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Sal Terrae

Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA»


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JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS

¿Apocalipsis hoy?
Contra la entropía social

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© Editorial Sal Terrae, 2019
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Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
15-04-2019
Diseño de cubierta:
Laura de la Iglesia
ISBN: 978-84-293-2862-2

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«Si lloras porque es de noche,
las lágrimas no te dejarán ver las estrellas»
(Rabindranath Tagore).

«Consolad a mi pueblo, dice el Señor»


(Isaías 42).

A Amnistía Internacional,
a Greenpeace,
al Servicio Jesuita de Refugiados
y a todos aquellos que no cierran los ojos
ni se dan por vencidos
ante la crueldad de nuestro mundo.

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ÍNDICE

PRÓLOGO
PRIMERA PARTE:
EL HOMBRE COMO PREGUNTA
1. Los Chepas
2. El «Logos» y el «Tao»
3. Autocrítica, autoestima, autoayuda…
4. Todos iguales
5. ¿Todos hermanos?
6. ¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo?

SEGUNDA PARTE:
LA SOCIEDAD COMO PROBLEMA
1. Capitalismo y democracia
2. Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana
3. Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?)
4. Medios ¿de comunicación?
5. El precariado y la culpabilización de los oprimidos
6. Flores ajadas
7. Violencia
Apéndice: Una vieja parábola de nuestra sociedad

TRANSICIÓN: era secular y resistencia

TERCERA PARTE:
LA IGLESIA, COMO SIEMPRE,

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NECESITADA DE REFORMA

1. Iglesia de Dios
2. Iglesia de hoy
3. Rechazo e interpelación: la condición del cristiano
CONCLUSIÓN de estas tres partes

CUARTA PARTE:
LA TEOLOGÍA COMO INTENTO
DE APRENDER PARA PODER COMUNICAR

1. «La buena noticia de Dios»


2. «Preparar el camino al Señor»
3. «Qué dice el Espíritu a las iglesias»
4. «¡Cuán delicadamente me enamoras!»
5. La Carta Magna del cristianismo

CONCLUSIONES

ÍNDICE GENERAL

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Prólogo

Q UE VIVIMOS HOY UNA ÉPOCA OSCURA resulta ya un tópico. Los fascismos resucitan
(aunque en este caso habría que decir que resucitan de entre los vivos y no «de entre los
muertos»); el aumento de los suicidios se convierte en noticia alarmante; los
nacionalismos y particularismos del «primero, nosotros» rebrotan como flores de cactus,
fruto de una falsa globalización que ha barrido todas las identidades; los muertos en el
Mediterráneo ya ni siquiera merecen atención, por cotidianos, como tampoco merecen
atención los niños consumidos de hambre en Yemen. La demagogia intolerante del señor
Casado amamanta a los independentistas catalanes, que son, precisamente, a quienes él
pretende combatir, mientras la ceguera independentista hace crecer a la extrema derecha,
en una alianza de sinsentidos donde los egos han sustituido a las razones. La trata y
explotación masiva de niñas, los excluidos que ya no son necesarios ni siquiera para ser
explotados, y el «precariado» como sustituto progresivo de la clase media… son algunos
de los colores que figuran en esta paleta de horrores.
Esto es lo que lleva a hablar de apocalipsis. Pero, en contra del sentir común
(reflejado en el título de aquella película de Francis F. Coppola, «Apocalypse now»), la
apocalíptica no es una literatura de horrores. Es más bien, eso sí, una literatura que se
escribe en épocas de calamidades, pero cuyo sentido es buscar una interpretación de la
historia: una filosofía profunda o una teología de la historia, según se prefiera.
La palabra «apocalipsis» significa propiamente «revelación» y es de origen bíblico.
En la apocalíptica bíblica, las calamidades presentes se presentan muchas veces como
profecías hechas desde el pasado para dar a entender que las cosas podrían haber sido de
otro modo y que deberíamos examinar lo que hemos hecho mal. Esa literatura nos diría
hoy que el problema no es si VOX es muy malo o si es el mal absoluto, ni si es legítimo
dialogar con él. Más bien nos invitaría a preguntarnos cómo ha podido surgir VOX.
Porque en Andalucía (por mucha fama que pueda tener de ser tierra de señoritos) no hay
400 000 malvados. Pero sí puede haber 400 000 desesperados, o resentidos, o irritados
por nuestras incoherencias.
Además de eso, la literatura apocalíptica despliega una crítica feroz de los poderes
presentes y anuncia futuros mejores. Todo ello con un léxico pretendidamente

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visionario, a veces críptico por necesidad de autoprotección, pero que busca dar vigor y
garantía a las afirmaciones del texto.
Desde una óptica cristiana, la raíz última de la presencia del mal en nuestra historia
reside en la dialéctica del ser humano, que es a la vez simple creatura de Dios (con lo
cual dista infinitamente de Dios), pero también «imagen y semejanza de Dios» (con lo
cual está más cercano a Dios de lo que se cree). Ahora bien, toda imagen tiene una doble
tentación: sustituir al modelo o apartarse del modelo. En el primer caso, pretenderá ser
«igual a Dios», actuar como Dios y ponerse en el lugar de Dios, con lo cual se devalúa a
sí misma, porque el plagio nunca tiene el valor del original. En el segundo caso, se
destroza a sí misma, porque una imagen que no se parezca al modelo no sirve para nada.
No es difícil ver que esas dos tentaciones reflejan bastante bien las dos etapas
históricas que nos han precedido: modernidad y posmodernidad. Nuestra modernidad,
excesivamente orgullosa, quiso «ser como Dios» y ha acabado destrozando de tal
manera la imagen de Dios que nuestra posmodernidad, humilde en exceso, se ha visto
llevada a creer que los hombres no tenemos nada divino y únicamente somos, como
mucho, una especie de simios afortunados. Resultado: ahora se dice que a las dos etapas
anteriores (modernidad y posmodernidad) está siguiendo la era de la posthumanidad.
Dios ha corrido un enorme riesgo en su creación, porque, al dar al ser humano el
poder de plantarle cara y decirle que no, se despoja de su omnipotencia y se convierte, de
algún modo, en «responsable» del escándalo del mal. La creación de libertades finitas
(cuando «libertad» es casi sinónimo de infinitud y omnipotencia) nos permite definir un
poco y asomarnos a la raíz última de situaciones históricas como la actual. Por eso, estas
páginas habrán de terminar en una pequeña colección de reflexiones teológicas.
Pero, antes de llegar a ellas, deberemos sumergirnos un poco en esas aguas frías de
nuestra hora actual, para tratar de pescar en ellas algo sobre ese misterio que es el ser
humano, sobre ese dramático problema que es la convivencia y la sociedad humana y
sobre ese equilibrio inestable de la historia humana, constantemente necesitada de
reexamen, de reforma y, a veces, de cambio de rumbo: una necesidad que también afecta
a la Iglesia.

J.I.G.F.
(enero 2019)

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PRIMERA PARTE

El hombre como pregunta

«Me había convertido en una gran pregunta para mí mismo»


(Agustín de Hipona).

«La única verdad del hombre finalmente entrevista


es ser una súplica sin respuesta»
(G. Bataille).

«El hombre es una pasión inútil»


(J. P. Sartre).

«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?»


(Salmo 8).

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CAPÍTULO 1
Los Chepas

S OY POCO ENTENDIDO EN PINTURA. Pero hay dos pintores modernos que siempre me
han atraído. Uno era Julio Romero de Torres, no sé si por aquello de «los ojos de
misterio y el alma llena de pena» que cantaba la copla. Pero de él no voy a hablar aquí.
El otro es Ignacio Zuloaga, de quien quisiera comentar un cuadro que lleva el mismo
título de este capítulo.
«El Chepa» es el retrato de un jorobado vestido de torero. No sé si el personaje
existió realmente o si fue invención del artista. Pero desde la primera vez que lo vi, hace
ya muchos años, me impactó profundamente el contraste entre la pretensión que sugiere
el traje, con su policromía de verdes y lentejuelas, y la figura deforme de quien lo viste,
que desmiente todo ese sueño pretencioso del vestido. La cara del protagonista no es la
del que sonríe por el arte y la elegancia, sino un rostro serio con unos ojos que parecen
transpirar algo de enfado.
Al rato de haberlo visto, me nació un pequeño poema en romance que comenzaba
así: «¡Pobre torero de afanes / todos se reirán de ti!»…Y seguía repitiendo contrates
entre sueño y realidad: «¡cómo reviste tu garbo / de verónicas a abril!», mientras «hay
unos ojos muy negros / que están fijándose en ti». Pero también veía que en el cuadro de
Zuloaga hay «un cielo atragantado con olés rotos de silencio…» Por lo que: «tú, valiente
de afanes, / torero de ensueños mil, / te estás poniendo muy triste / porque se van a
reir»…
Quizá debo aclarar que en mis mocedades fui muy sensible al encanto de los toros,
que yo veía como triunfo de la inteligencia sobre la fuerza bruta impulsiva, a través de la
belleza y del dominio de sí. Hoy soy contrario a esa «fiesta nacional», porque creo haber
aprendido que la elegancia no se justifica cuando es a costa del sufrimiento de un ser
vivo. Pero esto no hace ahora al caso. Volvamos al Chepa.
Lo comento aquí porque más tarde fui pensando que la pintura de Zuloaga no era la
imagen de un personaje concreto, sino un retrato del ser humano: todos somos algo así
como jorobados con pretensiones de toreros. Envueltos en esos brillos fugaces de mil
lentejuelas, soñamos con triunfos, con grandes faenas, con el aplauso y hasta con la
salida a hombros de la plaza de la vida. Y no nos damos cuenta de nuestra deformidad,
de nuestra pequeñez, de esa hinchazón de nuestro ego que no hace más que encorvarnos
y nos vuelve poco presentables.

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Lo que en Zuloaga fue intuición pictórica ha sido psicológicamente estudiado por
Carl Jung, con su división del ser humano entre el personaje y la sombra. El personaje,
como el traje de luces del torero, es la forma en que querríamos presentarnos y
desearíamos ser vistos por los demás. La sombra es algo no tan brillante como el traje y
que arrastramos detrás de nosotros sin poder verla, como la joroba, mientras que los
demás la ven perfectamente. El personaje es todo aquello que el sujeto quiere ser, y la
sombra todo aquello que el sujeto no quiere ver.
Esa es la tragedia humana: el contraste entre nuestras brillantes pretensiones y
nuestra realidad opaca. Todos somos «el Chepa»: pretensión de brillo, grandeza o
aplauso… y realidad de deformación ridícula. Y punto.
Sin embargo, no es eso todo. Mucho más conocido que el Chepa es Quasimodo, «el
jorobado de nuestra Señora de París». Pero la novela de Víctor Hugo es tan larga y tan
pesada que no cabe resumirla aquí. Destaquemos tan solo que este otro jorobado no
sueña grandezas ni grandes faenas. Vive de sus chapuzas hasta que es detenido y
condenado a ser azotado públicamente. En medio del tormento, grita desesperado que
tiene sed (¿como Jesús en el Gólgota?). Y solo una gitana, la bellísima Esmeralda, tan
guapa como solo se puede ser en las novelas, corre el riesgo de llevarle de beber
solapadamente. En ese momento, una lágrima se desliza por la mejilla del jorobado
mientras bebe. Más tarde, la gitana, víctima de intrigas de mil aristócratas que andan tras
ella, es condenada a muerte injustamente, porque nadie se cree que un clérigo pueda ser
asesino. Y el jorobado, él solito, monta con cuerdas una rocambolesca operación, por la
que los dos acaban cayendo en Notre Dame, que es «terreno de asilo», y así se salvan
ambos.
No sé si este mi resumen pasaría un examen de literatura. Pero lo que ahora interesa
es otra cosa: este nuevo jorobado hizo una gran faena, muy superior a las que soñaba El
Chepa de Zuloaga. Y la hizo, no por vestirse de traje de luces, sino porque allá, en el
fondo de su corazón, conservaba el recuerdo de que, un día alguien muy superior a él
había comprendido y socorrido su sed.
Algo así somos los humanos: desastrosos cuando nos creemos grandes, y capaces de
lo más grande cuando aceptamos nuestra pequeñez
¿Qué es, entonces, el ser humano? ¿Una pretensión de grandeza totalmente ridícula o
una nada que puede llegar a ser muy grande?
¿Por dónde discurre el camino para salir de esa encrucijada?
«Jorobados y nocturnos» que somos, como los guardias civiles de García Lorca,
¿podemos encontrar la paz con nosotros sin necesidad de esos libros de «autoayuda» que
la mayoría de las veces no son más que el timo de la estampita?
Ojalá estas páginas permitan vislumbrar alguna senda o alguna luz que nos permitan
ir entreviendo que tal vez no seamos una pasión inútil, sino, más bien, una pasión
esperanzada. Examinémonos un poco más.

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CAPÍTULO 2
El «Logos» y el «Tao»

A UNQUE LAS GRANDES MANCHAS DE COLOR son a veces simplistas, pueden resultar
también pedagógicas. Corro, pues, el riesgo de simplificar para ayudar a entender del
algún modo los universos mentales del Occidente en que vivimos y de ese Oriente al que
hoy tanto miramos y al que muchos acuden para salir de su sensación de vacío.
La gran aportación de Occidente a la visión del hombre la dio Grecia, con el
descubrimiento del Logos. Este término clásico significa, a la vez, palabra, razón y
sentido: brotó de la experiencia de que las cosas son razonables, es decir: tienen una
«lógica». Y esa lógica puede ser captada y expresada por nuestra palabra. Este
encuentro y esta armonía entre la realidad y nuestra mente es una de las primeras
experiencias de sentido. Y este es el mensaje del Logos. Si no hubiera posibilidad de
encuentro entre la realidad y nosotros, nos encontraríamos ante un vacío y un sinsentido
impresionantes.
La experiencia fundamental de Oriente me parece ser la del Tao. Y quizá no es casual
que la obra de Lao Tse, autor del Tao-te-King (libro de la virtud y del Tao) sea, luego de
la Biblia, la obra más difundida en la historia del mundo. Pero el Tao es indefinible: no
se comunica con conceptos, sino provocando su experiencia. Hay definiciones del Tao
que parecen extrañas, pero que no lo son: «el Tao es el camino infinito que conduce al
Tao». «El Tao no lleva a cabo ninguna acción, pero no deja nada por hacer». «Cuando su
tarea ha sido cumplida y las cosas han sido acabadas, todo el mundo dice: las hemos
hecho nosotros»…
Quizá la mejor traducción del Tao podría ser lo que los cristianos llamamos el
«Espíritu Santo», el cual es también inobjetivable. De hecho, todas las citas anteriores
pueden aplicarse perfectamente al Espíritu Santo de los cristianos.
Y para no reducirnos al Tao, creo que la misma afinidad con el Espíritu se
encuentra en el Âtman, concepto clave del hinduismo[1]: «el Âtman se mueve y
no se mueve; está lejos y aún está cerca; está dentro de todo y también fuera de
todo» (Isa Upanisad). «Este Âtman no puede ser captado ni con explicaciones ni
con la fuerza del intelecto ni con una gran erudición» (Mundaka Upanisad). Y
aún más claro: el Âtman se encuentra en todos los seres, y todos los seres se
encuentran en Él. Cuando se le ve, se alcanza la identidad con el supremo
Brahman [Dios]. No existe en verdad ningún otro medio» (Kayvalya Upanisad).

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Dejando ahora las connotaciones religiosas, creo que con el Logos y el Tao nos
hallamos ante dos experiencias humanas originarias, y complementarias, o dos modos de
abrirse a la realidad: uno, desde la visión; y otro, desde la respiración.
En efecto: la posibilidad de ver permite objetivar las cosas. De este modo, las
conocemos (o creemos conocerlas) y podemos manejarlas. Por eso es normal que del
Logos occidental haya surgido la técnica, que nos permite dominar las cosas, con el
peligro de erigirnos nosotros en sujetos y, por tanto, en superiores. En cambio, la
experiencia de la respiración nos permite percibir la vida, darnos cuenta de que vivimos
y, a la vez, de que vivir es estar recibiendo: pues si te falta el aire, te ahogas y mueres.
Y, atención: la experiencia de la respiración (del vivir), siendo más honda y menos
pretenciosa que la de la vista, puede llevar –si se la exclusiviza– a un inmovilismo
conservador frente al mundo que nos envuelve. Mientras que la experiencia de la visión,
si se la exclusiviza, puede llevar a una actitud posesiva y dominadora ante el mundo que
nos sostiene. Desde la vista, el hombre se siente superior a las cosas; desde la
respiración, se siente casi inferior a ellas.
Último detalle curioso: nuestra posibilidad de hablar viene del hecho mismo de la
respiración: expulsamos el aire articulándolo en forma de sonidos. Pues bien: un himno
medieval al Espíritu Santo decía que «enriqueces la garganta con la palabra» («sermone
ditans guttura»)…

Por tanto…

Si he sabido evocar esa doble experiencia fundante y fundamental, resultará claro que
nuestra plenitud humana reclama el encuentro entre ambas, sin que ninguna de ellas
ignore o excluya a la otra, pero de modo que ambas se complementen y se controlen. El
Logos expresa, el Tao empapa; el Logos explica lo exterior, el Tao llena nuestro interior.
La palabra puede ser superficial, el Tao es siempre profundo.
Con la terminología trinitaria cristiana (de «Palabra» y «Espíritu»), un autor del siglo
II, san Ireneo, decía que esas son «las dos manos de Dios». Y será verdad que la
Encarnación de la Palabra es el tesoro de Occidente, pero es también verdad cristiana
que el Espíritu ha sido derramado «sobre toda carne» (Jl 3,1; Hch 2,18) y no solo sobre
la carne «cristiana». Por eso, toda auténtica experiencia espiritual humana, nazca donde
nazca, procede del mismo Dios a quien confiesan los cristianos, y no hay, por tanto,
posibilidad de exclusivismos, sino más bien obligación de acoger a Aquel que (como el
aire) «sopla donde quiere» (Jn 3,8)[2].
Es ya un tópico que la teología y aún más la piedad occidental (tanto católica como
protestante) adolecen de un olvido del Espíritu que ha llevado en exceso a tratar de
explicar las cosas, más que vivirlas o cambiarlas. Ese tópico tan verdadero moverá
muchas de las páginas que van a seguir, hasta estallar en las últimas.
Pero, dejando ahora las teologías, evoquemos que, cuando Marx escribe su famosa
tesis 11 sobre Feuerbach («hasta ahora los filósofos han explicado el mundo; lo que
importa es transformarlo»), está ofreciendo una versión laica de la tesis de este capítulo:
el mundo del Logos necesita al Tao (o al Espíritu, en lenguaje nuestro). De lo contrario,

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ese Logos se desfigura[3].
Parece, pues, claro que, más allá de alusiones teológicas, Occidente necesita hoy una
buena «inyección» de Tao que devuelva calidad y plenitud humana a su Logos, a su
razón y a su palabra, porque, sin Tao, el Logos se nos ha ido convirtiendo en «razón
instrumental», en posverdad y en búsqueda del máximo beneficio económico.
Por eso, si el ser humano no es más que «una caña que piensa» (Descartes dixit),
acabará reducido a una simple caña, a menos que esta sea movida por ese misterio del
Espíritu. Y el Espíritu, dicho cristianamente, es quien de veras nos enseña a querer. A
querer y a querernos bien.
Sigamos por ahí.

[1] Las diferencias que pueda haber entre ambos conceptos me parecen ahora cosa de matiz ante el objetivo de
este capítulo, que es comparar los modos originarios de abrirse al ser en Occidente y en Oriente: la vista y la
vida.
[2] Esta intuición, que tanto ha costado aceptar a los cristianos, no es exclusivamente cristiana. He citado otras
veces aquellas palabras de Krishna en la Bhagavad Gita: «también los que siguen a otros dioses y los veneran
con fe profunda, en realidad me honran solo a Mí, aunque no de forma correcta». Palabras que hicieron del
hinduismo la más tolerante de las religiones, aunque hoy la vinculación entre religión y nacionalismo indio
está convirtiendo el hinduismo en una de las religiones más intolerantes. K. Rahner no fue nada original
cuando habló de la posibilidad de «cristianos anónimos». Muchos siglos antes, los Vedas habían sugerido la
existencia de «hinduistas anónimos».
[3] Aunque también, según me comentó R. Panikkar la última vez que nos vimos en Tabertet, él temía que
Oriente esté perdiendo su espíritu, contagiado por ese virus occidental del máximo beneficio económico…

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CAPÍTULO 3

Autocrítica, autoestima, autoayuda

P ASIÓN INÚTIL O ESPERANZADA, lo innegable es que los humanos somos una pasión de
absoluto. Nuestras vidas son una puesta en práctica de aquella canción: «todos queremos
más, y más y más y mucho más». No es solo que el Barça sea más que un club; es que
todas las cosas que queremos las convertimos en más de lo que son. Si no podemos amar
el Absoluto, porque no creemos que exista, amamos muchas cosas absolutamente. Y, en
el fondo, eso se debe a que en las cosas que amamos nos amamos a nosotros mismos
como absolutos. De ahí que nos resulte tan difícil la autocrítica (tan necesaria) y que
andemos tan faltos de auténtica autoestima (tan necesaria también). Por eso es hoy tan
difícil la convivencia.
Eso ocurre no solo a nivel individual, sino a niveles de grupo. Uno de los pecados
más serios (y menos denunciados) de la historia de la Iglesia ha sido su autodivinización
más o menos explícita: la «santa iglesia», que en el origen de la expresión significaba tan
solo la Iglesia santificada por Cristo, se fue convirtiendo, poco a poco, en la Iglesia
impecable; de modo que criticarla solo podía ser expresión de maldad, al margen de si la
crítica estaba o no fundada.
Pero de la Iglesia hablaremos más adelante. Ahora importa señalar que cuando, con
la aparición de la secularidad, la Iglesia fue puesta en su lugar, surgieron inmediatamente
otras «iglesias santas». Primero los partidos políticos, por necesarios que sean. Alfonso
Comín (militante del PSUC) fue el primero que, ya en nuestra transición, levantó la voz
avisando que los partidos no son iglesias. Antes de él, todos los partidos deberían leer y
meditar las críticas de Simone Weil:
«Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva. Es una
organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el
pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros. La primera
finalidad… de todo partido político es su propio crecimiento, y eso sin límites.
Debido a este triple carácter, todo partido político es totalitario en germen y en
aspiración»[4].
Eso, por supuesto, no significa la necesidad de suprimir los partidos (como tampoco
lo antes dicho apuntaba a la supresión de la Iglesia). Pues esa supresión acaba llevando a
la existencia de un partido único que se cree libre de esos defectos, lo cual es mucho

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peor. Pero sí es una llamada muy seria de atención para que los partidos se examinen y
reformen algunos de sus modos de proceder y de hablar. Por ejemplo, la llamada
«disciplina de partido». O ese autobombo que sigue al pacto para cambiar de gobierno
en Andalucía, donde escuchamos a un partido que no sabemos si mejorará aquella
comunidad, pero sí hemos aprendido que «no tienen abuela».
Hoy en día, me parece que otra nueva «santa iglesia» la constituyen los llamados
«medios de comunicación», que se sienten con el derecho (y la misión) de criticar todo
cuanto les parezca y de autoalabarse como niños pequeños. Pero cuando alguna voz
crítica se levanta contra ellos, solo puede ser la voz de algún malvado, enemigo de la
democracia y de la libertad de expresión, nunca de ellos, que solo son defensores de la
verdad. Como la Iglesia de antaño.
Y, sin embargo, infinidad de veces los medios de comunicación están hoy al servicio
del capital y de los poderosos de la tierra, como analizaremos en la parte siguiente.
Quizá porque, de otro modo, no podrían sobrevivir. Pero la realidad es esa. Por supuesto,
hay en ellos excelentes personas y espacios admirables, como los hay en los partidos y
en las iglesias. Pero su pretensión global va más allá de eso. Quieren ser tácitamente
sacralizados.
La era de la posverdad es la era de las falsas absolutizaciones. Porque, si la santa de
Ávila creía que «la humildad es –simplemente– la verdad», resulta que la posverdad es
simplemente la autoinflación. Frutos de esa posverdad, son la desaparición de la
autocrítica y la reaparición de los fundamentalismos. Una palabra sobre ellos.

3.1. Autoexamen
La palabra «autocrítica» la encontré por primera vez en «El Ciervo» de mis años mozos,
que pedía saber ser críticos con la propia Iglesia, envuelta entonces en un caparazón de
sacralidad que la hacía intocable. Pese a acusaciones irritadas («malos hijos», «falta de
amor a su madre»…), la autocrítica acabó imponiéndose (unas veces bien hecha, y otras
mal, como suele ocurrir en las historias humanas). Aquellas confesiones fueron
generando propósitos de enmienda que cuajaron en el Vaticano II y han contribuido a
que la Iglesia, con todos sus defectos, siga viva y haya dado ejemplos sorprendentes de
calidad humana.
Queda mucho por hacer. Pero queda también el balance de que la autocrítica, hecha
con espíritu penitencial y no de resentimiento o de protagonismo, acaba siendo fecunda
aunque duela. En un libro-antología de textos antiguos[5] mostré que la Iglesia antigua,
al ejercer la autocrítica, conservaba la fidelidad a su propia tradición. Hoy en cambio,
cuando, tras algún atentado, se nos dice que el terrorista «ha sido abatido», nadie osa
preguntar qué hay tras esa ambigua expresión, aunque sospechamos que detrás de ese
«abatimiento» puede haber un delito grave de las fuerzas del orden.
Desde esta Cataluña en la que escribo, debo declarar que hay derecho a ser
independentista y a no serlo. Pero ¿quién encontrará una mínima palabra de autocrítica
en uno de esos dos bandos? ¡Y mira que ambos han hecho mal las cosas! Pero en ambos
la más mínima autocrítica supone el fin de una carrera política y la aniquilación del

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crítico. Lo cual nos lleva al punto siguiente.

3.2. Fundamentalismo como egoísmo


El fundamentalismo implica una identificación tan absoluta con las propias convicciones
que considera débil y ofensivo el mero intento de pasarlas por el tamiz de una razón
crítica. Los matices son como virus en su ordenador mental. El fundamentalista está tan
seguro de sus propias posiciones y las vincula tanto con su identidad que se siente
dispensado no ya de toda crítica, sino incluso de toda ley que las contradiga. Es una de
las actitudes a las que más propensos somos los humanos, por nuestra necesidad de
seguridad. Pero detrás de esa identificación tan absoluta con las propias convicciones se
esconde una absolutización del propio ego.
En su origen, se vincula al fundamentalismo con algunas sectas pseudocristianas de
EE.UU. Característica suya es el simplismo más atroz. Porque en esta tierra solo se
puede ser fanático de Dios (con los matices que veremos) o de las simplezas. Ese
fanatismo considera peligroso todo lo que es simplemente complejo, y toma literalmente
todas las afirmaciones de la Biblia, sin aceptar no ya la crítica histórica, sino ni siquiera
los más elementales géneros literarios. Si el mito del Génesis dice: «Dios creó al hombre
del barro de la tierra», eso solo puede ser entendido en el sentido literal de modelar una
figura de barro y luego soplar sobre ella. Que al hombre se le llame Adán (en hebreo:
terrícola) no aporta nada a la hora de entender la intención del relato bíblico…
Pero el fundamentalismo no es solo religioso. Los mil libros de autoayuda, que hoy
pululan casi como las inundaciones de California, son la versión laica e individual de lo
que, en el campo religioso, llamamos «fundamentalismos». Y, sobre todo, es hora de
caer en la cuenta de la presencia de actitudes fundamentalistas en la sociedad laica y, en
concreto, en el campo político. Pues ahí es donde más nos pica hoy y donde más habrá
que rascarse o ponerse alguna pomada razonante. Permítaseme insinuar unos ejemplos:
Un partido anegado por una riada de corrupción que no solo anegó a personas
concretas, sino al partido mismo, sufrió una pérdida de votos capaz de posibilitar
una moción de censura que lo sacó del gobierno. Pues bien: la reacción ante ese
desastre, que reclamaba una seria regeneración, fue enterrar toda autocrítica,
como si la corrupción no existiera, proclamar el orgullo partidista y girar hacia
posiciones de extrema derecha, calificadas como de centro-derecha y donde no
hay más «centro» que el del ego-centrismo.
Un político acosado por un master nada ético declara que «no hay más ética
que lo legal» (ignorando que, según santo Tomás, la ley ha de mirar al bien común
y no a la ética individual). Pero luego califica de «felonía» una moción de censura
totalmente legal y constitucional. Para las derechas, la intransigencia sustituye a la
inteligencia.
Después asistimos a unas elecciones andaluzas con un resultado insólito. Pero
ni uno solo de los políticos (o partidos) castigados fue capaz de hacer una
autocrítica seria: la culpa siempre había sido de otro. Cuando Rajoy mentía

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sistemáticamente arguyendo que el partido que sacaba más votos era el que había
ganado unas elecciones, se le objetaba que el partido más votado podía ser
también el más vetado (como se vio más tarde). Pues bien: tras las elecciones
andaluzas, la candidata del PSOE, que era quien había recibido el golpe más duro,
adoptó el sofisma de Rajoy y se proclamó ganadora. En cambio, el presidente
gallego del PP le dijo ahora que tener más votos no significa ganar unas
elecciones. ¿En qué quedamos, pues?
Sigamos. «Podemos» pierde fuelle y echa toda la culpa a los medios de
comunicación. ¿Nunca ha pensado Pablo Iglesias que la culpa puede ser de la
escandalosa incoherencia y el mal ejemplo que supuso la adquisición de su
mansión? Algún aviso debió de darle la conciencia cuando quiso buscar
justificación en una consulta algo hipócrita a las bases del partido; pero ¡era a los
electores a quienes había que consultar!
Y sigamos: el camaleónico líder de «Ciudadanos» consideraba que «sería una
irresponsabilidad», ya que hay cinco partidos, negarse a dialogar con VOX; pero
no le parecía irresponsable negarse a dialogar con el PSOE o con ERC. Y ese
inefable VOX quiere suprimir la ley de violencia machista porque también hay
mujeres que matan a hombres; cuando, en lógica elemental, lo más que se seguiría
de ese argumento es que habría que ampliar la ley, no suprimirla.
Para acabar de arreglarlo, los independentistas catalanes consideran que para
ellos no tiene vigencia la Constitución española ya antes de ser independientes, y
se escandalizan de que eso sea considerado delito. Pero luego apelan al Tribunal
Constitucional cuando les conviene. Y el inefable Puigdemont se permite decirle a
Sánchez que «el tiempo de gracia termina». Como si fuera Dios…
No hemos progresado mucho: ya Montaigne escribía en sus famosos Ensayos:
«Las excusas y reparaciones que veo dar todos los días para purgar la imprudencia
me parecen más torpes que la imprudencia misma»[6]. Pero al menos deberíamos
saber que esa es nuestra pasta humana, que el afán de gloria y la nietzscheana
voluntad de poder nos dominan y nos hacen engañarnos hasta la ingenuidad. Si
argüimos que estas son consideraciones moralistas represoras, quizá lo que
tememos es que, si llegáramos a vernos tal como somos, no seríamos capaces de
cargar con nosotros mismos.
Porque, si no, la conclusión parece ser que nuestros políticos solo buscan
argumentos que conduzcan a una meta que ya tienen predeterminada. Cuando lo
que debería hacer cualquier buen político es lo contrario. Y esta es, quizá, la causa
fundamental del preocupante descrédito de nuestra clase política.
Pero no quisiera que se entendiera todo esto como una crítica a solos los
políticos, pues ellos suelen ser un reflejo de los ciudadanos que somos nosotros.
No es exacto que cada pueblo tiene el gobierno que se merece (pues aquí pueden
entrar en juego otros factores). Pero sí lo es que cada pueblo tiene los políticos que
se merece. Y lo que parece es que la era de la posverdad se nos ha convertido en la

20
era de la ilógica, de la irracionalidad y de los sentimientos a flor de piel.
Un parlamentario británico, de cuyo nombre no logro acordarme, pronunció una vez
la siguiente frase que antaño oíamos con frecuencia y hoy tenemos olvidada: «odio lo
que Usted está diciendo, pero daría mi vida para que pueda decirlo». Quitémosle los
acordes retóricos, pero reconozcamos que ahí reside el verdadero espíritu democrático
del que hoy andamos bastante faltos. Todos.
Porque eso significa que, por muy distantes que nos sintamos de ellos, por más que
odiemos su discurso, los miembros de VOX tienen derecho a manifestarse (como lo
tienen los independentistas a ser lo que son), y no se lo podemos impedir ni podemos
ilegalizarlos por pensar como piensan. Solo cuando su modo de actuar contravenga las
normas de convivencia establecidas se les podrá castigar; nunca antes. Y lo mismo vale
para los gritos de VOX que piden ilegalizar a los independentistas.
Dicho ahora con frases que molestarán: la unidad de la patria (grande o chica) puede
ser para algunos un valor supremo. Pase. Pero la democracia es un valor aún más
sagrado. Y también: por poco que nos gusten, o por inmorales que nos parezcan las
opiniones de algunos, son conciudadanos nuestros y de ningún modo son «el mal
absoluto». Nos guste o no (y a mí no me gusta nada), VOX es una parte del mandato del
pueblo andaluz. La coherencia, por tanto, habría que ponerla en otros lugares y actitudes,
de modo que fuese la ausencia de votos la que dejara fuera a VOX.
Supongo que tacharán a estas reflexiones de «buenismo». Pero no sé si podría
contestar (con un chiste de El Roto): ahora que se acaban los buenismos, estamos
pasando a la hora de los malismos…

3.3. Contra todo maniqueísmo


Así venimos a dar con «la madre de todas las batallas»: esa noción de mal absoluto es
fundamental, aunque no lo llamemos así; basta con que lo sintamos así. Pues si mi
adversario es el mal absoluto, tengo pleno derecho a descargar sobre él todas mis
adrenalinas y no debo hacer ninguna autocrítica sobre mi modo de reaccionar ante él.
¡Qué magnífica pseudoliberación!
Por eso, la tendencia al maniqueísmo la llevamos todos dentro. Viene a veces
sugerida por la razón, la cual, ante el espectáculo del mal, tan extendido y tan poderoso,
acaba concluyendo la existencia de «un dios malo» en pugna con el Dios bueno. Es
sabido cómo torturó este argumento a san Agustín, que nunca logró desprenderse
totalmente de él. Hoy lo hemos bajado de las especulaciones metafísicas a la arena de la
convivencia. Pero nos tienta tanto o más que al obispo de Hipona, porque viene a ser un
pasaporte para todas nuestras irracionalidades. Ahí estamos.
La simbología cristiana hizo un trabajo importante en este campo: por más que
sintamos que el mal nos trasciende, no existe un dios malo. Satán nunca es un dios, sino
solo «un ángel caído». Y la única verdad de fe sobre ese principio del mal no es si existe
o no existe Satán, sino que, si existe, está vencido.
Pero toda esa simbología la hemos tachado de puro mito, en lugar de reflexionarla; y

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con ello se ha quedado en el campo de las puras especulaciones. Nuestro deber tendría
que ser, otra vez, bajarla a la arena de la convivencia, si no queremos que la
irracionalidad invada el campo de las relaciones humanas y la llamada posverdad se
convierta (como está sucediendo) en una fuente de autoafirmación que vale, no por ser
verdad (ya sabemos que esta no existe), sino por ser «mi» verdad.
Así hemos vuelto del revés un famoso epigrama de Machado: «¿La verdad? No. Mi
verdad. Y no busquemos ya más: la tuya guárdatela». Así estamos.

3.4. Falsa autoestima


De esa irracionalidad brota el que la autoestima que necesitamos la estemos buscando
(ayudados por una literatura pseudoterapéutica) en la ausencia de honradez autocrítica y
en el rechazo a enfrentarnos con la realidad tal como es.
Así, la verdad es que vivimos en el país de la mentira, tanto si le llamamos «reino»
como si le llamamos «república». Oigamos, si no, a esos señores que, cuando la
porquería los envuelve de manera tan total y tan pública que es imposible disimularla,
reaccionan con garabatos de humildad diciendo: «Si he cometido algún error…». Y
dicen eso en situaciones donde sobra la condicional y solo cabe decir: «He cometido un
robo mayúsculo». ¡Qué contraste con el viejo Lao Tse: «De la humildad brota la
grandeza»!…
Dijeron los sabios que estábamos pasando del clásico homo sapiens al homo
oeconomicus. Todo parece indicar que ese homo oeconomicus nos está llevando al homo
inflatus. No temamos sembrar trigo de autocrítica humilde y tranquila entre tanta cizaña
fundamentalista. Recordemos a aquel que dijo: «quien quiere salvar su vida la pierde; y
quien entrega su vida por una causa noble es el que la salva».
En suma: fundamentalismos y falta de autocrítica causan siempre un gran daño a la
causa que pretenden defender. Y no se justifican por esa necesidad de autoestima, hoy
tan de moda. En realidad, la mejor autoestima es el olvido de sí; la mejor autoayuda es la
autocrítica; y la mejor autocrítica son los sufrientes de la tierra. Y, ante ellos, nuestra
vida solo puede ser o entrenamiento o enviciamiento.

3.5. Un ejemplo viejo


Hace ya más de veinte siglos, el Amrtabindu Upanishad de la India enseñaba dos cosas
muy gráficas:
a) «las vacas tienen varios colores, pero la leche tiene un solo color» (n. 19). Quien
solo mira lo exterior de la vaca acaba siendo o un chulo o un acomplejado envidioso.
Pero quien mire al interior se encontrará con que…
b) «como la mantequilla está escondida en la leche, así habita el conocimiento en
cada uno de los seres» (n. 20).
O sea: a) quien es consciente de que puede producir mantequilla no necesitará

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autoayudas ni temerá la autocrítica. Porque, en el fondo, b) como ya decía un viejo
refrán: «de hombre a hombre, cero». Sigamos, pues, por ahí, porque puede ser una buena
receta para convivir.
La convivencia hace tanta falta hoy que hasta el rey la recomendó en su mensaje
navideño. No solo hay una violencia de género sino también una inconvivencia de
especies. Uno se pregunta cómo pudo responder el señor Torra que en Cataluña no hay
problemas de convivencia, sino de democracia y de justicia. ¿Cómo no se ha enterado de
que donde más falta hace hoy un arbitraje exterior es entre las dos Cataluñas? Claro que
hay problemas de justicia si un 47 % de la población quiere imponer sus tesis a todo el
resto, y casi toda la otra mitad se niega a cualquier diálogo con la gran masa
independentista, considerando que solo hablar de «conflicto» equivale ya a una bajada
de pantalones… Uno se pregunta: Señor, ¿cómo es posible que estén tan ciegos?
En conclusión de este largo capítulo: convivir bien solo es posible cuando uno tiene
suficiente fe en sí mismo como para poder olvidarse de sí y autocriticarse. Cómo
conseguir eso me parece una de las grandes preguntas del ser humano. Y esa pregunta se
vuelve hoy más difícil, porque la convivencia ya no se reduce solo a un grupo pequeño,
unido por lazos particulares. Se extiende a todos.
Y con todos tenemos que seguir.

[4] Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid 2000, p. 105. Y conviene ver, unas páginas antes, todo lo que
dice Simone sobre la pasión colectiva.
[5] La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Sal Terrae, Santander 1985.
[6] III; X. p. 1521 de la edición de Acantilado (Barcelona 2007).

23
CAPÍTULO 4
Todos iguales

S I HAY ALGO FUNDAMENTAL cuando hablamos del ser humano, es el primer artículo de
la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice: «todos los hombres nacen
libres…».
Igualdad, pues, entre todos los individuos, igualdad entre todos los grupos (por razón
de sexo, color, nación, religión…), sin que las diversidades sean nunca una razón que
justifique desigualdades. No me cansaré de repetir que la palabra «igualdad» es la que
más fácilmente tiende el puente entre la visión «laica» y la visión cristiana del mundo.
La que muestra cómo verdaderamente lo cristiano es profundamente humano y lo
plenamente humano es seminalmente cristiano.
Por eso no conviene olvidar aquel clamor mundial del pasado 8-M, que ya va
quedando lejos. Importa mucho volver sobre él, recordarlo y regarlo para que siga
creciendo. Porque, sean cuales sean sus frutos futuros, parece innegable que aquel día la
igualdad volvió a cobrar importancia en las mentalidades humanas. Una igualdad que la
Revolución Francesa proclamó y esterilizó a la vez, por una falsa concepción de la
libertad, que dejaba de ser sujeción a un poder exterior, pero solo para pasar a ser
sujeción al propio ego. De ahí solo podía brotar una libertad contra la igualdad y contra
la fraternidad, que ha acabado llevando al descrédito de nuestra modernidad. ¡Qué pena!
Mucho antes de la proclamación de los Derechos Humanos, y desde una óptica
cristiana, había escrito Pablo de Tarso: «en Cristo Jesús no hay varón ni mujer, judío ni
gentil». La equiparación de los dos grupos, visto cómo luchó Pablo por la igualdad entre
judíos y paganos, muestra que la primera igualdad (varón-mujer) no puede ser entendida
como una simple consideración «espiritual» ajena a la realidad histórica. Aclarando que
«igualdad» no es lo mismo que «uniformidad», sino que presupone la permanencia de
las diversidades (punto este que no deberían olvidar algunos feminismos que parecían
buscar más la masculinización de la mujer que su igualdad con el varón desde su plena
feminidad)[7].
Proclamas tan serias como las del 8-M las teníamos metidas en el congelador desde
hace tiempo. Eso mostró la contradictoria actitud del señor Rajoy, que solo apelaba a la
igualdad para negarse a dialogar con los catalanes… porque «no puedo tolerar
desigualdades ente los españoles». Pero luego, cuando le preguntaron por la igualdad de
salarios entre varones y mujeres, consideró que «no valía la pena» entrar en ese tema.

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Como balance de aquel 8-M ya lejano, deberían quedar al menos dos cosas: a) una
rotunda afirmación de la igualdad entre varón y mujer, en contra de lo que afirmaban
Platón y Aristóteles y en contra, por ejemplo, de la rotunda afirmación de Voltaire en su
Diccionario Filosófico: «ordinariamente, el varón es muy superior a la mujer, en el
cuerpo y en el espíritu».
Y b) un camino abierto a la convicción de que, ordinariamente, la desigualdad no es
culpa de los inferiores, sino de los superiores.
Esa doble convicción desborda el tema de la mujer, sin menoscabarlo en absoluto. Y
llega incluso a socavar la tesis madre del neoliberalismo ambiental (tan querida a Milton
Friedman): «los pobres lo son por su culpa» y, por tanto, todo lo que se haga para
ayudarles les hace daño: los vuelve vagos y les acostumbra a vivir sin trabajar.
Desde la percepción de esta falsedad, el clamor de aquel 8-M puede y debe
ampliarse. Veamos algún ejemplo.
La mayor y más intolerable desigualdad de nuestro mundo es que un 1 % de la
humanidad (70 millones de hombres) posea casi tanta riqueza como el 99 % restante.
Según Oxfam, ocho millonarios (todos ellos varones, 6 norteamericanos, un mexicano y
un español) tienen más riqueza que la mitad más pobre del mundo (unos 3500 millones).
Cientos de millones de personas, ¡iguales a ellos en derechos!, malviven con un
dólar o dos por día, mientras hay quienes ingresan un millón de dólares diarios. Eso, en
lenguaje religioso, «clama al cielo», y en lenguaje laico es un crimen. Por tanto, ¿no
debería haber una prolongación del 8-M hacia esta canallada de nuestra hora?
Por desgracia, no espero que los machos hagan nada (o muy poco) por arreglar esa
situación. Pero me pregunto si no podrían hacer algo más las mujeres, desde muchos
valores que se aclamaron el 8-M y como prueba de su identificación con ellos. Por eso
me parece necesario y legítimo apelar a algunas mujeres que están dentro de ese 1 % o,
al menos, cercanas a él. Hay apellidos que suenan en esa dirección: Bettencourt, Ortega,
Botín, Koplovitz, Walton, Klatten, Jobs, Fissolo… ¿Están ellas también
«masculinizadas» en este punto? ¿O serán capaces de comprender algunas afirmaciones
de grandes oradores de los primeros siglos de nuestra era?
Me refiero a afirmaciones como éstas: «si posees lo superfluo, posees lo ajeno», en
contraste con otra conocida frase de Voltaire (en el poema Le mondain): «lo superfluo es
lo más necesario». O esta otra: «no dar de lo propio es robar a los pobres» (Juan
Crisóstomo). Y por eso, sigue, «cuando das algo al pobre, no haces un acto de caridad,
sino de justicia, porque no das de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo». Una
afirmación repetida por muchos de esos autores de los primeros siglos de nuestra era…
Si se aceptan estas verdades elementales, entonces se podrá dialogar sobre una seria
subida de impuestos a las grandes fortunas, como la que se produjo tras la Segunda
Guerra Mundial y que dio origen a la llamada «golden age of capitalism». Hasta que
Ronald Reagan y la señora Thatcher comenzaron a gritar que poner impuestos a los
millonarios era quitar dinero a los diligentes para dárselo a los vagos.
A partir de ahí se ha ido gestando otra edad no precisamente de oro: una «black age»,
edad negra del desmonte del Estado de bienestar, la era del terrorismo loco y

25
desesperado y del crecimiento de los extremismos antisistema. Por supuesto, una
revolución fiscal como la que pedimos necesitará otro diálogo sobre el control del gasto
público por el pueblo, que es el propietario de ese dinero. Para que el gasto público no se
pervierta en gasto privado de un gobierno o de un partido concreto, como hemos visto
tantas veces.
Luego, cerrando el círculo (y aunque no creo que eso de los «días mundiales» valga
para mucho), quizá, tras el calor del 8-M, se podría haber declarado un «Día Mundial de
la Igualdad» (DMI) que, por la coincidencia de mayúsculas, constituyera nuestro
«Documento Mundial de Identidad».
Finalmente, no olvidemos mi querido mantra: «lo peor es la corrupción de lo mejor»
(corruptio optimi pessima). No hacía ningún favor a la causa femenina aquella pancarta
que El País sacó al día siguiente del 8-M, reproducida en primera página y en la que se
leía: «quiero hacer lo que me salga del coño». No creo que la portadora de esa pancarta
sea feminista. Más lógico parece suponer que, compartiendo la declaración del obispo de
San Sebastián de que el demonio anda metido en eso del feminismo, esa señora haya
querido demostrarlo de manera fehaciente.
Pero es también algo muy humano esa capacidad nuestra para estropear las grandes
causas poniéndolas al servicio de nuestro ego (o de «nuestro coño», que diría aquella
buena señora), hasta llegar a envenenarlas en más de dos ocasiones (por no decir: en casi
todas).
Y, si no, veamos el capítulo siguiente.

[7] Ver el espléndido texto de Mª Clara LUCHETTI, Transformar la iglesia y la sociedad en femenino, Cuadernos
Cristianisme i Justícia, 211.

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CAPÍTULO 5

¿Todos hermanos?

«¿De qué podría servirnos?… Si amo a alguien, es preciso que este lo merezca
por algún título…Lo merecería si se me asemejara en aspectos importantes, hasta
tal punto que podría amarme en él a mí mismo. Los míos aprecian mi amor como
una demostración de preferencia, y les haría una injusticia si los equiparse con un
extraño…
Para decirlo sinceramente: ese ser extraño es indigno de mi amor; merece
mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No siente el mínimo amor por mi persona,
ni me demuestra la menor consideración. No vacilará en perjudicarme si le
conviene… Más aún: ni siquiera es necesario que yo le sea provechoso: le bastará
con experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo en denigrarme,
ofenderme, difamarme o exhibir su poder sobre mi persona»
(S. Freud).

«Vamos a hacer con el futuro un canto a la esperanza para poder hallar tiempos
que traigan en su entraña esa gran utopía de la fraternidad»
(J. A. Labordeta).

«Uno solo es vuestro Padre, y todos vosotros sois hermanos»


(Evangelio de san Mateo).

P ARECE TOTAL la diferencia entre los dos primeros de esos textos. Sin embargo,
coinciden en algo: ambos aceptan que la fraternidad es una utopía. La diferencia está en
que el amigo Labordeta da vigencia a esa utopía, y Freud la considera una ilusión carente
de toda vigencia (El porvenir de una ilusión es el título de la obra en la que aparece).
La utopía es, efectivamente, una meta asintótica (nunca alcanzable del todo). Pero si,
a pesar de eso, le damos vigencia y caminamos hacia ella, algo conseguiremos alcanzar.
Si, dado que es inalcanzable en su plenitud, le negamos toda vigencia, nos pasará como
al nadador que va contra corriente: cuando deja de nadar porque ve que avanza poco, las
aguas lo arrojan hacia abajo.
Eso es exactamente lo que nos está ocurriendo con «esa gran utopía de la
fraternidad». Hemos dejado de creer en ella dándola por imposible: los seres humanos no

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son todos iguales; ya sabemos que en la naturaleza «el pez grande se come al chico» y
que la fraternidad es un freno al progreso; etc., etc. Por tanto, hay argumentos
«científicos» contra la fraternidad. Freud los expone con diáfana crudeza.
Y el resultado ha sido la aparición de diversas «manadas» que, además, se jactan de
serlo y se filman. Manadas no solo en el campo sexual, sino también en el político.
Manadas que pisotean y abusan del distinto alegando que «America first», «Brasil
primero», Hungría primero, Italia primero, Catalunya primero, España primero… Y a
cada una de esas invocaciones algunos incluso añaden un «ora pro nobis», como si se
tratase de las letanías de su santo rosario.
Efectivamente, a las «manadas» sexuales parecen seguirles otras manadas políticas
que carecen del más elemental respeto al distinto y que parecen dedicarse más a la
peluquería y al griterío que al estudio y al análisis. En la parte siguiente intentaremos
mostrar que nuestro capitalismo es una auténtica «manada».
Se cuenta que, cuando el asesinato de los jesuitas de El Salvador (en 1989), durante
la reunión de altos mandos militares que precedió a esa orden, alguien exclamó: «o ellos
o nosotros». Al final, y a pesar de la deficiente justicia, la cosa ha quedado en un «ni
ellos ni nosotros». Y esa parece ser la situación actual de nuestro mundo.
Ojalá aprendiéramos el ejemplo. ¡Qué bueno sería entonces poder insuflar un poco de
espíritu a nuestras grandes causas! Y saber buscar qué posibilidades se abren a ese difícil
ascenso hacia las escarpadas utopías humanas.
Pero ¿es esto posible? Pensemos esa pregunta un poco más.

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CAPÍTULO 6
¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo?

E N NUESTRAS SOCIEDADES SECULARES (y, en otro sentido, también en las


confesionales) es frecuente la división de los seres humanos entre creyentes y no
creyentes. Probablemente, se debe a que el hecho religioso (con permiso de los que
quieren sacarlo de la escuela) es una dimensión fundamental que atraviesa toda la
historia y la naturaleza humana. De todos modos, tengo la sensación de que la distinción
fundamental que marca hoy nuestra hora histórica no debería ser la diferencia entre
creyentes y no creyentes, sino otra división entre los que voy a llamar querientes y no
querientes. A ver si consigo explicarlo.
Es una verdad de nuestra historia que, muchas veces, a los justos les van mal las
cosas por ser justos, mientras que a los malvados les van bien por su misma maldad.
Negar esa ley es una cobardía, aunque las voces oficiales de nuestra sociedad suelen
negarla sin matices para justificar a los más ricos («es que son mejores»). O aunque
algunos victimismos se sirvan de ella para justificar sus fracasos, achacándolos solo a la
maldad de los otros.
Pese a tales abusos posibles, los salmos y el Primer Testamento bíblico están llenos
de quejas que constatan: «a los malos les van mejor las cosas». Recordemos solo la queja
del profeta Jeremías, que conviene repetir de vez en cuando: «Señor ¿por qué prosperan
los impíos?» (12,1).
Esa constatación es tan antigua que en un poema babilónico fechado
aproximadamente hacia el 1200 antes de Cristo y que se conoce como «la teodicea
babilónica», leemos que «los dioses crearon al hombre proclive a la falsedad y a la
malicia». No obstante, y por las mismas fechas, la Biblia se revela contra esa afirmación:
el autor del Génesis concluye su primer capítulo declarando que «todo lo que Dios había
hecho era bueno»; aunque solo cinco capítulos más tarde tendrá que añadir que, al ver
Dios la maldad que había sobre la tierra, «se arrepintió de haber creado al hombre»[8].
Y es que, para Israel, esa nefasta ley de la historia no puede ser obra de Dios, pues
entonces no habría lugar para la esperanza en nuestro mundo; es, más bien, fruto del
orgullo y la libertad humana. De ahí arranca esa noción de «pecado original», tan
desafortunada en su formulación como atinada en la realidad que quiere expresar: Camus
lo formuló mejor cuando habló de «La Caída». Y lo dicho en el prólogo sobre el
equilibrio inestable que es el ser humano puede ayudarnos a entenderlo mejor.

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En todo caso, es así como se le fue entreabriendo a Israel la posibilidad y la
esperanza en un más-allá libre de males y lágrimas, e incluso el atisbo de que una
aceptación confiada de esa nefasta ley de la historia puede convertirse a veces en camino
de liberación para otros: eso es lo que insinúa ese extraño poema de Isaías 53 sobre una
misteriosa figura de apariencia despreciable, porque han caído sobre él todas nuestras
maldades, pero que al final del poema se convierte en redentor para nosotros.
Ahí se atisba otra ley de nuestra historia: entre nosotros, la mayoría de victorias
liberadoras se consiguen a través de derrotas previas. Jesús de Nazaret encarna ese atisbo
y esa ley: el fracaso de su pretensión liberadora (la Cruz) se convierte en paso hacia su
Resurrección definitiva. Por eso los primeros cristianos aplicaron, enseguida y de mil
formas, a Jesús el poema citado de Isaías 53.
Pues bien: la ilusión de tantas pretensiones revolucionarias de nuestra historia (hoy
tan en crisis y hasta ridiculizadas por los bienestantes) había sido crear ese mundo donde
a los buenos les fueran bien las cosas, y a los malvados mal. Aspirando incluso a una
desaparición de los malvados con la aparición del «hombre nuevo», tan esperado antaño
por muchos movimientos revolucionarios.
Por eso, no importa el destino (aparentemente) abocado al fracaso de las
revoluciones, sino la verdad y el valor de su apuesta: porque, si resultase que Dios es
Amor, entonces creer en Dios no sería más que creer en la Bondad tantas veces pisoteada
y creer en el Amor (pocas veces amado).
Y que Dios es Amor es precisamente lo que anuncia la divinidad de Jesús, como
veremos en la última parte. Sin ella no podríamos saber que Dios es Amor: podríamos
desearlo o barruntarlo, pero podría ser también que Dios fuese como los dioses griegos o
babilónicos, que disponían de los seres humanos como juguetes.
Ahora bien, el Amor y la Bondad no pueden ser creídos de manera meramente
intelectual. Sólo se puede creer en ellos amando e intentando ser bueno. A eso apuntaba
la paradójica ironía de Benjamin Constant, líder de la revolución francesa y amante de
Madame Staël: «Soy demasiado escéptico para ser incrédulo…».
¿Que a qué viene todo esto? Pues verán: hace cosa de un año, la revista Vida Nueva
publicó una entrevista con la fotoperiodista Ana Palacios, que, confesándose atea, lleva
una vida dedicada a trabajar por las víctimas de la historia y que hacía un gran elogio de
los misioneros, porque siempre «le infunden paz»… Ante la sorpresa de la
entrevistadora, explicaba que ella no conseguía ser creyente, pero sí era «queriente». San
Agustín le habría dicho que, si amas de veras, ya crees, aunque no te lo creas. Yo
prefiero recordarle una vieja anécdota del rabino judío Elischa ben Abuja, que perdió la
fe con gran escándalo de la comunidad. Pero otro rabino, tras un momento de silencio,
comentó: «dichoso él, porque ahora es dueño hacer el bien sin buscar recompensa
alguna».
Esa es la interpelación que lanza un sector de la llamada increencia a nuestra división
entre creyentes y no creyentes: ¿es que puede amarse de veras, desinteresadamente y no
eróticamente, a toda la humanidad, sin una fe, quizá más implícita que explícita, pero
muy seria? ¿No sugería algo de eso el texto antes citado de Freud?

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Algunos podrán reconocer, y aquí me encuentro yo, que sin una Ayuda exterior no
habrían sido capaces de hacer el poco bien que hayan hecho ni amar lo poco que hayan
amado. Pero lo válido, y absolutamente fundamental para todos los cristianos, es que
nosotros no esperamos ese más-allá como una recompensa, sino como un regalo del que
nos fiamos por una Promesa. Esto lo reflexionamos demasiado poco los cristianos. Lo
cual resulta un tanto alarmante: porque ahí late algo fundamental para entender la muerte
y resurrección de Jesús. Pero aquí dejemos solo la sugerencia y la sospecha de que, por
débiles que seamos, los seres humanos podemos ser ayudados.
***
Repasemos ahora las páginas anteriores: en todos estos capítulos nos hemos encontrado
con un ser humano contradictorio: Chepa y Quasimodo; Mente y Espíritu; igual y
desigual…; y con términos más sencillos: santo y pecador; admirable y despreciable;
grande y ridículo… Hace siglos escribía el francés Montaigne: «el hombre es la más
calamitosa y frágil de todas las criaturas y, al mismo tiempo, la más orgullosa»[9]. ¡Qué
contradictorios somos!
Y bien, las contradicciones solo pueden terminar de tres maneras: en desarmonía y
enfrentamiento entre los dos elementos; o en unilateralidad y mutilación cuando se
excluye a uno de los dos elementos (que es lo que parece estar ocurriendo en esta hora
«apocalíptica»); o en una apuesta y búsqueda de la armonía. En este último camino
tienen su primer lugar humano los términos de creyentes y querientes, y la apuesta entre
si somos una pasión inútil o una pasión esperanzada.
Pero también, con estos últimos capítulos hemos ido pasando, sin darnos cuenta, de
lo individual a lo comunitario o social. Grandes y deformes, necesitados de autoestima y
de autocrítica, iguales todos, capaces de poseer razón y de ser poseídos por el espíritu, y
llamados a luchar siempre: algo de eso viene a ser la pasta humana con la que hemos de
construir la sociedad.
Intentemos pensar cómo.

[8] La idea está repetida por dos veces en el capítulo 6 del Génesis y, según los técnicos, una de esas veces
pertenece al llamado Documento Sacerdotal («P», inicial del término alemán Priesterkodex) cuyo autor es el
mismo que el del capítulo 1.
[9] Los ensayos, II, 12; p. 654 de la edición antes citada.

31
SEGUNDA PARTE

La sociedad como problema

«Señor, aunque tú llevas la razón cuando pleiteo contigo,


quiero proponerte un caso:
¿por qué prosperan los impíos y tienen paz los desleales?…
Pues dicen: no ve nuestros caminos»
(Jeremías 12,1.4c).

«¿Hasta cuándo daréis sentencias injustas


poniéndoos de parte del culpable?
Proteged al desvalido y al huérfano,
haced justicia al humilde y al necesitado,
defended al pobre y al indigente,
sacándolos de las garras del culpable»
(Salmo 82,2-4).

«Los malvados, siempre seguros, acumulan riquezas»


(Salmo 73,12).

«La frialdad
es el principio fundamental de la subjetividad burguesa,
sin el que Auschwitz no habría sido posible»
(Th. Adorno).

«Hoy estamos inmersos


en una forma de vida económica y comercial
en la que el pequeño es, sin remedio, arruinado por el grande;
y, si queremos tomar parte en la vida de los negocios,
nuestra intervención, por fuerza,
ha de estar en esa misma línea»
(D. Bonhoeffer, charla a la comunidad alemana en Barcelona [8 de febrero de1929]).

32
Estas citas introductorias, que podrían alargarse indefinidamente, ponen de relieve el
gran problema de la sociedad humana: que, siendo una verdad universal el que todos los
seres humanos nacen con igualdad de derechos (y siendo una verdad cristiana que todos
los seres humanos son hijos de un mismo Padre), parece cada vez más imposible la
igualdad, que sería, a la vez, la palabra más humana y la más cristiana.
Los favorecidos por esa desigualdad pretenden reducirla toda a méritos propios y
deméritos de los que están abajo. Esa fundamentación, que puede valer en algún caso
particular, resulta totalmente falsa y farisea cuando se pretende convertirla en
fundamentación universal.
Hace unos setenta años, G. Orwell publicó una parodia del comunismo (Rebelión en
la granja) que concluía con esta aguda sátira: «todos los hombres son iguales, pero unos
más que otros»[1].
Como dijimos en la parte anterior, vivimos días en que, además de la tragedia de los
muertos «antes de tiempo» (por hambre, migración, persecución política, asesinato
machista…), la igualdad, tanto entre personas como entre grupos o países, parece cada
vez más imposible. Levantamos muros por doquier para proteger pequeñas identidades
particulares que destruyen nuestra identidad humana. Fuimos educados en un «por Dios
y por la patria», grito blasfemo que solo puede decirse de un dios falso[2]. Por eso hoy
nos encontramos «sin Dios y con la patria».
La injusticia y la desigualdad parecen un virus instalado en las estructuras de nuestra
sociedad y que ninguna voz poderosa es capaz de reconocer. No queremos mirar en esa
dirección y preferimos complacernos en nuestros logros innegables. A una mujer muy
querida que murió de cáncer le oí decir una vez, cuando le decían que tenía buena cara:
«es que el cáncer no lo tengo en la cara, y la cara me la puedo maquillar».
Desde esta óptica, y dando por descontada la «buena cara» –la belleza y los
elementos positivos de nuestra sociedad– (que haberlos, haylos), intentaremos analizar
algunos de sus gérmenes más dañinos.

[1] El original, naturalmente, dice «todos los animales», porque la paráfrasis del comunismo tiene lugar en una
granja. Orwell publicó también El camino de Wigan Pier, una dura y triste crítica del capitalismo inglés. Pero
esta ha sido convenientemente silenciada, mientras se jaleaba la crítica al comunismo. Así somos: no es que
veamos solo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio; es que ¡no queremos mirar de otra manera!
[2] Y que hoy el señor Bolsonaro retoma gritando: «¡Dios y Brasil, lo primero!». Suficiente para que entendamos
que ese no es el Dios cristiano.

33
CAPÍTULO 1
Capitalismo y democracia

H AY MOMENTOS EN LA VIDA en que se hacen profecías deseando con toda el alma que
no se cumplan. Algo de eso le ocurrió al profeta Jeremías, que luego lloraba y se quejaba
a Dios, cuando vio cumplidas sus profecías.
Pues bien, hace ya 25 años, en un libro de «Cristianismo y Justicia» (El
neoliberalismo en cuestión) aparecía entre interrogantes un título que miraba al futuro:
«¿El fascismo que viene?». Y hace cosa de tres años, en la revista Iglesia Viva, volvía a
aparecer la palabra «fascismo», todavía entre interrogantes, pero vinculada al binomio
«dinero-seguridad» y con un subtítulo que hoy resulta significativo: «Examen de
conciencia occidental»[3].
Ambos títulos sugieren que algo se veía venir y que hoy no deberíamos
sorprendernos parodiando aquel viejo anuncio del Corte Inglés: «el fascismo ya ha
venido. Nadie sabe cómo ha sido»…
De que ha venido no cabe duda: ahí están nombres como Trump, Bolsonaro, Le Pen,
Orban, Salvini; o siglas como AfD o Vox…; o el hecho mismo de que se escriba este
libro. Son como luces rojas que no paran de encenderse, o pitidos que no paran de sonar
cada vez con más intensidad, avisándonos de que llevamos alguna puerta abierta o algún
cinturón de seguridad no abrochado. Si la democracia era la princesa de todas nuestras
conquistas, hoy necesitaríamos algún nuevo Rubén Darío que le dedicara otra sonatina a
esa princesa nuestra: «Democracia está triste, ¿qué tendrá Democracia? – Los suspiros le
brotan por su falta de gracia. – Que ha perdido la risa, que ha perdido el color»…

1.1. «Honradez con lo real»


El fascismo llama a nuestra puerta. ¿Cómo ha podido suceder tal cosa? Si somos
decididamente honrados con la realidad, creo que no solo debemos reconocer esa
amenaza, sino que podremos afirmar que sí sabemos cómo ha sido: el fascismo ha
venido porque capitalismo y democracia son incompatibles a largo plazo.
Así de sencillo. Es la misma conclusión a la que llegaron K. Polanyi (en La gran
transformación) y Th. Adorno (en Dialéctica negativa) ante los fascismos pasados: no
fueron una excepción, sino una posible consecuencia de nuestro sistema. Es fácil
aplaudir a Adela Cortina por la creación de la nueva palabra «aporofobia» (desprecio de

34
los pobres) y hasta admitirla inmediatamente en el Diccionario de la Lengua. Pero lo que
no nos atrevemos a considerar es que el subtítulo del libro de Adela reza: «un desafío
para la democracia». Si somos una sociedad económicamente aporófoba ¿tendrá algo de
extraño que nuestra democracia se sienta desafiada y amenazada?
En este sentido, la reaparición de los fascismos tiene algo de positivo: por fin, está
deshaciéndose la falacia que, desde el inmenso poder mediático estadounidense,
identificaba capitalismo y democracia[4]. Robert Reich habló también, hace años, de una
«economía de apartheid» en EE.UU. Y el apartheid es necesariamente fascista.

1.2. Democracia enferma


«Democracia» significa poder del pueblo; «capitalismo» significa poder del capital. El
pueblo trabaja; el capitalista es enemigo del trabajador, porque debe buscar el máximo
beneficio: su ideal sería lo que expresa aquel título de la serie documental de Jean R.
Viallet: La mise à mort du travail. O al menos robarle, si no puede llevarlo a la muerte.
Hace poco, un destacado representante del empresariado español hablaba del trabajo
como «un gasto a reducir», pues se trata de un gasto que impide el enriquecimiento
propio y el crecimiento de la empresa. Y esto se agudiza en el capitalismo financiero: ahí
está ese negocio de vender nuestros datos a las empresas para que puedan engatusarnos
con una publicidad no genérica, sino particularizada y acorde con nuestras personales
manías.
Por eso hay que agradecer al Fundamentalismo Monetario Internacional (FMI), y
también al Banco de España, que avisen a Pedro Sánchez de que subir el salario mínimo
a unos niveles todavía socialmente injustos es una imprudencia o un peligro. En cambio,
no avisarán los Bancos a las inmobiliarias de que el subir los alquileres a precios
estratosféricos amenaza con llenar nuestras calles de durmientes.
¡Gracias! Porque, dada la naturalidad casi ingenua con que se dan esos avisos,
resultan ser un reconocimiento explícito de que la injusticia es intrínseca al capitalismo.
Como complemento, también deberíamos agradecer al Tribunal Supremo que actuara
mostrando que, aunque la justicia sea independiente del poder político, no lo es del
poder económicobancario. Así lo vimos cuando dio aquel frenazo inaudito a la
aplicación de su sentencia sobre los intereses de las hipotecas, con el escándalo posterior
de los votos particulares, que ha dejado herida de muerte la necesaria confianza en la
justicia. También aquí parece estar incubándose el fascismo.
Hay que agradecer esos testimonios, porque su valor proviene de que todos ellos han
sido hechos desde dentro del sistema; no son acusaciones venidas de fuera. Como
también venía de dentro la olvidada confesión de Keynes sobre dos fallos en nuestro
sistema: «fracaso a la hora de tomar las medidas necesarias para el pleno empleo y
reparto arbitrario e injusto de la riqueza».[5] Lo primero engendra desesperación; lo otro,
envidias. De la fusión de ambas surge la violencia. Y ahí estamos: con chalecos
amarillos o sin ellos.
Todo eso ya lo había dicho el innombrable K. Marx. Por supuesto, su materialismo
dialéctico, prometedor de un paraíso inevitable, era una auténtica superstición; sus

35
soluciones serían ingenuas o desacertadas, ya que solo el «trial and error» permite
encontrar soluciones que funcionen, no un proyecto teórico de recambio global. Pero su
análisis y sus conclusiones siguen vigentes: el sistema es injusto, inhumano e irracional.
Que Marx dijera eso con otras palabras, como «plusvalía», «fuerza de trabajo»,
«ejército de reserva», «valor-abstracto», «fetichismo de la mercancía» o «determinante
en última instancia», es algo que ahora importa poco. Pero se comprende que el sistema
haya convertido su nombre en «palabra-tabú»: uno de esos vocablos, típicos en nuestra
sociedad hipócrita, que ponen el mal no en la realidad que designan, sino en la palabra
con que la designan: lo inmoral no es la prostitución, sino la palabra «puta».
Pues igual ahora: lo inmoral no es el sistema, sino la palabra que revela la injusticia
del sistema. Porque, aunque se reconoce que el Freud científico puede ser separado del
Freud ateo, y el Darwin científico puede ser separado del Darwin no católico, el Marx
economista no puede ser separado del Marx ateo sin peligro grave para la religión del
Capital.

1.3. Cuando el tumor se revela maligno…


De este somero análisis brotan ya algunas conclusiones: el fascismo que viene es una
decepción de nuestra democracia. Un desengaño debido a que el sistema económico que
la acompaña es ya intrínsecamente fascista y pervierte así su presunto carácter
democrático. Ya lo había dicho Bertrand Rusell: «las democracias políticas que no
democratizan su sistema económico son intrínsecamente inestables»[6]. Nuestras
democracias no descansaban sobre un sistema económico democrático y eran, por ello,
intrínsecamente inestables. Solo se mantienen cuando gobiernan para enriquecer a los
más ricos y dejar igual (o peor) a los más pobres. Si intentan gobernar en busca de la
igualdad[7], se encontrarán no solo con los avisos del FMI, sino con huelgas de
inversiones, fugas de capitales, evasiones fiscales, hostilidad de muchos medios de
comunicación, deudas literalmente usureras y mil zancadillas más.
Lo cual muestra que este sistema no es democracia, sino plutocracia; no poder del
pueblo, sino poder del dinero.
Como todos los autoritarismos, el fascismo es «resultón» (o incluso eficaz) a corto
plazo, porque halaga pasiones irracionales y elimina obstáculos. Pero acaba siendo
destructor a largo plazo. De momento, el fascismo de Trump le está resultando bien
económicamente, porque la eficacia de nuestro sistema reside en que solo sabe producir
riqueza a costa de no repartirla, creando «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada
vez más pobres» (como dijo Juan Pablo II en Puebla). Y así rueda la máquina
económica.
No faltan tímidos reconocimientos de todo lo anterior: hace poco, decía Felipe
González en El País: «la sociedad de mercado que convierte al ser humano en mercancía
es brutal». Tenía mucha razón; aunque le faltó añadir que ese ciudadano-mercancía es
gemelo univitelino del trabajador-máquina o «pieza-de-máquina» (como impuso el
taylorismo con la especialización del trabajo y como ridiculizó Charles Chaplin en
Tiempos modernos). Y que ambos son hijos de una misma madre llamada «sociedad de

36
consumo».
Pero había otro punto en las declaraciones de Felipe González con el que no acabo de
coincidir. Y es su fe en que esa brutalidad «tiene remedio». Hoy por hoy, no veo posible
ese remedio, porque el sistema solo acepta moderarse un poco cuando se ve ante alguna
amenaza estremecedora, como fue el comunismo tras la Segunda Guerra Mundial. Pero,
en cuanto cayó el comunismo, el lobo feroz se quitó el disfraz de abuelita cariñosa y
comenzó a gritar a la pobre Caperucita que todo lo anterior era «¡para comerte mejor!».
Véanse, si no, las resistencias a pequeñas reformas, como tasa Tobin, renta básica,
SICAVs… alegando que son cosas «muy complicadas». Lo cual, aunque fuese verdad,
no dispensa de la obligación de superar esa complicación por razones de humanidad
elemental. Eso es lo que induce a algunos a pensar que el sistema es irreformable.
En este sentido, la gran aportación del comunismo, no fue lo que hizo en los países
del Este, sino lo que obligó a hacer a los de Occidente: nos ha enseñado que sin
democracia económica no puede haber verdadera democracia política.
Y otra vez vuelve a tener razón el viejo Marx cuando dice que los derechos humanos,
sin una «base material» que los posibilite, son pura hipocresía; o que eso que llamamos
«derechos del hombre» son, en realidad, derechos del hombre alienado. Así resulta que,
en este 2018, a setenta años de la importantísima Declaración de los Derechos Humanos
(que, por ironías de la historia, fue proclamada en el centenario del Manifiesto del
Partido Comunista), nos encontramos casi peor que en aquel 1948, con esa floración
exitosa de VOXes y de Bolsonaros contrarios a aquella Declaración. O, al menos, a su
carácter universal.
¿Cómo ha sido eso posible?, nos preguntamos. Acabamos de ver que toda
proclamación de un derecho, sin una base material, es papel mojado. Los beneméritos
autores de aquella Declaración tenían su base material bien resuelta. Y no pensaron que
la mayoría de los seres humanos no la tenía.

1.4. «Primero nosotros»


Los fascismos se nutren siempre de pseudopatriotismos: «America first» o «primero
Brasil» son una forma hipócrita de decir: primero yo. Cuenta Cicerón que, cuando
preguntaron a Sócrates de dónde era, no respondió «de Atenas», sino «del mundo», (pese
a que Atenas era un origen del que se podía presumir). También, en esa especie de
Breviario europeo del sentido común y la serenidad que son los Ensayos de Montaigne,
el autor confiesa: «Considero a todos los hombres compatriotas míos y abrazo a un
polaco como a un francés; posponiendo el lazo nacional al universal y común»[8].
Pero eso se terminó por el momento. La busca del máximo beneficio nos ha ido
llevando a la Europa de las dos medidas: Alemania impuso a Grecia una austeridad
literalmente asesina, aunque los medios se encargaran de no dar publicidad a esos
homicidios. Pero, luego, esa misma Alemania predicadora de la austeridad se negó a
aceptar el porcentaje de coches eléctricos que pedía la Europa ecológica, porque eso le
suponía un pequeño sacrificio. Y tampoco se ha comportado igual con la Francia de

37
Macron…
Otra vez se pone ahí de relieve la esencia del sistema: máxima austeridad para ellos,
máxima prosperidad para nosotros. Ese es el primer mandamiento del Capital: tachar a
los demás de despilfarradores que viven por encima de sus posibilidades y presentarse a
sí mismo como trabajador que merece todas las oportunidades de que disfruta. Aunque
las posibilidades de los primeros se llamen alimento o vivienda, y las oportunidades de
los segundos yates, joyas, cuentas corrientes de nueve ceros o múltiples mansiones.
Por eso estamos viendo, cada vez más, cómo el sistema tolera y hasta promueve los
llamados derechos civiles (libertad de expresión, aborto, homosexualidad, feminismo,
circulación del dinero…), pero niega y desautoriza como populistas todos los derechos
sociales (pan, vivienda, salud, educación, migración…). Hasta que al pueblo impotente
no le queda más que esa pequeña venganza tan simple: «Ya que no puedo yo tener mis
derechos elementales, que tampoco tengas tú los tuyos; nos quitáis el derecho a vivir,
pues os quitaremos el derecho a decidir». Y así es como hemos podido ver a Bolsonaro
aclamado en las favelas brasileñas: no por lo que nos vas a dar a nosotros sino por lo que
les vas a quitar a ellos… Puede parecer extraño, pero en realidad le cuadra mejor aquel
viejo comentario: «elemental, querido Watson».
Con otras palabras: habíamos aceptado que nuestras democracias capitalistas no
tengan demasiado interés en la educación, porque lo que le importa al Capital no es
formar personas, sino preparar meros «técnicos» en el manejo de máquinas. Y luego
sucede que una ciudadanía poco educada suele votar casi siempre «contra alguien», no a
favor de algo. Así es como los fascismos suben democráticamente: como castigo a la
falta de autenticidad de las democracias vigentes.

1.5. La cultura sobra


Como consecuencia (o ejemplo) de todo lo anterior, ahí está la supresión de las
humanidades como «inútiles» que nuestra inefable ley Wert tuvo el mérito involuntario
de llevar hasta el ridículo, mostrando así la lógica inconsciente de nuestro sistema. Como
hacen a veces los niños cuando, ingenua e inocentemente, sacan consecuencias de lo que
han visto en sus padres: «Carlitos, ¿no le das un beso a esta señora que ha venido a
vernos?». Y la respuesta del niño: «No: porque papá dice que es muy fea»…
Pues eso, las humanidades son una señora muy fea: solo faltaría que nos enseñaran a
pensar en lo humano, en vez de pensar en el Dinero. Como dijo con su lúcida brillantez
Marina Garcés, al proyecto cognitivo del capitalismo actual no le interesan las
actividades humanísticas, porque persigue «un solo fin: hacer de la inteligencia como tal,
más allá y más acá del ser humano, una fuerza productiva»[9]. Hoy ya no se le ocurre a
casi nadie hacer una tesis doctoral sobre la memoria en san Agustín o sobre las
categorías de Kant (por ejemplo). Resultará más «útil» hacerla sobre cómo abrir un
objeto envuelto en un plástico… Y la verdad es que será muy útil.

38
1.6. ¿Y ahora qué?
Muy probablemente, en algunos de esos fascismos se creará más justicia social, pero
solo para dentro, sin libertad y xenófoba.
Y permítaseme una aclaración: si eso no pasó en la España de Franco, fue porque
nuestro fascismo no era fruto de unas elecciones, sino de una guerra financiada
por los ricos[10]. Pero convendría no olvidar que, según datos oficiales, en esta
España democrática, que también ha sido gobernada por las izquierdas, sigue
habiendo más de 12 millones de españoles en riesgo de pobreza y exclusión
social; y esa cifra ha crecido en los últimos años, en vez de disminuir… Eso le
pone las cosas a cualquier VOX como le ponían las carambolas a Fernando VII.
Por otro lado, el peligro más serio de un fascismo universal es que resultará mucho
más difícil no ya acabar con él, sino incluso combatirlo. También habría que haber
analizado la responsabilidad de los medios en esta catástrofe inminente, porque no
suelen ser medios de comunicación, sino medios del Capital. Pero de eso hablaremos
más adelante, para no alargar este capítulo. Ahora prefiero sugerir tres modestos
calmantes que nos ayudarían a salir del embrollo.

1.7. Paracetamoles políticos


El primero sería que nuestros políticos, ya que muestran tanta fe en el poder del mercado
para distribuir justamente, se sometieran ellos a ese poder bienhechor y aceptaran ser
retribuidos por el pueblo del que son empleados. Así evitaríamos la tentación que supone
la política: evitaríamos que un presidente autonómico se suba el sueldo dos meses
después de haber llegado al cargo y esté cobrando hoy 147 000 euros anuales, cuando el
presidente del gobierno español cobra 80 000.
El segundo, la supresión de las campañas electorales, que suponen un gasto
considerable y en las que se pretende ganar votos solo a base de insultos y fotografías
bien retocadas. Sin una sola palabra detallada sobre programas y medios para realizarlo.
Gregorio Marañón hizo famosa la frase de que «la educación de los hijos comienza
veinte años antes de que nazcan». Permítaseme parafrasearle diciendo que las campañas
electorales comienzan cuatro años antes de las elecciones.
El tercero sería que en el frontispicio de nuestro parlamento se grabaran con letras de
oro aquellos versos con que nos arrullaba antaño la deliciosa voz de María Ostiz:
«Con una frase no se gana un pueblo,
ni con un disfrazarse de profeta[11].
Un pueblo es algo más que una maleta
perdida en la estación del tiempo
y esperando, sin dueño, a que amanezca».

E incluso que todos los políticos cantaran esa canción antes de cada sesión del

39
Parlamento: algo así como antaño se rezaba un Padrenuestro antes de determinados
eventos. A ver si así aprendían que ellos son solo un medio para la promoción del
pueblo, en vez de esa otra sensación (que dan tantas veces) de que miran al pueblo
únicamente como un medio para la promoción de sí mismos.
De ese modo, quizá se evitaría que los debates se conviertan en monólogos donde
cada aspirante dispara con metralleta la ristra de cifras que se ha preparado y que los
oyentes no pueden digerir a esa velocidad; y luego, cuando se pasa al diálogo, solo es
para insultar o para decir aquello de «y tú más», tan típico de las peleas de niños.
Pero, como no creo que esto se lleve a cabo, quizá sea necesario que antes de cerrar
este primer capítulo, y anticipando algo de lo que veremos en la cuarta parte, echemos
una mirada, desde la teología, a cuanto llevamos dicho.

1.8. El dios Dinero


El primer ídolo que denuncia la Biblia es el llamado «becerro de oro». Posteriormente,
una carta neotestamentaria, enseñará a los cristianos que «toda codicia es idolatría» (Col
3,3). Desde esa óptica tan bíblica, creo que vale la pena citar un viejo texto del teólogo
protestante Hermann Kutter (1869-1931), porque pone de relieve que la injusticia de
nuestro sistema es en realidad una idolatría que sigue presente y aumentada en la
llamada sociedad laica: la idolatría del dios Dinero, que tiene también sus diez
mandamientos. Helos aquí:
«No tendrás otro dios más que a mí. No te harás ninguna imagen, idea o reflexión
impráctica. No respetarás nada de lo que hay en el cielo y en la tierra, pues yo, el
Dinero, soy un dios fuerte que castiga su desprecio en los hijos y en los nietos, y
que paga su adoración con bienestar y riqueza. No hablarás mal del Dinero, pues
él no dejará sin castigo a quien lo haga. Dedicarás seis días a los asuntos del
dinero, y el séptimo a pensar en él. Honrarás al Dinero mientras vivas, para que
puedas vivir largos días y os vaya bien a ti y a los billetes que te da. No
malgastarás nada. No adulterarás en tu unión con el Dinero. Robarás tanto como
puedas. Utilizarás contra tus prójimos falsos testimonios y prácticas mentirosas,
pues eso le agrada al Dinero. No desearás los bienes de otro que no sea el
Dinero»[12].
Recordemos que, si hay una palabra profundamente cristiana y, a la vez,
sencillamente humana, es la palabra igualdad: «todos los hombres nacen iguales en
derechos», puede decir una Declaración universal. Y todos los hombres, por ser hijos de
Dios, son hermanos entre sí, lo cual implica la igualdad entre ellos. Por eso declaró el
concilio Vaticano II:
«La igualdad entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor…
Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona…
debe ser vencida y eliminada, por ser contraria al plan divino… Resulta
escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se

40
dan entre los miembros o los pueblos de la única familia humana» (GS 29)[13].
Mutatis mutandis, el esquema presentado en este capítulo se parece bastante al
clamor de los profetas de Israel: antaño predicaban ellos que la idolatría (ese otro
nombre de la injusticia) acarrea castigos de Dios. Hoy comenzamos nosotros a percibir
que la idolatría del dinero genera a larga, por sí misma, calamidades sin cuento, como
iremos viendo a lo largo de estas páginas. Y eso que hemos dejado de lado la calamidad
ecológica (ante la cual seguimos aferrándonos a la misma lógica tácita con que nuestro
sistema ha venido actuando y de la que hoy pretende arrepentirse, aunque más con las
palabras que con las obras[14]).
Los profetas envolvían sus amenazas en promesas de un futuro mejor. Por eso, a
pesar de las dificultades reconocidas, los creyentes de hoy (al menos ellos) debemos
apostar que siempre es posible hacer todavía algo y comenzar a salir hasta de las
situaciones más desesperadas: porque el amor de Dios a este mundo se manifestó como
irrevocable en Jesucristo.
En este contexto, las viejas palabras del credo bíblico, «Escucha Israel, el Señor
nuestro Dios es un solo Dios» (Dt 6,4), han de proclamarse y recitarse hoy unidas a las
otras de Jesús: «No podéis servir a Dios y al Dinero». De este modo, en aquel Shemà
veterotestamentario se alcanza una auténtica «no-dualidad», porque la unicidad de Dios
es inseparable del amor al prójimo como a uno mismo (Mc 12,31.32).
Quede eso aquí solo como un apunte. Ya volveremos a encontrárnoslo más adelante.

[3] «¿Dinero-seguridad-fascismo? Examen de conciencia occidental»: Iglesia Viva 266, pp. 77-86. Me permito
remitir también al Cuaderno de CiJ El naufragio de la izquierda, que es de 2011.
[4] Baste como ejemplo el libro de Michael NOVAK, Raíces evangélicas del capitalismo democrático.
[5] Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero, p. 308 de la edición catalana. Entiéndase empleo para
personas, no mera actividad para máquinas. Lo del reparto injusto de la riqueza deriva de esa ley del
«máximo beneficio». Y no hace falta aquí remontarse a autores del siglo XIX: ya el filósofo Séneca, en su
célebre carta a Lucilo, escribía que «lucrum sine damno alterius fieri non potest»: no puede haber provecho
para nadie sin daño ajeno.
[6] Citado por T. PIKETTY en El capital en el siglo XXI, p. 564.
[7] Según la Constitución española (art. 9,2), «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para
que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas,
removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud». En este contexto resultan sarcásticas las
apelaciones de VOX a la igualdad para suprimir la ley de violencia machista…
[8] III, IX: p. 1450 de la edición citada.
[9] Nueva ilustración radical, pp. 60-62. La anécdota de Carlitos es rigurosamente histórica. Y permítaseme
añadir, para muchas izquierdas españolas, la pregunta de si el mismo ridículo que cometió el señor Wert con
su visión de las humanidades no lo cometen ellas con su visión del «hecho religioso» en la educación (digo el
hecho religioso, no la catequesis en esta o aquella religión).
[10] Y, encima, el dictador se marchó por su propio pie, no porque lográramos juzgarlo y echarlo. De ahí que su
recuerdo siga complicándonos la vida. Y, aunque sea comprensible el deseo de Sánchez de sacarlo de
Cuelgamuros, no se pueden prometer esas cosas a la ligera «para el mes que viene», sin saber qué
posibilidades reales hay de conseguirlo, y sin pensar que aún sería peor si el dictador terminara en La
Almudena. Una de las cosas más serias (y más nobles) de la democracia es pensar que aun los familiares del
dictador tienen sus derechos, como cualquier ciudadano.
[11] El original dice «poeta», como ya es sabido.

41
Sie müssen. Ein offenes Wort an die christliche Geselschaft, Berlin 1904. Reproducido más ampliamente en J.
[12] I. GONZÁLEZ FAUS, Vicarios de Cristo: los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, Barcelona
20185; texto: 110.
[13] El Concilio tiene además la precisión de distinguir entre desigualdades (como algo negativo y rechazable) y
diversidades (como algo positivo y enriquecedor). Sobre la teología de la igualdad hablé un poco más en El
capital contra el siglo XXI. Comentario teológico al libro de T. Piketty, Sal Terrae, Santander 20152, pp.
103ss.
[14] Pero al menos permítaseme citar estas palabras de Yayo Herrero, hablando del calentamiento de la tierra: «la
verdad material que esconde el capitalismo globalizado en el momento del antropoceno, de la superación de
los límites del planeta, es puro fascismo en el sentido más riguroso del término» («Una alternativa
ecofeminista al modelo económico», en Noticias Obreras, noviembre 2018, p. 23; subrayado mío).

42
CAPÍTULO 2
Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana

I GNACIO DE LOYOLA ES CONSIDERADO POR ALGUNOS (Lacan, entre ellos[15]) como


profundo psicólogo y maestro en el arte de tomar decisiones. Hoy se habla mucho de la
crisis de la socialdemocracia. Las elecciones van mostrando esa crisis que muchos
políticos de izquierdas no logran entender, porque piensan, con bastante razón, que a la
socialdemocracia le debemos nuestro Estado de bienestar y esa llamada «edad de oro»
de los años 50-70.
Prescindamos ahora de toda la propaganda sofista del Capital, y de los medios de
comunicación a él afines, contra la socialdemocracia. Intentemos antes un ejercicio de
autocrítica, tal como pedíamos en la parte anterior..
Pues bien: entre los análisis ignacianos hay algunos puntos que quizá pueden
ayudarnos a entender esa crisis. Para Ignacio hay dos principios elementales para actuar
bien: a) si se busca un fin moralmente bueno, hay que poner los medios que conduzcan a
él, por duros que sean. Y b) no hay que convertir en fines lo que no son más que medios.
Ignacio no los formula así, pero los explica en un par de parábolas, de título bastante
extraño: la llamada «meditación de tres clases de hombres» (EE 149-156) y la de «dos
banderas» (136-147).

2.1. Tres clases de hombres


La primera presenta tres tipos de hombres que han de tomar una decisión y no saben si
es o no moralmente legítima[16]. Ignacio presenta ese problema ante una fortuna que
alguien no sabe si es suya o no; también podríamos pensar en una relación afectiva o en
cosas similares.
Pues bien: en esta encrucijada hay tres modos de reaccionar que voy a llamar frío,
caliente y tibio. El primero dice: «A hacer puñetas los escrúpulos morales; yo me quedo
con este dinero (o con esta señora)». El caliente aparca toda actuación: no haré nada
hasta que sepa si ese dinero es mío o no. El tibio es el que, en nuestro lenguaje más
castizo, pone una vela a Dios y otra al diablo o, en términos ignacianos, quiere cumplir
la voluntad de Dios, pero quiere también «que esa voluntad de Dios coincida con la
propia». Por eso, a la vez que se queda con la cosa, pide oraciones, da alguna limosna,
hace una peregrinación o algún ayuno… todo para pedir que Dios le ilumine, aunque él

43
actúa como si ya estuviera iluminado y no suelta el dinero[17]. Desde aquí puede
comprenderse mejor la frase del Apocalipsis: «Dios vomita a los tibios»…
Creo que desde ahí puede entenderse mejor la crisis de la socialdemocracia. Se debe
a la tibieza de los políticos que encarnan lo que Ignacio llamaría el «segundo binario», es
decir, que ponen todos los medios menos el que tendrían que poner.
En efecto, para que pueda darse la socialdemocracia es absolutamente necesario
despojar a los ricos de buena parte de su dinero y se impone, por tanto, un sistema fiscal
como el que se dio en los años en que la socialdemocracia funcionó, hasta que la «pareja
de hecho» Reagan-Thatcher comenzó a predicar que los impuestos son un robo, porque
los ricos lo son gracias a su laboriosidad, y los pobres gracias a su pereza; y que lo
importante no es que los ricos dejen de serlo, sino que los pobres lleguen a ser ricos…
Desde entonces, si algún político hace campaña o intenta gobernar quitando riqueza a
los ricos, lo crucificarán casi todos los medios de comunicación, ese «cuarto poder» que
en gran parte es criatura y lacayo del poder del dinero. Y, si no, véase lo que les pasa a
los Lulas da Silva, Zelaya, Evo Morales, Correa…
Por otro lado, la solución de hacer ricos a todos se ha mostrado inviable, porque antes
nos cargaríamos el planeta (si es que no nos lo hemos cargado ya). Y porque nuestro
sistema no sabe producir riqueza si no es a costa de no repartirla.
En esta situación, ¿qué hacen nuestras supuestas izquierdas? Pactan con el sistema y,
en lugar de combatir a los epulones de hoy, se dedican a atacar a los opresores de ayer
(ahora que ya no molestan) suprimiendo sus estatuas o sus recuerdos o los nombres de
sus calles, etc.[18] O ponen su izquierdismo en lo que antaño llamé «izquierdas de
cintura para abajo»… Ahí está el clásico «segundo binario» ignaciano: poner todos los
medios, menos el que tenían que poner.

2.2. Dos banderas


Si la parábola anterior tiene un enfoque más personal, la otra lo tiene más grupal o
sociopolítico. Eso muestra el título de «dos banderas» que le da su autor y que se puede
retitular como «dos políticas».
La primera es la política de Satanás y consiste en buscar, ante todo y sobre todo, la
máxima riqueza. Nos dicen que con el noble fin de luego repartirla. Pero ya hemos dicho
que nuestro sistema solo sabe crear riqueza a condición de no repartirla, como muestra el
crecimiento imparable de las diferencias o las acusaciones citadas contra quienes, vía
impuestos, intentan ese reparto, como si estuviesen robando a la gente honesta y
trabajadora. Aunque hay que conceder que los impuestos reclaman un control
democrático del gasto público para que no se conviertan en un «gasto privado del
gobierno».
¿Qué izquierda es hoy capaz de reconocer eso? Hace muchos años escribí que la
crisis del PSOE comenzó el día en que una conocida señora proclamó que «los
socialistas también tenemos derecho a veranear en Marbella» (o a vivir en La Moraleja)

La parábola evangélica de epulón y Lázaro pone de relieve la falacia de esas excusas:

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en ella no se nos dice si el ricachón lo es por haber sido laborioso o corrupto, ni si
Lázaro es miserable por haber sido vago o por oprimido. Solo se nos dice que el primero
flota en lujos constantes, y el segundo carece de lo más elemental. Eso solo ya basta para
que el epulón acabe en el infierno y Lázaro vaya al cielo[19].
Eso afirma también la moral cristiana: la propiedad privada es un derecho
secundario, subordinado a otro derecho anterior: que los bienes de la tierra lleguen a
todos los hombres. Por lo que, cuando alguien tiene suficiente y dignamente cubiertas
sus necesidades, lo demás que posee deja de ser suyo y pertenece a quienes lo necesitan.
La parábola ignaciana de las dos banderas denuncia, por tanto, que la creación de
riqueza se ha convertido en un fin último, en vez de ser un medio a utilizar «tanto
cuanto» sirva a otro fin superior. Con ello la riqueza, lejos de repartirse, engendrará un
enorme poder y reconocimiento. Pero de ahí, según Ignacio, se abre la puerta «a todos
los males» (por ejemplo: a ese fascismo al que vimos que nos vamos encaminando
sigilosamente). Eso es realmente la bandera de Satanás.
La otra bandera tiene como fin primario la sobriedad[20], porque de ahí se llega a la
sencillez y cercanía entre todos, y de ahí a muchos bienes. Y esto, que parece tan
cristiano, es simplemente humano: Confucio no necesitó hacer Ejercicios para escribir:
«algún dinero evita preocupaciones; mucho dinero las atrae». A lo que cabría añadir algo
que quizá Confucio no conoció: que dinero insuficiente también las atrae.
De ahí la importancia de quitar preocupaciones a los que tienen demasiado, porque
eso contribuiría a quitarlas también a los que no tienen suficiente.

2.3. Libertad suprema


¿Qué hay que hacer, entonces? Ignacio habla (otra vez con un lenguaje un tanto extraño)
de una «tercera manera de humildad», que él propone a nivel personal, pero que puede
ser leída también a niveles sociales. Se trata de que, por parecerme más a Cristo, elijo yo
estar con los pobres y recibir oprobios aun cuando eso no sea necesario. He escrito en
otro lugar que quizá se trata más de tres grados de «libertad» que no de humildad. Pero
el título ignaciano puede justificarse porque la auténtica humildad es la mayor fuente de
libertad, ya que nuestro ego es nuestro mayor tirano.
¿Qué significará eso para nuestro análisis? Pues, a pesar de todos los pesares, seguir
aspirando y proclamando los ideales de la socialdemocracia[21]; es decir: aspirar a esa
unión de libertad y justicia, o de democracia y socialismo, o de personeidad y
solidaridad.
Ese ideal supone proclamar la necesidad de acabar con los multimillonarios, al
menos con esos 70 millones de hombres (el 1 % de la humanidad) que poseen casi tanta
riqueza como el resto de la población del planeta. Seguir buscando eso por los caminos
que sea: expropiaciones; multas; un límite de ganancia máximo, igual que hay un salario
mínimo; que los impuestos sean sobre todo directos y no indirectos, al revés de lo que
sucede[22], porque estos últimos afectan por igual a ricos y pobres, y los directos tienen
además infinidad de escapatorias. Seguir luchando contra los paraísos fiscales y contra la

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evasión fiscal, por ejemplo considerándola como un robo y no como un mero delito
tributario (igual que la pederastia, vista su proliferación, ha dejado de ser un delito
sexual más, para convertirse en un delito específico). Buscar todo eso dispuestos a
recibir todos los insultos, sambenitos y desautorizaciones que sin duda vendrán.
¿Por qué? Porque es ley de nuestra historia que, cuando se aspira a algo muy grande,
no se consigue, pero muchas veces se consigue al menos evitar algo desastroso. Aceptar
esa modestia de resultados sin que ella merme la grandeza de las aspiraciones.
«Oprobios con Cristo lleno de ellos» lo llama Ignacio.
El horizonte que tenemos ante nosotros no es halagüeño: otra vez ese neofascismo
que llama a nuestra puerta y que no tendrá ese nombre, pero sí sus ingredientes racistas,
egoístas, autoritarios. Nos decían que en una de las pasadas elecciones italianas «no ganó
nadie». Pero otros afirmaban, y parece que los hechos han acabado dándoles la razón,
que ese balance no era exacto: habían ganado los «antisistema» de un lado y del otro. Y
si recordamos lo antes dicho –que, en nuestras democracias con educación insuficiente,
la gente vota mucho más contra algo que a favor de alguien, la lección parece clara: «un
fantasma neofascista recorre el mundo».
La tragedia de nuestra historia (de nuestra pecaminosidad) es que siempre
necesitamos que suceda alguna gran calamidad para decidir portarnos de otro modo. Así
ocurrió tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial, cuando, aun con muchas
imperfecciones (como el derecho de veto en la ONU y la «guerra fría»), aceptamos crear
algunas estructuras nuevas, hoy quizá ya caducas o necesitadas de reforma (como ha
pasado también con nuestra Constitución), pero que permitieron vivir a los abuelos de
hoy mejor de lo que vivirán sus nietos mañana.
¿Se puede hacer algo más? Pensemos en los sueños de Luther King o en el grito de
Karl Marx: «¡Proletarios del mundo entero, uníos!». No arreglaron totalmente la
injusticia racial ni la cuestión social, pero sí aportaron fuerza de lucha. Hasta que el
sistema consiguió dividir a los proletarios y a los negros, y volvieron a surgir los
fracasos.
En ese mismo sentido, quizás hoy –faltos de líderes como aquellos– habría que lanzar
otro grito más o menos como este: «¡Cristianos del mundo entero, dejad de consumir!».
El consumismo es la gasolina de nuestro criminal sistema. Y en el mundo hay más de
dos mil millones de cristianos. Si solo una tercera parte de ellos se tomara en serio ese
grito, el sistema podría verse seriamente herido. Y esa herida, unida a las de sus mismas
contradicciones, cada vez más patentes, podría abrir camino hacia otra configuración
social donde la justicia para todos, la igualdad entre todos y la libertad de todos (tanto
exterior como interior) fueran abriéndose camino.
Al menos durante una temporada. Porque nunca habrá que olvidar que
(parafraseando esta vez a Pablo y no a Ignacio) no luchamos solo contra individuos y
egoísmos concretos (contra «la carne y la sangre»), sino contra unos poderes y un
sistema que nos trascienden a todos. Cuando el relevo de Estados Unidos lo tome esa
China enigmática, pero que parece caracterizarse por un olvido total del yin y una
supremacía del yang, habrá que recomenzar la batalla.

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Pero entonces ya verán otros lo que hay que hacer: bástale a cada momento histórico
su malicia. Y la malicia de nuestro momento tiene una de sus fuentes en lo que ahora
diremos.

[15] Cf. L. BEINAERT, Expérience chrétienne et psychologie, Paris 1964.


[16] Recordemos que esto se explica en el libro de los Ejercicios, que busca precisamente la conversión moral del
ejercitante.
[17] El Pilato de los evangelios podría ser buen ejemplo de esta actitud tan frecuente: sospecha que Jesús es
inocente y que se lo han entregado por envidia; pero no quiere poner en juego su carrera política. Recurre
entonces a mil medios falsos: interrogatorios, azotes, propuesta de soltar a otro… Y solo consigue quedar
como un cobarde y causar a Jesús más sufrimientos inútiles.
[18] Cosas a las que, por supuesto, yo no me opondría si fuesen solo la guinda que corona el pastel, pero no la que
sustituye al pastel. Porque entonces el recurso a ellas solo revela una mala conciencia no reconocida. En mi
opinión, las izquierdas han perdido infinidad de votos por dos falsos izquierdismos (de esos que son meros
tranquilizadores de conciencia): el primero es la obsesión por el «derecho al aborto», cuando bastaría
considerarlo como una acción no delictiva y no perseguible legalmente, prescindiendo de lo que cada cual
opine sobre su moralidad. El segundo es una cristianofobia nada sutil que parece utilizar los innegables
pecados de la Iglesia para acabar con el cristianismo. Sin más matices.
[19] Eso que no aceptamos cuando se trata de la riqueza nos parece evidente en otros campos. Cuando, hace años,
comenzó a aparecer la pandemia del SIDA, casi todos los casos eran debidos a conductas culpables de los
enfermos (cosa que luego ya no ha sido así). Pero eso no fue obstáculo para que se intentara ayudarles. Por
otro lado, es significativa la delicadeza de la parábola de Jesús: el pobre tiene un nombre propio, como toda
persona; el rico, en cambio, no, porque «epulón» es un mero nombre común que significa comilón o
banqueteador.
[20] O la «pobreza» en el sentido de la ascética cristiana y no de la economía moderna.
[21] Formulo así para no identificarme con ninguna política concreta.
[22] En Francia, por ejemplo, la recaudación por impuestos indirectos supone el doble que por los directos (ver Le
Monde Diplomatique, diciembre 2018, p. 24). En cualquier caso, la revuelta de los chalecos amarillos (al
margen de si han tenido acierto y éxito en todo) significa una protesta de las clases bajas contra un sistema
fiscal que les perjudica a ellas más que a las clases altas.

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CAPÍTULO 3
Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?)

3.1. Un texto muy antiguo

E N SU HOMILÍA 56 SOBRE SAN MATEO, Juan Crisóstomo comenta el pasaje evangélico


de la transfiguración de Jesús. Explica cómo es razonable que, después de haber dicho
que para seguirle a Él hay que tomar la cruz cada día, Jesús muestre adónde conduce esa
cruz. Explica que se aparecen Moisés y Elías, porque eran los dos judíos que mejor
simbolizaban la Ley, y a Jesús se le está acusando de no guardar dicha Ley. La
transfiguración y desaparición de Jesús, junto con la voz del Padre, describen nuestra
situación como cristianos (números 1-4). Pero también hacen fáciles nuestros deberes,
que no consisten en llevar pesadas cargas, sino en desatar los lazos de iniquidad y
romper los tratos violentos (citando a Isaías 58).
Y, dando un salto sorprendente, continúa:
«Rasga toda escritura injusta»: así llama a las escrituras usureras, a las letras de
préstamos. «Pon en libertad a los quebrantados» (Is 58,6): así llama al mísero
deudor, que cuando ve a su acreedor se le quebranta el alma y le teme más que a
una fiera…
O sea, la injusticia y el quebranto con los que hay que acabar son la usura y el
endeudamiento. Y sigue el Crisóstomo:
«No especulemos, pues con la desgracia ajena ni hagamos negocio de la caridad.
Sé bien que muchos oyen con desagrado estas palabras; pero si me callo, si no os
molesto con mis palabras, es imposible que con mi silencio os podáis librar del
castigo…
Y no me vengas con leyes civiles: el publicano también cumple la ley civil y,
sin embargo, es castigado. Y también lo seremos nosotros si no ponemos término
a la opresión de los pobres, si seguimos tomando ocasión de su necesidad para el
más desvergonzado negocio: pues si tienes riqueza, es justamente para que
socorras la pobreza, no para que trafiques con ella. Tú, empero, con apariencias de
socorro, haces más grave la miseria y vendes a buen precio la caridad».
Duros calificativos: negocio sin vergüenza que aumenta la opresión en vez de
disminuirla, amparado quizá por la ley civil. Y sigue encarándose con la psicología del
prestamista:

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«Vende tu dinero, no te lo prohíbo; pero véndelo por el Reino de los cielos: no
recibas por paga de tan buena obra el interés mensual de la centésima[23]… ¿Por
qué eres tan miserable? ¿Por qué eres tan mezquino vendiendo lo grande por el vil
precio de unas riquezas perecederas, cuando podrías venderlo al precio del reino
de los cielos que no perece? ¿Por qué pasas de largo ante el verdaderamente rico
y vas a molestar al que no tiene y, dejando al que te puede devolver, hablas y
tratas con quien no te lo ha de agradecer? ¡Cuántos, por sus usuras, perdieron
hasta el capital! ¡Cuántos cayeron en peligro por ellas!».
Por lo visto, el negocio ese de las hipotecas subprime, tan de moda últimamente y
una de las causas de nuestra crisis económica, ya existía de algún modo en la antigüedad.
En materia de opresión, «nada nuevo bajo el sol». En materia de excusas tampoco.
Veamos, si no, como sigue:
«–Tú, por lo que veo, si por suerte libraras a un pobre de un peligro de muerte,
irías a exigirle pagar por haberle librado.
–¡Dios me libre!, me contestas. ¡En jamás de los jamases!
–O sea: no exiges dinero por librarle de un peligro mayor ¿y muestras esa
inhumanidad en otro menor? ¿No has oído que eso estaba prohibido aun en la
antigua Ley?
–¡Pero yo tomo interés para dárselo a los pobres!
–No blasfemes, hombre… Más vale no dar al pobre que darle ese dinero,
porque el dinero que era fruto de un trabajo justo tú lo conviertes muchas veces en
inicuo, al hacerle producir usurariamente. Es como si a un vientre bueno le obligas
a parir escorpiones. ¿Acaso vosotros mismos no llamáis a eso negocio “sucio”?
Pues calcula cómo lo llamará Dios.
Por lo menos, a los dignatarios del Imperio que han llegado al supremo
Consejo no les está permitido deshonrarse con tales ganancias, sino que la ley se
lo prohíbe expresamente. ¿Cómo, pues, no horrorizarse de que no concedas a la
ley del cielo ni siquiera el honor que los legisladores conceden al senado romano?
¿Qué hay, en efecto, más insensato que empeñarse en sembrar sin tierra, sin lluvia
y sin arado? Por eso, los que practican esa perversa agricultura solo recogen cizaña
para echarla al fuego».
El dinero no es fecundo por sí mismo: las alusiones al parto y a la agricultura intentan
poner eso de relieve. Y sigue destacando que esa mentira es dañina incluso para el
usurero:
«Aunque no sufra daño alguno, el usurero está en constante angustia. Nunca goza
de sus bienes ni siente alegría por ellos. Cuando cobra el interés, no se alegra de
ver un ingreso, sino que siente pena de que no se haya igualado todavía el capital.
Y ya antes de que ese mal engendro haya nacido totalmente, le obliga también a
producir capitalizando el interés y le fuerza a dar a luz esos prematuros y
abortivos engendros de víboras de que antes hemos hablado. Pues esos intereses

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devoran y despedazan las almas de los desgraciados usureros con más furor que
las víboras».
La sociedad moderna ha sorteado esos daños del prestamista convirtiéndolo, no en
una persona concreta, sino en una entidad anónima que está libre de esas angustias e
incluso puede asegurar una jubilación bien jugosa en caso de que quiebre la entidad.
«Esta es la atadura de la iniquidad y los lazos de los contratos violentos. El
usurero dice: “Yo te doy, no para que recibas, sino para que me devuelvas más de
lo que te he dado”, cuando Dios nos manda que no recibamos ni lo que hemos
dado, pues el evangelio dice: “Dad a aquellos de quienes no esperáis recibir”. Tú,
en cambio, reclamas más de lo que has dado y obligas al que recibió a que te
pague como una deuda lo que tú no le diste. ¿Crees que con eso acrecientas tu
caudal? Pues lo que haces es encender más el fuego infernal» (nn. 5.6).
Esta reflexión tan seria suscita hoy una doble pregunta. La primera: ¿es esta una
enseñanza exclusivamente cristiana? ¡En modo alguno! Prescindiendo ahora del islam,
que estaría de acuerdo con ella, veamos lo que dice uno de los mayores filósofos (y
quizá el más riguroso) de la antigüedad grecolatina. En el primer libro de la Política de
Aristóteles podemos leer:
«La más aborrecible de todas las formas de obtener dinero, y además con toda
razón, es la usura, porque en ella la ganancia proviene del dinero mismo y de los
objetos naturales. El dinero está hecho para intercambiar y no para
autoalimentarse por medio del interés. La palabra “interés” significa crear dinero
a partir del dinero. De todos los medios de obtener riquezas, ese es el más
contrario a la naturaleza. Una rama de la industria digna de desprecio universal es
el tráfico de dinero que saca ganancia de la moneda misma, violentando su uso.
Pues la moneda es un símbolo inventado para facilitar los intercambios. Pero la
usura lo hace fecundo por sí mismo, y así como un viviente engendra a otro
viviente, la usura es moneda que engendra moneda. Con razón, esta forma de
industria es mirada por todos como la forma más contraria de todas a la
naturaleza» (I, 7.10).
Pues sí: el «Pico de oro» (chrysós-stoma) y el «Filósofo» parecen coincidir. No
estaría de más que tomáramos nota.
Pero quedaba una segunda pregunta: ¿tiene validez esa enseñanza con los cambios de
la economía moderna, que ya no es economía casi solo «de trueque», sino economía «de
inversión»? Esta es la pregunta decisiva. Intentaremos responder a ella en el comentario
que sigue.

3.2. Comentario
3.2.1. Tres principios fundamentales
a) Hoy en día, únicamente se denomina usura el interés superior al permitido por la ley.

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b) Pero las leyes asignan al dinero esa capacidad de generar ganancias por sí mismo y
no por la riqueza que produce.
c) Un cristiano sabe que la ley civil puede (y a veces hasta debe, por razones de bien
común o de salud pública) no penalizar cosas que son intrínsecamente inmorales. En
cualquier caso, lo permitido por la ley no es por ello mismo ya moralmente correcto.

3.2.2. Un mínimo de historia


Como es sabido, la Iglesia, después de una larga resistencia, aceptó la legitimidad del
interés cuando la aparición de los primeros capitalismos embrionarios puso de relieve
que, con frecuencia, si el prestamista recibía exactamente la misma cantidad de dinero
que había prestado, podía en realidad haber perdido riqueza con esa operación, pues el
dinero podía haberse devaluado o podía haber sido empleado como medio para alguna
industria rentable; es decir, el dinero podía ser ocasión de riqueza, aunque nunca causa
de riqueza. Se habló entonces del «damnum emergens» y del «lucrum cessans» (peligro
que corres y ganancia que pierdes) como justificadores de un interés moderado. Y
Tomás de Aquino, enemigo declarado del interés, sostiene también que «nadie está
obligado a hacer un beneficio a otro con daño propio».
De ahí parecen seguirse las siguientes

3.3. Conclusiones

a) Si al prestar el dinero obtienes ganancia, robas. Y es un robo gravísimo si se trata de


uno de esos «rendimientos record» que están poniendo en práctica muchas empresas
quitando dinero al trabajador para darlo a los inversores. Con lo cual, el trabajo ya
no es «trabajo alienado» (K. Marx) sino trabajo devaluado: es algo así como los
sacrificios humanos ofrecidos a los dioses, contra los que tanto luchó la tradición
bíblica.
b) Si al prestar dinero pierdes riqueza, es una injusticia (o una generosidad que no
puede ser obligatoria por ley).
c) Debes recuperar exactamente lo que dejaste. De modo que el dinero que prestas no
puede volver a ti revaluado ni devaluado. Debe volver, simplemente, el mismo.
Ahora bien, la casi totalidad de los préstamos a interés que se efectúan hoy en día
no buscan recuperar lo perdido, sino hacer un negocio con ese préstamo. Los
principios expuestos aquí son casi totalmente contrarios a la práctica universal de la
sociedad neoliberal, aunque en ella los usureros se disfracen de entidades anónimas.
Parece, pues, que el préstamo se ha convertido hoy en auténtica usura, a la que
cabe aplicar la doctrina del Crisóstomo y de Aristóteles. Y parece también que la
sociedad neoliberal es intrínsecamente inmoral. Ello ha ido haciendo que la economía
deje, cada vez más, de ser productiva para ser especulativa. Hasta que, un día, esa
mentira de la falsa riqueza explota, y aparecen las crisis económicas, que pagan
siempre los más pobres. O aparecen los chalecos amarillos, que ya no se contentarán

51
con lo que habrían aceptado antaño.
Por tanto, la pasada reforma del artículo 135 de nuestra Constitución para que, en
los casos de endeudamiento público, el primer gasto del Estado fuese para pagar a los
acreedores (los bancos), antes que hacer justicia a los indigentes, víctimas de la crisis,
y que esto no pueda ser objeto de «enmienda o modificación», fue, en lenguaje
tradicional, un pecado mortal y, en lenguaje vulgar, un robo de guante blanco.

***

De los análisis anteriores parece deducirse otra vez, por más que esa conclusión moleste
y sea rechazada a gritos, que una de las causas de la calamidad que nos amenaza (al
planeta Tierra y a la sociedad humana) está en la idolatría del dinero y en sus grandes
adoradores, que son los multimillonarios (aunque no solo ellos). Y que la propuesta de
Ignacio Ellacuría de «una civilización de la sobriedad compartida» es el único camino
que le queda al género humano.
Pero hoy ese ídolo destructor tiene unos sacerdotes que ayudan a que no nos
enteremos, aunque estemos en la era del exceso de informaciones. Habrá que decir algo
sobre ellos, dado que ya los hemos mencionado antes varias veces. Vamos a verlo.

[23] Una forma de interés antigua, por la que el deudor pagaba al acreedor cada mes una centésima parte del
préstamo.

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CAPÍTULO 4
Medios ¿de comunicación?

Y A EN LA PARTE ANTERIOR, al hablar de falsas sacralizaciones (iglesias, partidos


políticos…), hicimos alusión al peligro actual de hacer de los medios de comunicación
social una especie de iglesias laicas dotadas de santidad e infalibilidad y, por tanto, no
sujetas a la crítica. Sospecho que esto podría aplicarse hoy mucho más a los whatsapps
dedicados a transmitir bofetadas y mentiras anónimas, con poder para influir incluso en
los resultados electorales. Pero, como uno es de la cultura del papel, será mejor examinar
cuál debería ser, en mi opinión, la tarea de los medios y cuáles pueden ser sus
problemas.

4.1. Problemas
Comenzando por el segundo punto, el mayor peligro radica en que, por el afán de crecer
más y más, las siglas de los «medios de comunicación social» (MCS) acaben
significando «Medios de Capital Seguro». No son dioses, pero sí son iglesias del dios-
Dinero. Su pecado ya no consiste meramente en el modo de tratar los temas, sino en el
modo de abordarlos. Y lo de «abordar» apunta no solo al hecho de hablar o no hablar de
según qué temas, sino al lugar, páginas, columnas, horarios y demás en que se aborda
cada tema.
Antaño se enseñaba en las escuelas de periodismo que «noticia no es que un perro
muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro». Hoy hemos llegado a una
situación en la que «lo que no sale en los MCS no tiene existencia». Juntando ambos
eslóganes, es fácil comprender que, a la larga, los MCS, por las enormes dimensiones
que han adquirido, pueden sembrar nuestras sociedades con noticias constantes de
«hombres que han mordido a perros». Con ello acabaremos todos pensando que el ser
humano es un mordedor de canes. O que lo anormal es lo normal, porque es casi lo único
que tiene existencia en los medios.
Y la anormalidad de morder a los perros es casi inofensiva. Pero hay otras
«anormalidades» que halagan o excitan lo peor de todos nosotros (o, al menos, de
algunos de nosotros). Comprendo el relieve que tienen muchas noticias de violencia
machista y la excelente voluntad de condena con que se informa de esas burradas. Pero
sé también que cada noticia de esas actúa como ejemplo y estímulo para el próximo

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asesino: «otros lo hacen; pues también yo». En cambio, hay otras anormalidades que al
Capital no le conviene que se sepan. Y esas, que deberían ser las más jaleadas, pasan
casi inadvertidas, como la traidora letra pequeña de los contratos.
El gran peligro de los MCS será, entonces, transmitir sin querer una visión
deformada e invertida de la realidad. Que miles de iglesias pasen el 20-N sin acordarse
para nada de Franco no es noticia. Pero si una sola iglesia celebra un 20-N con algún
grupo de nostálgicos franquistas y con misa y cantos en honor del dictador, bastará que
eso salga en algún medio para convencer a más de dos de que la santa madre Iglesia
sigue siendo franquista. Quizá sin culpa personal de nadie, pero también sin advertir la
injusticia estructural en que se mueven los MCS.

4.2. Complicidades
Buena parte de la culpa de estos defectos la tienen los partidos políticos. La política del
PP ha consistido siempre en hacer una cosa y decir que hacía otra: decir que subía las
pensiones cuando las bajaba; o presentarse como partido de «centro derecha» cuando ha
sido, en realidad, un partido sustentado por la extrema derecha. Por el otro lado, las
izquierdas, como dije antes, enmascaran bajo la bandera del progreso una cristianofobia
no ya sutil (como la calificó Pilar Rahola), sino cada vez más explícita. Lo cual les priva
de muchos votos y merma mucho sus promesas sociales.
Además de eso, la obsesión por el escaño lleva muchas veces a los políticos a azuzar
al pueblo («masturbar al pueblo», dije una vez, ganándome algún tortazo) con promesas
que ellos saben que son imposibles. Hasta que llega un momento en que el pueblo se
harta y pasa la factura de esas deudas no pagadas. Esto se ve claramente en el
independentismo catalán, ahora que buena parte de los políticos van despertando del
«sueño de una noche de república», mientras otra parte de sus votantes, indignados por
el engaño, se vuelven cada vez más violentos y maleducados. Lo cual parece ir llevando
a Cataluña a una extraña dicotomía en lo más típicamente catalán: el seny para ERC, y la
rauxa para Puigdemont y Torra.
Así parece que la mentira de la derecha y la cristianofobia de la izquierda están en las
raíces de esa pujanza de la ultraderecha que hoy nos sorprende. Y los medios deberían
intentar no solo denunciar ese peligro, sino prevenirlo. Lo cual, sin duda, les supondría
un precio.

4.3. Tareas
En este contexto, tendría que ser misión (y obligación) de los MCS hacer visible aquello
invisible que debería ser visto pero que no resulta rentable comunicar. Una conocida
periodista me dijo una vez: «Es que usted es un cura bastante atípico»; a lo que intenté
responder que me tengo por un cura bastante tópico, pero que quizás ella, visto el
entorno en que se mueve, ha acabado pensando que todos los curas son pederastas, todos
los obispos son roncos y todos los políticos tienen una caja B. Si se quiere mantener que

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solo es noticia lo excepcional, hay que procurar hacerlo sin quitarle su carácter de
excepcional, Y, además, convertir también en noticia lo verdaderamente normal en este
mundo tan anormal.
Por ejemplo: ¿cuántos MCS procuran ser «voz de los sin voz»? Esta expresión se
aplicó hace años a san Romero de América. Y se la quiso matizar arguyendo que lo ideal
no es solo hablar por los que no pueden hacerlo, sino devolver la voz a los que la han
perdido. Pero, dejando ahora esos matices, importa más completar esa tarea de ser voz
de los sin-voz con la de hacer visible (y bien visible) aquello que nuestras democracias y
muchos medios de comunicación se encargan de mantener invisible o apartado,
simplemente porque «vende menos».
Hace ya muchos años abogué por «poner sobre la mesa de la familia humana todo el
dolor del mundo»[24]. Entonces los hoteles de cinco estrellas, los cruceros del Corte
Inglés y hasta los viajes a la luna tal vez perderían importancia y rentabilidad, pero a lo
mejor ganábamos un poco más de solidaridad y un poco más de fraternidad. Y
resolvíamos un poco más el problema de la sociedad humana.
Más ejemplos: imaginemos qué pasaría si cada noticiario comenzara sus informativos
con noticias como esta: «Ayer ocurrió una desgracia espantosa: murieron 30 000
personas de hambre, muchos de ellos niños». ¿Qué pasaría si el mismo volumen que ha
ocupado la pederastia clerical lo ocupara el tráfico de niñas para ser prostituidas?[25]
Como estas atrocidades son normales en nuestro mundo cruel, han dejado de ser
noticia. Pero, si un día muere un solo niño atropellado por un tren, tendrá más
importancia que los otros treinta mil. O si un pobre crío queda atrapado en un lugar
inaccesible, se gastará mucho más dinero en rescatar su cadáver, con aires de heroicidad,
que en salvar a otros niños en peligro de muerte.
«Ojos que no ven, corazón que no siente», acuñó la sabiduría popular. Los MCS se
encargaron de que no viéramos el dolor de Grecia, víctima de la aplicación abstracta de
otro refrán («el que la hace la paga»). Tan abstracta que, envueltos en el nombre
genérico de Grecia, la han pagado los que menos habían hecho. Los MCS no dijeron
nada de lo que estaba pasando en Honduras tras un golpe de Estado pseudojurídico y
abonado por los capitalistas de siempre. Hasta que la increíble caravana de los
desesperados ha dado a la tragedia cierto color de suspense y de folklore y ha hecho así
que nos enteremos algo de ella. Pero menos de lo que deberíamos saber.
Y lo peor de todo es que tampoco así se hace visible la solidaridad, que corre a
raudales subterráneos e insonoros por este mundo empecatado y que podría ser una
fuente de ejemplos y de llamadas. Pero ya dijimos que no hay nada más peligroso que un
buen ejemplo….

4.4. Consecuencias

El resultado de esa manera de invisibilizar las cosas es el dictamen de la mayoría de los


sociólogos actuales: el mayor pecado de nuestra hora histórica es la indiferencia. Ni
siquiera la maldad (de la que todos tenemos nuestra dosis), sino simplemente la

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indiferencia. El viejo «pan y circo», modernizado hoy en «fútbol y apuestas», hace
invisible aquello que más necesitamos ver. En tiempos de Hitler había unos campos de
concentración que no eran visibles para la mayoría de la sociedad alemana. Hoy, en frase
del filósofo Giorgio Agamben, «el campo [de concentración] es el mundo». Y nosotros
tan tranquilos…
Al lado de las víctimas de la historia pongamos el ejército de desvalidos. Tocarán las
trompetas de Jericó por el avance de nuestra ciencia, que está alargando la vida humana.
Pero los espacios de programas tan obscenos y chismosos como «Corazón» nunca los
ocuparán esos rostros de tantas personas de cierta edad que viven solas, sin nada que
hacer en sus vidas, carentes de metas, de horizonte y de futuro, y que por eso son vidas
sin sentido. ¡Qué gran «Corazón» sería el que intentara darles una experiencia profunda,
bien de tipo afectivo (como ha pasado a veces simplemente en el contacto y amistad con
un cuidador o cuidadora), bien de tipo espiritual o cultural, que al menos pusiera en su
cotidianidad una pequeña meta que devolviera sentido a sus vidas…!
Hacer visible lo invisible es una de las grandes necesidades y de los grandes deberes
de hoy. Que no es lo mismo que hacer normal lo estrambótico. Ya hace años, una
religiosa norteamericana me dijo en EE.UU. que uno de los mayores objetivos de la
izquierda ha de ser «dar informaciones alternativas». Hoy veo mejor que entonces cuánta
razón tenía…
Caminos para ello los hay. Pero hay que buscarlos. Como buscamos el camino para
ir, no a una céntrica Plaza de Cataluña, sino a alguna fuente perdida en medio de un
bosque. Busquemos esas fuentes para ver las perspectivas que nos abren y las que
podemos abrir nosotros[26]. Si no lo hacemos, podrán entonarnos otra vez la acusadora
estrofa de Bob Dylan: «How many times must a man turn his head, and pretend that he
just doesn’t see?».
«La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento».
***
Lo que no está soplando en el viento, sino corriendo por nuestra tierra, son otras
fieras que nos vienen persiguiendo, mientras nosotros discutimos si son galgos o
podencos. Como la precariedad, el rapto de Europa, la sociedad de la estafa, la
dormición de las masas, la corrupción de las patrias, la amenaza de la violencia… y otras
semejantes. Asomémonos un momento a ellas.

[24] Acceso a Jesús, Sal Terrae, Santander 201810, p. 150.


[25] A propósito de la pederastia escribí en otro lugar que no quitaría nada de gravedad al tema el haber informado
de que en España solo ha sido delito civil desde 2004, por lo cual el denunciarla como tal en los años 70 no
era una obligación (como no lo era denunciar a un cura alcohólico). Y también que hubiera sido bueno
informar de las acusaciones calumniosas (muchas menos, por supuesto, pero que han causado también
dolores inmensos). Así como de los muchísimos más casos de pederastia ocurridos fuera del clero. Eso no
quitaría gravedad al «sacrilegio» de los curas, pero permitiría percibir todas las dimensiones del problema.
[26] Valga como ejemplo la Plataforma «visibles.org», creada para dar voz y visibilidad a causas justas invisibles
y para dar cauce a reivindicaciones ciudadanas.

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CAPÍTULO 5
El precariado y la culpabilización de los
oprimidos

E L EQUILIBRO INESTABLE QUE ES EL SER HUMANO, más esa corrupción de lo mejor que
ha marcado nuestra historia desde sus orígenes nos han ido llevando a todas las
calamidades que enunciábamos en el prólogo para explicar el título de este libro. De
ellas vamos a rescatar ahora dos términos casi inéditos que se han puesto de relieve en
los últimos años: la sociedad de los dos tercios y el precariado.
Las tres clases de nuestra sociedad ya no son «alta», «media» y «baja», sino, cada
vez más, los bienestantes, los precarios y los excluidos. Como el tercer grupo ya no
cuenta, la sociedad se reduce a dos tercios: la clase «media», que había sido una gran
conquista de nuestro pasado, se ve ahora seriamente amenazada y va convirtiéndose en
«precaria». La sociedad se va pareciendo a un buque de crucero que ha sufrido algún
ataque o accidente muy serio y una parte de cuya tripulación está ya en el agua destinada
a hundirse, mientras otra parte sigue segura banqueteando dentro del buque, y otros están
a punto de caer del buque y haciendo esfuerzos para poder volver a entrar en él.
Por supuesto, quienes están en esa situación tan precaria no pensarán para nada en los
hundidos, sino solo en salvarse ellos. Pero mucho menos piensan en las víctimas quienes
están disfrutando tranquilamente en el interior del buque. Y esto no es lo más grave.

5.1. «La culpa es solo suya»


Lo más grave es la culpabilización de los precarios: son cada vez más los jóvenes (y ya
no tan jóvenes), hijos de una familia acomodada, que no han podido llegar al nivel de
vida de sus padres o que incluso sobreviven ayudados por estos. Tal situación va
generando una pérdida de autoestima, un complejo de inferioridad y una culpabilización
por parte de quienes se encuentran sumidos en tal precariedad: «No he sabido abrirme
camino», «No he sido capaz de llegar adonde llegaron mis padres…». Y aunque la culpa
no sea suya, sino de la estructura de la sociedad y de la loca competitividad del sistema,
no suelen faltar voces, de los padres o de la pareja, que fomentan sin darse cuenta ese
sentimiento de culpa.
Entre las más de 40 000 mujeres traídas de Nigeria para la prostitución en Europa,
hay muchas que se sienten desleales y traidoras cuando, al intentar liberarse, sufren

57
duros castigos y venganzas de parte de sus propietarios. Ello se debe a que antes de salir
de su país les hicieron someterse a un rito supersticioso (de nombre yu-yú) por el que se
les garantizaba «un espíritu protector» si ellas cumplían su compromiso. Pues bien,
nuestro liberalismo económico, que se considera científico y libre de las supersticiones,
practica, sin embargo, un ritual culpabilizador muy semejante, que los sacerdotes del
sistema ya no llamarán yu-yú, pero sí podrían llamar «yo, yo».
El resultado es el crecimiento de enfermedades psicóticas (depresión, bipolaridad…)
en bastantes jóvenes cabezas de familia de hoy. Y la tendencia de este dato es a ir
aumentando. Porque esos pobres enfermos son solo la base de un iceberg hundida en el
mar, mientras la punta de dicho iceberg asoma a la superficie en forma de suicidios.
De pronto, el problema del suicidio entre gente más bien joven, y su llamativo
crecimiento, ha comenzado a ocupar un tímido espacio en nuestros MCS. Nos dicen
además que, en nuestro país, el suicidio juvenil ya es quizá la primera causa de muerte
de gente joven (en el resto del mundo es la tercera) y que, por cada persona que se
suicida, hay unas veinte que lo intentan sin conseguirlo. A nivel mundial, el suicidio
causa hoy más muertes que los homicidios y las guerras…
Por supuesto que intervienen otros factores psicológicos, como la soledad y la falta
de sentido de la vida; pero esos otros factores suelen estar conectados con la situación
descrita de precariedad.

5.2. ¿Tres suicidios «simbólicos»?


Me pregunto si esta ola actual no estaba prefigurada en el suicidio de tres grandes figuras
(y conciencias) de nuestra época, que me evoca algo de aquellas «acciones proféticas»,
tan típicas de los profetas de Israel:
En los años cuarenta, los suicidios de Stefan Zweig, convencido de que Europa no
tenía remedio, y del judío Walter Benjamin, desesperado porque no le llegaba el visado
para pasar de España a Portugal, huyendo de los nazis. En la década de los 80, el de
Primo Levi, superviviente de Auschwitz, decepcionado ante la irresponsable tendencia
de Europa a olvidar y desentenderse del holocausto: como si fuera evidente que nunca
más volverá a repetirse.
Si no son proféticos, tales suicidios son, por lo menos, significativos. También en
1942 (en plena guerra mundial), el gran Albert Camus publica El mito de Sísifo, que
comienza con aquella frase famosa: «No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio»: ¿qué postura tomar ante un hombre absurdo y una
creación absurda?
Pero lo más llamativo de esta pregunta es que proceda de un hombre que había
comenzado su producción con títulos como Bodas, donde «mar, campiña, silencio,
perfumes de esta tierra me henchían de una vida odorante, y mordía en el fruto, dorado
ya, del mundo, conturbado al sentir su jugo dulce y fuerte deslizarse a lo largo de mis
labios». Visto ese contraste entre el jugo de la vida y el suicidio, ¿quién no recordará
aquellos versos de Góngora: «aprended, flores, de mí lo que va de ayer a hoy»?

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Coetáneas de Camus, dos figuras tan asombrosas como Etty Hillesum y Simone Weil
encontraron otros caminos para salir del absurdo. Ambas mujeres intuyeron que ese
absurdo tan hondamente sentido por Camus tiene una raíz que es simplemente la
idolatría humana. En concreto, la mayor de todas las idolatrías es (al menos hoy) la del
dinero, que es la que dio lugar ayer al «Capitalismo como religión»[27], de W.
Benjamin, y hoy a la tecnología como religión.
Porque el dinero satisface las dos grandes pasiones que nos constituyen: la soberbia
(vanidad, orgullo…) y la sensualidad (comodidad, facilitonería…). Y las satisface al
máximo, pero potenciándolas a la vez también al máximo. Por eso decía Buda que quien
quiere aplacar esas pasiones cediendo a ellas es como el que busca saciar su sed
bebiendo agua salada.
Lo que importa, pues, es comprender que nuestra sociedad pretendidamente laica es
una sociedad tácitamente «religiosa» y profundamente idólatra. Prescindiendo ahora de
la existencia o no existencia del demonio, vale la pena evocar una máxima de nuestro
pasado: «el mayor triunfo del demonio (mucho más que hacernos caer en alguna
tentación) es hacernos creer que no existe». Dicho de manera laica: el mayor triunfo de
la idolatría en nuestra sociedad es hacernos creer que no existe.
Y de esas idolatrías se siguen otras consecuencias. Sin afán de exhaustividad, nos
entretendremos comentando algunas. Con todo, si el lector siente que está recibiendo
demasiados golpes, puede saltar el capítulo siguiente. No sé si ganará optimismo, pero al
menos ganará tiempo.

[27] Por su brevedad, me permití traducir este texto de W. Benjamin en un apéndice de El amor en tiempos de
cólera… económica, pp. 217-220, con un comentario personal y otro texto de Keynes (220-230).

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CAPÍTULO 6
Flores ajadas

6.1. La sociedad de la estafa

B ERNARDO PÉREZ ANDREO publicó hace poco un libro muy serio, titulado La sociedad
del escándalo. Yo prefiero hablar de la sociedad de la estafa.
Estafa es que nos digan que los ricos lo son por sus méritos de trabajo e inteligencia,
y los pobres son lo que son por perezosos y vagos. Habrá algún caso así, por supuesto.
Pero, si solo fuera eso, las diferencias no serían tan abismales. La mayoría de los ricos
muy ricos lo son por lo mucho que han estafado, y la mayoría de los pobres lo son a
pesar de haberse extenuado para salir de esa situación. Más razón tenía san Juan
Crisóstomo en una frase mil veces citada: «el muy rico es un ladrón o hijo de ladrón».
Estafa es que nos digan que el capital tiene derecho a un beneficio justo y honesto.
Porque lo que persigue el capital es el máximo beneficio posible.
Estafa es que nos digan que la ley de la oferta y la demanda equilibra los precios.
Porque los precios vienen dictados por una instancia exterior al acto de la compraventa.
La llamada «economía de mercado» es, en realidad, una economía de engaño. El
binomio oferta-demanda significa en realidad oferta-engaño. Y, si no, que nos expliquen
cómo esa ley de oferta-demanda justifica que un político cobre más de 3000 euros al mes
(dietas y viajes aparte), y un maestro 1200, cuando, por un lado, hay una gran demanda
de maestros y, por otro, sobran tantos cargos políticos. ¡Que tenemos más que Alemania!
Estafa son casi todas las ofertas de gangas que te hacen por Internet o por el móvil. Y
las demandas para que reenvíes alguna petición o noticia, porque de ese modo habrá
algún intruso que se apropie de tus datos y haga negocio vendiéndolos a otros ofertantes.
Estafa es que, cuando vas a comprar una unidad de algún producto (supongamos una
pila alcalina), el «dependiente» (que no es el vendedor, como su mismo nombre indica)
te diga: «No. Mire usted: tiene que llevarse siete, porque el lote es de siete». Aunque
solo necesites una. Estafa es la sabiduría del mercado.
Estafa es que digan que te han subido la pensión cuando, en realidad, te la han
bajado; y que no reconozcan que no pueden subírtela porque se han devorado toda la
«hucha» (o fondo de reserva) de las pensiones. Estafa es que un ministro dijera que es
anticuado medir las pensiones por el IPC y que lo moderno es el PIB. Porque el IPC
afecta a todos los ciudadanos, y el crecimiento del PIB afecta solo a los ricachones.
Estafa es que nos digan que estamos mejor que nunca, cuando eso solo lo dicen los
que están mejor que los otros.

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Estafa es que un grupo político que no llega al 50 % de la población pretenda tener
un «mandato democrático» de su minoría para hacer lo que le venga en gana. Estafa es
que otro grupo pretenda haber «ganado» unas elecciones cuando ha dispuesto para ellas
de mucho más dinero que sus adversarios, gracias a la corrupción y a las cajas B.
Estafa es que el partido más ensuciado por la corrupción se presente como el que más
lucha contra la corrupción.
Estafa son las campañas electorales que nos piden el voto sin nada de programas y
solo con fotos retocadas de sonrisas artificiales.
Estafa es que nos digan que tenemos un Estado de bienestar, sin mencionar que están
tratando de desmontárnoslo: porque cosas como la salud y el dolor ajeno pueden ser una
fuente enorme de enriquecimiento privado. Y que intenten desmontarlo sin pausas, pero
sin prisas, alegando que intentan conservarlo.
Estafa es también que los medios de comunicación nos informen más de lo que
interesa a los grandes potentados del mundo que de lo que verdaderamente interesa al
ciudadano.
Estafa es la mayoría de eso que llamamos «publicidad»; o que en una retransmisión
deportiva después de jalear un gol de manera desaforada y ridícula, se nos invite a
invertir en cosas que no nos van a convenir, aprovechando el momento de euforia
futbolística. Y más aún ahora, que el diablo Google se dedica a recoger, analizar y
vender nuestros datos para que los estafadores puedan hacer una publicidad
personalizada, de modo que, así como dicen que no hay enfermedades, sino enfermos,
sea una realidad que no hay consumo, sino consumidores. Siempre habrá algún Pokemon
que, invitándote a jugar, te desnudará de todos tus datos para despojarte después de todos
tus ahorros.
Estafa es que el poder judicial colabore en golpes de Estado camuflados, como
hemos visto en Brasil, Honduras y otros países. Es muy necesario, por supuesto, que los
jueces reivindiquen su independencia; pero en otros muchos casos deberían reivindicar
con hechos su sentido de la justicia. Estafa es que se hagan grandes declaraciones de
respeto a la independencia de la justicia, y luego se presuma de manejarla «por detrás».
Estafa fue que el señor Macron, amparándose en la noble causa ecologista,
estableciera un impuesto que afectaba casi únicamente a las clases más bajas. Aunque
haya que agradecer el hecho de que supo dar marcha atrás ante las protestas de los
chalecos amarillos.
Y bajando hasta lo más trivial, estafa es creerse los mejores en fútbol cuando solo
somos los que tienen más dinero y un presupuesto más elevado. Si tan buenos somos,
aceptemos que todos los equipos dispongan más o menos del mismo presupuesto.
Estafa es eso que Remedios Zafra ha calificado como «entusiasmo inducido», y J.
Lipovetsky calificó como «felicidad paradójica»[28].
Y la consecuencia es que esta sociedad de la estafa ha ido generando una sociedad de
la desconfianza, en la que nadie se fía de nadie y las relaciones humanas van tejiéndose
con el verbo «desconfiar» y con la inseguridad. Un mínimo de confianza es el elemento
más fundamental para las relaciones humanas en la sociedad. Sin ella, una sociedad no

61
podrá durar mucho tiempo y acabará convirtiéndose en una sociedad de la violencia y la
guerra. Con lo cual, hasta los bestias de la Asociación Nacional del Rifle tienen una
excusa para justificar su agresividad.
Este parece ser el camino por donde vamos. Estamos a tiempo de cambiar de camino.
Si no queremos cambiar, es cosa nuestra. Pero, como se les dice a los niños: «luego no te
quejes»…

6.2. ¿La Antieuropa?


«Europa no habla griego, que habla gringo». Este viejo verso de J. Bergamín viene hoy
como anillo al dedo. «Gringo» es la palabra que sirvió para designar lo peor de EE.UU.
cuando se corrompió el primitivo e ilusionante «sueño americano», convirtiéndose en
sueño imperialista.
Que Europa renunciara a explicitar sus «raíces cristianas» era comprensible, por
respeto a la pluralidad. Lo terrible es que, con esa renuncia aparentemente laica, Europa
está abandonando sus raíces europeas. Ya comentamos antes lo que queda de la
«libertad-igualdad-fraternidad». Por eso, aunque ya sea casi agua pasada, vale la pena
examinar la conducta de Europa para con Grecia, que economistas como Vicenç Navarro
calificaron de «terrorismo financiero». ¿Por qué?
Grandes economistas del momento (Krugman, Stiglitz, Piketty o, en España, V.
Navarro y Torres-López) sostienen que el problema de Grecia era más político que
económico. Lo mismo sugiere este otro dato, poco dado a conocer: entre tantos recortes
impuestos a Grecia, nunca se le pidió una reducción del gasto militar (excesivo, además,
en aquel país). Syriza hizo sin éxito esa propuesta, enemistándose así con los militares
griegos, tan patriotas ellos. ¡Parecía elemental! Pero resulta que los mayores vendedores
de armas a Grecia son… ¡Alemania y Francia! Sin comentarios.
El problema era más político que económico. Y creo que se reduce a este dilema: por
un lado, Europa no quería que Grecia saliera del euro: no por razones de solidaridad,
sino porque ello daría la razón a quienes criticaron, como precipitada y economicista, la
creación de la moneda única antes de tiempo. Por otro lado, Europa no puede tolerar que
posturas contrarias a esa receta neoliberal de «austeridad para los más pobres» (y sin
poder siquiera devaluar la propia moneda) acaben triunfando: porque eso dejaría en
evidencia todos estos años de dictadura financiera.
Este era el problema: Syriza no podía triunfar de ningún modo, porque ello habría
sacado los colores a ocho años de totalitarismo neoliberal. Por eso fue necesario
desacreditarlo y humillarlo, negando incluso voz y espacio a otras voces y sustituyendo
toda argumentación por calificativos como «ligereza» o «irresponsabilidad», tan bien
sonantes como mal aplicados.
Por eso, si Grecia salía del euro, había de parecer que se trataba tan solo de una
absurda decisión suya, contraria a la voluntad europea. De ahí la mentira del señor
Juncker proclamando que el referéndum convocado por Syriza era «para salir o quedarse
en el euro». ¡Por favor! Cuando Juncker dijo eso, ¿estaba también como aquel día que se

62
presentó a una rueda de prensa con un zapato marrón y otro negro? ¿O como el día en
que la televisión suiza lo mostró haciendo eses por la calle?…
Sin llegar a tanto, se objetaba que los griegos no son capaces de decidir sobre algo
tan complicado. ¡El mismo argumento que dieron los gobiernos europeos para que la
«constitución» (o tratado de Lisboa) no fuese votada por los pueblos, sino por los
parlamentos! El mismo argumento que, a comienzos del siglo pasado, se esgrimía para
oponerse al sufragio popular y al voto de la mujer: «en democracia solo pueden votar los
que están capacitados». Y daba la casualidad de que esos «capacitados» eran solo los
poderes económicos. Aunque luego esos tan entendidos y capacitados se sorprendieran
al saber que los EE.UU. les estaban espiando, llamaran a sus embajadores y pusieran en
marcha el consabido ritual diplomático. ¿Sorpresa? Esos tan entendidos ¿no sabían lo
que son los actuales EE.UU.? Ya no conocen socios ni amigos, sino tan solo lacayos de
sus intereses imperialistas.
Añadamos que lo que acabo de exponer es la visión de los moderados. Otros más
radicales o inclinados a ver conspiraciones en todas partes han sostenido (en la línea de
Naomi Klein) que, una vez que Grecia estuviera fuera del euro, los especuladores
financieros comenzarían a crear problemas parecidos en Portugal, en Italia, en España…
hasta que fueran saliendo del euro todos los «cerdos» (PIGS: Portugal, Italy, Greece,
Spain…) y quedara por fin únicamente un «euro ario» para los que son superiores por
naturaleza. No creo que fuera así. Creo, más bien, que se generalizan ahí locuras
particulares que no responden a la realidad total. Pero así corrió. Y sigamos.
Europa supo siempre que la deuda de Grecia era impagable; más imposible resultaba
entonces la imposición de pagar la deuda y, a la vez, reactivar la economía. Europa sabe
también que la mayor parte de las «ayudas» dadas a Grecia no se quedaban allí, sino que
eran para pagar a los bancos europeos, alemanes sobre todo. Era evidente que así nunca
se resolvería debidamente el problema griego, ni siquiera aunque la economía
despuntara. Quizá por eso no se permitió hacer una auditoría de la deuda griega, que en
buena parte era ilegítima e injusta, para situarla en sus debidos límites, como supo hacer
Ecuador (ganándose las iras de todas las voces oficiales). Había que evitar que cundiera
el ejemplo de Ecuador.
Y no se trata de disculpar a Grecia, que tiene también sus culpas ya suficientemente
expiadas por los que menos culpables eran (niños, ancianos, enfermos…). Solo intento
expresar mi vergüenza por la reacción de Europa ante esa Grecia culpable, muy distinta
de cuando Alemania y Francia se saltaron el techo de déficit sin que pasara nada ni se
apelara a eso de que «los compromisos hay que cumplirlos»…
He vuelto sobre este tema del pasado para sugerir una pregunta presente: aquel
egoísmo de la Europa rica (siempre pseudojustificado con presuntos supuestos éticos)
¿no ha tenido nada que ver con la triste floración de otros egoísmos nacionalistas
(Hungría, Polonia, Italia…) más exagerados por ser reactivos? Cuando se trata de
construir comunidad y unión, la confianza es indispensable. Determinadas conductas
orgullosas y despectivas generan fácilmente desconfianza. Y la desconfianza es un gran
calentador del egoísmo. No sé si estarán locos los de la Liga y el M-5S, pero es un dato

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ya viejo que «los locos dicen a veces grandes verdades». La pena es que las digan solo
los locos.
No son estas afirmaciones de un euroescéptico, sino de alguien que querría una
Europa que hablara más griego que gringo. Hace ya casi diez años, imaginé una carta
dirigida a los actuales dirigentes europeos por Adenauer, De Gasperi y Schuman, padres
o fundadores del proyecto europeo, en la que se quejaban de ver hoy traicionado su
proyecto[29]. Porque es llamativo que una Europa que se muestra admirablemente capaz
de dialogar hasta la extenuación cuando se trata de temas políticos (caso del Brexit) se
vuelva dictatorial cuando están los Bancos de por medio. ¿Quién manda, pues?
En fin: Miguel Delibes terminó su discurso de ingreso en la Academia citando una
canción de su época: «Paren la Tierra, quiero apearme». Yo querría que alguien
compusiera otra canción que dijera: paren esta Europa, que quiero bajarme. Por amor a
Europa.

6.3. Los derechos del ego


Debemos preguntarnos si no se está gestando hoy una burda deformación de algo tan
serio como los derechos humanos, que se invocan ahora dictados por el amor propio y
sin respetar al otro y que, de reales «derechos del hombre», pasan a ser supuestos
«derechos del ego».
Cualquier especialista en Derecho acepta que los derechos humanos tienen una serie
de condiciones. Por ejemplo:
1) Una delimitación precisa del sujeto. Si no, puede pasar lo que decía no sé qué
actriz: «Yo soy partidaria de la familia numerosa: cada mujer debería tener por lo menos
tres maridos»…
2) Una descripción muy concreta del objeto de ese derecho. El derecho a jugar a la
ruleta no es un derecho a ganar. Quien quiere jugar ha de saber que se expone a perder.
3) Un diálogo o negociación cuando el derecho invocado entra en colisión con otros
derechos propios o ajenos o con valores superiores. De ahí la urgencia de una
«Declaración de los deberes humanos», como pedía Simone Weil, precisamente para
completar y proteger algo tan valioso y necesario como fue la Declaración de los
derechos. De modo que los convierta en derechos realmente humanos, no en deseos del
ego. Pero mientras la política esté regida por el interés personal o grupal y no por el
llamado bien común, parece muy lejana esta Declaración.
4) Una defensa de ese derecho por medios legítimos. No, por ejemplo, con unos
medios de comunicación que desfiguren las tres condiciones anteriores o, en caso de
conflicto, solo den voz a una parte. O, con otro ejemplo más elemental: es evidente que
yo tengo derecho a comer. Un derecho de los más primarios. Lo cual no me capacita, sin
más, para quitar el pan al otro o para robar en una tienda[30].
Pero he aquí que hoy estamos asistiendo a una serie de proclamas vagas de derechos
genéricos para justificar actitudes que pueden ser injustas o delictivas y que generarán

64
como respuesta otras apelaciones igual de genéricas e igual de injustificadas. Así va
implantándose en la convivencia humana un rencor que la hace cada vez más difícil. Lo
cual es buen caldo de cultivo para tentaciones fascistas que solo prenden en
sensibilidades enfermas. Y es que esas apelaciones a unos derechos que aún son
inexistentes, por su vaguedad e inconcreción, resultan enormemente útiles para
enardecer y engañar a las masas. Esta es una de las razones por las que se ha acuñado el
dicho de que «los referendums suele ganarlos el diablo», porque suelen referirse a vagas
decisiones de futuro, las cuales no pueden tomarse legítimamente sin suficiente
conocimiento de las consecuencias concretas de esa opción.
Por eso, creo que el pueblo inglés no tenía, hace dos años, ningún derecho a decidir si
se separaba o no de Europa, simplemente, porque no sabía con precisión lo que en esa
decisión se podía ganar o perder. Y nadie tiene derecho a decidir sobre algo que no
conoce. Hoy sí tiene ese derecho, porque ya conoce de algún modo todas las
consecuencias de esa decisión, y podría ser el momento de tomarla. Pero hoy ¿quién le
pone el cascabel al gato?
Y por eso me pregunto también: cuando el señor Sánchez se cree con derecho no solo
a proponer a Pepu Hernández para alcalde de Madrid, sino también a decir públicamente
que le votará en las primarias, alegando que él (Sánchez) es «un militante más» del
partido, ¿es eso un derecho humano o un derecho del ego? Porque, además de militante,
Sánchez es presidente. Y, como tal, tiene el deber de ser imparcial, para poder ser
presidente «de todos», pues no todos los militantes pueden hablar con la audiencia y la
autoridad con que él habla…

6.4. Meditación sobre «Podemos»


«Aprended, flores, de mí lo que va de ayer a hoy», poetizaba don Luis de Góngora. Y
hoy podemos parafrasearle: «aprended, políticos, que ya vemos lo que va del 15-M a
Podemos».
Fui de los que, en los días del 15-M, se patearon la plaza del Cataluña y otras calles
barcelonesas tratando de ver, escuchar, olfatear, conversar… De aquella mezcla de
decepción, ilusión, hartura, responsabilidad, juventud, ingenuidad e indignación, salías
con la pregunta ilusionada de si podría estar gestándose algo nuevo. Pero me acordaba
de una «Carta a los cristianos por el socialismo», escrita 40 años antes, donde citaba a
san Pablo: «llevad a cabo vuestra liberación con temor y temblor»[31].
Más tarde, hacia junio de 2016, escribí una carta a Pablo Iglesias con tonos de
advertencia (que no sé si andará metida por algún blog). Hoy soy de los que se preguntan
cómo ha podido ser que aquella masa compacta, tan segura de «poder», se haya
convertido tan pronto en una arena de impotencias; cómo aquella ilusión, que floreció
con 200 000 militantes y cinco millones de votos en unos dos años, se ve otra vez herida.
Los hechos y los días fueron mostrando que eso de «la casta», por mucha verdad que
contuviera y por muy bien que sonase, no era debido a la mala «pasta» de los políticos
habidos hasta el momento. Es más bien una tentación ínsita en nuestra pasta humana y
en la misma actividad pública (política o eclesiástica), de la que ellos no se dieron cuenta

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hasta acabar cayendo de bruces en ella y perdiendo novedad.
No quiero emitir juicios críticos personales ni inflamar heridas. Puedo reconocer que
mi sensibilidad ha estado siempre más cercana a Errejón que a Pablo Iglesias. Pero sé
que aquí pueden faltarme datos para un juicio definitivo. Lo que sí hay que pedir hoy es
que no se expliquen las crisis echando las culpas solo a los otros, y que se dé entrada a
esa autocrítica tan indispensable en toda actividad humana.
Pero, aun sin señalar a nadie, temo que el vedettismo y cierta vanidad mesiánica sean
los que han disuelto aquella promesa primera. En vez de vanidad mesiánica, podría
haber hablado de «tejerismo»: la mentalidad de «esto lo arreglo yo». Tejero, a golpe de
pistola. Otros, a golpe de televisión. Algo hemos ganado, sin duda. Pero insuficiente.
¡Qué contrate entre esa mentalidad mesiánica (o «tejera») y el discurso de Tierno
Galván cuando nuestras primeras elecciones: «el PSP [la formación de Tierno] no puede
prometer nada, porque las cosas están muy difíciles; pero se compromete a luchar todo
lo que pueda por arreglar algo»! (cito de memoria). ¡Qué bonito es comprobar que aquel
que no se atrevía a prometer nada fue uno de los mejores alcaldes de nuestra democracia!
En fin, deseo con toda el alma que a ese aborto del 15-M se le encuentre alguna
incubadora que le salve la vida. Lo deseo por los jóvenes, más que por mí. Por eso me
permito advertir que la izquierda solo podrá ser auténtica si se nutre de una espiritualidad
muy seria y profunda. A las derechas ya les basta su manipulación de la religión en
provecho propio (como acusó Marx, mostró luego con textos el cardenal De Lubac y ha
puesto hoy en práctica Bolsonaro). Pero la izquierda necesita más.
No quiero decir con esto que la izquierda haya de ser cristiana: no estoy queriendo
hacer apologética. Hablo solo de espiritualidad seria. Porque temas como la igualdad, la
fraternidad, la acogida, el respeto… son demasiado espirituales (y demasiado odiados)
como para creer que podremos conseguirlos mejorando el PIB. Pues este sistema inicuo
solo sabe hacer crecer el PIB haciendo que crezca también el PID (Porcentaje Interior de
Desigualdad).
En fin: ojalá de esta decepción de hoy brote una lección aprendida para el mañana, y
no un nuevo desengaño histórico. Así sea.

6.5. ¿La dormición de las masas?


¿Rebelión? ¿Dormición? ¿Manipulación? De todo se suele hablar cuando aparecen las
masas en el lenguaje.
Con su tono aristocrático y de lenguaje moderado, Don José Ortega y Gasset anunció
la «rebelión de las masas» como el peligro que amenazaba a su hora histórica. De
pronto, sin que hubiera crecido la población, lugares antes reservados a las élites
aparecían ocupados por muchedumbres.
Ortega no creía en la lucha de clases. Dividía la sociedad en masas y minorías
auténticas, y esta división la veía también dentro de cada clase. Según él, al mejorar las
condiciones de vida de las clases populares, estábamos asistiendo a la aparición del
«hombremasa». Recordemos que era la época en que se gestaba el fascismo y Heidegger
denunciaba la caída del «hombre-ser» en el «hombrese»: el que piensa lo que se piensa y

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hace lo que se hace.
Tenía su parte de razón nuestro filósofo, aunque el gran pedagogo que fue Paulo
Freire (y, en dirección parecida, el otro gran pedagogo que fue Don Milani) abordaron
más tarde el tema de las masas de mejor manera: con un programa y un trabajo serio de
«concienciación». Evoquemos solo los títulos más famosos del primero: Pedagogía del
oprimido; Educación como práctica de la libertad, etc.
Pero hoy parece más pertinente retomar algo que hemos enunciado antes: ya desde la
época del imperio romano, esa rebelión de las masas ha podido ser controlada, con una
receta de máxima eficacia: «pan y circo» («apuestas y fútbol», dijimos antes). Esa receta
se está aplicando hoy con éxito y ha convertido aquella «rebelión» que asustaba a Ortega
en una «dormición de las masas». De presunta rebeldía pasamos a pérdida de conciencia.
Las masas son la mayoría del género humano: el aristócrata que las desprecia «a lo
Nietzsche» se queda por debajo de ellas en humanidad, por ese mismo desprecio. Ello no
impide que las masas necesiten ser desmasificadas (¡no domesticadas!), porque todo lo
multitudinario despersonaliza: «temo a cualquier multitud, aunque sea de obispos»,
había dicho el jesuita Laínez en el concilio de Trento. Y Laínez no era de «Compromís»
ni de esas izquierdas nuestras de anticlericalismo dieciochesco.
Pero esa desmasificación no es cuestión de cantidad (como creen las presuntas
élites), sino de calidad. Necesita aquello que menos importa a los aristócratas: una buena
educación (¡no indoctrinación!), único producto que verdaderamente personaliza y único
capaz de despertar y de «sacar afuera» (educir, de donde viene nuestro verbo educar)
aquello mejor que late en el fondo de todos nosotros.
Educación prolongada, intensa y permanente: que enseñe a pensar, en vez de a imitar,
evitando esa caída en el «se» (o el «man» alemán) que denunciaba Heidegger y que
nuestro refranero había denunciado antes de manera menos complicada y sin empaque
científico: «¿Dónde va Vicente? Donde va la gente». Democracia sin educación es
dictadura de algún bribón. Si no hay esa educación, nuestras élites siempre podrán apelar
a la democracia para justificar las mil tropelías… El infame tuit del PP pidiendo a los
Reyes Magos la muerte de Sánchez le haría perder millones de votos en una sociedad
educada. Mientras que, en la España de hoy, es posible que sirva para darle más votos o
para quitárselos al PSOE. Esperemos a ver.
Para acabar de complicarlo, el antiguo «pan y circo» tiene hoy otras mil variantes
mucho mejor tecnificadas: consumo y móvil; whatsapps y selfies; publicidad gritona y
rastrera… Resultado: hoy las masas ya no se rebelan, sino que se twitean. Y lo peor es
que esas drogas llegan a gentes que soportan condiciones miserables de trabajo, sueldos
de vergüenza, miedo a perder lo poco que tienen…, todo lo cual hace que se sientan
exhaustas, necesitadas de algún descanso y de la primera alienación que encuentren a
mano.
En esta España que asustaba a Ortega, las diferencias de nivel de vida son hoy casi
las mayores de toda la Unión Europea: quien empieza a trabajar aquí cobrará menos de
la pensión que recibe la persona que comienza hoy su jubilación (y aún deberá
considerase afortunado). Pero, cuando se jubile, ya no le sucederá lo mismo, porque con

67
los salarios de hoy las cotizaciones a la seguridad social son mínimas. (Y, además, el
equipo de don Mariano ya se pulió olímpicamente casi todo el fondo de reserva).
Con las masas dormidas, se puede bajar el nivel de vida de los pensionistas, mientras
se les dice que les suben la pensión; y se puede llamar «creación de empleo» a la infame
creación de precariedad, mientras se va enriqueciendo aquella «minoría» que, para
Ortega, era la élite de la sociedad. El «pan y circo», tantas veces citado, ayuda a esa
dormición de las masas que hoy es comprensiblemente necesaria: es un efecto sedante de
la divina providencia del dios Dinero.
Y así, para su tranquilidad, el orteguista que hoy quiera ir al Liceo o a la Ópera no
tendrá que preocuparse por si en la butaca de al lado se sienta un despreciable hombre-
masa: solo se sentarán selectos colegas de la élite minoritaria. Bien es verdad que a quien
de veras le gusta la música y disfruta con ella, más bien le complacerá encontrar a su
lado a un hombre-masa, porque significará que la educación de la sensibilidad va
extendiéndose, lo cual es algo muy bueno. Esa vecindad desigual solo molesta a quienes
no van a la ópera por amor a la música, sino para poder presumir de pertenencia a la
minoría selecta.
Me arguye un amigo (para que no me haga ilusiones) que a las masas se las puede
dormir de dos maneras: si en nuestro mundo vige el citado panem et circenses, en Corea
del Norte se hace con patria y dictadura.
Nada que objetar. Pero, mirando a nosotros, gracias a esa dormición de las masas, el
país más poderoso y mejor armado de la tierra tiene un presidente que, según confesión
propia, es «un genio muy estable». Con él están tranquilas las minorías selectas, porque,
además, quiere gastarse miles de millones en construir un muro de 500 kilómetros, por si
las masas despiertan.
Y es que el problema no es solo la dormición de las masas; es, más bien, que llega un
día en que las masas, después de muchos sueños con pesadillas, abren los ojos y
despiertan enfurecidas. Paradójicamente, ese despertar suele darse más bien cuando se
pasa de un gobierno totalitario a otro más democrático. Entonces la «rebelión» que temía
Ortega se queda corta: entonces nos amenazan la violencia o la dictadura.
Francisco lo dijo también con su lenguaje tranquilo en la forma e impaciente en el
fondo: «sin un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos… será
imposible erradicar la violencia… Y las diversas formas de agresión y de guerra
encontrarán un caldo de cultivo que, tarde o temprano, provocará su explosión… porque
la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema» (Evangelii
gaudium, 58.59.60).
Con la violencia habremos de terminar, pues, esta segunda parte.

[28] Remedios ZAFRA, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la época digital. Para Lipovetsky, ver el
Cuaderno 166 de Cristianisme i Justícia: Nada con puntillas. Fraternidad en cueros, pp. 14-18.
[29] La recogí después en El amor en tiempos de cólera… económica, pp. 123-126, con el título «El rapto de
Europa».
[30] Aun cuando, como en este ejemplo, por tratarse de un derecho tan primario y elemental, haya casos extremos
en los que se habla de «compensación oculta» o de que «todas las cosas son comunes en situaciones de

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extrema necesidad»…, también esos casos extremos necesitan alguna casuística para concretar su ejercicio.
[31] Recogida en La teología de cada día, pp. 358-372.

69
CAPÍTULO 7
Violencia

L A GUERRA DE SIRIA, la aparición del ISIS, atentados atroces como los de Turquía,
Francia o Barcelona, el recrudecimiento del problema palestino y la «mexicanización»
de medio mundo, con las fotos de padres abrazando el cadáver de un niñito, o de madres
protegiendo al hijo que acaba de perder a su padre, nos estremecen cada día.
Si grave es esa situación, peor sería que acabáramos acostumbrándonos a ella, en esta
globalización de la indiferencia que caracteriza a nuestra hora. Porque, si nos
acostumbramos a ella, un día caerá sobre nosotros, y ya será tarde. Mejor que nos duela
ya ahora, porque es el único camino para que quienes aún estamos libres de ella
podamos trabajar en su contra.
Un detalle a destacar: es sabido que a los humanos nos cuesta entendernos:
absolutizamos nuestras posturas y tendemos a enemistarnos con facilidad. Así como la
hipocresía es «un homenaje del vicio a la virtud», el insulto suele ser la confesión tácita
de quien no tiene argumentos: «Usted me llama a mí golpista, y yo le llamo a usted
fascista». Que nuestro Parlamento haya dejado de ser un lugar donde se «parla» y se
haya convertido en «Insultamento», o lugar donde se insulta y donde se aplaude el
insulto más que el argumento, es grave. No por la anécdota en sí, sino por el valor de
síntoma que tiene ese episodio.
La violencia actual se agrava por la fuerza del armamento de los violentos. Y aquí
nuestro Occidente vuelve a aparecer como «culpable en las raíces». Una de las fuentes
de nuestra riqueza y nuestro desarrollo sigue siendo el negocio de las armas. Y ninguno
de los países desarrollados (desarrollados ¿en qué?: porque en humanidad parecemos
andar por los últimos lugares…), ninguno de esos países está dispuesto a renunciar a los
pingües ingresos de la venta de armas. Ello ha provocado que países pobres y
necesitados gasten más en armas que en alimentación y salud, y que países poblados de
miseria, como Pakistán o India, posean armas nucleares. Siempre, naturalmente, «para
defenderse». Pero, aunque ese argumento fuera válido, no suprime la aberración, sino
que, a lo más, la remonta a otro momento o lugar.
EE.UU. es, en este sentido, parábola de la humanidad. Ya nos hemos acostumbrado a
que, cada dos o tres meses, reaparezca alguna matanza en una escuela, hospital, mercado
o cualquier lugar público, y acabe con personas inocentes que no tenían más crimen que
el de estar allí en aquel momento. Obama, el bueno y fracasado Obama, luchó con

70
denuedo no ya por impedir, sino solo por dificultar el acceso fácil a las armas por parte
de cualquier ciudadano. Y se estrelló ante la resistencia tanto de los poseedores como de
los vendedores de esas armas. Su sucesor cree que la solución está en más policías mejor
armados. Todo con la excusa de la autodefensa, que, además, infinidad de veces o llega
tarde o se precipita. Porque el mundo no es un western donde el bueno siempre llega a
tiempo y es, además, el que dispara más rápido.
Lo que ocurre en EE.UU. a niveles personales ocurre en el resto del mundo a niveles
nacionales. Es imposible convencer a un solo país (y mucho más imposible convencerlos
a todos) de que se sienten a negociar para acabar con las armas y los ejércitos, dejando la
defensa en manos de una autoridad mundial verdaderamente fuerte. Ni siquiera con las
armas nucleares, y a pesar de la experiencia de Hiroshima, fue posible llegar a un
acuerdo: se tranquilizaron las conciencias destruyendo algunas armas ya obsoletas y
acordando un «Tratado de no proliferación» que afectaba precisamente, no a los que ya
tenían armamento nuclear, sino a los que (¿todavía?) no lo tenían. Para ello se sometió a
Irán a un injusto e inútil bloqueo que no impedirá el que, a la larga, algún grupo
terrorista, como el Estado Islámico u otro aún por aparecer, consiga hacerse con esas
armas. Y si eso ocurriera, vale más no pararse a pensar lo que podría sucedernos… Todo
ello mientras, por otro lado, la Alianza de Civilizaciones era tachada de «estúpida».
Detrás de este sombrío panorama no está solo la avaricia presente en el comercio de
armas. Está también nuestra negativa al establecimiento de una verdadera autoridad
mundial, única entidad a la que esté reservado el uso de la fuerza, como sucede dentro de
cada país civilizado. Mucho hablar de globalización y de que el mundo se ha convertido
en una «aldea global»; pero, a la hora de sacar de ahí las oportunas consecuencias,
miramos hacia otra parte.
Papas como Juan XXIII, Francisco y toda la llamada «Doctrina Social de la Iglesia»,
han exigido insistentemente esa autoridad mundial. Otras mil voces (en Cataluña, por
ejemplo, el admirable Vicenç Fisas) reclamaron, cuando el cincuentenario de la ONU,
que al menos desapareciera el canallesco derecho de veto. Pero a todos se les respondió
como proponía el señor Mas cuando se le reclamaba respeto a la ley: butifarra en catalán,
corte de mangas en castellano o fuck yourself en inglés…
Y así estamos. Entretanto, sigamos preparándonos para recibir noticias de violencias
salvajes, para contemplar imágenes de hermanos nuestros desgarrados y también para el
día que nos toque a nosotros. Porque otra vez recobra autoridad el dicho del pastor
Niemöller inspirado en Bertold Brecht: «Cuando se llevaron a los comunistas, no dije
nada, porque yo no era comunista; cuando se llevaron a los sindicalistas, no dije nada,
porque yo no era sindicalista; cuando se llevaron a los judíos, no dije nada, porque no
soy judío. Cuando vinieron a por mí, ya no había quien protestara».

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APÉNDICE:
Una vieja parábola de nuestra sociedad
La parábola que voy a citar, bastante antigua y con cierto sabor bíblico, pone de relieve
otra explicación de esa desigualdad entre los humanos: la injusta manera de actuar de
muchas justicias humanas. Por eso creo que algunos episodios de nuestros últimos días
la vuelven actual.
Su autor es Luis Coloma, un literato jesuita del siglo XIX, miembro de la Real
Academia y padre de algunos mitos que hicieron fortuna entonces, como «el ratoncito
Pérez» y «la camisa del hombre feliz» (que no tenía camisa).
Coloma fue conocido, sobre todo, por la novela Pequeñeces, dura sátira sociopolítica,
muy criticada por grandes figuras de la época como Juan Valera, aunque defendida,
paradójicamente, por plumas menos «católicas», como la de Pardo Bazán o la del mismo
Galdós. Los «carrozas» de hoy todavía pudimos verla en película, allá por los años 50,
con Aurora Bautista encarnando a Currita Albornoz.
Pues bien, Coloma cuenta en una carta (dirigida «a un gran señor titulado») una
parábola política que él afirma no ser suya, aunque algún crítico lo discute. Veámosla
para cerrar este segundo capítulo, porque su valor parece tan eterno que permitiría una
paráfrasis actual.
La reproduzco, abreviándola un poco.
En aquellos tiempos de Esopo y Fedro, en que los animales hablaban, hubo una gran
epidemia… Morían a centenares individuos de todas las especies… y todo parecía
anunciar uno de esos horrendos azotes con que los cielos castigan a veces algún
crimen oculto. Tal era el dictamen de un zorro muy perito, aunque algo jansenista,
gran privado del anciano león, rey y monarca absoluto de toda aquella comarca.
Angustiose el real viejo y mandó difundir un público pregón para que todos se
confesasen por turno con el confesor que su Majestad nombrase, que no fue otro que
el mismo zorro sabiondo y jansenista.
Llegó primero el león, abrió la boca y comenzó a vomitar cuantos horrores y
crueldades pueden imaginarse: muertes, destrozos, robos…; de todo había hecho.
Solo en el ramo de zorros había destrozado él, con sus propias garras, dos mil
trescientos cuarenta y siete.
Atajole la palabra el confesor, sudando como un pato:
– Pero, sacra, real majestad, no se angustie de ese modo… Vuestra majestad es
rey, y la razón de Estado requiere a veces muestras de energía…, exige actos de
justicia.
– Pero ¿y los que me he zampado?
– Eso resulta per accidens, sacra majestad… Conque, ¡ea!, váyase tranquilo, y
hasta la vista.

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Llegó detrás un tigre muy bravío… Y lo que más le remordía era que muchas
veces, sin hambre ni necesidad alguna, había destrozado víctimas inocentes por el
solo placer de refocilar el hocico con el tibio correr de la sangre fresca.
Y cuando esto decía, como impulsado por el remordimiento, metía el hocico por
la oreja del zorro, como si quisiera darle un beso en los mismos sesos.
– Necesidad del temperamento, serenísimo señor –repitió el zorro dando diente
con diente–. A veces puede demasiado el instinto natural, y si no, se siguen
consecuencias.
– Pero ¿y los huérfanos que dejé?
– Per accidens, serenísimo señor. ¿Se proponía vuestra alteza dejar huérfanos o
refocilar el hocico? Pues si era refocilar el hocico, lo demás resulta per accidens.
Conque váyase tranquilo, y hasta más ver.
Acercose entonces una hiena muy devota y colmilluda. Y confesó mil horrores
que no le remordían tanto como el haber profanado un cementerio, escarbando una
sepultura para sacar un cadáver y comérselo a pedazos.
– Histerismo puro… Vuestra merced se come los muertos como otras histéricas
comen tierra o búcaros viejos. Eso se lo dice al médico y no al confesor.
– Pero es que anoche mismo me comí a un sepulturero que se me puso por
delante…
– No me venga con escrúpulos. Eso resulta per accidens…, ¿lo entiende? Conque
vaya tranquila y consulte con el doctor ese vicio del estómago.
Y así fueron pasando los más fieros animales, sin que acertase el zorro a
distinguir ni el más mínimo delito ni a señalar al culpado más responsable.
Llegó, por último, un jumento viejo, lleno de mataduras, lacias las orejas y
escurrido el rabo. Acercose con mucha humildad y sosiego… Levantó primero una
oreja y luego la otra, como burro que medita o titubea…
– Yo, señor zorro –dijo con toda la pausa y gravedad de su especie–, no tengo
cosa que mayormente me remuerda, ni mi vida aperreada me permite vicios. Me
zurran más que merezco, y trabajo más que como. Solo en esto de comer tengo un
escrupulillo que vuestra merced sabrá apreciar mejor que yo, pobre jumento… Fue
esto un martes que volvía yo harto de caminar, con pesada carga y sin haber
probado en todo el día ni una hierba seca ni una brizna de paja. Pasamos al
anochecer por un mesón, y había en la puerta un saco de grano entreabierto… y
sucedió lo que en estos casos sucede: al pasar, pegué una dentellada y me comí un
puñado de trigo.
Saltó el zorro sobre la barandilla… y de pie sobre el confesonario, agarrando las
orejas del jumento, seguía gritando:
– ¡Ya apareció!… ¡Ya está aquí el culpable! Este es el sacrílego que atrae la
cólera de los dioses.
– Pues ¿qué ha hecho?, gritaron de todas partes.
– ¡Se ha comido la materia remota del Santísimo Sacramento!
No hubo más que decir. Levantose una horrible algarabía de rugidos,

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relinchos…, y millares de garras, dientes y picos cayeron sobre el infeliz jumento y
lo despedazaron, quedando así desagraviados los númenes y tranquilas las
conciencias[32].
Es fácil imaginar una paráfrasis de esta parábola. Un país que amenaza con hundirse
por causa de la corrupción; alguna instancia suprema que llama a declarar a todos los
responsables. Pasan leones, hienas, camaleones (estos no entraban en la parábola de
Coloma, pero hoy son bien visibles). Y para todos cabe una excusa. Al final viene
alguien que parece haber copiado alguna página en no sé qué escrito suyo. Y un
presidente de tribunal que se levanta gritando: «¡Este es el culpable! ¿Qué más necesidad
tenemos de testigos? Él mismo lo ha reconocido».
Y cuando los otros políticos se acercan para oír la sentencia, el presidente exclama
con voz bien alta:
«Se ha burlado olímpicamente de la palabra escrita; y esa es precisamente la forma
en que Dios se reveló en la sagrada Biblia: ¡ha quitado credibilidad a la materia remota
de la palabra divina!»…
Tómese con humor la cosa, pero sin dejar de pensar qué serio y decisivo es eso de
administrar justicia. Por algo rezaba el salmista estremecido: «En verdad, poderosos,
¿administráis justicia rectamente?». Por eso quizá valga la pena cerrar esta parte con una
breve reflexión.

CONCLUSIÓN

El viejo Kant hablaba de «la insociable sociabilidad del hombre». Aquí reside el drama y
la tarea de nuestras vidas. Ya antes de él, ese que hemos citado como breviario del mejor
sentido común europeo había escrito: «Nada hay tan disociable y sociable como el
hombre. Lo primero, por vicio; lo segundo, por naturaleza»[33].
Por eso, aunque el refrán dice que «partir es morir un poco», más exacto sería decir:
«convivir es morir un poco». Sucede, no obstante, que tarde o temprano muchas de esas
muertes se convierten en pequeñas resurrecciones que parecen ser como anuncio de una
resurrección futura y más plena. Muchas, pero no todas, para que no se esfume la
apuesta por el valor del convivir.
En el otro extremo, el capitalismo que estructura nuestra sociedad no es un sistema
de con-vivir, sino un sistema para-vivir: para que unos pocos vivan a costa de los demás.
Por eso, si convivir es morir un poco, el capitalismo es matar un poco.

[32] Obras completas, Madrid 1947, pp. 462-464.


[33] M. MONTAIGNE, Obra citada, I, XXVIII, p, 323. La expresión de Kant procede de las Ideas para una historia
universal…

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Transición: era secular y resistencia

U N BALANCE DE LAS DOS PARTES ANTERIORES podría ser este: nuestra modernidad ha
descubierto que, sin los llamados «valores cristianos», la llamada civilización occidental
no se sostiene. Cuando digo «civilización occidental», quiero decir una civilización de
progreso. Pueden sostenerse otras civilizaciones agrícolas, estáticas y siempre iguales.
Pero una civilización de progreso necesita otros valores con que afrontar la historia.
En los albores de la Modernidad este peligro no se percibía, porque esos valores
cristianos estaban introyectados como simples valores humanos. Y, de hecho, son
profundamente humanos: de ahí el atractivo innegable que ha ejercido el Occidente de
raíz cristiana sobre otras culturas del planeta.
Pero hoy se va descubriendo con sorpresa que esos valores no se sostienen sin el
fundamento cristiano. Ese ha sido el drama de nuestra modernidad, que ha dado lugar a
la reacción de la posmodernidad (con su «fin de los grandes relatos y de todas las
mayúsculas») y está dejando en evidencia a nuestro Occidente ante el resto del mundo,
que, a la vez, le envidia por lo que tiene, pero también le desprecia por hipócrita.
No obstante, nuestra modernidad está convencida de que el cristianismo es un mero
mito del que hay que desprenderse para poder ser adulto. Y, si hemos de ser honestos,
ese modo de ver tampoco carece de razones, por el mal ejemplo del cristianismo
histórico, que pareció oponerse a esa «mayoría de edad» del género humano (como
definía Kant la Modernidad).
Esta viene a ser la situación de la actual «era secular» que ya he intentado plasmar
con el fracaso de la Revolución Francesa: las tres palabras más cristianas (libertad,
igualdad y fraternidad) fueron proclamadas contra el cristianismo. Pero, con el tiempo,
desgajadas de ese cordón umbilical del cristianismo, han acabado pervertidas en una
libertad contra la igualdad y contra la fraternidad. Ese es el drama que vivimos hoy.
Para afrontar este doble drama, el cristianismo ha de reconocer abiertamente la
mayoría de edad del mundo y aceptar sin reticencias la llamada «era secular»[1]. Como
dijo Arturo Sosa (general de los jesuitas) en Barcelona, la secularidad nos ha ayudado
mucho a liberarnos de mil supersticiones o falsificaciones de lo cristiano. Pero, a su vez,
la modernidad deberá reconocer que la mayoría de edad no es, en sí misma, mejor ni
peor: es más bien un cambio en la forma de relacionarse con las cosas. Un cambio en el
que la fe religiosa deja de ser el cochecito de nuestra infancia en el que éramos
arrastrados, para pasar a ser el vehículo que debemos saber manejar para llegar a la meta
de nuestras vidas.
Aquí es donde entra en juego el «hecho religioso» y el peligro de su exclusión en la

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educación. Cosa algo distinta de lo que hoy se discute como religión (o catequesis) en la
escuela. Y si a alguien le molesta la expresión «hecho religioso», hablemos simplemente
del «hecho ético», porque este es siempre, anónimamente, un hecho religioso. Y subrayo
otra vez: no éticas concretas, sino el hecho ético.
Con la expresión «hecho ético» quiero decir que no basta saber qué es bueno y qué es
malo (aquí la razón laica tiene palabra, evidentemente). Hay que fundamentar, además,
por qué hacer el bien en un mundo tan malo. Sin esa fundamentación racional (es decir,
con pretensiones de universal), podrán surgir admirables personas no creyentes y de
ejemplar moralidad. Lo que no tendremos nunca es un camino generalizable de
educación moral.
Y no lo tendremos, porque la mera razón humana no puede justificar por qué hay que
hacer el bien en un mundo tan malo como este. Podrá razonar, simplemente, que «o pisas
o te pisan», como argumenta hoy tanta gente, tranquilizando así su conciencia. O podrá
pensar que necesitamos ser malos durante una temporada para corregir así el mundo y
luego poder ser buenos. Este era el argumento nada menos que de J. M. Keynes:
necesitamos cien años de llamar bueno a lo malo, porque la bondad nunca es eficaz para
arreglar una situación tan desarreglada[2]. O, en todo caso, llegarán algunos a creer que
la bondad solo puede ser autista, como una isla o un oasis en medio de un desierto y
desentendiéndose de él. Pero habrá que recordarles otra vez aquello de Francisco: «la
contemplación que deja fuera a los demás es un engaño» (EG, 281).
La razón sola no puede movernos a ser buenos en un mundo como el que llevamos
descrito: hace falta una fe superior a la razón, aunque no enemiga de ella. A esa fe es a lo
que he llamado «el hecho ético», aunque, al descubrir la fe que ese hecho comporta, nos
abrimos al hecho religioso.
Esta constatación nos lleva a hablar de la fe. La fe como posibilidad de
resistencia[3] que no cede ni aun en los momentos más difíciles, como fuerza que intenta
siempre construir y que, cuando no puede construir, al menos resiste. La resistencia
ética debe ser el apoyo que necesita la sociedad secular para no degradarse.
Por minoritaria que sea esa resistencia, a ella se aplica la frase de Tagore que ha
abierto este libro y que ahora podemos parafrasear así: «si lloras porque se oscurece el
sol de la democracia, las lágrimas no te dejarán leer una declaración de Noam Chomsky,
ni ver a médicos sin fronteras, ni al barco Open arms, ni entrar en portales como
visibles.org, ni otras mil estrellas que pueblan e iluminan tibiamente la noche de nuestros
fascismos».
Y bien: esas estrellas de la resistencia tienen un paralelo teológico en la expresión
bíblica del «resto de Israel»: por muchas que fueran las infidelidades y las desgracias del
pueblo de Dios, siempre quedaba un resto que acabaría salvándolo. Y quien, como el
autor de estas páginas, ha tenido la inmensa suerte en su vida de conocer tanta bondad
escondida y a tantas personas admirables, sabe que no tenemos derecho a ser pesimistas
ni siquiera ante panoramas como los presentados en las páginas anteriores. Porque el
rasgo fundamental que configura a ese «resto de Israel» es la fe en que la bondad acabará
triunfando.

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Pues bien: a esa categoría religiosa del «resto» apuntan las dos partes que quedan de
este trabajo. La primera será solo sugerida, con algunas alusiones eclesiales, a base de
escenas concretas y de pinceladas rápidas y simples, porque de este tema he hablado
mucho en otros sitios. La segunda será algo más amplia, con un intento más serio de
reflexiones teológicas.
Juntar la resistencia y el resto. Lo que pretendo con ello es dar espacio a una
profecía fundamental, atribuida a E. Mounier: «en el futuro, los hombres no se
distinguirán por creer o no creer en Dios, sino por la postura que adopten ante los
condenados de esta tierra»[4].

[1] Para todos, creyentes o no, es fundamental la magna obra ya clásica, en dos tomos, del filósofo canadiense
Charles Taylor, The secular age. El original es de 2007, pero fue publicada en castellano en 2015 por la
editorial Gedisa.
[2] El texto de Keynes (bien conocido, por lo demás) lo cité con un rápido comentario en ¿El capital contra el
siglo XXI?, pp. 220-221, comentando que casi han pasado esos cien años y estamos igual o peor.
[3] «Un escrito de resistencia» llama precisamente Xavier Alegre al Apocalipsis en su magnífico comentario:
Memoria subversiva y esperanza para los pueblos crucificados, Madrid 2003, p. 35.
[4] La primera vez que leí esa profecía (no recuerdo ya dónde), solía atribuirse a Mounier. Pero los amigos del
Instituto Mounier de Barcelona me dicen que no se encuentra en sus escritos.

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TERCERA PARTE

La Iglesia, como siempre, necesitada de reforma

«Yo, pecador y obispo,


me confieso de soñar con la Iglesia
vestida solamente de Evangelio y sandalias»
(Pere Casaldáliga).

«La Iglesia es como una señal eficaz (sacramento)


de salvación;
es decir, de comunión con Dios y entre nosotros»
(Concilio Vaticano II).

«Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada»


(Mons. Gaillot, obispo de Évreux).

«Una Iglesia que no interpela, no dice nada»


(Paráfrasis de la anterior).

T ODA INSTITUCIÓN HUMANA, sobre todo si nace con fines muy loables, corre a la larga
el peligro de que su lógico afán de autoconservación acabe pasando por delante de sus
nobles objetivos. Esta ley de entropía histórica debe obligarnos a todos a un constante
examen, más aún cuando percibimos la distancia que hay del socialismo al PSOE, del
15-M a Podemos, del sandinismo a la dictadura asesina de la Nicaragua actual, y del
carisma de Chávez a la tremenda inmadurez de Maduro.
Este peligro amenaza también a la Iglesia. Y a la Iglesia precisamente hay que
exigirle más que a nadie, dado que se define como «signo eficaz de salvación» (o de
«comunión con Dios y entre todos los seres humanos»).
Desde el momento en que dejó de ser perseguida por el imperio romano, la Iglesia
fue cobrando conciencia de este peligro: el imperio, tan peligroso cuando nos daba
puñaladas en el pecho, es igual de peligroso ahora, cuando nos da palmaditas en la
espalda, comenzaron a decir por entonces algunos Padres de la Iglesia. Y estas palabras

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acabaron cuajando en la significativa definición de la Iglesia como «la casta meretriz».
A la reforma luterana le ocurrió lo mismo: su excelente (y necesario) objetivo
reformador quedó deformado muchas veces por su afán de subsistir y sus más que
discutibles alianzas políticas. Nació entonces el célebre programa de la «Iglesia siempre
necesitada de reforma» (ecclesia semper reformanda), que después hizo suyo el concilio
Vaticano II, en oposición a la tesis de Pío IX de que la Iglesia no necesitaba ninguna
reforma, porque Dios la había hecho totalmente a su gusto…
Aún parece haber otra ley en la historia, resumida en ese refrán latino que siempre
me ha preocupado: lo pésimo es la corrupción de lo óptimo (corruptio optimi pessima).
Israel tiene la dignidad inmensa de haber producido la mejor figura de toda la historia
humana: el judío Jesús de Nazaret. Pero soporta también la mayor vergüenza de la
historia humana porque es el pueblo que crucificó a Jesús, por ese instinto de
conservación antes evocado. Y hoy, Israel es el pueblo que ha producido figuras de la
grandeza del mártir Isaac Rabin (premio Nobel de la paz en 1994) y personajes
humanamente tan reprobables como Ariel Sharon y B. Netanyahu.
Esta condición humana, que también se da en la Iglesia, no queda anulada por su
dimensión sobrenatural: en la Iglesia conviven santos y pederastas. Y así como el pecado
de Israel no justifica ninguna forma de «antisemitismo» (tan dolorosamente presente en
la historia), tampoco el pecado de la «casta meretriz» justifica esa especie de
«antisemitismo eclesiástico» o «cristianofobia sutil» (en la formulación ya citada de
Pilar Rahola), presente hoy en algunos medios tan respetables como pueden ser el diario
El País o la cadena SER (que son los que yo frecuento).
En cualquier caso, esa condición de la Iglesia nos obliga a picotear un poco, en este
capítulo, sobre «lo que dice el Espíritu a las iglesias» (Ap 2,7.11). Sin ningún afán
totalizador, pero sí tratando de seguir el ejemplo del Apocalipsis, que, antes de lanzar sus
duras críticas al imperio romano, denuncia los pecados de las siete iglesias de Asia (con
el significado de totalidad que tenía entonces el número 7). Porque una Iglesia que no
esté dispuesta a escuchar las críticas y a autocriticarse no podrá después criticar al
mundo de hoy, tan necesitado de reforma.
Comenzaremos, pues, por una rápida visión global (rápida, porque he hablado de ella
en muchos otros lugares). Y seguiremos con algunos apartados concretos, quizá
secundarios, pero no por ello menos importantes[1].

[1] Para completar y fundamentar teológicamente esta parte remito a Otro mundo es posible… desde Jesús
(Segunda Parte: «Otra Iglesia es posible»).

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CAPÍTULO 1
Iglesia de Dios

H E DICHO OTRAS VECES que lo más fundamental que pide el Espíritu a la Iglesia de
hoy es esta triple tarea: ser de veras Iglesia de los pobres, una profunda reforma del
papado y del episcopado y la unidad de los cristianos. Una insinuación sobre cada una de
estas tres reformas.

1.1. «Iglesia de los pobres» (Juan XXIII)

Por una razón bien sencilla: Dios es primariamente un «Dios de los pobres». Y según las
bienaventuranzas de Jesús, de las que hablaremos en la parte siguiente, los pobres son
los propietarios de ese «reino de Dios» que anunciaba el Nazareno y para cuyo servicio
existe la Iglesia.
No creo que este punto necesite mucha ampliación. Baste con remitir al magnífico
sermón del obispo Bossuet sobre «la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia»[2].
Así formulada, quizá se trate de una utopía inalcanzable, pero hacia la que siempre se
puede ir caminando. Nos recordará que no basta una iglesia de clases medias que se
preocupa por los pobres, sino que al menos ha de hacerse ese trabajo con la conciencia
de que los pobres son «los señores» de la Iglesia.
Por otro lado, solo tratando de ser iglesia «de» los pobres será verdaderamente iglesia
pobre.

1.2. Iglesia «sacramento de comunión» (Vaticano II)

Si la característica anterior apunta a la dimensión espiritual de la Iglesia, esta apunta a su


dimensión estructural: las estructuras de la iglesia no son hoy estructuras de comunión.
Francisco lo ha mostrado con sus gestos, ganándose la crítica de algunos conservadores
porque «desacralizaba el papado», cuando, en mi opinión, más bien lo ha ido
sacralizando «en espíritu y en verdad».
La reforma profunda de la curia romana, aún pendiente, es quizá el aspecto principal
de esta tarea, que deberá incluir otra reforma en el nombramiento de los obispos,
devolviendo a las iglesias locales el protagonismo que tuvieron en este campo durante el
primer milenio. Pues el procedimiento actual ha convertido en norma lo que era más

80
bien una posibilidad excepcional para situaciones en que peligraba la libertad de la
Iglesia.
Buena parte del escándalo que han dado algunos obispos en el desastre de la
pederastia se debe a los fallos del sistema actual de nombramientos. No ha habido en
esos ocultamientos toda la culpa moral que han pretendido algunos medios de
comunicación, sino más bien una falta de aptitud para el cargo: eran hombres
conservadores y poco audaces, elegidos no tanto por las necesidades de las iglesias que
debían regir, sino por la comodidad de la curia romana.
Finalmente, debo añadir que esta responsabilidad afecta no solo a los cargos
eclesiásticos, sino a todo el pueblo de Dios. Para todos resulta pesada la sinodalidad, que
no designa simplemente reuniones estáticas, sino un caminar juntos[3]. Y el pueblo de
Dios está más acostumbrado a la sumisión pasiva que a la colaboración desinteresada.

1.3. Iglesia una


Las cuatro notas de la Iglesia que define el credo podrían reducirse a esta sola. Pues la
iglesia es santa por ser una. Debe ser una por provenir de los Apóstoles. Y será
verdaderamente una siendo católica (universal, abarcadora de todo), porque la unidad de
la Iglesia no es uniformidad indiferenciada, sino la máxima comunión en el máximo
respeto a las diversidades.
Vaticano II tuvo el arrojo y el acierto de llamar «iglesias» a todas las comunidades
separadas tanto en el siglo XI en Oriente como con ocasión de la Reforma en Occidente.
Pero hablar de «iglesias» pone de relieve una disonancia muy clara, si aceptamos en
serio que la santa iglesia de Cristo es «una».
Sin duda, hemos progresado mucho en aquello que antaño se llamaba «ecumenismo»
y que muchos desautorizaban como utopía, olvidando que las utopías son las que abren
camino hacia delante. Pero, a pesar de ese progreso (o precisamente como consecuencia
de él), todas las iglesias deberían hoy sentirse incómodas ante esa pluralidad, sin darse
por satisfechas con lo ya conseguido y esforzándose por seguir caminando hacia la
unidad, que (como acabo de decir) no será uniformidad, sino unidad en la pluralidad:
como ocurre, por ejemplo, en el Nuevo Testamento, que tampoco es un documento
uniforme, sino claramente plural, aunque profundamente unificado por el señorío de
Jesús y del Dios revelado por Jesús.

1.4. Y en España…
A esas tres reformas urgentes en la iglesia universal habría que añadir otra muy
importante entre nosotros. Como señaló hace años Rovira Belloso, la Iglesia congrega
cada semana infinidad de gentes en las misas dominicales. Ello supone una inmensa
capacidad de influjo. Pero, desgraciadamente, en España buena parte de la predicación
de esos domingos suele ser sencillamente infame. Ni exposición de la fe cristiana ni
comentario de la Palabra; solo un moralismo genérico, con tonos de reprensión muchas
veces, que ni fortalece la fe, ni infunde esperanza, ni enseña a amar. No sé qué

81
formación se da en los seminarios, pero sí creo que hoy más de dos seglares predicarían
mejor que algunos curas. Francisco ya alertó sobre esto en la Evangelii gaudium.
Me ha ocurrido varias veces que, estando de viaje, he asistido como fiel a alguna
misa dominical. Y casi siempre salía de ella admirando la increíble paciencia de muchos
fieles. Aunque debo reconocer que, como me voy quedando sordo, quizás últimamente
mi mala impresión se deba a que no he me enterado bien. Tampoco quiero generalizar,
porque mi experiencia es limitada. Pero el tema es importante.
En fin: no quisiera que esto irritara a nadie, pero sí que hiciera reflexionar a algunos.
Porque materiales para preparar la homilía se ofrecen hoy muchos. Aunque es cierto que
la clave no está en esos materiales, por buenos que puedan ser, sino en la formación dada
en algunos seminarios. ¿No convendría pensar que la Iglesia no es «nuestra», sino que
es, simplemente, «de Dios», infinitamente más grande que nosotros?

[2] Un resumen bastante amplio de ese sermón se encuentra en el libroantología Vicarios de Cristo: los pobres
en la teología y la espiritualidad cristianas, texto 90.
[3] Odos, en griego, significa «camino».

82
CAPÍTULO 2
Iglesia de hoy

D ECÍA SIMONE WEIL que no basta con que haya santos, sino que deben ser los santos
que el mundo de hoy necesita. También aquí urgen reformas muy necesarias. Señalaré
tres campos.

2.1. Lenguaje significante


Ya expresé en otro lugar (aunque muy rápidamente) la preocupación que debe producir a
todo evangelizador y a todo catequista la pérdida de significado del lenguaje eclesiástico
y litúrgico de hoy en día[4]. Ahora no se trata de la predicación a que acabamos de
aludir, sino del lenguaje «oficial» de nuestras liturgias.
Muchas veces, no es cuestión de suprimir vocablos poco inteligibles hoy (vg. «el
cordero de Dios»), pero sí de incorporar universos lingüísticos que, más allá de las
palabras, configuran –y transmiten– una manera de comunicar y una manera de ver. El
hecho es que hoy buena parte del lenguaje eclesiástico se ha vuelto «opaco» o sordo. No
resuena. El lenguaje de las oraciones de la misa ayuda muy poco a rezar. Yo me lo
interpreto y me lo completo. Pero la multitud de buenas personas que están «oyendo
misa» no pueden hacer eso. Y luego nos será más cómodo acusarles de malos cristianos
porque no van a misa, en vez de preguntarnos a nosotros mismos cuánta parte tenemos
en esa ausencia. ¡Qué contraste, por ejemplo, con el lenguaje de las nuevas plegarias V,
que ayuda a orar mucho más![5]
Para comprender el valor del lenguaje quizá no esté de más una reflexión sobre las
parábolas de Jesús. Para empezar, el término hebreo que traducimos por «parábola»
(mashal) significa también enigma o dicho provocativo, más que un cuento inocente o
alegórico[6]. Y J. P. Meier insiste en que, al revés de lo que muchos piensan, las
parábolas de Jesús no pertenecen al género sapiencial, sino que se insertan en la
tradición profética[7].
Las parábolas de Jesús necesitaban ser explicadas: los mismos evangelios añaden a
veces una explicación de las parábolas que, en muchos casos, no es la que dio el mismo
Jesús, sino la que cada evangelista cree que necesita la comunidad para la que escribe.
Esa necesidad se percibe mejor viendo la otra versión de algunas parábolas que
encontramos fuera de los evangelios, ya sea en los apócrifos o en otros escritos del

83
judaísmo[8]. Esas otras versiones son siempre claras y tranquilizadoras, mientras que las
parábolas evangélicas resultan enigmáticas y provocativas. Todo lo cual se ve
confirmado por la cita tan difícil de traducir de Isaías, que (según los tres sinópticos)
justifica las parábolas: «para que viendo no vean y oyendo no oigan, porque tienen el
corazón endurecido…».
Un ejemplo de esto puede ser la primera de ellas: la del sembrador. En realidad, es
una provocación económica; y si Jesús la dijera hoy, se llevaría como mínimo alguna
advertencia del FMI o del Banco de España: estás invirtiendo alocadamente; estás
malgastando las semillas; etc. Pero Jesús quiere decir que el Reino se ofrece a todos, no
solo a los solventes acreditados. Y los que dan fruto en él valen por los que no lo dan
(desde el 30 al 100 % es un margen de beneficio inaudito).
Hoy, en cambio, las parábolas evangélicas no resultan enigmáticas ni provocadoras.
Suenan más bien a simples evidencias, puestas en forma narrativa para gente inculta.
Visto lo cual, voy a permitirme parafrasear algunas parábolas, o algunos dichos de Jesús,
buscando, más que una enseñanza clara y distinta, una sacudida que nos haga pensar y
que resuene en nosotros.
Huelga decir que solo quieren ser ejemplos y que la responsabilidad de esas
versiones libres es solo mía. Por supuesto.

2.1.1. Parábola del buen patriota


Según unos evangelios apócrifo-lucanos recientemente descubiertos, Jesús de Nazaret
explicó una vez que el amor patrio no consiste en engrandecerse uno con los méritos de
quienes conviven con él, sino en tratar de servir a los compatriotas. El amor patrio no es
una ocasión para engrandecernos de matute, sino un deber para con los compatriotas,
sean quienes sean.
Entonces un intelectual, queriendo justificarse, le preguntó: «y ¿quién es mi
compatriota?». Y Jesús respondió:
«Un hombre bajaba en bicicleta desde Sant Cugat a Barcelona por la Arrabassada,
cuando fue agredido por unos ladrones que le robaron la bici y lo dejaron medio muerto
en la cuneta. Al poco rato pasó por allí un cura (algunos exegetas preguntan si sería un
jesuita del Centre Borja de Sant Cugat…) que, viendo al hombre, siguió adelante sin
detenerse, porque tenía que llegar a tiempo para una reunión en no sé qué convento de
Barcelona. Poco después, pasó un político, que tampoco se detuvo, porque había sesión
en el Parlament, y quería llegar antes para negociar algunos votos. Más tarde pasó por
allí un madrileño que, al verlo, detuvo su coche, le hizo un torniquete, avisó a la policía
y trasladó al herido a las primeras urgencias que le indicó su GPS. Antes de marchar
avisó a la policía y habló con la dirección del hospital, diciéndoles: no conozco la
identidad sanitaria de este señor, pero si necesitaran algo, aquí tienen mi teléfono y no
teman avisarme…
– «¿Quién de todos te parece que fue compatriota del hombre caído en la
Arrabassada?».

84
El intelectual respondió: «supongo que aquel que vendó sus heridas y le atendió». A
lo que Jesús replicó: «has dicho bien. Haz tú lo mismo y serás un buen patriota».

2.1.2. De epulones y Lázaros[9]


Como la vida da vueltas impensadas, un buen día, por una coalición tácita entre Trump,
Putin y Arabia Saudí, el Daesh dominó Europa. Nacionalizó todos los Bancos y
prometió matar a cualquier jefe de estado o de gobierno que no fuese musulmán.
Tras varios intentos fallidos de huida por Occidente (pues Gran Bretaña cerraba el
paso, irritada por la falta de acuerdo sobre el Brexit), alguien recordó desde París aquello
de que «siempre nos quedará Casablanca». Así fue como Frau Merkel, Mariano Rajoy
con su ministro del interior, Macron, Orbán, el presidente polaco Duda, los señores
Renzi y Gentiloni y una larga lista que ocuparía todo el espacio de que dispongo se
encontraron en una patera inversa (de Algeciras a Marruecos) para, desde allí, volar a
diversos países de América Latina o Canadá…
Acostumbrados a los asientos VIP de los aviones en que solían viajar, se sentían
ahora muy apretados. Resistían porque sabían que la distancia era muy corta. Pero he
aquí que, a la mitad del camino, se quedaron sin gasolina. Y eso que el señor que les
proporcionó la patera aseguró haber llenado bien el depósito y, además, se lo había
hecho pagar a cada uno de ellos.
Como una desgracia nunca viene sola, en ese momento se levantó un tremendo oleaje
que les llevaba por donde no sabían, amenazando con volcar la embarcación.
«Tranquilos –dijo alguien–: somos gente muy importante, y el primer mercante o
crucero con que tropecemos nos recogerá». Pero he aquí que los barcos que cruzaban el
Mediterráneo habían acordado desconectar los radares para no recibir ningún aviso de
embarcaciones migrantes perdidas. Así lo aclaró el primer ministro italiano, que lo sabía
de buena fuente. Confiaron entonces en la ayuda de alguna ONG de esas que con tanta
solidaridad rescatan a los perdidos en el mar. Pero el ministro español del interior les
advirtió que él había recomendado a las ONG abstenerse de recoger a esos presuntos
náufragos, porque así no hacían más que incrementar el efecto-llamada y crear
problemas…
Tranquilos, no obstante. Gracias al progreso tecnológico y a las cláusulas secretas de
algún tratado comercial, resulta que los gobernantes alemanes habían obtenido de Silicon
Valley un último modelo de teléfono inteligente, aún no comercializado, pero que
permitía nada menos que conexiones con el más-allá. No con el mismísimo cielo, que
eso aún no se había logrado, aunque, seguramente, llegaría pronto; pero sí con eso que el
evangelio llama «el seno de Abrahán», donde, por lo visto, es más fácil conectar desde la
Tierra.
La señora Merkel, bien porque tenía la conciencia más fina o porque recordaba que,
cuando Alemania tuvo deudas, ella hizo subir el tope de deuda de la UE hasta el 6 % y
luego volvió a bajarlo al 3, no quiso hablar ella y encomendó la tarea al ministro español
del interior. Este explicó humildemente a Abrahán la situación en que se encontraban:
varios días perdidos y cada vez más hambrientos y sedientos, porque bebían agua salada.

85
Si al menos cayeran unas gotitas del cielo, ellos las recogerían; y si algunos peces
saltaran sobre la barca, tendrían algo que comer…
–Hijo, ya sabes que entre vosotros y nosotros hay un abismo inmenso. Desde eso que
vosotros llamáis «el Cielo», no intervenimos en el funcionamiento de la Tierra, a la que
Dios ha dado su autonomía. Solo procuramos llamar al corazón de los hombres, como
hicimos varias veces con vosotros, pero sin éxito… Además, vosotros comíais y bebíais
suculentamente, cuando os reuníais para proteger vuestras fronteras, mientras muchos
inocentes morían en ese mar en el que ahora estáis. Tu país no acogió ni al 10 % de los
que se había comprometido a acoger…
–Pero disponemos de fondos para recompensar debidamente a quien nos ayude, o
para ofrecer una ristra de misas gregorianas que llegue hasta casi el fin de los tiempos…
–explicó el ministro, que comenzaba ya a preocuparse.
– Recuerda, hijo, que ahora el Daesh se ha incautado de los Bancos. España cambió
solapadamente la Constitución para que el primer destino de todo dinero fueran los
acreedores. Y ellos dicen que les debéis mucho dinero por el tráfico de esclavos, por la
forma en que Europa se repartió África en el siglo XIX; incluso porque subvencionáis
vuestros productos agrícolas mientras a ellos les imponéis el libre comercio…
– Sí, padre Abrahán; pero mira: tenemos hijos y nietos en Europa. No queremos que
tengan que pasar lo que estamos pasando nosotros. Si bajara a avisarles un ángel o, quizá
mejor, alguno de esos que murieron ahogados en el Mediterráneo y ahora están ahí
arriba… Porque me temo que eso de las llamadas al corazón no es suficiente en el
mundo rico.
– Ya tienen al papa Francisco, a Amnistía Internacional, a Caritas, a Ecologistas en
Acción y a otras muchas voces que no paran de deciros lo que deberíais hacer. No tienen
más que escucharlos.
– Sí, padre Abrahán, pero mucho nos tememos que no los escucharán. En cambio, si
viniera alguien del «más allá» sí que le harían caso.
– Pues no, querido ministro. Si no hacen caso a Francisco ni a Amnistía
Internacional…, tampoco escucharán a ningún otro, por más que resucite de entre los
muertos…

2.1.3. Cuento de Navidad


Por aquellos días salió un decreto de la Generalitat de Catalunya diciendo que, por fin,
habían recibido del gobierno de Madrid autorización para conceder papeles a todos los
inmigrantes que cumplieran determinadas condiciones de años en el país, contrato de
trabajo etc., y que el plazo para entregarlos concluía a finales de diciembre. Muchos
inmigrantes se pusieron en camino hacia Barcelona, abarrotando el Euromed, los AVE y
las autopistas.
Desde un pueblecito innominado cercano a la gran urbe, y en un tren de cercanías,
subió también Joseph, un inmigrante de Alepo, con su esposa Myriam, que estaba
encinta. La gestión de los papeles duró tanto tiempo que, cuando por fin los tuvieron, era
ya muy tarde y no había trenes para regresar a aquel pueblo miserable. Recorrieron todas

86
las pensiones baratas de Barcelona, sin encontrar lugar en ninguna. Algunas familias les
ofrecieron una habitación en su piso, pero a unos precios abusivos, inasequibles para la
pareja. Al final, tras dar mil vueltas por Barcelona, encontraron allá por La Mina un
antiguo garaje abandonado. «Por una noche nos arreglaremos, y mañana tempranito
salimos ya hacia casa», dijo Joseph a su mujer, medio avergonzado y como pidiéndole
perdón. «Por supuesto», sonrió ella, «una noche pasa rápido».
Pero ocurrió que, estando en aquel garaje, se le cumplieron a ella los días del parto y
dio a luz un primogénito. La previsora Myriam, que había llevado consigo unos pañales,
lo envolvió en ellos y lo recostó en la carrocería de un viejo coche abandonado y en
desguace.
Había por aquellos días varias personas durmiendo en las iluminadas calles de
Barcelona. Y he aquí que, aquella noche, a todas ellas les pareció oír una voz que les
decía: «Vais a saber una gran noticia que os llenará de alegría: os ha nacido un salvador,
y esta es la señal: lo encontraréis en un garaje abandonado en La Mina, envuelto en
pañales y recostado en la butaca de un viejo coche destrozado».
Alguno de esos transeúntes creyó que el vino le estaba jugando una mala pasada,
pero vio que un compañero que dormía unas casas más adelante había recibido el mismo
aviso; y otro un poco más lejano, exactamente lo mismo. Visto lo cual, se pusieron todos
en camino y fueron encontrando a otros varios durmientes de calle que se dirigían como
ellos hacia el garaje. Una vez allí, al ver al niño se quedaron sobrecogidos, como en
éxtasis; y, no teniendo otra cosa, ofrecieron a Joseph un cigarrillo y un trago que
llevaban; y algunas sobras de sus cenas a Myriam.
Días después, aparecieron por Barcelona unos imanes que venían en coche desde
Irán, preguntando donde vivía el Salvador del mundo, pues sabían que había nacido por
allí poco tiempo antes. La noticia corrió como un reguero de pólvora, porque dio la
casualidad de que llegaron el mismo día de la cabalgata de Reyes, con lo que se
encontraron casi todas las calles cortadas y tuvieron que parar para preguntar caminos
alternativos: «Hemos venido muy bien, con la ayuda de un GPS; pero al llegar a
Barcelona se nos ha parado. Y para nosotros es muy importante encontrar a ese niño, que
debe de estar por aquí cerca».
La noticia llegó enseguida a los mossos d’esquadra que andaban vigilando la
cabalgata. Inmediatamente avisaron al Conseller de interior, el cual se puso enseguida en
contacto con Madrid. «Vienen a preparar un atentado: de eso no hay duda», le dijeron
desde Madrid. «Sí, pero, por lo que hemos oído, andan buscando a alguna persona
concreta que debe de ser el jefe del Daesh, que estará en ese pueblo; seguramente nos
han dicho que era un niño para despistar. Pero nos interesa más localizar a ese
personaje».
Así, se acordó dar a los imanes toda clase de facilidades e ir siguiéndolos hasta
localizar al personaje que ellos buscaban. Una vez obtenida esa información, «diremos
simplemente que han sido abatidos; y no habrá problema, porque la gente ya no pregunta
más cuando se trata de presuntos terroristas».
De pronto, a los imanes volvió a funcionarles el GPS. Llenos de alegría, se dejaron

87
conducir hasta la casa de Myriam y Joseph, vieron al Niño, rezaron con la familia, les
ofrecieron unos regalos de Siria y de Irán que no era fácil encontrar en España y, guiados
otra vez por el GPS, se volvieron a su país por otro camino, conduciendo hacia el Sur y
embarcando allí el coche…
Al día siguiente, en varias iglesias de Barcelona se cantaba una coral cuya letra decía
así: «Gloria a Dios en los humildes, que son lo más grande de la Tierra. Y paz a los que
aman la sobriedad y la profundidad interior, que son las únicas fuentes de la paz
verdadera».

2.1.4. «Los pederastas y los corruptos os precederán en el reino de los cielos»


Aquí no va de parábola, sino de otra extraña frase de Jesús (cf. Mt 21,31). Comprendo
bien el escándalo y la indignación que puede suscitar ese título. Según y cómo, yo soy el
primer indignado.
Pero ese escándalo puede ayudarnos a comprender el impacto de la misma frase
cuando Jesús la dijo referida a «publicanos y prostitutas». La terminología de Jesús ya
no nos escandaliza, porque hoy no hay publicanos (al menos con ese nombre), y las
prostitutas son hoy, en un 90 %, víctimas de la trata de blancas, cosa que no ocurría
entonces; mientras que la meretriz de Lucas 7 parece ser una prostituta de aquellas «de
alto standing». (Prescindiendo ahora de si se identifica o no con «la Magdalena» del
capítulo siguiente, pregunta que, en mi opinión, nunca obtuvo respuestas científicas y a
la que hoy, en la era de la posverdad, se le dan respuestas sentimentales).
Por ambas razones, los términos de la denuncia de Jesús (publicanos y prostitutas) ya
no hieren nuestros oídos. Pero si situamos esa terminología de Jesús en su época,
resultan ser dos de los calificativos moralmente más escandalosos. Se comprende así la
reacción de «ganas de acabar con él» que provocaba Jesús en los doctores y
cumplidores. Y la que puede provocarnos a nosotros hoy su paráfrasis en mi título.
Porque, por otro lado, las víctimas son para Dios más sagradas y más dignas de
cuidado de cuanto puedan serlo para el mejor de nosotros. Y los pederastas y los
corruptos le provocan a Dios más dolor y más indignación de la que pueden provocar a
todos los biempensantes de nuestros días y a cualquiera de nosotros. Aquí aparece lo que
el japonés Kazoh Kitamori califica como el «dolor de Dios» y que define así: «el amor
de Dios triunfando sobre su ira».
En nosotros, tan incapaces de amar, es casi imposible que nuestro amor triunfe sobre
nuestra ira. Tenemos tanta capacidad para condenar como incapacidad para
compadecer al que condenamos. Aquello de «odiar al pecado y amar al pecador» nos lo
aplicamos a nosotros y a nuestras pequeñas (o grandes) infidelidades. Pero si
intentáramos llevarlo a la práctica, tendríamos que añadir a todo cuanto estamos
condenando (¡y con plena razón!) otra palabra dirigida a esos ejemplos de bajeza moral:
pederastas y corruptos. Una palabra más o menos como esta:
«Condenamos vuestros actos, pero no queremos condenar a vuestras personas. No
sabemos cuántas veces se cumple aquello de que el verdugo de hoy fue una víctima ayer.
No podemos ser jueces de nadie, porque eso sería erigirnos en dioses. También para

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pederastas y corruptos sigue habiendo hoy una posibilidad y una oferta de rehabilitación
y de perdón. También para vosotros sigue vigente la palabra bíblica: aunque vuestros
pecados sean rojos como la grana (y lo son), pueden volverse blancos como la nieve».
En los mundos de ETA y de las FARC colombianas se han dado historias
estremecedoras de reconciliación y de abrazo entre víctimas y verdugos. Que no han
tenido publicidad, porque el bien no hace ruido, y la publicidad del mal genera muchos
más ingresos; pero que devuelven al género humano una calidad humana y una
posibilidad de admiración mayores que todo el desprecio que merecemos con tanta
frecuencia. Y si somos cristianos, sabemos que por un pederasta o un Bárcenas
arrepentido habrá en el cielo más alegría que por todos nosotros.
Tomar en serio las palabras de Jesús no significa, por tanto, cohonestar a los
publicanos y las prostitutas. Pero sí que es una llamada a no sentirnos superiores a ellos.
Cuentan que el gran Francisco de Asís, ante cualquier crimen o atrocidad moral de que
tenía noticia solía decir: «Yo, en su lugar, quizás habría hecho lo mismo». Era una
manera de no sentirse mejor, sino, simplemente, privilegiado, más afortunado y,
precisamente por ello, más responsable. Solo si intentamos acercarnos a esa manera de
sentir evitaremos ponernos por encima de ellos.
Algo de eso intuía el genio de Nietzsche en su denuncia de la moral como hipocresía.
Pero esas palabras del loco de Basilea nosotros solo las aplicamos cuando los otros nos
hablan de moral, no cuando moralizamos nosotros. Con lo que acabamos dándole la
razón sin querer.
Y dejando a Nietzsche, eso mismo es lo que enseña Pablo de Tarso en los capítulos
9-11 de su Carta a los Romanos, hablando de la relación entre judíos y paganos. No
niega nada de la bondad y cierta superioridad de aquellos («de ellos son las promesas»,
etc.). Pero, al aplicarse esa superioridad a sí mismos y no a la elección de Dios, se han
quedado por detrás de los paganos. Y Dios se ha valido de ese pecado suyo para abrir las
puertas a los de fuera: se creyeron hijos de Jacob y han acabado siendo hijos de Esaú,
dice Pablo aludiendo a esos dos hermanos bíblicos. Para añadir enseguida que, si ahora
los paganos se sienten superiores a los judíos, dejarán de ser la iglesia de Jacob para
pasar a ser la iglesia de Esaú. Y Dios se volverá entonces a los judíos. Así se vale Dios
del pecado de todos para salvarlos a todos.
Pablo no tenía el don de la expresión clara: era demasiado impetuoso para ser
diáfano. Por eso se enreda un tanto en sus explicaciones y prefiere terminar con mil
exclamaciones de asombro sobre los designios y la sabiduría de Dios, las cuales le
permiten callar. Pero creo que al menos podemos intuir por dónde va[10].
En cualquier caso, no debemos sentirnos mejores, sino solo más agradecidos y más
responsables. ¿Y no parece que, si intentáramos sentir algo de eso, sería mucho más fácil
la convivencia humana, que hoy se está degradando a niveles alarmantes?

APÉNDICE
Un comentario que me parece útil

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El comentario que voy a citar apareció primero en el blog de «Religión Digital».
Aunque la mayoría de los comentarios en ese portal carecen de argumentos y
recurren más al insulto, a la burla o a la pelea entre ellos, me parece útil analizar
este, porque refleja bastante bien la reacción que puede producirnos a veces Jesús.
Decía así:
«¿Qué tal si el autor del artículo se pusiera en el lugar de un jovencito que
ingenuamente entró en un seminario y se encontró con un McCarrick? ¿O en la
piel de un argentino que, por culpa de un gobernante corrupto, no tiene, en pleno
siglo XXI, agua corriente? ¡Qué forma tremenda de encubrir infamias!».
No sé si el desconocido autor de ese cometario pensará también: ¡qué forma
tan tremenda tenía Jesús de encubrir la infamia del hijo pródigo y la del publicano
de la parábola! Porque lo curioso es que esas infamias que cita el comentario son
reconocidas también en el texto propuesto aquí, que habla expresamente de «la
ira de Dios» (superior a todas nuestras iras).
En cambio, si intentamos comprender confiadamente la enseñanza y la
interpelación de Jesús, aprenderemos algo fundamental para ser cristianos: cuando
nos creemos buenos frente a los otros, nuestra bondad se evapora, como el agua
cuando hierve, y pasamos de buenos a fariseos. Jesús avisaba, a todos los que
intentan obrar bien, del peligro de que nuestras obras buenas no nos den un
corazón bueno, sino un corazón duro.
Y generalizando un poco más: cuando con razón nos sentimos maltratados,
tenemos el peligro de utilizar nuestra razón para ponernos en el lugar de Dios, en
lugar de saber que es Dios el que se pone en nuestro lugar. Es muy frecuente en las
relaciones humanas que toda la razón que tenemos la perdamos por el uso que
hacemos de ella (vg. para justificar la pasión de nuestra ira o nuestro afán de
venganza). Y eso nos impedirá convertirnos de todo lo que también nos tenemos
que convertir ante Dios. Con lo cual, las infamias recibidas nos vuelven infames a
nosotros.

Pero la significancia que aquí buscamos no está solo en las palabras. Demos, pues, un
paso más.

2.2. Devolver significado a los símbolos


No cabe duda de que el hombre (y quizás aquí no baste el sentido inclusivo; porque
habría que explicitar: «y más aún la mujer») es un ser simbólico. Los símbolos unas
veces «dan que pensar», como dijo Paul Ricoeur en una frase ya famosa. Pero otras
veces degeneran en meros gestos o ritos vacíos que, más que a pensar, ayudan a
tranquilizar.
Se nos dice que hoy vivimos un reflorecimiento de los símbolos. Pero me temo que
se trate de esa segunda clase de símbolos vacuos, como las banderas, que, para mi gusto,
deberían desaparecer precisamente porque no ayudan a pensar. Para no molestar a nadie

90
con alusiones «políticas», voy a ceñirme al campo que ahora tratamos y que es el
eclesiástico.

2.2.1. Sacramentos
Los grandes símbolos de la vida de la Iglesia son los sacramentos. Permítaseme, pues,
preguntar: ¿no se nos han convertido los sacramentos en unos simples ritos mágicos que
han perdido su capacidad significativa y que, precisamente por eso, no sabemos si
comunican Gracia, porque (según la teología más tradicional) «los sacramentos actúan
en cuanto significan»?[11]
Para empezar, los sacramentos no son meros actos individuales, sino de la Iglesia. Y
si la Iglesia se define como comunión, deberán transmitir alguna sugerencia o
experiencia comunitaria. Hace años apareció en Cristianisme i Justícia un Cuaderno
sobre los sacramentos titulado «Símbolos de fraternidad», que dejaba colgada la
pregunta de hasta qué punto nuestros sacramentos suenan hoy como armónicos de esa
gran melodía de la fraternidad.
Repasémoslos un poco.
Bautismo y Confirmación visibilizan, ante todo, la entrada en un pueblo de hermanos
en el que seremos ayudados a superar ese pecado original del odio y la enemistad o la
envidia que impregnan y vician toda la atmósfera relacional de la historia humana.
La Penitencia (o Reconciliación) quiere significar un cambio de rumbo cuando nos
habíamos desviado de la senda de la fraternidad, junto con la fe en que Dios ya nos ha
perdonado. Nuestra petición de perdón es tan solo la manera de recibir lo que Dios ya
nos ha otorgado.
La Eucaristía (de la que ahora hablaré un poco más) nos sienta en la mesa del Amor
para compartir ese Pan que nos nutre de solidaridad.
El Matrimonio como sacramento quiebra esa idea de la familia como pequeño clan
de seguridad, para saltar desde el amor humano y el amor familiar hacia esa gran familia
de la fraternidad universal. Por eso exige de alguna manera ser irreversible, sin cambiar
de pareja como se puede cambiar de casa.
El Ministerio Eclesiástico es, ante todo, una tarea de anuncio y realización de
nuestra filiación divina, de la que brotan la fraternidad y la igualdad humanas[12].
La Unción de los Enfermos (que, en mi opinión, no debería perder su otro nombre de
«extrema unción») nos prepara para esa otra dimensión de la fraternidad crística,
ayudándonos a no perder nuestra sensibilidad fraterna incluso en aquellos momentos en
que el dolor y la debilidad nos encierran más en nosotros mismos…
Aquí surge la pregunta: ¿es eso lo que realmente se vive en nuestras celebraciones
sacramentales? Me temo que no. Y para no extendernos en otro tratado de sacramentos,
atendamos un momento al central y «madre» de todos ellos: la celebración de la Cena
del Señor.
Hace dos o tres años, un autor muy leído, Pablo d’Ors, publicó una breve nota en
Vida Nueva donde se preguntaba si habría alguien capaz de meter mano en todo el
embrollo de nuestras celebraciones sacramentales, con especial alusión a la eucaristía.

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Poco después, un obispo le contestó algo dolido en la misma revista.
Dos cosas me llamaron la atención en esa respuesta episcopal: una era la alusión
velada a si Pablo d’Ors podría negar la transubstanciación (con alusiones a la Mysterium
fidei de Pablo VI). Dejemos ahora la duda que eso me produjo de si el autor de esa
respuesta había entendido bien lo que significa la transubstanciación, porque en la
presencia real eucarística se trata del cuerpo del Resucitado, no del cuerpo terrenal. Y
eso cambia mucho la noción de substancia.
El otro punto, que incide más sobre lo que ahora intento explicar, era la anécdota de
una turista que, cuando el citado obispo estaba en oración ante el Santísimo, le preguntó
qué hacía allí. Y ante la respuesta del prelado de que allí estaba Dios, la muchacha se
limitó a comentar «¡Pues que Dios tan pequeño!».
Aunque nuestro obispo cuenta esa anécdota con cierto orgullo, la pequeñez de Dios
que profesa el cristianismo no tiene nada que ver con dimensiones o medidas materiales,
sino más bien con su renuncia al poder por respeto a nuestra libertad y con su asunción
de las condiciones más ínfimas de nuestra existencia. ¡Ese sí que es verdaderamente un
Dios extraño y empequeñecido!
Pero si evoco este amago de polémica, es para subrayar que, en mi humilde opinión,
la pregunta de D’Ors mantiene vigencia y urgencia. Hay una razón sociológica que
ayuda a comprender por qué.
Me refiero, por supuesto, a que, con la descristianización de más de media España,
nuestros sacramentos (en concreto, bautizos, bodas y primeras comuniones) se han
convertido en puros actos sociales carentes de todo contenido creyente. Por la inercia de
nuestro pasado (o «por no disgustar a los abuelos»), mucha gente sigue acudiendo a
ellos. Pero lo hacen como quien va a una fiesta pagana y no a una celebración cristiana.
Pues bien: ese es el primer rasgo que debería desaparecer de nuestras liturgias
sacramentales. D. Bonhoeffer habló hace años de la necesidad de una «disciplina del
arcano». Lo hizo porque en la Alemania nazi, y con la complicidad de las iglesias
protestantes, muchas celebraciones iban dejando de ser verdadero «Gottesdienst»
(servicio de Dios, clásica palabra alemana para los actos litúrgicos) y se convertían en
actos de exaltación nacionalsocialista («Heimatsdienst» o algo así, habría que decir).
Esto motivó que una parte de aquella iglesia (la llamada «iglesia confesante») se
separase de la iglesia oficial y buscara reservar los actos de fe a solo creyentes. Sin
ponernos tan trágicos como en tiempos de Hitler, algo parecido ocurre hoy con nuestros
sacramentos. Veámoslo.
a) Poca gente acude ya a un bautizo para celebrar algo tan serio como la entrada del
niño en la Iglesia y el compromiso de esta en el sentido de ayudarle a vivir con unos
criterios ajenos a los del dinero, la prepotencia y la comodidad que rigen esta sociedad
nuestra. La gran mayoría acude a una fiesta social, pagana, donde lo importante no es el
compromiso por el futuro cristiano del niño, sino cosas como estrenar ropa, exhibirla y
quizá criticar a alguno de los asistentes. Los padrinos no creen contraer una
responsabilidad sobre la futura vida cristiana del niño, sino que son designados como un
favor o acto de amistad especial por parte de los padres.

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b) Con las primeras comuniones ocurre exactamente lo mismo. Buena parte de los
asistentes llevan años sin pisar un templo. Ahora acuden allí con el mismo espíritu
exhibicionista de quien asiste a una fiesta y con la idea de que el acto religioso es tan
solo un «peaje» para el banquete posterior, que es la verdadera fiesta[13]. Más que el
hecho de que la criatura participe en la Cena del Señor, les importará el vestido que le
han puesto sus padres; si han gastado mucho o poco en él; y quizá también si les
parecerá bien el regalo que ellos llevan o han enviado y que no haría ninguna falta en un
sacramento auténtico. Triste y significativo a la vez es el dato de que, cuando nuestra
pasada crisis económica, bastantes familias dejaron de celebrar la primera comunión del
niño, porque estaban sin medios económicos para todos los gastos sociales adjuntos.
Mucho me temo que Pablo habría vuelto a gritar aquello de «¡eso ya no es celebrar la
cena del Señor!».
c) Y exactamente lo mismo, pero en tono mayor, se dará con las bodas (incluso las
conocidas como «por la iglesia»): muchos no acuden para ser testigos de un extraño
compromiso de fidelidad perenne (que traduzca el amor irreversible de Dios a toda la
humanidad), sino más bien a competir en elegancia.
Aquí tiene su razón de ser la llamada «disciplina del arcano»: la asistencia a esos
sacramentos debería quedar discretamente reservada a cristianos convencidos y
comprometidos con su fe. De momento, no veo más camino que separar y duplicar las
celebraciones: que haya una fiesta social para celebrar el nacimiento del niño, su llegada
al uso de razón y su emparejamiento. Allí pueden abundar los regalos, fotos y banquetes.
Pero luego de ellas, y al margen de ellas, otra ceremonia minoritaria y discreta, donde
los padres y la pequeña comunidad creyente se comprometen con la fe futura de aquel
bebé, reciben por primera vez en la cena del Señor a aquel niño, para que aprenda a vivir
en solidaridad (en «comunión») con todo el género humano, y se convierten en testigos
agradecidos de la voluntad de una pareja de luchar para que su amor no se rompa nunca.
Luego de eso, ya quedará tiempo y espacio para celebrar unas bodas «de Caná» en las
que no falte el mejor vino. Y a las que también Cristo puede ser invitado. Pero cada cosa
en su momento.
Aún queda mucho por decir. Pero lo dicho muestra el relieve de la pregunta de Pablo
D’Ors: a ver quién le mete mano a todo esto…

2.2.2. ¿Navidades heréticas?


Comencemos con el texto de un dibujo que, creo, era del inefable Cortés: «Si la gente
pensara seriamente en lo que significa que Dios se encarne –que se ponga radicalmente
de parte de los más pobres y demuestre que la única religión verdadera es el amor
verdadero–, si la gente pensara de verdad a qué les compromete decir que Dios nació en
Belén…, probablemente no se pondrían tan contentos cuando llega la Navidad».
Cuando Fidel Castro decidió suprimir las navidades, medio mundo se le echó encima
por ateo y anticristiano. Concedo que medidas de ese tipo no pueden imponerse
dictatorialmente. Pero queda pendiente otra pregunta: ¿verdaderamente era esa medida

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«anticristiana»? ¿O, por el contrario –como era el caso cuando acusaban a Jesús de
«blasfemo»–, era más profundamente cristiana que la de sus acusadores? Veámoslo un
momento.
El nacimiento de Dios, ¡del mismo Dios!, en pobreza y desamparo humanos lo hemos
convertido en un aquelarre de consumo inútil que ya no revela nada de la solidaridad de
Dios con nosotros, sino de nuestra insolidaridad con los demás. Visto desde ese divino
«amor hasta el extremo» (como dice un evangelio), lo que debería ser la fiesta de lo
humano se ha pervertido en la fiesta de lo inhumano.
El establo ha sido sustituido por algún «Corte Inglés»; la compañía del buey y la
mula por la del cochinillo y el cava. Los socialmente despreciados («pastores») y los
extranjeros («magos») –únicos que, según el evangelio, perciben y anuncian el
nacimiento de Dios– son hoy unas figuras bucólicas bien vestidas y unos «reyes». Por
eso no tienen ya nada que anunciarnos, como no sea que la vida carece de sentido y que
solo podemos llenar esa carencia consumiendo. La noche fuera de la ciudad, «sin lugar
en la posada», se ha travestido en las arterias bien iluminadas de nuestras urbes, donde se
malgasta energía para animarnos a derrochar dinero. La solidaridad de Dios, que se
revela dándose hasta el anonadamiento, la pervertimos en solidaridades artificiales que
rifan objetos de famosos. Y en lugar de celebrar el nacimiento de Dios, celebramos el
nacimiento del Despilfarro. Cada año, familias que se reunían por inercia bajo ese
eslogan de celebrar el cariño y la unión familiar, se despiden más distanciadas y más
enemistadas, sobre todo si ha andado de por medio el dinero. Al final, una publicidad
detestable nos escupe una pésima paráfrasis de Bécquer diciéndonos: «Navidad eres tú».
Así es como la fiesta del amor se traviste en fiesta del egoísmo.
Guinda de toda esta perversión puede ser aquel tristemente célebre belén del hospital
de Castellón, dado a conocer hace dos o tres años por estas fechas: 90 000 euros
anunciados por algún ángel moderno, y no precisamente a los pastores ni a los
enfermos… Si esto no es blasfemia y herejía, que venga la Congregación de la Fe y que
lo diga.
Concedo que no siempre fue así. Muchos villancicos todavía reflejan poética e
ingenuamente ese encuentro de la mejor humanidad en lo sencillo, y de lo material
como expresión (no como sustitución) de lo espiritual. Incluso llama la atención la
pretendida ingenuidad de muchos villancicos, tanto en castellano como en catalán o en
inglés: «la Virgen se está peinando debajo de una palmera; los cabellos son de oro…»;
«pansas i figues i mel i mató para el noi de la Mare»; o «Mary’s boy child Jesus
Christ… born a christmas day». Esa sensación pretendida, como de cuento de hadas, es
una invitación a recuperar una «segunda inocencia» para recibir como niños el Reinado
de Dios, porque, en definitiva, vivimos en una promesa verdadera que supera todos los
cuentos de hadas engañosos.
Me pregunto, pues, qué nos queda hoy de esa invitación tan navideña a recuperar una
segunda inocencia. Y lo que ahora denuncio es fruto de esa inevitable «entropía», que es
también una ley de la historia y no solo de la física. Y que se agudiza al descristianizarse
la sociedad.

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De manera sencilla y nada agresiva, eso debería preocuparnos a los cristianos. ¿Sería
absurdo que todos aquellos que creen en (y celebran) el nacimiento del mismo Dios en el
abandono y la pobreza convirtieran esos días sagrados en jornadas de total renuncia al
consumo, de intensificación de la presencia solidaria entre las víctimas de este mundo
cruel y de plena reconciliación y perdón entre nosotros y con todos los seres humanos?
¿Que fueran días en que se nos repitieran algunas palabras bíblicas como: «Escucha,
pueblo creyente: nuestro Dios es solamente este; ámalo con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todas tus fuerzas»… O, «los dioses y señores de la tierra no me satisfacen»?
Dejemos pacíficamente que quienes no tienen otro dios se entreguen al consumo
desenfrenado. Quizás incluso, si nosotros renunciamos seriamente a consumir en esos
días, les haremos un favor, por aquello de que, al disminuir la demanda, baja también el
precio de la oferta.
Puestos a soñar, podría suceder que las iglesias cristianas, que no deben pretender
imponer su fe ni cambiar eso a la fuerza como Fidel Castro, se plantearan seriamente la
posibilidad de abandonar la fecha del 25 de diciembre como celebración del nacimiento
de Jesús de Nazaret.
De hecho, Jesús no nació ese día, ni sabemos en qué día fue. Se eligió esa fecha para
transformar la fiesta pagana del nacimiento del sol. Pero quizás es tiempo de dejar que la
sociedad no cristiana recupere aquella fiesta pagana y trasladar la navidad cristiana a otra
fecha: quizás un mes después, por aquello de que estaremos en plena cuesta de enero.
Así, además, las fiestas laicas del solsticio de invierno pasarían a ser, para la liturgia
cristiana, nuevos días de «adviento», que preparan para el nacimiento de otro Sol que
nunca se enfriará.

2.2.3. Semana santa andaluza


Temo que esta otra reflexión pueda irritar a muchos, y quisiera hacerla con el mayor
cuidado posible. He participado sin problema y con gozo en varias misas rocieras. Y
digo esto para que no se tomen mis palabras como un desprecio sistemático de todo lo
andaluz, como he podido observar en algún que otro catalán.
Sé también que para Dios es más importante la intensidad de la fe que la expresión de
la fe. Mil veces se ha comentado a este respecto el pasaje evangélico de la hemorroísa:
un teólogo habría corregido a aquella mujer diciéndole que su fe era muy imperfecta si
creía que era necesario tocar a Jesús y no sabía que podía curarla a distancia, como
ocurrió con el siervo del centurión. Jesús, en cambio, le dice: «grande es tu fe». Y estoy
seguro de que entre los que celebran la semana santa andaluza habrá algunos con una fe
tan grande como la de aquella mujer.
Dicho esto, persiste la pregunta de si en esa expresión de la fe cristiana que son las
fiestas de semana santa queda algo cristiano, o si dan más bien la imagen global de unas
fiestas paganas, hechas para el turismo, el folklore, el comercio y el disfrute material.
Podríamos decir que son algo así como una música religiosa a la que se le ha
cambiado la letra original por otra puramente laica. Trasplantes de este tipo ocurren a
veces. En sentido inverso (pero vale como ejemplo), recordemos aquella canción de la

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película El graduado, que se canta hoy en algunas iglesias con una letra totalmente
religiosa (nada menos que la del Padrenuestro).
Me temo, pues, que la semana santa andaluza sea hoy la paganización de una antigua
fiesta cristiana. Casos semejantes se dan a veces: acabamos de ver que algo así ha
ocurrido con la navidad. Las fallas de Valencia nacieron también como una fiesta
religiosa (de los carpinteros en honor de José, el carpintero de Nazaret), y hoy la mayoría
de la gente o no se acuerda o ni siquiera lo sabe.
Es ley inevitable de nuestra historia que mil cosas, al crecer y desarrollarse, cambien
de significado. Y estoy seguro de que la inmensa mayoría de los extranjeros que acuden
a esas fiestas las miran simplemente como el que contempla una pirámide de Egipto o
cualquier otro resto arqueológico. Algún guía turístico podrá explicarles su origen y su
génesis, pero a ellos solo les interesa lo que ven ahora.
Y lo que ven ahora tiene poco que ver con una experiencia verdaderamente cristiana.
Incluso los sacrificios que pueden imponerse algunos portadores de los pasos (los
«costaleros») se celebran más como una heroicidad del portador que como un
acercamiento a la pasión de Jesucristo.
No estoy proponiendo suprimir ese patrimonio folklórico, por supuesto. No quisiera
crear una crisis, por descenso del turismo, en la economía andaluza. Pienso más bien que
la Iglesia debería tratar de desentenderse de esas fiestas, hoy casi del todo profanas, y
buscar (en línea con lo dicho antes sobre las bodas por la iglesia y la disciplina del
arcano) otras posibilidades alternativas de revivir la pasión de Jesús.
Por ejemplo: ¿Por qué no otro tipo de procesiones, en las que el Jesús «del gran
poder» (¿?) sea un conjunto de figuras de los trabajadores de los invernaderos de
Almería?: de esos pobres inmigrantes, todos ellos dispuestos a pasar por lo que sea (con
la idea de que «ya iremos prosperando») y que trabajan hoy en unas condiciones infames
que constituyen una grave ofensa a Dios. O (por los días en que redacto estas líneas),
¿por qué la «Virgen de la Esperanza» no podría ser una foto grande de Laura Luelmo al
pie de un crucifijo?
Cuando san Ignacio, en sus Ejercicios, propone meditar la pasión de Jesús, pone una
petición fundamental para esa meditación: «dolor con Cristo doloroso». Es como decir
que no puede celebrarse la pasión de Cristo de una forma totalmente indolora. Y menos
aún en situaciones de tanta opresión e injusticia social como las nuestras, que harían
repetir a los Padres de la Iglesia frases como las antes citadas: «venís a sostener una
imagen de Cristo, pero luego no cargáis con el Cristo real postrado ante vosotros».
No sé decir más, pero me atrevo a sugerir, por si lo dicho ha molestado a alguien, un
paralelismo con otro fenómeno que se dio en la iglesia primera y que hoy ya no
entendemos: me refiero a lo que la Primera Carta de Pablo a los Corintios (capítulo 14)
califica como «hablar en lenguas». Puede que hoy nos sorprenda esa expresión, pero
estudios históricos sostienen que, efectivamente, ese tipo de fenómenos de sonidos
incomprensibles producidos en situaciones de profunda exaltación anímica se daban en
la antigüedad, tanto dentro como fuera del cristianismo[14]. Pues bien, lo que ahora
quisiera destacar, y lo que he intentado hacer en este apartado, es la forma en que Pablo

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aborda esta situación:
«El que habla en lenguas no habla a hombres, sino a Dios, pues nadie entiende lo
que dice… El que profetiza habla a hombres, produciendo edificación,
exhortación y consuelo[15]. El primero se edifica a sí mismo; el otro edifica a la
Iglesia… Mayor es el que profetiza que el que habla en lenguas, a menos que
alguien le interprete para que se pueda construir comunidad. Si yo vengo a
vosotros hablando en lenguas, ¿qué provecho os aportaré?… Si una trompeta
emite un sonido indefinido ¿quién se preparará para la batalla? Pues lo mismo os
pasa a vosotros con las lenguas: si no usáis un lenguaje inteligible ¿quién va a
entender lo que se dice? Estaréis hablando al aire. Y también yo, si desconozco el
significado de un sonido, seré inútil para el que me habla, o él será inútil para
mí… Si yo rezo en lenguas, mi espíritu ora, pero mi mente se queda sin fruto…
Tú darás gracias a Dios, sin duda, pero el otro no se edifica… Más prefiero en la
iglesia cinco palabras con sentido, que ayuden al otro, que diez mil palabras en
lenguas… Si, estando reunida la comunidad, todos hablan en lenguas y entran
otros individuos particulares, o infieles, ¿no pensarán que estáis chiflados? En
cambio, si todos profetizan y entra algún infiel o profano y queda interpelado por
todos y se le hacen patentes los secretos de su corazón, (quizás) adorará a Dios
pensando que Dios está de veras entre vosotros».
Es larga la cita, pero tal vez valga la pena meditarla en nuestro mundo laico, donde el
cristianismo ya no es una evidencia social: porque no somos cristianos para nosotros
mismos ni para las eras de cristiandad, sino para todos los seres humanos del siglo XXI.

2.3. Recuperar los testigos


El siglo XX fue un siglo lleno de grandes testigos, y eso no debe olvidarlo la Iglesia.
Porque además tienen características importantes. Por ejemplo:
Muchos de ellos fueron mujeres (Etty Hillesum, Simone Weil, Madeleine Delbrel,
Dorothy Day…); varios de ellos son conversos (T. Merton, además de las anteriores);
otros, mártires que pagaron con su testimonio el precio de su vida (D. Bonhoeffer, Óscar
Romero…); y algunos, sin llegar a mártires, maltratados por la misma institución eclesial
a la que servían.
Fueron personas que buscaron, abiertas a todo, sin excluir nada, y cuyas vidas fueron
transformadas por la experiencia de la fe. No las evoco aquí para presentarlas
detenidamente (de alguna de ellas he escrito ya en otros lugares), sino porque me parece
obligación muy seria no olvidarlas y porque cualquier cristiano debe saber hoy que todos
podemos y estamos llamados a ser testigos: no importa de qué tamaño ni para cuántos.
Monseñor Romero, otro gran testigo, canonizado hace bien poco tiempo, se vio
transformado precisamente por el asesinato, a las pocas semanas de su gobierno, de otro
testigo: uno de los curas más entregados y caritativos de su diócesis (el jesuita Rutilio
Grande). Ese crimen abrió del todo sus bondadosos ojos y lo convirtió en uno de los
obispos más íntegros, revolucionarios y famosos del mundo entero. Cuando le

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preguntaban más tarde si había habido un cambio en su vida, Romero solía responder:
«Yo no sé si he cambiado o no; sí puedo decir que he buscado siempre cumplir la
voluntad de Dios».
Aquel hombre, que consideraba grave el que la Iglesia no fuera perseguida en unos
momentos en que el pueblo sencillo era perseguido y asesinado (a veces en masa); aquel
hombre, que predicaba que «una iglesia que no se une a los pobres para denunciar las
injusticias que con ellos se cometen no es la verdadera Iglesia de Cristo»…, desató,
como Jesús, junto al clamor popular en su favor, un odio realmente increíble de parte de
los poderes establecidos.
Pero he dicho que aquí no hay espacio para presentaciones, sino para destacar dos
tareas que nos dejan en el siglo XXI. Vamos a ellas.
a) La primera, recuperar su carácter de interpeladores y dejarnos interpelar por
ellos: esa es la tarea de todo verdadero «testigo». Desgraciadamente, algunas discusiones
un tanto bizantinas sobre la noción exacta de «martirio» (que el día de mañana quizá
sean vistas como las discusiones escolásticas sobre el sexo de los ángeles…), unidas al
olvido de lo que dice el Prefacio para las misas de los santos, han desfigurado su papel.
Ese prefacio habla de los santos como interpeladores (ejemplos) y compañeros,
además de intercesores. La piedad católica actual se ha quedado solo con lo de
«intercesores» (que no molestan), olvidando lo de «ejemplos» (interpeladores) y
«compañeros». Hace años, fue muy necesario repetir aquel refrán según el cual «un
santo triste es un triste santo». Sin olvidarlo de ningún modo, hoy habría que añadir:
santo que no nos interpela se queda en mero santo «virtual».
b) La segunda tarea a que me he referido es que, precisamente por su carácter de
ejemplos, la Iglesia debería plantearse hoy seriamente la posibilidad de canonizar a
testigos no católicos (aunque fuera con un estamento distinto). Por ejemplo, Gandhi
(testigo de esa no-violencia hoy tan necesaria), Mandela (testigo interpelador de un
perdón tan radical como aparentemente normal), Bonhoeffer (testigo de esa resistencia a
dictaduras fascistas, tan necesaria hoy). Y otros semejantes…
En un mundo globalizado (aunque muy mal globalizado) y donde la Iglesia es
sencillamente una minoría (aunque pueda ser la minoría más grande), eso podría ser un
ejemplo de aquello que profetizaba Joel y predicaba san Pedro: «el Espíritu de Dios ha
sido derramado sobre toda carne».
En cualquier caso, no olvidar a los testigos interpeladores me parece un mandamiento
importante para la reforma de la Iglesia hacia el futuro. Porque, si a alguien le ha
parecido demasiado duro o pesimista este capítulo, sepa que todos ellos son como el sol
que vuelve a aparecer tras cada noche, por oscura que sea. Y que varios de ellos supieron
ser testigos en una época eclesial mucho más oscura que la nuestra.

[4] Ver las páginas 309-312 de Otro mundo es posible… desde Jesús.
[5] Y encima me dicen que esas tres plegarias han desaparecido, sin saber por qué, de la nueva edición del misal
castellano. Si es así, doy gracias al cielo porque me toca celebrar la misa en catalán…

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Ezequiel, por ejemplo, califica como mashal algunos dichos provocativos, como «los días van pasando y las
[6] visiones se desvanecen»; o «los padres comieron los agraces, y los hijos tienen dentera» (12,22 y 18,2). Usa
también mashal para augurar que aquel que dé culto a los ídolos y luego vaya a consultar al profeta resultará
«un escarmiento proverbial» para todos (14,8).
[7] Cf. Un judío marginal, V (p. 69). No sé si el hecho de que los LXX tradujeran mashal por parabolē puede
haber contribuido a que las parábolas nos suenen hoy más a simple cuento que a narración provocativa.
[8] Por ejemplo, la oveja perdida, los talentos, los trabajadores de la viña, Epulón y Lázaro… Comenté esto un
poco más en el capítulo 5 de Otro mundo es posible… desde Jesús y en el capítulo 2 de La Humanidad
Nueva.
[9] Estas líneas son una paráfrasis de Lucas 16,10-31. Hay que conocer ese pasaje para poder entender la
parábola que sigue.
[10] Me permito añadir, por si a alguien le es útil, que el comentario a esos capítulos 9-11, en el libro de Xavier
Alegre sobre la Carta a los Romanos, me parece de lo mejor, no solo de ese libro de Alegre, sino de cuanto se
ha escrito sobre esos capítulos.
[11] «Sacramenta significando causant».
[12] Aunque su estilo y su mentalidad pertenecen a otra época, llama la atención cómo eso se acaba adivinando en
la película de R. Bresson Diario de un cura rural.
[13] Como me ocurrió con un niñito a quien pregunté dónde hacía la primera comunión, y me respondió: en el
hotel Rossinyol
[14] Ver, por ejemplo, el primer capítulo (de Esther Miquel) en el libro de varios autores Así vivían los primeros
cristianos, Estella 2017.
[15] Para evitar malentendidos, aclaremos que lo de «profetizar» no significa, como solemos pensar, adivinar el
futuro, sino «hablar en nombre de» (Dios): pro-fêmi.

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CAPÍTULO 3
Rechazo e interpelación: la condición del cristiano

P ODRÍAMOS RESUMIR ESTA TERCERA PARTE diciendo que la misión del cristiano y de las
iglesias cristianas en un mundo como el descrito en las dos partes anteriores cabe en
estas dos palabras: ser una interpelación que con frecuencia provocará conflictividad y
rechazo. El cardenal de Managua hizo el pasado mes de julio su pequeña actualización
del Credo: «creo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica y perseguida». Abrimos así
el camino a la parte final de este libro, donde encontraremos eso mismo en la figura de
Jesús y en la tarea de la reflexión teológica.
Pero antes es importante aclarar y destacar que el único rechazo que merece ese
nombre de «cristiano» es aquel que proviene de la interpelación cristiana. No otros mil
rechazos que pueden brotar de lo contrario: del pecado de la Iglesia y de los cristianos, o
de la traición a lo fundamental del mensaje cristiano y de la utilización de Dios en
beneficio propio y de todo cuanto se agolpa en torno a esa palabra tan falsamente
cristiana y tantas veces utilizada por los cristianos: la «cruzada». La Iglesia habrá de
contar también con que los fallos de sus ministros en materia sexual serán utilizados por
los poderes de este mundo para desautorizar sus políticas sociales avanzadas. Perdón y
acogida, siempre. Ingenuidad, nunca. Ya decía Jesús: sencillos como las palomas,
astutos como las serpientes.
En este país en el que escribo, los cristianos fueron bárbaramente maltratados hace
unos 80 años. Desgraciadamente, ocasión de ese maltrato era una infidelidad de la
iglesia española al verdadero cristianismo. Algunos cristianos han reconocido eso
paladinamente. Pero no todos.
Es de justicia añadir, sin embargo, que esa infidelidad de la Iglesia en modo alguno
justificaba la brutalidad y los crímenes increíbles de muchas reacciones contra ella, que
tuvieron más de venganza y autoafirmación que de verdadera justicia.
Desgraciadamente, quedan amplios sectores enquistados en sus propias posiciones,
que solo reconocen la culpa ajena y no la propia. Por eso es imprescindible una auténtica
memoria histórica, que solo será auténtica si es realmente completa. Solo desde ahí
podrá brotar una auténtica reconciliación, a la que hoy ninguna de las dos Españas
parece dispuesta. Con lo que seguirá cumpliéndose la advertencia machadiana: a cada
españolito que nazca una de las dos Españas ha de helarle el corazón.
Y quede claro que nada de eso va contra el dolor de quienes todavía buscan recuperar

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a sus seres queridos. Solo quiere ser una repetición de la conclusión de la parte anterior:
convivir es morir un poco.

101
CONCLUSIÓN
de estas tres partes

Q UIZÁ SE ME OBJETE que he escrito metiéndome con todos. En realidad, lo que he


intentado ha sido, más bien, «no casarme con nadie». Contra todo luteranismo radical,
creo que el ser humano es más bueno que malo. Es débil, sin duda, pero solo se vuelve
malo o malvado cuando justifica como bien los males que comete. De ahí brotan casi
todas nuestras calamidades.
Ahora, al concluir estas pinceladas (individuales, sociales y eclesiales), y repasando
algunas cosas dichas, me brotaba una paráfrasis de Calderón de la Barca: «¿Qué es la
vida? Un frenesí ¿Qué es la vida? Una ilusión. Una sombra, una misión, do el mayor
bien es pequeño. Que toda la vida es sueño, y los sueños sueños son».
Reconociendo todo lo que la vida tenga de sueño o de ilusión (de «maya», en la
expresión del Oriente), me parece decisivo el pequeño cambio de la paráfrasis de «La
vida es sueño»: sustituir «ficción» por «misión»: por más inane y falsa que sea, nuestra
vida es también una tarea.
¿Y cuál es esa misión? Convertir la vida de MENTIRA en MENSAJE.
Mensaje ¿de qué? Pues, simplemente, de apertura al Misterio, que es un misterio de
Amor.
De este modo se puede recuperar, superándola, la visión oriental (y posmoderna) de
la realidad como mera apariencia y mentira, que es lo único que puede afirmar con
certeza una cosmovisión laica y que, por eso, está hoy de moda entre la gente más
buscadora. Aunque esto les convierte la vida en una pregunta sin respuesta.
Pero así se puede recuperar también la visión cristiana (y moderna) de la consistencia
de lo real, aunque se trata de una consistencia que solo es anticipación de lo
verdaderamente Real. Como dije en La Humanidad Nueva, hablando de la Resurrección
de Jesús, la categoría de «anticipación» es decisiva para una antropología cristiana:
anticipar esa Realidad que es el fin de la historia y que está ya «anticipado» en ella,
como escribió W. Pannenberg.
De esa anticipación intenta hablar la teología. Vamos a asomarnos a ella en la parte
siguiente, a ver si tiene algo de aquello que llamábamos «apocalíptica» al comienzo de
este libro.
Antes, como si hubiésemos facturado ya las tres partes anteriores, quedémonos con

102
una «bolsa de mano» para subir a este nuevo capítulo. Serán tres frases que creo haber
aprendido de la vida y que he repetido otras muchas veces. Y caben en cada uno de esos
capítulos ya vistos:
1) El hombre no es un animal racional, sino un animal que racionaliza sus pulsiones.
(De ahí nuestros desequilibrios y nuestras desarmonías).
2) El mayor daño que se puede hacer a una causa buena es defenderla mal. (De ahí
tantos fracasos y problemas al construir la sociedad).
3) En la vida del espíritu no existe propiamente la mentira: la falsedad consiste más
bien en una dosis equivocada de verdad. (De ahí tantas incomprensiones y
divisiones).

Las tres cuadran en nuestra dimensión individual, nuestra dimensión social y la


dimensión de nuestra comunidad creyente. La primera es de talante paulino e ignaciano.
La segunda la aprendí de Simone Weil y de Bonhoeffer. La tercera creo que tiene algún
acorde pascaliano.
Ellas explican nuestra ceguera, nuestro apasionamiento y nuestra cerrazón.
Conscientes de ellas, ¿podemos tratar de anticipar un futuro de luz, de fraternidad y de
universalismo?

103
CUARTA PARTE

La teología como intento de aprender para poder


comunicar

«Debe de haber existido un autómata construido de tal manera


que fuera capaz de replicar a cada movimiento de un ajedrecista
con una jugada contraria que le daba el triunfo en la partida…
Un enano jorobado, que era un maestro del ajedrez
y guiaba la mano del muñeco…
puede desafiar sin problemas a cualquiera,
siempre y cuando tome a su servicio a la teología,
que, como hoy sabemos, es enana y fea
y no está, por lo demás, como para dejarse ver por nadie»
(W. Benjamin).

«El único modo que aún queda… es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la
perspectiva de la redención»
(T. Adorno).

«Despertar de nuestro sueño de cruel inhumanidad»


(Jon Sobrino).

«Yo te consagro, Dios, porque amas tanto


porque jamás sonríes,
porque siempre debe de dolerte mucho el corazón»
(César Vallejo).

H AY ALGO LLAMATIVO EN LA TESIS CITADA DE W. BENJAMIN. Y no es el que la teología


sea vista como enana y jorobada, porque, verdadera o no, esa es la percepción de mucha
gente. Es, más bien, que (al contrario de lo que ha ocurrido después de Benjamin en el
mundo del ajedrez) no es la máquina la que mueve las piezas, sino un ser humano que

104
mueve a la máquina. Las máquinas, por invencibles que sean, no pueden hacer teología.
Los seres humanos, sí.
Quizá por eso ha sido inevitable que muchos capítulos de las dos primeras partes de
este libro, aunque querían ser reflexiones «laicas» o meramente racionales, acabaran
salpicados por alguna alusión o alguna cita «religiosa». Por eso, siguiendo el consejo de
Benjamin, intentaremos en esta última parte «tomar la teología a nuestro servicio», por si
nos ayuda a ganar la partida al apocalipsis actual. Pues, al margen de los peligros
sociales de nuestra hora actual, existe el otro gran peligro, visto en el capítulo anterior,
de que exposiciones rutinarias y deformadas del cristianismo sirvan más para alejar a la
gente de Dios que para acercarla a Él. Por algo se está convirtiendo en tópico el
comentario de que «el dios en que Fulano no cree no es el Dios cristiano».
La teología intenta poner en contacto la razón (logos) y la fe en Dios (Theos). Desde
antiguo se la caracterizó como un camino de doble dirección: comprender para creer, y
también creer para comprender («intellige ut credas; crede ut intelligas»). Pero esa
doble dirección no está separada por una doble raya continua, pues no hay posibilidad de
colisión entre ambos sentidos, sino una interacción constante. Por eso mismo, y en
contra de lo que tantas veces se piensa, Tomás de Aquino enseña que la teología no
pretende simplemente hablar de Dios, sino hablar de las cosas desde Dios[1].
Algo de esa segunda tarea ha ido apareciendo ya en los capítulos anteriores de este
libro, como acabo de decir: muchos apartados se entrecruzaban con alguna chispa
cristiana. Ahora intentaremos asomarnos más globalmente al Misterio que llamamos
«Dios» y al camino que apunta hacia Él. Pues es muy importante saber cómo puede
llegar la razón hasta Dios (si es que puede). Y es también importante saber de qué razón
se trata.
Pero también, si de veras hemos llegado a creer, será imposible quedarse ahí y no
intentar mirar otra vez la realidad. Vale aquí la vieja definición de Saint-Exupéry: «el
amor no consiste solo en mirarse el uno al otro, sino en mirar ambos juntos en la misma
dirección».

[1] «Sub ratione Dei»: ST, I, q.1, a 7.

105
CAPÍTULO 1

«La buena noticia de Dios»

L A CRISTOLOGÍA ES, de algún modo, la matriz de toda la teología. Pero la cristología


tradicional arrastra hoy un déficit importante, que consiste en haber puesto todo su
acento en Jesús como redentor, aunque ese título, así formulado, no aparece en el Nuevo
Testamento, que sí habla de redención, pero utiliza el título de «Mesías». Así se ha
olvidado casi por completo el título más fundamental de Jesucristo, que es el de
revelador de Dios. Ya en su primera cristología, Olegario González hablaba de la
experiencia cristiana fundamental, que es la de «haber conocido a Dios».

IMPORTANCIA DEL CONOCIMIENTO DE DIOS


Este déficit podía ser menos grave en épocas en las que Dios era casi una evidencia
social o, al menos, una verdad generalmente aceptada. Pero se vuelve grave en una
época como la nuestra, en la que, tras el anuncio nietzscheano de la muerte de
Dios, van apareciendo voces que, incluso desde el campo de la ciencia, consideran
necesaria la afirmación de un Dios o una «mente divina» como autor o
«programador» del universo, aunque sin precisar si se trata de un ser impersonal o
personal, ni si se relaciona para algo con este mundo.
Recordemos el caso de A. Flew, uno de los grandes propagadores del ateísmo,
que de repente publica un libro titulado «Dios existe. Cómo cambió de opinión el
ateo más influyente del mundo». En España, el célebre economista, ex diputado y
miembro del PC, Ramón Tamames, acaba de publicar «Buscando a Dios en el
universo», donde, tras varios años de estudio (según explica), se decanta por la
respuesta afirmativa, para poder entender de dónde venimos, qué somos y adónde
vamos. Añadamos las declaraciones de Valeri Korzuri –cosmonauta ruso,
entrenador de cosmonautas y héroe nacional–, contradiciendo la antigua
afirmación de Gagarin de que volvía del cosmos sin haber visto a Dios: «Se me
hace difícil creer que se puede viajar al cosmos y no ver a Dios, no sentir Su
presencia»[2].
No es momento de discutir argumentos que, además, en este tema, solo suelen
convencer a los ya (in)creyentes. Lo decisivo, como acabo de decir, es que esas
conclusiones solo llegan hasta la afirmación de que existe Dios, pero no pueden

106
explicarnos cómo es ese Dios ni si podemos relacionarnos con Él.
La mera afirmación de la existencia de Dios no basta para responder a esas
otras cuestiones de adónde vamos y quiénes somos. El mismo Tomás de Aquino
comienza su Suma afirmando que de Dios solo podemos saber que existe, pero no
cómo es. Esto último solo será posible si Dios se revela.
Y, de hecho, un repaso a la historia de las creencias en Dios confirmaría esa
afirmación. Veámoslo en una rápida panorámica:
¿Será Dios como los dioses griegos o como el Júpiter Tonante[3]: inmortales
pero carnales, que solo se relacionaban con los hombres para recibir holocaustos
de ellos (incluso sacrificios humanos) o para acostarse con ellas?
¿Será como los dioses del Enuma Elish babilónico, que crean a los hombres
para que hagan el trabajo que ellos no querían hacer?
¿Será como el Motor inmóvil de Aristóteles, tan perfecto que no puede tener
amigos, porque entonces estaría necesitado de ellos y sería, por tanto, menos
perfecto?
¿Será ese Dios del miedo que condena a tormentos eternos a la mayor parte de
su creación y al que san Francisco Javier ya le rezaba que eso era «un oprobio»
para Él?
¿Podemos contentarnos con esas afirmaciones de la filosofía que, por válidas
que sean, son todas negativas, (Infinito, Incausado…) y tampoco nos dicen nada
sobre su relación con nosotros?
¿Bastaría con afirmar el dios del llamado «deísmo», que creó el mundo, pero
no se preocupa para nada de él?
¿Habrá que afirmar, como el maniqueísmo (y viendo el impresionante
escándalo del mal) la existencia de «dos dioses», uno bueno y otro malo? Hoy no
tenemos idea del enorme influjo que tuvo antaño el maniqueísmo, por lo
aplastante de su lógica. El mal, más que «roca firme del ateísmo» (como se ha
dicho en nuestros días) es una roca fuerte del maniqueísmo. Baste con evocar lo
que le costó a san Agustín desprenderse plenamente de él[4].
¿Es Dios la única realidad posible, de modo que todo lo que a nosotros nos
parece realidad no es más que una pura apariencia o un sueño, como sugieren
tantas veces el budismo o los Upanishads indios?
Estas preguntas vuelven a cobrar relevancia hoy, cuando muchas personas que
buscan o anhelan reencontrar a Dios se exponen a crearse un dios a su medida: lo
que algunos han calificado como «un dios que sirve de terapia, más que de
provocación». La afirmación de algunas gentes sencillas («algo tiene que
haber…») puede resultar sensata, pero es insuficiente: no dice cómo es ese algo ni
si podemos contactar con él de algún modo.
En un contexto así cobra gran importancia el ser de Jesús como «revelador de
Dios» (mejor aún: como Revelación de Dios), que es lo primero que el

107
cristianismo afirma sobre él. Pero enseguida volvemos a tropezar con la sorpresa,
porque en los evangelios no encontramos ningún tratado sobre Dios. Jesús parece
hablar mucho más de lo humano (enfermedad, riqueza, pobreza…) que de lo
divino. Y cuando habla de Dios, es como justificación de conductas humanas, no
de cómo es Dios en sí. Por ejemplo: la única vez que Jesús habla expresamente de
la Trinidad (en el final del evangelio de Mateo), coinciden los exegetas en que
esas no son palabras de Jesús, sino que las puso en sus labios el evangelista, como
resumen de todo lo que habían experimentado los apóstoles en el contacto con
Jesús.
Y es que Jesús reveló a Dios no hablando de Él, sino «practicando a Dios».
Detalle sorprendente, pero que será muy fundamental para toda la exposición que
sigue.
Hemos de comenzar, pues, buscando cómo se va desde el hombre Jesús hasta
Dios.

1.1. De Jesús a Dios


Creo necesario distinguir dos posibles acercamientos a Dios desde Jesús: uno de carácter
más formal, y otro que nos acerca a algunos contenidos.

1.1.1. Aspectos meramente formales


a) Dios como buena noticia.
Buena noticia (o buen anuncio) es lo que significa la palabra «evangelio».
Prescindamos ahora de la hipótesis de que no es un término originariamente cristiano,
sino tomado del lenguaje del imperio, que hablaba de buen anuncio (eu-angel.lia)
cuando el emperador regresaba de alguna batalla con la noticia de la victoria romana. El
hecho es que Marcos presenta la predicación de Jesús diciendo que comenzó a anunciar
«la buena noticia de Dios»[5]. Y lo curioso es que el mismo Marcos abre su relato
hablando también de la «buena noticia de Jesucristo» (1,1). Parece, pues, que Jesús es
buena noticia en cuanto que visibiliza o anuncia la buena noticia que es Dios.
Hace años, un misionero belga en África publicó un precioso libro titulado Jesús, el
hombre que evangelizó a Dios. El significado exacto sería: el hombre que convirtió a
Dios en buena noticia. Y, efectivamente, puede ser una buena noticia la que libera de la
creencia en malos espíritus, maldiciones, males de ojo y otros mil miedos presentes aún
en aquel continente.
Para concretar un poco esa buena noticia anunciada por Jesús, bastará con citar lo
que tantas veces he repetido: podemos llamar a Dios con un apelativo que expresa
confianza plena en nuestro origen (Abbá); no existimos por fatalidad o por azar, sino por
una Voluntad Amorosa. Y, además, está cercano a nosotros el reinado de esa Voluntad
Amorosa (paterna o materna, como se prefiera). De modo que la primera buena noticia
(«Dios Padre») lleva al anuncio del «reinado de Dios», que significa reinado de esa

108
paternidad y, por tanto, de la fraternidad y del Amor[6].
Pero, atención: ese anuncio requiere de nosotros una respuesta que Jesús resume en
dos actitudes: «creed esa buena noticia» y «cambiad de conducta» (portándoos como
hermanos). No se trata, pues, en la buena noticia evangélica, de resolver un enigma para
satisfacción de intelectuales, sino de algo que afecta a nuestras vidas humanas, sobre
todo a las más humildes o humilladas.
Como veremos ahora mismo, esa buena noticia se reformulará en el Nuevo
Testamento y en la primera predicación cristiana mediante el binomio filiación-
fraternidad: el Espíritu nos enseña a llamar a Dios Abbá (Padre) y a mirar a Jesús como
«primogénito entre muchos hermanos», que «ha derribado los muros» que separaban a
los pueblos con colores de definitividad. Así es como, anunciando a Jesús, la iglesia
primitiva anunciaba lo que anunció Jesús.
b) Radicalización de Dios y conflictividad intensa
Eso es lo que, para sorpresa nuestra, implica la buena noticia anterior. Contra todo
pronóstico, el «revelador de Dios» será acusado de blasfemo y condenado como tal por
aquellos mismos que eran los representantes oficiales de Dios («sentados en la cátedra
de Moisés»). Y, con un cierto paralelismo, los primeros cristianos se verán más tarde
tildados de ateos o de impíos en el imperio romano.
En la sociedad judía, la raíz de esa conflictividad está en lo que he llamado
radicalización de Dios. Basta para ello con ver las famosas antítesis del capítulo 5 de
Mateo: «se os dijo [= Dios dijo], pero yo os digo…». En la sociedad grecorromana, esa
radicalización tendrá otro contenido aún mayor: la religión y la piedad ya no se refieren
solo a aquello que sostiene la sociedad imperial fundada sobre la divinidad del
emperador, que los cristianos negarán, sino que se extiende a todas las conductas
humanas[7].

1.1.2. Contenidos: Dios de actitudes


Si ahora tratamos de buscar los contenidos de esa buena noticia, nos encontramos otra
vez con que no se trata de meras informaciones objetivables, sino que solo son
accesibles a través de determinadas actitudes o conductas. Dios se nos da a conocer,
sobre todo, como un «Dios de conductas». Intentemos enumerar algunas.
a) Dios, fuente del propio valer
En contraste con los primeros intentos humanos de relacionarse con «lo
Trascendente», que apuntaban sobre todo a ganarse su poder, Jesús recoge aquí la gran
novedad del Primer Testamento: el hombre no necesita ganarse a Dios, pues Dios es la
Justicia misma. Lo que debe procurar el hombre es ser bueno, porque la limpieza de
corazón es lo que le permite conocer a Dios (Mt 5,8) y porque Dios no quiere culto, sino
misericordia (Mt 9,12). En este contexto, Juan pone en labios de Jesús unas palabras que
suponen la crítica más seria que puede hacerse a la mera afirmación teórica de Dios:
«llega la hora en que los que os maten creerán hacer un servicio a Dios; y esto será

109
porque no han conocido a Dios» (Jn 16,2). No la mera creencia, sino la auténtica
experiencia es lo que permite conocer a Dios.
b) Intimidad creyente
A pesar de lo anterior, todas esas conductas no son una mera horizontal ni una
exteriorización de Dios, sino que brotan de una profunda interioridad que permite al
creyente buscar a Dios fuera, porque se ha alimentado de Él «en lo escondido»: en la
dimensión más profunda de la interioridad humana (cf. Mt 6). Sin esta riqueza interior
no se puede encontrar a Dios en lo exterior. Pero de ese interior brotan una paz y un
gozo que transforman toda la actividad exterior humana.
c) Solidaridad
Lugar fundamental para esa experiencia de Dios es la atención a las víctimas o
excluidos de la historia humana: «vended lo vuestro y dad», dice el Jesús de Lucas
(12,33) con una frase muy semejante a la respuesta de Jesús al joven rico (Mc 10). Y
Jesús justifica toda su conducta de compartir mesa y vida con los «pecadores»,
arguyendo que obra así porque Dios es así (en las llamadas parábolas de misericordia de
Lc 15).
d) Imitación de Dios
Tan radical es esta exigencia conductual que Jesús invita nada menos que a ser
«totalmente buenos como vuestro Padre» (Mt 5,48), para poder conocer de veras a Dios.
Porque solo el semejante puede conocer al semejante. Esta imitación de la bondad del
Padre llevará a amar a los de fuera: enemigos (Mt 5,45) o perdidos, aunque sea uno solo
(Lc 15,7).
e) «Buscar primero el Reino de Dios y Su justicia»
(Mt 6,33)
Los géneros gramaticales dejan claro en el original que no se trata de la justicia del
Reino, sino de la justicia del mismo Dios[8]. El segundo elemento de la frase no es,
pues, una mera repetición del primero, sino un añadido. Y así podríamos retraducir:
buscad primero la fraternidad entre los hombres y la bondad de Dios.
Esta actitud llevará a no preocuparse por las propias necesidades (Mt 5,25). Jugando
con los prefijos, cabría decir que eso no es una exhortación a des-ocuparse, sino
simplemente a ocuparse sin pre-ocuparse. Pero seguramente las palabras de Jesús van
más allá de esa obviedad y resultan ser la crítica más seria a un mundo estructurado de
tal manera que esa preocupación por la subsistencia (angustiosa tantas veces) se ha
vuelto inevitable para millones de personas[9]. La preocupación debe poder ser
sustituida por la confianza; y esa confianza se dirige, no solo directamente a Dios (como
proveedor), sino también a Jesús como alivio y fuerza (Mt 11,25ss).
f) Inmanejabilidad de Dios
Para terminar, nada de lo anterior implica una posibilidad de disponer de Dios, como
suelen buscarla las meras creencias en Dios que no han llegado a ser «fe», o las

110
imágenes de un «dios a la carta». Increíblemente cercano, Dios es también el
increíblemente trascendente, soberano e indisponible. «Ni siquiera el Hijo» (Mc 13,32)
pretende haberle visto las cartas a Dios.
***
Por extraño que pueda parecer el que, en lugar de a contenidos sobre lo que es Dios,
se nos remita a conductas y actitudes, hay también una realidad humana en la que sucede
algo parecido: al amor no se le conoce por definiciones teóricas, sino por conductas y
actitudes amorosas. Y, casualmente, cuando la reflexión cristiana nos da por fin una
definición de Dios (casi al final del Nuevo Testamento), se limita a decir: «Dios es
amor» (1 Jn 4,20). O en los escritos paulinos: «se ha manifestado la bondad y el amor de
Dios a los hombres» (Tito 3,4).
Por rápida que sea, esta panorámica permite atisbar algo que hoy nos cuesta mucho
imaginar: la profunda revolución que supuso el cristianismo en lo referente al tema de
Dios. Revolución que no era una negación total (una especie de «antisistema humano»),
sino una vindicación de lo mejor, de lo más escondido, lo más olvidado y vagamente
intuido de nuestro ser humano. Y, también, que esa novedad no nos traslada a un paraíso
terrenal o a un país de Jauja, sino que nos devuelve a esta tierra y a esta historia para que
tratemos de edificarla humanamente (= según Dios).
Y si esos son los caminos por los que Jesús nos lleva a Dios, parece que debemos
volvernos ahora de Dios a Jesús.

1.2. De Dios a Jesús


Como acabo de decir, al binomio jesuánico (Abbá/Reino) le corresponde en el Nuevo
Testamento el binomio filiación/fraternidad, núcleo de la fe cristiana que mantiene lo
decisivo de la enseñanza de Jesús: la identidad entre amor de Dios y amor al prójimo
(Reinado de Dios), más la posibilidad de una relación plenamente confiada (Abbá) con el
misterio infinito de Dios.
Se comprende ahora «el paso del predicador al predicado», que tantos problemas
creó antaño a la crítica histórica: ¿cómo es que la predicación primera anunció a Jesús y
no lo que Jesús había anunciado? Pues, sencillamente, porque Jesús es el Fundamento de
aquello que él anunciaba. No hay, pues, una ruptura entre Jesús y el Nuevo Testamento,
sino una continuidad transformada. Anunciar a Jesús era el mejor modo de anunciar lo
que Jesús había anunciado.
Pero si Jesús supuso esa transformación (y esto «practicando a Dios», no impartiendo
enseñanzas intelectuales sobre Dios), habrá de ser por alguna razón que afectaba a su
misma persona humana. Aquí encontramos al Revelador olvidado y casi suplantado por
el Redentor, como dijimos antes. Veamos algunas pistas que conducen ahí.

1.2.1. El cambio de dirección

111
Según el relato marcano de la pasión, cuando el centurión vio morir a Jesús, bajó del
calvario diciendo: «verdaderamente, este hombre era hijo de Dios». Aquel militar
romano, de quien se supone que habría visto morir a muchos crucificados y que
recordaría tantas escenas de violencia, odio o desesperación, recibe ahora un impacto
especial por el modo de morir de Jesús, que le hace presentir algo de Dios en aquel
hombre.
Más tarde, Pablo, aunque se presenta siempre como «llamado inmediatamente por
Dios», no habla de Dios más que a través de la muerte y resurrección de Jesús. Y cuando
refiere su caída del caballo, dice haber oído una voz que le decía: «Yo soy Jesús, a quien
tú persigues».
También aquellos hombres que, en el exordio de la Primera Carta de Juan, claman
que se les ha manifestado «La Vida» (Dios) y que desean comunicarlo, lo harán
hablando de Jesús y de su venida «en la carne»: sin ella no habrían conocido La Vida.
Se percibe así el resumen que hizo Leonardo Boff del proceso que llevó a los
Apóstoles a la fe en Jesucristo: «así de humano solo puede serlo el mismo Dios». Y para
los que después creyeron en Jesús, el resumen de su fe cristiana podrá describirse como
la experiencia del Espíritu de Jesús que nos lleva a llamar «Padre» a Dios, llamar
«Señor» al Nazareno y llamar «hermanos» a todos los seres humanos, sin distinción[10].
Quizá comprendamos ahora que, si los Apóstoles anunciaron la divinidad de Jesús,
fue porque se había producido en ellos un cambio muy profundo en su concepción de
Dios: un cambio que afectaba a la relación de Dios con el mundo y con los hombres. Por
ejemplo: que «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo, no para condenar al
mundo, sino para salvarlo»…
Ese cambio se refleja en denominaciones como la de «imagen anonadada» de Dios
(Flp 2), o «rico hecho pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza». Y acaba
cuajando en la audacia de llamar a Jesús «Señor» (aplicándole el Adonai
veterotestamentario). De ese título dije ya en otra ocasión que es como una confesión
actitudinal, no teórica, de la divinidad de Jesús. Por eso he repetido luego varias veces
que la pregunta última del cristianismo no es si Jesús era o no era El Hijo de Dios, sino,
más bien: de qué Dios era hijo Jesús[11].
En adelante, pues, ya casi no se puede hablar de Dios si no es hablando de Jesús.
Porque, cuando Jesús hablaba de Dios, era como la razón y referencia última de su
praxis: si come y trata con los perdidos (Lc 15,1), es porque Dios es así; si echa
demonios, es porque el Reino de Dios ha llegado…
Por tanto, se llega a Dios desde el hombre Jesús, en vez de configurar a Jesús desde
nuestra idea previa de Dios. Este cambio de dirección es fundamental.

1.2.2. Reinado de Dios y valor («justificación») del hombre


Pero los primeros evangelizadores mal podían anunciar ese Reinado de Dios en un
contexto en el que tal expresión era ininteligible (porque surge de raíces
veterotestamentarias ajenas a la cultura griega) y donde, además, toda la revolución
social que ella implica resultaba imposible, dada la pequeñez de los cristianos y el poder

112
del imperio pagano.
Pablo encuentra entonces una traslación individual de esa categoría social mediante
el anuncio del «Dios que justifica al impío». Fijémonos en cómo identifica en un mismo
párrafo a «Aquel que llama al ser a lo que no es» (Dios como creador) con «el que da
vida a los muertos» (alusión a la plenitud del Reino, garantizada por la resurrección de
Jesús) y «el que justifica al hombre» (Rom 4,13-17).
Esta traslación paulina del Reino tenía además, en el mundo de entonces, una clara
función pastoral (y social) que conviene explicar.
En una sociedad teocrática como la judía, quien estaba excluido de la sociedad es
porque estaba excluido de Dios: pobres (o marginados) y pecadores se identifican
totalmente. Contra esa mentalidad se había alzado Jesús, porque desfigura totalmente a
su Abbá: Él ha venido precisamente a llamar a todos esos excluidos.
En el mundo griego, esa identificación entre pobres y pecadores se destruye: las
primeras comunidades están compuestas mayoritariamente por pobres, y esos pobres son
precisamente «los santos» (o santificados por Dios), como les llama Pablo en sus cartas.
Y cuando el Apóstol se dirija a los judíos que se creen justos por pertenecer al pueblo de
Dios, intentará hacerles ver que, excluyendo a los demás, acaban situándose ellos entre
esos que «están fuera» y a quienes miran como pecadores. Porque no es la raza, ni el
pueblo, ni las obras, ni la propia creencia en Dios lo que da valor (o «justifica») al ser
humano, sino el amor gratuito que Dios le tiene y que alcanza a todos.
Por tanto, el reinado de Dios comienza precisamente en esa «justificación del impío»
(que somos todos) y que por eso reclama la fraternidad e igualdad entre todos. Dios reina
justificando al hombre: dándole esa dignidad incomparable que no brota de lo que el
hombre haga, sino de que Dios le ama.
Por eso, aunque no sea socialmente posible suprimir la esclavitud, sí es posible ya ver
al esclavo como «hermano en la carne y en el Señor» (Flp 16); y «en Cristo Jesús ya no
hay señor y esclavo, ni varón y mujer, ni judío y griego» (Gal 3,28). Rafael Aguirre ha
hecho notar que lo más inaudito de las primitivas eucaristías es que era la primera vez en
la historia en que el señor y el esclavo compartían juntos la misma mesa. De ahí la
irritación de Pablo (en 1 Cor 11) cuando esa igualdad comenzó a resquebrajarse.

1.2.3. De la novedad de Dios a la divinidad de Jesús


Esta transformación, derivada de Jesús y fundada en Él, llevó a comprender también que
en la persona de Jesús se había revelado una inaudita pertenencia mutua entre Jesús y
Dios (añadamos: con la mayor discreción posible): «en Él quiso Dios que habitara la
plenitud de la divinidad» (Col 1,19).
En otros lugares he expuesto cómo esa pertenencia mutua se va formulando de
manera intuitiva e implícita, más que explícita, en los diversos títulos que da a Jesús la
iglesia del Nuevo Testamento[12] y que pueden englobarse en la expresión «Humanidad
Nueva» (donde el sustantivo no designa al género humano, sino lo que nosotros
llamaríamos «naturaleza humana», o forma de ser hombre).
No es momento de comentar los problemas intelectuales que planteó a la iglesia

113
posterior esa mutua pertenencia entre Jesús y Dios, vivida por las gentes del Nuevo
Testamento. Problemas que tardaron casi cuatro siglos en resolverse con la expresión
«unión hipostática», hoy casi ininteligible para nosotros y que recurre a conceptos de la
filosofía griega para dar respuesta a aquellos problemas. Por eso vale la pena hacer ahora
una aclaración cultural.
He pensado a veces que, si el cristianismo hubiese cuajado en Oriente y no en
Occidente, se habría dado respuesta a esas preguntas recurriendo a otros conceptos del
mundo oriental: quizás el término «advaita», tan de moda hoy entre nosotros, usado con
bastante poco rigor y que volveremos a encontrar. Podríamos decir entonces que, así
como K. Rahner escribió que todo hombre es como «una pretensión de unión
hipostática», también todo hombre es como «una pretensión de advaita».
Pero más que recurrir a términos metafísicos, sean de allá o de aquí, creo posible
apelar a una experiencia humana que ayude a entender lo que quiere decir esa
conceptualización. Para ello citaré lo que escribí en otra ocasión a partir de la
experiencia del amor:
Una de las más profundas aspiraciones del amor humano es la de una unión máxima
en el seno de una diferenciación plena. Las clásicas fórmulas de muchos amores («me
siento toda suya» o «soy todo tuyo», etc.) expresan no solo una pretensión de
pertenencia total, sino también la máxima liberación del sujeto de esa experiencia…
Que el amor humano pueda llegar a conseguir ese grado de unidad en la diferencia o que
acabe siendo, por el contrario, «una pasión inútil», ya es otra cuestión. Que aspira
ónticamente a ella, me parece innegable. Esa extraña paradoja que le constituye es la que
vuelve al amor tan poderoso.
Esa profunda experiencia humana puede servirnos como una parábola de la gestación
de la dogmática cristológica, que permite hablar de «intimidad hipostática» para
describir al Jesús-de-Dios. Y eso se refuerza con los adverbios contrapuestos que se
añadieron a la fórmula de «unión hipostática en dos naturalezas», a saber: «sin confusión
alguna, pero sin separación posible» (inconfuse e inseparabiliter). De este modo, la
intimidad hipostática de Jesús anuncia que el hombre no es aquella «pasión inútil» con
que lo definía Sartre, sino una «pasión esperanzada».
Y este es el fundamento de esa transformación de la religiosidad humana que
caracteriza al cristianismo y que en otros momentos he descrito como si, cuando el
hombre, purificando su ego y su eros, intentara acercarse a Dios, escuchase la voz de
Dios que le dice: «no te vuelvas a Mí, dirígete a tus hermanos». La religiosidad se vuelve
entonces horizontal, pero no porque la horizontal sustituya a la Vertical (aquí parece
estar todo el drama y el fracaso de nuestra modernidad), sino porque la Vertical sustenta
a la horizontal. Sin esa reconversión, la divinidad de Dios puede convertirse en una
blasfemia que sustentará pretensiones de poder imperial, económico o clerical. Y aquí
parecen estar casi todos los dramas y fracasos de la Iglesia a lo largo de su historia[13].
De ahí se sigue, para terminar, que el hombre puede encontrarse con Dios y tratar con
Él aunque no lo sepa ni sea consciente de esa relación. Es lo que testifica el pasaje de san
Mateo sobre el llamado «juicio de Dios», donde se pone de relieve que lo que decide

114
sobre cada hombre no es su relación vertical con Dios (si oró, si dio culto, si acudió al
templo…), sino su relación horizontal con los demás (si dio comida, vestido u hospedaje
a quien lo necesitaba: Mt 25,31ss). Lo sepa o no, todo ser humano vive en un mundo
marcado por ese gesto del Dios hecho hombre para acercarse a nosotros en los hombres.
Y de ahí se sigue también que, después de haber ido de Jesús a Dios y de Dios a
Jesús, debemos cerrar esta buena noticia mirando de Jesús al hombre.

1.3. De Jesús al hombre


Este tema es amplísimo y ya no lo trataremos aquí, porque he hablado de él en mil
lugares, hasta merecer la acusación de estar «más preocupado por la humanidad de Jesús
que por su divinidad». Aunque temo que mis acusadores olvidaban el anuncio
neotestamentario de que esa humanidad de Jesús es la única Imagen plena y la única
Palabra verdadera que tenemos sobre la Divinidad.
Me limitaré, pues, a señalar que esa humanidad de Jesús es la que vuelve tan
conflictiva su «buena noticia» sobre Dios, como dijimos al comienzo de este capítulo.
Por esta razón, en La Humanidad Nueva elegí los tres campos quizá más conflictivos de
aquel Nazareno para describir esa novedad humana: su relación con la Ley, su relación
con el Templo y su relación con los excluidos de aquella sociedad teocrática[14].
Ahora prefiero limitarme a una última conclusión fundamental: de todo lo dicho
resulta que la divinidad de Jesús no solo dice algo sobre Dios, sino también sobre
nosotros. Algo de eso se expresa en la novedad del concepto de «persona», que es la
gran contribución del cristianismo a la historia del género humano y el fundamento de
toda afirmación de la dignidad del hombre y de los derechos humanos derivados de ella.
«Persona» no significa meramente individuo aislado, sino que el otro pertenece a mi
ser humano, como pertenece a mi relación con Dios. También hay una especie de «no-
dualidad» (advaita) entre los otros y yo, sin la cual se degrada la advaita entre Dios y yo.
Modernamente, esa novedad ha sido recuperada y reivindicada en el «personalismo» de
E. Mounier, que solo podía nacer en una sociedad cristiana.
Bastará, pues, con dejar constancia de que el cristianismo es la más antropocéntrica
de todas las religiones. Lo cual no es un mérito, sino tan solo un rasgo ambiguo. Pues
luego habrá que ver cómo se gestiona ese antropocentrismo que puede acabar
destrozando el planeta. Si el antropocentrismo deriva de que es Dios el que «justifica al
hombre», vale. Pero si con él quiere el hombre justificarse a sí mismo, habrá que rezar
con Blanco Vega:
«…mira que es desdecirte
dejar tanta hermosura en tanta guerra.
Que el hombre no te obligue, Señor a arrepentirte
de haberle dado un día las llaves de la tierra».

[2] Cuando leí ese testimonio en Le Monde Diplomatique, no pude menos de pensar con cierta sorna: en España
nos pasamos 40 años imponiendo la religión y hemos creado una sociedad casi atea. En Rusia se pasaron 70

115
años imponiendo el ateísmo y han creado una sociedad mucho más religiosa que la española…
[3] «Zeus» en griego, de donde viene nuestro vocablo «Dios».
[4] Por eso dije en otra ocasión que el tema del demonio significa en el cristianismo «la única dosis aceptable de
maniqueísmo», al afirmar que hay como un principio del mal, trascendente pero no divino. De todos modos,
lo necesariamente cristiano no es afirmar la existencia de Satán, sino que, si existe, está vencido.
[5] Mc 1,14; también Mt 4,23 y Lc 4,43, que concretan la expresión de Marcos como buena noticia «del Reino
(de Dios)».
[6] La palabra «reinado», poco atractiva para nosotros, ha nacido y cuajado en una particular experiencia
histórica del pueblo judío: a la breve chispa esplendorosa de David sigue el desastre de todos los reyes que
«no cumplieron la voluntad de Dios», acarreando mil calamidades al pueblo. Hasta que las gentes
comenzaron a pensar que solo estarán bien cuando el rey sea Dios y no un hombre. A nuestra democracia le
ha ocurrido algo parecido, pero parece que nosotros esperamos la solución no en el reinado de Dios, sino en
el de VOX…
[7] Cuando Tácito llama a los cristianos «enemigos del género humano», está queriendo decir enemigos del
imperio, que es lo que para todos los «ciudadanos romanos» bien estantes constituía el género humano. Los
esclavos, los de fuera del imperio, etc. no formaban parte de ese «género humano».
[8] El reino es femenino en griego; y el posesivo «su» está en masculino.
[9] Comenté algo más este difícil texto en el Cuaderno 177 de Cristianismo y Justicia: El naufragio de la
izquierda, pp. 7ss.
[10] Cf. Gal 4,6; 1 Cor 12,3; Rom 8,29.
[11] Ya en mi primera cristología destaqué que una de las razones por las que la iglesia primera llama a Jesús
«Dios» pocas veces (y tardías) es precisamente por la enorme ambigüedad de esa palabra. Cuando las
conductas han puesto de relieve lo que se entiende por «Dios», es cuando se atreven a llamar así a Jesús (cf.
La Humanidad Nueva, 201610, pp-265-266).
[12] Imagen de Dios, Hijo de Dios, Palabra de Dios… También el título de «único Sacerdote» o «único
Mediador». Incluso el de «Mesías», si se le aplica la transformación inesperada que recibe ese título: Mesías
Crucificado. Remito para todo ello a su tratamiento en La Humanidad Nueva.
[13] Lo dicho en estos últimos párrafos está más ampliado en los capítulos 3, 4 y 5 de Fe en Dios y construcción
de la historia.
[14] Amplié esos campos un poco más en Otro mundo es posible… desde Jesús.

116
CAPÍTULO 2

«Preparar el camino al Señor»


«Caracterizar lo más adecuadamente posible
la realidad del mundo actual
es necesario para la relevancia de la teología»
(J. SOBRINO, El principio misericordia, p. 47).

H AY UN VERSO en una célebre poesía de la literatura castellana (El Ama, de Gabriel y


Galán) que, después de decir que «cantaba el equilibrio de aquella alma serena» y cosas
así, concluye: «ella y el campo hiciéronme poeta». Parafraseando ese verso del poeta
extremeño, podríamos –deberíamos– decir muchos: «ella y el mundo hiciéronme
teólogo». Donde «ella» es la buena noticia de Dios, y «el mundo» es esta realidad, que
hay que caracterizar bien para dar relevancia a la teología.

2.1. El «principio misericordia»


La palabra que mejor define esa buena noticia es «misericordia». Por algo Francisco le
ha dado tanto relieve. A la teología le pertenece una mirada misericordiosa sobre la
realidad, mirada que brota del hecho de que Dios se ha revelado como «Amor». La
misericordia y el amor son críticos y exigentes, pero lo son desde el amado, no contra el
amado.
Del libro de Jon Sobrino citado al comienzo de este capítulo brotan algunas
caracterizaciones de la labor teológica cuando esta nace, no de una pretensión racional
de apoderarse de Dios, sino de la convicción de que Dios no se reveló como buena
noticia para los intelectuales, sino como «buena noticia para los pobres» (cf. Mt 11,5),
como escribió lúcidamente Antonio González.
Vamos a ver esas características.
2.1.1. En primer lugar, una especie de imperativo categórico de «despertar del sueño de
nuestra cruel inhumanidad». No es simplemente la preocupación kantiana por nuestra
mayoría de edad y por despertar del sueño dogmático. Es además, y sobre todo, una
preocupación por «saber mirar», por dejar de ser de esos a quienes tanto el Antiguo
Testamento como los evangelios critican, porque «viendo no ven y oyendo no oyen»,
despertando por fin de ese sueño letárgico de que habló el célebre sermón de Montesinos
en 1521 en La Española, dirigiéndose a los conquistadores: «¿Cómo podéis estar en
sueño tan letárgico dormidos?».
De ese sueño se despierta, por lo general, «con dolor y con angustia», porque no solo

117
cambia las respuestas, sino que nos cambia sobre todo las preguntas[15]. Un proceso
similar es el que se da en K. Marx cuando percibe que tanto Kant como Hegel como la
Revolución Francesa se han olvidado de las víctimas de la historia, cuando no las han
justificado. Lo que le lleva a proclamar, provocativamente, que nuestros presuntos
derechos del hombre son los derechos «del hombre alienado».
Quiero destacar eso porque ayuda a comprender la dura ofensiva contra los teólogos
de la liberación, tildándolos de «marxistas» y, por tanto, de proclives al ateísmo. Esa
acusación era, otra vez, una forma de «viendo, no ver» que ayudaba a los acusadores
(eclesiásticos, muchos de ellos) a no percibir la alienación de que les estaba acusando la
teología de la liberación. Les preocupaban mucho las alusiones a Marx, pero no les
molestaban otras formas de falsificación de Dios peores aún que su negación.
Y este despertar tiene una consecuencia importante:
2.1.2. Jon Sobrino ha definido también la teología como «inteligencia del amor»
(intellectus amoris), como contraposición y complemento de la otra definición:
«inteligencia de la fe» (intellectus fidei). De hecho, Pablo y Trento enseñaron que la
única fe realmente cristiana (justificante) es la fe que está configurada por el amor (fides
charitate formata).
No obstante, la teología de la Contrarreforma redujo demasiado la fe a su aspecto
meramente intelectual, haciendo del amor un mero mandamiento posterior y olvidando
la enseñanza de los escritos joánicos: «el que no ama no ha conocido a Dios». Y el que
no ha conocido a Dios ¿cómo podrá hablar correctamente de él?
Por eso, el gran valor de la definición de J. Sobrino es que en ella se unifican
«teología y praxis» (p. 67) y se produce así lo que J. L. Segundo se atrevió a calificar
como una «liberación de la teología». Se consigue además que la revelación no sea vista
como un mero listado de proposiciones sueltas e inconexas, (cf. pp. 72-73). En plena
coherencia con la Constitución del Vaticano II sobre la revelación.
En un mundo con tantas diversidades y diferencias, el amor se vuelve mucho más
necesario cuando lo que nos diferencia del otro es precisamente su sufrimiento, y un
sufrimiento que es además, en buena parte, injusto y fruto de la opresión. Si ese
sufrimiento no es un clamor que llega hasta el cielo y es escuchado por el mismo Dios, la
teología se convierte, según la atinadísima fórmula de Gustavo Gutiérrez, en teología
«de los amigos de Job», los cuales, al revés que Dios, no escuchan ese clamor que brota
desde el «egipto» de hoy, que es además un «egipto» mundial y no local. Y todo por un
afán de «defender a Dios» que busca, en realidad, defenderse a sí mismos.
De hecho, la teología se ha elaborado preferentemente ante las negatividades
humanas: de ahí la importancia de términos como «salvación», «liberación»,
«redención»… Pero hoy, ese «hecho mayor» de las víctimas de la historia engloba todas
las demás negatividades y nos interpela sobre nuestra relación con Dios (Mt 25,31ss) y
sobre el sentido que damos a nuestra vida personal y colectiva (p. 54). Lo cual, por
supuesto, no significa que no haya otros temas en la teología, pero sí que todos deben ser
abordados desde lo que luego han llamado algunos «el privilegio hermenéutico» de los
pobres, y Jon suele llamar «parcialidad».

118
Todo pensamiento humano se elabora desde una precomprensión (o modo de abrirse
a la realidad) y con una cierta pretensión de universalidad. Pero ese afán de universalidad
suele deformarse en la universalización de uno mismo y de la propia situación: Hegel
podía tener toda la razón cuando escribió que la verdad es la totalidad («das Wahre ist
das Ganze»); pero esa afirmación se convierte en falsedad radical cuando el ser humano
se totaliza a sí mismo. Por eso, Th. Adorno invirtió provocativamente esa verdad
hegeliana: el todo es lo falso («das Ganze ist das Falsche»). Y son precisamente los
pobres y las víctimas de nuestra historia los que, desde su alteridad radical, nos impiden
totalizarnos. Pues ¿qué es el amor verdadero, sino un profundo descentramiento ante la
alteridad, que nos impide apropiarnos de lo distinto o destruirlo para poder seguir siendo
nosotros el todo?

2.1.3. De ahí brotará una seria crítica al mundo occidental y la necesidad de «una
civilización de la pobreza» (I. Ellacuría).
Sobrino ha escrito que: «nuestro mundo occidental lo ha descubierto todo y lo ha
inventado todo, menos la justicia»… Esas palabras me evocan unos versos del viejo
dramaturgo Eurípides en su tragedia Hipólito: «¡Hombres que erráis en tantas cosas!
¿Por qué enseñar tantas técnicas? ¿Por qué inventar y descubrir todas las cosas, cuando
hay algo que no conocéis ni podéis todavía, y que es enseñar la bondad a quien carece de
ella?». Hay ahí un claro contraste con la otra concepción, más norteamericana, que brota
del dios-dinero y que ve en el mero progreso técnico (aun sin auténtico progreso
humano) una presencia o señal de Dios[16]. Lo cual favorece esa indiferencia de los
buenos, que es casi peor que la maldad de los malos.
Lo que significa la civilización de la pobreza es que los ricos han de dejar de ser
ricos: el manido argumento de que, poco a poco, los pobres vayan haciéndose ricos
(«desarrollándose», decimos con un eufemismo hipócrita) no se sostiene hoy, porque
destrozaría esta tierra ya gravemente enferma. Pero que el rico deje de ser rico, para
contentarse con una vida sobria[17], volvería del revés nuestro sistema económico,
montado todo él sobre la obsesión del máximo beneficio. Y eso es mucho más difícil que
enhebrar una aguja con una soga de barca[18].

2.1.4. Mística de la misericordia frente a mística del éxtasis


La necesidad de esa civilización de la sobriedad compartida solo puede entenderse y
articularse desde una vivencia mística de la misericordia. No se trata aquí de unas obras
sueltas que pueden tranquilizar nuestra conciencia, sino de una actitud inserta en lo más
hondo de la persona. No se trata de una misericordia «desnatada» (según preciosa
formulación de D. Soto ya en el siglo XVI): un sentimiento de compasión poco fecundo,
del que nos deshacemos con alguna pequeña acción asistencial. La tan citada profecía de
K. Rahner («el cristiano del siglo XXI será un místico o no será cristiano») no puede
quedarse en una experiencia interior que se cierra sobre sí misma, sino en un
enriquecimiento interior que se desborda y se vacía hacia fuera. Solo eso es
verdaderamente cristiano.

119
Esa misericordia «constitutiva», más que ocasional, llevará fatalmente al hambre y
sed de justicia (de las que hablaremos al final de este libro). Esa es, con palabras de
Sobrino, la única «reacción correcta ante este mundo sufriente». Pero con ello la
misericordia se vuelve inevitablemente conflictiva, como le ocurrió a Jesús de Nazaret.
Eso evitará también el protagonismo del misericordioso, quien solo es tal porque ha
experimentado la misericordia divina: «sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso» (Lc 6,36). Esa es la verdadera experiencia del Misterio, derivada de lo
que hemos llamado «intellectus amoris».
Creo sinceramente que esta teología, de haber sido universalmente aceptada, habría
bastado para desautorizar esas corrientes místicas actuales sobre las que acaba de alertar
la Congregación de la Fe, por el doble peligro en que incurren con respecto a la
salvación cristiana: un claro gnosticismo y un cierto pelagianismo (salvación por el
conocimiento y salvación por uno mismo) y, en definitiva, la no necesidad de un Dios
Salvador[19].
Esa otra pseudomística no es conflictiva. Más aún: sostiene y fortifica el sistema
injusto y genera modos de ver y pensar que nos vuelven inconscientemente ciegos.
Debería ser obligación de todos los dignatarios eclesiásticos no solo evitar esa ceguera,
sino ayudar a los fieles a no caer en ella.
Pero eso llama a la Iglesia a ser una iglesia descentrada, que «huela a oveja» más que
a sacristía o a incienso. Y la expone a ser atacada y perseguida. Esta es la verdadera
conflictividad cristiana de que hablábamos al final de la parte anterior y que ha sido
matriz de los mártires y testigos allí comentados.

2.1.5. «Lo divino de luchar por los derechos humanos»


Otra vez echo mano aquí de un título de Jon Sobrino que puede resumir todo lo anterior
y que parece condensar muchos desencuentros y hostilidades del mundo moderno para
con la Iglesia.
La Declaración de los Derechos Humanos promulgada por la Revolución Francesa
topó con una oposición radical, de parte sobre todo de Gregorio XVI, que la tomó como
una oposición a los derechos de Dios, sin percibir que la misma iglesia había tenido una
parte decisiva en la toma de conciencia de esos derechos, fruto de la dignidad divina del
hombre; y que el Dios revelado en Jesucristo es precisamente el garante de esa dignidad
humana de la que brotan los derechos humanos.
Esa absurda contraposición entre dos cosas que nunca debieron oponerse dio lugar a
una concepción de la libertad humana no como don de Dios, sino como oposición a
Dios. Con ello, la libertad fue desfigurándose hasta convertirse en egolatría y acabó
oponiéndose a la igualdad y la fraternidad, que en los comienzos iban estrechamente
unidas a ella.
Toda esta falsa hostilidad (injustificada al menos en sus orígenes) queda deshecha en
el título del presente apartado. Los derechos humanos y la lucha por su promoción, no
solo no son algo antidivino, sino que encierran algo divino: mucho más divino que el
culto, cabría añadir, remontándonos a los profetas de Israel. Gregorio XVI, creyendo

120
quizá defender a Dios (aunque queriendo, a lo mejor, defender inconscientemente su
propio poder), pasó también, como el sacerdote y el levita de la parábola, por delante de
tantos hombres heridos en su dignidad y en sus derechos más elementales. Aquel papa
premoderno no comprendió que el pasaje de Mateo 25 debe ser leído así en nuestra
modernidad: «venid, benditos de mi Padre, porque fueron pisoteados mis derechos
humanos, y vosotros los proclamasteis»…
Casi dos siglos después del patinazo de Gregorio XVI, en 1989, Juan Pablo II
proclamó, en la misma patria de la revolución, que «libertad, igualdad y fraternidad» son
palabras profundamente cristianas. Y 25 años más tarde, Francisco lanzó el programa de
una Iglesia «samaritana», desvistiéndola de los ropajes del sacerdote y el levita de la
parábola y vistiéndola a imagen de aquel que supo reconocer la dignidad divina del
hombre caído en la cuneta.

2.1.6. «Ser cargados por la realidad»


Ese doloroso despertar se produce también con gozo: como cuando uno siente que le han
operado de unas molestas cataratas y vuelve a ver claro; o que le han regalado «un
corazón nuevo» y está aprendiendo a amar. Por eso J. Sobrino añadió algo importante a
la célebre tríada de Zubiri-Ellacuría que describe la actitud verdaderamente humana ante
lo real: «hacerse cargo de la realidad» (limpieza cognoscitiva), «encargarse de la
realidad» (pureza ética) y «cargar con la realidad» (el dolor que puede implicar lo
anterior). A ese triple juego de palabras añade Sobrino el de ser cargados por la realidad,
el rasgo más típicamente cristiano, que baña los otros tres en una auténtica experiencia
de gratuidad y los convierte en «yugo suave y carga ligera».
Al hacerse cargo de la realidad, se comprende que pecado es lo que daña a los seres
humanos hijos de Dios, y que ese pecado se transmite masivamente a través de unas
estructuras en las que ha impreso su huella. Al encargarse de la realidad, surge la
llamada a denunciar el pecado como Jesús y los profetas, puesto que el pecado tiende a
enmascararse y justificarse. Cargar con la realidad supone «cargar con el pecado»; es
decir, fortaleza para mantenerse y suportar su maldad cuando se hace muy difícil
erradicarlo. Pero, al añadir a esa triple tarea el saberse «cargados por la realidad», brota
la misericordia también en forma de perdón.
Saberse pecador y perdonado es la única manera de abordar la revolución, no como
salvador y superior (que es el gran peligro de tantas izquierdas laicas), sino como
agraciado y agradecido. De este modo, como antes dijimos, la paulina «liberación por la
fe» se hermana con la lucha por la justicia.

✓ Para concluir
Un hecho mayor en nuestro mundo es la condición infrahumana y desesperada en que
sobrevive más de media humanidad. La parábola de Epulón y Lázaro es uno de los
textos fundamentales de nuestra historia, ampliada hoy con el dato de que Lázaro ya no
es un solo hombre, sino miles de millones, a los que se agrega un grupo de gentes que

121
contemplamos indiferentes la escena.
Es en este contexto donde debe situarse el tema de la divinidad de Jesús, como única
luz o palabra que nos diga algo para despertarnos de ese sueño de cruel inhumanidad. Si
en el siglo XVIII las primeras negaciones de la divinidad de Jesús, por parte de la crítica
histórica, se hacían como reivindicación de la ciencia y la razón contra una Iglesia
retrógrada, hoy se hacen más bien para apartar de nuestros ojos esas imágenes del Dios
«hecho pobre» y del «Dios de los pobres», contra una Iglesia que pretende enseñar eso.
Pero, dejando esa controversia, retomemos lo que ahora importa: ante ese hecho
mayor de nuestro mundo, la noticia de una encarnación de Dios, recapituladora de
todos los seres humanos, en un hombre concreto que se definió y se comportó como
«buena noticia para los pobres» (Mt 11,5), mantiene un significado único y fundamental
para nuestra historia.
Aceptando que muchos, con buena voluntad, no puedan creer esa noticia, por lo
increíble que parece, los cristianos deben conservar ese anuncio como verdadera
«reserva espiritual» de nuestra historia. Y podrán, por lo menos, anunciar la llamada y el
seguimiento del hombre Jesús (aun sin la fe teologal en Él) como camino humano
accesible a todos y que podrá llevar a cada cual adonde Dios quiera llevarlo.
En cualquier caso, el principio Misericordia (o el Dios revelado por Jesús) no podrá
ser realizado por nosotros si no es con la luz y la fuerza del Espíritu, que fecunda nuestra
carne para que germine en ella una nueva humanidad liberada, «ungida» de Dios. Lo
cual nos lleva a otro apartado.

2.2. «Donde está el Espíritu de Dios hay liberación»


Cuando, en la primera parte, hablábamos del Logos y el Tao, aludíamos ya a ese modo
de subsistir de Dios que los cristianos llamamos «Espíritu Santo». Al preguntar ahora
qué puede decir la teología en esta época «apocalíptica», pienso, en primer lugar, que es
preciso examinar qué es eso que hoy llamamos «experiencia del Espíritu».
He escrito repetidas veces (y no he sido el único en constatarlo) que la teología
occidental adolece de una llamativa falta de atención al Espíritu Santo y que esa laguna
se deja sentir hoy bastante[20]. Voces más analíticas podrán atribuir esa ausencia al
juridicismo romano o al intelectualismo griego, a una pretensión de «acaparar al
Espíritu» por parte de la curia romana, no dejándole soplar donde quiere, o a un
espiritualismo que no permite al Espíritu derramarse «en la carne» del Hijo, y este habría
sido el fallo de tantos movimientos pentecostalistas.
Pero esos análisis importan menos ahora. Lo decisivo es que esta parece ser la hora
de una seria reflexión pneumatológica. La misma teología de la liberación está llamada
hoy a ser una «pneumatología de la liberación». De hecho, ya en sus comienzos alertó
Gustavo Gutiérrez de que la teología de la liberación era «una forma de teología
espiritual». Aunque eso solo sirvió entonces para que la desacreditaran algunos
«logomaníacos» europeos.
Busquemos, pues, algunas pistas que nos permitan atisbar algo de esa pneumatología
de la liberación.

122
Una de las razones que hacen comprensible la pobreza de nuestra pneumatología es
que el Espíritu no puede tener palabra, aunque vaya siempre unido a esta. Hans Urs von
Balthasar decía que el Espíritu está «más allá del Logos», y algún santo Padre intentó
explicar eso afirmando que el Espíritu no es la palabra, sino «la voz» (el soplo) que
pronuncia la palabra.
Esta dificultad lingüística me ha llevado a veces a sospechar que una buena
pneumatología habría de tener el valor de hablar del Espíritu como «lo impersonal de
Dios», aunque para nosotros lo impersonal resulta siempre menos perfecto que lo
personal, y en Dios no cabe imperfección. Pero ya los mejores tratadistas de la Trinidad
(K. Rahner, entre ellos) han insistido en que el término «persona» se aplica al Espíritu en
un sentido «muy analógico», no solo con respecto a lo que ese término significa en
nosotros, sino también con respecto a lo que significa cuando lo aplicamos a las otras
personas de la Trinidad. Y sabemos, además, que ningún lenguaje sobre Dios puede ser
en absoluto cartesiano («claro y distinto»), sino dialéctico: san Agustín lo vivió como
profundamente inmanente y profundamente trascendente; hablamos de Él desde el ser y
«sin el ser»[21], como interior y exterior, como justo y misericordioso…
De hecho, muchos calificativos que el Nuevo Testamento aplica al Espíritu son de
carácter impersonal. Quizá valga la pena, pues, detenernos un poco en algunos de ellos.
2.2.1. El Espíritu, fuerza de Dios
Jesús muere entregándose «por (la fuerza) del Espíritu» (Heb 9,14). Cuando el Espíritu
desciende sobre María, la cubre «la Fuerza del Altísimo» (Lc 1,35). Más tarde, Jesús
inaugurará su ministerio regresando del desierto a Galilea «por la fuerza del Espíritu
Santo» (Lc 4,14); y los Apóstoles comenzarán a predicar «con audacia, llenos del
Espíritu» (Hch 4,31)[22]. También las imágenes bíblicas del soplo y del viento encarnan
esa idea de la fuerza.
No creo exagerado afirmar que la teología de la liberación nació por esa fuerza del
Espíritu de Dios que sopla donde quiere. Gracias a la fuerza de ese Viento, la teología de
la liberación, atravesó el desierto para regresar al terreno de la predicación de Jesús: a
«Galilea».
E hizo todo eso superando no solo lo «carnal» y el pecado de algunos de sus
protagonistas (que también), sino además las críticas y desautorizaciones de «sumos
sacerdotes y potentados» (Mt 21,23), que pretendían juzgarla preguntando con qué
autoridad actuaba así. Cerremos, pues, este apartado como cerraba Pablo su Carta a los
Romanos: que el Dios de la esperanza os colme de paz y de gozo en vuestra fe, para que
crezca cada vez más vuestra esperanza «por la fuerza (en dynámei) del Espíritu Santo
(15,13).

2.2.2. El Espíritu, resplandor de Dios


En lenguaje bíblico, el Espíritu es Luz y es vista. Ambas palabras han perdido fuerza
para nosotros, porque ya no tenemos la experiencia de lo que significaban la oscuridad y
la falta de visión en épocas en que no existían la luz eléctrica ni las gafas. No podemos

123
objetivar nuestros propios ojos para verlos y hablar de ellos (y si los objetivamos en un
espejo, no los veremos tal cual son, sino invertidos). Pero vemos con esos mismos ojos a
los que no podemos ver. De ahí la dificultad de hablar sobre el Espíritu, como no sea
describiendo sus efectos en nosotros; por ejemplo: que solo con esa Luz del Espíritu
podemos llamar «señores» a los pobres o invocar a Dios como «Dios de los pobres» y
como Abbá de todas las víctimas de esta historia.
Algo de eso quiso hacer la teología de la liberación. Y desde esta óptica
pneumatológica se comprende la discutida designación de la teología como «acto
segundo», propia también de G. Gutiérrez. Por eso ha podido dar la misma señal de su
misión que dio el Maestro: hay esperanza para los privados de ella y hay una buena
noticia para los pobres (cf. Mt 11,2ss).

2.2.3. El Espíritu, máxima interioridad de cada ser humano


Si somos capaces de amar con un amor como el de Dios y con esperanza, es porque «el
Espíritu habita en nosotros (Rom 5,5). Es así como el «dulce huésped del alma» se
convierte a la vez en «dulce refrigerio» y «padre de los pobres»[23]. Y es dato conocido
que en el Nuevo Testamento hay pasajes en que no queda claro si el Pneuma designa al
Espíritu Santo o al espíritu humano.
Etty Hillesum encontró a Dios en esa experiencia de lo mejor de la propia intimidad.
Sorprende la seguridad con que escribe en su diario: «dentro de mí hay un pozo muy
profundo, y ahí dentro está Dios. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese
pozo, y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo»[24].
A partir de entonces rezará Etty: «tu hogar, Señor, es mi interior». Encontrará a Dios
en esa profundidad propia purificada. Y este hallazgo no le impide (al revés: le
posibilita) encontrar a Dios fuera de ella, de modo que ese «continuo escucharme a mí
misma» se le convierte en «un escuchar a los demás y a Dios» (17de septiembre de
1942).
De aquí brotan tres observaciones importantes:
a) una cristología del Espíritu, que hoy tanto se ha reclamado con razón y que podría
orientarnos más hacia la intimidad de Jesús, no puede darse al margen ni en contra
de una cristología del Logos. Al contrario, es lo que la hace posible: «la relación
íntima entre la actividad del Espíritu y el misterio del Hijo en vistas a su realización
en el mundo se impone a la teología como un hecho de importancia capital»[25].
b) En segundo lugar, esta pneumatología camina al encuentro con místicas no
cristianas: el hinduismo, por ejemplo. Pero sabiendo que no se trata de una
afirmación abstracta de la propia interioridad divinizada, sino que es necesario bajar
concretamente hasta ella. Allí es donde se percibe que el encuentro con Dios en la
propia intimidad (o, dicho cristianamente, la experiencia del Espíritu Santo) nunca
termina en un quedarse allá dentro, sino en un «salir» hacia fuera. Porque, como
escribe muy bien Durrwell: «el que es el misterio íntimo es también la propensión
de Dios a salir de sí mismo. El Indecible lleva a Dios a decirse en su Palabra, en el

124
Mesías [= en la historia] y en la creación»[26]. Esta es, en mi opinión, la
irrenunciable aportación bíblica a las religiones de Oriente.
c) La teología de la liberación puede parafrasear así una célebre estrofa inicial de Juan
de la Cruz: «en esta tierra oscura, con ansias en amores inflamada», ha tenido la
«dichosa ventura» de salir hacia fuera de sí. Pero sale «estando ya su casa
sosegada». Esa ventura dichosa se expresó en aquello de que «los pobres nos
evangelizan» de lo que hablaremos más adelante. Pero requiere ese sosiego del
propio ego para poder ser paladeada.
2.2.4. El Espíritu es Amor
Para Pablo, caminar en el Espíritu y caminar en el amor son una misma cosa (Rom
8,4.5). Precisando aún más: el Espíritu es la apertura del amor o, como diría Ricardo de
san Víctor, la prueba de que el amor no es exclusivista y cerrado sobre sí mismo. Por eso
resulta muy significativo que, en su reflexión sobre la Trinidad, Ricardo no arranque de
un análisis abstracto del amor, sino de aquellos pasajes concretos de los Hechos de los
Apóstoles en que se habla del «comunismo» de la iglesia primera (Hch 2,44-47 y 4,32-
36), y vincule esa reflexión trinitaria con la idea del hombre como «imagen de Dios».
Ambas cosas son decisivas para una teología de la liberación, y vale la pena mirarlas un
poco más.
El amor es lo que da valor a las personas: el hombre tan solo es verdaderamente
hombre en el encuentro interpersonal[27]. Porque Dios tan solo es el Dios verdadero
como Amor, es decir, como Comunión Absoluta[28]. Si la experiencia del
acontecimiento de Jesucristo concluyó en la afirmación de que «Dios es Amor» (1 Jn
4,20), la reflexión sobre la Trinidad será una reflexión sobre el amor elevado al infinito.
El Padre es el amor que sale de sí mismo, y en ese salir es persona; el Hijo es el amor
recibido que, en ese recibir, cuaja como persona; y el Espíritu es el encuentro de ambos
en una mirada hacia fuera por la que esa unión absoluta no se cierra en sí, sino que se
vuelve fecunda y culmina en lo que Ricardo llama un «condilecto»[29]. Y ese
Condilecto es el que mantiene inseparablemente unidos al Padre y su Palabra,
culminando así (valga la expresión) el ser-persona de entrambos.
Dios es, pues, Donación, Comunión y Codilección. Habrá que recordar que,
aplicadas a Dios, también estas reflexiones tienen, como enseñó el Lateranense IV, «más
desemejanza que semejanza» hablando del lenguaje sobre Dios. Pero su valor teológico
radica (como el de toda buena teología) en su valor antropológico: de ellas brota que la
persona humana es, a la vez, sujeto-donación-y comunión. Y que las diversidades no
están para ser suprimidas ni dominadas, sino para ser respetadas en la comunión
igualitaria. Ahí reside la verdadera libertad para la que Cristo nos liberó (Gal 5,1).
Porque en Dios, amor y libertad se identifican. Mientras que en nosotros, citando otra
vez a Durrwell, «sin el amor, la libertad no se reivindica más que a costa de los
otros»[30].
La pneumatología de la liberación pone así de relieve la ausencia del Espíritu en un
primer mundo que se cree humanamente desarrollado y que (aunque nació de matriz

125
cristiana) se caracteriza por su absoluta falta de comunión, o de «codilección», con todas
las víctimas de esta tierra, generadas en buena parte por él mismo. Algo de esto atisbaba
la primera teología de la liberación al hacerse brotar de la experiencia del Éxodo tras la
opresión de Egipto, que ahora se globalizaba: «Egipto es el mundo», quería decir aquella
teología, parafraseando sin saberlo una frase de Agamben que luego citaremos. Y hoy
esa pneumatología sirve para denunciar que nuestra pretendida «globalización» es tan
solo una forma de tiranía ante la que el recurso al Faraón resulta también inútil, como lo
fue antaño.
Por supuesto, se trata únicamente de denunciar una situación, no a las mil excelentes
personas que pueden vivir en ella sin ser responsables de esa opresión, pero con la
amenaza de volverse cómplices de ella. Ahora bien, esa denuncia y la necesidad de salir
de tal situación ponen de relieve que el Dios de Occidente, infinidad de veces, no fue el
Abbá anunciado por Jesús, sino el «Predestinador» de Godescalco y de aquellos
calvinistas que emigraron a América del Norte buscando en el propio enriquecimiento la
prueba de que Dios estaba de su parte[31]. Pone de relieve que el Cristo de Occidente,
infinidad de veces, no es el Jesús «hombre para los demás», sino un nimbo de sacralidad
que rodea muchas veces al poder y no a la fraternidad. Por eso decíamos que, ante el
inmenso dolor de este mundo (dolor injusto, además, en infinidad de ocasiones), la
teología de Occidente puede acabar convirtiéndose en lo que G. Gutiérrez calificó como
teología «de los amigos de Job».
Digamos, para cerrar este largo epígrafe, que, como Jesús, la teología de la liberación
«puso en evidencia los corazones de muchos» (Lc 2,34), y esta fue la razón por la que
(como a Jesús) se intentó condenarla con el más negativo de los sambenitos del
momento. Pero, a pesar de ello, la pneumatología de la liberación pone de relieve que, si
aceptamos ese «amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu», estamos
sostenidos por «una esperanza que no defrauda» (Rom 5,5), ni aunque ese amor tenga
que actuar en medio del cautiverio o de la persecución.

2.2.5. El Espíritu, gloria y santidad de Dios


Gregorio de Nisa explica que la promesa de Jesús («les daré la gloria que Tú me has
dado») la cumplió cuando dijo: «recibid el Espíritu Santo»[32].
Pero «gloria» es una palabra muy imprecisa, porque, entre nosotros, alude a algo que
«se recibe» desde fuera. Y Dios no necesita que le demos ninguna gloria, ni se la damos
simplemente diciendo «gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo». Los cielos «narran»
esa gloria de Dios (Sal 19), pero no se la tributan.
Y es que la gloria de Dios es el mismo resplandor de su Ser, que llena el universo.
Por eso la Biblia la identifica prácticamente con la Santidad de Dios, la palabra mejor
que se encontró para señalar el resplandor de la Trascendencia divina («solo Tú eres
Santo…, llena está la tierra de Tu gloria»[33]), porque no alude a una trascendencia
meramente ontológica, sino que destaca el ámbito del Amor, la bondad, la misericordia o
la justicia.
Esa «gloria de su poder nos fortalece para ser pacientes y magnánimos con gozo»

126
(Col 1,11), porque la contemplamos precisamente en el «hacerse carne» de la Palabra (Jn
1,14). Por eso somos «santificados por el Espíritu»[34], y por eso el juicio de Dios tiene
lugar «ante la gloria de su fuerza» (2 Tes 1,9). Por eso también se pudo decir, desde los
inicios del cristianismo, que «la gloria de Dios es que el hombre viva»[35].
Por dar a Dios esa gloria verdadera, la teología de la liberación ha devuelto
credibilidad al cristianismo y ha puesto de relieve los corazones de muchos.

2.2.6. Consolador y Abogado defensor


Paradójicamente, y por lo incomprensible de Dios, el lenguaje «impersonal» es el que
más nos acerca a la personalidad del Espíritu: Él es también Consolador y Defensor,
mostrándonos así que, en el misterio infinito de Dios, lo impersonal no es accidente ni
imperfección, sino que es la suprapersonalidad misma de Dios. Esa fuerza del amor y esa
luz de la propia intimidad y el resplandor de ambas son lo que convierte al Espíritu en el
«otro Consolador» prometido por Jesús. Y lo que convierte el «ven Espíritu Santo» en la
plegaria más propia del cristiano.
La misión de Consolador puede, además, dar pie a la concepción del Espíritu como
«lo femenino de Dios», tal como está representado en la célebre imagen de la Trinidad
de la iglesia de Urschalling (Alemania), con casi mil años de existencia. Sin hacer
apropiaciones exclusivas, pero sí representativas, eso serviría para reclamar una
dimensión más femenina en la teología de la liberación, que tendiera tanto al cambio
imprescindible de estructuras como al cuidado personal[36], porque este devuelve a las
víctimas y a los excluidos el sentimiento de su dignidad, que es imprescindible y muy
consolador y que brotaba sencilla y constantemente en las homilías de Mons.
Romero[37]. Permítaseme concretar esto con un ejemplo vivido hace poco aquí, en
Barcelona:
Un grupo de gentes dedicadas al teatro estuvo durante una temporada en diversos
lugares de Grecia, escuchando a refugiados huidos de Siria, Irak etc. Con esos relatos
compusieron una pieza que fue leída en el Teatro Nacional de Barcelona en diciembre de
2017. Prescindiendo ahora de la buena calidad de la pieza y de la representación, el dato
que quiero destacar es que fue retransmitida por streaming, de manera que sus
protagonistas pudieron seguirla desde los lugares donde están ahora. Y, aunque
entenderían muy poco el catalán, el mero hecho de que su tragedia mereciera aquella
atención, aquel interés y aquella publicidad llegó tan adentro a los protagonistas que no
solo aguantaron las casi dos horas de representación, sino que, nada más concluir esta,
comenzaron a enviar whatsapps de gratitud a los actores del acto. El reconocimiento de
su dolor les devolvió la conciencia y la dignidad de personas.

2.2.7. En conclusión
No parecerá exagerado si concluimos parafraseando a san Pablo: donde esté el Espíritu
de Dios, allí habrá una teología de la liberación (cf. 2 Cor 3,17). Aclarando, como hiciera
antaño Hugo Assmann, que al hablar de «liberación», en vez de hablar de «libertad», se

127
destaca el carácter dinámico y nunca plenamente conseguido de esa libertad. Lo cual nos
lleva al apartado siguiente.

2.3. «Ya sí, pero todavía no»


Si el apartado anterior ha pretendido actuar como «acicate escatológico» (en expresión
del inolvidable J. Jiménez Limón), en este habrá que recurrir al tan europeo «reparo
escatológico». Así nos mantendremos en esa fórmula clásica de la teología: «ya sí, pero
todavía no».
La teología debe intentar, sencillamente, abrir y preparar caminos, porque el Espíritu
no actúa de manera mágica o milagrosa, sino haciendo posible que actuemos nosotros:
como prepararon ese camino del Señor el «fiat» de María, o el anuncio del Bautista, o
los envíos de los discípulos por Jesús, con la doble misión de anunciar y poner signos.
Pero, además, ese camino se abre en el desierto, lugar del hambre, la sed y la
tentación. Y aplicando esa denominación no a un lugar apartado de nuestro planeta, sino
a la situación misma de este mundo. Una tremenda experiencia de ese «desierto» lo
fueron en nuestros días los campos de concentración nazis. Y G. Agamben se atrevió a
escribir después, aludiendo a aquel horror: «el campo es el mundo»[38].
Para simbolizar esa tarea en el desierto pueden servirnos también las tres metas que
se asignaba a sí misma Etty Hillesum en su diario: «ayudar a Dios», convertirse en el
«corazón pensante» del campo y tratar de ser «bálsamo para tantas heridas». Una rápida
palabra sobre cada una[39].

2.3.1. Ayudar a Dios


Desde su experiencia espiritual, Etty no temió hablar así, aunque ese lenguaje pareciera
atentar contra la omnipotencia del Dios de los amigos de Job. Ese lenguaje suponía para
ella tratar de que no muera Dios (o no quede «enterrado») entre los mil escombros que
hay en el fondo de nosotros: en los opresores, por su inhumanidad; y en los oprimidos,
por su situación de infrahumanidad. Ese ayudar a Dios supone también, dicho ahora con
lenguaje teresiano, saber que «Dios no tiene otras manos que las nuestras». O, con
lenguaje de Vicente de Paúl, comprender que la mejor manera que tenemos de amar al
Dios Trascendente es amar aquello que Él ama, y que son los que Jesús llamaba
«bienaventurados».

2.3.2. El corazón pensante


La segunda expresión la acuñó Etty durante su estancia en el campo de Westerbork
(Holanda) como asistenta social, y la acuñó como una oración («permíteme ser el
corazón pensante de este barracón»[40]). En aquel lugar, dominado por la necesidad de
sobrevivir, de mantas, de alimento… que absorbía todo el tiempo y todas las energías de
la gente, ella se propone «estar presente… un poco como el alma de este cuerpo»[41],
procurando que la gente no se empobrezca humanamente. Pero atendiendo también a
que el dolor de la propia solidaridad no la ciegue a ella ni agoste su capacidad de

128
razonar, para saber encontrar las soluciones mejores o, en su defecto, las menos malas.
La genial propuesta de la teología de la liberación de convertir las ciencias sociales
en ayudantes de la teología (como antaño lo fue la filosofía, y sin dejar esta) puede
encontrar aquí una forma de expresarse. Y a la vez pone de relieve el fallo de aquellos
críticos que, ante el binomio «razón y fe» reducían la primera a una razón fría, abstracta,
y no a una razón cordial.

2.3.3. Bálsamo
El bálsamo es una expresión de humildad. La teología de la liberación no pretendió ser
salvadora. Pero esto tampoco justifica la pereza ni esa indiferencia que pasa por ser el
mayor pecado de hoy (incluso mayor que la misma opresión). Etty habla en otro
momento de «llevar flores y frutos a cada trozo de tierra adonde uno va»[42]. Esa tarea
implicará el contacto directo con la gente, para que la opresión no sea cuestión de cifras
y estadísticas abstractas, sino de rostros muy concretos e interpeladores[43]. La llamada
«teología del pueblo», que algunos quisieron oponer interesadamente a la teología de la
liberación, se convierte aquí en una gran ayuda para esta.

CONCLUSIÓN
Esa parece ser la tarea de la teología como «preparación del camino del Señor en el
desierto». Un desierto, y una tarea que, hace ya cincuenta años, fueron descritos así por
Hugo Assmann: «si la situación histórica de dependencia y dominación de dos tercios de
la humanidad, con sus 20 millones anuales de muertos de hambre y desnutrición, no se
convierte en punto de partida de cualquier teología cristiana hoy…; es necesario salvar a
la teología de su cinismo… Frente a los problemas del mundo de hoy, muchos escritos
de teología se reducen a mero cinismo»[44].
Por duras que parezcan esas palabras, no hacen más que tomar en serio el aviso,
tantas veces citado, de G. Gutiérrez sobre el peligro de hacer «una teología de los amigos
de Job». Si eso aún molesta, evoquemos a Joaquín de Fiore, que anunciaba «una era del
Espíritu», pero matizándole: no una era definitiva o paradisíaca, sino recuperadora de ese
olvido del Espíritu que ha dañado a la teología occidental y se intenta superar desde
Vaticano II.
Sin duda, el cambio estructural (que sería convertir el desierto en tierra fértil), sigue
siendo objetivo primario. Y, al menos, se han instaurado ya expresiones como la de
«pecado estructural» o injusticia estructurada (Juan Pablo II). Pero esa es tarea a largo
plazo y de resultados inciertos, porque apela a las libertades humanas. Para posibilitar el
trabajo hacia esa meta es urgente hoy crear «oasis en el desierto neoliberal», que tantas
veces impide la plenitud.
¿Es eso resignación? Creo que es más bien esa extraña experiencia del Espíritu que
nos permite decir muy desde dentro: trabajamos mucho y no hacemos nada; aspiramos a

129
mucho y no nos decepciona nada; tropezamos y seguimos adelante; hacemos la guerra
con mucha paz… Como le ocurría a Pablo: «ultrajados, respondemos con bendiciones;
perseguidos, aguantamos; difamados, rogamos. Hemos venido a ser como desperdicio de
todos hasta hoy» (1 Cor 4,13). Pero aquí estamos.
La labor teológica se convierte así en aquel «viejo tambor» de la canción: es lo único
que posee el pobre teólogo. Pero le sucede también, como al tamborilero, que «cuando
Dios me vio tocar ante Él, me sonrió…».
Resumiendo: la misión de la teología, como humilde preparación de camino al Señor,
implica, como hemos intentado decir, una gran honradez con lo real y una escucha dócil
del Espíritu. Si las partes anteriores de este libro han buscado esa honradez con lo real,
quedaría ahora preguntarse qué es lo que nos dice y qué tareas nos marca el Espíritu en
este siglo XXI.
Intentemos algo de esa escucha en el capítulo siguiente.

[15] «El rompecabezas que es la vida humana, cuyas piezas se descompusieron al pasar por la Ilustración y sus
cuestionamientos, volvió a descomponerse de nuevo al enfrentarnos con los pobres de este mundo» (p. 15).
Todas las páginas que aparezcan citadas sin referencia de obra son del libro de J. Sobrino que abría este
capítulo.
[16] Así entendemos hasta qué punto esa Europa que se cree modélica y que ha acabado llamando «trata de
personas» a lo que era salvar vidas humanas, ha ido negándose a sí misma al caer en la órbita del dios dinero,
suscitando esa doble reacción de atracción y desprecio de que hablamos en la Segunda Parte.
[17] Para evitar malentendidos, prefiero sustituir la expresión de Ellacuría por la de «una civilización de la
sobriedad compartida» (y no de la pobreza). Aunque eso tampoco arreglaría nada, ante la obstinación de los
epulones de esta tierra, que, según el evangelio, no cambiarán ni aunque venga alguien del otro mundo a
decírselo.
[18] He comentado en otros lugares que la palabra aramea que traducimos por «camello» puede significar también
«soga (de barca)». Lo cual encaja mucho mejor con el contexto vital de Jesús.
[19] Este comentario puede resultar excesivamente primermundista, porque es en el mundo (pseudo)desarrollado
donde han aparecido estas místicas más espiritualistas que espirituales. Para América Latina, sin embargo,
convendría estudiar hasta qué punto la desgraciada condena de la teología de la liberación por la
Congregación de la Fe (en 1984) es un factor que ha contribuido al avance de las sectas norteamericanas en el
Sur, al dejar la impresión de que la «puerta estrecha» del compromiso liberador era una puerta falsa.
[20] Remito al último capítulo de Herejías del catolicismo actual, Madrid 2013.
[21] Así, Jean L. MARION, Dieu sans l’être, Paris 2013.
[22] Esa audacia en el hablar (parresía), tan típica del Nuevo Testamento, aparece por primera vez como fruto de
la presencia del Espíritu.
[23] Expresiones todas de la célebre secuencia de la misa de Pentecostés.
[24] 26 de agosto de 1941. El título del diario es Una vida conmocionada. La edición castellana de editorial
Anthropos es de 2007.
[25] F. J. DURRWELL, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1983, p. 36. Subrayado mío. Eso es lo que quizá
no vio la cristología de R. HAIGHT (Jesús, símbolo de Dios), valiosa por otra parte.
[26] Obra citada, p. 40.
[27] Como enseñará más tarde el personalismo de Mounier. De ahí su talante tan cercano a la teología de la
liberación.
[28] Ricardo se aparta así del enfoque individualista agustiniano, que ha marcado mucho más a Occidente y que
acabó convirtiendo el tema de la Trinidad en una verdad inútil (Kant) o en una especulación de matemáticas
irracionales.

130
[29] Recordemos la frase antes evocada: «amor no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma
dirección».
[30] Obra citada, 186.
[31] Aludo solo genéricamente a la tesis de Max Weber, sin entrar en la discusión posterior de si aquella teología
era verdaderamente la de Calvino. En todo caso, sí creo que aquella teología es la que acabó corrompiendo el
precioso «sueño americano» inicial.
[32] PG 44, 1117. Es de una de sus homilías sobre el Cantar de los Cantares.
[33] Cf. Is 6,3.
[34] Rom 15,16; 1 Cor 6,11; 1 Pedro 1,2…
[35] Es sabido que esa expresión (gloria Dei vivens homo) proviene de san Ireneo (del siglo II), y que Mons.
Romero, en su discurso de Lovaina, parafraseó como «gloria Dei vivens pauper».
[36] Leonard Ragaz hablaba, ya a comienzos del siglo pasado, de la misión del médico y la de la enfermera. Esta
es absolutamente imprescindible, aunque sea insuficiente. Y aquella resulta poco humana sin esta. Otra vez,
no se trata de tomar ambos términos como definiciones, sino solo como representaciones.
[37] Ya en 1980, en un soneto dedicado a la muerte de Mons. Romero, hablé de «devolver al pobre la primicia /
de dignidad ganada al escucharte».
[38] Repetidas veces en Homo Sacer.
[39] Cf. 11 y 12 de julio de 1042, pp. 137-143 del diario citado. Las comenté un poco más en Etty Hillesum: una
vida que interpela, Sal Terrae, Santander 20083, pp. 70-73.
[40] 3 de octubre de 1942, p. 193 del diario.
[41] 16 de septiembre; p. 167.
[42] 2 de octubre; p. 155.
[43] «Me gusta tener contacto con la gente» (4 de octubre, p. 194).
[44] Opresión-liberación: desafío a los cristianos, Montevideo 1971, p. 51.

131
CAPÍTULO 3
«Quédice el Espíritu a las iglesias»
(La teología del siglo XXI como escucha del Espíritu)[45]

El siglo XX fue un siglo de grandes figuras a las que se podría calificar como
teólogos «del logos» (Barth, Rahner…). Ellos hicieron la fe cristiana
suficientemente inteligible para el hombre moderno. Pero, entonces, es el
momento de volver otra vez a las palabras ya citadas de Tomás de Aquino: la
teología no consiste solo en «hablar de Dios», sino también en «hablar de las cosas
desde Dios».
Esta me parece tarea indispensable para la teología del futuro: que, así como
Etty Hillesum escribía que a veces «es Dios el que reza a Dios desde mí»,
pudiéramos decir que es Dios el que habla a la humanidad desde la teología. Quizá
por eso parece que desaparecen hoy los grandes maestros, y la teología pasa a ser
tarea de comunidades, más que de grandes genios individuales.
Recogeré ahora cosas dichas en otros lugares. Pero quizá las cosas necesitan
ser repetidas para que acaben entrando en muchas gentes que tienen (verdaderas o
falsas) otras mil preocupaciones. Y, buscando ese carácter de escucha del Espíritu,
seguiré el esquema clásico: ver, juzgar y actuar.

I. VER
Comencemos por una rápida panorámica de nuestro ámbito religioso, hoy y aquí.

3.1. «La teología del futuro será mística o no será teología»


3.1.1. Hoy
Es innegable que vivimos una época de búsqueda de «espiritualidad», aunque cada uno
entenderá esta palabra de forma distinta: se habla de mística, de recuperar la
contemplación, de espiritualidad sin religión, de espiritualidad sin Dios…
Antes de analizar el síntoma, apuntemos sus posibles causas:
a) La sociedad de consumo ha acabado creando una sensación de vacío: hoy
descubrimos que el hombre vive para algo más que para consumir, por mucho que la
publicidad y los economistas traten de negarlo o busquen convertir la espiritualidad

132
en otro producto de consumo.
b) Esa demanda de espiritualidad puede brotar de una sensación de cansancio o
decepción ante muchos pasados revolucionarios, tachados hoy de voluntaristas y
decepcionantes en sus resultados.
c) Finalmente, un mundo secular y de una pluralidad tan desconcertante que ha
engendrado «la era de la posverdad» (sucesora de la modernidad y la
posmodernidad) produce una sensación de pérdida de identidad que buscará apoyos
o gratificaciones en el campo de la experiencia y la intimidad.
Sensación de vacío, decepción, pérdida de identidad… nos van llevando a recuperar
esas preguntas eternas: ¿para qué vivo? ¿Puedo ser feliz? ¿Quién soy yo?
De hecho, cuando Rahner hablaba del cristiano del siglo XXI como un «místico»,
añadía esta simple explicación: «es decir, habrá experimentado algo». Este pronóstico
intuitivo pudo brotar de una proyección de los tres rasgos que acabamos de enunciar.
Hace años también, X. Zubiri distinguía entre lo que es «una creencia en Dios» y lo
que es «fe en Dios». En el primer caso se afirma a Dios a través de la razón, pero solo se
llega a un Diosexplicación, como ya vimos. Es un camino de abajo-arriba que lleva a lo
que Tierno Galván llamaba «el Fundamento», desde la experiencia de falta de
fundamento de todo cuanto existe[46]. También la experiencia de la total relatividad y
movilidad de todo cuanto vemos existir lleva a postular algo Absoluto: llámesele «Ser
Necesario», «Idea del Bien» o «Motor inmóvil»…
No importa ahora si esos argumentos son pruebas contundentes o simples indicios y
señales o caminos («vías», dijo santo Tomás). Lo que importa es que ellos solos no
resuelven el problema humano, porque generan todas las preguntas propuestas en el
primer capítulo de esta cuarta parte: ¿qué (o quién) es ese Fundamento?
En cambio, la segunda actitud citada por Zubiri (fe en lugar de creencia) no alude a
un «Dios-explicación», sino a una comunicación de Dios que genera una confianza, fruto
de una experiencia. El acceso a Dios no va entonces de abajo-arriba, sino de arriba-
abajo. Lo que Rahner calificó como «mística» es la experiencia de que el hombre está
invitado a fiarse de ese Algo misterioso que puede estar detrás de todo y al que hemos
dado en llamar «Dios».
No quisiera contraponer ambos caminos: si el Dios de la razón puede quedarse en
un dios ajeno, el Dios de la mística suele ser falsificado al formular esa
experiencia. Tomás de Aquino fue muy necesario en el siglo XIII para dar un
poco de rigor a la teología. Pero luego fue necesario superarle para que la teología
no se convirtiera en un puro juego especulativo y sin vida. Los místicos
«clásicos» coinciden en afirmar que todo cuanto explican no consigue expresar
aquello que habían experimentado. Y los salmos, que contienen algunas de las
mejores páginas de la historia como formulación de esa experiencia de confianza,
tienen otros textos en los que, al tratar de historizar los fundamentos de esa
confianza, la deforman contando una historia desfigurada o incluso justificadora
de la violencia…

133
Pero, aun sin contraponer los dos caminos, creo que la pregunta más primaria de la
teología en este siglo XXI no será aquella de «¿por qué hay algo, más que nada?», sino
«¿por qué hay tanto sufrimiento injusto?».
3.1.2. Aquí
En España, ese afán de experiencia espiritual tiende a buscarse fuera de la Iglesia: hay
una pérdida de confianza en ella, producida por unas jerarquías más cercanas a los ricos
que a los pobres, más atentas a hablar desde la imposición que desde la libertad, y
anunciadoras de un cristianismo reducido casi solo a moral sexual y a una serie de
dogmas desconexos y sin lo que Vaticano II calificó como «jerarquía de verdades». Un
cristianismo mantenido desde la presión social había de derrumbarse en buena parte con
la llegada de la libertad (como está ocurriendo hoy en Polonia). Nuestro episcopado
(salvo memorables y arrinconadas excepciones) no supo leer los signos de los tiempos y,
como ya vimos, ha dado pie a una reacción unilateral y resentida (pero comprensible) de
muchos medios de comunicación. El resultado ha sido: una descristianización rápida y
agresiva, una orientación casi fundamentalista de los sectores y movimientos más
conservadores (que se centró en los seminarios de Cuenca y Toledo) y un grupo de
cristianos admirables a los que Vaticano II abrió a la experiencia del encuentro con
Jesús, pero cuyos hijos se han encontrado a la intemperie y con grandes dificultades para
alimentar una fe que ha ido quedándose mortecina.
De esos tres grupos, el que más afecta a estas reflexiones es el primero (los
descristianizados). Una parte de ellos, al sentir la necesidad de aire en esta España
obtusa, chata, inflada e injusta, fueron a buscar ese aire en Oriente. Y, como suele pasar
cuando se idealiza algo conocido solo desde lejos, en un Oriente al gusto propio. Por eso,
si Nietzsche calificó al cristianismo como «platonismo para el pueblo», me temo que la
espiritualidad buscada ahora sea solo una especie de «budismo para el pueblo». De «una
vela a Dios y otra al diablo», pasamos a «una vela al Zen y otra al Dinero».
Nada de eso va contra Buda, de quien hablaremos después y a quien apliqué en
otro lugar aquellas palabras de Jesús sobre Juan Bautista: «nadie mayor que él
entre los nacidos de mujer». Pero sí va contra esa manera fácil de buscar
espiritualidad entre nosotros a la cual, aunque haya que reconocerle la necesidad
de «sacar la cabeza del agua para respirar», también hay que pedirle luego que no
se comporte como Pedro en el Tabor, pidiendo hacer tres tiendas para quedarse
tranquilos allí, negándose a abrir los ojos para no ver más que «solo al hombre
Jesús».

3.1.3. En la Iglesia
Tras la discusión bisecular sobre «el Jesús histórico y el Cristo de la fe», los estudios
históricos y bíblicos parecen haber entrado hoy en otra investigación que podríamos
titular como «la comunidad histórica y la Iglesia de la fe». Ello está dando lugar a mil
estudios sobre el cristianismo primitivo, sus formas de vida y su propagación.
Prescindiendo ahora de lo que esto deberá suponer para la presencia cristiana en la

134
sociedad secular (de lo que hablaremos al final de este capítulo), se va poniendo de
relieve que el primer cristianismo, más que una doctrina, era sobre todo una
experiencia espiritual que llevaba a una ética muy seria y a una celebración que
sustituía a lo que llamamos «culto». Los teólogos deberán estar muy atentos a toda esta
nueva corriente[47].

II. JUZGAR

3.2. Mística «de ojos abiertos»


Esta panorámica sugiere que la teología del futuro habrá de ser, sobre todo, una
«teología fundamental-mistagógica»: que acerque a la fe no por argumentos extrínsecos
(como los clásicos tratados antiguos), sino por el valor intrínseco y las resonancias
práxicas de su anuncio. J. B. Metz, el gran teólogo fundamental del siglo XX, reclamó
siempre una «teología fundamental práxica». Esa tarea la anuncian muchos títulos
programáticos de su obra: una «teología política», y una «memoria passionis» que estén
«más allá de la religión burguesa». Y ese programa brota de una «mística de ojos
abiertos»…
Metz ha insistido en que la única mística cristiana posible es una mística «de ojos
abiertos», a la que la experiencia espiritual lleva a encararse con la realidad, en lugar de
huir de ella. En seguimiento suyo publiqué en los años ochenta la nota antes citada:
«Mística del éxtasis y mística de la misericordia». Si vuelvo a evocarla ahora, es porque
se abría con un texto del clásico Eros y Agape, de A. Nygren, donde avisa que: «el
misticismo puede revelarse como la forma más refinada y la culminación de la piedad
egocéntrica». Pongamos «piedad individualista» para no caer en críticas fáciles; pero la
disyuntiva no cambia. ¿Por qué?
Si algo ha puesto de relieve la teología en los años del posconcilio es que el
cristianismo es intrínsecamente comunitario: tan comunitario como individual. Esa
teología responde, además, a una antropología más verdadera, en la línea del llamado
«personalismo» de E. Mounier, tantas veces evocado. Sin ella, la actual búsqueda de
espiritualidad puede provocar una paráfrasis de aquella crítica de Marx a la religión: «el
hombre hace esa espiritualidad; esa espiritualidad no hace al hombre».
¿Por qué? Para responder a esa pregunta debemos echar una rápida ojeada a nuestro
mundo pseudoglobalizado, recogiendo cosas dichas en las dos primeras partes de este
libro.
a) Encontraremos, en primer lugar, un incremento impresionante, y además público y
publicado, de las diferencias y desigualdades entre los seres humanos. Esas
diferencias descomunales tienen un doble efecto: o un «efecto llamada» que da lugar
a migraciones masivas e incontrolables, o un «efecto venganza» que dará lugar a
terrorismos tan brutales como bien organizados. Ambos efectos irán haciendo que el
miedo nos atenace, generando esos movimientos racistas de extrema derecha que ya
pululan entre nosotros y que, si un día llegan al poder, aplicarán una eutanasia

135
camuflada a nuestras democracias y a las libertades que tanto costó conseguir.
b) Fomentando esa corriente encontraremos una presencia creciente de odios y
desprecios entre los seres humanos, por motivos diversos según países: diferencias
de género, religión, raza, lengua, patria, costumbres o cultura…
c) Y entre esas mentalidades que viven «mirando adelante con ira» será cada vez más
difícil entenderse, porque lo que cuenta y lo que vale ya no son las razones y
argumentos, sino los sentimientos. Así hemos entrado en esta hora de la posverdad
(o de la posthumanidad, como ya advertimos).
Lo malo de esta triple caracterización no es su enunciado teórico (y, por tanto,
indoloro), sino la cantidad increíble de sufrimiento que está sembrando en el planeta.
No hablamos ahora de rasgos abstractos, sino de personas concretas. Y eso significa:
hambrientos, cadáveres en el Mediterráneo, mujeres que han visto morir a sus hijos,
hijos que han visto morir a sus padres en una de esas huidas desesperadas, niños
esclavos, tráfico organizado de muchachas para la prostitución, sin que esto parezca
importar demasiado a algunas pretendidas feministas aburguesadas… Significa también
Sudán, Siria, Lesbos, palestinos que ven derribada y ocupada impunemente su vivienda;
Honduras, Brasil y los nuevos golpes de Estado (ya no militares, sino políticos y
mediáticos), Guatemala y los tristes trenes que atraviesan México desde Centroamérica
hasta los Estados Unidos… Añadamos, además, la amenaza ecológica que se cierne
sobre un planeta que consume cada año más de lo que puede reponer, mientras nosotros
pretendemos curar ese cáncer solo con vitaminas y paracetamoles… Ya dije en el
prólogo que es esa situación espantosa la que ha puesto en marcha estas pobres páginas.
Es imposible que una situación como esa no afecte para nada a esa reflexión sobre
Dios que llamamos «teología». Porque, ante semejante panorama, es inevitable la
pregunta de si se puede huir… o vivir al margen de ello. Y la respuesta nítida es: un
cristiano no puede vivir al margen de ese mundo, ni aunque se limite a condenarlo
teóricamente y pretenda que está buscando experiencias místicas. Porque, ante la
acusación clara de Jesús, «tuve hambre y no me disteis de comer», no valdrá la
respuesta: «Señor, estaba buscándote a Ti por otro lado»[48]…
Albert Camus nos dejó esa misma pregunta en una novela que pretendía ser parábola
de nuestro mundo y hoy lo es mucho más: «¿puede un hombre ser feliz en una ciudad
infestada por la peste?». La respuesta teológica es que no. O, mejor, que en esas
situaciones solo será dignamente humana otra clase de felicidad.

3.3. «Felices los misericordiosos»


La experiencia espiritual, que deberá ser punto de partida para la teología del siglo XXI,
está siendo vivida ya por esas personas y comunidades cristianas evocadas, que brillan
como estrellas luminosas en la noche de nuestra hora histórica. Y, además, la dejó
formulada Jesús de Nazaret en una proclama que después analizaremos brevemente para
cerrar estas páginas: «dichosos los que reaccionan con misericordia y hambre de

136
justicia» (Mt 5,6.7) ante situaciones como la evocada en el apartado anterior (recogida
en Lc 6,20-23).
Notemos, de momento, que esos pasajes no hablan en tono imperativo ni de
obligación moral, sino como sabiduría, como iluminación: ese es el camino de la única
felicidad posible y única legítima en este antimundo que hemos construido. Tal
experiencia empalma con aquella otra que dio origen al judaísmo: cuando Dios se revela,
«no da su Nombre»; no dice si es el Ser Necesario o la Causa Incausada o algo así; tan
solo dice que ha visto la opresión y desea crear un pueblo libre y fraterno, «luz para
todas las gentes». En esa misericordia y hambre de justicia liberadoras late una
experiencia de Dios que cuaja en estos dos principios fundamentales:
a) Las víctimas de esta historia (pobres, hambrientos, maltratados…) son los
preferidos de Dios y los señores de Su proyecto sobre el mundo.
b) Los verdugos de la historia (epulones, millonarios, desentendidos, perseguidores…)
son malditos de Dios, y su salvación es algo tan imposible como enhebrar una
aguja con una soga de barca[49].
Toda teología futura que no brote de estos dos principios no pasará de ser «bronce
que suena o címbalo que retiñe»[50]. Por eso convendrá explicar un poco el fundamento
de esta tesis central.

3.4. Un Dios «total» (kat-holikós)


Escribí en otro lugar, de manera algo simplificada, pero válida como pedagogía, que la
experiencia de Dios en la historia del planeta Tierra se ha dado de la siguiente forma:
– En el Oriente, Dios se ha manifestado por su Espíritu como lo más profundo de la
intimidad personal, lo mejor y más valioso de la propia interioridad: el mantra hindú
«atman-Brahman» y esa palabra «advaita» (no dualidad), de moda hoy entre
nosotros, sirven para visibilizar esta afirmación.
– En el continente americano, la experiencia de Dios parece más vinculada a la tierra y
a la naturaleza. No en el sentido idólatra del dios sol y demás, sino en el sentido
experiencial del respeto a esa madre (Pacha-mama) a la que debemos la vida.
– En el área donde nace y cuaja la tradición judeocristiana se vive la experiencia de
Dios en la historia. Dios se revela, sobre todo, como el Liberador que pretende
construir «un pueblo» ideal que sirva de luz para todos.
Esa experiencia no niega las otras dos, pues todas han brotado del mismo Espíritu. Y
no solo no las niega, sino que las necesita; porque una búsqueda de Dios en la historia
que no parta de una profunda mística interior degenera en un prometeísmo abocado al
fracaso. Y una divinización de la historia ajena al respeto a la naturaleza, degenera en
una destrucción del planeta sobre la que hoy nos avisa el drama ecológico.
No las niega, pues, sino que las necesita. Y las completa: porque una búsqueda de la
propia riqueza interior al margen de la historia puede degenerar en una justificación de

137
los parias y de las diferencias entre los seres humanos. Mientras que un respeto a la
naturaleza desligado de la historia puede degenerar en un conservadurismo cerrado a
todo progreso.
Oriente y Amerindia son, por tanto, como dos colores que deben teñir ese
monoteísmo característico de lo que nosotros llamamos «Occidente», convirtiéndolo así
en lo que A. Gesché calificó lúcidamente como un monoteísmo relativo (en sentido de
«relacional», no de «débil»). No se trata, pues, de rechazar sin más, sino de completar y,
al completar, matizar.
La experiencia del Dios de Jesús, punto de partida de toda teología cristiana, implica,
pues, el encuentro con el Espíritu en la propia intimidad («luz de los corazones» que
«visita las mentalidades de los suyos») e implica también el encuentro con el Padre ante
el misterio de la naturaleza que nos envuelve («los cielos narran la gloria de Dios, y el
firmamento anuncia sus obras»). Pero ambos, como soportes del encuentro cristiano con
el Hijo, anonadado en los crucificados de la historia («a Mí me lo hicisteis»).
Y desde aquí ¿cómo habría de ser la teología del futuro?

III. ACTUAR

3.5. Teología de la cruz, no teología de la gloria


Como redacté estas líneas en 2017, aniversario de la Reforma, quisiera reformular lo
anterior rescatando una propuesta del reformador Lutero, limitada quizá, pero
absolutamente fundamental: la verdadera teología no especula sobre la grandeza
inaccesible de Dios, como si pretendiera apresarlo en la pobre razón humana (porque
así no hará más que idolatría), sino que busca adorarlo allí donde no aparece: en el
llanto de un niño que clama por el pecho de la madre, o en el grito del hombre que
pregunta a Dios por qué le ha abandonado… Conocer a Cristo no es saber que tenía «una
subsistencia y dos naturalezas»[51], sino que, en la fórmula clásica de Melanchton,
«conocer a Cristo es conocer sus beneficios». O en fórmula también clásica de la
teología de la liberación, «conocer a Cristo es seguirle».
Añadamos a ese modo de ver un matiz que supera el individualismo de Lutero (y
tuvo que ver en su falta de entendimiento con Thomas Müntzer): los beneficios de Cristo
no son solo mi perdón particular, sino, sobre todo, el anuncio de la paternidad universal
de Dios y de la posibilidad real del reinado de esa paternidad sobre toda la tierra (tal
como expusimos en el primer capítulo de esta Cuarta Parte), que convierte a todos los
seres humanos (enemigos propios incluidos) en «hijos de un mismo Padre» (Mt 5,45).
La teología de la cruz no es propiamente una teología negativa, sino una teología de
la historia. Por eso hablaremos después de un «apofatismo jesuánico» como descripción
de esa verdadera mística cristiana.
Desde aquí, debe quedar claro algo que últimamente se ha repetido varias veces pero
que aún no forma parte de los imaginarios y las conciencias teológicas: el tema de los
pobres y las víctimas de la historia no es, ni puede ser, un capítulo más que se añade a la

138
teología, la cual, además de hablar de los sacramentos, de la Iglesia, del más allá y de
otros tratados, hablaría también «de los pobres», como si se tratase de una nueva
asignatura. Así, acabaríamos pasando de teología a mera ética. No es un capítulo más,
sino «un objeto formal», un paradigma o un punto de mira desde el que se enfocan todos
los demás tratados. Como dije en otra ocasión, no se trata de que, además de cristología,
trinidad, sacramentología, etc., haya otro tratado titulado «teología de la liberación»; se
trata, más bien, de hacer una cristología de la liberación, una eclesiología de la
liberación, una sacramentología de la liberación, etc.
Hoy se mira la Cristología como un imaginario latente que marca toda la reflexión
teológica (la matriz, decíamos en el capítulo primero de esta parte). Esto podrá
modificarse algo en un futuro donde el marco de reflexión no será tanto el ateísmo como
la pluralidad de religiones; por tanto, será un marco más teo-lógico que cristo-lógico.
Por eso insistimos en la importancia de Jesús como Revelador de Dios.
Pero también ahí deberá seguir vigente la afirmación de Benedicto XVI en
Aparecida: el tema de «los pobres» (de los sufrientes y las víctimas de la historia) no es
simplemente un tema ético, sino cristológico. No es que se prescinda de la ética; pero se
la trasciende. Y si es así, también el tema de los ricos deja de ser un tema meramente
ético, para ser un tema teológico. Detalles que, sin duda, están aún por incorporar
plenamente en la reflexión futura.
Esta reconversión cristológica, con la pneumatología que implica, se va abriendo
camino hasta marcar nuestra hora actual. Veámoslo desde otra óptica.

3.6. Contra toda idolatría


He comentado en otro lugar[52] la visión de K. Jaspers cuando habla de una «era axial»
en la historia de la humanidad, localizada entre los siglos VIII y II a.C.: una etapa
histórica en que el hombre «aprende a ser humano». Jaspers cita la aparición del
budismo como uno de los factores fundamentales de ese giro hacia lo humano. Y
menciona también, aunque más de paso, la aparición de los profetas de Israel.
El comentario aludido se limitaba a ser una contraposición de textos de Buda y de los
Profetas para mostrar que, así como el budismo aporta a la historia «la mentira del ego»,
los profetas descubren «la verdad del otro». Pasamos así, de la atención al dolor que el
hombre se causa a sí mismo, al dolor causado a los demás. Y esa atención brota de una
experiencia mística, pues suele hablar de un dolor causado a Dios, por infidelidad a una
relación filial o conyugal iniciada por Él.
Sería falso, por supuesto, pretender que el budismo desconoce el dolor ajeno: la
karuná (compasión) pertenece a la enseñanza budista tanto como la iluminación. Pero sí
podemos decir que la compasión es, en el budismo, más bien un término de llegada:
Buda renuncia al nirvana para volver a iluminar a sus hermanos. En cambio, el
cristianismo da a la solidaridad un carácter más primario que, de rebote, acaba llevando a
la iluminación: el agapê es el único camino de conocimiento de Dios (1 Jn 4,20), al
punto de que Agustín podrá comentar sin rebozo: «ama a tu hermano y quédate
tranquilo, porque nadie puede decir que ama a su hermano y no amar a Dios»[53].

139
Ese amor al hermano lo fundamenta así la Primera Carta de Juan: «hemos conocido
el amor en que Él dio su vida por nosotros; por eso debemos nosotros dar la vida por los
hermanos» (3,16). En esta carta, el movimiento de respuesta al amor de Dios nunca es el
amor a Él, sino el amor a los hermanos. Todo lo demás es idolatría.
Así se matiza también otro punto que suele crear incomprensiones entre la
radicalidad de Oriente y la racionalidad de Occidente: la mentira del ego es una gran
verdad, pero no significa la nada absoluta del ser humano. Aunque la terminología pueda
ser discutible, el cristianismo obliga a distinguir entre la mentira de nuestro «ego» y la
verdad de nuestro «yo», que, por ser creatura de Dios, tiene una verdadera entidad y, por
la encarnación de Dios, recobra además «una dignidad incomparable»[54].
Esto permite establecer un paralelismo aclaratorio entre estas dos frases de las
escrituras budista y cristiana:
– «No puede haber nada mío, ya que no existe en realidad el ego». Creer que existe es
«la causa del sufrimiento»[55].
– «La raíz de todos los males es la pasión por el dinero»(1 Tim 6,10).
No se contraponen ni se contradicen ambas frases, pero sí se pueden explicar una por
otra: lo que en el campo más antropológico es absolutización de un ego que no tiene
verdadera realidad y es mera ilusión o espejismo, se concreta, en el campo histórico, en
la adoración al dinero como forma de hacer nuestro ego todopoderoso y digno de
reconocimiento. Con el lenguaje de los Ejercicios ignacianos (recogido en el capítulo 2
de la Segunda Parte), el camino hacia la destrucción de lo humano discurre: de la
«codicia de riquezas» hacia la inflación del ego («crecida soberbia»), y «de ahí a todos
los males».
Se comprende así por qué el dinero (o Mammôn como riqueza privatizada) es el gran
enemigo de Dios en los escritos fundacionales cristianos: el verdadero ídolo, hechura de
manos humanas, que «tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye» (Salmo 113). Lutero tuvo
otra vez una intuición decisivamente cristiana cuando, al tratar del dinero en su Gran
Catecismo, no lo hizo comentando el séptimo mandamiento del Decálogo, sino el
primero: «no tendrás otros dioses más que a Mí»[56].
Si esto es así, se comprenderá mejor por qué, como insinuábamos antes, toda la
teología del futuro (en cuanto la teología no intenta más que explicar algo al Dios
verdadero) deberá ser una teología «contra el dios Dinero». Tanto si trata de los
sacramentos, como si trata de la Iglesia, o del pecado y la gracia, etc.
Así recuperamos otra gran aportación de la teología de la liberación:

3.7. Las ciencias sociales como auxiliares de la teología


Según muchos exegetas contemporáneos, la predicación de Jesús fue claramente
«política»: no cabe otro significado para ese Reinado de Dios que Él anunciaba como
inminente. Como ya expuse al comienzo de esta parte, Juan Luis Segundo añade que, en
los momentos iniciales en que la Iglesia, en el imperio, era minoritaria y perseguida (sin

140
posibilidades de acción pública), Pablo tuvo la genialidad de traducir ese «Reinado de
Dios» como «justificación por la fe», dándole una impostación imprescindible, aunque
más reducida a la vida individual.
Sin perder esa enseñanza paulina, hoy, en una sociedad teóricamente democrática, la
Iglesia y la teología deben recuperar mucho más su dimensión social, aunque sin caer en
el pecado de la «Cristiandad», que confundió esa pretensión social con el poder político.
Al revés: recuperando también la teología política de Pablo, centrada en la oposición al
poder teocrático del imperio y retomando la centralidad de la profesión creyente «Kyrios
Iêsous» para esgrimirla, no ya contra el señorío divino del César, sino contra la
divinización del dinero (Kyrios Kapital).
El Reinado de Dios anunciado por Jesús es el reinado de la igualdad entre los
hombres como consecuencia de una fraternidad universal, que brota a su vez de la
dignidad y la libertad de los hijos de Dios. En este contexto resulta claro que la mayor
negación de Dios y la mayor ofensa a Dios en nuestro mundo son las inauditas
diferencias y desigualdades entre sus hijos, como ya denunció lúcidamente Vaticano II
(GS 29), añadiendo luego que casi todas esas desigualdades tienen «una raíz
económica». Nos encontramos de nuevo, pues, con la hostilidad decisiva entre Dios y
Dinero. Y es que la idolatría del dinero es, en realidad, la idolatría del ego. Se
comprende así la aportación intuitiva de la teología de la liberación cuando erigía las
«ciencias sociales» en interlocutores y auxiliares de la teología.
Pues bien: la economía es una ciencia social, no una ciencia matemática, como
pretenden camuflarla deliberadamente muchos de sus «sacerdotes». Por eso escribe un
célebre economista del momento que la cuestión de las desigualdades y del reparto de la
riqueza «es un asunto demasiado importante como para dejarlo en manos de los
economistas»[57].
El diálogo entre teología y economía se convierte así, para la teología del futuro, en
una tarea tan necesaria como lo fue en el pasado el diálogo entre teología y filosofía.
Necesaria tanto para liberar de ingenuidad a la teología como para liberar de hipocresía a
la economía. Un primer ejemplo de ese diálogo nos lo ofrece la afirmación de un célebre
economista defensor del capitalismo, aunque dotado, por otra parte, de un sentido común
del que carecen la mayoría de sus seguidores. Veámoslo:
En el primer capítulo de nuestra Segunda Parte, recogimos la confesión de Keynes
sobre dos defectos innegables de nuestro sistema: que genera cada vez mayores
diferencias y que es incapaz de dar trabajo a todos[58]. Las ciencias sociales buscarán
cómo poner remedio a esos defectos; pero toca a la antropología y a la reflexión sobre el
reinado de Dios preguntar si se trata solo de dos defectos menores, corregibles con
alguna cirugía estética, o si se trata más bien de dos gérmenes cancerosos que no tienen
remedio, o lo tienen solo a través de una «quimioterapia social» muy dura, que podría
acabar con el mismo sistema. Intentemos confrontar ese reconocimiento con la teología
cristiana.

3.8. Por el Espíritu a la plenitud de la comunidad

141
La experiencia radical cristiana la describe así el Nuevo Testamento: el Espíritu de Dios
clama en nosotros: «Abbá, Padre»; y nos enseña a llamar «Señor» a Jesús. Si el Espíritu
nos enseña a hablar a Dios, es lógico suponer que también nos ayudará a hablar de Dios,
no especulativa sino «espiritualmente». La pater-(mater)nidad de Dios y el señorío de
Jesús, referidos a todo ser humano, implican que la fraternidad y la consiguiente
igualdad son categorías teológicas fundamentales, las únicas que pueden abordar
aquella tarea de la teología evocada ya varias veces: no solo hablar de Dios (pues por ahí
solo podemos aspirar a pequeñas mentiras, más que a grandes verdades), sino «hablar de
las cosas desde Dios».
Pero «igualdad» y «fraternidad» son términos que tienen que ver con la economía,
pues entre verdaderos hermanos no puede haber grandes diferencias ni relaciones
basadas en la búsqueda del máximo beneficio propio. ¿No se encuentran aquí la teología
y la economía? Solo el profundo olvido del Espíritu, típico de la teología occidental,
puede habernos ocultado eso: pues, para Pablo, el Espíritu es a la vez fuente de libertad
(«donde está el Espíritu hay libertad»: 2 Cor 3,17) y de profunda comunión entre lo
diverso, como muestra la alegoría del cuerpo que Pablo expone en Romanos y 1.ª
Corintios.
Precisamente por eso, H. Mühlen definía al Espíritu como «una experiencia social de
Dios», pues solo esa profunda experiencia de comunión igualitaria nos libera de la
adicción a la mentira de nuestro ego, que tanto nos condiciona y falsifica como personas.
Esa experiencia social de Dios no deberá ser confrontada con las recetas económicas,
pero sí con la antropología de la que parten los economistas neoliberales (lo que K.
Polanyi calificó como «metaeconomía»[59]) y que cabe en este resumen: nadie niega la
necesidad del mercado, pero nuestro mal es que la sociedad «con» mercado se ha
convertido en una sociedad «de» mercado, donde el mercado (erigido en sistema
autorregulado, como una especie de providencia divina) acaba tragándose la sociedad y
degradando toda la riqueza de las relaciones humanas a meras relaciones mercantiles.
En efecto: si el mercado deja de ser lugar donde se intercambian los objetos de la
producción, y si los medios de la producción (tierra, trabajo y dinero) pasan a ser
también productos de mercado, entonces, al convertir la tierra en objeto de mercado,
acabamos destrozándola; al convertir al trabajador en producto de mercado, degradamos
la dignidad de la persona humana («el trabajador-objeto», en paralelismo con la
expresión clásica de «mujer-objeto»); y, finalmente, convertir el dinero en producto de
mercado acaba pervirtiendo al capitalista en usurero.
El economista coreano Ha-Joon Chang ha mostrado que el mercado, dejado a sí
mismo, mantendría todavía hoy el «mercado de esclavos», que hasta hace poco resultaba
ser una expresión correcta. Como nos parece correcta hoy la expresión «mercado de
trabajo», que justifica salarios injustos y sigue manteniendo en Asia el trabajo de los
niños. Pues, cuando se suprimió ese trabajo infantil en Inglaterra, la argumentación de
quienes lo defendían era: «los niños quieren (y necesitan) trabajar, y los dueños de las
fábricas quieren darles trabajo. ¿Dónde está el problema?». ¿No oímos constantemente
argumentos de ese tipo para justificar el trabajo infantil en Asia?

142
Y concluye Chang, tras una larga lista de ejemplos: «prescindir de la ilusión de la
objetividad del mercado es el primer paso para la comprensión del capitalismo»[60].
Desde luego, no cabe ahí experiencia social alguna de Dios.
La enseñanza de Polanyi desborda lo meramente económico y, por eso, puede dar
razón de las deficiencias de nuestro sistema reconocidas por Keynes. En el fondo, se
enfrentan aquí dos antropologías: la del llamado individualismo posesivo y la de la
comunidad solidaria. En ambas se supera lo meramente ético: la primera es una actitud
idólatra o increyente; la segunda es «creyente» (incluso prescindiendo de la postura que
tome ante la pregunta por Dios). La primera acaba conduciendo a la trivialidad y a la
injusticia. La segunda es «ascética», pero con una ascesis encaminada hacia la paz y la
calidad humana. La primera es definida así por el budismo, más allá del campo
económico: «todo es para su provecho, e ignoran lo que significa dar»[61].
Vistas ambas cosmovisiones, se percibe que la pregunta de si puede un cristiano ser
neoliberal no es solo una pregunta ética. Desde la visión actual del mercado como Señor
providente y mecanismo autorregulador, cuyos fallos son solo aparentes y se
solucionarían con «más mercado», estamos ante una cuestión sobre el primer
mandamiento y sobre si se puede «servir a Dios y al Mercado» (Mt 6,24).
Pero esa tesis requiere una matización: he hablado de neoliberalismo, no
simplemente de capitalismo. Hay cristianos que, deslumbrados por la eficacia del
capitalismo, creen posible una reforma de este que formulan como «economía
social de mercado». Aquí no habría objeciones teológicas, aunque quizá sí
prácticas: esa economía fue posible en los años siguientes a la Segunda Guerra
Mundial (como vimos en la Segunda Parte), pero no nació desde dentro del
sistema, sino porque, ante la seria amenaza del comunismo, el capital no tuvo más
remedio que aceptar ese disfraz social. Como ya dijimos, la caída del comunismo
en 1989 parece ir poniendo de relieve la imposibilidad de reformar el sistema
desde dentro.
También resultaría más aceptable esa propuesta si hablara de economía social
«con» mercado, porque, como acabamos de ver, la economía «de» mercado invade
toda la sociedad, necesita el consumo para sostenerse y obliga a producir
preferentemente aquello que pueden pagar los ricos. Así se llegó a la creación de
«falsas necesidades», con la aparición de ese «hombre unidimensional»
denunciado por H. Marcuse. Esa misma dinámica parece estar llevando hoy a la
pavorosa amenaza de las armas totalmente automáticas o «robots asesinos»
(LAW, según sus siglas en inglés: Lethal Autonomous Weapons), sin que el
sistema capitalista parezca tener poder para frenarla.
Resumiendo este tercer capítulo, la historia como lugar de la cruz, la lucha contra
todas las idolatrías de hoy (convergentes en el dios Dinero), el diálogo con las ciencias
sociales y la mentalidad comunitaria deberán dar contenido a la teología del siglo XXI.
Quedan dos contextos decisivos, pero que, en mi opinión, solo podían ser abordados
desde todas las tesis anteriores. Uno es más occidental, y el otro más oriental: me refiero

143
a la secularización y las religiones de la tierra.

IV. CONTEXTOS

3.9. La era secular


Un imperativo ineludible para la teología futura será que no hable para gentes que viven
en un mundo creyente, sino para un mundo «laico» que, como mínimo, prescinde de la
Trascendencia, cuando no la niega. La magna obra de Charles Taylor[62], tan serena por
otra parte, ha abordado este campo suficientemente, estudiando sus orígenes, sus
posibilidades y sus incógnitas. Podemos añadir algunas anotaciones al tema.

3.9.1. Las víctimas


La primera es la necesidad de distinguir entre secularidad e idolatría. Lo dicho
anteriormente sobre la idolatría del dinero rebrota aquí como pregunta a la sociedad
secular acerca de qué es lo que hace y lo que dice ante las víctimas de la historia. Si
cierra los ojos o si se limita a preguntar con un pretendido escepticismo, a lo Pilatos:
«¿Qué son las víctimas?», entonces la laicidad acabará destruyéndose a sí misma y
generando falsos fundamentalismos agresivos que amenazarán a la era secular y que
podrán ser violentos y condenables, pero, además de eso, deberían ser mirados como
reacciones ante la falsa laicidad del Occidente secular. ¿No tiene eso nada que ver con lo
que estamos llamando «Apocalipsis hodierno»?

3.9.2. La trivialidad
En segundo lugar, la edad secular ha de tener mucho cuidado para no convertirse en la
era de la trivialidad: un peligro nuevo, no detectado en sus orígenes y que, en mi
opinión, deriva de esa idolatría del dinero que impide ser verdaderamente «laica» a
nuestra sociedad. El novelista Álvaro Pombo ha hablado varias veces, a lo largo de su
obra, de la «insustancialidad». Allí donde todo se banaliza, y la única igualdad que se
consigue es una igualdad por achatamiento y no por crecimiento, se desvirtúa la gran
palabra cristiana, por fraterna (la igualdad), y cabe temer que el ser humano se sienta
frustrado y que ello dé lugar a reacciones como las antes aludidas. Mucho más en un
mundo falsamente globalizado y del que ya puede decirse que estamos en la «tercera
guerra mundial», por más que la guerra adopte ahora unas formas que nos eran
desconocidas y que son muy distintas de las guerras clásicas.
Un ejemplo puede brindarlo el atentado terrorista de Londres, en marzo de 2017,
y el posterior de Barcelona en agosto del mismo año. Tanto la primera ministra
del Reino Unido como el presidente catalán reaccionaron proclamando que era un
atentado «contra todos nuestros valores». Por criminal y diabólico que sea el
atentado, por más comprensible que sea esa reacción en un momento de dolor (y
por más que moleste lo que voy a decir), la sociedad occidental deberá
preguntarse en algún momento si no hay también un ataque «contra todos

144
nuestros defectos o antivalores». La noticia del atentado londinense me hizo
recordar un irónico capítulo de una novela de autor inglés que no cabe citar aquí
por su longitud. Pero invito al lector a conocerlo[63].

3.9.3. «El valor divino de lo humano»


La teología deberá mantener una doble actitud ante este fenómeno característico de
nuestro Occidente. Por un lado, sabe que la secularidad tiene raíces cristianas que están
en la autonomía de la creación y en la «horizontalización» que implica la encarnación de
Dios. Esto ha sido reconocido por muchos teólogos (Gogarten, Metz…), e incluso fuera
de la teología se ha hablado del cristianismo como «religión del fin de la religión»[64].
Pero, pese a ese desencantamiento, la era secular necesita también mantener como
absolutos e incondicionales algunos valores a los que no se les reconoce un Fundamento
Absoluto. Tanto M. Horkheimer como W. Benjamin o J. Habermas han sido conscientes
de este impasse y han hablado, de una u otra forma, del recurso a la teología, como
evocábamos al abrir esta Cuarta Parte. Porque, si no, podría esgrimirse contra la era
secular la célebre tesis de Iván Karamazov: «si Dios no existe, todo está permitido». Una
tesis que aceptaron Sartre y Nietzsche[65] y que niegan otros increyentes.
En la Primera Parte, al hablar de los «querientes», citábamos la historia de aquel
rabino judío que, ante el escándalo de otro rabino que había perdido la fe, comentó:
«dichoso él, porque ahora podrá practicar el bien sin esperar ningún premio». Así se da
la vuelta a la objeción de Iván y, de una manera laica, se refuerza la absolutez de los
valores absolutos. Pero también, por la fe implícita en esa querencia, la laicidad deja de
ser una laicidad «cerrada» y se convierte en una laicidad abierta.

3.9.4. Contra todo gueto


Si lo anterior somete la secularidad a la crítica del cristianismo para evitar la amenaza de
la trivialidad y sus consecuencias, la sociedad secular, por su parte, obliga a la teología a
no hablar de la fe «verticalmente», sino desde abajo (algo parecido a lo hecho en
cristología).
Eso reclamará un esfuerzo importante contra la pereza teológica: dejar de decir que
las cosas son así porque Dios lo ha dicho o porque Dios lo manda; o bien mediante
cómodas apelaciones a una falsa «posesión» del Espíritu, al que no se permite «soplar
donde quiere». Si, efectivamente, Dios se ha hecho hombre, con una encarnación
«recapituladora»[66], y con ello lo divino se ha hecho humano de algún modo, entonces
hay en todo lo humano un atisbo, un germen o algo «oscuramente primordial» de lo
divino, que debe convertirse en gramática para todo lenguaje sobre Dios.
Por eso, la teología deberá mostrar, no que lo que ella dice es «divino», sino que es
profundamente humano y cumbre de lo verdaderamente humano. No teología para
guetos, sino para comunidades alternativas. Ahora se comprenderá mejor lo dicho al
final de la Parte anterior: el cristianismo está llamado a suscitar descalificación y hasta
persecución. Pero es muy importante que esa descalificación sea por su interpelación

145
cristiana, no por falsificaciones de su identidad.

3.10. Las religiones de la tierra


De las religiones he hablado en otros lugares, y volveré a hablar en el capítulo siguiente.
Aquí solo quisiera recuperar un par de tareas que deben marcar a la teología del futuro.
En primer lugar, hay que repetir que el clamor de las víctimas de la historia debe ser
el lugar de encuentro de las religiones. A eso apunta lo que, con lenguaje cristiano, suelo
calificar como «antropocentrismo pneumatológico» y que desarrollaré un poco más en el
capítulo siguiente.
Además, y en paralelo con lo dicho sobre la secularidad, las religiones deberán ser
capaces –cada una desde su óptica– de ofrecer a la era secular una seria experiencia del
«misterio» y, a través de ella, una apertura a la contemplación o al silencio y (aún más
que «al tiempo» de la contemplación) a la actitud contemplativa. Una actitud que genere
riqueza interior y evite esa caída en la insustancialidad que amenaza a la ciudad secular.

– Budismo y ciudad secular


Aquí se merece otra palabra el budismo, no –como hicimos antes– en relación al
cristianismo, sino ahora con referencia a la ciudad secular; porque, al prescindir de la
noción de Dios, el budismo se encuentra más situado al nivel de esa era secular y puede
ser el mayor revulsivo para ella.
El budismo tiene hoy un atractivo justificado, porque no pretende imponer nada y
sustituye la obligación por la sabiduría, cosa absolutamente imprescindible en la era de
la libertad, cuando el mundo ha llegado a esa «edad adulta» que diagnosticaba
Bonhoeffer.
No obstante, el mismo Sakyamuni reconocía que es enormemente difícil llevar esa
sabiduría a la práctica. Por eso sugerí antes (remedando el nietzscheano «platonismo
para el pueblo») que se puede acabar en un «budismo de consumo» que encajaría bien
con lo peor de nuestra cultura, que es ese individualismo de corte norteamericano. Como
si el único dolor a eliminar fuese el dolor propio y no el dolor ajeno. Dada la óptica de
todo este libro, valdrá la pena demorarnos aquí un poco más.
En mi opinión, la experiencia última del budismo es una percepción muy radical y
muy profunda de la no-entidad de todo lo finito y contingente[67]. Esa falta de entidad
iguala todas las cosas y descubre el engaño del ser humano que se enfrenta a ellas
buscando distinciones y preferencias y algo absoluto en la relatividad total. Como si
alguien quisiera establecer distinciones en el puro estiércol. Ese engaño («necedad», en
terminología budista) es la fuente de todo sufrimiento.
En este sentido, creo que el budismo compartiría algo de la afirmación sartriana del
hombre como «pasión inútil». Partiendo de ahí, Sartre se propuso crear todos los valores
desde una existencia sin esencia (cayendo quizás en el engaño denunciado por
Siddhartha). El budismo, por el contrario, emprende el camino de deshacer esa pasión
inútil.

146
Puede surgir entonces la pregunta de qué es la vida humana sin alguna pasión. Por
eso el cristianismo, y desde el recurso explícito a la Trascendencia y al Espíritu de Dios,
busca transformar la pasión humana, más que suprimirla. El mismo budismo enseña que
el hombre no es pura pasión inútil, porque late en él «la naturaleza de Buda»; así acaba
reencontrando la «compasión» ante la «necedad» humana. Dejemos ahora las
oportunidades que de ahí brotan para un encuentro entre ambos. Prefiero otra pregunta,
más importante y menos planteada. Esa pregunta es doble:
a) ¿Cómo se puede tener una percepción y reconocimiento tan profundo de la finitud y
la relatividad de todo, si no es desde alguna perspectiva absoluta? Pero, entonces,
¿de dónde brota esa perspectiva? El animal experimenta lo finito, pero no lo percibe
como finito. ¿Por qué el hombre sí que lo percibe como finito y, al percibirlo así,
trasciende la finitud?
b) Si el ser humano no es más que finitud y mentira, ¿cómo puede proyectar una
pasión de absoluto sobre las cosas? Si el budismo reconoce que en todo ser humano
late lo que llama «naturaleza de Buda», ¿de dónde brota esa naturaleza de Buda en
una realidad que es toda engaño y mentira?… Curiosamente, tampoco Sartre, al
definir al hombre como «una pasión de divinidad», se preguntó de dónde brota ese
atisbo y afán de divinidad, siendo así que lo divino no existe.
La teología cristiana debe jugar con esa doble dimensión, casi contradictoria, del ser
humano, de la que brotan todos sus desastres y todas sus maravillas: el hombre es a la
vez mera creatura y más que creatura[68]. Nuestro drama nace cuando la imagen de Dios
pretende «ser igual a Dios» (Gn 3,5); nuestra grandeza brilla cuando la imagen
transparenta algo de Dios en ese «Amor oblativo» (agapḗ), que es la definición cristiana
de Dios.
Toda esta apertura al misterio parece conducir a lo que antaño califiqué como
«agnosticismo abierto»[69], que se convierte en una especie de «Precursor» o de
«Primer Testamento», válido para toda la humanidad y anterior al Primer Testamento
bíblico, porque no se ciñe únicamente al campo de la historia humana (como en el caso
del judaísmo), sino que apunta al campo de toda la naturaleza humana.
Cerremos este apartado con el consejo del famoso monje budista vietnamita Thich
Nhat Hanh: «es más seguro aproximarse a Dios a través del Espíritu Santo que a través
de la teología»[70].
O, con un texto de mi tradición ignaciana: «Ignacio nos exhorta a tener primero a
Dios ante los ojos». Pero esa familiaridad con Dios implica «el encuentro con el Cristo
que se revela en los rostros doloridos y vulnerables de la gente y, naturalmente, en los
sufrimientos de la creación»[71].
Desde la humildad que estos consejos suponen para el teólogo, intentaré ahora
presentar lo que puede ser mi personal síntesis teológica o, con menos pretensiones, mi
manera personal de concebir la fe cristiana.

[45] Este capítulo reproduce, con algunas variantes, un artículo publicado en la revista Carthaginensia, primer

147
semestre de 2019.
[46] Lo que Buda llamaría «la causalidad».
[47] En España, cabe mencionar aquí nombres como los de Rafael Aguirre, Santiago Guijarro, Carlos Gil,
Fernando Ribas…
[48] Entre los dichos de Jesús conservados en la primera tradición musulmana y que deben de provenir de los
cristianos de la época, se cuenta que una vez… «Jesús, hijo de María (la paz sea con ellos), se encontró con
un hombre y le dijo: “¿Qué haces?” Contestó: “Me consagro al servicio de Dios”. Preguntó Jesús: “¿Y quién
te atiende a ti?” Contestó: “Mi hermano”. Dijo Jesús: “Él es mejor servidor que tú”» (n. 109): Hechos y
dichos de Jesús en la literatura musulmana, Madrid 2009, p. 147.
[49] Recordemos lo dicho antes sobre esta traducción del arameo. Y que Jesús vive en un mundo poblado de
barcas de pesca.
[50] 1 Cor 13,1. Prescindimos ahora del significado escatológico de la palabra «salvación». Podemos hablar,
simplemente, de su «realización humana».
[51] Aunque esta fórmula sea necesaria como frontera o para evitar herejías, como se dijo en el concilio de
Calcedonia.
[52] Cf. El budismo y los profetas de Israel, Cuaderno n. 206 del Centro Cristianisme i Justícia.
[53] Comentario a la Primera Carta de Juan, IX, 10.
[54] Como canta la liturgia católica en uno de los prefacios de la Navidad.
[55] Bukkiô Dendo Kyôkai, La enseñanza de Buda, Tokio 1998, pp. 61, 39, entre otras muchas.
[56] En este sentido escribí antaño en mi primera cristología: «De Dios se supo a partir de un conflicto laboral»
(La Humanidad Nueva, Santander 201610, p. 698). Es decir: Dios se revela primariamente ante la pregunta
por el mal, no ante la pregunta por el ser. Dicho de otro modo: la reflexión de Génesis es posterior a la
experiencia del Éxodo.
[57] T. PIKETTY, El capital en el siglo XXI, p. 16. Ver también R. SKIDELSKY: «Stuart Mill creía que nadie puede
ser un buen economista si es simplemente un economista… Pero ninguna rama de la investigación humana se
ha aislado tanto del todo –y de las otras ciencias sociales– como la economía… Los economistas
profesionales de hoy no han estudiado casi nada, excepto economía… La filosofía que podría instruirles sobre
los límites del método económico es un libro cerrado» («Economistas contra la economía», en La
Vanguardia, 15 de enero de 2017).
[58] Teoría general del empleo, la ocupación y el dinero, p. 398 de la edición catalana.
[59] En La gran transformación.
[60] 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, Hospitalet 2016, pp. 24 y 32.
[61] Enseñanza de Buda (citado), p. 99.
[62] The secular age (original de 2007).
[63] John LANCHESTER, Capital, particularmente el capítulo 45.
[64] Así, M. GAUCHET en El desencantamiento del mundo. Madrid 2005.
[65] «Autonomía y moral se excluyen», en Genealogía de la moral, 2,2.
[66] Cf. Ef 1,10; GS 22.
[67] Ese me parece ser el mensaje del famoso «Sutra del corazón», quizá el más importante texto zen.
Curiosamente, la mística sufí tiene una percepción semejante de la no entidad de las cosas. Pero eso la lleva
más bien, no a hablar solo de Dios, sino de las cosas en Dios y de una inseparabilidad entre Dios y las cosas
que a veces suena a panteísmo. Ver: IBN ARABI, Tratado de la unidad, sobre todo caps. 7-8.
[68] Rahner habló del «existencial sobrenatural», y la Biblia de la «imagen y semejanza de Dios».
[69] Cf. Elogio del agnosticismo, Cuadernos ITF, n. 36.
[70] Buda viviente, Cristo viviente, Barcelona 201610, p. 11.
[71] 36ª Congregación General de la Compañía de Jesús, Decreto 1, nn. 18.20.

148
CAPÍTULO 4

«¡Cuán delicadamente me enamoras!»


(El meollo de la fe cristiana)[72]

J OSEP GIMÉNEZ acaba de publicar un libro sobre la escatología cristiana, titulado Lo


Último desde los últimos. Ese título intenta decir que aquello que es la Realidad última y
definitiva y, para un cristiano, la última Palabra (éschatos lógos) debe ser leído, y
podemos acceder a ello, desde los últimos de nuestra historia: desde esas víctimas de
nuestro sistema empecatado, que son los preferidos de Dios y lugar de su presencia.
En capítulos anteriores de esta Cuarta Parte hemos alertado de que la experiencia
mística general tiende espontáneamente a «cerrar los ojos», por cuanto conlleva una
lógica devaluación de nuestra realidad ante la experiencia de la Verdadera Realidad de
Dios; mientras que el anuncio cristiano de la encarnación de Dios y de la recapitulación
de todo en Cristo orienta esa experiencia hacia fuera: hacia el dolor de las víctimas. Ellas
son una realidad demasiado seria –y demasiado repetida– como para que nuestro
contacto con Dios pueda quedar al margen de ellas y no nos lleve a abrirnos a su dolor y
a todo sufrimiento.
Pero esa apertura no puede ser solo «asistencial», sino que ha de llegar a ser
«global»: de mentalidad. Todo eso que constituye nuestra manera de relacionarnos con
el mundo y de encarar la realidad debe estar marcado por «la misma mentalidad de
Cristo Jesús» (Flp 2,6).
Si antes hemos comentado la expresión hindú de la no-dualidad (advaita), cabe decir
ahora que la fe cristiana implica una especie de advaita entre los elementos de
interioridad o contemplación (que parecen atribuibles a todas las místicas) y los
elementos de exterioridad y solidaridad característicos de la mística cristiana.
Recordemos una vez más a Metz: «mística de ojos abiertos».
Ahora, para hacer una exposición de mi fe en esta dirección, quisiera retomar una
vieja propuesta de G. Gutiérrez: es necesaria una relectura «política» de Juan de la
Cruz[73].

4.1. «Salí…»[74]
Ese intento de relectura será menos sorprendente si recordamos cuántas veces, en la
primera tradición eclesial, el comentario al Cantar de los Cantares, que es un canto de
amor humano, se convertía en un pequeño tratado de cristología, desde la visión

149
patrística de la Encarnación como unión amorosa –como «boda»– de Dios con la
humanidad[75]. Ahora bien, la cristología (como ya vimos aludiendo a la expresión
«reinado de Dios» y citando a Juan Luis Segundo) tiene siempre una dimensión política.
Pues bien, como resulta que también el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz sigue en
buena parte los pasos y palabras del Cantar, quizá lo que he llamado relectura política
sea, en el fondo, una lectura cristológica.
Resumiendo con una síntesis global, quisiera mostrar que cualquier persona que, en
este mundo nuestro, haya hecho una opción seria por los pobres podrá vivir, rezar y
parafrasear con verdad aquella estrofa tan conocida del Cántico espiritual: «mi alma se
ha empleado / y todo mi caudal en su servicio / ya no ejerzo el consumo[76] / ya no
tengo otro oficio / que ya solo en los pobres [en amar] es mi ejercicio».
Añadamos a esta síntesis previa que no se llega a la estrofa citada sino por una cierta
«noticia amorosa» que «al principio acaece en ejercicio de purgación interior en que [el
alma] padece, y después en suavidad de amor»[77]. De modo que también en esta
espiritualidad liberadora, o «mística desde las víctimas de esta historia», resuenan de
algún modo aquellas tres etapas que la espiritualidad clásica denominaba «vía
purgativa», «vía iluminativa» y «vía unitiva» (en los textos citados: «purgación»,
«noticia», «amor»), a las que nuestro autor alude varias veces.
Por eso podemos, ya de entrada, parafrasear dos títulos del santo diciendo que las
reflexiones que siguen intentan ser una «Subida al Monte de la Liberación» (al monte
Carmelo) y un «Cántico Solidario» («Cántico Espiritual» lo llama Juan de la Cruz).
Procuraré evitar el excesivo alegorismo que tiene a veces el místico de Ávila y que no
me acaba de satisfacer, atendiendo más a su penetración del alma humana, que me
parece muy válida. Por esa penetración, aspiro a que mis reflexiones no queden
enclaustradas en él, sino que resulten extensibles a toda experiencia espiritual cristiana.
Las dividiré en dos partes que guardan cierto paralelismo con los dos primeros pasos
del primer capítulo de esta Cuarta Parte[78]: la primera intenta hablar más de Dios, y la
segunda hablar del hombre a partir de la reflexión anterior. Me atrevo a pensar que en
ellas hay algo así como «la matriz» de toda mi teología en cuanto es expresión de mi fe.

4.2. Apofatismo jesuánico


La palabra «apofático», que proviene de una tradición teológica muy antigua y que da
título a este apartado, significa etimológicamente algo así como «desligado de la
palabra». Ahora bien, uno de los factores del ateísmo moderno (como ya dijo el Vaticano
II[79]) ha sido la falsificación de Dios por parte de los mismos creyentes, apresándolo en
unas ideas y palabras demasiado claras y distintas de las que ya había dicho el maestro
Agustín: «si lo comprendes, ya no es Dios»[80]. Y nuestro santo llega a decir: «cuando
el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando»
(Llama, 836). El apofatismo jesuánico procura guardar silencio sobre Dios, pero habla
mucho de Jesús.

4.2.1. El Misterio inaccesible: la noche

150
Juan de la Cruz advierte que la mayor idolatría no es la que adora a un dios falso e
inexistente, sino la que adora de una manera falsa al Dios verdadero. Esa idolatría
consiste simplemente en «buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es harto contrario al
amor». O, con un expresivo juego de palabras: «buscar el sabor más que el amor». Y es
que también el místico puede buscarse a sí mismo procurando «andar a cebar su
naturaleza de consolaciones y sentimientos espirituales», en vez de «desnudarla y
negarla en eso y esotro por Dios»[81].
¿No está ocurriendo algo de eso en muchas búsquedas de la experiencia mística en
nuestros días? Frente a esa sutil falsificación de Dios, considera el místico abulense que
hay más unión con Dios en una «confianza oscura» o en una «unión de amor a oscuras
en fe»[82] que en esos consuelos místicos quizá aparentes o expuestos a ser
malinterpretados. Por eso, lo que Juan de la Cruz dice de Dios lo sabe «aunque es de
noche»[83]. Y es que, según él, «Dios es noche oscura para el alma en esta vida»[84].
El apofatismo, por tanto, no nace de menos fe en Dios ni de duda acerca de Él, sino
al revés: nace de tomar más en serio el inabarcable Misterio que llamamos «Dios» y de
creer más y mejor en Él. Es un modo de expresar que Dios no es una pieza más de
nuestro mundo, la mejor y más sublime, pero desconocida (aunque expresable), sino
exactamente al revés: Dios es una Realidad que no es de este mundo (inexpresable, por
tanto), pero es de algún modo conocida. Y es conocida precisamente en la vida y el
seguimiento de Jesús. Es curioso que K. Rahner afirmara una vez que al buen cristiano
no le viene constantemente a los labios la palabra «Dios» (quizá porque ese abuso puede
contribuir a banalizarla).
Precisamente por eso, al marcar el abismo indecible de la fe en Dios, el apofatismo
conduce fácilmente a la irrenunciabilidad de Jesús como posibilidad del lenguaje sobre
Dios, tal y como alertaba con finura Teresa de Jesús contra aquellos que pretenden tener
una mayor experiencia de Dios abandonando a Cristo[85].

4.2.2. El amor revelado: «sabrosa inteligencia»


«¿Adónde te escondiste?», comienza el Cántico Espiritual del místico de Fontiveros. Y
esa pregunta encuentra una respuesta clara en la Subida del monte Carmelo: en el Hijo,
porque él es «toda mi locución y respuesta». En Jesús, Dios «lo tiene dicho todo», de
modo que quien quiera preguntar a Dios o pedirle alguna revelación hace «un agravio a
Dios no poniendo los ojos en Cristo»[86].
Pues bien: si seguimos preguntando dónde se esconde hoy el Hijo, la respuesta es
bien simple: en las víctimas de esta historia: en los hambrientos, los sedientos, los
cautivos, los enfermos, los «precarios», los excluidos (cf. Mt 25,31ss). Porque, si todas
las creaturas son «un rastro del paso de Dios», mucho más lo serán los pobres: de ellos
vale paradigmáticamente el verso «descubre Tu presencia», y en ellos puede Dios
comunicar «ciertos visos entreoscuros de su Divina hermosura», buscando su liberación
«con más codicia que al dinero»[87]. Por eso pedirá el orante que sus ojos sepan
descubrir eso: «pues eres lumbre de ellos y solo para Ti[88] quiero tenellos».
Así quedará el alma, a la vez, «herida de amor», pero con un consuelo nuevo, porque

151
«son las heridas de amor dulces y sabrosas». O, con otro expresivo juego de palabras, la
persona «vive más donde ama que donde anima»[89]. A lo cual añadirá el maestro
abulense que «esta gota de Él se puede gustar en esta vida»: puede ser gustada por el
Espíritu «en el íntimo ser del alma»[90].
El apofatismo jesuánico se convierte así en fundamento de una mística trinitaria: el
Padre ausente, el Hijo anonadado y el Espíritu que ilumina a ambos. Y entonces, si el
Dios inaccesible se nos hace accesible en los condenados de la tierra (donde se esconde
su Palabra) y, a la vez, nos da su Espíritu para encontrarlo allí, tenemos aquí «una
subidísima y sabrosísima inteligencia de Dios y de sus virtudes» (Cántico, 639).
Esa sabrosa inteligencia de Dios es la que dará a toda teología una impostación
inevitablemente «política», en la línea de aquella definición de Pío XII cuando habló de
la política como «forma excelsa de la caridad», y como recordó Francisco en una
entrevista reciente. Sin que esto valga solo para los profesionales de la política (aunque
también vale para ellos, visto que hoy la política se ha convertido en «una forma excelsa
de egoísmo»), sino que debe valer además para todos aquellos que, al intentar
reflexionar sobre Dios desde una óptica cristiana, no pretenden más que reflexionar
sobre la Caridad: porque «Dios es Amor»[91].
Así pues, en esa solidaridad con los condenados de la tierra puede percibir el alma
«una fuerte y copiosa comunicación y vislumbre de lo que es Dios en sí». Porque no es
solamente «como ver las cosas en la luz o las criaturas en Dios, sino que en aquella
posesión siente serle todas las cosas Dios» (Cántico, 636).
Desde una óptica jesuánica, ese «todas las cosas» vale principal y
paradigmáticamente de las víctimas, los crucificados y los excluidos de esta historia.

4.2.3. Hoy y siempre


Para cerrar este apartado, añadamos que esta conclusión sobre la posible mística de la
política debe ser enriquecida con un doble matiz.
a) El primero es de carácter epocal: ya hemos dicho que hoy no se puede hablar de
política sin hablar de economía. Porque la economía se nos ha convertido en el poder
supremo, en la divinidad última, en el Júpiter Tonante que condiciona decisivamente
todas las actividades del hombre: tanto las políticas como las culturales. Por eso hemos
insistido ya en que el diálogo entre teología y economía habrá de ser para el futuro un
imperativo imprescindible, tanto como lo ha sido hasta hoy el diálogo entre teología y
cultura.
Por supuesto, ese otro diálogo clásico con la cultura, debe ser muy consciente de algo
que he dicho otras veces: si antaño la filosofía era vista como ancilla theologiae, hoy la
cultura se ha convertido, de hecho, en ancilla oeconomiae, dando lugar a lo que
Francisco ha llamado la «cultura del descarte»[92]: «tenemos que decir no a una
economía de la exclusión y la desigualdad». Sin esta clara conciencia, el diálogo con la
cultura podría convertirse en el abrazo del oso, que dejaría a la teología expuesta a seguir
siendo inconscientemente teología «de los amigos de Job».

152
b) La otra matización es de carácter permanente y espiritual: como norma general, y
respetando siempre su omnímoda libertad, debemos decir que Dios tiene que ser buscado
para ser encontrado: en el Cántico de Juan de la Cruz es el amor el que mueve a
buscarlo, mientras que en la Noche oscura la «casa sosegada» es condición para salir
«con ansias de amor». Quizá parezca que se invierten un poco los movimientos, pero es
que el sosiego interior es el que facilita el acceso al amor y (en dirección contraria) el
amor es el que facilita el sosiego interior[93].
Por tanto: una auténtica teología liberadora debe estar movida por esa misericordia
que se acerca a la miseria, y por ese sosiego interior que impide la perversión de nuestras
salidas hacia fuera.

4.3. Antropocentrismo pneumatológico


Leídas en nuestro mundo de hoy, multirreligioso y pluricultural, algunas afirmaciones
anteriores pueden sorprender por la seguridad con que se afirma la verdad del Dios
cristiano. Esa sorpresa no debe ser rehuida hoy. Y aunque ya abordamos este tema en el
capítulo anterior, quedó pendiente un punto, que es el que intitula el presente apartado.
Dos afirmaciones previas: a) en contra de lo que muchos afirman, las religiones no
pueden encontrarse en Dios, puesto que esa es la palabra más polisémica y más
falsificada y desfigurada del lenguaje humano. Pero pueden y deben encontrarse, sin
duda, en la búsqueda de Dios.
Y b) a este principio general hay que añadir otro, específico de mi particularidad
cristiana: el Espíritu de Dios, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8), ha sido derramado
«sobre toda carne» (Hch 2,17) y no solo sobre la carne cristiana. Eso que en Joel era una
profecía, el Nuevo Testamento lo ve cumplido en Jesucristo. Lo cual significa que todas
las religiones tienen algo que comunicar y, por tanto, pueden y deben comunicarse y
aprender unas de otras.
Precisamente por eso, creo que el lugar común que servirá de encuentro de las
religiones no es la teología, sino la antropología o, si se prefiere, la antropología
teológica: una centralidad del ser humano que deriva del Espíritu de Dios. Todas las
religiones deben preguntarse qué dicen sobre el ser humano y cómo tratan o sirven (o
juzgan) al ser humano. Esa pregunta deben hacérsela desde su propia experiencia
religiosa. Y ese lugar de encuentro es lo que suelo llamar «antropocentrismo
pneumatológico»[94].
Vamos a ver, pues, lo que, en mi opinión, es la oferta cristiana en el mundo de las
religiones. O a tratar de oír una vez más «qué dice el Espíritu a las iglesias» (Ap
2,7.11…).

4.3.1. El obrar del Espíritu


Lo que dice ese Espíritu, al que nuestro místico describirá deliciosamente como «el
ámbar (que) perfumea» y el «austro que recuerda los amores»[95], cabe en cuatro
puntos: dignidad, amor, cambio de corazón y silencio de Dios.

153
a) La absoluta dignidad humana
Cuando vi la película Silencio, de M. Scorsese, pensé que si el cristianismo pudo
atraer a aquellos miserables japoneses, esclavizados y perseguidos, fue porque les
descubrió el secreto de su dignidad, en medio de su triste situación social. Y recordé que
Rahner había dicho alguna vez, con aquella sorna tranquila que le salía de vez en
cuando, que ese valor absoluto de la persona había cuajado en la humanidad «gracias al
cristianismo y a pesar de los hombres de iglesia».
Esa dignidad es el fundamento de la libertad humana, porque el cristianismo enseña
que no hemos recibido un espíritu de siervos, para vivir en el temor, sino el Espíritu del
mismo Dios; y que ese Espíritu testifica a nuestro espíritu que somos hijos de Dios.
«Hijos» quiere decir «herederos»: coherederos con Cristo y herederos de Dios (cf. Rom
8,15ss).
Con el cristianismo termina así la obligación moral, exterior, para ser sustituida por
la responsabilidad del amor filial; termina la heteronomía, para ser sustituida por la
teonomía, que es la más profunda autonomía: «ama y haz lo que quieras» (aunque
también: no digas que amas para poder hacer lo que quieres)[96].
Y ese amor «resume toda la moral» (Rom 13,10), porque con él (volviendo a Juan de
la Cruz) el ser humano «vivirá vida de Dios y no vida suya, aunque sí vida suya, porque
la vida de Dios será vida suya» (Cántico, 624). Suena complicado, pero es muy sencillo.
Y, como siempre que interviene Dios, esa liberación se vuelve más complicada de lo
que es nuestra espontaneidad elemental, porque la verdadera libertad «no puede morar
en el corazón sujeto a quereres»; y porque «todo el señorío y libertad del mundo,
comparándolo con la libertad y señorío del Espíritu de Dios, es suma servidumbre y
angustia y cautiverio» (Subida, 159).
b) La solidaridad material
Precisamente por eso afirma el Nuevo Testamento que, «si alguien tiene
suficientemente cubiertas sus necesidades y ve a su hermano pasar hambre y no le
ayuda, no puede morar en él el amor de Dios» (1 Jn 3,17). No puede morar el amor de
Dios, porque «el verdadero amor, entonces, está contento cuando todo lo que él es en sí
y vale y tiene y recibe, lo emplea en el amado»[97]. Y porque «la propiedad del amor es
igualar al que ama con la cosa amada» (Cántico, 708). Y al negar esa ayuda al hermano
se mantiene la desigualdad.
Me parecen importantes tres observaciones sobre ese texto tan decisivo del Nuevo
Testamento:
1) En ese texto de la carta de Juan, la expresión «amor de Dios» puede ser
sustituida por «el Espíritu», dado que podemos definir a este como el amor que es
Dios actuando sobre toda carne. En la Llama de amor viva dirá nuestro santo que
«esa llama es el Espíritu Santo», y hablará de «la operación del Espíritu en el alma,
transformada en amor» (786 y 779).
Cristianamente hablando, la libertad debe ser entendida, por tanto, como la

154
capacidad para amar bien, porque el Espíritu «ordenó en mí su caridad,
acomodando y apropiando a mí su misma caridad» (Cántico, 698). Así es como
explica el santo los versos: «en la interior bodega de mi Amado bebí»… Y eso es
lo que deja al alma «libre de todas niñerías de gustillos e impertinencias tras de
que se andaba» (703): libre de toda forma falsa de amar.
Los movimientos de ese amor nuevo, «aunque son suyos [del alma], lo son
porque los hace Dios en ella» (Llama, 782)[98]. Se comprenderán entonces las
otras clásicas frases paulinas: «donde está el Espíritu [el amor] de Dios, allí está la
libertad» (2 Cor 3,17) y «Cristo nos liberó para vivir en la libertad [de ese amor]»
(Gal 5,1ss).
2) Ese texto joánico puede además dar razón de lo dicho en el apartado anterior
sobre la necesidad del encuentro entre economía y teología, porque hoy tiene
conciencia el hombre de que es posible estructurar la economía mundial de manera
que nadie pase necesidad, sino que haya para todos y no solo para unos pocos a
costa de todos los demás. Hoy podemos evitar lo que el papa Wojtyla describió en
Puebla como «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres». Y
como enseñó la asamblea episcopal de Puebla (1979): «si es posible, entonces se
convierte en obligatorio».
3) Del dinero valen paradigmáticamente estas palabras de Juan de la Cruz: «el
apetito es como el fuego que, echándole leña, crece y luego que la consume por
fuerza ha de desfallecer» (Subida, 165). Precisamente por eso, nunca tienen
bastante los millonarios: siempre necesitarán más, porque siempre se encuentran
vacíos, ya que toda la leña de su dinero es devorada por su avaricia. Y el santo los
compara irónicamente con el enamorado a quien, en el día de más esperanza, «le
salió su lance en vacío».
Por eso enseña también el Nuevo Testamento que «la raíz de todos los males es
la pasión por el dinero» (1 Tim 6,10): porque «todas las veces que el alma se guía
por (ese) apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve»[99]. Por eso
rezará el alma con mucha razón aquellos versos: «Apártalos, Amado / que voy de
vuelo».
c) El corazón nuevo
Para esa libertad y ese amor cuenta el ser humano con la promesa de un «corazón
nuevo» que sea «de carne y no de piedra» (Jr 31,31-34; 32,39-40; Ez 37,5.6.26). O, con
palabras de nuestro místico, «otra inflamación mayor de otro amor mejor»[100], que le
proporcionará «una subidísima y sabrosísima inteligencia de Dios» (Cántico, 639).
Esa promesa del corazón nuevo implica una denuncia de la maldad del corazón
humano y del autoengaño que justifica esa maldad: de esa especie de
«cardioporosis»[101] que provocaba la ira entristecida de Jesús (Mc 3,5), pero que
cuenta con el perdón incondicional de Dios y con el don del Espíritu para sanar la
ceguera culpable que nos constituye. Aunque, por supuesto, esa promesa del corazón

155
nuevo no es un regalo mecánico, sino una posibilidad ofrecida.
d) Dios Espíritu
Todo ello es así porque Dios, como Padre, está ausente de este mundo. Ausente no
solo porque, como decíamos antes, Dios no es una pieza de este mundo, sino, sobre todo,
porque el mundo está estructurado de manera antifraterna y, por tanto, antifilial. Por eso,
Jesús nos enseña a pedir que el nombre paterno de Dios no sea profanado en esta tierra y
que se cumpla Su Voluntad en esta dimensión nuestra, como se cumple en la dimensión
de Dios. Pero esa voluntad divina no se cumplirá por una actuación de Dios a nivel de
nuestras «causas segundas» (como si Dios fuera un poder totalitario intramundano), sino
solo a través del aliento de su Espíritu en nuestros espíritus.

4.3.2. La «puerta estrecha»


Todo eso que dice el Espíritu a las iglesias puede convertir a los cristianos, con lenguaje
de Juan de la Cruz, en «ínsulas extrañas»: porque el Amor de Dios es así de contrario a
la dinámica natural de un mundo estructurado en torno al dinero.
Quizá le falta aquí a nuestro místico el salto que realiza tan bellamente el Cántico de
las Criaturas de Francisco de Asís: el salto del sol y las estrellas y la madre tierra a «los
que perdonan y sufren por amor»: el salto de la naturaleza a la historia.
Pero, incorporado este, lo que sí queda claro es que el cristianismo del futuro habrá
de ser un movimiento «contracultural»: una ínsula extraña, una visión del mundo que ha
eliminado los cantos de sirenas del consumismo y de la falsa felicidad impuesta y les
pide que «cesen vuestras liras, porque los pobres [la Esposa, en terminología sanjuanista]
duerman más seguros» (estrofa 21), en lo que el santo califica de «ameno huerto
deseado», donde halla el alma «mucha más abundancia y henchimiento de Dios y más
segura y estable paz» (Cántico, 678-679).
Cito todas esas expresiones porque no me parece exagerado compararlas con el
comentario ya famoso de muchos teólogos de la liberación y cristianos afines:
«los pobres nos evangelizan». Ese comentario ha resultado enormemente
contracultural no solo a la cultura posmoderna de hoy, sino también a muchos
respetables eclesiásticos que declaraban no entenderlo. Pero creo que no está lejos
de aquellas otras palabras de Jesús cuando bendice al Padre porque «has
escondido estas cosas a los sabios y prudentes» (Mt 11,25).
Pero esta verdad tiene un complemento dialéctico importante: en los evangelios hay
dos pequeñas «oberturas» (tomando el símil de la ópera) que enmarcan la doble
narración de la vida de Jesús y la de su pasión: son el bautismo y la oración del huerto.
En la primera se nos habla de una teofanía que puede ser el emblema de cuanto
acabamos de escribir: en ella el Espíritu se posesiona amorosamente de Jesús y dirigirá
todos sus pasos posteriores. Pero en la segunda se nos habla de un «silencio de Dios»
que no librará a Jesús de su pasión, pese a la insistente súplica de este. Lo único divino
de que dispondrá Jesús no son «legiones de ángeles», sino la capacidad de entregarse

156
«por el Espíritu» (Heb 9,14).
Esas dos oberturas marcan también la acción del Espíritu en el ser humano.
Quienquiera que, en seguimiento de Jesús, intente dedicar su vida al servicio de las
víctimas de este mundo y de este sistema cruel deberá saber que «en soledad ha puesto
ya su nido». Conozco anécdotas de hombres como los monseñores Romero, Angelelli o
Gerardi que muestran hasta qué punto pusieron su nido en la soledad; aunque allí
descubrieron el resto de la estrofa sanjuanista: «en soledad la guía / a solas su
querido»[102].
En mi opinión, una vez más, este último punto contrapone el cristianismo y la
religiosidad humana primaria, la cual cuenta siempre con una intervención o una
«providencia» intramundana de Dios en favor propio. Por eso he hablado de «silencio»,
porque es en ese silencio donde madura la fe, como ya indicara Juan de la Cruz[103].
Podría haber hablado igualmente de «laicidad» para usar el lenguaje actual sobre la
autonomía del mundo. Aunque entonces tendría que haber matizado que hay una
laicidad que pretende respetar ese silencio de Dios, y otra que lo que pretende es
eliminar a Dios.

4.3.3. El Espíritu y nuestro espíritu


Desde los dos apartados anteriores creo que brota la mayor confrontación entre el
cristianismo y la cultura moderna, la cual no está en la sexualidad, ni en la economía, ni
en los milagros, ni en el culto público, ni en la laicidad… Está en la felicidad. Y
empalma con lo dicho antes sobre el consumismo.
La cultura moderna ha lanzado primero el imperativo de la felicidad, y luego la
obligación de proclamar que todos somos felices o, si no, es porque somos tontos…[104]
Aun comprendiendo todo eso cuando no existe nada más que esta vida, debo decir que
ese mensaje moderno de la felicidad adolece de un profundo egoísmo y una
insolidaridad ciega. En la medida en que la felicidad implica aquello de «enjugar todas
las lágrimas de sus ojos» (Ap 21,4), el cristianismo proclama que no hay felicidad
posible en esta vida mientras haya lágrimas en ella que la conviertan en «este valle de
lágrimas».
Retomando las alusiones con que abríamos este libro, no puedo (ni quiero) ser feliz
mientras exista el terrorismo, la miseria, los dramas de Siria, de Venezuela, de Brasil, de
Haití, de Sudán, los niños-soldado o niños esclavos, los inmigrantes muertos o no
recibidos, los «working poor», la inferioridad de la mujer y las mil formas de mal trato
derivadas de ahí…
¿Por qué? Pues porque, si todos esos son los preferidos de Dios, y Dios se me hace
accesible en ellos, valen de ellos estas palabras de Juan de la Cruz: «en los enamorados,
la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos». Y porque «es
tanta la miseria natural en esta vida que aquello que al alma le es vida y ella con tanto
deseo desea…, cuando se le viene a dar no lo puede recibir… De suerte que los ojos que
con tanta solicitud y ansias buscaba, venga a decir cuando los recibe: “apártalos,
Amado”»[105]: ya no busca ver los ojos luminosos de Dios en el cielo, sino los ojos

157
llorosos de Dios en esta tierra.
Y todo esto no son sublimidades de unos héroes cristianos. Recordemos otra vez a
Albert Camus, un no cristiano (quizá por providencia de Dios, para vergüenza nuestra)
que nos dejó aquella pregunta: «¿Tiene un hombre derecho a ser feliz en una ciudad
infestada por la peste?». Esa ciudad afectada por la epidemia, que es como una parábola
de nuestro mundo.
«Es tanta la miseria» y la injusticia de esta vida que todas las víctimas son como una
piedra en el zapato, una aflicción ineludible; pero que puede encerrar, paradójicamente,
otra forma de felicidad. En el capítulo siguiente veremos cómo Mateo dice en este
sentido: «dichosos los afligidos», es decir, los que reaccionan con aflicción ante los que
«lloran» en las bienaventuranzas de Lucas (con un verbo distinto al de Mateo). Y esa
aflicción sí que es compatible con una sensación profunda de paz y una experiencia de
sentido, a las cuales sí que puede, y debe, aspirar el ser humano en esta vida.
Aspirar a la paz y al sentido, pero sin perder esa sensación de aflicción, porque solo
si llevamos en el zapato esa piedra del dolor de los demás (que lo convierte un poco en
dolor nuestro) trabajaremos por eliminar ese dolor…[106] Y lo de la piedra en el zapato
puede ser una comparación débil, porque Juan de la Cruz llega a escribir que «esas
ausencias que padece el alma de su Amado le son muy aflictivas, y algunas son de
manera que no hay pena que se le compare»[107].
Si hablamos aquí de felicidad, deberemos hablar, por tanto, de una felicidad en la
aflicción. Esta paradójica felicidad-afligida (muy distinta de la otra felicidad paradójica
de Lipovestky a la que acabo de aludir) es la que hace estallar a nuestro santo en un
espléndido acorde de otras paradojas: «noche sosegada / en par de los levantes de la
aurora»; «soledad sonora»; o «música callada»… (Cántico, estrofa 15). Esa felicidad
paradójica es la que encuentra el alma en otra estrofa del poema sanjuanista: «si en el
consumo / de hoy más no fuese vista ni hallada / diréis que me he perdido / que andando
enamorada / me hice perdidiza y fui ganada» (estrofa 29)[108].
Muchas gentes, creyentes o no, han ido descubriendo que, al decidirse a ayudar a las
víctimas de la historia y a vivir para ellas, acabaron encontrando, por añadidura, una
satisfacción mayor. Digo «por añadidura» porque, si se acude a luchar por la justicia
buscando esa satisfacción, en lugar de buscar la liberación de las víctimas, se esteriliza la
entrega, pues lo que busca la persona entonces es hacerse encontradiza, más que
«perdidiza». Y «es propiedad del amor perfecto no querer admitir ni tomar nada para
sí»[109].
Así pues, según Juan de la Cruz, nuestro espíritu «es levantado a comunicarse con el
Espíritu divino». Pero sin olvidar que el Espíritu de Dios ha sido derramado sobre la
carne (y «sobre toda carne», sea cristiana o no cristiana o no creyente).
Por eso resulta comprensible que, cuando «nuestro espíritu vuela… a gozar del
Espíritu del Amado, que es lo que desea y pedía», se encuentre con esta respuesta:
«vuélvete de ese alto vuelo en que pretendes llegar a poseerme de veras… y acomódate a
este más bajo»[110]. Lo mismo que decíamos hace un momento a propósito de los ojos.
El antropocentrismo pneumatológico obliga, pues, a la mística de alto vuelo a

158
convertirse no solo en una mística de ojos abiertos, sino en una mística aterrizada. Será
una mística del «no saber», rasgo muy sanjuanista[111], pero una mística fijada en el
seguimiento de Jesús y de su vida, por el que el Espíritu nos irá llevando.
Un ejemplo de esta trayectoria, para cerrar este apartado, lo tenemos en la anécdota
que he citado otras veces: el autor anónimo de la famosa obra La Nube del no saber
(paradigma de lo que hemos llamado «teología apofática») confesó más tarde que había
olvidado en aquel libro el profundo saber del amor a los hermanos. Los ojos abiertos
hacia Jesús le hicieron saber eso.

4.4. Conclusión
4.4.1. Resumiendo:
Desde el respeto a la total inaccesibilidad de Dios y desde la incapacidad humana para
darle nada digno de Él (ni sacrificios ni culto ni oración ni amor), el ser humano puede,
no obstante, establecer un verdadero contacto amoroso con el Misterio sobrecogedor de
Dios, que consta de dos polos:
– En primer lugar, una confianza firme, aunque oscura, en «el amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,39), que le lleva a vivenciar ese Misterio
sobrecogedor como Misterio acogedor y a decir con el místico de Ávila: «ya bien
puedes mirarme / después que me miraste / que gracia y hermosura en mí dejaste»;
porque «cuando Tú me mirabas / tu gracia en mí tus ojos imprimían»[112]…
– En segundo lugar, esa gracia y hermosura son el don del Espíritu, que permite
reconocer al Cristo de Dios en las víctimas de esta historia, amando así realmente a Dios
en aquello que Él más ama y con lo que más se identifica. El alma sentirá así
«inestimable deleite y fruición, porque ve que da a Dios cosa suya propia [pero] que
cuadra a Dios según su infinito ser»: le da algo digno de Dios, «más [de lo] que ella en
sí es y vale»[113]. Y Dios seguirá siendo así, como siempre ha dicho la tradición
cristiana, el más increíblemente lejano y el más insospechadamente cercano[114].
Dicho ahora con lenguaje bíblico:
– «A Dios nadie le ha visto nunca. Jesucristo [el unigénito del Padre] nos ha dado
una explicación de Él» (Jn 1,18).
– «A Dios nadie le ha visto nunca. Pero si nos amamos unos a otros, lo tenemos en
nosotros» (1 Jn 4,12).
Aquí están el apofatismo jesuánico y el antropocentrismo pneumatológico. Ambas
frases comienzan igual, lo cual indica que la revelación dada por Jesús es el amor
desinteresado entre nosotros (agapḗ, no éros) como fruto del amor del Padre a nosotros
(«porque Dios es Amor»: 1 Jn 4,20)[115].
Este es el camino a una felicidad que tampoco es mera ausencia de sufrimiento. Por
eso cerraremos este libro con un breve comentario a la «receta» de felicidad ofrecida por
Jesús, que ha ido dejándose ver fugazmente en algunos momentos de nuestra exposición:

159
las famosas bienaventuranzas evangélicas.
Pero antes de pasar a ese último capítulo, me parece conveniente responder a unas
posibles objeciones o preguntas ante todo lo aquí expuesto.

APÉNDICE
Algunas objeciones
a) La primera objeción que se puede poner a lo expuesto es que no responde a esa
pregunta fundamental que nos constituye: ¿de dónde venimos, quiénes somos, adónde
vamos…?
Hay ahí una parte de verdad, y es sabido que Buda elude responder a esa pregunta
con un agnosticismo práctico: si queremos buscar respuesta a esas preguntas, pasaremos
en ello toda la vida y no resolveremos el problema del sufrimiento. El cristianismo
permite hacer algunas distinciones, porque profesa tener una primera respuesta parcial a
esas preguntas constitutivas nuestras. Pero esa primera respuesta necesita una aclaración
que me parece muy importante.
De hecho, el cristianismo no es una respuesta a la cuestión sobre el origen del
hombre y del mundo, como parecen creer tantos fundamentalistas norteamericanos y
muchos científicos que intentan hablar de religión[116]. El cristianismo no es
información, sino fe en una revelación sobre el sentido y el fin de nuestras vidas. Esa
revelación nos dice que la vida humana está envuelta en el amor del que ha brotado, es
una llamada al amor y está destinada a la plenitud del Amor.
Esa revelación ha sido pedagógica: primero, de manera fragmentaria y progresiva
(Heb 1,1ss); luego, plena y definitiva, en esa dimensión divina que la Biblia llama «el
Hijo», por no tener otra palabra mejor y porque esa palabra ayuda luego a hablar de
nuestra filiación divina.
Esa revelación definitiva supera muchas de las manifestaciones anteriores en
aspectos como el culto, el sacerdocio, la religiosidad, el perdón, la justicia… Por eso,
como hemos dicho antes, cuando nuestro eros religioso, purificado, se vuelve a Dios
buscándolo, es como si Dios le dijera: «orienta ese impulso hacia tus hermanos, sabiendo
que estoy contigo y te acompaño en ello. Ahí me encontrarás, y ese encuentro tendrá
algún día su consumación plena. Cree esta buena noticia y enfoca así tu vida».
Luego, según la situación de cada persona (por edad, salud, profesión, creencias
incluso…), esa orientación podrá adquirir perfiles y niveles muy diversos: lo expuesto
aquí no significa que todo el mundo haya de ser político o economista o activista
revolucionario. La convivencia humana necesita médicos, abogados, taxistas, escritores,
profesores, obreros, padres y madres… Lo que importa es que cada cual viva su vida y
ejerza su tarea llevando en el corazón esta forma de amar a Dios como Él quiere ser

160
amado, y teniendo para ello la «misma mentalidad de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
Luego habrá que ver, por ejemplo, cómo se trasplanta eso a la situación de tantas
familias en nuestro primer mundo, situación esclavizada por la desarmonía y que es
como un reflejo (no sé si causa o efecto) de la desarmonía de esta hora actual de nuestra
historia. Pero creo que esa orientación sobre el sentido y el fin de la vida humana no
puede faltar, al menos como actitud creyente y aunque luego no consigamos ser del todo
fieles a ella. De modo que, para terminar como el Cántico sanjuanista, nadie se mire
tanto a sí mismo («que nadie lo miraba»[117]), y así sucederá que «la caballería / a vista
de las aguas descendía»[118].

b) Otra objeción que se me ha puesto alguna vez es que parece que en esta presentación
no queda lugar para algo tan propio de la tradición católica como es la llamada «vida
contemplativa». Con un poco de ironía, he contestado a veces a esa objeción que eso
sería lo mismo que afirmar que el celibato no cabe en la Iglesia porque Dios dijo a todos
los hombres: «creced y multiplicaos»…
Quiero decir que los carismas son múltiples, y en la casa del Padre hay muchas
moradas, porque ninguna persona o grupo puede encarnar todas las dimensiones (tan
opuestas a veces) de la espiritualidad cristiana.
Muchos carismas unilaterales sirven para recordarnos dimensiones que no podemos
olvidar y que tendemos a olvidar. La vida contemplativa es una advertencia decisiva para
que no olvidemos esa Verticalidad que es el Fundamento y la matriz de toda la
horizontalidad constitutiva del cristianismo, y para que no caigamos en una especie de
«pelagianismo de la liberación». Como la «unilateralidad» del celibato (escribió
Schillebeeckx hace años), es una advertencia a los matrimonios de que el amor y la vida
de pareja necesita «algo de célibe»: digamos de respeto y de no apropiación.
Pero eso no significa que la vida contemplativa no necesite cambiar hoy también. Así
como el célibe, por muy célibe que sea, no puede dejar de amar (porque entonces habría
que hablar más de solteronería que de virginidad, y ese es el peligro de todos los
celibatos), también la vida contemplativa debe buscar una contemplación «de ojos
abiertos». Juan de la Cruz dice muy claramente que el amor hay que ejercitarlo «así en la
vida activa como en la contemplativa» (Subida, 712). El problema, pues, no es la vida
religiosa contemplativa, sino cómo debe ser esa vida contemplativa.
Permítaseme añadir, sin ánimo de polémica, que debe discurrir en una dirección
distinta de la que marca esa última instrucción romana (Cor orans). En la mejor
tradición cristiana, el monacato fue siempre emblema de hospitalidad en aquellos
caminos más oscuros, más desiertos y más peligrosos que los actuales. Recordemos el
sencillo dicho de san Benito –«hospes venit, Christus venit»– que tanto marcó a Europa;
y preguntémonos si este mundo nuestro (pseudo)desarrollado, que trata así a los
inmigrantes, merece el calificativo de «cristiano», por mucho que vaya a la iglesia[119].
Casi un siglo antes de san Benito, en los orígenes de la vida contemplativa, Juan
Casiano escribe a sus monjes que, «mientras nos hallamos aún bajo el dominio de la
desigualdad», las obras de misericordia son necesarias «por el gran número de pobres,

161
indigentes y enfermos, fruto de la injusticia de los hombres que se han adueñado, para su
propio uso, de lo que el Creador puso a disposición de todos»[120]. Y eso está escrito
precisamente en un tratado dirigido a monjes y que intenta mostrar la supuesta
superioridad de la vida contemplativa sobre la activa.
Usando otra vez el lenguaje de Etty Hillesum, la vida contemplativa ha de buscar
cómo ser a la vez (y precisamente porque busca cultivar la interioridad y la oración) «un
remanso de tranquilidad» para los demás que ayude, poco a poco y a pesar de la dureza
de esta realidad, a vivir nuestras vidas con una tácita música de fondo que repite el
último verso de la Llama: «¡cuán delicadamente me enamoras!».

[72] Este capítulo recoge lo fundamental de una ponencia enviada al Primer Encuentro Iberoamericano de
Teología (Boston, febrero 2017).
[73] No soy ningún experto sanjuanista, por lo que tal vez haga más una transposición que una auténtica relectura.
Pero casi prefiero que sea así, porque lo de «relectura» no debe entenderse como una sustitución (que podría
mutilar la no-dualidad), sino como proyección o prolongación.
[74] Es llamativo que los dos grandes cantos de Juan comienzan con este verbo: «salí tras Ti corriendo»; «salí sin
ser notada».
[75] Y que culminan en aquella alegoría de san Bernardo que compara la unión hipostática en dos naturalezas con
el beso en los labios, el cual es un único beso, pero, sin embargo, es totalmente beso del uno y totalmente
beso de la otra. Cité el texto en el capítulo «Dogmática cristológica y lucha por la justicia», del libro Fe en
Dios y construcción de la historia, p. 107.
[76] «No guardo ganado»; o no voy «tras mis gustos y apetitos», en palabras del santo.
[77] Llama de amor viva. Comentario a la estrofa 3, p. 831. N.B. Las páginas que sigan en lo sucesivo sin otra
referencia se refieren siempre a la edición de las obras del santo preparada por Maximiliano Herraiz
(Salamanca 1991).
[78] «De Jesús a Dios y de Dios a Jesús», decíamos allí.
[79] Cf. GS 19.
[80] Sermón 52, 16.
[81] Subida del monte Carmelo, p. 211. Nótese el fácil paralelismo con esta otra consideración del maestro
ECKHART: si estando alguien en éxtasis, como san Pablo, conoce que un enfermo necesita un plato de sopa,
«tengo por mejor que dejara el éxtasis y sirviera al necesitado con gran amor» (Reden der Unterweisung, 11).
Un ejemplo gráfico de esa falsificación del Dios verdadero lo tenemos en la superiora de esa película tan
digna sobre las monjas polacas violadas por los rusos al acabar la guerra en 1945: la superiora abandona a los
recién nacidos, pero lo hace delante de un crucifijo, contando con que toca a la providencia divina hacer que
pase alguien y se haga cargo de ellos, porque ha identificado el funcionamiento habitual de su convento con
la voluntad de Dios. No es que ella sea cruel ni desalmada, pero su idea de Dios la lleva a actuar cruelmente.
[82] Subida del monte Carmelo, p. 220. O «no arrimarse a jugos ni sabores espirituales» y sentirse como «en vacío
y soledad donde no puede hacer usar sus potencias» (Llama, pp. 831 y 845). Esa idea de la confianza oscura
es muy frecuente en Juan de la Cruz. En una carta de acompañamiento espiritual escribirá que el mejor modo
de vivir en esta vida es «en confianza oscura y verdadera, esperanza cierta y caridad entera» (p. 133).
[83] Recordemos el poema: «Que bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (p. 66).
[84] Subida, p. 153. Ver también p. 216: «todo lo que la imaginación puede imaginar y el entendimiento recibir y
entender… no es ni puede ser medio próximo para la unión con Dios. (Pues) no tiene el entendimiento
disposición ni capacidad… para recibir noticia clara de Dios». Y recordemos otra vez el comienzo de la
Summa de Tomás de Aquino: de Dios podemos saber que existe (que es), pero no qué es.
[85] Por ejemplo, en el capítulo 22 de su Autobiografía. De hecho, si la teología apofática se fue oscureciendo en
la tradición occidental, quizá fue debido a que su primer gran fautor, el llamado Pseudodionisio, parece tener
una teología muy poco jesuánica.

162
Subida, p. 279. Este es uno de los textos que se usan para responder a la acusación de que la mística de Juan
[86] de la Cruz es más religiosa, en general, que cristológica. Este texto… más las veces en que acusa a personas
pretendidamente espirituales de «olvidar la cruz de Cristo» o se queja de que «es muy poco conocido Cristo
de los que se tienen por sus amigos» (Subida 213). No obstante, en mi opinión, puede seguir en pie algo de la
acusación citada, en el sentido de que la mística sanjuanista no es suficientemente «jesuánica»: atiende a la
cruz, pero no tanto a la vida de Jesús, que es la que lleva a esa cruz.
[87] Subida, 598, 617, 615.
[88] Para las víctimas con las que Te identificas y «donde secretamente solo moras» (Llama, 859).
[89] Cántico B, 610, 607.
[90] Cántico B, 578. Aunque quizás aquí Juan de la Cruz equipara en valor textos del Antiguo y del Nuevo
Testamento, y resulta poco cristológico.
[91] O Theós agápē estín (1 Jn 4,20), si se me permite citar el origen de la palabra «caridad».
[92] El 19 de noviembre de 2015, en audiencia al Consejo de agentes sanitarios.
[93] Si, como algunos dicen, ese sosiego es el acento más propio del budismo (por el descubrimiento de la mentira
del ego), y el amor es el acento más típicamente cristiano, ambos se encuentran aquí.
[94] Dada la seriedad e importancia del problema ecológico, quizá tendría que haber dicho
«ecoantropocentrismo». Léase así, aunque prefiero la voz más sencilla. Pero quede claro que el hombre no
puede ser separado de la tierra, que es a la vez su madre y su cuna.
[95] Cántico 660, 661 y 655.
[96] He tratado esto más ampliamente en El rostro humano de Dios: de la revolución de Jesús a la divinidad de
Jesús, al hablar de la liberación de la moral, capítulo 4.
[97] Llama, p. 815. Uno recuerda aquí el lema del cura Múgica, asesinado en una de las villas-miseria de Buenos
Aires: (y al que estaba dedicada la película El elefante blanco): «Vivir para ellos y morir por ellos».
[98] Se apunta aquí esa tesis fundamental del tratado de gracia que define la paradoja del ser humano: que lo más
nuestro, y más profundamente nuestro, es lo menos nuestro.
[99] Subida, 172. Y veamos otras concreciones de esta ofuscación que reflejan bien la ceguera de los millonarios:
«de gozarse en las cosas visibles le nace la vanidad…; de gozarse en olores suaves le nace el asco a los
pobres, que es contra la doctrina de Cristo…; de gozarse en el sabor de los manjares nace… falta de caridad
para con los prójimos y pobres» (372). Y en otro momento cita al Eclesiástico 11,10: «si fueres rico, no
estarás libre de pecado» (352). Porque «tal es la bajeza de nuestra condición que como nosotros estamos,
pensamos que están los otros, y como somos, juzgamos a los demás» (Llama, p. 856).
[100]Subida, 198. Recordemos lo dicho en el capítulo anterior: para el cristianismo no se trata de eliminar el
deseo (o la pasión), sino de transformarlo. Desde esta transformación se pueden aplicar a la opción por los
pobres y las víctimas de esta historia dos versos de la segunda estrofa de la Llama: «Oh regalada llaga… que
a vida eterna sabe» (cf. Llama, 794). Ese es el milagro de esa «inflamación de un amor mejor».
[101]El neologismo no es propiamente mío: la Carta a los Efesios (4,18) habla expresamente de una «porōsis tēs
kardías», como también Mc 3,5.
[102]Estrofa 35. «Abandonado por tus propios hermanos de báculo y de mesa», escribió Casaldáliga a propósito
de Mons. Romero.
[103]Curiosamente, dos películas de tema religioso llevan ese título de silencio: la de Ingmar Bergman y la más
reciente de Martin Scorsese. Y ese silencio no es exclusivo de personas que buscan o dudan. Para personas
«místicas» Juan de la Cruz hablará más bien de «vacío de Dios»: «como se va juntando más a Dios, siente en
sí más el vacío de Dios» (Cántico, estrofa 12, p. 626).
[104]J. LIPOVETSKY, el gran sociólogo de nuestra posmodernidad, ha analizado muy bien esos dos imperativos:
«la sociedad del hiperconsumo (es) la civilización de la felicidad paradójica» (p. 12 del libro de ese mismo
título). Es lo que el mismo autor emplea como título de otro libro suyo: El imperio de lo efímero.
[105]Cántico, estrofa 13, pp. 631 y 628-629.
[106]Ahora que la película de Scorsese ha llamado la atención sobre la novela de Shusaku Endo, quisiera advertir
que este escritor japonés tiene un breve libro sobre Jesús en el que viene a decir que, a pesar de irradiar paz y
alegría, en el fondo del Maestro había siempre una sombra de tristeza, debido a que sabía que el amor no es

163
correspondido en este mundo. Una tristeza parecida al grito de Ch. de Foucauld: «¡el Amor no es amado!».
Expresada de manera interpelante en los versos provocativos del gran César Vallejo, citados en la apertura de
esta Cuarta Parte y que pueden iluminar nuestras reflexiones sobre la felicidad.
[107]Cántico, estrofa 16, p. 654.
[108]Por supuesto, el original no dice «en el consumo», sino «en el ejido». Pero define el ejido como «un lugar
común donde la gente se suele juntar a tomar solaz y recreación» (p. 714).
[109]Cántico, p. 726. Aunque, como nosotros no somos Dios, convendrá no olvidar que, muchas veces, lo mejor
que podemos dar al otro (y mucho más a los pobres) es recibir algo de él y deberle algo. Sabiendo que una
cosa es recibir, y otra muy distinta buscar.
[110]Cántico B, estrofa 13, pp. 629-631.
[111]«Me quedé no sabiendo, toda mística trascendiendo», o «un no sé qué que queda balbuciendo» y «un no sé
qué que se alcanza por ventura».
[112]Estrofas 33 y 32. Resulta gracioso que el verbo del verso que sigue («por eso me adamabas») y que, a todas
luces, parece exigido por la métrica, san Juan lo justifica diciendo que «adamar es amar mucho» (727).
[113]Llama, p. 851. Subrayado mío.
[114]Por eso, un cristiano no puede odiar a nadie por distinto que sea, ni por malo que le parezca, pues la
fraternidad humana es consecuencia ineludible de nuestra filiación divina, que es la verdadera fuente de
nuestra libertad. Por eso es específicamente cristiano el paso de la liberación individual e interior a una
liberación social, comunitaria y estructural o exterior. Porque estas dos dimensiones –lo individual y lo
comunitario, lo interior y lo exterior– no deben oponerse entre nosotros, porque en Dios (en la medida en que
podamos proyectarlas en Él) no se oponen, sino que coinciden.
[115]Remito al comentario a la Primera Carta de Juan en El rostro humano de Dios: de la revolución de Jesús a la
divinidad de Jesús, Sal Terrae, Santander 20153, capítulo 2.
[116]De hecho, sobre lo que llamamos «la creación», el mensaje bíblico dice poco: reserva un verbo especial y
exclusivo (bará) para designar la acción de Dios, distinta de la producción humana; enseña, además, que
absolutamente todo lo existente tiene su origen en Dios, y que el ser humano no existe para entretenimiento
de los dioses griegos ni para hacer las tareas que los dioses no quieren hacer, sino para ser responsable y
rector de esta tierra, pero no a su arbitrio, sino «a imagen y semejanza de Dios».
[117]Es decir, que ninguna preocupación egótica alcance «ni a mover al alma a gusto con su suavidad, ni a
disgusto y molestia con su miseria y bajeza» (Cántico, 761).
[118]«Por “las aguas” se entienden aquí los bienes y deleites espirituales que en ese estado goza el alma en su
interior» (762).
[119]Con lo cual no pretendo negar la existencia de verdaderos problemas debidos a la cantidad de la inmigración.
Pero sí destacar que esa cantidad es fruto de un sistema que es injusto y de una historia que, poco a poco, ha
ido haciendo insolubles las cosas.
[120]Colationes, I, 10.

164
CAPÍTULO 5
La Carta Magna del cristianismo

D ECÍA IGNACIO ELLACURÍA que las bienaventuranzas son la Carta Magna del Reinado
de Dios, anunciado por Jesús. Aunque –como en seguida veremos– lo central en ellas
son el hambre de justicia y la misericordia, ambas deben ser contextualizadas en el seno
de esa «Constitución» del Reino y de todos los textos evangélicos que hablan de ellas.
Comencemos por ahí[121].

5.1. «Dichosos ellos»


A diferencia de lo que dijimos en la Tercera Parte sobre las parábolas de Jesús, el
contexto de las bienaventuranzas no es profético, sino sapiencial, al menos en el
evangelio de Mateo. Mejor aún, es una extraña síntesis de lenguaje profético y sapiencial
que parece muy propia de Jesús: una oferta de felicidad (oferta que es la auténtica
sabiduría y lo propio del lenguaje sapiencial) se llena con unos contenidos típicos de
todos los profetas de Israel: pobres, hambrientos, llorosos, injustamente perseguidos,
buscadores de la paz…
Hoy en día, cuando (como ya hemos visto) se nos impone como imperativo ya no el
ser felices, sino el decir que lo somos (de lo contrario, será señal de que somos tontos);
hoy en día, cuando la mejor manera de figurar como «record de ventas» es escribir un
libro sobre «cómo alcanzar la felicidad en poco tiempo»…; hoy, precisamente, temo que
la propuesta de Jesús (que apenas ocupa media página) sería tachada de locura (o burla)
por unos y de escándalo (o blasfemia) por otros. No sé si habrá una página más
sorprendente en todos los textos religiosos originarios.
A pesar de todo, sostenemos aquí que la verdadera dicha, la única posible y legítima
en este planeta empecatado, está en ese sencillo doblete: tener un hambre y sed de
justicia fruto de la misericordia. Pero quizás haya que contextualizarlo un poco…

5.2. De Lucas a Mateo


Hay dos listas de Bienaventuranzas: la de Lucas (capítulo 6) y la de Mateo (capítulo 5).
Son bastante distintas y, a veces, hasta parecen contrapuestas, pues Lucas habla
simplemente de los «pobres», y Mateo, de los pobres «de espíritu»; Lucas habla
simplemente de «hambre», y Mateo, de hambre «de justicia»; el primero señala

165
directamente a los que lloran, y el segundo parece suavizar esa radicalidad y referirse
solo a «los afligidos».
¿Se ha dedicado Mateo a aguar la radicalidad de Lucas? ¿Cómo se explican, si no,
esas diferencias?
Se suele decir, y me parece bastante exacto, que las bienaventuranzas de Lucas son
bienaventuranzas de situación, y las de Mateo de actitud o «de respuesta» ¿Qué quiere
decir esto?
Simplemente, Lucas enseña que quienes se encuentran así, quienes se encuentran en
esa situación concreta, son bienaventurados sin más, porque el Proyecto final de Dios, es
suyo: de los que lloran, de los que pasan hambre, de los que son pobres. Mateo, en
cambio, enseña que quienes reaccionan de una determinada manera ante los señalados
por Lucas son también bienaventurados. El uno habla de situación, y el otro de la actitud
que se adopta ante quienes están en esa situación.
Las bienaventuranzas de Mateo son, por tanto, «bienaventuranzas de respuesta» y por
eso han sido calificadas como bienaventuranzas del discipulado. Son, en este sentido, las
que nos afectan a nosotros. Y eso es muy importante para situar debidamente el hambre
y sed de justicia: los hambrientos y los que lloran ya tienen bastante con lo que tienen;
no necesitan ser sermoneados, sino únicamente ayudados y animados.
Por eso se comprende que, cuando Lucas dice «bienaventurados los pobres», Mateo
añada: bienaventurados también aquellos a los que el Espíritu hace pobres, a los que el
Espíritu va empobreciendo por su manera de reaccionar ante quien se encuentra en la
situación de pobreza. Y cuando Lucas dice «dichosos los que lloran», Mateo añade que
son dichosos también aquellos a quienes aflige el llanto de los demás. O que, cuando
Lucas dice «bienaventurados los hambrientos», Mateo diga: dichosos (también) los que
tienen hambre y sed de justicia, porque esa es la única manera de reaccionar ante la
situación de los hambrientos en el mundo. Por eso las bienaventuranzas son la «Carta
Magna» o el texto fundacional del Reino de Dios.

5.3. Clave de lectura


La estructura que voy a proponer para leer las bienaventuranzas se apoya
fundamentalmente en un dato aceptado por los exegetas: es frecuente en el Nuevo
Testamento (nacido en una cultura oral, en la que casi no se escribe) que, por razones
mnemotécnicas, cuando hay una enumeración un poco larga, se haga no en plan de uno,
dos, tres, cuatro y cinco, sino en la forma llamada «quiasmo» (o estructura circular): uno,
dos, tres, dos, uno. De manera que se van correspondiendo el primer elemento con el
último, el segundo con el penúltimo…, y esa correspondencia parece que facilita el
recuerdo. En las bienaventuranzas de Mateo tendríamos una estructura de: uno, dos, tres,
cuatro – cuatro, tres, dos y uno.
Ahí vemos en seguida que lo central son los dos cuatros. Por tanto: lo medular de la
enseñanza de Mateo está en la cuarta y quinta bienaventuranzas. La actitud del discípulo,
la actitud del hombre del Reino, la actitud del cristiano, es la misericordia y el hambre
de justicia ante la situación de este mundo: un hambre de justicia que brota de la

166
misericordia y una misericordia que no se reduce a la mera labor asistencial, sino que se
expande hasta la sed de justicia. Esa es la actitud central del hombre del Reino. Lo
demás son como círculos concéntricos que nacen en torno a esa actitud, como hace la
piedra cuando cae en un lago.
¿Qué le pasa, pues, al que ante los bienaventurados de Lucas ha reaccionado con
misericordia y hambre de justicia? Ahora vienen la tercera y sexta bienaventuranza de
Mateo, y hemos de retomar algo que quedó pendiente en el capítulo anterior. Por un
lado, quien reaccione de ese modo será un hombre, por así decir, dolido, sufriente:
llevará en su interior un cierto pesar por la situación del mundo, por el dolor de sus
víctimas (el término que emplea aquí Mateo no es el «llorar» de Lucas, sino que
significa más bien «estar dolido»). Quien tiene hambre y sed de justicia no se permitirá
buscar esa felicidad individualista que ofrece el mundo de hoy, sino que se habrá dejado
interpelar por la pregunta de A. Camus: ¿tiene un hombre derecho a ser feliz en una
ciudad infectada por la peste? Necesitaremos paz interior y sentido de la vida, pero no
esa búsqueda egoísta del bienestar, típica de la cultura neoliberal[122].
Pero además, y por ese dolor, el que ha reaccionado con misericordia y hambre de
justicia ante los descritos por Lucas tiene el corazón limpio: el hambre de justicia, vivida
con esa especie de dolor, nos limpia el corazón. Y los corazones limpios encuentran a
Dios. No se trata, pues, de ver a Dios en el más-allá celestial, sino de encontrar a Dios y
Su voluntad ya en la dureza de esta tierra; experimentando lo que decía aquella canción
castellana (demasiado pronto olvidada, por desgracia): «cuando el pobre nada tiene y
aún reparte, cuando un hombre pasa sed y agua nos da…, va Dios mismo en nuestro
mismo caminar».
Así se corresponden y se complementan las bienaventuranzas 3 y 6, como primeros
ecos del hambre y sed de justicia.
¿Qué pasa con la 2 y la 7? Los que tienen un hambre de justicia que brota de la
misericordia, de algún modo procuran ser «mansos»: no-violentos. La mera indignación,
por justa que sea, puede hacernos violentos. Y la violencia suele acabar convirtiendo en
sed de venganza lo que antes era hambre de justicia. O puede acabar en aquella ineficaz
«espiral de la violencia» que tantas veces denunciara Hélder Câmara. En cambio, la
misericordia que acompaña al hambre de justicia nos llama a luchar de una manera
activa pero no violenta. Y también, precisamente por esa mansedumbre, nos convierte en
trabajadores por la paz, en pacificadores. Esos actores de paz son como un reflejo del
Dios que se ha revelado como un Dios de esa paz que brota de la justicia (cf. Is 32,17).
Si el Shalom (paz) es palabra típica de todas las tradiciones religiosas, la vinculación
entre el Shalom y la Shedaqà (justicia) es distintiva de la tradición judeocristiana. Así se
abrazan la segunda y la séptima bienaventuranzas[123].
Y así llegamos al último círculo expansivo y concéntrico de esta actitud central: ¿qué
sucede con quienes, en un mundo como el nuestro, estructuran su personalidad desde esa
hambre y sed de justicia que brota de la misericordia? Pues que acaban
empobreciéndose. El hambre de justicia te acerca a los pobres, y eso solo ya te despoja
de muchas cosas… Por eso, Mateo explica que esos son los pobres por el Espíritu, o los

167
pobres con espíritu. Tienen el corazón desprendido, sí. Pero ese desprendimiento es tan
real que les permite cumplir lo que pedía Jesús al joven rico. Optan por la justicia para
los empobrecidos. Por eso acaban también ellos empobrecidos. Y, paralelamente, acaban
siendo perseguidos por la justicia, porque, como suelo decir, en este sistema nuestro
«nada hay más peligroso que un buen ejemplo».

5.4. Dos aclaraciones lingüísticas


5.4.1. ¿Pobres «de espíritu»?
Aquí se hace necesaria una palabra clarificadora del léxico de la primera
bienaventuranza mateana. La inagotable capacidad que tenemos los humanos para
falsear el Evangelio nos ha llevado a una cómoda traducción –«pobres de
espíritu»[124]–, que se interpretaba en el sentido de que el rico podía seguir siendo
rico… con tal de que tuviera el corazón (el espíritu) «desprendido» de sus riquezas.
Dicho de forma gráfica: con una elegante chaqueta, llevan el corazón a la izquierda, pero
la cartera a la derecha. Así quedan ambos convenientemente separados, y la conciencia
puede quedarse tranquila.
Prescindamos ahora de que si, efectivamente, estuvieran tan desprendidos de su
riqueza como proclaman, cuando llegara una reforma fiscal que les despojara del ochenta
por ciento de esas riquezas, no pondrían el grito en el cielo diciendo que se les está
robando lo suyo para darlo a los vagos que no trabajan…
Añadamos que esa sutil distinción no viene del evangelio, sino del filósofo Séneca,
que, por cierto, era muy rico según dicen. Pero también podemos prescindir de eso. Más
importante me parece mostrar que, desde muy antiguo, la tradición teológica ha
rechazado esa interpretación. Según san Bernardo, se trata de aquellos que son pobres,
«no por una necesidad miserable, sino por una voluntad loable»[125].

5.4.2. La justicia
En otros textos bíblicos se puede dudar del significado exacto de la palabra «justicia»
(dikaiosýnē). Pero aquí, dado el contexto, tiene el claro sentido de lo que hoy
llamaríamos «justicia social». Con la palabra «justicia», el problema que tenemos
nosotros es que, por un lado, en la tradición veterotestamentaria, tiene un sentido
socioeconómico (la shedaqà hebrea, antes citada); pero, por otro lado, el Nuevo
Testamento enseña (como vimos al hablar de la «justificación» del hombre) que,
mientras que los hombres hacemos justicia castigando, la manera que tiene Dios de hacer
justicia consiste en volver bueno al impío, en volver justo al injusto. Es el mensaje de
Pablo, que Barth puso muy de relieve en su comentario a su Carta a los Romanos: Dios
hace justicia haciendo justos a los que no lo son. Al hablar de «justificación por la fe», la
justicia a la que remite esa justificación es la integridad o bondad total del ser humano,
que incluye, por supuesto, el aspecto socioeconómico, pero que no se reduce a él.
Eso podría favorecer el otro intento sutil de algunas traducciones: quitar a la palabra
«justicia» en esta bienaventuranza su trasfondo veterotestamentario (vg., los que tienen

168
hambre y sed de «fidelidad» o de «integridad»…). Pero eso rompería la vinculación de
la justicia con la misericordia, mientras que la estructura quiástica que hemos presentado
y el carácter de respuesta a la situación descrita por Lucas hacen ver que aquí se está
hablando de una justicia socioeconómica.

5.5. Para acabar: misericordia y justicia


Esto tiene hoy una doble y fundamental importancia.
Desde un punto de vista social, significa que la misericordia ya no puede ser solo
asistencial, sino que ha de ser también estructural; pero también que el cambio de
estructuras no puede ser impersonal, sino que ha de ser, además, muy personal.
Y desde el punto de vista espiritual, significa que un hambre de justicia que no brote
de una auténtica misericordia está amenazada de degenerar en protagonismos o en
violencias que acaban convirtiendo el hambre de justicia en sed de venganza.
Quizá por eso asistimos hoy a la aparición constante de grupos que, invirtiendo el
título de T. Richardson, viven y actúan «mirando adelante con ira» y sustituyen aquella
«libertad sin ira» de nuestra transición por una falsa libertad con ira.
Aunque quizás esa ira ha nacido como reacción ante una misericordia sin verdadera
hambre de justicia, que no hacía más que «desnatar» la misericordia con la feliz fórmula
ya citada de Domingo Soto. Dios lo sabe…

[121]He escrito sobre este tema en otras ocasiones. Lo que voy a decir aquí lo encontrará el lector algo más
ampliado en Adiestrar la libertad: meditaciones de los Ejercicios de san Ignacio y en Otro mundo es
posible…desde Jesús. Remito también al n. 128 de la revista Acontecimiento («La revolución de las
bienaventuranzas»), de donde procede el presente capítulo.
[122]Recordemos lo dicho en la nota 106 aludiendo al libro sobre Jesús de Shusaku Endo: pese a toda la alegría y
la paz que comunica Jesús, siempre queda en Él como un fondo último de tristeza, porque sabe que en este
mundo el amor no es aceptado, sino rechazado. Esa pincelada última significa ahora que, ante la situación del
mundo, la misericordia y la sed de justicia dejan un cierto entristecimiento. El cual será compatible con
muchas alegrías, pero está ahí. Y no quiere desaparecer hasta que desaparezcan la miseria y la injusticia.
[123]Otros códices invierten el orden de la segunda y tercera bienaventuranzas mateanas. Pero no creo que eso
cambie demasiado nuestro comentario: podríamos decir entonces que los afligidos por la injusticia de este
mundo son los que acaban siendo auténticos creadores de paz, porque no hay más paz que la que brota de la
justicia. Y que los no violentos son los que acaban viendo a Dios en su trabajo por la justicia, porque el Dios
revelado por Jesús no es un Dios violento.
[124]El original griego no lleva preposición; de ahí la posibilidad de ponérsela a gusto del lector…
[125]Ver en mi libro-antología Los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas (Cristianisme i Justícia, 5.ª
ed.) los textos de san Anselmo, san Bernardo y Teresa de Jesús. También cabría otra interpretación que aplica
esa primera bienaventuranza mateana a aquellos que son pobres materiales, pero no son individualistas, es
decir, ocupados exclusivamente en salir ellos solos de su situación, sin ninguna atención a los demás (cosa
tan frecuente hoy). Esos serían «pobres con Espíritu».

169
CONCLUSIONES

A QUÍ TENEMOS LA «CARTA MAGNA » DEL REINO DE DIOS y una especie de síntesis (o,
mejor, de sirope) de lo cristiano. Después, como sabemos, Mateo añade una especie de
recapitulación que se reduce bastante a la persecución y se parece notablemente a la
cuarta bienaventuranza de Lucas, pues en ambas encontramos el aviso de que «así
trataron a los justos y a los profetas».
Eso coincide con lo antes dicho sobre el carácter conflictivo del cristianismo. Y
conviene destacarlo para que no creamos que el hambre y sed de justicia es una especie
de marcha triunfal de Rubén Darío que nos convierte en salvadores. Como he dicho otras
veces, la lucha por la justicia solo puede hacerse con conciencia de perdonados y de
privilegiados, no con mentalidad de redentores. Solo puede hacerse por la alegría de
nuestra condición de «hijos», no por una satisfacción individual de superioridad. Solo
puede hacerse desde la fe en un Dios definido como «el Amor que mueve
libertades»[126] y no desde esa falsa fe infantil en que el futuro será fatalmente mejor.
Quedémonos, pues, para cerrar estas páginas, con esa doble actitud central –
misericordia y hambre de justicia–, que es a la vez creyente y laica, intimista y activista,
doliente y beatificante. Y ojalá el Espíritu de Dios nos conceda paladear la dicha que
cabe ahí y que no es esa felicidad del «orgasmo perpetuo» que nos promete la sociedad
de consumo, sino la triple dimensión del sentido que da Cristo a la vida, del asombro
ante el Misterio infinito que nos envuelve y de la paz ante la dimensión amorosa de ese
Misterio. Sentido, asombro y paz sí que caben en nuestra empecatada dimensión terrena
y son la única felicidad posible en este valle de lágrimas.
Y desde aquí brota un mensaje que vale para toda esta parte y para todo el libro y que
confirma la distinción entre religión y cristianismo. La religión intenta relacionarse con
Dios para darle culto, y con los hombres para cumplir un mandamiento. El cristianismo
se relaciona con Dios solo para confiar totalmente en Él, y se relaciona con los hombres
para dar culto a Dios.

[126]La Divina Comedia de Dante se cierra, como es sabido con ese verso del «amor que mueve»… Pero mover
el sol y otras estrellas es fácil. Lo complicado (incluso para Dios, diríamos) es mover libertades. Ahí está su
grandeza.

170
ÍNDICE GENERAL

Prólogo

PRIMERA PARTE
El hombre como pregunta

1. Los Chepas
2. El «Logos» y el «Tao»
3. Autocrítica, autoestima, autoayuda
3.1. Autoexamen
3.2. Fundamentalismo como egoísmo
3.3. Contra todo maniqueísmo
3.4. Falsa autoestima
3.5. Un ejemplo viejo
4. Todos iguales
5. ¿Todos hermanos?
6. ¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo?

SEGUNDA PARTE
La sociedad como problema

1. Capitalismo y democracia
1.1. «Honradez con lo real»
1.2. Democracia enferma
1.3. Cuando el tumor se revela maligno
1.4. «Primero nosotros»
1.5. La cultura sobra
1.6. ¿Y ahora qué?
1.7. Paracetamoles políticos
1.8. El dios Dinero
2. Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana

171
2.1. Tres clases de hombres
2.2. Dos banderas
2.3. Libertad suprema
3. Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?)
3.1. Un texto muy antiguo
3.2. Comentario
3.3. Conclusiones
4. Medios ¿de comunicación?
4.1. Problemas
4.2. Complicidades
4.3. Tareas
4.4. Consecuencias
5. El precariado y la culpabilización de los oprimidos
5.1.«La culpa es solo suya»
5.2. ¿Tres suicidios «simbólicos»?
6. Flores ajadas
6.1. La sociedad de la estafa
6.2.¿La Antieuropa?
6.3. Los derechos del ego
6.4. Meditación sobre «Podemos»
6.5. ¿La dormición de las masas?
7. Violencia
APÉNDICE : Una vieja parábola de nuestra sociedad

TRANSICIÓN : era secular y resistencia

TERCERA PARTE
La Iglesia, como siempre, necesitada de reforma

1. Iglesia de Dios
1.1. Iglesia de los pobres
1.2. Iglesia «sacramento de comunión»
1.3. Iglesia una
1.4. Y en España…

172
2. Iglesia de hoy
2.1. Lenguaje significante
2.2. Devolver significado a los símbolos
2.3. Recuperar los testigos
3. Rechazo e interpelación: la condición del cristiano
CONCLUSIÓN de estas tres partes

CUARTA PARTE
La teología
como intento de aprender para poder comunicar

1. «La buena noticia de Dios»


1.1. De Jesús a Dios
1.2. De Dios a Jesús
1.3. De Jesús al hombre
2. «Preparar el camino al Señor»
2.1. El «principio misericordia»
2.2. «Donde está el Espíritu de Dios hay liberación»
2.3. «Ya sí, pero todavía no»
3. «Qué dice el Espíritu a las iglesias»
3.1. «La teología del futuro será mística o no será teología»
3.2. Mística «de ojos abiertos»
3.3. «Felices los misericordiosos»
3.4. Un Dios «total» (kat-holikós)
3.5. Teología de la cruz, no teología de la gloria
3.6. Contra toda idolatría
3.7. Las ciencias sociales como auxiliares de la teología
3.8. Por el Espíritu a la plenitud de la comunidad
3.9. La era secular
3.10. Las religiones de la tierra
4. «¡Cuán delicadamente me enamoras!»
4.1. «Salí…»
4.2. Apofatismo jesuánico
4.3. Antropocentrismo pneumatológico
4.4. Conclusión

173
APÉNDICE. Algunas objeciones

5. La Carta Magna del cristianismo


5.1. «Dichosos ellos»
5.2. De Lucas a Mateo
5.3. Clave de lectura
5.4. Dos aclaraciones lingüísticas
5.5. Para acabar: misericordia y justicia
CONCLUSIONES

174
Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 7
Prólogo 9
Primera Parte: El hombre como pregunta 11
1. Los Chepas 12
2. El «Logos» y el «Tao» 14
3. Autocrítica, autoestima, autoayuda 17
3.1. Autoexamen 18
3.2. Fundamentalismo como egoísmo 19
3.3. Contra todo maniqueísmo 21
3.4. Falsa autoestima 22
3.5. Un ejemplo viejo 22
4. Todos iguales 24
5. ¿Todos hermanos? 27
6. ¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo? 29
Segunda Parte: La sociedad como problema 32
1. Capitalismo y democracia 34
1.1. «Honradez con lo real» 34
1.2. Democracia enferma 35
1.3. Cuando el tumor se revela maligno 36
1.4. «Primero nosotros» 37
1.5. La cultura sobra 38
1.6. ¿Y ahora qué? 39
1.7. Paracetamoles políticos 39
1.8. El dios Dinero 40
2. Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana 43
2.1. Tres clases de hombres 43
2.2. Dos banderas 44
2.3. Libertad suprema 45
3. Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?) 48
3.1. Un texto muy antiguo 48

175
3.2. Comentario 50
3.3. Conclusiones 51
4. Medios ¿de comunicación? 53
4.1. Problemas 53
4.2. Complicidades 54
4.3. Tareas 54
4.4. Consecuencias 55
5. El precariado y la culpabilización de los oprimidos 57
5.1.«La culpa es solo suya» 57
5.2. ¿Tres suicidios «simbólicos»? 58
6. Flores ajadas 60
6.1. La sociedad de la estafa 60
6.2.¿La Antieuropa? 62
6.3. Los derechos del ego 64
6.4. Meditación sobre «Podemos» 65
6.5. ¿La dormición de las masas? 66
7. Violencia 70
Apéndice : Una vieja parábola de nuestra sociedad 72
Transición : era secular y resistencia 75
Tercera Parte: La Iglesia, como siempre, necesitada de reforma 78
1. Iglesia de Dios 80
1.1. Iglesia de los pobres 80
1.2. Iglesia «sacramento de comunión» 80
1.3. Iglesia una 81
1.4. Y en España... 81
2. Iglesia de hoy 83
2.1. Lenguaje significante 83
2.2. Devolver significado a los símbolos 90
2.3. Recuperar los testigos 97
3. Rechazo e interpelación: la condición del cristiano 100
Conclusión de estas tres partes 102
Cuarta Parte: La teología como intento de aprender para poder
104
comunicar
1. «La buena noticia de Dios» 106
1.1. De Jesús a Dios 108

176
1.2. De Dios a Jesús 111
1.3. De Jesús al hombre 115
2. «Preparar el camino al Señor» 117
2.1. El «principio misericordia» 117
2.2. «Donde está el Espíritu de Dios hay liberación» 122
2.3. «Ya sí, pero todavía no» 128
3. «Qué dice el Espíritu a las iglesias» 132
3.1. «La teología del futuro será mística o no será teología» 132
3.2. Mística «de ojos abiertos» 135
3.3. «Felices los misericordiosos» 136
3.4. Un Dios «total» (kat -holikós) 137
3.5. Teología de la cruz, no teología de la gloria 138
3.6. Contra toda idolatría 139
3.7. Las ciencias sociales como auxiliares de la teología 140
3.8. Por el Espíritu a la plenitud de la comunidad 141
3.9. La era secular 144
3.10. Las religiones de la tierra 146
4. «¡Cuán delicadamente me enamoras!» 149
4.1. «Salí...» 149
4.2. Apofatismo jesuánico 150
4.3. Antropocentrismo pneumatológico 153
4.4. Conclusión 159
Apéndice. Algunas objeciones 160
5. La Carta Magna del cristianismo 165
5.1. «Dichosos ellos» 165
5.2. De Lucas a Mateo 165
5.3. Clave de lectura 166
5.4. Dos aclaraciones lingüísticas 168
5.5. Para acabar: misericordia y justicia 169
Conclusiones 170

177

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