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EN EL COMIENZO FUE BAUDELAIRE (Y MALLARMÉ, Y

RIMBAUD)
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Tal vez para transitar el estado de cosas de la literatura durante la época que se dio en
llamar “la era del imperio”, sea necesario remontarse a unos pocos años antes, cuando se
produce un punto de inflexión en la literatura occidental a raíz de los cambios que había
operado la consolidación de la burguesía en Europa. Y muy especialmente en Francia,
que a diferencia del provincianismo alemán y de la casi ausencia de nociones burguesas
en una Rusia patriarcal, cristiana y zarista, aceptó los desafíos nuevos y, a través de su
arte, interpeló la dinámica social con mejores y peores resultados, pero con una adultez
estética que ni siquiera el realismo inglés llegó a emular.

Los dos primeros tercios del siglo xix habían consolidado a la novela como el género
dominante –y, por carácter transitivo, como la forma literaria burguesa por excelencia– a
la luz de las figuras de Stendhal, Balzac y Flaubert, los grandes romancières franceses.
Sin embargo, una ruptura acaso más radical para la historia de la literatura se daría
durante las últimas décadas decimonónicas en el otro género destacado de la época, la
poesía, que en buena medida puso las bases y anticipó la producción literaria de
comienzos del siglo xx. Se diría que la estética modernista y, sobre todo, los movimientos
artísticos de vanguardia contemporáneos a la Primera Guerra Mundial resultaron
deudores del momento en que surgen los primeros poetas franceses precursores
del simbolismo, esto es, muchos de los nombres propios más revulsivos del último tercio
de ese siglo.

En términos de arte, podría pensarse que el pasado se deriva de los quiebres estéticos
que producen las novedades. La antinomia entre clasicismo y romanticismo acaparaba el
predominio de la interpretación poética hasta la llegada de un modo diferente de producir
y sentir la poesía: el desplazamiento que llevaron adelante los iniciadores del simbolismo
reconfiguró la dualidad tradicional (y la revistió de parentesco, “hermanó” conceptos hasta
allí disociados por la mirada establecida) en tanto puso en emergencia un nuevo sentido
artístico. De aquí en adelante la “realidad” de la poesía será, paradójicamente quizás para
nosotros, poética y ya no temática. Con Charles Baudelaire se abre la etapa de la poesía
del hombre moderno.
CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867)

RETRATO DE BAUDELAIRE POR GUSTAVE COURBET, 1848.

Lo que percibimos en nuestro tiempo como “dado”, el modo actual de la poesía (registro
de sensibilidad, estatus, alcances), tuvo su punto de arranque con ese muchacho díscolo
que se dignó a publicar Las flores del mal en 1857. Los poemas simbolistas –y hablar de
poesía simbolista es una convención: Baudelaire fue la referencia inequívoca de los
simbolistas, pero no fundó ningún movimiento– barrieron con la
venerable tematización que subyacía al acto poético y dieron pie así a una forma nueva
que se sacudió el polvo de siglos. El poema debía mirarse a sí mismo: era esa la manera
de habilitar la percepción de los sentidos y desentrañar en el seno de lo real
las correspondencias del mundo que no son visibles fácilmente a los ojos. Hay allí una
apertura a lo sensible y a la mezcla de percepciones que grafica con antelación lo que
serán la perspectiva y el registro sensorial del hombre moderno.

Podría pensarse que este gesto de Baudelaire responde a la consabida fórmula de “el
arte por el arte”, acuñada por el poeta Théophile Gautier (1811-1872), fundador del
parnasianismo, aunque no es exactamente así. En Baudelaire nada busca el refugio
estético, ni el exotismo, ni la antigüedad clásica; al contrario. Es posible, sí, que muchos
poetas hayan reaccionado contra los modelos románticos concentrando el interés en la
valoración formal por encima de otros matices. Y esa valoración diferente del poema se
desentiende de sus deudas con el entorno (de las preocupaciones sociales, sí; y
asimismo de los tutelajes tradicionales, del subjetivismo y de otros lastres en boga) para
pensarse en forma autónoma: la literatura para la literatura, noción que se había visto
amenazada por el incremento notorio de público lector, que empieza a hacerse presente
en la vulgaridad de un mercado en expansión.

“Rey de los poetas, verdadero Dios”, dirá de él Arthur Rimbaud. Y durante el siglo xx la
poesía baudeleriana será objeto de veneración y estudio por parte de intelectuales de la
talla de Marcel Proust y Walter Benjamin, Marcel Raymond, Paul Valéry y T.S. Elliot. Es
innegable que con Charles Baudelaire se inicia una nueva era para la poesía, y acaso la
modernidad encuentre en él a su primer creador. Se diría que, como nadie antes, el
francés olfatea el mundo de las siguientes décadas, se lo inventa. Han sucedido las
revoluciones liberales de 1830 y 1848 y se afianzan en la escena europea los gustos de la
burguesía bajo un positivismo que brinda marco filosófico y estético a la Revolución
Industrial. El conservadurismo gana terreno en el plano político y afianza una moral
hipócrita. De hecho, Las flores del mal fue condenada por la justicia durante el Segundo

Imperio y se obligó al autor a pagar una multa y a suprimir seis poemas del libro.  
Empieza a tejerse socialmente la figura del poeta maldito, que desde entonces ha
circulado con énfasis por todo Occidente. Las sobras, los residuos de esta sociedad
burguesa, son un capital importante en los nuevos poetas: lo sublime pero también lo
ordinario, el refinamiento y asimismo la ordinariez, los ideales pero también el
mortífero spleen (tedio) convergen en el repertorio de los simbolistas. Sucede que la
sociedad es una máquina que descarta lo que no puede ser esclarecido: “lo extraño”, “lo
vulgar”, “lo diabólico”, “lo irracional” marcarán un terreno que no casualmente Baudelaire
distinguirá como el mal a expensas de los reduccionismos que acarrean su entorno y la
época. Todo mal. Esa será la connotación de la poesía a partir del poeta francés, una
poesía que se funda en “el horror de la vida y el éxtasis de la vida”, según escribe en Mi
corazón puesto al desnudo, publicado en 1864.

“Para Baudelaire, la belleza es ‘algo ardiente y triste’, un estigma que el poeta se ve


constreñido a sobrellevar y que hace de él un ser esencialmente demoníaco, por cuanto
está irremediablemente condenado, por definición, a rebelarse contra una sociedad que
ha sacrificado el libre fluir de la vida a un orden establecido solo con miras a la eficacia y
la utilidad”, apunta Raúl Gustavo Aguirre a propósito del francés. Hay alguien que va a
sondear los límites de una realidad más amplia y oscura, y ese alguien es el poeta. Los
poemas de Baudelaire –y en especial su poema insignia, Correspondencias, en el cual
advertía cómo las imágenes y sonidos y percepciones sensoriales venían a dar cuenta de
los oscuros y secretos vínculos que unen imperceptiblemente el universo, y las señales
aisladas a través de sonidos, colores y perfumes que manifiestan esa unidad profunda–
plasman los símbolos huidizos de una realidad imposible de enunciar de otro modo. De
suerte que las palabras empiezan a deshacerse de su carácter instrumental –transporte
de significados– en tanto el poeta encuentra en ellas una independencia, un mundo
propio, que la época entendió esteticista. Falta aún para que el sentido se aloje
exclusivamente en las palabras, es cierto, pero Baudelaire opera un paso enorme en esta
inflexión en el plano formal. La poesía, que no le hace asco a la sordidez del mundo y
encuentra bello lo no bello (lo demoníaco, lo vulgar, lo aburrido), es un mundo autónomo y
no se propone sino su autorrepresentación. De allí que sea considerado el padre de la
poesía moderna.

“Baudelaire fue el primero que entendió que los procesos de modernización producían
nuevas experiencias y percepciones que exigían una actitud diferente del artista y
modificaban –de un solo golpe– el concepto tradicional de belleza (y, en términos más
generales, el concepto mismo de valor, como algo que ya no viene dado por la tradición,
sino que se debe legitimar desde la actualidad o desde la contingencia)”, argumenta
Gonzalo Aguilar. De este modo, lo bello sale de los dominios tradicionales y, al decir del
poeta francés, aparece en “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”, esto es, modifica su
estatuto: si ya no es “natural” –como dictaminaba el sentido común de mediados del siglo
xix–, la belleza encuentra ahora su explicación en el artificio. Todo lo que podemos
entender como estética de la modernidad asoma el hocico en el gesto baudeleriano.

Bajo formas métricas estrictas y una rima precisa, el salto de calidad formal hacia la
autonomía artística no parece ajeno al afianzamiento de la burguesía en el plano cultural.
Mientras Baudelaire se entronizaba en las calles parisinas manteniendo su individualidad
entre tanto ser anónimo y anodino para interpretar y retratar esa sociedad consumista y
urgente desde su espíritu flâneur –con una mirada escrutadora, “botánica” (según su
definición)–, tenía claro que los cambios generados por la industrialización en las
ciudades demandaban una sensibilidad distinta a la del arte tradicional. La alienación y el
aturdimiento del sujeto del capitalismo también colaboraron para que el poeta francés
consagrara el valor en sí de sus creaciones frente a un imaginario más amplio y
“democrático”: al incrementarse la masa de lectores con la expansión de la industria
gráfica y la escolarización, es lógico que se hayan denigrado los modos de leer y de
producir lecturas. De allí que Baudelaire acentúe la confianza en la poesía –como si el
arte se reconociera a partir de ese gesto– en tanto rescata zonas, personajes y elementos
desechados por la mirada burguesa. Plantea el desafío no tanto desde la provocación (de
estirpe romántica) como en la ruptura del entendimiento burgués que había invadido la
percepción de los fenómenos. En adelante, el poeta será el sostén de la poesía.
No estuvo solo. La plasticidad y sensorialidad de la lírica francesa acentuaron este
proceso innovador a través de Stéphane Mallarmé y de Arthur Rimbaud, quienes
consolidaron la figura del poeta plantado en sus cuarenta ante la multitud (la categoría de
entonces para referirse al público burgués, tal como ha señalado Walter Benjamin).

Se podría pensar que los reclamos burgueses que cambiaron el Antiguo Régimen fueron
fruto de una clase media con influencia cultural decisiva en los avatares políticos, al calor
de una transformación del imaginario sin dudas alimentada por los efectos de la
Revolución Industrial. Los cuestionamientos a la significación que en definitiva busca
Baudelaire alcanzan en la figura de Mallarmé su paroxismo.

STÉPHANE MALLARMÉ (1842-1898)

 RETRATO DE MALLARMÉ POR PIERRE-AUGUSTE RENOIR, 1892

Acaso se pueda ensayar una gradación entre ambos, coronada si se quiere por Rimbaud,
quien dará un paso más al límite último de Mallarmé y ensanchará la noción de qué cosa
es un poeta. Porque Mallarmé había puesto las fronteras expresivas al borde del abismo,
avalado por la certidumbre de que el lenguaje y la poesía develan formalmente los signos
del universo. ¿De qué otro modo se podría crear una realidad valorativamente superior?
El poeta tiene la misión de rejerarquizar los símbolos purificando las palabras de la tribu.
Lejos de cualquier indagación metafísica, el autor de La siesta de un fauno (1865)
despliega una gramática interpeladora, que se exige a sí misma como si fuera una
extraña. Los espacios en blanco y las formaciones tipográficas, las abreviaturas, elipsis y
puntuaciones expresan el universo para hacerlo real, con ese absoluto como motor de
marcha.

Evitemos, parecen decirnos sus poemas, la puerilidad de lecturas “en clave”. No hay otra
profundidad de sentido que la mera epidermis textual. Las interpretaciones tendrán que
admitir que el sentido deambula por la superficie de las palabras. Ellas todas juntas, su
misma disposición física, hacen surgir, viabilizan, lo que el mundo tiene de misterio. Como
se verá, el quiebre baudeleriano ha encontrado rápidos efectos, que van a perpetuarse

incluso mucho más allá de su admirador Mallarmé. 

Son conocidos los ribetes biográficos que construyeron en torno a Arthur Rimbaud una
imagen límite para la sociedad de la época. Su infancia prodigiosa y alborotada, su
relación tormentosa con otro gran poeta como Paul Verlaine, los desafíos a la pacatería
parisina, el abandono de la poesía, el viaje al África, donde traficaría armas, su muerte
temprana confluyeron para hacer de Rimbaud un ícono de la inadecuación social del
artista.

ARTHUR RIMBAUD (1854-1891 A SU LADO, A LA DERECHA, PAUL VERLAINE (1844-1896)

 Pero su aventura tendríamos que celebrarla en otros términos. Porque Rimbaud fue el
poeta que se ha entregado a pleno –y no solo en la vía intelectual– a la expresión de una
existencia más allá de cualquier límite. Acaso menos cambiar el arte que cambiar la vida:
ningún propósito define mejor su estética. Dirá J.P. Sartre: “Rimbaud […] no vacila en
operar una transformación radical de su pensamiento, emprende el desarrollo sistemático
de todos sus sentidos, rompe esa pretendida naturaleza que le viene de su nacimiento
burgués y que solo es una costumbre, no representa una comedia, se esfuerza por
producir de verdad pensamientos y sentimientos extraordinarios”. La poesía es la
consecuencia de un compromiso vital mayor. Se diría que los deseos de Baudelaire se
hacen carne en Rimbaud en una apuesta que entraña su propia trampa: si el sueño y la
acción tenían que ser una sola cosa, no es raro que la escritura se relativice –estamos en
el terreno especulativo– y vaya perdiendo fuerza (el poeta calla para siempre cuando cae
inmerso en lo real). Pero antes, en los dominios de la poesía, ha perseguido “un verbo
poético accesible a todos los sentidos” y de algún modo imposible, tanto como inventar
nuevas flores o “escribir silencios”. Los propósitos de Rimbaud van detrás de un porvenir
tan inasequible como cierto. La totalidad vislumbrada en el futuro vuelve sagrado el caos
del presente, la ebriedad del barco, para usar sus propias figuras.

Está en juego una nueva visión del hombre –un leitmotiv de las vanguardias que
marcarían la modernidad– y Rimbaud la encara a través de una experiencia humana
concreta. “Y con esto sitúa a la poesía más allá a la vez que más acá de la literatura”,
sostiene Raúl Gustavo Aguirre. Además de expresarse, el poeta debe “hacer hablar al
misterio de la existencia”. Su destino excede por completo la facultad de escribir; afronta,
arriesga, asume el misterio de su condición en todas sus potencialidades. Y no puede
pretender ningún estatus social, porque ser poeta es un estado transitorio del ser hombre.
Más que eso, es un estado caótico, intenso, agudo, intolerable: Una temporada en el
infierno (1873) graficará con creces este desafío que comprometió las fuerzas y los
deseos y límites del poeta. Un paso tiene por delante y lo cumplirá porque forma parte de
su propia mirada: sin las alarmas de lo que podría entenderse como interrupción del
proceso creativo, al contrario, Rimbaud abandona la poesía y se dedica a la vida (de
algún modo un absoluto). ¿Es que ha encontrado un vitalismo fuera de la literatura y la
poesía cayó presa del descreimiento? No parece; y en todo caso no importa. En un menú
de opciones, el poeta se expresa –se ha expresado– verbalmente. El misterio de la
existencia habrá seguido expresándose en otras formas después de que Rimbaud
apostase por su mudez.

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