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Introducción
Durante siglos, las funciones ejercidas por los abogados se han mantenido
constantes, sin grandes variaciones. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo
pasado los Estados abogan por declarar la dignidad humana como derecho fundamental
y por el que debe regirse el ordenamiento jurídico (nacimiento coetáneo al origen de los
Principios de la Bioética establecidos en base al Código de Núremberg en 1947 y el
Informe Belmont en 1979, entre otros). Es en ese momento cuando la práctica de la
abogacía alcanzó su máxima importancia ya que, gracias a ésta, se posibilita a la
persona y a la ciudadanía acceder a la defensa de sus derechos. Tales derechos serían
inútiles si no se establece un contexto donde puedan hacerse efectivos. Por ello, es
preciso asentar y ratificar unos principios y unas normas que rijan la actividad
profesional de los abogados, asegurando y respetando los derechos del cliente, así
como, los valores superiores sobre los que se apoya el ordenamiento jurídico español,
como son la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político recogidos en el
Preámbulo del Código Deontológico de la Abogacía Española (2019); principios
similares a los que se acoge el Código Deontológico (CD) en el art. 2.
Hay una postura que ha sido defendida por la mayoría de las constituciones
contemporáneas en relación con la ética y el derecho. El derecho, como establece el
positivismo, ha de ser válido, pero, además, ha de aspirar al ideal de justicia, es decir,
debe buscar que las leyes sean justas. Según esto, una norma puede ser válida (legal)
pero a la vez puede ser injusta, por ello, puede concurrir el supuesto en el que lo legal
no coincida con lo justo. Existen leyes que aun no siendo justas no pierden su validez ya
que, entre el derecho y la ética, pese a su relación, existen ámbitos en los que son
independientes. En este sentido, la ley debe perseguir el bien de la sociedad, respetando
los valores fundamentales, y hacer justicia; luego, ¿dónde queda la ética? (Elosegui,
2015).
La segunda postura hace referencia a una idea común que se ha extendido entre
la sociedad y que considera el ejercicio de la abogacía como una profesión
necesariamente inmoral, llegando a ser un tópico. Esta concepción de la abogacía
considera que el Estado de Derecho necesita que tal profesión sea practicada pero su
ejercicio no va a gozar de una moral y ética absolutas. Estas dosis de inmoralidad las
ilustra Seleme (2012) con un ejemplo, el abogado que defiende a un culpable. En este
caso el abogado ha de ser un férreo defensor de su cliente, de la mejor manera que se le
ocurra, siendo el juez el que finalmente decida sobre su culpabilidad. El abogado que
pretende evitar una condena de una persona culpable actúa de manera moralmente
reprochable. Por ello, se afirma que el ejercicio de la abogacía incluye un riesgo moral
más o menos frecuente pero que es necesario ya que es la forma establecida para la
defensa de los derechos y libertades.
Por último, la tercera postura consiste en dos maneras de entender la ética del
abogado, por un lado, estaría el abogado amoral y, por otro, el abogado moralista. En el
caso del “abogado amoral” nos referimos a aquel que defiende de manera extrema los
intereses de su cliente y solo con el criterio ético de su parcialidad. Este abogado
contribuye al funcionamiento procesal de un sistema que promueve el bien colectivo ya
que, en definitiva, el proceso judicial acaba con una resolución basada en los
argumentos presentados. Además, esta postura afirma que el abogado amoral sigue las
instrucciones últimas de su cliente por lo que no sería el verdadero culpable, él actúa en
juicio como si fuese el cliente (La Torre, 2013). Por otro lado, el concepto “abogado
moralista” se opone a la idea de que la autonomía individual es superior a los principios
de bondad o licitud de una acción, es decir, es favorable que el abogado ayude a su
cliente a actuar de manera autónoma, pero si dicha actuación es inmoral, el abogado
debe actuar como “juez”, como límite informal a las actuaciones de su cliente (Atienza,
2008).
En relación con la ejecución del oficio el art. 2.1 del CDAE postula la
importancia de la independencia de quien ejerce la profesión; de igual manera en el art.
4 del CD se afirma que se rechazará cualquier traba que atente contra la independencia
y el legítimo ejercicio de la profesión. En los siguientes apartados (art. 2.2 y 2.3) se
menciona la necesidad de estar libre de injerencias e intereses propios o de terceros.
Asimismo, el CD establece en el art. 15 la máxima imparcialidad en su quehacer
profesional, valorando los conflictos de lealtades y de intereses que pueden aparecer;
además, en el art. 44 se menciona de igual manera la no utilización de la información
del cliente para beneficio/interés propio o de terceros. Por último, en el art. 2.4 del
CDAE se deniega el ejercicio de la abogacía cuando ésta se encuentra fuera de los
principios que guían el su quehacer profesional; asimismo, en el art. 24 del CD se obliga
a rechazar cualquier ejercicio profesional del que se tenga certeza de su mala utilización
o de su utilización contra los legítimos intereses.
Respecto al secreto profesional, el art. 5.1 y 5.2 del CDAE resalta la existencia
de una confidencialidad plena en la información emitida por el cliente o terceras
personas, exceptuando su exteriorización para labores de defensa o asesoramiento
jurídico. En el art. 40 del CD se recoge la obligatoriedad de secreto profesional,
exceptuando las autorizaciones del cliente. Además, siguiendo el art. 5.5 del CDAE y el
art.40 del CD ambos incluyen cualquier medio o tipo de información recopilada
(confidencias de la parte opuesta en abogacía o datos psicométricos en psicología, por
ejemplo). Sin embargo, rescatando la primera idea se observa una discrepancia: el
quehacer de la abogacía justifica el uso de información confidencial en los casos que
suponga una ganancia en la defensa, dando por hecho entonces que suponen un
provecho al cliente y, por tanto, actuando desde el Principio de Beneficencia a criterio
del profesional (paternalismo). En cambio, en términos generales y con ciertas
excepciones, como la incapacidad del cliente, la psicología se rige por el Principio de
Autonomía en primer lugar, ya que es el cliente quien decide la ruptura del secreto y no
el Principio de Beneficencia dictado por el profesional. En cuanto al secreto profesional
compartido el art 5.6 y 5.7 del CDAE y el art. 40 del CD reflejan la importancia de
ampliar la confidencialidad cuando son varios los profesionales que intervienen en el
proceso.
Conclusiones
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Santana Ramos, E. M. (2018). El rol del abogado ante la ética y el ejercicio profesional.
Revista de la Facultad de Derecho, (44), 1-28.
Seleme, H. O. (2012). La defensa de un culpable: una justificación moral. Isonomía,
(37), 17-60.