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DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

Quince claves para su comprensión


ILDEFONSO CAMACHO LARAÑA

DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA


Quince claves para su comprensión

DESCLÉE DE BROUWER
© Ildefonso Camacho Laraña, 2000

EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2000


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Printed in Spain
ISBN: 84-330-1499-4
Depósito Legal:
Impresión:
A Nicolás Calvo Vargas,
sacerdote de la diócesis de Granada
y amigo entrañable de años,
que nos dejó inesperadamente
el día en que daba los últimos retoques
al Prólogo de este libro
SUMARIO

PRÓLOGO - UNA JUSTIFICACIÓN DE ESTE LIBRO............... 11

INTRODUCCIÓN - DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA:


UNA VISIÓN DE CONJUNTO ................................. 15

1. DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA ........................ 31

2. CAPITALISMO, LIBERALISMO ECONÓMICO .................. 43

3. SOCIALISMO ........................................... 59

4. PROPIEDAD Y DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES ......... 73

5. TRABAJO, SALARIO ..................................... 97

6 . E M P R E S A . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
7 . D E S A R R O L L O . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
8 . D E R E C H O S H U M A N O S . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137
9 . C O M U N I D A D P O L Í T I C A - P O D E R P O L Í T I C O . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
1 0 . D E M O C R A C I A Y P A R T I C I P A C I Ó N P O L Í T I C A . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
1 1 . R E S I S T E N C I A A L P O D E R , R E V O L U C I Ó N . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
1 2 . R E L A C I O N E S E N T R E I G L E S I A Y C O M U N I D A D P O L Í T I C A . . . . . . . 187
1 3 . C O M P R O M I S O S O C I O P O L Í T I C O D E L O S C R I S T I A N O S . . . . . . . . . 199
1 4 . P A Z , C O N V I V E N C I A E N T R E L O S P U E B L O S . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
1 5 . J U S T I C I A , S O L I D A R I D A D . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221
Í N D I C E T E M Á T I C O . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231
Í N D I C E G E N E R A L . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235
PRÓLOGO
Una justificación de este libro

Este libro tiene una larga historia, pero bastante lineal. Su prolon-
gada gestación no se ha debido a falta de claridad sobre lo que quería,
sino a escasez de tiempo para dedicarme a él sistemáticamente. Pero
nunca ha estado relegado al olvido: se ha beneficiado de muchas acti-
vidades, especialmente docentes, con ocasión de las cuales he ido selec-
cionando textos y dando forma a los capítulos. Ha sido una tarea lenta,
pero pensada y sometida a la experimentación: esa ventaja ha tenido su
larga elaboración...
De lo dicho puede deducirse que el libro tiene una clara intención
pedagógica. Pero no es un manual, ni está concebido con ese fin. Es un
libro de textos de la Doctrina Social de la Iglesia. Estoy convencido que
nada hay más eficaz para la comprensión de ésta que la lectura directa
de los documentos. Pero también sé que es lo más difícil. Dicha lectu-
ra puede hacerse de una forma sistemática y seguida para obtener una
visión completa de todos sus contenidos tal como han ido configurán-
dose a lo largo de la historia. Pero pueden leerse también –y es lo que
se ofrece aquí– con un criterio temático: para eso se han entresacado,
en torno a cada uno de los temas escogidos, los fragmentos más signi-
ficativos de los sucesivos documentos.
Evidentemente la selección de los temas exige una justificación.
¿Con qué criterio se han elegido? De ningún modo me he dejado llevar
por un criterio de exhaustividad. Este libro no aspira a ser un “enchiri-
dion” completo de todos los asuntos que aparecen en los documentos
de la Doctrina Social. Mi criterio ha sido limitarme a algunos pocos
temas que pudieran servir como claves para tener una visión cualitativa
más que cuantitativa de la totalidad. He escogido aquellos temas que me
parecen más significativos, no sólo por su interés en sí, sino por el lugar
que ocupan en el conjunto y por su capacidad para iluminar la posición
oficial de la Iglesia ante los grandes problemas de nuestro tiempo.
12 Doctrina Social de la Iglesia

Tampoco he querido ser exhaustivo en la recogida de textos dentro


de cada tema. Me he limitado a los grandes documentos del magisterio
universal: encíclicas y otros documentos pontificios, Concilio Vaticano II,
sínodos universales. Y siempre he buscado no la cantidad, sino la calidad
y la capacidad de dar una idea de la postura de la Iglesia y de cómo ésta
se ha ido configurando y remodelando a lo largo de la época moderna.
Soy consciente de que elegir y seleccionar siempre implica un ries-
go. No tengo inconveniente en correrlo, si con ello evito ofrecer una
interminable colección de temas y textos indiferenciados, que puede ser
una selva en la que el lector termine por perderse, si no se aburre antes.
En todo caso, la selección que he hecho es fruto, como ya quedó dicho,
de tiempo y reflexión.
Cada capítulo tiene unidad en sí mismo y puede leerse indepen-
dientemente de los demás. Con todo, el orden en que se presentan tiene
cierta lógica, que responde al desarrollo histórico mismo de la Doctrina
Social de la Iglesia y ofrece una presentación de lo que considero sus
ejes vertebradores. El capítulo 1 pretende clarificar la expresión misma
“Doctrina Social de la Iglesia”. Sigue el bloque de temas económicos,
que son los que más peso han tenido en la primera etapa de la Doctrina
Social: dentro de ellos tienen prioridad en el tiempo los más direc-
tamente relacionados con la sociedad industrial (sistemas socioeconó-
micos, propiedad, trabajo, empresa: capítulos 2-6) sobre los relativos a
los problemas mundiales (desarrollo: capítulo 7). A continuación se
colocan los temas políticos, que es quizás donde los cambios han sido
más radicales en este último siglo: ante todo, los derechos humanos
(capítulo 8); luego todo lo relativo a la organización política y sus ele-
mentos (capítulos 9-11). Muy en conexión con la forma de entender y
valorar la política está la forma como la Iglesia y los creyentes se sitú-
an en la sociedad moderna (capítulos 12-13). El tema de la paz y de las
relaciones entre los pueblos (capítulo 14) ofrece la dimensión mundial
de la vida política, a la vez que da como un horizonte comprehensivo
a toda la convivencia humana. Al final la justicia y la solidaridad (capí-
tulo 15) se presentan como las claves de un sistema de valores que
habría que colocar como resumen y alma de todo lo anterior.
A la vista de este resumen cabría pensar que la lectura continuada
de este libro da un visión sistemática y completa de la Doctrina Social
de la Iglesia. Pero insisto en que no ha sido esa mi intención: si se busca
en él un tratado íntegro o un manual, se echarán de menos puntos esen-
Prólogo 13

ciales. Eso sí, las 15 claves seleccionadas pueden suministrar una pano-
rámica de lo más nuclear de la Doctrina Social, pero más en términos
cualitativos que cuantitativos.
Para ayudar a una mejor comprensión de los textos escogidos he
colocado una breve introducción a cada uno de ellos, que dé cuenta de
su contexto y del contenido básico. Con la misma intención he insertado
al comienzo de cada capítulo una visión de conjunto del tema tratado en
él: cómo ha evolucionado y cuáles son sus elementos más significativos.
Quedan todavía dos observaciones más técnicas. Para la traducción
castellana he empleado la versión oficial, siempre que ésta existe; en caso
contrario, he seguido la edición de documentos más frecuente y comple-
ta en nuestra lengua1. En cuanto a las notas, he respetado las de los tex-
tos originales, pero he puesto una numeración correlativa en cada capí-
tulo, aunque se trate de documentos diferentes.
Dudé si colocar un capítulo introductorio con un cuadro global de
lo que es la Doctrina Social de la Iglesia. Si me decidí a hacerlo fue por-
que pensé que podría ayudar a captar mejor el enfoque general del
libro y los criterios desde los que está hecho, que evidentemente tienen
que ver con la manera como entiendo yo la Doctrina Social. Este capí-
tulo puede leerse, bien al comienzo (como una orientación inicial), bien
al final (como síntesis conclusiva).
Son muchas las personas que me han manifestado el deseo de acer-
carse al pensamiento social de la Iglesia, incluso que me han expresa-
do las dificultades con que tropezaron si alguna vez lo intentaron. Al
entregar este libro a la imprenta tengo la esperanza de que pueda ser
útil para los que tienen tales inquietudes; incluso para despertarla en
otros que nunca las tuvieron. Al fin y al cabo ha nacido como respues-
ta a esa demanda, tantas veces expresada explícita o implícitamente.
¡Ojalá que estas páginas, que pretenden ofrecer una visión objetiva de
un aspecto de la vida de la Iglesia, sirvan para ilustrar y animar la fe de
muchos creyentes, y también para facilitar el diálogo con los que viven
en la duda o en la indiferencia!
Ildefonso Camacho
Granada, 1 enero 2000

1. Doctrina pontificia. Volumen II: Documentos políticos (Edición preparada por J.L.
GUTIÉRREZ GARCÍA), BAC, Madrid 1958; Doctrina pontificia. Volumen III: Documentos
sociales (Edición preparada por F. RODRÍGUEZ), BAC, Madrid 19642.
INTRODUCCIÓN
Doctrina Social de la Iglesia:
una visión de conjunto
La expresión Doctrina Social de la Iglesia, de uso frecuente hoy, no
es entendida ni valorada de la misma manera por todos. Por eso ha
parecido conveniente iniciar este libro ofreciendo respuesta a las prin-
cipales preguntas que se pueden hacer a propósito de ella, de su origen,
evolución, alcance y características. Las páginas de esta Introducción
podrán ser, entonces, una base instrumental útil para el manejo y mejor
comprensión de los textos que se han recogido en el presente volumen1.

Doctrina Social de la Iglesia y pensamiento social cristiano

No es raro ver estas dos expresiones empleadas en sentido casi


equivalente. Quizás conviene decir desde el comienzo que sería mejor
restringir el concepto de Doctrina Social de la Iglesia, entendiendo por
ella sólo una parte del pensamiento social cristiano. ¿Cuál es el sentido
y cuáles las razones de esta restricción? Las diferencias son de dos órde-
nes, que se refieren al alcance temporal y al contenido:
• El pensamiento social cristiano puede entenderse como toda la
reflexión que se ha hecho a lo largo de los veinte siglos de historia de
la Iglesia sobre las cuestiones relativas a la sociedad en cada época,
integrando incluso la herencia recibida de la etapa anterior (contenido
en los libros del Antiguo Testamento). La Doctrina Social de la Iglesia
se restringe a la etapa que comienza con la industrialización en el
marco más amplio de la modernidad: sus orígenes no se remontan, por
tanto, más allá del siglo XIX.

1. Una exposición más completa puede verse en I. CAMACHO, Creyentes en la vida públi-
ca. Iniciación a la Doctrina social de la Iglesia, San Pablo, Madrid 1995, especialmen-
te en 43-94; para un estudio detenido de los documentos: I. CAMACHO, Doctrina social
de la Iglesia. Una aproximación histórica, San Pablo, Madrid 1998, 3ª edición.
16 Doctrina Social de la Iglesia

• En la Doctrina Social de la Iglesia tienen una importancia muy


destacada los documentos oficiales de la jerarquía eclesiástica: durante
muchas décadas fueron encíclicas o textos de rango parecido, siempre
firmados por el Papa; más recientemente se añaden documentos conci-
liares o sinodales, así como otros procedentes de conferencias episco-
pales o de obispos particulares. El pensamiento social cristiano, en
cambio, se debe directamente a otros sujetos no jerárquicos que, desde
su reflexión o desde su acción, han contribuido a elaborar la postura
oficial de la Iglesia ante los problemas sociales.
Probablemente estas dos formas de distinción no son independien-
tes. En todo caso el estudio que sigue de los orígenes y desarrollo de la
Doctrina Social nos dará luz para explicar su relación y las razones que
explican cómo se ha configurado ese núcleo más limitado dentro de la
amplia tradición del pensamiento social.

El origen de la Doctrina Social de la Iglesia

Es común relacionar los comienzos de la Doctrina Social de la


Iglesia con los nuevos problemas nacidos de la industrialización en el
marco más amplio de los cambios que están en la génesis de la socie-
dad moderna. Pero las relaciones de la Doctrina Social con la industria-
lización y con la modernidad tienen sentido y alcance muy diferente
que conviene distinguir: porque es ahí donde radica una de las princi-
pales claves para entender las posibilidades y las limitaciones de la
Doctrina Social de la Iglesia.
La industrialización es, en sí misma considerada, un fenómeno téc-
nico, pero con fuertes connotaciones económicas y sociales. La revolu-
ción industrial hubiera sido impensable sin el desarrollo del capitalis-
mo, el cual a su vez se desarrolló, en su primera etapa, bajo la inspira-
ción y el impulso de la ideología liberal. La convergencia de todos estos
factores explica las profundas transformaciones que se van consoli-
dando en Europa desde mediados del siglo XVIII. El rápido crecimien-
to económico va unido a amplios movimientos de población desde el
campo hacia los grandes centros urbanos industriales, donde se va for-
mando una nueva clase obrera que acude en busca de mejores condi-
ciones de vida. Esta afluencia masiva de mano de obra, en cantidad
muy superior a lo que puede absorber la industria naciente, se une a la
fiebre de ganancia económica típica del capitalismo liberal: todo ello da
Introducción 17

lugar a una explotación alarmante de esta nueva clase obrera indus-


trial, que se hunde progresivamente en una situación de miseria extre-
ma y de malestar creciente.
Ahí queda descrito en sus rasgos más relevantes lo que se conocerá
como la cuestión social. Esta situación nueva suscita una fuerte inquie-
tud en toda la sociedad, especialmente en los sectores más acomoda-
dos. La Iglesia, por su parte, tampoco permanece indiferente ante un
cambio tan sustancial de las condiciones sociales. Es ahí donde nace la
Doctrina Social de la Iglesia, como un esfuerzo para dar respuesta a los
nuevos problemas de esta sociedad emergente. El primer gran docu-
mento de la Doctrina Social (la encíclica Rerum novarum de León XIII,
publicado en 1891) es una excelente muestra de esta preocupación que
invade a la Iglesia en Europa y en los restantes países industrializados.
Que el primer gran documento social de la Iglesia no se publicara
hasta 1891 puede interpretarse como signo de su retraso en reaccionar
ante esta nueva problemática. Este retraso podría explicarse por el retra-
so de la industrialización en Italia, con respecto a Inglaterra o Centro-
europa. Pero no debe interpretarse como ausencia total de reacción,
porque el siglo XIX es fecundo en iniciativas eclesiales como respuesta
a la cuestión social. El catolicismo social englobaría ese conjunto de ini-
ciativas, sin las cuales no hubiera sido posible la Rerum novarum. Esta
interrelación entre la vida de la Iglesia y sus documentos oficiales debe
ser siempre destacada para captar mejor el alcance de los textos mismos.
El nacimiento de la Doctrina Social de la Iglesia puede interpretar-
se también como el reconocimiento de la insuficiencia de la moral tra-
dicional para responder a estos problemas nuevos. Este es otro dato
esencial para explicar por qué nace esta nueva corriente de pensamien-
to sin apenas conexión con esa otra tradición rica en contenido cuyos
frutos se habían venido recogiendo en los manuales clásicos de moral,
dentro de lo que se llamaban los tratados sobre la justicia o sobre el
séptimo mandamiento (De iustitia o De septimo precepto).
Si se intenta buscar una razón a esta insuficiencia de los tratados
más tradicionales habría que señalar, en primer lugar, el carácter indi-
vidual de la moral contenida en éstos. Una moral entendida casi exclu-
sivamente desde la relación entre individuos es incapaz de captar lo que
son los fenómenos sociales, objeto preferente de las modernas ciencias
sociales. El concepto de justicia social, que se va elaborando en este
nuevo contexto, y su dificultad para integrarse en las formas de justi-
18 Doctrina Social de la Iglesia

cia desarrolladas en esos tratados (general y particular; conmutativa y


distributiva), confirma esta falta de adecuación entre la tradición pre-
cedente y las necesidades de estos tiempos nuevos.
Toda esta problemática vinculada a la industrialización y sus conse-
cuencias sociales explica, por consiguiente, el origen y desarrollo de este
nuevo cuerpo de doctrina que, con el tiempo, se llamaría Doctrina
Social de la Iglesia. Este conjunto de circunstancias explica también su
limitación geográfica: la Doctrina Social nace y se desarrolla durante
décadas (hasta pasada la mitad del siglo XX, como veremos) en estre-
cha vinculación al mundo occidental industrializado; los problemas
específicos del resto del planeta, por su parte, están fuera de su hori-
zonte de preocupaciones.
Pero la industrialización sola no es suficiente para entender la
Doctrina Social de la Iglesia y sus aspectos más profundos e interesan-
tes. Es preciso recurrir a un fenómeno de más amplitud, cual es todo el
movimiento de la modernidad.

Las difíciles relaciones de la sociedad moderna con la Iglesia y su eco


en la Doctrina Social

La Doctrina Social nace en una Iglesia convencida de mantener en


la sociedad el papel que ha venido representando en toda la época de la
cristiandad. Según esta convicción, la clave para explicar los graves pro-
blemas del momento remiten siempre a la descristianización de la socie-
dad y a su progresivo distanciamiento de las directrices de la Iglesia.
Independientemente de la pertinencia de sus respuestas concretas a los
problemas sociales nuevos mencionados, va tomando cuerpo una cues-
tión de orden diferente, que condiciona todas sus intervenciones en este
terreno: ¿cuál es el título que exhibe la Iglesia para que sus orientaciones
tengan que ser atendidas por la sociedad como procedentes de una auto-
ridad que no admite ser cuestionada?
En la sociedad antigua esta pregunta tenía tan fácil respuesta, que
normalmente ni siquiera se formulaba. Porque lo religioso era factor
estructurante de toda la sociedad y a la autoridad religiosa se la recono-
cía como competente para establecer los criterios morales de comporta-
miento para todos los ciudadanos. Aunque dejaba la organización con-
creta del orden temporal al poder civil, mantenía una cierta prevalencia
Introducción 19

sobre él, que se hacía efectiva en caso de discrepancia entre ambos y se


justificaba por la superioridad de lo espiritual sobre lo temporal.
Evidentemente la modernidad significa la puesta en cuestión desde
sus raíces mismas de este orden de cosas. La mentalidad moderna supo-
ne un giro antropológico decisivo: la razón humana se emancipa de la
tutela de lo religioso hasta conquistar su autonomía propia. La socie-
dad moderna, por su parte, se libera también de la autoridad de la reli-
gión y concentra en el poder secular toda la responsabilidad de garan-
tizar una convivencia pacífica. Los presupuestos sobre los que se cons-
truye la sociedad moderna son, como se ve, radicalmente distintos de
los de la sociedad antigua.
Pero este cambio radical lo vive la Iglesia como la fuente de des-
trucción más absoluta para la sociedad misma; y, al mismo tiempo tam-
bién, como un atentado intolerable contra unos derechos que le habí-
an sido secularmente reconocidos. El entendimiento entre la Iglesia y la
sociedad en la época moderna se hace extremadamente difícil, en algu-
nos momentos prácticamente imposible. Es tan abismal la distancia
entre los presupuestos de cada parte que el siglo XIX asiste a un desen-
cuentro casi permanente entre Iglesia y sociedad. La Iglesia sigue rei-
vindicando cosas que la sociedad está cada vez menos dispuesta a acep-
tar. El tema de la libertad y sus consecuencias sobre la organización de
la sociedad y la política constituye quizás el núcleo central de las dis-
crepancias: y precisamente la libertad humana es la base de los dere-
chos humanos, cuyo reconocimiento es uno de los principales motivos
de orgullo de la cultura moderna. Todos los datos contribuyen a expli-
car la magnitud de este desencuentro.
Sobre este telón de fondo es fácil percibir que el mensaje que la
Iglesia quisiera transmitir a la sociedad sobre los problemas sociales,
por muy acertado que fuera en sí, quedaba debilitado de antemano por
la resistencia casi invencible de muchos contemporáneos a admitir la
autoridad de la que procedía.
Este desencuentro condiciona las posibilidades de la Doctrina
Social desde sus orígenes hasta que la situación logre desbloquearse.
¿Cuándo ocurrirá eso? De una forma sustancial y con carácter oficial,
sólo con el Concilio Vaticano II. Por eso el Concilio constituye un hito
esencial para la Doctrina Social de la Iglesia, y no tanto por la novedad
de los temas que aborda cuanto por el nuevo enfoque que asume sobre
las relaciones de la Iglesia con la sociedad moderna.
20 Doctrina Social de la Iglesia

Más allá de los documentos que se aprobaron en el curso de sus


sesiones, el Concilio debe ser entendido e interpretado como un aconte-
cimiento histórico, sin duda el más trascendental de la historia moder-
na para la Iglesia. Porque es el momento del reencuentro. Aunque los
acercamientos se habían ido produciendo a lo largo de todo el siglo XX,
de forma más bien fragmentaria o parcial y por iniciativa de muchas ins-
tancias eclesiales, faltaba un momento solemne en que dicho reencuen-
tro se plasmara. Ese momento sólo llegó con el Concilio: y está consti-
tuido, no tanto por sus documentos, cuanto por la experiencia viva de
lo que significó el acontecimiento conciliar, para los que participaron
directamente en él, pero también para (casi) toda una Iglesia que asistía
gozosa y esperanzada al comienzo de una era nueva.
La principal consecuencia del acontecimiento conciliar fue la reno-
vación de la eclesiología. Para ello bastó volver a las fuentes más anti-
guas de la tradición y recuperar dos conceptos esenciales, que consti-
tuyen los ejes de este nuevo modelo de Iglesia, tan antiguo como idó-
neo para responder a los retos de la modernidad: el pueblo de Dios
(eclesiología de comunión) y el misterio y sacramento de salvación
(eclesiología de la misión). La toma de conciencia de la misión como
núcleo de la Iglesia y como tarea de todos sus miembros en virtud de
la vocación cristiana y de los sacramentos de la iniciación es la base
para un nuevo enfoque de la Doctrina Social.
Evidentemente en estas páginas introductorias no se pretende
entrar en un estudio detenido de la eclesiología del Vaticano II. Pero sí
es oportuno dejar constancia de su importancia para la Doctrina
Social. Puede decirse que en ésta se puede distinguir un “antes” y un
“después”: el punto de inflexión es la nueva forma de entender las rela-
ciones de la Iglesia con la sociedad moderna implícita en esa eclesiolo-
gía y, por tanto, el lugar que le corresponde en dicha sociedad.
La Iglesia no renuncia a su misión (¡evidentemente!), pero recono-
ce que tiene que realizarla de una forma diferente: no desde una auto-
ridad que nadie discutiría, sino desde el testimonio de su vida y desde
el compromiso de transformación de la realidad que abren el camino
para el anuncio explícito del mensaje de salvación ofrecido por Dios
al mundo en la persona de Jesucristo. La Iglesia no renuncia a la auto-
ridad, pero deja de concebirla como un poder coactivo para entender-
la como verdadera autoridad moral que hay que conquistar: y la con-
quistará en la medida en que su presencia, no sólo su palabra, sea creí-
Introducción 21

ble para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Esta presencia
es, además, una presencia, no sólo ni principalmente institucional,
sino personal: se realiza en múltiples presencias de los creyentes en
todos los ámbitos de la vida social. La Iglesia como levadura en la
masa es la mejor imagen evangélica del concepto conciliar de sacra-
mento de salvación. El protagonismo de los laicos se entiende desde
aquí en su verdadero sentido: no se justifica en primer lugar por razo-
nes de eficacia estratégica o de necesidad de aumentar el número de
efectivos en acción, sino que es la consecuencia de una eclesiología del
pueblo de Dios, donde todos y cada uno de los creyentes son llamados
para ser testigos de Dios en medio del mundo.
Y para los que pensaron, o piensan, que esto es ir demasiado lejos
o renunciar a demasiadas cosas, quizás cabría recordar que esta nueva
situación de la Iglesia en nuestro tiempo tiene más puntos de coinci-
dencia con lo que fue la Iglesia de los primeros tiempos que con la
Iglesia de cristiandad, a la que tanto costó renunciar.
Tan importantes son estos cambios que no pocos pensaron que el
Concilio había supuesto el final de la Doctrina Social de la Iglesia por-
que los presupuestos desde los que se había elaborado ésta habían per-
dido toda su vigencia. Sabemos que el Vaticano II eludió positivamente
el uso del término. Y también Pablo VI, que prefirió otros más flexi-
bles, como “enseñanza social” o “enseñanzas sociales”. Juan Pablo II,
en cambio, desde los comienzos mismos de su pontificado volvió a él:
suele citarse el discurso que tuvo en la III Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano (Puebla) como el momento de esta cierta
restauración. Pero no puede deducirse de ello que se haya vuelto a los
planteamientos anteriores al Concilio. De este modo la cuestión termi-
nológica pierde importancia mientras que se confirma el nuevo enfoque
que nace del Concilio y que se va consolidando en los pontificados de
Pablo VI y Juan Pablo II.

Hacia una definición de la Doctrina Social de la Iglesia

Después de estos datos estamos en condiciones de intentar una defi-


nición descriptiva de los que es la Doctrina Social de la Iglesia. Cabría
decir que es un proceso abierto de reflexión, que implica a toda la
Iglesia pero que tiene su expresión más decisiva en los documentos del
magisterio social, a través del cual, no sólo se formulan los grandes
22 Doctrina Social de la Iglesia

principios, sino sobre todo se elaboran respuestas a los problemas


sociales de cada momento histórico, al tiempo que se va remodelando
todo el conjunto doctrinal con perspectivas nuevas.
Es importante destacar los aspectos más sobresalientes de la des-
cripción que precede:
1) El empleo del término “doctrina” tiene sus inconvenientes por-
que induce a pensar en un sistema cerrado e inmutable de principios.
La realidad se presenta más bien como un proceso abierto de reflexión
a través del cual se manifiesta la vitalidad de la Iglesia toda, atenta a
los problemas de cada momento.
2) Cada documento tiene su contexto histórico, que es imprescin-
dible conocer para captar el verdadero sentido y alcance de un texto.
Los documentos no son presentaciones sistemáticas de los contenidos
doctrinales, sino actualizaciones de algunos puntos adaptadas a las
condiciones de cada momento.
3) La contraposición entre “grandes principios” y “aplicaciones”
pretende, entre otras cosas, evitar una visión excesivamente relativista
de la Doctrina Social, como si ésta consistiera sólo en un permanente
fluir de reflexiones sin nada estable. En la práctica, sin embargo, es difí-
cil establecer las fronteras entre ambos niveles. Más bien habría que
hablar de un cuerpo de enseñanzas sometido a un continuo proceso de
remodelación. Porque las nuevas “aplicaciones” no son sólo como aña-
didos que se van yuxtaponiendo a un todo preexistente: muchas veces
suponen, por el contrario, una cierta revisión de “aplicaciones” prece-
dentes y del conjunto mismo. Es ese conjunto en continua remodelación,
en el que se mezclan los “grandes principios” y las “aplicaciones”, el
que constituye el patrimonio doctrinal de la Iglesia, en el que se percibe
una indudable continuidad pero también una notable vitalidad.
4) Cada vez más la doctrina es concebida como un momento de un
proceso más amplio, en el que se implica toda la comunidad cristiana
y que tiene como objetivo último iluminar la acción y el compromiso,
principalmente de los laicos.
Todos estos elementos son muy evidentes en la etapa que sigue al
Vaticano II, que es cuando, además, han sido explícitamente tematiza-
dos. Pero, cuando se analizan con detención los documentos anteriores
desde el siglo XIX mismo, se observa que las cosas siempre fueron de
esta manera, aunque los presupuestos filosóficos y eclesiológicos de
entonces impedían una mayor claridad en los planteamientos. En este
Introducción 23

sentido la continuidad es, al menos en algunos aspectos, mayor de lo


que pudiera parecer a primera vista.

El “antes” y el “después” de la Doctrina Social de la Iglesia

Con lo dicho apenas cabrá ya dudar de que el Concilio marca un


“antes” y un “después” para la Doctrina Social. Para entender mejor
ese cambio es útil fijar la atención en la figura de Juan XXIII, cuyo
talante hizo posible la celebración del Vaticano II. En su breve pontifi-
cado publicó dos grandes encíclicas sociales: Mater et magistra y
Pacem in terris. En ambas se percibe una situación que podríamos lla-
mar de transición: se constata en ellas una nueva sensibilidad, pero
falta aún capacidad para elaborar nuevas respuestas. Puede decirse
que, sobre todo en el primero de los dos textos citados, el plantea-
miento de los problemas va más allá de las soluciones. Es claro que
estamos en el tránsito de la primera a la segunda etapa. Concretemos
ahora algunas diferencias entre esas dos grandes etapas.

1º) En relación con los contenidos


Estos cambios no se deben tanto a planteamientos teológicos cuanto
al nuevo contexto mundial de los años 50 y 60. Sin embargo, una acti-
tud más atenta a los signos de los tiempos permite que aparezcan con un
relieve mayor.
a) Si en la primera etapa la atención se concentra en los problemas
típicos de las sociedades industrializadas (conflicto capital-trabajo,
confrontación de los dos grandes sistemas socioeconómicos), en la
segunda el horizonte se abre para atender al problema Norte-Sur (el
subdesarrollo frente al desarrollo, sus mutuas relaciones).
b) Las cuestiones socioeconómicas dejan espacio a los temas políti-
cos y, en un momento posterior (sobre todo con Juan Pablo II) a los
culturales. En el tratamiento de lo político se pone ahora el acento en
el pluralismo consustancial a la sociedad moderna; en el cultural, a los
sistemas de valores subyacentes a las formas de organización económi-
cas y políticas, que actúan como legitimación de unas y otras. En
ambos casos se busca definir, de modo más coherente con estas condi-
ciones de la sociedad, cuál ha de ser el lugar a ocupar por la Iglesia y
por los creyentes.
24 Doctrina Social de la Iglesia

c) Por último destaca la perspectiva cada vez más internacional que


adopta el tratamiento de todos los problemas, con la conciencia de que
la globalización es un factor determinante en cualquier cuestión de
nuestro tiempo.

2º) En relación con el sujeto eclesial


La eclesiología conciliar supone, entre otros aspectos, una atención
nueva a los laicos, cuyo protagonismo y responsabilidad en estas cues-
tiones se reconoce, al menos en principio. La presencia de la Iglesia en
la sociedad conecta directamente con la vocación cristiana, y ésta es
común a todos los miembros de la comunidad eclesial, aunque luego se
realice de forma diferenciada.
Los laicos tienen una responsabilidad propia, que no los reduce a
meros ejecutores de directrices emanadas de la jerarquía, sino que los
hace autónomos en sus opciones, aunque éstas supongan un discerni-
miento serio y atento a la tradición doctrinal de la Iglesia.
A la jerarquía corresponde, en coherencia con el papel de los laicos,
no sólo la tarea tradicional de iluminar doctrinalmente las opciones de
éstos, sino también la de animarlos pastoralmente a hacer efectiva esta
presencia. A la clásica función doctrinal hay que añadir la función pas-
toral, entendida como animación de la comunidad.

3º) En relación con el método


a) En la primera época predomina el método deductivo, que parte
de los grandes principios y desciende hasta las concreciones. En la
segunda época hay una clara preferencia por el método inductivo, que
arranca del análisis de la realidad, para elevarse luego a las directrices
y a los principios.
b) Casi como una consecuencia de lo anterior, al uso casi exclusivo
de la mediación de la filosofía sucede un recurso creciente a las ciencias
sociales, más adecuadas para el análisis y la interpretación de la realidad.
c) Todo esto no implica un abandono de la filosofía, pero sí se cons-
tata novedades en el uso de ésta: se pasa de la preferencia por una filo-
sofía de corte esencialista (basada en la naturaleza humana) a una filo-
sofía más personalista.
d) De la insistencia en lo estrictamente doctrinal, tan marcada en
las formulaciones de los primeros documentos, se evoluciona hacia una
Introducción 25

comprensión más amplia –que incluye los principios de reflexión, las


normas de juicio y las directrices de acción–, donde se percibe el eco del
método de “ver, juzgar y actuar”.
e) Si los primeros documentos mantenían sus reflexiones en el terre-
no de una ética natural (frecuentes alusiones al derecho natural), en la
época reciente hay una mayor atención a la reflexión teológica, que no
supone el abandono de aquélla como el instrumento más útil para el
diálogo con la sociedad moderna, pero tampoco quiere prescindir de la
aportación específicamente cristiana y evangélica a la resolución de
estos problemas.
f) Del recurso convencido a una autoridad que debe ser escuchada
por todos como intérprete autorizada de la ley moral natural, se pasa a
una Iglesia que se presenta en medio de una sociedad laica y plural y
ofrece su rica experiencia histórica y el compromiso generoso de sus
miembros.

Los grandes momentos del proceso

Todavía es posible afinar más la presentación anterior de dos gran-


des etapas y fijar de forma más pormenorizada los pasos del proceso.
Cabe hacerlo deteniéndose brevemente en cada uno de los pontificados
desde León XIII hasta Juan Pablo II.

El pontificado de León XIII (1878-1902)


León XIII es considerado el iniciador de la Doctrina Social de la
Iglesia. Al llegar al papado encuentra una Iglesia profundamente dis-
tanciada de la sociedad. Su tarea doctrinal está inspirada por el objeti-
vo “político” de tender puentes con este mundo de finales del siglo
XIX. A pesar de que sus documentos sobre cuestiones filosóficas y polí-
ticas son más numerosos, siempre en polémica con el liberalismo, León
XIII ha pasado a la historia por su gran encíclica social, la Rerum nova-
rum (1891). En ella se parte de una profunda inquietud ante la miseria
creciente del mundo obrero, y se aportan pistas para afrontar la cues-
tión social, que suponen el rechazo frontal del socialismo de su época,
pero también profundas correcciones al modelo vigente inspirado por
el liberalismo.
26 Doctrina Social de la Iglesia

El pontificado de Pío XI (1922-1939)


Tras un paréntesis de dos pontificados –Pío X, menos atento a las
cuestiones sociales y con tendencias restauracionistas marcadas, y
Benedicto XV, absorbido por la primera guerra mundial y sus urgen-
cias–, Pío XI se encuentra una sociedad metida de lleno en la crisis del
capitalismo liberal (que ha evolucionado hacia un capitalismo cada vez
más monopolista), con un fuerte malestar social derivado de las crisis
económicas, que amenaza la misma estabilidad de las incipientes demo-
cracias europeas; a ello se une el nacimiento y expansión de los fascis-
mos, alarmante por las pretensiones que sostienen; como último ele-
mento, el modelo comunista, ya establecido y medianamente consoli-
dado en la Unión Soviética, se ofrece como una alternativa viable para
el capitalismo occidental en descomposición.
Pío XI busca, en Quadragesimo anno (1931), ofrecer ya una alter-
nativa más global a los dos sistemas socioeconómicos vigentes. En esto
avanza sobre León XIII. Pero la solución propuesta, el corporativismo,
tendrá una vida bien efímera por su cercanía con el fascismo (aunque
las diferencias sean sustanciales), a cuyo fracaso no logrará resistir. Al
mismo tiempo, y sin abandonar el carácter polémico que caracteriza a
todos los documentos sociales de la Iglesia antes de Juan XXIII, se
toma posición muy crítica frente a los totalitarismos de todo signo,
tanto el fascismo como en comunismo.

El pontificado de Pío XII (1939-1958)


Elegido Papa pocos meses antes de que estallase la segunda guerra
mundial, su pontificado está enmarcado por la guerra y la reconstruc-
ción posbélica. Los temas socioeconómicos comienzan a ceder terreno
en favor de los políticos. Y la preocupación principal de su abundante
magisterio –aunque Pío XII no llegó a publicar ninguna encíclica
social– fue la elaboración de unas bases para la convivencia social que
eliminasen definitivamente la posibilidad de modelos autoritarios o
totalitarios. Esto le puso en la vía de conducir a la doctrina de la Iglesia
hacia una aceptación de principio de la democracia, ante la que tantas
reservas había mostrado en tiempos anteriores. Este modelo de convi-
vencia para los pueblos no podía tener otra base que el reconocimien-
to de un orden moral objetivo, al que hubiera de someterse todo poder
político, y cuyo fundamento estuviese directamente en Dios.
Introducción 27

En estas preocupaciones Pío XII sintonizó con las líneas de conver-


gencia de todos los pueblos tras la tragedia de la segunda guerra. Es
más, avanzó en la misma dirección que la Organización de Naciones
Unidas, entre cuyos primeros frutos se cuenta la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948. Paradójicamente, sin embargo,
nunca llegó a darse un reconocimiento recíproco de esta sintonía.

El pontificado de Juan XXIII (1958-1963)


Juan XXIII fue considerado inicialmente como un Papa de transi-
ción. Pocos Papas, sin embargo, habrán dejado una huella tan indele-
ble en la historia de la Iglesia. Quizá no tanto por lo que él hizo direc-
tamente cuanto por lo que propició. Del Concilio Vaticano II y de su
incidencia en la Doctrina Social de la Iglesia ya sabemos lo esencial.
Pero también Juan XXIII fue autor de dos grandes encíclicas socia-
les –Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963)–, una producción
considerable si se tiene en cuenta la brevedad de su pontificado. En él
aparece ya un estilo nuevo, no de confrontración, sino de diálogo, que
impregnó toda su actividad papal y se transfundió a casi toda la Iglesia.
En la primera de esas dos encíclicas se manifiesta ya un cambio de sen-
sibilidad para captar las nuevas dimensiones de la cuestión social, el
problema multiforme de las desigualdades económicas y sociales en sus
diferentes niveles de expresión. La segunda, publicada semanas antes de
su muerte, ha sido considerada por muchos como su testamento espiri-
tual. Es el primer documento eclesial dirigido “a todos los hombres de
buena voluntad”, como signo de que la Iglesia busca la colaboración
con personas con las que, si no comparte la fe, comparte al menos la
preocupación por la persona humana y por la convivencia social.
El influjo del pensamiento social de Juan XXIII sobre el Concilio,
especialmente sobre la constitución Gaudium et spes, es difícil de igno-
rar. En ella se ofrecen respuestas a los problemas más acuciantes de la
humanidad en los años 60, pero con una conciencia nueva del lugar
que corresponde a ésta en la sociedad moderna y del sentido de su
aportación.

El pontificado de Pablo VI (1963-1978)


Pablo VI hizo de la puesta en práctica del Concilio el eje de todo su
pontificado. Su pensamiento social está marcado por su profundo
28 Doctrina Social de la Iglesia

humanismo, según el cual lo cristiano no exige la negación de lo huma-


no, sino su profundización: lo más auténtico de la condición humana
está en su capacidad de abrirse a Dios y a la persona de Jesucristo. En
sintonía con este rasgo, Pablo VI destaca también por su confianza en
la persona concreta, en su capacidad para discernir responsablemente
la mejor respuesta a la llamada de Dios en cada situación.
Pablo VI fue quien más lejos llegó en sacar las consecuencias de las
intuiciones más nucleares y novedosas del Concilio en todo lo relativo a
la presencia del cristiano en la sociedad. Esto fue la clave de su actividad
en unos años en que la Iglesia busca respuestas a los dos grandes retos
de su tiempo: la secularización y las desigualdades. Si a esta segunda
cuestión dedicó su única encíclica social, la Populorum progressio
(1967), a la primera consagró una parte considerable de sus energías: pri-
mero, con la carta Octogesima adveniens (1971), que abre nuevos cau-
ces para la presencia de los cristianos en los movimientos nacidos de ide-
ologías poco compatibles con una visión cristiana de la vida; más tarde,
con los dos sínodos universales de 1971 (justicia) y 1974 (evangeliza-
ción), que permitieron una rica reflexión para integrar adecuadamente el
compromiso en favor de un mundo más justo dentro de la misión evan-
gelizadora de la Iglesia, y no como un mero apéndice a su actividad.

El pontificado de Juan Pablo II (1978-...)


Siguen en pie los dos grandes desafíos del pontificado anterior,
incluso más agravados. Pero con un nuevo rasgo envolvente: la globali-
zación, económica y también cultural. Tras la caída del muro de Berlín,
la crisis del Estado de bienestar y la incapacidad de socialismo para
crear un modelo propio, parece que no queda más alternativa que el
capitalismo puro de dimensiones mundiales y la cultura que en su seno
se genera y potencia: de la eficacia inmediata, de la competitividad exa-
cerbada, del consumo como horizonte último, del individualismo que se
manifiesta hasta en nuevas demandas religiosas. Más aún, todo esto se
afronta ahora desde un ambiente nada ilusionado, muy distinto del que
se vivió en la Iglesia del posconcilio y en toda la sociedad de los 60:
ahora domina la pérdida de interés por los grandes proyectos colectivos
y el refugio en las satisfacciones individuales a corto plazo.
Juan Pablo II lanzó pronto su consigna de nueva evangelización, que
pretendía una renovación de la sociedad inspirada por el Evangelio, y
Introducción 29

que no estuvo ajena en determinados ambientes a una cierta nostalgia


restauracionista. El deseo de que la visión cristiana de la vida (la antro-
pología cristiana) impregne toda la cultura y la organización social,
política y económica es una nota recurrente en su pensamiento social,
que busca siempre los niveles más hondos (culturales o éticos) de las ins-
tituciones y de toda la vida de la sociedad. Es aquí donde Juan Pablo II
ve el lugar en que la Iglesia ha de desarrollar su misión. Esta tónica la
ha mantenido en sus tres encíclicas sociales: en Laborem exercens, antes
de la caída del muro de Berlín, buscando una transformación de los sis-
temas socioeconómicos, capitalista y colectivista, basada en un mayor
respeto a la persona del trabajador y en una más efectiva participación
de éste en la empresa; en Sollicitudo rei socialis, proponiendo un siste-
ma alternativo de valores, en que el afán de ganancia y la sed de poder
dejen su primacía a la solidaridad, que permita unas estructuras mun-
diales menos discriminatorias; en Centesimus annus, una vez ya caído el
muro de Berlín, haciendo el análisis del único sistema superviviente, el
capitalismo, para criticar nuevamente en él el universo de valores que lo
sustenta y, especialmente, la forma de entender la libertad.

Conclusión

El recorrido ha sido rápido. Pero eso ha permitido captar mejor el


carácter procesual de la Doctrina Social de la Iglesia. A través de todo
él preside una preocupación: cómo hacer más humana la sociedad a
todos sus niveles, cómo garantizar un mayor respeto de la persona y de
sus derechos. Todo esto no es sólo tarea de otros grupos sociales o polí-
ticos; es también responsabilidad de la Iglesia. Y no como una activi-
dad más, añadida a otras muchas o reservada a pocos, sino como un
elemento constitutivo de la misión de la Iglesia, que marca la existen-
cia de todos los creyentes.

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Capítulo I
DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

No es cuestión de entrar aquí en la justificación de la expresión


“Doctrina Social de la Iglesia”, ni de su alcance temporal. Interesan
más bien otras dos cosas: comprender por qué la Iglesia siente el
impulso y la obligación de proyectarse, de palabra y de obra, sobre los
problemas sociales de nuestro tiempo; captar cómo ha concebido esta
actuación en relación con la eclesiología más difundida en cada
momento a lo largo de este último siglo.
En efecto, los textos que siguen muestran que, dentro de una con-
ciencia constante e intensa de su responsabilidad en este campo, se
ha producido notables cambios en los acentos y las prioridades.
Característica de los primeros años es la afirmación de que los
problemas sociales de la época moderna no pueden resolverse sin
tener presente las orientaciones de la Iglesia y sin atenerse estricta-
mente a ellas. Este principio tiene un claro sesgo doctrinal, como pone
de manifiesto Pío XI por ejemplo, el cual reivindica la autoridad indis-
cutible de la Iglesia, no sólo en lo que atañe a la revelación, sino
incluso en la interpretación de la ley natural.
A partir del Vaticano II asistimos a un cambio de perspectiva, que
tiene su raíz última en su eclesiología, sistematizada en la constitu-
ción Lumen gentium, y en las consecuencias que se sacan de ella en
muchos de los demás documentos conciliares. Esta eclesiología, que
recoge elementos esenciales de la teología de los primeros siglos
cristianos, se adecua mejor a las condiciones de una sociedad plura-
lista y secular, que es el marco en que la Iglesia tiene que realizar su
misión en el siglo XX. En esta nueva situación la Iglesia se entiende a
sí misma desde su misión evangelizadora, la cual es tarea de toda la
comunidad creyente, y no sólo de determinados miembros de ella. Esto
permite que la atención a los problemas sociales, que sigue siendo
32 Doctrina Social de la Iglesia

esencial en la conciencia de la Iglesia conciliar y posconciliar, no se


centre tan exclusivamente en la aportación doctrinal, sino que se abra
a todas las formas de presencia de la Iglesia y de sus diferentes miem-
bros en la vida social, cultural, política y económica.
Este cambio fue tan profundo, que muchos pensaron que el término
“Doctrina Social de la Iglesia” debía ser definitivamente abandonado.
El mismo Pablo VI apenas lo utilizaba. Juan Pablo II, en cambio, lo
recuperaría para emplearlo con profusión. Al margen de estas prefe-
rencias terminológicas, los presupuestos nuevos que acabamos de
exponer permiten en ambos Papas una concepción más rica de la Doc-
trina Social, menos estrictamente vinculada a la función doctrinal,
más acorde con las posibilidades de una presencia diversificada de
todos los creyentes en la sociedad. La dimensión doctrinal no desapa-
rece, pero encuentra una mejor integración en toda la dinámica evan-
gelizadora de la Iglesia como comunidad, comunidad que analiza la
realidad, la valora desde los principios cristianos y discierne las
opciones de acción. Si Pablo VI es quien más contribuyó a configurar
qué es la Doctrina Social en el nuevo marco de la eclesiología conci-
liar y de la sociedad moderna, Juan Pablo II ha insistido en su cone-
xión con la teología (para no convertirla en una presentación de mode-
los alternativos) y con la evangelización.

******

[1] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): aportación de la Iglesia a


la cuestión social

En este primer fragmento se afirma de modo tajante la necesidad de contar con


la Iglesia para resolver la cuestión social, después de describirla críticamente en
el comienzo de la encíclica y de rechazar la solución propuesta por el socialismo
de la época. La intervención de la Iglesia es un deber para el Papa, pero exige
además ser reconocida sin reservas por la sociedad toda. Es una intervención
polifacética: doctrinal, moral, práctica.

(12) Confiadamente y con pleno derecho nuestro, atacamos la cues-


tión, por cuanto se trata de un problema cuya solución aceptable
sería verdaderamente nula si no se buscara bajo los auspicios de la
Doctrina Social de la Iglesia 33

religión y de la Iglesia. Y, estando principalmente en nuestras manos


la defensa de la religión y la administración de aquellas cosas que es-
tán bajo la potestad de la Iglesia, Nos estimaríamos que, permane-
ciendo en silencio, faltábamos a nuestro deber.– Sin duda que esta
grave cuestión pide también la contribución y el esfuerzo de los
demás; queremos decir de los gobernantes, de los señores y ricos, y,
finalmente, de los mismos por quienes se lucha, de los proletarios;
pero afirmamos, sin temor a equivocarnos, que serán inútiles y vanos
los intentos de los hombres si se da de lado a la Iglesia. En efecto, es
la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las
cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando sus
asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de ins-
truir la inteligencia, sino también de encauzar la vida y las costum-
bres de cada uno con sus preceptos; ella la que mejora la situación de
los proletarios con muchas utilísimas instituciones; ella la que quiere
y desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas de todos los
órdenes sociales se alíen con la finalidad de mirar por el bien de la
causa obrera de la mejor manera posible, y estima que a tal fin deben
orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la
autoridad del Estado.

[2] PÍO X, Vehementer nos (1906): papel de la jerarquía y de los


laicos en el compromiso social

Esta encíclica tiene por objeto la condenación de la ley de separación entre la


Iglesia y el Estado promulgada en la III República Francesa en 1905, tras la que
se oculta la pretensión de someter la Iglesia al poder del Estado. Con ello se viola
la constitución que el mismo Cristo dio a su Iglesia. El pasaje que reproducimos
expone cómo Pío X entiende esta constitución de la Iglesia: como una sociedad
desigual y jerárquica, donde a los fieles no le cabe iniciativa alguna, sino sólo
una actitud de sumisión y obediencia a la jerarquía. El texto es revelador de toda
una forma de entender la Iglesia, que será objeto de profunda revisión en el
transcurso de nuestro siglo. Es difícil ignorar el interés de este fragmento para
calibrar el camino recorrido desde entonces.

(8) Porque, en primer lugar, las disposiciones de la nueva ley son


contrarias a la constitución que Jesucristo dio a su Iglesia. La Escritura
enseña, y la tradición de los Padres lo confirma, que la Iglesia es el
34 Doctrina Social de la Iglesia

Cuerpo místico de Cristo, regido por pastores y doctores1, es decir, una


sociedad humana, en la cual existen autoridades con pleno y perfecto
poder para gobernar, enseñar y juzgar2. Esta sociedad es, por tanto, en
virtud de su misma naturaleza, una sociedad jerárquica; es, decir, una
sociedad compuesta de distintas categorías de personas: los pastores y
el rebaño, esto es, los que ocupan un puesto en los diferentes grados de
la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas categorías son del tal
modo distintas unas de otras, que sólo en la categoría pastoral residen
la autoridad y el derecho de mover y dirigir a los miembros hacia el fin
propio de la sociedad; la obligación, en cambio, de la multitud no es
otra que la de dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de
sus pastores (...).

[3] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): autoridad del magisterio


de la Iglesia en cuestiones sociales

A diferencia del texto anterior, ahora se insiste casi exclusivamente en la autori-


dad doctrinal de la Iglesia. Después de exponer todos los frutos que se han segui-
do de la Rerum novarum, Pío XI se dispone a abordar algunas dudas que han
surgido sobre la interpretación de aquella encíclica y a desarrollar algunas apli-
caciones de la misma en las nuevas condiciones de su tiempo. Pero antes, quiere
dejar claro cuál es la competencia de la autoridad de la Iglesia en este terreno. Y
lo hace reivindicando esa autoridad en el orden, no sólo de la revelación, sino
también de la ley natural. Se subraya además la dimensión moral de la actividad
económica.

(41) Pero antes de entrar en la explicación de estos puntos hay que


establecer lo que hace ya tiempo confirmó claramente León XIII: que
Nos tenemos el derecho y el deber de juzgar con autoridad suprema
sobre estas materias sociales y económicas3. Cierto que no se le impu-
so a la Iglesia la obligación de dirigir a los hombres a la felicidad
exclusivamente caduca y temporal, sino a la eterna; más aún, la Iglesia
considera impropio inmiscuirse sin razón en estos asuntos terrenos4.
Pero no puede en modo alguno renunciar al cometido, a ella confiado

1. Ef 4,11ss.
2. Cf. Mt 28,18-20; 16,18-19; 18,17; Tit 2,15; 2 Cor 10,6; 13,10.
3. Rerum novarum 12.
4. Enc. Ubi arcano, 23 diciembre 1922.
Doctrina Social de la Iglesia 35

por Dios, de interponer su autoridad, no ciertamente en materias téc-


nicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados ni es su
cometido, sino en todas aquellas que se refieren a la moral. En lo que
atañe a estas cosas, el depósito de la verdad, a Nos confiado por Dios,
y el gravísimo deber de divulgar, de interpretar y aun de urgir oportu-
na e importunamente toda la ley moral, somete y sujeta a nuestro
supremo juicio tanto el orden de las cosas sociales cuanto el de las mis-
mas cosas económicas.
(42) Pues, aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en
su ámbito, tienen principios propios a pesar de ello es erróneo que el
orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí,
que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes llamadas
económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del
cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza
qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad
humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyán-
dose igualmente en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual
y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden eco-
nómico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador.

[4] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): un nuevo método para


la Doctrina Social

Con Juan XXIII podemos decir que se inicia, metodológicamente hablando,


una época nueva, que se caracteriza por una marcada preferencia hacia el
método inductivo. En él se concede gran importancia al análisis de la realidad
como punto de partida. Al mismo tiempo lo doctrinal pierde ese carácter cen-
tral que poseía hasta ahora y se abre a un proceso que Mater et magistra, por
primera vez en un documento de esta índole, pone en relación con el “ver, juz-
gar y actuar”.

(236) Ahora bien, los principios generales de una doctrina social se lle-
van a la práctica comúnmente mediante tres fases: primera, examen com-
pleto del verdadero estado de la situación; segunda, valoración exacta de
esta situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo
posible o de lo obligatorio para aplicar los principios de acuerdo con las
circunstancias de tiempo y lugar. Son tres fases de un mismo proceso que
suelen expresarse con estos tres verbos: ver, juzgar y obrar.
36 Doctrina Social de la Iglesia

[5] CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium (1964): misión de la


Iglesia

Tenemos aquí una excelente definición de la Iglesia, que pone el centro en su


misión, entendida además desde la teología sacramental del signo. La Iglesia
está llamada a ser signo eficaz de esa doble dimensión de la existencia huma-
na: la apertura a la trascendencia y la comunidad de hermanos. Estas líneas
iniciales de la Lumen gentium constituyen uno de los pasajes más expresivos
de todo el Concilio Vaticano II, muy representativo de lo más genuino y nove-
doso de él. Aunque directamente no se refiere a la Doctrina Social de la Iglesia,
en él encontramos el marco para situarla y comprender adecuadamente su
alcance en el contexto de la sociedad moderna.

(1) Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio, reunido
bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar
a todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre el haz de la
Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,15).
Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e ins-
trumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género
humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se pro-
pone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su natu-
raleza y su misión universal.
Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia
una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más ínti-
mamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales,
consigan también la plena unidad en Cristo.

[6] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): la Doctrina Social


como tarea de toda la Iglesia
En consonancia con el texto anterior y con todo el Vaticano II, este fragmento
de Pablo VI presenta una completa y renovada visión de la tarea de la Iglesia en
el campo social, que se encuadra dentro de la misión de la comunidad creyente.
La enseñanza social de la Iglesia (a la que Pablo VI nunca llamaba “Doctrina
Social de la Iglesia”) se entiende aquí desde el lugar que ocupa en el proceso de
análisis de la realidad, valoración de la misma desde los principios cristianos y
discernimiento de la acción, proceso en el que se implica la comunidad eclesial
toda. Es importante entender la dinámica de todo este proceso, que responde de
nuevo al esquema inductivo de “ver, juzgar y actuar”, cuya término son las
opciones para la acción de los creyentes.
Doctrina Social de la Iglesia 37

(4) Frente a situaciones tan diversas nos es difícil pronunciar una


palabra única, como también proponer una solución con valor univer-
sal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión. Incumbe a
las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia
de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del
Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directri-
ces de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia tal como han
sido elaboradas a lo largo de la historia y especialmente en esta era
industrial, después de la fecha histórica del mensaje de León XIII sobre
La condición de los obreros, del cual Nos tenemos el honor y el gozo de
celebrar hoy el aniversario.
A estas comunidades cristianas toca discernir, con la ayuda del
Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálo-
go con los demás hermanos cristianos y todos los hombres de buena
voluntad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para
realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que
aparezcan necesarias con urgencia en cada caso. En esta búsqueda de
cambios a promover, los cristianos deberán, en primer lugar, renovar
su confianza en la fuerza y la originalidad de las exigencias evangéli-
cas. El Evangelio no ha quedado superado por el hecho de haber sido
anunciado, escrito y vivido en su contexto socio-cultural diferente. Su
inspiración, enriquecida a lo largo de los siglos, permanece siempre
nueva en orden a la conversión de los hombres y al progreso de la
vida en sociedad, sin que por ello se le vaya a utilizar en provecho de
opciones temporales particulares, olvidando su mensaje universal y
eterno.

[7] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): una presentación


descriptiva de la Doctrina Social de la Iglesia

Como complemento de lo anterior, Pablo VI, al presentar la enseñanza social


de la Iglesia, no se fija tanto en un conjunto de principios universales e inmu-
tables derivados de la revelación o de la ley natural. Prefiere describirla como
un dinamismo permanente: a través de él la Iglesia acompaña a la humanidad
en su búsqueda de soluciones a los problemas de cada época.

(42) Frente a tantos nuevos interrogantes, la Iglesia hace un esfuerzo


de reflexión para responder, dentro de su propio campo, a las esperan-
38 Doctrina Social de la Iglesia

zas de los hombres. El que hoy los problemas parezcan originales, debi-
do a su amplitud y urgencia, ¿quiere decir que el hombre se halla im-
preparado para resolverlos? La enseñanza social de la Iglesia acompa-
ña con todo su dinamismo a los hombres en su búsqueda. Si bien no
interviene para dar autenticidad a una estructura determinada o para
proponer un modelo prefabricado, ella no se limita simplemente a
recordar unos principios generales. Se desarrolla por medio de una
reflexión madurada al contacto con situaciones cambiantes de este
mundo, bajo el impulso del Evangelio como fuente de renovación,
desde el momento que su mensaje es aceptado en su totalidad y en sus
exigencias. Se desarrolla con la sensibilidad propia de la Iglesia, mar-
cada por una voluntad desinteresada de servicio y una atención a los
más pobres; finalmente, se alimenta en una experiencia rica de muchos
siglos, lo que permite asumir en la continuidad de sus preocupaciones
permanentes la innovación atrevida y creadora que requiere la situa-
ción presente del mundo.

[8] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): diversos elemen-
tos en la Doctrina Social

En la introducción misma de esta encíclica conmemorativa de la Populorum


progressio se destacan los elementos más esenciales de la Doctrina Social de la
Iglesia. Aparece aquí en primer término el aspecto doctrinal, pero orientado
hacia la historia y las situaciones concretas, siempre bajo la asistencia del
Espíritu. Esta función doctrinal está al servicio de los laicos en su misión. Por
otra parte, la escucha del dato revelado no debe excluir la razón ni los cono-
cimientos que aportan las ciencias humanas.

(1) (...) A partir de la aportación valiosísima de León XIII, enrique-


cida por las sucesivas aportaciones del Magisterio, se ha formado ya un
corpus doctrinal renovado, que se va articulando a medida que la
Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por Jesucristo5 y median-
te la asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14,16.26; 16,13-15), lee los
hechos según se desenvuelven en el curso de la historia. Intenta guiar
de este modo a los hombres para que ellos mismos den una respuesta,

5. Cf. Dei verbum, 4.


Doctrina Social de la Iglesia 39

con la ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su voca-


ción de constructores responsables de la sociedad terrena.

[9] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): Doctrina Social
de la Iglesia y evangelización

Juan Pablo II aborda esta cuestión al exponer su concepción ética del desa-
rrollo, que no puede reducirse a una cuestión técnica. Él sitúa la Doctrina
Social de la Iglesia en el ámbito de la evangelización, es decir, en el núcleo
mismo de la misión de la Iglesia. Pero presupone en ella el método inductivo
que ya hemos visto en Juan XXIII y Pablo VI: en este pasaje que sigue se men-
cionan, aunque no muy explícitamente, los tres pasos ya conocidos de “ver,
juzgar y actuar”. Pero la Doctrina Social no ofrece alternativas concretas a los
sistemas socioeconómicos vigentes ni se sitúa en el ámbito de la ideología: es
teología. Participa de la función profética, en su doble dimensión de denuncia
y anuncio.

(41) La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema


del subdesarrollo en cuanto tal, como ya afirmó el papa Pablo VI, en
su encíclica6. En efecto, no propone sistemas o programas económicos
y políticos, ni manifiesta preferencias por unos o por otros, con tal que
la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella
goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo.
Pero la Iglesia es experta en humanidad7, y esto la mueve a exten-
der necesariamente su misión religiosa a los diversos campos en que los
hombres y mujeres desarrollan sus actividades, en busca de la felicidad,
aunque siempre relativa, que es posible en este mundo, de acuerdo con
su dignidad de personas.
Siguiendo a mis predecesores, he de repetir que el desarrollo, para
que sea auténtico, es decir, conforme a la dignidad del hombre y de los
pueblos, no puede ser reducido solamente a un problema “técnico”. Si
se lo reduce a esto, se lo despoja de su verdadero contenido y se trai-
ciona al hombre y a los pueblos, a cuyo servicio debe ponerse.
Por esto la Iglesia tiene una palabra que decir, tanto hoy como hace
veinte años, así como en el futuro, sobre la naturaleza, condiciones, exi-
gencias y finalidades del verdadero desarrollo y sobre los obstáculos que

6. Cf. Populorum progressio, 13; 81.


7. Cf. Ibid., 13.
40 Doctrina Social de la Iglesia

se oponen a él. Al hacerlo así, cumple su misión evangelizadora, ya que


da su primera contribución a la solución del problema urgente del desa-
rrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre
el hombre, aplicándola a una situación concreta8.
A este fin la Iglesia utiliza como instrumento su doctrina social. En
la difícil coyuntura actual, para favorecer tanto el planteamiento
correcto de los problemas como sus soluciones mejores, podrá ayudar
mucho un conocimiento más exacto y una difusión más amplia del
conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directri-
ces de acción propuestos por su enseñanza9. (...)
La doctrina social de la Iglesia no es, pues, una “tercera vía” entre
el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posi-
ble alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente,
sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología sino
la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre
las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el
contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su
objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su con-
formidad o diferencia con lo que el evangelio enseña acerca del hom-
bre y su vocación terrena y, a la vez, transcendente, para orientar en
consecuencia la conducta cristiana. Por tanto, no pertenece al ámbito
de la ideología, sino al de la teología y especialmente de la teología
moral.
La enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de
la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como se trata de una doctri-
na que debe orientar la conducta de las personas, tiene como conse-
cuencia el “compromiso por la justicia” según la función, vocación y
circunstancias de cada uno.
Al ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social,
que es un aspecto de la función profética de la Iglesia, pertenece tam-
bién la denuncia de los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar
que el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y que ésta
no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia
y la fuerza de su motivación más alta.

8. Cf. Discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoameri-


cano.
9. Libertatis conscientia, 72; Octogesima adveniens, 4.
Doctrina Social de la Iglesia 41

[10] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): distintos niveles en


la Doctrina Social de la Iglesia

Este último texto de Juan Pablo II es buen complemento de todo lo anterior y


matiza una cuestión particular: el valor magisterial de las afirmaciones que se
contienen en los documentos pontificios. Ello es importante por la atención
creciente que se viene prestando en esta última época (de la que él mismo es
muy representativo) al análisis e interpretación de los acontecimientos de cada
momento. Lo que se reconoce aquí es que las afirmaciones en este nivel del
análisis e interpretación de los fenómenos sociales no tienen el mismo rango
que las que se refieren a lo estrictamente doctrinal (concretamente, no tienen
el mismo grado de “definitividad”).

(3) (...) La presente encíclica trata de poner en evidencia la fecundi-


dad de los principios expresados por el papa León XIII, los cuales per-
tenecen al patrimonio doctrinal de la Iglesia y, por ello, implican la
autoridad del magisterio. Pero la solicitud pastoral me ha movido ade-
más a proponer el análisis de algunos acontecimientos de la historia
reciente. Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de
los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evange-
lización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen, sin embar-
go, no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al
ámbito específico del magisterio.
Capítulo II
CAPITALISMO, LIBERALISMO ECONÓMICO

Unimos en este capítulo dos conceptos, cuya interrelación es evi-


dente, porque el liberalismo está en el origen mismo del capitalismo
como sistema de organización de la economía. En este sentido, nos
referimos más concretamente aquí a la dimensión económica del pen-
samiento liberal.
Por otra parte, no puede ignorarse que la Doctrina Social de la
Iglesia nace como una respuesta a la inquietud profunda que provoca el
desarrollo del capitalismo, en su versión más liberal y salvaje de la
Europa del siglo XIX. Esto es lo que explica la primera gran encíclica
social, la Rerum novarum: aunque en una somera lectura parece ser un
documento sólo pensado para excluir la solución socialista, sería
improcedente ignorar en ella una fuerte denuncia de los abusos del
nuevo orden económico (el capitalismo liberal, aunque el texto no
emplea esta denominación) e importantes propuestas de reforma del
mismo.
La crítica del capitalismo es una constante de todos los documen-
tos anteriores a la segunda guerra mundial, impulsada por sus crisis
cada vez preocupantes y desestabilizadoras y por la amenaza que sus-
cita la alternativa colectivista de la Unión Soviética. El alcance de esta
crítica no puede quedar minusvalorado por el hecho de que la crítica
del socialismo en sus diferentes versiones sea, si cabe, más radical.
A partir de los años 50 los documentos muestran una postura más
benévola, coincidiendo con la transformación que supone el abandono
del capitalismo liberal (de mercado puro) y el paso al capitalismo
mixto. La combinación de iniciativa privada e intervención pública
parece una fórmula capaz de conjugar crecimiento económico y justi-
cia social, garantizando al mismo tiempo la estabilidad de la sociedad,
cosas todas que el anterior modelo liberal nunca logró.
44 Doctrina Social de la Iglesia

Este nuevo modelo mixto (en Europa occidental, “Estado de bienes-


tar”) ha venido mereciendo siempre un juicio más favorable, con la
única salvedad que no es un modelo que se haya universalizado. Por
otra parte, la crisis reciente del Estado de bienestar y el fracaso irre-
versible del colectivismo, en el marco más amplio de la globalización
creciente, han replanteado en los últimos documentos de Juan Pablo II
el juicio moral que merece el capitalismo. Y lo ha hecho en una doble
dirección: como modelo para la economía de un país y como paradigma
para la economía planetaria.
A nivel planetario, nunca ha existido otra forma de organizar la
economía que la derivada de un capitalismo casi sin restricciones
(liberal al ultranza). Las limitaciones y disfunciones de éste sólo se
perciben cuando se profundiza en las relaciones Norte-Sur y en las
desigualdades crecientes entre países industrializados y tercer mundo.
Las dos encíclicas sobre el desarrollo (Populorum progressio y
Sollicitudo rei socialis) ofrecen algunos elementos para esta reflexión,
pero no excesivamente sistematizados.
Como modelo de organización de una economía concreta el capita-
lismo ha merecido más atención, sobre todo por parte de Juan Pablo II.
Sus análisis culminan en la Centesimus annus, encíclica toda ella mar-
cada por la caída del muro de Berlín y el futuro del capitalismo como
único sistema superviviente. En el análisis que hace de él, detenido y
riguroso, Juan Pablo II distingue la economía de mercado, que le mere-
ce un juicio favorable, y la concepción de la libertad que le inspira,
frente a la que se muestra mucho más crítico. Pero en esta distinción
estamos de nuevo afrontados a la interrelación entre capitalismo
(como mero sistema de organización económica) y liberalismo (como
ideología inspiradora y legitimadora): y no hay duda que es en esta ide-
ología, y no en el sistema económico, donde Juan Pablo II concentra
todas sus profundas reservas.

******

[11] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): una primera denuncia del
capitalismo
Ya en la primera encíclica social encontramos una clara denuncia de los pro-
blemas que causa el nuevo sistema económico, aunque todavía no emplee para
designarlo el término “capitalismo”. Y es precisamente la introducción misma
Capitalismo, Liberalismo Económico 45

del documento, de donde se toma el fragmento que sigue, la que explica el ori-
gen de las preocupaciones de León XIII. Se señalan en concreto dos fenómenos
de aquel tiempo que revelarían las causas de la miseria de las clases trabajado-
ras: la supresión de las antiguas asociaciones (gremios) y el afán de lucro (usura
voraz). Justamente esta situación de los trabajadores es la que motiva la inter-
vención del Papa.

(1) Sea de ello, sin embargo, lo que quiera, vemos claramente, cosa en
que todos convienen, que es urgente proveer de la manera oportuna al
bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se deba-
te indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que,
disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin nin-
gún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las institucio-
nes públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo
fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la
inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los com-
petidores.- Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente
condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por
hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a
esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones
comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos,
hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y
adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una
muchedumbre infinita de proletarios.

[12] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): el capitalismo de los


grandes monopolios

Quizás es éste el documento de la Iglesia universal donde más duramente se


critica al capitalismo. Y lo que se critica de él es la acumulación de poder que
ha generado, lo que pone de relieve además la contradicción que el mismo sis-
tema encierra: porque dicho poder es la consecuencia del principio de la libre
competencia, cuando actúa sin ningún freno ni control. Se refleja aquí una
situación diferente de la de los tiempos de Rerum novarum: ahora la libre
competencia de entonces ha dado lugar a una concentración de poder que se
manifiesta en forma de dictadura económica.

(105) Salta a los ojos de todos, en primer lugar, que en nuestros tiem-
pos no sólo se acumulan riquezas, sino que también se acumula una
46 Doctrina Social de la Iglesia

descomunal y tiránica potencia económica en manos de unos pocos,


que la mayor parte de las veces no son dueños, sino sólo custodios y
administradores de una riqueza en depósito, que ellos manejan a su
voluntad y arbitrio.
(106) Dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que,
teniendo en sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan
también de las finanzas y señorean sobre el crédito, y por esta razón
administran, diríase, la sangre de que vive toda la economía y tienen en
sus manos así como el alma de la misma, de tal modo que nadie puede
ni aun respirar contra su voluntad.
(107) Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi característi-
ca de la economía contemporánea, es el fruto natural de la ilimitada
libertad de los competidores, de la que han sobrevivido sólo los más
poderosos, lo que con frecuencia es tanto como decir los más violentos
y los más desprovistos de conciencia.
(108) Tal acumulación de riquezas y de poder origina, a su vez, tres
tipos de lucha: se lucha en primer lugar por la hegemonía económica;
se entabla luego el rudo combate para adueñarse del poder público,
para poder abusar de su influencia y autoridad en los conflictos eco-
nómicos; finalmente, pugnan entre sí los diferentes Estados, ya porque
las naciones emplean su fuerza y su política para promover cada cual
los intereses económicos de sus súbditos, ya porque tratan de dirimir
las controversias políticas surgidas entre las naciones recurriendo a su
poderío y recursos económicos.
(109) Últimas consecuencias del espíritu individualista en economía,
venerables hermanos y amados hijos, son esas que vosotros mismos no
sólo estáis viendo, sino también padeciendo: la libre concurrencia se ha
destruido a sí misma; la dictadura económica se ha adueñado del mer-
cado libre; por consiguiente, al deseo de lucro ha sucedido la desenfre-
nada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho horrenda-
mente dura, cruel, atroz. A esto se añaden los daños gravísimos que
han surgido de la deplorable mezcla y confusión entre las atribuciones
y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales daños, uno de
los más graves, se halla una cierta caída del prestigio del Estado, que,
libre de todo interés de partes y atenta exclusivamente al bien común y
a la justicia, debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbi-
tro de las cosas; se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido
a la pasión y a las ambiciones humanas. Por lo que atañe a las nacio-
Capitalismo, Liberalismo Económico 47

nes en sus relaciones mutuas, de una misma fuente manan dos ríos
diversos: por un lado, el “nacionalismo” o también el “imperialismo
económico”; del otro, el no menos funesto y execrable “internaciona-
lismo” o “imperialismo” internacional del dinero, para el cual, donde
el bien, allí la patria.

[13] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): el capitalismo mixto

En los años 60 se atraviesa una etapa menos conflictiva en relación con el


debate sobre los sistemas económicos, que coincide también con una cierta
convergencia entre los sistemas reales: el capitalismo liberal se ha corregido
con una intervención creciente de los poderes públicos, dando así lugar al capi-
talismo mixto; en el colectivismo también se observa la introducción, aunque
muy cautelosa, de ciertos mecanismos del mercado. Juan XXIII refleja en este
pasaje ese menor tono polémico, al tiempo que manifiesta sus preferencias por
un modelo mixto, que da la prioridad a la iniciativa privada, pero corregida
desde el poder del Estado. La referencia a la experiencia histórica es decisiva
como base de apoyo para este modelo mixto.

(51) Como tesis inicial, hay que establecer que la economía debe ser
obra, ante todo, de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen
éstos por sí solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para pro-
curar sus intereses comunes.
(52) Sin embargo, por las razones que ya adujeron nuestros predece-
sores, es necesaria también la presencia activa del poder civil en esta
materia, a fin de garantizar, como es debido, una producción creciente
que promueva el progreso social y redunde en beneficio de todos los
ciudadanos.
(56) Por lo demás, la misma evolución histórica pone de relieve, cada
vez con mayor claridad, que es imposible una convivencia fecunda y
bien orientada sin la colaboración, en el campo económico, de los par-
ticulares y de los poderes públicos, colaboración que debe prestarse con
un esfuerzo común y concorde, y en la cual ambas partes han de ajus-
tar ese esfuerzo a las exigencias del bien común en armonía con los
cambios que el tiempo y las costumbres imponen.
(57) La experiencia diaria prueba, en efecto, que, cuando falta la acti-
vidad de la iniciativa particular, surge la tiranía política. No sólo esto.
Se produce, además, un estancamiento general en determinados cam-
pos de la economía, echándose de menos, en consecuencia, muchos bie-
48 Doctrina Social de la Iglesia

nes de consumo y múltiples servicios que se refieren no sólo a las nece-


sidades materiales, sino también, y principalmente, a las exigencias del
espíritu; bienes y servicios cuya obtención ejercita y estimula de modo
extraordinario la capacidad creadora del individuo.
(58) Pero cuando en la economía falta totalmente, o es defectuosa, la
debida intervención del Estado, los pueblos caen inmediatamente en
desórdenes irreparables y surgen al punto los abusos del débil por parte
del fuerte moralmente despreocupado. Raza ésta de hombres que, por
desgracia, arraiga en todas las tierras y en todos los tiempos, como la
cizaña entre el trigo.

[14] PABLO VI, Populorum progressio (1967): el capitalismo liberal

En esta encíclica el capitalismo es tratado desde la óptica propia de ésta: el


desarrollo de los pueblos. Y se le contrapone a la industrialización, subrayan-
do que son dos fenómenos distintos. Ahora bien, el capitalismo que se descri-
be aquí corresponde al que acompañó a esa primera industrialización en los
países hoy avanzados. Por una mayor fidelidad a la letra del texto nos hemos
visto obligados a corregir la traducción oficial castellana, poniendo en tiempo
pasado los verbos que en ella figuran en presente. Esta pequeña modificación,
que corresponde exactamente al original, ayuda a comprender el alcance de
este pasaje. En él se critican los excesos de capitalismo: hacer del lucro el
motor esencial de la economía, de la competencia su ley suprema, de la pro-
piedad privada de los medios de producción un derecho absoluto. Todo eso
conduce a una acumulación injustificada de poder, que ya denunció Pío XI.

(25) Necesaria para el crecimiento económico y para el progreso


humano, la industrialización es al mismo tiempo señal y factor del
desarrollo. El hombre, mediante la tenaz aplicación de su inteligencia
y de su trabajo, arranca poco a poco sus secretos a la naturaleza, y
hace un uso mejor de sus riquezas. Al mismo tiempo que disciplina sus
costumbres se desarrolla en él el gusto por la investigación y la inven-
ción, la aceptación del riesgo calculado, la audacia en las empresas, la
iniciativa generosa y el sentido de responsabilidad.
(26) Pero, por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la socie-
dad se construyó un sistema que consideraba el lucro como motor
esencial del progreso económico, la competencia como la ley suprema
de la economía, la propiedad privada de los medios de producción
como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales corres-
Capitalismo, Liberalismo Económico 49

pondientes. Este liberalismo económico, que conduce a la dictadura,


justamente fue denunciado por Pío XI como generador de “el imperia-
lismo internacional del dinero”1. Nunca se rechazarán suficientemente
tales abusos, recordando una vez más de forma solemne que la econo-
mía está al servicio del hombre2. Pero si es verdad que un cierto capi-
talismo fue la causa de muchos sufrimientos, de injusticias y luchas fra-
tricidas, cuyos efectos duran todavía, sería injusto que se atribuyera a
la industrialización misma los males que son debidos al nefasto sistema
que la acompañaba.

[15] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): discernimiento res-


pecto a las corrientes históricas liberales

Pablo VI, que se muestra muy crítico respecto a las ideologías liberal y marxis-
ta (n. 26), es mucho más tolerante con los movimientos históricos derivados de
ellas. En concreto, respecto al liberalismo, exige un atento discernimiento para
determinar el grado de compromiso práctico posible para un creyente, aten-
diendo a los valores que propugna el liberalismo (iniciativa personal, defensa del
individuo frente al totalitarismo) y a sus deficiencias (sobrevaloración de la efi-
ciencia económica, falsa concepción de la autonomía del individuo).

(35) Por otra parte, se asiste a una renovación de la ideología liberal.


Esta corriente se afirma, sea en nombre de la eficacia económica, sea
para defender al individuo contra el dominio cada vez más invasor de
las organizaciones, sea contra las tendencias totalitarias de los poderes
políticos. Ciertamente, hay que mantener y desarrollar la iniciativa per-
sonal. Los cristianos que se comprometen en esta línea, ¿no tienden a
su vez a idealizar el liberalismo que se convierte entonces en una pro-
clamación a favor de la libertad? Ellos querrían un modelo nuevo, más
adaptado a las condiciones actuales, olvidando fácilmente que en su
raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la
autonomía del individuo en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio
de su libertad. Es decir, la ideología liberal requiere por su parte un
atento discernimiento.

1. PÍO XI, Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 212.


2. Cf. por ejemplo, COLIN CLARK, The conditions of economic progress, 3ª ed. (London
Macmillan & Co. New York, St. Martin's Press 1960) 3-6.
50 Doctrina Social de la Iglesia

[16] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): el error del capitalismo

En esta primera encíclica social de Juan Pablo II el criterio ético fundamental


que ha de presidir toda la actividad económica es la subordinación del traba-
jo objetivo al trabajo subjetivo. Por eso el error clave del capitalismo consiste
en no respetar dicho criterio e invertir ese orden de valores.

(7) (...) Una ocasión sistemática y, en cierto sentido, hasta un estímu-


lo para este modo de pensar y valorar está constituido por el acelerado
proceso de desarrollo de la civilización unilateralmente materialista, en la
que se da importancia primordial a la dimensión objetiva del trabajo,
mientras la subjetiva –todo lo que se refiere indirecta o directamente al
mismo sujeto del trabajo– permanece a un nivel secundario. En todos los
casos de este género, en cada situación social de este tipo, se da una con-
fusión, e incluso una inversión del orden establecido desde el comienzo
con las palabras del libro del Génesis: el hombre es considerado como un
instrumento de producción3, mientras él –él sólo, independientemente del
trabajo que realiza– debería ser tratado como sujeto eficiente y su verda-
dero artífice y creador. Precisamente tal inversión de orden, prescindien-
do del programa y de la denominación según la cual se realiza, merece-
ría el nombre de “capitalismo” en el sentido indicado más adelante con
mayor amplitud. Se sabe que el capitalismo tiene su preciso significado
histórico como sistema, y sistema económico-social, en contraposición al
“socialismo” o “comunismo”. Pero, a la luz del análisis de la realidad
fundamental del entero proceso económico y, ante todo, de la estructura
de producción –como es precisamente el trabajo– conviene reconocer que
el error del capitalismo primitivo puede repetirse dondequiera que el
hombre sea tratado de alguna manera a la par de todo el complejo de los
medios materiales de producción, como un instrumento y no según la
verdadera dignidad de su trabajo, o sea como sujeto y autor, y, por con-
siguiente, como verdadero fin de todo proceso productivo.

[17] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): vía de reforma para
el capitalismo

Al insistir una vez más sobre el error del capitalismo ya citado, se da un paso
más: es necesario transformar este sistema mediante una creciente participa-

3. Cf. Pío XI, Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 221.


Capitalismo, Liberalismo Económico 51

ción del trabajador en el proceso productivo. Sin pronunciarse abiertamente


por una fórmula concreta, la encíclica recoge las propuestas que en épocas
anteriores han pretendido abrir cauces para esta participación en la propiedad
de capital, en la gestión, etc.

(14) (...) En este documento, cuyo tema principal es el trabajo huma-


no, es conveniente corroborar todo el esfuerzo a través del cual la
enseñanza de la Iglesia acerca de la propiedad ha tratado y sigue tra-
tando de asegurar la primacía del trabajo y, por lo mismo, la subjeti-
vidad del hombre en la vida social, especialmente en la estructura
dinámica de todo el proceso económico. Desde esta perspectiva, sigue
siendo inaceptable la postura del “rígido” capitalismo, que defiende el
derecho exclusivo a la propiedad privada de los medios de produc-
ción, como un “dogma” intocable en la vida económica. El principio
del respeto del trabajo, exige que este derecho se someta a una revi-
sión constructiva en la teoría y en la práctica. En efecto, si es verdad
que el capital, al igual que el conjunto de los medios de producción,
constituye a su vez el producto del trabajo de generaciones, entonces
no es menos verdad que ese capital se crea incesantemente gracias al
trabajo llevado a cabo con la ayuda de ese mismo conjunto de medios
de producción, que aparecen como un gran lugar de trabajo en el que,
día a día, pone su empeño la presente generación de trabajadores. Se
trata aquí, obviamente, de las distintas clases de trabajo, no sólo del
llamado trabajo manual, sino también del múltiple trabajo intelectual,
desde el de planificación al de dirección.
Bajo esta luz adquieren un significado de relieve particular las nume-
rosas propuestas hechas por expertos en la doctrina social católica y
también por el Supremo Magisterio de la Iglesia4. Son propuestas que se
refieren a la copropiedad de los medios de trabajo, a la participación de
los trabajadores en la gestión y/o en los beneficios de la empresa, al lla-
mado “accionariado” del trabajo y otras semejantes.
Independientemente de la posibilidad de aplicación concreta de estas
diversas propuestas, sigue siendo evidente que el reconocimiento de la
justa posición del trabajo y del hombre del trabajo dentro del proceso
productivo exige varias adaptaciones en el ámbito del mismo derecho a
la propiedad de los medios de producción; y esto teniendo en cuenta no
sólo situaciones más antiguas, sino también y ante todo la realidad y la

4. Cf. Quadragesimo anno 199; Gaudium et spes 68.


52 Doctrina Social de la Iglesia

problemática que se ha ido creando en la segunda mitad de este siglo, en


lo que concierne al llamado Tercer Mundo y a los distintos nuevos paí-
ses independientes que han surgido, de manera especial pero no única-
mente en África, en lugar de los territorios coloniales de otros tiempos.

[18] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): el valor de la ini-
ciativa económica
A Juan Pablo II se le considera el Papa que más ha acercado la Doctrina Social
de la Iglesia a los postulados del liberalismo. Y este texto que sigue subraya el
valor de la libre iniciativa económica como quizás ningún otro de documentos
anteriores. Con todo, para su correcta interpretación, debe tenerse en cuenta
que el Papa está pensando en los países donde este principio está sistemática-
mente negado: o sea, en los países colectivistas, cuya situación tanto ha preo-
cupado siempre a Juan Pablo II.

(15) (...) Es menester indicar que en el mundo actual, entre otros dere-
chos, es reprimido a menudo el derecho de iniciativa económica. No
obstante eso, se trata de un derecho importante no sólo para el indivi-
duo en particular, sino además para el bien común. La experiencia nos
demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de
una pretendida “igualdad” de todos en la sociedad, reduce o, sin más,
destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad cre-
ativa del ciudadano. En consecuencia, surge, de este modo, no solo una
verdadera igualdad, sino una “nivelación descendente”. En lugar de la
iniciativa creadora nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al
aparato burocrático que, como único órgano que “dispone” y “decide”
–aunque no sea “poseedor”– de la totalidad de los bienes y medios de
producción, pone a todos en una posición de dependencia del obrero-
proletario en el sistema capitalista. Esto provoca un sentido de frustra-
ción o desesperación y predispone a la despreocupación de la vida
nacional, empujando a muchos a la emigración y favoreciendo, a la
vez, una forma de emigración “psicológica”.

[19] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): ¿es aceptable el


capitalismo?
Desaparecido el colectivismo, Centesimus annus se plantea en términos dife-
rentes el problema de los sistemas socioeconómicos. Ahora se trata de ver hasta
Capitalismo, Liberalismo Económico 53

qué punto es aceptable el capitalismo, el único modelo existente tras la caída de


su alternativa. Es la cuestión que plantea este pasaje. Y la respuesta es matiza-
da. En ella se distinguen dos niveles: el estrictamente económico (el mercado) y
el de la antropología práctica que subyace (una concepción de la libertad que
da prioridad absoluta a la libertad en el terreno económico). En este punto es
donde se encuentra una dificultad seria para aceptar el capitalismo.

(42) Volviendo ahora a la pregunta inicial ¿se puede decir quizá que,
después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capita-
lismo, y que hacia él sean dirigidos los esfuerzos de los Países que tra-
tan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el mode-
lo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que bus-
can la vía del verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por “capitalismo” se
entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y
positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la
consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la
libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta cier-
tamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “eco-
nomía de empresa”, “economía de mercado”, o simplemente de “eco-
nomía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el
cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sóli-
do contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana
integral y la considere como una particular dimensión de la misma,
cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamen-
te negativa.
La solución marxista ha fracasado pero permanecen en el mundo
fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el tercer
mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en
los países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza
la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones
de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en
tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de
manera adecuada y realista otros problemas; pero eso no basta para
resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología
radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en conside-
ración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de
afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de
las fuerzas de mercado.
54 Doctrina Social de la Iglesia

[20] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): el sistema de valores


del capitalismo

El punto de vista antes expresado se confirma en este nuevo pasaje, en que se


habla de las dificultades para aceptar el sistema ético-cultural o sociocultural
del capitalismo. Y se presenta a éste como una falsa concepción de la persona
humana, que la reduce a mero productor o consumidor.

(39) (...) Estas críticas van dirigidas no tanto contra un sistema


económico, cuanto contra un sistema ético-cultural. En efecto, la eco-
nomía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad
humana. Si es absolutizada, si la producción y el consumo de las mer-
cancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único
valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que
buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto en
el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión
ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la produc-
ción de bienes y servicios5.
Todo esto se puede resumir afirmando una vez más que la libertad
económica es solamente un elemento de la libertad humana. Cuando
aquella se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado
más como un productor o un consumidor de bienes que como un suje-
to que produce y consume para vivir, entonces pierde su necesaria re-
lación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla6.

[21] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): elementos para un


juicio ético del mercado

Aunque el sistema de mercado ha sido considerado como aceptable en los tex-


tos que preceden, no por ello se puede confiar a él toda la regulación de las
actividades económicas. El mercado tiene limitaciones, que son inherentes a su
propia dinámica. Por eso necesita ser complementado desde fuera de él (es
decir, desde la intervención del Estado). Tales limitaciones son de dos órdenes.
La primera se refiere al tipo de demanda que actúa en él: no toda demanda
vale, es preciso que vaya acompañada de capacidad de pago. La segunda tiene
que ver con los bienes que el mercado asigna: hay ciertos bienes (los llamados

5. Sollicitudo rei socialis, 34.


6. Cf. Redemptor hominis, 15.
Capitalismo, Liberalismo Económico 55

“bienes públicos”, los que no son susceptibles de apropiación excluyente),


cuya producción y distribución el mercado es incapaz de regular.

(34) Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones como de rela-


ciones internacionales, el libre mercado sea el instrumento más eficaz
para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin
embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son “solventa-
bles”, con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son “vendi-
bles”, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen
numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es
un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfa-
cer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres
oprimidos por ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres
necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar en el círculo de las
interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para poder hacer valer mejor
sus capacidades y recursos. Por encima de la lógica de los intercambios
equivalentes y de las formas de justicia que los regulan, existe algo que
es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente digni-
dad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobre-
vivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad (...).
(40) Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes
colectivos como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya
salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de
mercado. Así como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el
deber de defender los derechos fundamentales del trabajo, así ahora
con el nuevo capitalismo el Estado y la sociedad tienen el deber de
defender los bienes colectivos, que, entre otras cosas, constituyen el
único marco dentro del cual es posible para cada uno conseguir legíti-
mamente sus fines individuales.
He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas
y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos;
hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bie-
nes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar.
Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayu-
dan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el inter-
cambio de los productos y, sobre todo, dan la primacía a la voluntad y
a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con
las de otras personas. No obstante, conllevan el riesgo de una “idola-
56 Doctrina Social de la Iglesia

tría” del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su natu-
raleza, no son ni pueden ser simples mercancías.

[22] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): sugerencias para un


modelo aceptable

Aunque no hay una propuesta propia de la Doctrina Social de la Iglesia, en un


momento de esta encíclica se describe un modelo (utilizado por algunos países
tras la segunda guerra mundial) que, por la forma en que es presentado, pare-
ce ser mirado con aprecio. En él la iniciativa privada es complementada por
una decisiva intervención del Estado para garantizar un nivel mínimo de pres-
taciones sociales: es el Estado de bienestar.

(19) (...) En algunos países y bajos ciertos aspectos, después de las


destrucciones de la guerra, se asiste a un esfuerzo positivo por re-
construir una sociedad democrática inspirada en la justicia social, que
priva al comunismo de su potencial revolucionario, constituido por
muchedumbres explotadas y oprimidas. Estas iniciativas tratan, en
general, de mantener los mecanismos de libre mercado, asegurando,
mediante la estabilidad monetaria y la seguridad de las relaciones so-
ciales, las relaciones para un crecimiento económico estable y sano,
dentro del cual los hombres, gracias a su trabajo, pueden construirse
un futuro mejor para sí y para sus hijos. Al mismo tiempo, se trata de
evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de referen-
cia de la vida social y tienden a someterse a un control público que
haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra. Una
cierta abundancia de ofertas de trabajo, un sólido sistema de seguridad
social y de capacitación profesional, la libertad de asociación y la
acción incisiva del sindicato, la previsión social en caso de desempleo,
los instrumentos de participación democrática en la vida social, dentro
de este contexto deberían preservar el trabajo de la condición de
“mercancía” y garantizar la posibilidad de realizarlo dignamente.

[23] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): equilibrio sociedad-


Estado y subsidiariedad

Este modelo histórico e capitalismo, que hemos visto alabado en el pasaje


anterior, encuentra también sus dificultades cuando se exageran ciertas ten-
Capitalismo, Liberalismo Económico 57

dencias en él. El pasaje que ahora reproducimos critica esos excesos a que ha
llegado el Estado de bienestar o “Estado social” por el excesivo desarrollo
burocrático, que elimina la responsabilidad de la sociedad y desaprovecha
toda la riqueza de las energías y de la creatividad humanas. La cuestión cru-
cial es siempre la de un acertado equilibrio sociedad-Estado.

(48) (...) En los últimos años ha tenido lugar una vasta ampliación de
ese tipo de intervención, que ha llegado a constituir en cierto modo un
Estado de índole nueva: el “Estado del bienestar”. Esta evolución se ha
dado en algunos Estados para responder de manera más adecuada a
muchas necesidades y carencias, tratando de remediar formas de
pobreza y de privación indignas de la persona humana. No obstante,
no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más
recientes, han provocado duras críticas a ese Estado de bienestar, cali-
ficado como “Estado asistencial”. Deficiencias y abusos del mismo
derivan de una inadecuada comprensión de los deberes propios del
Estado. En este ámbito también debe ser respetado el principio de sub-
sidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe interferir
en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de
sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesi-
dad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componen-
tes sociales, con miras al bien común7.
Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el
Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumen-
to exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocrá-
ticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme
crecimiento de los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las
necesidades y logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está pró-
ximo a ellas o quien está cerca del necesitado. Además, un cierto tipo de
necesidades requiere con frecuencia una respuesta que sea no solo mate-
rial, sino que sepa descubrir su exigencia humana más profunda.
Conviene pensar también en la situación de los prófugos y emigrantes,
de los ancianos y enfermos, y en todos los demás casos, necesitados de
asistencia, como es el de los drogadictos: personas todas ellas que pue-
den ser ayudadas de manera eficaz solamente por quien les ofrece, apar-
te de los cuidados necesarios, un apoyo sinceramente fraterno.

7. Cf. Pío XI, Quadragesimo anno I: l.c., 184-186.


58 Doctrina Social de la Iglesia

[24] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): equilibrio entre mer-
cado, fuerzas sociales y Estado

Este último pasaje puede servir como síntesis de todo lo dicho sobre el
capitalismo. En él se recogen los tres ingredientes que deben equilibrarse
en un sistema económico para que responda a las exigencia éticas: el mer-
cado, las fuerzas sociales y el Estado. Un sistema justo es, no el que privi-
legia los intereses del capital, sino el que garantizara la libertad y la parti-
cipación.

(35) (...) En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra


un sistema económico, entendido como método que asegura el predo-
mino absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la
tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre8. En la
lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sis-
tema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una
sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación.
Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste
sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado,
de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamen-
tales de toda la sociedad.

8. Cf. Laborem exercens 7.


Capítulo III
SOCIALISMO

Es cierto que el término socialismo admite, y sobre todo ha admiti-


do a lo largo de la historia, muy diversas acepciones. Nosotros hemos
optado por englobarlas todas aquí, aunque procuraremos que quede
claro en cada momento a qué tipo de socialismo se refieren los textos.
Es preciso comenzar diciendo que el socialismo ocupa un lugar
esencial en la Doctrina Social de la Iglesia, hasta el punto de que difí-
cilmente podría comprenderse el pensamiento social reciente de la
Iglesia sin tener como referente la polémica con este importante movi-
miento de la era moderna.
El socialismo es objeto de atención por parte de los documentos
pontificios en el siglo XIX ya antes de León XIII. En todo ese siglo la
postura de la Iglesia es marcadamente crítica, casi sin ninguna conce-
sión: incluido inicialmente entre las “sectas”, el socialismo es presen-
tado como la principal amenaza para el pueblo y para la estabilidad de
la sociedad toda. Apenas cambia esta valoración cuando por socia-
lismo pasa a entenderse la corriente liderada por Carlos Marx, que se
impone en el último tercio del siglo XIX gracias al poder de atracción
de las Internacionales Obreras. Pero ahora los puntos de rechazo son
dos: no sólo la intención revolucionaria (y su forma estratégica de la
lucha de clases), sino también su propuesta emblemática de abolición
de la propiedad privada.
Habrá que esperar al siglo XX –a Pío XI, en concreto– para encon-
trar un juicio más matizado basado en la distinción de distintas
corrientes socialistas: este juicio, que es de condena total para el
comunismo, tampoco es nada benévolo para el llamado “socialismo
moderado”.
Con las nuevas coordenadas posteriores a la segunda guerra mun-
dial el socialismo pierde protagonismo en los documentos oficiales de
60 Doctrina Social de la Iglesia

la Iglesia, quedando sólo alguna referencia, menos polémica sin duda,


que critica sobre todo el afán planificador por sus efectos negativos
sobre la iniciativa de la sociedad (en alusión al colectivismo de corte
soviético). Unos años después, Pablo VI no excluye ya la posibilidad de
algún tipo de compromiso con movimientos socialistas.
En Juan Pablo II se suceden dos posturas, hasta cierto punto dife-
rentes, referidas siempre al colectivismo. En Laborem exercens se ana-
lizan las deficiencias de este modelo, pero buscando cuál sería el sen-
tido en que tendría que evolucionar para convertirse en un sistema
moralmente aceptable. Diez años después, cuando ya ha caído el muro
de Berlín, Centesimus annus lo juzga de modo mucho más implacable:
ya no interesa preguntarse por sus posibles vías de reforma, sino sólo
detectar sus errores antropológicos como una explicación para su fra-
caso espectacular. Estos errores provienen de la ideología marxista,
que ha inspirado desde el comienzo al colectivismo.

******

[25] PÍO IX, Nostis et nobiscum (1849): rechazo del comunismo y


del socialismo

Esta encíclica fue dirigida al episcopado de Italia desde Nápoles, puesto que el
Papa aún no había podido volver a Roma desde que se vio obligado a aban-
donarla el año anterior. El tema central que se trata en ella es la cuestión roma-
na. Pero, junto a él, el Papa dedica algunas páginas a la lucha contra las doc-
trinas revolucionarias, desde las que se procura apartar a la sociedad de la obe-
diencia de la Iglesia. Entre esas doctrinas se mencionan en primer lugar el
comunismo y el socialismo: es el pasaje que se transcribe a continuación. En
él no se dan muchos detalles sobre el contenido de estas doctrinas; se subraya,
más bien, su carácter revolucionario, que atenta contra la realidad de la Iglesia
y, últimamente, de todo el orden social.

(17) Y en lo que a esta depravada doctrina y sistema se refiere, es sabi-


do ya por todos vosotros que su principal punto de mira está en intro-
ducir, abusando de los términos libertad e igualdad, en el pueblo esas
perniciosas invenciones del comunismo y del socialismo. Ahora bien,
consta que los maestros tanto del comunismo como del socialismo tien-
den, aunque procediendo por métodos distintos, a un propósito común
de mantener a los obreros y demás gente de condición modesta en cons-
Socialismo 61

tante agitación, engañados con sus falacias, ilusionados con la promesa


de una vida mejor y empujándolos poco a poco cada vez a mayores des-
manes, a fin de poder servirse después de su ayuda para poder atacar
todo régimen de autoridad superior, para saquear, destruir e invadir las
propiedades, primero, de la Iglesia, y luego, las de cualquier otro; para
violar, finalmente, todo derecho divino y humano, para destruir el culto
divino y subvertir todo orden de las sociedades civiles.

[26] LEÓN XIII, Quod apostolici muneris (1878): errores de socia-


listas, comunistas y nihilistas

Esta encíclica, del primer año de su pontificado, la consagra enteramente León


XIII a las “sectas socialistas”. En ellas se incluyen diversas corrientes, entre las
cuales el texto no parece establecer distinciones. La encíclica comienza resu-
miendo sus doctrinas: niegan el some-timiento del hombre a Dios, desvirtúan el
matrimonio, atacan la propiedad privada, excitan el odio de la gente, niegan el
respeto a las autoridades políticas. La descripción es, no sólo detallada, sino
virulenta. El tono refleja bien el radicalismo a que se había llegado, del cual tam-
poco había sido capaz de librarse la Iglesia.

(1) (...) Sin dificultad alguna comprendéis, venerables hermanos,


que nos referimos a esos hombres sectarios que con diversos y casi bár-
baros nombres se denominan socialistas, comunistas y nihilistas (...)
Nada hay sabiamente establecido por las leyes humanas y divinas
para la seguridad y decoro de la vida que quede íntegro o intacto en sus
manos. Niegan la obediencia a los supremos poderes, a los cuales,
según el aviso del Apóstol1, debe estar sujeto todo hombre, ya que
aquéllos reciben de Dios el derecho de mandar. Predican la igualdad
absoluta de todos los hombres en los derechos y en las obligaciones.
Deshonran la unión natural del hombre y de la mujer, que aun las
naciones bárbaras respetan; y debilitan e incluso entregan a los capri-
chos de la liviandad el vínculo matrimonial, fundamento primario de
la sociedad doméstica. Seducidos, finalmente, por la codicia de los bie-
nes presentes, que es la raíz de todos los males y por la que, al dejarse
llevar de ella, muchos se extraviaron en la fe2, atacan el derecho de pro-

1. Cf. Rom 13,1-7.


2. 1 Tim 6,10.
62 Doctrina Social de la Iglesia

piedad sancionado por la ley natural; y como un monstruoso atentado,


aparentando atender a las necesidades de todos los hombres, y pretex-
tando satisfacer los deseos de éstos, se esfuerzan por arrebatar, para
convertirlo en propiedad común, todo lo que se adquiere a título de
legítima herencia, o por el trabajo intelectual o manual, o con el aho-
rro personal. En sus reuniones manifiestan públicamente estas mons-
truosas opiniones, las exponen en sus folletos y las esparcen entre el
público por medio de numerosos diarios. De este modo la venerable
majestad y el poder de los reyes han llegado a ser objeto de un odio tan
grande por parte de la plebe revolucionaria, que estos sacrílegos trai-
dores, impacientes de todo freno, en breve tiempo han dirigido más de
una vez sus armas con impío atrevimiento contra los mismos príncipes.

[27] LEÓN XIII, Quod apostolici muneris (1878): el origen último


del socialismo

A la exposición de las doctrinas socialistas, que acabamos de reproducir, sigue


en la misma encíclica un intento de interpretación de su origen histórico. Y
aquí se establece una significativa conexión entre movimientos aparentemente
distintos e independientes de los últimos siglos. El origen último de socialismo
está en la Reforma protestante: porque de ella nació el liberalismo, que es el
antecedente próximo del socialismo. En las raíces de todos estos movimientos
está siempre la exaltación con la razón humana, la afirmación de la autono-
mía del hombre frente a Dios y la negación de los derechos de la Iglesia. Entre-
mezcladas con estas consideraciones históricas, se añaden nuevos elementos
que complementan la descripción de tales doctrinas, manteniendo el mismo
tono alarmista que observábamos en el pasaje anterior.

(2) Esta audaz perfidia, que amenaza con ruinas cada vez más graves
al Estado, y que provoca en todos los espíritus inquietud y congoja,
tiene su causa y origen en las venenosas doctrinas que, difundidas desde
hace mucho tiempo entre los pueblos como viciosa semilla, han dado a
su debido tiempo frutos tan perniciosos. Sabéis muy bien, venerables
hermanos, que la cruda guerra iniciada desde el siglo XVI contra la fe
católica por los innovadores, y que ha ido con el tiempo aumentando
extraordinariamente hasta nuestros días, tendía a abrir la puerta a las
invenciones, o más bien delirios, de la sola razón, desechando toda reve-
lación y todo el orden sobrenatural. Este error, que toma injustamente
su nombre de la razón, al halagar y excitar el deseo, natural en el hom-
Socialismo 63

bre, de sobresalir, y al soltar las riendas de toda clase de pasiones desor-


denadas, se ha extendido espontáneamente, no sólo en el espíritu de
muchos hombres, sino también en la misma sociedad civil. Por esto, con
una misma impiedad, desconocida para los mismos gentiles, hemos
visto constituirse los Estados sin tener para nada en cuenta a Dios y el
orden por Él establecido. Se ha repetido que la autoridad pública no
deriva de Dios su primer origen, ni de su majestad ni de su fuerza impe-
rativa, sino de la multitud popular, la cual, juzgándose libre de toda san-
ción divina, sólo se somete a las leyes que ella misma se da a su antojo.-
Combatidas y rechazadas, como contrarias a la razón, las verdades
sobrenaturales de la fe, el mismo autor del género humano se ve deste-
rrado poco a poco de las universidades, de los institutos, de los colegios
y de todo el ámbito público de la vida humana. Olvidados, finalmente,
los premios y castigos de la vida futura, el ansia ardiente de felicidad
queda circunscrito dentro de los términos de la vida presente.- No es de
extrañar que con la difusión universal de estas doctrinas y con la gene-
ral licencia que de éstas ha derivado en el orden de las ideas y en el orden
de la acción, los hombres de la clase baja, hastiados de la pobreza de su
casa o de su taller, ansíen lanzarse contra los palacios y el patrimonio de
los más ricos. No debe maravillarnos, por tanto, que no exista ya tran-
quilidad alguna firme en la vida pública o en la vida privada y que el
género humano haya llegado casi a su extrema ruina.

[28] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): la propuesta socialista

En tiempos de la Rerum novarum el socialismo era una vasto movimiento de


masas que propugnaba una alternativa radical y violenta al sistema económico
vigente, basada en la abolición de la propiedad privada de los medios de pro-
ducción. Esta dura polémica está reflejada en dicho documento. León XIII, que
ha denunciado con dureza los males del sistema vigente (el capitalismo liberal),
combate con parecida energía la solución propuesta por los socialistas. En este
pasaje presenta una exacta descripción de quiénes eran los socialistas a los que
la encíclica combate: los que propugnan la abolición de la propiedad y el recur-
so a la violencia (lucha de clases).

(2) Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los
indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de
los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comu-
64 Doctrina Social de la Iglesia

nes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan


la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a
la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre
todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida
es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perju-
dicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues
ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la
república y agita fundamentalmente a las naciones.

[29] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): la inviabilidad de la pro-


puesta socialista

Tras un largo pasaje en que se critica la propuesta de abolir la propiedad priva-


da y se exponen los argumentos en favor de ésta, se concluye resumiendo estos
argumentos y afirmando que la propiedad privada ha de ser la base inviolable
del orden social.

(11) (...) De todo lo cual se sigue claramente que debe rechazarse de


plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad pri-
vada, pues que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer,
repugna a los derechos naturales de los individuos y perturba las fun-
ciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se
plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se
ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad priva-
da ha de conservarse inviolable. Sentado lo cual, explicaremos dónde
debe buscarse el remedio que conviene.

[30] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): el socialismo y la lucha de


clases

Este es el otro aspecto de las doctrinas socialistas del siglo XIX que la Rerum
novarum no comparte: su concepción de las diferencias sociales y la necesidad
de recurrir al enfrentamiento entre las clases (entre los ricos y los proletarios,
dice la encíclica). La propuesta de la Iglesia contrapone armonía social a lucha
de clases, pero dicha armonía exige en primer lugar el cumplimiento de los
deberes de justicia de trabajadores y propietarios.

(13) Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada
la condición humana, que no se puede igualar en la sociedad civil lo
Socialismo 65

alto con lo bajo. Los socialistas lo pretenden, es verdad, pero todo es


vana tentativa contra la naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza
entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los
talentos de todos, no la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y
de la inevitable diferencia de estas cosas brota espontáneamente la di-
ferencia de fortuna. Todo esto en correlación perfecta con los usos y
necesidades tanto de los particulares cuanto de la comunidad, pues que
la vida en común precisa de aptitudes varias, de oficios diversos, al des-
empeño de los cuales se sienten impelidos los hombres, más que nada,
por la diferente posición social de cada uno (...).
(14) Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer
que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si
la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para com-
batirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la ra-
zón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en
el cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge
aquella proporcionada disposición que justamente podríase llamar
armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana,
dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para
lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital
puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo
engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la per-
sistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión
juntamente con un bárbaro salvajismo. Ahora bien, para acabar con
la lucha y cortar hasta sus mismas raíces, es admirable y varia la fuer-
za de las doctrinas cristianas. En primer lugar, toda la doctrina de la
religión cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia, puede
grandemente arreglar entre sí y unir a los ricos con los proletarios, es
decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes res-
pectivos y, ante todo, a los deberes de justicia.

[31] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): el socialismo violento o


comunismo

A diferencia de la Rerum novarum, Pío XI (cuarenta años después) distingue


dos bloques en el socialismo: uno más violento, o comunismo, y otro más
moderado. La descripción que hace del comunismo presenta unos rasgos muy
duros. El juicio condenatorio es acorde con esa caracterización.
66 Doctrina Social de la Iglesia

(112) Uno de esos bloques del socialismo sufrió un cambio parecido al


que antes hemos indicado respecto de la economía capitalista, y fue a
dar en el “comunismo”, que enseña y persigue dos cosas, y no oculta y
disimuladamente, sino clara y abiertamente, recurriendo a todos los
medios, aun los más violentos: la encarnizada lucha de clases y la total
abolición de la propiedad privada. Para lograr estas dos cosas no hay
nada que no intente, nada que lo detenga; y con el poder en sus manos,
es increíble y hasta monstruoso lo atroz e inhumano que se muestra.
Ahí están pregonándolo las horrendas matanzas y destrucciones con
que han devastado inmensas regiones de la Europa oriental y de Asia;
y cuán grande y declarado enemigo de la santa Iglesia y de Dios sea,
demasiado, ¡oh dolor!, demasiado lo prueban los hechos y es de todos
conocido. Por ello, aun cuando estimamos superfluo prevenir a los
hijos buenos y fieles de la Iglesia acerca del carácter impío e inicuo del
comunismo, no podemos menos de ver, sin embargo, con profundo
dolor la incuria de aquéllos que parecen despreciar estos inminentes
peligros y con cierta pasiva desidia permiten que se propaguen por
todas partes unos principios que acabarán destrozando por la violencia
y la muerte a la sociedad entera; y tanto más condenable es todavía la
negligencia de aquellos que no se ocupan de eliminar o modificar esas
condiciones de cosas, con que se lleva a los pueblos a la exasperación
y se prepara el camino de la revolución y ruina de la sociedad.

[32] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): el socialismo moderado

El socialismo moderado elimina los radicalismos del comunismo en cuanto a la


lucha de clase y a la abolición de la propiedad privada. Esto hace que muchos
católicos se pregunten si no es compatible tal socialismo con una visión cristia-
na de la vida.

(113) Más moderado es, indudablemente, el otro bloque, que ha con-


servado el nombre de “socialismo”. No sólo profesa éste la abstención
de toda violencia, sino que, aun no rechazando la lucha de clases ni la
extinción de la propiedad privada, en cierto modo la mitiga y la mode-
ra. Diríase que, aterrado de sus principios y de las consecuencias de los
mismos a partir del comunismo, el socialismo parece inclinarse y hasta
acercarse a las verdades que la tradición cristiana ha mantenido siem-
pre inviolables: no se puede negar, en efecto, que sus postulados se
Socialismo 67

aproximan a veces mucho a aquellos que los reformadores cristianos de


la sociedad con justa razón reclaman (...).
(116) No vaya, sin embargo, a creer cualquiera que las sectas o fac-
ciones socialistas que no son comunistas se contenten de hecho o de
palabra solamente con esto. Por lo general, no renuncian ni a la lucha
de clases ni a la abolición de la propiedad, sino que sólo las suavizan
un tanto. Ahora bien, si los falsos principios pueden de este modo miti-
garse y de alguna manera desdibujarse, surge o más bien se plantea
indebidamente por algunos la cuestión de si no cabría también en algún
aspecto mitigar y amoldar los principios de la verdad cristiana, de
modo que se acercaran algo al socialismo y encontraran con él como
un camino intermedio. Hay quienes se ilusionan con la estéril esperan-
za de que por este medio los socialistas vendrían a nosotros. ¡Vana
esperanza! Los que quieran ser apóstoles entre los socialistas es nece-
sario que profesen abierta y sinceramente la verdad cristiana plena e
íntegra y no estén en connivencia bajo ningún aspecto con los errores.
Si de verdad quieren ser pregoneros del Evangelio, esfuércense ante
todo en mostrar a los socialistas que sus postulados, en la medida en
que sean justos, pueden ser defendidos con mucho más vigor en virtud
de los principios de la fe y promovidos mucho más eficazmente en vir-
tud de la caridad cristiana.

[33] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): incompatibilidad de


socialismo moderado y cristianismo

En dos puntos es inaceptable el socialismo moderado desde una perspectiva


cristiana: por su falta de apertura a lo trascendente; por subordinar la persona
a la sociedad. Estas dos actitudes hacen imposible hablar de un socialismo cris-
tiano o de un socialismo religioso.

(118) El hombre, en efecto, dotado de naturaleza social según la doc-


trina cristiana, es colocado en la tierra para que, viviendo en sociedad
y bajo una autoridad ordenada por Dios3, cultive y desarrolle plena-
mente todas sus facultades para alabanza y gloria del Creador y,
desempeñando fielmente los deberes de su profesión o de cualquiera

3. Cf. Rom 13,1.


68 Doctrina Social de la Iglesia

vocación que sea la suya, logre para sí juntamente la felicidad tempo-


ral y la eterna. El socialismo, en cambio, ignorante y despreocupado
en absoluto de este sublime fin tanto del hombre como de la sociedad,
pretende que la sociedad humana ha sido instituida exclusivamente
para el bien terreno.
(119) Del hecho de que la ordenada división del trabajo es mucho más
eficaz en orden a la producción de los bienes que el esfuerzo aislado de
los particulares, deducen, en efecto, los socialistas que la actividad eco-
nómica, en la cual consideran nada más que los objetos materiales,
tiene que proceder socialmente por necesidad. En lo que atañe a la pro-
ducción de los bienes, estiman ellos que los hombres están obligados a
entregarse y someterse por entero a esta necesidad. Más aún, tan gran-
de es la importancia que para ellos tiene poseer la abundancia mayor
posible de bienes para servir a las satisfacciones de esta vida que, ante
las exigencias de la más eficaz producción de bienes, han de preterirse
y aun inmolarse los más elevados bienes del hombre, sin excluir ni
siquiera la libertad. Sostienen que este perjuicio de la dignidad huma-
na, necesario en el proceso de producción “socializado”, se compensa-
rá fácilmente por la abundancia de bienes socialmente producidos, los
cuales se derramarán profusamente entre los individuos para que cada
cual pueda hacer uso libremente y a su beneplácito de ellos para aten-
der a las necesidades y al bienestar de la vida. Pero la sociedad que se
imagina el socialismo ni puede existir ni puede concebirse sin el empleo
de una enorme violencia, de un lado, y por el otro supone una no
menos falsa libertad, al no existir en ella una verdadera autoridad
social, ya que ésta no puede fundarse en bienes temporales y materia-
les, sino que proviene exclusivamente de Dios, Creador y fin último de
todas las cosas4.
(120) Aun cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí
algo de verdadero (cosa que jamás han negado los Sumos Pontífices),
se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia suya, opues-
ta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano,
implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen cató-
lico y verdadero socialista.

4. LEÓN XIII, Diuturnum, 29 de junio de 1881.


Socialismo 69

[34] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): discernimiento res-


pecto a las corrientes históricas socialistas

Pablo VI, que se muestra muy crítico respecto a las ideologías liberal y mar-
xista (n. 26), es mucho más tolerante con los movimientos históricos deriva-
dos de ellas. En concreto, respecto al socialismo, reconoce que muchos de sus
ideales sintonizan con los cristianos. Y pide un atento discernimiento para
determinar en cada caso qué grado de compromiso práctico pueden asumir los
creyentes con grupos o partidos de inspiración socialista.

(31) Hoy día, los cristianos se sienten atraídos por las corrientes
socialistas y sus diversas evoluciones. Ellos tratan de reconocer allí
un cierto número de aspiraciones que llevan dentro de sí mismos en
nombre de su fe. Se sienten insertos en esta corriente histórica y quie-
ren conducir dentro de ella una acción; ahora bien, esta corriente his-
tórica asume diversas formas bajo un mismo vocablo, según los con-
tinentes y las culturas, aunque ha sido y sigue inspirada en muchos
casos por ideologías incompatibles con la fe. Se impone un atento
discernimiento. Con demasiada frecuencia, los cristianos, atraídos
por el socialismo, tienen la tendencia a idealizarlo, en términos, por
otra parte, muy generosos: voluntad de justicia, de solidaridad y de
igualdad. Ellos rehúsan admitir las presiones de los movimientos his-
tóricos socialistas, que siguen condicionados por su ideología de ori-
gen. Entre los diversos niveles de expresión del socialismo -una aspi-
ración generosa y una búsqueda de una sociedad más justa, los movi-
mientos históricos que tienen una organización y un fin político, una
ideología que pretende dar una visión total y autónoma del hombre-
hay que establecer distinciones que guiarán las opciones concretas.
Sin embargo, estas distinciones no deben tender a considerar tales
niveles como completamente separados e independientes. La vincula-
ción concreta que, según las circunstancias, existe entre ellos debe ser
claramente señalada, y esta perspicacia permitirá a los cristianos con-
siderar el grado de compromiso posible en estos caminos, quedando
a salvo los valores, en particular, de libertad, de responsabilidad y de
apertura a lo espiritual, que garantizan el desarrollo integral del
hombre.
70 Doctrina Social de la Iglesia

[35] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): el colectivismo

En esta su primera encíclica social, Juan Pablo II se ocupa ampliamente del sis-
tema colectivista vigente entonces en Polonia y países vecinos. Explica la apa-
rición de este sistema como un intento de corregir los defectos graves del capi-
talismo devolviendo la dignidad que le había sido arrebatada al trabajo. Pero
insiste en seguida en que la mera abolición de la propiedad privada de los
medios de producción no ha resuelto históricamente el problema. La solución
debe buscarse mediante el establecimiento de mecanismos de auténtica partici-
pación.

(14) (...) Por consiguiente, si la posición del “rígido” capitalismo debe


ser sometida continuamente a revisión con vistas a una reforma bajo el
aspecto de los derechos del hombre, entendidos en el sentido más amplio
y en conexión con su trabajo, entonces se debe afirmar, bajo el mismo
punto de vista, que estas múltiples y tan deseadas reformas no pueden
llevarse a cabo mediante la eliminación apriorística de la propiedad pri-
vada de los medios de producción. En efecto, hay que tener presente que
la simple remoción de esos medios de producción (el capital) de las
manos de sus propietarios privados, no es suficiente para socializarlos de
modo satisfactorio. Los medios de producción dejan de ser propiedad de
un determinado grupo social, o sea de propietarios privados, para pasar
a ser propiedad de la sociedad organizada, quedando sometidos a la
administración y al control directo de otro grupo de personas, es decir,
de aquéllas que, aunque no tengan su propiedad por más que ejerzan el
poder dentro de la sociedad, disponen de ellos a escala de la entera eco-
nomía nacional o bien de la economía local.
Este grupo dirigente y responsable puede cumplir su cometido de
manera satisfactoria desde el punto de vista de la primacía del trabajo;
pero puede cumplirlo mal, reivindicando para sí, al mismo tiempo, el
monopolio de la administración y disposición de los medios de produc-
ción, y no dando marcha atrás ni siquiera ante la ofensa a los derechos
fundamentales del hombre. Así pues, el mero traspaso de los medios de
producción a propiedad del Estado, dentro del sistema colectivista, no
equivale ciertamente a la “socialización” de esta propiedad. Se puede
hablar de socialización únicamente cuando quede asegurada la subjeti-
vidad de la sociedad, es decir, cuando toda persona, basándose en su
propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo
“copropietario” de esa especie de gran taller de trabajo en el que se
Socialismo 71

compromete con todos. Un camino para conseguir esa meta podría ser
la de asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital
y dar vida a una rica gama de cuerpos intermedios con finalidades eco-
nómicas, sociales, culturales; cuerpos que gocen de una autonomía efec-
tiva respecto a los poderes públicos, que persigan sus objetivos específi-
cos manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua, con subordi-
nación a las exigencias del bien común y que ofrezcan forma y natura-
leza de comunidades vivas; es decir, que los miembros respectivos sean
considerados y tratados como personas y sean estimulados a tomar
parte activa en la vida de dichas comunidades5.

[36] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): error del socialismo

En Centesimus annus Juan Pablo II se interesa por las causas de la caída de


colectivismo (usando a veces –y no de forma muy rigurosa, por cierto– los tér-
minos de “socialismo” y “marxismo” casi como sinónimos). De los numero-
sos pasajes en que se refiere a esta cuestión, el que sigue es bastante represen-
tativo. En él se pone el error básico del “socialismo” en su antropología: por-
que reduce al hombre a una simple molécula del cuerpo social. De este error
antropológico se siguen consecuencias muy graves. La antropología cristiana
contrasta abiertamente con esta concepción marxista del hombre.

(13) Ahondando ahora en esta reflexión y haciendo referencia a lo


que ya se ha dicho, en las encíclicas Laborem exercens y Sollicitudo rei
socialis, hay que añadir aquí que el error fundamental del socialismo es
de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre
como un simple elemento y una molécula del organismo social, de
manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del
mecanismo económico-social. Por otra parte considera que este mismo
bien puede ser alcanzado al margen de su opinión autónoma, de su res-
ponsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien o el mal. El hom-
bre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desaparecien-
do el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral,
que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión. De esta erró-
nea concepción de la persona proviene la distorsión del derecho, que
define el ámbito del ejercicio de la libertad, y la oposición a la propie-
dad privada. El hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda

5. Cf. JUAN XXIII, Mater et magistra, AAS 53 (1961) 419.


72 Doctrina Social de la Iglesia

llamar “suyo” y no tiene posibilidad de ganar para vivir por su propia


iniciativa, pasa a depender de la máquina social y de quienes la con-
trolan, lo cual le crea dificultades mayores para reconocer su dignidad
de persona y entorpece su camino para la constitución de una auténti-
ca comunidad humana.
Por el contrario, de la concepción cristiana de la persona se sigue
necesariamente una justa visión de la sociedad. Según la Rerum nova-
rum y la doctrina social de la Iglesia, la socialidad del hombre no se
agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios,
comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos,
sociales, políticos y culturales, los cuales, como provienen de la misma
naturaleza humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito
del bien común. Es a esto a lo que he llamado “subjetividad de la socie-
dad” la cual, junto con la subjetividad del individuo, ha sido anulada
por el socialismo real6.
Si luego nos preguntamos de dónde nace esa errónea concepción de
la naturaleza de la persona y de la “subjetividad” de la sociedad, hay
que responder que su causa principal es el ateísmo. Precisamente en la
respuesta a la llamada de Dios, implícita en el ser de las cosas, es donde
el hombre se hace consciente de su trascendente dignidad. Todo hom-
bre ha de dar esa respuesta, en la que consiste el culmen de su huma-
nidad y que ningún mecanismo social o sujeto colectivo puede sustituir.
La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguien-
temente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dig-
nidad y responsabilidad de la persona.

6. Cf. Sollicitudo rei socialis, 15, 28.


Capítulo IV
PROPIEDAD Y DESTINO UNIVERSAL
DE LOS BIENES

La propiedad se cuenta entre los temas más clásicos de la Doctrina


Social de la Iglesia. Y también es de los más ilustrativos para ver el
alcance de la evolución que se da en dicha tradición doctrinal y las
causas que la producen. Ambas cosas se explican con sólo recordar
que la propiedad constituye el objeto central del conflicto entre los dos
sistemas socioeco-nómicos que se enfrentan desde el siglo XIX: en
efecto, la crítica más repetida del socialismo de aquel tiempo al capi-
talismo se resume en la propiedad privada de los medios de producción
como la raíz última de todas las injusticias del nuevo orden económico
nacido con la industrialización. Este carácter polémico explica tam-
bién la radicalización de las posturas, a la que la Iglesia no es ajena.
Este punto de partida histórico es muy determinante. Pronunciarse
respecto a la propiedad privada fue, para la Iglesia del XIX, tomar pos-
tura en el conflicto entre capitalismo y socialismo, o entre defensa del
orden constituido y apoyo a los movimientos revolucionarios. Rerum
novarum y su impresionante esfuerzo por acumular argumentos para
defender la propiedad privada se explica desde este imperativo de la
época. Pero la Iglesia no cede incondicionalmente a él: aunque de
forma menos tajante, también esta primera encíclica social critica la
forma en que el liberalismo de su tiempo entendía la propiedad priva-
da, viendo en ello una de las causas de la “cuestión social”. Si Rerum
novarum es abiertamente antisocialista, no puede deducirse de ahí que
sea proliberal.
En el siglo largo que nos separa de este primer documento social
podemos asistir a una continua remodelación de la doctrina sobre la
propiedad, que puede interpretarse como una vuelta a las intuiciones
más clásicas de la tradición cristiana sobre el valor de los bienes
74 Doctrina Social de la Iglesia

materiales (donde ocupa un puesto central el destino universal de los


bienes de la tierra), pero también a una adaptación de esta doctrina
antigua a las nuevas condiciones de la economía moderna (donde los
bienes materiales son, no meramente objeto de posesión, sino ante
todo bienes productivos).
Tres etapas podrían distinguirse en esta evolución. La primera va
matizando y corrigiendo el derecho de propiedad con la función social
de la propiedad: ya lo hizo, aunque tímidamente, León XIII; lo harán más
decididamente Pío XI y Pío XII. La segunda afirma ya sin ambages la
prioridad del destino universal de los bienes, que es la única razón que
justifica la propiedad privada así como el criterio para legitimarla en
cada caso: algunos textos de Pío XII son el precedente inmediato de
Gaudium et spes, donde esta doctrina aparece perfectamente sistema-
tizada y expresada en términos más acordes con las condiciones de la
economía moderna. En la tercera etapa, Juan Pablo II subraya con fuer-
za (Laborem exercens) la subordinación de los bienes materiales (el
capital productivo) al trabajo humano, hasta llegar a admitir que dicha
función lo mismo puede ser realizada por la propiedad privada que por
la pública: porque lo decisivo es que, sea cual sea el sistema de pro-
piedad, ésta esté al servicio de la persona humana.
La comparación de Rerum novarum, cuando afirma que la propiedad
privada es el fundamento inviolable de todo el orden social, con estos
últimos pasajes de Laborem exercens es la mejor prueba del camino
recorrido. Evidentemente este camino no es arbitrario ni casual: es
fruto del encuentro de la tradición cristiana, profunda y maduramente
asimilada, con la realidad social y económica de nuestro mundo; por-
que ese encuentro sólo puede llevar a una mejor comprensión de los
grandes principios cristianos y de su correcta aplicación en cada
época.

******

[37] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): argumentos en favor de la


propiedad privada

La encíclica Rerum novarum hace una defensa encendida del derecho de pro-
piedad, oponiéndose así al socialismo de su tiempo, que propugnaba su total
abolición. En este marco, tan condicionado por la polémica, se aducen dife-
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 75

rentes argumentos. El más importante y elaborado de ellos es el que se apoya


en el análisis de la naturaleza del hombre: ante todo, en comparación con la
del animal; después, considerada en sí misma.

(4) (...) Muy otra es, en cambio, la naturaleza del hombre. Com-
prende simultáneamente la fuerza toda y perfecta de la naturaleza ani-
mal, siéndole concedido por esta parte, y desde luego en no menor
grado que al resto de los animales, el disfrute de los bienes de las cosas
corporales. La naturaleza animal, sin embargo, por elevada que sea la
medida en que se la posea, dista tanto de contener y abarcar en sí la
naturaleza humana, que es muy inferior a ella y nacida para servirle y
obedecerle. Lo que se acusa y sobresale en nosotros, lo que da al hom-
bre el que lo sea y se distinga de las bestias, es la razón o inteligencia.
Y por esta causa de que es el único animal dotado de razón es de
necesidad conceder al hombre no sólo el uso de los bienes, cosa común
a todos los animales, sino también el poseerlos con derecho estable y
permanente y tanto los bienes que se consumen con el uso cuanto los
que, pese al uso que se hace de ellos, perduran.
(5) Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la
naturaleza del hombre. Pues el hombre, abarcando con su razón cosas
innumerables, enlazando y relacionando las cosas futuras con las pre-
sentes y siendo dueño de sus actos, se gobierna a sí mismo con la pre-
visión de su inteligencia, sometido además a la ley eterna y bajo el
poder de Dios; por lo cual tiene en su mano elegir las cosas que estime
más convenientes para su bienestar, no sólo en cuanto al presente, sino
también para el futuro. De donde se sigue la necesidad de que se halle
en el hombre el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino también
el de la tierra misma, pues ve que de la fecundidad de la tierra le son
proporcionadas las cosas necesarias para el futuro. Las necesidades de
cada hombre se repiten de una manera constante; de modo que, satis-
fechas hoy, exigen nuevas cosas para mañana. Por tanto, la naturaleza
tiene que haber dotado al hombre de algo estable y perpetuamente
duradero, de que pueda esperar la continuidad del socorro. Ahora
bien, esta continuidad no puede garantizarla más que la tierra con su
fertilidad.
Un segundo argumento en favor de la propiedad privada toma como base el
trabajo humano: el ser humano tiene derecho a apropiarse del fruto del pro-
pio trabajo.
76 Doctrina Social de la Iglesia

(7) Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones pri-
vadas son conforme a la naturaleza, pues la tierra produce con largue-
za las cosas que se precisan para la conservación de la vida y aun para
su perfeccionamiento, pero no podría producirlas por sí sola sin el cul-
tivo y el cuidado del hombre. Ahora bien, cuando el hombre aplica su
habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de
la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la
naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó
impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo
que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que
venga nadie a violar ese derecho de él mismo.

[38] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): propiedad privada y des-


tino universal de los bienes

Todos los argumentos en favor de la propiedad privada como derecho pare-


cen chocar con una idea de tanto arraigo en la tradición cristiana como es la
del destino universal de los bienes de la tierra. La encíclica se hace eco de esta
dificultad y muestra que no hay contradicción entre ambos principios.

(6) Y no hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues


que el hombre es anterior a ella, y consiguientemente debió tener por
naturaleza, antes de que se constituyera comunidad política alguna, el
derecho de velar por su vida y por su cuerpo.– El que Dios haya dado
la tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género huma-
no, no puede oponerse en modo alguno a la propiedad privada. Pues se
dice que Dios dio la tierra en común al género humano no porque qui-
siera que su posesión fuera indivisa para todos, sino porque no asignó a
nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación de las
posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones
de los pueblos.– Por lo demás, a pesar de que se halle repartida entre los
particulares, no deja por ello de servir a la común utilidad de todos, ya
que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los campos pro-
ducen. Los que carecen de propiedad, lo suplen con el trabajo; de modo
que cabe afirmar con verdad que el medio universal de procurarse la
comida y el vestido está en el trabajo, el cual, rendido en el fundo pro-
pio o en un oficio mecánico, recibe, finalmente, como merced no otra
cosa que los múltiples frutos de la tierra o algo que se cambia por ellos.
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 77

[39] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): la propiedad privada, base


del orden social

Tras desarrollar los argumentos en favor de la propiedad privada, Rerum


novarum los resume en este párrafo conclusivo que se cierra con la afirmación
de la propiedad privada como base inviolable del orden social.

(11) De todo lo cual se sigue claramente que debe rechazarse de plano


esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada,
pues que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a
los derechos naturales de los individuos y perturba las funciones del
Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea el pro-
blema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener
como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de con-
servarse inviolable. Sentado lo cual, explicaremos dónde debe buscarse
el remedio que conviene.

[40] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): obligaciones inherentes a


la propiedad privada

Pero la propiedad privada no se puede considerar sólo como un derecho; es


también una fuente de obligaciones. Aquí cambia la orientación de la encíclica:
si hasta ahora se había enfrentado a las tesis socialistas de fines del siglo XIX,
ahora se distancia del liberalismo dominante, para el que la propiedad privada
es un derecho sin restricciones. Para la Rerum novarum el propietario está suje-
to a obligaciones morales que limitan su libertad de acción. Y la primera de esas
obligaciones, la principal, consiste en compartir con el prójimo.

(16) (...) Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de
gran importancia, que, si bien fue iniciada por la filosofía, la Iglesia la
ha enseñado también perfeccionada por completo y ha hecho que no se
quede en puro conocimiento, sino que informe de hecho las costumbres.
El fundamento de dicha doctrina consiste en distinguir entre la recta
posesión del dinero y el recto uso del mismo. Poseer bienes en privado,
según hemos dicho poco antes, es derecho natural del hombre; y usar de
este derecho sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es lícito, sino
incluso necesario en absoluto. Es lícito que el hombre posea cosas pro-
pias. Y es necesario también para la vida humana1. Y si se pregunta cuál
es necesario que sea el uso de los bienes, la Iglesia responderá sin va-
78 Doctrina Social de la Iglesia

cilación alguna: En cuanto a esto, el hombre no debe considerar las


cosas externas como propias, sino como comunes, es decir, de modo que
las comparta fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el
Apóstol dice: "Manda a los ricos de este siglo... que den, que compar-
tan con facilidad”2. A nadie se manda socorrer a los demás con lo nece-
sario para sus usos personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otro lo
que él mismo necesita para conservar lo que convenga a la persona, a su
decoro: Nadie debe vivir de una manera inconveniente3. Pero cuando se
ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber
socorrer a los indigentes con lo que sobra. Lo que sobra, dadlo de limos-
na4. No son éstos, sin embargo deberes de justicia, salvo en los casos de
necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual ciertamente no hay
derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los
hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y
suavemente aconseja la práctica de dar: Es mejor dar que recibir5 (...).

[41] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): propiedad privada para


todos

Todavía para tener una visión completa de la doctrina de Rerum novarum


sobre la propiedad privada hay que añadir este pasaje. Si tan importante se
considera la propiedad privada, es lógico que se busque la forma de que llegue
efectivamente a todos. Que todos tengan acceso a ella, y particularmente los
trabajadores, es responsabilidad que incumbe al Estado y que pasa por la
garantía de un salario que sea suficiente y permita el ahorro. A este propósito
se recuerdan tres razones que justifican la propiedad privada (tres “ventajas”
o “provechos” las llama el texto).

(33) Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para


sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente,
se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que parece aconsejar la
misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que
ir constituyendo un pequeño patrimonio. Pues ya vimos que la cuestión

1. 2-2, q. 66, a. 2.
2. 2-2, q. 65, a. 2.
3. 2-2, q. 32, a. 6.
4. Lc 11,41.
5. Hch 20,35.
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 79

que tratamos no puede tener una solución eficaz si no es dando por


sentado y aceptado que el derecho de propiedad debe considerarse
inviolable. Por ello, las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en
la medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga
algo en propiedad. Con ello se obtendrían notables ventajas, y en pri-
mer lugar, sin duda alguna, una más equitativa distribución de las
riquezas. La violencia de las revoluciones civiles ha dividido a las
naciones en dos clases de ciudadanos, abriendo un inmenso abismo
entre una y otra. En un lado, la clase poderosa, por rica, que monopo-
liza la producción y el comercio, aprovechando en su propia comodi-
dad y beneficio toda la potencia productiva de las riquezas, y goza de
no poca influencia en la administración del Estado. En el otro, la mul-
titud desamparada y débil, con el alma lacerada y dispuesta en todo
momento al alboroto. Mas, si se llegara prudentemente a despertar el
interés de las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el
suelo, poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegán-
dose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigen-
cia.– Habría, además, mayor abundancia de productos de la tierra. Los
hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y
entusiasmo. Aprenden incluso a amar más a la tierra cultivada por sus
propias manos, de la que esperan no sólo el sustento, sino también una
cierta holgura económica para sí y para los suyos. No hay nadie que
deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para
la abundancia de productos y para el incremento de las riquezas de la
sociedad.– De todo lo cual se originará otro tercer provecho, consis-
tente en que los hombres sentirán fácilmente apego a la tierra en que
han nacido y visto la primera luz, no cambiarán su patria por una tie-
rra extraña, si la patria les da la posibilidad de vivir desahogadamente.
Sin embargo, estas ventajas no podrán obtenerse sino con la condición
de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los
tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido
dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad públi-
ca no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo
con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una manera injus-
ta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo
bajo razón de tributos.
80 Doctrina Social de la Iglesia

[42] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): dimensión individual y


social de la propiedad

Pío XI reafirma la doctrina de León XIII, subrayando mejor el equilibrio entre


dimensión individual y social de la propiedad privada. Al buscar este equili-
brio pretende huir tanto del individualismo como del colectivismo. En todo
caso, la afirmación del derecho de propiedad se refuerza insistiendo en que el
uso incorrecto de ese derecho no justifica su desaparición: nadie puede ser des-
provisto de su derecho por hacer mal uso del mismo.

(45) Ante todo, pues, debe tenerse por cierto y probado que ni León
XIII ni los teólogos que han enseñado bajo la dirección y magisterio de
la Iglesia han negado jamás ni puesto en duda ese doble carácter del
derecho de propiedad llamado social e individual, según se refiera a los
individuos o mire al bien común, sino que siempre han afirmado uná-
nimemente que por la naturaleza o por el Creador mismo se ha confe-
rido al hombre el derecho de dominio privado, tanto para que los indi-
viduos puedan atender a sus necesidades propias y a las de su familia
cuanto para que, por medio de esta institución, los bienes que el
Creador destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente para tal
fin, todo lo cual no puede obtenerse, en modo alguno, a no ser obser-
vando un orden firme y determinado.
(46) Hay, por consiguiente que evitar con todo cuidado dos escollos
contra los cuales se puede chocar. Pues, igual que negando o supri-
miendo el carácter social y público del derecho de propiedad se cae o
se incurre en el peligro de caer en el individualismo, rechazando o dis-
minuyendo el carácter privado e individual de tal derecho, se va nece-
sariamente a dar en el “colectivismo” o, por lo menos, a rozar con sus
errores. Si no se tiene en cuenta esto se irá lógicamente a naufragar en
los escollos del modernismo moral, jurídico y social denunciado por
Nos en la encíclica dada a comienzos de nuestro pontificado6; y de esto
han debido darse perfectísima cuenta quienes, deseosos de novedades,
no temen acusar a la Iglesia con criminales calumnias, cual si hubiera
consentido que en la doctrina de los teólogos se infiltrara un concepto
pagano del dominio, que sería preciso sustituir por otro, que ellos, con
asombrosa ignorancia, llaman “cristiano”.

6. Ubi arcano, 23 de diciembre de 1922.


Propiedad y Destino Universal de los Bienes 81

(47) Y, para poner límites precisos a las controversias que han comen-
zado a suscitarse en torno a la propiedad y a los deberes a ella inheren-
tes, hay que establecer previamente como fundamento lo que ya sentó
León XIII, esto es, que el derecho de propiedad se distingue de su ejer-
cicio7. La justicia llamada conmutativa manda es verdad, respetar san-
tamente la división de la propiedad y no invadir el derecho ajeno exce-
diendo los límites del propio dominio; pero que los dueños no hagan
uso de lo propio si no es honestamente, esto no atañe ya a dicha Justicia,
sino a otras virtudes, el cumplimiento de las cuales “no hay derecho de
exigirlo por la ley”8. Afirman sin razón, por consiguiente, algunos que
tanto vale propiedad como uso honesto de la misma, distando todavía
mucho más de ser verdadero que el derecho de propiedad perezca o se
pierda por el abuso o por el simple no uso.

[43] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): propiedad privada y


derecho natural hoy

Juan XXIII comienza el tratamiento de este tema exponiendo algunos rasgos


de la sociedad de su tiempo (está pensando sobre todo en los países avanza-
dos). Estos rasgos, nuevos respecto al contexto en que se definió la doctrina
antes recogida, modifica notablemente función que la propiedad privada
desempeña en la sociedad.

(104) En estos últimos años, como es sabido, en las empresas econó-


micas de mayor importancia se ha ido acentuando cada vez más la
separación entre la función que corresponde a los propietarios de los
bienes de producción y la responsabilidad que incumbe a los directores
de la empresa. Esta situación crea grandes dificultades a las autorida-
des del Estado, las cuales han de vigilar cuidadosamente para que los
objetivos que pretenden los dirigentes de las grandes organizaciones,
sobre todo de aquellas que mayor influencia ejercen en la vida econó-
mica de todo el país, no se desvíen en modo alguno de las exigencias
del bien común. Son dificultades que, como la experiencia demuestra,
se plantean igualmente tanto si los capitales necesarios para las gran-
des empresas son de propiedad privada como si pertenecen a entidades
públicas.

7. Rerum novarum, 16.


8. Rerum novarum, 16.
82 Doctrina Social de la Iglesia

(105) Es cosa también sabida que, en la actualidad, son cada día más los
que ponen en los modernos seguros sociales y en los múltiples sistemas
de la seguridad social la razón de mirar tranquilamente el futuro, la cual
en otros tiempos se basaba en la propiedad de un patrimonio, aunque
fuera modesto.
(106) Por último, es igualmente un hecho de nuestros días que el hom-
bre prefiere el dominio de una profesión determinada a la propiedad de
los bienes y antepone el ingreso cuya fuente es el trabajo, o derechos
derivados de éste, al ingreso que proviene del capital o de derechos
derivados del mismo.
(107) Esta nueva actitud coincide plenamente con el carácter natural
del trabajo, el cual, por su procedencia inmediata de la persona huma-
na, debe anteponerse a la posesión de los bienes exteriores, que por su
misma naturaleza son de carácter instrumental; y ha de ser considera-
da, por tanto, como una prueba del progreso de la humanidad.
Ahora bien, estos cambios no son suficientes para justificar una modificación
en la doctrina sobre la propiedad. El derecho de propiedad privada es un dere-
cho contenido en la misma naturaleza.

(108) Tales nuevos aspectos de la economía moderna han contribuido


a divulgar la duda sobre si, en la actualidad, ha dejado de ser válido, o
ha perdido, al menos, importancia, un principio de orden económico y
social enseñado y propugnado firmemente por nuestros predecesores;
esto es, el principio que establece que los hombres tienen un derecho
natural a la propiedad privada de bienes, incluidos los de producción.
(109) Esta duda carece en absoluto de fundamento. Porque el derecho
de propiedad privada, aun en lo tocante a bienes de producción, tiene
un valor permanente, ya que es un derecho contenido en la misma
naturaleza, la cual nos enseña la prioridad del hombre individual sobre
la sociedad civil y, por consiguiente, la necesaria subordinación teleo-
lógica de la sociedad civil al hombre. Por otra parte, en vano se reco-
nocería al ciudadano el derecho de actuar con libertad en el campo eco-
nómico si no le fuese dada al mismo tiempo la facultad de elegir y
emplear libremente las cosas indispensables para el ejercicio de dicho
derecho. Además, la historia y la experiencia demuestran que en los
regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad,
incluida la de los bienes de producción, se viola o suprime totalmente
el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales, lo
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 83

cual demuestra con evidencia que el ejercicio de la libertad tiene su


garantía y al mismo tiempo su estímulo en el derecho de propiedad.

[44] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): propiedad privada para


todos

El mayor desarrollo de la economía moderna hace más fácil el acceso de todos


a la propiedad, y especialmente de los trabajadores: se confirma así la pro-
puesta que ya hiciera Rerum novarum.

(112) Como ya hemos dicho, en no pocas naciones los sistemas eco-


nómicos más recientes progresan con rapidez y consiguen una produc-
ción de bienes cada día más eficaz. En tal situación, la justicia y la equi-
dad exigen que, manteniendo a salvo el bien común, se incremente tam-
bién la retribución del trabajo, lo cual permitirá a los trabajadores aho-
rrar con mayor facilidad y formarse así un patrimonio. Resulta, por
tanto, extraña la negación que algunos hacen del carácter natural del
derecho de propiedad, que halla en la fecundidad del trabajo la fuente
perpetua de su eficacia; constituye, además, un medio eficiente para
garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la
propia misión en todos los campos de la actividad económica; y es,
finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la
vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el
Estado.
(113) No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho
natural a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de produc-
ción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se
extienda a todas las clases sociales el ejercicio de este derecho (...).
(115) Hoy, más que nunca, hay que defender la necesidad de difundir
la propiedad privada, porque, en nuestros tiempos, como ya hemos
recordado, los sistemas económicos de un creciente número de países
están experimentando un rápido desarrollo. Por lo cual, con el uso pru-
dente de los recursos técnicos que la experiencia aconseje, no resultará
difícil realizar una política económica y social que facilite y amplíe lo
más posible el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes:
bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; uti-
llaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola fami-
liar; acciones de empresas grandes o medianas; todo lo cual se está ya
84 Doctrina Social de la Iglesia

practicando con pleno éxito en algunas naciones económicamente desa-


rrolladas y socialmente avanzadas.

[45] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): propiedad privada y


propiedad pública

En la doctrina anterior la afirmación de la propiedad privada era tan rotunda


y su contraposición a la propiedad pública tan marcada, que se excluía total-
mente la legitimidad de ésta última. Ahora, en cambio, se admite la posibili-
dad de que ambas formas coexistan. Mater et magistra expone los criterios
que justificarían la existencia de la propiedad pública, que derivan de las res-
ponsabilidades asignadas al Estado en la vida económica.

(116) Lo que hasta aquí hemos expuesto no excluye, como es obvio,


que también el Estado y las demás instituciones públicas posean legíti-
mamente bienes de producción, de modo especial cuando éstos llevan
consigo tal poder económico, que no es posible dejarlo en manos de per-
sonas privadas sin peligro del bien común9.
(117) Nuestra época registra una progresiva ampliación de la propie-
dad del Estado y de las demás instituciones públicas. La causa de esta
ampliación hay que buscarla en que el bien común exige hoy de la
autoridad pública el cumplimiento de una serie creciente de funciones.
Sin embargo, también en esta materia ha de observarse íntegramente el
principio de la función subsidiaria, ya antes mencionado, según el cual
la ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones
públicas sólo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesi-
dad del bien común, y se excluye el peligro de que la propiedad priva-
da se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima com-
pletamente.

[46] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): función social de la


propiedad

La doctrina sobre la propiedad privada se completa con la afirmación de su


función social, que se pone en relación con lo afirmado por Rerum novarum
sobre la obligación de compartir los bienes con los demás.

9. Cf. Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 214.


Propiedad y Destino Universal de los Bienes 85

(119) Pero nuestros predecesores han enseñado también de modo


constante el principio de que al derecho de propiedad privada le es
intrínsecamente inherente una función social. En realidad, dentro del
plan de Dios Creador, todos los bienes de la tierra están destinados, en
primer lugar, al decoroso sustento de todos los hombres, como sabia-
mente enseña nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII en la
Encíclica Rerum novarum: Los que han recibido de Dios mayor abun-
dancia de bienes, ya sean corporales o externos, ya internos y espiri-
tuales, los han recibido para que con ellos atiendan a su propia per-
fección y, al mismo tiempo, como ministros de la divina Providencia,
al provecho de los demás. “Por lo tanto, el que tenga talento, cuide de
no callar; el que abunde en bienes, cuide no ser demasiado duro en el
ejercicio de la misericordia; quien posee un oficio de qué vivir, afánese
por compartir su uso y utilidad con el prójimo”10.

[47] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): destino uni-


versal de los bienes

El Vaticano II ofrece una presentación más acabada de la doctrina sobre la


propiedad, colocando en primer término el principio del destino universal
de los bienes de la tierra, que es el que da sentido y marca los límites de la
propiedad privada. Este principio tiene una doble consecuencia: los bienes
privados deben emplearse para ayudar a los más necesitados; la inversión de
esos recursos ha de hacerse responsablemente previendo sus efectos sobre
los demás. Esta segunda consecuencia nos sitúa ya en una perspectiva
mucho más actualizada de la doctrina sobre la propiedad, que contempla,
no sólo la posibilidad de transferir a otro recursos propios (limosna, dona-
ción), sino la necesidad de someter a criterios éticos cualquier uso produc-
tivo del capital.

(69) Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de


todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados
deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y
con la compañía de la caridad11. Sean las que sean las formas de la

10. Acta Leonis XIII 11 (1891) 114.


11. Cf. PÍO XII, Sertum laetitiae, AAS 31 (1939) 642; JUAN XXIII, Alocución consistorial,
AAS 52 (1960) 5-11; Mater et magistra, 411.
86 Doctrina Social de la Iglesia

propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según


las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista
este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos,
no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de
que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás12. Por
lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí
mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es
éste el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes ense-
ñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por
cierto no sólo con los bienes superfluos13. Quien se halla en situación
de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo
necesario para sí14. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmen-
te por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, parti-
culares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los
Padres: “Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimen-
tas, lo matas”15, según las propias posibilidades, comuniquen y ofrez-

12. Cf. SANTO TOMÁS, Summa Theologiae 2-2 q. 32, a. 5, ad 2; ibid., q. 66, a. 2; cf. la expli-
cación en LEÓN XIII, Rerum novarum, ASS 23 (1890-91) 651; cf. también PÍO XII,
Alocución de 1 junio 1941, AAS 33 (1941) 199; ID., Mensaje radiofónico navideño de
1954, AAS 47 (1955) 27.
13. Cf. SAN BASILIO, Hom. in illud Lucae “Destruam horrea mea”, n. 2: PG 31, 263;
LACTANCIO, Divinarum lnstitutionum, lib. V, “de iustitia”: PL 6, 565B; SAN AGUSTÍN,
In Ioann. Ev., tr. 50, n. 6: PL 35, 1760; ID., Enarratio in Ps. CXLVII, 12: PL. 37, 1922;
SAN GREGORIO MAGNO, Homiliae in Ev., hom. 20, 12: PL 76, 1165; ID., Regulae
Pastoralis liber, p. III, c. 21: PL 77, 87; SAN BUENAVENTURA, In III Sent., d. 33, dub.
1,12: ed. Quaracchi III, 728; ID., In IV Sent., d. 15, p. 2, a. 2, q. l: ed. cit. IV, 371b;
Quaest. de superfluo: ms. Assisi, Bibl. comun., 186 ff. 112ª-113ª; SAN ALBERTO
MAGNO, In III Sent., d. 33, a. 3, sol. l: ed. Borgnet XXVIII, 611; Id., In IV Sent., d. 15,
a. 16: ed. cit. XXIX, 494-497. Por lo que se refiere a la determinación de lo superfluo
en nuestro tiempo, cf. JUAN XXIII, Radiomensaje de 11 septiembre 1962, AAS 54
(1962) 682: “Es deber de todo hombre, deber imperativo del cristiano, el considerar lo
superfluo con la medida de las necesidades de los demás y velar para que la adminis-
tración y la distribución de los bienes creados se ponga al servicio de todos”.
14. Vale en ese caso el antiguo principio: “En necesidad extrema, todas las cosas son comu-
nes, es decir, han de ser comunicadas”. Por otra parte, en cuanto a la razón, extensión
y modo en que se aplica este principio en el texto propuesto, además de los autores
modernos reconocidos: cf. SANTO TOMÁS, Summa Theol., 2-2, q. 66, a. 7. Es evidente
que, para una recta aplicación del principio, se han de observar todas las condiciones
morales requeridas.
15. Cfr. GRACIANO, Decreto, c. 21, dist. 86: ed. Friedberg I, 302. Este aforismo se encuen-
tra ya en PL 54, 491 A, y PL 56, 1132 B. Cf. Antonianum 27 (1952) 349-366.
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 87

can realmente sus bienes, ayudando en primer lugar a los pobres,


tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollar-
se por sí mismos.
En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino
común de los bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de
costumbres y tradiciones comunitarias que aseguran a cada miembro
los bienes absolutamente necesarios (...). De igual manera, en las nacio-
nes de economía muy desarrollada, el conjunto de instituciones consa-
gradas a la previsión y a la seguridad social puede contribuir, por su
parte, al destino común de los bienes (...).
(70) Las inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades de tra-
bajo y beneficios suficientes a la población presente y futura. Los res-
ponsables de las inversiones y de la organización de la vida económica,
tanto los particulares como los grupos o las autoridades públicas,
deben tener muy presentes estos fines y reconocer su grave obligación
de vigilar, por una parte, a fin de que se provea de lo necesario para
una vida decente tanto a los individuos como a toda la comunidad, y,
por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo equilibrio entre
las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y las exi-
gencias de inversión para la generación futura (...).

[48] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): diversos


aspectos de la propiedad privada

La doctrina sobre la propiedad es presentada por el Concilio con unas pers-


pectivas más amplias de las de documentos anteriores: se habla, no sólo de la
propiedad en su estricto sentido, sino de todas las posibles formas de dominio.
Se subraya además la función social de la propiedad y su importancia para la
estabilidad de la sociedad.

(71) La propiedad, como las demás formas de dominio privado


sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y
le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en
la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos,
individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos.
La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes exter-
nos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la
autonomía personal y familiar y deben ser considerados como amplia-
88 Doctrina Social de la Iglesia

ción de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la


tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las
libertades civiles16.
Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se
diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo
elemento de seguridad no despreciable aun contando con los fondos
sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe
afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también de los
bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.
El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diver-
sas formas de propiedad pública existentes. La afectación de bienes a
la propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competen-
te de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites
de este último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pú-
blica toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en
contra del bien común17.
La misma propiedad privada tiene también, por su misma natura-
leza, una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de
los bienes18. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad
muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórde-
nes, hasta el punto de que se da pretexto a sus impugnadores para
negar el derecho mismo.
La consecuencia más importante de la función social de la propiedad es la
posibilidad de expropiación. En el fragmento que sigue (que refleja sobre todo
la problemática de las regiones económicamente menos desarrolladas) se jus-
tifica la expropiación y se expone cuáles deben ser sus condiciones.

En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen


posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente cultiva-
das o reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras la mayor

16. Cf. LEÓN XIII, Rerum novarum, ASS 23 (1890-91) 643-646; PÍO XI, Quadragesimo
anno, AAS 23 (1931) 191; PÍO XII, Radiomensaje de 1 junio 1941, AAS 33 (1941) 199;
ID., Radiomensaje de la vigilia de la Natividad del Señor 1942, AAS 35 (1943) 17; ID.,
Radiomensaje de 1 septiembre 1944, AAS 36 (1944) 253; JUAN XXIII, Mater et magis-
tra, AAS 53 (1961) 428-429.
17. Cf. PÍO XI, Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 214; JUAN XXIII, Mater et magistra,
AAS 53 (1961) 429.
18. Cf. PÍO XII, Radiomensaje de Pentecostés 1941, AAS 44 (1941) 199; JUAN XXIII,
Mater et magistra, AAS 53 (1961) 430.
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 89

parte de la población carece de tierras o posee sólo parcelas irrisorias y


el desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres de urgencia.
No raras veces los braceros o los arrendatarios de alguna parte de esas
posesiones reciben un salario o beneficio indigno del hombre, carecen
de alojamiento decente y son explotados por los intermediarios. Viven
en la más total inseguridad y en tal situación de inferioridad personal,
que apenas tienen ocasión de actuar libre y responsablemente, de pro-
mover su nivel de vida y de participar en la vida social y política. Son,
pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el
incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones labora-
les, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la inicia-
tiva en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficien-
temente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer. En
este caso deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables,
en particular los medios de educación y las posibilidades que ofrece una
justa ordenación de tipo cooperativo. Siempre que el bien común exija
una expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad,
teniendo en cuanta todo el conjunto de las circunstancias.

[49] PABLO VI, Populorum progressio (1967): sentido de la propie-


dad privada

Pablo VI no pretendió otra cosa con esta encíclica que desarrollar la doctrina
de Gaudium et spes, pero aplicándolo de forma más concreta a la situación de
los países en desarrollo. El pasaje que sigue hay que leerlo como un intento de
iluminar esas situaciones: más concretamente, en el contexto de las reformas
agrarias que tantas veces eran consideradas como el primer paso para un pro-
ceso de desarrollo. Son muy expresivas las afirmaciones sobre la expropiación
(incluido el hecho de que nada se diga de indemnizaciones) y sobre el uso de las
rentas por quienes las poseen abundantemente.

(22) Llenad la tierra y sometedla19. La Biblia desde sus primeras pági-


nas nos enseña que la creación entera es para el hombre, quien tiene
que aplicar su esfuerzo inteligente para valorizarla y mediante su tra-
bajo perfeccionarla, por así decirlo, poniéndose a su servicio. Si la tie-
rra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y

19. Gén 1,28.


90 Doctrina Social de la Iglesia

los instrumentos de su progreso, todo hombre tiene el derecho de


encontrar en ella lo que necesita. El reciente Concilio lo ha recordado:
Dios ha destinado la tierra y todo lo que en ella se contiene, para uso
de todos los hombres y de todos los pueblos, de modo que los bienes
creados deben llegar a todos en forma justa, según la regla de la justi-
cia, inseparable de la caridad20. Todos los demás derechos, sean los que
sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello
están subordinados: no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su
realización, y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su
finalidad primera.
(23) Si alguno, tiene bienes de este mundo, y viendo a su hermano en
necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo es posible que resida en él el
amor de Dios?21. Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han
precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen, respecto a los que
se encuentran en necesidad: No es parte de tus bienes –así dice San
Ambrosio– lo que tú des al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo
que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha
sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos22. Es decir,
que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondi-
cional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclu-
sivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás les falta
lo necesario (...).
(24) El bien común exige, pues, algunas veces la expropiación, si, por
el hecho de su extensión, de su explotación deficiente o nula, de la
miseria que de ello resulta a la población, del daño considerable pro-
ducido a los intereses del país, algunas posesiones sirven de obstáculo
a la prosperidad colectiva.
Afirmándola netamente23, el Concilio ha recordado también, no
menos claramente, que la renta disponible no es cosa que queda aban-
donada al libre capricho de los hombres; y que las especulaciones ego-
ístas deben ser eliminadas. Desde luego no se podría admitir que ciu-
dadanos, provistos de rentas abundantes, provenientes de los recursos
y de la actividad nacional, las transfiriesen en parte considerable al

20. Gaudium et spes, 69, 1º.


21. 1 Jn 3,17.
22. De Nabuthe, c. 12, n. 53, P.L. 14, 747. Cf. J. R. PALANQUE, Saint Ambroise et l'empi-
re romain (Paris, de Boccard, 1933), 336 ss.
23. Gaudium et spes, 71, 6º.
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 91

extranjero, por puro provecho personal, sin preocuparse del daño evi-
dente que con ello infligirían a la propia patria24.

[50] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): propiedad privada al


servicio del trabajo

El problema de la propiedad se plantea en esta encíclica como otra vía para


abordar los sistemas socioeconómicos vigentes en ese momento (capitalismo y
colectivismo) y poner de relieve su insuficiencia, ya que ninguno de ellos res-
peta la prioridad del trabajo sobre el capital, que es el principio ético eje de
toda la encíclica. Frente a la afirmación de la propiedad privada de los prime-
ros documentos, que excluía prácticamente la propiedad pública, nos encon-
tramos ahora con un punto de vista diferente: lo decisivo no es que la propie-
dad sea pública o privada, sino que esté al servicio de la persona que trabaja.

(14) El proceso histórico –presentado aquí brevemente– que cierta-


mente ha salido de su fase inicial, pero que sigue en vigor, más aún que
continúa extendiéndose a las relaciones entre las naciones y los conti-
nentes, exige una precisación también desde otro punto de vista. Es evi-
dente que, cuando se habla de la antinomia entre trabajo y capital, no
se trata de sólo de conceptos abstractos o de “fuerzas anónimas”, que
actúan en la producción económica. Detrás de uno y otro concepto
están los hombres, los hombres vivos, concretos: por una parte aquellos
que realizan el trabajo sin ser propietarios de los medios de producción,
y por otra aquellos que hacen de empresarios y son los propietarios de
estos medios, o bien representan a los propietarios. Así pues, en el con-
junto de este difícil proceso histórico, desde el principio está el proble-
ma de la propiedad. La encíclica Rerum novarum, que tiene como tema
la cuestión social, pone el acento también sobre este problema, recor-
dando y confirmando la doctrina de la Iglesia sobre la propiedad, sobre
el derecho a la propiedad privada, incluso cuando se trata de los medios
de producción. Lo mismo ha hecho la encíclica Mater et magistra.
El citado principio, tal y como se recordó entonces y como todavía
es enseñado por la Iglesia, se aparta radicalmente del programa del
colectivismo, proclamado por el marxismo y realizado en diversos paí-
ses del mundo en los decenios siguientes a la época de la encíclica de
León XIII. Tal principio se diferencia al mismo tiempo, del programa

24. Cf. ib., 65, 3º.


92 Doctrina Social de la Iglesia

del capitalismo, practicado por el liberalismo y por los sistemas políti-


cos, que se refieren a él. En este segundo caso, la diferencia consiste en
el modo de entender el derecho mismo de propiedad. La tradición cris-
tiana no ha sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al
contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del dere-
cho común de todos a usar los bienes de la entera creación: el derecho
a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al
destino universal de los bienes.
Además, la propiedad según la enseñanza de la Iglesia nunca se ha
entendido de modo que pueda constituir un motivo de contraste social
en el trabajo. Como ya se ha recordado anteriormente en este mismo
texto, la propiedad se adquiere ante todo mediante el trabajo, para que
ella sirva al trabajo. Esto se refiere de modo especial a la propiedad de
los medios de producción. El considerarlos aisladamente como un con-
junto de propiedades separadas con el fin de contraponerlos en la forma
del “capital” al “trabajo”, y más aún realizar la explotación del traba-
jo, es contrario a la naturaleza misma de estos medios y de su posesión.
Estos no pueden ser poseídos contra el trabajo, como no puede ser pose-
ídos para poseer, por que el único título legítimo para su posesión –y
esto ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la pro-
piedad pública o colectiva– es que sirvan al trabajo, hagan posible la
realización del primer principio de aquel orden, que es el destino uni-
versal de los bienes y el derecho a su uso común. Desde ese punto de
vista, pues, en consideración del trabajo humano y del acceso común a
los bienes destinados al hombre, tampoco conviene excluir la socializa-
ción, en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción.

[51] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): propiedad privada y


destino universal de los bienes
Tras recordar en síntesis la doctrina de sus predecesores sobre la propiedad,
Juan Pablo II propone una relectura desde la situación de hoy. En ella pone de
relieve cómo el carácter colectivo del trabajo ayuda a comprender desde otra
perspectiva el destino universal de los bienes y sus exigencias.

(31) Releyendo estas enseñanzas sobre el derecho a la propiedad y el


destino común de los bienes en relación con nuestro tiempo, se puede
plantear la cuestión acerca del origen de los bienes que sustentan la vida
del hombre, que satisfacen sus necesidades y son objeto de sus derechos.
Propiedad y Destino Universal de los Bienes 93

El origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de


Dios que ha creado al mundo y el hombre que ha dado a éste la tierra
para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf Gén 1,28-29).
Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a
todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí,
pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Esta,
por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del
hombre, es el primer don de Dios para el sustento de la vida humana.
Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hom-
bre al don de Dios, es decir, sin el trabajo. Es mediante el trabajo como
el hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer
de ella su digna morada. De este modo, se apropia una parte de la tie-
rra, la que se ha conquistado con su trabajo: de ahí el origen de la pro-
piedad individual. Obviamente le incumbe también la responsabilidad
de no impedir que otros hombres obtengan su parte del don de Dios, es
más, debe cooperar con ellos para dominar juntos toda la tierra.
A lo largo de la historia, en los comienzos de toda sociedad huma-
na, encontramos siempre estos dos factores, el trabajo y la tierra; en
cambio, no siempre hay entre ellos la misma relación. En otros tiempos
la natural fecundidad de la tierra aparecía, y era de hecho, como el fac-
tor principal de riqueza, mientras que el trabajo servía de ayuda y favo-
recía a tal fecundidad. En nuestro tiempo es cada vez más importante
el papel del trabajo humano en cuanto factor productivo de las rique-
zas inmateriales y materiales; por otra parte, es evidente que el trabajo
de un hombre se conecta naturalmente con el de otros hombres. Hoy
más que nunca trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es
hacer algo para alguien. El trabajo es tanto más fecundo y productivo,
cuanto el hombre se hace más capaz de conocer las potencialidades
productivas de la tierra y ver en profundidad las necesidades de los
otros hombres, para quienes se trabaja.

[52] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): propiedad y conoci-


miento

Como complemento del pasaje anterior, Centesimus annus introduce un tema


nuevo en relación con toda la tradición precedente: la propiedad cuyo objeto
es el conocimiento. Y la considera como una de las formas más decisivas de
propiedad en la sociedad contemporánea.
94 Doctrina Social de la Iglesia

(32) Existe otra forma de propiedad, concretamente en nuestro tiem-


po, que tiene una importancia no inferior a la de la tierra: es la pro-
piedad del conocimiento, de la técnica y del saber. En este tipo de pro-
piedad, mucho más que en los recursos naturales, se funda la riqueza
de las naciones industrializadas.
(...) Precisamente la capacidad de conocer oportunamente las nece-
sidades de los demás hombres y el conjunto de los factores productivos
más apropiados para satisfacerlas es otra fuente importante de riqueza
en una sociedad moderna. Por lo demás, muchos bienes no pueden ser
producidos de manera adecuada por un solo individuo, sino que exigen
la colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo productivo, progra-
mar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera
positiva a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos
necesarios: todo esto es también una fuente de riqueza en la sociedad
actual. Así se hace cada vez más evidente y determinante el papel del tra-
bajo humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de inicia-
tiva y de espíritu emprendedor, como parte esencial del mismo trabajo25.
(...) La moderna economía de empresa comporta aspectos positi-
vos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo
económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de
la múltiple actividad humana y en ella, como en todos los demás cam-
pos, es tan válido el derecho a la libertad como el deber de hacer uso
responsable del mismo. Hay, además, diferencias específicas entre estas
tendencias de la sociedad moderna y las del pasado incluso reciente. Si
en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego
lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de
bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el
hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de
manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización
solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás.

[53] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): legitimidad de la


propiedad y subordinación al trabajo

Ya al final de capítulo 4º, dedicado a la propiedad y el destino universal de los


bienes, se propone esta nueva síntesis, que viene a reafirmar la subordinación

25. Cf. Sollicitudo rei socialis, 15.


Propiedad y Destino Universal de los Bienes 95

de la propiedad al trabajo. Esta subordinación es la que da legitimidad a la


propiedad. Y cuando falta, o cuando la fuente de las ganancias es la explota-
ción del trabajo, entonces la propiedad pierde toda legitimidad y es un abuso
inaceptable.

(43) (...) A la luz de las “cosas nuevas” de hoy ha sido considerada


nuevamente la relación entre la propiedad individual o privada y el des-
tino universal de los bienes. El hombre se realiza a sí mismo por medio
de su inteligencia y su libertad y, obrando así, asume como objeto e ins-
trumento las cosas del mundo, a la vez que se apropia de ellas. En este
modo de actuar se encuentra el fundamento del derecho a la iniciativa
y a la propiedad individual. Mediante su trabajo el hombre se com-
promete no sólo en favor suyo, sino también en favor de los demás y
con los demás: cada uno colabora en el trabajo y en el bien de los otros.
El hombre trabaja para cubrir las necesidades de su familia, de la
comunidad de la que forma parte, de la nación y, en definitiva, de toda
la humanidad26. Colabora, asimismo, en la actividad de los que traba-
jan en la misma empresa e igualmente en el trabajo de los proveedores
o en el consumo de los clientes, en una cadena de solidaridad que se
extiende progresivamente. La propiedad de los medios de producción,
tanto en el campo industrial como agrícola, es justa y legítima cuando
se emplea para un trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es valo-
rada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganan-
cias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la rique-
za social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de
la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral27.
Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un
abuso ante Dios y los hombres.

26. Cf. Laborem exercens, 10.


27. Cf. ibid., 14.
Capítulo V
TRABAJO, SALARIO

Unimos en este capítulo la cuestión más general del trabajo y la


más particular del salario porque pensamos que éste último sólo se
entiende adecuadamente en relación con aquél: durante mucho tiempo
la justificación del trabajo (hasta llegar a hablar de “derecho al traba-
jo”) está en la obtención de unos recursos económicos para vivir. Si
posteriormente se ha prestado atención a otras dimensiones comple-
mentarias del trabajo, nunca se ha pretendido con ello olvidar la impor-
tancia del salario.
El trabajo es la preocupación primaria de la Iglesia, la que está en
el origen mismo de su Doctrina Social: pero no el trabajo en abstracto,
sino las condiciones concretas de miseria en que vivía el trabajador
industrial de finales del siglo XIX. Sin embargo, la virulencia del deba-
te en torno a la propiedad privada dio al tratamiento de este punto un
relieve en los documentos que remitió al trabajo a un indudable segun-
do plano. Incluso en la ordenación de las cuestiones: hasta Mater et
magistra no se coloca el trabajo por delante de la propiedad, como
debe ser si se atiende a una justa jerarquía entre ambos.
En torno al trabajo, la Doctrina Social de la Iglesia ha formulado tres
exigencias fundamentales, siempre basadas en la dignidad del trabajo
como expresión de la dignidad de la persona humana, que lo realiza.
La exigencia que ha ocupado más espacio en los documentos desde
los comienzos es la de un salario justo. Ese salario no puede ser, sin
más, el salario que determina el mercado en el libre juego de oferta y
demanda (Rerum novarum); tiene que llegar para cubrir las necesidades
de la familia que depende del trabajador (Quadragesimo anno); ha de
tener en cuenta las condiciones económicas de la empresa y del con-
junto de la sociedad nacional e internacional. Mater et magistra es la
encíclica que elaboró de modo más completo los criterios que deben
presidir la determinación de la retribución del trabajo.
98 Doctrina Social de la Iglesia

Una segunda exigencia, muy acentuada en los primeros documen-


tos (sobre todo en Rerum novarum) es la de unas condiciones físicas
que no pongan en peligro la vida o la salud del trabajador: salubridad,
seguridad, horarios, descanso...
Por último, y ya en tiempos más recientes (a partir de Mater et
magistra), se pide la participación del trabajador en la empresa. Esta
tercera exigencia supone una mayor atención a la personalidad del tra-
bajador, a su condición humana, para que no quede reducido a mero
instrumento productivo, sino que ponga en juego todas sus potenciali-
dades específicamente humanas (racionalidad, creatividad...).
Esta evolución no quedaría completamente recogida sin mencionar
la primera encíclica social de Juan Pablo II, la encíclica sobre el tra-
bajo humano (Laborem exercens). Representa un punto culminante de
la Doctrina Social al colocar el trabajo como la clave más adecuada
para comprender y valorar éticamente todos los problemas sociales.
Esto exige remodelar toda la doctrina anterior respondiendo a esta
prioridad, cuyo fundamento está en una visión cristiana y teológica de
la realidad, que corrobora toda auténtica antropología.

******

[54] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): condiciones dignas para el


desarrollo del trabajo

La primera preocupación de la encíclica es velar por las condiciones físicas en


que se desarrolla el trabajo. Y se asigna al Estado la tarea de vigilar en este
campo. El pasaje que sigue refleja las miserables condiciones en que se desa-
rrollaba el trabajo asalariado a finales del siglo pasado.

(30) De igual manera hay muchas cosas en el obrero que se han de


tutelar con la protección del Estado, y, en primer lugar, los bienes del
alma, puesto que la vida mortal, aunque buena y deseable, no es, con
todo, el fin último para que hemos sido creados, sino tan sólo el camino
y el instrumento para perfeccionar la vida del alma con el conocimien-
to de la verdad y el amor del bien (...). El alma es la que lleva impresa
la imagen y semejanza de Dios, en la que reside aquel poder mediante el
cual se mandó al hombre que dominara sobre las criaturas inferiores y
sometiera a su beneficio a las tierras todas y los mares. Llenad la tierra
Trabajo, Salario 99

y sometedla, y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a
todos los animales que se mueven sobre la tierra1. En esto son todos los
hombres iguales, y nada hay que determine diferencias entre los ricos y
los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los
particulares, pues uno mismo es el Señor de todos2. A nadie le está per-
mitido violar impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo
dispone con gran reverencia; ni ponerle trabas en la marcha hacia su
perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida de los cielos. Más aún,
ni siquiera por voluntad propia puede el hombre ser tratado, en este
orden, de una manera inconveniente o someterse a una esclavitud de
alma, pues no se trata de derechos de que el hombre tenga pleno domi-
nio, sino de deberes para con Dios, y que deben ser guardados puntual-
mente.– De aquí se deduce la necesidad de interrumpir las obras y tra-
bajos durante los días festivos (...). Unido con la religión, el descanso
aparta al hombre de los trabajos y de los problemas de la vida diaria,
para atraerlo al pensamiento de las cosas celestiales y a rendir a la supre-
ma divinidad el culto justo y debido. Este es, principalmente, el carácter
y ésta la causa del descanso de los días festivos (...).
(31) Por lo que respecta a la tutela de los bienes del cuerpo y exter-
nos, lo primero que se ha de hacer es librar a los pobres obreros de la
crueldad de los ambiciosos, que abusan de las personas sin modera-
ción, como si fueran cosas para su medro personal. O sea, que ni la jus-
ticia ni la humanidad toleran la exigencia de un rendimiento tal, que el
espíritu se embote por el exceso de trabajo y al mismo tiempo el cuer-
po se rinda a la fatiga. Como todo en la naturaleza del hombre, su efi-
ciencia se halla circunscrita a determinados limites, más allá de los cua-
les no se puede pasar. Cierto que se agudiza con el ejercicio y la prácti-
ca, pero siempre a condición de que el trabajo se interrumpa de cuan-
do en cuando y se dé lugar al descanso. Se ha de mirar por ello que la
jornada diaria no se prolongue más horas de las que permitan las fuer-
zas. Ahora bien, cuánto deba ser el intervalo dedicado al descanso lo
determinarán la clase de trabajo, las circunstancias de tiempo y lugar y
la condición misma de los operarios. La dureza del trabajo de los que
se ocupan en sacar piedras en las canteras o en minas de hierro, cobre
y otras cosas de esta índole, ha de ser compensada con la brevedad de

1. Gén 1,28.
2. Rom 10,12.
100 Doctrina Social de la Iglesia

la duración, pues requiere mucho más esfuerzo que otros y es peligro-


so para la salud. Hay que tener en cuenta igualmente las épocas del
año, pues ocurre con frecuencia que un trabajo fácilmente soportable
en una estación es insufrible en otra o no puede realizarse sino con
grandes dificultades.– Finalmente, lo que puede hacer y soportar un
hombre adulto y robusto no se le puede exigir a una mujer o a un niño.
Y, en cuanto a los niños, se ha de evitar cuidadosamente y sobre todo
que entren en talleres antes de que la edad haya dado el suficiente desa-
rrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su alma. Pues que la actividad
precoz agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la
infancia, con lo que la constitución de la niñez vendría a destruirse por
completo. Igualmente, hay oficios menos aptos para la mujer, nacida
para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobre-
manera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la
educación de los hijos y a la prosperidad de la familia. Establézcase en
general que se dé a los obreros todo el reposo necesario para que recu-
peren las energías consumidas en el trabajo, puesto que el descanso
debe restaurar las fuerzas gastadas por el uso. En todo contrato con-
cluido entre patronos y obreros debe contenerse siempre esta condición
expresa o tácita: que se provea a uno y otro tipo de descanso pues no
sería honesto pactar lo contrario, ya que a nadie es lícito exigir ni pro-
meter el abandono de las obligaciones que el hombre tiene para con
Dios o para consigo mismo.

[55] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): salario justo

Otra preocupación de León XIII respecto a los trabajadores es el salario. Era


frecuente en aquel tiempo que se considerara como justo el salario que se fija-
ba en el mercado, en virtud del libre juego de la oferta y la demanda. León XIII
se opone con fuerza a esta opinión, subrayando que un salario es justo sólo si
responde a las necesidades del trabajador: el salario justo nunca puede identifi-
carse sin más con el salario de mercado. Este pasaje es de gran importancia: no
sólo porque sienta las bases en una cuestión tan decisiva como la retribución
del trabajo, sino además porque denuncia las limitaciones del mercado cuando
se quiere hacer de él el mecanismo suficiente para una regulación satisfactoria
(y justa) de la actividad económica.

(32) Atacamos aquí un asunto de la mayor importancia, y que debe


ser entendido rectamente para que no se peque por ninguna de las par-
Trabajo, Salario 101

tes. A saber, que es establecida la cuantía del salario por libre consenti-
miento, y, según eso, pagado el salario convenido, parece que el patrono
ha cumplido por su parte y que nada más debe. Que procede injusta-
mente el patrono sólo cuando se niega a pagar el sueldo pactado, y el
obrero sólo cuando no rinde el trabajo que se estipuló; que en estos
casos es justo que intervenga el poder político, pero nada más que para
poner a salvo el derecho de cada uno.– Un juez equitativo que atienda
a la realidad de las cosas, no asentirá fácilmente ni en su totalidad a esta
argumentación, pues no es completa en todas sus partes; le falta algo de
verdadera importancia. Trabajar es ocuparse en hacer algo con el obje-
to de adquirir las cosas necesarias para los usos diversos de la vida y,
sobre todo, para la propia conservación: Te ganarás el pan con el sudor
de tu frente3. Luego el trabajo implica por naturaleza estas dos a modo
de notas: que sea personal, en cuanto la energía que opera es inherente
a la persona y propia en absoluto del que la ejerce y para cuya utilidad
le ha sido dada, y que sea necesario, por cuanto el fruto de su trabajo le
es necesario al hombre para la defensa de su vida, defensa a que le obli-
ga la naturaleza misma de las cosas, a que hay que plegarse por encima
de todo. Pues bien, si se mira el trabajo exclusivamente en su aspecto
personal, es indudable que el obrero es libre para pactar por toda retri-
bución una cantidad corta; trabaja voluntariamente, y puede, por tanto,
contentarse voluntariamente con una retribución exigua o nula. Mas
hay que pensar de una manera muy distinta cuando, juntamente con el
aspecto personal, se considera el necesario, separable sólo conceptual-
mente del primero, pero no en la realidad. En efecto, conservarse en la
vida es obligación común de todo individuo, y es criminoso incumplirla.
De aquí la necesaria consecuencia del derecho a buscarse cuanto sirve al
sustento de la vida, y la posibilidad de lograr esto se la da a cualquier
pobre nada más que el sueldo ganado con su trabajo. Pase, pues, que
obrero y patrono estén libremente de acuerdo sobre lo mismo, y concre-
tamente sobre la cuantía del salario; queda, sin embargo, latente siem-
pre algo de justicia natural superior y anterior a la libre voluntad de las
partes contratantes, a saber: que el salario no debe ser en manera algu-
na insuficiente para alimentar a un obrero frugal y morigerado. Por
tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo de

3. Gén 3,19.
102 Doctrina Social de la Iglesia

un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura,


porque la imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente
soportar una violencia, contra la cual reclama la justicia. Sin embargo,
en estas y otras cuestiones semejantes, como el número de horas de la
jornada laboral en cada tipo de industria, así como las precauciones con
que se haya de velar por la salud, especialmente en los lugares de traba-
jo, para evitar injerencias de la magistratura, sobre todo siendo tan
diversas las circunstancias de cosas, tiempos y lugares, será mejor reser-
varlas al criterio de las asociaciones de que hablaremos después, o se
buscará otro medio que salvaguarde, como es justo, los derechos de los
obreros, interviniendo, si las circunstancias lo pidieren, la autoridad
pública.

[56] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): el trabajo asalariado no


es injusto

Frente a quienes se oponían al sistema de trabajo por cuenta ajena (asalaria-


do), Pío XI sostiene que dicho sistema no es en sí injusto. Sin embargo conce-
de implícitamente que no es el modelo que mejor atiende a las exigencias de la
condición humana del trabajador: por eso propone que se introduzcan algu-
nos elementos del contrato de sociedad. La exigencia de una participación del
trabajador en la empresa está aquí en germen, aunque no llega a ser todavía
explicitada (lo hará Juan XXIII).

(64) Y, en primer lugar quienes sostienen que el contrato de arriendo


y alquiler de trabajo es de por sí injusto y que, por tanto, debe ser sus-
tituido por el contrato de sociedad, afirman indudablemente una
inexactitud y calumnian gravemente a nuestro predecesor, cuya encícli-
ca no sólo admite el “salariado”, sino que incluso se detiene largamen-
te a explicarlo según las normas de la justicia que han de regirlo.
(65) De todos modos, estimamos que estaría más conforme con las
actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo
posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato
de sociedad, como ha comenzado a efectuarse ya de diferentes mane-
ras, con no poco provecho de patronos y obreros. De este modo, los
obreros y empleados se hacen socios en el dominio y en la administra-
ción o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.
Trabajo, Salario 103

[57] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): criterios para un salario


justo

Ya León XIII dejó claro que hay que atender a la justicia del salario. Ahora
se elaboran mejor los criterios para que un salario sea justo. Se reducen a tres:
el sustento del obrero y de su familia, la situación de la empresa y la necesi-
dad del bien común. Detrás de ellos hay una consideración macroeconómica,
que permite enfocar el salario, no sólo como el objeto de un contrato indivi-
dual entre el trabajador y quien lo contrata, sino como una variable que inci-
de sobre todo el conjunto de la economía, sobre el nivel de empleo y sobre el
bienestar de toda la clase trabajadora.

(70) De este doble carácter, implicado en la naturaleza misma del tra-


bajo humano, se siguen consecuencias de la mayor gravedad, que
deben regular y determinar el salario.
(71) Ante todo, al trabajador hay que fijarle una remuneración que
alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia4. Es justo, desde
luego, que el resto de la familia contribuya también al sostenimiento
común de todos, como puede verse especialmente en las familias de
campesinos, así como también en las de muchos artesanos y pequeños
comerciantes; pero no es justo abusar de la edad infantil y de la debili-
dad de la mujer. Las madres de familia trabajarán principalísimamente
en casa o en sus inmediaciones, sin desatender los quehaceres domésti-
cos. Constituye un horrendo abuso, y debe ser eliminado con todo
empeño, que las madres de familia, a causa de la cortedad del sueldo
del padre, se vean en la precisión de buscar un trabajo remunerado
fuera del hogar, teniendo que abandonar sus peculiares deberes y, sobre
todo, la educación de los hijos. Hay que luchar denodadamente, por
tanto, para que los padres de familia reciban un sueldo lo suficien-
temente amplio para atender convenientemente a las necesidades
domésticas ordinarias (...).
(72) Para fijar la cuantía del salario deben tenerse en cuenta también
las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir
unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de
todos los obreros, la empresa no podría soportar. No debe, sin embar-
go, reputarse como causa justa para disminuir a los obreros el salario el

4. Cf. enc. Casti connubii, de 31 de diciembre de 1930.


104 Doctrina Social de la Iglesia

escaso rédito de la empresa cuando esto sea debido a incapacidad o


abandono o a la despreocupación por el progreso técnico y económico.
Y cuando los ingresos no son lo suficientemente elevados para poder
atender a la equitativa remuneración de los obreros, porque las empre-
sas se ven gravadas por cargas injustas o forzadas a vender los produc-
tos del trabajo a un precio no remunerador, quienes de tal modo las ago-
bian son reos de un grave delito, ya que privan de su justo salario a los
obreros, que, obligados por la necesidad, se ven compelidos a aceptar
otro menor que el justo (...).
(74) Finalmente, la cuantía del salario debe acomodarse al bien públi-
co económico. Ya hemos indicado lo importante que es para el bien
común que los obreros y empleados, apartando algo de su sueldo, una
vez cubiertas sus necesidades, lleguen a reunir un pequeño patrimonio;
pero hay otro punto de no menor importancia y en nuestros tiempos
sumamente necesario, o sea, que se dé oportunidad de trabajar a quie-
nes pueden y quieren hacerlo. Y esto depende no poco de la determi-
nación del salario, el cual, lo mismo que, cuando se lo mantiene dentro
de los justos límites, puede ayudar, puede, por el contrario, cuando los
rebasa, constituir un tropiezo. ¿Quién ignora, en efecto, que se ha debi-
do a los salarios o demasiado bajos o excesivamente elevados el que los
obreros se hayan visto privados de trabajo? (...). Es contrario, por con-
siguiente, a la justicia social disminuir o aumentar excesivamente, por
la ambición de mayores ganancias y sin tener en cuenta el bien común,
los salarios de los obreros; y esa misma justicia pide que, en unión de
mentes y voluntades y en la medida que fuere posible, los salarios se
rijan de tal modo que haya trabajo para el mayor número y que pue-
dan percibir una remuneración suficiente para el sostenimiento de su
vida.

[58] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): criterios para un salario


justo

Setenta años después de Rerum novarum se insiste en la idea de que el salario


justo no es el salario de mercado. Y en la elaboración de los criterios que
habría que tener en cuenta para determinar si un salario es justo se avanza
sobre lo aportado por Pío XI en 1931. Ahora se enumeran, concretamente,
cuatro criterios, que se explican más detalladamente a continuación.
Trabajo, Salario 105

(71) En esta materia, juzgamos deber nuestro advertir una vez más
que, así como no es lícito abandonar completamente la determinación
del salario a la libre competencia del mercado, así tampoco es lícito
que su fijación quede al arbitrio de los poderosos, sino que en esta
materia deben guardarse a toda costa las normas de la justicia y de la
equidad. Esto exige que los trabajadores cobren un salario cuyo
importe les permita mantener un nivel de vida verdaderamente huma-
no y hacer frente con dignidad a sus obligaciones familiares. Pero es
necesario, además, que, al determinar la remuneración justa del tra-
bajo, se tengan en cuenta los siguientes puntos: primero, la efectiva
aportación de cada trabajador a la producción económica; segundo, la
situación financiera de la empresa en que se trabaja; tercero, las exi-
gencias del bien común de la respectiva comunidad política, princi-
palmente en orden a obtener el máximo empleo de la mano de obra en
toda la nación; y, por último, las exigencias del bien común universal,
o sea de las comunidades internacionales, diferentes entre sí en cuan-
to a su extensión y a los recursos naturales de que disponen.
(72) Es evidente que los criterios expuestos tienen un valor perma-
nente y universal; pero su grado de aplicación a las situaciones concre-
tas no puede determinarse si no se atiende como es debido a la rique-
za disponible; riqueza que, en cantidad y calidad, puede variar, y de
hecho varía, de nación a nación y, dentro de una misma nación, de un
tiempo a otro.
Uno de los criterios de un salario justo es el de la participación del trabaja-
dor en las ganancias de la empresa.

(75) (...) Hoy en muchos Estados las estructuras económicas nacio-


nales permiten realizar no pocas veces a las empresas de grandes o
medianas proporciones rápidos e ingentes aumentos productivos a tra-
vés del autofinanciamiento, que renueva y completa su equipo indus-
trial. Cuando esto ocurra, juzgamos puede establecerse que las empre-
sas reconozcan, por la misma razón, a sus trabajadores un título de cré-
dito, especialmente si les paga una remuneración que no exceda la cifra
del salario mínimo vital.
(76) En tales casos conviene recordar el principio propuesto por nues-
tro predecesor, de feliz memoria, Pío XI en la encíclica Quadragesimo
anno: “Es completamente falso atribuir sólo al capital, o sólo al tra-
bajo, lo que es resultado conjunto de la eficaz cooperación de ambos;
106 Doctrina Social de la Iglesia

y es totalmente injusto que el capital o el trabajo, negando todo dere-


cho a la otra parte, se apropie la totalidad del beneficio económico”5.
(77) Este deber de justicia puede cumplirse de diversas maneras, como
la experiencia demuestra. Una de ellas, y de las más deseables en la
actualidad, consiste en hacer que los trabajadores, en la forma y el grado
que parezcan más oportunos, puedan llegar a participar poco a poco en
la propiedad de la empresa donde trabajan; puesto que hoy, más aún
que en los tiempos de nuestro predecesor, “con todo el empeño posible
se ha de procurar que, al menos para el futuro, se modere equitativa-
mente la acumulación de las riquezas en manos de los ricos y se repar-
tan también con la suficiente profusión entre los trabajadores”6.
Otro de los criterios para la determinación del salario justo es atender a las
exigencias del bien común nacional e internacional. Este criterio, rico en con-
secuencias, resultará útil, no sólo para la negociación colectiva, sino también
para el establecimiento de las políticas económicas de los gobiernos.

(78) Pero hay que advertir, además, que la proporción entre la retri-
bución del trabajo y los beneficios de la empresa debe fijarse de acuer-
do con las exigencias del bien común, tanto de la propia comunidad
política como de la entera familia humana.
(79) Por lo que concierne al primer aspecto, han de considerarse
como exigencias del bien común nacional: facilitar trabajo al mayor
número posible de obreros; evitar que se constituyan, dentro de la
nación e incluso entre los propios trabajadores, categorías sociales pri-
vilegiadas; mantener una adecuada proporción entre salario y precios;
hacer accesibles al mayor número de ciudadanos los bienes materiales
y los beneficios de la cultura; suprimir, o limitar al menos, las desi-
gualdades entre los distintos sectores de la economía –agricultura,
industria y servicios–; equilibrar adecuadamente el incremento econó-
mico con el aumento de los servicios generales necesarios, principal-
mente por obra de la autoridad pública; ajustar, dentro de lo posible,
las estructuras de la producción a los progresos de las ciencias y de la
técnica; lograr, en fin, que el mejoramiento en el nivel de vida no sólo
sirva a la generación presente, sino que prepare también un mejor por-
venir a las futuras generaciones.

5. Cf. AAS 23 (1931) 195.


6. Ibid., 198.
Trabajo, Salario 107

(80) Son, por otra parte, exigencias del bien común internacional: evi-
tar toda forma de competencia desleal entre los diversos países en
materia de expansión económica; favorecer la concordia y la cola-
boración amistosa y eficaz entre las distintas economías nacionales y,
por último, cooperar eficazmente al desarrollo económico de las
comunidades políticas más pobres.
(81) Estas exigencias del bien común, tanto en el plano nacional
como en el mundial, han de tenerse en cuenta también cuando se trata
de determinar la parte de beneficios que corresponde asignar, en forma
de retribución, a los dirigentes de empresas, y en forma de intereses o
dividendos, a los que aportan el capital.

[59] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): la participación como


exigencia del trabajo

Por primera vez Mater et magistra va a abordar una nueva exigencia ética del
trabajo: la de la participación. Significa que el trabajador ha de ser tratado
como persona humana, dotada de inteligencia, libertad y creatividad, y no
como mero factor de producción. Sin embargo, las formas de esta participa-
ción se admite que han de adaptarse a las condiciones de cada empresa.

(82) Los deberes de la justicia han de respetarse no solamente en la


distribución de los bienes que el trabajo produce, sino también en
cuanto afecta a las condiciones generales en que se desenvuelve la acti-
vidad laboral. Porque en la naturaleza humana está arraigada la exi-
gencia de que, en el ejercicio de la actividad económica, le sea posible
al hombre asumir la responsabilidad de lo que hace y perfeccionarse a
sí mismo.
(83) De donde se sigue que, si el funcionamiento y las estructuras eco-
nómicas de un sistema productivo ponen en peligro la dignidad huma-
na del trabajador, o debilitan su sentido de responsabilidad, o le impi-
den la libre expresión de su iniciativa propia, hay que afirmar que este
orden económico es injusto, aun en el caso de que, por hipótesis, la
riqueza producida en él alcance un alto nivel y se distribuya según cri-
terios de justicia y equidad (...).
(91) Además, siguiendo en esto la dirección trazada por nuestros pre-
decesores, Nos estamos convencidos de la razón que asiste a los traba-
jadores cuando aspiran a participar activamente en la vida de las empre-
108 Doctrina Social de la Iglesia

sas donde trabajan. No es posible fijar con normas ciertas y definidas


las características de esta participación, dado que han de establecerse
más bien teniendo en cuenta la situación de cada empresa; situación que
varía de unas a otras y que, aun dentro de cada una, está sujeta muchas
veces a cambios radicales y rapidísimos. No dudamos, sin embargo, en
afirmar que a los trabajadores hay que darles una participación activa
en los asuntos de la empresa donde trabajan, tanto en las privadas como
en las públicas, participación que, en todo caso, debe tender a que la
empresa sea una auténtica comunidad humana, cuya influencia bienhe-
chora se deje sentir en las relaciones de todos sus miembros y en la
variada gama de sus funciones y obligaciones.

[60] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): principios


para una ética del trabajo

Se yuxtaponen en este pasaje gran cantidad de cuestiones relativas a la ética


del trabajo, casi todas escuetamente enunciadas, en torno a dos principios cen-
trales: la dignidad del trabajo, como consecuencia de ser una actividad huma-
na, que es la fuente de todas las exigencias éticas relacionadas con el trabajo;
el reconocimiento del derecho al trabajo, ya que éste es el medio ordinario de
subsistencia. Todo esto se contempla desde la antropología, pero también
desde una visión cristiana y teológica.

(67) El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comer-


cio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la
vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de ins-
trumentos.
Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediata-
mente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la
que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su
familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus
hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y
cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto.
Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se aso-
cian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una
dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret.
De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así
como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su
Trabajo, Salario 109

parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para


que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por últi-
mo, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a
su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiri-
tual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada
uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común7.
La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado
de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo
con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado fre-
cuente también hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido
esclavos de su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado
por las llamadas leyes económicas. El conjunto del proceso de la pro-
ducción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la
manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principal-
mente por lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en
cuenta el sexo y la edad. Ofrézcase, además, a los trabajadores la posi-
bilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito
mismo del trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este tra-
bajo su tiempo y sus fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y
descanso suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural,
social y religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar libre-
mente las energías y las cualidades que tal vez en su trabajo profesio-
nal apenas pueden cultivar.

[61] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): el trabajo, clave para
entender toda la Doctrina Social

La encíclica de Juan Pablo II sobre el trabajo, que constituye el punto culmi-


nante en la consideración del trabajo en el pensamiento de la Iglesia, comienza
justificando la elección del trabajo como tema monográfico para este docu-
mento: no es una opción coyuntural, sino esencial para comprender toda la
Doctrina Social.

7. Cf. LEÓN XIII, Rerum novarum, ASS 23 (1890-91) 649.662; PÍO XI, Quadragesimo
anno, AAS 23 (1931) 200-201; ID., Divini Redemptoris, AAS 29 (1937) 92; PÍO XII,
Mensaje radiofónico en la vigilia de la Natividad del Señor 1942, AAS 35 (1943) 20;
ID., Allocutio 13 junio 1943, AAS 35 (1943) 172; ID., Radiomensaje a los obreros espa-
ñoles, 11 marzo 1951, AAS 43 (1951) 215; JUAN XXIII, Mater et magistra, AAS 53
(1961) 419.
110 Doctrina Social de la Iglesia

(3) (...) Si en el presente documento volvemos de nuevo sobre este


problema –sin querer, por lo demás, tocar todas las cuestiones que a él
se refieren– no es tanto para recoger y repetir lo que ya se encuentra en
las enseñanzas de la Iglesia, sino, más bien, para poner de relieve
–quizá más de lo que se ha hecho hasta ahora– que el trabajo humano
es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social, si trata-
mos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hom-
bre. Y si la solución, o mejor, la solución gradual de la cuestión social,
que se presenta de nuevo constantemente y se hace cada vez más com-
pleja, debe buscarse en la dirección de “hacer la vida humana más
humana”8 entonces la clave, que es el trabajo humano, adquiere una
importancia fundamental decisiva.

[62] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): el trabajo, actividad


humana desde la teología y desde la antropología

El punto de partida para el tratamiento del trabajo es una convicción teológi-


ca. Pero desde ella accede el documento a considerar la dimensión antropoló-
gica del trabajo y a ofrecer una definición del mismo. Al mismo tiempo se ofre-
ce una definición del trabajo como actividad “transitiva”.

(4) (...) La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del
Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye
una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra. El
análisis de estos textos nos hace conscientes a cada uno del hecho de
que en ellos –a veces aun manifestando el pensamiento de una manera
arcaica– han sido expresadas las verdades fundamentales sobre el hom-
bre, ya en el contexto del misterio de la creación. Estas son las verdades
que deciden acerca del hombre desde el principio y que, al mismo tiem-
po, trazan las grandes líneas de su existencia en la tierra, tanto en el
estado de justicia original como también después de la ruptura, provo-
cada por el pecado, de la alianza original del Creador con lo creado, en
el hombre. Cuando éste, hecho “a imagen de Dios... varón y hembra”9,
siente las palabras: “Procread y multiplicaos, henchid la tierra; some-
tedla”10, aunque estas palabras no se refieren directa y explícitamente al

8. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 38, AAS 58 (1966) 1055.


9. Cf. Gén 1,27
10. Cf. Gén 1,28.
Trabajo, Salario 111

trabajo, indirectamente ya se lo indican sin duda alguna como una acti-


vidad a desarrollar en el mundo. Más aún, demuestran su misma esen-
cia más profunda. El hombre es la imagen de Dios, entre otros motivos,
por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra.
En la realización de este mandato, el hombre, todo ser humano, que la
acción misma del Creador del universo se refleje en él.
El trabajo entendido como una actividad “transitiva”, es decir, de
tal naturaleza que, empezando en el sujeto humano, está dirigida hacia
un objeto externo, supone un dominio específico del hombre sobre la
“tierra” y a la vez confirma y desarrolla este dominio. Está claro que
con el término “tierra”, del que habla el texto bíblico, se debe entender
ante todo la parte del universo visible en el que habita el hombre; por
extensión sin embargo, se puede entender todo el mundo visible, dado
que se encuentra en el radio de influencia del hombre y de su búsque-
da por satisfacer las propias necesidades (...).

[63] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): la dimensión objeti-


va del trabajo
Lo más esencial del tratamiento que se hace en Laborem exercens del trabajo
es la distinción entre la dimensión objetiva y la dimensión subjetiva del traba-
jo. La dimensión objetiva se presenta de forma descriptiva como la diversidad
de manifestaciones que se dan en el proceso de “someter la tierra” a través de
actividades variadas, que han ido evolucionando a lo largo de la historia de la
humanidad.

(5) Esta universalidad y, a la vez, esta multiplicidad del proceso de


“someter la tierra” iluminan el trabajo del hombre, ya que el dominio
del hombre sobre la tierra se realiza en el trabajo y mediante el trabajo.
Emerge así el significado del trabajo en sentido objetivo, el cual halla su
expresión en las varias épocas de la cultura y de la civilización. El hom-
bre domina ya la tierra por el hecho de que domestica los animales, los
cría y de ellos saca el alimento y vestido necesarios, y por el hecho de
que puede extraer de la tierra y de los mares diversos recursos natura-
les. Pero mucho más “somete la tierra” cuando el hombre empieza a
cultivarla y posteriormente elabora sus productos, adaptándolos a sus
necesidades. La agricultura constituye así un campo primario de la acti-
vidad económica y un factor indispensable de la producción por medio
del trabajo humano. La industria, a su vez, consistirá siempre en conju-
112 Doctrina Social de la Iglesia

gar las riquezas de la tierra –los recursos vivos de la naturaleza, los pro-
ductos de la agricultura, los recursos minerales o químicos– y el traba-
jo del hombre, tanto el trabajo físico como el intelectual. Lo cual puede
aplicarse también, en cierto sentido, al campo de la llamada industria de
los servicios y al de la investigación, pura o aplicada.
Hoy, en la industria y en la agricultura, la actividad del hombre ha
dejado de ser, en muchos casos, un trabajo prevalentemente manual, ya
que la fatiga de las manos y de los músculos es ayudada por máquinas
y mecanismos cada vez más perfeccionados (...)

[64] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): la dimensión subje-


tiva del trabajo, prioritaria sobre la dimensión objetiva

El tratamiento de la dimensión subjetiva del trabajo se hace en estrecha relación


con el de la dimensión objetiva. La dimensión subjetiva es aquella que va más
allá del tipo de trabajo concreto: se refiere al hecho de que es la persona la que
está detrás de todo trabajo como sujeto del mismo. Con ello llegamos al núcleo
del documento, ya que todo este análisis antropológico no tiene otra finalidad
que formular un principio ético fundamental: la prioridad del trabajo subjeti-
vo sobre el objetivo, la prioridad del sujeto humano sobre el capital.

(6) (...) El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque


como “imagen de Dios”, es una persona, es decir, un ser subjetivo
capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir
acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el
hombre es pues sujeto del trabajo. Como persona él trabaja, realiza
varias acciones pertenecientes al proceso del trabajo; éstas, indepen-
dientemente de su contenido objetivo, han de servir todas ellas a la rea-
lización de su humanidad, al perfeccionamiento de esa vocación de per-
sona, que tiene en virtud de su misma humanidad (...)
Así ese “dominio” del que habla el texto bíblico que estamos anali-
zando, se refiere no sólo a la dimensión objetiva del trabajo, sino que
nos introduce contemporáneamente en la comprensión de su dimensión
subjetiva. El trabajo entendido como proceso mediante el cual el hom-
bre y el género humano someten la tierra, corresponde a este concepto
fundamental de la Biblia sólo cuando al mismo tiempo, en todo este
proceso, el hombre se manifiesta y confirma como el que “domina”. Ese
dominio se refiere en cierto sentido a la dimensión subjetiva más que a
Trabajo, Salario 113

la objetiva: esta dimensión condiciona la misma esencia ética del traba-


jo. En efecto no hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético,
el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo
lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un
sujeto que decide de sí mismo (...).
(...) Esto no quiere decir que el trabajo humano, desde el punto de
vista objetivo, no pueda o no deba ser, de algún modo, valorizado y cua-
lificado. Quiere decir solamente que el primer fundamento del valor del
trabajo es el hombre mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente
una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el
hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo
está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”.
Con esta conclusión se llega justamente a reconocer la preeminencia del
significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo. Dado este
modo de entender, y suponiendo que algunos trabajos realizados por los
hombres puedan tener un valor objetivo más o menos grande, sin
embargo queremos poner en evidencia que cada uno de ellos se mide
sobre todo con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o
sea, de la persona, del hombre que lo realiza.

[65] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): la prioridad del tra-
bajo sobre el capital y su negación en la época moderna

Las consideraciones antropológicas que preceden las proyecta luego la encícli-


ca sobre la realidad histórica del conflicto clásico de las sociedades modernas
industrializadas: el conflicto entre capital y trabajo. La prioridad de la dimen-
sión subjetiva del trabajo sobre la objetiva debe traducirse ahora en la priori-
dad del trabajo sobre el capital, un principio sistemáticamente negado en toda
la etapa que nace con la industrialización y el capitalismo (que Juan Pablo II
llama “la presente fase histórica”).

(11) (...) Se sabe que en todo este período, que todavía no ha termi-
nado, el problema del trabajo ha sido planteado en el contexto del gran
conflicto que en la época del desarrollo industrial y junto con éste se ha
manifestado entre el “mundo del capital” y el “mundo del trabajo”, es
decir, entre el grupo restringido, pero muy influyente, de los empresa-
rios, propietarios o poseedores de los medios de producción y la más
vasta multitud de gente que no disponía de estos medios, y que parti-
114 Doctrina Social de la Iglesia

cipaba, en cambio, en el proceso productivo exclusivamente mediante


el trabajo. Tal conflicto ha surgido por el hecho de que los trabajado-
res, ofreciendo sus fuerzas para el trabajo, las ponían a disposición del
grupo de los empresarios, y que éste, guiado por el principio del máxi-
mo rendimiento, trataba de establecer el salario más bajo posible para
el trabajo realizado por los obreros. A esto hay que añadir también
otros elementos de explotación, unidos a la falta de seguridad en el tra-
bajo y también de garantías sobre las condiciones de salud y de vida de
los obreros y de sus familias (...).
(12) Ante la realidad actual, en cuya estructura se encuentran pro-
fundamente insertos tantos conflictos, causados por el hombre, y en la
que los medios técnicos –fruto del trabajo humano– juegan un papel
primordial (piénsese aquí en la perspectiva de un cataclismo mundial
en la eventualidad de una guerra nuclear, con posibilidades destructo-
ras casi inimaginables) se debe, ante todo, recordar un principio ense-
ñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del “traba-
jo” sobre el “capital”. Este principio se refiere directamente al proceso
mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa
eficiente primaria, mientras el “capital”, siendo el conjunto de los
medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental.
Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la expe-
riencia histórica del hombre (...).
(13) Ante todo, a la luz de esta verdad, se ve claramente que no se
puede separar el “capital” del trabajo y que de ningún modo se puede
contraponer el trabajo al capital ni el capital al trabajo, ni menos aún
–como se dirá más adelante– los hombres concretos, que están detrás
de estos conceptos, los unos a los otros. Justo, es decir, conforme a la
esencia misma de la cuestión; justo, es decir, intrínsecamente verdade-
ro y a su vez moralmente legítimo, puede ser aquel sistema de trabajo
que en su raíz supera la antinomia entre trabajo y capital, tratando de
estructurarse según el principio, expuesto más arriba, de la sustancial y
efectiva prioridad del trabajo, de la subjetividad del trabajo humano y
de su participación eficiente en todo el proceso de producción, y esto
independientemente de la naturaleza de las prestaciones realizadas por
el trabajador.
Capítulo VI
EMPRESA

No es prolija la Doctrina Social de la Iglesia en textos sobre la


empresa. Y de ello se ha quejado con frecuencia el mundo empresarial.
Pero las escasas referencias que hay son de gran interés por los
aspectos que destacan.
El concepto de empresa que subyace a la Doctrina Social de la
Iglesia es el de comunidad humana. Es demasiado evidente el contras-
te que esta perspectiva representa con la realidad de la empresa como
plataforma donde se concentra cada día el conflicto capital-trabajo,
característico de la sociedad industrial. Pero también hay que valorar-
lo desde ese contraste, aunque pueda juzgarse como una propuesta
excesivamente utópica.
El concepto de la empresa como comunidad humana es un ideal
ético indudable, con tal de que no se llegue precipitadamente a la con-
clusión que ésa es la realidad actual de la empresa, de cada empresa.
Como ideal ético sirve para diseñar un horizonte para el progreso de la
empresa. Y en este horizonte es esencial la participación del trabaja-
dor, una exigencia muchas veces reivindicada por la Doctrina Social
de la Iglesia al hablar del trabajo.
Esta nueva visión de la empresa, más atento a la realidad humana
que la constituye, está ya en Quadragesimo anno, aunque sólo tímida-
mente propuesto como un camino que está por explorar. Luego se con-
vierte en la perspectiva central en Mater et magistra (que dedica un
largo espacio a describir las posibilidades de participación en los dis-
tintos tipos de empresa) y, más brevemente, en Gaudium et spes.
Juan Pablo II conecta esta cuestión con el desarrollo integral de la
persona, que es lo que le da su verdadero sentido y justificación. Y
también es él quien analiza la otra dimensión de la empresa, la que ha
116 Doctrina Social de la Iglesia

ocupado de forma más continua a los estudiosos de ella: la obtención


del beneficio como móvil y como fin específico de la empresa. En cohe-
rencia con todo lo anterior, se subraya el valor del beneficio empresa-
rial, pero insistiendo en su carácter instrumental y subordinado a la
realidad de la empresa como comunidad de personas.

******

[66] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): la participación en la


empresa

En el contexto del debate entre sistemas socioeconómicos, Pío XI afirma que el


sistema de “salariado” (trabajo por cuenta ajena) no es en principio rechazable
por motivos éticos. Sin embargo, propone como mejor un sistema de cierta par-
ticipación. Puede verse en este pasaje una primera intuición sobre lo que luego
será una visión más elaborada de la empresa desde presupuestos éticos.

(64) Y, en primer lugar quienes sostienen que el contrato de arriendo


y alquiler de trabajo es de por sí injusto y que, por tanto, debe ser sus-
tituido por el contrato de sociedad, afirman indudablemente una
inexactitud y calumnian gravemente a nuestro predecesor, cuya encícli-
ca no sólo admite el “salariado”, sino que incluso se detiene largamen-
te a explicarlo según las normas de la justicia que han de regirlo.
(65) De todos modos, estimamos que estaría más conforme con las
actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo
posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato
de sociedad, como ha comenzado a efectuarse ya de diferentes mane-
ras, con no poco provecho de patronos y obreros. De este modo, los
obreros y empleados se hacen socios en el dominio y en la administra-
ción o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.

[67] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): la empresa, comunidad


humana

Este texto recoge más bien los presupuestos sobre los que construir una empre-
sa éticamente aceptable. Dichos presupuestos no son otros que la participación
de los trabajadores, de forma que se integren en la empresa en cuanto seres
humanos, y no sólo como factores de producción.
Empresa 117

(91) Además, siguiendo en esto la dirección trazada por nuestros


predecesores, Nos estamos convencidos de la razón que asiste a los
trabajadores cuando aspiran a participar activamente en la vida de las
empresas donde trabajan. No es posible fijar con normas ciertas y
definidas las características de esta participación, dado que han de
establecerse más bien teniendo en cuenta la situación de cada empre-
sa; situación que varía de unas a otras y que, aun dentro de cada una,
está sujeta muchas veces a cambios radicales y rapidísimos. No duda-
mos, sin embargo, en afirmar que a los trabajadores hay que darles
una participación activa en los asuntos de la empresa donde trabajan,
tanto en las privadas como en las públicas, participación que, en todo
caso, debe tender a que la empresa sea una auténtica comunidad
humana, cuya influencia bienhechora se deje sentir en las relaciones de
todos sus miembros y en la variada gama de sus funciones y obliga-
ciones.
(92) Esto exige que las relaciones mutuas entre empresarios y diri-
gentes, por una parte, y los trabajadores por otra, lleven el sello del res-
peto mutuo, de la estima, de la comprensión y, además, de la leal y acti-
va colaboración e interés de todos en la obra común; y que el trabajo,
además de ser concebido como fuente de ingresos personales, lo reali-
cen también todos los miembros de la empresa como cumplimiento de
un deber y prestación de un servicio para la utilidad general. Todo ello
implica la conveniencia de que los obreros puedan hacer oír su voz y
aporten su colaboración para el eficiente funcionamiento y desarrollo
de la empresa. Observaba nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII
que la función económica y social que todo hombre aspira a cumplir
exige que no esté sometido totalmente a una voluntad ajena al desplie-
gue de la iniciativa individual1. Una concepción de la empresa que quie-
ra salvaguardar la dignidad humana debe, sin duda alguna, garantizar
la necesaria unidad de una dirección eficiente; pero aquí no se sigue que
pueda reducir a sus colaboradores diarios a la condición de meros eje-
cutores silenciosos, sin posibilidad alguna de hacer valer su expe-
riencia, y enteramente pasivos en cuanto afecta a las decisiones que
contratan y regulan su trabajo.

1. Alocución del 8 de octubre de 1956, AAS 48 (1956) 799-800.


118 Doctrina Social de la Iglesia

[68] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): empresa y


participación

También es en el marco de la participación donde aborda el Concilio el tema


de la empresa. Esta participación se extiende, además, a instancias superiores
donde se toman las grandes decisiones que afectan a la economía nacional.

(68) En las empresas económicas son personas las que se asocian, es


decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello,
teniendo en cuenta las funciones de cada uno, propietarios, adminis-
tradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesa-
ria en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos
en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar
con acierto2. Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empre-
sa, sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las deci-
siones económicas y sociales de las que depende el porvenir de los tra-
bajadores y de sus hijos, deben los trabajadores participar también en
semejantes decisiones por sí mismos o por medio de representantes
libremente elegidos.

[69] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991) : empresa y beneficio

En este texto se ofrece una visión de la empresa que pretende articular los obje-
tivos económicos (beneficio) y los humanos: el beneficio es esencial en la
empresa, pero no es el único criterio para valorarla. La empresa es, ante todo,
“comunidad de personas”. El contexto de este pasaje es el tratamiento de la
economía de mercado.

(35) (...) La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como


índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da
beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados
adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han
sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el
único índice de las condiciones de la empresa. Es posible que los balan-

2. Cf. JUAN XXIII, Mater et magistra, AAS 53 (1961) 424-427; la palabra “curatione” está
tomada del texto latino de la Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 199. En el aspecto
de la evolución de la cuestión, cf. también PÍO XII, Alocución de 3 junio 1950, AAS 42
(1950) 485-488; PABLO VI, Alocución de 8 junio 1964, AAS 56 (1964) 574-579.
Empresa 119

ces económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que
constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados
y ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible,
esto no puede menos que tener reflejos negativos para el futuro, hasta
para la eficiencia económica de la empresa. En efecto, finalidad de la
empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien
la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que,
de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades funda-
mentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad
entera. Los beneficios son un elemento regular de la vida de la empre-
sa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores
humanos y morales que, a largo plazo, son por lo menos igualmente
esenciales para la vida de la empresa.
Cuando se pretende diseñar una alternativa al modelo colectivista desapareci-
do pero también al modelo del capitalismo duro (inaceptable para Juan Pablo
II), reaparece el tema de la empresa. Nuevamente es presentada como “comu-
nidad de personas”, pero ahora desde el criterio ético del desarrollo integral
de la persona, un criterio que ha de presidir toda la organización y la activi-
dad económica (por tanto, también la empresarial).

(43) (...) El desarrollo integral de la persona humana en el trabajo no


contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y efica-
cia del trabajo mismo, por más que esto puede debilitar centros de
poder ya consolidados. La empresa no puede considerarse únicamente
como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad
de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con
responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para
su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos
fines sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de
los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral
de la persona.
Capítulo VII
DESARROLLO

El desarrollo no está entre los temas clásicos de la Doctrina Social


de la Iglesia. Y se comprende por qué. Hay que esperar hasta que el
problema cobre relieve en la conciencia mundial, cosa que no ocurre
hasta los años 60: tras las grandes expectativas despertadas por los
procesos de descolonización masiva, posteriores a la segunda guerra
mundial, y reforzadas con la notable expansión económica que siguió a
la finalización de este conflicto, comienza a resultar hasta escandalo-
so el constatar que las desigualdades Norte-Sur siguen aumentando.
Esto ocurre ya de forma generalizada en los comienzos de los 60.
Por esta razón las primeras alusiones al tema en los documentos de
la Doctrina Social de la Iglesia no aparecen hasta Juan XXIII, concre-
tamente en la Mater et magistra. Pero todavía las manifestaciones son
más a nivel de denuncia y llamada de atención que de análisis deteni-
dos o de propuestas concretas.
Un avance considerable lo encontramos en la Gaudium et spes,
donde queda bien reflejada la universalidad del Concilio, que hace sal-
tar los estrechos márgenes de la problemática de las sociedades
industrializadas, en que se había como encerrado la Doctrina Social de
la Iglesia hasta este momento. Porque en Gaudium et spes el desarro-
llo se convierte en el criterio que preside todo el tratamiento de las
cuestiones socioeconómicas, relegando a un segundo plano los temas
más clásicos, tales como la propiedad o incluso el trabajo. En las afir-
maciones conciliares está en germen la doble dimensión que va a mar-
car toda la elaboración posterior del tema: que el desarrollo ha de ser
humano (no sólo económico) y universal (no sólo de unos pocos).
Después del Concilio han visto la luz dos importantes documentos
sobre el desarrollo, uno de Pablo VI (Populorum progressio) y otro de
Juan Pablo II (Sollicitudo rei socialis).

121
122 Doctrina Social de la Iglesia

Las aportaciones de Pablo VI descuellan por su profundo humanis-


mo y por su clara denuncia de las injusticias que subyacen a los meca-
nismos de la economía internacional. Su concepción del desarrollo se
centra en la integridad del ser humano y sus posibilidades de avanzar
hacia la plenitud a que está llamado.
Juan Pablo II aborda el tema en unas condiciones históricas mucho
más desesperanzadas. Por eso sus juicios son firmes y severos. Pero
también es de destacar en él su visión cristiana del desarrollo, que
complementa a una visión de carácter ético, y su propuesta radical de
un nuevo sistema de valores articulado sobre la primacía de la solida-
ridad.

******
[70]
JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): llamada de atención

Los años 60 suponen una nueva toma de conciencia mundial sobre los pro-
blemas de las desigualdades entre los pueblos. El centro de la cuestión social
se desplaza desde los enfoques de años anteriores (centrados en los conflictos
de las sociedades industriales) hacia esta nueva dimensión que pone frente a
frente a países industrializados y países no desarrollados. La Doctrina Social
de la Iglesia comienza a hacerse eco de esta nueva problemática. En el caso de
Juan XXIII, que tan bien sintonizó con las inquietudes de esta nueva época en
todas sus manifestaciones, encontramos ya una primera llamada de atención,
que recuerda que el desarrollo económico debe ir acompañado del progreso
social.

(73) Dado que en nuestra época las economías nacionales evoluciona-


ron rápidamente y con ritmo aún más acentuado después de la segunda
guerra mundial, consideramos oportuno llamar la atención de todos
sobre un precepto gravísimo de la justicia social, a saber, que el desarro-
llo económico y el progreso social deben ir juntos y acomodarse mutua-
mente, de forma que todas las categorías sociales tengan participación
adecuada en el aumento de la riqueza de la nación. En orden a lo cual hay
que vigilar y procurar, por todos los medios posibles, que las discrepan-
cias que existen entre las clases sociales por la desigualdad de la riqueza
no aumenten, sino que, por el contrario, se atenúen lo más posible.
(74) La economía nacional –como justamente enseña nuestro predece-
sor, de feliz memoria, Pío XI–, de la misma manera que es fruto de la
Desarrollo 123

actividad de los hombres que trabajan unidos en la comunidad del


Estado, así también no tiene otro fin que el de asegurar, sin interrupción,
las condiciones externas que permitan a cada ciudadano desarrollar ple-
namente su vida individual. Donde esto se consiga de modo estable, se
dirá con verdad que el pueblo es económicamente rico, porque el bie-
nestar general, y, por consiguiente, el derecho personal de todos al uso
de los bienes terrenos, se ajusta por completo a las normas establecidas
por Dios Creador. De aquí se sigue que la prosperidad económica de un
pueblo consiste, más que en el número total de los bienes disponibles,
en la justa distribución de los mismos, de forma que quede garantizado
el perfeccionamiento de los ciudadanos, fin al cual se ordena por su pro-
pia naturaleza todo el sistema de la economía nacional.

[71] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): solidaridad interna-


cional

La toma de conciencia de las desigualdades entre los pueblos, característica de


los años 60, obliga a centrar la atención en la cooperación entre las naciones
más ricas y las más pobres. Es un deber de solidaridad. Una respuesta conse-
cuente es el mejor camino para construir una paz estable en el mundo.

(157) Pero el problema tal vez mayor de nuestros días es el que atañe a
las relaciones que deben darse entre las naciones económicamente desa-
rrolladas y los países que están aún en vías de desarrollo económico: las
primeras gozan de una vida cómoda; los segundos, en cambio, padecen
durísima escasez. La solidaridad social, que hoy día agrupa a todos los
hombres en una única y sola familia, impone a las naciones que disfru-
tan de abundante riqueza económica la obligación de no permanecer
indiferentes ante los países cuyos miembros, oprimidos por innumera-
bles dificultades interiores, se ven extenuados por la miseria y el ham-
bre y no disfrutan, como es debido, de los derechos fundamentales del
hombre. Esta obligación se ve aumentada por el hecho de que, dada la
interdependencia progresiva que actualmente sienten los pueblos, no es
ya posible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda si las dife-
rencias económicas y sociales entre ellos resultan excesivas.
(158) Nos, por tanto, que amamos a todos los hombres como hijos,
juzgamos deber nuestro repetir en forma solemne la afirmación mani-
124 Doctrina Social de la Iglesia

festada otras veces: Todos somos solidariamente responsables de las


poblaciones subalimentadas...1. [Por lo cual] es necesario despertar la
conciencia de esta grave obligación en todos y en cada uno, y de modo
muy principal en los económicamente poderosos2.

[72] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): el auténtico desa-


rrollo

En el Concilio encontramos ya una reflexión mucho más elaborada sobre el


alcance ético de desarrollo. La doble dimensión que se exige en él (que llegue
a todo el hombre y a todos los hombres) encierra una denuncia inequívoca del
enfoque que se daba al tema en aquellos años: el de un desarrollo casi cir-
cunscrito al crecimiento económico (obsesión por el aumento de la renta per
cápita), que tenía efectos muy nocivos sobre los pueblos menos desarrollados
y contribuía a incrementar las desigualdades, lejos de reducirlas.

(64) Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de población
y responder a las aspiraciones más amplias del género humano, se tien-
de con razón a un aumento en la producción agrícola e industrial y en
la prestación de los servicios. Por ello hay que favorecer el progreso téc-
nico, el espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas
empresas, la adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo soste-
nido de cuantos participan en la producción; en una palabra, todo
cuanto puede contribuir a dicho progreso. La finalidad fundamental de
esta producción no es el mero incremento de los productos, ni el bene-
ficio, ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre integral,
teniendo en cuanta sus necesidades materiales y sus exigencias intelec-
tuales, morales, espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de
todo grupo de hombres, sin distinción de raza o continente. De esta
forma, la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y
leyes propias, dentro del ámbito del orden moral3, para que se cumplan
así los designios de Dios sobre el hombre4.

1. Alocución del 3 de mayo de 1960, AAS 52 (1960) 465.


2. Ibid.
3. Cf. PÍO XI, Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 190 ss.; PÍO XII, Radiomensaje de 23
marzo 1952, AAS 44 (1952) 276 ss.; JUAN XXIII, Mater et magistra, AAS 53 (1961)
450; CONC. VAT. II, decr. sobre los medios de comunicación social Inter mirifica, cap.
1, n. 6, AAS 56 (1964) 147.
Desarrollo 125

[73] PABLO VI, Populorum progressio (1967): el auténtico desarro-


llo

Pablo VI concibió su encíclica sobre el desarrollo como una explicitación de


las exigencias contenidas en la Gaudium et spes. Sus ideas son, en el fondo,
las mismas. Su nivel de concreción es mucho mayor. Pero sobre todo Pablo VI
marca su doctrina con esa impronta inconfundible de su profundo humanis-
mo: para él, lo cristiano no está como en contradicción o contraposición a lo
humano, sino en profunda sintonía con él; a lo cristiano (a la fe) se llega por
la vía de la profundización de lo humano. Esta convicción es la que subyace a
la concepción del desarrollo que se expone en este pasaje (el desarrollo como
paso de lo menos humano a lo más humano). Y como idea previa, la de que
el desarrollo no es cuestión meramente técnica, sino inequívocamente moral.

(19) Así, pues, el tener más lo mismo para los pueblos que para las
personas no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente.
Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra
como en una prisión desde el momento que se convierte en el bien supre-
mo, que impide mirar más allá. Entonces los corazones se endurecen y
los espíritus se cierran; los hombres ya no se unen por amistad, sino por
interés, que pronto les hace oponerse unos a otros y desunirse. La bús-
queda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el creci-
miento del ser, y se opone a su verdadera grandeza. Para las naciones
como para las personas la avaricia es la forma más evidente de un sub-
desarrollo moral.
(20) Si para llevar a cabo el desarrollo se necesitan técnicos cada vez
en mayor número, para este mismo desarrollo se exige más todavía
pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo,
el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo, asumiendo los
valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la con-
templación5. Así podrá realizar en toda su plenitud el verdadero desa-
rrollo, que es el paso para cada uno y para todos de condiciones de vida
menos humanas a condiciones más humanas.
(21) Menos humanas: las carencias materiales de los que están priva-
dos del mínimum vital y las carencias morales de los que están mutila-

5. Cf. por ejemplo J. MARITAIN, Les conditions spirituelles du progrès et de la paix, en


Rencontre des cultures à l'UNESCO sous le signe du Concile oecumenique Vatican II
(París, Mame 1966), 66.
126 Doctrina Social de la Iglesia

dos por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras que pro-
vienen del abuso del tener o del abuso del poder, de la explotación de los
trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el
remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre
las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisi-
ción de la cultura. Más humanas: el aumento en la consideración de la
dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza6, la
cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas toda-
vía: el reconocimiento por parte del hombre de los valores supremos y
de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas por fin y espe-
cialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hom-
bres y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a parti-
cipar como hijos en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres.

[74] PABLO VI, Populorum progressio (1967): la acción en favor del


desarrollo

El desarrollo requiere reformas profundas. Si éstas no se emprenden, aparece-


rán las tentaciones revolucionarias, a las que se dedicaron los dos números
anteriores (cf. el texto en el capítulo 11, sobre “Resistencia al poder, revolu-
ción”). Por consiguiente, el desarrollo de un pueblo, que no puede encomen-
darse al juego de los intereses particulares en el mercado, exige un esfuerzo de
todos, planificado y coordinado por los poderes públicos.
(32) Entiéndasenos bien: la situación presente tiene que afrontarse
valerosamente y combatirse y vencerse las injurias que trae consigo. El
desarrollo exige transformaciones audaces, profundamente innovado-
ras. Hay que emprender, sin esperar más, reformas urgentes. Cada uno
debe aceptar generosamente su papel sobre todo los que por su educa-
ción, su situación y su poder tienen grandes posibilidades de acción.
Que, dando ejemplo, empiezan con sus propios haberes, como ya lo
han hecho muchos hermanos nuestros en el episcopado7. Responderán
así a la expectación de los hombres y serán fieles al Espíritu de Dios,
porque es “el fermento evangélico el que ha suscitado y suscita en el
corazón del hombre una exigencia incoercible de dignidad”8.

6. Cf. Mt 5,3.
7. Cf., por ejemplo, Mons. M. LARRAÍN ERRAZURIZ, Obispo de Telca (Chile), Presidente del
CELAM, Carta Pastoral. Desarrollo: Éxito o fracaso en América Latina (1965).
8. Gaudium et spes, 26,4º.
Desarrollo 127

(33) La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia


no serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. No hay que
arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los ricos y la poten-
cia de los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y añadién-
dola a la servidumbre de los oprimidos. Los programas son necesarios
para “animar, estimular, coordinar, suplir e integrar”9 la acción de los
individuos y de los cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos
escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponer-
se, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas, estimu-
lando al mismo tiempo todas las fuerzas, agrupadas en esta acción
común. Pero ellas han de tener cuidado de asociar a esta empresa las
iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de
una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al
negar la libertad, excluiría el ejercicio de los derechos fundamentales de
la persona humana.
(34) Porque todo programa concebido para aumentar la producción,
al fin y al cabo no tiene otra razón de ser que el servicio de la persona.
Si existe es para reducir las desigualdades, combatir las discriminacio-
nes, librar al hombre de la esclavitud, hacerle capaz de ser por sí mismo
agente responsable de su mejora material, de su progreso moral y de su
desarrollo espiritual. Decir desarrollo es, efectivamente, preocuparse
tanto por el progreso social como por el crecimiento económico. No
basta aumentar la riqueza común para que sea repartida equitativa-
mente. No basta promover la técnica para que la tierra sea humana-
mente más habitable. Los errores de los que han ido por delante deben
advertir a los que están en vía de desarrollo de cuáles son los peligros
que hay que evitar en este terreno. La tecnocracia de mañana puede
engendrar males no menos temibles que los del liberalismo de ayer.
Economía y técnica no tienen sentido si no es por el hombre, a quien
deben servir. El hombre no es verdaderamente hombre más que en la
medida en que, dueño de sus acciones y juez de su valor, se hace él
mismo autor de su progreso, según la naturaleza que le ha sido dada
por su Creador y de la cual asume libremente las posibilidades y las exi-
gencias.

9. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 414.


128 Doctrina Social de la Iglesia

[75] PABLO VI, Populorum progressio (1967): no basta el libre


juego del mercado

Al esfuerzo emprendido desde el interior de cada país para ponerse en la vía


del desarrollo deben unirse unas estructuras económicas internacionales que al
menos no sean un obstáculo para este desarrollo: tal obstáculo se presenta
sobre todo en el comercio internacional, donde debe ser superado el criterio
del libre juego de la oferta y la demanda, inspirado en el liberalismo. Es bien
sabido que, en aquellos años, se señalaba el comercio internacional entre paí-
ses tan desiguales como el mecanismo fundamental que contribuía a incre-
mentar las diferencias entre países industrializados y países no desarrollados
(por lo general, exportadores de materias primas, en condiciones de inferiori-
dad frente a los compradores).

(58) Es evidente que la regla del libre cambio no puede seguir rigien-
do ella sola las relaciones internacionales. Sus ventajas son sin duda
evidentes cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado
desiguales de potencia económica: es un estímulo del progreso y recom-
pensa del esfuerzo. Por eso los países industrialmente desarrollados ven
en ella una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condi-
ciones son demasiado desiguales de país a país: los precios que se for-
man “libremente” en el mercado pueden llevar consigo resultados no
equitativos. Es, por consiguiente, el principio fundamental del libera-
lismo, como regla de los intercambios comerciales, el que está aquí en
litigio.

[76] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (1971): derecho al


desarrollo

Por primera vez nos encontramos en un texto de la Iglesia una formulación del
“derecho al desarrollo”, que más tarde será reconocido por las Naciones
Unidas (en su declaración de 1986). Tal derecho es definido de forma que
engloba a todos los demás. Pero su realización exige la superación de las tra-
bas que hoy atenazan a los países en desarrollo: véase a este respecto la rela-
ción entre desarrollo y liberación.

10. Cf. Populorum progressio 15, AAS (1967) 265.


Desarrollo 129

(Parte I, n. 2) Esta aspiración a la justicia se refuerza con la superación


del umbral donde comienza la conciencia de “valer y ser más”10 con
respecto a todo el hombre o a todos los hombres: se expresa también
en la conciencia del derecho al desarrollo. Este derecho ha de ser visto
en la interpenetración de todos aquellos derechos fundamentales
humanos en que se basan las aspiraciones de los individuos y de las
naciones.
Sin embargo, este anhelo no podrá satisfacer los deseos de nues-
tro tiempo, si no tiene en cuenta los obstáculos objetivos que oponen
las estructuras sociales a la conversión de los corazones o también a la
realización del ideal de la caridad. Por el contrario exige que sea supe-
rada la condición general de marginación social, que desaparezcan las
vallas o los círculos viciosos convertidos en sistema y opuestos a la
promoción colectiva al fruto de una adecuada remuneración del tra-
bajo de producción, reforzando la condición de desigualdad para un
posible acceso a lo cual queda excluida de ellos una gran parte de los
habitantes. Si las naciones y regiones en “vías de desarrollo” no llegan
a la liberación desarrollándose a sí mismas, existe el peligro de que las
condiciones de vida, creadas principalmente por el domino colonial,
puedan convertirse en una nueva forma de colonialismo, en el que las
naciones en desarrollo serán víctimas del juego de las fuerzas econó-
micas internacionales. Tal derecho al desarrollo es, ante todo, un dere-
cho a la esperanza, en conformidad con las posibilidades concretas que
ofrece el actual género humano. Para corresponder a esta esperanza,
debería ser purificado el concepto de evolución de los mitos y falsas
convicciones a que lleva todavía una cierta estructura mental ligada a
una noción determinista y automática del “progreso”.

[77] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): el auténtico desa-
rrollo

También Juan Pablo II ha expresado su concepción del desarrollo, poniendo


la impronta propia de su pensamiento en la tradición que llegó hasta él.
Desde el punto de vista más filosófico, el desarrollo puede ser entendido
como un adecuado equilibrio entre “ser” y “tener”, lo que supone la subor-
dinación del segundo al primero. El desequilibrio se puede producir en ambos
sentidos (cuando el “tener” no llega al mínimo indispensable, o cuando es
excesivo).
130 Doctrina Social de la Iglesia

(28) (...) La encíclica del papa Pablo VI señalaba esta diferencia, hoy
tan frecuentemente acentuada, entre el “tener” y el “ser”11, que el
Concilio Vaticano II había expresado con palabras precisas12. “Tener”
objetos y bienes no perfecciona de por sí al sujeto, si no contribuye a
la maduración y enriquecimiento de su “ser”, es decir, a la realización
de la vocación humana como tal.
Ciertamente, la diferencia entre “ser” y “tener”, y el peligro inheren-
te a una mera multiplicación o sustitución de cosas poseídas con respec-
to al valor del “ser”, no debe transformarse necesariamente en una anti-
nomia. Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consis-
te precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen
mucho, y muchos los que no poseen casi nada. En la injusticia de la mala
distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos.
Este es pues el cuadro: están aquellos –los pocos que poseen mu-
cho– que no llegan verdaderamente a “ser”, porque, por una inversión
de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del
“tener”; y están los otros –los muchos que poseen poco o nada–, los
cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al care-
cer de los bienes indispensables.
El mal no consiste en el “tener” como tal, sino en el poseer que no
respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen.
Calidad y jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de
su disponibilidad al “ser” del hombre y a su verdadera vocación (...).
Desde un punto de vista complementario, el análisis de lo que es más específi-
co del ser humano, se vuelve sobre el sentido del auténtico desarrollo: sólo lo
será aquél que atienda a lo que es más propio del ser humano, lo que en este
texto se llama “el parámetro interior” (la dimensión no material de la persona).

(29) Por eso, un desarrollo no solamente económico se mide y se orien-


ta según esta realidad y vocación del hombre visto globalmente, es decir,
según su propio parámetro interior. Este, ciertamente, necesita de los bie-

11. Populorum progressio, 19: “El tener más, lo mismo para los pueblos que para las per-
sonas, no es el último fin. Todo crecimiento es ambivalente...La búsqueda exclusiva del
poder se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verda-
dera grandeza; para las naciones como para las personas, la avaricia es la forma más
evidente de un subdesarrollo moral”; cf. también PABLO VI, Octogesima adveniens, 9.
12. Cf. Gaudium et spes, 35; PABLO VI, Alocución al Cuerpo Diplomático (7/3/1965), AAS
57 (1965) 232.
Desarrollo 131

nes creados y de los productos de la industria, enriquecida constante-


mente por el progreso científico y tecnológico. Y la disponibilidad siem-
pre nueva de los bienes materiales, mientras satisface las necesidades,
abre nuevos horizontes. El peligro del abuso consumístico y de la apari-
ción de necesidades artificiales, de ninguna manera deben impedir la esti-
ma y utilización de los nuevos bienes y recursos puestos a nuestra dispo-
sición. Al contrario, en ello debemos ver un don de Dios y una respues-
ta a la vocación del hombre, que se realiza plenamente en Cristo.
Mas para alcanzar el verdadero desarrollo es necesario no perder
de vista dicho parámetro, que está en la naturaleza específica del hom-
bre, creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26). Naturaleza
corporal y espiritual, simbolizada en el segundo relato de la creación
por dos elementos: la tierra, con la que Dios modela al hombre, y el
hálito de vida infundido en su rostro (cf. Gn 2,7) (...).
Según esta enseñanza, el desarrollo no puede consistir solamente en
el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los
productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la pose-
sión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su voca-
ción a la inmortalidad. Esta es la realidad trascendente del ser humano,
la cual desde el principio aparece participada por una pareja, hombre y
mujer (cf. Gn 1,27), y es por consiguiente fundamentalmente social.

[78] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): el sentido cris-
tiano del desarrollo

Pero Juan Pablo II no se contenta con una explicación del desarrollo desde la
óptica de una ética filosófica. Como es habitual en él, lo aborda también desde
una perspectiva teológica. Para ello recurre a dos temas de gran peso en la teo-
logía: la creación y la salvación en Cristo. Creación y salvación apuntan, res-
pectivamente, al comienzo y al final de la historia: ese gran proceso lo pone en
marcha Dios para encomendarlo después al hombre, que lo desarrollará según
el designio divino y lo encaminará a ese final que se nos ha adelantado en Cristo.

(30) Según la Sagrada Escritura, pues, la noción de desarrollo no es


solamente “laica” o “profana”, sino que aparece también, aunque con
una fuerte acentuación socio-económica, como la expresión moderna
de una dimensión esencial de la vocación del hombre.
En efecto, el hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y
estático. La primera presentación que de él ofrece la Biblia, lo describe
132 Doctrina Social de la Iglesia

ciertamente como criatura y como imagen, determinada en su realidad


profunda por el origen y el parentesco que lo constituye. Pero esto
mismo pone en el ser humano, hombre y mujer, el germen y la exigen-
cia de una tarea originaria para realizar, cada uno por separado y tam-
bién como pareja. La tarea es “dominar” a las demás criaturas, “culti-
var el jardín”; pero hay que hacerlo en el marco de obediencia a la ley
divina y, por consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, funda-
mento claro del poder de dominio, concedido en orden a su perfeccio-
namiento (cf. Gn 1,26-30; 2,15s.; Sab 9,2s) (...).
Es lógico concluir, al menos para quienes creen en la palabra de Dios,
que el “desarrollo” actual debe ser considerado como un momento de la
historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la
infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la
idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas inicia-
les. Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la
suerte de todo el hombre y de todos los hombres, bajo el pretexto del
peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la
experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la
voluntad de Dios Creador. Bajo este aspecto en la encíclica Laborem
exercens me he referido a la vocación del hombre al trabajo, para subra-
yar el concepto de que siempre es él el protagonista del desarrollo13.
(31) La fe en Cristo redentor, mientras ilumina interiormente la natu-
raleza del desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la
carta de san Pablo a los Colosenses leemos que Cristo es “el primogé-
nito de toda la creación” y que “todo fue creado por él y para él”
(1,15-16). En efecto, “todo tiene en él su consistencia” porque “Dios
tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y
para él todas las cosas” (ibid., 1,20).
En este plan divino, que comienza desde la eternidad en Cristo,
“imagen” perfecta del Padre, y culmina en él, “primogénito de entre
los muertos” (ibid., 1,15.18), se inserta nuestra historia, marcada por
nuestro esfuerzo personal y colectivo por elevar la condición humana,
vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro camino, dispo-
niéndonos así a participar en la plenitud que “reside en el Señor” y que
él comunica “a su Cuerpo, la Iglesia” (ibid., 1,18; cf. Ef 1,22-23),
mientras el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras

13. Cf. Laborem exercens, 4; PABLO VI, Populorum progressio, 15.


Desarrollo 133

realizaciones humanas, es vencido y rescatado por la “reconciliación”


obrada por Cristo (cf. Col 1,20).
Aquí se abren las perspectivas. El sueño de un “progreso indefinido”
se verifica, transformado radicalmente por la nueva óptica que abre la
fe cristiana, asegurándonos que este progreso es posible solamente por-
que Dios Padre ha decidido desde el principio hacer al hombre partíci-
pe de su gloria en Jesucristo resucitado, porque “en él tenemos por
medio de su sangre el perdón de los delitos” (Ef 1,7), y en él ha querido
vencer al pecado y hacerlo servir para nuestro bien más grande14, que
supera infinitamente lo que el progreso podría realizar (...).
Además, esta concepción de la fe explica claramente por qué la
Iglesia se preocupa por la problemática del desarrollo, lo considera un
deber de su ministerio pastoral, y ayuda a todos a reflexionar sobre la
naturaleza y las características del auténtico desarrollo humano. Al
hacerlo, desea, por una parte, servir al plan divino que ordena todas las
cosas hacia la plenitud que reside en Cristo (cf. Col 1,19) y que él
comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación fundamen-
tal de “sacramento; o sea, signo e instrumento de la íntima unión con
Dios y de la unidad de todo el género humano”15.

[79] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): reforma de las
estructuras internacionales

Aunque Juan Pablo II piensa que la superación de las desigualdades mundiales


exige ante todo un cambio en el sistema de valores que ponga el nuevo centro
en la solidaridad, no por ello deja de proponer profundas reformas en las estruc-
turas y las instituciones que regulan el orden mundial. He aquí la enumeración
que hace de estas reformas, que luego explica con un mayor detención.

(43) Esta preocupación acuciante por los pobres –que, según la sig-
nificativa fórmula, son “los pobres del Señor”16– debe traducirse, en
todos los niveles, en acciones concretas hasta alcanzar decididamente
algunas reformas necesarias. Depende de cada situación local deter-

14. Cf. Pregón pascual, Misal Romano, ed. typ. altera 1975, p. 272: “Necesario fue el
pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que mere-
ció tal Redentor!”.
15. Lumen gentium, 1.
16. Porque el Señor ha querido identificarse con ellos (Mt 25,31-46) y cuida de ellos (cf.
Sal 12,6; Lc 1,52s.).
134 Doctrina Social de la Iglesia

minar las más urgentes y los modos para realizarlas; pero no convie-
ne olvidar las exigidas por la situación de desequilibrio internacional
que hemos descrito.
A este respecto, deseo recordar particularmente: la reforma del sis-
tema internacional de comercio, hipotecado por el proteccionismo y el
creciente bilateralismo; la reforma del sistema monetario y financiero
mundial, reconocido hoy como insuficiente; la cuestión de los inter-
cambios de tecnologías y de su uso adecuado; la necesidad de una revi-
sión de la estructura de las organizaciones internacionales existentes,
en el marco de un orden jurídico internacional.

[80] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): la tarea de los
países en vías de desarrollo

Todas las denuncias que esta encíclica formula respecto a las estructuras inter-
nacionales y a las estrategias que aplican los países más desarrollados no obs-
tan para que se ignore la responsabilidad que atañe a los países mismos cuyo
desarrollo se desea promover.

(44] El desarrollo requiere sobre todo espíritu de iniciativa por parte


de los mismos países que lo necesitan17. Cada uno de ellos ha de actuar
según sus propias responsabilidades, sin esperarlo todo de los países
más favorecidos y actuando en colaboración con los que se encuentran
en la misma situación. Cada uno debe descubrir y aprovechar lo mejor
posible el espacio de su propia libertad. Cada uno debería llegar a ser
capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la socie-
dad. Cada uno debería darse cuenta también de las necesidades reales,
así como de los derechos y deberes a que tienen que hacer frente. El
desarrollo de los pueblos comienza y encuentra su realización más ade-
cuada en el compromiso de cada pueblo para su desarrollo, en colabo-
ración con todos los demás.
Es importante, además, que las mismas naciones en vías de desa-
rrollo favorezcan la autoafirmación de cada uno de sus ciudadanos
mediante el acceso a una mayor cultura y a una libre circulación de las

17. Populorum progressio, 55: “...es precisamente a estos hombres y mujeres a quienes hay
que ayudar, a quienes hay que convencer que realicen ellos mismos su propio desarro-
llo y que adquieran progresivamente los medios para ello”; cf. Gaudium et spes, 86.
Desarrollo 135

informaciones. Todo lo que favorezca la alfabetización y la educación


de base, que la profundice y complete, como proponía la encíclica
Populorum progressio18, –metas todavía lejos de ser realidad en tantas
partes del mundo– es una contribución directa al verdadero desarrollo.

18. Populorum progressio, 35: “la educación básica es el primer objetivo de un plan de
desarrollo”.
Capítulo VIII
DERECHOS HUMANOS

De la doctrina de la Iglesia sobre los derechos humanos no podría


hablarse sin citar la encíclica Pacem in terris. En efecto, Juan XXIII
coloca en ella los derechos humanos como el eje vertebrador de toda
convivencia pacífica de cada pueblo y de la humanidad entera. Pero
llegar a Pacem in terris ha supuesto un largo, y a veces tortuoso, cami-
no, que no sería conveniente ni justo ignorar.
Para entender esta historia no puede ignorarse que las declaracio-
nes sobre derechos humanos históricamente más importantes (sobre
todo la de la Revolución Francesa, de 1789) nacieron en un contexto
filosófico y político muy hostil a la Iglesia, que impedía incluso reco-
nocer la indudable aportación de la tradición cristiana a la elaboración
del concepto de persona, sin el cual sería imposible comprender lo que
significan los derechos humanos.
Desde el final del siglo XVIII (en este caso nos hemos permitido
seleccionar algunos textos de esa época) y a lo largo del siglo XIX la
doctrina de la Iglesia ha mostrado más su desacuerdo respecto a los
derechos invocados con orgullo por todos los movimientos reformistas
y revolucionarios: dicho desacuerdo tiene que ver con la forma de
entender la libertad humana y su ejercicio, concebido casi sin restric-
ciones. Puede decirse entonces que la Doctrina Social de la Iglesia
adoptó una postura muy marcada por la polémica, concretamente res-
pecto a los derechos derivados de la revolución de 1789: son los que
luego se conocerán como “derechos civiles” o “derechos de la primera
generación”.
Diferente es, desde el principio, la postura de la Iglesia en relación
con los derechos sociales, materia esta en la que hasta se adelantó en
parte a las constituciones políticas que fueron pioneras en incorporar-
138 Doctrina Social de la Iglesia

los. El caso del derecho al trabajo y a un salario justo es el más signi-


ficativo.
Todos estos derechos civiles y sociales (o de la primera y de la
segunda generación) son los recogidos en la Declaración Universal de
los Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948), del que Pacem in terris
es una versión hecha desde una perspectiva creyente.
Pero el proceso de reconocimiento de derechos humanos no con-
cluye ahí. Los llamados derechos de la tercera generación son hoy el
objeto más frecuente de debates e investigación. Y también aquí puede
afirmarse que la doctrina de la Iglesia ha mostrado un apoyo decidido
e incondicional: véanse los textos del Sínodo de 1971 y de Sollicitudo
rei socialis.
Una mención especial merece, para terminar, el derecho a la liber-
tad religiosa, uno de los avances más señeros del Vaticano II como
expresión de su clara aceptación de la modernidad y su presupuesto
más sustancial: el respeto a la conciencia individual. Juan Pablo II, por
su parte, ha hecho de este derecho la fuente y síntesis de todos los
derechos humanos.

******

[81] PÍO VI, Quod aliquantulum (1791): el verdadero sentido de la


libertad

En este caso nos remontamos más allá del límite temporal que nos hemos pro-
puesto para esta selección de textos. Y lo hacemos así para recoger este pasa-
je tantas veces citado, que está tomado del breve, dirigido por el Papa a los
obispos franceses el 10 marzo 1791, a propósito de la constitución civil del
clero, decretada por la Asamblea Nacional Francesa en julio de 1790. En él se
hace una dura crítica a la Declaración de los Derechos de Hombre y del
Ciudadano de la Revolución de 1789, que es la base en que se justifican las
medidas tomadas sobre el clero (fundamentalmente, su subordinación al poder
político estatal).

Con esta intención [destruir la religión católica] se establece co-


mo un derecho que el hombre goza de una absoluta libertad, y que no
debe ser inquietado a propósito de la religión: que le está permitido en
materia de religión pensar, decir, escribir e incluso publicar todo lo que
quiera. Se ha declarado que estos principios monstruosos derivan de
Derechos Humanos 139

la igualdad de los hombres entre ellos y de la libertad que les es natu-


ral. Pero ¿qué puede imaginarse más insensato que colocar como prin-
cipio una tal igualdad y libertad entre todos, sin reservar nada a la
razón, que es un don de la naturaleza al género humano y lo que lo
distingue de los otros seres vivos?

[82] GREGORIO XVI, Mirari vos (1832): condena de la libertad de


conciencia
Estamos en el contexto de la revolución francesa y de sus más radicales pro-
puestas sobre las libertades modernas. La reacción de Gregorio XVI no es
menos radical: en la libertad de conciencia está la raíz de la ruina de toda la
sociedad.

De esa cenagosa fuente de indiferentismo mana aquella absurda


y errónea sentencia, o mejor dicho locura, que afirma y defiende a toda
costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se
abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para
ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por
todas partes, llegando la impudicia de algunos a asegurar que de ella se
obtiene provecho para la causa de la religión (...).

[83] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum (1888): el verdadero


sentido de la libertad

En el siglo XIX la Iglesia mostró una actitud reservada frente a los derechos y
libertades modernas, precisamente todo lo que estaba a la base de la revolu-
ción francesa y del Estado liberal. Un punto fundamental del debate fue la
manera de entender la libertad. La Iglesia siempre subrayó la subordinación de
la libertad humana a Dios, insistiendo además en que esto no es un recorte o
limitación de dicha libertad, sino lo que le da su verdadero sentido y plenitud.

(8) Por tanto, la naturaleza de la libertad humana, sea el que sea el


campo en que la consideremos, en los particulares o en la comunidad,
en los gobernantes o en los gobernados, incluye la necesidad de obede-
cer a una razón suprema y eterna, que no es otra que la autoridad de
Dios imponiendo sus mandamientos y prohibiciones. Y este justísimo
dominio de Dios sobre los hombres está tan lejos de suprimir o debili-
tar siquiera la libertad humana, que lo que hace es precisamente todo lo
140 Doctrina Social de la Iglesia

contrario: defenderla y perfeccionarla; porque la perfección verdadera


de todo ser creado consiste en tender a su propio fin y alcanzarlo. Ahora
bien, el bien supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro
que el mismo Dios.

[84] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum (1888): reservas respec-


to a las libertades modernas

La forma como la libertad se entiende desde el pensamiento liberal choca con


la tradición cristiana, que se reflejaba en el texto anterior. Lo que preocupa a
la Iglesia no es tanto la afirmación en sí de la libertad, sino el que su ejercicio
se interprete sin restricciones. Este el es punto fundamental del debate de los
documentos de esta época con las llamadas libertades modernas, las cuales
expresan las reivindicaciones más señeras de todos los movimientos inspirados
en la ideología liberal a lo largo del siglo XIX. El fragmento que sigue refleja
esta discrepancia.

(30) De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilíci-


to pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de
enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por la natura-
leza humana. Porque si el hombre hubiera recibido realmente estos
derechos de la naturaleza, tendría derecho a rechazar la autoridad de
Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna.-
Síguese además que estas libertades, si existen causas justas, pueden ser
toleradas, pero dentro de ciertos límites para que no degeneren en un
insolente desorden. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas
los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo que
la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima más que
cuando supone un aumento en la facilidad para vivir según la virtud.
Fuera de este caso, nunca.

[85] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): algunos derechos recono-


cidos

León XIII reconoció derechos que tienen su fundamento en la misma naturale-


za humana. Los textos que siguen son una muestra de ello. Se refieren al dere-
cho de propiedad, al derecho a un justo salario (nunca equivalente al que resul-
ta del libre mercado) y al derecho de asociación. Con el derecho a un justo sala-
Derechos Humanos 141

rio el Papa se está adelantando a lo que, sólo décadas después, será reconocido
como un derecho social.

(8) (...) Con razón, por consiguiente, la totalidad del género huma-
no, sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos pocos en
desacuerdo, con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de
la misma naturaleza el fundamento de la división de los bienes y con-
sagró, con la práctica de los siglos, la propiedad privada como la más
conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila
convivencia.- Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su
vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la
fuerza este derecho de que hablamos.- Y lo mismo sancionó la au-
toridad de las leyes divinas, que prohíben gravísimamente hasta el
deseo de lo ajeno: No desearás la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el
campo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno, ni nada de lo que es suyo1.
(32) (...) En efecto, conservarse en la vida es obligación común de
todo individuo, y es criminoso incumplirla. De aquí la necesaria con-
secuencia del derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, y
la posibilidad de lograr esto se la da a cualquier pobre nada más que el
sueldo ganado con su trabajo. Pase, pues, que obrero y patrono estén
libremente de acuerdo sobre lo mismo, y concretamente sobre la cuan-
tía del salario; queda, sin embargo, latente siempre algo de justicia
natural superior y anterior a la libre voluntad de las partes con-
tratantes, a saber: que el salario no debe ser en manera alguna insufi-
ciente para alimentar a un obrero frugal y morigerado (...).
(35) (...) Ahora bien, aunque las sociedades privadas se den dentro
de la sociedad civil y sean como otras tantas partes suyas, hablando
en términos generales y de por sí, no está en poder del Estado impe-
dir su existencia, ya que el constituir sociedades privadas es derecho
concedido al hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido ins-
tituida para garantizar el derecho natural y no para conculcarlo; y, si
prohibiera a los ciudadanos la constitución de sociedades, obraría en
abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las socieda-
des privadas nacen del mismo principio: que los hombres son socia-
bles por naturaleza (...).

1. Dt 5,21.
142 Doctrina Social de la Iglesia

[86] PÍO XI, Divini Redemptoris (1937): enumeración de los dere-


chos humanos fundamentales

En esta encíclica, que Pío XI dedica al análisis y condenación del comunis-


mo, aparece lo que podría ser uno de los primeros intentos de la Doctrina
Social de la Iglesia de presentar un elenco de los derechos humanos más
esenciales. El punto de partida es el reconocimiento de que el único origen
de todos esos derechos es Dios, una idea continuamente repetida por los
Papas (que explica parte de sus reticencias frente a las declaraciones moder-
nas de derechos).

(27) (...) Dios ha enriquecido al hombre con múltiples y variadas


prerrogativas: el derecho a la vida y a la integridad corporal; el dere-
cho a los medios necesarios para su existencia; el derecho de tender a
su último fin por el camino que Dios le ha señalado; el derecho, final-
mente, de asociación, de propiedad y del uso de la propiedad.

[87] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1942): respeto de los dere-


chos humanos

Este radiomensaje está dedicado a los fundamentos del orden interno del
Estado. Cuando se resumen en él cinco puntos nucleares sobre los que cons-
truir una convivencia social en paz, se coloca en primer lugar el respeto de la
dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales. Es una de las prime-
ras veces que se hace una enumeración de derechos en un documento del
magisterio social.

(35) Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se detenga


sobre la sociedad, contribuya por su parte a devolver a la persona
humana la dignidad que Dios le concedió desde el principio; (...)
apoye el respeto y la práctica realización de los siguientes derechos
fundamentales de la persona: el derecho a mantener y desarrollar la
vida corporal, intelectual y moral y particularmente el derecho a una
formación y educación religiosa; el derecho al culto de Dios privado
y público, incluida la acción caritativa religiosa; el derecho, en prin-
cipio, al matrimonio y a la consecución de su propio fin, el derecho a
la sociedad conyugal y doméstica; el derecho a trabajar como medio
indispensable para el mantenimiento de la vida familiar; el derecho a
la libre elección de estado, por consiguiente también del estado sacer-
Derechos Humanos 143

dotal y religioso; el derecho a un uso de los bienes materiales cons-


ciente de sus deberes y de las limitaciones sociales.

[88] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): los derechos humanos,


fundamento de la convivencia humana
En el pensamiento de Juan XXIII los derechos humanos ocupan un lugar cen-
tral, ya que constituyen la base de la convivencia humana. Este será el eje de
su documento más representativo, la encíclica Pacem in terris. En el pasaje que
sigue se apunta a una doble línea para la fundamentación de esos derechos:
una primera, de carácter filosófico, se apoya en el examen de lo que es la per-
sona humana; la segunda, netamente teológica, se fija en el lugar que ocupa la
persona humana en el plan salvador de Dios.

(9) En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay


que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es
persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío,
y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que
dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza.
Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no
pueden renunciarse por ningún concepto2.
(10) Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona huma-
na a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar nece-
sariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han
sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de
Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna.

[89] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): catálogo de los derechos


humanos
Es sabido que Pío XII se mostró reservado con la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de las Naciones Unidas (1948). Juan XXIII reconoció el
valor de ésta, aunque matizó algunas diferencias. La larga lista de derechos
que enumera al comienzo de su encíclica sobre la paz muestra que las conver-
gencias con la de Naciones Unidas son casi totales. Las abundantes notas a pie
de página pretenden mostrar que todos los derechos tienen un firme apoyo en
la tradición de la Iglesia.

2. Cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1942, AAS 35 (1943) 9-24; JUAN XXIII,
Discurso del 4 de enero de 1963, AAS 55 (1963) 89-91.
144 Doctrina Social de la Iglesia

Derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida


(11) Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos
del hombre, observamos que éste tiene un derecho a la existencia, a la
integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de
vida, como son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el
descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensa-
bles que a cada uno debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que el
hombre posee también el derecho a la seguridad personal en caso de
enfermedad, invalidez, viudez, vejez, paro y, por último, cualquier otra
eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios necesarios
para su sustento3.

Derechos a la buena fama, a la verdad y a la cultura


(12) El hombre exige, además, por derecho natural el debido respeto
a su persona, la buena reputación social, la posibilidad de buscar la
verdad libremente y, dentro de los límites del orden moral y del bien
común, manifestar y difundir sus opiniones y ejercer una profesión
cualquiera, y, finalmente, disponer de una información objetiva de los
sucesos públicos.
(13) También es un derecho natural del hombre el acceso a los bienes
de la cultura. Por ello, es igualmente necesario que reciba una instrucción
fundamental común y una formación técnica o profesional de acuerdo
con el progreso de la cultura en su propio país. Con este fin hay que
esforzarse para que los ciudadanos puedan subir, si su capacidad intelec-
tual lo permite, a los más altos grados de los estudios, de tal forma que,
dentro de lo posible, alcancen en la sociedad los cargos y responsabili-
dades adecuados a su talento y a la experiencia que hayan adquirido4.

Derecho al culto divino


(14) Entre los derechos del hombre débese enumerar también el de
poder venerar a Dios, según la recta norma de su conciencia, y profesar
la religión en privado y en público. Porque, como bien enseña Lactancio,
para esto nacemos, para ofrecer a Dios, que nos crea, el justo y debido

3. Cf. PÍO XI, Divini Redemptoris, AAS 29 (1937) 78; y PÍO XII, Mensaje del 1 de julio
de 1941, en la fiesta de Pentecostés, AAS 33 (1941) 195-202.
4. Cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1942, 9-24.
Derechos Humanos 145

homenaje; para buscarle a El solo, para seguirle. Este es el vínculo de


piedad que a El nos somete y nos liga, y del cual deriva el nombre mismo
de religión5. A propósito de este punto, nuestro predecesor, de inmortal
memoria, León XIII afirma: Esta libertad, la libertad verdadera, digna
de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la per-
sona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha
sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la
libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la que
confirmaron con sus escritos los apologistas, la que consagraron con su
sangre los innumerables mártires cristianos6.

Derechos familiares
(15) Además tienen los hombres pleno derecho a elegir el estado de
vida que prefieran, y, por consiguiente, a fundar una familia, en cuya
creación el varón y la mujer tengan iguales derechos y deberes, o a
seguir la vocación del sacerdocio o de la vida religiosa7.
(16) Por lo que toca a la familia, la cual se funda en el matrimonio libre-
mente contraído, uno e indisoluble, es necesario considerarla como la
semilla primera y natural de la sociedad humana. De lo cual nace el deber
de atenderla con suma diligencia tanto en el aspecto económico y social
como en la esfera cultural y ética; todas estas medidas tienen como fin
consolidar la familia y ayudarla a cumplir su misión.
(17) A los padres, sin embargo, corresponde antes que a nadie el dere-
cho de mantener y educar a los hijos8.

Derechos económicos
(18) En lo relativo al campo de la economía, es evidente que el hom-
bre tiene derecho natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar
y a la libre iniciativa en el desempeño del trabajo9.
(19) Pero con estos derechos económicos está ciertamente unido el de
exigir tales condiciones de trabajo que no debiliten las energías del

5. Divinae Institutiones, I,4 c. 28 n. 2; ML 6,535.


6. LEÓN XIII, Libertas praestantissimum, Acta Leonis 8 (1888) 237-238.
7. Cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1942, AAS 35 (1943) 9-24.
8. Cf. PÍO XI, Casti connubii, AAS 22 (1930) 539-592; y PÍO XII, Radiomensaje navide-
ño de 1942, AAS 35 (1943) 9-24.
9. Cf. PÍO XII, Mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés, AAS 33 (1941)
201.
146 Doctrina Social de la Iglesia

cuerpo, ni comprometan la integridad moral, ni dañen el normal desa-


rrollo de la juventud. Por lo que se refiere a la mujer, hay que darle la
posibilidad de trabajar en condiciones adecuadas a las exigencias y los
deberes de esposa y de madre10.
(20) De la dignidad de la persona humana nace también el derecho a
ejercer las actividades económicas, salvando el sentido de la responsa-
bilidad11. Por tanto, no debe silenciarse que ha de retribuirse al traba-
jador con un salario establecido conforme a las normas de la justicia, y
que, por lo mismo, según las posibilidades de la empresa, le permita,
tanto a él como a su familia, mantener un género de vida adecuado a
la dignidad del hombre. Sobre este punto, nuestro predecesor, de feliz
memoria, Pío XII afirma: Al deber de trabajar, impuesto al hombre por
la naturaleza, corresponde asimismo un derecho natural en virtud del
cual puede pedir, a cambio de su trabajo, lo necesario para la vida pro-
pia y de sus hijos. Tan profundamente está mandada por la naturaleza
la conservación del hombre12.

Derecho a la propiedad privada


(21) También surge de la naturaleza humana el derecho a la propiedad
privada de los bienes, incluidos los de producción, derecho que, como en
otra ocasión hemos enseñado, constituye un medio eficiente para garan-
tizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia
misión en todos los campos de la actividad económica, y es, finalmente,
un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida familiar, con
e! consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado13.
(22) Por último, y es ésta una advertencia necesaria, el derecho de
propiedad privada entraña una función social14.

Derechos de reunión y asociación


(23) De la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de
reunión y de asociación; el de dar a las asociaciones que creen la forma

10. Cf. LEÓN XIII, Rerum novarum, Acta Leonis 11 (1891) 128-129.
11. Cf. JUAN XXIII, Mater et magistra, AAS 53 (1961) 422.
12. Cf. PÍO XII, Mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés, AAS 33 (1941)
201.
13. Cf. JUAN XIII, Mater et magistra, AAS 53 (1961) 428.
14. Cf. ibid., 430.
Derechos Humanos 147

más idónea para obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de


ellas libremente y con propia responsabilidad, y el de conducirlas a los
resultados previstos15.
(24) Como ya advertimos con gran insistencia en la encíclica Mater et
magistra, es absolutamente preciso que se funden muchas asociaciones u
organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que los particula-
res por sí solos no pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y orga-
nismos deben considerarse como instrumentos indispensables en grado
sumo para defender la dignidad y libertad de la persona humana, dejan-
do a salvo el sentido de la responsabilidad16.

Derechos de residencia y emigración


(25) Ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre
a conservar o cambiar su residencia dentro de los límites geográficos del
país; más aún, es necesario que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos
motivos, emigrar a otros países y fijar allí su domicilio17. El hecho de per-
tenecer como ciudadano a una determinada comunidad política no impi-
de en modo alguno ser miembro de la familia humana y ciudadano de la
sociedad y convivencia universal, común a todos los hombres.

Derecho a intervenir en la vida pública


(26) Añádase a lo dicho que con la dignidad de la persona humana
concuerda el derecho a tomar parte activa en la vida pública y contri-
buir al bien común. Pues, como dice nuestro predecesor, de feliz memo-
ria, Pío XII, el hombre como tal, lejos de ser objeto y elemento pura-
mente pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser y per-
manecer su sujeto, fundamento y fin18.

Derecho a la seguridad jurídica


(27) A la persona humana corresponde también la defensa legítima de
sus propios derechos; defensa eficaz, igual para todos y regida por las
normas objetivas de la justicia, como advierte nuestro predecesor, de

15. Cf. LEÓN XIII, Rerum novarum, Acta Leonis 11 (1891) 134-142; PÍO XI, Quadragesimo
anno, AAS 23 (1931) 199-200; y PÍO XII, Sertum laetitiae, AAS 31 (1939) 635-644.
16. Cf. AAS 53 (1961) 430.
17. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1952, AAS 45 (1953) 33-46.
18. Cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1944, AAS 37 (1945) 12.
148 Doctrina Social de la Iglesia

feliz memoria, Pío XII con estas palabras: Del ordenamiento jurídico
querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre a la seguri-
dad jurídica y, con ello, a una esfera concreta de derecho, protegida
contra todo ataque arbitrario19.

[90] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): conexión entre derechos y


deberes

Una novedad de Pacem in terris respecto a la Declaración de los Derechos


Humanos es la afirmación de que existe una correlación entre derechos y debe-
res: no sería coherente reivindicar los derechos sin asumir los deberes a ellos
vinculados.

(28) Los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están
unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y
otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen,
mantenimiento y vigor indestructible.
(29) Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la
existencia corresponde el deber de conservarla; al derecho a un deco-
roso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar
libremente la verdad, el deber de buscarla cada día con mayor profun-
didad y amplitud.
(30) Es asimismo consecuencia de lo dicho que, en la sociedad huma-
na, a un determinado derecho natural de cada hombre corresponda en
los demás el deber de reconocerlo y respetarlo. Porque cualquier dere-
cho fundamental del hombre deriva su fuerza moral obligatoria de la
ley natural, que lo confiere e impone el correlativo deber. Por tanto,
quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes
o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con
una mano lo que con la otra construyen.

[91] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): comprensión


teológica de la dignidad humana

Si durante toda su primera etapa la Doctrina Social de la Iglesia se había man-


tenido en un nivel de filosofía natural, a partir del Concilio Vaticano II se va

19. Cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1942, AAS 35 (1943) 21.
Derechos Humanos 149

a buscar una fundamentación más explícitamente teológica. La abundancia de


citas bíblicas y de la tradición cristiana que acompañan al texto que sigue es
un ejemplo ilustrativo de esta nueva orientación, ya que toca uno de los pun-
tos nucleares de la toda la Doctrina Social: la dignidad humana.

(22) En realidad, el misterio del hombre no se ilumina verdadera-


mente, sino en el misterio del Verbo encarnado. El primer hombre,
Adán, era figura del hombre que había de venir20, es decir, de Cristo
Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del
Padre y de su amor, muestra plenamente lo que es el hombre al hom-
bre mismo y le hace ver su vocación sublime. Nada hay, pues, de extra-
ño en que las verdades citadas encuentren en Él su fuente y en Él alcan-
cen su cumbre.
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15)21, es también el hom-
bre perfecto, que restituyó a los hijos de Adán la semejanza divina,
deformada desde el primer pecado. Porque en Él la naturaleza humana
ha sido asumida y no absorbida22, por eso también en nosotros ha sido
elevada a una dignidad sublime. El mismo Hijo de Dios se unió en cier-
to modo con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas
trabajó, con una mente humana pensó, con voluntad humana obró23,
con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen, se hizo de ver-
dad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado24.
Cordero inocente mereció para nosotros la vida derramando libre-
mente su sangre y en Él Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros
mismos25 y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así
cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me

20. Cf. Rom 5, 14; TERTULIANO, De carnis resurrectione, 6: “Las formas que adoptaba el
barro daban a entender el Cristo hombre futuro”. PL 2,282 (848); CSEL 47, p. 33, l.
12-13.
21. Cf. 2 Cor 4,4.
22. Cf. CONCILIO CONSTANTINOPOLITANO II, cap. 7: “Ni el Dios Verbo transmudado en
naturaleza carnal, ni la carne trasladada a naturaleza del Verbo” (DENZINGER, 219
[428]). Cf. también CONCILIO CONSTANTINOPOLITANO III: “Pues así como su santísima
e inmaculada carne animada no se perdió al ser deificada, sino que permaneció en su
propio estado y manera”: (DENZINGER 291 [556]). Cf. CONCILIO DE CALCEDONIA: “Se
ha de reconocer en las dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin sepa-
ración” (DENZINGER 148 [302]).
23. Cf. CONCILIO CONSTANTINOPOLITANO II: “Así también su voluntad humana no se per-
dió al ser deificada” (DENZINGER 291 [556]).
24. Cf. Heb 4,15.
25. Cf. 2 Cor 5,18-19; Col 1,20-22.
150 Doctrina Social de la Iglesia

amó y se entregó por mí (Col 2, 20). Al padecer por nosotros, no sólo


nos dio ejemplo para que sigamos sus huellas26, sino que ha abierto un
camino que, si lo seguimos, la vida y la muerte se santifican y adquie-
ren un nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo que es el
Primogénito entre muchos hermanos27, recibe las primicias del Espíritu
(Rom 8, 23), por las que se hace capaz de cumplir la ley nueva del
amor28 (...).

[92] CONCILIO VATICANO II, Dignitatis humanae (1965): derecho a


la libertad religiosa

Estamos sin duda ante uno de los avances más significativos del Concilio. El
reconocimiento del derecho a la libertad religiosa supone un paso decisivo en
la doctrina de la Iglesia. El Concilio se esforzó en dejar claro que esta postura
no estaba en contradicción con las mantenidas tradicionalmente por la Iglesia,
sobre todo al final del siglo XIX. Por eso, no sólo se reconoció el derecho a la
libertad religiosa, sino que se precisó con todo rigor su alcance: se trata de la
ausencia de coacción exterior (pública o privada), lo que no cuestiona la obli-
gación de todo ser humano para con la verdadera religión.

(1) El hombre de hoy tiene una conciencia cada vez mayor de la dig-
nidad de la persona humana29, y aumenta el número de los que exigen
que el hombre en su actuación disfrute y use sus propios criterios y una
libertad responsable, no movido por coacción sino orientado por la
conciencia del deber. Piden al mismo tiempo la delimitación jurídica del
poder público, para que no se restrinjan en exceso los límites de la justa
libertad, tanto de las personas como de las asociaciones (...).
(2) Este Concilio Vaticano II declara que la persona humana tiene
derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los
hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas
particulares como de grupos sociales o de cualquier potestad humana; y
esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar

26. Cf. 1 Ped 2,21; Mt 16,24; Lc 14,27.


27. Cf. Rom 8,29; Col 1,18.
28. Cf. Rom 8,1-11.
29. JUAN XXIII, Pacem in terris, AAS 55 (1963) 251, 265; PÍO XII, Radiomensaje de 24
diciembre 1944, AAS 37 (1945) 14.
Derechos Humanos 151

contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en priva-


do y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.
Declara además que el derecho a la libertad religiosa está realmente fun-
dado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la cono-
ce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural30.

[93] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (1971): derecho al


desarrollo

A partir de los años 60 la humanidad ha ido tomando conciencia de nuevos


derechos humanos, que no estaban incluidos en la Declaración de 1948: son
los llamados “derechos de la tercera generación” (los más citados son los dere-
chos al desarrollo, al medio ambiente y a la paz). En los documentos sociales
de la Iglesia hay algunas referencias importantes a ellos. La más concreta es la
que se incluye en este pasaje sobre el derecho al desarrollo, con una formula-
ción de gran riqueza.

(Parte I, n. 2) Esta aspiración a la justicia se refuerza con la superación


del umbral donde comienza la conciencia de “valer más y ser más”31 con
respecto a todo el hombre o a todos los hombres: se expresa también en
la conciencia del derecho al desarrollo. Este derecho ha de ser visto en
la interpenetración de todos aquellos derechos fundamentales humanos
en que se basan las aspiraciones de los individuos y de las naciones.

[94] JUAN PABLO II, Laborem exercens (1981): derechos derivados


del trabajo

Una vez presentada todas sus reflexiones sobre el trabajo humano y las con-
secuencias que se siguen de ellas para juzgar éticamente los sistemas socioeco-
nómicos (capitalismo y colectivismo), la Laborem exercens dedica un capítu-
lo entero (el 4º) a los derechos derivados del trabajo, que se cuentan entre los
más importantes derechos sociales. El pasaje que sigue sirve de introducción a
dicho capítulo: en él se subraya la importancia de los derechos humanos para
la paz en el mundo.

30. JUAN XXIII, Pacem in terris, AAS 55 (1963) 260-261; PÍO XII, Radiomensaje de 24
diciembre 1942, AAS 35 (1943) 19; PÍO XI, Mit brennender Sorge, AAS 29 (1937) 160;
LEÓN XIII, Libertas praestatntissimum, Acta Leonis 8 (1888) 237-238.
31. Cf. Populorum Progressio 15, AAS 59 (1967) 265.
152 Doctrina Social de la Iglesia

(16) Si el trabajo –en el múltiple sentido de esta palabra– es una obli-


gación, es decir, un deber, es también a la vez una fuente de derechos
por parte del trabajador. Estos derechos deben ser examinados en el
amplio contexto del conjunto de los derechos del hombre que le son
connaturales, muchos de los cuales son proclamados por distintos
organismos internacionales y garantizados, cada vez más, por los
Estados para sus propios ciudadanos. El respeto de este vasto conjun-
to de los derechos del hombre constituye la condición fundamental
para la paz del mundo contemporáneo: la paz, tanto dentro de los pue-
blos y de las sociedades como en el campo de las relaciones internacio-
nales, tal como se ha hecho notar ya en muchas ocasiones por el
Magisterio de la Iglesia, especialmente desde los tiempos de la encícli-
ca Pacem in terris. Los derechos humanos que brotan del trabajo,
entran precisamente dentro del más amplio contexto de los derechos
fundamentales de la persona.

[95] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): derechos de los
pueblos

Este es un tema nuevo, objeto de frecuentes debates hoy por las dificultades que
supone la traducción jurídica de estos derechos. Pero la experiencia histórica ha
llevado a reconocer que, más allá de los derechos cuyo titular es la persona indi-
vidual (los derechos humanos por antonomasia), existen exigencias que afectan
conjuntamente a colectividades humanas. Juan Pablo II se ha hecho eco de ellos
en su encíclica sobre el desarrollo. Y es precisamente el derecho al desarrollo
uno de esos derechos cuyo titular son los pueblos, porque sólo pueden realizar-
se eficazmente a nivel de todo un pueblo. Sin entrar en la problemática jurídica
de su aplicación, la encíclica menciona en varias ocasiones los derechos de los
pueblos y enumera algunos de ellos.

(21) (...) Muchos de ellos [los países recientemente independizados]


son cada vez más conscientes del peligro de caer víctimas de un neoco-
lonialismo y tratan de librarse. Esta conciencia es tal que ha dado ori-
gen, aunque con dificultades, oscilaciones y a veces contradicciones, al
Movimiento Internacional de los Países No Alienados, el cual, en lo que
constituye su aspecto positivo, quisiera afirmar efectivamente el derecho
de cada pueblo a su propia identidad, a su propia independencia y segu-
ridad, así como a la participación, sobre la base de la igualdad y de la
solidaridad, de los bienes que están destinados a todos los hombres (...).
Derechos Humanos 153

(33) No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarro-


llo que no respetara ni promoviera los derechos humanos, personales y
sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones
y de los pueblos.

[96] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): derechos humanos y


libertad religiosa

Juan Pablo II exhorta ahora a la construcción de una verdadera democracia,


una vez caídos los regímenes totalitarios y los de la “seguridad nacional”. Y la
base de ésta han de ser los derechos humanos. La enumeración que sigue no es
exhaustiva. Pretende sólo recordar los más fundamentales o los que eran más
frecuentemente violados en esas sociedades. Entre ellos se concede un lugar
decisivo a la libertad religiosa, que es presentada como la fuente y síntesis de
todos los derechos humanos.

(47) (...) Entre los principales [derechos] hay que recordar: el derecho
a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer
bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el dere-
cho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al
desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia
inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conoci-
miento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar
los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los
seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y
educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad.
Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad reli-
giosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en
conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona32.

32. Cf. mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988, AAS 80 (1988) 1572-1580; men-
saje para la Jornada Mundial de la Paz 1991, “L Osservatore Romano”, ed. semanal
en lengua española, 21 diciembre 1990; CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, declaración
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1-2.
Capítulo IX
COMUNIDAD POLÍTICA, PODER POLÍTICO

Hay que comenzar este capítulo justificando su contenido en rela-


ción con el que le sigue, dedicado a “Democracia y participación”.
Porque, en el fondo, son dos temas muy conectados. Si nos hemos deci-
dido a separarlos es para que se comprenda mejor la evolución de la
Doctrina Social de la Iglesia en torno a dos grandes manifestaciones
del pensamiento moderno. En este capítulo el punto de referencia (y el
objeto de polémica) es, al menos en sus comienzos, el liberalismo y sus
ideas sobre la soberanía del Estado y las libertades ciudadanas. En el
capítulo siguiente nos fijaremos más bien en la democracia como par-
ticipación generalizada de los ciudadanos en la vida política, superan-
do esa concepción más restringida (y elitista) de la participación, que
caracterizó al liberalismo.
Quizás en el tema político es donde la evolución de la Doctrina
Social de la Iglesia ha sido más notable. Es importante captar las difi-
cultades de la situación que sirvió como punto de partida. Estas difi-
cultades eran de tres tipos. La primera era de carácter más teórico: las
ideas políticas del liberalismo, especialmente su concepción de la
libertad (concretadas luego en las libertades modernas) y del poder
político (incluido el origen de éste). La segunda tiene que ver con el
prolongado conflicto que enfrenta a la Santa Sede (y a la Iglesia toda)
con los Estados modernos a causa de los Estados Pontificios y su invia-
bilidad en el marco de la unificación del Estado italiano. Una tercera y
última dificultad proviene de la inestabilidad que marca todo el siglo
XIX, como consecuencia de los movimientos revolucionarios, que en la
Iglesia se consideran el fruto inevitable de los principios del liberalis-
mo moderno.
León XIII dedicó la parte más extensa de su magisterio social a
temas políticos, a pesar de que es más apreciado por su única encícli-
156 Doctrina Social de la Iglesia

ca sobre cuestiones socioeconómicas. A sus textos políticos, muy con-


dicionados por la situación tan conflictiva a que hemos hecho mención,
se les reconoce un valor especial porque significan ya un intento de
acercamiento al pensamiento liberal. Es importante dejar constancia
de ello para valorar mejor los fragmentos que hemos escogido de sus
documentos políticos.
Pocas novedades encierran los textos posteriores a él hasta llegar
a Pío XII. Hemos prescindido de ellos aquí porque nos parece que su
lugar adecuado es el capítulo siguiente (“Democracia y participación”).
Una reflexión más sistemática, y menos marcada por la polémica,
se encuentra en la encíclica Pacem in terris y, sobre todo, en la cons-
titución pastoral Gaudium et spes. Es ahí donde se formula con más
precisión el sentido de la política y sus funciones en la sociedad. De
estas mismas ideas beben también Pablo VI y Juan Pablo II, cuyas
aportaciones más valiosas se refieren a la democracia pluralista y a la
participación de los cristianos en ella.

******

[97] LEÓN XIII, Diuturnum illud (1881): el origen del poder políti-
co y la elección de los gobernantes

La encíclica Diuturnum illud, que dedica al poder político, es la primera de las


que consagró a temas políticos. En este pasaje se enfrenta con el origen del
poder, uno de los puntos más agudos de la polémica. El derecho soberano del
pueblo, proclamado desde la revolución francesa, parecía incompatible con el
reconocimiento del poder soberano de Dios. León XIII, en su deseo de acerca-
miento a las doctrinas modernas, encontró una vía en la distinción entre elec-
ción del gobernante y origen del poder, con tal que quede claro que el origen
último del poder está en Dios. Pero además se ofrece un criterio de gran valor
para el recto uso del poder político: la justicia y la atención al bien común.

(4) Es importante advertir en este punto que los que han de gober-
nar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias,
por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se
oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el
gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega
el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha
de ejercer. No se trata en esta encíclica de las diferentes formas de
Comunidad Política, Poder Político 157

gobierno.- No hay razón para que la Iglesia desapruebe el gobierno de


un solo hombre o de muchos, con tal que ese gobierno sea justo y atien-
da a la común utilidad. Por lo cual, salvada la justicia, no está prohi-
bida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea
más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y cos-
tumbres de sus mayores.
(5) Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña
rectamente que el poder viene de Dios. Así lo encuentra la Iglesia cla-
ramente atestiguado en las Sagradas Escrituras y en los monumentos de
la antigüedad cristiana. Pero además no puede pensarse doctrina algu-
na que sea más conveniente a la razón o más conforme al bien de los
gobernantes o de los pueblos (...).
Esta visión del poder político se entiende mejor desde la inquietud que se deri-
va de los frecuentes movimientos revolucionarios que sembraron la historia
europea durante todo el siglo XIX. Estos movimientos muestran cuán peli-
groso es cuestionar que Dios está en el origen de todo poder.

(17) Por el contrario, las teorías sobre la autoridad política, inventa-


das por ciertos autores modernos, han acarreado ya a la humanidad
serios disgustos, y es muy de temer que, andando el tiempo, nos trae-
rán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen de la auto-
ridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y todo su vigor. En
cuanto a la tesis de que la autoridad política depende del arbitrio de la
muchedumbre, en primer lugar se equivocan al opinar así. Y, en segun-
do lugar, dejan la soberanía asentada sobre un cimiento demasiado
endeble e inconsistente. Porque las pasiones populares, estimuladas
con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con
mayor insolencia y con gran daño de la república se precipitan, por
una fácil pendiente, en movimientos clandestinos y abiertas sediciones.

[98] LEÓN XIII, Immortale Dei (1885): comunidad política y poder


po-lítico

La doctrina de la Iglesia sobre la política, vigente en el siglo XIX, queda per-


fectamente resumida en este pasaje. Se parte de la dimensión social de la per-
sona para justificar la comunidad política. Ahí radica la razón de ser de la
autoridad política, cuyo origen no puede estar sino en quien es el autor de la
naturaleza humana.
158 Doctrina Social de la Iglesia

(2) (...) El hombre está ordenado por la naturaleza a vivir en comu-


nidad política. El hombre no puede procurarse en soledad todo aque-
llo que la necesidad y la utilidad de la vida corporal exigen, como
tampoco lo conducente a la perfección de su espíritu. Por esto la pro-
videncia de Dios ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la
unión y asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la
cual es la única que puede proporcionarle la perfecta suficiencia para
la vida. Ahora bien, ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe
supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso efi-
caz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en
toda sociedad una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la
misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del
mismo Dios, que es su autor. De donde se sigue que el poder público,
en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el
verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de
someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que
todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben
este derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. No hay
autoridad sino por Dios1.
La visión que precede sobre la comunidad política y el poder político sirve de
base para establecer los criterios que han de presidir el ejercicio del poder. Son
dos: a imagen del poder y la providencia de Dios; en provecho de todos los
ciudadanos, y no de unos pocos. Cuando esto se cumple, el ciudadano res-
ponde con una actitud de obediencia y fidelidad al gobernante. Es digno de
destacar un presupuesto que está implícito en este pasaje: que las relaciones
familiares son el modelo que se propone para las relaciones entre gobernante
y gobernado.

(2) (...) Por otra parte el derecho de mandar no está vinculado


necesariamente a una u otra forma de gobierno. La elección de una u
otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garanti-
ce eficazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda
forma de gobierno, los jefes de Estado deben poner totalmente la
mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como
modelo y norma en el gobierno del Estado. Porque así como en el
mundo visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas

1. Rom 13,1.
Comunidad Política, Poder Político 159

podamos ver reflejadas de alguna manera la naturaleza y la acción


divinas y para que conduzcan al fin hacia el cual tiende todo el uni-
verso mundo, así también ha querido Dios que en la sociedad civil
haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen como una ima-
gen del poder y de la providencia que Dios tiene sobre el género
humano. Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino pater-
no porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está
unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse
en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora
del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede
permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno
o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totali-
dad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si
incurren en abuso de poder o en el pecado de soberbia y si no miran
por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a
Dios. Y esta cuenta será tanto más rigurosa cuanto más sagrado haya
sido el cargo o más alta la dignidad que hayan poseído. A los pode-
rosos amenaza poderosa inquisición2. De esta manera la majestad del
poder se verá acompañada por la reverencia honrosa que de buen
grado le prestarán los ciudadanos. Convencidos éstos de los gober-
nantes tienen la autoridad recibida de Dios, se sentirán obligados en
justicia a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a
prestarles obediencia y fidelidad, con un sentimiento parecido a la
piedad que los hijos tienen con los padres. Todos habéis de estar
sometidos a las autoridades superiores3. Despreciar el poder legítimo,
sea el que sea el titular del poder, es tan ilícito como resistir a la
voluntad de Dios. Quienes resisten a la voluntad divina se despeñan
voluntariamente en el abismo de su propia perdición. Quien resiste a
la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se
atraen sobre sí la condenación4. Por tanto, quebrantar la obediencia
y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas consti-
tuye un crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino también
divina.

2. Sab 6,7.
3. Rom 13,1.
4. Rom 13,2.
160 Doctrina Social de la Iglesia

[99] LEÓN XIII, Immortale Dei (1885): descripción crítica de los


nuevos conceptos políticos del liberalismo

La doctrina formulada en el pasaje anterior se contrapone ahora a las nuevas


doctrinas (“el derecho nuevo”) surgidas en la época moderna. León XIII,
haciéndose eco de un punto de vista muy difundido en la Iglesia de su tiem-
po, pone el origen de estas nuevas doctrinas en la reforma protestante, que
es, a su vez, la fuente de la que bebió la revolución francesa. El punto central
de todas ellas, que el Papa critica, es la absolutización de la libertad humana:
es de ahí de donde deriva esa concepción de la autoridad, tan denunciada por
los documentos de la Iglesia. La descripción está hecha con unos tintes muy
radicales, que son buen reflejo de la inquietud reinante en aquellos años.

(10) Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades pro-


movido en el siglo XVI, después de turbar primeramente la religión
cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y
de ésta a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay
que remontar el origen de los principios modernos de una libertad
desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y pro-
puestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido
hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al dere-
cho cristiano, sino incluso también al derecho natural
El principio supremo de este derecho nuevo es el siguiente: todos
los hombres, de la misma manera que son semejantes en su naturaleza
específica, son iguales también en la vida práctica. Cada hombre es de
tal manera dueño de sí mismo, que por ningún concepto está sometido
a la autoridad de otro. Puede pensar libremente lo que quiera y obrar
lo que se le antoje en cualquier materia. Nadie tiene derecho a mandar
sobre los demás.
En una sociedad fundada sobre estos principios, la autoridad no es
más que la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí
mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Es el pue-
blo el que elige las personas a las que se ha de someter. Pero lo hace de
tal manera que traspasa a éstas no tanto el derecho de mandar cuanto
una delegación para mandar, y aun ésta sólo para ser ejercida en su
nombre.
Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no
se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados,
ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imagi-
Comunidad Política, Poder Político 161

nar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para


gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es evi-
dente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y gobernadora
de sí misma.

[100] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): el poder político, su fun-


damento y las condiciones de su ejercicio

Casi 80 años después de las afirmaciones de Immortale Dei, la doctrina se


mantiene en términos muy parecidos: la condición social del hombre es el fun-
damento de la autoridad, pero el ejercicio de ésta ha de someterse a estrictas
condiciones; sólo entonces está obligado el ciudadano a obedecer. Pero el tono
de este texto es diferente: es menos polémico; además valora más la condición
racional del ser humano a la hora de subrayar el carácter moral de la ley, y no
sólo el derecho de la autoridad a imponerla.

(46) Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes,


investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y con-
sagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho
común del país. Toda la autoridad que los gobernantes poseen provie-
ne de Dios, según enseña San Pablo: Porque no hay autoridad que no
venga de Dios5 (...)
(47) La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de
sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la
facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidente-
mente que su fuerza obligatoria procede del orden moral que tiene a
Dios como primer principio y último fin (...)
(48) Por este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o
principalmente en la amenaza o el temor de las penas o en la promesa
de premios, no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar
por el bien común, y, aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se
ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que es un ser racional
y libre. La autoridad no es, en su contenido sustancial, una fuerza físi-
ca; por ello tienen que apelar los gobernantes a la conciencia del ciu-
dadano, esto es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar su pron-
ta colaboración al bien común. Pero como todos los hombres son

5. Rom 13,1-6.
162 Doctrina Social de la Iglesia

entre sí iguales en dignidad natural, ninguno de ellos, en consecuencia,


puede obligar a los demás a tomar una decisión en la intimidad de su
conciencia. Es éste un poder exclusivo de Dios, por ser el único que ve
y juzga los secretos más ocultos del corazón humano.
(49) Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al
ciudadano cuando su autoridad está unida a la de Dios y constituye
una participación de la misma6 (...).
(51) El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiri-
tual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley
o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y,
por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley
promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al
ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hom-
bres7; más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmo-
rona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña
Santo Tomás: En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley
sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada, es mani-
fiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta
razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino más bien de
violencia8.

[101] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): el equilibrio de poderes en


el Estado moderno

Este pasaje recoge un tema tradicional de la doctrina política moderna, que es


exigencia insoslayable del Estado de derecho: la separación de poderes, como
garantía para un adecuado y equilibrado ejercicio de la autoridad.

(69) Sin embargo, para que esta organización jurídica y política de la


comunidad rinda las ventajas que le son propias, es exigencia de la
misma realidad que las autoridades actúen y resuelvan las dificultades
que surjan, con procedimientos y medios idóneos ajustados a las fun-
ciones específicas de su competencia y a la situación actual del país. Esto

6. Cf. LEÓN XIII, Diuturnum illud, Acta Leonis XIII 2, 274 (Roma 1881).
7. Hch 5,29.
8. Summa Theologiae, 1-2 q. 93, 2, 3 ad 2; cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1944,
AAS 37 (1945) 5-23.
Comunidad Política, Poder Político 163

implica, además, la obligación que el poder legislativo tiene, en el cons-


tante cambio que la realidad impone, de no descuidar jamás en su actua-
ción las normas morales, las bases constitucionales del Estado y las exi-
gencias del bien común. Reclama, en segundo lugar, que la administra-
ción pública resuelva todos los casos en consonancia con el derecho,
teniendo a la vista la legislación vigente y con cuidadoso examen crítico
de la realidad concreta. Exige, por último, que el poder judicial dé a
cada cual su derecho con imparcialidad plena y sin dejarse arrastrar por
presiones de grupo alguno. Es también exigencia de la realidad que
tanto el ciudadano como los grupos intermedios tengan a su alcance los
medios legales necesarios para defender sus derechos y cumplir sus obli-
gaciones, tanto en el terreno de las mutuas relaciones privadas como en
sus contactos con los funcionarios públicos9.

[102] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): sociedad civil


y comunidad política

En la Doctrina Social de la Iglesia sociedad civil y comunidad política eran dos


realidades no claramente diferenciadas. Una de las principales aportaciones de
la Constitución pastoral del Concilio radica en esta distinción. Con ella comien-
za el tratamiento más sistemático que dicha constitución da a los temas políti-
cos. La comunidad política, tal como se define aquí, posee un profundo conte-
nido ético al estar referido directamente al bien común de la sociedad: sólo en
ese marco general, que garantiza la convivencia en la pluralidad, es posible que
todos puedan buscar su propia realización humana, personalmente o a través
de grupos.

(74) Los hombres, la familia y los distintos grupos que constituyen la


comunidad civil tienen conciencia de su propia insuficiencia para reali-
zar una vida plenamente humana y se dan cuenta de la necesidad de
una comunidad más amplia, en la que todos conjuguen día tras día sus
propias fuerzas para realizar cada vez mejor el bien común10. Por eso
configuran la comunidad política según formas diversas. La comuni-
dad política tiene su razón de ser en ese bien común, en el que encuen-
tra su plena justificación y su sentido, y del que extrae su derecho pri-
mario y propio. El bien común abarca la suma de aquellas condiciones

9. Cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1942, AAS 35 (1943) 21.


10. Cf. JUAN XXIII, Mater et magistra, AAS 53 (1961) 417.
164 Doctrina Social de la Iglesia

de la vida social con las que los hombres, las familias y las asociacio-
nes pueden conseguir, de una forma más plena y expedita, su propia
perfección11.

[103] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): relaciones


entre gobernante y ciudadano

En este fragmento, que es continuación del anterior, se enumeran una serie de


criterios para orientar las relaciones entre el gobernante y el ciudadano en el
marco de una sociedad pluralista. La clave de todos ellos es el orden moral,
que debe presidir el funcionamiento de toda la vida política. A dicho orden
moral ha de someterse tanto el gobernante como el ciudadano, hasta el punto
que, cuando aquél no lo respeta, éste puede defender sus derechos conculca-
dos. Orden moral y bien común están por encima del deber de obediencia.

(74) (...) Pero son muchos y diversos los hombres que se reúnen en una
comunidad política y pueden legítimamente inclinarse hacia opiniones
diversas. Para que la comunidad política no se disuelva a causa de la
diversidad de opiniones, se requiere una autoridad que dirija las fuerzas
de todos los ciudadanos hacia el bien común, no de un modo mecánico
ni despóticamente, sino principalmente como fuerza moral que se basa
en la libertad y en el sentido del deber y de la responsabilidad.
Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad públi-
ca se fundan en la naturaleza humana y, por consiguiente, pertenecen
al orden previsto por Dios, incluso cuando la determinación del régi-
men y la designación de los gobernantes queden a la libre voluntad de
los ciudadanos12.
También se sigue que el ejercicio de la autoridad política, ya sea en
la comunidad como tal o en los organismos representativos del Estado,
debe siempre desenvolverse dentro de los límites del orden moral, para
procurar el bien común –concebido en un sentido dinámico– según un
orden jurídico legítimamente establecido o que se haya de establecer.
Entonces los ciudadanos están obligados a obedecer en conciencia13.
Resulta evidente la responsabilidad, la dignidad y la importancia de
quienes gobiernan.

11. Ibid.
12. Cf. Rom 13,1-5.
13. Cf. ib., 13,5.
Comunidad Política, Poder Político 165

En donde los ciudadanos son oprimidos por la autoridad pública,


extralimitando su competencia, no deben ellos negarse a dar lo que
objetivamente exige el bien común; pero les es lícito defender sus dere-
chos y los de sus conciudadanos contra el abuso de la autoridad, den-
tro de los límites señalados por la ley natural y la evangélica.
Las modalidades concretas, con las que la comunidad política
determina su propia estructura y el equilibrio de los poderes públicos,
pueden ser diversas, según la distinta manera de ser de los pueblos y la
marcha de su historia; pero siempre deben servir para formar hombres
cultos, pacíficos y bien dispuestos hacia todos, para provecho de toda
la familia humana.

[104] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): ejercicio del poder


político

Pablo VI concede una gran importancia a la política y, más concretamente, a


la democracia. Su concepción del poder político, expuesta en este pasaje,
tiene una doble base: el respeto del principio de subsidaridad, que potencia a
la sociedad más que limitarla; el uso del dicho poder al servicio de esa socie-
dad, y no al servicio de los intereses particulares. Véase también el realismo
de su posición, subrayando que el poder político no está en condiciones de
ofrecer respuesta y solución para todo.

(46) (...) Ciertamente, el término “política” suscita muchas confusio-


nes que deben ser esclarecidas. Sin embargo, es cosa de todos sabida
que, en los campos social y económico –tanto nacional como interna-
cional– la decisión última corresponde al poder político.
Este poder político, que constituye el vínculo natural y necesario
para asegurar la cohesión del cuerpo social, debe tener como finalidad
la realización del bien común. Respetando las legítimas libertades de
los individuos, de las familias y de los grupos subsidiarios, sirve para
crear eficazmente y en provecho de todos las condiciones requeridas
para conseguir el bien auténtico y completo del hombre, incluido su
destino espiritual. Se despliega dentro de los límites propios de su com-
petencia, que pueden ser diferentes según los países y los pueblos.
Interviene siempre movido por el deseo de la justicia y la dedicación al
bien común, del que tiene la responsabilidad última. No quita, pues, a
los individuos y a los cuerpos intermedios el campo de actividades y
166 Doctrina Social de la Iglesia

responsabilidades propias de ellos, los cuales les inducen a cooperar en


la realización del bien común. En efecto, “el objeto de toda interven-
ción en materia social es ayudar a los miembros del cuerpo social y no
destruirlos ni absorberlos”14.
Según su propia misión, el poder político debe saber desligarse de
los intereses particulares, para enfocar su responsabilidad hacia el bien
de todos los hombres, rebasando incluso las fronteras nacionales.
Tomar en serio la política en sus diversos niveles –local, regional,
nacional y mundial– es afirmar el deber del hombre, de todo hombre,
de conocer cuál es el contenido y el valor de la opción que se le pre-
senta y según la cual se busca realizar colectivamente el bien de la ciu-
dad, de la nación, de la humanidad. La política ofrece un camino serio
y difícil –aunque no el único– para cumplir el deber grave que el cris-
tiano tiene de servir a los demás. Sin que pueda resolver ciertamente
todos los problemas, se esfuerza por aportar soluciones a las relacio-
nes de los hombres entre sí. Su campo y sus fines, amplios y comple-
jos, no son excluyentes. Una actitud invasora que tendiera a hacer de
la política algo absoluto, se convertiría en un gravísimo peligro (...).

[105] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): ejercicio del poder
político

El modelo del Estado de derecho y de la división de poderes se contrapone


aquí al totalitarismo, sobre todo en su versión marxista-leninista. Se analiza de
dónde nace esa concepción totalitaria del poder: de la negación de una verdad
objetiva, más allá del poder, y de una concepción de la persona que no reco-
noce su dignidad; en una palabra, de la ausencia de reconocimiento de Dios.

(44) León XIII no ignoraba que una sana teoría del Estado era nece-
saria para asegurar el desarrollo normal de las actividades humanas: las
espirituales y las materiales, entrambas indispensables15. Por esto, en un
pasaje de la Rerum novarum el Papa presenta la organización de la
sociedad estructurada en tres poderes –legislativo, ejecutivo y judicial–,
lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia16.

14. Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 203; cf. Mater et magistra, AAS 53 (1961)
414,428; Gaudium et spes 74.75.76, AAS 58 (1966) 1095-1100.
15. Cf. Rerum novarum, Acta Leonis XIII 11 (1892) 126-128.
16. Cf. ib., 121s.
Comunidad Política, Poder Político 167

Tal ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del


hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad
de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por
otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su
justo límite. Es éste el principio del “Estado de derecho”, en el cual es
soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres.
A esta concepción se ha opuesto en tiempos modernos el totalita-
rismo, el cual, en la forma marxista-leninista, considera que algunos
hombres, en virtud de un conocimiento más profundo de las leyes de
desarrollo de la sociedad, por una particular situación de clase o por
contacto con las fuentes más profundas de la conciencia colectiva,
están exentos del error y pueden, por tanto, arrogarse el ejercicio de un
poder absoluto. A esto hay que añadir que el totalitarismo nace de la
negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad tras-
cendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad,
tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas
entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación los contrapo-
nen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascen-
dente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el
extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la
propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. Entonces el
hombre es respetado solamente en la medida en que es posible instru-
mentalizarlo para que se afirme en su egoísmo. La raíz del totalitaris-
mo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad
trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y,
precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede vio-
lar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado.
No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndo-
se en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola
o incluso intentando destruirla17.

17. Cf. LEÓN XIII, Libertas praestantissimum, Acta Leonis XIII 8 (1889) 224-226.
Capítulo X
DEMOCRACIA Y PARTICIPACIÓN POLÍTICA

La palabra “democracia” poseía connotaciones muy concretas en


el siglo XIX: remitía al gobierno del pueblo, pero entendido de una
forma anárquica e incontrolada, según los momentos de mayor radica-
lismo revolucionario de esa época. De ahí las reservas de la Iglesia
(que no eran exclusivas suyas) frente al término mismo de “democra-
cia” y la afirmación rotunda del principio de autoridad. Esta autoridad
es la que se pretende salvar por encima de todo, cualquiera que sea el
régimen político por el que se opte.
Esta “indiferencia” por el modelo concreto de organización políti-
ca se mantiene casi hasta la segunda guerra mundial. Pero la expe-
riencia del totalitarismo fascista fue tan dramática en estos momentos
que Pío XII tomó claro partido por la democracia, entendida precisa-
mente como alternativa al totalitarismo. Con esto se mostraba en sinto-
nía casi completa con el consenso de la práctica totalidad de gobier-
nos y pueblos, que marcó la salida de esta guerra.
Ahora bien, el concepto de democracia de Pío XII vincula el control
del poder político con la existencia de una sociedad organizada y diná-
mica (algo que adelanta lo que más tarde se llamaría una sociedad
civil viva). Este punto de vista, que luego reforzarán y concretarán
Pacem in terris y Gaudium et spes, subraya la exigencia de la partici-
pación ciudadana como el otro elemento que distingue a la democra-
cia, junto al más propio de la tradición liberal, la división de poderes.
Todavía Pablo VI aportará una nueva dimensión, esencial para
entender qué es la democracia en la sociedad moderna: el pluralismo
de cosmovisiones e ideologías, que explica la diversidad de proyectos
de sociedad que compiten en el mundo moderno. La democracia es una
exigencia de este pluralismo, y la mejor vía para garantizar la convi-
vencia de todos respetando al máximo la diversidad: ahí está el crite-
rio decisivo para discernir lo que es una verdadera democracia.
170 Doctrina Social de la Iglesia

Juan Pablo II retoma estas ideas desde su preocupación porque el


pluralismo legítimo no llegue a ocultar la existencia de una verdad
objetiva (un orden moral objetivo, diría Pío XII), que está más allá de la
libertad humana. Esta insistencia suya nace de una doble confronta-
ción: con el marxismo, inspirador del colectivismo; con el relativismo
moral que va marcando cada vez más las democracias contemporáneas.

******

[106] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum (1888): no preferencia


por forma alguna de gobierno

Esta es una idea que León XIII repitió en numerosas ocasiones: que la Iglesia
no se pronuncia por ninguna forma concreta de gobierno, porque todas pueden
responder a las exigencias morales fundamentales. Y entre estas exigencias los
documentos de la época insisten una y otra vez en el reconocimiento del prin-
cipio de autoridad, que la “democracia”, tal como se entendía en esos momen-
tos, parecía no respetar.

(32) No está prohibido en sí mismo preferir para el Estado una forma


de gobierno moderada por el elemento democrático, salva siempre la
doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder político. La
Iglesia no condena forma alguna de gobierno, con tal de que sea apta por
sí misma para la utilidad de los ciudadanos. Pero exige, de acuerdo con
la naturaleza, que cada una de esas formas quede establecida sin lesionar
a nadie y, sobre todo, respetando íntegramente los derechos de la Iglesia.

[107] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1944): la exigencia de la


democracia

La tragedia de la segunda guerra mundial es la experiencia de la que brota ese


clamor generalizado en favor de la democracia. Este radiomensaje, hecho
público en el quinto año del conflicto bélico, recoge esa demanda y justifica el
contenido mismo de todo el documento. Pío XII quiere esclarecer las condi-
ciones éticas para que una democracia sea auténtica, democracia que se con-
trapone a cualquier forma de totalitarismo o autoritarismo.

(7) Además –y éste es tal vez el punto más importante– bajo el


siniestro resplandor de la guerra que les envuelve en el ardor queman-
Democracia y Participación Política 171

te del horno en que se ven aprisionados, los pueblos parecen como si


despertaran de un prolongado letargo. Frente al Estado, frente a los
gobernantes, los pueblos han tomado una actitud nueva, interrogante,
crítica, desconfiada. Aleccionados por una amarga experiencia, se opo-
nen con mayor energía al monopolio de un poder dictatorial incontro-
lable e intangible y exigen un sistema de gobierno que sea más compa-
tible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos (...).
(9) Siendo ésta la disposición de los ánimos, ¿es de extrañar que la
tendencia democrática se apodere de los pueblos y obtenga por todas
partes la aprobación y el consentimiento de quienes aspiran a colaborar
con la mayor eficacia en los destinos de los individuos y de la sociedad?

[108] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1944): condiciones del


ciudadano en una democracia

Significativamente Pío XII comienza a tratar de la democracia hablando del


ciudadano, y no de la organización del Estado o del poder. Para que haya
auténtica democracia lo primero que hace falta es un determinado tipo de per-
sona, que se caracteriza por su creatividad y capacidad de iniciativa. Para
explicarlo mejor se echa mano del concepto de “pueblo” en contraposición al
de “masa”. Al mismo tiempo, se aprovecha la ocasión para explicar en qué
consiste la libertad y la igualdad, como bases de una sociedad democrática.

(14) Manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios


que le son impuestos, no estar obligado a obedecer sin haber sido escu-
chado: he ahí dos derechos de los ciudadanos que hallan en la demo-
cracia, como el mismo nombre indica, su expresión natural. Por la soli-
dez, por la armonía, por los felices resultados de este contacto entre los
ciudadanos y el gobierno del Estado, se puede comprobar si una demo-
cracia es en realidad sana y equilibrada y cuál es su fuerza de vida y de
desarrollo (...).
(15) (...) El Estado no abarca dentro de sí mismo y no reúne mecáni-
camente, en un determinado territorio un conglomerado amorfo de
individuos. El Estado es, y debe ser en realidad, una unidad orgánica y
organizada de un verdadero pueblo.
(16) Pueblo y multitud amorfa o, como suele decirse, “masa” son dos
conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la
masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo
172 Doctrina Social de la Iglesia

vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno


de los cuales –en su propio puesto y según su manera propia– es una
persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias con-
vicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil
juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impre-
siones, presta a seguir sucesivamente hoy esta bandera, mañana otra dis-
tinta. De la exuberancia de vida propia de un verdadero pueblo se difun-
de la vida, abundante, rica, por el Estado y por todos los organismos de
éste, infundiéndoles, con un vigor renovado sin cesar, la conciencia de
su propia responsabilidad, el sentido verdadero del bien común (...).
(18) En un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente en sí
mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus dere-
chos, de su propia libertad unida al respeto de la libertad y de la dig-
nidad de los demás. En un pueblo digno de este nombre, todas las desi-
gualdades, derivadas no del capricho, sino de la naturaleza misma de
las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de posición social –sin
perjuicio, naturalmente, de la justicia y de la mutua caridad–, no son,
en realidad, obstáculo alguno para que exista y predomine un autén-
tico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualda-
des naturales, lejos de menoscabar en modo alguno la igualdad civil,
confieren a ésta su legítimo significado, esto es, que, frente al Estado,
cada ciudadano tiene el derecho de vivir honradamente su propia vida
personal en el puesto y en las condiciones en que los designios y las dis-
posiciones de la Providencia le han colocado.

[109] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1944): la autoridad en un


Estado democrático

Es desde ese concepto de sociedad participativa, base de una auténtica demo-


cracia, desde donde se presenta ahora y se justifica el poder político, que no se
hace superfluo, sino más necesario.

(20) El Estado democrático, sea monárquico o republicano, debe,


como toda otra forma de gobierno, estar investido del poder de man-
dar con autoridad verdadera y eficaz. El mismo orden absoluto de los
seres y de los fines, que muestra al hombre como persona autónoma,
es decir, como sujeto de deberes y de derechos inviolables, raíz y tér-
mino de su vida social, abarca también al Estado como sociedad nece-
Democracia y Participación Política 173

saria, revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir. Si


los hombres, valiéndose de su libertad personal, negaran toda depen-
dencia de una autoridad superior dotada con el derecho de coacción,
socavarían con esta desobediencia el fundamento de su dignidad y
libertad, es decir, aquel orden absoluto de los seres y de los fines.
(21) Establecidos sobre esta misma base, la persona, el Estado, el poder
público, con sus respectivos derechos, están tan íntimamente unidos y
vinculados entre sí, que o se conservan o se arruinan al mismo tiempo.
Lo que se exige al poder político en una democracia está en consonancia con lo
que se le exige al ciudadano, al que representa: especialmente los que ocupen
un cargo en el órgano legislativo deben reunir ciertas características y estar
dotado de un alto sentido moral.
(25) El sentimiento profundo de un orden político y social sano y con-
forme a las normas del derecho y de la justicia es de una particular
importancia en aquellos que, en cualquier forma de régimen democráti-
co, tienen como representantes del pueblo, total o parcialmente, el
poder legislativo. Y como el centro de gravedad de una democracia nor-
malmente constituida reside en esta representación popular, de la cual se
irradian las corrientes políticas por todos los sectores de la vida pública
–así para el bien como para el mal–, la cuestión de la elevación moral,
de la aptitud práctica, de la capacidad intelectual de los diputados en el
parlamento es para todo pueblo organizado democráticamente una
cuestión de vida o muerte, de prosperidad o de decadencia, de salud o
de perpetua enfermedad.

[110] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): la democracia y la parti-


cipación ciudadana

La división de poderes (afirmada por Pacem in terris en el n. 69) es la esencia


misma del Estado de derecho. La auténtica democracia complementa esta
dimensión con la participación ciudadana. Es una forma de colaborar al bien
común y, al mismo tiempo, una vía para el contacto más cercano entre la
sociedad y los gobernantes.

(73) Es una exigencia cierta de la dignidad humana que los hombres


puedan con pleno derecho dedicarse a la vida pública, si bien solamen-
te pueden participar en ella ajustándose a las modalidades que concuer-
den con la situación real de la comunidad política a la que pertenecen.
174 Doctrina Social de la Iglesia

(74) Por otra parte, de este derecho de acceso a la vida pública se


siguen para los ciudadanos nuevas y amplísimas posibilidades de bien
común. Porque, primeramente, en las actuales circunstancias, los
gobernantes, al ponerse en contacto y dialogar con mayor frecuencia
con los ciudadanos, pueden conocer mejor los medios que más intere-
san para el bien común, y, por otra parte, la renovación periódica de
las personas en los puestos públicos no sólo impide el envejecimiento
de la autoridad, sino que además le da la posibilidad de rejuvenecerse
en cierto modo para acometer el progreso de la sociedad humana1.

[111] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): condiciones


de la democracia

Las dos condiciones para una democracia que se encontraban en Pacem in


terris –la división de poderes y la participación ciudadana– están de nuevo
recogidas aquí, ahora en orden inverso, lo que supone probablemente una pre-
sentación más lógica. En cuanto a la participación, se señalan dos niveles: el
ejercicio del voto, la dedicación a tareas políticas.

(75) Está plenamente de acuerdo con la naturaleza humana que las


estructuras jurídico-políticas sean tales que ofrezcan a todos los ciuda-
danos, cada vez más y sin ninguna discriminación, la posibilidad efec-
tiva de participar libre y activamente tanto en el establecimiento de los
fundamentos jurídicos de la comunidad política como en el gobierno
del Estado y en la determinación del ámbito y de los fines de los diver-
sos organismos, como en la elección de los gobernantes2. Recuerden,
pues, todos los ciudadanos que tienen el derecho y el deber de ejercitar
su voto libre, para promover el bien común. La Iglesia considera digna
de alabanza y de estima la tarea de quienes se dedican al bien de la
comunidad política en servicio de los hombres y cargan con el peso de
ese quehacer.
Para que la colaboración de los ciudadanos, unida al sentido de res-
ponsabilidad, produzca un feliz resultado en la vida cotidiana de la
comunidad política, se requiere un ordenamiento jurídico positivo en
el que se establezca una conveniente división de funciones y de orga-

1. Cf. PÍO XII, Radiomensaje navideño de 1942, AAS 35 (1943) 12.


2. Cf. PÍO XII, Radiomensaje Navidad, 1942 AAS 35 (1943) 9-24; Navidad 1944, AAS
37 (1945) 11-17; JUAN XXIII, Pacem in terris, AAS 55 (1963) 263, 271, 277 y 278.
Democracia y Participación Política 175

nismos de la autoridad pública y, junto a ellos, una protección eficaz e


independiente de los derechos. Se deben reconocer, respetar y promo-
ver los derechos de todas las personas, familias y grupos, y el ejercicio
de los mismos3, juntamente con los deberes que a todos los ciudadanos
obligan. Entre estos deberes, conviene recordar el de prestar al Estado
los servicios materiales y personales que el bien común exige.

[112] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): democracia y aspira-


ciones actuales de la humanidad

En Pablo VI –en este texto concretamente– hay una clara opción por la demo-
cracia. Y se justifica, no tanto desde una consideración de la naturaleza de la
persona humana, cuanto del análisis de las aspiraciones de la humanidad en el
momento actual. Se subraya que la democracia es hoy el sistema que mejor
responde a estas aspiraciones de igualdad y de participación, ambas expresión
de la dignidad del hombre y de su libertad. Es cierto que no todas las formas
de democracia son igualmente aceptables: es preciso un discernimiento. Pero,
en todo caso, el cristiano está obligado a comprometerse en la búsqueda de un
modelo aceptable de democracia.

(22) Al mismo tiempo que el progreso científico y técnico continúa


transformando el marco territorial del hombre, sus modos de conoci-
miento, de trabajo, de consumo y de relaciones, se manifiesta siempre
en estos contextos nuevos una doble aspiración más viva a medida que
se desarrolla su información y su educación: aspiración a la igualdad,
aspiración a la participación; formas ambas de la dignidad del hombre
y de su libertad (...)
(24) La doble aspiración hacia la igualdad y la participación trata de
promover un tipo de sociedad democrática. Diversos modelos han sido
propuestos; algunos de ellos han sido ya experimentados; ninguno
satisface completamente, y la búsqueda queda abierta entre las ten-
dencias ideológicas y pragmáticas. El cristiano tiene la obligación de
participar en esta búsqueda, al igual que en la organización y en la vida
políticas. El hombre, ser social, construye su destino a través de una
serie de agrupaciones particulares que requieren, para su perfeccio-
namiento y como condición necesaria para su desarrollo, una sociedad

3. Cf. PÍO XII, Radiomensaje, 1 junio 1941, AAS 33 (1941) 200; JUAN XXIII, Pacem in
terris, l.c., 273 y 274.
176 Doctrina Social de la Iglesia

más vasta, de carácter universal, la sociedad política. Toda actividad


particular debe colocarse en esta sociedad ampliada, y adquiere con
ello la dimensión del bien común. Esto indica la importancia de la
educación para la vida en sociedad, donde, además de la información
sobre los derechos de cada uno, sea recordado su necesario correlativo:
el reconocimiento de los deberes de cada uno de cara a los demás; el
sentido y la práctica del deber están mutuamente condicionados por el
dominio de sí, la aceptación de las responsabilidades y de los límites
puestos al ejercicio de la libertad del individuo o del grupo.

[113] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): condiciones de una


auténtica democracia

Si no toda forma de democracia es igualmente aceptable, es preciso definir


cuáles son los criterios para que se pueda hablar de una auténtica democracia.
Es lo que pretende este pasaje, no fácil de interpretar. En lo esencial, una
democracia éticamente correcta es aquella en que el poder político no se sien-
te legitimado para imponer una ideología o concepción de la persona y de la
sociedad, sino sólo para exigir que todos respeten un determinado proyecto de
sociedad u orden de convivencia, el que constituye el contenido de su progra-
ma político. De paso se indica cuál es el papel que corresponde a otras aso-
ciaciones u organizaciones (el debate sobre las cuestiones que afectan a la
manera de entender la vida, la persona y la sociedad): en una sociedad plural,
ése es el espacio donde se mueve también la Iglesia.

(25) La acción política –¿es necesario subrayar que se trata aquí


ante todo de una acción y no de una ideología?– debe estar apoyada
en un proyecto de sociedad coherente en sus medios concretos y en su
aspiración, que se alimenta de una concepción plenaria de la voca-
ción del hombre y de sus diferentes expresiones sociales. No pertene-
ce ni al Estado, ni siquiera a los partidos políticos que se cerraran
sobre sí mismos, el tratar de imponer una ideología por medios que
desembocarían en la dictadura de los espíritus, la peor de todas. Toca
a los grupos establecidos por vínculos culturales y religiosos –dentro
de la libertad que a sus miembros corresponde– desarrollar en el cuer-
po social, de manera desinteresada y por su propio camino, estas con-
vicciones últimas sobre la naturaleza, el origen y el fin del hombre y
de la sociedad.
Democracia y Participación Política 177

En este campo conviene recordar el principio proclamado por el


Concilio Vaticano II: “La verdad no se impone más que por la fuerza
de la verdad misma, que penetra el espíritu con tanta dulzura como
potencia”4.

[114] JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991): exigencias y límites


de la democracia

Aparece aquí reafirmada la dimensión esencial de la democracia –la participa-


ción ciudadana–, iluminada ahora desde la insistencia, tan querida a Juan
Pablo II, en la “subjetividad” de la sociedad. Pero lo que más destaca en este
pasaje es la llamada de atención a lo que el Papa considera el principal peligro
de la democracia hoy: pensar que la verdad es el mero resultado de la opinión
de la mayoría de los ciudadanos, negando que existe una verdad objetiva que
está por encima de toda libertad y autonomía humana.

(46) La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en


que se asegura la participación de los ciudadanos en las opciones polí-
ticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a
sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de
manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de
grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por
motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado.
Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de
derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona huma-
na. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción
de las personas concretas, mediante la educación y la formación de los
verdaderos ideales, así como de la “subjetividad” de la sociedad
mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsa-
bilidad. Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo
escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a
las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de
conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde
el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea deter-
minada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios
políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una ver-

4. Dignitatis humanae 1, AAS 58 (1966) 930.


178 Doctrina Social de la Iglesia

dad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas
y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente
para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facili-
dad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la histo-
ria.
Capítulo XI
RESISTENCIA AL PODER, REVOLUCIÓN

El tema de la resistencia al poder es clásico en la tradición moral


cristiana. Implica el reconocimiento de una verdad moral objetiva, que
está por encima de todo poder humano.
Este principio tiene una doble aplicación: la no obediencia puntual
a una ley positiva o mandato del poder constituido por ir en contra de
la ley natural o de la ley divina; el levantamiento contra quien ostenta
el poder político, que tradicionalmente se ha vinculado con el recurso
a la violencia (recuérdese la doctrina clásica sobre el tiranicidio).
En la Doctrina Social de la Iglesia toda esta temática ha sido reco-
gida, aunque con diferentes matices según las circunstancias.
En el siglo XIX el acento se pone más en la obediencia al poder
constituido, con la intención evidente de reforzarlo en un momento en
que es objeto de continuos ataques por parte de los movimientos revo-
lucionarios. Esto no es óbice, sin embargo, para que se admita el dere-
cho –y el deber– de no obedecer a las leyes injustas (que muchas veces
se ven concretadas en disposiciones que van contra los derechos de la
Iglesia).
Una referencia explícita a la insurrección revolucionaria no apare-
ce en los documentos pontificios hasta 1937, con ocasión de las perse-
cuciones que sufren los católicos en México. Pero la toma de postura
más conocida sobre la revolución y su justificación ética es la de Pablo
VI en Populorum progressio, con el trasfondo de los movimientos gue-
rrilleros de los años 60 en América Latina: por esta razón sus afirma-
ciones encontraron un eco muy alarmista en muchos ambientes socia-
les.
Ahora bien, en la Doctrina Social de la Iglesia hay siempre una
clara preferencia por la reforma frente a la alternativa revolucionaria
(aun cuando se exija para aquélla el máximo radicalismo). Tal postura
180 Doctrina Social de la Iglesia

se explica, no sólo por la resistencia de la Iglesia al uso de la violen-


cia social (que tiene que ver con su rechazo de la lucha de clases como
instrumento de progreso para la sociedad), sino también por el conven-
cimiento de que muy raras veces estos movimientos llegan a alcanzar
sus metas sin verse obligados a pagar un precio desproporcionado.
Esto justifica otra afirmación complementaria: la de proceder a profun-
das reformas, que desactiven el impulso revolucionario, cuando el
orden social está marcado por las desigualdades y las injusticias.

******

[115] LEÓN XIII, Quod apostolici munus (1878): no tajante a la revo-


lución

La Doctrina Social se inicia con una postura de tajante negativa a toda posi-
ble insubordinación ante el poder constituido. En el contexto de frecuentes
revueltas de mediados del siglo XIX una postura así revela la preocupación
por no dar ni el más mínimo apoyo a esos movimientos revolucionarios,
poniéndose decididamente de parte del orden vigente. Esta doctrina no es, sin
embargo, absoluta. Tiene una excepción, que encontraba no pocas aplicacio-
nes en las iniciativas de muchos gobiernos de la época, inspirados por el libe-
ralismo y marcados por el anticlericalismo: aquellas leyes que contradicen a la
ley divina o a la ley natural.

(7) (...) Y si alguna vez sucede que los gobernantes ejercen el poder
con abusos y extralimitaciones, la doctrina católica no permite insu-
rrecciones arbitrarias contra ellos, para evitar el peligro de que la tran-
quilidad del orden sufra una perturbación mayor y la sociedad reciba
por esto un daño más grande. Y si el exceso del gobernante llega al
punto de no vislumbrarse otra esperanza de salvación, enseña que el
remedio se ha de buscar con los méritos de la paciencia cristiana y con
las fervientes oraciones a Dios.- Sin embargo, cuando las disposiciones
arbitrarias del poder legislativo o del poder ejecutivo promulgan u
ordenan algo contrario a la ley divina o a la ley natural, la dignidad del
cristianismo, las obligaciones de la profesión cristiana y el mandato del
Apóstol enseñan que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres1.

1. Hch 5,29.
Resistencia al Poder, Revolución 181

[116] LEÓN XIII, Diuturnum illud (1881): la no obediencia al poder


político

Pocos años después, León XIII insiste sobre la misma idea: no hay que obede-
cer aquellos preceptos que van contra la ley de Dios o la ley natural. Y se da
la razón: porque la obediencia se debe últimamente a Dios; a los hombres
(investidos de legítima autoridad), sólo en la medida en que actúan y mandan
de acuerdo con los designios divinos.

(11) Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se
les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al dere-
cho divino. Todas las cosas en las que la ley natural o la voluntad de
Dios resultan violadas, no pueden ser mandadas ni ejecutadas. Si,
pues, sucede que el hombre se ve obligado a hacer una de dos cosas,
o despreciar los mandatos de Dios, o despreciar la orden de los prín-
cipes, hay que obedecer a Jesucristo, que manda dar al César lo que
es del César y a Dios lo que es Dios2. A ejemplo de los apóstoles, hay
que responder animosamente: Es necesario obedecer a Dios antes que
a los hombres3. Sin embargo, los que así obran no pueden ser acusa-
dos de quebrantar la obediencia debida, porque si la voluntad de los
gobernantes contradice a la voluntad y las leyes de Dios, los gober-
nantes rebasan el campo de su poder y pervierten la justicia. Ni en
este caso puede valer su autoridad, porque esta autoridad, sin la jus-
ticia, es nula.

[117] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): un orden social justo para
garantizar la estabilidad

Pero las tendencias revolucionarias del siglo XIX no pueden ser combatidas
sólo desde la afirmación de la obediencia a la autoridad. Es preciso además
atacar las causas que las alientan. En esta dirección apunta la propuesta de
más alcance de la primera encíclica social: la necesidad de extender de la pro-
piedad privada a todos. Sólo así se puede, en efecto, evitar el malestar que sub-
yace a muchos movimientos revolucionarios. Para garantizar la estabilidad del
orden social no basta controlar o perseguir a los agitadores sociales, hay que

2. Mt 22,21.
3. Hch 5,29.
182 Doctrina Social de la Iglesia

eliminar las causas objetivas que les mueven a agitar a las masas: en este caso,
la mala distribución de la riqueza y de la propiedad.

(33) Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para


sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea pru-
dente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que parece aconsejar
la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con
que ir constituyendo un pequeño patrimonio. Pues ya vimos que la
cuestión que tratamos no puede tener una solución eficaz si no es
dando por sentado y aceptado que el derecho de propiedad debe
considerarse inviolable. Por ello, las leyes deben favorecer este derecho
y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa
obrera tenga algo en propiedad. Con ello se obtendrían notables ven-
tajas, y en primer lugar, sin duda alguna, una más equitativa distri-
bución de las riquezas. La violencia de las revoluciones civiles ha di-
vidido a las naciones en dos clases de ciudadanos, abriendo un inmen-
so abismo entre una y otra. En un lado, la clase poderosa, por rica,
que monopoliza la producción y el comercio, aprovechando en su pro-
pia comodidad y beneficio toda la potencia productiva de las riquezas,
y goza de no poca influencia en la administración del Estado. En el
otro, la multitud desamparada y débil, con el alma lacerada y dis-
puesta en todo momento al alboroto. Mas, si se llegara prudentemen-
te a despertar el interés de las masas con la esperanza de adquirir algo
vinculado con el suelo, poco a poco se iría aproximando una clase a
la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la
extremada indigencia.

[118] PÍO XI, Firmissimam constantiam (1937): justificación y con-


diciones para una insurrección violenta

Casi medio siglo después de los textos que preceden, encontramos este pasaje
en el que se toma postura en relación con la insurrección revolucionaria. El con-
texto es muy distinto: las persecuciones que sufren los católicos en México a
manos de gobiernos liberales. El recurso a la violencia es juzgado aquí como un
medio, pero su empleo ha de someterse a estrictas condiciones: su justificación
sólo cabe cuando se han agotado todos los demás recursos; incluso, una vez
aceptado, el uso mismo debe estar sometido a nuevas restricciones. Es eviden-
Resistencia al Poder, Revolución 183

te que, según la doctrina de la Iglesia, el uso de la violencia sólo en muy conta-


das ocasiones se podría justificar.

(34) Por consiguiente, es muy natural que, cuando se atacan aun las
más elementales libertades religiosas y cívicas, los ciudadanos católicos
no se resignen pasivamente a renunciar a tales libertades. Aunque la
reivindicación de estos derechos y libertades puede ser, según las
circunstancias, más o menos oportuna, más o menos enérgica.
(35) Vosotros habéis recordado a vuestros hijos más de una vez que
la Iglesia fomenta la paz y el orden, aun a costa de graves sacrificios, y
que condena toda insurrección violenta que sea injusta, contra los
poderes constituidos. Por otra parte, también vosotros habéis afirma-
do que, cuando llegara el caso de que esos poderes constituidos se
levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los funda-
mentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces con-
denar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y para
defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que
se valen del poder público para arrastrarla a la ruina.
(36) Si bien es cierto que la solución práctica depende de las circuns-
tancias concretas, con todo, es deber nuestro recordaros algunos prin-
cipios generales que hay que tener siempre presentes, y son:
1º. Que estas reivindicaciones tienen razón de medio o de fin rela-
tivo, no de fin último y absoluto.
2º. Que, en su razón de medio, deben ser acciones lícitas y no
intrínsecamente malas.
3º. Que, si han de ser medios proporcionados al fin, hay que usar
de ellos solamente en la medida que sirven para conseguirlo o hacerlo
posible en todo o en parte, y en tal modo que no proporcionen a la
comunidad daños mayores que aquellos que se quieran reparar.
4º. Que el uso de tales medios y el ejercicio de los derechos cívicos
y políticos en toda su amplitud, incluyendo también los problemas de
orden puramente material y técnico o de defensa violenta, no es en
manera alguna de la incumbencia del clero ni de la Acción Católica
como tales instituciones, aunque también, por otra parte, a uno y a
otra pertenece el preparar a los católicos para hacer recto uso de sus
derechos y defenderlos con todos los medios legítimos, según lo exige
el bien común (...).
184 Doctrina Social de la Iglesia

[119] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): evolución, no revolución

También Juan XXIII se hizo eco del tema, aludiendo a las buenas intenciones
de aquellos que aspiran a una transformación radical de situaciones y estruc-
turas injustas. La postura de este Papa concuerda con la de sus predecesores,
en cuanto a la resistencia a justificar el recurso a la violencia aun en estos casos
en que se persigue una justa causa. Se recomienda, en cambio, una actitud más
paciente, aunque también decidida, que promueva el cambio por la vía de una
evolución progresiva.

(161) No faltan en realidad hombres magnánimos que, ante situacio-


nes que concuerdan poco o nada con las exigencias de la justicia, se
sienten encendidos por un deseo de reforma total y se lanzan a ella con
tal ímpetu, que casi parece una revolución política.
(162) Queremos que estos hombres tengan presente que el crecimiento
paulatino de todas las cosas es una ley impuesta por la naturaleza y que,
por tanto, en el campo de las instituciones humanas no puede lograrse
mejora alguna si no es partiendo paso a paso desde el interior de las ins-
tituciones. Es éste precisamente el aviso que da nuestro predecesor, de
feliz memoria, Pío XII, con las siguientes palabras: No en la revolución,
sino en una evolución concorde, están la salvación y la justicia. La vio-
lencia jamás ha hecho otra cosa que destruir, no edificar; encender las
pasiones, no calmarlas; acumular odio y escombros, no hacer fraternizar
a los contendientes, y ha precipitado a los hombres y a los partidos a la
dura necesidad de reconstruir lentamente, después de pruebas dolorosas,
sobre los destrozos de la discordia4.

[120] PABLO VI, Populorum progressio (1967): posibilidades y lími-


tes de la revolución

Este pasaje, que ha sido interpretado muchas veces como un apoyo peligroso a
la revolución, no constituye sino una matizada actualización de la doctrina tra-
dicional del tiranicidio, que prácticamente había quedado ignorada por los
documentos anteriores. Su contexto es el de las profundas reformas que exigen
los países subdesarrollados para entrar en la vía del desarrollo. Pablo VI no quie-
re dar impulso a las propuestas de transformación revolucionaria de la sociedad,

4. PÍO XII, Alocución a los trabajadores italianos en la fiesta de Pentecostés, 13 de junio


de 1943, AAS 35 (1943) 175.
Resistencia al Poder, Revolución 185

pero advierte que, en situaciones extremas, estas propuestas pueden estar ética-
mente justificadas. Combatir la revolución implica, por consiguiente, combatir
las causas objetivas que la justificarían. Ya lo decía León XIII en Rerum nova-
rum: pero allí se excluía cualquier recurso a la violencia, mientras que ahora no
se excluye en absoluto, aunque se advierte de sus muchos peligros.

(30) Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo.


Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal
dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo
que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la
vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violen-
cia tan graves injurias contra la dignidad humana.
(31) Sin embargo, como es sabido, la insurrección revolucionaria
–salvo en el caso de tiranía evidente y prolongada que atentase grave-
mente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosa-
mente el bien común del país– engendra nuevas injusticias, introduce
nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir
un mal real al precio de un mal mayor.
Capítulo XII
RELACIONES ENTRE IGLESIA
Y COMUNIDAD POLÍTICA

Este tema es quizás de los más decisivos para comprender cómo ha


llegado la Iglesia a la visión que tiene hoy sobre el lugar y la función
que le corresponde en la sociedad moderna. En este sentido, este capí-
tulo complementa lo que se dijo en el capítulo 1, y debe ser leído
teniendo presente lo que se dijo allí.
El enfoque que ha dado la Doctrina Social de la Iglesia a esta cues-
tión bascula entre dos modelos de comprensión de la sociedad: el
dominante en la sociedad antigua y el derivado de la modernidad.
En el modelo antiguo la dimensión religiosa del ser humano, que le
es consustancial, implica una sociedad donde la institución religiosa
(la Iglesia) es uno de sus principales elementos estructurantes, y debe
ser así reconocido por todos los ciudadanos y por los poderes públicos.
La sociedad que de ahí deriva es única y está sometida a dos poderes,
uno espiritual y otro temporal, que se distribuyen las competencias y
han de guardar entre ellos una relación de armonía.
El modelo que se configura con la modernidad no niega la dimen-
sión religiosa como esencial a la persona, pero, en virtud del respeto a
la conciencia individual, admite que la sociedad no puede organizarse
desde el reconocimiento explícito de la religión y la aceptación incon-
dicional de la autoridad religiosa.
Fue el Vaticano II el que asumió con todas sus consecuencias esta
nueva situación de la sociedad moderna y avanzó en un nuevo paradig-
ma de la relaciones entre la Iglesia y esa sociedad, especialmente en
lo que atañe a su organización política. De este modo, el Concilio reco-
noce la autonomía de esa realidad, que ya no le está subordinada, pero
con la que tiene que mantener múltiples relaciones, siempre basadas
en el diálogo y no en el principio de autoridad.
188 Doctrina Social de la Iglesia

Un aspecto esencial de esa organización social es la estructura


política, que es la que más directamente contemplamos en este capítu-
lo. La autonomía del Estado es consecuencia de la autonomía recono-
cida a toda la realidad temporal. Pero esto no significa una ausencia
de relaciones entre la Iglesia y el poder político. Lo que sin duda impli-
ca es un reenfoque del tema: si antes se concentró en las relaciones
entre Iglesia y Estado, hoy tiende a ampliarse a las relaciones entre la
Iglesia y la sociedad política. Dicho de otra manera: pasa el acento de
las instituciones (o de sus cabezas) a la totalidad de las personas, con-
secuentemente con una visión de la Iglesia que atiende a toda la comu-
nidad creyente y no sólo a sus autoridades jerárquicas. Por eso este
capítulo está en estrecha relación con el siguiente. El mismo Concilio
es el que mejor sistematizó esta nueva doctrina, de la que la afirmación
del derecho a la libertad religiosa es factor sustancial (cf. los textos,
recogidos en el capítulo 8).

******

[121] LEÓN XIII, Immortale Dei (1885): obligación del Estado de


reconocer y proteger a la religión verdadera

El Estado no queda eximido de la obligación de toda persona de reconocer al


verdadero Dios y vivir en sumisión a Él. Según esta doctrina, que refleja las con-
cepciones dominantes en la sociedad antigua, la obligación del Estado no se
limita al reconocimiento y respeto del hecho religioso en general, sino que
implica asumir la verdadera religión, defenderla y someterse a sus dictados.
Tales obligaciones tienen una justificación idéntica a las de todo individuo:
pareciera que el paso del individuo al Estado y a la sociedad política es cuestión
meramente cuantitativa, y no cualitativa.

(3) Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado


tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e
importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural que
manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque
de Él dependemos, y porque, habiendo salido de Él, a Él hemos de vol-
ver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no
están menos sujetos al poder de Dios cuando viven en sociedad que
Relaciones Entre Iglesia y Comunidad Política 189

cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obli-


gada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su exis-
tencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes.
Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios
deberes para con Dios, (...) de la misma manera los Estados no pue-
den obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni recha-
zar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, ele-
gir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El
Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la
forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por
tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de
Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de
favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo
de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de
aquélla (...).
Evidentemente, según la mentalidad de la época, es imposible dudar cuál sea
esta religión verdadera, que el Estado tiene que acatar.

(4) Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál


es la religión verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el
cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros, la rápi-
da propagación de la fe aun en medio de poderes enemigos y de difi-
cultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos
parecidos, demuestran que la única religión verdadera es aquélla que
Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y
propagarla por todo el mundo.

[122] LEÓN XIII, Immortale Dei (1885): Iglesia y Estado, dos pode-
res soberanos, distintos, pero coordinados

El reconocimiento de la religión verdadera lleva a exponer cuáles deben ser las


relaciones del Estado con ella. Esta relación se explica como una relación, no
entre dos realidades sociales, sino entre dos poderes sobre la misma sociedad,
ya que pertenecer a la sociedad implica pertenecer a la Iglesia. Es más, la
mayor excelencia del poder eclesiástico (consecuencia de la superioridad de sus
fines) justifica que el poder civil se subordine últimamente a él. La libertad reli-
giosa no está aún reconocida como derecho, ni siquiera aceptado a nivel sólo
fáctico el pluralismo religioso.
190 Doctrina Social de la Iglesia

(6) Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano


entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder ecle-
siástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encar-
gado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su
género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, defini-
dos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta
una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure
proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes
soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un
mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la compe-
tencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen
de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de
composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder (...).
Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una
ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, al que se da en el
hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medi-
da de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que
examinar la naturaleza de cada uno de sus poderes teniendo en cuenta
la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene
como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El
poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así,
todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo
que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su
propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae
bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el
régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justi-
cia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente
que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios.

[123] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum (1888): liberalismo y


separación Iglesia-Estado

Este fragmento contiene una crítica del liberalismo en una de sus versiones
más moderadas, por su forma de entender la separación Iglesia-sociedad. León
XIII ha consagrado esta nueva encíclica, dos años después de la Immortale
Dei, a un análisis crítico del liberalismo, concretado en uno de sus puntos
nucleares: la concepción de la libertad, así como las consecuencias que se deri-
van de ella. La encíclica distingue tres grados de liberalismo, según el radica-
lismo con que interpretan la libertad. Los más moderados, los que se van a cri-
Relaciones Entre Iglesia y Comunidad Política 191

ticar en el pasaje que sigue, entienden la separación Iglesia-Estado en el senti-


do de que las leyes divinas no deben ser tenidas en cuenta por el Estado a la
hora de legislar.

(14) Hay otros liberales algo más moderados, pero no por esto más
consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectiva-
mente, las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los par-
ticulares, pero no la vida y la conducta del Estado; es lícito en la vida
política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en
cuenta para nada. De esta doble afirmación brota la perniciosa conse-
cuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado.
Es fácil comprender el absurdo error de estas afirmaciones. Es la
misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a
los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosa-
mente, es decir, según las leyes de Dios (..). Por ello es absolutamente
contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocu-
parse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las
contradiga (...). Por esta razón los que en el gobierno de Estado pre-
tenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de
su propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza
(...).

[124] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum (1888): tolerancia

Este pasaje es importante en la línea de los esfuerzos de León XIII por esta-
blecer puentes con la sociedad moderna. Tras la crítica que se ha hecho del
liberalismo, el Papa no puede dejar de reconocer la realidad de muchos que no
aceptan la religión cristiana. Eso le lleva una actitud de cierta tolerancia, que
es una concesión a esa realidad que se le impone. Porque una cosa son los prin-
cipios expuestos en este documento y en otros anteriores sobre los deberes del
Estado para con la verdadera religión y sobre las relaciones de éste con la
Iglesia, y otra el hecho fáctico de un pluralismo religioso que impide aplicar
estos principios en todo su rigor. Estas situaciones de hecho permiten cierta
tolerancia, lo que no puede interpretarse como reconocimiento estricto de un
derecho.

(23) (...) La Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de las
debilidades humanas. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe
la historia espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa,
aun concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la vir-
192 Doctrina Social de la Iglesia

tud, no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de


los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a
la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un
mayor bien. Dios mismo, en su providencia, aun siendo infinitamente
bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos
males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y
en parte para que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el
gobierno político al que gobierna el mundo. Más aún, no pudiendo la
autoridad humana impedir todos los males, debe “permitir y dejar
impunes muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente
por la divina Providencia”1. Pero, en tales circunstancias, si por causa
del bien común, y únicamente por ella, puede y aun debe la ley huma-
na tolerar el mal, no puede, sin embargo, aprobarlo y quererlo en sí
mismo.

[125] PÍO X, Notre charge apostolique (1910): vuelta a la civilización


cristiana

Esta encíclica contiene la condenación solemne del movimiento francés Le


Sillon, liderado por Marc Sangnier, que buscaba un acercamiento a la socie-
dad moderna, afirmando que es posible ser cristiano y republicano. Pero ser
republicano en el contexto de la Francia de comienzos de siglo significaba
aceptar todos las teorías liberales sobre la política. El texto que sigue formula
concisamente cómo ha de concebirse la organización política de la sociedad y
qué lugar hay que reconocer en ella a la Iglesia. La postura del Papa (¿en
contraste con su predecesor?) es de negativa a aceptar ninguna posible nove-
dad en la organización de la sociedad.

(11) No, venerables hermanos –hay que recordarlo enérgicamente en


estos tiempos de anarquía social e intelectual, en que cada individuo
se convierte el doctor y legislador–, no se edificará la ciudad de un
modo distinto a como Dios la ha edificado; no se levantará la socie-
dad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civi-
lización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las
nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la ciudad
católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar
sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre

1. SAN AGUSTÍN, De libero arbitrio, I, 6, 14; PL 32, 1228.


Relaciones Entre Iglesia y Comunidad Política 193

nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad: omnia


instaurare in Christo.

[126] PABLO VI, Ecclesiam suam (1964): evangelización y diálogo


con el mundo moderno

Pablo VI dedicó la encíclica inaugural al diálogo, dando así una clave para
entender todo su pontificado. Estamos en pleno concilio. Este diálogo no es
sólo una estrategia social sino algo que dimana de la misión evangelizadora de
la Iglesia. Así lo expone Pablo VI en este pasaje: el diálogo es la forma que
Dios adoptó para comunicarse a los hombres a lo largo de la historia; por eso
debe ser la forma que asuma la Iglesia para difundir su mensaje.

(59) Si realmente la Iglesia, como decíamos, tiene conciencia de lo que


el Señor quiere que sea, surge en ella una singular plenitud y una necesi-
dad de efusión con la clara advertencia de una misión que la trasciende,
de un anuncio que debe difundir. Es el deber de la evangelización. Es el
mandato misionero. Es el ministerio apostólico. No es suficiente una
actitud de fiel conservación (...). El deber congénito al patrimonio recibi-
do de Cristo es la difusión, es la oferta, es el anuncio; lo sabemos muy
bien. Id, pues; enseñad o todas las gentes (Mt 28,19). Es el último man-
dato de Cristo a sus apóstoles. Estos, con el mismo nombre de apóstoles,
definen su propia indeclinable misión. Nos daremos a este interior impul-
so de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad el nombre,
hoy ya común, de diálogo (...).
(64) (...) He aquí, venerables hermanos, el origen trascendente del diá-
logo. Se halla aquél en la intención misma de Dios. La religión es, por su
propia naturaleza, una relación entre Dios y el hombre. La oración
expresa en forma de diálogo esta relación. La revelación, es decir, la rela-
ción sobrenatural que Dios en persona ha tomado la iniciativa de ins-
taurar con la humanidad, puede ser representada como un diálogo en el
cual el Verbo de Dios se expresa en la encarnación, y, por tanto, en el
Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el
hombre a causa del pecado original, ha sido maravillosamente reanuda-
do en el curso de la historia. La historia de la salvación narra preci-
samente este largo y variado diálogo, que parte de Dios y entabla con el
hombre múltiple y admirable conversación (...).
194 Doctrina Social de la Iglesia

[127] PABLO VI, Ecclesiam suam (1964): condiciones para el diálogo


con el mundo moderno

El diálogo es una forma de relacionarse la Iglesia con la sociedad. No es la


única posible, ni ha sido la única en la historia. El Papa recorre algunas otras
modalidades que evocan tiempos pasados. En contraposición con ellas, el
camino del diálogo destaca con toda su fuerza y su novedad. Supone un talan-
te diferente, que acepta la igualdad entre los interlocutores, aunque no impli-
que renunciar a la propia verdad.

(72) Como es evidente, las relaciones entre la Iglesia y el mundo pue-


den revestir muchos aspectos diversos entre sí. Teóricamente hablando,
la Iglesia podría proponerse el reducir al mínimo tales relaciones pro-
curando apartarse del trato con la sociedad profana. Igualmente podría
proponerse el desarraigar los males que en ésta pueden encontrarse
anatematizándolos y promoviendo cruzadas contra ellos. Podría, por el
contrario, acercarse a la sociedad profana para intentar obtener influ-
jo preponderante o incluso ejercitar en ella un dominio teocrático. Y
así otras muchas maneras. Parécenos, sin embargo, que la relación de
la Iglesia con el mundo, sin excluir otras formas legítimas, puede con-
figurarse mejor como un diálogo, en modo alguno unívoco, sino adap-
tado a la índole del interlocutor y a las circunstancias de hecho (una
cosa es en realidad el diálogo con un niño y otra con un adulto; una
cosa es el diálogo con un creyente y otra con un no creyente). Lo cual
está sugerido por la costumbre ya generalizada de concebir así las rela-
ciones entre lo sagrado y lo profano, por el dinamismo transformador
de la sociedad moderna, por el pluralismo de sus manifestaciones, e
igualmente por la madurez del hombre, religioso o no religioso, capa-
citado por la educación civil para pensar, para hablar y para tratar con
la dignidad del diálogo.
(73) Esta forma de relación denota un propósito de corrección, de
estima, de simpatía, de bondad, por parte del que la establece. Excluye
la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la futili-
dad de la conversación inútil. Si bien no mira a obtener inme-
diatamente la conversión del interlocutor, ya que respeta su dignidad y
su libertad, mira, sin embargo, al provecho de éste, y quisiera dispo-
nerlo a más plena comunión de sentimientos y de convicciones.
Relaciones Entre Iglesia y Comunidad Política 195

(74) El diálogo, por consiguiente, supone un estado de ánimo en


nosotros los que pretendemos introducirlo y alimentarlo con cuantos
nos rodean; el estado de ánimo de quien siente dentro de sí el peso del
mandato apostólico, de quien advierte que no puede ya separar la pro-
pia salvación de la búsqueda de la de los demás, de quien se afana con-
tinuamente por colocar el mensaje del que es depositario en la corrien-
te del pensamiento humano.

[128] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): autonomía de


lo temporal

Este es unos de los puntos esenciales de la doctrina del Vaticano II, ya que con-
tribuye a replantear las relaciones entre la sociedad y la Iglesia. Aunque toda
la actividad humana debe estar últimamente subordinada a Dios, eso no niega
la autonomía de esa realidad, que tiene sus propias leyes. Ahora bien, la subor-
dinación a Dios no supone subordinación a la autoridad de la Iglesia. En esto
se ha dado un paso decisivo en relación con la doctrina vigente desde antiguo
y reafirmada con fuerza en el siglo XIX (cf. documentos citados de León XIII).

(35) (...) Por lo tanto, ésta es la norma de la actividad humana: que,


conforme al designio y a la voluntad divina, se armonice con el autén-
tico bien del género humano, y que permita al hombre, como individuo
o como miembro de la sociedad, el cultivo y la realización de su ínte-
gra vocación.
(36) Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por
una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la
religión, se obstaculice la autonomía del hombre, de la sociedad o de la
ciencia.
Si por autonomía de la realidad terrena entendemos que las cosas
creadas y la sociedad misma gozan de leyes y valores propios, que el
hombre va gradualmente conociendo, aplicando y organizando, es
absolutamente legítimo exigir esa autonomía. No es sólo una reclama-
ción de los hombres de hoy. Es que además responde a la voluntad del
Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas
han sido estructuradas con una consistencia propia, con verdad, con
bondad y con leyes propias, y según un orden, que el hombre debe res-
petar, teniendo en cuenta los métodos propios de cada ciencia y de cada
técnica (...)
196 Doctrina Social de la Iglesia

Sin embargo, si por “autonomía de lo temporal” se entiende que las


cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre las puede utilizar
de modo que no las refiera al Creador, no habrá nadie de los que creen
en Dios que no se dé cuenta hasta qué punto estas opiniones son falsas.
La criatura sin el Creador se esfuma. Por lo demás, todos los creyentes,
de cualquier religión, han oído siempre la voz y la manifestación de Él
en el lenguaje de las criaturas. Es más, por el olvido de Dios, la criatu-
ra misma se oscurece.

[129] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): comunidad


política e Iglesia

Sobre los presupuestos de la autonomía de lo temporal se presenta ahora la


doctrina sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado (la comunidad políti-
ca). Se toma como base desde el comienzo la realidad del pluralismo, tan
característica de las sociedades modernas. Afirmada la independencia de la
Iglesia respecto al Estado, se reivindica su libertad para desempeñar la misión
que le es propia. A mismo tiempo se renuncia a todo poder o privilegio, que
más bien enturbiarían su misión.

(76) Es de gran importancia, sobre todo allí donde existe una socie-
dad pluralista, que se tenga una visión correcta de las relaciones entre
la comunidad política y la Iglesia, y que se distinga claramente entre la
actuación de los cristianos, aislada o asociadamente, en nombre propio
y como ciudadanos guiados por su conciencia cristiana, y su actuación
en nombre de la Iglesia y en comunión con sus pastores.
La Iglesia, que, por razón de su misión y de su competencia, no se
confunde de ninguna manera con la comunidad política ni está ligada
a ningún sistema político, es al mismo tiempo signo y salvaguardia de
la trascendencia de la persona humana.
La comunidad política y la Iglesia, cada una en su ámbito propio, son
mutuamente independientes y autónomas. Sin embargo, ambas, aunque
por título diverso, están al servicio de la vocación personal y social de
unos mismos hombres. Tanto más eficazmente ejercerán este servicio en
bien de todos cuanto mejor cultiven entre ellas una sana colaboración,
teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y de tiempo. Pues
el hombre no está limitado solamente al orden temporal, sino que, vivien-
do en la historia humana, conserva íntegramente su vocación eterna (...).
Relaciones Entre Iglesia y Comunidad Política 197

Ciertamente, las realidades terrenas y las realidades espirituales


están estrechamente ligadas entre sí, y la Iglesia misma se sirve de las
cosas temporales en la medida en que su misión propia así lo requiere.
Pero no pone su esperanza en los privilegios que otorga el poder civil;
incluso renunciará al ejercicio de determinados derechos legítimamen-
te adquiridos, cuando resulte que su uso puede poner en duda la since-
ridad de su testimonio o las nuevas circunstancias de la vida exijan otra
ordenación. Pero siempre y en todas partes es de justicia que pueda la
Iglesia predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social,
ejercer sin trabas su misión entre los hombres, así como expresar su jui-
cio moral acerca, incluso, de cosas que se refieren al orden político,
cuando así lo exijan o los derechos fundamentales de la persona, o la
salvación de las almas, empleando para ello todos y solamente los
medios conformes con el Evangelio y con el bien de todos, según la
diversidad de tiempos y de circunstancias.
Capítulo XIII
COMPROMISO SOCIOPOLÍTICO
DE LOS CRISTIANOS
La participación de los cristianos en la actividad política es un
tema que, al igual que el de las relaciones entre la Iglesia y la socie-
dad política, está muy condicionado por la comprensión de la sociedad
y la eclesiología que de ella deriva. Una vez más constatamos la estre-
cha vinculación entre diferentes puntos centrales en la Doctrina Social
de la Iglesia.
La distancia que separaba al liberalismo del siglo XIX de la doctri-
na oficial de la Iglesia y los conflictos prácticos entre la Santa Sede y
los Estados modernos son el escenario que hay que tomar como punto
de partida. Las diferencias eran tan abismales que las posibilidades de
mutuo acercamiento eran escasas. Esto no obsta para que haya una lla-
mada insistente dirigida a los católicos para que se hagan presentes
en la vida política, con todas las reservas derivadas de las circunstan-
cias antedichas. En esta llamada hay algunas recomendaciones recu-
rrentes: fidelidad a la doctrina de la Iglesia, especialmente en lo que
se refiere a su concepción del Estado; defensa de los legítimos intere-
ses de la Iglesia en una sociedad que los somete a amenazas casi con-
tinuas; unidad de pensamiento y acción entre los cristianos, frente a la
dispersión de ideas y tendencias dominante, y fidelidad a las directri-
ces de la jerarquía como antídoto para la división dentro de la Iglesia.
Las dificultades son de tal envergadura, que en muchos momentos
el compromiso tiende a desviarse hacia el terreno social, donde el cho-
que con las ideologías no se muestra tan virulento. El catolicismo
social de finales del siglo XIX y comienzos del XX se orienta en esta
dirección; lo mismo puede decirse de los primeros tiempos de la demo-
cracia cristiana, cuando ésta sólo se admite como acción social.
De nuevo aquí el cambio de rumbo está en relación con la valora-
ción de la sociedad moderna y de la mentalidad que la caracteriza. Hay
200 Doctrina Social de la Iglesia

que repetir que el dato decisivo aquí es la aceptación del pluralismo


ideológico, que significa el adiós definitivo a la uniformidad de la
sociedad antigua. Construir un marco de convivencia para todos los
ciudadanos, respetuoso del pluralismo, es la misión de la actividad
política. De esa tarea no puede sentirse dispensado el creyente.
El problema principal que se va a plantear al abordar el compromi-
so sociopolítico de los creyentes en esta nueva situación es el de las
posibilidades de colaboración con personas de otras ideologías. Los
criterios que se van elaborando al respecto son claros: el creyente
tiene que esforzarse para que sus puntos de vista cristianos inspiren
realmente las instituciones sociales y políticas; esta tarea no puede
basarse en la imposición desde una verdad que nadie tendría derecho
a discutir, sino desde la capacidad para ofrecer propuestas que sean
atractivas para otros. Esto exige descender al discernimiento concreto
del grado de compromiso que se puede asumir con los grupos sociales
o políticos en cada caso, sin pretender que todo quede resuelto con
normas de alcance universal. Se pide, por tanto, buscar una postura
que excluya, al mismo tiempo, el abstencionismo y la imposición, y que
opte por un esfuerzo siempre renovado de discernimiento. Esto implica,
por fin, distinguir el compromiso de cada cristiano, inspirado por su
vivencia de fe, de las posturas oficiales de la Iglesia: a aquél le es per-
mitido, incluso se le pide, llegar más lejos de lo que podría llegar la
Iglesia institucionalmente. Y es que el pluralismo es una realidad que
no sólo hay que aceptar como rasgo distintivo de la sociedad moderna,
sino como algo que impregna también a los creyentes en cuanto hijos
de la modernidad.

******

[130] LEÓN XIII, Immortale Dei (1885): los católicos y la participa-


ción política

Las relaciones entre la Iglesia y los Estados modernos no fue fluida a lo largo
de todo el siglo XIX. Este dato no debe olvidarse al leer el fragmento que
sigue, porque entonces se valorará mejor la invitación a los católicos para par-
ticipar en la vida política. Al tiempo que se les recomienda que entren en ese
campo de actuación se les previene sobre lo que de censurable hay en las ins-
tituciones políticas.
Compromiso Sociopolítico de los Cristianos 201

(22) (...) Asimismo, por regla general, es bueno y útil que la acción de
los católicos se extienda desde este estrecho círculo a un campo más
amplio, e incluso que abarque el poder supremo del Estado. Decimos
por regla general, porque estas enseñanzas nuestras están dirigidas a
todas las naciones. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por
causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno interve-
nir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero
en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida
pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al
bien común. Tanto más cuanto que los católicos, en virtud de la misma
doctrina que profesan, están obligados en conciencia a cumplir estas
obligaciones con toda fidelidad. De lo contrario, si se abstienen políti-
camente, los asuntos públicos caerán en manos de personas cuya mane-
ra de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el
Estado (...). No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar
lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones polí-
ticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pon-
gan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, pro-
curando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre
vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica (...).
El pasaje anterior se complementa ahora con las directrices concretas que
deben presidir esa acción: aparecer como hijos de la Iglesia, defender la verdad
y la justicia, favorecer una concepción cristiana del Estado, actuar siempre de
acuerdo con la ley natural y con la ley de Dios.

(23) Es necesario renovar en nuestros tiempos los ejemplos de nues-


tros mayores. Es necesario en primer lugar que los católicos dignos de
este nombre estén dispuestos a ser hijos amantes de la Iglesia y apare-
cer como tales. Han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incom-
patible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en la medida que les
permita su conciencia, las instituciones públicas para defensa de la ver-
dad y de la justicia. Han de esforzarse para que la libertad en el obrar
no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios.
Han de procurar que todos los Estados reflejen la concepción cristiana,
que hemos expuesto, de la vida pública. No es posible señalar en estas
materias directrices únicas y uniformes, porque deben adaptarse a cir-
cunstancias de tiempo y lugar muy desiguales entre sí. Sin embargo,
hay que conservar, ante todo, la concordia de las voluntades y tender a
la unidad en la acción y en los propósitos.
202 Doctrina Social de la Iglesia

[131] LEÓN XIII, Graves de communi (1901): democracia cristiana


como acción social

Con esta encíclica León XIII quiso oponerse a un grupo de católicos, sobre
todo italianos, que deseaban entrar en una acción directamente política
mediante la constitución de un partido. Este pasaje muestra evidentes reservas
ante la acción de partidos, al tiempo que se invita a un tipo de acción que está
por encima de las diferencias partidistas. Con esos grandes principios superio-
res parece que basta para que los católicos desarrollen una eficaz acción en
favor de la sociedad, y más concretamente de las clases proletarias.

(6) No es, sin embargo, lícito transferir al campo político el nombre de


democracia cristiana. Porque si bien la democracia, por su misma signifi-
cación etimológica y por el uso constante de los filósofos, indica el régi-
men popular, sin embargo, en la materia presente debe entenderse de tal
manera que, dejando a un lado toda idea política, signifique únicamente
la acción benéfica cristiana en favor del pueblo. Porque los preceptos de
la naturaleza y del Evangelio, precisamente por su esencial superioridad
sobre todos los acontecimientos humanos, no pueden depender de régi-
men político alguno; todo lo contrario, pueden adaptarse a cualquier
forma de gobierno, con tal que ésta no lesione la verdad y la justicia.
Dichos preceptos son y permanecen ajenos por completo a las preferen-
cias partidistas y a los cambios históricos, de tal manera que, sea cual sea
la constitución política de un Estado, pueden y deben los ciudadanos
cumplir los preceptos que les ordenan amar a Dios sobre todas las cosas
y al prójimo como a sí mismos. Esta ha sido la enseñanza constante de la
Iglesia. Esta ha sido la norma que usaron siempre los Romanos Pontífices
al tratar con los Estados, cualquiera que fuera su forma de gobierno. Esto
supuesto, el programa y la acción de los católicos al promover el bien del
proletariado no pueden en modo alguno pretender la preferencia y la
implantación exclusivas de un régimen político sobre otro.

[132] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): colaboración con los no


creyentes

La encíclica sobre la paz plantea las posibilidades de colaboración de los creyen-


tes con los que no lo son cuando exhorta a aquéllos a participar en la vida públi-
ca. La somete a dos criterios: distinguir entre el error y la persona que lo profe-
sa (porque la dignidad de ésta no depende de sus ideas); distinguir también entre
Compromiso Sociopolítico de los Cristianos 203

teorías filosóficas falsas y corrientes históricas que flexibilizan la rigidez de aqué-


llas y la hacen, por ende, menos incompatibles con una visión cristiana de la vida.

(157) Los principios hasta aquí expuestos brotan de la misma naturale-


za de las cosas o proceden casi siempre de la esfera de los derechos natu-
rales. Por ello sucede con bastante frecuencia que los católicos, en la
aplicación práctica de estos principios, colaboran de múltiples maneras
con los cristianos separados de esta Sede Apostólica o con otros hom-
bres que, aun careciendo por completo de la fe cristiana, obedecen, sin
embargo, a la razón y poseen un recto sentido de la moral natural (...).
(158) Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo pro-
fesa, aunque se trate de personas que desconocen por entero la verdad o
la conocen sólo a medias en el orden religioso o en el orden de la moral
práctica. Porque el hombre que yerra no queda por ello despojado de su
condición de hombre, ni auto-máticamente pierde jamás su dignidad de
persona, dignidad que debe ser tenida siempre en cuenta. Además, en la
naturaleza humana nunca desaparece la capacidad de superar el error y
de buscar el camino de la verdad. Por otra parte, nunca le faltan al hom-
bre las ayudas de la divina Providencia en esta materia (...).
(159) En segundo lugar, es también completamente necesario distinguir
entre las teorías filosóficas falsas sobre la naturaleza, el origen, el fin del
mundo y del hombre y las corrientes de carácter económico y social, cul-
tural o político, aunque tales corrientes tengan su origen e impulso en
tales teorías filosóficas. Porque una doctrina, cuando ha sido elaborada
y definida, ya no cambia. Por el contrario, las corrientes referidas, al
desenvolverse en medio de condiciones mudables, se hallan sujetas por
fuerza a una continua mudanza. Por lo demás, ¿quién puede negar que,
en la medida en que tales corrientes se ajusten a los dictados de la recta
razón y reflejen fielmente las justas aspiraciones del hombre, puedan
tener elementos moralmente positivos dignos de aprobación?

[133] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): presencia de


los cristianos en la vida política

En el marco de la doctrina política del Concilio, y dentro de la concisión que


caracteriza a este capítulo, se insiste en la responsabilidad política del cristia-
no como ciudadano, al tiempo que se reconoce el legítimo pluralismo existen-
te en la sociedad y articulado en diferentes grupos (¿partidos?).
204 Doctrina Social de la Iglesia

(75) (...) Todos los cristianos deben vivir en la comunidad política su


peculiar vocación, en virtud de la cual están obligados a dar ejemplo de
sentido de responsabilidad y de servicio al bien común; así demostrarán
también con los hechos cómo se conjugan la autoridad con la libertad, la
iniciativa personal con la solidaridad y las exigencias de todo el cuerpo
social, la unidad conveniente y la provechosa diversidad. En lo que se
refiere a la ordenación de la vida temporal, deben reconocer las legítimas,
aunque discrepantes, opiniones diferentes, y deben respetar a los ciuda-
danos que, aun agrupados, defiendan lealmente su manera de ver (...).

[134] PABLO VI, Populorum progressio (1967): iniciativa y responsa-


bilidad de los laicos

Aunque no se cuenta entre los temas más centrales de esta encíclica el com-
promiso social y político del cristiano, Pablo VI ofrece en la parte final estas
líneas que siguen, de interés por la insistencia en el margen de autonomía y de
responsabilidad que queda al laico a la hora de buscar soluciones y compro-
meterse con ellas. Son ideas que sintonizan profundamente con las directrices
nucleares del Vaticano II.
(81) (...) En los países en vía de desarrollo no menos que en los otros,
los seglares deben asumir como tarea propia la renovación del orden
temporal. Si el papel de la Jerarquía es el de enseñar e interpretar
auténticamente los principios morales que hay que seguir en este terre-
no, a los seglares les corresponde con su libre iniciativa y sin esperar
pasivamente consignas y directrices, penetrar de espíritu cristiano la
mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad
en que viven1.

[135] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): compromiso socio-


político del cristiano

Esta carta de Pablo VI es, sin duda, el documento pontificio que más fecundo
ha sido en sacar las consecuencias de las ideas del Vaticano II en lo que se refie-
re al compromiso político de los cristianos. Punto central en él es la afirmación
de la responsabilidad política de los creyentes, que ahora se concreta en la con-
tribución a la construcción de una auténtica democracia.

1. Cf. Apostolicam actuositatem 7, 13 y 24.


Compromiso Sociopolítico de los Cristianos 205

(24) La doble aspiración hacia la igualdad y la participación trata de


promover un tipo de sociedad democrática. Diversos modelos han sido
propuestos, algunos han sido ya experimentados; ninguno satisface
completamente, y la búsqueda queda abierta entre las tendencias ideo-
lógicas y pragmáticas. El cristiano tiene la obligación de participar en
esta búsqueda, tanto para la organización como para la vida de la
sociedad política. El hombre, ser social, construye su destino a través
de una serie de agrupaciones particulares que requieren, para su per-
feccionamiento y como condición necesaria para su desarrollo, una
sociedad más vasta, de carácter universal, la sociedad política. Toda
actividad particular debe colocarse en esta sociedad ampliada y adquie-
re, por tanto, la dimensión del bien común2.

[136] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): incompatibilidad de


la fe cristiana con las ideologías

El compromiso político del creyente toma como punto de partida la incompa-


tibilidad de la fe cristiana con las dos principales ideologías de nuestro tiem-
po: la marxista y la liberal. Se explica en este fragmento los rasgos de una y
otra en los que se basa dicha incompatibilidad. En contraste con ellas, la fe
cristiana se abre a la dimensión trascendente.
(26) El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política, con-
cebida como servicio, tampoco puede adherirse sin contradicción a sis-
temas ideológicos que se oponen radicalmente o en puntos sustan-
ciales a su fe y a su concepción del hombre: ni a la ideología marxista,
a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como
ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando
al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal
y colectiva; ni a la ideología liberal que cree exaltar la libertad indivi-
dual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda
exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades socia-
les como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas indivi-
duales y no ya como un fin y un criterio más elevado del valor de la
organización social.
(27) ¿Es necesario subrayar la posible ambigüedad de toda ideología
social? Unas veces reduce la acción política o social, a ser simplemente

2. Cf. Gaudium et spes 74.


206 Doctrina Social de la Iglesia

la aplicación de una idea abstracta, puramente teórica; otras, es el pen-


samiento el que se convierte en puro instrumento al servicio de la
acción, como un simple medio para una estrategia. En ambos casos,
¿no es el hombre quien corre el riesgo de verse enajenado? La fe cris-
tiana se sitúa por encima y a veces en oposición a las ideologías, en la
medida en que reconoce a Dios, trascendente y creador, que interpela a
través de todos los niveles de lo creado al hombre como libertad res-
ponsable.

[137] PABLO VI, Octogesima adveniens (1971): posibilidad de com-


promiso del cristiano con los movimientos históricos derivados
de las ideologías

Pero la incompatibilidad con las dos ideologías mencionadas no cierra la puer-


ta a todo posible compromiso. Para mostrarlo, Pablo VI invoca el pasaje de
Pacem in terris donde Juan XXIII contrapone las ideologías a las corrientes o
movimientos históricos derivadas de ellas e inspiradas por ellas.

(30) Pero fuera de este positivismo que reduce al hombre a una so-
la dimensión –importante, hoy día– y que en esto lo mutila, el cris-
tianismo encuentra en su acción movimientos históricos concretos
nacidos de las ideologías y, por otra parte, distintos de ellas. Ya nues-
tro venerado predecesor, Juan XXIII, en la Pacem in terris, muestra
que es posible hacer una distinción: “no se pueden identificar –escri-
be– las falsas teorías filosóficas sobre la naturaleza, el origen y la
finalidad del mundo y del hombre con los movimientos históricos
fundados en una finalidad económica, social, cultural o política, aun-
que estos últimos deban su origen y se inspiren todavía en esas teorí-
as. Una doctrina, una vez fijada y formulada, no cambia más, mien-
tras que los movimientos que tienen por objeto condiciones concretas
y mutables de la vida no pueden menos de ser ampliamente influen-
ciados por esta evolución. Por lo demás, en la medida en que estos
movimientos van de acuerdo con los sanos principios de la razón y
responden a las justas aspiraciones de la persona humana, ¿quién
rehusaría reconocer en ellos elementos positivos y dignos de aproba-
ción?”3.

3. Pacem in terris 159.


Compromiso Sociopolítico de los Cristianos 207

A continuación analiza los movimientos históricos socialistas, derivados del


marxismo en inspirados por él y muestra cuáles son sus puntos de discrepan-
cia con una concepción cristiana de la vida. Pero esto no es óbice para algún
compromiso, que deberá determinarse a través de “un atento discernimiento”.
La palabra discernimiento se hace recurrente en Octogesima adveniens, como
la actitud del cristiano maduro y responsable que estudia con honestidad las
posibilidades de compromiso con los movimientos o partidos políticos de
nuestro tiempo.

(31) Hoy día, los cristianos se sienten atraídos por las corrientes
socialistas y sus diversas evoluciones. Ellos tratan de reconocer allí un
cierto número de aspiraciones que llevan dentro de sí mismos en
nombre de su fe. Se sienten insertos en esta corriente histórica y quie-
ren conducir dentro de ella una acción; ahora bien, esta corriente his-
tórica asume diversas formas bajo un mismo vocablo, según los con-
tinentes y las culturas, aunque ha sido y sigue inspirada en muchos
casos por ideologías incompatibles con la fe. Se impone un atento dis-
cernimiento. Con demasiada frecuencia, los cristianos, atraídos por el
socialismo, tienen la tendencia a idealizarlo, en términos, por otra
parte, muy generosos: voluntad de justicia, de solidaridad y de igual-
dad. Ellos rehúsan admitir las presiones de los movimientos históri-
cos socialistas, que siguen condicionados por su ideología de origen.
Entre los diversos niveles de expresión del socialismo –una aspiración
generosa y una búsqueda de una sociedad más justa, los movimientos
históricos que tienen una organización y un fin político, una ideolo-
gía que pretende dar una visión total y autónoma del hombre – hay
que establecer distinciones que guiarán las opciones concretas. Sin
embargo, estas distinciones no deben tender a considerar tales nive-
les como completamente separados e independientes. La vinculación
concreta que, según las circunstancias, existe entre ellos debe ser cla-
ramente señalada, y esta perspicacia permitirá a los cristianos consi-
derar el grado de compromiso posible en estos caminos, quedando a
salvo los valores, en particular, de libertad, de responsabilidad y de
apertura a lo espiritual, que garantizan el desarrollo integral del hom-
bre (...).
También es desde el discernimiento desde donde hay que analizar las posibili-
dades de compromiso con los movimientos históricos nacidos de la ideología
liberal.
208 Doctrina Social de la Iglesia

(35) Por otra parte, se asiste a una renovación de la ideología liberal.


Esta corriente se afirma, sea en nombre de la eficacia económica, sea
para defender al individuo contra el dominio invasor cada vez más, de
las organizaciones, sea contra las tendencias totalitarias de los poderes
políticos. Ciertamente, hay que mantener y desarrollar la iniciativa per-
sonal. Los cristianos que se comprometen en esta línea, ¿no tienden a
su vez a idealizar el liberalismo que se convierte entonces en una pro-
clamación a favor de la libertad? Ellos querrían un modelo nuevo, más
adaptado a las condiciones actuales, olvidando fácilmente que en su
raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la
autonomía del individuo en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio
de su libertad. Es decir, la ideología liberal requiere por su parte un
atento discernimiento.
Para terminar este importante pasaje se ofrece una norma general que ilu-
mine el compromiso cristiano: mantener el equilibrio entre un compromiso
con esos movimientos, que ha de ser real pero crítico, y mostrar lo específi-
co de la aportación cristiana; todo ello enmarcado en una actitud de servi-
cio a los hermanos.

(36) En este acercamiento renovado de las diversas ideologías, el cris-


tiano sacará de las fuentes de su fe y de las enseñanzas de la Iglesia los
principios y las normas oportunas para evitar el dejarse seducir, y des-
pués quedar encerrado en un sistema cuyos límites y totalitarismo
corren el riesgo de aparecer ante él demasiado tarde si no los percibe en
sus raíces. Por encima de todo sistema, sin omitir por ello el compromi-
so concreto al servicio de sus hermanos, afirmará, en el seno mismo de
sus opciones, lo específico de la aportación cristiana para una transfor-
mación positiva de la sociedad4.

[138] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (1971): compro-


miso en favor de la justicia y misión de la Iglesia

En este compromiso cristiano la construcción de un mundo más justo debe ser


siempre un objetivo de primera línea. El sínodo de 1971 lo captó con fuerza,
como algo vinculado a lo más nuclear de la misión de la Iglesia, aunque la expe-
riencia que se invoca aquí sea la de la injusticia internacional. Por la importan-

4. Cf. Gaudium et spes 11.


Compromiso Sociopolítico de los Cristianos 209

cia de este fragmento nos parece conveniente reproducirlo aquí, y además por-
que nos servirá de base para distinguir las tareas que corresponden a unos y
otros en la Iglesia, según la función que cada uno tiene asignada.

(Introducción) Escuchando el clamor de quienes sufren violencia y se


ven oprimidos por sistemas y mecanismos injustos; y escuchando tam-
bién los interrogantes de un mundo que con su perversidad contradice
el plan del Creador, tenemos conciencia unánime de la vocación de la
Iglesia a estar presente en el corazón del mundo predicando la Buena
Nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos y la alegría a los afli-
gidos. La esperanza y el impulso que animan profundamente al mundo
no son ajenos al dinamismo del Evangelio, que por virtud del Espíritu
Santo libera a los hombres del pecado personal y de sus consecuencias
en la vida social.
La incertidumbre de la historia y el doloroso surgir de fuerzas con-
vergentes en el camino ascendente de la comunidad humana nos hacen
pensar en la Historia Sagrada, en la que Dios mismo se nos ha revela-
do, dándonos a conocer su plan de liberación y de salvación en su rea-
lización progresiva y que se cumplió de una vez para siempre en la
Pascua de Cristo. La acción en favor de la justicia y la participación en
la transformación del mundo se nos presenta claramente como una
dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio, es decir, de la
misión de la Iglesia para la redención del género humano y la libera-
ción de toda situación opresiva.

[139] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (1971): tarea que


co-rresponde a la Iglesia y a los creyentes

Este pasaje subraya que no se puede pedir a la Iglesia, como comunidad religio-
sa y jerárquica, lo que sí se puede pedir a los creyentes individualmente o agru-
pados. Porque éstos deben llegar en su compromiso a opciones concretas, que
aspiren a ser soluciones prácticas para los problemas sociales, económicos o
políticos, cosa que no es misión de la Iglesia como institución.

(Parte II, n. 2)No pertenece de por sí a la Iglesia, en cuanto comu-


nidad religiosa y jerárquica, ofrecer soluciones concretas en el campo
social, económico y político para la justicia en el mundo. Pero su
misión implica la defensa y la promoción de la dignidad y de los dere-
chos fundamentales de la persona humana.
210 Doctrina Social de la Iglesia

Los miembros de la Iglesia, como miembros de la sociedad civil, tie-


nen el derecho y la obligación de buscar el bien común como los demás
ciudadanos. Los cristianos deben cumplir con fidelidad y competencia
sus deberes temporales. Deben actuar como fermento del mundo en la
vida familiar, profesional, social, cultural y política. Toca a ellos asumir
sus propias responsabilidades en todo este campo, bajo la guía del espí-
ritu evangélico y de la doctrina de la Iglesia. De este modo dan testimo-
nio de la potencia del Espíritu Santo, con su actividad al servicio de los
hombres en todo aquello que es decisivo para la existencia y el futuro de
la humanidad. Y mientras desarrollan tales actividades, obran general-
mente según su propia iniciativa, sin implicar la responsabilidad de la
jerarquía eclesiástica; sin embargo, implican de algún modo la respon-
sabilidad de la Iglesia, al ser sus miembros.
Capítulo XIV
PAZ, CONVIVENCIA ENTRE LOS PUEBLOS

Del tema de la paz no se puede hablar sin mencionar el de la gue-


rra, aunque la paz no se reduzca a ausencia de guerra o de conflicto
armado.
Y la doctrina moral sobre la guerra cuenta con una larga tradición
en la Iglesia: la doctrina sobre la guerra justa. Su objetivo ha sido
siempre establecer las condiciones en que una guerra podría estar jus-
tificada: unas condiciones que habrían de ser muy restrictivas ya que
se trata de un recurso a la violencia. Según esa doctrina tradicional,
tales condiciones serían: que fuera declarada por quien tenía autoridad
para ello; que existiese causa justificada; que los efectos positivos
fuesen proporcionados a los daños inevitables que se seguirán de ella;
que fuera el último recurso.
Pero esta doctrina tiene un condicionamiento histórico innegable:
porque no es lo mismo la guerra medieval ni la del siglo pasado que la
de nuestros tiempos, cuando el desarrollo de las armas bélicas y de las
estrategias militares han incrementado considerablemente los efectos
negativos que se siguen de todo conflicto armado.
Por esta razón la doctrina sobre la guerra justa comenzó pronto a
ser complementada con otros elementos, no ya para justificar o conde-
nar la guerra, sino para evitarla, buscando mecanismos alternativos
para resolver los conflictos entre Estados. El principal de éstos ha sido
una autoridad mundial con capacidad para intervenir imponiendo sus
resoluciones a los Estados soberanos. Tendría que contar, evidente-
mente, con el consenso de los gobiernos. La Sociedad de Naciones,
creada tras la primera guerra mundial, y la actual Organización de
Naciones Unidas son instituciones que responden a esa necesidad.
212 Doctrina Social de la Iglesia

En la evolución de la doctrina de la guerra justa es decisiva la pos-


tura del Concilio Vaticano II, cuando afirma que este asunto debe ser
abordado con una “mentalidad totalmente nueva”.
Pero la paz es mucho más que ausencia de guerra. Juan XXIII es
quien más ha desarrollado este enfoque en su encíclica Pacem in terris
insistiendo en la necesidad de una organización de la sociedad basada
en el respeto a los derechos humanos, tanto dentro de las fronteras de
cada uno de los Estados como a escala planetaria. Esa es, probable-
mente, su principal aportación al pensamiento social cristiano.
El Vaticano II se sitúa en esa misma óptica, pero relacionando la
paz en el mundo con el desarrollo de los pueblos. Y en ese sentido hay
que leer también la Populorum progressio, porque son las diferencias
escandalosas entre los pueblos la mayor amenaza para la paz.
Ni Juan XXIII ni Pablo VI olvidaron en sus documentos la invoca-
ción de una autoridad mundial, aunque no ignoraran los peligros que
podría suponer una instancia de tanto poder.

******

[140] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1944): contra la guerra de


agresión

La crueldad de la segunda guerra mundial, incluso si se la compara con la pri-


mera, es una buena muestra de que la doctrina de la guerra justa debe ser revi-
sada a fondo. Por eso Pío XII restringe al máximo las condiciones de la gue-
rra justa hasta excluir por completo la guerra de agresión. Y para ello invoca
la experiencia misma de la guerra que se desarrolla en aquellos momentos.

(34) Un deber, ciertamente, obliga a todos, un deber que no tolera


ningún retardo ni ninguna dilación, ninguna vacilación, ninguna tergi-
versación: el de hacer todo cuanto sea posible para proscribir y deste-
rrar de una vez para siempre la guerra de agresión como solución legí-
tima de las controversias internacionales y como instrumento de aspi-
raciones nacionales. En el pasado se han emprendido muchas tentati-
vas con este objeto. Todas han fracasado. Y todas fracasarán siempre
hasta que la parte más sana del género humano tenga la firme volun-
tad santamente obstinada, como una obligación de conciencia, de rea-
lizar por entero la misión que los tiempos pasados habían iniciado sin
suficiente seriedad y resolución (...).
Paz, Convivencia Entre los Pueblos 213

(37) (...) Sin duda alguna, el progreso de los inventos humanos, que
debía señalar la realización de un mayor bienestar para toda la huma-
nidad, ha sido dirigido, por el contrario, a destruir cuanto los siglos
habían edificado. Pero, precisamente por esta inversión, ha aparecido
cada vez más evidente la inmoralidad de la llamada guerra de agre-
sión (...).

[141] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1944): necesidad de una


autoridad mundial

Para resolver los conflictos internacionales, que están el origen de la guerra, es


preciso disponer de una autoridad mundial reconocida por todos los gobiernos.
Esta es una propuesta antigua de la Iglesia, como recuerda el texto que sigue; y
encuentra su más rotunda confirmación, no sólo en la segunda guerra mundial,
sino también en las deficiencias de la Sociedad de Naciones, que pretendió ejer-
cer esta función en el período entre guerras. Los fallos de esta organización
también están presentes en las recomendación que hace aquí Pío XII sobre el
funcionamiento que habrá de tener el órgano propuesto, cuyo último funda-
mento no puede ser sino el consenso común de los gobiernos.

(36) Las resoluciones hasta ahora conocidas de las comisiones inter-


nacionales permiten concluir que un punto esencial de un futuro arre-
glo del mundo sería la formación de un órgano para el mantenimiento
de la paz, órgano investido de una suprema autoridad por consenti-
miento común, y cuyo oficio debería ser también el de sofocar en su
raíz cualquier amenaza de agresión aislada o colectiva. Nadie podría
saludar con mayor gozo esta evolución que quien desde hace largo
tiempo ha defendido el principio de que la teoría de la guerra, como
medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internaciona-
les, está ya sobrepasada (...).
(38) Pero con una condición: que la organización de la paz, a la cual
las mutuas garantías y, en caso necesario, las sanciones económicas y
hasta la intervención armada habrían de dar vigor y estabilidad, no
consagre definitivamente injusticia alguna, no suponga lesión alguna
de un derecho con detrimento de algún pueblo (ya pertenezca éste al
grupo de los vencedores, ya al de los vencidos o de los neutrales), no
perpetúe imposición alguna o medida de excepción que pueda ser per-
mitida sólo temporalmente como reparación de los daños de guerra.
214 Doctrina Social de la Iglesia

[142] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): la paz

Se recogen aquí tres pasajes de distintos lugares de la encíclica sobre la paz, que
expresan de distinto modo cómo la paz no es sólo ausencia de guerra: su hori-
zonte es el orden establecido por Dios; su base es el respeto a los derechos huma-
nos; sus coordenada serán la verdad, la justicia, la caridad y la libertad. Esta pers-
pectiva cristiana, donde Dios tiene un lugar determinante para definir lo que es
el orden de convivencia entre las personas y entre los pueblos, se muestra perfec-
tamente coherente con un ética política de inspiración no creyente.

(1) La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a


través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni conso-
lidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios.
(9) En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay
que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es
persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío,
y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que
dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza.
Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no
pueden renunciarse por ningún concepto1.
(167) Como vicario, aunque indigno, de Aquel a quien en principio el
nuncio profético proclamó Príncipe de la Paz 2, consideramos deber
nuestro consagrar nuestros pensamientos, preocupaciones y energías a
procurar este bien común universal. Pero la paz será palabra vacía
mientras no se funde sobre el orden, cuyas líneas fundamentales, movi-
dos por una gran esperanza hemos como esbozado en esta nuestra
encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las
normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, final-
mente, realizado bajo los auspicios de la libertad.

[143] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): la guerra

La postura que se toma en este pasaje contrasta con la tradición de la doctri-


na de la guerra justa: las nuevas condiciones de la guerra moderna obligan a
un replanteamiento de raíz, y a la búsqueda de vías alternativas para la reso-
lución de los conflictos (que no pueden ser otras que la negociación).

1. Cf. PIO XII, Radiomensaje navideño de 1942, AAS 35 (1943) 9-24; JUAN XXIII,
Discurso del 4 de enero de 1963, AAS 55 (1963) 89-91.
2. Cf. Is 9, 6.
Paz, Convivencia Entre los Pueblos 215

(126) Se ha ido generalizando cada vez más en nuestros tiempos la pro-


funda convicción de que las diferencias que eventualmente surjan entre
los pueblos deben resolverse no con las armas, sino por medio de nego-
ciaciones y convenios.
(127) Esta convicción, hay que confesarlo, nace, en la mayor parte de
los casos, de la terrible potencia destructora que los actuales arma-
mentos poseen y del temor a las horribles calamidades y ruinas que
tales armamentos acarrearían. Por esto, en nuestra época, que se jacta
de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra
es un medio apto para resarcir el derecho violado.

[144] JUAN XXIII, Pacem in terris (1963): una autoridad mundial


para garantizar el bien común universal

Supuesta la insuficiencia de los gobiernos para garantizar la convivencia pací-


fica entre los pueblos, por carecer de los medios adecuados para ello, es nece-
saria una instancia que esté por encima de ellos y que tenga alcance mundial.
(134) En nuestros días, las relaciones internacionales han sufrido gran-
des cambios. Porque, de una parte, el bien común de todos los pueblos
plantea problemas de suma gravedad, difíciles y que exigen inmediata
solución, sobre todo en lo referente a la seguridad y la paz del mundo
entero; de otra, los gobernantes de los diferentes Estados, como gozan
de igual derecho, por más que multipliquen las reuniones y los esfuer-
zos para encontrar medios jurídicos más aptos, no lo logran en grado
suficiente, no porque les falten voluntad y entusiasmo, sino porque su
autoridad carece del poder necesario.
(135) Por consiguiente, en las circunstancias actuales de la sociedad,
tanto la constitución y forma de los Estados como el poder que tiene la
autoridad pública en todas las naciones del mundo, deben considerar-
se insuficientes para promover el bien común de los pueblos.
Esta autoridad mundial tiene como objetivo el bien común universal, un con-
cepto paralelo al bien común ya definido como razón de ser de la autoridad
política dentro de un país concreto.

(136) Ahora bien, si se examinan con atención, por una parte, el con-
tenido intrínseco del bien común, y, por consiguiente, la naturaleza y el
ejercicio de la autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre
ambos existe una imprescindible conexión. Porque el orden moral, de
216 Doctrina Social de la Iglesia

la misma manera que exige una autoridad pública para promover el


bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autori-
dad pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las instituciones
civiles –en medio de las cuales la autoridad pública se desenvuelve,
actúa y obtiene su fin– deben poseer una forma y eficacia tales, que
puedan alcanzar el bien común por las vías y los procedimientos más
adecuados a las distintas situaciones de la realidad.
(137) Y como hoy el bien común de todos los pueblos plantea proble-
mas que afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas
solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estruc-
tura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga
un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que, por imposición del
mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública general.
Una condición esencial para esta autoridad mundial es que se apoye en el con-
senso de los pueblos y de los gobiernos: y esto, no sólo para respetar el prin-
cipio de soberanía de los Estados, sino también para que no aparezca como
imposición de unos pueblos (los más fuertes) a otros.

(138) Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el


mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común
universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las nacio-
nes y no imponerse por la fuerza. La razón de esta necesidad reside en
que, debiendo tal autoridad desempeñar eficazmente su función, es
menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los parti-
dismos y dirigida al bien común de todos los pueblos. Porque si las
grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad mundial,
con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o
estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y la
eficacia de su actividad quedarían comprometidos. Aunque las nacio-
nes presenten grandes diferencias entre sí en su grado de desarrollo eco-
nómico o en su potencia militar, defienden, sin embargo, con singular
energía la igualdad jurídica y la dignidad de su propia manera de vida.
Por esto, con razón, los Estados no se resignan a obedecer a los pode-
res que se les imponen por la fuerza, o a cuya constitución no han con-
tribuido, o a los que no se han adherido libremente.
El paralelismo entre bien común en general y bien común universal llega a lo
que es más sustancial en el concepto ético de bien común: el respeto a los dere-
chos de la persona humana.
Paz, Convivencia Entre los Pueblos 217

(139) Así como no se puede juzgar del bien común de una nación sin
tener en cuenta la persona humana, lo mismo debe decirse del bien
común general; por lo que la autoridad pública mundial ha de tender
principalmente a que los derechos de la persona humana se reconoz-
can, se tengan en el debido honor, se conserven incólumes y se aumen-
ten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre puede rea-
lizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo per-
mite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los
gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con
mayor facilidad.

[145] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): condenación


de la guerra moderna

Este texto es muy cercano al de Pacem in terris citado más arriba: la realidad de
la guerra moderna exige acercarse al problema con una nueva mentalidad. Pero
al mismo tiempo da un paso adelante: la condenación de la “guerra total” (es
decir, aquel género de guerra que se basa en la estrategia de ataque masivo a la
población civil, no limitándose a los campos de batalla donde los ejércitos miden
sus fuerzas). Este texto constituye además la única condenación explícita del
Concilio Vaticano II (como puede deducirse de la solemnidad de la fórmula
empleada): la fuerza de tal toma de postura debe valorarse desde la intención de
este último concilio ecuménico de evitar toda condenación, rompiendo así la tra-
dición de todos los concilios anteriores.

(80) El horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente


con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las opera-
ciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e indiscrimina-
das, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la
legítima defensa.
Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran
en los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la
matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin
tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían en el mundo y los
perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.
Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad total-
mente nueva3. Sepan los hombres de hoy que habrán de dar muy seria

3. Cf. JUAN XXIII, Pacem in terris, AAS 55 (1963) 291: “Por esto, en nuestro tiempo, que
se ufana con la energía atómica, es irracional pensar que la guerra sea medio apto para
restablecer los derechos violados”.
218 Doctrina Social de la Iglesia

cuenta de sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones presentes


dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.
Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las conde-
naciones de la guerra total expresadas por los últimos Sumos
Pontífices4, declara:
Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción
de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es
un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con fir-
meza y sin vacilaciones.

[146] PABLO VI, Populorum progressio (1967): desarrollo y paz

Pablo VI, haciéndose eco de la sensibilidad dominante en los años 60, pone en
conexión la tarea de construir la paz con el desarrollo de los pueblos: la paz
no puede ser el fruto de un equilibrio precario de fuerzas, sino el resultado de
un esfuerzo de cada día por hacer más justo este mundo. En una palabra, “el
desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.

(76) Las diferencias económicas, sociales y culturales demasiado gran-


des entre los pueblos provocan tensiones y discordias y ponen la paz en
peligro. Como Nos dijimos a los Padres conciliares a la vuelta de nues-
tro viaje de paz a la ONU, “la condición de los pueblos en vía de desa-
rrollo debe ser el objeto de nuestra consideración, o, mejor aún, nuestra
caridad con los pobres que hay en el mundo –y éstos son legiones infi-
nitas– debe ser más atenta, más activa, más generosa”5. Combatir la
miseria y luchar contra la injusticia es promover, a la par que el mayor
bienestar, el progreso humano y espiritual de todos, y, por consiguiente,
el bien común de la humanidad. La paz no se reduce a una ausencia de
guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se
construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios,
que comporta una justicia más perfecta entre los hombres6 (...).
(87) (...) De todo corazón Nos os bendecimos y Nos hacemos un lla-
mamiento a todos los hombres para que se unan fraternalmente a voso-

4. Cf. PÍO XII, Alocución de 30 septiembre de 1954, AAS 46 (1954) 589; Mensaje radio-
fónico de 24 de diciembre de 1954, AAS 47 (1955) 15ss; JUAN XXIII, Pacem in terris,
AAS 55 (1963) 286-291; PABLO VI, Discurso ante la ONU, de 4 de octubre de 1965,
AAS 57 (1965) 877-885.
5. AAS 57 (1965) 896.
6. Cf. Pacem in terris, AAS 55 (1963) 301.
Paz, Convivencia Entre los Pueblos 219

tros. Porque si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, ¿quién no


querrá trabajar con todas sus fuerzas para lograrlo? Sí, Nos os invita-
mos a todos para que respondáis a nuestro grito de angustia, en el
nombre del Señor.

[147] PABLO VI, Populorum progressio (1967): hacia una autoridad


mundial eficaz

Pablo VI no entra en los detalles que incluía la propuesta de Juan XXIII de una
autoridad mundial (cf. Pacem in terris). Pero invoca la necesidad de una insti-
tución de este alcance como eje de un orden jurídico universalmente reconoci-
do. Esta institución no puede ser, en el contexto de su tiempo, ajena a la
Organiza-ción de Naciones Unidas: es importante que el texto que se cita ahora
termine con una pasaje de su discurso ante la Asamblea General de la ONU en
1965.

(78) Esta colaboración internacional de alcance mundial requiere


unas instituciones que la preparen, la coordinen y la rijan hasta consti-
tuir un orden jurídico universalmente reconocido. De todo corazón
Nos alentamos las organizaciones que han puesto mano en esta cola-
boración para el desarrollo, y deseamos que crezca su autoridad.
“Vuestra vocación, dijimos a los representantes de las Naciones Unidas
en Nueva York, es la de hacer fraternizar no solamente a algunos pue-
blos, sino a todos los pueblos (...). ¿Quién no ve la necesidad de llegar
así progresivamente a instaurar una autoridad mundial que pueda
actuar eficazmente en el terreno jurídico y en el de la política?”7.

7. AAS 57 (1965) 880.


Capítulo XV
JUSTICIA, SOLIDARIDAD

En la tradición cristiana disponemos de una elaborada doctrina


sobre la justicia, que tiene una de sus expresiones más acabadas en
Santo Tomás de Aquino. Él distingue entre justicia legal o general y
justicia particular; y, dentro de ésta última, entre justicia conmutativa
y justicia distributiva. Este esquema, con algunas variantes, fue utili-
zado por los tratados de moral cristiana hasta entrado el siglo XX.
Sin embargo, la Doctrina Social de la Iglesia, aunque recurre en
algunos casos a esta tradición, introduce una nueva modalidad de jus-
ticia: la justicia social. Es ésta una de las características más relevan-
tes de la Doctrina Social. Quizás el rasgo más típico de este nuevo con-
cepto deriva del contexto en que nace: los grandes conflictos entre
capital y trabajo en la sociedad industrial. En relación con esto, la jus-
ticia social alude a las exigencias debidas a toda una clase social, la
clase obrera. Esto significa que la justicia social no piensa en primer
término en relaciones interindividuales, sino en relaciones colectivas
o sociales. El sujeto primario no es el individuo, sino el grupo, cosa
que se entiende mejor si se tiene presente la dinámica que preside las
relaciones en una sociedad compleja y estructurada.
Por lo demás es Pío XI el primero que utiliza de forma profusa, por
lo que a documentos oficiales de la Iglesia se refiere, la expresión jus-
ticia social. Lo hace subrayando su vinculación con el bien común. Si
por bien común entendemos “el conjunto de aquellas condiciones de la
vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones
pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección”
(Gaudium et spes 74; cf. Mater et magistra 65, Pacem in terris 58), es
claro que se está pensando más en el entramado social que en las rela-
ciones entre individuos.
Sin embargo, el concepto de justicia social no se ha mantenido con
el mismo vigor hasta nuestros días. Si pudo ser una buena expresión
222 Doctrina Social de la Iglesia

del ideal social en la época de la industrialización, a partir de los años


60 ha sufrido dos modificaciones interesantes, que reflejan nuevos
enfoques de la Doctrina Social, derivados de los problemas más pro-
pios de nuestro tiempo y de la eclesiología del Vaticano II. Por una
parte, se configura un concepto de justicia de mayor inspiración evan-
gélica, que, por esa razón, aparece más vinculado a la misión de la
Iglesia; por otra parte, ese ideal de justicia va dejando lugar al de soli-
daridad, que es presentada por Juan Pablo II como la respuesta más
adecuada a la situación y los problemas de un mundo cada vez más
interdependiente. Complementar justicia con solidaridad exige, sin
embargo, precisar el sentido de la solidaridad para que no aparezca
como una forma debilitada de justicia, que desactiva las exigencias
más estrictas de ésta.

******

[148] LEÓN XIII, Rerum novarum (1891): justicia y caridad

Todavía en Rerum novarum se utiliza en término “justicia” en un sentido más


interindividual que propiamente social. Aquí, hablando de las obligaciones de
los propietarios, se menciona el deber de dar limosna. A propósito de él, se
declara que no estamos ante un deber de justicia, y se insinúa la razón de esta
afirmación: que no se puede obligar por ley. Se entiende entonces por justicia
aquello que se puede exigir con la ley y desde el poder político, en contraste con
la caridad.

(16) A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus
usos personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo
necesita para conservar lo que convenga a la persona, a su decoro:
Nadie debe vivir de una manera inconveniente1. Pero cuando se ha aten-
dido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a
los indigentes con lo que sobra. Lo que sobra, dadlo de limosna2. No
son éstos, sin embargo deberes de justicia, salvo en los casos de ne-
cesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual ciertamente no hay
derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los
hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y

1. 2-2, q. 32, a. 6.
2. Lc 11,41.
Justicia, Solidaridad 223

suavemente aconseja la práctica de dar: Es mejor dar que recibir3, y que


juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como hecha o negada a
Él en persona: Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis4.

[149] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): justicia social

La justicia social es vista en este pasaje como la que regula la distribución de


la renta y la riqueza entre las clases sociales, capitalista y trabajadora. El que
se haga equitativamente es una condición exigida por el bien común. Justicia
social y bien común van íntimamente ligados en el pensamiento de Pío XI.

(57) Ahora bien, no toda distribución de bienes y riquezas entre los


hombres es idónea para conseguir, o en absoluto o con la perfección
requerida, el fin establecido por Dios. Es necesario, por ello, que las
riquezas, que se van aumentando constantemente merced al desarrollo
económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y cla-
ses de hombres de modo que quede a salvo esa común utilidad de
todos, tan alabada por León XIII, o, con otras palabras, que se con-
serve inmune el bien común de toda la sociedad. Esta ley de justicia
social prohíbe que una clase excluya a la otra en la participación de los
beneficios. Por consiguiente, no viola menos esta ley la clase rica cuan-
do, libre de preocupaciones por la abundancia de sus bienes, considera
como justo orden de cosas aquel en que todo va a parar a ella y nada
al trabajador; que la viola la clase proletaria cuando, enardecida por la
conculcación de la justicia y dada en exceso a reivindicar inadecuada-
mente el único derecho que a ella le parece defendible, el suyo, lo re-
clama todo para sí en cuanto fruto de sus manos e impugna y trata de
abolir, por ello, sin más razón que por ser tales, el dominio y réditos o
beneficios que no se deben al trabajo, cualquiera que sea el género de
éstos y la función que desempeñen en la convivencia humana (...).
(58) A cada cual, por consiguiente, debe dársele lo suyo en la distri-
bución de los bienes, siendo necesario que la partición de los bienes cre-
ados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia
social, pues cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno aca-

3. Hch 20,35.
4. Mt 25,40.
224 Doctrina Social de la Iglesia

rrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de
fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados.

[150] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): justicia social y salario

Este carácter de la justicia social (y su vinculación con el bien común) reapa-


rece a propósito de los criterios de fijación de los salarios: primero, procuran-
do que el salario cubra las necesidades del trabajador (y se postulan reformas
institucionales para hacer posible esta exigencia); segundo, y ya en un nivel
claramente macroeconómico, en la distribución que en la sociedad se hace de
renta entre retribución del capital y del trabajo.
(71) (...) Hay que luchar denodadamente, por tanto, para que los
padres de familia reciban un sueldo lo suficientemente amplio para
atender convenientemente a las necesidades domésticas ordinarias. Y si
en las actuales circunstancias esto no siempre fuera posible, la justicia
social postula que se introduzcan lo más rápidamente posible las refor-
mas necesarias para que se fije a todo ciudadano adulto un salario de
este tipo. No está fuera de lugar hacer aquí el elogio de todos aquellos
que, con muy sabio y provechoso consejo, han experimentado y pro-
bado diversos procedimientos para que la remuneración del trabajo se
ajuste a las cargas familiares, de modo que, aumentando éstas, aumen-
te también aquél; e incluso, si fuere menester, que satisfaga a las necesi-
dades extraordinarias (...).
(74) Finalmente, la cuantía del salario debe acomodarse al bien públi-
co económico (...). Es contrario, por consiguiente, a la justicia social
disminuir o aumentar excesivamente, por la ambición de mayores
ganancias y sin tener en cuenta el bien común, los salarios de los obre-
ros; y esa misma justicia pide que, en unión de mentes y voluntades y
en la medida que fuere posible, los salarios se rijan de tal modo que
haya trabajo para el mayor número y que puedan percibir una remu-
neración suficiente para el sostenimiento de su vida.

[151] PÍO XI, Quadragesimo anno (1931): justicia y caridad

Este pasaje establece las relaciones entre justicia social y caridad. Parece atri-
buirse a la caridad un papel superior, lo que no invalida la función de la justi-
cia. Por otra parte, aquí la justicia es entendida más bien, aunque no exclusi-
vamente, como justicia conmutativa.
Justicia, Solidaridad 225

(137) En la prestación de todo esto, sin embargo, es conveniente que se


dé la mayor parte a la ley de la caridad, que es vínculo de perfección5.
¡Cuánto se engañan, por consiguiente, esos incautos que, atentos sólo al
cumplimiento de la justicia, y de la conmutativa nada más, rechazan
soberbiamente la ayuda de la caridad! La caridad, desde luego, de nin-
guna manera puede considerarse como un sucedáneo de la justicia, debi-
da por obligación e inicuamente dejada de cumplir. Pero, aun dado por
supuesto que cada cual acabara obteniendo todo aquello a que tiene
derecho, el campo de la caridad es mucho más amplio: la sola justicia, en
efecto, por fielmente que se la aplique, no cabe duda alguna que podrá
remover las causas de litigio en materia social, pero no llegará jamás a
unir los corazones y las almas (...). Así, pues, la verdadera unión de todos
en orden al bien común único podrá lograrse sólo cuando las partes de
la sociedad se sientan miembros de una misma familia e hijos todos de
un mismo Padre celestial, y todavía más, un mismo cuerpo en Cristo,
siendo todos miembros los unos de los otros6, de modo que si un miem-
bro padece, todos padecen con él 7.

[152] JUAN XXIII, Mater et magistra (1961): justicia frente a todo tipo de
desigualdades

La encíclica Mater et magistra alude en innumerables pasajes a la justicia y a


la justicia social, normalmente además vinculándola con la equidad. Pero qui-
zás lo más significativo de este nuevo documento es proyectar el ideal de jus-
ticia social más allá del conflicto capital-trabajo.

(122) El desarrollo histórico de la época actual demuestra, con eviden-


cia cada vez mayor, que los preceptos de la justicia y de la equidad no
deben regular solamente las relaciones entre los trabajadores y los empre-
sarios, sino además las que median entre los distintos sectores de la eco-
nomía, entre las zonas de diverso nivel de riqueza en el interior de cada
nación y, dentro del plano mundial, entre los países que se encuentran en
diferente grado de desarrollo económico y social.

5. Col 3,14.
6. Rom 12,5.
7. 1 Cor 12,26.
226 Doctrina Social de la Iglesia

[153] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (1971): justicia


cristiana y misión de la Iglesia

El sínodo de 1971 supone, para los obispos allí reunidos, una toma de con-
ciencia muy fuerte. En contacto con las injusticias internacionales, que son las
que ocupan directamente la atención de aquella asamblea, reconocen la res-
ponsabilidad que corresponde a la Iglesia en este campo, que vinculan con la
esencia misma de su misión. Aquí está, sin duda, lo más llamativo de este texto:
en considerar la lucha por la justicia como “una dimensión constitutiva” de la
misión de la Iglesia.

(Introducción) La incertidumbre de la historia y el doloroso surgir de


fuerzas convergentes en el camino ascendente de la comunidad huma-
na, nos hacen pensar en la historia sagrada, en la que Dios mismo se
nos ha revelado, dándonos a conocer su plan de liberación y de salva-
ción en su realización progresiva y que se cumplió de una vez para
siempre en la pascua de Cristo. La acción en favor de la justicia y la
participación en la transformación del mundo se nos presenta clara-
mente como una dimensión constitutiva de la predicación del evange-
lio, es decir, de la misión de la Iglesia para la redención del género
humano y la liberación de toda situación opresiva.
Naturalmente esta afirmación tan inequívoca exige una fundamentación en lo
más central de la tradición cristiana. El documento lo hace, esquemáticamente
sin duda, pero recorriendo toda la historia bíblica, desde el pasaje del Éxodo
(que es verdaderamente paradigmático) hasta la praxis de la primera comuni-
dad cristiana.

(Parte II, n.1) En el Antiguo Testamento, Dios se nos revela a sí mismo


como el liberador de los oprimidos y el defensor de los pobres, exigien-
do a los hombres la fe en él y la justicia para con el prójimo. Sólo en la
observancia de los deberes de justicia se reconoce verdaderamente al
Dios liberador de los oprimidos.
Cristo, con su acción y su doctrina, unió indisolublemente la rela-
ción del hombre con Dios y con los demás hombres. Cristo vivió su
existencia en el mundo como una donación radical de sí mismo a Dios
para la salvación y la liberación de los hombres. Con su predicación
proclamó la paternidad de Dios hacia todos los hombres y la inter-
vención de la justicia divina en favor de los pobres y oprimidos (Lc
6,21-23). De esta manera, Cristo mismo se hizo solidario con estos sus
Justicia, Solidaridad 227

“pequeños hermanos”, hasta llegar a afirmar: “Cuanto hicisteis con


uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt
25,40).
La Iglesia, desde sus orígenes, vivió y comprendió el acontecimiento
de la muerte y resurrección de Cristo como una llamada de Dios a la con-
versión a la fe de Cristo y al amor fraterno, que tiene su cumplimiento en
la ayuda mutua hasta la comunión voluntaria de los bienes materiales.
La fe en Cristo, hijo de Dios y redentor, y el amor al prójimo son
tema fundamental de los escritos del Nuevo Testamento. Según san
Pablo, toda la existencia cristiana se resume en una fe que realiza
aquel amor y aquel servicio al prójimo, lo cual implica el cumpli-
miento de los deberes de justicia. El cristiano vive bajo la ley de la
libertad interior, esto es, en la llamada permanente a la conversión del
corazón, tanto desde la autosuficiencia de hombre a la confianza en
Dios, cuanto desde su egoísmo al amor sincero del prójimo. Así tiene
lugar su genuina liberación y la donación de sí mismo para la libera-
ción de los hombres.

A través de ese recorrido se concluye, no sólo reafirmando la indisoluble rela-


ción entre amor a Dios y amor y servicio al prójimo, sino definiendo la justi-
cia como reconocimiento de la dignidad y de los derechos humanos. Esta
visión enriquece otras concepciones, especialmente aquella que se limita a la
justicia socioeconómica, muy usada en toda la época precedente.

(Parte II, n.1) Por tanto, según el mensaje cristiano, la actitud del hom-
bre para con los hombres se completa con su misma actitud para con
Dios; su respuesta al amor de Dios, que nos salva por Cristo, se mani-
fiesta eficazmente en el amor y en el servicio de los hombres. Pero el
amor cristiano al prójimo implica una exigencia absoluta de justicia, es
decir, el reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo.
La justicia, a su vez, alcanza su plenitud interior solamente en el amor.
Siendo cada hombre realmente imagen visible de Dios invisible y her-
mano de Cristo, el cristiano encuentra en cada hombre a Dios y la
exigencia absoluta de justicia y de amor que es propia de Dios.

Este último texto completa la visión cristiana de la justicia y su relación con el


Evangelio. Se afirma en él que el contacto con la realidad de la injusticia, cuan-
do se hace desde la sensibilidad cristiana, ayuda a redescubrir el sentido más
profundo del Evangelio mismo.
228 Doctrina Social de la Iglesia

(Parte II, n. 1) La situación actual del mundo, vista a la luz de la fe, nos
invita a volver al núcleo mismo del mensaje cristiano, creando en noso-
tros la íntima conciencia de su verdadero sentido y de sus urgentes exi-
gencias. La misión de predicar el evangelio en el tiempo presente re-
quiere que nos empeñemos en la liberación integral del hombre ya
desde ahora, en su existencia terrena. En efecto, si el mensaje cristiano
sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la acción por la
justicia en el mundo, muy difícilmente obtendrá credibilidad entre los
hombres de nuestro tiempo.

[154] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987): solidaridad

La solidaridad complementa a la justicia en la visión que ofrece Juan Pablo II


en su encíclica sobre el desarrollo: no sólo denuncia las injusticias crecientes y
busca una explicación a ese escándalo, sino que destaca el carácter cada vez
más interdependiente de nuestro mundo. Es partiendo de esa interdependencia
como explica el valor y el sentido de la solidaridad: ésta es la mejor respuesta
a esa característica de hoy. Y es, ante todo, una actitud moral, que implica el
que “todos seamos verdaderamente responsables de todos”. Evidentemente,
entendida así, no se trata de una “solidaridad blanda”, sino de una actitud que
compromete a toda la persona.

(38) Ante todo se trata de la interdependencia percibida como siste-


ma determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos eco-
nómico, cultural, político y religioso, y asumida como categoría moral.
Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente res-
puesta, como actitud moral y social, y como “virtud”, es la solidaridad.
Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas per-
sonas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y per-
severante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos
y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de
todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que
frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de
poder de que ya se ha hablado. Tales “actitudes y estructuras de peca-
do” solamente se vencen –con la ayuda de la gracia divina– mediante
una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo,
que está dispuesto a “perderse”, en sentido evangélico, por el otro en
lugar de explotarlo, y a “servirlo” en lugar de oprimirlo para el propio
provecho (cf. Mt 10,40-42; 20, 25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27).
Justicia, Solidaridad 229

La solidaridad tiene mucho que ver con la justicia, tal como fue definida en el
sínodo de 1971, coincidiendo como otras concepciones vigentes en distintas
corrientes de ética social.

(39) El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido solo


cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que
cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios
comunes, han de sentirse responsables de los más débiles, dispuestos a
compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su parte, en la misma línea
de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o des-
tructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos derechos,
han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su parte,
los grupos intermedios no han de insistir egoístamente en sus intereses
particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás (...)
Pero la solidaridad no es sólo una actitud moral sin referencia religiosa: es
también una “virtud” cristiana. Vivida de la fe, la solidaridad se enriquece con
aspectos nuevos, que tiene que ver con una visión cristiana de la vida.

(40) (...) A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma,


al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad
total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un
ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos,
sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la
sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu
Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo
amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al sacri-
ficio, incluso extremo: “dar la vida por los hermanos” (cf. 1 Jn 3,16).
ÍNDICE TEMÁTICO

(Las citas corresponden a los números marginales de los textos; cuando van
en negrita, se refieren a los capítulos que se dedican por entero al tema)

Autonomía de lo temporal, 128 Cuestión social, 1


Autoridad mundial, 141 144 147 Democracia, 107 108 109 112
Bien común, 13 42 44 49 57 58 113 114
98 100 102 104 108 110 124 Derecho a la vida, 37 55 85 86 87
140 146 150 88 89 90 96
Bien común universal, 58 144 Derecho a una vida decorosa, 54
Bienes colectivos, 21 55 89 90
Capitalismo, 9 11-24 35 50 Derecho al trabajo, 55 89 96
Caridad, 32 40 47 76 148 151 Derecho de asociación, 85 86 89
Ciudadano, 98 100 103 107 108 Derecho natural, ley natural, 3 26
110 111 29 37 39 41 43 44 85 90 99
Colaboración creyentes-no cre- Derechos humanos, 25 26 71 74
yentes, 132 76 81-96 120 129
Colectivismo, 9 42 50 74 Derechos de los pueblos, 95
Compromiso sociopolítico cris- Desarrollo, 9 69 70-80 93
tiano, 34 112 129 130 133 134 Desigualdades, 11 12 30 54 70 71
135 137 138 Destino universal bienes, 38 42
Comunidad política, 98 102 103 47 49 50 51 53
111 Diálogo, 126 127
Comunismo, 16 19 25 26 31 32 Dignidad humana, 9 21 30 33 44
Crisis de la sociedad, 11 25 26 27 54 59 60 67 77 78 88 91 100
28 29 31 82 107
232 Doctrina Social de la Iglesia

Discernimiento, 6 15 34 137 Iglesia: relaciones con el Estado,


Distribución de renta y de rique- 122 123
za, 58 70 74 77 148 Igualdad, 18 25 26 30 81 95 99
Doctrina Social de la Iglesia, 4 6 7 112
89 Iniciativa económica, 13 15 18 52
53 67 80
Economía: finalidad de, 3 14 16
17 18 20 59 65 70 72 74 77 Insurrección, 115 118 119 120
Empresa, 19 24 43 52 57 58 Jerarquía eclesiástica, 2 6 139
Estado, 27 29 103 105 108 109 Justicia, 9 40 42 44 47 59 70 75
85 109 139 146 148 150 151
Estado de bienestar, 21 23 152 153
Estado: intervención en la econo- Laicos, 2 139
mía, 1 13 22 24 43 54 58 74
Ley moral, 3 83
Estado de derecho, 114 165
Liberación, 76 138 153
Estado: obligaciones para con la Liberalismo, 15 50 75 99 136
religión, 121 125 137
Evangelización, 9 126 Libertad, 15 19 20 25 36 48 52
Expropiación, 48 49 80 81 82 83 84 99 103 105 112
Familia, 36 42 44 47 48 53 54 57 Libertad de conciencia, 82
58 59 65 87 88 96 Libertad religiosa, 81 92 96
Formas de gobierno, 97 98 103 Libertad de cultos, 84
106 131 Libre competencia, 11 12 13 14
Función social propiedad, 42 46 58 74
48 89 Limosna, 40 49
Guerra, 107 140 141 143 144 Lucha de clases, 28 30 31 41 65
145 Lucro, 11 12 13 69
Ideologías, 9 34 113 136 137 Magisterio, 3 10 30 134
Iglesia: aportación a la sociedad, Marxismo, 19 36 105 136
1 3 7 8 9 113 Mercado, 19 21 22 55 58 75
Iglesia: estructura, 2 Mujer, 54 57
Iglesia: misión de, 1 5 7 8 9 78 Obediencia al poder político, 100
122 126 139 140 153 103 109 115 116
Iglesia: relaciones con la comuni- Participación política, 89 110
dad política, 129 111 112
Índice Temático 233

Participación del trabajo en la em- Propiedad pública, 45 48


presa, 17 24 35 56 58 59 67 68 Salario, 41 44 55 57 58 59 85
Paz, 94 142 146 150
Persona, 14 16 27 33 34 36 37 61 Sistema económico mixto, 13 22
62 64 65 68 69 73 74 77 78 83 23 24 74
88 98 105 109 112 142
Socialismo, 15 24 25-36 39 137
Pluralismo social, 103 129
Socialización, 33 35 50
Pobres, 23 79 138
Sociedad civil, 102 104 108 113
Poder político, 26 27 101 103
Solidaridad, 71 95 154
105 107
Subjetividad de la sociedad, 35
Poder político: función, 98 100
101 104 122 36 114

Poder político: origen, 97 98 99 Subsidiariedad, 23 45 104


100 106 Tolerancia, 84 124
Propiedad inmaterial, 48 52 Totalitarismo, 105 114
Propiedad privada, 14 17 19 26 Trabajo, 16 22 24 43 50 51 52 53
28 29 31 32 37-53 85 89 54-65 66 89 94 96
Propiedad privada: difusión de, Uso riquezas, 40 42 47 49
41 44 Ver, juzgar, actuar, 4 6 9
ÍNDICE GENERAL
PRÓLOGO - Una justificación de este libro ................ 11

INTRODUCCIÓN - Doctrina Social de la Iglesia: una visión


de conjunto ............................................. 15
Doctrina Social de la Iglesia y pensamiento social cristiano 15
El origen de la Doctrina Social de la Iglesia ............. 16
Las difíciles relaciones de la sociedad moderna con la
Iglesia y su eco en la Doctrina Social ................... 18
Hacia una definición de la Doctrina Social de la Iglesia .. 21
El “antes” y el “después” de la Doctrina Social de la
Iglesia ................................................ 23
Los grandes momentos del proceso ....................... 25
Conclusión ............................................. 29
Bibliografía ........................................... 29

CAPÍTULO I: Doctrina Social de la Iglesia ................. 31


[1] LEÓN XIII, Rerum novarum 12: aportación de la Iglesia a
la cuestión social ................................... 32
[2] PÍO X, Vehementer nos 8: papel de la jerarquía y de los
laicos en el compromiso social ....................... 33
[3] PÍO XI, Quadragesimo anno 41-43: autoridad del magiste-
rio de la Iglesia en cuestiones sociales .............. 34
[4] JUAN XXIII, Mater et magistra 236: un nuevo método para
la Doctrina Social ................................... 35
[5] CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium 1: misión de la Iglesia 36
[6] PABLO VI, Octogesima adveniens 4: la Doctrina Social como
tarea de toda la Iglesia ............................. 36
236 Doctrina Social de la Iglesia

[7] PABLO VI, Octogesima adveniens 42: una presentación


descriptiva de la Doctrina Social de la Iglesia ........ 37
[8] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 1: diversos elemen-
tos en la Doctrina Social ............................ 38
[9] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 41: Doctrina
Social de la Iglesia y evangelización ................. 39
[10] JUAN PABLO II, Centesimus annus 3: distintos niveles en
la Doctrina Social de la Iglesia ..................... 41

CAPÍTULO II: Capitalismo, liberalismo económico .......... 43


[11] LEÓN XIII, Rerum novarum 11: una primera denuncia del
capitalismo ........................................ 44
[12] PÍO XI, Quadragesimo anno 105-109: el capitalismo de
los grandes monopolios ............................. 45
[13] JUAN XXIII, Mater et magistra 51-52.56-58: el capitalis-
mo mixto .......................................... 47
[14] PABLO VI, Populorum progressio 25-26: el capitalismo
liberal ............................................ 48
[15] PABLO VI, Octogesima adveniens 35: discernimiento res-
pecto a las corrientes históricas liberales ........... 49
[16] JUAN PABLO II, Laborem exercens 7: el error del capita-
lismo ............................................. 50
[17] JUAN PABLO II, Laborem exercens 14: vía de reforma para
el capitalismo ..................................... 50
[18] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 15: el valor de la
iniciativa económica ............................... 52
[19] JUAN PABLO II, Centesimus annus 42: ¿es aceptable el
capitalismo? ....................................... 52
[20] JUAN PABLO II, Centesimus annus 39: el sistema de valo-
res del capitalismo ................................ 54
[21] JUAN PABLO II, Centesimus annus 34.40: elementos para
un juicio ético del mercado ......................... 54
Índice General 237

[22] JUAN PABLO II, Centesimus annus 19: sugerencias para


un modelo aceptable ............................... 56
[23] JUAN PABLO II, Centesimus annus 48: equilibrio socie-
dad-Estado y subsidiariedad ........................ 56
[24] JUAN PABLO II, Centesimus annus 35: equilibrio entre
mercado, fuerzas sociales y Estado .................. 58

CAPÍTULO III: Socialismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59


[25] PÍO IX, Nostis et nobiscum 17: rechazo del comunismo y
del socialismo ..................................... 60
[26] LEÓN XIII, Quod apostolici muneris 1: errores de socia-
listas, comunistas y nihilistas ...................... 61
[27] LEÓN XIII, Quod apostolici muneris 2: el origen último
del socialismo ..................................... 62
[28] LEÓN XIII, Rerum novarum 2: la propuesta socialista .. 63
[29] LEÓN XIII, Rerum novarum 11: la inviabilidad de la pro-
puesta socialista .................................. 64
[30] LEÓN XIII, Rerum novarum 13-14: el socialismo y la
lucha de clases .................................... 64
[31] PÍO XI, Quadragesimo anno 112: el socialismo violento
o comunismo ....................................... 65
[32] PÍO XI, Quadragesimo anno 113.116: el socialismo
moderado .......................................... 66
[33] PÍO XI, Quadragesimo anno 118-120: incompatibilidad
de socialismo moderado y cristianismo ............... 67
[34] PABLO VI, Octogesima adveniens 31: discernimiento
respecto a las corrientes históricas socialistas ...... 69
[35] JUAN PABLO II, Laborem exercens 14: el colectivismo .. 70
[36] JUAN PABLO II, Centesimus annus 13: error del socia-
lismo ............................................. 71

CAPÍTULO IV: Propiedad y destino universal de los bienes . 73


[37] LEÓN XIII, Rerum novarum 4-5.7: argumentos en favor
de la propiedad privada ............................ 74
238 Doctrina Social de la Iglesia

[38] LEÓN XIII, Rerum novarum 6: propiedad privada y des-


tino universal de los bienes ........................ 76
[39] LEÓN XIII, Rerum novarum 11: la propiedad privada, base
del orden social ................................... 77
[40] LEÓN XIII, Rerum novarum 16: obligaciones inherentes a
la propiedad privada ............................... 77
[41] LEÓN XIII, Rerum novarum 33: propiedad privada para
todos ............................................. 78
[42] PÍO XI, Quadragesimo anno 45-47: dimensión individual
y social de la propiedad ............................ 80
[43] JUAN XXIII, Mater et magistra 104-109: propiedad pri-
vada y derecho natural hoy ......................... 81
[44] JUAN XXIII, Mater et magistra 112-113.115: propiedad
privada para todos ................................. 83
[45] JUAN XXIII, Mater et magistra 116-117: propiedad priva-
da y propiedad pública ............................. 84
[46] JUAN XXIII, Mater et magistra 119: función social de la
propiedad ......................................... 84
[47] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 69-70: destino
universal de los bienes ............................. 85
[48] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 71: diversos
aspectos de la propiedad privada .................... 87
[49] PABLO VI, Populorum progressio 22-24: sentido de la
propiedad privada .................................. 89
[50] JUAN PABLO II, Laborem exercens 14: propiedad privada
al servicio del trabajo ............................. 91
[51] JUAN PABLO II, Centesimus annus 31: propiedad privada
y destino universal de los bienes ................... 92
[52] JUAN PABLO II, Centesimus annus 32: propiedad y cono-
cimiento .......................................... 93
[53] JUAN PABLO II, Centesimus annus 43: legitimidad de la
propiedad y subordinación al trabajo ................ 94
Índice General 239

CAPÍTULO V: Trabajo, salario ............................. 97


[54] LEÓN XIII, Rerum novarum 30-31: condiciones dignas
para el desarrollo del trabajo ....................... 98
[55] LEÓN XIII, Rerum novarum 32: salario justo ........... 100
[56] PÍO XI, Quadragesimo anno 64-65: el trabajo asalariado
no es injusto ...................................... 102
[57] PÍO XI, Quadragesimo anno 70-72-74: criterios para un
salario justo ...................................... 103
[58] JUAN XXIII, Mater et magistra 71-72.75-81: criterios
para un salario justo ............................... 104
[59] JUAN XXIII, Mater et magistra 82-83.91: la participación
como exigencia del trabajo ......................... 107
[60] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 67: principios
para una ética del trabajo .......................... 108
[61] JUAN PABLO II, Laborem exercens 3: el trabajo, clave
para entender toda la Doctrina Social ............... 109
[62] JUAN PABLO II, Laborem exercens 4: el trabajo, activi-
dad humana desde la teología y desde la antropología 110
[63] JUAN PABLO II, Laborem exercens 5: la dimensión objeti-
va del trabajo ..................................... 111
[64] JUAN PABLO II, Laborem exercens 6: la dimensión subje-
tiva del trabajo, prioritaria sobre la dimensión objetiva 112
[65] JUAN PABLO II, Laborem exercens 11-13: la prioridad
del trabajo sobre el capital y su negación en la época
moderna ........................................... 113

CAPÍTULO VI: Empresa ..................................... 115


[66] PÍO XI, Quadragesimo anno 64-65: la participación en
l a e m p r e s a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116
[67] JUAN XXIII, Mater et magistra 91-92: la empresa, comu-
n i d a d h u m a n a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116
[68] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 68: empresa y
p a r t i c i p a c i ó n . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
240 Doctrina Social de la Iglesia

[69] JUAN PABLO II, Centesimus annus 35.43: empresa y


b e n e f i c i o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118

CAPÍTULO VII: Desarrollo ................................. 121


[70] JUAN XXIII, Mater et magistra 73-74: llamada de aten-
ción .............................................. 122
[71] JUAN XXIII, Mater et magistra 157-158: solidaridad
internacional ...................................... 123
[72] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 64: el auténtico
desarrollo ......................................... 124
[7 3 ] P A B L O V I , P o p u l o r u m p r o g r e s s i o 1 9 - 2 1 : e l a u t é n t i c o
desarrollo ......................................... 125
[74] PABLO VI, Populorum progressio 32-34: la acción en
favor del desarrollo ................................ 126
[75] PABLO VI, Populorum progressio 58: no basta el libre
juego del mercado ................................. 128
[76] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (Parte I,
n. 2): derecho al desarrollo ........................ 128
[77] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 28-29: el autén-
tico desarrollo .................................... 129
[78] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 30-31: el sen-
tido cristiano del desarrollo ........................ 131
[79] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 43: reforma de
las estructuras internacionales ..................... 133
[80] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 44: la tarea de
los países en vías de desarrollo .................... 134

CAPÍTULO VIII: Derechos humanos ......................... 137


[81] PÍO VI, Quod aliquantulum: el verdadero sentido de la
l i b e r t a d . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138
[82] GREGORIO XVI, Mirari vos: condena de la libertad de
c o n c i e n c i a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
[83] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum 8: el verdadero
s e n t i d o d e l a l i b e r t a d . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Índice General 241

[84] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum 30: reservas


respecto a las libertades modernas .................. 140
[85] LEÓN XIII, Rerum novarum 8.32.35: algunos derechos
reconocidos ....................................... 140
[86] PÍO XI, Divini Redemptoris 27: enumeración de los
derechos humanos fundamentales .................... 142
[87] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1942), 35: respeto
de los derechos humanos ........................... 142
[88] JUAN XXIII, Pacem in terris 9-10: los derechos humanos,
fundamento de la convivencia humana ................ 143
[89] JUAN XXIII, Pacem in terris 11-27: catálogo de los
derechos humanos .................................. 143
[90] JUAN XXIII, Pacem in terris 28-30: conexión entre
derechos y deberes ................................. 148
[91] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 22: comprensión
teológica de la dignidad humana .................... 148
[92] CONCILIO VATICANO II, Dignitatis humanae 1-2: derecho
a la libertad religiosa ............................. 150
[93] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (Parte I,
n. 2): derecho al desarrollo ........................ 151
[94] JUAN PABLO II, Laborem exercens 16: derechos deri-
vados del trabajo .................................. 151
[95] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 21.33: derechos
de los pueblos ..................................... 152
[96] JUAN PABLO II, Centesimus annus 47: derechos humanos
y libertad religiosa ................................ 153

CAPÍTULO IX: Comunidad política - poder político ......... 155


[97] LEÓN XIII: Diuturnum illud 4-5. 17: el origen del poder
p o l í t i c o y l a e l e c c i ó n d e l o s g o b e r n a n t e s . . . . . . . . . . . . 156
[98] LEÓN XIII: Immortale Dei 2: comunidad política y poder
p o l í t i c o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
242 Doctrina Social de la Iglesia

[99] LEÓN XIII: Immortale Dei 10: descripción crítica de los


nuevos conceptos políticos del liberalismo ........... 160
[100] JUAN XXIII: Pacem in terris 46-49.51: el poder polí-
tico, su fundamento y las condiciones de su ejercicio 161
[101] JUAN XXIII: Pacem in terris 69: el equilibrio de pode-
res en el Estado moderno ........................... 162
[102] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 74: sociedad
civil y comunidad política .......................... 163
[103] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 74: relaciones
entre gobernante y ciudadano ....................... 164
[104] PABLO VI, Octogesima adveniens 46: ejercicio del poder
político ........................................... 165
[105] JUAN PABLO II, Centesimus annus 44: ejercicio del poder
político ........................................... 166

CAPÍTULO X: Democracia y participación .................. 169


[106] LEÓN XIII: Libertas praestantissimum 32: no preferencia
por forma alguna de gobierno ....................... 170
[107] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad 7.9: la exigencia de
la democracia ..................................... 170
[108] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad 14-16.18: condiciones
del ciudadano en una democracia .................... 171
[109] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad 20-21.25: la autoridad
en un Estado democrático .......................... 172
[110] JUAN XXIII, Pacem in terris 73-74: la democracia y la
participación ciudadana ............................ 173
[111] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 75: condiciones
de la democracia .................................. 174
[112] PABLO VI, Octogesima adveniens 22.24: democracia y
aspiraciones actuales de la humanidad .............. 175
[113] PABLO VI, Octogesima adveniens 25-26: condiciones de
una auténtica democracia .......................... 176
Índice General 243

[114] JUAN PABLO II, Centesimus annus 46: exigencias y lími-


t e s d e l a d e m o c r a c i a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177

CAPÍTULO XI: Resistencia al poder, revolución ............ 179


[115] LEÓN XIII, Quod apostolici munus 7: no tajante a la
revolución ........................................ 180
[116] LEÓN XIII: Diuturnum illud 11: la no obediencia al
poder político ..................................... 181
[117] LEÓN XIII, Rerum novarum 33: un orden social justo
para garantizar la estabilidad ...................... 181
[118] PÍO XI, Firmissimam constantiam 34-35: justificación
y condiciones para una insurrección violenta ........ 182
[119] JUAN XXIII, Pacem in terris 161-162: evolución, no
revolución ........................................ 184
[120] PABLO VI, Populorum progressio 30-31: posibilidades y
límites de la revolución ............................ 184

CAPÍTULO XII: Relaciones entre Iglesia y comunidad política 187


[121] LEÓN XIII, Immortale Dei (1885): obligación del Estado
de reconocer y proteger a la religión verdadera ...... 188
[122] LEÓN XIII, Immortale Dei 3-4: Iglesia y Estado, dos
poderes soberanos, distintos, pero coordinados ...... 189
[123] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum 14: liberalismo y
separación Iglesia-Estado .......................... 190
[124] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum 23: tolerancia .. 191
[125] PÍO X, Notre charge apostolique 11: vuelta a la civili-
zación cristiana ................................... 192
[126] PABLO VI, Ecclesiam suam 59.64: evangelización y diá-
logo con el mundo moderno ......................... 193
[127] PABLO VI, Ecclesiam suam 72-72: condiciones para el
diálogo con el mundo moderno ...................... 194
[128] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 35-36: autonomía
de lo temporal .................................... 195
244 Doctrina Social de la Iglesia

[1 2 9 ] C O N C I L I O V A T I C A N O I I , G a u d i u m e t s p e s 7 6 : c o m u n i d a d
p o l í t i c a e I g l e s i a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196

CAPÍTULO XIII: Compromiso sociopolítico de los cristianos 199


[1 3 0 ] L E Ó N X I I I , I m m o r t a l e D e i 2 2 - 2 3 : l o s c a t ó l i c o s y l a p a r -
ticipación política ................................. 200
[131] LEÓN XIII, Graves de communi 6: democracia cristiana
como acción social ................................. 202
[132] JUAN XXIII, Pacem in terris 157-159: colaboración con
los no creyentes ................................... 202
[133] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 75: presencia de
los cristianos en la vida política ................... 203
[134] PABLO VI, Populorum progressio 81: iniciativa y respon-
sabilidad de los laicos ............................. 204
[135] PABLO VI, Octogesima adveniens 24: compromiso socio-
político del cristiano .............................. 204
[136] PABLO VI, Octogesima adveniens 26-27: incompatibi-
lidad de la fe cristiana con las ideologías .......... 205
[137] PABLO VI, Octogesima adveniens 30-31.35-36: posibi-
lidad de compromiso del cristiano con los movimientos
históricos derivados de las ideologías .............. 206
[138] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (Intro-
ducción): compromiso en favor de la justicia y misión
de la Iglesia ...................................... 208
[139] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (Parte II,
n. 2): tarea que corresponde a la Iglesia y a los cre-
yentes ............................................ 209

CAPÍTULO XIV: Paz, convivencia entre los pueblos ......... 211


[140] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1944) 34.37: contra
la guerra de agresión .............................. 212
[141] PÍO XII, Radiomensaje de Navidad (1944) 36.38: necesi-
dad de una autoridad m u n d i a l . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213
Índice General 245

[142] JUAN XXIII, Pacem in terris 1.3.167: la paz .......... 214


[143] JUAN XXIII, Pacem in terris 126-127: la guerra ....... 214
[144] JUAN XXIII, Pacem in terris 134-139: una autoridad
mundial para garantizar el bien común universal ..... 215
[145] VATICANO II, Gaudium et spes 80: condenación de la
guerra moderna .................................... 217
[146] PABLO VI, Populorum progressio 76.87: desarrollo y paz 218
[147] PABLO VI, Populorum progressio 78: hacia una autoridad
mundial eficaz .................................... 219

CAPÍTULO XV: Justicia y solidaridad ...................... 221


[148] LEÓN XIII, Rerum novarum 16: justicia y caridad ...... 222
[149] PÍO XI, Quadragesimo anno 57-58: justicia social ..... 223
[150] PÍO XI, Quadragesimo anno 71.74: justicia social y
salario ........................................... 224
[151] PÍO XI, Quadragesimo anno 137: justicia y caridad .... 224
[152] JUAN XXIII, Mater et magistra 122: justicia frente a
todo tipo de desigualdades ......................... 225
[153] SÍNODO DE OBISPOS, La justicia en el mundo (Intro-
ducción / Parte II, n. 1): justicia cristiana y misión
de la Iglesia ...................................... 226
[154] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis 38-40:
solidaridad ....................................... 228

Í N D I C E T E M Á T I C O . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231

Í N D I C E G E N E R A L . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235
CRISTIANISMO Y SOCIEDAD
1. MARTIN HENGEL: Propiedad y riqueza en el cristianismo primitivo.
2. JOSE M.ª DIEZ-ALEGRIA: La cara oculta del cristianismo.
3. A.PEREZ-ESQUIVEL: Lucha no violenta por la paz.
4. BENOIT A. DUMAS: Los milagros de Jesús.
5. JOSE GOMEZ CAFFARENA: La entraña humanista del cristianismo.
6. MARCIANO VIDAL: Etica civil y sociedad democrática.
7. GUMERSINDO LORENZO: Juan Pablo II y las caras de su Iglesia
8. JOSE M.ª MARDONES: Sociedad moderna y cristianismo.
9. GUMERSINDO LORENZO: Una Iglesia democrática (Tomo I).
10.GUMERSINDO LORENZO: Una Iglesia democrática (Tomo II).
11.JAMES L. CRENSHAW: Los falsos profetas.
12.GERHARD LOHFINK: La Iglesia que Jesús quería.
13.RAYMOND E. BROWN: Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron.
14.RAFAEL AGUIRRE: Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana.
15.JESUS ASURMENDI: El profetismo. Desde sus orígenes a la época moderna.
16.LUCIO PINKUS: El mito de María. Aproximación simbólica.
17.P. IMHOF y H. BIALLOWONS: La fe en tiempos de invierno. Diálogos con Karl Rahner en los
últimos años de su vida.
18.E. SCHÜSSLER FIORENZA: En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los
orígenes del cristianismo.
19.ALBERTO INIESTA: Memorándum. Ayer, hoy y mañana de la Iglesia en España.
20.NORBERT LOHFINK: Violencia y pacifismo en el Antiguo Testamento.
21.FELICISIMO MARTINEZ: Caminos de liberación y de vida.
22.XABIER PIKAZA: La mujer en las grandes religiones.
23.PATRICK GRANFIELD: Los límites del papado.
24.RENZO PETRAGLIO: Objeción de conciencia.
25.WAYNE A. MEEKS: El mundo moral de los primeros cristianos.
26.RENE LUNEAU: El sueño de Compostela. ¿Hacia una restauración de una Europa Cristiana?
27.FELIX PLACER UGARTE: Una pastoral eficaz. Planificación pastoral desde los signos de los
tiempos de los pobres.
28.JEAN-PIERRE CHARLIER: Jesús en medio de su pueblo I.
29.JEAN-PIERRE CHARLIER: Jesús en medio de su pueblo II. La tierra de Abraham y de Jesús.
30.JEAN-PIERRE CHARLIER: Jesús en medio de su pueblo III. Calendario litúrgico y ritmo de vida.
31.BRUNO MAGGIONI: Job y Cohélet. La contestación sapiencial en la Biblia.
32.M. ANTONIETTA LA TORRE: Ecología y moral. La irrupción de la instancia ecológica en la
ética de Occidente.
33.JHON E. STAMBAUGH y DAVID L. BALCH: El Nuevo Testamento en su entorno social.
34.JEAN-PIERRE CHARLIER: Comprender el Apocalipsis I.
35.JEAN-PIERRE CHARLIER: Comprender el Apocalipsis II.
36.DAVID E. AUNE: El Nuevo Testamento en su entorno literario.
37.XAVIER TILLIETTE: El Cristo de la filosofía.
38.JAVIER M. SUESCUN: Carlos de Foucauld en el Sahara entre los Tuareg.
39.ROMANO PENNA: Ambiente histórico-cultural de los orígenes del cristianismo.
40.MARC LEBOUCHER: Las religiosas. Unas mujeres de Iglesia hablan de ellas mismas.
41.SOR JEANNE D’ARC, OP: Caminos a través de la Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento.
42.DIONISIO BOROBIO: Familia, Sociedad, Iglesia, Identidad y misión de la familia cristiana.
43.FRANCIS A. SULLIVAN: La Iglesia en la que creemos.
44.ANDRE MANARANCHE: Querer y formar sacerdotes.
45.JAMES B. NELSON (Ed.): La sexualidad y lo sagrado.
46.EUGEN DREWERMANN: Psicoanálisis y Teología Moral. Vol. I. Angustia y culpa.
47.EUGEN DREWERMANN: Psicoanálisis y Teología Moral. Vol. II. Caminos y Rodeos del amor.
48.EUGEN DREWERMANN: Psicoanálisis y Teología Moral. Vol. III. En los confines de la vida.
49.JOSÉ M. CASTILLO: Los pobres y la teología. ¿Qué queda de la teología de la liberación?
50.JUAN ARIAS: Un Dios para el 2000. Contra el miedo y a favor de la felicidad.
51.MIGUEL CISTERÓ: En camino. De una pastoral parroquial al mundo obrero.
52.CARLOS DÍAZ: Apología de la fe inteligente.
53.PIERRE DESCOUVEMONT: Guía de las dificultades de la vida cotidiana.
54.JAVIER GAFO: Eutanasia y ayuda al suicidio. “Mis recuerdos de Ramón Sampedro”.
55.JUAN JOSÉ TAMAYO ACOSTA: Leonardo Boff. Ecología, mística y liberación.
56.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. I. Yo y tú.
57.MICHAEL SCHNEIDER: Teología como biografía.Una fundamentación dogmática.
58.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. II. Yo valgo, nosotros valemos.
59.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. III. Tu enseñas, yo aprendo.
60.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. IV. Su justicia para quienes guardan su alianza.
61.CARLOS DÍAZ: La persona como Don.
62.GUILLEM MUNTANER: Hacia una nueva configuración del mundo. Sociedad, cultura, religión.
63.JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO: El mal. El optimismo soteriológico como vía intermedia
entre el pesimismo agnosticista y el optimismo racionalista.
64.JAMES B. NELSON: La conexión íntima. Sexualidad del varón, espiritualidad masculina.
65.MARCIANO VIDAL: Ética civil y sociedad democrática.
66.JUAN GONZÁLEZ RUIZ: En tránsito del infierno a la vida. La experiencia de un homosexual
cristiano.
67.ENRIQUE BONETE PERALES: Éticas en esbozo. De política, felicidad y muerte.
68.N. T. WRIGHT: El desafío de Jesús.
69.H. RICHARD NIEBUHR: El yo responsable. Un ensayo de filosofía moral cristiana.
70.RENATO MORO: La Iglesia y el exterminio de los judíos. Catolicismo, antisemitismo, nazismo.

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