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Ateísmo como filosofía de la religión

1. La esencia de la religión. Lo que hemos sostenido hasta ahora en forma general, aún con respecto a
los objetos sensibles, de la relación del hombre con el objeto, vale especialmente para nuestra relación
con el objeto religioso. En relación a los objetos sensibles, la conciencia del objeto se puede distinguir
de la conciencia de sí mismo; pero referente al objeto religioso, la conciencia del mismo y la conciencia
de sí mismo coinciden. El objeto sensible existe fuera del hombre, el religioso se encuentra en él, le es
intrínseco -de ahí que sea un objeto que tampoco puede abandonar al hombre como la conciencia de sí
mismo, le es íntimo, y hasta el más íntimo, el más próximo objeto. Dios, dice por ejemplo Agustín, nos
está más cerca que los cuerpos sensibles y corporales, y por eso es más fácilmente conocible que ellos.
El objeto sensible es de por sí algo indiferente, es independiente del ánimo, de la fuerza intelectual; el
objeto de la religión, en cambio, es un objeto exquisito: es el ser más absoluto, más sublime y supremo;
supone esencialmente un juicio crítico, o sea la diferencia entre lo divino y lo que no es divino, entre lo
que es digno de ser adorado y lo que no lo es. Vale por lo tanto aquí sin restricción alguna; la tesis que
afirma: el objeto del hombre no es otra cosa que su esencia objetivada. Así como el hombre piensa, así
como él siente, así es su Dios; este es el valor que tiene el hombre y este es el valor que tiene su Dios.
La conciencia de Dios es la conciencia que tiene el hombre de sí mismo, el conocimiento de Dios es el
conocimiento que tiene el hombre de sí mismo. Conoces al hombre por su Dios, y viceversa, por su
Dios conoces al hombre; ambas cosas son idénticas. Lo que para el hombre es Dios, es su espíritu y su
alma; y lo que es el espíritu del hombre, su alma, su corazón, es precisamente su Dios, y Dios es el
interior revelado, el yo perfeccionado del hombre; la religión es la revelación solemne de los tesoros
ocultos del hombre, es la confesión de sus pensamientos íntimos, la proclamación pública de sus
secretos de amor.
Pero si la religión, la conciencia de Dios, es llamada la conciencia del hombre de sí mismo, entonces
esto no debe entenderse como si el hombre religioso se diera cuenta de que su conciencia de Dios es la
conciencia de su esencia; pues el defecto de esta conciencia motiva precisamente la esencia particular
de la religión. Para suprimir este error sería mejor decir: la religión es la conciencia primaria pero
indirecta que tiene el hombre de sí mismo. Por eso, la religión siempre precede a la filosofía, tanto en la
historia de la humanidad como en la historia de cada individuo. El hombre busca su esencia primaria
fuera de sí, antes de encontrarse en sí mismo. La esencia propia le es, en un principio, un objeto que
pertenece a otro ser. La religión es la esencia individual de la humanidad; pero el niño ve su esencia
como si fuera de otro hombre -el hombre, cuando niño, se objetiva como si fuera otro hombre-. Por eso

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la evolución histórica en las religiones, consiste en que lo que en las religiones anteriores se
consideraba como objeto, ahora es considerado como algo subjetivo, es decir, lo que antes se creía y se
adoraba como Dios, se sabe ahora que es algo humano. La religión anterior es idolatría para la
posteridad: el hombre hizo adoración de su propia esencia. El hombre se ha objetivado, pero no se dio
cuenta que el objeto era su propia esencia; la religión posterior hace este paso; cada progreso de la
religión es, por lo tanto, un conocimiento más profundo de sí mismo. Pero cualquier religión que llama
a sus hermanas mayores idólatras, se exceptúa a sí misma – y esto necesariamente, porque de lo
contrario ya no sería religión – de la suerte general o sea de la esencia de la religión; pues atribuye a
las demás religiones, lo que es la culpa de la misma religión – si es que se puede hablar de culpa –.
Porque tiene otro objeto, otro contenido, porque se ha elevado más arriba de las influencias de las
religiones anteriores, se cree elevada sobre las leyes necesarias y eternas, que fundamentan la esencia
de la religión y cree que su objeto, su contenido, sea sobrehumano. En cambio, el pensador advierte la
esencia de la religión oculta a ella misma, pues el objeto del pensador es la religión que no puede ser
objeto de ella misma y nuestra teoría consiste en demostrar que la contradicción que hay entre lo divino
y lo humano es ilusoria, es decir, que no es otra cosa que la contradicción que existe entre la esencia
humana y el individuo humano, que, por lo tanto, también el objeto y el contenido de la religión
cristiana son absolutamente humanos.
La religión, por lo menos la cristiana, consiste en el comportamiento del hombre para consigo mismo o,
mejor dicho: para con su esencia, pero considerando a esa esencia como si fuera de otro. La esencia
divina no es otra cosa que la esencia humana o, mejor dicho: la esencia del hombre sin límites
individuales, es decir, sin los límites del hombre real y material, siendo esta esencia objetivada, o sea,
contemplada y venerada como si fuera otra esencia real y diferente del hombre. Todas las
determinaciones de la esencia divina son por ello determinaciones de la esencia humana.
Con respecto a los predicados, vale decir, las propiedades o determinaciones de Dios, se admite esto sin
reparo; pero en ninguna forma con respecto al sujeto, es decir: la esencia fundamental de sus
predicados. La negación del sujeto se toma por irreligiosidad y por ateísmo; pero no la negación de los
predicados. En cambio, lo que no tiene determinaciones, no puede tampoco tener ningún efecto sobre
mí; y lo que no tiene ningún efecto, no tiene tampoco ninguna existencia. […]
El hombre – este es el secreto de la religión – objetiva su ser y, en consecuencia, se convierte en el
objeto de este ser objetivado, transformado en un sujeto y, respectivamente, en una persona; él se
imagina que es un objeto pero objeto de otro objeto, de otro ser. El hombre es un objeto de Dios. Que el

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hombre sea bueno o malo, no es indiferente para Dios, no; él tiene un interés vivo y fuerte en que sea
bueno; él quiere que sea bueno a fin de que sea beato – pues sin bondad no hay ninguna beatitud –. El
hombre religioso rechaza por lo tanto la nulidad de la actividad humana haciendo de sus intenciones y
acciones un objeto de Dios y convirtiendo al hombre en una finalidad de Dios – pues lo que es objeto
en el espíritu, es objeto en la acción – y haciendo de la actividad divina un medio de la salvación
humana, Dios es activo a fin de que el hombre sea bueno y feliz. De este modo el hombre,
aparentemente humillado al extremo, es en realidad elevado al extremo. Y así el hombre en y por medio
de Dios, sólo se tiene a sí mismo como última finalidad. Por cierto el hombre tiene por objeto a Dios;
pero Dios no tiene otro objeto que la salvación moral y eterna del hombre, luego el hombre en realidad
sólo se tiene por objeto a sí mismo. La actividad divina no difiere de la actividad humana.
En efecto, ¿cómo podría la actividad humana actuar como objeto mío y hasta en mí mismo, si ella fuese
una actividad completamente diferente a mí mismo? ¿Cómo podría tener una finalidad humana, la
finalidad de enmendar y beatificar el hombre, si ella no fuera humana? ¿Acaso no determina el objeto
de la acción? Cuando el hombre tiene por finalidad su propia enmienda, entonces toma resoluciones y
propósitos divinos; pero cuando Dios tiene por finalidad la beatitud del hombre, entonces tiene
finalidades humanas y ejecuta acciones humanas que corresponden a aquellas finalidades. De este
modo el objeto del hombre en Dios es su propia actividad. Pero precisamente porque considera la
propia actividad sólo como una actividad objetivada diferente de él mismo y como algo bueno, recibe
necesariamente también el impulso no de sí mismo sino de aquel objeto. El ve su propia esencia fuera
de sí y esta esencia la considera como algo bueno; se comprende por lo tanto que el impulso hacia lo
bueno sólo le viene de aquella parte donde ha colocado lo bueno. Dios es la esencia más íntima del
hombre, la más subjetiva y más exclusiva, luego no puede actuar por sí misma, es decir, todo lo bueno
viene de Dios. Cuanto más subjetivo y más humano es Dios, tanto más el hombre se despoja de su
subjetividad, de su humanidad, porque Dios en sí y por sí es un ser que no se pertenece pero que, sin
embargo, a la vez atrae todo hacia sí. Así como la actividad arterial lleva la sangre hacia todos los lados
del cuerpo y la actividad de las venas la conduce nuevamente al corazón, así como la vida en general
consiste en una continua sístole y diástole, así también la religión; en la sístole religiosa el hombre se
despoja de su propia esencia, se rechaza y condena a sí mismo; en la diástole religiosa nuevamente
recibe al ser rechazado en su corazón. Solamente Dios es el Ser que actúa y obra por sí mismo – este es
el acto de la fuerza religiosa de repulsión –; Dios es el ser que obra en mí, conmigo, por mí y para mí,
es el principio de mi salvación, de mis buenas intenciones y acciones y, por lo tanto, mi propio

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principio de ser bueno - este es el acto de la fuerza religiosa de atracción-. El desarrollo, arriba
indicado, de la religión, consiste, si se le considera más de cerca, en que el hombre quita a Dios cada
vez más para apropiárselo a si mismo. Al principio el hombre objetiva todo sin diferencia alguna. Esto
se ve especialmente en la fe revelada. Lo que en un tiempo posterior o lo que para un pueblo culto
enseña la naturaleza o la razón, esto en un tiempo anterior o para un pueblo menos culto lo ha enseñado
Dios. Los hebreos creían que todos los instintos por más naturales que fueran, hasta el instinto de la
limpieza, fuese un mandamiento positivo divino. De ese ejemplo vemos en seguida que Dios es tanto
más bajo y tanto más humano cuanto más el hombre se quita a sí mismo. La humildad y la abnegación
del hombre no pueden ir más lejos que cuando éste deniega de tener la fuerza y la facultad de observar
por sí solo y por instinto propio los mandamientos del decoro vulgar. En cambio, la religión cristiana
hizo una diferencia de los impulsos y afectos del hombre según su cualidad, según su contenido. Sólo
convirtió los afectos buenos y las buenas intenciones, los buenos pensamientos en revelaciones y en
afectos, es decir, en intenciones, afectos y pensamientos de Dios; pues lo que Dios revela es una
determinación de Dios mismo; cuando el corazón se llena la boca habla, y como el efecto, así es la
causa, como la revelación, así es el ser que se revela. Dios, que sólo se revela en buenas intenciones, es
un Dios cuya propiedad esencial sólo es la bondad moral. (Ludwig Feuerbach, La esencia del
cristianismo, Introducción, Capítulo II).

2. La historia nos enseña que la conciencia de tener deudas con la divinidad no se extinguió ni siquiera
tras el ocaso de la forma organizativa de la «comunidad» basada en el parentesco de sangre; de igual
manera que la humanidad ha heredado los conceptos «bueno y malo» de la aristocracia de estirpe (junto
con la básica tendencia psicológica de ésta a establecer jerarquías), así ha recibido también, con la
herencia de las divinidades de la estirpe y de la tribu, la herencia del peso de deudas no pagadas todavía
y del deseo de reintegrarlas. (La transición la forman aquellas vastas poblaciones de esclavos y de
siervos de la gleba que, bien por coacción, bien por servilismo y mimicry [mimetismo], se adaptaron al
culto de los dioses de sus señores: a partir de ellas esta herencia se desparrama luego en todas
direcciones). El sentimiento de tener una deuda con la divinidad no ha dejado de crecer durante muchos
milenios, haciéndolo en la misma proporción en que en la tierra crecían y se elevaban a las alturas el
concepto de Dios y el sentimiento de Dios. (La historia entera de las luchas, victorias, conciliaciones,
fusiones étnicas, todo lo que antecede a la definitiva jerarquización de todos los elementos populares en
cada gran síntesis racial, se refleja en el caos de las genealogías de sus dioses, en las leyendas de las

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luchas, victorias y conciliaciones de éstos; la marcha hacia imperios universales es siempre también la
marcha hacia divinidades universales, el despotismo, con sus avasallamientos de la aristocracia
independiente, abre el camino siempre también a alguna especie de monoteísmo). El advenimiento del
Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto, manifestarse
también en la tierra el maximum del sentimiento de culpa. Suponiendo que entre tanto hayamos
iniciado el movimiento inverso, sería lícito deducir, con no pequeña probabilidad, de la incontenible
decadencia de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se da una considerable decadencia de la
conciencia humana de culpa (Schuld): más aún, no hay que rechazar la perspectiva de que la completa
y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en
deuda con su comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda inocencia
(Unschuld) se hallan ligados entre sí –.
Esto es lo que provisionalmente hay que decir, con brevedad y a grandes rasgos, sobre la conexión de
los conceptos «culpa», «deber», con presupuestos religiosos: de propósito he dejado de lado hasta
ahora la auténtica moralización de tales conceptos (el repliegue de los mismos a la conciencia, o, más
precisamente, el entrelazamiento de la mala conciencia con el concepto de Dios), e incluso he hablado,
al final del número anterior, como si no existiese en absoluto tal moralización, y, por tanto, como si
estos conceptos tuvieran que quedar necesariamente eliminados ahora que ha desaparecido su
presupuesto, la fe en nuestro «acreedor», en Dios. La realidad difiere de esto de una manera terrible.
Con la moralización de los conceptos de culpa y de deber, con su repliegue a la mala conciencia, se ha
hecho en verdad el ensayo de invertir la dirección del desarrollo que acabamos de describir o, al menos,
de detener su movimiento: ahora debe cerrarse de un modo pesimista, de una vez por todas, justo la
perspectiva de un rescate definitivo, ahora la mirada debe estrellarse, rebotar contra una férrea
imposibilidad, ahora aquellos conceptos «culpa» y «deber» deben volverse hacia atrás, —¿contra
quién, pues? No se puede dudar: por lo pronto, contra el «deudor», en el que a partir de ahora la mala
conciencia de tal modo se asienta, corroe, se extiende y crece como un pólipo a todo lo ancho y a todo
lo profundo, que junto con la inextinguibilidad de la culpa se acaba por concebir también la
inextinguibilidad de la expiación, el pensamiento de su impagabilidad (de la «pena eterna»)—; pero, al
final, se vuelve incluso contra el «acreedor», ya se piense aquí en la causa prima del hombre, en el
comienzo del género humano, en el progenitor de éste, al que ahora se maldice («Adán», «pecado
original», «falta de libertad de la voluntad»), o en la naturaleza, de cuyo seno surge el hombre y en la
que ahora se sitúa el principio malo («diabolización de la naturaleza»), o en la existencia en general,

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que queda como no-valiosa en sí (alejamiento nihilista de la existencia, deseo de la nada o deseo de su
«opuesto», de ser-otro, budismo y similares)—, hasta que de pronto nos encontramos frente al
paradójico y espantoso recurso en el que la martirizada humanidad encontró un momentáneo alivio,
frente a aquel golpe de genio del cristianismo: Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre,
Dios mismo pagándose a sí mismo, Dios como el que puede redimir al hombre de aquello que para este
mismo se ha vuelto irredimible —el acreedor sacrificándose por su deudor, por amor (¿quién lo creería
—?), ¡por amor a su deudor!…
Ya se habrá adivinado qué es lo que propiamente aconteció con todo esto y por debajo de todo esto:
aquella voluntad de autotortura, aquella pospuesta crueldad del animal-hombre interiorizado, replegado
por miedo dentro de sí mismo, encarcelado en el «Estado» con la finalidad de ser domesticado, que ha
inventado la mala conciencia para hacerse daño a sí mismo, después de que la vía más natural de salida
de ese hacer-daño había quedado cerrada, —este hombre de la mala conciencia se ha apoderado del
presupuesto religioso para llevar su propio automartirio hasta su más horrible dureza y acritud. Una
deuda con Dios: este pensamiento se le convierte en instrumento de tortura. Capta en «Dios» las
últimas antítesis que es capaz de encontrar para sus auténticos e insuprimibles instintos de animal,
reinterpreta esos mismos instintos animales como deuda con Dios (como enemistad, rebelión,
insurrección contra el «Señor», el «Padre», el progenitor y comienzo del mundo), se tensa en la
contradicción «Dios y demonio», y todo no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la naturalidad, a la
realidad de su ser, lo proyecta fuera de si como un sí, como algo existente, corpóreo, real, como Dios,
como santidad de Dios, como Dios juez, como Dios verdugo, como más allá, como eternidad, como
tormento sin fin, como infierno, como inconmensurabilidad de pena y culpa. Es ésta una especie de
demencia de la voluntad en la crueldad anímica que, sencillamente, no tiene igual: la voluntad del
hombre de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta resultar imposible la expiación, su
voluntad de imaginarse castigado sin que la pena pueda ser jamás equivalente a la culpa, su voluntad de
infectar y de envenenar con el problema de la pena y la culpa el fondo más profundo de las cosas, a fin
de cortarse, de una vez por todas, la salida de ese laberinto de «ideas fijas», su voluntad de establecer
un ideal —el del «Dios santo»—, para adquirir, en presencia del mismo, una tangible certeza de su
absoluta indignidad. ¡Oh demente y triste bestia hombre! ¡Qué ocurrencias tiene, qué cosas
antinaturales, qué paroxismo de lo absurdo, qué bestialidad de la idea aparecen tan pronto como se le
impide, aunque sea un poco, ser bestia de la acción!… Todo esto es interesante en grado sumo, pero
también de una tétrica, sombría y extenuante tristeza, hasta el punto de que tenemos que prohibirnos

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violentamente mirar demasiado tiempo a esos abismos. Aquí hay enfermedad, no hay duda, la más
terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre: —y quien es capaz aun de oír (¡pero hoy
ya no se tienen oídos para ello!—) cómo en esta noche de tormento y y de demencia ha resonado el
grito amor, el grito del más anhelante encantamiento, de la redención en el amor, ése se vuelve hacia
otro lado, sobrecogido por un horror invencible… ¡En el hombre hay tantas cosas horribles!… ¡La
tierra ha sido ya durante mucho tiempo una casa de locos!…
Baste esto, de una vez por todas, en lo que respecta a la procedencia del «Dios santo». —Que en sí la
concepción de los dioses no tiene que llevar necesariamente a esa depravación de la fantasía, de cuya
representación por un instante no nos ha sido lícito dispensarnos, que hay formas más nobles de
servirse de la ficción poética de los dioses que para esta autocrucifixión y autoenvilecimiento del
hombre, en las que han sido maestros los últimos milenios de Europa, —¡esto es cosa que, por fortuna,
aún puede inferirse de toda mirada dirigida a los dioses griegos, a esos reflejos de hombres más nobles
y más dueños de sí, en los que el animal se sentía divinizado en el hombre y no se devoraba a sí mismo,
no se enfurecía contra sí mismo! Durante un tiempo larguísimo esos griegos se sirvieron de sus dioses
cabalmente para mantener alejada de sí la «mala conciencia», para seguir estando contentos de su
libertad de alma: es decir en un sentido inverso al uso que el cristianismo ha hecho de su Dios. En esto
llegaron muy lejos aquellas magníficas cabezas infantiles, valientes como leones; y nada menos que
una autoridad tan grande como la del mismo Zeus homérico les da a entender acá y allá que se toman
las cosas demasiado a la ligera: «¡Ay!», dice en una ocasión— se trata del caso de Egisto, un caso muy
grave—.
«¡Ay de qué cosas acusan los mortales a los dioses! / Dicen que sólo de nosotros proceden sus males; /
pero ellos mismos con sus insensateces se causan sus infortunios, /incluso contra el destino».
Sin embargo, aquí oímos y vemos a la vez que también este espectador y juez olímpico está lejos de
enfadarse por esto con los hombres y de pensar mal de ellos: «¡Qué locos son!», piensa al ver las
fechorías de los mortales, —y «locura», «insensatez», un poco de «perturbación en la cabeza», todo eso
lo admitieron de sí mismos incluso los griegos de la época más fuerte, más valerosa, como fundamento
de muchas cosas malas y funestas: —locura, ¡no pecado! ¿Lo comprendéis?… Pero incluso esa
perturbación de la cabeza era un problema —«sí, ¿cómo ella es posible siquiera?, ¿de dónde puede
haber venido, propiamente, a cabezas como las de nosotros, hombres de la procedencia aristocrática, de
la fortuna, de la buena constitución, de la mejor sociedad, de la nobleza, de la virtud?» —así se
preguntó durante siglos el griego noble a la vista del horror y del crimen, incomprensibles para él, con

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los que se había manchado uno de sus iguales. «Un dios, sin duda, tiene que haberlo trastornado», decía
finalmente, moviendo la cabeza… Esta salida es típica de los griegos… Y así los dioses servían
entonces para justificar hasta cierto punto al hombre incluso en el mal, servían como causas del mal —
entonces los dioses no asumían la pena, sino, como es más noble, la culpa… (Friedrich Nietzsche, La
genealogía de la moral, II, 20-23).

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