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LA MALA EDUCACIÓN DE FERNANDO ATRIA

Sylvia Eyzaguirre
Doctora en Filosofía por la Universidad de Friburgo

(Este texto fue parcialmente expuesto en la presentación del libro de Fernando Atria en la
Universidad Alberto Hurtado el 5/9/12)

¿Provocación o resurrección? Fernando proclama la instalación de una “nueva” forma de


entender la educación, una nueva forma de entender la democracia, pero lo que nos ofrece en
este libro son las mismas viejas ideas de siempre, que por supuesto no por ser viejas son malas
o falsas, pero de nuevo NADA.

Tal vez el principal valor del libro radica en que abre un debate sobre aspectos fundamentales
de ética, política y educación. Fernando en cada párrafo desafía las leyes de la lógica, rebate
principios a priori de epistemología, redefine democracia y nos desafía botando por la borda
años y años de estudio dedicados a asuntos que creíamos complejos, que creíamos difíciles,
que por la naturaleza de su objeto no se dejaban reducir a simples verdades absolutas y por
ende exigían no sólo especial cuidado y rigor de nuestra parte, sino también humildad al
reconocer la precaria situación epistemológica en que nos encontrábamos. Asuntos como qué
es democracia, cómo legitimamos una ética a partir de la razón, cuál es o son los principios
éticos que deben imperar a la hora de organizar una sociedad o cuál es el punto de equilibrio
entre libertad e igualdad (que como bien dice Fernando no siempre están en tensión) son
problemas que mantuvieron en vilo las investigaciones de los grandes pensadores de nuestra
humanidad y que Fernando no sólo los resuelve, sino que la respuesta a ellos le parece tan
evidente que ni siquiera amerita tratamiento alguno, dejando casi en ridículo a pensadores
como Aristóteles, Kant, Popper, Hayek, Habermas y Rawls, que ingenuamente creían ver ahí un
problema y que incluso a ratos creyeron no poder resolverlos.

En las primeras líneas Fernando nos saluda con la siguiente afirmación: “En efecto, en una
discusión yo no busco que el otro me conceda algo, sino mostrarle que está equivocado. En
principio, la discusión hace a la negociación innecesaria, porque una de las partes entenderá
que está equivocada. Entonces no me ‘concederá’ lo que quiero, sino se sumará a mí”.

Permítanme detenerme en esta afirmación, que creo es fundamental para todo de lo que aquí
se sigue, pues es el supuesto que está implícito en todo el libro. Si el objeto de discusión fuera
la aritmética o la lógica, vale decir conocimientos a priori, esta afirmación no nos llamaría la
atención, pues es evidente, que A=A es verdadero y que 1 es mayor a 2 es falso, y eso por
definición. El problema es que el autor parece no advertir que parte importante de los asuntos
propios de la política y por ende también de la ética son de una naturaleza muy distinta a los
objetos matemáticos y por lo tanto no gozan de la certeza de este tipo de conocimiento, algo
que ya Aristóteles vislumbró: “no ha de exigirse el rigor matemático al tratar todas las cosas”.
La política, sobre todo aquella que se lleva a cabo en el Congreso y es a lo que apunta la frase
antes citada, trata asuntos que tienen una faceta empírica y por cierto implica también valores
éticos: ¿es conveniente legalizar la droga?, ¿debemos legalizar el aborto?, ¿debemos prohibir
la venta de cigarrillos?, ¿cuánto es el grado de alcohol que vamos a permitir a los
conductores?, ¿vamos a prohibir a los padres que aporten a la educación de sus hijos?, ¿vamos
a permitir que establecimientos puedan discriminar por género aceptando únicamente a
hombres o mujeres?, ¿vamos a tener un régimen parlamentario o presidencial? o ¿vamos a
prohibir que las mujeres anden en bicicleta, como hace poco lo estaba en Corea del Norte por
ser poco femenino? Ninguna de estas preguntas puede resolverse de forma a priori, por lo
tanto ninguna puede aspirar a una verdad apodíctica, lo que no impide por cierto que cada
uno tenga y deba tener su propia opinión. Las ciencias que tratan con asuntos empíricos por
definición deben observar el mundo y a partir de él inducir “verdades”, que por su
construcción jamás pueden ser absolutas, sino sólo probables y contingentes. Y esto es una
verdad a priori. De esta forma cualquier discurso que se arrogue la verdad absoluta y tilde de
completamente falso al contrincante no solamente es ignorante de sus propias limitaciones,
sino también altamente sospechoso y peligroso; nada más aterrador que el monopolio de la
verdad, propio de las dictaduras y contrario al espíritu democrático.

Esto es lo ocurre con los principios éticos, que es en última instancia donde se fundan las
decisiones políticas. Los asuntos éticos son sumamente complejos y delicados. Después de la
crítica de Kant a las éticas materialistas se vuelve dificultoso, si no del todo imposible, afirmar
juicios singulares éticos a priori, es decir universales. El debate sobre la legitimidad por medio
de la razón de la ética excede con creces mi propósito de comentar el libro de Fernando, sin
embargo, es importante mencionar que quienes legitiman en última instancia la ética en Dios y
le otorgan un carácter universal, deben hacerse cargo de la crítica kantiana que sostiene que la
existencia no es un predicado real. Por su parte, la ética de Kant ha estado sujeta a críticas y
con ello se ha puesto en duda incluso la posibilidad de fundar una ética formal a priori. Si por
medio de la razón no podemos conocer con certeza absoluta principios éticos o juzgar actos
individuales en su calidad ética, ¿cómo se legitima una ética? El peligro que enfrentamos en
este vacío de legitimidad es la caída en el relativismo moral, que molesta a cualquier persona
que ve la necesidad de proteger valores que le resultan fundamentales, problema central de la
filosofía, especialmente después de la segunda guerra mundial. Pensadores importantes se
han hecho cargo de este asunto, como por ejemplo Habermas y Rawls, reconociendo esta
precaria situación (pues no por negarla deja de existir) e intentando desde ahí fundar una
ética, pues a pesar de que no tengamos verdades absolutas en este plano, ello no nos dispensa
de la necesidad de fundar una ética colectiva. No es el momento de abordar este asunto, pero
sí es relevante destacar que en el plano ético las verdades absolutas al menos resultan
dudosas. Creer que unos están en lo correcto y otros del todo equivocados revela una
subestimación del “otro” y, más grave aún, la negación de las posibles legítimas diferencias,
que albergan las sociedades globalizadas y pluralistas, que no se dejan reducir todas a
intereses particulares o simplemente al paradigma de “ricos” y “pobres”, “malos” y “buenos”,
“derecha” e “izquierda”. Ello sólo puede ocurrir cuando no vemos que en el otro hay un “tú”.

La democracia no sólo es el sistema que hemos elegido para resolver nuestras diferencias, sino
que en su esencia reconoce como legítima esta diversidad, la valora y protege. Juan Manuel
Garrido, en su libro sobre El imperativo de la humanidad, se hace cargo, desde Kant,
precisamente de esta situación y nos dice: “Se le reprocha obstinadamente a Kant haberse
limitado a describir la ‘forma’ que debe tener una acción moral para ser digna de su nombre
(…) y en cambio haber sido incapaz de explicar satisfactoriamente algún mecanismo para
averiguar cuáles son las acciones específicas que, en cada caso, cumplirán con esta exigencia
formal de la moralidad. Se le reprocha al filósofo no habernos dado la receta para saber qué
debemos y qué no debemos hacer en cada caso. Estos reproches no reparan en que si fuera
posible concebir un mecanismo como ese, suprimiríamos con él la moralidad misma –libertad
y la responsabilidad- de nuestras acciones, pues dejaríamos en manos de otra cosa –de un
saber dado, de un mecanismo o de otra voluntad-, el principio de determinación de nuestro
libre actuar”. Termina su texto con la siguiente reflexión “lo inhumano está al acecho de todos.
Lo inhumano es actuar conforme a la idea de humanidad que creemos conocer sin tener que
mirar, conforme a la ley que creemos presente inequívocamente en la conciencia, es tener la
certidumbre de qué está bien y qué mal.” Como ven, el mensaje no puede ser más distinto a lo
que nos ofrece Fernando, mientras Juan Manuel nos muestra lo problemático de las verdades
éticas y de las dificultades y peligros que conlleva su determinación y nos invita a reflexionar
sobre ello, sin recetas, entregándonos a cada uno de nosotros la responsabilidad de la última
palabra; Fernando por el contrario nos entrega la receta, dispensando al lector de cualquier
esfuerzo en esta materia, y quien ose no pensar como él cae automáticamente en la categoría
de equivocado, que no debe concederle algo, sino sumarse a él.

Del hecho que el conocimiento empírico por su constitución nunca pueda ser absoluto, no se
sigue que no podamos decir nada respecto del mundo, prueba de ello son las distintas
disciplinas que se ocupan de él como la historia, la física, química, biología, medicina, etc.
También es verdad que podemos mostrar errores y falacias en las argumentaciones de los
otros sin tener que atender a la realidad, pero no nos olvidemos que de ello no se sigue que la
hipótesis esté errada, sino sólo su argumentación. Podemos formular hipótesis novedosas,
creativas, bonitas, pero si aspiramos a que sean verdaderas o al menos plausibles, no podemos
sino buscar evidencia empírica para robustecerlas o debilitarlas.

Las reflexiones que en este libro Fernando nos entrega sufren, a mí parecer, cinco graves
problemas formales:

En primer lugar, el autor parte sus lugares comunes subestimando al contrincante y lo anula
con un recurso que me parece poco legítimo como son los argumentos ad hominem. En el
comienzo de su introducción declara que los que tienen privilegio defienden este sistema
exclusivamente porque les permite mantener sus privilegios. Como Fernando se da cuenta de
que esto significa un beneficio personal a costa de la desgracia de los más vulnerables y eso
francamente sería acusarlos de malvados, los salva achacándoles falsa conciencia, ¡prueba
rotunda de ello son los think-tanks, centros de estudios, encuestas, etc. que financian! El
problema de acusar a alguien de falsa conciencia es que no se puede rebatir. Todo intento del
interlocutor será inútil, pues no se da cuenta que en última instancia, ya sea de modo
consciente o inconsciente, lo que le importa son su propios intereses. No por nada la academia
ha reprobado este tipo de argumentos, pues lo que uno espera y la democracia fomenta es
que ambas posturas puedan exponer sus puntos de vista y que sea la fuerza de las ideas lo que
se imponga y no las características físicas, psíquicas, económicas o sociales de los hablantes; es
lo que con justa razón critica Fernando a quienes lo califican de resentido social, pues esto no
agrega nada a la discusión y no hace ni más cierto ni más falso los argumentos que él nos
entrega.
En segundo lugar, el texto cae reiteradamente en la falacia dialéctica del espanta pájaros.
Consiste en representar al oponente en su versión más débil, de manera que al hacer pedazos
su argumento da por ganada la batalla, cuando en realidad nunca refutó la posición original. La
actitud académica consiste precisamente en lo contrario, en construir la mejor versión del otro
y luego intentar rebatirla. Esto se puede ver cuando rebate el argumento contra la eliminación
del financiamiento privado por ser una nivelación hacia abajo. Fernando muestra con razón
que no toda nivelación hacia abajo es per se indeseable, de manera que no se hace necesario
falsear el argumento, sino mostrar las ventajas de ello, y creo que lo hace muy bien. Pero de
ahí no se puede concluir que la eliminación del financiamiento privado lo mejor. Fernando da
por ganada la batalla del financiamiento privado bajo dos supuestos: 1. el financiamiento
privado es ilimitado, 2. el Estado tiene suficientes recursos para proveer educación para todos.
Si el argumento para eliminar el financiamiento privado se basa en garantizar igualdad de
oportunidades, bastaría con fijar un monto máximo al financiamiento privado que no supere el
monto que entrega el Estado por niño. Con ello se resguarda la igualdad de oportunidades y se
hace más equitativo el uso de los recursos. El segundo punto es importante sobre todo cuando
existen problemas de cobertura. Si la introducción del financiamiento compartido, por
ejemplo, hubiera ayudado a extender la cobertura de la educación escolar a los niños más
vulnerables, entonces no es del todo descabellado pensar que ésta, contrario a lo que se cree,
podría haber tenido un efecto integrador, pues no existe segregación más grosera que la que
se da entre quienes tienen acceso a la educación y quienes no. Por supuesto que eso no
dispensa de revaluar si hoy se justifica permitir el financiamiento privado. Esta reflexión no
sólo debiera contemplar nuestra actual situación de cobertura, calidad y nuestro PIB, sino
también los efectos indeseados que podrían producirse al eliminar esta posibilidad y los
argumentos a favor del financiamiento privado como es la libertad individual, que no se deja
simplemente reducir a la libertad negativa, como pretende Fernando. El equilibrio entre
libertad positiva y negativa es difuso, y precisamente la tarea de las sociedades democráticas,
dado que ese equilibrio no es a priori, consiste en establecerlo a través de la deliberación y del
voto. No por nada los estados totalitarios abusan de la libertad positiva, estableciendo por
principio el límite sin consultarle al pueblo. La idea abstracta de libertad que nos entrega
Fernando, parafraseando a Rawls, donde se aspira al máximo grado de libertad posible
compatible con el mismo grado de libertad para el otro, tiene la dificultad de que su aplicación
en cada caso es difícil de decidir, pues no es para nada evidente que actos tan personales
como fumar o tomar Whysky no afecten en ningún sentido la libertad del otro, en la medida
en que afecta los recursos económicos de una familia o del Estado. Con esto no se busca
reventar el argumento de Fernando y declarar un empate, en absoluto, sino sólo hacer
hincapié en que el asunto en cuestión exige un tratamiento mucho más delicado, que el aquí
expuesto.

Lo mismo ocurre en su lugar común sobre el lucro. En vez de atacar los argumentos de peso
que existen para defenderlo, se ensaña con uno que a mí parecer ni siquiera amerita atención.
El argumento es el siguiente: “se debería permitir que existan colegios que persigan fines de
lucro, pues todos lucran, los profesores también”. Como muestra muy bien Fernando, la
remuneración de los profesores o la de los trabajadores del Hogar de Cristo responde a una
lógica diferente a la de la Institución en que trabajan. Según Fernando, la prohibición del lucro
en educación, y me refiero en particular a la educación escolar -pues en la universidad está
prohibido-, buscaría una vinculación no instrumental con la educación, suponiendo, por
supuesto, que lo único que le interesa al sostenedor que lucra es la maximización de sus
utilidades. Me parece que acá Fernando cae en la misma lógica “neoliberal” que critica, a
saber: en “creer que lo único que mueve a cada agente es su interés, estrechamente
entendido”. ¿Me pregunto si lo único que motivaba a Steve Jobs eran las ganancias y en
absoluto la tecnología? ¿Me pregunto si la mayoría de los sostenedores de colegios con fines
de lucro que son profesores lo único que los mueve son las ganancias y no su vocación por la
enseñanza? Por supuesto, no tengo la respuesta. Parece de todas formas razonable velar
porque quienes se dediquen a la educación lo hagan de forma no instrumental, pero ¿acaso
los establecimientos religiosos o que responden a una ideología política sólo tienen por fin
educar o no más bien adoctrinar, aumentando así su número de fieles y adquiriendo más
poder? Para mí no es en absoluto evidente que no tengan conflictos de intereses, sobre todo
cuando vemos la evidencia empírica y con asombro nos percatamos que los colegios católicos
que no persiguen el lucro son los que cobran el copago más alto y son también los más
segregados, no por nada educan a la elite más poderosa del país. Y ¿qué pasa con quienes no
quieren enviar a sus hijos a colegios del Estado pero tampoco a religiosos? Si bien es verdad
que prohibir el lucro no pone directamente en peligro la diversidad de proyectos educativos,
no obstante la evidencia empírica nos dice que la gran mayoría de los colegios sin fines de
lucro son confesionales; lo mismo ocurre en los otros países que no permiten el lucro, donde la
mayoría de los colegios o son públicos o son de carácter religioso. Y el Estado, ¿acaso tampoco
tiene intereses? Precisamente uno de los argumentos más poderosos a favor de la libertad de
educación tiene que ver con resguardar a los ciudadanos del peligro eventual de la
manipulación de la educación en manos del Estado.

Me parece importante la acotación que hace Fernando, que la decisión sobre permitir o
prohibir el lucro en educación escolar no se reduce al problema de si afecta la calidad, la
equidad, la libertad o la segregación, es también un asunto ético. ¿Estoy de acuerdo en
permitir que terceros obtengan un beneficio económico con los recursos que son para la
educación de los niños o no?, ¿estoy dispuesto a prohibir los colegios que persigan lucro, aun
cuando éstos ofrezcan educación de excelencia y no sean segregados? Que por supuesto los
hay y no son pocos. A diferencia de Fernando, creo que aquí pueden existir diferencias
legítimas de opinión, que no necesariamente responden al ánimo de perpetuar las ventajas de
los privilegiados.

El tercer problema es la falta de rigurosidad en la argumentación. Muchas de las


argumentaciones son desde un punto de vista inferencial falaces, es decir caen en el error de
obtener conclusiones que no se siguen de las premisas. Esto ocurre, cuando a partir de una
premisa absoluta del tipo “todo A” y luego de mostrar que no hay “todo A”, concluye “nada
A”. Esto es improcedente, lo que debiera concluir es “no todo A”. Así procede en varios de sus
lugares comunes, como por ejemplo cuando trata el problema de la educación pública. Aquí
Fernando concluye que el problema de la educación pública radica en la educación privada,
dado que el problema no es su calidad. La falacia es evidente, que el problema de la educación
pública no radique en su calidad, no significa que todo el problema radica en la educación
particular. No sólo comete una falacia, sino además peca de reduccionista, al creer que todo el
problema de la educación pública tiene una única causa y no considera aspectos
fundamentales para su buen funcionamiento, como es por ejemplo su institucionalidad -no
por nada hay relativo consenso en la urgencia de mejorar su institucionalidad. El mismo
proceder se observa cuando concluye que quienes creen que las capacidades intelectuales
están distribuidas uniformemente, independiente de su nivel socioeconómico, creen
necesariamente entonces que la pobreza no influye. Del hecho que uno crea que los talentos
están distribuidos en la sociedad independientemente de la cuna, no se sigue con necesidad
lógica que uno desconozca que se requieren ciertas condiciones para desarrollar dichos
talentos y que por cierto la pobreza influye y lamentablemente mucho. Y el reconocer que la
pobreza sí es un obstáculo para lograr equidad, no significa que no podamos creer que se
pueda avanzar en equidad con medidas efectivas y exigir a las escuelas más, junto con
entregarles asesoría, y así revertir los niveles de inequidad de nuestro sistema, como algunos
países lo han hecho.

También es falaz cuando declara falsa lo injusta que puede resultar la gratuidad, porque eso
implicaría que no habría límites en el aporte que pueden hacer los ricos a la educación de sus
hijos. El salto cuántico es impresionante, ¿por qué gratuidad necesariamente implica ningún
tope al aporte de los padres? Fernando confunde peras con manzanas, pues una cosa es cómo
se recaudan los impuestos, otra cómo se gastan y otra muy distinta los límites que puede
poner la ley al aporte de las familias a la educación de sus hijos. Esta manera falaz de
argumentar se repite una y otra vez en los distintos lugares comunes. Les dejo como tarea que
descubran las trampas lógicas que nos pone el autor en los otros lugares.

En relación con su crítica a la propuesta del Gobierno sobre financiamiento estudiantil para
educación superior, resulta importante hacer notar que la propuesta conlleva un subsidio de la
tasa de interés (que implica un tercio de los recursos invertidos) y la fórmula está de tal
manera construida que siempre, independiente del salario o del costo de la carrera, el Estado
subsidiará parte de los costos del estudio de esa persona, esa es la razón por la cual no es
conveniente con esta fórmula incluir al 10% más rico. Tampoco al parecer ha reparado el autor
en el problema que conlleva determinar un número de años fijo para todos en el pago del
impuesto, en el caso que se financiara con un impuesto focalizado contingente en el ingreso,
pues no parece justo que dos personas que tienen el mismo sueldo paguen el mismo número
de años y monto de impuesto por estudios, si una estudió una carrera muchísimo más cara y
larga que el otro. Mucho más justo parece un equilibrio entre remuneración y costo de los
estudios.

Pero Fernando tiene un punto y a saber valioso, se podría incluir al 10% más rico del país y
luego exigirle a los que tengan mejores remuneraciones una retribución mayor al monto que
puso el Estado, independientemente de su origen socioeconómico. Es una alternativa y nada
de mala, para ello el Estado no debería subsidiar la tasa de interés y/o cambiar el tope de la
retribución.

Pero claramente aquí no estamos hablando de gratuidad, pues lo que hace un impuesto
focalizado contingente en el ingreso es atrasar el pago de algo y establecer las condiciones de
pago no según el origen socioeconómico, sino según la posición económica futura. Entonces,
no ha demostrado que sea falso el considerar regresiva la gratuidad.

Junto con ello, se observa una confusión entre correlación y relación causal, confusión grave a
la hora de sacar conclusiones y más grave aún si pretendemos influir en políticas públicas. La
correlación nos indica que existe una probabilidad muy alta de que dos fenómenos se den
juntos, ahora bien, ella no nos dice nada sobre si existiría una relación causal. Por ejemplo,
existe una correlación muy alta entre portar un encendedor y cáncer al pulmón, pero de ello
no se sigue que el encendedor sea la causa del cáncer. De esta misma forma, Fernando no es
prolijo a la hora de concluir que el financiamiento compartido es causa de la segregación, sin
evidencia alguna y sin atender las posibles endogeneidades: ¿es el copago la causa de la
segregación o no es más bien su consecuencia o ambas son consecuencia de una variable
omitida? La respuesta no es tan obvia y por eso la pregunta es importante, pues puede pasar
que al eliminar el financiamiento compartido no haga al sistema más integrado, así lo
indicarían algunos estudios. Por supuesto que también podría suceder lo contrario y hacer del
sistema uno más integrado, pero una buena decisión requiere observar la evidencia empírica.
Esto no dispensa, sin embargo, de tener una discusión sobre si es ético o no cobrar
financiamiento compartido, discusión que creo necesaria, pero que nada tiene que ver con
segregación.

El cuarto problema es que se queda simplemente en silogismos lógicos, sin contrastarlos con la
realidad. Se echa de menos un apronte más empírico, sobre todo ahí cuando la discusión
precisamente es sobre asuntos empíricos y no conceptuales. El texto cae en el defecto de
algunos economistas que desatienden la realidad utilizando el viejo truco de sacar conejos
reales de sombreros lógicos. Por supuesto, con ello no quiero decir que debamos desatender a
la lógica, más bien lo que critico es que no se preocupe de confrontar sus hipótesis con la
realidad y haga caso omiso de hipótesis alternativas, igualmente razonables, que sí tienen
sustento empírico. Esto no significa que debamos ser ingenuos y pensar que la “evidencia
empírica” es la panacea y que son los datos los que hablan y a saber de forma neutral. Quienes
trabajan con ella saben lo imperfecta que es y las limitaciones de su poder predictivo, además
de los sesgos humanos insoslayables; pero ello no puede ser justificación para dejarla de lado,
pues lamentablemente es la única manera que tenemos de intentar demostrar que tiene
sustento lo que proponemos. Así trabajan las ciencias naturales y por cierto las ciencias
sociales e incluso las humanidades.

El quinto problema es el reduccionismo de los análisis en que cae el autor. Tal vez por mi sesgo
humanista me sorprende la superficialidad con que son abordados los asuntos, como por
ejemplo cuando en las primeras páginas habla sobre democracia y establece sin mayor
problema que la negociación no sería propia de ella, todo bajo el supuesto que en estos
asuntos existe una verdad y que por lo tanto es la que debería imponerse, lo que hace
prescindible el proceso de votación, pues ya en el deliberativo debería quedar zanjado cuál es
la mejor medida. O por ejemplo la conclusión tan fácil a la que llega Fernando cuando afirma
que nuestro sistema democrático se rige por la lógica de mercado, pues negociación y presión
es acción de mercado. Si esto es así me asombro con terror hasta donde ha llegado esta lógica
de mercado, pues veo que llegó hasta el seno de las familias. Creer que la negociación no es
parte del quehacer humano es obviar que existen relaciones de poder. ¿O sólo yo “negocio”
con mi pareja, si vamos a ver fútbol o una película, o con mis sobrinos, si van a comer
chocolate o manzana? Pero, ¿será realmente que la lógica de mercado ha teñido todas
nuestras relaciones humanas o no será más bien que la negociación, vale decir el que cada una
de las partes ceda y se llegue a un punto intermedio, es intrínseca a toda relación humana, es
la manera “cordial” que tenemos de tomar decisiones cuando hay diferencias? ¿No será que la
“negociación”, el llegar a acuerdos, es propia de la vida en comunidad y sólo por ello ha
permeado también al mercado? Por supuesto que reconocer diferencias legítimas no significa
desconocer que también existen conflictos de intereses o que no cualquier opinión es válida
solo por el hecho de ser opinión y que por ende no sea necesario argumentarla.

Para qué decir los lugares comunes en que cae cuando se refiere a los neoliberales, nunca en
mi vida pensé que tendría que ser yo la que los saliera a defender, pero francamente
caricaturizar así a un contrincante no me parece, es un insulto para los que tenemos
diferencias con ellos y es un insulto para quienes creemos en el respeto al prójimo. Lo mismo
con su falsa dicotomía entre lo político y lo técnico, pues es evidente que cualquier decisión
sobre políticas públicas es una decisión política y está hecha sobre la base de principios éticos.
Los conocimientos técnicos sólo ayudan a la toma de decisión, que obviamente es mejor si
estamos bien informados.

Todo lo anterior se debe, me parece, a ese afán de reducirlo todo a un único o a unos pocos
factores, algo que por cierto es atractivo, pero altamente improbable. Me hubiera gustado que
se hubiera reflexionado sobre el lugar común que afirma que los sistemas educacionales son
complejos y no se dejan reducir a un puñado de factores, sino que su tratamiento exige
considerar múltiples factores y a saber no de forma aislada, sino integrada, lugar común que
por cierto comparto.

Echo de menos una perspectiva más histórica en el tratamiento de los asuntos, pues creo que
la historia puede ayudar a comprender de manera más profunda nuestro presente y así
también algunos aspectos de nuestro sistema educativo, que claramente no tienen todos su
origen en la Constitución de 1980, sino que algunos son anteriores o posteriores, como por
ejemplo el lucro en educación, el financiamiento compartido o la discusión sobre la libertad de
enseñanza (que a todo esto ha sido bandera de lucha tanto de un bando como de otro, según
el contexto político, desde hace 200 años).

Es interesante el análisis que ofrece Fernando respecto de cuáles serían las trabas de nuestro
sistema democrático. Él reconoce tres problemas: el primero tiene relación con los quórums
de aprobación de las leyes orgánicas constitucionales, que exige más que la simple mayoría
para su modificación. Si bien es importante resguardar ciertos derechos fundamentales y que
éstos no estén al vaivén de tiranías mayoritarias, como por ejemplo la igualdad de las personas
ante la ley, la libertad de expresión o el derecho a la educación, no tiene sentido que otras
normas exijan un quorum calificado, entorpeciendo el proceso democrático. El segundo tiene
relación con nuestro sistema electoral. El sistema binominal lleva a una sobre representación
de las dos primeras mayorías, perjudicando a las minorías que están subrepresentadas. Es
verdad que la ventaja de un sistema como éste es la propensión a asegurar gobernabilidad al
gobierno de turno y también es cierto que muchos otros sistemas democráticos en el mundo
tienen mecanismos que persiguen el mismo fin. Pero no hay que ser ciegos frente a las
evidentes desventajas que nuestro sistema binominal tiene y que Fernando explica con
claridad en este libro. Por último, menciona el Tribunal Constitucional, que si bien tiene el
sentido de proteger la Constitución, es problemático si está en mejor condición de hacerlo que
el Parlamento o que la Corte Suprema. Junto con estos tres problemas de nuestra
institucionalidad democrática yo agregaría un cuarto que dice relación con la falta de
regulación y poca transparencia de los partidos políticos. Si no mejoramos las prácticas al
interior de los partidos y no logramos una mayor participación ciudadana en ellos, puede
suceder que subsanando los tres problemas que menciona el autor no podamos realmente
revertir el descrédito en que ha caído nuestro sistema político.

Por último, llama la atención lo optimista que es el autor con respecto a las soluciones de los
problemas que aquejan a nuestro sistema educativo. Fernando sugiere fundamentalmente
tres medidas, que apuntan sobre todo a disminuir la segregación y con ello mejorar la equidad:
1) proscribir el gasto privado en educación, eso implica educación gratis para todos, 2)
prohibición de seleccionar alumnos, 3) prohibir el lucro. La verdad es que la solución de
Fernando no es muy novedosa, se parece bastante a lo que existe hoy en la mayoría de los
demás países, tanto de buen desempeño como de pésimo desempeño, tal vez la única
diferencia con éstos es la eliminación de los colegios particulares pagados. Bastante pobre la
propuesta, pues el punto 2 ya lo recoge en parte la LGE, prohibiendo la selección de alumnos
en la educación parvularia y básica. Es curioso que permitiéndose la selección en la enseñanza
media, ésta sea menos segregada que la básica. Seguramente la segregación residencial juega
un rol fundamental, pues la distancia de la escuela pesa más cuando los niños son más
pequeños que cuando ya pueden desplazarse solos. La Ley actualmente no sólo prohíbe la
selección, sino que incluso exige que todos los colegios subvencionados tengan al menos 15%
de niños vulnerables. Como se ve, el problema no radica únicamente en su prohibición, sino
más bien en su fiscalización. En relación al punto 3, no es claro que con ello se mejore la
calidad, la equidad o incluso la integración social del sistema educativo y no se perjudique de
forma significativa la oferta de proyectos educativos. Más bien la evidencia empírica indicaría
que su prohibición sí afectaría la oferta, no mejoraría la calidad, tampoco la equidad y sí podría
afectar de forma negativa la integración social. Como dice Fernando, ello no significa que no
existan otras razones para discutir su eliminación, pero es importante tener en cuenta también
los efectos negativos que podría conllevar. Por último, está su propuesta de proscribir el gasto
privado en educación. Me parece que aquí radica la gran propuesta de Fernando para mejorar
la equidad y la integración social del sistema. Si bien es dudoso que pueda tener un efecto muy
significativo sobre la integración social, dada la exacerbada segregación residencial que
caracteriza a nuestro país, sí podría tener un impacto en equidad. Lo mismo se podría lograr
con aranceles diferenciados, lo que sería incluso más equitativo, pues así el gasto fiscal daría
más a quienes tienen menos. Sin embargo, habría que sopesar los efectos negativos de esta
medida, que ya mencioné anteriormente, y recordar que los mejores sistemas de educación
logran excelencia académica, relativa equidad y baja segregación sin eliminar los colegios
particulares pagados. Llama la atención que Fernando no cuestione la libertad de elección de
los padres, pues la evidencia indica que existe una correlación positiva entre libertad de
elección y segregación, aunque no exista lucro, ni financiamiento compartido ni selección por
parte de los colegios. Además, existen muy buenos argumentos para eliminar la educación
privada, por supuesto también existen argumentos poderosos para su defensa, pero es un
asunto que claramente no se deja zanjar ex ante y amerita discusión. Para terminar, también
llama la atención que el único tipo de segregación que le preocupa sea la socioeconómica. Si lo
valioso de la integración social radica en la formación ciudadana que adquiere el niño al
compartir con otros niños distintos a él, repercutiendo directamente en la construcción de una
sociedad más cohesionada, no entiendo por qué entonces no sería deseable que los niños no
estuvieran segregados por religión, género, ideología política, etc. Por supuesto, esto atentaría
contra la libertad de educación, pero si tanto nos importa la integración social, y por supuesto
que nos importa, ella debería incitarnos a reflexionar al respecto. Nada se dice sobre la
educación parvularia, que sería pieza clave en la lucha contra la desigualdad. Tampoco se
menciona la formación de profesores, algo que la evidencia y también la lógica muestran como
crucial.

Con todo Fernando tiene razón. Nuestro sistema educativo sigue siendo muy inequitativo,
segregado y de baja calidad, a pesar de los avances que en estos últimos 10 años hemos
realizado. Comparto con él su indignación por la segregación, pero de igual manera me
enfurece la inequidad, y no creo que una sea consecuencia de la otra, pues perfectamente
puede darse un sistema integrado socialmente pero inequitativo; no nos olvidemos que el
principal factor a la hora de explicar el desempeño académico es el capital cultural de los
padres. Este libro tiene la gracia de provocarnos y con ello nos invita a reflexionar sobre
educación, pero incluso más allá, sobre nuestra institucionalidad democrática, y aún más allá,
sobre los principios que fundan la democracia, sobre ética. Es importante que como sociedad
nunca abandonemos la tarea de repensar nuestras instituciones, nuestro sistema democrático,
nuestra manera de organizar la sociedad, que debatamos y enfrentemos los distintos puntos
de vista, y ojalá lo hagamos con respeto, con rigurosidad y con humildad, ya que errar es
humano.

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