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El rastro de «El Caracol».

Wolfgang Ecke

En el gremio de ladrones de la gran ciudad había uno que tenía un mote especial: le
llamaban El Caracol.  Y no porque fuera lento de ideas o movimientos, sino única y
exclusivamente, porque tenía por costumbre ponerse a comer con toda tranquilidad en
las viviendas en las que entraba a robar.

En unos casos lo que encontraba y en otros su propia cena, que siempre llevaba consigo.

Yo ya me había encontrado con El Caracol en este o aquel restaurante porque los dos
compartíamos una misma pasión: la buena comida.
En esta ocasión lo encontré en La Sartén, en el momento en que se disponía a hacerle
los honores a una brocheta de solomillo.

Me quedé tan sorprendido como una gallina que de pronto hubiera puesto un huevo
rectangular. En toda la ciudad no se hablaba más que del robo en la villa Shöffler de la
noche anterior. El ladrón no se había limitado a llevarse varios valiosos lienzos tras
cortarlos para separarlos de sus respectivos arcos, sino que se había servido a gusto en
la cocina.

La policía había deducido de los restos que quedaron sobre la mesa que el asaltante
había estado comiendo un mínimo de dos horas.

Nadie lo había puesto en duda, era la huella de El Caracol.

El inspector Schulz me había informado hacía una hora y cuarto de una última novedad:
el doctor Schöffler acababa de darse cuenta de que el ladrón se había llevado también
una valiosa figura de oro y piedras preciosas.

Ferdinand Huf, nombre civil de El Caracol, se llevó una alegría cuando me senté a su
mesa.

-¡Le recomiendo la brocheta de solomillo! –me dijo.

-¡Hubiese jurado que estaría usted recluido!

-¿Lo dice por lo de anoche?

Asentí y él sonrió.

-Así es, estuve recluido… temporalmente. Pero mi coartada es perfecta.

-¡Qué suerte para usted! –exclamé, y pedí pechuga de pavo rellena con ocho
guarniciones diferentes.

-Estuve en el hospital con mi anciana madre. La enfermera de servicio puede testificarlo.

-¿Toda la noche?

-Hasta las tres de la mañana. Mamá lo quiso así porque no podía dormir.

-¡Voto al chápiro! Y la policía se lo ha creído…

El Caracol mordió un trozo de carne de la brocheta.

-No tuvieron más remedio. Además, han puesto mi casa patas arriba. Nada de cuadros,
nada de figuras de oro…

Asentí.

-Así que alguien se ha hecho pasar por El Caracol. ¿No es eso?

-Eso es.

La brocheta de solomillo le estaba sabiendo a gloria.

Le invité a un café solo.

Y esa misma noche tuve un sueño muy divertido.

Al despertarme llamé al inspector Schulz, quien me contestó con un enorme bostezo.

-Oiga usted, cansado empleado público, acabo de soñar que, a pesar de los pesares, el
ladrón es el Caracol. Vuelva usted a comprobar su coartada, ¡pero con lupa!

-¿Cómo se le ocurre a usted tal cosa? –preguntó Schulz repentinamente espabilado.

-Ayer por la noche, en La Sartén, me contó por descuido más de lo que debería haber
contado. Fíjese…

Pregunta: ¿A qué descuido se refería Balduino Piff?

(Solución: El Caracol mencionó la figura de oro en su conversación con Balduino Piff,


pero el robo de la misma acababa de ser denunciado por el doctor Shöffler. ¿Quién
entonces podía saber que la figura había sido robada… sino el ladrón?)

Wolfgang Ecke.  El rastro de «El Caracol» y otras historias policiacas. Ed. Espasa-Calpe.

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