas con una arquitectu­
ra de masas que fue vencida, pese a las bóvedas bajas, las paredes inmensas y las
columnas chatas. En Antigua queda un dramático testimonio de lo que fue la
implantación de un arte y una tecnología foráneas en una tierra que temblaba
constantemente.
No todo el barroco participó de esta simbiosis. Hay ejemplos muy europeos
en su concepción, como la Compañía de Quito, y otros que son producto exclu­
sivo del medio, como la arquitectura misional del Paraguay. En estos casos, muy
distantes entre sí, tanto en la forma como en el espíritu que los alienta pese a que
dependen de la misma orden religiosa, puede verse la ductilidad a que estuvieron
sujetas las distintas soluciones para adecuarlas al medio.
En el siglo xvm, Bahía había dejado de ser el foco económico principal de
Brasil; este centro se trasladó a Ouro Preto y las demás poblaciones de Minas Ge-
rais, donde se crean centros urbanos en un entorno montañoso que permite la
tradicional división lusitana de cidade haixa y cidade alta con calles adecuadas a
los accidentes del terreno que terminan en amplias explanadas donde se levantan
las fachadas de las iglesias como fondo de un gran escenario barroco. La simplici­
dad de estas fachadas contrasta con el interior, donde los retablos dorados y los
cielorrasos resueltos en falsas perspectivas de pintura transportan al espectador a
un mundo fuera del contexto terrenal. El aporte de la mano de obra mulata y ne­
gra a este barroco singular tiene su principal exponente en la obra de Aleijandinho.
Las postrimerías del siglo XVIII traen el neoclasicismo, que se impone en los
centros urbanos más importantes, como México y Santa Fe de Bogotá, donde se
LAS ARTES 535

construye una nueva catedral, asimismo el nuevo estilo se desarrolla en regiones


donde el barroco no había cobrado tanta fuerza, tal como la región del Río de
La Plata y la Capitanía General de Chile. La corriente intelectual también se ha­
bía transformado, sobre todo por la creación de las academias; los eruditos re­
chazan el barroco aunque no falta quien, como el doctor Ignacio de Castro de
Cuzco, nos dice de los pintores indios: «Tuvieron algún fuego, imaginativa, y tal
cual, gusto; pero ignoran enteramente todo lo que es instrucción relativa al
arte». Sin duda es la opinión de un criollo que distingue el arte de formación
académica del «fuego» aún barroco que alentaba en estos artistas indios.

MÉXICO

En la segunda mitad del siglo xvn, las formas del barroco se adueñan de toda
Iberoamérica. Hacia finales de siglo ya no llegan artistas europeos y los peninsu­
lares escasean. Esto supone el dominio del quehacer artesanal y artístico por
parte de criollos, mestizos e indios; es entonces cuando se perciben ciertas dife­
rencias entre la arquitectura que se realiza en España y la americana. No pode­
mos decir que se crean nuevas concepciones espaciales, sino que se eligen, entre
las formas venidas de ultramar, algunas y se desarrollan en grado tal que la obra
resultante es diferente de las realizadas en Europa contemporáneamente.
En México se identifica este estilo con una ornamentación desarrollada so­
bre la estípite, como soporte dominante. Se trata de la sustitución de un elemen­
to circular, como la columna, por la estípite que es una pilastra que se estrecha
en su base y que en sus secciones nos da una superficie angulada, alcanzando a
veces la forma piramidal en los soportes. También son característicos de la orna­
mentación el perfil estrellado en los óculos circulares y la sustitución del arco
por el hexágono. Todo esto nos recuerda la arquitectura prehispánica, cuya or­
namentación se realiza a base de líneas rectas y quebradas, con muy poca inci­
dencia de la curva, tal como ocurre entre los aztecas o miztecas. Asimismo, el
barroco mexicano nos trac a la memoria el arte maya que, al fin y al cabo, es
también barroco dentro de la evolución de sus propias formas. Otro aspecto que
debe considerarse es el arcaísmo que se evidencia en la planta centralizada, for­
ma propia del manierismo que se sigue utilizando en pleno siglo xvm. Por otra
parte tenemos el uso del azulejo, sobre todo en la región de Puebla, con una con­
notación mudéjar, pues se extiende sobre las fachadas cubriéndolas por comple­
to. Finalmente, en las doctrinas del campo donde la catcquesis aún es necesaria,
las portadas son grandes libros abiertos como los códices medievales donde, a
través del arte popular, se explican los dogmas.
Quien lleva la estípite a México es Jerónimo Valvas, autor del Retablo de los
Reyes, de la Catedral de México (1718-1735). Se formó en el ambiente madrile­
ño de los Churriguera. La otra gran figura del retablo estípite es Lorenzo Rodrí­
guez, que si bien no fue su introductor, aparece al menos como su definidor; su
obra principal es el Sagrario (1749) adjunto a la Catedral, de planta de cruz grie­
ga inscrita en un cuadrado, programa centralizado cuya organización espacial
puede remontarse a los viejos modelos bizantinos. La estructura está cubierta
536 TERESA GISBERT

por paredes, que Sebastián describe así: «Los muros de enmascaramiento des­
cienden desde lo alto de los hostiales hasta las esquinas. Son muros en cascada
cuyos bordes parecen los rizos del agua despeñándose». Podríamos añadir que la
sensación de cascada se acentúa en las portadas, donde la estípite, sacada de la
penumbra del retablo para exponerse a la luz exterior, produce una sensación de
movimiento.
Al círculo de Lorenzo Rodríguez pertenece la iglesia de San Martín de Tepo-
zotlan, que fue el más grande colegio jesuita de Nueva España. Consta de seis
puntos rodeados de celdas, huerto, atrio e iglesia, adjunto a ésta, el camarín. La
cúpula de éste se cubre con una bóveda de nervadura en la que los arcos, soste­
nidos por ángeles, como ocurre en las construcciones mudéjares, no tocan el
punto central. En 1733 se dedica la Capilla del Loreto y entre 1760 y 1762 se le­
vanta la portada, que depende estilísticamente del círculo de Lorenzo Rodríguez.
Ésta tiene un programa iconográfico donde el foco es san Francisco Javier.
El barroco mexicano desarrolla todas las posibilidades formales en el San­
tuario de Ocotlán, cuya realización se debe al padre Lozaizaga, quien en 1716
comienza la nueva obra. Ésta consta de una nave alargada con testero octogo­
nal. La blanca fachada se aloja entre las estrechas torres, las que, a decir de al­
gún investigador, se abren como flores sobre los estrechos «tallos rojos» de las
bases que las sostienen. La portada se compone de una danza de estípites en tor­
no al arco de ingreso y al óculo estrellado central, donde destaca María como
reina de los ángeles, por lo que los siete arcángeles decoran los interestípites.
También están representados los doce apóstoles y los doctores de la Iglesia. La
Virgen esta pensada como «la nueva Eva» por lo que nuestros primeros padres
figuran en los capiteles del cuerpo bajo. En el interior destacan los retablos obra
del escultor tlaxcalteca Francisco Miguel Tlayelehuauitzin.
Las torres de Santa Prisca de Taxco (1759) recuerdan las de Ocotlán por ese
florecer hacia el cielo; asimismo, la portada se acomoda entre los estrechos cu­
bos de las torres perforadas por ocho óculos rodeados de follaje. La portada de
Santa Prisca es ecléctica, pues tiene columnas clásicas en el cuerpo bajo y salo­
mónicas en el superior, tomando así una solución más tradicional dentro de la
arquitectura mexicana. La iglesia se debe a la devoción del minero José de la
Borda y su autor fue el arquitecto Cayetano de Sigüenza.
Si bien hay ejemplos con columnas, la estípite es la dominante en el barroco
mexicano, pudiendo citarse la iglesia franciscana de Puebla, no tocada por el ba­
rroco exuberante pese a la fecha en que fue construida (1743-1767). La portada,
con estípites simples en los cuerpos altos sobre muro rústico de dovelas vistas,
tiene mucho de manierista. Esta interesante fachada es estrecha para dar paso a
la «tapicería» de ladrillo y azulejo que cae a ambos costados, allí los recuadros
con flores nos recuerdan los tapices orientales; no olvidemos el tráfico constante
entre México y Filipinas, desde donde se traían marfiles, porcelanas, muebles de
laca y sedas bordadas.
Otro ejemplo donde el azulejo es el protagonista, también poblano, es San
Francisco de Acatepec, en cuya portada domina la cerámica azul y amarilla so­
bre el fondo salpicado de rojo. Es difícil imaginar una arquitectura menos con­
vencional, pues la cerámica permite enmascarar toda una portada. San Francisco
LAS ARTES 537

de Acatepec es, sin duda, una fiesta petrificada con sus colores cambiantes que
sólo responden al juego de la luz.
Esta misma fiesta barroca, pero volcada al interior, es la que vemos en Santa
María de Tonanzitla, pequeña iglesia decorada íntegramente con yeserías poli­
cromadas, donde la cúpula se sumerge en oleadas de follaje que arranca en pilas­
tras sostenidas por niños emplumados. Rojas estudia la iconografía del complejo
conjunto de Tonanzintla y distingue en el crucero un eje transversal con la Trini­
dad: Dios Padre y Jesús a ambos lados y el Espíritu Santo al centro de la cúpula
que está sostenida simbólicamente por los cuatro doctores y los cuatro evange­
listas. La pequeña iglesia de Tonanzintla nos habla de un arte adecuado al gusto
popular, realizado en espacios restringidos lejos de los grandes centros urbanos.
Tepalcingo y Jolalpan, estudiados por C. Reyes Valerio, muestran el tipo de
iglesia catequética cuya portada tiene un programa dogmático, en este caso cen­
trado en la redención. En ambas portadas están Adán y Eva como causantes de
la muerte a través del pecado original. Cristo Crucificado está presente como re­
dentor y María como intermediaria. La composición está sustentada por san Pe­
dro y san Pablo que representan el aspecto institucional y doctrinal respectiva­
mente; a su vez la doctrina tiene sus bases en los cuatro evangelios y en los
cuatro doctores. En Tepalcingo se hace hincapié en la Pasión de Cristo como
parte del proceso de redención, mostrándose los azotes, la caída, etc., y en Jolal­
pan se colocan en el cielo los cuatro arcángeles. En ambas portadas se incluye el
universo a través del Sol y la Luna; en un cielo vegetal y entre ángeles, en el caso
de Jolalpan, y fuera de la escena, colocados en las torres, en el caso de Tepalcin­
go. El lenguaje arquitectónico es insólito pues las columnas no se atienen a nin­
guno de los órdenes constituidos, ya que las recubre la decoración vegetal, los
mascarones y niños tenantes; algunos fustes se cubren con redes y hay capiteles
que ostentan el águila bicéfala. Por último, hay en ambos dos pares de colum­
nas, cuyos fustes se retuercen y enlazan entre sí, como si fueran serpientes; es un
tema manierista totalmente inédito dentro de las realizaciones arquitectónicas.
En estas iglesias rurales lo que llama la atención es la sensación de atempo­
ralidad, haciendo caso omiso del uso y la costumbre del momento. Tomando
elementos del repertorio cristiano que recuerdan las iglesias románicas, se trans­
mite la doctrina a través de un teatro de argamasa estático y perdurable.
El barroco mexicano culmina en la Capilla del Pocito, obra del arquitecto
guadalupano Francisco Guerrero y Torres. La edificación comenzó en 1777 y se
concluyó 21 años después. Es un ejemplo de planta centralizada de origen rena­
centista; ya Angulo identificó el tratado de Serlio (1552) como fuente de inspira­
ción. La solución espacial con la que se cubre la planta determina la eclosión de
un barroco altamente original y dinámico. Angulo nos dice «el barroquismo del
arquitecto mexicano ha hecho desaparecer elemento clásico tan importante
como el pórtico tetrástilo, reemplazándolo por el vestíbulo circular, y ha conver­
tido en cambio el exterior circular de la sacristía en un polígono mixtilíneo».
Los muros son de tezontle rojo en tanto que las cúpulas se colorean de verde,
blanco y amarillo.
La estípite, que como se indicó antes es uno de los elementos que identifica a
la arquitectura virreinal mexicana, también la diferencia de la arquitectura suda-
538 TERESA GISBERT

Capilla del Pocito en Guadalupe, México.


LAS ARTES 539

mericana, donde prima la columna salomónica y los talantes, estos últimos res­
tos de una fuerte incidencia manicrista; hay, sin embargo, en Nueva España al­
gunos templos que responden a esta otra estética, la de la talla menuda y plana a
la manera andina, siempre con soportes salomónicos. Los ejemplos más signifi­
cativos en este línea de realizaciones son el claustro de San Agustín de Querétaro
y la catedral de la ciudad minera de Zacatecas. El primero se construyó hacia
1745 y presenta pies con «términos» en la planta baja, y talantes en la superior.
El «término» es un busto en forma de cartela cuya cabeza sostiene un capitel co­
rintio, exótica figuras equiparables a las que decoran la iglesia de la Tercera Or­
den de Bahía, en Brasil. En la antigüedad clásica, el «término» era un mojón que
se colocaba ai final de un camino o calle. Alciati en su Emblemata nos dice que
significa el fin o término prefijado, como el de la muerte. Los talantes del claus­
tro de Querétaro, con los brazos en alto, paradójicamente parecen estar en acti­
tud de danza, con su inmóvil cuerpo inmerso en la floresta.
Encontramos en la catedral de Zacatecas el mismo espíritu que anima al
claustro de Querétaro. La portada tiene columnas salomónicas triples aludiendo
a la Trinidad. En los intercolumnios están colocados los apóstoles, presididos
por Cristo, que está en el eje con Dios Padre y el Espíritu Santo, en la misma lí­
nea que la custodia situada sobre el óculo central; es el motivo principal de este
templo, construido en un tiempo en que el culto a la Eucaristía era uno de los
puntos centrales de la religiosidad contrarreformista. La exuberante follajería
evidenciada, aun en la gloria que rodea a Dios Padre donde las nubes no son
otra cosa que grandes heléchos, muestra el sentido americano de la devoción,
uno de cuyos componentes es el entorno tropical.
En la portada lateral patrocinada por la Virgen destacan los exóticos «térmi­
nos», y en la portada de la Crucifixión el orden está compuesto por ángeles-
atlantes, que se relacionan formalmente con los talantes de la iglesia de San Lo­
renzo de Potosí.
La fecha y la autoría de la catedral de Zacatecas, al menos de una parte de
las tallas, se encuentra en la clave, junto con el símbolo de las letanías «fuente
sellada», donde se nos dice que la obra se acabó en 1740 y que la hizo el maes­
tro Marcos de la Cruz, indígena, a juzgar por el apellido.

ANTIGUA, GUATEMALA

A raíz de la destrucción de Almolonga, primera capital de Guatemala, llamada


hoy Ciudad Vieja, en 1543 se trasladó la capital al valle de Ponchoy con el nom­
bre de Santiago de los Caballeros, ciudad que se conoce con el nombre de Anti­
gua. La traza se mantuvo a través del tiempo y sobre sus rectilíneas calles se
construyeron edificios condicionados por el entorno ecológico, sujeto a la erup­
ción de los volcanes que rodean el valle: Volcán de Fuego, Volcán de Agua y
Acatenango. Por eso las estructuras son fuertes y chatas, pese a lo cual en 1773
la ciudad tuvo que ser abandonada.
Cuando se penetra en el primaveral valle de Ponchoy, es difícil imaginar
cómo Antigua pudo tener su esplendor en el contexto dramático de constantes
540 TERESA GISBERT

temblores y erupciones... Pero así fue; sólo al ver las ruinas de los diferentes tem­
plos, con los arcos cercenados, los muros surcados por hondas cicatrices aún
abiertas y las bóvedas vacías, se percibe el temor y reverencia que infundió la na­
turaleza al hombre americano.
A principios del siglo xviii trabajaba en Antigua Diego de Torres, pertene­
ciente a una familia de arquitectos y alarifes; él intervino en el convento de Ca­
puchinas (1734), edificio que muestra en las gruesas columnas de su claustro el
deseo de estabilidad. La iglesia tiene una decoración tan sobria que parece perte­
necer al purismo escurialense. El edificio se ha hecho famoso por el patio circu­
lar que, según algunos autores (Mesa-Gisbert), es obra del siglo xvi y tuvo otro
uso, incorporándose posteriormente al convento. En Capuchinas se ven esas co­
cinas con enormes bóvedas por avance, a la manera de pirámides. La técnica
usada en su construcción nos habla de la arquitectura maya.
Diego de Torres también es autor de la catedral de León, en Nicaragua, y el
santuario de Esquipulas, que se conserva en su integridad, con sus cuatro inmen­
sas torres amarrando la estructura.
Pero la arquitectura guatemalteca, al igual que la de otras regiones de Amé­
rica, se caracteriza por su decoración. Ya no es estípite la que domina el lenguaje
arquitectónico como en México, son columnas dobles y triples cubiertas con fin­
gidas mallas, como en el Carmen de Antigua o columnas salomónicas, como las
de San Francisco, las que dan la tónica. Otro grupo responde a la pilastra almo­
hadillada, elemento manierista que se incorpora a la dialéctica barroca, dada esa
libertad de los artistas indianos por echar mano de elementos superados en el
tiempo. Buen ejemplo es la iglesia de Santa Rosa. Sin embargo nada tan caracte­
rístico como la pilastra en forma de doble lira que está tomada de Serlio (1542)
y que Markman pone entre las formas decorativas libremente inventadas. Apa­
rece en San Francisco de Ciudad Vieja, en las torres y en los cuatro pisos de su
imponente portada, para reaparecer en Santa Clara de Antigua, obra terminada
en 1734. Porrcs dio informe sobre esta obra y como también fue el arquitecto de
las Escuelas de Cristo, en cuya portada se usa el soporte de doble lira, podemos
suponer que tiene que ver con esta innovación ornamental.
Otro nombre relacionado con Antigua es el de Luis Diez Navarro, malague­
ño que viene de México y trabaja en el Palacio de los Capitanes Generales, el
cual se abre sobre la Plaza Mayor con imponente arquería; asimismo tuvo que
ver con el edificio de la Universidad de San Carlos, en la que se supone que tam­
bién intervino el arquitecto José Manuel Ramírez. Este último tuvo a su cargo,
por orden de las autoridades, el desmantelamiento de todo lo transportable en
Antigua, como puertas y balcones, para llevarlo a la nueva capital.

LA ARQUITECTURA BARROCA EN SUDAMÉRICA Y EL CARIBE

Resulta difícil sintetizar los logros arquitectónicos realizados en la America insu­


lar y Sudamérica durante el siglo xviii, aunque en general se puede decir que
para entonces el barroco estaba consolidado y producía ejemplos dependientes
de la arquitectura peninsular. Por otra parte, los monumentos más espectacula­
LAS ARTES 541

res están muy próximos al estilo neoclásico, que responde a la estética de la Ilus­
tración. En este siglo se emprenden grandes obras estatales y de defensa, como
las fortalezas de Cartagena de Indias, la Casa de la Inquisición de esta misma
ciudad, el fuerte del Real Felipe en el Callao y la Casa Moneda de Potosí. No
existen edificios que muestren la exuberancia decorativa y la originalidad de los
de México y Guatemala, con la salvedad de algunos casos aislados y de la llama­
da «arquitectura mestiza» que florece en la región andina, donde la mano de
obra indígena y la intervención de los caciques indios son preponderantes.
La tónica general es la sobriedad, como en la catedral de 1.a Habana, termina­
da en 1777, cuya fachada es uno de los mejores ejemplos del barroco tardío, evi­
denciado en el coronamiento mixtilíneo y las sobrias columnas levantadas en dife­
rentes planos. Es una composición de inspiración jesuítica, ya que originalmente
esta iglesia estuvo destinada a la Compañía y la expulsión sobrevino en medio de
la construcción. La fachada tiene alguna afinidad con la catedral de Potosí (1806-
1830) obra del franciscano catalán Manuel de Sanahuja, quien enmarca también
una fachada mixtilínea entre torres octogonales y sobre ella tres portadas puristas
señalan las naves. Otra catedral que destaca es la de Panamá cuyo plano original,
que se encuentra en el Archivo de Indias, fue diseñado por el ingeniero Nicolás
Rodríguez. Como en La Habana, la catedral de Panamá tiene coronación mixtilí­
nea, pero el barroco no es tan evidente, pues recoge en su fachada medievales ar­
cos con alfiz. Las imponentes torres sirven de marco a la composición. Finalmente,
entre las grandes catedrales tenemos la de Córdoba, Argentina, ciudad donde fun­
cionaba una prestigiosa universidad y que era paso obligado en la ruta Potosí-Bue­
nos Aires. La obra fue iniciada por el arquitecto González Merguete, afincado en
Chuquisaca, Solivia, y autor de la portada de la barroca catedral de aquella ciu­
dad. Merguete, que sacó de cimiento el templo, falleció en 1710; en 1729 el arqui­
tecto jesuita Andrés Blanqui llevó a término el abovedamiento y el pórtico; la obra
quedó concluida en 1758. Destacan el extradós de la cúpula y el pórtico, tratado
éste con la frialdad característica de los edificios jesuíticos romanos.
El más destacado ejemplo de una arquitectura dependiente de las corrientes
europeas es la Compañía de Quito, obra del alemán Leonardo Deubler, quien
comenzó a labrar la portada en 1722; continuó la obra el jesuita mantuano Ve­
nancio Gandolfi hasta concluirla en 1765. Las columnas salomónicas, derivadas
del baldaquino de Bernini, y la decoración de rocalla hablan claramente de una
implantación europea en suelo americano. La Compañía de Quito muestra la
tardía adhesión de los jesuitas al barroco, apartándose de sus tradicionales por­
tadas manieristas que arrancan de San Pedro de Lima (1607) y que aún perviven
en la iglesia del Apóstol de los Negros San Pedro Claver (1759) levantada en
Cartagena de Indias.
Otro aspecto característico de esa implantación occidental es la acogida a las
plantas elípticas de tipo borrominesco. El ejemplo más citado es el Pocito de Mé­
xico, aunque esta obra proviene de la transformación de una planta renacentista.
Los casos sudamericanos son más dependientes de la línea romana señalada,
como ocurre con la interesantísima planta de la iglesia de Santa Teresa de Cocha-
bamba, Bolivia, polilobulada sobre una directriz elíptica. Fue levantada por el ar­
zobispo limeño Moheda y Clerque en 1750, después de su experiencia romana al
542 TERESA GISBERT

Ilustración 2

Iglesia de la Compañía en Quito, Ecuador.


LAS ARTES 543

lado del pontífice Gregorio XIII. La iglesia no pudo concluirse y cuatro décadas
después se hizo cargo de ella el arquitecto Nogales, por indicación del arzobispo
san Alberto, quien construyó una iglesia rectangular en su interior. La planta de
esta nueva iglesia fue copiada de la de San Felipe Niri de Sucre, edificio finisecu­
lar cuyas extensas azoteas tienen la frialdad propia de los paisajes de Chirico.
Moheda y Clerque también intervino en la iglesia jesuítica de Huérfanos de
Lima, que tiene planta elíptica dentro de muros rectangulares. La sacristía posee
una interesante cúpula, que arranca de cuatro pares de «términos».
Pocos son los ejemplos de arquitectura popular en las regiones señaladas,
pudiendo destacarse la catedral de Comayagua, en El Salvador, con su decora­
ción plana que incluye palmeras, recuerdo quizá del Santa Santorum del Templo
de Jerusalén. También tiene un sabor popular, por lo inusual y libre de la deco­
ración, la portada de Santo Domingo de Popayán, Colombia, cuyos soportes es­
tán formados por columnas de candelabro profusamente decoradas. Otro edifi­
cio de interés es la iglesia de Santa Bárbara de Monpox, Colombia, cuya torre
con mirador es inusual.

EL ESTILO MESTIZO

Los primeros ejemplos de arquitectura barroca aparecen en el virreinato perua­


no hacia 1630. Desde entonces este estilo se desarrolla sobre los moldes impor­
tados de Europa, concretamente españoles, a un ritmo que podríamos llamar
normal hasta finales del siglo xvu. A partir de 1690, en algunas regiones se per­
ciben diferencias que separan la arquitectura local de los modelos europeos im­
perantes. Aparece en todo el virreinato un desmedido interés por la decoración,
la cual se centra especialmente en las portadas, así ocurre en algunos ejemplos li­
meños como la portada de La Merced (1697-1704), resuelta en base a columnas
salomónicas y «términos», toda ella cubierta de follajería, y en la portada de San
Agustín, fechada en 1720, que está resuelta en forma similar. Sin embargo este
tipo de arquitectura es propia de las tierras altas, como Potosí, en la zona del
lago Titicaca, y Cajamarca, donde destacan la iglesia franciscana de San Anto­
nio y el hospital de Belén, ambos importantes ejemplos del barroco andino.
Si bien estos edificios muestran un gran interés por la decoración planiforme,
no se evidencia en ellos diferencias temáticas que los relacionen especialmente
con la América indígena, lo que sí ocurre con esta misma arquitectura trabajada
en el Callao y Arequipa, donde las diferencias se acentúan hasta crear una moda­
lidad especial dentro del mismo barroco, que según algunos historiadores puede
considerarse un nuevo estilo que se ha llamado estilo mestizo. Sus límites crono­
lógicos geográficos se pueden colocar entre 1689 y 1790, sobre una faja relativa­
mente estrecha que corre desde Arequipa, Perú, hasta el lago Titicaca, aquí se en­
señorea de las altas y ocupa todo el altiplano bajando luego hasta Potosí. La faja
que ocupa, en buena parte de su longitud, sobrepasa los 3800 metros de altura
sobre el nivel del mar y está ocupada por indios de habla ayntara.
Formalmente el estilo mestizo es una modalidad del barroco que consiste en
la aplicación a las formas estructurales europeas de una decoración debida a la
544’ TERESA GIS8ERT

tradición indígena y a la influencia del entorno ecológico. A diferencia del barro­


co europeo contemporáneo, el estilo mestizo muestra una despreocupación total
por las plantas y las nuevas soluciones espaciales, centrando todo su interés en el
ornamento. Se mantienen las plantas de cruz latina con cúpula sobre el crucero
sin variante y se vuelca toda la fuerza del trabajo en las portadas, las que gene­
ralmente se dejan en manos de los canteros indios, firmantes de muchas de ellas.
Los motivos decorativos responden a cuatro grupos fundamentales:
a) Flora y fauna tropical como loros, piñas, papayas, etc.
b) Motivos precolombinos de contexto religioso, monos, pumas, Sol, etc.
c) Motivos manieristas como mascarones grutescos, etc.
d) Elementos que responden a la tradición cristiana prerrenacentista.
En varios casos la lectura es doble, pues muchos elementos utilizados en la
iconografía cristiana, como el Sol, sirven también como imagen del antiguo dios
incaico, hecho que atestiguan los propios cronistas. Así el dominico Meléndez en
su obra Tesoros verdaderos de las Indias publicada en Roma en 1680 dice:
«Pero en Indias... suelen suceder que se vuelven a los ídolos y a sus ritos... y así
se tiene mandado, que no sólo en las Iglesias, sino en ninguna parte, ni pública
ni secreta de los pueblos de Indios, se pinte el sol, la luna ni las estrellas por qui­
tarle la ocasión de volver (como está dicho) a sus antiguos delirios y disparates».
La prohibición era extensiva a algunos animales como aves y monos. Una orde­
nanza del virrey Toledo dice así: «Y por cuanto dichos naturales también ado­
ran algún género de aves y animales, e para dicho efecto los pintan e labran... en
las puertas de sus casas, y los tejen en los frontales... e los pintan en las paredes
de las iglesias ordeno y mando que ios que hallaren los hagáis raer...».
Esto es evidente cuando constatamos que en una serie de iglesias situadas en
el Collao se representa el mono, curiosamente siempre relacionado con las co­
lumnas. En Tiahuanaco (1612) está en la base, en Laja (hacia 1680) al lado de
ellas y en la iglesia de Santa Cruz de Juli, abrazado a la comuna salomónica cu­
bierta de papayas, uvas y follaje. Esta relación con la columna que es el elemento
sustentante del edificio no es casual; pues en el libro La extirpación de la Idola­
tría de Arriaga se nos dice que al iniciar la campaña de Huarochiri los padres
Dávila y Cuevas vieron monos, y así lo relatan: «En las ventanas de la iglesia
echamos de ver muy al acaso, que estaban dos micos de madera, y sospecharon
de lo que era, se averiguó que los reverenciaban, porque sustentasen el edificio, y
sobre ello tenían una larga fábula». Este testimonio nos permite saber que el
mono es la supervivencia de un dios precolombino relacionado con la estabili­
dad de los edificios y en tal concepto pervivió en la arquitectura virreinal.
Otro elemento importante es la sirena que, como el Sol, es susceptible de
una doble lectura. Para el hombre del Renacimiento, conocedor de la Metamor­
fosis de Ovidio, y de los libros de Emblemas como el de Alciati y el de Orozco
Covarubias, la sirena representa el pecado; es el ser más bello que atrae al hom­
bre, el cual tras ceder a la tentación conoce el lado monstruoso de ese ser mari­
no. Para ios indígenas de Collasuyo, su dios Tunupa tuvo relaciones carnales
con dos mujeres-peces del lago Titicaca: Quesintuu y Umantuu, después de lo
cual recibió la muerte. De manera que ambas tradiciones son coincidentes en lo
que significa la atracción de la mujer-pez y sus dolorosas consecuencias. Esta
LAS ARTES 545

coincidencia explica la abundancia de sirenas en el repertorio barroco de las


iglesias en torno al lago, de lo cual es ejemplo la catedral de Puno, obra del indio
Simón del Asto (1754). Ambas sirenas, de tamaño natural, se representan sobre
las hornacinas de la portada-retablo compuesta a base de columnas salomóni­
cas. Hay sirenas en el atrio de Ilabe, en el sotocoro de San Miguel de Pomata, en
la iglesia de Zepita, y en las pinturas que Juan Ramos (1706) hace para los pres­
bíteros de Guaqui y Jesús de Machaca; esta última iglesia fue costeada en su in­
tegridad por el cacique Gabriel Guarachi. También está a orillas del lago Titica­
ca la iglesia de Pomata cuya portada construida en 1790 resume en sí todos los
elementos indígenas que están incluso en el barroco andino. Allí está representa­
do el Sol, el hombre-puma trasunto del «sacrificador* de la cultura Pucara, pa­
payas, una vicuña y una chinchilla. La sirena no está en la portada pero sí talla­
da en piedra, en la bóveda del presbítero.
Las sirenas tienen otra connotación al estar relacionadas con el cielo, como
ocurre en San Lorenzo de Potosí, parroquia de indios Carangas, cuya portada
fue tallada por indígenas entre 1728 y 1744. Estas sirenas están sobre un cielo
estrellado, la una cerca del Sol y la otra cerca de la Luna, en las columnas cen­
trales hay ángeles músicos. Aquí también estamos ante una doble lectura, por un
lado el texto del Timeo de Platón que inspiró la compasión, el cual dice que las
sirenas mueven con su música las esferas de los cielos, y por otro lado Quesintuu
y Umantuu, relacionadas con el día y la noche.

Ilustración 3

Catedral de Puno, Perú. Detalle de la portada con una sirena que a la vez representaba el pe­
cado para los cristianos y la sirena mítica del lago Titicaca, Quesintuu, para los indígenas.
546 TERESA GISBERT

El ejemplo más extraño lo presenta la Compañía de Arequipa (1698) donde


en las cartelas laterales se ha colocado a un ser con rostro de puma y cuerpo de
gusano similar a los que presenta la cultura pucara y similar al representado en
Pachacamac. Es una figura que no tienen antecedentes en el mundo occidental y
sólo puede interpretarse considerando las culturas prehispánicas indicadas. En
todo caso, Sol, monos, sirenas, pumas y muchos otros elementos indican que es­
tamos ante un caso de sincretismo, pues el barroco andino admite la tradición
cultural y religiosa indígena insertándola en la decoración junto a los elementos
cristianos, como las vides, y junto a reminiscencias manieristas, como la sirena.
La difusión del estilo mestizo fue posible a través de ios contingentes de mi­
tayos y sus respectivos caciques que hacían esta ruta constantemente, desde Cuz­
co hasta Potosí. Arequipa, que no estaba sujeta a la mita, provenía de Yino, y
muchos caciques tenían intereses allí. Cuzco quedó fuera de este movimiento ar­
tístico, dado que el obispo Mollinedo (1680-1694) durante su gobierno episco­
pal y bajo su vigilancia, construyó la mayoría de las iglesias de la diócesis, de
manera que cuando el «estilo mestizo» irrumpe, rodo Cuzco estaba en pie, re­
construido, después del terremoto de 1750.

ARQUITECTURA CIVIL Y PÚBLICA

La arquitectura civil del siglo xvui dejó en América ejemplos interesantísimos, en­
tre ellos las residencias mexicanas conocidas como la casa del Alfeñique, la Casa
de los Azulejos, el palacio Iturbide, y tantas otras; en materia de urbanismo son
notorias las fuentes de Antigua, Guatemala; en Sudamérica tenemos el palacio de
la Inquisición en Cartagena (1770) el cual, con balcón corrido exterior y patio de
doble arcada, es buen ejemplo de la casa cartagenera. En el mismo ámbito caribe­
ño hay conjuntos de arquitectura civil como el de Coro y edificios como la Com­
pañía Guipuzcoana de la Guaira, así como el casco urbano de La Habana Vieja.
Sin embargo el ejemplo que más impresiona es el palacio de Torre Tagle, conclui­
do en 1735, al que los balcones cubiertos de celosías y el patio con arcadas de
perfil mixtilíneo otorgan un inconfundible sabor oriental. En Lima está también
la Quinta Presa (1761-1761) que perteneció a la amante del virrey Amar, conoci­
da como la Perricholi, palacete de aire rococó en el que destaca la transparente
galería posterior, con vista a la huerta. Diferente carácter, aunque también ligero
y cortesano, presenta la casa trujillana famosa por su trabajada rejería, que con­
trasta con la maciza casa arequipeña, con barrocas portadas.
En el territorio de la Audiencia de Charcas (hoy Bolivia), en el camino de
Cuzco a Potosí se encuentra La Paz, situada en el centro mismo de la población
indígena cerca de Lupacas y Pacajes. El tráfico de la coca, enviada desde Cuzco y
los Yungas rumbo a Potosí, y el paso constante de los mitayos, además del co­
mercio de azúcar, bayeta y ropa de lana, convirtieron a la ciudad en un gran mer­
cado lleno de tambos, edificios de vivienda y alojamiento controlados por los ca­
ciques. Queda en La Paz el tambo de Quirquincho, que conserva parte de la
arquería del siglo xvm. Los funcionarios españoles también construyeron sus re­
sidencias, quizá las más ostentosas del virreinado con excepción de Torre Tagle,
LAS ARTES 547

Ilustración 4

Patio del palacio de Torre Tagle en Lima, Perú.


548 TERESA GISBERT

como la casa del oidor Diez de Medina, actual Museo Nacional de Arte y la lla­
mada Casa de los Marqueses de Villaverde. Ambas tienen amplios patios talla­
dos en piedra, con imponentes portadas interiores.
En lo referente a la arquitectura pública, no podemos dejar de mencionar los
cabildos, que eran edificios del gobierno de la ciudad en los que era necesario
considerar la participación del pueblo, por ello los cabildos constan de una gale­
ría exterior a la cual en ocasiones importantes las autoridades salían para comu­
nicar sus decisiones al pueblo congregado en la plaza. En Argentina quedan im­
portantes muestras de esta arquitectura, como el cabildo de Buenos Aires y el de
Salta.
También en territorio de Charcas está Potosí; nacida como un simple cam­
pamento minero, en 1545, a raíz del descubrimiento del Cerro por el indio
Huallpaen. En el siglo xvm comenzó a declinar, después de una fiebre construc­
tiva que se debió a que los propios potosinos, como indica Arzans, consideraron
que su ciudad era «indecente» en cuanto a su importancia. Es entonces que se
construyen los mejores templos, como la Compañía y la parroquia de San Lo­
renzo, construcciones que se hicieron dentro del contexto urbano, que contem­
plaba un sector español trazado en damero. Fuera de él estaban los 14 barrios de
indios que alojaban a los mitayos provenientes de 16 provincias obligadas a en­
tregar anualmente 13500 obreros para el trabajo de las minas. Un río artificial,
denominado La Ribera, separaba los barrios indígenas situados al pie del cerro,
de la población española y criolla. Este río, cuyo cauce de piedra se construyó
específicamente, se alimentaba de 26 lagunas (o represas) situadas en las alturas
de Cari Cari; lagunas artificiales construidas por orden del virrey de Toledo. El
agua allí acumulada daba curso a La Ribera, que movía las ruedas de más de
130 ingenios destinados a la molienda del metal. El complejo «lagunas-Ribera-
ingenios» es uno de los mayores conjuntos industriales del siglo xvil. Puentes,
ingenios y lagunas, cuyos muros de contención tienen más de cuatro metros de
sección, nos hablan de una sociedad estructurada en torno a la producción de la
plata. En Potosí se reunían los indígenas y caciques de todo el Cullasuyo; era lu­
gar de intercambio de bienes culturales y materiales. Los Carangas hasta finales
del siglo xvni, controlaban el Catín o mercado cercano a la Plaza Mayor y fue­
ron desposeídos a raíz del proyecto de la nueva Casa de Moneda que se erigió
sobre el antiguo mercado. Su construcción se efectuó entre 1759 y 1773 sobre
los planos del arquitecto Salvador Villa; a su muerte le sucedió Luis Cabello. La
Moneda con sus amplios patios, salas de hornos, sala de acuñación de monedas,
almacenes, etc., es uno de los conjuntos más impresionantes, no sólo por lo que
es sino por lo que representa.
Aunque en Potosí los particulares no desplegaron el lujo que en otras ciuda­
des, hay edificios de interés como las Casas del Sol (1783 y 1795) que, por su
ubicación, podemos presumir pertenecieron a algunos de los caciques, ya que
documentalmenre sabemos que la mayoría de éstos poseían sus casas en Potosí.
También es importante la Casa de las Tres Portadas que fue Beaterío de Indias;
éstas tenías dificultad para ingresar en los conventos, muchos de ellos restricti­
vos con respecto a mestizas c indias, por lo que los propios caciques patrocina­
ron estos centros de recogimiento e instrucción.
LAS ARTES 549

Ilustración 5

El ingenio del rey al pie del Cerro Rico.

Finalmente hay que considerar la arquitectura defensiva, iniciada en el siglo


XVI, con fuertes destinados a la protección del Caribe y el Pacífico, que se refor­
zaron y ampliaron en el siglo XVIII, pues las incursiones piratas no habían cesa­
do. Los puntos de defensa más importantes eran Panamá, Guayaquil, el Callao,
Valparaíso y Valdivia. En 1745 se inicia la construcción en el Callao del Real Fe­
lipe sobre planos de Luis Godía. En 1765 se construye en Valparaíso el castillo
de San Antonio y un año antes, el fuerte de San Carlos.
El conjunto más relevante del Caribe era Cartagena de Indias donde, entre
1741 y 1759, se realizaron importantes proyectos de fortificación dirigidos por
los ingenieros Ignacio Sala y Lorenzo de Soliz, junto a Mac Evan, a quien se de­
bió la construcción del fuerte de San Sebastián. Para fortificar el Canal de Boca-
chica se construyó la batería de San José y a la orilla el fuerte de San Fernando,
más la batería de Santa Bárbara. Hoy los bastiones de Cartagena dan una idea
de lo que fue la defensa de las colonias de ultramar en el Pacífico, ya que en la
costa atlántica se levantaron bastiones en Buenos Aires y Montevideo.

LA ARQUITECTURA MISIONAL Y LA UTOPÍA

En 1767, Carlos III expulsa a los jesuítas de las Indias, lo que significa el aban­
dono de las misiones ubicadas en el corazón de América del Sur, en el límite en­
550 TERESA GISBERT

tre las posesiones españolas y portuguesas. Las misiones fundadas eran Casana-
re, sobre el río Orinoco, Maynas al oriente del Perú, Moxos y Chiquitos en Boli­
via y las misiones guaraníes sobre el río Paraná. Poco se conoce sobre las misio­
nes de Casanare y Maynas, contrastando con la amplia documentación existente
sobre las demás, que quedan como testimonio de una de las experiencias sociales
más interesantes de los tiempos modernos.
El primer intento de fundar reducciones en la región de los indios Moxos se
debe a los padres Barace y Marbán. El padre Arce hizo otro tanto en la región
de Chiquitos. El plan general de estas misiones es conocido: son pueblos exclusi­
vamente para indios, los cuales desarrollan una vida comunitaria bajo la direc­
ción de un sacerdote y un coadjunto. En la misión hay una iglesia y la residencia
de los padres en torno a la cual se agrupan la escuela, los talleres y el hospital. El
trazado urbano contempla una plaza, en cuyo centro hay una cruz y en las es­
quinas cuatro capillas; las casas son aisladas, agrupando cada una de ellas dos o
tres familias.
Las iglesias misionales muestran una arquitectura desarrollada sobre sí mis­
ma de manera que en ella es apenas perceptible la influencia foránea, sus proble­
mas constructivos dependen de los de los materiales disponibles, del medio tro­
pical en que se desarrollan y de una sociedad igualitaria. Se caracterizan por su
planta de tres naves con cubierta a dos aguas, pórticos y peristilos de madera.
Las columnas son troncos de árboles que se hincan en el terreno, esta estructura
se complementa con paredes de adobe que constituyen los muros externos del
templo. Las fachadas se cobijan por la prolongación de la estructura interior que
avanza hasta formar el pórtico. El muro del hastial se decora con pilares y co­
lumnas; los fustes exteriores tienen espiras helicoidales o estrías, los capiteles de­
rivan de la zapata.
En 1682, los padres Barbán y Barace fundaron la primera misión de Moxos.
Originalmente las misiones fueron 15, pudiendo citarse entre ellas: Loreto, Tri­
nidad, San Pedro, San Ignacio y San Borja, todas ellas existentes hoy como pue­
blos, aunque las respectivas iglesias han desaparecido. De la de Loreto nos dice
Egiluz: «La iglesia era de tres naves de sesenta varas de largo y veinte de ancho,
las paredes bien gruesas y entablada por dentro con mucha curiosidad». Esta
iglesia fue obra del hermano Manuel Carrillo, a quien también se deben los reta­
blos. La iglesia de Trinidad era «hermosa y fuerte y toda de adobe, de tres naves
con sacristía, baptisterio y torres», en 1767 se traen de Cochabamba vidrios
para las ventanas. A catorce leguas de Trinidad se halla la misión de San Igna­
cio, levantada por Orellana. Por las imágenes que se traían de las tierras altas, y
por los danzantes, se ve el influjo que ejerció el altiplano sobre las misiones de
Moxos, de donde a su vez salían muebles con destino a las ciudades virreinales.
Un grupo de arquitectos centroeuropeos trabajaron en estas misiones, entre
ellos: Juan Róhr, nacido en Praga, que por su fama se le llamo a Lima, donde re­
construyó la catedral después del terremoto de 1746, y Juan Bautista Koening,
también enviado a Lima para intervenir en el trazo de las murallas de la ciudad.
En las misiones de Chiquitos actuaron entre 1720-1760 jesuitas provenien­
tes de Baviera, Bohemia y Suiza, quienes trajeron la visión del barroco europeo,
el cual tuvo que adecuarse a las condicionantes de los grupos humanos propios
LAS ARTES 551

Ilustración 6

Portada de la iglesia de la Trinidad en las misiones jesuíticas de Paraguay.


552 TERESA GISBERT

de un entorno tropical. Otros arquitectos fueron Martereer, Knogler y Schmid.


Este último en 1730 es trasladado a San Javier de Chiquitos, donde comienza su
labor como músico, organizando a su vez talleres de artesanía; de allí va a San
Rafael, donde construye su primera iglesia en 1749-1753. Como técnico ensam­
blador lo encontramos haciendo los retablos de San Miguel junto a Messner.
Aun reconociendo que la arquitectura misional jesuítica es fruto del ambiente y
que responde a una finalidad evangelizadora, sorprende encontrar en ella un plan
preconcebido que se repite regularmente, de modo que todas las iglesias recuerdan
la forma de los templos griegos. El libro del padre Peramás I¿¡ República de Platón
en las misiones Guaraniti cas-, se refiere al urbanismo y la arquitectura ideales pre­
conizadas en la obra del filósofo griego y realizadas en las misiones jesuíticas.
San José de Chiquitos es diferente. Terminada entre 1740 y 1754, con torre,
capilla miserere, iglesia y colegio, tiene la particularidad de presentar una estruc­
tura de piedra trabajada con gran sobriedad. Fue construida bajo la dirección
del hermano Domínguez. El conjunto, utilizado hoy por los habitantes de San
José, muestra un esquema sociocultural que no ha perdido vigencia.
Según Furlong, hasta el año 1768 hubo en la zona guaraní hasta 33 misiones
con una población de 88000 habitantes en el momento de la expulsión. La traza
urbana era la misma que se utilizó en las misiones de Moxos. Las iglesias de es­
tas misiones responden a tres tipos:
— templos cuyo elemento constructivo principal es un esqueleto de madera
con muros exteriores de adobe independientes;
— estructura de madera con muros de piedra arenisca;
— templos totalmente construidos con sillares de piedra.
Entre los edificios del primer tipo podemos señalar la desaparecida iglesia de
.San Ignacio Guazú. En el segundo tipo encontramos la iglesia de San Ignacio
Mini (Argentina). La iglesia se consagró en 1727. A este mismo grupo pertene­
cen la Trinidad y San Cosme, situadas en territorio paraguayo. El tratamiento
barroco de estas iglesias, pese a su clara inspiración europea, no resulta fácil de
clasificar, ya que maneja los órdenes y la decoración con libertad desconcertan­
te, al extremo de que en San Cosme se coloca un murciélago sobre una portada;
dada la significación que este animal tiene en la cultura occidental, su presencia
en una iglesia sólo se explica por la acción del medio. La incidencia del trópico y
de los indígenas, con una tradición totalmente distinta de la de los misioneros,
no ha sido evaluada; el ejemplo anotado y la supervivencia de algunas danzas in­
cluidas en los oficios religiosos, como la de los «macheteros» en Moxos, nos ha­
blan de un factor indígena, que no se puede omitir totalmente al estudiar el arte
misional, pues los templos fueron hechos para ellos y por sus manos.
Por último, entre las iglesias jesuitas, tenemos la de San Miguel en Rio do
Sul, Brasil, cuya frialdad académica contrasta con el barroco exuberante de
Mini, Trinidad, y San Cosme. No se puede olvidar la iglesia franciscana de Ya-
guarón, en Paraguay, estilísticamente relacionada con el barroco misional que
hemos estudiado.
LAS ARTES 553

LA PINTURA BARROCA EN HISPANOAMÉRICA

En las dos primeras décadas del siglo xvm desaparecen los pintores más signi­
ficativos del área hispana, como el mexicano Cristóbal de Villalpando, cuya
pintura es de un barroquismo equiparable a las mejores obras españolas de su
tiempo. En el reino de Nueva Granada, Vázquez de Arce y Cevallos realiza com­
posiciones cuidadas muy próximas al arte sevillano y está considerado como el
pintor virreinal más significativo de Colombia. En Quito, en 1706 fallece Miguel
de Santiago, quedando en su lugar Javier de Goríbar, autor de la famosa y con­
trovertida serie de los Profetas que decora la iglesia de la Compañía. Lima había
cedido al impulso de la escuela cuzqueña, donde empezaban a suceder grandes
cambios, allí los pintores más famosos eran dos indios, san Cruz Pumacallao,
que trabajaba para el obispo Mollinedo, y Quispe Tito, que produce un arte
muy peculiar. Ambos mueren antes de finalizar el siglo xvn. Finalmente, en Po­
tosí lleva a cabo su obra Melchor Pérez Holguín, quien expresa el sentir de una
sociedad barroca para la cual el rema principal era la accesis y la presencia de la
muerte.
Todos estos maestros acusan el fuerte influjo de la pintura española, línea en
la que continúan, en México, pintores como Juan Correa y los Rodríguez Juá­
rez; estos últimos miembros de una familia de artistas de larga tradición.
A finales de siglo, con los aires de la Ilustración, la pintura cambia hacia una
relación más académica, que exige gran dominio del dibujo, el color amengua y
cambia la temática, dando lugar a los retratos donde el individuo es el punto fo­
cal. El retrato de sor Juana Inés de la Cruz realizado por Miguel Cabrera (1695-
1768) es ejemplo de esto al igual que el retrato del escultor Tolsá, realizado por
Jimeno, que es mucho más tardío y responde plenamente al gusto neoclásico.
A finales del siglo xvm aparecen los cuadros sobre «mestizaje» que, pese a
su fuerte carga racial, dan una idea de los diferentes estratos sociales. Cabrera
pintó una serie de este tipo que hoy se encuentra en el Museo de América de
Madrid. Contemporáneo de Cabrera y afincado también en México encontra­
mos a José de Ibarra, cuyo arte responde al gusto rococó.
En Lima se realizan excelentes retratos de los virreyes, obra de los pintores
académicos Cristóbal Aguilar y Cristóbal Lozano, aunque el verdadero intro­
ductor del nuevo estilo es José del Poz. Ecuador también presenta, al finalizar el
siglo, un interesante grupo de artistas que responden a las nuevas corrientes. En­
tre ellos está Vicente Albán, que también tiene una serie sobre «mestizaje», con
tipos humanos junto a los productos de la tierra. Este conjunto y el pintado por
el mexicano Cabrera muestran cómo, según los conceptos de la época, el arte
debe ponerse al servicio de la ciencia; hecho que se hace evidente cuando Celesti­
no Mutis busca en Bogotá, Colombia, dibujantes para su expedición científica, a
fin de registrar gráficamente la flora y la fauna de esta parte de América. Mutis
contrata en 1786 a varios miembros de la familia Albán y a tres hijos del pintor
José Cortez Alcocer quien, junto al escultor Legarda, es considerado por el escri­
tor quiteño Eugenio Espejo (1745-1795) uno de los artistas más destacados de
Quito. Contemporáneos suyos fueron Bernardo Rodríguez y Manuel Samanic-
go, este último autor de un Tratado de pintura, único escrito en América.
554 TERESA GISBERT

LA ICONOGRAFÍA ANDINA

En las postrimerías del siglo XVIII, la pintura de Cuzco presenta ciertas caracte­
rísticas que determinan un arte diferenciado. Los primeros síntomas de cambio
aparecen en la obra del pintor Quispe Tito (1611-1681) que altera los grabados
que le sirven de modelo, cambiando formas y añadiendo pájaros y ángeles. Por
la misma época, aparece el «brocateado» que consiste en aplicar una decoración
a base de oro sobre las vestiduras de los santos representados. La pintura cuz-
queña carece de perspectiva, y sus personajes, lejos del realismo imperante en
España, tienen un rostro idealizado que responde a arquetipos; el cielo con nu­
bes de los modelos europeos se sustituye por una floresta poblada de pájaros
que representa el Paraíso; sin duda, para el hombre de la árida y fría puna, la tie­
rra de la felicidad está en el Antisuyo, en la zona cálida con abundancia de agua,
árboles y toda clase de aves.
¿Cuándo y cómo se produce esta transformación? En 1688 el gremio de pin­
tores de Cuzco se divide, dado que los indios presentan graves quejas contra sus
colegas españoles, sin que éstos puedan convencerlos de que no se retiren. Libe­
rados de las exigencias del examen gremial y separados de las corrientes de in­
formación europea, los pintores indios quedan al arbitrio de su propia iniciativa,
de los viejos modelos existentes en sus talleres, del gusto de los caciques que ofi­
cian como mecenas y de las indicaciones de los doctrineros. Eso produce una
pintura cuya belleza se basa en una vuelta a los orígenes, cuando se reciben los
primeros modelos europeos aún con resabios medievales, pinturas con fondos de
oro con figuras que pretenden mostrar la beatitud imperturbable de la otra vida.
Algunos caciques poseedores de recuas de muías que transportan productos a las
ciudades mineras de las tierras altas compran gran cantidad de lienzos para su
comercialización, operación en la que el mercader y el pintor van a partes igua­
les. En los talleres se multiplica el número de operarios, dada la inmensa deman­
da de esta clase de pintura, como ocurre en el taller de Mauricio García, que lle­
ga a firmar un contrato para entregar más de 200 lienzos en tres meses. La
pintura cuzqucña basada en este sistema de trabajo se expande por el Norte de
Perú, de Chile y de Argentina, Bolivia y ciudad de Santiago de Chile.
El pintor más destacado del medio siglo es Marcos Zapata, autor de la serie
de la Compañía de Cuzco con la vida de san Ignacio y de la serie de las letanías
en la catedral. Por esta serie se ve que no se ha perdido el gusto por el símbolo,
así en Speculum Juticiea se muestra a Narciso inclinado sobre las aguas para
ejemplificar cómo la autocontemplación lleva a la destrucción y la muerte, con­
traponiéndolo a María, que es espejo no sólo de justicia, sino de bondad y de
virtudes. Este gusto por la alegoría ya se hace patente desde las primeras décadas
del siglo XVI, cuando en la iglesia de Abdahualillas, cerca de Cuzco, el pintor
Luis de Riaño (1628), inspirado por el lingüista Pérez de Bocancgra, pinta una
«anunciación» donde Dios Padre ha sido sustituido por el Sol, basado en una
doctrina que expone el agustino Alonso Ramos Gavilán en su libro Historia del
Santuario de N. S. de Copacahana, publicado en Lima en 1621, que dice: «Así
como el Sol derrama sus rayos en la Tierra haciéndola madre, para que beneficie
al hombre, así Dios deposita sus rayos en María, haciéndola también madre,
LAS ARTES 555

para beneficiar al hombre», con lo que María queda identificada con la Tierra y
Dios Padre con el Sol. Pinturas cuzqueñas del siglo xvni, al representar la Trini­
dad, muestran a Dios Padre con un Sol en el pecho.
Varios estudiosos hacen hincapié en la identificación de la Madre Tierra, lla­
mada Pachamama por los indígenas del Collasuyo, con la Virgen María, identi­
ficación que se materializa en un lienzo existente en el Museo de la Moneda en
Potosí, Bolivia; donde la Virgen y el cerro de Potosí son un todo. En este cuadro
se muestra la montaña con rostro femenino y un par de manos con las palmas
abiertas. Es la imagen de María inserta en el cerro y coronada por la Trinidad.
Al pie de la montaña está el Inca Maita Capac y a ambos lados de la composi­
ción, el Sol y la Luna. Esta Virgen-Cerro muestra cómo ¡as creencias indígenas
influyen en la iconografía cristiana. Otras versiones no son tan explícitas, como
ocurre con la Virgen de Sabaya que sustituye al volcán de su nombre; sólo el tra­
je, en forma piramidal, recuerda a la montaña. La imagen fue pintada por el in­
dio Luis Niño, hacia 1720, para ¡os indios Carangas, que tenían una parroquia
en Potosí, ciudad a la que concurrían para cumplir con la mita minera.
Otra forma de introducir a María en el mundo andino es considerarla Coya,
que en idioma quechua significa reina. Por eso las imágenes de la Virgen que sa­
len en la procesión del Hábeas en la ciudad de Cuzco llevan un parasol sostenido
por un ángel, al igual que las coyas (reinas) y ñustas (princesas) incaicas que lo
usaban sostenido por un enano contrahecho. Algunas advocaciones, como la
Virgen de Pomata, tienen plumas sobre la corona, a manera de tocado indígena.
El jesuita José de Acosta en su libro De procuranda Indorum salute parte del
principio de que la verdadera religión era precedida por una revelación natural
hecha por Dios a todos los hombres, llegando a la conclusión de que en América
se había conocido al verdadero Dios y aun ciertos dogmas, aunque éstos con el
tiempo habían sido alterados. Por eso se explica la identificación de la Pachaca-
mama con la Virgen y la del Sol con el Dios de los cristianos. De esta manera de
pensar participaron muchos, tanto conquistadores como conquistados, pues son
los mismos indios los que inducen a la identificación del apóstol Santiago con el
dios del rayo y del trueno, Illapa. El suceso ocurre cuando las tropas del Inca
Manco II rodean el Cuzco, que ya estaba en poder de los españoles; éstos, refu­
giados en el Sunturhuasi, pedían el favor de su patrón Santiago, mientras los in­
dígenas los acosaban con flechas encendidas. En ese momento sobreviene una
tormenta que apaga el fuego. Los indígenas reconocen en la tormenta al dios
Illapa, en tanto que los españoles atribuyen la victoria a Santiago. Desde ese mo­
mento el apóstol y el dios del rayo empezaron a ser la misma cosa. La antigua
imagen de Illapa como serpiente de fuego desaparece para ser sustituida por la
de Santiago, unas veces triunfante sobre los indios, pero la mayoría de las veces
como simple apóstol sobre un caballo blanco, el cual es venerado aún hoy por
los campesino que le piden protección contra el granizo que destruye las cose­
chas. Varios lienzos, como el existente en el Museo Virreinal de Cuzco, mues­
tran a Santiago mata-indios.
El culto a la Illapa forma parte de la adoración a los astros y los fenómenos
celestes. Otro tanto ocurre con los signos zodiacales, a los que relacionaron con
parábolas evangélicas. Existe una serie grabada por Collaet y Sadeler sobre di-
556 TERESA GISBERT

Ilustración 7

Arcángel Arcabucero: Adriel. Típico ejemplo de pintura andina. Museo Nacional


de Arte, La Paz, Bolovia.
LAS ARTES 557

Ilustración 8

Santiago mata-indios, cuyo culto sustituyó al culto o Illapa, dios del rayo. Musco Regio­
nal, en Cuzco, Perú.
558 TERESA GISBERT

bujos de Bol, del año 1585, titulada Emblemata Evangélica ad XII Signa Coeles-
tia que está destinada a dar forma cristiana a la regulación de los meses. El título
dice que «Cristo dio a los hombres los astros para que ellos puedan distinguir la
evolución del tiempo iniciado con Dios... y puedan revocar el culto idolátrico».
La serie fue copiada por el pintor indio Quispe Tito en 1681 para la catedral de
Cuzco.
El Sol y su secuencia zodiacal eran parte de la mitología andina; junto a él se
adoraba a la Luna, las estrellas, la nieve, el viento, etc. Nada dentro de la icono­
grafía cristiana parece estar relacionado con los elementos atmosféricos, excepto
los ángeles que, según el libro apócrifo de Henoc, son los que controlan los fenó­
menos celestes. Este conocimiento que probablemente llegó a América a través
de los libros herméticos y de la tradición patrística, hace que los pueblos de in­
dios, desde Cuzco hasta Potosí, existan varias series de ángeles con vestimenta
militar, los cuales responden a los nombres de Adriel, Leliel, Zafiel, Lamiel,
Osiel, etc. Según Henoc, Adriel es el ángel que controla el viento del Sur, Leliel
es el ángel de la noche, Lamiel el espíritu de la Luna, etc. Esto nos hace ver que
los ángeles fueron escogidos para sustituir los fenómenos naturales que eran ob­
jeto de la adoración para el hombre andino.
La presencia andina que se expresa en la representación de la Virgen como
la madre Tierra, en el Santiago-Illapa y en los ángeles guerreros también está
presente en los retratos de incas y caciques, de los que son ejemplos importantí­
simos cuatro lienzos pertenecientes a la serie de la procesión de Cuzco, que
muestran a los caciques presidiendo las carrozas de sus respectivas parroquias,
vestidos con las insignias de su rango y llevando la corona incaica.
Documentalmente sabemos que hacia 1700 se iniciaron retratos de los reyes
incas de tamaño natural y de cuerpo entero, a veces por parejas. Sólo queda un
cuadro conocido de este tipo en una colección particular de la ciudad de La Paz.
El lienzo muestra al inca Túpac Inca Yupanqui y a la Coya Mama Cuarena. Se
trata de pintura tardía, probablemente de principios del siglo XIX, que mantiene
una moda propia del siglo xvm. Con referencia a los descendientes de los incas,
es importante el retrato de la Ñusta, no identificada, del Museo Arqueológico de
Cuzco, ésta, como los cuadros de varones existentes en el mismo museo, mues­
tra con orgullo su vestimenta india; los varones llevan el Sol sobre el pecho y las
mujeres están protegidas por parasoles de plumas y en mantas decoradas con los
tocapus incaicos.
La Corona española trató de asimilar a la aristocracia indígena, que era
consciente de su papel en la sociedad, creando hacia 1720, por iniciativa del vi­
rrey arzobispo Diego Rubio Morcillo de Auñón, una serie conjunta de los reyes
incas, seguida por los monarcas españoles, a partir de Carlos V. Así se mostraba
a los reyes hispanos como herederos de los antiguos señores del Perú. Los cua­
dros más importantes de esta temática son el que se guarda en el Beatario de Co-
pacabana en Lima y el San Francisco de Ayacucho, más uno existente en La Paz,
donde los reyes españoles han sido borrados para pintar sobre ellos a los liberta­
dores. Todo este conjunto de cuadros destinados a conservar el recuerdo de las
dinastías incaicas, aunque inicialmente responde a la política oficial, pasan a for­
mar parte del movimiento revolucionario y reivindicatorío de Túpac Amaru
LAS ARTES 559

(1781), como puede verse en los procesos de los inculpados a quienes se les re­
procha poseer lienzos subversivos referentes al incario.
Los incas y los demás pueblos indígenas se sentían parte de la humanidad,
en igualdad ante Dios, y así se expresa en los famosos cuadros de la Adoración
de los Reyes Magos existentes en los pueblos de Ilabe y Juli, a orillas del lago Ti­
ticaca, donde están Gaspar como el rey blanco, Melchor como rey negro siendo
el tercer rey mago un inca. Así quedaban representadas las tres razas constituti­
vas de la sociedad americana en la manifestación que Cristo hizo a los pueblos
de toda la Tierra.

LA ESCULTURA

Si existe una autodefinición a través de la pintura y de la decoración arquitectó­


nica en la región andina (Perú y Bolivia) cabe preguntarse qué ocurre en regiones
como Quito. La respuesta está en la mano de la obra india y mestiza que se con­
centra en la escultura, que da una singular importancia a una iconografía ya en
desuso en la Europa del siglo xviii, como la representación de la Virgen alada
basada en el Apocalipsis, la cual toma carta de ciudadanía en Ecuador. También
nace en Quito «La Virgen Peregrina», advocación popular que equipara a María
con una campesina. No olvidemos el afán de propaganda que tuvo el catolicis­
mo postridentino. Finalmente un buen porcentaje de imágenes portan pequeñas
ofrendas en forma de trozos rojos, que no tienen explicación aparente, pero que
nos recuerdan el mulla marino con el que en tiempos prehispánicos se ofrendaba
a los dioses.
En el siglo xvn, el gran centro de escultura estuvo en la ciudad de Lima, en
torno a un grupo de artistas sevillanos seguidores de Montañés. A raíz de la dis­
puta sobre la sillería de la catedral, este grupo se dispersa, pasando una parte a
la ciudad de Potosí, y retornando otra a España. A finales de siglo, todo este mo­
vimiento había desaparecido, tanto en Lima como en Potosí, y había surgido en­
tre tanto una escuela de escultores en Quito, que para entonces estaba ya firme­
mente consolidada. Entre los maestros más destacados estaba el jesuita Marcos
Guerra y «El Pampite». Heredero de esa escuela es Bernardo Legarda, que en
1734 talló la imagen de la Virgen para el retablo de San Francisco de Quito con­
sagrando la iconografía de la Virgen alada procedente del Apocalipsis. La ima­
gen lleva la firma del escultor en una plancha de plata colocada en el interior de
la mano. Años antes, Legarda había retocado la imagen de San Lucas, patrono
de los pintores, obra que se atribuye al Padre Carlos identificado por algunos in­
vestigadores con el jesuita Marcos Guerra.
Al juzgar el arte quiteño, el padre Juan de Velazco en su Historia del Reino
de Quito publicada en 1789 dice: «Los mismos indianos y los mestizos, que son
casi los únicos que ejercitan las artes mecánicas, son celebradísimos en ellas por
casi todos los escritores... No hay arte alguna que no la ejerciten con perfec­
ción... sobre todo, las de pintura, escultura y estuaria... conocí varios indianos y
mestizos insignes en esta arte; mas a ninguno como un Bernardo Legarda de
monstruosos talentos y habilidad». Después de ocupar importantes cargos den-
560 TERESA GISBERT

Ilustración 9

La Virgen del Carmen, obra de Caspicara. Museo de San Francisco en Quito, Ecuador.
LAS ARTES 561

tro del gremio y en la ciudad, Legarda muere en 1773. Trabajó con un hermano
suyo de habilidades múltiples, entre otras la de construir órganos, que tenía un
taller de imprimir estampas, hecho importante pues permitía difundir las devo­
ciones locales sin recurrir a los grabados europeos, que eran la base de las com­
posiciones pictóricas.
Junto a Legarda se encuentra el indio Manuel Chili, llamado el Caspicara,
cuyas imágenes son tan gráciles que casi parecen figuras danzantes. Entre las
obras más destacadas de este escultor está un Niño Jesús Dormido firmado, más
una Virgen del Carmen y un ángel que se puede ver en el Museo de San Francis­
co de Quito.
La escultura quiteña se popularizó a través de las pequeñas figuras destina­
das a los nacimientos que, junto a imágenes de diferentes santos se vendían no
sólo en Quito, sino en Lima y en varias ciudades de Perú y Bolivia. Las figuras
presentan un terminado a base de hoja de plata que se coloca sobre la talla, pin­
tando sobre ella las vestiduras con barniz muy transparente de manera que ad­
quieren un viso tornasolado. La escultura quiteña, por todos apreciada, tuvo en
su momento la misma aceptación y popularidad que la pintura cuzqueña.

BRASIL

En el siglo xvm, como en los anteriores, Brasil constituía un mundo aparte y


muy diferente de lo que fueron las colonias españolas. Su economía tenía dos fo­
cos: por un lado Bahía fue la capital hasta el año 1763 en que pasó a Río de Ja­
neiro, y por otro la región de Minas Gerais que, a partir de la primera década
del siglo xvm, concitó gran afluencia de gente por el descubrimiento de minas de
oro y de piedras preciosas, las que dieron lugar a la creación de algunas ciuda­
des, así como la fundación de otras, entre las que cabe citar Ouro Preto, Dia­
mantina, Mariana, Sabará, etc. No por eso decayeron otras industrias como la
explotación del azúcar, pues en 1710 había en Brasil 518 ingenios; esta industria
absorbía una buena cantidad de mano de obra esclava, lo que influyó en el cons­
tante tráfico humano de África.
El trazado de las ciudades brasileñas es muy diferente de la que se da en His­
panoamérica, pues siguen las contingencias del terreno, con calles no ortogona­
les que convergen en plazas y plazuelas de planta triangular o trapezoidal. Las
casas son estrechas, carentes de patio, desarrollándose sobre un corredor. Buena
parte de esta arquitectura se puede apreciar en Bahía, donde se conserva un tra­
zo urbano de la vieja ciudad. Las imponentes portadas de las iglesias hacen de
telón de fondo a las calles, sinuosas y sombreadas.
En arquitectura hay una fuerte influencia del barroco centroeuropeo e italia­
no, como la hubo en Portugal, imponiéndose la planta de nave única con gale­
rías laterales, que sirven para comunicar el presbiterio y el altar con el coro y las
torres. Muchas veces este programa se resuelve sobre una directriz elíptica u oc­
togonal, de la que es ejemplo excepcional la iglesia del Rosario de Ouro Preto
(1784). Este tipo de plantas de gran aceptación en Brasil son muy raras en His­
panoamérica, donde hemos señalado los casos de Pocito de México y Santa Te­
562 TERESA GISBERT

resa de Cochabamba en Bolivia. Otra característica es que muchas iglesias se le­


vantan sobre una plataforma, realzando así su silueta sobre el entorno urbano.
La iglesia que más fuertemente muestra las influencias europeas es Nuestra
Señora de la Gloria del Outerio, en Río de Janeiro, cuya planta es similar a la de
San Pedro de los Clérigos de Mariana y al Rosario de Ouro Preto. Esta última,
obra de Antonio Pereira de Souza, se inició hacia 1753; el investigador español
Santiago Sebastián compara su fachada con la Colegiata de Salzburgo de Fisher
von Erlach.
Las iglesias bahianas tienen plantas rectilíneas como la iglesia de San Fran­
cisco de Salvador, que se empezó en 1708, bajo la dirección del maestro Manuel
Cuaresma y cuya fachada se terminó en 1723. Es un ejemplo de gran sobriedad.
El claustro es importante por el recubrimiento de azulejos que rodea todo su pe­
rímetro. La temática se basa en los grabados del flamenco Vaenius, maestro de
Rubens, que ilustran la obra Theatro Moral de toda la Philosophia de los anti­
guos y modernos, libro que se guardaba en la biblioteca del propio convento. En
esta obra, y por consiguiente en los azulejos, se muestra el amor a la virtud y el
aborrecimiento al vacío.
Al lado de la iglesia de San Francisco está la desconcertante iglesia de la Ter­
cera Orden, cuya fachada es inusual; su abigarrada decoración la relaciona, a
juicio de la mayoría de los investigadores, con la arquitectura hispanoamericana.
El cuerpo bajo está decorado con «términos» de capitel jónico y el cuerpo alto
con talantes, todo ello en medio de una profusa ornamentación. El único edificio
de características similares es la Casa de Saldanha, cuya magnífica portada pre­
senta un par de talantes.
Entre las muchas iglesias de Bahía se encuentra la de Nuestra Señora de la
Concepción de la Praya (1739-1766) cuya amplia nave con capillas termina en
un estrecho y profundo presbítero; la flanquean dos torres dispuestas diagonal­
mente, lo que da a la fachada un movimiento muy barroco. El plano se atribuye
al ingeniero Manuel Cardoza de Saldanha. Todo este monumental templo fue
realizado con piedra de lioz traída de Portugal. El techo, como ocurre con la ma­
yoría de las iglesias brasileñas es plano y de madera, todo pintado con una falsa
perspectiva, a la manera italiana. Es obra de José Joaquim da Rocha.
Brasil, que no tuvo importantes talleres de pintura sobre lienzo, quizá debido
al clima, vuelca su fuerza sobre las cubiertas de madera de las iglesias, todas ellas
decoradas con falsas perspectivas. Es de primera calidad la que cubre el Santuario
del Bom Jesús del Matocinhos, obra de Pires da Silva, y la cubierta de la iglesia de
la Orden Tercera de San Francisco, obra de Manuel da Costa Ataide.
El centro minero de Ouro Preto, situado en Minas Gerais mantiene hoy su
integridad de ciudad dieciochesca; en ella se levantan edificios tan interesantes
como la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, concluida en 1733. Su particulari­
dad consiste en una nave poligonal inserta en un rectángulo. Fue obra del inge­
niero Gómez Chávez. Sin embargo, las personalidades que definen el arte de
Ouro Preto son Manuel Francisco Libóa, carpintero y artista; padre de Antonio
Francisco Libóa (1730-1814), hijo natural habido con una esclava negra de
nombre Isabel. Antonio Francisco, más conocido como El Aleijandinho es el ar­
tista más destacado de Brasil y el escultor más significativo de América. Su histo-
LAS ARTES 563

Ilustración 10

Aleijandinho. El profeta Isaías. Congonhas do Campo, Brasil.


564 TERESA GISBERT

ría, que es casi una leyenda, nos lo muestra involucrado en relevantes trabajos
tanto de arquitectura como de escultura, hasta su enfermedad y muerte, ya que
presumiblemente padeció lepra.
Aleijandinho aprendió el oficio con su padre, quien fue el autor del plano de
la iglesia del Carmen de Ouro Preto. Levantada sobre un montículo tiene una
planta rectangular que remata en fachada cóncava-convexa siguiendo un ritmo
borrominesco. Manuel Francisco Liboa no ve concluida su obra pues muere en
1766. A su hijo Aleijandinho, como arquitecto, se le atribuye la iglesia de San
Francisco, de planta curva con esbeltas torres circulares. Las obras se iniciaron
en 1766 con el contratista Diego Moreira, ocho años más tarde se pagaba al
Aleijandinho por haber hecho la fachada principal.
En escultura, la obra maestra de Aleijandinho es el Santuario del Bom Jesús
do Matosinho en Congonhas do Campo, costeado por el minero portugués Feli­
ciano Mendes, quien a raíz de una cura milagrosa se hizo ermitaño y dedicó su
caudal y su vida a la construcción del Santuario. Los planos se deben a Antonio
Gonzalves da Rosa y a Antonio Rodríguez Falcare, quienes trabajaron en la
obra entre 1758 y 1776.
El Santuario se eleva sobre una colina a la cual se llega por una vía con capi­
llas que contienen esculturas sobre la Pasión de Cristo, al final de esta vía está la
iglesia, presidida por una amplio atrio, en cuya escalinata se realiza, a decir del
investigador francés Germain Bazin, un ballet de piedra con las figuras de los
Profetas del Antiguo Testamento. Estas figuras tienen un movimiento que alter­
na con las palmeras circundantes y se dinamiza por los diferentes planos en que
están colocadas. Mendes tuvo en la memoria los santuarios de su tierra cuando
encargó la obra, pudiendo notarse el influjo del Bom Jesús de Braga aunque, se­
gún el investigador Santiago Sebastián, pudo servirle de inspiración la portada
de la Biblia publicada en Venecia el año de 1758 que presenta una escalinata de
características similares a la de Congonhas, con estatuas de los hijos de Jacob.
Sea cual fuere el origen de este conjunto, su realización supera los posibles mo­
delos; es, sin duda, una obra maestra del arte americano, no sólo por la armonía
de la composición espacial sino por la talla de cada uno de los profetas, realiza­
dos con tal fuerza que el material pétreo cobra vida.
25

EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA

Arturo Andrés Roig

La cuestión de la identidad hispanoamericana durante el siglo XVIII ofrece una


intrincada red de relaciones, no fácilmente dibujables. Nos referimos, ciertamen­
te, a formas de identificación de tipo social y cultural, a las que no podríamos
caracterizar sin tener en cuenta la diversidad de los grupos y sectores humanos,
sus modos particulares de estratificación y sus conflictivas relaciones. Se trata de
una sociedad colonial incorporada a un régimen productivo impuesto por la me­
trópoli europea. Para la mayoría de los países americanos que fueron posesiones
de la Corona española, el siglo xvm podría ser definido como el último siglo co­
lonial, anticipo de los profundos cambios que se vivieron abiertamente en los
inicios del XIX y que implicaron claras modificaciones dentro de las pautas de
construcción de identidad. En efecto, el hecho de haber pasado la hegemonía po­
lítica y económica a manos de la «clase criolla» y de haber promovido ésta el
surgimiento de entidades nacionales, impuso un nuevo régimen identificatorio,
dentro del cual la desarrollada autoconciencia de aquella clase, surgida en el ya
entonces viejo enfrentamiento entre «españoles europeos» y «españoles america­
nos», se vio reforzada y justificada. Con todo esto venimos a decir, que el régi­
men de identificación que imperó en el siglo xvni ha tenido su especificidad y
que para dibujarlo tenemos que considerar la época como la culminación de una
intrincada red de relaciones entre sectores humanos diversos, que entraron en
contactos conflictivos en un largo desarrollo iniciado en 1492.
De todas maneras, aun a pesar de que los criollos habían adquirido en la úl­
tima etapa de la dominación española un fuerte autorreconocimiento, éste siem­
pre estuvo condicionado por la situación colonial, que es uno de los factores que
introdujo especificidad histórica en todo el proceso. Desde ahora debemos decir
que no es la identidad del hombre europeo la que nos interesa en este caso, sino
la de los diversos grupos que integraban la sociedad colonial, y no todos en los
mismos niveles de estratificación. Mas tampoco es la identidad del hombre crio­
llo la que será motivo exclusivo de nuestras búsquedas por una razón fundamen­
tal: que las identificaciones no son nunca establecidas de modo absoluto, sino
que en su construcción intervienen, como referentes indispensables, los demás
sectores sociales y, además, los grupos hegemónicos —que disponen de mayores
posibilidades culturales en favor de la consolidación de su autoimagen— requie­
566 ARTURO ANDRÉS ROIG

ren de otros sectores lo que bien podría entenderse como una especie de «tributo
histórico». Ése es el caso de la incorporación del pasado histórico indígena, azte­
ca y quechua, en particular, dentro la propia historia de quienes detentaban la
denominación de «americanos» por antonomasia, es decir, los hijos de «españo­
les europeos», nacidos en nuestras tierras. Hay, además, sectores de población
que fueron marginados de ese juego de referencialidad sobre el que se construyó
la propia imagen, en cuanto no fueron considerados como dignos. Tal es el caso
de la población esclava de origen africano, colectivo este en el que los procesos
de identificación no son menos apasionantes, aun cuando no dispusiera de las
herramientas culturales con las que los grupos hegcmónicos elaboraron la ima­
gen de sí mismos. Con esos sectores y por el motivo indicado, la metodología
que se ha de seguir no es evidentemente la misma. Tal vez algo semejante, si bien
con un margen histórico de posibilidades ciertamente importantes, haya que de­
cir del mestizo, en particular del nacido de la unión de varón español y mujer in­
dígena, personaje de carácter complejo en el mundo colonial. No debemos olvi­
dar, además, que las clases hegemónicas no sólo modelaron su propia figura
como tales, sino que incidieron de modo activo y casi siempre compulsivo sobre
la conformación de las identidades de los sectores subalternos, aun cuando éstos
no dejaran nunca de tener un grado de iniciativa y de actitudes creadoras, expre­
sadas en medio de su adversidad. Hasta aquí me he referido a los problemas de
identidad social y cultural de clases y etnias. Queda, sin embargo, todavía, un
complejo mundo: el que presenta la identidad sexual, en particular la de la mu­
jer. Esta, si bien inserta en toda la compleja estratificación colonial y partícipe
tanto de los beneficios como de las adversidades según fuera su integración, ha
estado sometida, tal vez más que los varones, a modos de conformación compul­
siva de su propia identidad.
Pues bien, una vez expuestas estas inevitables consideraciones preliminares,
vamos ahora a adentrarnos en ese complejo mundo de nuestro último siglo colo­
nial hispánico. Entre 1783 y principios de 1790, el imperio español alcanzó, con
la recuperación de la Florida, la mayor extensión de toda su historia. Por esa
época, además, se había alcanzado la consolidación de una estructura social que
canalizó el complejo proceso de mestizaje a través del sistema de castas, fijando
de modo rígido, además, el lugar que dentro del aparato productivo le corres­
pondía a una importante masa de los sectores subalternos. Las castas, «grupos
socioraciales mestizos» (Jaramillo Uribe, 1968: 163), fruto de un complejo pro­
ceso de conformación, tanto subjetivo como objetivo, introdujeron una nota de
tipicidad inevitable dentro de la sociedad colonial. Por otra parte, en las últimas
décadas del siglo comenzó a generalizarse, particularmente en las posesiones del
Caribe, así como en la región del trópico continental, el sistema de plantación,
que modificó profundamente la situación de explotación de la población negra
africana e incidió sobre la demanda de esclavos. Los cambios puestos en marcha
dentro de la producción, en particular la agrícola, no eran ajenos a las grandes
expediciones científicas promovidas oficialmente por la corona con el propósito
evidente de obtener nuevas fuentes de recursos naturales. Estas expediciones, de
las que nos ocuparemos más adelante, constituyeron lo que se consideró como
un «segundo descubrimiento de América», y dieron lugar asimismo a que se ha­
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 567

blara desde tierras americanas, de una «segunda conquista». En efecto, las medi­
das administrativas de los Borbones, unidas a la agricultura a gran escala con
tecnología renovada, aumentaron la eficacia del sistema de explotación colonial,
lo que sumergió en la miseria a extensas masas de población. Esto hizo del siglo
xvm una época de continuas rebeliones indígenas, así como el endurecimiento
de la vida de la población negra provocó) la generalización del cimarronaje. Han
de sumarse a estos hechos dos acontecimientos de honda significación histórica
para toda América, uno de ellos interno, dentro las colonias españolas, el gran
levantamiento indígena de Túpac Amaru (1780-1781) al que Humboldt consi­
deró, aun cuando fuera sofocado, como un hecho histórico de tanta importancia
como el de la independencia de Estados Unidos (Von Humboldt, 1991: 74); y el
otro, externo a la comunidad hispánica pero de muy fuertes resonancias en ella:
la revolución de Haití (1791), que dio nacimiento a la primera república negra
del mundo moderno y a la segunda nación de América que alcanzaba su inde­
pendencia (1804). Los extractos sociales más bajos y explotados del mundo co­
lonial español, el indígena y el negro, a los que llegaban noticias de aquellos he­
chos, llenaron de temores a los propietarios. La inquietud de la clase criolla,
futura heredera del poder social, político y económico de la administración espa­
ñola, no tardó en dejarse sentir asimismo a finales de siglo. En la misma época
en la que el Imperio alcanzaba su máxima extensión y, en concreto, a partir de
1789, se les oía decir a los criollos —según el testimonio de Humboldt— «yo no
soy español, soy americano» (Von Humboldt, 1991: 76). El conflicto de identi­
dades había alcanzado a su vez, sin duda, también su máxima extensión. La po­
blación indígena nunca se había considerado española, mucho menos la pobla­
ción negra esclava; la población mestiza había aspirado a «españolizarse»,
moviéndose dentro de los marcos de una ambigüedad constantemente señalada.
Los que nunca habían dejado de sentirse, por lo menos como «españoles ameri­
canos» y tenían el orgullo de descender de padres europeos, ahora escindían la
«americanidad» de la «europeidad» y afirmaban la primera como una realidad
que había alcanzado para ellos un grado de consistencia histórica.
El proceso que culminó en esa separación y distinción entre lo europeo y lo
americano tuvo sus inicios en un acto de violencia que ha quedado expresado
simbólicamente en el célebre texto del padre Las Casas Brevísima relación de la
destrucción de las Indias (1552), obra que fue familiar dentro de «la crítica del
orden colonial» durante el siglo xvm (Flores Galindo, 1986: 161). La Brevísima
relación expresaba algo así como una especie de «punto cero», desde el cual se
debían reformular las antiguas identidades de las naciones destruidas por la
Conquista española, así como todas aquellas que habían surgido con el nuevo
poblamiento de América. Mas, no sólo la primitiva identidad de las poblaciones
indígenas quedó gravemente afectada, sino que los propios descendientes de los
conquistadores acabaron por caer en una abierta indiferencia respecto de los
grandes procesos europeos, vistos como extraños y lejanos y, a la vez, por dis­
tanciarse de la memoria histórica de sus padres. En efecto, Jorge Juan y Antonio
de Ulloa, alrededor del año 1748, habían observado que las noticias de los acon­
tecimientos que atribulaban al mundo europeo llegaban a América «como som­
bras muy tenues» y que sus habitantes las miraban como «cosas pasadas y dis­
568 ARTURO ANDRÉS ROIG

cantes», como si fueran «historias antiguas que sirven de diversión al entendi­


miento» y subrayan «la indiferencia con que se miran estas cosas» que para mu­
chos pasaban como «fábulas históricas» (Juan y Ulloa, 1991: 449). Años más
tarde, en 1807, Alejandro de Humboldt recordando las impresiones recibidas en
sus viajes por tierras americanas entre 1799 y 1804 nos dirá que «las memorias
nacionales —se refiere a las de España— se pierden insensiblemente en las colo­
nias y aún aquellas que se conservan no se aplican a un pueblo ni a un lugar de­
terminado. La gloria de Pelayo y del Cid ha penetrado hasta las montañas y los
bosques de América; el pueblo pronuncia algunas veces esos nombres ilustres,
pero ellos se representan en un imaginación como pertenecientes a un mundo
puramente ideal o al vacío de los tiempos fabulosos» (Rodó, 1967: 712-713). El
mismo Humboldt, en su célebre Ensayo político sobre el Reino de la Nueva Es­
paña (1811), matizaría un tanto esa pintura señalando que había que distinguir
entre «los habitantes de las provincias lejanas» y los de las ciudades, en este
caso, la de México. De los primeros nos dice que eran «más instruidos en la his­
toria del siglo XVI que en la de nuestro tiempo» y tenían, por tanto, una imagen
de España que no cuadraba con una visión contemporánea de los procesos y
conflictos. En cuanto a los otros, si bien actualizados, mostraban una actitud
que nos explica, en parte, aquella «indiferencia» de que hablaban Juan y Ulloa
(Von Humboldt, 1991: 78-79). Por cierto que las gentes a las que se refieren los
tres viajeros no integraban la población indígena, ni las castas. Hablaban princi­
palmente de los descendientes de los conquistadores, los que habían comenzado
a denominarse criollos ya a partir del siglo XVI, tal como lo documenta Acosta
(1590) y, más adelante, el Inca Garcilaso (1600-1604). A finales del siglo xvii y
ya en los pródromos del siglo XVIII, Carlos de Sigüenza y Góngora se referirá a
las tierras americanas llamándolas «nuestra nación criolla» (Sigüenza y Góngo­
ra, 1984: 187). El término, que acabó por imponerse y generalizarse en el siglo
xvm, en particular en sus últimas décadas, no entró en las categorías sociales
con las que se establecían los padrones de población y su fuerza le vino funda­
mentalmente del papel que desempeñaba como marca o distintivo de identidad.
Por otra parte, no se captaría esa función si no tuviéramos presente que
«criollo» se oponía a «chapetón» o «gachupín», palabras con las que se designa­
ba despectivamente a los peninsulares, en particular a los recién llegados de Es­
paña a las Indias. A su vez, la denominación de criollo no escapaba de ser expre­
sión de un cierto desprecio por parte de los europeos, que llegaron a hacer un
uso amplio del término que alcanzaba, en algunos casos a las castas, según el
testimonio de Clavigero (1780-1781). En efecto, según el mismo autor, los espa­
ñoles denominaban criollos también a los hijos de africanos y asiáticos nacidos
en América (Clavigero, 1987: 503). No ha de olvidarse dentro de este complejo
proceso que el mestizo de español e india en su constante voluntad de ascenso
social, encontró en la denominación de criollo una forma de reconocimiento. En
cuanto al término «chapetón» con el que se pretendía señalar la inexperiencia de
las cosas americanas que mostraban los recién llegados y que suponía burla y
desprecio, es más antigua que la de criollo, tal como está documentado en Gon­
zalo Fernández de Oviedo (1526) quien lo ponía en boca de los españoles que
llevaban ya años en América y que de alguna manera se sentían americanos. Los
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 569

criollos, hijos de estos últimos, heredaron de esa actitud que se había despertado
inicialmcntc en sus padres un cierto orgullo de «americanidad», frente a los re­
cién llegados de Europa. Madurado el siglo xviii, Juan de Velasco, entre 1788 y
1789 le dará un alcance universal: ya no se trata del peninsular recién llegado,
sino de todo español europeo (Velasco, 1977: 351). Así lo percibieron Juan y
Ulloa quienes en sus Noticias secretas de América (1748) dedicaron la «sesión
novena» a tratar el problema del enfrentamiento entre «criollos» y «chapeto­
nes», y llegaron a afirmar que el mismo mostraba a «dos naciones totalmente
encontradas» (Juan y Ulloa, 1991: 427).
Humboldt nos hace saber también el cambio que se había producido en ese
mismo siglo y que anticipaba ya la conformación de nuevas formas de identidad.
Antes, en el siglo xvii «en que era más íntima la unión entre españoles mexica­
nos y europeos —nos dice— la metrópoli no desconfiaba sino de los indios y
mestizos; y el número de criollos blancos era tan corto que por lo mismo se incli­
naban generalmente a hacer causa común con los europeos». Y esto lo dice por­
que en los años en que visitó nuestras tierras, se había generado una situación de
violencia entre españoles americanos y españoles europeos, agudizada a tal ex­
tremo que, los primeros, como lo anticipamos, se consideraban únicamente ame­
ricanos y, los segundos, «creían ver el germen de la revolución en todas las aso­
ciaciones cuyo objeto era la propagación de las luces» (Von Humboldt, 1991:
560). Súmese a lo observado por el viajero alemán la amplitud que había alcan­
zado en esa época el proceso de mestizaje, que incidió en la modificación de los
códigos desde los que se establecían las categorías sociales. El hecho de que
Humboldt nos hable en el texto citado de «criollos blancos» pone en evidencia
la presencia de otro sector que pretendía compartir la categoría social del «Espa­
ñol americano en relaciones de igualdad: el mestizo. En el siglo XVIII se generali­
zó, a la vez, la práctica legal del «blanqueamiento» a favor de reconocimientos
de hidalguía por parte de este sujeto social, así como se ahondó su rechazo. Juan
de Velasco desde su posición de «criollo blanco» decía que la «plebe» estaba in­
tegrada por «mestizos, negros, mulatos y zambos» y que si alguna de esas cuatro
«clases» podía ser «llamada con alguna razón el oprobio de los habitadores del
Nuevo Mundo», ella era la de los «mestizos» (Velasco, 1977:1, 357).
Ahora bien, si los criollos mostraban una actitud de olvido y alejamiento de
los contenidos que integraban la memoria histórica hispánica, tal como atesti­
guaron Juan y Ulloa, por su lado, y Humboldt, por el suyo, había comenzado a
generarse desde temprano un proyecto de historiografía al margen de las cróni­
cas con las que el imperio español incorporó las Indias a su propia historia. Un
caso interesante nos lo ofrece, al promediar el siglo XVII, el neogranadino Juan
Rodríguez Freyle. En su obra El carnero (1630) decía que «donde faltan letras,
falta el método historial, y faltando esto falta la memoria del pasado» (Rodrí­
guez Freyle, 1979: 16). Al cerrar aquel siglo y abrirse el siglo xvni, esta exigen­
cia de una historiografía criolla alcanzó una de sus más notables expresiones en
la obra de Carlos de Sigüenza y Góngora. La «nación criolla» —tal como vimos
llamó a la patria americana— no necesitaba «fábulas» para expresar sus «acier­
tos y triunfos», pues estos, en cuanto «hechos» y no meras «palabras», forma­
ban su «historia». La conquista y la evangelización llevadas a cabo por los euro­
570 ARTURO ANDRÉS RO«G

peos no eran sino unas de tantas que habían tenido lugar en el largo decurso
temporal que venía desarrollándose en América desde el arribo de los hijos de
Noé. La contraposición entre lo «fabuloso» y lo «histórico» tenía como fin, muy
ilustradamente por cierto, construir un saber que fuera «útil» para una sociedad
que se sentía ya fuertemente identificada. Se imponía, pues, incorporar la histo­
ria del imperio azteca, para lo cual se debía limpiar su imagen, oscurecida por
ciertos cronistas. Éstos, en su empeño por justificar el poder español, habían de­
nunciado la religión indígena como demoníaca y habían malinterpretado el sen­
tido ritual de los sacrificios humanos y de la antropofagia. Para Sigüenza, los
«gentiles», erraron en los medios con los que organizaron sus manifestaciones
religiosas, mas no en valor simbólico del culto que era «lo que constituía la reli­
gión» (Sigüenza y Góngora, 1984: 215). Al destacar de este modo no los errores,
sino las virtudes de los emperadores mexicanos, este criollo sentía que «había
pagado a los indios la patria que nos dieron» (Ibíd.: 183). Late en este escritor
algo que asimismo ya había señalado Rodríguez Freyle y que habrá de ser senti­
miento compartido con los intelectuales indígenas y mestizos de los siglos xvn y
xvm, la existencias de un «siglo dorado» que se transformó, por obra de la con­
quista española, en el «siglo del hierro y del acero» (Rodríguez Freyle, 1979:
188-189).
Ahora bien, la memoria histórica de la clase criolla, a pesar de la fuerte dife­
renciación que Sigüenza establecía entre palabras y hechos, o entre alegorías e
historia, se fue consolidando desde sus orígenes sobre ciertas narraciones míti­
cas, que no eran, por cierto, nuevas, sino que integraban la rica cultura simbóli­
ca del mundo iberoamericano. Por cierto que esas narraciones fueron objeto de
una fuerte resemantización, en la medida en que se trataba de un nuevo sujeto el
que las invocaba y pretendía ponerlas a su servicio. Por otra parte, quedaron to­
das incorporadas dentro de un saber antropológico surgido en el siglo XVIII de
modo pleno en clara competencia con formas del conocimiento científico euro­
peo. En líneas generales, esos mitos apuntaron a fundamentar la posibilidad de
una historiografía americana; a afirmar la especificidad de nuestro ser histórico
y, por último, a subrayar la originalidad radical de América.
Las leyendas en cuestión fueron la del Paraíso terrenal, la de Noé y la de los
apóstoles santo Tomás y san Bartolomé. De las tres, la primera según la cual el
Paraíso había estado o estaba ubicado en las selvas amazónicas, es la que con
menos fuerza llegó hasta nuestro siglo xvm, no así las otras dos, que se mantu­
vieron lozanas hasta finales del mismo. El relato de Noé aseguraba la base, indu­
bitable para una conciencia cristiana, del monogenismo y, por tanto, la posibili­
dad de integrar nuestra historia dentro de la historia universal. Por su parte, las
leyendas de los apóstoles santo Tomás y san Bartolomé, si bien con menos fuer­
za que el mito anterior, confirmaban una especificidad en cuanto a que su pre­
sencia en nuestras tierras no se requería de la Europa evangelizadora para justifi­
car nuestros títulos dentro de la cristiandad y, por tanto, del mundo civilizado.
Estas tres narraciones implicaban, además, el osado intento de incorporar —tal
como ya lo anticipáramos— el pasado indígena americano dentro de la historia
de la clase criolla, como momento propio. Este esfuerzo dialéctico es una prueba
del impulso creador puesto en juego en la confirmación de la conciencia históri­
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 571

ca, en afanosa búsqueda de la identidad. Los tres relatos tuvieron siempre como
base la presuposición del origen adamítico de la población americana. Este pun­
to de partida se vio, además, fuertemente influido desde sus inicios por el asom­
bro producido en los descubridores y conquistadores por la exuberante naturale­
za de los trópicos, que sugirió desde un primer momento la idea del Paraíso
terrenal. Esta sospecha se transformaría bien pronto en la afirmación de la bon­
dad y positividad de las tierras americanas y sus habitantes. La afirmación de
que el Paraíso estuvo en nuestras tierras se relacionó fácilmente con la leyenda
de un Noé también americano, aun cuando se siguiera pensando en el diluvio
como universal.
Al promediar el siglo xvn, Antonio de León Pinelo, en su obra El Paraíso en
el Nuevo mundo (1650), incorporó ambas leyendas en lo que podría entenderse
como una de las primeras visiones de una historia universal pensada desde Amé­
rica (Roig, 1986: 170-174). Iniciado ya el XVIII, el tema reaparece en una visión,
en absoluto inferior a la de León Pinelo, en el mexicano Carlos de Sigüenza y
Góngora. Éste no se satisfizo con entroncar la humanidad americana con la fa­
milia de Noé, sino que pretendió relacionar, además, nuestro mundo con la cul­
tura grecolatina. En este caso, la tradición de un continente perdido, la Atlánti-
da, le sirvió para afirmar desde otro relato, que el encuentro de América había
sido simplemente un reencuentro, tesis a la que apuntaba asimismo León Pinelo
(Sigüenza y Góngora, 1984: 180-183). Si la búsqueda de antepasados míticos
que probaran nuestra inserción en la historia mundial movió tan fuertemente la
imaginación de Sigüenza y Góngora a inicios del siglo XVin, lo mismo sucedió a
finales del mismo con otro mexicano no menos ilustre, fray Servando Teresa de
Mier. Las teorías de este criollo, que causaron gran escándalo, tienen que ver
con la leyenda de la visita a América de los apóstoles santo Tomás y san Barto­
lomé. Según fray Servando, la creencia de que la Virgen de Guadalupe se le pre­
sentó a un humilde campesino, no era verídica. Aquélla se presentó, en tierras
mexicanas, a santo Tomás Apóstol y fue en el manto del mismo en donde quedó
estampada la sagrada figura (Teresa de Mier, 1978: 11-13). En el célebre ser­
món de 1794, que le llevó a la cárcel, Teresa de Mier pretendía darle bases con­
sistentes a una memoria histórica que no coincidía con la establecida. Su convic­
ción le llevó a decir que la predicación y profecías de santo Tomé (santo Tomás)
«... son la verdadera clave de la conquista de ambas Américas...» {Ibíd.). El peso
de este mundo de mitos, a los que se han de agregar otros como los que integran
la saga de san Brandán, venía sin dudas de la pujante afirmación de identidad
social y cultural que caracterizó al siglo XVIII americano.
La construcción de una memoria histórica por parte de los criollos alcanzó,
sin embargo, su más clara consolidación a finales del siglo xvn, con la obra es­
crita en Italia por los jesuítas americanos expulsados de los dominios españoles
en 1767. Entre los que se destacaron debemos mencionar, por lo menos, a tres
de ellos, considerados como fundadores de las historias nacionales de México,
Chile y Ecuador. Nos referimos a los sacerdotes Francisco Javier Clavigero, au­
tor de una Historia del México antiguo (1780-1781); Ignacio Molina, autor de
un Ensayo sobre la historia natural de Chile (1782) y otro Ensayo sobre la histo­
ria civil de Chile (1787) y Juan de Velasco, con su Historia del Reino de Quito
572 ARTURO ANDRÉS ROIG

(1789). Les tocó a estos escritores una época en la que se había alcanzado un
vasto conocimiento geográfico del globo y en el que se anunciaban revoluciona­
rias doctrinas que pondrían fuertemente en duda las tradiciones bíblicas. Todo
esto venía acompañado, lógicamente, de un cambio en la concepción de la natu­
raleza expresado en la conocida metáfora de «las luces», que había puesto en
crisis la comprensión tradicional del mundo y de la vida. Se vieron envueltos,
por otra parte, en una de las más agudas polémicas de la segunda mitad del siglo
xvm, justamente acerca de la naturaleza de América y del hombre americano.
Frente a todo esto respondieron reacomodando los viejos mitos en la medida en
que seguían siendo constituyentes básicos en la construcción de la memoria his­
tórica del sector social americano al que pertenecían. Sin embargo, no sólo no
fueron ajenos al conocimiento científico más avanzado, sino que se incorpora­
ron al mismo, dando forma a lo que podríamos entender como una antropolo­
gía americana, apoyada en un considerable esfuerzo por ordenar racionalmente
el mundo de conocimientos relativos a la naturaleza. De esta manera se suma­
ron, a su modo y desde Europa, a la labor de las expediciones científicas del si­
glo xvm.
Estos jesuítas dieron, pues, un importante paso en la sistematización de la
memoria histórica de sus países de origen, estableciendo, en primer lugar, un
monogenismo, cuyo símbolo fue siempre para ellos la figura legendaria de Noé,
si bien ahora reformulado desde los grandes problemas que la época planteaba
respecto a las especies. Las respuestas en este sentido, así como en lo que se re­
fiere al hecho de la población de América, fueron limpiadas, en general, de aca­
rreos fantásticos. Aun cuando la tesis del Diluvio universal hubiera entrado en
crisis, la aceptación de este hecho como histórico resultaba tan importante como
la misma leyenda de Adán. Ambos confirmaban la pretensión de universalidad
sobre la que necesitaba apoyarse el discurso americanista. De ahí la fuerte polé­
mica contra la tesis de diluvios parciales que atentaba contra la afirmación de
los orígenes comunes de la especie humana. Podemos decir que los jesuítas ame­
ricanos refuncionalizaron la base tradicional que daba solidez a la autoimagen
que el hombre criollo aspiraba a formar de sí mismo en la construcción de su
identidad. Por lo demás, si América como fuente de maravillas y como mundo
«peregrino» no perdió totalmente la enorme fuerza que había tenido en muchos
y que había generado luego los caprichos de la fantasía barroca, los sentimientos
que despertaba quedaron relegados —perdida su fuerza creadora imaginativa—
como alimentos de un cierto orgullo americano frente a una realidad social y
cultural europea relativizadas. Ya no hacía falta para confirmar nuestra propia
identidad recurrir a lo extraño, misterioso, portentoso, maravilloso o simple­
mente curioso, en cuanto que la naturaleza americana había comenzado a ser
tratada como algo sobre la que se desarrollaba la vida cotidiana de un sector so­
cial que había asumido plenamente su relación con un mundo visto y sentido
cómo propio, cercano y familiar. Esto no significa que no estuviera presente una
nota que será casi una constante dentro de nuestra autocomprensión y que Buar-
que de Holanda ha caracterizado como una «naturaleza de gracia matinal», aun
cuando esa matinalidad hubiera perdido todo halo de misterio y hasta de mila­
gro (Holanda, 1987: 266). Digamos por último que la incorporación de la histo­
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 573

ria indígena, que fue tarea importante dentro del programa de los jesuitas expul­
sados, implicó, en particular respecto de los imperios del Tahuantinsuyu y del
Anáhuac, la continuidad de lo utópico, tal como había anticipado, para el caso
incaico, Garcilaso de la Vega en el siglo XVII. El rechazo de la visión demoníaca
de las religiones indígenas, la fuerza con la que subrayaron los valores morales
sobre los que se organizaron las antiguas sociedades americanas, el espíritu de
justicia distributiva, muy fuertemente señalado en el caso del sistema quechua,
suponían una especie de edad de oro, no para regresar a ella, sino para ponerla
como una de las tantas imágenes al servicio de la consolidación de las formas de
identidad de los sectores sociales en ascenso, a los que representaban precisa­
mente los jesuitas expulsados. El «regreso» al glorioso pasado indígena no ocul­
taba un cierto valor retórico dentro del discurso que se consolida a finales del si­
glo xvin y que se habrá de prolongar en buena parte del siglo XIX. Los incas
fueron transformados «en seres de un pasado lejano, comparables a las divinida­
des griegas: hermosos y distantes» (Flores Galindo, 1986: 234). Este fuerte re­
curso identificatorio muestra toda su ambigüedad si pensamos en la situación de
miseria y explotación de la población indígena campesina, en esta época.
Ahora bien, no sólo la literatura de origen criollo o criollo-mestizo estuvo
presente con intensidad a lo largo de todo el siglo xvm dentro de los sectores
cultos de la época, sino que hubo otra, de no menor fuerza e importancia: nos
referimos a la ya citada presencia del padre Las Casas y, en particular, de su Bre­
vísima relación, figura y obra familiares «dentro de los críticos del orden colo­
nial» dieciochesco (Flores Galindo, 1986: 161). No es extraño a esa tradición el
hecho de que Simón Bolívar cuando llegara al Cuzco evocara en su discurso dos
textos: «La fábula de Garcilaso de la Vega y la Destrucción de las Indias de Las
Casas» (Ibíd.: 234). Mas, la presencia del obispo de Chiapas no sólo estaba viva
en América en aquella época, sino también en España, tal como lo testimonia
Marcelino Menéndez y Pelayo en el prólogo a la primera edición de la obra de
Ginés de Sepúlveda Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los in­
dios. «Es verdaderamente digno de admiración, y prueba irrefutable del singular
respeto con que todavía en el siglo xvm se miraban en España las doctrinas y
opiniones de Fray Bartolomé de las Casas» el hecho de que los editores de las
obras de Sepúlveda no se animaran a incluir entre ellas el Tratado mencionado
(Ginés de Sepúlveda, 1987: Advertencia, VII).
Si a esta información agregamos otra de mucha mayor importancia, ha de
decirse que aquella crítica al orden colonial generalizada en tierras americanas
no sólo se alimentaba de su propia situación y de la labor de sus hombres de le­
tras, sino que se apoyaba con fuerza en lo que bien puede considerarse como el
desarrollo de un pensamiento crítico español que vino a reforzar el autorecono-
cimiento y la autoidentificación del sector criollo. Nos referimos ahora a la ex­
tensa e increíble influencia que ejercieron los escritos de fray Benito Jerónimo
Fcijóo, sobre todo como consecuencia de la posición francamente lascasiana de
éste, así como de su defensa de los españoles americanos. En el tomo IV del Tea­
tro crítico universal (1726-1739) declara su decidido lascasismo: «¿Que impor­
tará que yo estampe en este libro lo que está gritando todo el Orbe? Vanos han
sido cuantos esfuerzos se hicieron para aminorar el crédito a los clamores del se­
574 ARTURO ANDRÉS ROIG

ñor don Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas, cuya relación de la Destruc­
ción de las Indias, impresa en español, francés, italiano y latín, está llenando
continuamente de horror a toda Europa. La virtud eminente de aquel celosísimo
Prelado, testigo ocular de las violencias, de las desolaciones, de las atrocidades
cometidas en aquellas conquistas, le constituyen superior a roda excepción»
(Henríquez, 1988: 340). Súmese a esto el difundidísimo «Discurso» aparecido
igualmente en el Teatro crítico, titulado «Españoles americanos», así como el ar­
tículo «Mapa intelectual y cotejo de naciones», incluido en la misma obra, en
donde se hace la defensa de la humanidad americana, tanto la indígena como la
de origen europeo. «Disputaban indios y españoles ventajas en la barbarie
—dice Feijóo—: aquéllos porque veneraban a los españoles en grado de deida­
des; éstos, porque trataban a los indios peor que si fueran bestias...» (Ibíd.). La
recepción que tuvo esta defensa del indígena se encuentra en relación directa con
el esfuerzo de la clase criolla por incorporar a su memoria el pasado cultural in­
dígena, con el sentido y los alcances ya comentados. Y hasta el falso inca Alonso
Carrió de la Vandera, autor colonialista y decididamente antilascasiano, que tra­
taba de proponer remedios ante la crisis derivada del alzamiento de Túpac Ama-
ru, se apoyó en aquella «crítica española», recurriendo a la autoridad de Feijóo
en la defensa de los criollos, a los que consideraba, sin más y junto con los mes­
tizos, como españoles (Carrió de la Vandera, 1965: 218). Más allá de la polémi­
ca acerca de los contenidos históricos de la Brevísima relación de la destrucción
de las Indias, su vigencia derivó en América, al margen de la llamada «leyenda
negra» de su valor simbólico —como queda expuesto—, en cuanto venía a ex­
presar todos los sentimientos de opresión que sufrían los diversos sectores que
integraban unas colonias que, en cuanto tales, eran medidas básicamente en re­
lación con los beneficios económicos que reportaban a la metrópoli (Roig, 1993:
168-169).
La conciencia histórica de la clase criolla se verá reforzada por una nueva
comprensión de la naturaleza, tal como hemos anticipado, y que fue fruto de los
estudios que la ciencia del siglo XVIII produjo sobre América, en buena medida
gracias a las grandes expediciones científicas. El hecho se relaciona con los inte­
reses de la Ilustración y, a la vez, con la revolución científica que se inicia abier­
tamente en esa época. La España borbónica no fue ajena al espíritu ilustrado, ni
tampoco a ese despertar de las ciencias, aun cuando no haya ocupado en todo
esto un lugar de avanzada. Por otra parte, el mercantilismo, organizado sobre la
base del monopolio, no podía sino beneficiarse del descubrimiento de las rique­
zas naturales de los países coloniales. Agréguese a esto la contracción de la ex­
plotación minera y la expansión, en la segunda mitad del siglo Xvm, del sistema
de plantación, tanto en el Caribe como en los trópicos de la América continen­
tal. A estos hechos se debe que haya sido frecuente la atribución a los grandes
viajeros científicos del siglo XVIII, de un «segundo descubrimiento» (Von Hagen,
1946: 92; Monal, 1985: I, 150-157). ¿A qué se debía que se hubiera podido
equiparar el año de 1735 con el de 1492? Pues que Linneo había publicado su
Systema naturae y, en aquel mismo año, había partido para América la Misión
Geodésica Francesa. Esta expedición, lo mismo que otra que se envió a Laponia,
tenía como objeto realizar los estudios necesarios para zanjar una de las últimas
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 575

grandes polémicas científicas de la modernidad: la cuestión de la forma del pla­


neta Tierra y, junto con ella, nada menos que la validez de las teorías de New-
ton. Se trataba de una disputa de tanto peso como la que había sido superada en
los países más adelantados de Europa, entre los enemigos y los partidarios de la
doctrina de Copérnico y que, en nuestras tierras, no había sido aún definitiva­
mente superada en la segunda mitad del siglo xvni. Súmese a esto el hecho de
que junto con los franceses de la Misión Geodésica, venía uno de los científicos
españoles de mayor valía de su época, Jorge Juan y Santacilla, quien a su regreso
a su patria, en 1748, se entregó a la difusión del copernicanismo, influido evi­
dentemente por los trabajos de la Misión (Amaya, 1986: 31). La permanencia de
los científicos francoespañoles en tierras americanas, especialmente en Ecuador y
Perú fue larga en cuanto que, para algunos de ellos, sobrepasó la década. El im­
pacto que causaron —en particular el de la relevante figura del jefe de la misión,
Carlos María de la Condamine— fue ciertamente importante, sobre todo en los
medios intelectuales de la colonia. En esa segunda mitad del siglo tuvieron lugar
además las expediciones botánicas de Iturriaga (1754), la de Ruiz y Pavón
(1777), la de Mutis (1783), la de Malaspina (1789), la de Tafalla (1799) y, en
fin, la visita de Humboldt (1799).
Nos ocuparemos brevemente de la figura de José Celestino Mutis, así como
la del último de los sabios mencionados. Mutis había nacido en Cádiz en 1761 y
se trasladó a América, donde habría de desarrollar una de las tareas más fecun­
das en el campo de la ciencia y la educación de Nueva Granada. Sus relaciones
con los «españoles americanos» le venían ya de sus años de residencia en Espa­
ña. Conocía las ideas reformistas ilustradas del peruano Olavide y, en fin, «un
cúmulo de influjos y experiencias —dice Amaya— fueron configurando en él el
ideal de redescubrir America para la ciencia universal y beneficio de España...»
(Amaya, 1986: 12). Cuando llegó a Nueva Granada, el antagonismo entre crio­
llos y españoles había adquirido ya significativo volumen. En ese clima y en
abierto enfrentamiento contra quienes en España se oponían a las novedades,
Mutis lanzó su célebre exhortación que habría de ser tomada como una declara­
ción de autonomía por los neogranadinos: «Apartad los ojos de la España dete­
nida —dijo— y volvedlos a la Europa del Norte». Por cierto que si bien en Mu­
tis esto no significaba un repudio de la monarquía, vino a reforzar el despertar
de la conciencia de los colonos que veían, además, en él, un verdadero «descu­
bridor» de una naturaleza esplendorosa, de la que habían comenzado a enorgu­
llecerse. Así lo entendieron sus discípulos neogranadinos, que llevaron adelante
las investigaciones científicas dentro de lo que bien podría ser visto ya como un
espíritu nacionalista.
El impacto de las expediciones científicas culminó, con el viaje de Alejandro
de Humboldt al Caribe, Nueva España, Nueva Granada y la Audiencia de Quito
(1799-1804). Simón Bolívar, que escuchó al sabio alemán en París en una expo­
sición de temas de lo que luego sería su libro Viaje a las regiones equinocciales
del Nuevo Continente (comenzado a publicar en 1807), lo declaró, según la tra­
dición, «segundo descubridor de América» (Ardao, 1975: 27). No escapaba a
quienes lo escuchaban que sus intereses no se reducían a descripciones o explica­
ciones científico-naturales, sino que en sus estudios eran de no menor peso las
576 ARTURO ANDRÉS ROIG

consideraciones económicas, sociales y políticas. Y fueron precisamente estos úl­


timos aspectos, diluidos en general en todos sus libros, pero expuestos de modo
particular en el Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España (1811), los
que impactaron más fuertemente. Si bien es cierto que ni Humboldt ni los otros
viajeros aportaron novedades extrañas a los medios cultos hispanoamericanos,
en cuanto en ellos se vivían intensamente los ideales de la Ilustración, contribu­
yeron, eso sí, a su enriquecimiento y sobre todo a su sistematización. Humboldt,
precisamente, con mucha habilidad utilizó todo el caudal de conocimiento acu­
mulado por los ilustrados americanos, para reordenarlo dentro de lo que podría
ser una especie de enciclopedia. De todos modos no se entendería del todo lo
que Humboldt significó para los hispanoamericanos, si no subrayáramos el sen­
tido americanista con el que se intentó organizar aquel saber. Tomó partido en
contra de la campaña denigratoria lanzada en Europa contra América, la misma
contra la que habían luchado los jesuítas expulsados y, en general, toda nuestra
Ilustración. Avivó el sentimiento autonomista de las colonias a tal extremo que
los célebres Ensayos fueron considerados como «el acta de nacimiento de la nue­
va nación mexicana» (Von Humboldt, 1991: XLIII) y llegó incluso a hacer una
evaluación de los movimientos indígenas a los que la clase criolla se negaba a
darles el alcance histórico que tenían. En efecto, como recordamos al comienzo,
para Humboldt la gran rebelión de Túpac Amaru —hecho desconocido en Euro­
pa y del que no se ocuparon los jesuítas expulsados— era comparable con la
Guerra de Independencia de Estados Unidos (Von Humboldt, 1991: 73-75). La
obra del científico alemán, vasta y rica, contribuyó de diversos modos y por lar­
gas décadas al proceso ya por entonces acelerado de maduración de la concien­
cia histórica del sector criollo y criollo-mestizo, que vieron en él a uno de sus vo­
ceros más autorizados.
Si la identidad de los sectores blanco y mestizo de la población americana es
ciertamente compleja, no lo es menos la del mundo indígena. Si el sector criollo
que se autodefinía como blanco se encontraba fuertemente mestizado, tanto ét­
nica como culturalmente, no otra cosa podría decirse, si bien con variantes, de la
población indígena. Por lo demás, la preocupación por la identidad del hombre
americano es más antigua que la de la clase criolla (o criollo-mestiza) y como
problema se encuentra ya planteado en las Cartas de Cristóbal Colón. Por otra
parte, el interés por la identidad de esa humanidad respondía a urgencias teóri­
cas derivadas de la crisis de identidad del hombre europeo, en su complejo trán­
sito de la Edad Media al Renacimiento. Nunca el hombre de la clase criolla, que
concluyó haciendo de su propia identidad un acto de clara conciencia, alcanzó la
significación histórico-cultural que para los europeos tuvo la identidad indígena.
Por otra parte, si los descubridores y conquistadores elaboraron estereotipos de
la población conquistada, ya fuera para justificar la conquista, ya para denun­
ciarla, no menos hicieron los criollos. En efecto, la tarea de identificación por
contraste con el otro, en este caso el dominado —que era tarea también de héte-
ro como de awío-identificación— comenzó a ser asumida ya abiertamente en el
siglo XVIII por los criollos, tal como lo vimos páginas más atrás. El indígena
cumplió, pues, la función de principal referente dentro de lo que podríamos defi­
nir como discurso identificatorio de europeos y de hijos de europeos en América;
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 577

pero, a la vez que cumplía ese interesante papel, tanto unos como otros ignora­
ron sistemáticamente la lucha por su propia identidad que mantuvo siempre viva
la población indígena, lucha en desigualdad de condiciones, que implicó formas
particulares de memoria histórica, dadas las condiciones de sometimiento de la
población nativa. De ahí que el problema de su identidad no pueda quedarse en
los estereotipos establecidos en lo que primero fue la historiografía de las cróni­
cas y, luego, la de los primeros historiadores de Indias, tanto europeos como
americanos y se deba recurrir a fuentes que permitan salvar la mediación que
sistemáticamente se ha ejercido.
Por otra parte, la cuestión de la identidad indígena partió de una ruptura
cuya profundidad no puede ser comparada a otros hechos rupturales vividos en
nuestra América, la que quedó expresada —como ya anticipamos— en la Breví­
sima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas, cé­
lebre texto que, según vimos, asimismo había sido incorporado por los sectores
americanos hegemónicos, como momento propio. Mas respecto del mundo in­
dígena revestía ciertamente una fuerza indudable. Mientras la clase criolla, be­
neficiaría, aun cuando no plenamente, del sistema de explotación colonial, había
llegado a producir un mundo de intelectuales que expresaban su propia auto-
conciencia, los pueblos indígenas, en particular los que habían integrado los
grandes imperios prehispánicos, habían quedado reducidos a un campesinado
sujeto a las más duras formas de represión ideológica y los escasos escritores que
salían de su seno únicamente podían actuar como tales, y eso con enormes difi­
cultades, dentro de las pautas de la cultura oficial colonial. Por lo demás, las an­
tiguas formas de transmisión del saber habían desaparecido hacía ya siglos, con­
juntamente con ios sabios de las altas culturas. I-a quema de los códices
nahuatlts y mayas, en México, entre los años 1532 y 1543, así como la destruc­
ción de los quipus dispuesta en Lima en 1581, significó la eliminación de las
fuentes más sugestivas a través de las cuales se jugaban, para esas culturas, sus
modos de identificación (Clavigero, 1987: XXXIV-XXXV; Bendezú, 1980:
394). Por otra parte, las formas culturales populares, fundamentalmente religio­
sas, fueron duramente reprimidas. La «extirpación de herejías*, entiéndase, de
las formas propias de religiosidad campesina, en particular aquellas que entorpe­
cían el control de la administración hispánica, se extendió por gran parte del si­
glo xvn y alcanzó las primeras décadas del siglo xvin. Tres viajeros de finales de
ese mismo siglo, a los que hemos citado, Juan, Ulloa y Humboldt, que se intere­
saron vivamente por la población indígena, percibieron la situación de miseria y
explotación en que había sido sumergida tanto por metropolitanos, como por
sus descendientes, e inclusive por elementos surgidos de entre los mestizos incor­
porados a la explotación. El problema de preguntarse por la identidad de esos
pueblos no era fácil en cuanto que la dominación, para ser efectiva, exigía una
constante incidencia sobre la modelación de identidades sociales. Precisamente,
atendiendo a esa situación, Humboldt se preguntaba si era posible juzgar a un
pueblo «envilecido por la conquista», es decir, como él mismo lo aclara, un pue­
blo cuyos sacerdotes, depositarios cultos de la memoria histórica, habían sido
asesinados, sus escritos habían sido quemados y de la nación no había quedado
nada más que «la casta más miserable». «¿Cómo, pues, se podrá juzgar por esos
578 ARTURO ANDRÉS ROIG

restos, lo que era un pueblo poderoso y del grado de cultura a que hubiese llega­
do?» (Von Humboldt, 1991: 60-61). Sin embargo, tanto el sabio alemán como
Juan y Ulloa no dudan de hablar en sus escritos de «nación india» (Von Hum­
boldt, Ibid.-, Juan y Ulloa, 1991: 231-240). Pues bien, sucede que si la pregunta
por una identidad social y cultural en el pasado no era fácil de responder, esos
viajeros estaban ante algo que, aun sin la riqueza de las altas culturas, implicaba
una clara afirmación de identidad. Porque si el conquistador y sus herederos in­
mediatos habían destruido grandes pueblos, había al mismo tiempo surgido un
pueblo, en ese juego complejo de identidades reacondicionadas por los amos a
sus intereses y de identidades reconstruidas sobre algunos de los elementos del
pasado que explicaban la supervivencia de las «naciones indias».
Si alguna palabra nos permite entender esta situación es la de «resistencia»,
con sus diversas manifestaciones muchas veces inesperadas para quienes recono­
cían el nivel de degradación en que había caído esa población. Una doble faz ad­
quirió aquélla, en particular en los sectores indígenas que quedaron insertos en
el sistema de explotación: las revueltas y sublevaciones y el mantenimiento y la
«re-creación» de formas culturales. Dentro de este último aspecto no sólo se han
de mencionar las formas de sincretismo religioso, sino también la transmutación
de valores de los símbolos y su uso. Asimismo no podemos olvidar la problemá­
tica del lenguaje. Sabido es que la política sobre los lenguajes no fue homogénea
en la colonia española. Hay una primera época en la que, por el influjo del hu­
manismo renacentista, la actitud hacia las lenguas vernáculas fue de interés y
respeto. Fue entonces cuando se impartieron cátedras de lenguas indígenas en las
universidades de las órdenes religiosas, durante los siglos XVI y xvn. Pero con la
reestructuración borbónica y la aparición de las universidades reales, se produjo
un corte abrupto. La nueva política era la de alcanzar la mayor cohesión cultu­
ral, como condición indispensable, según se entendía, para lograr la máxima ra­
cionalidad en la producción y acumulación de riquezas. Pues bien, en el siglo
xvin los lenguajes indígenas se constituyeron, por obra de sus propios hablantes,
en una de las marcas más fuertes de identidad a la que se aferraron las poblacio­
nes campesinas. Por cierto que el lenguaje nativo como elemento identificatorio
primario abarcaba a la cultura de sus hablantes en toda su riqueza y permitía
algo fundamental: la reconversión axiológica de las nuevas formas culturales a
las que constantemente debía responder la población indígena en un dinámico
proceso.
A este fenómeno cultural global se ha de agregar otro hecho histórico que
venía a contradecirse con uno de los estereotipos más generalizados en contra
del indio: su pasividad, apatía, desidia y hasta cobardía. Nos referimos a las res­
puestas violentas, las que fueron desde simples reclamos ante la voraz exacción
impositiva y el trabajo forzado, hasta las asonadas y los alzamientos armados.
Estas últimas actitudes culminaron con la gran campaña de liberación de la
América hispánica, liderada por Túpac Amaru, que inicialmentc contó con el
apoyo no sólo de la población indígena, sino de otros sectores oprimidos. Con
este caudillo, integrante*de la aristocracia indígena dentro de la cual, en el siglo
XVIII, había lectores fervorosos del inca Garcilaso (Flores Galindo, 1986: 57-58),
la cuestión de la identidad quedó asumida desde lo que puede ser considerado
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 579

como un saber literario que enriqueció los demás factores que la alimentaban.
De las «memorias populares» se pasó a la utopía escrita, la de un Garcilaso de la
Vega leído como manifiesto indígena (Ibíd.: 56). No sin motivo, una de las me­
didas represivas llevadas a cabo una vez sofocado el gran alzamiento de 1780,
fue el de la prohibición de la lectura de los Comentarios reales (Bendezú, 1980:
402). No alcanzaríamos, sin embargo, una idea del proceso si no tuviéramos en
cuenta la persistencia del mismo a lo largo del siglo xvin. Entre 1703 y 1788 se
han contado en la meseta mexicana 67 rebeliones (Taylor, 1987: 195-196); en el
caso de la audiencia de Quito su frecuencia fue asimismo alarmante. A propósi­
to de esto último, Moreno Yánez nos dice que «es el siglo xvm el que presenta el
conjunto más numeroso y homogéneo de movimientos subversivos indígenas,
los que inauguran una tradición de rebeldía que rebasará hasta la era republica­
na» (Moreno Yánez, 1985: 20). Interesante resulta tener en cuenta la diferencia
que el último autor citado establece entre las protestas de los indígenas y de los
mestizos. «Para éstos —dice— la rebelión era una forma de protesta contra la
mala administración de los gobernantes, y no contra la estructura colonial de la
que se consideraban parte integrante. La motivación del grupo indígena —dice
este historiador del siglo XVm ecuatoriano— es radical y propende a abolir las
relaciones que sirven de base al sistema colonial, para así defender en lo posible
su identidad cultural...» (Ibíd.: 416). Justamente esa característica de la protesta
indígena explica los movimientos milenaristas en su seno, así como la aparición
constante de mesías.
Si la búsqueda de las formas de identidad de la población indígena no puede
realizarse teniendo en cuenta lós recursos culturales que ofrecen los sectores he-
gemónicos, otro tanto y, tal vez, con mayor contraste, se produce cuando se tra­
ta de averiguar la cuestión identificatoria en la población de origen africano in­
corporada al régimen de esclavitud. En el mapa étnico del siglo xvni, esa
población había alcanzado un enorme volumen y constituía parte significativa
hasta en regiones en las que en nuestros días no tiene presencia. Así, en Buenos
Aires, en la que la población africana actualmente no existe, la misma alcanza­
ba, en 1778, al 30% de la población total (Reid y Andrews, 1980: 10). La lla­
mada «trata de negros» consistía en un sistema montado sobre la brutalidad y la
inhumanidad, y estuvo regida crudamente por los niveles de rendimiento econó­
mico de la fuerza de trabajo. El ingreso de un miembro de una etnia africana a la
vida esclava —cazado, primero, transportado luego en «barcos negreros» y, en
fin, vendido como «pieza» en los mercados de seres humanos— suponía una se­
paración violenta de su mundo y un despojo de su herencia cultural en la medida
en que ésta podía ser un impedimento para su total explotación. Si bien es cierto
que entre los millones transportados desde el continente africano hacia América
(Cardoso y Pérez, 1984: 192) no tuvieron todos un destino igualmente desdicha­
do, no se debió esto a que los blancos hispanos fueran «benignos» o proclives a
actitudes humanitarias, a diferencia de holandeses, franceses o ingleses, los que
sí habrían sido «crueles», sino que ello dependía «del uso económico al que se
sometía a los esclavos» (Reid y Andrews, 1980: 115-116).
A finales del siglo xvm, se produjo un endurecimiento de la situación que
padecía la población esclava y una reorientación de la trata, como consecuencia
580 ARTURO ANDRÉS ROIG

de la generalización del sistema agrícola de plantación, en ciertas regiones de cli­


ma cálido. A diferencia de la población indígena americana, el negro no tenía un
cuerpo de leyes a su favor que impidiera aquel endurecimiento. «Mientras que
en los tres siglos que duraron la Conquista y la colonización —dice Jaramillo
Uribe— se fue constituyendo una voluminosa y completa legislación protectora
de indígenas, las leyes de Indias referentes al negro apenas si contienen una que
otra norma humanitaria, y casi en su totalidad están compuestas de disposicio­
nes penales, caracterizadas por su particular dureza* (Jaramillo Uribe, 1968:
30). Una ambigua conducta rigió, además, la política de los amos blancos res­
pecto de las culturas de indios y de negros. La clase criolla, los hijos de europeos
en América, en sus diversos recursos identificatorios, tal como lo vimos, intentó
asumir el pasado indígena como momento de su propia historia. Frente a este
hecho, el africano era un ser sin historia o, por lo menos, sin un pasado utiliza-
ble. Sin embargo, indios y negros, cada uno en su condición, quedaron sumergi­
dos en las diversas formas de explotación, tuvieran o no historia y más aún, los
esclavistas provocaron la agresividad de la población africana, para contener a
la población indígena, así como luego canalizaron esa misma agresividad fomen­
tada, contra los españoles, desatadas las guerras de independencia (Bastide,
1967: 72).
Ahora bien, esa trituradora de vidas humanas que fue la esclavitud, sobre
todo la de las plantaciones y la de las explotaciones mineras, ¿acabó con las for­
mas culturales de la población negra? «Los buques negreros —dice Bastide—
transportaban a bordo no sólo hombres, mujeres y niños, sino también sus dio­
ses, sus creencias y su folklore» (Ibíd.: 28). ¿Qué política siguieron los amos
ante esa carga subrepticia y muchas veces indescada? En unos casos fue de re­
chazo en cuanto a que el mantenimiento de marcas de identidad, como el len­
guaje, podía favorecer formas de resistencia. Pero lo concreto fue que no sólo no
se pudo despojar de toda forma cultural africana a la población esclava, sino
que además resultaba conveniente en cuanto que esas formas podían utilizarse
en favor, precisamente, de una integración más estable y ordenada dentro de la
estructura social vigente. Si tuviéramos que señalar cuáles fueron esos aspectos
culturales que con mayor fuerza aglutinaron a una población cuya cultura origi­
naria había sido descoyuntada, deberíamos referirnos a una particular religiosi­
dad desde la cual se debió aceptar la religión oficial impuesta por los amos. En
cuanto al refugio en las lenguas autóctonas, elemento tan importante dentro de
las ernias indígenas, desempeñó un papel secundario que se perdió cuando, dis­
minuido el volumen de la trata, las culturas africanas en América Latina comen­
zaron a convertirse simplemente en culturas negras, es decir, culturas de pobla­
ciones nacidas en nuestras tierras.
Por otra parte, las respuestas dadas dentro del amplio y permanente movi­
miento de resistencia, si bien tuvieron como cohesión aquella religiosidad, no
fueron las mismas entre los negros incorporados en las ciudades dentro de for­
mas de esclavitud patriarcal que entre los que fueron destinados a integrarse en
las labores campesinas, dentro de la llamada esclavitud de plantación. Entre los
primeros fueron típicos los cabildos a través de los cuales cada nación negra
ejercía formas de jefatura y de organización de conductas comunitarias, a pro­
EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA 581

pósito de fiestas, procesiones religiosas, bailes o entierros. Los cabildos, que im­
plicaban una división y a su vez asociación por etnias (naciones) se mantuvieron
con vigor mientras duró la trata, es decir, mientras fueron realimentados cultu-
ralmcnte con nuevos esclavos traídos de África (Bastide, 1967: 88-91). Mientras
esta población esclava ejercía, dentro de las posibilidades permitidas por sus
amos, una autoafirmación de sí misma y ponía en juego una forma de resistencia
al darle nueva cohesión y sentido a sus propias tradiciones culturales, había otra
que respondió de modo ciertamente alarmante mediante rebeliones y fugas. No
ha de olvidarse que los sucesos de Haití, que llenaron de temor a los blancos,
fueron recibidos con esperanza por parte de los negros y que más de una de las
grandes rebeliones inmediatamente posteriores a 1791 fueron respuestas eviden­
tes a la hazaña libertaria de los esclavos, libertos y mulatos de Saint Domingue.
Las fugas, el llamado cimarronaje, fueron la segunda respuesta. Los negros fuga­
dos de las plantaciones, organizados en pueblos libres en regiones aisladas, inac­
cesibles y selváticas, constituyeron en la segunda mitad del siglo xvni un serio
problema para la sociedad colonial. En los palenques —palabra que al parecer
tuvo su origen en Nueva Granada— se produjo el regreso a la madre África.
«Más allá de aquel torrente, de aquella montaña vestida de cascadas —nos
cuenta Alejo Carpentier— empezaría el África nuevamente, se regresaría a los
idiomas olvidados, a los ritos de circuncisión, a la adoración de los dioses prime­
ros, anteriores a los dioses recientes del cristianismo. Cerrábase la maleza sobre
hombres que remontaban el curso de la historia...» (Carpentier, 1987: 67).
26

LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA


DEL SIGLO XVIII. UNIDAD Y DIVERSIDAD

Samuel Claro Valdés

Este capítulo estudia la evolución de la música latinoamericana desde el encuen­


tro intercultural de 1492 hasta el siglo xviii. Se analiza la estructura y el reperto­
rio de la música religiosa y sus cultivadores; la música secular y la música inci­
dental en festejos y celebraciones; la música de escena; el impacto del barroco
italiano en España y Portugal, y sus dominios; la música del Brasil, inclusive el
caso de Minas Gerais; la evangelización por medio de la música entre tribus sel­
váticas; la incorporación de la música en la tertulia a la francesa y la tradición de
la música oral mestiza y mulata.
El encuentro intercultural del Descubrimiento enfrentó, en América, a una
tradición musical de compleja raigambre europea con una compleja situación
endógena amerindia, cuyas consecuencias estéticas, sociales y culturales, aún vi­
gentes, no se han desentrañado todavía en su totalidad. La música europea llegó
al Nuevo Mundo por la vía de la tradición escrita y oral, y de una mezcla de am­
bas, representadas por la música religiosa (canto llano y polifonía renacentista),
la música del pueblo y del esclavo, y la música militar y de salón. Cada una de
ellas se entronizó de distinta manera y siguió cauces propios, según el grado de
identificación con el poder establecido, con el mandato de evangelización, o con
la supervivencia, más o menos encubierta, de idiosincracias o tradiciones que les
eran afines. De la música de los antiguos aztecas, mayas, arawaks, chibchas, in­
cas, atacameños, mapuches, fueguinos, o tribus de las cuencas del Orinoco,
Guayas, Amazonas y del Río de La Plata, se conservan hoy ejemplos de mayor o
menor vigencia, que han llegado hasta el presente con la vitalidad y persistencia
de la tradición oral. Esta tradición musical aborigen se caracteriza por su imper­
meabilidad a influencias extrañas, razón por la cual ha discurrido, desde la lle­
gada de los primeros españoles y portugueses ai continente, por cauces propios y
paralelos, sin influir en la música europea ni dejarse moldear por ella. Reciente­
mente, en la segunda mitad del siglo XX, la penetración avasalladora de músicas
exógenas, transmitidas sin tregua por los medios de comunicación contemporá­
neos, ha logrado horadar, aunque superficialmente, las gruesa capa con que el
hombre es capaz de proteger su rico acervo de creencias, tradiciones, costumbres
y música.
584 SAMUEL CLARO VALDÉS

La versión europea del encuentro de conceptos y sensibilidades musicales, de


los siglos XVI en adelante, se tradujo en crónicas, la mayoría prejuiciadas, donde
se juzgaba el hecho sonoro con oídos renacentistas o barrocos, sin reparar, sino
excepcionalmente, en la función y el significado que tiene la música en las comu­
nidades ágrafas. El amerindio, por su parte, fuera de proteger su práctica musi­
cal en la intimidad tribal, no rechazó la nueva música y, sin mezclar ambas ex­
presiones, se transformó muchas veces en un eximio intérprete de la polifonía
coral o de la orquesta barroca. Incluso hubo, si bien en forma ocasional, compo­
sitores indígenas que dejaron bellos himnos y cantatas con texto vernáculo, pero
con genuina armonía barroca.
La música de tradición oral constituye el mejor medio de identificación y
cultural de comunidades y pueblos, dispersos en un territorio tan vasto como el
americano. El complejo conglomerado étnico que acompañó al conquistador
trajo consigo todo su acervo musical, cuyas raíces se hunden, a veces, en siglos
de tradición. Tal es el caso del pueblo andaluz, cuya raigambre árabe se mani­
fiesta inequívoca en la cultura popular latinoamericana. Cuando el Caribe dejó
de ser un «lago español» se incorporaron ingredientes ingleses, franceses y ho­
landeses muy distintos, pero localmente circunscritos; además del ingrediente
africano, que se conformó en un activo agente de integración musical que per-
meó bastas capas de la sociedad americana. La coexistencia de músicas prove­
nientes de tradiciones amerindias, andaluzas, árabes, africanas, europeas y mes­
tizas, plantea hoy un difícil desafío para la comprensión del papel y la evolución
de cada una de ellas, exceptuando, en cierto modo, la europea, que constituyó la
cara «oficial» de la música virreinal y, por eso, está mejor documentada y estu­
diada desde mediados del siglo XX.
Pese a la bastedad del continente, la organización musical durante la época
virreinal latinoamericana se caracterizó por una notable unidad, de acuerdo con
directivas centralizadas emanadas directamente de la metrópoli. Las capillas de
música eran homogéneas, el repertorio era similar y seguía la evolución del estilo
musical que imperaba en Europa. El territorio americano era, a la vez, una caja
de resonancia de la música importada desde el viejo continente, y un extenso es­
cenario de evangelización por medio de la música.
La diversidad, en cambio, se manifestó en la presencia de distintos indivi­
duos, integrantes de cada cantoría; cuya misión era crear e interpretar música
para ella; composiciones que casi no se escuchaban en capillas vecinas y que, por
lo general, eran escasamente repetidas en las propias. Mucho más diversa resultó
ser la música amerindia, que no reconocía otra adscripción que a su comunidad,
aunque no alcanzó aceptación oficial. La música mestiza, como producto de tra­
diciones populares ibéricas transplantadas a suelo americano, y el aporte africa­
no, pasaron a constituir la contribución más original y diversificada del Nuevo
Mundo a la música universal.
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 585

LA MÚSICA DEL SIGLO XVIII

Antecedentes

Durante los siglo XVI y XVII se establecieron centros musicales de importancia en


todo el continente, sobre la base de las capillas de música de catedrales y de al­
gunas iglesias. Excepcionalmente hubo actividad musical cortesana en palacios
virreinales, como el de Nueva España o México y el de Los Reyes o Lima.
En México, los centros musicales más importantes estuvieron en las catedra­
les de la Ciudad de México, Puebla, Oaxaca y Morelia. En Centroamérica, en la
catedral de Santiago de Guatemala; en el Caribe, en la de Santiago de Cuba; en
Colombia, en la catedral de Santa Fe de Bogotá; en Ecuador, en la catedral de
Quito; en Perú, en las catedrales de Lima, Cuzco y Trujillo; en Bolivia, en las de
La Plata (Sucre) y Potosí; en Paraguay, la de Asunción; en Chile, la de Santiago
de Chile; en Argentina, la de Buenos Aires; en Venezuela, la de Caracas. En Bra­
sil hubo poca actividad musical durante esta época, en las sedes de Pernambuco
{Olinda y Recife) y Bahía. A esto cabe agregar la labor musical desarrollada por
las Órdenes religiosas, además de diversos conventos de monjas que sobresalie­
ron por la perfección y variedad con que cultivaron el arte musical. Estos mis­
mos centros se mantuvieron durante el resto del período virreinal, y a ellos se
agregaron otros, como La Habana, Arequipa, Córdoba, Montevideo, Río de Ja­
neiro, Sao Paulo y Minas Gerais.
El repertorio musical que se escuchaba en el Nuevo Mundo, a partir del si­
glo xvi, consistía en el canto litúrgico oficial de la Iglesia católica, el canto gre­
goriano, consolidado desde el siglo vi gracias al papa san Gregorio Magno. La
Iglesia también utilizaba un rico repertorio polifónico de misas, salmos, motetes,
himnos, Magníficat, letanías, antífonas, secuencias, oficios de Semana Santa y de
difuntos, Te Deunt, Salve Regina, villancicos y cantatas. La música puramente
instrumental era casi inexistente. Los maestros de capilla locales eran los encar­
gados de agregar novedad al repertorio, al estar obligados a componer obras
adecuadas a las circunstancias. La música religiosa contribuyó no sólo al esplen­
dor del culto, sino también fue el medio más adecuado para la evangelización
del nuevo continente, donde las Órdenes religiosas, especialmente mercedarios
dominicos, franciscanos y jesuítas, desempeñaron un papel preponderante.
La organización de la música de iglesia fue regulada conforme al uso y las
costumbres peninsulares, tanto desde España como desde Portugal. Las capitales
virreinales y algunas ciudades más prósperas, como Puebla, Guatemala, Santia­
go de Cuba, Cuzco, La Plata o Potosí, mantenían en sus catedrales capillas de
música, integradas por un número más o menos importante de cantantes e ins­
trumentistas, que disminuía drásticamente en diócesis o parroquias con menos
recursos. Las había muy bien dotadas, como México, Lima o La Plata, pero
también había algunas que a veces no alcanzaban a una decena de músicos.
La estructura de la capilla de música, extendida con regular homogeneidad
desde México hasta Chile, consistía en un conjunto de cantantes, organistas e
instrumentistas que dirigía un maestro de capilla, que debía ser un compositor,
instrumentista o cantante, con buena formación, pues debía pasar por un exa­
586 SAMUEL CLARO VALDÉS

men de oposición muy riguroso. Entre sus deberes, además de dirigir el conjunto
y de mantener el decoro musical de la iglesia, estaba el enseñar a los niños de
coro, seises o meninos; enseñar canto, órgano y contrapunto a los músicos, y
componer las obras que se requerían para el repertorio del año litúrgico, además
de «algunas cosas peregrinas que salgan del ordinario», como se estableció en
las primeras Constituciones para la música de la catedral de Lima, dictadas en
1612 por el arzobispo Bartolomé Lobo de Guerrero (Sás, 1970-1971: 68). Ade­
más, según estas Constituciones, el maestro de capilla tenía que «dar el tono a
las voces y pedir al organista el término por donde ha de tañer, el meter las vo­
ces si alguno se errare, o desentonare, el abreviar o picar el compás, o llevalle
despacio, o como mejor le pareciere, sin que ninguno de los cantores se entro­
meta en esto, porque el cantar bien, o mal una cosa, caerá por cuenta del maes­
tro, a quien se atribuirán las gracias de lo bien que se hiciere y la nota de las fal­
tas que hubiere» (Ibíd.: 71). El archivo de partituras y particellas manuscritas, y
las obras impresas, era de propiedad de la iglesia y estaba a cargo del maestro
de capilla. En el caso de Brasil, los maestros de capilla de sedes como Bahía,
Pernambuco, Río de Janeiro o Sao Paulo mantenían, además, un verdadero mo­
nopolio no oficial de la actividad musical de su jurisdicción, dentro y fuera de la
iglesia.
El resto de la capilla estaba integrado, en general, por unos ocho cantantes
varones, uno o dos organistas, e intérpretes de violín, violoncelo, flautas, oboes,
clarinetes y fagot. El arpa, usada como instrumento obligado para el acompaña­
miento del bajo continuo, fue paulatinamente reemplazada por el órgano hacia
mediados del siglo xvui. Las voces blancas eran cantadas por los seises o niños
de coro.
La interpretación de la música estaba a cargo de dos coros diferentes, el coro
bajo, que cantaba el canto gregoriano durante las misas y ceremonias litúrgicas,
y se ubicaba junto al altar mayor. Estaba compuesto por los canónigos y los sei­
ses, bajo la dirección del chantre y, más tarde, por el sochantre y el maestro de
capilla. El coro alto, ubicado generalmente junto al órgano principal, estaba a
cargo del canto de órgano o canto polifónico con acompañamiento de instru­
mentos, que constituía el patrimonio propio de cada capilla; además de la poli­
fonía renacentista a capella, a veces llamada «de facistol», cuyo repertorio era
regulado desde la metrópoli.
La capilla musical estaba obligada a cantar en las misas dominicales, vigilias
del sábado, los jueves y en todas las festividades religiosas solemnes, especial­
mente en Navidad, Semana Santa y Hábeas Christi; en fiestas de santos, de la
Santísima Virgen, Trinidad y Pentecostés, y en aquellas que determinara el cabil­
do eclesiástico. También tenía destacada participación en ceremonias con moti­
vo del duelo y la entronización de reyes, el recibimiento de nuevos obispos y go­
bernadores, y en festividades cívicas de «regocijo» popular, procesiones o
música incidental para las comedias, serenatas y, en el siglo xvm, óperas, con
que se interrumpía el metódico y, a veces, tedioso transcurso de la vida colonial.
Los principales compositores de los siglos XVI y XVII activos en los centros
ya mencionados, provenían, en su mayoría, de Europa. Hubo algunos músicos y
maestros de capilla indígenas, como Francisco de León, en Santa Eulalia, Guate­
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HlSPANO-LUSO-AMERICANA 587

mala; Thomás Pascual, en San Juan Ixcoy, de ese mismo país, y Juan Matías
(1618-1666/1667), considerado por Robert Stevenson como «el maestro indio
más notable de México» (1979a: 179). También los hubo mestizos, como Mi­
guel Velásquez, en Santiago de Cuba, hacia 1544; Gonzalo García Zorro (1548-
1617), en Bogotá; Diego Lobato (hacia 1538-hacia 1610), en Quito, o Francisco
Pérez Camacho (1659-hacia 1725), en Caracas.
En la catedral de México destacaron Lázaro del Álamo, Hernando Franco
(1532-1585), autor de una importante serie de Magníficat polifónicos; Antonio
Rodríguez de Mata, Luis Coronado, Fabián Pérez Ximeno, Francisco López
Capillas (ca. 1607-1674), procedente de Puebla, considerado por Stevenson
como «el compositor más erudito del siglo XVII» (1986: 64) y, «sobre la base de
sus obras preservadas, el creador más refinado que haya existido en el Nuevo
Mundo antes de 1800» (1987: 97); y Antonio de Salazar (1650-ca. 1715),
igualmente procedente de Puebla. También debemos mencionar a don Juan de
Lienas, un importante compositor activo en México pero no ligado a la cate­
dral, de quien se ha especulado que podría haber sido un cacique indígena por
el uso del «don».
Puebla fue un importante centro que atrajo músicos desde Guatemala y Mé­
xico, como Pedro Bcrmúdez, que había ejercido antes en Cuzco y Guatemala; el
célebre compositor portugués nacido en Évora, Gaspar Femándes (ca. 1566-
1629), organista y maestro de capilla en Guatemala, y autor de un manuscrito
de 284 folios con obras vernáculas del mayor interés, actualmente en la catedral
de Oaxaca, considerado como «uno de los tesoros musicales más espectaculares
que exista en alguna catedral del hemisferio occidental» (Stevenson, 1979a:
179); Juan Gutiérrez de Padilla (ca. 1590-1664), maestro de capilla entre 1629 y
1664, autor de bellísimas obras policorales dentro del estilo instaurado por la
Escuela Veneciana de comienzos del siglo xvn, y Miguel Matheo de Dallo y
Lana (ca. 1650-1705).
Luego de Juan Pérez «el primer maestro de capilla en América de quien so­
brevive alguna obra» (Lehnhoff, 1986: 48), la catedral de Santiago de Guatema­
la sirvió como punto de inicio de la carrera de compositores tan importantes
como Hernando Franco, Pedro Bermúdez y Gaspar Femándes, pero la culmina­
ción artística de la catedral sólo se materializaría a mediados del siglo XVIII.
En Santa Fe de Bogotá el compositor más importante del siglo xvi fue Gutie­
rre Fernández Hidalgo (1553-c¿z. 1620), comparado por sus contemporáneos
con Francisco Guerrero, que posteriormente sirvió en las catedrales de Quito,
Cuzco y La Plata. También destacaron en este período José Cascante (c.a. 1630-
1702) y Juan de Herrera (ca. 1665-1738).
Quito tuvo variada fortuna en el cultivo de la música, desde que, en 1534,
llegaron los primeros profesores de música europeos, los franciscanos flamencos
Josse de Rycke y Pierre Gosseal. A finales del siglo, brilló brevemente la señera
figura de Fernández Hidalgo y, en el siglo siguiente, fuera de Manuel Blasco, «el
compositor más eminente en los anales de Quito colonial después de Gutierre
Fernández Hidalgo» (Stevenson, 1980b: 31), dominaron los cargos de organis­
tas y maestros de capilla durante siete décadas, miembros de la familia Ortuño
de Larrea. Posteriormente, la pobreza y los desastrosos terremotos de mediados
588 SAMUEL CLARO VALDÉS

del siglo xvm redujeron a la nada lo que quedaba del archivo de música de los
siglos anteriores.
Lima, la ciudad de los reyes, capital del virreinato del Perú, atrajo una pléya­
de de los mejores músicos que llegaron al nuevo continente, a la vez que cobijó a
compositores e instrumentistas criollos de gran renombre. A Domingo Álvarez,
el primer maestro de capilla que se conoce, activo en 1548, lo sucedieron Estacio
de la Serna, procedente de Lisboa; Cristóbal de Belsayaga (ca. 1580-cí?. 1635)
llegó allí desde Cuzco; Manuel Blasco lo hizo desde Quito; desde España lo hi­
cieron los dos más grandes compositores del período: Tomás de Torrejón y Ve-
lasco (1644-1728), discípulos de Juan Hidalgo y Juan de Araújo (1646-1712)
quien, como Gutierre Fernández Hidalgo, terminó sus días en la opulenta ciudad
de La Plata, donde se disponía de una de las capillas de música más ricas del
continente.
Cuzco, que rivalizada en esplendor musical con Lima, fue escenario de la in­
terpretación de obras de polifonistas del Renacimiento, como Cristóbal de Mo­
rales, a sólo 20 años de su fundación en 1534. Durante un lustro mantuvo en la
maestría de capilla a Fernández Hidalgo, de paso hacia Sucre; fue el punto de
partida de Pedro Bermúdez antes de que viajara a Guatemala y Puebla; sirvió de
inicio para la carrera de Cristóbal de Belsayaga y de asiento al gran Juan de Ara­
újo, después de una breve incursión de éste por Panamá, antes de que se estable­
ciera finalmente en La Plata.
Sucre, la ciudad de La Plata, la apacible villa residencia de los mineros de
Potosí, fue uno de los centros musicales más importantes de la era virreinal. Lle­
gó a contar con más de cincuenta músicos en su capilla, cifra excepcional de la
que no disponían ricos centros europeos. Sebastián de León, Fernández Hidalgo,
Pedro Villalobos y Juan de Araújo son algunos de los maestros del período.

El barroco musical en el Nuevo Mundo

Al finalizar el siglo XVI, la polifonía renacentista cede paso a una estética com­
pletamente nueva, nacida en Italia, que favorece la palabra sobre la armonía,
como proclamara Claudio Monteverdi (1567-1643). De un estilo que podría­
mos catalogar como «universalista*, se pasó al cultivo de diversos estilos de pe­
culiaridades locales, dentro de la nueva estética barroca italiana. Así, a partir del
siglo XVII podemos hablar de un barroco italiano, de un barroco francés, alemán
o español. La polifonía clásica, eso sí, se continuó utilizando corrientemente en
la música religiosa.

El barroco español

El barroco español logró, durante el siglo xvn, una marcada individualidad, ex­
presada principalmente en el villancico, como derivado del madrigal renacentista;
en romances, canciones, folias, seguidillas, letras y tonos humanos con participa­
ción vocal e instrumental. También se cultivó la música instrumental, especial­
mente para guitarra, que desplazó a la popular vihuela. En la música religiosa,
los maestros de capilla se mantuvieron fieles a la polifonía a cappella, especial­
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 589

mente policoral; sin embargo, a medida que avanzaba el siglo, se inició el ingre­
so avasallador de la melodía acompañada en la forma del villancico, que pronto
se transformó en verdaderas cantatas escritas en español.
La música incidental para representaciones escénicas tuvo en España un
temprano comienzo, en lo que se ha considerado como la primera ópera españo­
la: La selva sin amor, con texto de Lope de Vega, estrenada en 1629. La ópera
italiana, que invadiría rápidamente la escena europea, no alcanzó popularidad
en España durante el siglo XVII, debido al importante cultivo del teatro español
con música incidental. Cuando se presentaba una ópera italiana se traducía el
texto al español. Recién en 1660, se desarrolla el género operístico español con
dos obras de Calderón de la Barca, La púrpura de la rosa y Celos aún del aire
matan, con música del compositor y eximio arpista Juan Hidalgo (1612/1616-
1685), a partir de las cuales se establece una ópera genuinamente española, aun­
que ninguna lleve específicamente tal nombre. Paradójicamente, la primera en
ser designada con este título, La guerra de los gigantes de Sebastián Durón
(1660-1716), de 1700, consideró como la última ópera española estrenada en
España; si bien, al año siguiente se representaría en Lima La púrpura de la rosa
de Tomás de Torrejón y Velasco, la primera ópera americana y, al parecer, la úl­
tima en estilo propiamente español.
En América se repite la misma evolución estilística que en España. Los estu­
dios musicales se inician, en las cantonas americanas, con los mismos libros en
lo que hacen los españoles: Melopea y maestro, de Pietro Cerone, de 1613, y El
porqué de la música, de Andrés Lorente, de 1672. En el siglo xvm, se agregan
tratados de fray Pablo Nasarre y otros. Las obras de compositores españoles
como Cristóbal de Morales (ca. 1500-1553), Francisco Guerrero (1528-1599),
Tomás Luis de Victoria (ca. 1548-1611), Mateo Romero (1575/1576-1647), el
famoso «Maestro Capitán»; Juan Bautista Comes (1582-1643), el padre Ma­
nuel Correa (f 1653), Carlos Patiño (t 1675), Juan Hidalgo, Sebastián Durón,
José de Torres y Martínez Bravo (ca. 1665-1738), Antonio Literes (1673-
1^47), José de Nebra (1702-1768) y Antonio Ripa (ca. 1720-1795), se encuen­
tran con frecuencia en los archivos americanos, desde México hasta Santiago de
Chile.

El barroco italiano

El cambio dinástico, que significó el advenimiento de los Borbones con Felipe V


(1683-1746) a partir de 1700, abrió las puertas de España y sus dominios al ba­
rroco musical italiano. En España, las figuras señeras de Antonio Literes y José
de Nebra mantuvieron en alto el cetro del estilo español durante casi todo el si­
glo. En América, en cambio, la influencia italiana se hizo sentir muy pronto. En
efecto, la primera ópera o «representación música» del Nuevo Mundo, al estilo
español, La púrpura de la rosa de Torrejón y Velasco se estrenó en el palacio vi­
rreinal de Lima en 1701. Apenas una década más tarde, en 1711, se escuchaba
la primera ópera italiana escrita en América, La Parténope, del mexicano Ma­
nuel de Zumaya (hacia 1688-1755), sobre libreto de Silvio Stampiglia, interpre­
tada esta vez en los salones del palacio virreinal de México. El estilo de ópera y
590 SAMUEL CLARO VALDÉS

cantata napolitana pasó a ser corriente desde la llegada a Lima, en 1707, del mi­
tanes Roque Ceruti (hacia 1683-1760), que venía como director musical del pa­
lacio de gobierno al servicio de don Manuel de Oms y Santa Pau, marqués de
Castell dos Ríus, el primer virrey del Perú designado por el gobierno borbón de
Felipe V y autor de una comedia con interludios musicales titulada El mejor es­
cudo de PerseOy estrenada en Lima en 1708. En estilo napolitano está compuesta
la que se podría considerar como la tercera ópera americana, una «ópera-serena­
ta* Venid, venid deidades, del fraile agustino Esteban Ponce de León (caA692-
175?), presentada en Cuzco en 1749, como una ofrenda al nuevo obispo de esa
ciudad.
Con la excepción de tas tres óperas mencionadas, el concepto de música es­
cénica en América, durante gran parte del siglo xvni, debe aplicarse, más bien, a
la música incidental para dramas moralizantes, comedias, tonadillas escénicas,
sainetes, zarzuelas y piezas de entretenimiento, ceremonias cortesanas, lutos y
entronizaciones de monarcas. Si bien las comedias y los dramas con música inci­
dental eran medios de recreación e instrucción político-religiosa, también fueron
gérmenes de intranquilidad, crítica social e, incluso, sentimientos de independen­
cia. Esta circunstancia está representada por los continuos decretos de prohibi­
ción, tanto eclesiástica como civil, en contra de ciertos tipos de comedias y pie­
zas, desde comienzos del siglo xvi hasta el fin mismo de los tiempos coloniales.
En algunas ocasiones tas comedias eran toleradas más que permitidas, y muchas
temporadas exitosas terminaron abruptamente bajo estricta censura. Los lugares
apropiados para presentar comedias con música incidental no se establecieron
hasta finales del siglo XVIII. Si se ofrecía una comedia, era como parte de una fes­
tividad organizada oficialmente, la cual podía ser pública o cortesana, y en este
último caso resultaba inaccesible a la gran masa ciudadana. En el primer caso,
en cambio, tas presentaciones se hacían al aire libre en la plaza mayor, donde
todo el mundo podía asistir, siempre y cuando el tiempo lo permitiera. Con
todo, en diversas ciudades del continente se construyeron coliseos o corrales des­
de comienzos del siglo xvil. Hacia 1760, la ópera napolitana, con libretos del cé­
lebre Pietro Metastasio (1698-1782), comenzó a ser representada regularmente
en Hispanoamérica y el Brasil y, desde incluso antes, tas casas da opera estable­
cidas en la Capitanía General de Minas Gerais, albergaban representaciones es­
cénicas con música incidental.
Durante el siglo xvni, los lutos por monarcas fallecidos y los festejos por el
advenimiento de sus sucesores, ocuparon largos meses de festejos, tanto en las
colonias españolas como en tas portuguesas. Al advenimiento de Felipe V, en
1700, siguió un período de luto por su infortunado hijo Luis I, en 1724. En
1747 y 1748 se lloró a Felipe V y se aclamó al nuevo rey, Fernando VI, al que
sucedió Carlos III, en 1759. Finalmente, entre 1789 y 1790, después del luto co­
rrespondiente por la muerte de éste último, se decretaron «universales festejos»
(ver AGI, Indiferente General, 1608) por la asunción al trono de Carlos IV. En
esta oportunidad, la participación musical fue riquísima en números pueblos y
ciudades de México, Guatemala, Cuba, Luisiana, Florida, Santo Domingo, Puer­
to Rico, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Chile, Argentina, Uruguay y Filipi­
nas. Entre los canichanas de Bolivia, destacó una cantata creada en honor de
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 591

María Luisa de Borbón, con texto vernáculo y estilo musical napolitano, com­
puesta por los indígenas francisco Semo, Marcelino Ycho y Juan José Nosa (Cla­
ro, 1978: 76 y ss.; y Lemonn, 1987). En Brasil, las repercusiones musicales por
la sucesión al trono de los Braganza tuvieron lugar en 1706, por la muerte de Pe­
dro II y la ascensión de Joao V; en 1750, con el juramento de José I y, en 1777,
con la sucesión de éste por María I.
A estas ocasiones debemos agregar otras múltiples, tales como el nacimiento
de algún heredero al trono, llegada de un nuevo virrey o gobernador, nombra­
miento de un obispo, que congregaban a los diferentes estratos sociales tanto en
la iglesia como en comedias y diversiones públicas; o en saraos, fuegos artificia­
les, tardes de toros, música militar y múltiples entretenimientos que a veces du­
raban varios meses. El costo de estos festejos que incluían tablaos, carros alegó­
ricos, desfiles, aderezo de calles y fachadas, etc., era, por cierto, solventado por
los propios interesados a costa, a veces, de ingentes sacrificios; a lo que se agre­
gaba, en ocasiones importantes, la redacción de prolijos informes y la publica­
ción de lujosas Relaciones, que informaban al soberano cuán profundamente ha­
bía sido honrado y amado por sus remotos y obedientes súbditos.
En la música religiosa las innovaciones barrocas italianas encontraron ma­
yor resistencia que en la música profana, sin que esto impidiera que sus estructu­
ras formales se entronizaran fuertemente en ella. En efecto, la polifonía clásica
se siguió cultivando junto con el canto gregoriano, pero la forma de la cantata
napolitana, con sus recitativos y arias, se implantó en la cantada, aunque con
texto en castellano, nunca en italiano. El villancico, semisecular y semilitúrgico
también recibió la influencia italiana, si bien los compositores reafirmaron, a
través de éste, la tradición española que defendían en la metrópoli compositores
como Literes y Nebra. En la segunda mitad del siglo xvm, el estilo musical deri­
vó, con gran homogeneidad en todo el continente, hacia un preclasicismo con
muchos resabios barrocos, especialmente en el uso del bajo continuo con la in­
fluencia de obras de Cimarosa, Cherubini, Haydn, Mozart y composiciones tem­
pranas de Beethoven.
En Lima, después del fallecimiento de Torrejón y Velasco, en 1728, autor de
hermosísimos villancicos, rorros y obras religiosas en el más puro estilo barroco
español, accedió a la capilla de música de la catedral Roque Ceruti, quien se ha­
bía desempeñado, desde su llegada en 1707, como director de música de la cate­
dral de Trujillo, al Norte del Perú. Las obras de Ceruti alcanzaron gran acogida
en otras cantonas como Cuzco, Cochabamba, La Paz y La Plata. Su discípulo y
sucesor, José de Orejón y Aparicio (1706-1765), nacido en Huacho, Perú, se
transformó en el compositor más importante de Sudamérica en el siglo xvm. Sus
composiciones, escritas en el más puro estilo napolitano, le proporcionaron tan­
ta fama que el compositor y musicógrafo peruano Toribio José del Campo y
Pando lo comparó, en el Mercurio Peruano de 1792, con José de Nebra, sin
duda un elogio supremo, que refleja la igualdad de aceptación en la época, entre
los estilos español e italiano.
Cuando Zumaya escribió su Parténope en México, en 1711, ya el estilo na­
politano se había extendido por todo el continente, por lo que no puede extra­
ñar que su sucesor haya sido el violinista y compositor italiano Ignacio Jerusa-
592 SAMUEL CLARO VALDÉS

lem (ca. 1710-1769), quien «ejerció dominio absoluto en la música mexicana


durante 20 años» (Stevenson, 1986: 67), y cuya fama se extendió hasta Califor­
nia. En Guatemala, junto a obras de los españoles Hidalgo, Durón, Literes y Ne-
bra, abundan, en el archivo de la catedral, obras de los italianos Galuppi, Leo,
Pergolesi y Porpora, que influyeron en el estilo de los villancicos de tres grandes
compositores del siglo xvni, maestros de capilla de la catedral de Santiago de
Guatemala, entre 1730 y 1791: el padre Simón de Castellanos, Manuel José de
Quiroz y Rafael Antonio Castellanos (ca. 1720-1791). Este último, autor de cer­
ca de 150 villancicos, cantadas y obras en latín, utilizó como era corriente en Es­
paña y en América la temática del esclavo negro y su lenguaje deformado; tam­
bién usó el elemento cómico, donde intervienen imaginarios gallegos, vizcaínos,
portugueses, franceses o ingleses, cuyos errores semánticos hacían las delicias del
público iberoamericano. Rafael Antonio Castellanos agrega otro elemento en
sus villancicos, que era menos común en el resto de América, consistente en el
empleo de referencias a la música vernácula, tales como ritmos de marimbas y
melodías del folklore mestizo y del son negro.
La razón por la cual a menudo encontramos un número apreciable de villan­
cicos en la producción de compositores como Castellanos, Fernándes, Araújo,
Gutiérrez de Padilla, Torrejón y Velasco, Orejón y tantos otros, se debe a que,
desde finales del siglo XVI, «los villancicos no se podían repetir ni, como norma
general, importar de otras catedrales, sino que el maestro de capilla, o el que hi­
ciere sus veces, tenía que componerlos nuevos cada vez» (López-Calo, 1987a: 13,
n. 29). Esta norma, eso sí, no era demasiado estricta, especialmente en aquellos
lugares donde los recursos eran escasos. En la catedral de Santiago de Chile, por
ejemplo, mientras el catalán José de Campderrós (1742-1812), de quien se han
preservado más de 80 obras, fue maestro de capilla (1793-1812), el repertorio ad­
quirió la variedad acostumbrada; pero en épocas anteriores y posteriores, es co­
rriente encontrar obras ocasionales, usadas una y otra vez para honrar a diferen­
tes personajes, cuyos nombres eran tachados y reemplazados por otros. Un caso
extremo lo encontramos en un villancico que sirvió, en una ocasión, para desear
«a los españoles paz» y, en otra, «a nuestros patriotas paz» (Claro, 1979a: 10).
Otro compositor prolífico, de quien se conservan más de un centenar de
obras, fue el cubano Esteban Salas (1725-1803), maestro de capilla en Santiago
de Cuba desde 1764 hasta su muerte. Salas estableció un conservatorio para la
enseñanza de la música y dirigió el primer conjunto de cámara cubano, donde
interpretó obras de Pleyel Gossec, Paisiello, Porpora y Haydn, a la vez que reci­
bió influencia del estilo de estos compositores, la que se proyectó a su propia
música.

Brasil y Minas G erais

Las sedes catedralicias brasileñas atrajeron, durante el siglo xvm, a numerosos


compositores de importancia, como Cayetano de Mello Jesús, en Bahía, un com­
positor y teórico de gran reputación, maestro de capilla a mediados de siglo,
quien, además de sus obras musicales, escribió en esa ciudad, entre 1759 y 1760,
un enjundioso tratado titulado Escola de canto de orgáo. En Recife trabajó el
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICAN A S93

mulato Luiz Alvares Pinto (1719-1789), también autor de un tratado musical que
escribió mientras estudiaba en Lisboa, Arte de solfejar, de 1761; además, compu­
so un Te Deunty obras religiosas y la primera obra escénica de un brasileño repre­
sentada en Brasil, Amor mal correspondido, en 1780 (Diniz 1968; Stevenson,
1968a). El compositor portugués Andrés da Silva Gomes (1752-1844) ha sido
considerado como uno de los autores más importantes de esta época en Sao Pau­
lo, donde fue maestro de capilla entre 1774 y 1801. Mientras vivía en Lisboa, Da
Silva Gomes recibió una fuerte influencia del compositor napolitano Davide Pé­
rez (1711-1778), que se refleja en más de 100 de sus obras que se conservan en
Sao Paulo. De ellas, su salmo De profundís, de 1774, es, probablemente, la com­
posición más antigua escrita en Brasil. El músico nativo más importante de Río
de Janeiro fue el padre José Mauricio Nunes Garcia (1767-1830), maestro de ca­
pilla de la catedral de Río de Janeiro desde 1798, cuyo período de mayor apogeo
musical transcurrió durante la permanencia de la corte portuguesa en esa ciudad,
a partir de 1808. Considerado como «el primer gran compositor negro de las
Américas» (Claro, 1974: 11, n. 28), compuso más de 200 obras, que han sido ca­
talogadas y transcritas por Cleofe Person de Mattos (Person de Mattos, 1970).
El caso más interesante de la música brasileña del siglo xvm lo constituye la
Capitanía General de Minas Gerais que desarrolló una escuela de más de 1000
músicos, en su mayoría mulatos, desvelada en 1946 por el musicólogo germano-
uruguayo Francisco Curt Lange (Lange, 1946), que se expresaron en un estilo
más cercano al preclasicismo de mediados del siglo XVIII, que al barroco italiano
que tanto favorecía la corte portuguesa. La organización musical minera fue di­
ferente de la del resto del continente, pues el maestro de capilla era sólo «un in­
dividuo apenas en medio de una legión de músicos independientes* (Lange.
1967-1968, I: 31). Estos últimos eran músicos de actividad libre, agrupados en
hermandades o cofradías, que respondían con sus servicios a un llamado o con­
trato para participar en las actividades que organizaba la Iglesia o las institucio­
nes administrativas civiles, tales como el Senado de la Cámara. Compositores,
directores de orquesta, cantantes e instumentistas afiliados a una hermandad de­
bían competir en un remate público —donde se combinaban la mayor calidad
con el menor precio—, que les asignaba el derecho remunerado de proveer de
música policoral a una festividad religiosa o civil determinada, o para ejecutar,
durante todo el año, la música que requerían el culto religioso, festividades, pro­
cesiones, novenarios, Te Deum, o ladainhas (letanías) de la madrugada del sába­
do. El ejercicio de la música, por lo tanto, fue rigurosamente profesional, pues
de la calidad de la música dependía, evidentemente, el sustento económico de los
participantes.
En Villa Rica, la otrora capital de Minas Gerais, hoy Ouro Preto, nacieron
numerosas iglesias y cofradías, la mayor parte de las cuales era regida por ne­
gros o mulatos, esclavos o libertos. La más importante institución ouropretana
fue la Irmandade de Sao Joze dos Homens Pardos, fundada en 1725, a la cual
pertenecieron, además del famoso arquitecto mulato Antonio Francisco Lisboa
(1730-1814), el Alejaindinho, los compositores Ignacio Parreira Neves (hacia
1732-1792), Marcos Coelho Netto (antes de 1750-1806) y Francisco Gomes de
Rocha (activo en 1775-1800).
594 SAMUEL CLARO VALDÉS

En Arraial do Tejuco, hoy Diamantina, trabajó uno de los compositores más


importantes de Minas Gcrais, el mulato José Joaquim Emerico Lobo de Mesqui-
ta (f 1805). Desde antes de 1780 ya ejercía como profesor de música y organista
de la Irmandade de Santo Antonio. La crisis económica de la región, cuando dis­
minuyó la extracción de diamantes, desplazó a Lobo de Mesquita a Villa Rica, a
mediados de 1798, y, posteriormente, a Río de Janeiro, en 1800, donde trabajó
como organista en la Ordem Terceira do Carmo. La mayoría de las composicio­
nes que se han conservado de Lobo de Mesquita, entre las que sobresalen su An-
tiphona de Nossa Senhora, dos misas, un Te Deum y una Ladainha a cuatro vo­
ces, todas con orquesta, fueron escritas en Arraial do Tejuco.

La escuela de Chacao

Otra escuela de compositores mulatos destacó hacia finales del siglo XVIII y co­
mienzos del siglo xix, en Caracas, en torno a la escuela de Chacao del padre Pe­
dro Ramón Palacios y Sojo (1739-1799). La catedral de Caracas, que albergó
entre sus maestros de capilla e instrumentistas a varios miembros de la familia
Carreño —verdadera dinastía musical que inauguró Ambrosio Carreño, en
1749, y que duró hasta 1917, cuando murió una de las más grandes pianistas de
todos los tiempos, Teresa Carreño (1853-1917)—, aceptó el ingreso de la escue­
la del padre Sojo a partir de 1791. Allí descollaron lós mulatos José Francisco
Velázquez (ca. 1750-1805), Antonio Caro de Boesi (1754-1814), Juan Manuel
Olivares (1760-1797) y Juan José Landaeta. El más importante músico de la ca­
tedral caraqueña fue el compositor y organista José Ángel Lamas (1775-1814)
—uno de los dos miembros no mulatos de la escuela de Chacao, junto al impor­
tante compositor José Cayetano del Carmen Carreño (1774-1836)—, cuyo Po­
pule nteus es una de las obras más inspiradas del repertorio lationamericano.

EVANGELIZACIÓN POR MEDIO DE LA MÚSICA

Donde más asombro causa la diversidad de expresiones culturales, dentro de la


unidad estructural de virreinatos y gobernaciones americanas, es en la utiliza­
ción del estilo barroco italiano para la evangelización de los indígenas durante el
siglo xvin, en medio de las calientes selvas amazónicas y rioplatenses. La con­
quista y colonización del Nuevo Mundo tuvo, entre sus principales fines, la cris­
tianización de los habitantes, pero los misioneros no fueron tan sólo ministros
del bautismo, sino también importantes elementos de socialización y civilización
y, a veces, de defensa de los naturales. En esta tarea destacaron cinco órdenes re­
ligiosas: los franciscanos y mercedarios, llegados en 1493; los dominicos, en
1510; los agustinos, en 1532, y los jesuítas, en 1566. A los franciscanos, amplia­
mente diseminados a lo largo del continente, de California a Chile, se debe no
solamente una importante labor de evangelización a través de la música, sino la
publicación de algunas de las melodías con que enseñaban la doctrina, como Ca-
pac eterno Dios, con que fray Gerónimo de Oré (1554-1629) enseñaba el Credo
en Jauja, Perú, o el himno a cuatro voces Hanacpachap cussicuinin, publicado
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 595

en Lima en 1631, en el Ritual Formulario del franciscano Juan Pérez Bocanegra,


«la primera pieza de polifonía vocal impresa en un libro del Nuevo Mundo»
(Stcvenson, 1968: 280), hoy una pieza común del repertorio coral contemporá­
neo. El dominico fray Pedro de Vega y el mercedario fray Antonio de Correa,
entre muchos otros, se destacaron por el uso de la música en la evangelización
de los indígenas. Pero los misioneros jesuítas fueron, sin duda, los que hicieron
el aporte musical más destacado en sus misiones de Brasil y en las tribus de mo-
xos, chiquitos, mapuches y guaraníes.
Brasil fue la primera provincia jesuíta en el Nuevo Mundo. Su primer pro­
vincial, el padre Manuel da Nóbrega, asombró a los indígenas en la reciente­
mente fundada capital, Bahía, en 1549, con los coros, las trompetas y la música
instrumental que acompañaron misas y procesiones. En junio de 1553, el padre
Leonardo Nunes, un cantante y músico, estableció la primera escuela de música
de América del Sur, la Escola de Canto e Música de Sao Vicente.
Las misiones jesuítas de moxos y chiquitos son las únicas donde se han con­
servado archivo de manuscritos musicales, que revelan el repertorio que se inter­
pretaba hasta 1767, año de la exclusión de la Orden, y que se sigue interpretan­
do asiduamente hasta hoy. En 1968, por insinuación del padre Guillermo
Furlong S.L, Samuel Claro descubrió un rico archivo de manuscritos en San Ig­
nacio de Moxos, cuyo estudio abrió un nuevo capítulo en la investigación musi-
cológica contemporánea (Claro, 1969; 1978). Posteriormente, en 1975, el arqui­
tecto suizo Hans Roth, encargado de la reconstrucción de iglesias de las
misiones de chiquitos, descubrió cerca de 500 folios de música manuscrita en las
misiones de San Rafael y Santa Ana, que luego trasladó a la misión de Concep­
ción (Kennedy, 1988). En ambos archivos se encuentras muchas obras anóni­
mas, entre las que hay un número indeterminado compuestas por los mismos
misioneros, hábiles músicos, intérpretes, compositores, profesores y constructo­
res de instrumentos musicales. Otras, las menos, compuestas por los mismos in-
dígenes, cuya habilidad y destreza para la música «supera toda admiración entre
unos hombres de tan poco tiempo amansados», como escribió el padre Francis­
co Javier Eder poco antes de la expulsión.
En las composiciones existentes en archivos de moxos y chiquitos, se han en­
contrado varias obras del célebre organista y compositor italiano, padre Dome-
nico Zipoli (1688-1726), quien, en 1716, ingresó en la Compañía de Jesús para
incorporarse, como novicio, a las misiones de la provincia del Paraguay. Se esta­
bleció en Córdoba, Argentina, en 1717, desde donde sus obras fueron llevadas a
distintas reducciones, incluyendo las misiones de moxos, chiquitos y guaraníes.
Zipoli fue «el músico italiano de mayor renombre que se trasladó al Nuevo
Mundo durante la era colonial, y el más famoso que eligiera la Orden de los je­
suítas» (Stevenson, 1980d). El archivo de chiquitos se destaca, además, por ser
el único repositorio de música colonial del continente donde existe un número
apreciable de obras puramente instrumentales, aun cuando el repertorio de la
época fue siempre mayoritariamentc coral, con acompañamiento instrumental.
Cuando el francés Alcides D’Orbigny visitó la zona en 1831, más de medio
siglo después de la expulsión de los jesuitas, quedó admirado por la calidad de la
música que escuchó en una misa dominical de San Javier de Chiquitos. Su testi­
596 SAMUEL CLARO VALDÉS

monio resume muy bien lo que debe haber sido la práctica cotidiana de la músi­
ca en tiempos jesuíticos: «Se cantó una gran misa con música italiana y tuve la
verdadera sorpresa de encontrar entre los indios esta música preferible a toda la
que había escuchado aun en las ciudades más ricas de Bolivia. El director del
coro por un lado conducía el canto; el de orquesta, por el otro, ejecutaba diver­
sos fragmentos con admirable armonía. Cada cantor, cada corista, con el papel
de la música ante sí, desempeñaba su parte con gusto, acompañado por el órga­
no y numerosos violines fabricados por los indígenas. Escuchaba esa música con
placer debido en parte a que en todo el resto de América no había podido oír
otra mejor. Era un resto del esplendor introducido en las misiones por los jesuí­
tas, cuyos trabajos tuve necesariamente que admirar, pensando que antes de su
llegada ios chiquitos, todavía en estado salvaje, se hallaban dispersos por los
bosques».
Lamentablemente nada ha llegado hasta nosotros de la música cultivada en
30 reducciones guaraníes fundadas por los jesuítas, desde 1609 a 1767, en la re­
gión mesopotámica de los ríos Paraná y Paraguay. Sin duda, la actividad musical
guaraní debe contarse como uno de los acontecimientos artísticos más importan­
tes del continente durante toda la era colonial. En cada pueblo había un coro de
30 a 40 voces acompañadas por una orquesta de violines, cellos, flautas, chiri­
mías, fagotes, cornos, sacabuches, trompetas, arpas, clavicordios, cítaras y uno o
dos órganos, todos tocados por indígenas que, a su vez, los habían construido
con maderas y cañas nativas y otros materiales importados, guiados por sus ma­
estros jesuítas. Entre éstos, sobresalieron los padres Louis Berger (1584-1693),
Antonio Sepp (1655-1733), Martin Schmid (1694-1773) y Florián Paucke
(1719-1775). Antonio Sepp dejó una interesante Relación de su trabajo musical
entre guaraníes: «Este año —escribía en una ocasión— he logrado que treinta
ejecutantes de chirimías, dieciocho de trompa, diez de fagotistas hicieran tan
grandes progresos que todos pueden cantar y tocar mis composiciones. Además,
ya he formado cincuenta tiples, que tienen voces bastante buenas» (Sepp, 1971:
208).
La labor musical de los misioneros jesuítas con mapuches, en cambio, fue
mucho menos exitosa, por el hermetismo y la falta de disposición de esos natu­
rales hacia la música europea. El único testimonio musical que ha llegado hasta
nosotros proviene de la obra Chilidugu, del padre Bernardo Havestadt, quien in­
cluyó, en 1777, algunas canciones europeas con texto en mapuche que logró en­
señar a los indígenas (Claro, 1979: 36).

MÚSICA EN LA SOCIEDAD

Música en el salón

El advenimiento de la Ilustración y el Enciclopedismo marcaron el protagonis­


mo familiar dentro del quehacer musical. La tertulia a la francesa, el ingreso de
instrumentos como el clave y la música de salón, sirvieron de marco a danzas
que llenaron los salones, donde se estaba gestando, a la vez, la apertura a nuevas
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AM ERIC ANA 597

ideas libertarias que abonaron el proceso de la independencia. La cáustica y, se­


guramente, exagerada descripción de las tertulias aristocráticas españolas del si­
glo xvili, hecha por Benito Pérez Galdós en su libro La corte de Carlos IV, refle­
ja, en cierto modo, lo que sucedía, en las mismas circunstancias, en las colonias
americanas: «Ha de saberse que en las reuniones clásicas de familia o de palacio,
allí donde reinaban con despótico imperio la ley castiza, no ocurría cosa alguna
que no fuese encaminada a producir entre los asistentes un decoroso aburrimien­
to. No se hablaba, ni mucho menos se reía. Las damas ocupaban el estrado, los
caballeros el resto de la sala y las conversaciones eran tan sosas como los reires-
cos. Si alguien tocaba el clave o la guitarra, la tertulia se animaba un poco, pero
pronto volvía a reinar el más soporífero decoro. Se bailaba un minueto; entonces
los amantes podían saborear las platónicas e ideales delicias que resultaba de to­
carse las yemas de los dedos, y después de muchas cortesías al son de la música,
reinaba de nuevo el decoro, que era una deidad parecida al silencio» (Claro,
1979: 44).
No ha quedado constancia del repertorio de canciones que se interpretaban
en las tertulias, pero entre las danzas de origen peninsular se menciona el fan­
dango, la seguidilla, el zapateo, el bolero y la tirana; entre los bailes criollos figu­
ran lanchas, cachuas, yaravíes, tonos y bailes, junto a rumbas, calendas y bongó,
o al verde, chocolate y sombrerito; éstos alternaban, en saraos y tertulias, con la
gavota, el passepied, el minueto y las contradanzas, con sus típicas figuras en
círculo o calle, que formaban grupos de tres, estrellas, ruedas, cruzamientos, ca­
denas, arcos, molinetes, cruces, espejos o paseos, muchas de las cuales pasaron a
las danzas folklóricas.
La contradanza inglesa, country dance, generó el cielito y la media caña; la
contradanza francesa, en cambio, generó el cotillón, las cuadrillas y los lanceros
(Ayestarán, 1953: 458). En Cuba, la aparición de la contradanza «es de capital
importancia para la historia de la música cubana, ya que la contradanza france­
sa fue adoptada con sorprendente rapidez, permaneciendo en la isla, y transfor­
mándose en una contradanza cubana, cultivada por todos los compositores crio­
llos del siglo XIX, que pasó a ser, incluso, el primer género de la música de la isla
capaz de soportar triunfalmente la prueba de la exportación. Sus derivaciones
originaron toda una familia de tipos, aún vigentes. De la contradanza en 6 por 8
—considerablemente cubanizada— nacieron los géneros que hoy se llaman la
clave, la criolla y la guajira. De la contradanza en 2 por 4, nacieron la danza, la
habanera y el danzón, con sus consecuentes más o menos híbridos» (Carpentier,
1946: 129). La música de salón y la danza que allí se practicaban originaron
muchas de las especies de música popular latinoamericana y caribeña de nuestro
tiempo.

Cantos de la tierra

La herencia musical mestiza, con sus tradiciones milenarias, era tolerada con be­
nevolencia oficial y mencionada, en referencias casuales, como bailes de la
tierra. Éstos constituyen los fundamentos de las especies folklórica del continen­
te, que le otorgan su sello de identidad característica. El ejemplo más señalado
598 SAMUEL CLARO VALDÉS

de esta refinada herencia es, a nuestro juicio, la chilena o cueca, el canto poético
más representativo y monumental del Nuevo Mundo, que se preserva hasta hoy,
con diferentes nombres, desde México hasta Chile. De origen arábigo-andaluz,
se caracteriza por una compleja estructura poético-musical, impostación de la
voz cuyos fundamentos se remontan a Ziryab (f ca. 850), y por relaciones mate­
máticas entre sílabas, sonidos y coreografía que siguen las leyes cosmológicas de
la «música de las esferas* de los antiguos tratadistas.
Un extraordinario documento de la música mestiza del siglo XVffl ha llegado
hasta nosotros gracias a la ilustrada visión del obispo Baltasar Jaime Martínez
Compañón (1738-1797), nombrado por el papa Pío VI obispo de Trujillo, al
Norte de Lima, donde fue consagrado en 1779. Entre 1782 y 1785 visitó per­
sonalmente la integridad de su vasta diócesis, en un áspero peregrinar desde la
costa del Pacífico hasta las profundidades de la selva amazónica, anotando sus
observaciones sobre antropología, arqueología, costumbres, flora, fauna, agri­
cultura, demografía, cartografía, urbanismo y música, en sus Estampas gráficas
de Trujillo, Perú. 1778-1788, actualmente en la Biblioteca de Palacio, en Ma­
drid. Las láminas dedicadas a danzas e instrumentos musicales ilustran el propó­
sito taxonómico del obispo, quien trató de mostrar, como un complemento co­
reográfico a las 19 obras transcritas, cada tipo de danza que vio durante su
visita, y sus respectivos instrumentos acompañantes. Hay danzas asociadas con
antiguas temáticas tradicionales —algunas todavía vigentes, como la de los Doce
Pares de Francia—, tribus precolombinas, esclavos negros, juegos peninsulares,
carnaval, indios y hasta pájaros y animales. Los instrumentos representados son
el laúd, el arpa, el violín, la guitarra, las flautas de pistón usadas en carnaval, la
quijada de caballo, el bombo, la flauta y el tambor, las zampoñas o flautas de
Pan, un erke —utilizado en la actualidad en Bolivia y Argentina—, así como cas­
cabeles, calabazas y marimbas. La asociación de instrumentos musicales con di­
ferentes tipos de danzas no es de ningún modo casual, tal como la marimba para
una danza de negros, espuelas en la danza de los Doce Pares de Francia, flautas
de pistón para carnaval, cascabeles con ciertos animales, o flautas de Pan con in­
dígenas andinos. Si analizamos el texto y la estructura musical de estas obras, y
si las despojamos de sus violines barrocos y sus bajos continuos italianos, encon­
traremos claras huellas de influencias arábigo-andaluzas en la melodía y poesía,
y raíces de especies musicales tradicionales aún vigentes en nuestro continente
(Claro, 1980).
La influencia africana en la música latinoamericana es un tema de tal vaste­
dad, que no puede ser tratado en este breve panorama. Durante el siglo xvni, el
villancico de negros, que utilizaba, en el texto, el incipiente y deformado español
del esclavo africano, era un repertorio obligado en los maitines de Navidad y
otras fiestas religiosas y populares. Una descripción contemporánea de la música
de los negros bozales, es decir, aquellos que formaban el cuerpo de criados rura­
les y domésticos, fue publicada por Jacinto Calera y Moreira, bajo el pseudóni­
mo de Hesperióphylo, en el Mercurio Peruano de junio de 1791: «La música de
los bozales es muy desapacible. El tambor es su principal instrumento: el más
común es el que forman con una botija, o con un cilindro de palo hueco por
adentro. Los de esta construcción no los tocan con baquetas, sino los golpean
LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD HISPANO-LUSO-AMERICANA 599

con las manos. Tienen unas pequeñas flautas, que inspiran con las narices. Sacan
una especie de ruido musical, golpeando con una quijada de caballo, o borrico,
descarnada, seca, y con la dentadura movible: lo mismo hacen frotando un palo
liso con otro entrecortado en la superficie. El instrumento que tiene algún asomo
de melodía, es el que llaman Marimba.» En cuanto al baile, considera que los
bailarines realizan «contorsiones ridiculas» siguiendo el compás con «las pausas
que hacen los que cantan alrededor del círculo» (Claro, 1974: LXXV).
La música de América Latina presenta, sin duda, más rasgos comunes que
distintivos, que permiten reconocer la herencia transmitida desde Europa, Asia y
África con gran homogeneidad en la inmensa vastedad del continente. También
hay rasgos distintivos en aquella música que, si bien ha nacido de un tronco co­
mún, ha logrado un alto nivel de mestización y de creación de fórmulas propias
que la caracterizan. Por último, hay que reconocer aquellos rasgos originales,
propios y únicos que el nuevo continente aporta a la música universal y que son,
precisamente, los que hirieron la sensibilidad renacentista del descubridor, cuyos
vestigios son hoy estudiados y recogidos como preciados tesoros.
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ÍNDICE TOPONÍMICO

Abancay: 222 368, 372, 377, 386, 407, 410, 433,


Abranles: 46 456, 457, 476, 507, 511, 520, 521,
Acámbaro: 173, 177, 201 523, 525, 526, 534, 540, 543, 546,
Acanetango: 539 553, 555, 558, 562, 566, 567, 570,
Acapuico: 188, 195, 201, 207, 223, 287, 571, 573, 574, 575, 576, 577, 578,
289 579, 580, 583, 587, 589, 592, 596
Acatepec: 537 — América central: 68, 77,208, 289,
Acayucan: 206 303, 407,413,481
Acolman: 410 — América del Norte: 164, 165,
Acos: 446 461,527
África: 39, 44, 49, 50, 54, 57, 89, 96, — América del Sur: 220, 549, 595
149, 154, 162, 164, 165, 266, 298, — América española: 127, 164, 188,
310 385, 466,471,561,581,599 319, 359, 365, 368, 372
— África portuguesa: 280 — América hispana: 95, 96, 478,
Aguascalientes: 203 503, 533
Ajudá: 54, 61 — América Latina: 85, 87, 91, 98,
Al-Andalus: 106 180,183,189,208,301,305, 319,
Álamos: 425 321,322, 325, 375, 377, 397,403,
Álamos, Los: 290 404,457,511,513,580, 599
Alausi: 242, 243, 439 — América portuguesa: 55, 97, 99,
Alcalá: 483 165, 266, 299, 300, 459, 463,
Alemania: 35 464,472
Almadén, minas de: 219 — Ccntroamé rica: 77, 85, 207, 238,
Almolonga: 539 239, 408, 523, 585
Altos de Jalisco: 203 — Hispanoamérica: 144, 170, 251,
Amapá: 54, 60 254, 290, 307, 313, 319, 383,
Amapá, río: 36 423, 440, 456, 484, 497, 512,
Amazonas, río: 36, 95, 431, 508, 583 514, 519, 520, 522, 526, 528,
Amazonia: 38, 353, 383, 431 530, 531,561,590
Ambato: 243, 439, 440 — Iberoamérica: 71,476, 485, 535
América: 17, 18, 19, 23, 24, 25, 26, 28, — Latinoamérica: 81, 398
29, 30, 34, 35, 39, 41, 67, 68, 69, 70, — Mesoamérica: 118, 170, 302,
72, 73, 83, 89, 95, 102, 105, 127, 303,318, 457
146, 149, 180, 235, 248, 251, 252, — Sudamérica: 179, 233, 303, 540,
253, 256, 257, 258, 259, 261, 264, 546
266, 267, 312, 320, 325, 326, 334, Amsterdam: 164
336, 340, 342, 343, 347, 350, 366, Anáhuac: 524
648 ÍNDICE TOPONÍMICO

Ancash: 450 Atlántida: 571


Andahuaylas: 441 Atlixco, valle de: 106, 114, 118
Andalucía: 29 Australia: 109, 508
— Baja Andalucía: 19 Ayacucho: 417
Andamarcas: 442 Azangaro: 441, 445, 447
Andes: 70, 87, 131, 169, 170, 179, 302, Azores: 33, 58, 64, 229
303, 317, 318, 321, 366, 367, 398,
430, 431,442, 457 Babahoyo, ruta de: 242
Angaraes: 443 Ba^aim: 55
Angola: 33, 40, 53, 54, 55, 61, 62, 64, Bahamas: 68, 213,
162, 165, 465 Bahía: 55, 57, 61, 64, 65, 69, 76, 83, 90,
Ano Bom: 41, 61 149, 151, 156, 160, 161, 163, 190,
Anta: 441 229, 266, 267, 268, 271, 297, 358,
Antequera: 239, 395, 396,452 364, 380, 399, 461, 464, 465, 466,
Antigua: 80, 206, 210, 534, 540, 546 467, 468, 469, 472, 484, 534, 539,
Antillas: 17, 18, 189, 212, 215, 223, 561,566, 585,586, 592, 595
305, 377 Bajío: 172, 201,380, 393,413
— Antillas menores: 68 Baltimore: 217
— Antillas españolas: 92 Baracoa: 289
— Antillas francesas: 213, 215 Barbacoas: 289
Barbados: 210, 380
— Antillas holandesas: 210
Barcelona: 216
— Antillas inglesas: 213
Barcelos: 65
— Grandes Antillas: 244, 245
Barichara: 454
Antioquía: 198, 217, 234, 289, 382
Barinas: 289
Apolobamba: 190
Barlovento, islas de: 25, 85
Aragón: 18, 329, 331
Batabano: 289
Ara$aí: 58
Batopilas: 204
Araucania: 306, 421, 422
Baviera: 550
Arequipa: 221, 238, 289, 380, 392, 414,
Bayamo: 289, 333
417, 446, 454, 543, 546, 585 Belém: 59, 358
Argentina: 68, 92, 101, 302, 304, 306, Belice: 209
307, 308, 309, 310, 311, 312, 314, Benguela: 55, 469
315, 316, 317, 318, 320, 321, 322, Bío Bío, río: 421,428, 429, 430
408, 424, 504, 530, 541, 548, 554, Bissau: 60, 61
585, 590, 595, 598 Bogotá: 81, 219, 242, 287, 288, 290,
Arica: 235, 289,414, 420, 446 383, 455,514,553,587
Arica, Altos de: 419, 421 Bohemia: 550
Arispe: 289, 290 Bolaño: 289
Atizona: 426 Bolaños: 428
Arizpc: 239 Bolivia: 68, 128, 258, 309, 313, 314,
Arraial do Tijuco: 152 315, 368, 407, 441, 541, 546, 550,
Arraiai do Tejuco: 594 554, 556, 559, 561, 562, 585, 590,
Arraial Novo: 462 596, 598
Arroyo Arenas: 289 Bolonia: 526
Arroyo Blanco: 289 Boston: 377
Arroyo de Daimar: 433 Brasil: 33, 34, 35, 38, 39, 40, 42, 43, 45,
Asia: 17, 53, 62, 162, 165, 266, 599 46, 47, 48, 49, 50, 53, 54, 55, 56,
Asunción: 80, 240, 452, 485, 585 57, 58, 59, 60, 61, 62, 64, 65, 68,
Atacama: 416, 419 70, 73, 76, 83, 84, 87, 88, 91, 93,
Atacantes, puerto de: 243 95, 97, 98, 99, 100, 133, 149, 151,
Atlántico: 19, 54, 61, 82, 161, 162, 207, 154, 158, 160, 161, 162, 163, 164,
249, 257, 298, 303, 318, 382, 383, 165, 170, 179, 181, 190, 222, 223,
385,432 226, 227, 228, 229, 233, 248, 265,
ÍNDICE TOPONÍMICO 649

266, 267, 271, 276, 281, 297, 298, 336, 338, 343, 347, 354, 380, 391,
299, 300, 303, 305, 306, 307, 308, 393, 402, 404, 453, 520, 585, 587,
309, 311, 312, 313, 314, 315, 316, 594
317, 319, 320, 321, 322, 323, 352, Carangas: 128, 289
353, 364, 368, 371, 372, 374, 377, Caráquez, bahía de: 242
383, 385, 395, 432, 461, 473, 482, Carhuamayo: 443
484, 486, 505, 506, 507, 515, 539, Caribe, islas del: 17
552, 561, 563, 583, 585, 586, 590, Caribe: 25, 74, 114, 165, 289, 290, 293,
591, 592, 593, 595 304, 305, 307, 310, 312, 321, 325,
Buenos Aires: 21, 57, 82, 94, 101, 121, 326, 329, 331, 338, 540, 549, 574,
123, 126, 128, 161, 172, 180, 189, 584,585
221, 224, 233, 235, 236, 240, 243, Carmen, presidio del: 289, 293
248, 249, 258, 262, 263, 288, 289, Carmen de Patagones: 249
290, 292, 295, 303, 304, 305, 307, Carolina del Sur: 210
308, 310, 312, 313, 314, 317, 319, Caroní, río: 510
321, 322, 336, 338, 343, 346, 348, Carpinteros, Los: 112
378, 380, 382, 383, 395, 399, 403, Cartagena: 177, 188, 189, 213, 219,
422, 431, 432, 433, 441, 448, 452, 234, 243, 288, 289, 295, 304, 325,
454, 485, 487, 490, 491, 494, 495, 326, 330, 331, 336, 338, 340, 342,
498, 504, 507, 514, 525, 529, 541, 347, 377, 380, 382, 383, 386, 448,
548, 549, 579, 585 449,455, 546
Cartagena, bahía de: 329
Cabo Verde: 33, 54, 60 Cartagena de Indias: 244, 257, 329, 343,
Cacheu: 60 541, 549
Cádiz: 18, 20, 21, 27, 29, 194, 195, 213, Cartago: 80, 289
340, 342, 520, 575 Casanare: 550
Cáete: 462 Castilla: 268, 287, 329, 347, 367, 420,
Cailloma: 128, 133,221 478, 480, 494
Cajamarca: 72, 221, 380, 441, 442, 543 Castillo de San Felipe: 329
Cajamarquilla: 432 Castrovirreyna: 128, 129, 289
Cali: 402 Catamarca: 178, 190, 289, 382
California: 85, 248, 368, 592, 594 Cauca, río: 219
— Baja California: 408 Caybaté: 433
— Nueva California: 409 Ceará: 161
— Vieja California: 239,409 Ceilán: 53
Callao, El: 21, 190, 235, 382, 444, 508, Celaya: 201
541, 543, 549 Cerro Chonta, minas de: 221
Camagüey: 289 Cerro de la Sal: 457
Camino Real Bajo: 207 Cerro Rico de Potosí: 128, 129, 133,
Camino Real de la Sierra: 242 142, 144, 549, 555
Campeche: 207, 213, 239, 287, 289, Chaco: 305, 308, 366, 430, 431
290, 304, 347, 435 Chambo: 440
Campos Gerais: 162 Chapala, lago: 204
Canadá: 331 Charcas: 70, 82, 198, 232, 235, 236,
Canarias, islas: 27, 213, 244, 342 238, 240, 241, 243, 289, 350, 418,
Canas: 444, 445 446, 447,452,484, 494, 546, 548
Canchis: 444, 445 Chad: 55
Cancuc: 436 Chesapeake, bahía de: 212
Candelaria: 504 Chiapas: 80, 209, 239, 240, 289, 408,
Canoa, La: 242 434,435
Cantón: 56 Chichas: 419
Caracas: 81, 84, 184, 194, 217, 218, Chile: 24, 26, 29, 68, 70, 72, 85, 101,
223, 234, 239, 240, 244, 245, 246, 172, 183, 188, 189, 190, 194, 198,
258, 261, 262, 263, 289, 292, 326, 221, 222, 223, 224, 235, 238, 258,
650 ÍNDICE TOPONÍMICO

262, 288, 297, 303, 304, 305, 307, Cósala: 290


308, 309, 311, 312, 314, 315, 316, Cosamaloapan: 206
321, 322, 348, 368, 408, 409, 413, Cosiguirachi: 204
422, 424, 428, 429, 448, 452, 454, Costa da Mina: 54, 161, 465
492, 531, 535, 554, 571, 585, 590, Costa de los Mosquitos: 209
594, 598 Costa Rica: 80, 183, 209, 239, 240, 526
Chiloé: 238, 289, 295, 304 Cotabambas: 441, 442
China: 44, 56, 63, 164 Coxe: 22
Chihuahua: 204, 239, 289, 290 Cuajara: 450
Chinchasuyo, ruta del: 242 Cuba: 25, 31, 68, 84, 85, 92, 183, 184,
Chipilapa: 435 190, 207, 213, 215, 257, 261, 263,
Chiquitos: 550 287, 289, 290, 293, 302, 304, 305,
Chocó: 234 306, 307, 308, 309, 310, 311, 312,
Choqueyapu, río: 447 314, 316, 317, 318, 320, 321, 323,
Chota, valle del: 450 331, 334, 335, 336, 343, 346, 347,
Chucuito: 128, 289 390, 449, 451, 483, 492, 529, 585,
Chui: 65 590
Chuquisaca: 172,414, 415, 541 Cubulco: 203
Ciudad de Guatemala: 80 Cuenca: 177, 178, 241, 242, 243, 354
Ciudad de México: 79, 101, 105, 141, Cuencamc: 204
176, 177, 182, 183, 188, 201, 287, Cuiabá: 58, 149, 151, 153, 157, 163,
288, 289, 295, 303, 304, 308, 377, 358
378, 380, 389, 393, 395, 396, 397, Cumaná: 234, 245, 289, 338, 340, 343,
398, 399, 401, 402, 404, 407, 411, 348
427, 448, 585 Curasao: 215, 305
Ciudad Real: 435, 436 Cúrvelo: 459, 470
Ciudad Vieja: 539, 540 Curitiba: 149, 161
Cobras, isla de: 40 Cuyo: 82, 223, 235, 240, 357,422
Coatzacoalcos: 213 Cuzco: 170, 171, 172, 173, 174, 177,
Cochabamba: 172, 178, 179, 240, 289, 179, 222, 238, 240, 242, 248, 258,
380,441, 442, 443, 550, 562, 591 289, 294, 354, 357, 359, 360, 365,
Codpa:419, 421 380, 383, 398, 414, 415, 441, 442,
Cohauila: 189, 204, 206,239 444, 445, 446, 447, 448, 454, 457,
Coimbra: 40, 48, 50, 51, 278, 280, 472, 533, 546, 554, 555, 557, 558, 573,
505 585, 587, 588, 590, 591
Collao: 446, 544
Collasuyo: 544 Dahomey: 212
Colombia: 68, 93, 233, 242, 257, 368, Damáo: 55
408, 519, 543, 553 Darién: 234
Colotlán: 412, 424 Diamantina: 561, 594
Columbe: 439, 440 Dili: 63
Comayagua: 240, 289 Diu: 55
Combepata, río: 446 Dominica: 212, 213
Concepción: 238, 289, 304, 380, 428, Durango: 84, 128, 189, 201, 203, 204,
430, 450, 595 239, 289, 290
Condoroma: 221
Congonhas: 463 Ecuador: 68, 221, 223, 233, 289, 315,
Congonhas do Campo: 564 368, 408, 417, 508, 522, 526, 528,
Córdoba: 82, 172, 178, 182, 190, 206, 542, 553, 559, 560, 571, 585, 590
223, 240, 383, 484, 487, 498, 541, EntreDouro: 45
585, 595 Esmeraldas, costa de las: 243
Córdoba de Tucumán: 289 España: 17, 18, 19,20,21,22,23,24,26,
Coro: 244, 289 27, 28, 30, 31, 33, 34, 37, 41,42,43,
Corrientes: 82, 223 44, 53, 56, 57, 61, 64, 65, 73, 74, 77,
ÍNDICE TOPONÍMICO 651

83,91,133, 164,180, 187, 188, 189, 248, 289, 290, 308, 380, 391, 397,
218, 219, 245, 251, 256, 259, 285, 398, 409, 410, 413,424, 427, 538
286, 289, 290, 291, 294, 295, 299, Guadalupe: 187
302, 304, 305, 306, 310, 313, 317, Guaira: 432
318, 325, 329, 331, 340, 342, 347, Guaira, La: 27, 213, 289, 340
349, 352, 353, 358, 368, 382, 385, Guamotc: 439, 440
393, 409, 423, 432, 434, 435, 436, Guanabacoa: 289
442, 453, 454, 455, 461, 475, 476, Guanajuto: 79, 128, 133, 139, 201, 239,
480, 492, 494, 500, 507, 510, 512, 289
513, 517, 518, 519, 523, 524, 525, Guanajuato: 203, 238, 289, 380, 408,
526, 528, 531, 535, 559, 568, 573, 409,410, 438
574,575,583, 585,588 Guano: 440
Española, La: 289, 290, 293, 305 Guantánamo: 289
Espirito Santo: 149 Guaporé: 149
Estados Unidos: 28, 42, 215, 217, 302, Guaranda: 242
307, 321,322, 426, 567 Guarisamey: 204
Europa: 17, 34, 40, 41, 127, 155, 161, Guasuntos: 440
162, 164, 165, 170, 172, 215, 219, Guatemala: 80, 85, 178, 183, 203, 207,
244, 285, 293, 296, 301, 302, 326, 209, 223, 239, 240, 261, 289, 347,
340, 342, 343, 377, 380, 385, 387, 353, 379, 400, 413, 434, 435, 436,
397, 470, 517, 518, 520, 521, 523, 437, 492, 494, 495, 508, 527, 528,
524, 525, 530, 535, 559, 569, 572, 534, 539, 541, 546, 585, 586, 587,
574, 575, 584, 586, 599 588, 590, 592
Évora: 48, 50,52, 587 Guayaibití: 452
Guayanas: 6
Fernando Poo, isla de: 41, 61 Guayana, La: 233, 234, 244, 245, 289,
Filadelfia: 215, 217 340, 343, 348, 354
Filipinas, islas: 57, 183, 223, 290, 293, Guayaquil: 29, 81, 188, 189, 190, 223,
304, 362, 508, 536, 590 234, 242, 243, 289, 290, 315, 336,
Flores, isla de las: 56 348, 391, 423, 450, 453, 526, 549
Florida: 22, 30, 207, 288, 293, 304, 331, Guayas, río: 242, 583
337, 346, 566, 590 Guerrero: 118
Francia: 17, 21, 22, 23, 26, 27, 29, 33, Guinea: 33, 54, 60
34, 35, 36, 37, 39, 42, 43, 46, 48,
57, 64, 229, 305, 307, 309, 461, Habana, La: 22, 23, 81, 102, 184, 190,
492, 527 207, 213, 214, 237, 287, 288, 289,
Fuerte, río: 425 293, 295, 325, 326, 328, 331, 337,
338, 342, 343, 346, 347, 354, 362,
Genova: 494 377, 380, 383, 391, 399, 428, 449,
Ghana: 225 450, 451,529, 541,585
Gila, río: 426 Habana Vieja, La: 546
Goa: 55, 56, 62, 63 Haití: 29, 68, 229, 304, 307, 567, 581
Goiás: 58, 59, 149, 151, 153, 154, 157, Holanda: 17, 57, 64, 184, 305
160, 163, 227, 267, 272, 353, 358, Holguín: 289
385 Honda: 289
Golfo Pérsico: 44, 53, 55 Honduras: 22, 209, 239, 240
Granada: 212, 213, 258, 483 Hornos, cabo de: 19, 224, 508
Gran Bretaña: 17, 19, 22, 23, 28, 30, Huacanvelica: 172, 221, 238, 389, 414,
164, 233, 301, 305, 307, 310, 331, 415, 441,442
454 Huacho: 591
Grao Para: 38, 60, 65, 227, 228, 266, Hualgayoc: 136, 142, 144, 221
271,272, 280,298 Huallaga: 431
Guadalajara: 84, 101, 128, 178, 187, Huallanca: 221
189, 190, 201, 203, 239, 246, 247, Huamachuco: 443
652 ÍNDICE TOPONÍMICO

Huamanga: 172, 177, 238, 289, 414, 441 387, 395, 396, 397, 398, 399, 401,
Huariquite: 446 402, 403, 414, 442, 445, 446, 447,
Huehuetán: 435 450, 452, 453, 454, 484, 507, 518,
520, 525, 546, 547, 550, 553, 558,
lea: 221 559, 561, 577, 585, 588, 589, 590,
Ilabe: 559 591,595,598
India: 17, 33, 36, 44, 47, 54, 56, 62, 149, Linares: 354
165,212, 331 Lipez: 419
— Insulindia: 53 Lisboa: 33, 34, 36, 37, 38, 46, 47, 52,
Indias: 17, 18, 19, 24, 27, 71, 232, 237, 55, 57, 62, 164, 270, 271, 273, 274,
238, 246, 248, 254, 258, 286, 287, 275, 297, 298, 299, 314, 352, 353,
288, 289, 291, 293, 294, 297, 349, 374, 383,467, 468, 588, 593
350, 352, 353, 360, 492, 493, 549, Loja: 242
568 Londres: 22, 36, 37, 48, 164, 180, 227,
— Indias españolas: 19, 231, 285, 256, 529,530
293 Loreto: 550
— Indias orientales: 17 Luanda: 55, 61
índico: 55 Lucanas: 441
Inglaterra: 17, 21, 22, 23, 33, 34, 36, 42, Lucea: 213
46, 49, 57, 64, 161, 164, 181, 215, Luisiana: 30, 205, 237, 288, 293, 295,
227, 229, 331,454, 461,531 304, 343, 347, 590
Islas Británicas: 212
Ipanema: 151 Macao: 33, 53, 54, 56, 63, 64
Italia: 164, 229, 494, 525 Macuilxóchitl: 438
Madeira: 33, 58, 64
Jalapa: 20, 206 Madrid: 27, 29, 34, 35, 36, 184, 294,
Jamaica: 68, 209, 212, 213, 215, 305, 304, 340, 347, 349, 350, 383, 387,
310,380, 383 478,488,494,518, 598
Japón: 44, 53, 164 Magallanes, estrecho de: 249
Jaruco: 449 Magdalena, río: 219
Jauja: 144, 442, 443, 594 Magote: 454
Jesús de Machaca: 419 Magreb: 60
Jesús del Monte: 451 Malaca: 44, 56
Jolalpan: 537 Málaga: 30
Jujuy: 190, 367, 431 Maldonado: 289
Juli: 559 Mallorca: 27
Malvinas, islas: 233,249, 368, 508
Lagoa dos Patos: 58 Manaos: 65, 385
Lagos: 203 Manila: 22, 195, 289
Laja, La: 430, 544 Manoa: 431
Lambayeque: 224, 442 Mapimi: 204
Lampa: 445 Maracaibo: 213, 234, 244, 245, 289,
Laponia: 508, 574 338, 340, 343, 348, 455
Larantuca: 56 Maranháo: 60, 65, 227, 228, 229, 298,
Larecaja: 418, 419 358
Latacunga: 243 Marañón: 38, 57, 59, 64, 266, 271, 280
León: 201 Maras: 444
León de Nicaragua: 289 Margarita: 245, 348
Lima: 21, 23, 29, 30, 81, 82, 177, 190, Margarita, isla: 25, 215, 234
194, 195, 221, 223, 224, 232, 233, Mariana: 58, 59, 157, 358, 467, 471,
237, 238, 242, 252, 262, 263, 287, 561,562
288, 289, 290, 291, 292, 294, 295, Marinilla: 219
304, 313, 336, 343, 347, 350, 351, Martinica: 212
353, 354, 359, 362, 365, 380, 382, Matanzas: 289
ÍNDICE TOPONÍMICO 653

Matapáo, cabo de: 37 Módena: 526


Mato Grosso: 42, 58, 59, 149, 151, 153, Mollcambato: 439
154, 155, 157, 160, 161, 163, 227, Monomotapa: 149
267, 272, 353, 385 Montcgo Bay: 213
Maynas: 550 Montevideo: 94, 180, 248, 289, 304,
Mazagáo: 54, 60 549, 585
Mazapil: 189 Monterrey: 189, 524
Medellín: 289, 382 Montpcllicr: 505
Mediterráneo, mar: 36 Montserrat: 210, 380
Mendoza: 223, 235, 289, 383 Morelia: 585
Mérida: 206, 239, 244, 289, 290, 354, Morclos: 410, 411
438, 455 Moqucgua: 446
México: 23, 24, 25, 27, 29, 30, 31, 68, Morro de Santa Ana: 153
70, 77, 79, 81, 84, 85, 91, 95, 99, Morro Vermelho: 467
101, 105, 107, 128, 131, 132, 133, Mosquitos: 289
136, 139, 173, 185, 186, 187, 188, Motocachi: 450
189, 194, 195, 201, 203, 206, 207, Moxos: 248, 550, 552, 595
231, 233, 238, 239, 241, 246, 247, Mozambique: 54, 61, 62, 64
248, 261, 262, 263, 287, 288, 289,
290, 291, 292, 293, 294, 295, 296, Nacimiento: 429
297, 306, 307, 308, 336, 338, 340, Nápolcs: 492, 493, 494
343, 346, 347, 353, 357, 359, 362, Naranjal: 242
368, 372, 378, 389, 397, 398, 399, Nayarit: 427
407, 408, 409, 410, 413, 424, 425, Nayarit, sierra de: 412
426, 428, 435, 483, 484, 489, 494, Nazca: 221
502, 512, 519, 520, 522, 523, 524, Negrete: 429, 430
526, 530, 533, 534, 535, 536, 539, Nepeña, valle de: 450, 451
540, 541, 553, 561, 568, 571, 577, Nevis: 210, 380
585, 587, 589, 590, 598 Nicaragua: 70,209, 210, 239, 240, 540
México, golfo de: 325, 338, 346 Nigeria: 225
México, valle de: 410 Ninacaca: 443
Mextitlán: 424 Nombre de Dios: 204
Mezquital, valle del: 105, 106, 107, 311, Nossa Senhora do Ribeiráo do Carmo:
312, 314, 315, 316, 317, 318, 319, 58
320, 321 Nova Colonia do Sacramento: 432
Michoacán: 84, 201, 203, 204, 239, 289, Novitas: 289
410,413 Nueva Andalucía: 245
Milán: 494 Nueva Barcelona: 245
Mina: 64 Nueva California: 239
Minas de Ouro: 58, 157, 267 Nueva Galicia: 143, 239, 246, 247, 409,
Minas Gerais: 47,58,59,64, 99, 149, 151, 410,412, 424, 427
152, 153, 154, 156, 157, 158, 159, Nueva Granada: 25, 81, 144, 170, 172,
160, 161, 162, 179, 181, 182, 191, 177, 178, 183, 189, 190, 198, 217,
225, 227, 228, 229, 267, 353, 358, 221, 233, 241, 261, 289, 290, 291,
383, 385, 459, 460, 461, 462, 463, 297, 336, 338, 339, 343, 347, 348,
467, 469, 470, 471, 473, 534, 561, 353, 402, 408, 412, 448, 449, 454,
562,583,585,590,592, 593,594 456, 490, 500, 509, 553, 575, 581
Minas Novas: 149, 153 Nueva España: 20, 21, 24, 25, 27, 76,
Minho: 45 99, 121, 122, 125, 127, 128, 131,
Miño, río: 225 137, 141, 144, 145, 146, 169, 170,
Misiones: 190, 223, 248, 306, 308, 408, 171, 172, 173, 180, 183, 184, 186,
432 187, 189, 190, 195, 198, 200, 201,
Misque: 414 202, 203, 217, 223, 233, 238, 239,
Mixteca: 186 240, 248, 257, 258, 261, 288, 289,
654 ÍNDICE TOPONÍMICO

291, 293, 294, 295, 296, 297, 299, Panamá, istmo de: 80
303, 311, 338, 348, 352, 353, 377, Pará: 59, 64, 163, 228, 229
392, 393, 407, 408, 409, 412, 424, Paraguay: 68, 70, 82, 190, 222, 235,
428, 436, 438, 456, 490, 508, 517, 240, 289, 304, 305, 383, 396, 408,
526, 536, 539,575, 585 432, 433, 452, 485, 534, 551, 552,
Nueva Extremadura: 204 585, 590, 595
Nueva Filipinas: 289 Paraguay, río: 432, 596
Nueva Orleans: 207, 354, 433 — Alto Paraguay: 432
Nueva Vizcaya: 410 Paraíba: 227, 280, 298, 464, 465
Nueva York: 215, 377, 525 Paraná: 353, 432
Nueva Zelanda: 508 Paraná, río: 368, 432, 491, 550, 596
Nuevo León: 204, 206, 239 — Alto Paraná: 432
Nuevo México: 239, 248 Paranaguá: 149, 161,163
Nuevo Santander: 204, 239 París: 36, 48, 508, 518, 520, 525, 575
Parral: 79, 172, 204
Oaxaca: 79, 84, 186, 190, 203, 206, Paruro: 446
239, 289, 395, 396, 397, 399, 408, Pasco: 128, 133, 221,236, 289
409,410, 411,412, 413, 585, 587 Pasco, cerro de: 136, 142, 144
Oaxaca, valle de: 438 Pasto: 242, 243
Ocaña: 340 Patagonia: 248, 249, 305, 306, 308, 368,
Ococingo: 436 421,430, 508
Ocotlán: 536 Patía, río, valle del: 449
Oiapoque, río: 36 Pátzcuaro: 438
Olinda: 358, 364, 463, 464, 465, 585 Paz, La: 128, 172, 178, 240, 289, 414,
Omoa: 340 415, 444, 446, 447, 448, 454, 546,
Oporto: 39, 164 556, 558, 591
Opoteca: 209 Península Ibérica: 127, 193, 194, 251,
Orinoco, río: 85, 368, 510, 550, 583 285 387 493
Orinoco, llanos del: 244 Pernambuco: 46, 57, 64, 69, 73, 90, 149,
Orizaba: 182, 187, 206 227, 229, 267, 280, 298, 463, 464,
Oruro: 126, 128, 133, 172, 221, 289, 484, 585, 586
377,419,421,446 Perú: 19,21,24,25,26,35,68, 70, 84, 85,
Otavalo: 439, 440 100, 128, 133, 142, 144, 172, 173,
Otumba: 410 183, 184, 188, 189, 193, 198, 222,
Otuzco: 443, 444 223, 235, 236, 237, 238, 240, 241,
Ouro Preto: 386, 395, 462, 463, 468, 256, 262, 287, 288, 289, 290, 291,
534, 561,562, 564,593 293, 294, 295, 297, 299, 303, 306,
Oviedo: 445, 569 307, 309, 311, 312, 314, 316, 317,
320, 322, 338, 348, 366, 368, 377,
Pacajes: 447 378, 383, 392, 408, 414, 440, 443,
Pachuca: 128, 289 444, 448, 450, 452, 508, 510, 514,
Pacífico: 19, 20, 29, 131, 204, 209, 223, 523, 525, 543, 547, 550, 554, 557,
235, 240, 243, 289, 303, 304, 396, 559, 561, 585, 588, 590,591,594
421, 508, 549 — Alto Perú: 126, 128, 133, 142,
Países Bajos: 301 172, 183, 190, 221, 222, 236,
Pambamarca: 445 289, 290, 309, 311, 313, 315,
Pampa, La: 306, 430 408, 409, 443, 444, 445, 446,
Pampajasi: 447 448, 457, 494
Pamplona: 289 — Bajo Perú: 128, 142, 144, 183,
Pangim: 62 236, 289, 290, 303, 444
Panaguire: 453 Peten: 207
Panamá: 21, 70, 80, 188, 233, 235, 243, Piauí: 228
288, 289, 295, 326, 336, 338, 340, Picchu: 445, 446
343, 347, 376, 541,549, 588 Pimcría Alta: 412, 425, 426
ÍNDICE TOPONÍMICO 655

Piratininga: 83 Quebec: 377


Pirineos: 492 Quechereguas: 428
Pisac: 453 Querétaro: 79, 99, 173, 175, 176, 177,
Pisco: 221 179, 187, 189, 201, 204, 380, 397,
Pitangui: 47, 58 399
Planalto: 83 Quisteil: 437, 438
Plata, La: 84, 172, 183, 258, 305, 313, Quito: 25, 70, 81, 84, 85,101, 169, 172,
353,447,490, 585, 587, 588 173, 177, 178, 179, 183, 190, 234,
Plata, La, río: 35, 36, 57, 58, 65, 107, 241, 242, 243, 258, 261, 289, 290,
484 292, 304, 316, 343, 348, 351, 380,
Polo Norte: 508 402, 439, 440, 448, 449, 450, 451,
Polonia: 329 454, 456, 457, 483, 484, 508, 526,
Pomallacta: 439 542, 553, 559, 561, 575, 579, 585,
Ponchoy, valle de: 539 587, 588
Popayán: 198, 219, 234, 289, 337, 348,
402, 449 Real del Monte: 137,139
Popocateptl: 106 Recife: 58, 83, 156, 164, 385, 463, 464,
Portobelo: 21, 234, 288, 289, 380, 385 465, 585, 592
Portobello: 214 Recóncovado: 66, 162
Portovelo: 338 Recuay: 358
Portugal: 33, 34, 36, 38, 39, 42, 43, 46, Remedios: 504
47, 48, 51, 52, 53, 55, 57, 59, 61, Ribeira Grande: 60
64, 65, 73, 76, 77, 91, 151, 160, Río Colorado: 249
161, 162, 164, 181, 190, 225, 227, Rio das Mortes: 149, 462
229, 251, 265, 266, 268, 270, 298, Rio das Velhas: 149
299, 301, 304, 305, 306, 311, 319, Río de Hacha: 234
352, 364, 368, 432, 460, 461, 463, Río de Janeiro: 57, 58, 59, 64, 65, 66,
464, 470, 475, 476, 479, 480, 481, 83, 100, 156, 157, 162, 163, 164,
505,513, 562, 583, 585 227, 229, 267, 269, 271, 272, 277,
Potosí: 95, 96, 128, 131, 134, 136, 144, 358, 364, 371, 377, 380, 381, 383,
145, 146, 170, 172, 179, 221, 222, 385, 386, 395, 432, 459, 461, 462,
235, 236, 240, 289, 290, 292, 303, 465, 466, 471, 506, 561, 562, 585,
309, 312, 313, 317, 341, 343, 377, 586, 593, 594
380, 386, 402, 415, 416, 417, 420, Río de La Plata: 26, 34, 57, 70, 85, 93,
441, 444, 541, 543, 546, 548, 555, 107, 112, 115, 118, 121, 122, 124,
558, 559, 585 128, 189, 194, 221, 222, 223, 233,
Praga: 550 234, 235, 238, 240, 243, 248, 258,
Praia: 60 289, 290, 297, 348, 407, 430, 432,
Príncipe: 54, 60, 61 486,487,492, 508, 535, 583
Puebla: 84, 101, 112, 114, 178, 187, Rio do Sul: 552
190, 201, 204, 206, 238, 239, 357, Rio Doce: 149
380, 392, 398, 408, 409, 410, 438, Rio Frió: 152
536, 585, 587, 588 Río Grande: 58, 67, 163
Pueblas de los Angeles: 289, 360 Río Grande de San Pedro: 39, 58, 271
Puente Real: 455 Rio Grande do Sul: 66, 163,229, 353
Puerto Caballo: 289 Río Negro: 249, 289
Puerto Cabello: 340, 343 Río Orinoco: 234
Puerto Deseado: 249 Riobamba: 242, 439, 440
Puerto Príncipe: 289 Rionegro: 219
Puerto Rico: 25, 68, 85, 92, 183, 215, Rioja, La: 82,223, 289
245, 289, 290, 293, 295, 304, 305, Roma: 48, 76, 349, 350, 351, 352, 372,
336, 342, 346, 347, 357, 590 374, 544
Puno: 238,289, 545 Rosario: 189, 289, 290
Puquio: 441 Roseau: 213
656 ÍNDICE TOPONÍMICO

Rusia: 42 San Julián de Güimes: 289


San Lázaro: 395
Sabara: 58, 561 San Luis: 101, 266
Sacramento: 22, 35, 36, 39, 57, 58, 162, San Luis de Potosí: 128, 139, 204, 239,
248 289, 290, 393, 409,438
Sagrario: 360 San Matías, golfo de: 249
Saint Domingue: 212, 213, 215 San Miguel: 173,367
Saint George: 213 San Miguel de Molleambato: 440
Saint Kits: 210 San Miguel de Tegucigalpa de Heredia:
Saint Vincent: 212 388
Salado, río: 382,430 San Miguel de Tucumán: 240
Salamanca: 483 San Miguel el Grande: 177, 201
Salcetc: 55 San Pedro: 550
Salta: 172, 190, 240, 289, 354, 367, 382, San Phelipe: 440
431,504 San Roque: 134
Saltillo: 204, 206, 289, 290 San Salvador: 80, 209, 289
Salvador: 377, 395,459, 467, 543 San Salvador de Bayamo: 373
Salvador, El: 80, 239, 240 San Sebastián: 27, 504
Salvador de Bahía: 57, 83, 100, 161, San Vicente: 69
163, 164, 227, 266, 271, 380, 385, Sancti Spiritus: 289
468, 472 Sangarara: 445,446
Salvatierra: 201 Santa Catalina, puerto de: 249
San Agustín: 343 Santa Catarina: 58, 65, 353
San Antonio, cabo de: 249 Santa Clara: 289
San Antonio de Govea: 289 Santa Cruz de la Sierra: 235, 240, 289
San Bartolomé: 204 Santa Eulalia: 204, 586
San Bernardo de Veriz: 370 Santa Fe: 82, 85, 199, 344, 453
San Borja: 550 Santa Fe de Bogotá: 232, 233, 234, 245,
San Cristóbal: 435 289, 292, 343, 345, 353, 455, 500,
San Diego: 435 534, 585, 587
San Felipe el Fuerte: 452, 453 Santa Fe de Veracruz: 289
San Fernando de Omoa: 289 Santa Lucía: 212
San Francisco de Manoa: 431 Santa Marta: 213, 234, 338, 340, 347
San Gil: 455 Santa Rosa: 219
San Ignacio: 550 Santander: 189
San Jacinto: 450 Santiago: 238, 422, 529
San Jerónimo: 441 Santiago, isla de: 60
San José, puerto de: 249 Santiago de Chile: 82, 84, 289, 292, 304,
San José de la Pampa: 450 554, 585, 589, 592
San José d’EI Rei: 58 Santiago de Cuba: 213,287,332, 333,338,
San José do Rio Negro: 65 354,355,356,449,585, 587, 592
San José de Río Negro: 271 Santiago de Guatemala: 80, 239, 585
San Juan: 223, 289, 326, 338, 343, 347 Santiago de las Vegas: 451
San Juan de Jaruco: 289 Santiago de los Caballeros: 539
San Juan de los Lagos: 204 Santiago del Estero: 82, 223, 289, 367,
San Juan de los Remedios: 289 382
San Juan de Nicaragua: 340 Santiago, valle del río: 204
San Juan de Puerto Rico: 215 Santo Antáo: 60
San Juan del Pico: 235 Santo Domingo: 25, 68, 215, 232, 244,
San Juan del Río: 204 245, 246, 288, 293, 295, 305, 336,
San Juan, río: 209 338, 342, 343, 347, 353, 357, 360,
San Juan Ixcoy: 587 361,590
San Juan Texupan: 118 Santo Tomé: 33, 54, 55, 60, 61
San Julián: 249 Sao Francisco: 459, 469
ÍNDICE TOPONÍMICO 657

Sao Joao d’El Rei: 58, 462 Tiburón, isla del: 426
Sao Luis: 83 Tierra Caliente: 203, 204
Sao Paulo: 58, 59, 83, 99, 100, 101, 149, Tierra de Fuego: 249
157, 159, 160, 161, 163, 229, 267, Tijuco: 158
272, 358, 395, 461, 462, 585, 586 Timor: 54, 56, 63
Savannah la Mar: 213 Tinta: 431, 444, 445, 446, 523
Segovia: 340 Titicaca, lago: 445, 534, 543, 544, 545,
Senegal: 212 559
Serró Frío: 151, 153, 158,225 Tlacotalpan: 206
Setebo: 431 Tlalixcoyán: 206
Sevilla: 18, 30, 184, 194, 197, 383, 392 Tlapujahua: 141
Sicasica: 447 Tlatelolco: 391
Sinacota: 454, 455 Tlaxcala: 173, 176, 178, 239, 409,410
Sinaloa: 203, 239, 408, 424, 426, 427 Tobago: 212
Soconusco: 239 Tochimilco: 106
Socorro: 455 Tola, La, puerto de: 243
Solor: 56, 63 Toluca: 410, 411
Sombrerete: 132, 289 Tortuga, isla de: 215
Sonora: 239, 354, 408, 412, 413, 424, Trafalgar, cabo de: 22, 31
426, 427 Trás-os-Montes: 39
Sonsonate: 80, 289 Trinidad: 25, 212, 217, 245, 289, 293,
Sorata: 446, 447 550
Sotuta: 437 Trinidad, isla de: 234, 346
Sucre: 585, 588 Trinidad de Barlovento: 289
Suiza: 550 Trujillo: 142, 221, 238, 244, 289, 399,
Sunturhuasi: 555 400,414,443,455,585, 591
Surate: 55 Tucumán: 82, 178, 221, 222, 223, 235,
Surimana: 445 289, 354, 366, 368, 382, 419, 430,
484
Tabasco: 27, 207, 239, 289, 290 Tungasuca: 445
Tacna: 446 Tunja: 402,519
Tahuantinsuyo: 431 Tuxtla: 206
Tajo: 161
Talamanca: 80 Ucayali, río: 431
Talavera: 441 Unión Europea: 126
Tamaulipas: 204 Uruapan: 438
Tampico: 206 Urubamba: 444
Tana: 55 Uruguay: 68, 304, 305, 322, 408, 590
Tapachula: 435 Uruguay, río: 432
Tarapacá: 414
Tarata: 420 Valladolid: 99, 189, 190, 207, 239, 357,
Tarija: 190,419 408, 409, 483
Tarma: 221, 238, 414, 442, 443 Valdivia: 288,289,295, 304, 343, 549
Taxco: 141 Valencia: 483, 525
Tecoripa: 425 Valoparaíso: 378, 507, 549
Tepalcingo: 537 Venecia: 464, 494
Tenerife: 213 Venezuela: 27, 68, 85, 179, 183, 184,
Tenochtitlán: 391 203, 210, 211, 215, 234, 237, 239,
Tepeaca: 109,110, 112, 125, 178 244, 245, 246, 258, 289, 290, 368,
Terranova: 22 408,449, 453, 521,585
Tete: 61 Veracruz: 21, 25, 27, 29, 112, 113, 180,
Texas: 239, 248 201, 203, 206, 207, 239, 287, 289,
Texcoco: 177, 178 290, 296, 303, 304, 312, 326, 338,
Tiahuanaco: 544 340, 380,409,435
658 ÍNDICE TOPONÍMICO

Veragua: 234 Volcán de Agua: 539


Verapaz: 203 Volcán de Fuego: 539
Versallcs: 39
Vetagrande: 141 Wallis: 400
Vico: 289
Viena: 34, 37, 39, 48 Yaguachi: 242
Vila Bcla: 149,153 Yanacancha: 144
Vila Bcla da Santíssima Trindadc: 157 Yaqui, río: 425
Vila Boa: 58, 153 Yaracuy, valle del: 452
Vila de San Pedro: 58 Yauricocha: 144
Vila de Ribcirao do Carmo: 58,467 Yucatán: 70, 206, 207, 239, 248, 409,
Vila do Carmo: 153 413, 437,451
Vila do Desterro: 58 Yungas: 447
Vila do Principe: 58 Yuscarán: 209
Vila Nova da Rainha: 58
Vila Real do Senhor Bom Jesús: 157 Zacatecas: 128, 133, 137, 141, 172, 201,
Vila Rica: 152, 153, 154, 156, 164,471 203, 204, 239, 289, 383, 393, 403,
Vila Rica de Ouro Preto: 58, 99 410,539
Villa Alta: 178 Zamora: 340
Villa Rica: 385, 593, 594 Zaragoza: 57
Villas, Las: 186 Zimapán: 289
Viseu: 46 Zipaquirá: 455
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abad y Qucipo: 484 Apaza, G.: 448


Abadía, P.: 117 Apeles: 533
Acosta,J.de: 555, 568 Araindia, M. de: 441
Aguayo, marqueses de: 206 Aranda, conde de: 30, 83,493
Aguirre, J. B.: 526 Arango y Parreño, F. de: 492, 494
Aguilar, C.: 553 Araújo, J. de: 588, 592
Agustín, san: 534 Araújo de Azevedo, A.: 42
Aires Gomes, J.: 471 Arce: 550
Albán, V.: 553 Arcche, J. A. de: 262, 444, 446
Albermarle: 22 Arequipa, obispo de: 366
Alberto, san: 484, 504 Arévalo, A.: 340
Albuquerquc Coelho de Carvalho, A. de: Aristóteles: 490, 498
463 íVmendáriz, J. de: 518
Alcedo, A. de: 238 Arregui, G. de: 357
Alciati: 539, 544 Arriaga, A. de: 445
Aleijandinho (v. Lisboa, A. F.) Asto, S. del: 545
Alfonso VI: 33 Austrias, dinastía de los: 232, 254, 350
Almada, L. de: 465, 466 Ávalos: 455
Almeida, T. de: 37, 50 Azara: 30
Almeida Portugal, P. de, conde de Assu- Azara, F. de: 510
mar: 467, 468 Azevedo Fortes, M. de: 48
Alvarenga Peixoto: 470, 471
Alvares da Costa, M.: 371 Balmis, F. J.: 511
Alvares Maciel, J.: 471 Baquíjano y Carrillo J.: 387, 514
Alvares Pinto, I..: 593 Barace: 550
Álvarez, D.: 588 Barata, C.: 473
Alvarcz de Figueiredo, L.: 359 Barbacena, vizconde de: 470,471
Alvarez de Toledo, J. B.: 435 Barban: 550
Alzate y Ramírez, J. A.: 513 Barbosa Machado, D.: 48
Amaral, A. C. do: 48, 50 Barca, C. de la: 589
Amaral Gurgel, F. do: 462 Barnuevo: 514
Amat: 546 Barros Regó: 464
Amat, M.: 235 BartolacheJ. L: 489, 490,491, 514
Andonaegui, J. de: 432, 433 Bastidas, M.: 446
Anson: 233 Bauza, F.: 509
Antonio, N.: 520 Bazin, G.: 564
Anunciado, M. da: 41 Beethoven, L. van: 591
660 ÍNDICE ONOMÁSTICO

Belgrano, M.: 492 Cardoza de Saldanha, M.: 562


Bello, A.: 511, 529, 530, 531 Carlos I: 528
Belsayaga, C. de: 58 Carlos II: 33, 506
Beltrán, M.: 455 Carlos III: 22, 24, 26, 42, 131, 232, 245,
Benito XIV: 37, 52 251, 288, 291, 294, 319, 325, 330,
Berger, L.: 596 331, 337, 340, 343, 346, 350, 351,
Bermúdez, P.: 587, 588 352, 353, 362, 365, 477, 478, 506,
Bernabé: 425 522, 528, 549, 590
Bernini, G. L.: 541 Carlos IV: 30, 319, 590
Bezerra, L.: 464 Carlos V: 35, 558
Bioho, D.: 449 Carlos de Austria, archiduque: 349
Blanqui, A.: 541 Caro de Boesi, A.: 594
Blasco, M.: 587, 588 Carreño, A.: 594
Bluteau, R., padre: 48 Carreño, J. C. del C.: 594
Bolívar, S.: 511, 525, 530, 531, 573,575 Carreño, T.: 594
Bolívar y de la Redonda, P. de: 257 Carrillo: 514
Borba Gato, M.: 462 Carrillo, M.: 550
Borbones, dinastía de los: 17, 19, 23, 35, Carrió de la Vandera, A.: 523, 574
131, 207, 228, 251, 264, 319, 325, Cartesio: 498
331, 350, 425, 479, 485, 506, 567, Carvalho e Meló, S. J. de (v. Pombal,
589 marqués de)
Borda, J. de la: 141,536 Carvalho e Ataíde, P. de: 51
Borges de Barros, J.: 473 Carvalho, P. de: 51
Bossuet: 481 Casas, fray B. de las: 71, 573, 574, 577
Botelho de Matos, J.: 358, 364 Cascante, J.: 587
Bouguer, P.: 507 Caspassi, D.: 58
Bragan^a, J. C. de (r. Lafóes, duque de) Caspicara (v. Chili, M.)
Braganza, dinastía de los: 591 Castelfuerte: 440, 441, 452
Brambila, F.: 509 Castellanos, R. A.: 592
Branciforte, marqués de: 247, 261 Castellanos, S. de: 592
Brito Malheiro, B.: 470 Castillo, F.J. del: 519
Buceta, B.: 355, 356 Castro, A. de: 522
Bueno da Veiga, A.: 463 Castro, I. de: 535
Bustamante, J. A.: 139 Castro Caldas, S. de: 464, 465, 468
Bustamante, J. J.: 508 Cavalcanti Uchoa, L.: 464
Bustamante Carlos Inca, C.: 523 Ceballos, P. de: 234, 235
Cerone, P.: 589
Caballero, J. A.: 483 Ceruti, R.: 590, 591
Caballero y Góngora, A.: 241, 455 Chafet, L.: 466
Cabrera, M.: 553 Cherubini: 591
Cadaval, duque de: 34 Chilam Balam: 438
Calatayud, A.: 441 Chili, M.: 560, 561
Caldas: 491,493 Choquehuanca: 445
Caldas, F. J.: 509 Churrigera: 535
Calderón de la Barca: 518, 522 Cimarosa: 591
Calera y Moreira, J.: 598 Clavigero, F. J.: 487, 568, 571
Calle, M. A. de la: 197 Clemente XI: 349
Campderrós, J. de: 592 Coelho Netto, M.: 593
Campillo y Cossío, J. del: 257, 493 Coén Bacri, J.: 30
Campo y Pando, T. J. del: 591 Colón, C.: 285, 528, 576
Campomanes, conde de: 18, 20, 26, 29, Coll y Prat: 372
493 Collaet y Sadeler: 555
Cano de Aponte, G.: 428 Condamine, C. M. de la: 507, 575
Cañete, P. V.: 146 Condcmaita, T.: 446
ÍNDICE ONOMÁSTICO 661

Condorcanqui, J. G. (v. Túpac Amaru) Eder, F. J.: 595


Condorcet, marqués de: 488 Eguiara y Eguren, J. J.: 519, 520
Copérnico, N.: 575 Elhuyar y Túbice, F. de: 512
Corneille, P.: 518, 529 Ensenada, marqués de la: 21
Coronado, L.: 587 Encamado, G. da: 51,52
Correa, fray A. de: 359,595 EscaicrJ. N.: 333
Correa, J.: 553 Escandón, I. de: 520
Correia da Serra: 50 Escobedo, J. de: 262
Correia da Sá, S.: 57 Espejo y Santa Cruz: 483
Correira de Toledo, C.: 471 Espiñeira, A. de: 365
Cortés: 528 Esquilache, marqués de: 24,25, 26
Cortés y Larraz, P.: 504
Cortez Alcocer, J.: 553 Fabián y Fuero: 352, 484
Costa, C. M. da: 470, 471 Fandiño: 442
Costa Ataide, M. da: 562 Farfán de los Godos, L.: 454
Costa Guimaráes, D.: 466 Feijóo, fray B. J.: 479, 480, 481, 483,
Coutinho, A.: 492 489, 492, 498, 500, 573, 574
Countinho, F. de Sousa: 61 Felipe V: 34, 36, 349, 358, 481, 589, 590
Coutinho, L. Pinto de Sousa: 42 Fernandes, G.: 587, 592
Coutinho, R. de Sousa: 270, 272, 276, Fernández de Oviedo, G.: 568
299, 300, 473 Fernández Guarachi, G.: 419
Covarrubias, S. de: 503 Fernández Hidalgo, G.: 587, 588
Crame, A.: 340 Fernando, don: 36
Craywinckel, F. de: 23 Fernando VI: 251,365, 590
Croix T. de: 410 Fernando VII: 372
Cruz, M. de la: 539 Fernando José de Portugal: 276
Cruz Olmedo, A. de la: 110 Ferreira de Cámara, M.: 276
Cuaresma, M.: 562 Feuillée, L.: 507
Cuevas: 544 Figueiredo Costa, J. de: 466
Cunha de Azeredo Coutinho, J. J.: 484 Filangieri, G.: 492, 494, 495
Cunha Menczcs, Luis da: 46,470,475 Fleury, C.: 481
Curt Lange, F.: 593 Flores: 455
Cusipaucar, familia: 445 Flores, L: 447
Florez: 481
D’Alambcrt: 492 Floridablanca, conde de (v. Moñino, J.)
Dallo y Lana, M. M.: 587 Francisco Justiniano: 444
Dantas de Amorim Torres, L.: 473 Franco, H.: 587
Dávila: 544 Frasso, P.: 349, 366, 482
Descartes, R.: 490 Freire de Andrade, F. de Paula: 471
Desterro Malheiros, A. do: 358 Frézier, A.: 507
Deublcr, L.: 541 Fronteira, marqués de: 46
Dias de Figucircdo, A.: 464 Funes, A.: 488
Dias Filguciras, M.: 465 Furlong, G.: 595
Díaz de Gamarra: 483
Didcrot: 492, 521 Gabriel, don: 42
Diez de Medina: 448, 548 Galán, J. A.: 455
Diez Navarro, L.: 379, 540 Gamarra: 486, 487
Diguia, J.: 245 Galiani: 492, 493
Domínguez: 552 Galuppi: 592
D’Orbigny, A.: 595 Gálvez, J. de: 24, 25, 26, 137, 139, 146,
Doye, M. L: 428 204, 237, 241, 245, 251, 257, 258,
Duclerc: 465 262, 342, 403,410, 438
Dugay-Trouin: 465, 466 Gamboa, F. de: 139
Durón: 592 Gandolfi, V.: 541
662 ÍNDICE ONOMÁSTICO

García, M.: 554 Holbach: 492


García de León y Pizarro, J.: 241 Hossier: 449
García Goyena, R.: 528
García Zorro, G.: 587 Ibarra, J. de: 553
Gardoqui: 30 Iriarte, T. de: 528
Gassendo: 498 Iturriaga, J. de: 510, 575
Genovesi: 492, 493,494
Godía, L.:549 Jerusalem, I.: 591
Godin, L.: 507 Jiménez de Enciso: 372
Godoy: 30, 247 Joáo IV: 33
Gomes, D.: 466 Joáo V: 33, 36, 37,45,47,48, 51, 52, 54,
Gomes, F. A.: 473 55, 57, 58, 59,159,164, 461, 591
Gomes de Rocha, F.: 593 Joáo VI: 59,151
Gómez, S.: 436 Joáo, don: 42, 44, 46, 50, 56
Gómez Chávez: 562 José, don: 36, 37, 38, 39, 40, 47, 51, 53,
Gómez de Lamadriz, F.: 434, 435 54, 60, 63, 65
Gómez Freire de Andrade: 432 José I: 35, 265, 270, 280, 475, 591
Góngora: 518, 526 José V: 265
Gonzaga, T. A.: 470, 471 Jovellanos, M. G. de: 493
Gonzaga das Virgens, L.: 473 Juan V: 269, 353,475
González Merguete: 541 Juan VI: 270, 374
González de Vergara, M.: 435 Juan, J.: 507, 508, 567, 568, 575, 577,
Gonzalves da Rosa, A.: 564 578
Goríbar, J. de: 553 Juana Inés de la Cruz, sor: 517, 526,
Gosseal, P.: 587 529, 534, 553
Gregorio XIII: 543
Gregorio XVI: 372 Knogler: 552
Grimaldi: 24 Knowles: 233
Grocio: 481 Koening, J. B.: 550
Guadalupe, fray A. de: 364, 371
Guedes de Brito, A.: 462 Ladrón de Guevara, L: 351, 366
Guedes de Brito, I.: 462, 463 Lafóes, duque de: 41, 50
Guerra, M.: 559 Lamas, J. A.: 594
Guerrero y Torres, F.: 537 Landacta, J. J.: 594
Guill y Gonzaga, A. de: 429 Landázuri: 27
Guirior, M. de: 262 Landívar, R.: 526
Gutiérrez, J. A.: 366 Lavardén, M. J.: 491,493, 528, 529
Gutiérrez,]. F.: 258 Lavoisier: 513
Gutiérrez de Padilla, J.: 587, 592 Lavradio, marqués de: 276
Gusmáo, A. de: 52 Lázaro de Ribera: 484
I^garda, B.: 553, 559, 561
Habsburgo. dinastía de los: 285 Leo: 592
Hacnke, T.: 509 I^ón XII: 372
Hancock, D.: 17 I^ón, F. de: 586
Havestadt, B.: 596 León, J. F. de: 404, 453
Haydn: 591, 592 León, S. de: 588
Helvecio: 492 León Pinelo, A. de: 520, 571
Henrique, cardenal: 52 Lienas, J. de: 587
Hernandarias: 432 Linneo: 509, 510
Herrera, J. de: 587, 589 Liñán, arzobispo: 366
Hidalgo: 180 Lippe, conde de: 39, 42
Hidalgo,].: 588, 592 Lisboa, M. F.: 562, 564
Hidalgo, M.: 483 Lisboa, A. F., el Aleijandinho: 534, 562,
Huallpaen: 548 563, 564, 593
ÍNDICE ONOMÁSTICO 663

Literes, A.: 589, 591, 592 Meló e Castro, M. de: 56, 62, 270
Llano Zapata, J. E.: 520 Meló, J. M. de: 272
Lobato, D.: 587 Mello Jesús, C. de: 592
Lobo, M.: 57 Mendes, F.: 564
Lobo de Almada: 60 Mendoza Arrais, C. de: 465
Lobo de Mesquita, J. J. E.: 594 Mendoza Furtado, F. X. de: 38, 272
Locke, J.: 492 Menezes, R. J. de: 470
Loeffling, P.: 510 Merveilleux: 46, 48
Longinos: 511 Messner: 552
López, A., alias Granito: 427 Metastasio, P.: 590
López, J. L.: 349, 366, 482 Millán, M.: 199
López Capillas, F.: 587 Minaya, B. de: 441
López de Velasco, J.: 231 Mino, L.: 533
López del Rosario, A.: 452 Miranda, F. de: 525, 530
Lorente, A.: 589 Mociño: 511
Lorenzana, arzobispo: 352, 484 Molleda y Clerque: 541, 543
Lozano, J. T.: 509 Mollinedo: 546
Luis I: 590 Mollinedo y de la Cuadra, N. de: 22
Luis XIV: 34, 461,506 Monteiro da Vide, S.: 353, 364, 371,466
Luna Miranda: 529 Montesinos, fray A. de: 71
Lynch: 22 Montesquieu: 470, 492, 495, 528
Monteverdi, C.: 588
Mabillon: 481 Moñino, J., conde de Floridablanca: 26,
Mably: 470, 495 27, 29, 30, 350, 493
Macanaz, M. de: 349, 481 Morales, C. de: 588
Machado de Mendoza, F. J.: 465 Morcillo, D.: 351, 366
Mac Evan: 549 Morcira, D.: 564
Maciel, J. B.: 484, 522 Morcl de Santa Cruz, obispo: 80
Malagrida, padre: 39 Moreno, M.: 495, 515
Malaspina, A.: 508, 575 Moreno y Escandón, F. A.: 500
Manco II: 555 Morineau, M.: 193
Maniquc, P.: 41, 44, 47, 51 Morfi, A. de: 410
Marbán: 550 Morgan, H.: 325
María Bárbara (v. María I) Moscoso, obispo: 367
María I: 36, 40, 41, 42, 50, 52, 59, 63, Mosqueira da Rosa: 468
66, 216, 265, 270, 275, 280, 471, Mota, cardenal da: 51
591 Mota, J. da: 464, 465
María de Jovellanos, B. M. G.: 257 Moxó: 484
María de la Candelaria (María de la Mozart: 591
Cruz): 436 Muni, El: 425
María Luisa de Borbón: 591 Muniz Barreto de Aragáo, F.: 473
Mariana Victória: 36, 40 Mutis, J. C.: 509,553, 575
Mariana Victória: 42
Marqués Pinto, J.: 471 Napoleón I: 42, 43, 296
Martereer: 552 Nascimento, J. de Dcus: 473
Martínez Compañón, B. J.: 598 Nassarre, A.: 589
Mascarcnhas do Castclo Branco, J.: 371 Navarretc, J. A.: 520, 521
Mascarenhas de Lcncastre, F. M.: 463, Nebra, J. de: 589, 591,592
468 Née, L.: 509
Matías, J.: 587 Newton, L: 486, 490, 492,498, 509, 575
Mayans: 481 Niño, L.: 555
Meléndcz: 544 Nobrega, M. da: 595
Moreno, M.: 494 Nogales: 543
Morgado de Matcus: 272 Nordcnflicht, barón de: 146
664 ÍNDICE ONOMÁSTICO

Nosa, J. J.: 591 Pérez Galdós, B.: 597


Nunes, L.: 595 Pérez Hoiguín, M.: 553
Nunes García, J. M.: 593 Pérez Ximcno, F.: 587
Nunes Viana, M.: 462,463, 464, 468 Pergolesi: 592
Núñez de Haro: 484 Perricholi, la: 546
Ñeenguirú, N.: 433 Pineda, A.: 509
Pino Manrique, J. del: 146
O’Reilly, A.: 331, 335, 336, 343, 433 Pío VI: 598
Ocampo, J. de: 120 Pío VII: 372
Oglethorpe: 233 Pío VIII: 372
Oeiras, conde de (v. Pombal, marqués de) Piquer: 481
Olavide, P. de: 499, 500, 514, 525, 575 Pires da Silva: 562
Olivares,}. M.: 594 Pizarro: 72, 518
Oms y Santa Pau, M. de, marqués de Platón: 545
Castell dos Ríus: 590 Pleyel Gossec: 592
Oré, fray G. de: 594 Pocock: 22
Orejón y Aparicio, J. de: 591, 592 Pointis, barón de: 325
Oreílana: 550 Pombal, marqués de: 36, 37, 38, 39, 40,
Orozco Covarrubias: 544 41,42, 44, 47,49, 50, 51, 60, 62, 63,
Ortega Montañés: 424 64, 181, 227, 228, 265, 270, 272,
Ortuño de Larrea, familia: 587 275, 280, 297, 298, 300, 319, 352,
Osorio: 455 353,358,475,479,480,482,485
Otálora Bravo de Lagunas, J. de: 358 Ponce de León, E.: 590
Ovidio: 544 Porpora: 592
Poz,J. del: 553
Pachacutic: 522 Pufendorf: 481
Pacheco, D. (alias Samaniego): 444 Pumacallao, C.: 553
Paisiello: 592
Palacios y Sojo, P. R.: 594 Quesnay: 492
Patata, duque de la: 366 Quevedo, F. de: 523,526
Paraca tú, C.: 433 Quintana, M. J.: 511
Paredes, conde de: 533 Quiroz, M. J. de: 592
Parreira Ncves, L: 593 Quispc Tito: 553, 554, 558
Pascal: 521
Pascual, T.: 587 Racine: 529
Patiño, J.: 20 Ramírez, J. M.: 540
Paucke, F.: 596 Ramos, J.: 545
Paula Sanz, F. de: 146 Ramos Gavilán, A.: 554
Pavón y Jiménez, J. A.: 510 Raynal: 470, 492
Pedro, don: 34, 57 Regla, conde de: 137,139
Pedro II: 54, 591 Reis, J. S. dos: 470
Pedro 111:41 Reseguín: 447
Peralta y Barnuevo, P.: 514, 518, 522 Resende, conde de: 472
Peramás: 552 Revillagigedo, conde de: 31, 399,407
Pereira de Abreu, C.: 58 Reyes Católicos: 285
Pereira de Berredo, B.: 54 Rezabal y Ugarte: 484
Pereira da Fonseca, M. J.: 473 Riaño, L. de: 554
Pereira de Figueiredo: 47, 52, 482 Ribeiro, J. P.: 50
Pereira de Souza, A.: 562 Ribciro, P.: 464
Pérez, D.: 593 Ribeiro Sanches: 49
Pérez, J.: 587 Riela, conde de: 331, 336, 343
Pérez Calama: 483, 484, 494, 500, 514 Río y Fernández, A. M.: 512, 513
Pérez Camacho, F.: 587 Robertson: 492
Pérez Bocanegra, J.: 554, 595 Rocafuerte, V.: 495
ÍNDICE ONOMÁSTICO 665

Rocha, J.J. da: 562 Scarlatti: 48


Rocha, T. J. da: 515 Schmid, M.: 596
Rodrigues da Costa, A.: 468 Sebastián: 436, 536
Rodrigues de Brito, J.: 276 Sepp, A.: 596
Rodrigues de Macedo, J.: 471 Seixas, C.: 48
Rodríguez, L.: 535, 536 Semo: 591
Rodríguez, S.: 504, 525 Sepe Tiarayú: 433
Rodríguez de Campomanes, P.: 257, 350 Serna, E. de la: 588
Rodríguez de Mata, A.: 587 Sessé, M.:511
Rodríguez de Mendoza: 483 Sigüenza, C. de: 536
Rodríguez de Molina, L.: 168 Sigüenza y Góngora: 533, 571
Rodríguez Falcare, A.: 564 Silva Alvarenga, M. I. da: 471,472,473
Rodríguez Freyle, J.: 569 Silva, J. C. da: 374
Rodríguez Juárez: 553 Silva, P. da: 468
Rodríguez Zorrilla: 372 Silva, J. Seabra da: 40, 41
Róhr, J.: 550 Silva Gomes, A. de: 593
Rojas, J. A. de: 492 Silva Guimaráes, P. da: 462
Rollin: 481, 483 Silva Pais, J. da: 58
Romero de Terreros, P.: 139 Silva Lisboa: 62
Roth, H.: 595 Silva Xavier, J. J. da, el Tiradentes: 461,
Rousseau, J. J.: 492, 504, 521, 528 471
Rubalcava, M. J. de: 529 Silvcira, J. C. da: 358
Rubens, P. P.: 562 Siripo: 529
Rubio Morcillo de Auñón: 558 Sisa, B.: 448
Ruiloba, M. A. de: 452 Smith, A.: 488, 492, 494
Ruiz López, H.: 510 Soares, D.: 58
Ruiz y Pavón: 575 Soarcs de Barros: 50
Runcato: 431 Soloaga, A. de: 351
Rycke, J. de: 587 Solórzano Pereira, J. de: 349, 352
Soliz, L. de: 549
Sá, C. de: 466 Soria, P. de: 438
Sabugosa, conde de: 469 Sota, F. de la: 354
Sala, I.: 549 Stampiglia, S.: 589
Salamanca, marqués de: 429 Suárez, F.: 491
Salas, M. de: 492
Salazar, A. de: 587 Tafalla: 575
Saldanha Lobo: 60 Tambohuasco, B.: 454
San Damaso de Abreu Vieira, fray F.: 374 Tandaso, A.: 439
Sanahuja, M. de: 541 Távoras: 38
Sánchez, V.: 449 Teresa de Mier, fray S.: 524, 571
Santa Cruz, F.: 446 Timantes: 533
Santa Cruz y Espejo, F. J. E.: 514, 521, Tlayelehuauitzin, F. M.: 536
522, 553 Toledo: 415, 416, 544
Santa Escolástica, fray J. de: 374 Tomás, santo: 524
Santa Teresa, L. de: 359 Torrejón y Velasco, T. de: 588, 589, 591
Santacilla: 575 Torres: 432
Santiago, M. de: 553 Torres, D. de: 540
Santos Atahualpa, J.: 442, 443 Tosca: 481
Santos Freiré, F. dos: 459,460, 461, 465, Túpac Amaru, A.: 447
468 Túpac Amaru, D. C.: 446
Santos Lira, M. F. dos: 473 Túpac Amaru (José Gabriel Condorcan-
Santos Vilhcna, L. dos: 276 qui): 367, 420, 421, 431, 445, 446,
Sáric, L. de: 426, 427 447, 450, 454, 455, 456, 523, 558,
Sarmiento: 481 567, 574, 576, 578
666 ÍNDICE ONOMÁSTICO

Túpac Amaru, M.: 447 Vemey, L. A., el Barbadiño: 48, 476, 479,
Túpac Catan, J. A.: 445, 446, 447, 448, 480, 482, 483, 486, 500, 505
456 Vernon: 21, 233
Túpac Yupanqui: 522 Vértiz, J. J.: 234, 235
Vieira, A.: 55
Uc Canek, J.: 437,438 Vieira da Silva, L.: 471
Ugarte y Loyola, J.: 247 Vieira de Andrade, J.: 60
Ulloa, A. de: 433, 507, 508, 513, 567, Vieira de Meló, B.: 464, 465
568, 577, 578 Vildósola: 425
Unanue, J. H.: 502, 514 VillaibaJ. de: 336
Uztaritz: 493 Villalobos, P.: 588
Villalonga, J.: 233
Vaenius: 562 Villalpando, C. de: 553
Vaillant: 390 Villava, V. de: 148, 494
Valdés, J.: 354 Vital de Moctezuma: 358
Váldez, A.: 523 Vítores, fray J. de: 366
Valle, J. C. del: 494, 495, 527 Voltaire: 470,492, 521, 523, 525
Valle, J. del: 446 Von Erlach, F.: 562
Valvas, J.: 535 Von Humboldt, A.: 575, 576, 577, 578
Valvas y Rodríguez: 534
Vandelli, Domingos: 50 Wall, R.:21,23, 24
Vargas,]. M.: 502
Vasconcelos de Sousa, P. de: 465, 466, Ximeno, R.: 503
467, 468
Vaz Femandes, D.: 466 Ycho, M.: 591
Vázquez de Arce y Ceballos: 553
Vázquez de Espinosa: 82, 231 Zapata, M.: 554
Vega, Inca G. de la: 568, 573, 578, 579 Zavaleta, M. A. de: 110
Vega, L. de: 589 Zea, F. A.: 509
Vega, fray P. de: 595 Zelaya: 453
Veiga Cabral, S. da: 468 Zequeira y Arango, M. de: 529
Velasco, J. de: 569 Zeuris: 533
Velásquez, M.: 587 Zipoli, D.: 595
Velázquez, J. F.: 594 Ziryab: 598
Venero de Valera, M.: 441 Zumaya, M. de: 589, 591
BIOGRAFÍA

A. Acosta Rodríguez (España). Licenciado en Filología Moderna y doctor de Historia de


América. Profesor titular de Historia de América de la Universidad de Sevilla, con espe-
cialización en Historia Social y Económica: Andes, siglo xvi-xvin. Entre sus obras cabe
resaltar: La población de Luisiana española, 1763-1803, Madrid, 1979; trabajos sobre
los Andes como Ritos y tradiciones de Huarochirí, Lima, 1987, en colaboración con Gc-
rald Taylor; y una variedad de artículos en libros colectivos y revistas especializadas.

F. J. Calazans Falcan (Brasil). Profesor asociado del Departamento de Historia de PUC-


RIO, donde enseña Teoría e Historiografía de la Cultura; titular jubilado de Historia
Moderna y Contemporánea de la Universidad Federal Fluminense (Río de Janeiro). Au­
tor de varios libros, entre los que destacan: A Época Pombalina, Despotismo Escla­
recido, Iluminismo, Tempos Modernos e Mercantilismo e Transado. Consultor de varias
agencias gubernamentales, así como del CEIS-20 de la Universidad de Coimbra.

E. Cavieres Figueroa (Chile). Master en Historia (Madison-Wis., EE.UU.) y doctor en


Historia (Essex University, Inglaterra). Es profesor titular en la Universidad Católica de
Valparaíso y académico de la Universidad de Chile, Santiago. Sus líneas de especializa-
ción y sus publicaciones se centran en la historia económica, social, demográfica de la fa­
milia y la historia socio-cultural de America Latina en los siglos xvm y XIX.

J. C. Chiaramonte (Argentina). Graduado en Filosofía y Letras (Rosario, UNL). Fue do­


cente en varias universidades del país y del exterior. Es profesor honorario de la Universi­
dad de Buenos Aires, director del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emi­
lio Ravignani» de la misma universidad, c investigador del Consejo Nacional de Investi­
gaciones Científicas y Técnicas. Autor, entre otros, de Nacionalismo y liberalismo econó­
micos en Argentina, Buenos Aires, 1970; La Ilustración en el Río de La Plata, Buenos Ai­
res, 1989; Mercaderes del Litoral, Buenos Aires, 1991, y Ciudades, provincias, Estados:
orígenes de la nación argentina, Buenos Aires, 1997.

5. Claro Valdés (Chile). Profesor de Musicología en la Universidad de Chile (1958-1982)


y en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Pro rector de esta última entre 1985-
1990. Miembro de la Academia Chilena de la Historia. Autor de composiciones musica­
les y de numerosos libros, así como de artículos sobre la Historia de la Música. Falleció
en Santiago de Chile el 10 de octubre de 1991 a los 57 años de edad.

J. H. Coatsu/orth (EE.UU.). Es profesor «Monroe Gutman» de Asuntos Latinoamerica­


nos en el Departamento de Historia, y director del Centro David Rockefeller de Estudios
668 HISTORIA GENERAL OE AMÉRICA LATINA

Latinoamericanos en la Universidad de Harvard. Sus investigaciones se han centrado en


la historia comparativa de América Latina y la historia internacional económica de Mé­
xico y el Caribe. Entre sus obras figuran: The United States and Central America: The
Clients and the Colossus (Nueva York, 1994); Latín America and the World Economy
Since 1800 (Cambridge MA, 1998), coeditado con Alan M. Taylor; y Culturas encontra­
das: Cuba y Estados Unidos, coeditado con Rafael Hernández (Habana, 2001).

J. M. Delgado Ribas (España). Doctor en Historia Moderna por la Universidad de Barce­


lona, profesor visitante de la Universidad de California en San Diego (UCSD), 1991-
1993. Catedrático de Historia Económica de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona
y director del Departamento de Humanidades en la misma Universidad entre 1996 y
1999. Actualmente es director del Programa de Doctorado del Instituto de Historia Jau-
me Vicens i Vives (UPF, Barcelona). Codirector de la revista Islas e Imperios. Estudios de
historia de las sociedades en el mundo colonial y post-colonial. Especialista en historia
del imperio colonial español, en especial, durante el período del reformismo borbónico.

L. de Mello e Souza (Brasil). Licencia, Maestría y Doctorado por la Universidad de Sao


Paulo; profesora de Historia Moderna en el Departamento de Historia de la Universidad
de Sao Paulo. En 1998, fue Thinker Visiting Professor del Departamento de Historia de
la Universidad de Texas, Austin. Sus obras: Desclasstfiados do ouro —a pobreza mineira
no século xvni— (1982); O diabo e a térra de Santa Cruz —feitifaria e religiosidade po­
pular no Brasil colonial— (1986); traducción americana The Devil and the Land of the
Holy Cross, Universidad de Texas Press, (prevista 2002); Inferno Atlántico —demonolo-
gia e coloniza(ao— (1993); Norma e conflito —aspectos da historia de Minas no século
XVin— (1999); 1680-1720 —o Imperio deste mundo—, en colaboración con MF Fer­
nanda Baptista Bicalho.

E. de Mesquita Samara (Brasil). Es profesora titular del Departamento de Historia de la


USP y directora del Centro de Estudios de Demografía Histórica de América Latina; coor­
dinadora de Historia Económica-, editora de la Revista Populado e Familia. Postgradua­
da de la Universidad de Indiana, EUA y postdocumentalista del Population Research
Center de la Universidad de Texas. Especialista en Historia de Población, Género y Fami­
lia. Entre sus obras figuran: A Familia Brasileira (1993); As mulheres, o poder e a familia
(1989); Familia e grupos de convivio (1989); As idéias e os números do Genero (1997);
Familia e vida doméstica no Brasil (1999); Trabalho Feminino e Cidadania (2000); y dos
capítulos de Historia de las Mujeres (XIX e XX) de Michelle Perrot.

E. F. dos Santos (Portugal). Catedrático de la Universidad de Oporto (Portugal). Recibió


formación académica en su país, en Francia (E.H.E.S.) y en Italia. Se doctoró en Historia
de la Cultura y actualmente trabaja principalmente en temas luso-brasileños de la Edad
Moderna. Es miembro de la Academia Portuguesa de Historia, del Instituto Histórico y
Geográfico Brasileño y de la AHILA. Asimismo, ejerce con regularidad como profesor vi­
sitante en varias universidades brasileñas y europeas.

J. Duran Luzio (Costa Rica). Graduado como profesor de castellano por la Universidad
de Santiago de Chile. Doctorado en Literatura Románica por la Cornell University (Esta­
dos Unidos). Sus artículos y libros versan especialmente sobre las relaciones entre Histo­
ria y Literatura durante el período colonial en Hispanoamérica. Su último libro publica­
do es Siete ensayos sobre Andrés Bello, el escritor, editorial Andrés Bello, Santiago de
Chile, 1999. En la actualidad, ejerce de profesor en la Universidad Nacional de Costa
Rica.

J. Fontana ¡.azaro (España). Discípulo de J. Vicens Vives y Pierrc Vilar. Catedrático en


las universidades de Valencia, Autónoma de Barcelona y Pompeu Fabra. Ha investigado
BIOGRAFÍA 669

sobre temas de Historia Contemporánea y de Historia de la Hacienda Pública. Autor, en­


tre otros, de La quiebra de la monarquía absoluta (1972), Europa ante el espejo (1994,
traducido a seis idiomas) y La historia de los hombres (2001).

/. C. Garavaglia (Colombia). Licenciado en Historia, Facultad de Filosofía y Letras,


UBA, Argentina; doctcur de troisiéme eyele, Ecole des Hautcs Etudcs en Sciences Socia­
les, París; profesor ordinario de la UAM, México (1981-1986) y de la UNICEN, Tandil
(1986-1990). Director de Estudios en la Ecole des Hautcs Etudcs en Sciences Sociales,
París, desde 1991. Director de la Maestría en Historia, Universidad Internacional de An­
dalucía, La Rábida (1995 y 1997). Codircctor del programa de doctorado en Historia
Latinoamericana, Universidad Pablo de Olavidc, Sevilla, 1998-2001. Últimos libros pu­
blicados: edición, en colaboración con Jorge Gclman y Blanca Zebcrio, de Expansión ca­
pitalista y transformaciones regionales. Relaciones sociales y empresas agrarias en la Ar­
gentina del siglo XIX. La Colmcna/IEHS, Buenos Aircs/Tandil, 1999; Poder, conflicto y
relaciones sociales. El Río de La Plata, xvnt-xix, Homo Sapiens, Rosario, 1999; Pasto­
res y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense, 1700-
1830, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1999.

J. D. Gelman (Argentina). Doctor en Historia, Ecole de Hautcs Etudcs en Sciences Socia­


les. Profesor de Historia Argentina y Americana en la Universidad de Buenos Aires. In­
vestigador del CONICET, Argentina, en el Instituto Ravignani. Actualmente preside la
Asociación Argentina de Historia Económica. Ha publicado varios libros como De Mer­
cachifle a Gran Comerciante. Los caminos del ascenso en el Río de La Plata colonial;
Campesinos y Estancieros. Una región del Río de 1.a Plata a finales del periodo colonial,
y numerosos artículos sobre temas de historia colonial y el siglo XIX.

T. Gisbert (Bolivia). Especialista en Historia del Arte. Catedrático en la Universidad de


I. a Paz; ha dictado cursos en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de París. In­
vitada por el Getty Center for The History of Art and Humanities. Ex directora del Mu­
seo Nacional de Arte (La Paz) y del Instituto Nacional de Cultura de Bolivia. Miembro
correspondiente de la Real Academia de San Fernando de Madrid. Autora de Iconografía
y mitos indígenas en el arte e historia de la pintura cuzqueña.

J. Hidalgo Lehuedé (Chile). Codirector de este volumen; profesor titular de la Universi­


dad de Chile (director del Programa de Doctorado en Historia), Universidad de Tarapacá
y Universidad de Valparaíso. Doctor por la Universidad de Londres. Especialista en His­
toria Andina del norte de Chile.

C. Hünefeldt (Perú). Es profesora del Departamento de Historia de la Universidad de Ca­


lifornia en San Diego. Hasta 1990 fue profesora en el Departamento de Economía de la
Pontificia Universidad Católica del Perú. Sus publicaciones incluyen: Paying the Price of
Freedom (Berkeley: University of California Press), 1994; Liberalism tn the Bedroom
(Univcrsity Park, PA: The Pennsylvania State University Press), 2000.

A. J. Kuetbe (EE.UU.). Licenciado por la Universidad del Estado de lowa, donde nació,
así como Doctorado por la Universidad de La Florida. Sus publicaciones analizan funda­
mentalmente la sociedad colonial y las reformas borbónicas en Nueva Granada y en Cu­
ba, con especial atención al aspecto militar. Más recientemente, sus investigaciones se
han orientado hacia la política comercial española en América. Actualmente, es profesor
distinguido en el Departamento de Historia de Texas en la Tech University de Lubbock.

F. Langue (Francia). Doctora en Historia por la Universidad de París I, Sorbona, con es­
tudios de postgrado en España y ^México. Fue profesora en universidades venezolanas.
Actualmente es investigadora del CERMA-CNRS, París. Sus obras más importantes: Mi­
670 HISTORIA GENERAL OE AMÉRICA LATINA

nes, ierres et sociétés á Zacatecas (Mexique) de la fin du xvile siécle á l’Indépendance,


París, 1992; Diccionario de términos mineros para la América española siglos XVI-XIX,
París, 1993; Histoire du Venezuela de la Conquete á nos jours, París, 1999; Los señores
de Zacatecas. Una aristocracia minera en el siglo xvill novohispano, México, 1999;
Aristócratas, honor y subversión en la Venezuela del siglo xvill, Caracas, 2000.

M. Miño Grijalva (Ecuador). Doctor en Historia por el Colegio de México. Especialista


en estudios sobre la manufactura y el artesanado de México y América Latina, siglo xvni
y de la estructura social urbana. Es profesor-investigador de El Colegio de México y ha
publicado, entre otras: Obrajes y tejedores de Nueva España, 1700-1810. Madrid, Insti­
tuto de Estudios Fiscales, 1991; México, El Colegio de México-Fondo de Cultura Econó-
mica-Fideicomiso Historia de las Américas, 1993; La manufactura colonial. La constitu­
ción técnica del obraje. México, El Colegio de México, 1993; El mundo novohispano.
Población, ciudades y economía. Siglos xvii y xvill, México, Fondo de Cultura Econó­
mica, El Colegio de México-Fidcicomiso Historia de las Américas, 2001.

S. E. Moreno Yánez (Ecuador). Ph. D. en Antropología; profesor principal de Antropolo­


gía de la Pontificia Universidad Católica de Ecuador; presidente de la Asociación Latino­
americana de Antropología y secretario del Comité Permanente de los Congresos Inter­
nacionales de Americanistas. Entre sus publicaciones figuran: Sublevaciones indígenas en
la Audiencia de Quito. Quito, 1995; Antropología ecuatoriana. Pasado y presente. Qui­
to, 1991; El levantamiento indígena del Inti Raymi de 1990. Quito, 1992, en coedición
con José Figueroa; Crónica indiana del Ecuador antiguo. Quito, 1997, en coedición con
Chr. Borchart de Moreno.

P. Pérez Herrero (España). Profesor titular del Departamento de Historia de América I


de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense, Madrid. Doctor
en Historia por El Colegio de México (México) y la Universidad Complutense. Licencia­
do en Historia de América y en Antropología y Etnología de América por la Universidad
Complutense. Ha publicado múltiples libros y artículos sobre Historia de América, c im­
partido cursos y conferencias en diferentes universidades europeas, latinoamericanas y
estadounidenses. Desarrolla labores de asesoría y análisis de la realidad actual de Améri­
ca Latina. Es editor de DATAMEX (Análisis de coyuntura mensual sobre México) y di­
rector del Centro de Estudios de México en la Unión Europea (Fundación José Ortega y
Gasset).

A. A. Roig (Argentina). Especialista en Historia de las Ideas Latinoamericanas; profesor


de Filosofía; investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas (CONICET); jefe del Área de Humanidades del CRICYT. Entre sus obras destacan:
Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México, Fondo de Cultura Económica,
1981; y El Humanismo ecuatoriano en la segunda mitad del siglo xvill. Quito, Banco
Central del Ecuador, 1984. Ha investigado sobre categorías en el pensamiento social lati­
noamericano del siglo xix y sobre la identidad de América Latina.

A. J. R. Roussel-Wood (Reino Unido). Profesor de Historia «Herbert Baxter Adams» en


la Universidad Johns Hopkins. Ha publicado múltiples estudios sobre el ámbito de in­
fluencia portuguesa: Erom Colony to Nation: Essays on the Independence of Brazil
(1975); hidalgos e filántropos. A Santa Casa da Misericordia da Babia, 1550-1755
(1982); Society and Government in Colonial Brazil (1992); Um mundo em movimiento:
os portugueses na Africa, Asia, e America, 1415-1808 (1998); Portugal y el mar: el mun­
do entrelazado (1998); Local Government in European Overseas Empires (1999); Go­
vernment and Govemance of European Empires (2000), y Slavery and Ereedom in Colo­
nial Brazil (2002). Es comendador de las órdenes do Infante Dom Henrique e Interna­
cional de Mérito das Misericordias.
BIOGRAFÍA 671

R. M/Serrera (España). Catedrático de Historia de América de la Universidad de Sevilla.


Presidente de la Asociación Española de Americanistas (1989-1992). Es autor de un cen­
tenar de publicaciones americanistas, tales como Guadalajara Ganadera. Estudio Regio­
nal Novohispano (1760-1805). Sevilla 1977 y Guadalajara 1992; «La América Española
en la Época de los Austrias», en el vol. 8 de la Historia de España dirigida por A. Do­
mínguez Ortiz, Barcelona 1991; y Tráfico terrestre y red vial en las Indias españolas,
Barcelona 1992 y 1993. Ha estudiado y editado varias geografías indianas del siglo xvm
redactadas por geógrafos y cosmógrafos ilustrados como Cosme Bueno, Pedro Murillo
Velarde y José Antonio de Villascñor.

E. Tandeter (Argentina). Director de este volumen. Egresado en Historia por la Universi­


dad de Buenos Aires; Doctorado en Historia en la Ecolc des Hautcs Etudcs en Sciences
Sociales de París; investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científi­
cas y Técnicas (CONICET); profesor titular regular de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Buenos Aires; ex director general del Archivo General de la Nación
(Buenos Aires). Ejerció la docencia y la investigación en numerosas instituciones de Amé­
rica Latina, Europa y Estados Unidos; sus libros recibieron varios premios internaciona­
les. Entre sus últimas publicaciones destacan Historia Económica de América Latina:
problemas y procesos (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1999) y el Volumen
2 de la Nueva Historia Argentina. La sociedad colonial (Buenos Aires, Sudamericana,
2000).

J. J. TePaske (EE.UU.). Es profesor emérito de Historia en la Duke University, Durham,


Carolina del Norte. En coedición con Herbert S. Klein publicó The Royal Treasuries of
the Spanish Empire in America, 4 vols: Perú, Alto Perú, Río de la Plata, Chile y Ecuador,
así como Ingresos y egresos de la real hacienda de Nueva España, 2 tomos. Entre otros,
publicó el estudio Governship of Spanish Elorida y editó un trabajo sobre el protomedi-
cato en las Indias españolas.

G. Weinberg (Argentina). Doctor honoris causa por la Universidad de Buenos Aires y


profesor honorario de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma, donde fue profesor
titular de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana, así como del Pensa­
miento Latinoamericano. Miembro de número de la Academia Nacional de Educación.
Ejerció como director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina; director-vice­
presidente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas; presidente del
Consejo Superior de FLACSO. Entre sus obras: El descontento y la promesa; Modelos
educativos en la Historia de América ¡.atina; Mariano Fragueiro pensador olvidado; La
ciencia y la idea de progreso en América Latina 1860-1930; y De la •Ilustración» a la re­
forma universitaria. Ganador de diversos premios y distinciones nacionales: primer Pre­
mio Nacional y Municipal de Literatura (ensayo); Premio KONEX a la «mejor figura de
la Historia de las Humanidades argentinas»; Premio Consagración Nacional en Ciencias
Históricas y Sociales; condecorado por el Gobierno francés con la Orden de las Artes y
las Letras y la Orden de las Palmas Académicas; Premio Interamericano de Cultura Ga­
briela Mistral (OEA, Washington); declarado «Ciudadano Ilustre» por el Gobierno de la
ciudad de Buenos Aires.

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