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Resurrección de Los Muertos
Resurrección de Los Muertos
Resurrección de Los Muertos
MUERTOS
por JOSÉ A. PAGOLA ELORZA
Introducción
1
La Resurrección de Jesucristo
fundamento de nuestra esperanza
3 Salvación integral
4 ¿Cuándo resucitaremos?
SIN DUDA, son muchas las preguntas que nos podemos hacer en tomo a
esta
resurrección. ¿Cuándo sucederá? ¿Hemos de esperar hasta «el final de los
tiempos» o
podemos esperar una resurrección inmediata en el momento en que
morimos cada uno?
¿Qué pensar de ese «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección
final? ¿Cómo
imaginar la situación del hombre durante esa larga espera?
San Pablo mantiene firme su esperanza en Cristo, pero su pensamiento
permanece
indeciso al hablamos de ese estado intermedio entre la muerte individual
de cada uno y la
resurrección final.
Ciertamente, nuestra transformación gloriosa tendrá lugar cuando venga el
Señor.
Entonces seremos «revestidos» de su gloria (Flp 3, 20-21). Pablo
preferiría llegar a ese
momento vivo, es decir, «vestido» con su cuerpo. Pero ve cada vez con
más claridad la
probabilidad de morir antes de la venida del Señor.
Lo único que nos afirma de este estado intermedio entre la muerte y la
resurrección final
es lo que sigue. El hombre está «desnudo», es decir, sin cuerpo. Pero
«vive con el Señor»
(2 Co 5, 8), está con el Señor. Este «vivir con el Señor», sin el cuerpo, es
más deseable
que vivir en la tierra con cuerpo pero lejos del Señor. Pablo lo prefiere.
«Mientras
habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor.... y preferimos salir de
este cuerpo para
vivir con el Señor» (2 Co 5, 6-8).
La convicción que parece subyacer en todo su planteamiento es que el
creyente está tan
unido al Señor desde esta vida, que la muerte no puede interrumpir esa
comunión, sino que
prosigue y se hace más real, aun sin alcanzar todavía la plenitud final de la
resurrección.
San Pablo no sabe probablemente explicar cómo es que el muerto puede
vivir con el
Señor sin que haya sucedido todavía la resurrección final. Pero su fe es
firme y clara: «Si
vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así
que, ya vivamos,
ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 8). No duda de su fe: «Estoy
plenamente seguro,
ahora como siempre, de que Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi
vida o por mi
muerte, pues, para mí, la vida es Cristo y, morir, una ganancia» (Flp 1,20-
21).
¿Qué podemos decir nosotros? En primer lugar, la muerte no nos podrá
separar de
Cristo que es «Señor de vivos y muertos» (Rm 14, 9). El hombre sigue
viviendo en el Señor
antes de la resurrección final.
Pero esta «vida-en el Señor» no es todavía la resurrección gloriosa del fin
cuando
irrumpa en plenitud el poder de Dios sobre el mundo.
No es fácil explicar ese -estado intermedio». HOY son bastantes los que,
abandonando
la doctrina de un alma inmortal, hablan de una resurrección que acontece
en la muerte
misma del individuo 30. Según esto, al morir, el hombre sale del tiempo y
penetra ya en la
eternidad. Pero en ese mundo eterno de Dios ya no existe nuestro espacio
ni nuestro
tiempo. Por eso, el muerto deja tras de sí el tiempo histórico y penetra en
el final del mundo.
Ya no existe estado intermedio. Los hombres van muriendo en distintos
momentos de la
historia, pero todos van encontrando a Dios en el único y eterno punto de
la «vida eterna».
Posición sugestiva que, sin embargo, ofrece sus dificultades. «¿Cómo
puede
propiamente finalizar ya la historia en algún sitio (¡fuera de Dios mismo!)
mientras que en
realidad se encuentra todavía de camino?» 31. ¿Qué ocurre con la
dimensión universal de
la resurrección? ¿Llegará alguna vez la consumación final del cosmos?
Con fecha de 17 de mayo de 1979, la Congregación de la Fe publicaba
una «Carta
referente a algunas cuestiones de escatología». En ella se dice que «la
Iglesia afirma la
continuidad y la existencia autónoma del elemento espiritual en el hombre
tras la muerte».
Y, sin pretender limitar la investigación teológica, afirma que no hay
fundamentos sólidos
para prescindir del término «alma», sino que, por el contrario, ve en él «un
instrumento
verbalmente necesario para asegurar la fe de la Iglesia».
Lo que sí debemos decir es que no se trata de «canonizar» una
determinada metafísica
ni una teoría del «alma separada» . Se trata más bien de afirmar la
continuidad de nuestro
«yo» más allá de la muerte, cuando ya no posee un cerebro como sustrato
fisiológico e
instrumento de actuación. No es propiamente «un alma separada», sino un
«yo» que ha
«interiorizado» la materia a lo largo de la vida y ha llegado a ser lo que es
por su actuación
a través de la corporalidad. Tampoco se trata de la parte indestructible del
hombre que por
su misma esencia exige pervivencia, sino del yo del hombre que recibe la
vida de quien es
el Amor.
Algunos como P. BENOIT 33 piensan que ese «YO» del hombre muerto
es vivificado por
su unión vital con el cuerpo de Cristo resucitado. El Espíritu que vivifica
al hombre más allá
de su muerte sería el Espíritu de Cristo resucitado que, al final de los
tiempos, llevará a sus
elegidos a la plenitud.
3
Dinamismo de la fe en la resurrección
2 Amor a la vida
LOS CRISTIANOS hemos olvidado con frecuencia algo que los primeros
creyentes
subrayaban con fuerza: Dios ha resucitado precisamente al crucificado por
los hombres
(Hch 2, 23-34; 3, 13-15; 4, 10, etc.). El resucitado lleva las llagas del
crucificado (Lc 24, 40;
Jn 20, 20).
Esto significa que la resurrección de Jesús ha sido la reacción de Dios ante
la injusticia
de los que han crucificado a Jesús. El gesto resucitador de Dios nos
descubre no sólo el
triunfo de la omnipotencia de Dios, sino también la victoria de su justicia
sobre las
injusticias de los hombres.
Por eso, la resurrección de Jesús es esperanza de resurrección, en primer
lugar, para los
crucificados. No le espera resurrección a cualquier vida, sino a una
existencia crucificada y
vivida con el espíritu de¡ crucificado. Caminamos hacia la resurrección
cuando nuestro vivir
diario no es una cómoda evasión de los problemas y sufrimientos de las
gentes, sino una
entrega constante y crucificada a los demás. Cuando nuestra vida no es la
búsqueda de un
confortable «bien-estar», sino un desvivirse sacrificado por una vida más
humana para
todos. Sólo desde esa participación humilde de la crucifixión de Jesús
podemos esperar
con confianza la resurrección. "Llevamos siempre en nuestros cuerpos por
todas partes el
morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestro cuerpo» (2
Co 4, 10).
Pero, además, entrar en la dinámica de la resurrección del Crucificado, es
ponerse de
parte de todos los que sufren crucificados de tantas maneras. No es
esperanza cristiana la
que nos conduce a desentendemos del sufrimiento ajeno. Precisamente,
porque cree y
espera un mundo nuevo y definitivo, el creyente no puede tolerar ni
conformarse con este
mundo lleno de lágrimas, sangre, violencia, injusticia y extorsión.
Quien no hace nada por cambiar este mundo, no cree en otro mejor. Quien
no hace nada
por desterrar la violencia, no cree ni busca una sociedad más fraterna.
Quien no lucha
contra la injusticia, no cree en un mundo más justo. Quien no trabaja por
liberar al hombre
del sufrimiento, no cree en un mundo nuevo y feliz. Quien no hace nada
por cambiar y
transformar la tierra, no cree en el cielo.
¿Estamos del lado de los que crucifican o de aquellos que son
crucificados? ¿Estamos
de parte de los que destruyen la vida de los hombres o de aquellos que
defienden a los
crucificados aun con riesgo de su propia crucifixión? La fe en la
resurrección daba a los
primeros creyentes capacidad de vivir sin reservas y de manera
incondicional el amor al
hermano. Quien cree desde su corazón en la resurrección es un hombre
libre que no puede
ser detenido en su amor liberador con nada ni por nadie. «La libertad
comienza allí donde
súbitamente se deja de tener miedo. Todo acaba con la muerte y, por tanto,
la vida es, de
alguna manera, todo; tal es el pilar más firme de las ideologías de poder....
Todos los
movimientos liberadores comienzan con un par de hombres que pierden el
miedo y se
comportan de modo distinto a como esperaban de ellos sus dominadores»
43.
Conclusión
Introducción
ANTES QUE NADA, hemos de preguntamos si realmente tiene algún interés para el hombre de
hoy interrogarse por lo que puede suceder después de la muerte. Probablemente, G.
LOHFINK expresa el sentir de muchos contemporáneos cuando formula estas preguntas:
«¿No seria mejor encauzar todas nuestras fuerzas a realizar lo mejor posible nuestra
existencia en este mundo? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en llevar la vida que se
nos ha dado ahora, lo más decente y humanamente posible y callamos respecto a todo lo
demás? ¿No es mejor aceptar silenciosamente el misterio de la vida, su oscuridad y sus
enigmas, con paciencia, valentía y una confianza callada y serena y dejar el más allá como
un misterio del que nada sabemos» .
En realidad, estamos demasiado cogidos por el «más acá» para preocupamos del «más allá».
Sometidos a un ritmo de vida que nos aturde y esclaviza, abrumados por una
información asfixiante de datos y noticias, fascinados por mil atractivos objetos que el
desarrollo técnico ha puesto en nuestras manos, sostenidos en nuestro vivir diario por un
sinfin de pequeñas e inmediatas esperanzas, no parece que necesitemos un horizonte más
amplio que «este mundo» en el que vivimos encerrados.
De hecho, y a pesar de algunos síntomas de signo contrario, el mensaje de una vida más
allá de la muerte no parece lograr, por lo general, un interés o una credibilidad especial.
Incluso se diría que verdades como la resurrección de los muertos que, según Hebreos 6,
1, tiene una importancia fundamental para los creyentes, apenas merece hoy la atención de
muchos cristianos. Personalmente, he podido comprobar que no son pocos los que aun
confesando su fe en Dios y su adhesión a Jesucristo, expresan sus dudas o profundas
reservas ante la propia resurrección después de la muerte. Se trata, sin duda, de una de
esas verdades de la revelación que «están en constante peligro de perder su
"existencialidad' en la práctica de la vida cotidiana del hombre»2.
Y, sin embargo, tarde o temprano, surge el interrogante. La muerte de un ser querido, el
sufrimiento de una enfermedad inexorable, la amenaza de una vejez cada vez más cercana,
la experiencia del fracaso o la soledad, el mismo aburrimiento de una vida rutinaria y sin
problemas.... nos empujan a preguntamos de muchas maneras: La vida, ¿es sólo «esta
vida»?
La muerte sigue siendo nuestro gran drama, el desafío principal a todos nuestros logros,
la más drástica «anti-utopía» de todas nuestras aspiraciones, «el gran fallo del sistema». La
realidad que destruye de raíz todos nuestros proyectos individuales y colectivos.
El hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su
corazón está latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder. ¿qué va a ser de
todos y cada uno de nosotros?
Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura ante la vida, el
verdadero problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿En qué van a
terminar los esfuerzos, luchas y aspiraciones de tantas generaciones de hombres? ¿Cuál
es el final que le espera a la historia dolorosa pero apasionante de la humanidad?
Si la vida de¡ hombre es un breve paréntesis entre dos nadas, si lo único que espera a
cada hombre y, por lo tanto, a todos los hombres es el vacío final, ¿qué sentido último
pueden tener todas nuestras luchas, esfuerzos y combates? «¿Qué significan la historia de
la humanidad, la historia de la civilización, si tanto los individuos como los pueblos no cesan
de extinguirse y desaparecer?»3.
Pero ¿podemos hablar con sentido y responsablemente del futuro que nos espera más
allá de la muerte? Podemos hablar ciertamente de la realidad actual que controlamos y
verificamos. Podemos también hablar del futuro cuando ese futuro es una mera repetición o
continuación del presente que conocemos y podemos observar. Pero, ¿qué se puede decir
de un futuro totalmente nuevo que queda más allá de la muerte, fuera de todas nuestras
posibilidades de observación y verificación?
Nosotros no tenemos una experiencia inmediata de lo que sucede en el interior mismo de
la muerte y menos aún de lo que nos espera más allá de nuestro morir. Las experiencias
que se nos describen hoy de personas que han "vívido» la muerte no prueban nada a favor
de una posible vida después de la muerte. Estas personas han experimentado unos
procesos psico-físicos, inmediatamente anteriores a la muerte, pero no han traspasado el
umbral mismo de la muerte4.
En realidad, nadie puede demostrar de manera puramente racional la existencia de la
vida eterna ni podemos deducirla a partir de la experiencia de nuestra realidad mundana
actual. El único lenguaje que podemos emplear al hablar de nuestro futuro último es el
lenguaje de la esperanza. Y la única manera de esperar, no de manera arbitraria e
irracional, sino con una confianza responsable y del todo razonable es descubrir que ese
futuro nuestro se ha iniciado ya de alguna manera y está actuando en nuestra propia
existencia.
El presente trabajo tiene como objetivo clarificar qué es lo que los cristianos confesamos
cuando decimos: «Esperamos en la resurrección de los muertos». En primer lugar,
tomaremos conciencia más clara de que esta esperanza de los cristianos se apoya en el
acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo. En segundo lugar, trataremos de delimitar
mejor el contenido de esa esperanza, definiendo cuál es la vida y la salvación final hacia la
que se orienta nuestra fe. Por último, reflexionaremos sobre el dinamismo que la fe en la
resurrección de los muertos introduce ya en nuestra actual existencia y sobre algunas
consecuencias que implica para nuestro vivir de hoy.
1
La Resurrección de Jesucristo
fundamento de nuestra esperanza
DURANTE MUCHOS siglos los israelitas han pensado que la muerte es el destino
definitivo de los hombres. Generaciones de judíos creyentes han vivido apoyados en una fe
inconmovible en «Yahveh», pero sin creer ni sospechar una resurrección de los muertos.
Al morir los hombres descienden al sheol que es un lugar subterráneo, de oscuridad,
silencio y olvido total donde los muertos llevan una existencia de sombras (refaim) que no
merece el nombre de vida. Allí no existe la alegría de la comunicación ni la posibilidad de
alabar a «Yahveh-. Es el país de los muertos, lugar sin retorno ni esperanza, del que no se
puede volver ya a la vida. Como señala W. EICHRODT, para el israelita la muerte es una
radical separación de Dios que hunde al muerto en el olvido.
El motivo último que subyace a esta concepción de la muerte parece ser la idea de que
los muertos quedan fuera de la historia de salvación en la que Dios actúa. «Yahveh» sólo
interviene en la historia terrestre y, por lo tanto, no hay esperanza alguna para los que han
muerto 6. El «sheol» está bajo el poder de Dios, pero no es objeto de su acción salvadera.
No es éste el momento de describir el largo camino que ha recorrido el pueblo judío
hasta llegar a la fe en la resurrección de esos muertos que habitan el «sheol». Solamente
señalaremos los motivos principales que animan su búsqueda.
«Yahveh» es para Israel un Dios único, que no depende de nadie, Señor de la historia y
de la creación entera. El es Señor de la vida y de la muerte. «Yahveh da muerte y da vida,
hace bajar al "sheol» y retornar» (1S 2,6). La experiencia humana de la muerte y de la vida
no están sometidas a ningún otro poder sino a la Palabra de «Yahveh». «La vida como don
y bendición de Dios y la muerte corno castigo y maldición de Dios constituyen los dos ejes
entre los que oscila el destino de una humanidad que Dios ha creado libre y responsable».
Por otra parte, aparece en los salmos la experiencia de creyentes que viven con tal
profundidad su comunión con Dios que no parece poder admitir una ruptura. No es que
afirmen que Dios resucita a los muertos, pero su anhelo de amistad y comunión eterna con
Dios les hace esperar que permanecerán para siempre ante Él o junto a Él. Así canta el
Salmo 16: «No me entregarás a la muerte ni dejarás al que te es fiel conocer la fosa. Me
enseñarás el sendero de la vida, me colmarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua
a tu derecha» (Sal 16, 10-11. Conf. también Sal 49, 73, etc.).
Por otra parte, Israel cree en la justa retribución de Yahveh a los hombres. Al comienzo y
desde una visión colectiva del clan como responsable, se hablará de una retribución
colectiva. Luego, a medida que se va descubriendo el valor del individuo y su
responsabilidad en el propio destino, se dirá que Dios hace justicia a cada uno según sus
obras a lo largo de su vida terrestre (DT 24, 16; Jr 31, 29-30; Ez 18, 2-4), La literatura
sapiencial trata de demostrar que es así, a pesar de las evidentes contradicciones que se
pueden observar en la realidad. Se comprenden las reacciones exasperadas del libro de
Job y del Qohelet que protestan contra la doctrina tradicional, pues no siempre los justos
reciben de Dios lo que merecen en esta vida. La fe de Israel, celosa de salvaguardar la
justicia de su Dios, irá apuntando entonces hacia una retribución que se ha de dar después
de la muerte.
Pero será la gran persecución bajo Antíoco Epífanes (167-164 a.C.) la que pondrá en
crisis la fe tradicional y empujará decisivamente a Israel a espera para sus mártires una
vida más allá de la muerte. ¿Cómo va a abandonar «Yahveh» a sus hijos más fieles que,
perseguidos injustamente, han muerto por su causa? Dios los vengará resucitándolos a una
nueva vida y abandonando para siempre en la muerte a sus perseguidores (2 M 7).
De manera global podemos decir que lo que unifica todos estos datos es «la incapacidad
radical de Israel, como individuos y como pueblo, para alcanzar la vida prometida por Dios e
intuida mediante la experiencia de fe, sin una intervención nueva y radical de 'Yahveh.
El primer texto que habla explícitamente de la resurrección es con bastante probabilidad
el Apocalipsis de Isaías 24-27 (s. 111 a.C.). «Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán,
despertarán jubilosos los que habitan en el polvo. Porque tu rocío es rocío de luz y la tierra
de las sombras los dará a luz(ls 26, 19). Pero los dos pasajes indiscutidos que nos hablan
expresamente de la resurrección de los muertos son del tiempo de los Macabeos. Así,
podemos leer en el libro de Daniel (ca. 165/164): «Muchos de los que duermen en el polvo
despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua» (Dn 12, 1-2). Por su
parte, el relato del martirio de los siete hermanos macabeos nos ofrece una teología
explícita y firme de esta misma resurrección (2 M 7).
Esta fe en la resurrección va a ir transformando el pensamiento tradicional de Israel. El
«sheol» ya no será el país definitivo de la muerte, sino el lugar de espera donde los
muertos aguardan el juicio y la resurrección final. En tiempos de Jesús estaba ya muy
extendida la fe en la resurrección, aunque no es fácil describir las creencias del judaísmo
en esta época, pues «las concepciones de la vida futura no son uniformes, sino variadas y
algunas veces incoherentes»9.
En los ambientes saduceos de línea tradicional se rechazaba la idea de una resurrección
como una innovación intolerable y en desacuerdo con la Tora.
En Qumran no parece que la doctrina de la resurrección haya preocupado demasiado a
la comunidad. No se han encontrado textos que hablen de ella, aunque estudiosos como K.
SHUBERT, J. VAN DER PLOEG opinan que algunos pasajes hablan probablemente de
una entrada en un universo transformado,
En los ambientes fariseos y en la mentalidad popular se cree en la resurrección, aunque
de maneras muy variadas y a veces confusas.
Lo mismo observamos en la literatura apocalíptica donde todas las combinaciones y
variaciones son posibles. A veces, se nos dice que todos resucitarán antes del juicio para
recibir la salvación o la condenación. Otras veces, que resucitarán únicamente los justos
para participar de la vida eterna. Se nos describe la resurrección como algo que sucederá
en esta tierra, en esta tierra transformada en el paraíso. Será con un cuerpo restaurado,
transformado, sin cuerpo....
2
El contenido de nuestra fe
en la resurrección de los muertos
PERO, ¿QUÉ SIGNIFICA, en concreto, creer en la resurrección de los muertos? ¿Qué es
lo que realmente esperamos cuando hablamos de nuestra resurrección? ¿Cuál ha sido la fe
de los primeros creyentes?
Naturalmente, la nueva vida después de la muerte resulta inaccesible a todo lenguaje
que pretenda describirlo. Los primeros cristianos no hacen sino sugerirla por contraste y en
oposición a nuestra condición actual. Sin embargo, su lenguaje es muy clarificador para
captar mejor el contenido de nuestra esperanza.
Como apuntaba E. BLOCH, nadie sabe científicamente si esta vida contiene o no algo
que sea susceptible de ser totalmente transformado, pero la fe cristiana apoyada en la
resurrección de Jesús lo afirma dando así un sentido último a toda nuestra historia.
3 Salvación integral
CON EL FIN de entender mejor lo que significa creer en la resurrección de los muertos
vamos a contraponer la fe cristiana con otras dos concepciones: la inmortalidad del alma y
la reencarnación.
4 ¿Cuándo resucitaremos?
SIN DUDA, son muchas las preguntas que nos podemos hacer en tomo a esta
resurrección. ¿Cuándo sucederá? ¿Hemos de esperar hasta «el final de los tiempos» o
podemos esperar una resurrección inmediata en el momento en que morimos cada uno?
¿Qué pensar de ese «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección final? ¿Cómo
imaginar la situación del hombre durante esa larga espera?
San Pablo mantiene firme su esperanza en Cristo, pero su pensamiento permanece
indeciso al hablamos de ese estado intermedio entre la muerte individual de cada uno y la
resurrección final.
Ciertamente, nuestra transformación gloriosa tendrá lugar cuando venga el Señor.
Entonces seremos «revestidos» de su gloria (Flp 3, 20-21). Pablo preferiría llegar a ese
momento vivo, es decir, «vestido» con su cuerpo. Pero ve cada vez con más claridad la
probabilidad de morir antes de la venida del Señor.
Lo único que nos afirma de este estado intermedio entre la muerte y la resurrección final
es lo que sigue. El hombre está «desnudo», es decir, sin cuerpo. Pero «vive con el Señor»
(2 Co 5, 8), está con el Señor. Este «vivir con el Señor», sin el cuerpo, es más deseable
que vivir en la tierra con cuerpo pero lejos del Señor. Pablo lo prefiere. «Mientras
habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor.... y preferimos salir de este cuerpo para
vivir con el Señor» (2 Co 5, 6-8).
La convicción que parece subyacer en todo su planteamiento es que el creyente está tan
unido al Señor desde esta vida, que la muerte no puede interrumpir esa comunión, sino que
prosigue y se hace más real, aun sin alcanzar todavía la plenitud final de la resurrección.
San Pablo no sabe probablemente explicar cómo es que el muerto puede vivir con el
Señor sin que haya sucedido todavía la resurrección final. Pero su fe es firme y clara: «Si
vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos,
ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 8). No duda de su fe: «Estoy plenamente seguro,
ahora como siempre, de que Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi
muerte, pues, para mí, la vida es Cristo y, morir, una ganancia» (Flp 1,20-21).
¿Qué podemos decir nosotros? En primer lugar, la muerte no nos podrá separar de
Cristo que es «Señor de vivos y muertos» (Rm 14, 9). El hombre sigue viviendo en el Señor
antes de la resurrección final.
Pero esta «vida-en el Señor» no es todavía la resurrección gloriosa del fin cuando
irrumpa en plenitud el poder de Dios sobre el mundo.
No es fácil explicar ese -estado intermedio». HOY son bastantes los que, abandonando
la doctrina de un alma inmortal, hablan de una resurrección que acontece en la muerte
misma del individuo 30. Según esto, al morir, el hombre sale del tiempo y penetra ya en la
eternidad. Pero en ese mundo eterno de Dios ya no existe nuestro espacio ni nuestro
tiempo. Por eso, el muerto deja tras de sí el tiempo histórico y penetra en el final del mundo.
Ya no existe estado intermedio. Los hombres van muriendo en distintos momentos de la
historia, pero todos van encontrando a Dios en el único y eterno punto de la «vida eterna».
Posición sugestiva que, sin embargo, ofrece sus dificultades. «¿Cómo puede
propiamente finalizar ya la historia en algún sitio (¡fuera de Dios mismo!) mientras que en
realidad se encuentra todavía de camino?» 31. ¿Qué ocurre con la dimensión universal de
la resurrección? ¿Llegará alguna vez la consumación final del cosmos?
Con fecha de 17 de mayo de 1979, la Congregación de la Fe publicaba una «Carta
referente a algunas cuestiones de escatología». En ella se dice que «la Iglesia afirma la
continuidad y la existencia autónoma del elemento espiritual en el hombre tras la muerte».
Y, sin pretender limitar la investigación teológica, afirma que no hay fundamentos sólidos
para prescindir del término «alma», sino que, por el contrario, ve en él «un instrumento
verbalmente necesario para asegurar la fe de la Iglesia».
Lo que sí debemos decir es que no se trata de «canonizar» una determinada metafísica
ni una teoría del «alma separada» . Se trata más bien de afirmar la continuidad de nuestro
«yo» más allá de la muerte, cuando ya no posee un cerebro como sustrato fisiológico e
instrumento de actuación. No es propiamente «un alma separada», sino un «yo» que ha
«interiorizado» la materia a lo largo de la vida y ha llegado a ser lo que es por su actuación
a través de la corporalidad. Tampoco se trata de la parte indestructible del hombre que por
su misma esencia exige pervivencia, sino del yo del hombre que recibe la vida de quien es
el Amor.
Algunos como P. BENOIT 33 piensan que ese «YO» del hombre muerto es vivificado por
su unión vital con el cuerpo de Cristo resucitado. El Espíritu que vivifica al hombre más allá
de su muerte sería el Espíritu de Cristo resucitado que, al final de los tiempos, llevará a sus
elegidos a la plenitud.
3
Dinamismo de la fe en la resurrección
2 Amor a la vida
QUIEN ha creído en la resurrección comienza a creer en Dios de manera nueva, como un
«Dios de vivos», como un Padre «apasionado por la vida» y, en consecuencia, comienza a
amar la vida de manera radicalmente nueva, con un amor total: amor a la vida antes de la
muerte y amor a la vida después de la muerte.
Quien vive desde la dinámica de la resurrección afirma la vida y la ama ya desde ahora.
Vive creciendo como hombre, liberándose de toda servidumbre, esclavitud o alienación que
nos esteriliza y mata, acrecentando la capacidad de amar, desarrollando todas las
posibilidades creativas.
Pero, al mismo tiempo, quien cree en la resurrección afirma la vida eterna, la ama y la
busca frente a «una absolutización de la vida vivida aquí y ahora» 35. Frente a ese grito
que, de diversas maneras se escucha en nuestra sociedad: «Lo queremos todo y lo
queremos ahora», frente a ese afán de estrujar la vida y reducirla al disfrute del presente,
frente «al hedonismo como ideología del goce irreflexivo de la vida, el consumismo como
ideología de la disponibilidad ilimitada sobre los bienes de consumo de la sociedad de la
opulencia» 36, nosotros afirmamos que este mundo no es lo definitivo, la realidad última en
la que debemos enraizar nuestra felicidad. Somos peregrinos que arrastramos esta tierra
hacia su plenitud.
Probablemente, muchos suscribirían también hoy las palabras apasionadas de
NIETZSCHE: «Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis en
los que os hablan de experiencias supraterrenas. Consciente o inconscientemente, son
unos envenenadores.... La tierra está cansada de ellos; ¡que se vayan de una vez!» Pero
¿qué es ser fiel a esta tierra que clama por una plenitud y reconciliación total? ¿Qué es ser
fiel al hombre y a toda la sed de felicidad que se encierra en su ser?
Los cristianos hemos sido acusados de haber puesto nuestros ojos en la otra vida y
habernos olvidado de ésta. Y, sin duda, es cierto que una esperanza mal entendida ha
conducido a bastantes cristianos a abandonar la construcción de la tierra e, incluso, a
sospechar de casi toda felicidad o logro terrestre disfrutado por los hombres.
Y, sin embargo, la esperanza en la resurrección consiste precisamente en buscar y
esperar la plenitud y realización total de esta tierra. Ser fiel a este mundo hasta el final, sin
defraudar ni desesperar de ningún anhelo o aspiración verdaderamente humanos.
LOS CRISTIANOS hemos olvidado con frecuencia algo que los primeros creyentes
subrayaban con fuerza: Dios ha resucitado precisamente al crucificado por los hombres
(Hch 2, 23-34; 3, 13-15; 4, 10, etc.). El resucitado lleva las llagas del crucificado (Lc 24, 40;
Jn 20, 20).
Esto significa que la resurrección de Jesús ha sido la reacción de Dios ante la injusticia
de los que han crucificado a Jesús. El gesto resucitador de Dios nos descubre no sólo el
triunfo de la omnipotencia de Dios, sino también la victoria de su justicia sobre las
injusticias de los hombres.
Por eso, la resurrección de Jesús es esperanza de resurrección, en primer lugar, para los
crucificados. No le espera resurrección a cualquier vida, sino a una existencia crucificada y
vivida con el espíritu de¡ crucificado. Caminamos hacia la resurrección cuando nuestro vivir
diario no es una cómoda evasión de los problemas y sufrimientos de las gentes, sino una
entrega constante y crucificada a los demás. Cuando nuestra vida no es la búsqueda de un
confortable «bien-estar», sino un desvivirse sacrificado por una vida más humana para
todos. Sólo desde esa participación humilde de la crucifixión de Jesús podemos esperar
con confianza la resurrección. "Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el
morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2
Co 4, 10).
Pero, además, entrar en la dinámica de la resurrección del Crucificado, es ponerse de
parte de todos los que sufren crucificados de tantas maneras. No es esperanza cristiana la
que nos conduce a desentendemos del sufrimiento ajeno. Precisamente, porque cree y
espera un mundo nuevo y definitivo, el creyente no puede tolerar ni conformarse con este
mundo lleno de lágrimas, sangre, violencia, injusticia y extorsión.
Quien no hace nada por cambiar este mundo, no cree en otro mejor. Quien no hace nada
por desterrar la violencia, no cree ni busca una sociedad más fraterna. Quien no lucha
contra la injusticia, no cree en un mundo más justo. Quien no trabaja por liberar al hombre
del sufrimiento, no cree en un mundo nuevo y feliz. Quien no hace nada por cambiar y
transformar la tierra, no cree en el cielo.
¿Estamos del lado de los que crucifican o de aquellos que son crucificados? ¿Estamos
de parte de los que destruyen la vida de los hombres o de aquellos que defienden a los
crucificados aun con riesgo de su propia crucifixión? La fe en la resurrección daba a los
primeros creyentes capacidad de vivir sin reservas y de manera incondicional el amor al
hermano. Quien cree desde su corazón en la resurrección es un hombre libre que no puede
ser detenido en su amor liberador con nada ni por nadie. «La libertad comienza allí donde
súbitamente se deja de tener miedo. Todo acaba con la muerte y, por tanto, la vida es, de
alguna manera, todo; tal es el pilar más firme de las ideologías de poder.... Todos los
movimientos liberadores comienzan con un par de hombres que pierden el miedo y se
comportan de modo distinto a como esperaban de ellos sus dominadores» 43.
Conclusión