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L A C I E N C I A PA R A TO D O S

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Del cero al infinito

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En 1984 el Fondo de Cultura Económica concibió el proyecto edito-
rial La Ciencia desde México con el propósito de divulgar el conoci-
miento científico en español a través de libros breves, con carácter
introductorio y un lenguaje claro, accesible y ameno; el objetivo era
despertar el interés en la ciencia en un público amplio y, en especial,
entre los jóvenes.
Los primeros títulos aparecieron en 1986, y si en un principio la
colección se conformó por obras que daban a conocer los trabajos
de investigación de científicos radicados en México, diez años más
tarde la convocatoria se amplió a todos los países hispanoamericanos
y cambió su nombre por el de La Ciencia para Todos.
Con el desarrollo de la colección, el Fondo de Cultura Económi-
ca estableció dos certámenes: el concurso de lectoescritura Leamos
La Ciencia para Todos, que busca promover la lectura de la colección
y el surgimiento de vocaciones entre los estudiantes de educación me-
dia, y el Premio Internacional de Divulgación de la Ciencia Ruy Pérez
Tamayo, cuyo propósito es incentivar la producción de textos de cien-
tíficos, periodistas, divulgadores y escritores en general cuyos títulos
puedan incorporarse al catálogo de la colección.
Hoy, La Ciencia para Todos y los dos concursos bienales se man-
tienen y aun buscan crecer, renovarse y actualizarse, con un objetivo
aún más ambicioso: hacer de la ciencia parte fundamental de la cul-
tura general de los pueblos hispanoamericanos.

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PABLO AMSTER

Del cero al infinito


Un recorrido por el universo
matemático

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Primera edición, 2019

Amster, Pablo
Del cero al infinito. Un recorrido por el universo de las matemáticas /
Pablo Amster ; pról. de Guillermo Martínez. — México : FCE, SEP, CONA-
CyT, 2019
238 p. : ilus. ; 21 × 14 cm — (Colec. La Ciencia para Todos ; 253)
Texto para nivel medio y medio superior
ISBN

1. Matemáticas — Estudio y enseñanza 2. Divulgación científica I. Mar-


tínez, Guillermo, pról. II. Ser. III. t.

LC QA40.5 Dewey 508.2 C569 V. 253

Distribución mundial

La Ciencia para Todos es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica,


al que pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la
Secretaría de Educación Pública y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.

D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica


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Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere


el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-
Impreso en México • Printed in Mexico

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ÍNDICE

Prólogo, por Guillermo Martínez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11


Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

I. La obra del hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23


La commedia é infinita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
Las barbas en remojo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
El camino que los sueños prometieron a sus ansias . . 39
La auténtica repulsión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
La matemática tiene razones (que la razón no com-
prende) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52
Un gran salto para la matemática . . . . . . . . . . . . . . . . 61

II. Mirabilis, innumerabilis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71

III. Los n – 1 hombres que están solos y esperan . . . . . . . . 80

IV. El guerrero en su laberinto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85


Una piedra en el zapato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
La indivisa eternidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88

V. Un día cualquiera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

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VI. Fabricar un bosque . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
La generación bit . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Mano a mano hemos quedado . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

VII. A la cama con Procusto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120

VIII. Un regalo de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

IX. Dos juegos plenos de significado . . . . . . . . . . . . . . . . . 150


Algo fácil de hacer: los gansos y la hipótesis del con-
tinuo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

X. Dios salve a la Reina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 166


Cartas a un joven matemático . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167
El Fermat grande se come al chico . . . . . . . . . . . . . . 170
A mar revuelto, problema no resuelto . . . . . . . . . . . 172
… El objetivo inmediato de mi investigación . . . . . 173
La hipótesis de Riemann, de la A a la ζ . . . . . . . . . . 176
La armonía de los primos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
El problema se torna complejo . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
Zeta de z . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 188
En definitiva: ¿ha probado alguien la hipótesis de
Riemann? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192

XI. Matemática para tus oídos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194


El verdadero principio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194
Primer acto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
Segundo acto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209
Tercer acto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235

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PRÓLOGO

¿Cómo contar la matemática? En Alicia en el país de las mara-


villas el rey aconsejaría: “Empieza por el principio, sigue hasta
llegar al final y entonces para”. Pero el problema de la matemá-
tica como corpus es que el “principio” (y la manera de devanar
el hilo) puede ser tanto histórico —desde los primeros palotes y
piedritas, desde los ábacos chinos, desde Pitágoras y los dilemas
griegos— como lógico: partir, literalmente, de cero, y obtener,
en progresión rigurosa, primero los números naturales, luego
los enteros, los racionales, los reales… para seguir después, en
el mismo ímpetu de construcción (o más bien de reconstruc-
ción), con las funciones, los diversos infinitos, las múltiples es-
tructuras algebraicas, la definición de límite, y así sucesivamen-
te hasta rencontrar uno a uno todos los conceptos matemáticos
que fueron desarrollándose a lo largo de siglos.
En la primera parte de su libro Del cero al infinito, Pablo
Amster elige tomar este segundo camino, la vía axiomática y
lógica, con un argumento atendible. Tal como cuenta en su pre-
facio, quienes quieren asomarse a la matemática muchas veces
desisten de inmediato porque tienen la sensación de haber lle-
gado al cine “con la película empezada”. ¿Qué mejor entonces
que convencerlos de que pueden ver y asistir al origen de todo
desde la concepción?
Un segundo problema acecha a toda exposición matemáti-
ca, y es el del lenguaje. Los objetos y propiedades matemáticos

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requieren recortarse de la manera más nítida e inequívoca, y el
lenguaje habitual en que leemos y escribimos no es lo bastante
sutil para el grado de precisión necesario, las distinciones delica-
dísimas y las cercanías infinitesimales entre concepto y con-
cepto. Por eso la matemática ha desarrollado, también históri-
camente, un lenguaje propio de fórmulas, signos y convenciones
que a simple vista pueden parecer a cualquier lector no inicia-
do un embrollo de jeroglíficos intimidantes. Aún los conceptos
que parecen cercanos o intuitivos, palabras como “denso”, “cre-
ciente”, “completo”, “acotado”, requieren un esfuerzo del lector
para deshacerse del significado vago del uso cotidiano y reapren-
derse —reaprehenderse— en los alcances exactos que propone
cada definición. Si bien los matemáticos siempre se han preo-
cupado por asignar nombres que tengan alguna connotación in-
tuitiva, este punto de contacto con el lenguaje habitual es sólo
una pequeña pista para el significado preciso, y cada definición
debe aprenderse como si fuera de otro idioma. Pascal elevó este
requerimiento a primera premisa del conocimiento matemáti-
co: No utilizar términos cuyo significado no se haya definido y
establecido claramente con anterioridad. Pablo Amster es muy
consciente de esto, de la dificultad y el desafío que conlleva escri-
bir con la precisión necesaria, pero logra hacer pasar “sin pena”
cada nuevo término mediante asociaciones inesperadas, citas
literarias, ráfagas de humor y referencias que van desde el Tal-
mud y la Biblia hasta el tango y la cultura pop. Si el lenguaje
matemático se separa del mundo para ir hacia profundidades
cada vez más abstractas, Amster logra una y otra vez restablecer
los vínculos para volver siempre de una manera u otra al plano
compartible y más cercano de las vicisitudes humanas.
Estas entreveraciones de matemática y música y de matemá-
tica y literatura se despliegan más abiertamente en la sucesión
fulgurante de capítulos breves de la segunda parte. En el capí-
tulo “Los n–1 hombres que están solos y esperan” la excusa de
la división de una torta, contada en versos de tangos, desembo-
ca con naturalidad y maravilla, como en un pase de ilusionismo,

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en la suma de una serie infinita. Y en “El guerrero en su labe-
rinto”, la tortuga de la antigua paradoja de Zenón sale de su
línea para caminar primero por un plano y luego por mapas en
distintas escalas, y aún por un cuento de Borges, para ilustrar el
teorema de la contracción. Enseguida el libro se interna en la
explicación de la hipótesis del continuo y los enunciados inde-
mostrables, el sistema binario de numeración, el teorema de pun-
to fijo de Brouwer, y, todavía más allá, en una exposición a la
vez rigurosa y accesible de la conjetura de Riemann, el problema
abierto más famoso de la matemática.
No debe extrañar que Pablo Amster, quien ha tenido una se-
gunda vida paralela como músico y escribió incluso un libro
sobre las relaciones entre matemática y música (¡Matemática,
maestro!), reserve para el final el capítulo “Matemática para tus
oídos”, en el que explica las sutilezas fraccionarias de las escalas
y las comas pitagóricas, y comenta algunas de las obras para-
digmáticas contemporáneas de música compuesta con esque-
mas lógicos-algebraicos, como Herma, de Iannis Xenakis, o por
reglas de composición con componentes aleatorios, verdaderas
máquinas de generar partituras, como Klavierstück XI, de Stock-
hausen.
Sólo algo más diremos: los lectores de Del cero al infinito,
lejos de sentir que la película “está empezada”, podrán compro-
bar que tienen la mejor ubicación en el cine, que el telón se abre
justo cuando llegan y que la banda musical que suena es tan
intrigante como variada. Estas pocas palabras son las del pro-
grama que se lee mientras descienden las luces. Que empiece
entonces la función.
Guillermo Martínez
Buenos Aires, 2018

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Este libro está dedicado a todos mis infinitos:
Noel, Martín, Nico, Seba.

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AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer a Guillermo Martínez, por el prólogo y su


cálida lectura del texto. A Alberto Rojo, entre otros. A Karla
López y Heriberto Sánchez, del Fondo de Cultura Económi-
ca, por confiar en aquel lejano primer borrador y ayudarme a
transformarlo en libro. A Verónica Ramírez, por permitirme
el uso de una imagen del Negro Caloi. A Horacio Lavandera, Bru-
no Mesz y Vicente Liern, por las investigaciones “matemusica-
les”. A Luis Cappozzo, Adrián Paenza, Diego Golombek, Silvia
Montes de Oca, María Augusta Friche y los amigos de Aleph.
A Enrique Amster, Gabriel Solari, Juan Pita, Azriel Bibliowicz,
Nicolás Igolnikov, Rosa Herrera, Mónica Lucas. A Martha Bal,
Andrea Amster, Esther Amster, Matilde Kramer. A Yossie Amster
(Z’’l), por las lecturas de Luria y otros sabios. A mis amigos ma-
temáticos de aquí y allá, con quienes tengo el privilegio de trans-
formar café en teoremas: Rafael Ortega, Mónica Clapp, Colin
Rogers, Gonzalo Robledo, Julián Haddad, Alfonso Castro, Artu-
ro Sanjuán, Manuel Pinto, Jorge Cossío. A los chicos (algunos no
tanto) de mi grupo: Alberto Déboli, Paula Kuna, Melanie Bon-
dorevsky, Julián Epstein, Rocío Balderrama, Carlos Alliera, Ca-
rolina Rey. A todos mis estudiantes, de quienes aprendo un po-
quito más cada día. A los lectores de siempre: en algunos de esos
tiempos existen ustedes, no yo.

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PREFACIO

Hace algunos años, al concluir una conferencia, una persona


del público se acercó y me confesó: “Cuando escucho hablar
sobre matemática, siempre tengo la sensación de haber llegado
al cine con la película empezada”. No me atreví a preguntarle a
qué género pertenecía la película, aunque es sabido que, para
muchos, se trata de una película de terror.
Dejando de lado los aspectos más escalofriantes, el comen-
tario de esa persona podría aplicarse a cualquier disciplina, ya
que no hay forma de comenzar a hablar sobre ningún tema sin
asumir que el oyente posee una aceptable base de información
previa. Pero la matemática tiene ciertas cualidades que la ha-
cen especial; en particular, su forma de ordenar el conocimiento
no es cronológica sino lógica. Si a esto sumamos el hecho de
que ese conocimiento lejos de estar acabado se sigue producien-
do día tras día, entonces la posibilidad de ver la película com-
pleta termina por convertirse en una ilusión, comparable a la
de leer “El libro de arena” (Jorge Luis Borges, 1975): “Me pidió
que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la
portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo
fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y
la mano”.
Parece mejor idea volver al concepto del orden no cronoló-
gico e interpretar la pregunta sobre cómo empezó la película
matemática a partir de la discusión acerca de sus fundamentos.

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Bajo tal perspectiva, según podría suponerse, todo comienza a
partir de la nada o —mejor dicho— del vacío.
La última afirmación nos ubica de lleno, si vale el contra-
sentido, en el tema del primer capítulo. Allí veremos, en efecto,
que toda la maquinaria matemática puede ponerse en marcha
una vez que se postula la existencia de un conjunto con la pro-
piedad de no tener elementos. Pero la tarea no resulta sencilla,
pues la matemática es incapaz de hacerse cargo de los alcances
filosóficos de la nada y, en consecuencia, se ve obligada a cir-
cunscribirla al ámbito de sus axiomas. Tal limitación nos fuerza
a abandonar cualquier pretensión de decir todo sobre la nada
para situarnos ante un objetivo más modesto: proponer, como
alguna vez lo hiciera el autor metafísico Macedonio Fernández,
una suerte de continuación de la nada. Según veremos, el con-
junto vacío brinda una forma de establecer el concepto de cero;
luego, los números naturales se definen simplemente como la
posteridad del cero. Y sobre tales números se apoya (casi) toda
la matemática de un modo que, volviendo a Borges, podríamos
describir así:

En la parte inferior de la matemática, hacia el centro, vi un pe-


queño círculo tornasolado […] Vi los números naturales, vi los
enteros, vi los racionales y los irracionales, vi el infinito numera-
ble y una infinidad no numerable de infinitos no numerables, vi
el continuo, la línea, el plano y el volumen.

La paráfrasis remite a “El Aleph” (1949), y resulta más que


apropiada para introducir el segundo capítulo, cuyo protago-
nista excluyente es Georg Cantor, fundador de la teoría de con-
juntos y los números transfinitos, a los que designó empleando
justamente la letra hebrea ℵ (Álef).
El capítulo subsiguiente narra la historia de un encuentro
o, mejor dicho, de un desencuentro entre tres amigos. Los des-
encuentros son siempre dolorosos y quizá por ello se ha decidi-
do, para contarlo, emplear una clave tanguera. Aunque en este

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caso se trata de una tristeza productiva, ya que los protagonis-
tas de la historia aprovechan el mal trance para deducir una
de las identidades fundamentales del análisis matemático: la
suma de la serie geométrica. En el cuarto capítulo llega el turno
de otro desencuentro célebre, el de Aquiles y la tortuga, que
abandonan su tradicional pista rectilínea para continuar su loca
persecución por el plano o, más en general, en un espacio cual-
quiera. Ahora bien: ¿existe un espacio cualquiera? El capítulo
siguiente describe algunas de las dificultades que debemos en-
frentar cuando nos hacemos planteamientos de este tipo. Por
ejemplo, cuando un presentador teatral dice que nos prepare-
mos “para vivir una noche especial”, sin preocuparse por men-
cionar que, en cierto sentido, todas las noches lo son. No es lo
mismo, claro, aquella noche en la que conocimos al amor de
nuestras vidas que aquella otra en la que se nos volcó la copa
sobre el traje o esa en la cual cambiamos las baterías al control
remoto; sin embargo, asumir que existen noches que no son es-
peciales puede ponernos en serios aprietos lógicos. Problemas
de otra naturaleza nos ocupan en el capítulo vi, en el que justa-
mente la naturaleza toma forma de bosque y permite ocultar,
en un claroscuro de hojas y sombras, las nociones básicas de
aquel sistema que —desde las sombras— rige casi toda la tec-
nología actual: el sistema binario, concebido sobre la simple ló-
gica de lo que hay y lo que no hay. Este sombrío territorio se
torna aún más tenebroso en el capítulo vii que, en rigor, otra vez
remite a un nuevo y más definitivo desencuentro. Se trata de la
inconmensurabilidad entre dos magnitudes, que horrorizó a
los griegos y llega aquí arrastrada por las brutales manos de un
personaje siniestro: el malvado Procusto, que torturaba a las
víctimas que se recostaban en su célebre lecho. En “Un regalo
de Dios” la tensión disminuye un poco, aunque su trama se en-
cuentra todavía cargada de intrigas. Hablaremos de los códigos
secretos y sus descifradores; en particular, de aquel brillante
matemático llamado Alan Turing, cuya tarea resultó decisiva
en el desarrollo de la segunda Guerra Mundial. El capítulo ix

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nos aparta de las guerras, pero no del todo, pues está dedicado
a aquella teoría matemática en la que, en muchos casos, el obje-
tivo es aniquilar al otro (claro está, siempre con la cordial ele-
gancia de la matemática). La teoría de juegos, en efecto, jugó su
papel central en muchas contiendas; no obstante, nuestro texto
viene en son de paz y se limitará a describir la relación de dicha
teoría con dos temas centrales de la matemática: por un lado,
los teoremas topológicos de punto fijo; por otro, la teoría de con-
juntos y las más profundas sutilezas que encierran sus axio-
mas. Acto seguido efectuaremos un breve paseo por esa rama
de la matemática en la que conviven los enunciados más elemen-
tales con problemas que desafiaron las mentes destacadas de
la historia. Nos referimos a la teoría de números, cuya materia
básica son los números naturales y, por tal motivo, despierta la
curiosidad no sólo de expertos sino también de legos. Pero sus
problemas, a menudo fáciles de plantear en términos legibles,
suelen presentar enormes dificultades para resolverse, y va-
rios de ellos continúan abiertos al cabo de muchos años. Tal
vez cautivado por estos encantos fue que Gauss, uno de los más
grandes matemáticos de todos los tiempos, dijo que “la mate-
mática es la reina de las ciencias y la teoría de números es la
reina de la matemática”. Finalmente, el último capítulo está de-
dicado a la música; no a los aspectos matemáticos de su teo-
ría, que sin duda los tiene, sino más bien al uso expresivo de
ciertos recursos provenientes de sus variadas ramas: el azar, las
probabilidades o las álgebras de Boole. De algunos temas musi-
cales aptos para el baile suele decirse, cuando los oímos, que
“los pies se mueven solos”; en las obras que aquí comentare-
mos, en cambio, la que se mueve sola es la matemática. Esto
quizá nos ponga en alerta respecto precisamente de cómo sue-
na todo eso, pero la discusión estética, aunque válida, quedará
aquí de lado. Esta vez nos toca, simplemente, comenzar a en-
tender a qué se refería el teórico Gioseffo Zarlino allá por el si-
glo xvi, cuando dijo que “la música se ocupa de los números
sonoros”.

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Este libro está destinado a un público amplio pero requiere,
como cualquiera, que el lector posea un espíritu inquieto y cu-
rioso. Para encarar su lectura sólo hace falta saber la matemáti-
ca básica que se aprende en el colegio, pero con la idea de pa-
sarla un poco mejor que en aquel entonces y de que la película
se transforme por fin en una de aventuras, acción o —¿por qué
no?— amor. Por tal motivo, se ha optado por un estilo de expo-
sición ameno e informal, con abundantes referencias literarias
y alusiones a otros discursos. Lo que se pretende, en el fondo,
es mostrar que la matemática tiene aquel poder que confiere al
texto poético el chileno Vicente Huidobro:

Que el verso sea como una llave


que abra mil puertas.

Pido ahora al lector que me acompañe, pues la película está


por comenzar.
Buenos Aires, 2017

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I. La obra del hombre
El problema de los fundamentos últimos y del signifi-
cado último de la Matemática sigue abierto; no sabemos
en qué dirección hallará su solución final, ni siquiera
si cabe esperar en absoluto una respuesta final objetiva.
El “matematizar” podría ser una actividad creativa del
hombre, como el lenguaje y la música, de una originali-
dad primaria, cuyas decisiones históricas desafíen una
racionalización objetiva completa.
Hermann Weyl

En un lugar de la Lógica, de cuyo nombre no quiero acordarme,


cada habitante tiene un club de admiradores. Este club es único
y puede ser vacío, tal como ocurre con aquellos individuos que,
de tan impopulares, no son capaces siquiera de despertar la ad-
miración propia.
La última observación es pertinente, pues nada impide que
alguien se haga socio de su club de fans; a tales personas se las
llama engreídas y, por lo general, entre sus problemas no se cuen-
ta el de tener baja autoestima. A los otros, los que no pertene-
cen a su club de admiradores, se los denomina modestos. Claro
que siempre hay impostores (aquellos que practican la famosa
“falsa modestia”), pero en general se trata de individuos afables,
que disfrutan de reunirse a conversar y practicar actividades ar-
tísticas o deportivas. Por tal motivo han decidido fundar un
club, al que llamaremos M: el club (algo modesto, claro) de todas
las personas modestas. Y en una de esas tertulias, conversando
de una cosa y de otra, descubren que M no puede ser el club de
admiradores de nadie. En efecto, si se tratase del club de admi-
radores de cierta persona b, entonces habría dos situaciones
posibles:

Situación 1: b es modesto. En tal caso, b pertenece al con-


junto M. Pero por otra parte M es el club de admiradores

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de b, de modo que b pertenece a su propio club de admi-
radores. En otras palabras, b es engreído, lo que es ab-
surdo.
Situación 2: b es engreído; luego pertenece a M, su club de
admiradores. Pero M es el conjunto de personas modestas,
así que llegamos, otra vez, a un absurdo.

El argumento es tan elemental que cuesta creer que pro-


vocó dos revoluciones en el campo de la matemática y sus funda-
mentos. Y quizá pueda pensarse que esta última observación
es exagerada, aunque, como veremos en las próximas secciones,
no se encuentra del todo alejada de la realidad.

La commedia é infinita

La primera de las revoluciones tuvo lugar con el nacimiento mis-


mo de la teoría de conjuntos de Georg Cantor y sus investiga-
ciones sobre el infinito, una de cuyas implicancias más inme-
diatas resultó, en aquella época, un tanto inquietante: hay una
infinidad de infinitos.
El asunto se remonta a las antiguas discusiones sobre los
conceptos aristotélicos de acto y potencia. Los antiguos grie-
gos, como se sabe, tenían algunos inconvenientes para pensar el
infinito o, quizá mejor dicho: no tenían inconvenientes mien-
tras no pensaran en él. Como sea, la cuestión va más o menos
bien siempre que se trate del infinito potencial, entendido (para
hacer alusión a un tango) como esas cosas que nunca se alcan-
zan: una magnitud variable, que crece más allá de todo límite
finito. Por eso, tal vez sea la obra de Aristóteles el sustento filo-
sófico en que se apoyan los niños cuando juegan a aquel juego
de reglas un tanto básicas:
—Decí un número.
—A ver… Ocho.
—Nueve. ¡Te gané!

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No hace falta ser matemático para caer en la cuenta de que,
sea cual sea el número de jugadores, el último siempre puede ga-
rantizarse el triunfo. La novedad aportada por Cantor es que esto
ocurre incluso si se permite a los jugadores elegir magnitudes
infinitamente grandes, lo que nos pone ante un concepto nue-
vo: ya no se trata de infinitos potenciales sino actuales, vale decir,
puestos en acto.
Veamos de qué se trata. En las partidas infantiles es bastante
común que, tras una ardorosa puja entre valores cada vez ma-
yores, uno de los participantes anuncie —ya con voz más tran-
quila— una jugada que enmudece a todos los demás:
—¡Ochenta!
—¡Ciento doce!
—¡Tres mil!
—¡Un millón!
—Infinito.
El triunfo parece inobjetable pues, como todos saben, por
más que haya una infinidad de números naturales, cada uno de
ellos es menor que esa cantidad (algo dudosa) que se suele lla-
mar “infinito”.
Sin embargo, las memorias publicadas por Cantor entre
1874 y 1884 mostraron que esta jugada insuperable en realidad
no lo es. Cantor comenzó indagando sobre el número real, pero
pronto, casi contra su voluntad, descubrió que para llegar a la
esencia del problema debía explorar a fondo el concepto de infi-
nito, del cual, según llegó a demostrar, existen diversas (infini-
tas) clases. Pero entonces el juego, si los jugadores están avisa-
dos, nunca acaba de jugarse: dado cualquier “número”, finito o
infinito, siempre hay otro que es estrictamente mayor. Y esto
determina toda una familia de entidades matemáticas, para
cuya denominación Cantor recurrió a la letra hebrea ℵ (Álef).
El infinito de los números naturales es apenas la primera: se
llama ℵ0 y es el más pequeño de una lista interminable —acaso
aterradora— de infinitos. Los jugadores pasarían entonces el
resto de sus vidas en una vana, inútil contienda:

25

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—¡ℵ!
—¡ℵ1!
—¡ℵ1000 !
o incluso
—¡ℵℵ0 !
A esta altura se hace evidente que la historia nunca termi-
na, de modo que no vale la pena continuarla. Pero sí podemos
contar cómo comienza, precisamente, con aquellos conjun-
tos de fans y el modestísimo club de las personas modestas.
Eso que hemos presentado como los distintos “clubes de admi-
radores” puede generalizarse como una familia de subconjuntos
de cierto conjunto X; cuando decimos que a cada persona le
corresponde un club, estamos haciendo corresponder a cada
elemento de X uno de tales subconjuntos. En consecuencia, lo
que en realidad demostramos en la primera sección es que para
cualquier relación que a cada elemento x en X le asigna un úni-
co subconjunto de X, siempre hay algún subconjunto de X que
no corresponde a ningún x. Esto puede parecer un trabalen-
guas, pero bien mirado dice, simplemente, que no hay mane-
ra de hacer corresponder uno a uno los elementos de X con
el conjunto de sus subconjuntos. En definitiva, el número de sub-
conjuntos o partes de X es estrictamente mayor que el de elemen-
tos de X.
Cuando X es finito, esto no es gran novedad: por ejemplo,
observemos que el conjunto de partes de X = {1, 2, 3, 4} es bas-
tante más profuso que X. Por empezar, contiene el conjunto va-
cío (que es subconjunto de cualquier X ) y cuatro subconjuntos
de un elemento: con esto, ya van cinco subconjuntos… y todavía
falta, pues no hemos contado los subconjuntos de dos elemen-
tos, los de tres y el de cuatro que, por supuesto, no es otro que X.
En total se tienen 16 subconjuntos:

Partes de {1, 2, 3, 4} = {Ø, {1}, {2}, {3}, {4}, {1, 2}, {1, 3},
{1, 4}, {2, 3}, {2, 4}, {3, 4}, {1, 2, 3}, {1, 2, 4}, {2, 3, 4},
{1, 2, 3, 4}}

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Esto ocurre tanto si X es finito como si es infinito: la cantidad
de elementos o cardinal de un conjunto es siempre menor (es-
trictamente) que el de sus partes. De esta forma, un infinito es
superado por otro, éste a la vez por otro y así siempre, ad infini-
tum. Es por eso que, después de Cantor, cuando nos prome-
ten “amor infinito”, conviene no tomarlo a la ligera y averiguar un
poco mejor de qué se trata, antes de llevarnos una desilusión:
“¿A qué infinito se refiere? ¿ℵ0 o uno un poco más grande?”
Volviendo al tango podemos concluir que, en las cosas del
amor, nadie sabe más que Cantor.1

Las barbas en remojo

La segunda de las revoluciones tuvo lugar poco tiempo después,


a principios del siglo xx, cuando un filósofo y matemático lla-
mado Bertrand Russell dio a conocer un argumento que pon-
dría en jaque los fundamentos de toda la matemática. Es lo que
se conoce como la paradoja de Russell, aunque, en realidad, quie-
nes pertenecen al club de admiradores de Cantor (que incluye,
entre otros, a casi todos los matemáticos posteriores a él) saben
que la idea de fondo es la misma que vimos al comienzo.
La historia puede contarse así: en 1902 el lógico alemán
Gottlob Frege había enviado a imprenta sus Fundamentos de la
aritmética, en los que había conseguido sostener toda la mate-
mática sobre la base de la teoría de conjuntos. De esta forma, se
cumplía su gran anhelo logicista: reducir la matemática a un
capítulo de la lógica. En eso estaba cuando recibió una carta de
Russell en la que, tras elogiar su obra, le anunció que había
encontrado en ella “una pequeña dificultad”. Se trataba, por
supuesto, de la hoy célebre paradoja, que destruyó por com-
pleto el edificio levantado por Frege a lo largo de varios años de
labor. Este hecho fue reconocido por el propio Frege: “Difícil-
1
Como la Liebre de Marzo, que según Martin Gardner enloquece porque marzo
es el mes del amor, ésta podría ser una explicación algo heterodoxa de la tan comen-
tada locura de Cantor.

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mente puede haber algo más indeseable para un científico que
ver el derrumbe de sus cimientos justamente cuando la obra
está acabada. La carta del señor Bertrand Russell me ha puesto
en esta situación…”
Es hora de ver en qué consiste aquel hallazgo capaz de pro-
vocar una crisis tan grande, no sólo en la vida del pobre Frege
sino en la propia matemática. Y, según anticipamos, se trata de
un argumento de lo más “modesto”. Existen, dice Russell, dos cla-
ses de conjuntos:

a) Los ordinarios, que no se contienen a sí mismos como


elemento. Por ejemplo, el conjunto de las personas, que no
es una persona y, en consecuencia, no es elemento de sí
mismo.
b) Los extraordinarios, que se contienen a sí mismos como
elemento. Por ejemplo, el conjunto de todos los conjun-
tos, que es un conjunto, o el conjunto de las entidades abs-
tractas, que es una entidad abstracta.

La analogía con la situación planteada al comienzo del ca-


pítulo es clara: los conjuntos extraordinarios corresponden a
los engreídos y los ordinarios, a los modestos. Vemos, entonces,
que no se puede formar el conjunto (o “club”) de estos últimos:
en efecto, si llamamos B al conjunto formado por todos los con-
juntos ordinarios,

B = {X|X es un conjunto ordinario},

entonces B no puede ser ordinario, pues de serlo pertenecería


a sí mismo y en consecuencia sería extraordinario… ¡absurdo!
Si, por el contrario, suponemos que B es extraordinario, entonces
pertenece a sí mismo y luego (echando una miradita a lo que
contiene B) concluimos que es ordinario. Esto es también ab-
surdo, lo que prueba que B es una suerte de inclasificable: no pue-
de ser ordinario ni extraordinario.

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La paradoja fue formulada de maneras equivalentes en va-
riados contextos y se ha popularizado de diversas formas: una
de ellas, quizá la más célebre, es la del barbero que afeita a todas
las personas que no se afeitan a sí mismas. La pregunta es si el
barbero debe o no afeitarse: como antes, llegamos siempre a un
absurdo, tanto si suponemos que se afeita a sí mismo como en el
caso contrario.
Las reacciones ante el descubrimiento de Russell fueron va-
riadas, pero una cosa quedó clara a todo el mundo: la teoría de
conjuntos no funcionaba. No tal como estaba formulada, aun-
que —desde luego— muy pronto los matemáticos encontraron
maneras de subsanar la “pequeña dificultad”. Claro que esto se-
ría a costa de algunos sacrificios; en particular, del anterior con-
junto B. Según el lógico Willard van Orman Quine, la parado-
ja sólo muestra que un barbero así no puede existir; lo mismo
ocurre con el conjunto B, con cuya denominación buscamos ren-
dir un simbólico homenaje al personaje russelliano y de este
modo consolarlo de tan serios problemas existenciales.
Cabe preguntar, a esta altura, por qué debemos preocupar-
nos tanto por un inocente barbero al punto de querer eliminarlo:
así planteado, el asunto recuerda a otro barbero célebre, el de la
película El gran dictador, aunque en la matemática los métodos
no son tan violentos y, fundamentalmente, no se trata de un pro-
blema de intolerancia sino de inconsistencia. Ocurre que las pa-
radojas no se pueden disimular colocándolas bajo la alfombra:
un sistema que contiene una contradicción se derrumba como
el trabajo de Frege. Debemos, entonces, buscar la forma de qui-
tar de en medio este pernicioso conjunto B, pero, ¿cómo hacerlo,
si queremos dejar en pie una porción más o menos respetable
de la matemática?
Al cabo de varios años de profundos esfuerzos, Russell pu-
blicó junto a Alfred North Whitehead los Principia mathematica,
obra monumental destinada (aunque sus autores no lo sabían)
al fracaso, bastante monumental también. Claro, por el tema era
de esperar que no resultara un éxito de ventas; sin embargo, el

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verdadero fracaso consiste en que toda esa labor se iba a reve-
lar, en cierto sentido, inútil. El objetivo de los Principia era sen-
tar sobre la base de la lógica la totalidad de la matemática; unas
décadas después de su publicación, un joven de poco más de
25 años mostraría que se trataba de una meta imposible de al-
canzar. El joven era austriaco y se llamaba Kurt Gödel; sus teo-
remas se han hecho muy conocidos, pues revelan la incompleti-
tud esencial de ciertos sistemas formales.
Pero volvamos a la pregunta sobre la teoría de conjuntos,
que, tras el sacudón russelliano, quedó algo maltrecha. En rea-
lidad, la paradoja puede evitarse fácilmente, aunque a costa de
resignar algunas de las libertades que otorgaba la antigua teoría
de Cantor. Por ejemplo, se puede prohibir explícitamente que
un conjunto se contenga a sí mismo como elemento, vale decir:
borrar de la faz de la matemática los conjuntos extraordinarios.
Así, la paradoja no se produce aunque, entre otras consecuen-
cias, un conjunto nunca puede contener la totalidad de lo que
hay.2
La construcción de Russell y Whitehead, conocida como teo-
ría de tipos, establece una compleja estratificación según la cual
los conjuntos de cierto tipo sólo pueden tener como elementos
conjuntos pertenecientes a los tipos inferiores (y, en particu-
lar, no pueden ser elementos de sí mismos). En el fondo se tra-
ta de la misma idea que, poco tiempo más tarde, se emplearía
para distinguir entre niveles de lenguaje: se comienza con un len-
guaje inicial, llamado lenguaje objeto; los enunciados acerca de
dicho lenguaje forman parte del metalenguaje y así sucesiva-
mente. Muchas de las paradojas se eliminan mediante el recur-
so (un tanto autoritario) de impedir la mezcla de niveles de
lenguaje.
Sin embargo, no fue Russell el único preocupado por repa-
rar la teoría de conjuntos. Poco tiempo después del hallazgo del
británico (en 1908, para ser precisos), Ernst Zermelo y Adolf
En efecto, si pretendemos definir el vastísimo conjunto de todo lo que existe,
2

vemos que no puede ser elemento de sí mismo y, por ende, no existe.

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Fraenkel formularon la teoría conocida como axiomática, en
contraposición con la vieja teoría de Cantor conocida hoy como
“ingenua”. También en esta teoría la paradoja de Russell queda
desactivada, sin que haga falta eliminar de tajo los conjuntos ex-
traordinarios. Casi todo el mundo considera actualmente que
la teoría de Zermelo-Fraenkel es aceptable, al menos lo suficien-
te como para fundar sobre ella la matemática. Y esto permite
explicar, por fin, el título que lleva este primer capítulo del
libro, sustentado en la expresión del alemán Leopold Kronec-
ker: “Dios creó los números naturales, lo demás es obra del
hombre”. Pero se trata de mucho más que una frase ingeniosa:
Kronecker, precursor del intuicionismo matemático y enemigo
acérrimo de Cantor, fijó allí una auténtica postura, no respecto
de Dios sino de cuáles son los objetos matemáticos que debe-
mos aceptar como bien definidos. Para entender esto —y no
andar molestando a Dios con pequeñeces— podemos asumir
que los números naturales son, al mejor estilo de Kant, una in-
tuición pura a priori. Esto explica el nombre de “intuicionis-
mo”, pero, además, nos muestra por qué dicha corriente filosó-
fica es conocida también como constructivismo: la base sólida
(sea divina o kantiana) de los números naturales permite cons-
truir sobre ella el resto de la matemática, la “obra del hombre”.
Aquí es donde el intuicionismo se distancia de la matemática
clásica y deja al hombre solo ante tamaño desafío, pues acepta
únicamente construcciones que se puedan llevar a cabo median-
te un procedimiento finitista, vale decir, que involucre un nú-
mero finito de pasos. En cambio, la matemática clásica requiere
inevitablemente una “pequeña ayuda de mis amigos” y su em-
pleo —un tanto temerario— del infinito conduce, en algunos
casos, a paradojas. El propio Cantor admite haber contado con
tales “ayudas” en varias ocasiones; por ejemplo, cuando afirma:
“La más excelsa perfección de Dios reside en la posibilidad de
crear un conjunto infinito y su inmensa bondad le lleva a crearlo”.
Pero no todos los matemáticos estaban dispuestos a endeu-
darse a tal punto con Dios y, al cabo de algún esfuerzo, lograron

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reducir el contenido de sus plegarias nocturnas. En vez de
todos los números naturales, dijeron, alcanza con pedir uno solo:
el cero. Y la cosa funciona, siempre que se tenga una regla que
permita obtener el uno a partir del cero, el dos a partir del uno,
etcétera.
Esto es lo que se ve en la construcción de Zermelo-Fraenkel
en la que, quizá para mantener —al menos en apariencia— un
espíritu científico,3 la función de crear el cero no se le asigna a
Dios sino a un axioma que asegura la existencia de un conjunto
sin elementos. Otro axioma (el de extensionalidad) permite pro-
bar que dicho conjunto es único y entonces se le puede dar un
nombre: conjunto vacío. Claro, no es lo que Frege hubiera de-
seado: en rigor, su fracaso se hizo manifiesto precisamente en
su intento de definir el conjunto vacío a partir de la propia teo-
ría de Cantor.
La última afirmación puede resultar llamativa, aunque es
justo admitir que el procedimiento de construir un conjunto
que sea vacío se revela complicado. Cantor empleó para los
conjuntos la palabra Menge, que significa multitud o variedad,
pero no nos dijo cómo pensar una multitud de cosas que no
tenga cosas. En sus trabajos define “conjunto” como un “agru-
pamiento en un todo de objetos bien definidos de nuestra in-
tuición o de nuestro pensamiento”, lo cual no aclara mucho
el panorama. Más didácticos, nuestros profesores del colegio
nos dicen que podemos formar conjuntos de jirafas o de ele-
fantes y entonces nos quedamos tranquilos: a ningún adoles-
cente razonable se le ocurriría preguntarse si las jirafas o ele-
fantes son “objetos bien definidos”. Sin embargo, aun asumiendo
que lo sean, parece prudente dudar de la posibilidad de con-
seguir una gran bolsa para meter todos los elefantes dentro.
La idea que subyace en Cantor se encuentra expresada en el
llamado axioma de abstracción, que permite justamente llevar
Cabe mencionar, sin embargo, que Fraenkel promovió la educación religiosa en
3

Israel, lo que muestra que, al menos a su modo de ver, los conceptos de fe y razón no
son incompatibles.

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a cabo esta ciclópea operación y formar el conjunto de to-
dos los objetos que cumplen con determinada propiedad. En
cualquier caso, no debemos olvidar que los cíclopes eran for-
zudos pero algo tontos y aquí se requiere algo más que fuerza
bruta.
En realidad, el problema no es el tamaño de los elefantes
sino delimitar el —por así decirlo— coto de caza. Si nos piden
que busquemos elefantes en la sabana africana, quizá nos pre-
ocupe saber que allí se encuentran los de peor carácter, aunque
confiamos en que, con habilidad y paciencia, lograremos hacer-
los entrar en la bolsa. Y más fácil todavía si se trata de buscarlos
en la legendaria Selva Negra (correspondiente a la actual Ban-
gladesh), donde según Emilio Salgari vivían quienes mejor se en-
tendían con las bestias: Tremal-Naik y su ayudante Kammamuri.
Muy distinto es, en cambio, si nos dicen: “Coloca en esta bolsa
todos aquellos x tales que x es elefante”.
No hay que ser maharato para comprender la dificultad de
esta empresa, pues la consigna no especifica de dónde hay que
extraer esos objetos que pretendemos “agrupar en un todo”. Mu-
cho más sencillo sería si, por ejemplo, se tratara de:

todos aquellos x ovíparos tales que x es elefante.

Podemos objetar que esta nueva versión conduce también


a un fracaso, el de volver con la bolsa vacía; sin embargo, deja
la gratificante sensación de un vacío bien constituido. Es bien di-
ferente de la experiencia de Frege: más aún, hasta podemos con-
vertir nuestro fracaso en triunfo. Esto sin duda desconcertaría
al mismísimo Sigmund Freud (1916), a cuya consulta acudían en
general los personajes del tipo opuesto:

“Los que fracasan al triunfar” son personas que una vez que han
logrado un éxito determinado (como por ejemplo una conquista
amorosa largamente esperada, o una promoción profesional de
mayor responsabilidad, prestigio y retribución económica), lejos

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de disfrutar del éxito, experimentan cierta sensación de fracaso
psicológico, profesional, emocional y aun personal.

Llegado este punto, quizá el más desconcertado sea el lector,


quien se estará preguntando a qué viene todo este cuento del
éxito y el fracaso. El asunto es ¿no queríamos una definición
apropiada del conjunto vacío? Después de nuestra expedición de
caza la hemos conseguido, lo que muestra que no siempre es im-
productivo retornar con las manos vacías. En términos mate-
máticos, se puede afirmar que

Ø = {x ovíparo | x es elefante},

es decir: el vacío (Ø) es el conjunto formado por todos aquellos


x ovíparos tales que x es además elefante.
Por otra parte, nuestro viaje a la India (por así decirlo) resul-
ta apropiado para hacer referencia al origen histórico del vacío
y nos lleva a preguntarnos si en realidad no habrá surgido en
aquella misma Jungla Negra en donde Tremal-Naik debió vér-
selas con Suyodhana y sus temibles thugs.4
Por supuesto, la anterior definición obliga a efectuar ciertas
convenciones respecto del lenguaje y el uso de la metáfora, para
evitar encontrarnos con elementos inesperados en nuestro con-
junto (por ejemplo, una iguana doméstica que se ha puesto gorda
como un elefante). Pero aun después de establecer tales con-
venciones, nuestro ánimo triunfal empieza a tambalearse ante un
requerimiento inusual de Kammamuri: “De acuerdo, deme la
bolsa que contiene todos los ovíparos y yo separo entre ellos to-
dos los elefantes que encuentre”.

4
El vacío (y también el cero) tiene su origen en el concepto de sunyata, cuyo sig-
nificado en sánscrito es calidad de lo vacuo. Como veremos, la matemática no es capaz
de capturar una noción tan plena del vacío (otra vez el contrasentido) y debe con-
formarse con lo que le imponen los límites de la formalización. En tal aspecto, quizá
la alusión a los thugs no sea del todo inapropiada, aunque aquí el “estrangulamiento”
no lo provoca un siniestro lazo de seda sino el propio sistema formal.

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La expresión “deme la bolsa” tiene variadas connotacio-
nes, no sólo para quienes se dedican a actos de pillaje sino tam-
bién para los psicoanalistas,5 a partir del célebre argumento de
Jacques Lacan (1964) sobre la alienación y la separación, plan-
teado como una disyuntiva: La bolsa o la vida. Pero justamente
de separación se trata: tal es el nombre del axioma que vino
en remplazo del mencionado axioma de abstracción, y permite
“agrupar en un todo” determinados objetos… siempre que nos
digan de dónde sacarlos.
El enunciado preciso del axioma requiere de cierto tipo de
fórmula, que Russell denominó función proposicional, y puede en-
tenderse como una suerte de “predicado sin sujeto”. Es lo que
permite a Cantor decir que se trata de objetos bien definidos, pues
cumplen una cierta propiedad que les es común a todos ellos.
En nuestro anterior ejemplo, la función era simplemente

F(x) = x es elefante;

de este modo, de acuerdo con Cantor, se puede formar enton-


ces el conjunto de todos aquellos que satisfacen F. En otras pa-
labras, el conjunto de todos los objetos x tales que valen F(x), lo
que se escribe así:
{x | F(x)}.

Pero tanta abstracción (en este caso, en sentido literal) re-


sulta excesiva, incluso para alguien con la sangre fría de Tremal-
Naik, y provoca, según mencionamos, la paradoja de Russell.6
Por tal motivo, la referencia académica habitual en estos temas no
Según algunos detractores, la intersección entre estos dos conjuntos no es vacía.
5

De acuerdo con las memorias (no sólo inventadas, sino también apócrifas) de
6

Salgari (1928), el odio de sus principales héroes por Inglaterra fue inspirado en un
suceso de su infancia. A los 12 años, Emilio se enamoró de una niña inglesa; cuan-
do por fin se animó a hablarle, apareció una horrenda institutriz que la alejó de su lado:
“Inglaterra me arrebataba mi Dulcinea, y creaba en mí un irreconciliable enemigo de
aquélla”. Cabe imaginar que, si Frege hubiera sido igual de rencoroso, debería haberse
ensañado también con Gran Bretaña cuando Russell anunció su paradoja y terminó
por arrebatarle su propia Dulcinea: los fundamentos de la aritmética.

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es Tremal-Naik sino Zermelo-Fraenkel, cuyo axioma de separa-
ción mantiene a raya a los barberos. ¿De qué manera? El ardid es
sencillo, se trata de indicar de qué conjunto X previamente estable-
cido tenemos planeado “separar” los elementos. Se forma entonces
el conjunto de aquellos elementos pertenecientes a X que cum-
plen la propiedad F:
{x ∈ X | F(x)}.

Así, la paradoja no se produce y el vacío de Kammamuri


está bien definido: dado el conjunto de los ovíparos, separamos
de allí los elefantes. Sin embargo, como anticipamos, conviene
mantener cierta cautela antes de mostrarnos triunfantes. Pen-
semos en lo que ocurriría si Tremal-Naik, sin perder su aplo-
mo, enviara a algún otro de sus hombres a llenar primero otra
bolsa con todos los ovíparos para dársela a Kammamuri; a su
vez, los ovíparos deberían extraerse de otra bolsa (la de los ani-
males) y éstos de otra bolsa (seres vivos), y así… ¿hasta cuándo?
Ante tal panorama, lo mejor será proveernos de esos rollos de
bolsas que suelen verse en la sección de verduras del supermer-
cado, aunque ni el más interminable de los rollos es capaz de
hacer frente a una demanda que promete ser infinita. ¿No se po-
drá postular la existencia de una “bolsa última” en la que se pue-
da hurgar y extraer todo lo que hay? Tal maravilla cumpliría la
función de universo; sin embargo, tras la aparición de la paradoja
de Russell estamos avisados: El universo no existe. En efecto, si
hubiera tal universo entonces podríamos separar de él todos los
conjuntos ordinarios; la presunta bolsa de las maravillas se trans-
formaría así en una especie de “bolsa de Pandora”, que esparce
sus males por toda la matemática.
A grandes rasgos, ésa fue la “pequeña dificultad” que fastidió
los planes de Frege. No muy familiarizado con la Jungla Negra
(ni siquiera con la Selva Negra, que le quedaba más cerca), com-
prendió que su conjunto vacío no podía apoyarse sobre elefan-
tes sino que tendría que recurrir a la menos exótica fauna de la
lógica. Pero, a su vez, debía esmerarse para encontrar, dentro

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de la propia lógica, una propiedad tan “ridícula” como la de ser
elefante ovíparo. Y la idea que tuvo fue muy buena: ¿qué po-
dría ser más absurdo que negar el principio más innegable de
todos, el de identidad? Parece bastante claro que si elegimos la
función proposicional

F(x) = x es distinto de x,

no habrá objeto en el universo capaz de cumplirla, y, en conse-


cuencia, la bolsa quedará vacía. Pero claro, después de Russell
sabemos que no es correcto definir

Ø = {x | x ≠ x}.

Lo que sí se puede hacer es “separar” el ansiado vacío de cual-


quier otro conjunto preexistente; en otras palabras, la función
proposicional propuesta por Frege permite pavonearse: dadme
un conjunto cualquiera y definiré el vacío.
Pero en la lógica no hay lugar para pavoneos; menos aún des-
pués de que Russell eliminara a los engreídos. Frege no quería
que “le dieran” un conjunto, porque eso obliga a suponer que hay
algo previo, anterior a lo que se pretende establecer como funda-
mento de toda la matemática. La teoría de Zermelo-Fraenkel asu-
me de entrada esa limitación y propone, según dijimos, un axioma:
“Axioma del vacío: Existe un conjunto que no tiene elementos”.
Hay quienes prefieren evitar este axioma y remplazarlo por
otro que, a simple vista, es más fácil de aceptar. Si se trata como
antes de pedirle a Dios, nuestra plegaria tendría una apariencia
mucho menos ambiciosa: “No te preocupes, Señor; me confor-
mo con un conjunto A cualquiera”.
Sin embargo, este conformismo no es más que una facha-
da, pues el ingenioso ardid de Frege permite satisfacer nuestros
anhelos con cualquier becerro de oro:

Ø = {x ∈ A | x ≠ x}.

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Claro que Dios no es muy tolerante con los adoradores de
becerros;7 quizá sea por eso que una definición así nos deja
una incómoda sensación de despojamiento. Es como aquella crea-
ción de Lichtenberg, incluida en su Catálogo para la subasta de
una colección de objetos y artefactos de 1798: un cuchillo sin hoja
al cual le falta el mango. Para pensar la Nada, primero pensamos
en un conjunto A lleno de cosas, que vamos quitando hasta te-
ner… ninguna cosa. Una estratagema similar puede verse en
Euclides (300 a.C.), cuando dice que un punto es lo que no tiene
partes: ¿de qué otra forma uno podría llegar a comprender un
concepto tan abstracto como la adimensionalidad? Pero este
despojamiento no es gratuito y nos hace sentir nostalgia por esas
dimensiones que ya no están; de la misma forma, el truco de
obtener el vacío a partir de A nos deja el alma llena de recuerdos.
Pongamos que A es un conjunto de jirafas; entonces va a ser di-
fícil separar los elementos de A que son distintos de sí mismos
sin sentir pena por todas aquellas jirafitas que quedan excluidas.
Ahora bien, en muchos países no hay jirafas: por ejemplo, en
Portugal, aunque sí en algunas de sus colonias. Esto motiva a
pensar que fue quizá durante los años de expansión del Imperio
cuando se acuñó aquella palabra tan precisa para expresar tal
sentimiento. Se trata de saudade, voz portuguesa que todas las
otras lenguas han declarado intraducible y ha sido definida como
presencia de ausencia. Pero más allá de la nostalgia, tristeza o
saudade, nos enfrentamos con un serio problema: si en vez de
jirafas tenemos tigres (o, mejor dicho, no los tenemos), ¿se ob-
tiene el mismo vacío?
Ejemplos como el de Lichtenberg nos muestran que, en rea-
lidad, la matemática no es capaz de dar cuenta del vacío filosófico
7
En defensa de estos últimos (los adoradores, no los becerros) puede aducirse
que el mandamiento de no tener otros dioses todavía no les había sido revelado: lo
traía Moisés, que justamente bajaba en ese momento del monte Sinaí. Esto no impi-
dió que los fetichistas murieran (excepto el ideólogo Aarón, quien ipso facto fue pro-
clamado Sumo Sacerdote). Algunos adoradores más modernos aseguran que el triste
episodio no habría tenido lugar si Moisés hubiera tenido Whatsapp, aunque lo más
probable en ese caso es que en el monte Sinaí la señal fuese muy mala.

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expresado en la idea de nada. Lo interesante, en todo caso, es
que la versión menos salvaje, domesticada (como diría Weyl,
“matematizada”), del vacío introduce un signo específico que
expresa positivamente una ausencia. En este caso se trata de au-
sencia de elementos, pero lo mismo ocurre en la música, que
cuenta con diferentes signos para denotar el silencio (ausencia de
sonido). En realidad, la música va un paso más allá, pues, como
destaca Alejo Carpentier,8 no solamente es capaz de escribir la
ausencia sino también de medirla, según su duración: silencio
de redonda, de blanca, de negra, de corchea… Cuando un ins-
trumento o una voz queda en silencio durante varios compa-
ses, el compositor escribe la palabra latina tacet, recurso llevado
al extremo por John Cage en su obra 4’33, en la que “todas las
voces, todas” se silencian durante toda la obra. Se tienen así cua-
tro minutos con treinta y tres segundos del más profundo “ta-
cet”. Como antes, cabe preguntarse si el silencio es necesariamen-
te silencio de algo. Dicho de otra forma: ¿es válido decir que la
versión orquestal de 4’33 coincide con la versión para guitarra,
mucho menos rica en armonías y posibilidades tímbricas? Pro-
bablemente no: un silencio de guitarra no suena de la misma
forma que uno de clarinete y, mucho menos, uno de orquesta.
Pero ahora proponemos al lector un breve silencio de vacío, antes
de pasar a la próxima sección.

El camino que los sueños


prometieron a sus ansias

Como vimos, a la matemática le permite operar su propia ver-


sión del vacío, aunque desde el punto de vista filosófico deja un
poco que desear. Y esto del “deseo” es más literal de lo que podría
8
“Silencio es palabra de mi vocabulario. Habiendo trabajado la música, la he
usado más que los hombres de otros oficios. Sé cómo puede especularse con el silen-
cio; cómo se mide y encuadra. Pero ahora, sentado en esta piedra, vivo el silencio;
un silencio venido de tan lejos, espeso de tantos silencios, que en él cobraría la pa-
labra un fragor de creación. Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo
hago, me asustaría a mí mismo.” A. Carpentier (1953).

39

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pensarse, al menos si se tiene en cuenta la idea cabalística del
rabino Isaac Luria (s. xvi) respecto de la creación:

Debes saber que antes de la emanación de las emanaciones y de


la creación de las creaciones, Or Elión Pashut (Luz Suprema Sim-
ple) llena toda la realidad. Y no hay en ese estado lugar vacío
distinguible como aire vacuo ni espacio, sino que todo está lleno
de esa Luz Infinita Simple. Y no hay para ese estado distinción de
principio ni de fin, sino que es todo Luz Simple, igual en una igual-
dad única. Y eso es lo llamado Luz Infinita (Or Ein-sof).

Ein-sof (“sin fin” o “infinito”) es la forma que emplean los ca-


balistas para referirse a Dios, que llena la realidad y entonces
debe contraerse para dar lugar a la creación. Ese proceso se lla-
ma tsimtsum (contracción) e introduce el deseo. Cuando la luz
llena todo, no hay lugar para que el deseo se manifieste; la con-
tracción genera movimiento y la voluntad del hombre de volver
a unirse con la divinidad. La alegoría de la contracción remite,
por cierto, a las contracciones del parto, aunque la imagen es
todavía más poética. Al retirarse la luz, lo que queda es oscuri-
dad; sin embargo, quedan también pequeñas “chispas” de esa
luz, que son las que guían al hombre en su deseo.
Por supuesto, la teoría de Zermelo-Fraenkel pasa por alto
tan espirituales asuntos y ni siquiera se preocupa por cuestio-
narse si el vacío es o no es auténticamente vacío. En rigor, decir
que un conjunto “no tiene elementos” no equivale a decir que
contiene nada: todo dependerá de qué cosa esperamos encon-
trar allí. Esto se entiende muy bien en el lenguaje natural: deci-
mos, por ejemplo, que en la fiesta no había nadie cuando en rea-
lidad estaba llena de gente. Pero lo que en realidad queremos
decir es que no nos hemos topado con ningún elemento per-
teneciente a nuestro universo. Un universo que —dicho sea de
paso— puede estar formado por una sola persona: aquella que
uno desea encontrar (siempre que no haya demasiada luz), que es
la razón principal por la que se suele acudir a las fiestas. Y esto

40

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por no hablar de una gran variedad de otras “cosas” que puede
haber en la fiesta además de personas, ya sea copas, sillones o
bandejitas con canapés.
En cualquier caso, ya se trate de un vacío auténtico o de un
“vacío de algo”, en la teoría de Zermelo-Fraenkel, se puede pro-
bar que es único. Esto se ve desde el propio momento en que se
introduce el axioma de extensionalidad, que deja establecido lo
que la teoría da a entender por “mismidad”. A grandes rasgos,
dos conjuntos son iguales si tienen los mismos elementos o, en
otras palabras, si cada uno de ellos está incluido en el otro.9 Y el
vacío, al no tener elementos, se encuentra incluido en cualquier
conjunto A, pues resulta siempre cierto que

si x ∈ Ø, entonces x ∈ A.

Más que cierto, se trata de una auténtica tautología, sustenta-


da en las reglas de la implicación lógica: cuando tenemos que:

si p, entonces q,

y, además, sabemos que el antecedente (p) es falso, entonces la


implicación es verdadera. En este caso, la pertenencia de x al
conjunto vacío es siempre falsa, porque al vacío nada le perte-
nece: de este modo, la implicación es verdadera para todo x, sin
que importe cuál es el conjunto A. En otras palabras: todo ele-

9
Cabe hacer aquí un comentario al estilo de Wittgenstein: “¿Cómo que ‘dos con-
juntos’? Si son iguales no son dos sino uno”.
Tal es, en efecto, la postura del austriaco respecto de la identidad, según se expre-
sa en el Tractatus logico-philosophicus (Wittgenstein, 1921): “Decir que dos cosas
son idénticas es un sinsentido y decir que una cosa es idéntica consigo misma no es
decir nada”. De cualquier manera, la objeción no es formal, sino filosófica y no va en
desmedro de los axiomas… aunque ya sabemos quién (perdón: Quién) tiene la verdad
última a este respecto. La teoría de Zermelo-Fraenkel es aceptada entre los matemá-
ticos, aunque, según se demostró, no se puede probar su consistencia: en definitiva,
si bien podemos reducir muchísimo el papel de Dios, es imposible evitar que el diablo
meta la cola. Tal es la idea expresada también por Weyl: “Dios existe, ya que la ma-
temática es consistente y el diablo existe, pues no podemos demostrarlo”.

41

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mento que pertenezca al conjunto vacío pertenece también al
conjunto A, es decir, el vacío está incluido en A.
Esta última observación es importante, porque permite
entender mejor la mismidad del vacío. Al estilo de Borges en
“Borges y yo” (1960a), uno podría intentar duplicarlo, postu-
lando la existencia de otro conjunto —llamado por ejemplo Ø'—
con la idéntica propiedad de no tener elementos:

Es al otro, a Ø', a quien le ocurren las cosas.

Pero por la anterior tautología, poniendo A = Ø', resulta:

Ø está incluido en Ø'.

Ahora bien, un argumento similar dice que también Ø'


debe estar incluido en cualquier conjunto; en particular,

Ø' está incluido en Ø.

Se deduce entonces que los “dos” conjuntos Ø y Ø' deben


ser en realidad uno solo, vale decir, deben ser el mismo conjunto.
Con esto queda definitivamente zanjada la discusión: para los
matemáticos da lo mismo tener cero cebollas que cero poemas
de amor.
Pero, atención: ¿dijimos cero? En toda nuestra divagación ha-
bíamos olvidado que justamente de eso se trataba, de introducir
los números naturales de una manera —por así decirlo— natu-
ral. O al menos eso vamos a fingir, con aire distraído, haciendo
de cuenta que no los conocemos: “¿Dijo usted treinta y ocho?
Nunca oí a alguien mencionar semejante cosa”.
El mecanismo es simple; en primer lugar, podemos estable-
cer el cero como aquel conjunto que ya sabemos único e incon-
fundible, el vacío:

0 = Ø.

42

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A continuación, tenemos que definir el “sucesor” de este pri-
mer número de una manera razonable; entre otras cosas, debe-
mos asegurarnos de que el nuevo objeto construido sea distinto
del anterior, es decir, que tenga al menos un elemento. Una ma-
nera de hacerlo consiste en suponer que el vacío es un objeto
muy preciado y, a fin de cuidarlo, conviene ponerlo bajo llave.
O, mejor dicho, entre llaves:

{Ø}.

Así se obtiene un nuevo conjunto, que no es vacío, pues tiene


un (único) elemento: el propio vacío. Y no hace falta salir co-
rriendo, como padres primerizos, a buscar en el libro de los nom-
bres una denominación apropiada para nuestra creación: todo
el mundo estará de acuerdo en llamarlo 1. Tenemos, entonces:

1 = {Ø}.

Llegado este punto, cabe preguntarse qué hay en este 1 tan


concreto, de aquel prestigioso Uno pregonado por los griegos.
Por ejemplo, podemos husmear en las definiciones del séptimo
libro de los Elementos de Euclides (300 a.C.), en particular, aque-
lla que dice: “Una unidad es aquello en virtud de lo cual cada
una de las cosas que hay se llama una”.
Esto es lo que le permite establecer finalmente la idea de nú-
mero: “Un número es una pluralidad compuesta de unidades”.
Una definición así deja a nuestro inocente 1 en una situación
más que delicada. Si antes hemos puesto el grito en el cielo por
una colección de cosas sin cosas, ¿qué deberíamos decir ahora
ante la perspectiva de una pluralidad tan singular como la del
Uno? Tal recelo se manifestó ya en Euclides y todavía lo vemos
instalado muchos siglos después, por ejemplo, en el matemáti-
co español Pedro de Ulloa (1706), quien a fines del siglo xvii
escribió: “Uno no es número, pero puede considerarse como
Principio y origen de todo número”.

43

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Esto da quizás un nuevo sentido al verso del tango llamado
precisamente Uno, de Discépolo y Mores (1943), de cuyo primer
verso extrae su título la presente sección: “Uno busca lleno de
esperanzas / el camino que los sueños prometieron a sus ansias”.
Pero, más allá de sueños y promesas, en la teoría axiomática
de conjuntos los números son apenas una construcción, desti-
nada a funcionar de acuerdo con nuestras expectativas (o, me-
jor dicho, “esperanzas”). Así que no vamos a pensar en plurali-
dades de unidades ni cosas semejantes, sino que apelaremos a
un simple recurso, a fin de generar la continuación de esta se-
cuencia que ha comenzado con el 0 y ya ha dado como primer
fruto genuino el 1. Para aquellos cuyas ansias se hayan vuelto
incontenibles, a esta altura conviene mencionar que ése es pre-
cisamente “el camino”; no el que prometieron los sueños, sino el
que prometió Russell, quien definió los números naturales como
la posteridad del 0. Por eso, ya que hablamos de recursos, no hay
nada mejor que apelar a la recursividad, que elabora cada nue-
vo término de una sucesión a partir de los anteriores. En nues-
tro caso bastará con idear el mecanismo que permita, dado un
número n, construir el siguiente. Luego, sólo restará proceder a la
nominación:
1 = siguiente de 0
2 = siguiente de 1
3 = siguiente de 2
4 = siguiente de 3

Hay muchas formas de hacer esto; la más conocida (que pasó


justamente a la posteridad) es la que veremos a continuación.
Supongamos que ya tenemos un conjunto que define el número
n y queremos construir el siguiente de n, agregando un elemen-
to a dicho conjunto. La pregunta es: ¿cuál? Para que se trate de
un conjunto realmente nuevo, tenemos que agregar un elemento
que no se encuentre en el conjunto n. Un candidato inmejora-
ble es el propio n, vale decir:

44

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siguiente de n = n ∪ {n}.

El símbolo ∪ representa aquí la unión de dos conjuntos: en


este caso, el primero de ellos es n y el otro es el conjunto que con-
tiene dicho n como único elemento. En esta nueva construc-
ción, la “verificación técnica” consiste en demostrar formalmen-
te que n no pertenecía previamente al conjunto, cosa que el
lector podrá comprobar sin problema. Por ejemplo, el primer
número al que aplicamos la regla es —por supuesto— el 0, que
no es otro que el conjunto vacío:

1 = 0 ∪ { 0 } = Ø ∪ { Ø }.

Pero después de tanta perorata, todos recordarán (¡ah, es


cierto!) que el vacío está vacío, así que su unión con cualquier
otro conjunto provoca un efecto “neutro”: no le agrega elemen-
tos y en consecuencia no lo modifica. En definitiva,

1 = { Ø },

tal cual teníamos en la construcción previa. La novedad empieza


con el número que viene a continuación, que por definición se
forma de esta manera,
2 = 1∪{ 1 }
y, finalmente, resulta:

2 = { Ø } ∪ { { Ø } } = { Ø, { Ø } }.

Como se ve, este nuevo conjunto no tiene ya un elemento,


sino dos: Ø y { Ø }, o bien, si se quiere llamar a las cosas por su
(flamante) nombre, 0 y 1. No es difícil comprobar que esto fun-
ciona como regla general en esta construcción; cada número n
mayor que 0 (y, en rigor, también el 0) está constituido por to-
dos aquellos números estrictamente menores que él:

45

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1= { 0 }
2 = { 0, 1}
3 = { 0, 1, 2 }
4 = { 0, 1, 2, 3 }
5 = { 0, 1, 2, 3, 4 }

Así, hemos obtenido uno a uno los números naturales, forma-


dos de tal manera que cada número n tiene exactamente n ele-
mentos. Se trata de una propiedad notable que, además, permite
definir de modo sencillo las operaciones habituales de suma y
multiplicación. Y todo esto lo hemos hecho solos, ¡qué orgullo!10
Sin embargo, lector, ha llegado la hora de volver a Dios.
Y cabe preguntar por qué: si ya tenemos una infinidad de nú-
meros naturales, ¿qué más necesitamos? Pero no es lo mismo
tener infinitos números que un conjunto infinito de números;
esta sutil diferencia fue la que inspiró en Cantor aquellas devo-
tas alabanzas a la “inmensa bondad” divina mencionadas en la
página 32. El hecho es que, por extraño que parezca, ninguna
de las propiedades que hemos mencionado hasta el momento
permite agrupar todos esos números dentro de un solo conjun-
to (recordemos que para formar un conjunto no basta con me-
ter objetos en una bolsa). Por eso, al igual que antes, Zermelo y
Fraenkel prefieren aferrarse más bien a la inmensa bondad de un
axioma, que se llama justamente axioma del infinito y garantiza
la existencia de un conjunto que contiene todos los números
naturales:
N = { 0, 1, 2, 3, … }.
10
Cabe mencionar que la construcción original de Zermelo era diferente, basada
en una regla recursiva mucho más sencilla: el siguiente de n se define como { n }. De
esta forma, la sucesión de números naturales se va convirtiendo en una colección
de muñecas rusas, cada vez con un número mayor de “envoltorios”:

1={0}
2={1}={{0}}
3={2}={{{0}}}

46

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Ahora sí, podemos sentirnos prácticamente imparables: nues-
tra “obra del hombre” se dirige a paso firme hacia su próxima
etapa, los números enteros.

La auténtica repulsión

En la sección previa hemos culminado con bombos y platillos


la construcción de los números naturales. Y vimos que, en reali-
dad, dicha construcción se puede llevar a cabo de más de una
manera. Si lo pensamos bien, esto va en contra de la auténtica
“naturalidad” de tales números: ¿no debería haber una única y
gloriosa forma de obtenerlos?
La respuesta es inmediata, pero no por eso menos contun-
dente: nada hay de natural en estos números naturales que he-
mos traído al mundo (o, mejor dicho, al universo). En nuestro
intento por escapar en la mayor medida posible de las manos
divinas, hemos sugerido que sólo nos hacía falta el cero; de esta
forma, elaboramos unos números que en realidad son conjun-
tos. La construcción nos permitió obtener ciertos objetos ma-
temáticos que difieren de la idea abstracta de número, pero los
aceptamos por una sencilla y única razón: funcionan. Sin em-
bargo, hay una trampa un poco más sutil que suele pasar inad-
vertida: toda la maquinaria que permite establecer los axiomas
de Zermelo-Fraenkel y los naturales como posteridad del cero
se apoya en los lenguajes formales de la lógica11 y requiere con-
tar de antemano con… los números naturales. Cuando menos,
hace falta una intuición de tales números, lo que permite enten-
der mejor a los matemáticos constructivistas y su apego por el
a priori kantiano.
Pero, si para construir los naturales en la teoría de conjun-
tos tuvimos que sacrificar su naturalidad, ¿qué nos queda para los
enteros, que incluyen también los números negativos? Difícil-
mente puede hablarse ahora de una intuición pura, aunque, si

11
Técnicamente, se trata de los denominados lenguajes de primer orden.

47

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de Kant se trata, es oportuno mencionar que el pensador de
Königsberg escribió también un ensayo sobre las magnitudes ne-
gativas; más precisamente, sobre su empleo en la filosofía (Kant,
1763). Al respecto, comienza con una advertencia, destinada a
enfriar los ánimos de los que consideraban el more geometrico
como la expresión más excelsa del método filosófico:

El uso que cabe hacer de las matemáticas en la filosofía consiste o


bien en la imitación de su método o bien en la aplicación efec-
tiva de sus proposiciones a los objetos de la filosofía. No se ve que
el primero haya aportado hasta ahora alguna utilidad, por más
beneficios que, en un comienzo, se esperaran de él.

El ensayo en cuestión se aboca, como dijimos, al concepto


de magnitud negativa, al que considera suficientemente conocido
en las matemáticas, pero todavía muy ajeno a la filosofía. Esta
afirmación nos ayuda a entender mejor un texto que, a la luz del
siglo xxi, podría considerarse una completa ingenuidad: ¿hace
falta que venga un filósofo a explicarnos que, si nos deben 100
táleros y debemos otro tanto, entonces ambas deudas juntas son
una causa de cero, es decir, para no dar o recibir dinero? Hay que
decir, en favor de Kant, que los números negativos eran en su
época un invento reciente, incluso para los propios matemáti-
cos. Aunque se registran empleos previos por parte de diversos
matemáticos, se suele considerar al belga Simon Stevin como el
“padre” de dichos números, pues tuvo la amable deferencia de
aceptarlos a fines del siglo xvi como posibles soluciones de ecua-
ciones algebraicas. Pero, al parecer, dos siglos más tarde los filó-
sofos todavía no lo habían entendido:

Si, por ejemplo, el célebre señor Crusius hubiera tenido a bien in-
formarse del sentido que dan los matemáticos a este concepto,
no hubiera encontrado falsa, hasta la extrañeza, la comparación de
Newton, según la cual la fuerza atractiva, que, al aumentar la dis-
tancia, pero manteniéndose cerca de los cuerpos, se transforma

48

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poco a poco en repulsiva, es análoga a aquellas series en que, don-
de cesan las magnitudes positivas, comienzan las negativas. Por-
que las magnitudes negativas no son negaciones de magnitudes,
como la semejanza de la expresión le hizo a él sospechar, sino algo
realmente positivo en sí mismo, sólo que opuesto a otro. Y así, la
atracción negativa no es el reposo, como él sostiene, sino la autén-
tica repulsión.

Como sea, el texto de Kant va un poco más allá del álgebra


de las deudas monetarias y (de acuerdo con otro de sus ejem-
plos) las idas y vueltas de un barco que viaja de Portugal a Brasil
mientras sus tripulantes, con el alma colmada de saudade, su-
man o restan millas según se manifiesten los favores del viento.
La cuestión, dice, es discutir la idea de oposición, a la que dis-
tingue de una simple negación: “una cosa es la negativa de la
otra; por ejemplo, la negativa del ascender es el descender. Pero
con ello no quiero dar a entender una negación de lo otro, sino
algo que está en una oposición real con el otro”.
Y, para dar debida cuenta del último concepto, aclara: “En
esta oposición real hay que señalar como una regla fundamen-
tal la proposición siguiente. La repugnancia real sólo tiene lu-
gar en la medida en que dos cosas, como fundamentos positivos,
anulan la una la consecuencia de la otra”.
Pero, hablando de deudas, es hora de recordar la que tenemos
con el lector, quien seguramente no habrá de reclamarnos un
puñado de táleros, pero sí la prometida construcción de los nú-
meros enteros. Dejemos entonces al filósofo alemán lidiando
con su repugnancia e intentemos ver cómo se hace para definir,
en el marco de la teoría de Zermelo-Fraenkel, el conjunto pre-
sentado habitualmente de la siguiente manera:

Z = { … , –3, –2, –1, 0, 1, 2, 3, … }.12


La Z proviene de Zahlen, que justamente en alemán significa “números”. Esto
12

muestra que, quizá agobiados por las deudas, los matemáticos no dudaron en recono-
cer en estos objetos no-naturales su carácter de “número”.

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La idea es simple y nada repugnante: se trata de agrandar el
conjunto que ya teníamos, agregando los opuestos de cada uno
de sus elementos (salvo el opuesto de 0, que resulta el mismo 0).
Para hacer esto es preciso ir con un poco de cuidado, pues vi-
mos que el universo de Zermelo-Fraenkel está compuesto única-
mente por conjuntos. ¿Cómo hacemos para decidir qué con-
juntos cumplirán la función de –1, –2, –3, …?
En realidad, la estrategia es mucho mejor: en vez de agran-
dar el conjunto de naturales directamente vamos a definir uno
nuevo, que funcionará como el conjunto de números enteros que
buscamos. Para esto, sin entrar en detalles técnicos, diremos
que la teoría de Zermelo-Fraenkel permite, dados dos conjun-
tos a y b, definir un nuevo objeto (un conjunto, por supuesto)
que se puede pensar como el par ordenado (a, b). En particular,
a y b pueden ser números naturales; más aún, la teoría garantiza
que se puede formar el conjunto que contiene todos los pares
ordenados de números naturales. Y esto nos servirá para crear
los enteros: intuitivamente (con permiso de Kant), vamos a ha-
cer que cada par (a, b) cumpla la función del número a − b: de
esta forma, el par (3, 0) define el número 3, mientras que el par
(0, 3) define el número “−3”. Pero claro, no hay que apurarse a
aceptar esto, pues la “resta” a − b, en esta etapa de la construc-
ción, todavía no está definida. Y, por otro lado, hay infinitos pa-
res que producen un mismo resultado: por ejemplo, la regla an-
terior indicaría que el número “−3” también se produce a partir
del par (1, 4), de (2, 5), etc. Esto motiva la definición de lo que
en matemática se denomina una relación de equivalencia, en este
caso entre pares ordenados. Los números enteros no serán pa-
res sino clases, vale decir, clases de pares equivalentes entre sí,
por ejemplo:

“−3” = { (0, 3), (1, 4), (2, 5), (3, 6), …}.13

En los próximos párrafos se mantendrá la notación “n” para denotar estas cla-
13

ses, que, como se verá, funcionan igual que los números enteros.

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Ésta es la idea intuitiva… pero a la intuición hay que guiar-
la un poco. Por más que en la vida hayamos tenido una vasta,
acaso grata experiencia sumando y restando números, dijimos
que “restar” todavía no significa nada; en consecuencia, no es
válido decir que dos pares (a, b) y (c, d) son equivalentes cuando
a − b coincide con c − d. Pero ése es precisamente el oscuro ob-
jetivo final, así que deberemos buscar la manera de lograrlo
sin hacer trampa, vale decir, sin emplear objetos u operaciones
que aún no hemos definido. Es la misma “ficción” a la que alu-
dimos hace unas páginas, pues se trata de construir algo que en
realidad ya conocemos; sin embargo, este conocimiento sólo
puede usarse a modo de “inspiración”. Claro que en este caso con-
creto no hace falta pensar mucho para dar con una solución,
pues resulta sencillo definir en el conjunto de los números na-
turales la operación de suma. Entonces, nuestra dificultad se
resuelve si decimos que los pares (a, b) y (c, d) son equivalentes
cuando
a + d = b + c.

El par (0, 3), entonces, es equivalente a (1, 4), ya que 0 + 4 =


3 + 1; por eso, ambos definen una única clase a la que llama-
mos “−3”. Y una vez establecidos los números enteros, se esta-
blecen las operaciones habituales. Claro que esto requiere un
poco de cuidado pues, como vimos, se trata de clases: por ejem-
plo, dados

“3” = { (3, 0), (4, 1), (5, 2),… }


“5” = { (5, 0), (6, 1), (7, 2),… },

¿cómo hacemos para calcular “3” + “5”?


La respuesta es sencilla: basta tomar un par de cada clase y
sumarlos, coordenada a coordenada: el resultado es la clase del
nuevo par así obtenido. En el ejemplo anterior lo más fácil es
calcular (3, 0) + (5, 0) = (8, 0), cuya clase corresponde (obvia-
mente) al número “8”. Pero para que esta operación se encuentre

51

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bien definida hay que probar que el resultado no depende de
los pares elegidos: por ejemplo, si en la primera clase tomamos
(5, 2) y en la segunda (6, 1), el resultado es (11, 3), que resulta
equivalente al par (8, 0).
Una vez definida la suma, se ve fácilmente que la clase corres-
pondiente al par (0, 0) es elemento neutro para esta operación, y
que, además, todo número tiene su inverso: por ejemplo, la clase
“−3” es inverso de “3”, puesto que, al sumarlas, el resultado es
la clase “0”. Finalmente, la operación de resta se define como una
suma: al mejor modo kantiano, podemos pensar, por ejemplo,
que si tenemos 100 táleros y saldamos deudas por 60, nuestro
capital se reduce a “100” – “60” = “100” + “−60” táleros.
Es fácil verificar que el número negativo funciona del modo
esperado, aunque seguramente no es lo que tenía en mente Kant
cuando se refirió al “sentido que dan los matemáticos a este con-
cepto”. Esto sin tener en cuenta, por supuesto, la opinión del cé-
lebre señor Crusius.

La matemática tiene razones


(que la razón no comprende)

Páginas atrás nos declaramos imparables, dando a entender que


sobre la base firme de los números naturales seremos capaces
de hacer grandes cosas. La primera de ellas fue —y no es poco—
el conjunto de números enteros; sin embargo, todavía queda bas-
tante por recorrer antes de poder afirmar que tenemos toda la
matemática en nuestras manos.
Para quienes piensen que esta última meta es demasiado am-
biciosa, un rápido bosquejo ayudará a mostrar que vamos por
buen camino. Nuestra construcción de los enteros fue efectua-
da bajo la consigna implícita de que cada número tenga su opues-
to o inverso aditivo, para tener así la posibilidad no sólo de su-
mar cantidades sino también de restarlas. Algo similar haremos
ahora con la operación de producto. En principio, a cada nú-
mero entero (salvo, por supuesto, el 0) le corresponderá un in-

52

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verso multiplicativo: por ejemplo, el inverso de 5 será un “nuevo”
objeto, que sin mayores discusiones representaremos como la
fracción 1/5. Sin embargo, si pretendemos que en este conjunto
se pueda seguir operando como antes, entonces no alcanza con
agregar los inversos de los números enteros: por ejemplo, la suma
de 1/3 y 1/5 da 8/15, que no es el inverso de un entero. El nuevo
conjunto que formaremos, el de los números racionales, esta-
rá constituido justamente por todos los cocientes o razones de
enteros: objetos de la forma p/q, con q distinto de 0. Estas frac-
ciones se pueden sumar, restar o multiplicar y también dividir…
siempre que a uno, claro está, no se le ocurra la desafortunada
idea de dividir entre 0.14
Nuestra exitosa experiencia previa nos sugiere la forma de
construir todas estas fracciones en el mundo zermelo-fraenke-
liano de un modo todavía más evidente que en el caso de los
números enteros. En efecto, la escritura p/q asume ya desde el
comienzo que una fracción es una especie de “par”, formado
por un numerador y un denominador; parece entonces razona-
ble (por no decir “racional”) considerar todos los posibles pa-
res de la forma (p, q), con p y q enteros y q distinto de 0. Pero ya
sabemos que esto no es suficiente, pues una infinidad de pares
distintos determinan el mismo número:

1 2 3
= = = ...
2 4 6

Es preciso establecer, como antes, una relación de equiva-


lencia, que en este caso es la siguiente: los pares (p, q) y (r, s) se
14
Dejando de lado el entusiasmo que provoca esta magnífica capacidad operato-
ria, adoptaremos la convención habitual de que las operaciones son solamente dos:
suma y producto. La resta y la división no son otra cosa que una suma y una multi-
plicación disfrazadas, que apelan a la existencia del inverso. Según dijimos, a − b se
define como a + (−b); del mismo modo, a/b consiste “en realidad” en el valor a mul-
tiplicado por el inverso de b. Esta forma de pensar, un tanto extraña, obedece al hecho
de que la resta y la división no cumplen las propiedades básicas que serían deseables
en una operación algebraica, por ejemplo, la asociatividad: en efecto, (a − b) − c no es lo
mismo, en general, que a − (b − c).

53

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considerarán equivalentes cuando ps = qr. Como antes, para
operar con estas clases debemos tener cuidado, pero, una vez
que todo se encuentra bien definido, volvemos a escribir las
fracciones como lo hicimos toda la vida, y pronto nos conven-
cemos de que la igualdad ps = qr dice “lo mismo” que la igualdad
p/q = r/s. Sin embargo, de acuerdo con esta construcción, la
fracción 1/2 se define como la clase de equivalencia del par (1, 2),
que consta de infinitos elementos.15
Una vez aceptadas las pequeñas sutilezas técnicas que im-
plican todas estas definiciones, podemos repasar lo hecho hasta
ahora con cierta satisfacción: aunque ya no se trate de una crea-
ción de Dios, los racionales son también muy buenos.16 Tanto,
que con ellos es posible efectuar una gran variedad de opera-
ciones y, en líneas generales, planificar un mundo. Todo lo que
hacemos se apoya en los números racionales, todos nuestros
cálculos y labores cotidianas. Y esto no se limita a tareas relati-
vamente simples como establecer la proporción correcta de azú-
car en un pastel, sino que abarca también otras más ambiciosas,
como levantar un rascacielos o poner en órbita un satélite.
Sin restar importancia a los pasteles, se podría objetar aquí
que el cálculo de una trayectoria satelital es más complejo e in-
volucra seguramente magnitudes como π, que no es un número
racional. Esto lo sabemos desde hace —curiosamente— muy
poco tiempo, aunque hay otras irracionalidades que son cono-
cidas desde la Antigüedad. La más célebre, sin duda, es la de la
raíz cuadrada de 2, que según la leyenda causó un terrible dolor

15
Uno podría pensar que se trata de una clase doblemente infinita, pues no sólo
contiene los pares (1, 2), (2, 4), (3, 6)… sino también los que tienen coordenadas
negativas: (–1, –2), (–2, –4), (–3, –6), etc. Pero eso no la hace más infinita que si se
extendiera para un solo lado: por ejemplo, es posible ordenar los elementos para
contarlos uno por uno a un paso algo zigzagueante, pero firme: (1, 2), (–1, –2), (2, 4),
(–2, –4), (3, 6), (–3, –6), etcétera.
16
Debemos decir que, en rigor, el texto bíblico establece una suerte de copyright
divino, según el cual toda la creación, en última instancia, proviene de Dios. Sin em-
bargo, esto no debe ser visto como un exceso de egocentrismo sino, por el contrario,
como una forma de motivar al hombre para que se transforme en socio activo de
la creación.

54

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de cabeza a los pitagóricos, quienes no concebían magnitudes
que no fueran racionales.17 En otras palabras, hay innumera-
bles —esto es literal, como se verá en la próxima sección— oca-
siones de comprobar que, a pesar de lo anunciado, los racionales
no son tan buenos. ¿Por qué dijimos, entonces, que alcanzan para
sostener todo lo que hacemos?
El asunto es que “todo lo que hacemos” no debe entenderse
al pie de la letra, pues sin duda los racionales no alcanzan, por
ejemplo, cuando lo que “hacemos” es matemática. Sin embargo,
para que nuestros lanzamientos de satélites (o de pasteles, ¿por
qué no?) sean exitosos, es suficiente con cierto grado de exacti-
tud. Por ejemplo, lector: ¿desea usted construir un puente? Sin
duda para eso tiene que saber muchísimas cosas pero, en lo que
a π respecta, le resultará suficiente conocer algunos decimales.
Por supuesto, se requiere un poco más de exactitud si pretende-
mos que el puente no se caiga, pero, en cualquier caso, el valor
aproximado 3.14159265 servirá de sobra para nuestros propó-
sitos. Y este último es un número racional: el verdadero valor
de π —mejor dicho, su escritura decimal— tiene infinitas cifras
después del punto que ni siquiera conocemos en su totalidad,
pues (hasta donde se sabe) no respetan ningún patrón específi-
co. Podemos, eso sí, calcular una a una todas las que queramos,
pero no podemos calcular todas. En tal sentido, los números
irracionales involucran el infinito, y precisamente a eso le tenían
miedo los pitagóricos.
Para que se entienda bien, conviene señalar que el desarro-
llo decimal de muchos números racionales —de la mayoría, en
verdad— es infinito, por ejemplo:
17
Los pitagóricos sostenían que el universo está basado en los números y que
éstos sólo pueden ser enteros o cocientes de enteros. El hecho de que la razón entre la
diagonal del cuadrado y su lado sea la raíz cuadrada de 2 se deduce de aquel glorioso
teorema, conocido ya por los babilonios, que lleva precisamente el nombre de Pitá-
goras. Se cuenta que la irracionalidad de dicha magnitud fue descubierta por uno de
sus discípulos, llamado Hipaso de Metaponto, y el hallazgo produjo estupor y ver-
güenza. Algunas versiones dicen que Hipaso se suicidó; otras, que fue asesinado. En
cualquier caso, la decisión de la cúpula pitagórica fue no revelar a nadie la existencia
de estos números tan abominables, que echaban por tierra su visión del mundo.

55

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1
= 0.3333333. . .
3
9
= 1.285714285714. . .
7
Sin embargo, se trata siempre de “tiras” totalmente predeci-
bles; más que eso, obedecen a un patrón de periodicidad, que
permite una escritura acabada, finita:

1
= ˆ
3
9

7
La secuencia que se destaca en las expresiones anteriores se
denomina periodo y se repite infinitamente; esta forma de escri-
tura da cuenta de ello, de modo tal que toda la información re-
lativa a las cifras decimales se encuentra en esa breve reseña.
No hay sorpresas: podemos calcular, por ejemplo, que la cifra
que aparece un millón de veces después del punto en el des-
arrollo de 9/7 es 7, después de haberse repetido 166 666 veces el
periodo y dejar que pasaran tres dígitos más. En cambio, para
saber cuál es la cifra que aparece en el lugar millonésimo del
desarrollo de π o la raíz cuadrada de 2 no queda prácticamente
otro remedio que calcular todas las cifras precedentes. Esto no
significa que no haya irracionales que sean “predecibles”: por
ejemplo, el desarrollo

0.1234567891011121314151617…

obedece a un patrón claramente establecido y muy fácil de des-


cubrir, aunque no tiene un periodo, vale decir, ninguna secuen-
cia de cifras se repite de manera siempre idéntica.
Como el lector habrá observado, en los últimos párrafos he-
mos tenido algún cuidado en distinguir entre un número y su

56

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escritura decimal, que es tan sólo una de las formas posibles de
expresarlo. Estamos acostumbrados, por supuesto, a frases tales
como “el número 3.141592…”, aunque —como en aquel célebre
diálogo entre Alicia y el Caballero (Carroll, 1871)— ése en rea-
lidad no es el número, sino las cifras de su desarrollo decimal.
Pero entonces, ¿cuál es el número? Los griegos —pues seguimos
hablando de ellos— no conocían la escritura decimal y, sin em-
bargo, para ellos el cociente entre una circunferencia y su diáme-
tro era una magnitud perfectamente definida, a la que dieron el
nombre π y cuyo valor, según lograron determinar, es apenas
inferior a 22/7. Pero para expresar todo esto empleaban una
notación muy rudimentaria, todavía lejana al sofisticado siste-
ma decimal. Esto explica, entre otras cosas, la dificultad de los
pitagóricos para admitir la existencia de números que no fueran
racionales. El asunto es que los racionales tienen, en el sistema
decimal, una verdadera “marca de fábrica”. Se trata de la men-
cionada periodicidad: todo racional tiene un desarrollo perió-
dico y, recíprocamente, todo desarrollo periódico corresponde
a un número racional. Por eso, para quien emplea dicho sistema,
parece bastante natural suponer que, así como hay tiras perió-
dicas, también puede haber otras que no lo son.
El porqué de dicha “marca de fábrica” es fácil de compro-
bar, aunque nunca deja de sorprender. Si se trata de una fracción
como 9/7, los primeros cálculos podrían dejarnos la sensación de
un desarrollo un tanto desprolijo,

9 7
20 1.285…
60
40
5…

Sin embargo, en cada etapa de la división los restos se en-


cuentran entre 0 y 6, de modo que, como una especie de desig-
nio, al cabo de unos pocos pasos inevitablemente alguno de ellos

57

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tiene que repetirse. Entonces, todo recomienza, dando lugar al
periodo:
9 7
20 1.2857142…
60
40
50
1 0
3 0
2 0
6…

La afirmación recíproca es algo más misteriosa y permitirá


entender por fin en qué consiste realmente el sistema decimal.
Comencemos con
0.9999…

Según dijimos, esto no es más que una escritura, así que vale
la pena preguntarse, otra vez: ¿cuál es el número?
Aunque parezca extraño, la mayoría de la gente suele res-
ponder de manera incorrecta. Todo el mundo está de acuerdo
en que no puede tratarse de un número mayor que 1; sin em-
bargo, ante la perspectiva de que valga 1, casi todos prefieren
mostrar algo de cautela: “Hmmm, es casi 1 pero no igual a 1”.
El problema pasa por entender esa tira infinita de nueves como
lo que es (una tira infinita), para comprender que el número en
cuestión debe ser, a la vez:

mayor que 0.9


mayor que 0.99
mayor que 0.999
mayor que 0.9999

Esta infinitud de enunciados no deja lugar, siquiera el mí-


nimo resquicio, para ubicar un número que sea mayor que to-

58

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das esas cantidades y a la vez menor que 1. Esto lo veremos al
cabo de unos párrafos; por el momento vamos a contentarnos
con una pequeña voltereta algebraica cuya justificación rigu-
rosa se verá más adelante, pero a esta altura resultará muy con-
vincente.
Supongamos que todavía no conocemos el resultado y lla-
memos a esa cantidad apelando a la forma casi universal de
expresar ese desconocimiento:

0.9999999… = x.

Ahora procederemos a “tirar de la tira”; más precisamente,


a desplazar todos los nueves un lugar hacia la izquierda, para lo
cual basta con multiplicar la igualdad por 10:

9.9999999… = 10x.

Aquí es donde entra en juego la infinitud: justamente por el


hecho de ser infinita, la secuencia de nueves que aparece detrás
del punto es (otra vez, “Borges y yo”) la misma en los dos casos.
Por eso, al efectuar la resta de las dos cantidades, dicha secuen-
cia (denominada “mantisa”) desaparece de manera mágica y
resulta:
10x – x = 9.9999999… – 0.9999999… = 9.
Esto muestra que 9x es igual a 9 y, en definitiva, que x es
igual a 1.
El resultado puede parecer asombroso, aunque en realidad
obedece a una idea muy sencilla, que fácilmente se puede repli-
car a fin de obtener la fracción que corresponde a un desarrollo
periódico cualquiera. Por ejemplo, para

x = 5.12121212…

sólo tenemos que calcular

59

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100x = 512.121212…

y, como antes, mediante una simple resta logramos que todo lo


que viene después del punto se desvanezca:

100x – x = 512 – 5,
99x = 507,
x = 507/99.18

Pero más allá de los trucos o volteretas, detrás de todo esto


se oculta un asunto profundo, que sale a la luz cuando analiza-
mos más a fondo este sistema de escritura. Lo que se esconde
(o bien: lo que no se escribe) en esas “tiras” de dígitos son las
potencias de 10, que es la base del sistema. Por ejemplo, al escri-
bir 517 estamos expresando de un modo ingenioso y sintético
el hecho de que el número en cuestión es la suma de 5 cente-
nas, 1 decena y 7 unidades. En otras palabras,

517 = 5 × 102 + 1 × 101 + 7 × 100.

El gran logro de la escritura denominada posicional consis-


te en que no hace falta escribir toda la suma, pues las potencias
de 10 que acompañan a cada dígito se manifiestan en forma im-
plícita en la posición que tales dígitos ocupan. Y lo mismo vale
para números que no son enteros: los dígitos que aparecen des-
pués del punto dan cuenta de las potencias negativas de 10, es
decir, potencias de 1/10. Por ejemplo:

0.316 = 3 décimos + 1 centésimo + 6 milésimos


= 3/101 + 1/102 + 6/103.
Es fácil adaptar el método para el caso en el que el periodo no aparezca inme-
18

diatamente después del punto: por ejemplo, para x = 3.78912912912… se tiene


100x = 378.912912912…
100 000x = 378 912.912912…
y restando se deduce ahora que 99 900x = 378 912 – 378, es decir, x = 378 534/99 900.

60

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Claro que la idea está muy bien cuando se trata de una canti-
dad finita de decimales, pero: ¿cuál es el significado de una tira
infinita de decimales? Debemos entender aquí que no se trata
ya de una suma sino de aquello que en matemática se denomi-
na serie. No hay “sumas infinitas”; por eso, si pretendemos dar un
sentido a una expresión como

5.12121212… = 5 + 1/10 + 2/102 + 1/103 + 2/104 + …

hace falta introducir otra noción fundamental: la de límite.


Y, como veremos, éste va a ser un pequeño paso para Zermelo-
Fraenkel, pero un gran salto para la matemática.

Un gran salto para la matemática

En las secciones previas hemos mencionado varias veces a Eu-


clides, cuyos Elementos constituyen quizá la más monumental
de las obras matemáticas. Pero monumental no es lo mismo que
infalible o, cuando menos, completa. De hecho, el primer pro-
blema que propone y resuelve Euclides consiste en hallar la
mediatriz de un segmento. Para ello, según se muestra, basta con
trazar circunferencias suficientemente grandes centradas en am-
bos extremos y luego unir los puntos de intersección:

61

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Sin embargo, más de 20 siglos después se vio que esta reso-
lución no era del todo satisfactoria, pues ninguno de los axio-
mas de Euclides permite asegurar que tales circunferencias se
cortan. Por más que “salte a la vista” que tales circunferencias
se cortan, es preciso establecer un postulado —llamado, en este
contexto, de continuidad— para garantizar que estas líneas no
tienen agujeros que les permitan atravesarse pero sin tocarse.
El lector se preguntará a qué viene esta historia ahora, cuan-
do estábamos tan entusiasmados hablando de los números. Pero,
como veremos, se trata en el fondo del mismo asunto.
Para entender esto, conviene entender primero el significado
de una tira decimal finita de la forma

0.a 1 a 2 a 3 a 4 a 5 . . . a N ,

que representa una cantidad bien definida, más precisamente de


la suma:
a1 a2 a3 aN
+ 2 + 3 + ... + N .
10 10 10 10

Los dígitos aj pueden ser enteros cualesquiera desde 0 hasta


9, de modo que el valor de la anterior expresión es mayor o
igual que 0 y menor o igual que la formada sólo por nueves:

9 9 9 9
+ 2 + 3 + ... + N .
10 10 10 10

Parece una obviedad afirmar ahora que este número es


siempre menor que 1, pues, escrito en forma decimal, no es otra
cosa que un 0 seguido de una tira finita de nueves. Sin embar-
go, es importante verificarlo, pues de ello depende el éxito de
todo el sistema decimal. En cierto sentido, no es otra cosa que la
célebre aporía de Zenón, aunque ligeramente modificada:
Para recorrer una distancia, primero debemos recorrer las
9/10 partes de esa distancia. Una vez que llegamos allí, antes

62

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de recorrer el trayecto restante (1/10), debemos recorrer 9/10 de
dicho trayecto, lo que equivale a 9/100 de la distancia inicial.
Queda todavía por recorrer 1/100 de dicha distancia, pero an-
tes debemos recorrer 9/10 de este resto, y así sucesivamente. Si el
cansancio (o el aburrimiento) nos vence al cabo de N pasos, en-
tonces quedará 1/10N de la distancia inicial todavía por recorrer.19
Observemos ahora que si la tira es infinita,

0.a 1 a 2 a 3 a 4 a 5 . . . a N . . .

entonces los sucesivos “recortes” de N dígitos constituyen una


sucesión de términos que resulta creciente y, por lo que vimos, se
mantiene siempre menor que 1.
Entra en escena entonces un enunciado célebre, denominado
axioma de completitud, que permite asegurar que una sucesión

Una manera de “sospechar” de antemano que la distancia que queda por reco-
19

rrer es 1/10N consiste en efectuar la suma:


0.9999…99
+ 0.0000…01
1.0000…00
Notemos que en cada columna se repite una misma cantilena: “9 + 1 = 10, me
llevo 1”; ese 1 que “nos vamos llevando” siempre un lugar hacia la izquierda culmina
en la primera columna, y el resultado es 1.0000…00 = 1. La demostración formal que
refleja este conjunto de operaciones es la siguiente: llamemos S N a la suma 9/10 +
9/102 + 9/103 + … + 9/10N–1+ 9/10N, entonces

1 9 9 9 9 9 1
SN + N
= + 2 + 3 + . . . N−1 + N + N
10 10 10 10 10 10 10

9 9 9 9 10
= + + + . . . N−1 + N .
10 102 103 10 10

Pero 10/10 N = 1/10 N−1 , de modo que S N + 1/10 N = S N−1 + 1/10 N−1 . Esto per-
mite “descender”, peldaño tras peldaño, hasta llegar a la igualdad
1 1
SN + = S1 + 1 .
10 N 10

Este último valor es 9/10 + 1/10 = 1, lo que nos permite concluir que S N = 1 − 1/10 .
N

63

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así, que crece y se mantiene acotada, tiene límite, es decir: con-
verge a un número real. Intuitivamente, esto quiere decir que, a
medida que tomamos un número cada vez mayor de términos,
el resultado se parece cada vez más a dicho número. Así, la raíz
cuadrada de 2, cuyo desarrollo decimal es

1.4142135623730950488016887242…

se puede pensar como el límite de las sucesivas aproximaciones

1
1.4
1.41
1.414
1.4142
1.41421

Esto último es fundamental, no sólo para entender (ya era


hora, ¿no?) qué son los números reales sino para observar una
propiedad crucial: siempre se pueden aproximar por raciona-
les. Es la llamada densidad de los racionales: tan cerca como se
quiera de un número real hay siempre un número racional.20
Al fin y al cabo, los irracionales constituyen un agregado —ne-
cesario y justo— para completar el conjunto de los racionales y
así transformarlo en el continuo de los números reales. Esto
ayuda, una vez más, a justificar a los pitagóricos en su creencia
de que los racionales bastaban para “completar” toda la recta:

0 ¼ …½… ¾ …
-1 1 2

Podemos enunciarlo a modo de proverbio: “Detrás de cada gran real hay un


20

gran racional”. Sin embargo, en este caso, al igual que en el proverbio original, es reco-
mendable cambiar el adverbio “detrás” por “al lado”.

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A medida que agregamos más y más fracciones se forma
un conglomerado cada vez más “denso”, que pareciera cubrir la
recta pero no lo hace: si solamente marcamos puntos racionales,
queda una recta con agujeros por todos lados. Los irraciona-
les tapan esos agujeros de un modo sumamente prolijo, agregan-
do sólo aquello que es indispensable para tener lo que se llama un
conjunto completo.
Pero antes mencionamos la clave de todo esto, aquel miste-
rioso axioma de completitud. ¿En qué consiste? En realidad, el
axioma se puede expresar de diversas formas, algunas más “evi-
dentes” que otras: justamente, esa presunta evidencia provocó
que nadie reparase en su necesidad hasta fines del siglo xix.
Lo curioso es que esta necesidad se manifiesta desde el más lite-
ral de los comienzos, más específicamente, en los Elementos de
Euclides. Se trata del problema que mencionamos al comienzo,
el de las circunferencias que deberían cortarse pero no lo ha-
cen, dando por tierra con la presunta “evidencia”. Ahora bien,
¿qué tiene que ver esto con la completitud de los números
reales?

La respuesta se encuentra en la recta que hemos dibujado:


al identificarla con el conjunto de números reales, la completi-
tud de éstos equivale a la continuidad de aquélla. Esto explica
otra forma que puede tomar el axioma de completitud, expre-

65

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sado en términos de una función definida sobre los números
reales, o sea, una correspondencia que a cada número le asigna un
único valor, denominado imagen. Esto se puede representar
en una gráfica, en la que la imagen de cada valor sobre el eje ho-
rizontal se indica marcando la altura correspondiente sobre el
eje vertical; por ejemplo:

1.4

1.2

0.6

0.4

0.8

0.2

0.8

–0.2

–0.4

–0.6

–0.8

–1
–1 –0.8 –0.6 –0.4 –0.2 0 0.2 0.4 0.6 0.8 1 1.2 1.4

En ese contexto, el axioma de completitud se expresa de ma-


nera equivalente en el llamado teorema de Bolzano, según el cual
si una función real continua cambia de signo, necesariamente
debe tener al menos un cero o raíz (vale decir, atraviesa el eje
horizontal).
f(b)>0

f(a)<0 Raíz

66

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Volviendo a los desarrollos decimales, el axioma de comple-
titud es el que permite identificar los números reales con su es-
critura decimal: cada desarrollo decimal determina un número
y, recíprocamente, cada número puede escribirse en forma de-
cimal. Cabe decir que hay algunas situaciones ambiguas: la escri-
tura decimal no es única para ciertos números como el 1, que,
como vimos, admite dos formas distintas:

1 = 0.99999…

Por tal motivo, se pone como condición que los desarrollos


decimales nunca terminen en una tira infinita de nueves. Esto da
una manera de construir los números reales como el conjunto
de todas las posibles tiras decimales, tras haber eliminado aque-
llas que provocan ambigüedades.21
Al lector que haya llegado hasta aquí le pediremos toda-
vía un pequeño último esfuerzo, que vale la pena afrontar, pues
abre un mundo nuevo: el de la escritura binaria. Para fijar ideas,
comenzaremos diciendo que la misma construcción de los des-
arrollos decimales puede efectuarse empleando potencias de
2 en vez de potencias de 10. Claro que ahora no emplearemos
10 signos sino simplemente dos (habitualmente llamados bits):
0 y 1. Para simplificar, pensemos únicamente en los números
reales entre 0 y 1: ¿es verdad que siempre se pueden escribir en
la forma

Claro que esta manera no es única, ni siquiera la mejor. La construcción más


21

común en el sistema de Zermelo-Fraenkel consiste en definir los números reales a


partir de sucesiones de racionales llamadas sucesiones de Cauchy, cuyos términos se
acercan regularmente entre sí. No abordaremos esto aquí, aunque merece una breve
mención el matemático francés que da nombre a dichas sucesiones, quien poco an-
tes de morir dijo: “No imagino una vida más plena que una vida dedicada a la mate-
mática”. Cabe aclarar que la vida de Cauchy no fue en verdad muy plena, al menos en
lo que a hacer amigos respecta. El gran matemático noruego Abel, comentando uno
de sus trabajos, escribió: “Cauchy está loco y no hay nada que se pueda hacer, aunque
ahora mismo es el único que sabe cómo hacer matemáticas”. Lamentablemente, la vida
de Abel tampoco fue demasiado plena: acuciado por la pobreza, murió de tubercu-
losis a los 26 años.

67

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a1 a2 a3 aN
+ 2 + 3 + ... + N + ...
2 2 2 2

donde cada uno de los aj es 0 o 1? Antes de responder esta pre-


gunta conviene aclarar que, a fin de diferenciarla de los desarro-
llos decimales, la notación que emplearemos para una expre-
sión de este tipo no es 0.a 1 a 2 a 3 a 4 . . . sino (0.a 1 a 2 a 3 a 4 . . . )2.
El problema nos remite otra vez a Zenón, ahora sí en la ver-
sión más común del argumento de dicotomía. Para recorrer una
distancia, primero hay que recorrer la mitad; una vez que lo
hayamos hecho, de la mitad que queda primero hay que recorrer
la mitad (la cuarta parte de la distancia original), y así sucesiva-
mente:
1 1 1 1
+ + + + ...
2 4 8 16

Para escribir un número arbitrario, el sabio de Elea no tiene


que recorrer todas estas mitades, sino que deberá ser más selec-
tivo. Supongamos, por ejemplo, que uno quiere llegar de ma-
nera eleática (pero no errática) hasta el número 1/3, utilizando
solamente los valores 1/2, 1/4, 1/8, etc. La clave estará en usarlas
ordenadamente para avanzar todo lo que se pueda, pero sin so-
brepasar nunca la meta (el valor 1/3). Por eso, desistirá de em-
plear el valor 1/2, ya que es mayor que 1/3. En cambio, la fracción
siguiente (1/4) participa del asunto, pues es menor que 1/3. Lle-
ga el turno de ver si toca emplear la fracción 1/8, para lo cual
debemos calcular
1 1 3
+ = .
4 8 8

Como este valor es mayor que 1/3, la fracción 1/8 queda


descartada y probamos con la que sigue (1/16):

1 1 5 1
+ = < .
4 16 16 3

68

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Llegado este punto, algo se puede adivinar: quizá no un par-
padeo, como dice el tango, pero sí una periodicidad. En efecto,
los cálculos hasta el momento nos indican que, en el desarrollo
binario de 1/3:

• la primera fracción (1/2) no aparece;


• la segunda fracción (1/4) aparece;
• la tercera fracción (1/8) no aparece;
• la cuarta fracción (1/16) aparece.

Pero entonces, sí que se trataba de un parpadeo… sólo que


uno infinito, ya que la escritura binaria del número tiene el si-
guiente aspecto

1
= (0.010101. . . )2 .
3

No es difícil mostrar que la secuencia 01 es efectivamente


un periodo y se repite siempre igual: la tarea queda por el mo-
mento para el lector, aunque más adelante veremos por lo menos
dos formas diferentes de hacerlo. En todo caso, el argumento
vale tanto para 1/3 como para cualquier número x entre 0 y 1:
en cada paso agregamos o descartamos las sucesivas poten-
cias 1/2, 1/22, 1/23, etcétera, según la suma parcial resulte me-
nor (o igual) o mayor que x. La suma de las fracciones así elegidas
nunca supera el valor x, de modo que —gracias a la completi-
tud— sabemos que converge. Pero, además, las fracciones 1/2N
que nos quedan para seguir agregando son cada vez menores, y
entonces se ve que efectivamente el límite de la suma es x. La
situación que corresponde a la versión “plena” de Zenón es
aquella en la que todos los bits son 1, es decir, el número

1 1 1 1
(0.1111. . . )2 = + + + + ...
2 4 8 16

69

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que, más allá de lo que quiera hacernos creer el eleata, vale exac-
tamente 1. De paso, esta observación nos advierte sobre las se-
cuencias terminadas en infinitos unos, que son análogas a las
que en el mundo decimal terminan en infinitos 9 y debemos
descartar, a fin de preservar la unicidad en la escritura.
Para concluir este capítulo, podemos dar una nueva inter-
pretación a estas secuencias de ceros y unos, que ya no pensare-
mos como tiras sino más bien como “tiradas”: más concretamen-
te, de una moneda. Los posibles resultados cara o cruz se anotan
con 0 y 1; una secuencia como

cara – cara – cruz – cara –cara –cruz – cruz

se “traduce” entonces como 0010011. Poniendo un 0 y un punto


a la izquierda, de acuerdo con la escritura binaria obtenemos
(0.0010011)2 , que es un número entre 0 y 1. Y si imaginamos se-
cuencias infinitas de tiradas, obtenemos todos los posibles nú-
meros entre 0 y 1. El guardián celoso de todo este proceso es
el axioma de completitud, que permite asegurar que, al cabo de
estos infinitos lanzamientos, siempre nos espera un número real.
Por supuesto, siempre se puede volver a apelar a la ayuda divi-
na; en tal caso, la frase de Kronecker toma una nueva y sugestiva
forma: “Dios creó la moneda, el resto es obra del hombre”.

70

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II. Mirabilis, innumerabilis

En el capítulo anterior hemos mencionado los notables hallaz-


gos de Cantor respecto de los infinitos. Como dijimos, la gran
novedad de su trabajo consistió en que no se refería al infinito po-
tencial, ya bastante bien comprendido por ese entonces, sino que
logró formalizar el mucho más controvertido concepto de infi-
nito actual. Pero esto no iba a ser fácil de aceptar, según puede
leerse en una carta escrita en 1831 por el célebre Carl Gauss,
considerado por muchos el más grande matemático de todos los
tiempos: “Protesto contra el empleo de una magnitud infini-
ta como si fuera completa, cosa que nunca está permitida en la
matemática. El infinito es sólo una façon de parler, cuando pro-
piamente se habla de límites”.
A esto se refiere Cantor cuando expresa, a su vez, una protes-
ta contra los que protestan:

En vista de la justificada aversión a tales infinitos actuales ilegíti-


mos y a la influencia de la tendencia moderna epicúreo-materia-
lista, se ha extendido en amplios círculos científicos cierto horror
infiniti, que encuentra su expresión clásica y su apoyo en la carta
de Gauss; sin embargo, me parece que el consiguiente rechazo,
sin crítica alguna, del legítimo infinito actual no deja de ser una
violación de la naturaleza de las cosas, que han de tomarse como
son (citado en Rey Pastor y Babini, 1986).

71

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Eso de “tomar las cosas como son” refleja el espíritu plató-
nico de Cantor, que a fin de cuentas se resume en la creencia
de que las entidades matemáticas existen en cierto mundo ideal,
que es independiente del entusiasmo (en algunos casos ma-
yor que en otros) que pongamos en conocerlo. Una postura si-
milar fue adoptada por Galileo quien, además, dobla la apuesta
y afirma tener “un librito, mucho más breve que los de Aristó-
teles y de Ovidio, en el que están contenidas todas las ciencias y
cualquiera puede, con poquísimo estudio, formarse de él una
idea perfecta: es el alfabeto”. Dicho alfabeto no es otro que la ma-
temática, con la cual se escribe el “gran libro de la naturaleza”.1
Pero el conflicto de los que padecen el “horror al infinito” no
es con Platón sino con el hecho de que las cosas sean así: como
son. En la actualidad nadie piensa que haya algo horroroso en
toda esta cuestión y los estudiantes aceptan sin mayores reparos
los transfinitos, definidos por Cantor como una suerte de “nú-
meros infinitos”, con los que se puede operar algebraicamente.
Puede variar, eso sí, el enfoque: quien siga embarcado en el pla-
tonismo pensará con honda confianza que se trata de aspectos
más o menos sorprendentes de una realidad que uno descubre,
si tiene la buena fortuna de hacerlo, mientras que un formalista
afirmará a rajatabla que todo es una invención, un mero juego de
letras. Aunque eso no le quita valor, al menos en la opinión del
alemán David Hilbert, uno de los adalides principales de dicha
corriente filosófica: “Nadie podrá expulsarnos del paraíso que
Cantor creó para nosotros”.
Tales palabras nos motivan a ver un poco más sobre esos
transfinitos, sin que nos importe tanto si se trata de un juego rea-
lista o de una realidad juguetona.
1
En realidad, la cita exacta de Galileo (1623) no se refiere a la naturaleza sino al
universo: “La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante
los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a
entender la lengua, a conocer los caracteres con que está escrito. Está escrito en len-
gua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas,
sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente
en un oscuro laberinto”.

72

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El primero de los infinitos, el más pequeño de todos, es el
de los números naturales y se llama Álef 0 . Corresponde a los con-
juntos que son, como suele decirse, numerables: sus elementos se
pueden disponer en una sucesión que permite contarlos uno por
uno. Esto ocurre, claro está, con los naturales o cualquiera de
sus subconjuntos infinitos, pero también con otros que de buenas
a primeras podrían parecer más grandes. Por ejemplo, el con-
junto de los enteros es fácil de contar si se apela a esa sucesión
“zigzagueante” que vimos en la nota 15 del capítulo anterior:

0, 1, –1, 2, –2, 3, –3, …

Hasta aquí no hay grandes misterios. Acaso tome unos ins-


tantes aceptar que el conjunto de los racionales es también nu-
merable, pues éstos sí parecen ser muchos más que los enteros. Al
menos eso se puede creer al contemplar la recta (¡qué imagen
más poética!): entre dos puntos distintos hay siempre infinitos
racionales. Pero, ya que hablamos de Galileo, podemos refor-
mular otra de sus frases célebres y anunciar: eppur si conta.
Recordemos, en efecto, que el conjunto de racionales había sido
construido mediante pares (p, q) de enteros, así que podemos
pensar que todos ellos se encuentran contenidos en una simple
retícula:
(4, 2)
2
(1, 1)
1

–4 –3 –2 –1 0 1 2 3 4
–1

–2
(–2, 3)

Pero contar uno por uno los elementos de esta retícula se


vuelve un juego de niños, al menos si se trata de niños lo sufi-

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cientemente astutos. En efecto, basta con trazar el siguiente
recorrido, ya no zigzagueante sino en espiral:

–4 –3 –2 –1 0 1 2 3 4
–1

–2

La cosa cambia de manera drástica cuando el conjunto que


queremos contar es el de todos los números reales. Esto quizá
pueda sorprender, pues vimos que se forman agregando a los
racionales lo justo e indispensable para transformarlos en un
continuo de puntos. Como dijimos, los irracionales podrían pen-
sarse como aquellos elementos que completan los “agujeros”
que dejan los racionales; lo que veremos a continuación es que
en esa recta racional había, al fin y al cabo, más agujeros que no-
agujeros.
En efecto, veamos, por ejemplo, que no hay una sucesión
que contenga todos los números reales entre 0 y 1. A tal fin, re-
cordemos que dichos números, como vimos en la sección previa,
pueden escribirse de manera unívoca como tiras decimales

0.a 1 a 2 a 3 a 4 a 5 . . .

en donde, para evitar ambigüedades, se asume que hay infini-


tos dígitos distintos de 9. Esta expresión corresponde a la serie
a1 a2 a3
+ 2 + 3 + ...
10 10 10
cuya convergencia está garantizada por el axioma de completitud.

74

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Supongamos ahora que tenemos una secuencia x 1 , x 2 , x 3 . . .
de tales números. El objetivo es probar que, sea cual sea dicha
secuencia, siempre hay algún número real que no pertenece a
ella, pues en caso contrario habría tantos reales como naturales.
A tal fin vamos a definir, en primer lugar, el conjunto A 1 de
todos aquellos números entre 0 y 1 cuya primera cifra decimal
coincide con la de x 1. Por ejemplo, si x 1 es 0.257, entonces A 1 es
aquel conjunto de todos los números de la forma

0.2a 2 a 3 a 4 a 5 . . .

El número x 1 claramente pertenece a dicho conjunto que,


por supuesto, contiene muchísimas cosas más. ¿Cuál es la proba-
bilidad de que un número entre 0 y 1 tomado al azar pertenezca
al conjunto A 1? Todo lo que tiene que ocurrir para ello es que la
primera cifra de su desarrollo decimal sea 2, lo que ocurre en uno
de cada diez casos. La probabilidad es, entonces, 1/10. Ahora de-
finimos A 2 como el conjunto de todos los números entre 0 y 1
cuyas dos primeras cifras decimales coinciden con las de x 2. Por
ejemplo, si x 2 = 0.91672… entonces A 2 es el conjunto de núme-
ros de la forma
0.91a 3 a 4 a 5 . . .

y la probabilidad de que un número tomado al azar pertenezca


a A 2 es 1/100. Como el lector puede imaginar, vamos a repetir
el procedimiento para cada término de la sucesión, definiendo el
conjunto A n de aquellos números entre 0 y 1 cuyo desarrollo
coincide con x n en sus primeros n dígitos. Como antes, la proba-
bilidad de que un número entre 0 y 1 pertenezca al conjunto A n
es 1/10n; de esta forma, la probabilidad de que un número entre
0 y 1 tomado al azar pertenezca a alguno de los conjuntos A n no
puede ser mayor que

1 1 1
+ 2 + 3 + ...
10 10 10

75

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Pero la suma de esta serie (el límite) es 1/9 = 0.111111…,
cosa que se manifiesta de una manera muy visual:

0.1
0.01
0.001
0.0001
+…
0.1111…

Ahora bien, la probabilidad de que un número tomado al


azar en el intervalo (0.1) pertenezca a dicho intervalo es (¡me-
nuda tautología!) igual a 1, lo que muestra que relativamente
pocos números (a lo sumo uno de cada nueve, para ser preci-
sos) se encuentran en la unión de todos los conjuntos A n. Pero
es claro que cada x n pertenece al conjunto A n, de modo que la se-
cuencia de los x n nunca puede ser igual a todo el intervalo. Y como
esto vale para cualquier elección que hagamos de los x n, con-
cluimos que el intervalo (0.1) es un conjunto no numerable: no
puede estar contenido en ninguna sucesión. La cantidad de ele-
mentos (o cardinal) de los números reales lleva el sugestivo nom-
bre c, inicial de continuum, y, de acuerdo con lo visto, es mayor
que el cardinal ℵ0 de los naturales.
Por supuesto, existen muchas otras demostraciones de la
no-numerabilidad del conjunto de los reales; la más famosa de
ellas es la original de Cantor, conocida como demostración dia-
gonal. Sin embargo, el hecho de haber elegido una demostra-
ción que emplea el azar no fue justamente azaroso, pues, como
vimos, la escritura binaria permite ver cada número como el re-
sultado de arrojar infinitas veces una moneda. Esto nos sitúa en
un debate central del siglo xx; por nuestra parte, podemos con-
cluir que, si por fin aceptamos que los números fueron creados
por Dios, entonces la famosa frase de Einstein sobre el papel del
azar en la ciencia se completa de la siguiente manera: Dios no
juega a los dados… pero arroja la moneda.

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Pero mejor será que dejemos de lado las citas célebres y ex-
pliquemos qué nos proponemos con todo esto. La idea es que
los números reales (en principio entre 0 y 1, pero luego se extien-
de al resto) se identifican con las secuencias de ceros y unos,2 lo
que permite una nueva asociación, esta vez con las partes (sub-
conjuntos) del conjunto de los números naturales. Cada subcon-
junto A de los naturales define, en efecto, una función llamada
característica, pues sirve justamente para caracterizar de mane-
ra inequívoca los elementos de A. Como en el tango Siga el corso
(“Decime quién sos vos, decime dónde vas/alegre mascarita que
me miras al pasar”), se trata de “desenmascarar” el conjunto pre-
guntando, a cada número natural: “Por casualidad, ¿usted perte-
nece al conjunto A?”
A los que responden afirmativamente les asignamos el va-
lor 1, mientras que a los restantes les asignamos el 0; luego, escri-
bimos una lista (infinita) con los resultados de nuestra pesqui-
sa. No hace falta escribir los números en cuestión, pues quedan
establecidos de acuerdo con el lugar que ocupan en dicha lista;
por ejemplo, un conjunto como {1, 3, 6, 7} adopta la forma

1, 0, 1, 0, 0, 1, 1, 0, 0, 0, …

En otras palabras, el conjunto de partes de N se identifica


con el conjunto de todas las secuencias de ceros y unos; más en
general, las partes de un conjunto cualquiera X se identifican con
todas las funciones que a cada elemento de X le asignan uno
de esos dos valores. Esto suele escribirse en la forma 2X, lo que
explica por qué el conjunto de partes también se denomina
conjunto potencia.3
2
En realidad no todas, pues, como vimos en la página 70, hace falta descartar aque-
llas que terminan en una tira infinita de unos. Pero éstas son muy pocas, apenas un
infinito numerable…
3
Como vimos en la sección La commedia é infinita, el conjunto de partes de X
tiene siempre un cardinal mayor que el de X; si se trata de un conjunto finito de n ele-
mentos, es fácil ver (contando todas las posibles funciones características) que el car-
dinal de sus partes es justamente 2n. La demostración “modesta” de la primera sección

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Ya que hablamos de potencia, podemos detenernos justa-
mente en la enorme potencia (ahora en el sentido de “poder”)
de ciertas fórmulas. Por ejemplo, durante su celebrado annus
mirabilis el mencionado Einstein introdujo aquella expresión
E = mc2, que en pocos caracteres (matemáticos, claro) sintetiza
de un modo extraordinario toda una forma de concebir el uni-
verso. Teniendo en cuenta los resultados antes mencionados,
nuestras observaciones previas se resumen en otra fórmula que
también dice muchísimo, quizá no sobre El Universo, pero sí
sobre aquel otro que, de un modo menos ambicioso, se han pro-
puesto estudiar los matemáticos. Se trata del universo de la teoría
de conjuntos, en el que vale:

2 Álef 0 = c > Álef 0 .

En efecto, dijimos ya que la cantidad c de números reales co-


incide con la de las secuencias de ceros y unos; a su vez, estas
últimas se pueden identificar con los subconjuntos de los natura-
les. Y, finalmente, la cantidad de naturales es Álef 0, de modo
que sus partes tienen 2 Álef 0 elementos. Esto termina de probar
que c = 2 Álef 0, y como sabemos, ésta es estrictamente mayor que
Álef 0.
A diferencia de la fórmula del físico alemán (más allá de
que las dos incluyen una c, que no tienen nada que ver una con
la otra), la última no es un punto de llegada sino apenas un pri-
mer hito en la construcción de la teoría de conjuntos, aunque
eso no impide apreciarla en todo su esplendor y considerarla glo-
riosa. Sin embargo, la triste experiencia de los pitagóricos men-
cionada en el capítulo previo (véase la nota 17) nos debería poner

admite en el caso de los números naturales una formulación interesante. Por ejem-
plo, podemos pensar en un libro, no de la naturaleza como pretendía Galileo, sino
de los naturales. Cada página de este (infinito) libro contiene un conjunto de números
naturales; definimos entonces como “ordinarios” aquellos números n que no perte-
necen al conjunto escrito en la página n. Como el lector podrá comprobar (sin necesi-
dad, claro está, de leer todo el libro), el conjunto de números ordinarios no puede
aparecer en ninguna página.

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en alerta respecto de las fórmulas gloriosas. Dicho y hecho: la
relación entre c y Álef 0 llevó a Cantor, de manera casi inmedia-
ta, a una pregunta que, según se cuenta, consumió sus días y lo
hundió en la oscuridad. Pero de esto hablaremos más adelante;
ahora dejaremos al lector seguir disfrutando, al menos por
unas cuantas páginas más, de una existencia respetablemente
luminosa.

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III. Los n – 1 hombres que están solos y esperan
Tres amigos siempre fuimos
en aquella juventud…
Era el trío más mentado
que pudo haber caminado
por esas calles del sur.
Enrique Cadícamo,
Tres Amigos

Tres amigos no han estado en contacto por muchos años, hasta


que uno de ellos propone un encuentro:

Yo los espero en la esquina


de Suárez y Necochea.

Para celebrar el suceso, decide agasajarlos preparando una


torta rectangular:

Pero (quizá por aquello de que “tengo miedo del encuen-


tro”) los invitados se retrasan y el anfitrión comienza a preguntar-
se con cierta angustia:

¿Dónde andarás, Pancho Alsina?


¿Dónde andarás, Balmaceda?

Cuando está a punto de concluir que

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Hoy ninguno acude a mi cita, ya mi vida toma el desvío,

llega por fin Balmaceda, poniendo la inevitable excusa del trán-


sito:
… es una caravana interminable…

Sin embargo, Pancho Alsina sigue sin aparecer. “Pasan las


horas y el minutero muele la pesadilla de su lento tictac”, de modo
que los dos amigos presentes deciden comer sus respectivas por-
ciones de torta. Con tal fin, proceden a cortarla en tres rectán-
gulos iguales; uno para Alsina, otro para Balmaceda y el tercero
para el anfitrión, que no es sino el mismísimo maestro Cadícamo:

A B C

Tiempo después de haber engullido los pedazos B y C (y de


haber limpiado cuidadosamente las migas del plato), se pregun-
tan otra vez:
¿Dónde andarás, Pancho Alsina?

Entonces resuelven que, al fin y al cabo, el otro no tenía por


qué saber cómo era el rectángulo original: tras intercambiar
una rápida mirada cómplice, vuelven a partir el pedazo restan-
te en tres partes iguales, dejando la tercera para ese tercer ami-
go que, lo más Pancho, sigue sin dar señales de vida.

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De esta forma, Balmaceda y Cadícamo han comido, cada
uno, 1/3 + 1/9 de la torta, mientras que a Alsina le queda la pe-
queña porción indicada con la letra A, que es apenas 1/9 de la
torta original. El resto es previsible: “en la doliente sombra de su
cuarto al esperar” B y C deciden comer otro pedazo, luego otro
más y así sucesivamente.

C
…(migajas)

Se puede observar que, en cada “compás de espera”, la frac-


ción de torta que queda para Alsina es 1/3 N , mientras que Bal-
maceda y Cadícamo han comido cada uno

1 1 1 1
+ + + ... + N
3 9 27 3

del total. Pero no nos detendremos aquí: supongamos ahora que


los dos amigos no terminan de convencerse de que los de su
amigo son “pasos que quizá no volverán” y continúan partiendo
la torta infinitamente. La porción reservada a Alsina es cada vez
más exigua y tiende a 0; al tomar el límite (si Zenón lo permite)
de estos infinitos “pasos que no vuelven”, el plato queda vacío.
O, si se prefiere, podemos decir: “Nada, nada queda de la torta
inicial”. Pero, llegado este punto, ¿cuánto ha comido cada uno de
los presentes? Es claro que el reparto fue siempre equitativo,
de modo que tanto Balmaceda como Cadícamo han comido me-
dia torta cada uno. Hemos mostrado, entonces, que:

1 1 1 1 1
+ 2 + 3 + 4 + ... = .
3 3 3 3 2

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La idea puede repetirse si en vez de un trío se trata de un
cuarteto, un quinteto o un conjunto de un número cualquiera
de amigos, sea o no el “más mentado que pudo haber caminado
por esas calles del sur”. Es lo mismo de antes: n – 1 de ellos es-
peran al demorado Alsina, quien termina quedándose sin el
pan y sin la torta:

1 1 1 1 1
+ 2 + 3 + 4 + ... =
n n n n n−1

Cabe destacar el caso n = 1 000 001, se aplica a la situación


particular del músico brasileño Roberto Carlos, aquel que quiere
“tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar”. Sin
embargo, ésta es una aplicación meramente teórica: entre otras
cosas, cuesta imaginar que los vecinos del porteño barrio de La
Boca vayan a tolerar semejante batifondo en la esquina de Suá-
rez y Necochea.

Nota (o, más bien, acorde) final: Así como muchos textos
técnicos incluyen un índice temático o un índice de los símbo-
los empleados, este capítulo merecería incorporar un breve
“índice tanguero”, para colaborar con el lector no especializado.
Pero en realidad las referencias no son tantas: además del tan-
go Tres amigos, con música y letra de Cadícamo (1944), la frase
“tengo miedo del encuentro” corresponde a Volver (C. Gardel y
A. Lepera, 1935). La “caravana interminable”, el “minutero que
muele”, así como “la doliente sombra de mi cuarto al esperar,
sus pasos que quizá no volverán” pertenecen al tango Soledad
(C. Gardel y A. Lepera, 1934). Y, finalmente, debemos mencio-
nar la pequeña adaptación (una suerte de licencia tanguera) que
hemos hecho del magnífico tango que por su tema bien po-
dría haber aparecido en las primeras páginas del libro, cuando
hablamos del conjunto vacío. Nos referimos a Nada (J. Dames
y H. Sanguinetti, 1944), cuyo estribillo comienza así: “Nada,
nada queda en tu casa natal / sólo telarañas que teje el yuyal”.

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El título del capítulo, dicho sea de paso, remite al célebre texto
de Raúl Scalabrini Ortiz (1933) que, en palabras del autor, “com-
pendia los sentimientos que he soñado y proferido durante
muchos años en las redacciones, cafés y calles de Buenos Ai-
res”. La asociación no es más que casual, aunque —curiosamen-
te— el libro comienza citando otras obras del autor, entre las
que confiesa “la profesión de un opúsculo de matemáticas, edi-
tado en 1918”.

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IV. El guerrero en su laberinto
El criminal es el artista creador, mientras que el detec-
tive es sólo el crítico.
G. K. Chesterton, La cruz azul

Una piedra en el zapato

En el primer capítulo hablamos bastante de Dios: al comienzo


con cierta cautela, aunque no vacilamos en recurrir a su bien
ganada fama de demiurgo para pedirle números naturales o con-
juntos infinitos. Y hablamos también de Russell y sus paradojas,
entre las cuales elegimos ahora un argumento muy conocido
destinado, ni más ni menos, a poner en tela de juicio la posibi-
lidad de un dios omnipotente. Un dios tal, pregunta Russell,
¿puede crear una piedra que sea tan pesada que él mismo no sea
capaz de levantar?
No son pocos los que han visto en este planteamiento una
prueba fabulosa de la inexistencia de Dios. En efecto, un ser om-
nipotente debe tener la capacidad de crear cualquier cosa que le
venga en gana; en particular, esta ultrapesadísima piedra que
osa desafiar sus facultades. Pero allí mismo cae en la trampa
lógica de verse ante un objeto tan descomunal que justamente
pone un límite a dichas facultades: un Dios cuya esencia inclu-
ye el atributo de ser infinitamente forzudo debe así rendirse
ante el peso (literal) de su propia creación.
Una vez un rabino me hizo la misma pregunta y me tomó
por sorpresa. Por variadas —y acaso prejuiciosas— razones no lo
suponía un lector fanático de Russell, aunque es oportuno acla-
rar que el argumento popularizado por el británico es mucho
más antiguo y fue discutido por otros filósofos célebres como
Averroes o santo Tomás. En realidad, una lógica más indulgente

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con Dios le permite convivir con su presunta impotencia y su-
perar el desafío de crear la bendita piedra mediante un simple
recurso: achacarle la culpa a ella. No se trata, dicen los sabios,
de una limitación de Dios sino de la lógica; al fin y al cabo, toda
piedra se puede levantar si se tiene suficiente fuerza, así que
una piedra ilevantable es tan inconcebible como la redonda
cúpula cuadrada de Berkeley College.1 Así planteado puede pa-
recer un argumento de Pangloss, el tutor de Cándido (Voltaire,
1759) que enseñaba la metafísico-teólogo-cosmolotontología,
aunque, bien mirado, no es ninguna candidez. Pero mi auténtica
sorpresa vino un poco más tarde, cuando el rabino completó el
razonamiento con una respuesta infrecuente en los textos filo-
sóficos: “Puede, pero no quiere”.
Como vimos en el primer capítulo, según la tradición tal-
múdica la voluntad y el deseo son fundamentales en la crea-
ción; desde este punto de vista, la solución del rabino está lejos
de ser disparatada o antojadiza. Dios no crea porque necesite
hacerlo, y menos aún para hacer frente a una apuesta o un de-
safío. En el mejor de los casos, quien apuesta es el hombre,
que —como Pascal— prefiere creer a no hacerlo, perdiendo así
la posibilidad de una recompensa infinita.2 De acuerdo con la
1
Cf. Quine (1953). A propósito de lo que es ilevantable, existe una versión riopla-
tense de la aporía que juega con la acepción lunfarda del verbo “levantar”, el cual se
refiere al acto de conquistar a un hombre o una mujer. Aunque cabe decir, en realidad,
que la versión parece concebida más para los dioses griegos que para el austero Dios
judeocristiano: ¿puede Dios crear una mujer tan difícil que él mismo no sea capaz
de seducir? La imagen hace pensar en la magnífica novela La Eva futura (Villiers de
L’Isle-Adam, 1886), aunque el creador en este caso no sería el célebre mago de Men-
lo Park, sino el mismísimo Dios, quien, para justificar su tarea, se apresura a aclarar:
“¡Ejem…! No es bueno que Dios esté solo”.
2
La apuesta de Pascal es un argumento según el cual se muestra la conveniencia
de creer en Dios, asumiendo que existe una probabilidad (aunque sea pequeña, pero
positiva) de que exista, pues en tal caso la recompensa por creer en él sería infinita.
Se lo ha presentado de muchas maneras, pero nada mejor que las propias palabras
del filósofo (Pensamientos, 1670): “Usted tiene dos cosas que perder: la verdad y el
bien, y dos cosas que comprometer: su razón y su voluntad, su conocimiento y su
bienaventuranza; y su naturaleza posee dos cosas de las que debe huir: el error y la mi-
seria. Su razón no resulta más perjudicada al elegir la una o la otra, puesto que es nece-
sario elegir. Ésta es una cuestión vacía. Pero ¿su bienaventuranza? Vamos a sopesar
la ganancia y la pérdida al elegir cruz (de cara o cruz) acerca del hecho de que Dios

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misma tradición, el paso siguiente para desenmascarar la apo-
ría es tajante y revierte por completo los términos: ¿puede el
hombre finito crear un Dios infinito? Éste es uno de los argu-
mentos favoritos de quienes intentan dar pruebas racionales de
la existencia de Dios: la simple idea de concebir un ser que luego
no podemos abarcar parece tanto o más escalofriante que la in-
controlable criatura a la que da vida el doctor Viktor Frankens-
tein en la novela de Mary Shelley (1818).
Dejemos por un momento las anteriores elucubraciones
respecto de Dios y sus frustrados deseos de crear piedras para
hablar de otra aporía, más antigua, ya mencionada en los capí-
tulos previos: la de Zenón de Elea. En general se entiende como
una forma de sostener la tesis de Parménides sobre la imposi-
bilidad de movimiento, pero, más específicamente, se trata de
discutir la concepción pitagórica del espacio y el tiempo. En este
caso la presentaremos en una versión ligeramente distinta de la
del capítulo i, la de Aquiles y la tortuga. Corren una carrera, nos
dice el eleata, el valeroso Aquiles y una tortuga; consciente de su
superioridad, el más veloz de los mortales acuerda con el que-
lonio darle una ventaja inicial. Pero ese pequeño gesto de caba-
llerosidad, señala Zenón, constituye su perdición o —por así
decirlo— su talón de Aquiles: la consecuencia es que nunca al-
canzará a la tortuga. Parten los dos contendientes a un mismo
tiempo; con las fuerzas que le han proporcionado las aguas del
lago Estigia, al héroe le bastan pocas zancadas para llegar al
lugar del que salió la tortuga. Pero ésta ya no se encuentra allí:
con su paso de tortuga, en el tiempo que le tomó a Aquiles re-
correr esa distancia inicial, ha logrado moverse un poco. Algo
desconcertado, Aquiles prosigue su marcha a fin de recuperar
esa nueva distancia que se le ha escurrido; en el tiempo que le
toma hacerlo, la tortuga se mueve otro poco y así sucesivamen-
te. La carrera se ha vuelto una obsesión: Aquiles quiere, pero no
puede alcanzar su movediza meta.
existe. Tomemos en consideración estos dos casos: si gana, lo gana todo; si pierde,
no pierde nada. Apueste a que existe sin dudar”.

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El problema ha sido discutido a lo largo de siglos; muchos
creyeron que el asunto se resuelve de un plumazo, sin captar
la profundidad filosófica del planteamiento. La matemática ha
avanzado mucho desde ese entonces, pero sigue sin quedar del
todo claro que su andamiaje teórico le permita decir alguna ver-
dad última al respecto. En definitiva, tal vez se trate de una cues-
tión que trascienda al hombre, como sugiere el colombiano
Paul Brito Ramos (2010) en uno de sus minicuentos:

Cuando Aquiles muera, la tortuga dejará de existir para él. Ella


seguirá caminando indefinidamente y otros hombres tomarán el
lugar del héroe.
Cuando todos los hombres hayan muerto, ¿qué será de la tor-
tuga sino un sueño breve en una indivisa eternidad?

La indivisa eternidad

En el cuento “La muerte y la brújula” (Borges, 1944) un policía


llamado Lönnrot persigue a su enemigo Scharlach por los vér-
tices de un rombo. Al final de esta carrera el detective —el críti-
co, al decir de Chesterton— propone al malhechor un laberinto,
que no es otra cosa que una línea recta con la que se evocan
ciertamente los avatares de la tortuga. El perseguidor da caza
al criminal (un artista-geómetra) tras descubrir su trama, aun-
que el producto de dicha caza no es el esperado. Lo mismo po-
dría ocurrirle a Aquiles, quien no tiene razones para sospechar
que, al cabo de una infinidad de intervalos, la tortuga lo espera
emboscada en el punto límite, preparada para “después, muy
cuidadosamente, hacer fuego” (Borges, 1944).
Una posible versión bidimensional de la aporía nos presenta
a Aquiles persiguiendo a la tortuga por el plano. De acuerdo una
vez más con Chesterton, podemos suponer que el cansino ani-
malito toma el papel del “artista creador” y se pasea a su gusto;
en la etapa n-ésima de esta singular persecución, Aquiles toma

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nota de la posición Tn de la tortuga y redefine (o quizá “recal-
cula”, aunque el gps no aparece mencionado en Zenón) su ruta,
apuntando hacia ese lugar. La siguiente etapa encuentra al hé-
roe en la posición A n+1 = Tn y a la tortuga ya en otro sitio, Tn+1,
elegido según su libre albedrío, aunque inexorablemente más
próximo que el anterior.
La matemática predice que cualquier sucesión de puntos del
plano así definida converge a un límite, aunque para esto Aqui-
les no debe bajar los brazos (o, mejor dicho, las piernas). No
basta con suponer que corre todo el tiempo más deprisa que la
tortuga, pues el cociente entre ambas velocidades podría ha-
cerse dramáticamente cercano a 1. Pero sí es suficiente suponer,
por ejemplo, que dicho cociente se mantiene siempre por encima
de cierta cantidad fija mayor que 1. Por decir algo, supongamos
que Aquiles marcha todo el tiempo por lo menos dos veces
más rápido que la tortuga; vale decir, en un mismo lapso el tra-
yecto recorrido por ésta es a lo sumo la mitad que el de su rival.
Entonces podemos hacer uso de la desigualdad triangular —se-
gún la cual un lado de un triángulo es siempre menor que la
suma de los otros dos—. Aunque en este caso se vuelve cuadran-
gular, pues lo que en realidad nos servirá es el hecho de que la
distancia entre dos puntos cualesquiera de su recorrido satisface:

d(A n , A m ) ≤ d(A n , A n+1 ) + d(A n+1 , A m+1 ) + d(A m , A m+1 )


A m+1
A n+1

Am Am

Pero recordemos que la posición de Aquiles en cada etapa


coincide con la de la tortuga en la etapa previa, y por la relación
entre las velocidades de ambos se deduce que

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1
d(A n+1 , A n+1 ) = d(Tn , Tm ) ≤ d(A n , A m ).
2

De este modo,

1
d(A n , A m ) ≤ d(A n , A n+1 ) + d(A n , A m ) + d(A m+1 , A m )
2

y en consecuencia

1
d(A n , A m ) ≤ d(A n , A n+1 ) + d(A m+1 , A m ).
2

Ahora sólo resta observar que en cada uno de los tramos


Aquiles anda, como máximo, la mitad de la distancia recorrida
en el tramo anterior. Esto es, en rigor, igual que antes:

1
d(A n+1 , A n ) = d(Tn , Tn−1 ) ≤ d(A n , A n−1 ).
2

Luego, una eficaz inducción nos permite comparar la dis-


tancia recorrida en cada tramo con la recorrida en el tramo
inicial:

1 12
d(A n+1 , A n ) ≤ d(A n , A n−1 ) ≤ d(A n−1 , A n−2 )
2 2
n
1
≤ d(A 1 , A 0 ).
2

Finalmente, remplazando en la fórmula anterior, se deduce:

1 1n 1m
d(A n , A m ) ≤ ( + )d(A 1 , A 0 ).
2 2 2

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A partir de esta desigualdad es fácil probar3 que la sucesión
A n converge en un punto del plano; por consiguiente, también
lo hace la sucesión Tn, y el límite es el mismo para ambas suce-
siones. Idéntica conclusión se obtiene si Aquiles marcha siem-
pre al menos c veces más rápido que la tortuga, para cualquier
número c mayor que 1.
Pero ahora cabe pensar que la tortuga no es libre como una
tortuga, sino que se ciñe a una ley preestablecida. Como en el poe-
ma “El Golem”, donde el rabino Löw da vida a su criatura pero,
en última instancia, es Dios quien controla sus designios,4 po-
demos suponer que la tortuga se mueve siguiendo “los desig-
nios” de una transformación C, que reacomoda los puntos del
plano (o de cierta porción cerrada del mismo) pero acortando
las distancias. Es lo que se denomina una contracción: si dos
puntos a y b se encuentran a cierta distancia d, entonces la dis-
tancia entre sus imágenes C(a) y C(b) es menor o igual que rd,
donde r es un número fijo menor que 1. El ejemplo más senci-
llo (y a la vez certero) es un mapa: a menos que se trate del
también borgeano Mapa del Imperio, ese que “tenía el tamaño
del Imperio y coincidía puntualmente con él”,5 lo habitual es
emplear una escala menor que 1. En tal caso, si apoyamos el
mapa sobre cualquier sitio del mismo Imperio, queda estable-
cida una contracción, que envía cada punto del Imperio a su

3
Gracias a la completitud mencionada en el capítulo i, que implica la completitud
del plano.
4
J. L. Borges (1964): “¿Quién nos dirá las cosas que sentía / Dios, al mirar a su rabino
en Praga?”
5
J. L. Borges (1960b). Por supuesto, esta idea fue formulada en muchos lugares,
antes y después de Borges; su primer origen se puede rastrear quizá en la Cábala. En
Silvia y Bruno, novela de Lewis Carroll (1893), uno de los personajes relata cómo se
confeccionó un mapa con la escala de una milla por milla. Por supuesto, su uso prác-
tico trae algunas complicaciones: “Nunca ha sido desplegado todavía —dijo Mein
Herr—, los granjeros se opusieron. Dijeron que cubriría completamente el país, ¡y no
dejaría pasar la luz del Sol! Así que ahora utilizamos el propio país como su propio
mapa, y te aseguro que funciona casi tan bien”. En la actualidad, la metáfora del impe-
rio resulta adecuada para describir inventos (un tanto imperialistas) como Google
Maps, capaces de inmiscuirse en nuestras vidas casi con el mismo nivel de detalle
que sugieren las más alarmantes ficciones.

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correspondiente representación en el mapa. Es posible probar,
entonces, que existe un único punto que coincide con su repre-
sentación. El razonamiento es el mismo de antes: si el mapa está
hecho a una escala r < 1, entonces podemos plantear una vez
más la alocada carrera de Aquiles, con c = 1/r.
La persecución se lleva a cabo ahora a través de infinitos
planos-mapas superpuestos. La tortuga elige (esta vez sí, libre-
mente) una posición inicial T0; su siguiente destino es la represen-
tación de dicho punto T0 en el mapa, y así sucesivamente. Aqui-
les, resignado a su papel de crítico, no atina a otra cosa que a
perseguirla: cuando la tortuga deja T0 para ir hacia T1, el héroe
se mueve hasta ocupar la posición T0. Y así continúa su carrera
ad infinitum; siempre Aquiles rezagado una etapa respecto de la
tortuga. Como el mapa contrae las distancias, Aquiles se mue-
ve c veces más rápido que la tortuga y logra alcanzarla al cabo
de infinitos pasos. Es fácil ver que este punto de encuentro E es
siempre el mismo, sea cual sea la elección inicial del punto T0.
Además, la representación de E en el mapa no es otra que el
propio E: esto se debe a que la sucesión Tnconverge a E, pero
también lo hace la sucesión de sus representaciones en el mapa.

Esto que hemos mostrado con un caso especial en el plano es,


en realidad, un teorema muy importante llamado de punto fijo:
dada cualquier contracción C, existe exactamente un punto x

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al que C deja fijo; o sea, tal que C(x) = x. Se trata de un resulta-
do simple pero notable, cuya versión más general sirve para pro-
bar algunos de los teoremas fundamentales del análisis mate-
mático. En resumen: en esta ocasión, Aquiles se ha consagrado
vencedor… aunque en la clasificación general la competencia
continúa bastante pareja.
El teorema de punto fijo admite diversas formulaciones, in-
cluso —quizá— una musical. Pensemos en dos intérpretes que
cantan una misma pieza pero no comienzan en forma simultá-
nea: dicha figura existe ya en la música, en la forma de canon.
Pero ahora podemos imaginar que el segundo intérprete, algo
avergonzado por haberse quedado atrás, acelera el tempo a fin
de ponerse a la par de su colega. Lo esperable sería que lo alcan-
zara en determinado punto y entonces se relajara para continuar
al unísono hasta el final; sin embargo, también puede suceder
que no logre frenar a tiempo y concluya mucho antes. Hechos de
este tipo son frecuentes más allá de la música, por ejemplo, en
aquellas reuniones a las que uno llega tarde y se abalanza sobre
las bandejas de saladitos; hay incluso antecedentes bíblicos que
dan cuenta de esta incómoda situación.6 Como sea, el teorema
de punto fijo dice que, si el segundo intérprete comienza la pieza
más tarde y la canta siempre más rápido que el otro, entonces
habrá exactamente un punto de coincidencia. La idea es senci-
lla, pero se puede explotar mucho más: si en vez de considerar
únicamente la variable temporal definimos ahora una trans-
formación entre todos los elementos del evento sonoro (por
Una antigua leyenda cuenta que un invitado a un banquete en la corte del rey
6

David terminó con la comida de su plato demasiado pronto, y cuando reparó en ello
le pidió a su vecino un huevo duro para comerlo lentamente y así poder terminar al
mismo tiempo que los demás. Tiempo después, al querer compensar a quien lo había
ayudado, se llevó una desagradable sorpresa, pues éste le reclamaba no sólo el huevo
sino también todos los pollos, gallinas y más huevos que se podrían haber produci-
do desde entonces. Los jueces aceptaron tan juicioso argumento y quisieron obligar
al joven a saldar su deuda. Pero la noticia llegó a oídos del príncipe Salomón, quien
aconsejó al desesperado deudor que plantase habas cocidas. El joven le hizo caso y,
cuando todos se burlaron de él, replicó: “Si hay jueces que pretenden que de un hue-
vo duro salgan gallinas y pollos, ¿por qué no habría de esperar que las habas cocidas
germinen?”

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ejemplo: altura, intensidad y duración), de modo tal que las dis-
tancias siempre se acorten, entonces cualquier pieza definida
por iteraciones sucesivas, no importa cuál sea el punto de par-
tida, convergerá indefectiblemente en un (único) punto fijo de la
transformación. Claro que esto requiere un proceso infinito y,
por lo general, el público no tiene tanta paciencia; sin embargo,
la anterior demostración permite también calcular la velocidad
de convergencia. De este modo, al cabo de un buen número de pa-
sos podremos retirarnos del auditorio con la satisfacción de haber
alcanzado una aproximación aceptable del punto culminante.
No hace falta, después de todo, ser tan tozudo como Aquiles: mu-
chas veces, aun sin alcanzar a la tortuga, podemos sentirnos bas-
tante heroicos por haberla tenido allí cerca, a unos pocos palmos.

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V. Un día cualquiera
—[…] ¿De qué sirve que tengan nombres, si no res-
ponden cuando los llaman?
—A ellos no les sirve de nada —explicó Alicia—,
pero sí les sirve a las personas que les dan los nombres,
supongo. Si no ¿por qué tienen nombres las cosas?
Lewis Carroll

“¿Por qué esta noche es diferente de las otras noches?” Primera


pregunta que hacen los niños en el Séder de Pésaj.
Un chiste gráfico del fallecido humorista Caloi muestra las
distintas columnas que conforman una manifestación, cada una
con su correspondiente pancarta. Se ve pasar un grupo de obre-
ros y empleados, con rostros serios y combativos; luego una ex-
tensa columna de estudiantes, entre los que se destaca algún
barbudo de anteojos; más atrás vienen los empresarios, bien tra-
jeados, después deportistas, artistas, profesionales. Así hasta el
último cuadro en el que se ve otra columna, no menos nutrida,
con una enorme pancarta que dice “Etc.” Quizá el detalle más
logrado del chiste es que los integrantes tienen auténtica pinta de
“etcétera”: se trata, en efecto, de personas cuya única cualidad
particular es la de no tener ninguna cualidad particular. Podemos
encontrar alguno con un jersey a rayas, otro en jeans, una mu-
jer algo más baja que el resto… en fin, gente común y corriente.
Hablando de esto con mi amigo Alberto Rojo me contó que
él se jactaba de ser siempre uno de esos “entre otros”, de inevi-
table mención cuando se trata de enumerar ciertas presencias
honrosas. Así, forma parte tanto de los músicos que tocaron con
Mercedes Sosa (Joan Báez, Caetano Veloso, Charly García, en-
tre otros) como de los escritores científicos argentinos (Adrián
Paenza, Diego Golombek, entre otros), y vaya uno a saber de
cuántas otras notables listas.

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Desde el punto de vista matemático, lo verdaderamente no-
table es la necesidad lógica de ese tan impersonal “entre otros”,
capaz de causar más de un tropiezo lógico. Uno de ellos es el
celebrado asunto del elemento genérico, que ha motivado pro-
fundas discusiones filosóficas acerca de la naturaleza de los ob-
jetos matemáticos. El planteamiento intuitivo es muy sencillo:
dado un conjunto X, encontrar un elemento de X que tenga la
propiedad de no tener ninguna propiedad.
Para dar una idea de la dificultad, tomemos el conjunto de
los números naturales (1, 2, 3, etc., por no decir “entre otros”) y
consideremos un primer rasgo que merezca ser destacado, por
ejemplo: el hecho de ser un número primo. Todos los números

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primos son, en buena medida, notables; por eso, a la hora de
elegir un número “común y corriente” podemos descartarlos.
Y de los que quedan, hay uno que es reconocido de manera uná-
nime como “notable” por tratarse nada menos que de la unidad:
se trata del número 1, que podemos descartar también.
Llegado este punto, el camino se vuelve más sinuoso. Resul-
ta claro que sería una ingenuidad establecer ahora como rasgo
destacable el hecho de ser compuesto (producto de dos o más
primos), pues nos quedaríamos, de un plumazo, sin números;
sin embargo, existe todavía una larga lista de propiedades que
podemos considerar suficientemente buenas como para que un
número sea declarado notable (algo así como una “patente de
notabilidad”). Por ejemplo, podemos eliminar, entre los que
quedan, todos aquellos números que son cuadrados perfectos,
como 4, 9, 16, 25 (entre otros). Y luego podemos continuar con
los cubos perfectos, las potencias cuartas, quintas y así sucesi-
vamente. Después de haber suprimido todos los números nota-
bles, todavía queda en el conjunto restante una gran cantidad;
más específicamente, una cantidad infinita de números:

6, 10, 12, 14, 15, 18, 20, 21, 22, …

No hace falta ser matemático para observar que el proceso


puede continuar indefinidamente, pues siempre quedan más no-
tabilidades por señalar. Podríamos ahora eliminar todos aque-
llos múltiplos de 10, que por un mero accidente antropomór-
fico (el sistema decimal) tendemos a considerar especiales; luego
aquellos que aparecen en títulos de obras literarias (451, 1001,
1984, entre otros); luego los que son menores que la distancia
en centímetros de la Tierra a la Luna, luego los que de lejos pa-
recen moscas… Los conjuntos así excluidos pueden no ser dis-
juntos: por ejemplo el 1 pertenece tanto a la agrupación (unitaria)
de las unidades como a la de los cuadrados perfectos y, como
ocurre en las manifestaciones, debe elegir bajo qué pancarta
quiere marchar:

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CUADRADOS
PRIMOS
PERFECTOS
UNIDAD

1 2, 3, 5, 7, 11 … 4, 9, 16, 25, 36, …

A esta altura, el lector habrá comprendido que es imperioso


definir de manera un poco más precisa lo que significa ser “no-
table”. Pensemos por un momento en el conjunto de personas y
aceptemos que muchas de ellas son destacables, ya sea por tra-
tarse de celebridades (artistas o deportistas famosos), políticos
honestos (según algunas opiniones, este subconjunto no está muy
lejos de ser vacío), personas que miden más de dos metros, ga-
nadores de premios Nobel… Una vez descartados todos estos
reconocidos individuos, podemos seguir haciendo distinciones
por medio de características algo más rebuscadas: los que to-
man sol en ropa interior, o los que saben mover las orejas; en
definitiva, no tardaremos mucho en convencernos de que, en el
fondo, todos tenemos algo que nos hace especiales. Esta última
frase parece extraída del comercial de un artículo de tocador,
pero nos advierte seriamente sobre aquellas propiedades que
consideramos “especiales”. En efecto, para que nuestra idea de
definir el conjunto de “personas especiales” funcione, en algún
momento de la selección debemos asumir que todas las perso-
nas que atraviesan con éxito (aunque, para muchos, quizá sea
un fracaso) una buena cantidad de filtros pueden ser conside-
radas comunes y corrientes. En tal caso podemos aceptar que
no tienen ninguna cualidad demasiado particular que las desta-
que del resto. Por ejemplo, el “filtrado” podría organizarse co-
mo un cuestionario, que revela como especial a cualquier entre-
vistado que responda afirmativamente al menos una de las
preguntas:
—A ver, usted: ¿actuó en alguna película?
—No.

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—¿Ganó alguna vez el torneo de Roland Garros?
—No.
—¿Resolvió una conjetura famosa?
—No.

Con esta idea en mente, volvamos a los números naturales.
Supongamos que todos los “notables” ya fueron eliminados y nos
quedamos con el conjunto de los números comunes y corrien-
tes. Podemos suponer, además, que este conjunto no es vacío,
pues, como ocurre con las personas, hay muchísimos números
que no se destacan por ninguna cualidad digna de mención.
Tomemos entonces el menor de dichos números; vale decir —de
acuerdo con el llamado principio de buena ordenación de los
números naturales—, el primer elemento del conjunto de núme-
ros “comunes y corrientes”. Tal número posee una propiedad
que sin duda es fuera de lo corriente: es el más pequeño de los
números que no son notables.
Lo anterior es apenas un artificio, pero nos lleva a concluir
que no hay una buena manera de separar con precisión en un
conjunto, aquellos elementos notables de los que no lo son.
En tal sentido, la dificultad se parece a aquella que encontró
Wittgenstein respecto del lenguaje y el conjunto (un tanto difu-
so) de aquellas cosas que se pueden decir. Poder definir con
precisión las fronteras del lenguaje implicaría poder pensar
más allá de dichas fronteras, lo que es absurdo. Hay cosas que
el lenguaje no puede decir y, concluye Wittgenstein (1921): “lo
que no se puede decir, mejor callar”.
Tal vez pensando en estas cuestiones, el gran Edgar Allan
Poe (1835) escribió un cuento llamado justamente “Notabili-
dades”. Su protagonista tiene todas las trazas de ser un hombre
ordinario: “Me llamo, según afirman, Robert Jones, y nací no sé
en qué barrio de la ciudad de Fum-Fudge”.
Sin embargo, se cree con derecho a que se lo considere una
celebridad, “aunque no sea el autor de Junius, ni el Hombre de la
Máscara de Hierro”. Su método para adquirir trascendencia no

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consiste en dedicarse a la música pop o hacer méritos para ga-
nar el Premio Nobel de la Paz, sino en un recurso de lo más
llamativo:

comprendí que todo hombre, con tal que tenga una nariz suficien-
temente desarrollada, puede, sin más que dejarse arrastrar por
su propio instinto, llegar a ser una notabilidad. No me entretuve
en divagaciones teóricas, sino que, acudiendo a la práctica, todas
las mañanas de todos los días de Dios, me tiraba dos veces de la
punta de mi trompa, finalizando esta maniobra, como medio in-
dispensable para el buen resultado de mis intentos, con media
docena de copitas que a continuación me endosaba.

No sería de extrañar que esta manera de adquirir fama tan


bien explicada por Poe estuviera inspirada en aquella frase
que se le atribuye a Darwin, otra auténtica notabilidad de la épo-
ca que —casualmente— nació apenas tres semanas después
que el escritor estadunidense: “El hombre común puede ver
lo que está a una pulgada de su nariz; unos pocos pueden ver lo
que está a dos pulgadas; si alguien puede ver lo que está a tres,
ése es un hombre de genio”. Pero si de Poe hablamos, en nin-
gún otro cuento el tema se aborda de manera aún más notable
que en “El hombre de la multitud” (1840), cuya primera frase
hace referencia a “cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen
(no se deja leer)”.
En este cuento el narrador, convaleciente tras una larga enfer-
medad, se entretiene mirando a los transeúntes desde la ventana
de un café de Londres:

Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y ge-


neral. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde
el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo,
pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innume-
rables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes,
rostros y expresiones.

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Muy pronto, con el rigor de un científico, empieza a distin-
guir y clasificar a los que van pasando, como los manifestantes
del chiste de Caloi:

El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos


notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas
ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, ca-
bellos con pomada y bocas desdeñosas […] La división formada
por los empleados superiores de las firmas sólidas, los “viejos tran-
quilos”, era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y
pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodi-
dad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y só-
lidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos
ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada
a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente
separada.

Como suele ocurrir a quienes se dejan absorber por las tareas


de investigación, el narrador se encontró de pronto envuelto
por la noche y sus observaciones comenzaron a hacerse más pun-
tuales. En cierto momento fijó su atención en el rostro de un
anciano que concentró toda su atención, a causa de la absoluta
singularidad de su expresión. Decidió entonces seguirlo “a don-
dequiera que fuese”.
Esta resolución, en apariencia trivial, transformó lo que ha-
bía comenzado como un entretenimiento pasajero en una ex-
traña aventura y, como pronto se pudo comprobar, el rumbo que
tomó el desconocido era, en realidad, muy poco parecido a un
rumbo:

Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito


aparente […] Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de
completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho
más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en
una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando

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se volvió bruscamente […] Entró de tienda en tienda, sin infor-
marse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con
ojos ausentes y extraviados.

La peculiar persecución duraría unas horas más y luego otro


día completo, con repetidas idas y vueltas, vacilaciones y cam-
bios de dirección, para volver a comenzar una y otra vez con bríos
renovados. Por fin, casi al límite de sus fuerzas, el narrador des-
cubre que el misterioso personaje no se dirige a ningún lado y
termina por comprender que su verdadero papel en el fluir de
la marea humana es, precisamente, formar parte de ella:

Este viejo —dije por fin— representa el arquetipo y el genio del


profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multi-
tud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus
acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente
que el Hortulus animae, y quizá sea una de las grandes mercedes
de Dios el que er lässt sich nicht lesen.1

De esta manera, vemos que el hombre de la multitud se fun-


de en lo múltiple. Existe, sin embargo, un modo de salir de tan
perfecto anonimato: precisamente la nominación, cuya funda-
mentación lógica se encuentra en las descripciones singulares
de Russell, más tarde reformuladas por Quine. Esto justifica la
cita de Carroll (también lógico) del epígrafe, que anticipa un in-
teresante cambio de ideas entre Alicia y el mosquito acerca de

1
En su colección de ensayos titulada Curiosidades de literatura, anécdotas, caracte-
res, croquis y observaciones literarias, críticas e históricas, Isaac Disraeli (1791) presenta
el texto de John Grunninger (Hortulus animae, que significa “pequeño jardín del
alma”) como un libro lleno de rezos supersticiosos e imágenes lascivas. Esto explica
por qué Poe considera una “gran merced de Dios” el hecho de que el hombre de la mul-
titud no pueda ser leído. La idea de ocultarse o hacerse ilegible en medio de una
marea se puede comparar con la vertiginosa enumeración de los párrafos finales de
“El Aleph” de Borges (1949), en la que se menciona como un ítem más, pretendiendo
que pase “entre otros”, aquello que para el narrador iba a ser el hallazgo más doloro-
so: las cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz Viterbo había dirigido a Car-
los Argentino Daneri.

102

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la conveniencia de quedarse sin nombre. Lo cual, en otras pala-
bras, es una forma de “no dejarse leer”:

—[…] ¡Imagínate lo conveniente que te sería volver a casa sin


nombre! Entonces si, por ejemplo, tu niñera te quisiese llamar
para que estudiaras la lección, no podría decir más que “¡Ven
aquí…!”, y allí se quedaría cortada, porque no tendría ningún
nombre con que llamarte, y entonces, claro está, no tendrías que
hacerle ningún caso.
—¡Estoy segura de que eso no daría ningún resultado! —res-
pondió Alicia—. ¡Mi niñera nunca me perdonaría una lección
sólo por eso! Si no pudiese acordarse de mi nombre me llamaría
“señorita”, como hacen los sirvientes.

Volvamos al problema de dar un estatuto lógico a la multi-


tud, entendida como una pluralidad compuesta de singularida-
des, que ha sido una preocupación desde los tiempos de la filo-
sofía griega. A comienzos del siglo xx, el mencionado Russell
se permitió una pequeña humorada silogística, que se produce
al entremezclar las propiedades de un conjunto, pensado como
un todo, con las de sus elementos:

Los hombres son numerosos.


Sócrates es hombre.
Luego, Sócrates es numeroso.

Más allá de los juegos de palabras, los griegos ya se habían


preocupado por el asunto y, según vimos, tuvieron recelos en
considerar el Uno como número.2 Pero si es difícil encontrar lo
uno en lo múltiple, más difícil todavía es explicar el sentido de un
número indeterminado, como pone en evidencia Borges (1960c)
por medio de su “Argumentum ornithologicum”:
La discusión del capítulo i (pero no Uno) toma ahora un nuevo cariz, pues,
2

como dijimos, la palabra Menge, empleada por Cantor para los conjuntos, significa
también “multitud”.

103

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Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un
segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o
indefinido su número? El problema involucra el de la existencia
de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe
cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido,
porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez
pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete,
seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y
uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese núme-
ro entero es inconcebible, ergo, Dios existe.

En definitiva, se trata de cualquier número, con la peque-


ña salvedad de que ningún número particular es “cualquiera”.
Existe un sencillo sofisma planteado en términos similares: un
prisionero es condenado a muerte y la ejecución ocurrirá un día
cualquiera a las 12 del mediodía durante el próximo mes de ene-
ro. Ahora bien, aclara el juez, la fecha precisa le será informada
al reo el mismo día en que tendrá lugar la ejecución, y bajo
ningún concepto deberá ser conocida desde antes. Entonces el
preso razona: “Es claro que no me pueden ejecutar el día 31,
pues ya lo sabría a más tardar al mediodía del día 30, al ver que
no me ejecutan. Del mismo modo, tampoco pueden ejecutarme
el 30, pues siendo el último día posible lo sabría desde el día
anterior”. De esta forma, va descartando los días uno por uno y,
muy contento, concluye que a sus verdugos no les será posible
cumplir con la ejecución según los términos establecidos. Por
eso, el 9 de enero la noticia de su ejecución lo toma completa-
mente por sorpresa.
Todos estos argumentos vuelven a confrontarnos con el an-
tes mencionado elemento genérico y nos llevan a preguntar, aho-
ra con más fundamentos para la duda: ¿es siquiera concebible
un objeto matemático de tales (ningunas) características? Esto
podría parecer un asunto absolutamente menor, apenas un co-
mentario marginal en la lógica; por eso, quizá el lector se sor-
prenda al saber que ocupa un lugar preponderante en el contexto

104

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de uno de los problemas más profundos de la teoría de con-
juntos, que ha mantenido a los matemáticos expectantes durante
varias décadas. Se trata de la hipótesis del continuo, aquella pre-
gunta que, según mencionamos en la página 77, se hizo Cantor
respecto de los infinitos. Como vimos, hay diferentes clases de
infinito; el de los números naturales, el infinito numerable co-
nocido como ℵ0, es apenas el menor de ellos. Luego vienen todos
los demás, en cantidad infinita aunque, gracias al propio Can-
tor, sabemos que no se trata de una multitud de objetos que se
apilan, sin ton ni son, unos sobre otros. En efecto, los infinitos
pueden ser ordenados de manera creciente y, por medio de sub-
índices, clasificados con minuciosa prolijidad, al mejor estilo
del narrador del cuento de Poe:

ℵ0 , ℵ1 , ℵ2 , etc.

La novedad aquí es que el “etc.” da cuenta ahora de una can-


tidad que no sólo es infinita sino que es, en realidad, impensa-
damente grande: tanto que no puede ser abarcada por ninguno
de los infinitos matemáticos y, en tal sentido, sería análogo al
(no matematizable) Ein-sof de la Cábala mencionado en la
página 40. Pero no es esto lo que nos preocupa ahora, sino sim-
plemente lo que ocurre en los primeros lugares de la fila. La
secuencia de Álefs se organiza de acuerdo con lo que se conoce
como un buen orden: dado un cardinal transfinito cualquiera,
Cantor demostró que hay otro que es inmediatamente mayor,
en el sentido de que no hay cardinales intermedios. Así, ℵ0 es el
primer infinito, luego viene ℵ1 y no hay ningún otro infinito
que se encuentre entre ambos. Por otra parte, dijimos que Can-
tor probó también que el cardinal c correspondiente al conti-
nuum de los números reales es estrictamente mayor que ℵ0.
Ahora bien, una vez que hemos verificado que dicho cardinal
es mayor que ℵ0, ¿por qué escribimos c y no directamente ℵ1?
La respuesta es: porque no podemos. Se probó que c es ma-
yor que Álef 0, pero también podría ser mayor que Álef 1… ¿cómo

105

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saberlo? De hecho, no hay impedimento lógico para suponer
que vale, por ejemplo

c = ℵ2 ,

o acaso

c = ℵ10 000 .

Cuando Cantor se encontró con esta dificultad pensó lo


que cualquiera de nosotros pensaría: estas cosas raras no pue-
den pasar, la igualdad correcta tiene que ser

c = ℵ1.

Existen razones intuitivas para suponer que esta afirmación


es cierta, pues su negación significaría que existen subconjun-
tos de los reales que, sin ser numerables, son menos “numerosos”
que la recta. Pero la intuición no es una razón: todos los esfuer-
zos de Cantor por demostrar rigurosamente este hecho fueron
vanos y la fórmula c = ℵ1 se hizo conocida como “hipótesis del
continuo”.3
Según mencionamos, Cantor era platónico y creía en la exis-
tencia ideal de los objetos matemáticos; por eso, aunque no pu-
diera probar que su afirmación era verdadera ni que era falsa,
daba por sentado que una de esas dos cosas debía ocurrir. Y esto
no es de ningún modo condenable: ¿cómo podría haber imagi-

3
Luego se formularía otra afirmación más fuerte, conocida como “hipótesis gene-
ralizada del continuo”, basada en ese otro hecho fundamental, también probado por
Cantor, que vimos al final del capítulo i: si un conjunto tiene cardinal x, entonces sus
partes (es decir, del conjunto formado por todos sus subconjuntos) tienen cardinal 2x,
que es estrictamente mayor que x. El conjunto de los números reales se corresponde
con las partes del conjunto de los naturales; de esta forma, la hipótesis del continuo
dice que entre Álef 0 y 2 Álef 0 no existen otros cardinales. La hipótesis generalizada
afirma lo mismo para un cardinal infinito cualquiera x, es decir: entre x y 2x no exis-
ten otros cardinales.

106

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nado, en 1878, que se encontraba ante un enunciado que mu-
chos años después se revelaría como indecidible?4
La resolución vino de la mano de los desarrollos más sutiles
de la lógica del siglo xx: concretamente, el primer avance signi-
ficativo fue obtenido por un matemático que a esa altura —me-
diados de la década de 1930— ya era sin duda “notable”: el aus-
triaco Kurt Gödel. Lo que Gödel demostró se llevaba muy bien
con la intuición original de Cantor, pues proporciona argumen-
tos en favor de la hipótesis del continuo: los axiomas de la teoría
de conjuntos son insuficientes para refutarla, es decir, para pro-
bar su falsedad. Para ver esto, Gödel definió una categoría es-
pecial de conjuntos, llamados constructibles, en la que se verifican
todos los axiomas de Zermelo-Fraenkel y, además, la hipótesis
del continuo. En otras palabras, Gödel inventó un mundo en el
cual la hipótesis convive pacíficamente con los axiomas.
Pero en 1963 apareció en escena otro lógico que, hasta ese
momento, bien podría haber pasado como uno “entre otros”. Se
trata del estadunidense Paul Cohen, quien a los 29 años probó
un resultado que lo haría entrar en la historia: los axiomas de la
teoría de conjuntos tampoco permiten demostrar que la hipó-
tesis del continuo es verdadera. Esto terminó de dilucidar la
cuestión planteada por Cantor, aunque de la manera menos es-
perada por la comunidad o multitud (sin exagerar, claro) mate-
mática.
A esta altura del capítulo podemos preguntarnos: ¿qué nos
llevó a hablar de esto? Resulta que el método que ideó Cohen
para resolver tan intrincado asunto, conocido como forcing, se
basa precisamente en la construcción de un objeto genérico. La
idea no es fácil de explicar en términos simples pero, a grandes
4
Cabe aclarar que la indecidibilidad, entendida como la imposibilidad de probar
o refutar un enunciado, no va en contra de un espíritu platónico (de hecho, el de
Gödel lo era, para asombro de muchos); simplemente pone de manifiesto las limita-
ciones de los sistemas formales. Desde el punto de vista platónico, los enunciados
matemáticos deben ser siempre verdaderos o falsos; si resulta imposible probar una
cosa o la otra, no se debe a un problema de la realidad matemática sino al hecho de
que los axiomas no son suficientemente poderosos.

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rasgos, se trata de agregar cierto conjunto genérico a un modelo
de la teoría de conjuntos y ver cuáles son las propiedades que el
nuevo modelo se ve “forzado” a cumplir. Comprender el signi-
ficado cabal de lo que significa “genérico” en este contexto pue-
de llevar un buen rato (o un mal rato, a aquellos para quienes la
teoría de conjuntos no es exactamente una pasión), pero fun-
ciona como un mecanismo de reloj para los fines que se propuso
Cohen. Supongamos que tenemos un modelo M para la teoría
de conjuntos y le agregamos un conjunto que no tenga ninguna
propiedad detectable en M. Lo que Cohen mostró es que enton-
ces es posible construir un nuevo modelo en el cual la teoría de
conjuntos sigue valiendo, pero la hipótesis del continuo es falsa.
Esto prueba que la hipótesis del continuo no puede ser deducida
del modelo M.
No es mala idea aclarar (aunque quizá ya sea precisamente
tarde, de manera lamentable) que el trabajo original de Cohen
no es un texto para multitudes; más bien al revés: salvo unos po-
cos especialistas, la mayoría de los seres comunes y corrientes
opinará que es uno de esos artículos que “no se dejan leer”. Sin
embargo, los que se dedican a la lógica saben que se deja, y no
sólo eso: lo que dice es bellísimo. Puede ser que la sola belleza
no sea suficiente motivación como para encarar el trabajoso ejer-
cicio de leerlo, pero, en todo caso, podemos comprometernos
a hacerlo algún día o, ¿por qué no?: un día cualquiera.

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VI. Fabricar un bosque
¿Dónde esconderá el sabio una hoja? En el bosque […]
Y si no hay bosque, fabricará uno. Y si quiere esconder
una hoja marchita, fabricará un bosque marchito.
G. K. Chesterton (1911),
La muestra de la espada rota

En una ocasión fui invitado a dar una breve charla a un público


muy especial: niños de siete y ocho años. Quizá por la falta de
costumbre de hablar ante auditorios tan exigentes, tuve que pen-
sar con mucho cuidado el tema y, más especialmente, el modo de
presentarlo. Hasta que por fin una idea asomó en mi cabeza, en
la forma de una pregunta “¿Hasta qué número se puede contar
con los dedos de una sola mano?”
Así formulado, el asunto se parece al célebre koan de los
tradicionales maestros del zen (¿cómo es el sonido de una sola
mano?); sin embargo, en este caso se trata de una pregunta pre-
cisa, que admite una respuesta matemática y por cierto nada bu-
dista… o quizá sí, como pronto veremos.
El problema de determinar hasta dónde se puede contar no
es nuevo; por ejemplo, aparece ya en la respuesta dada por el Dios
bíblico a Abraham (por ese entonces, todavía llamado Abram)
cuando éste le manifestó su preocupación por el destino de su
herencia: “Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes contar-
las. Así será tu descendencia”. Si hablamos de descendencia di-
recta, entonces el problema es sencillo, pues Abraham (ahora
sí, como suele decirse, con “todas las letras”) tuvo —según se
cuente— un hijo o a lo sumo dos: los dedos de una mano resul-
tan, en cualquiera de ambos casos, más que suficientes.1 Una
En el fundamental pasaje que trata sobre el sacrificio de Isaac se lee la sorpren-
1

dente sentencia: “Toma ahora a tu hijo Isaac, el único, a quien amas, y vete a tierra de

109

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situación más complicada debió enfrentar su nieto Jacob, cuya
gran fecundidad lo obligaba a pedir —literalmente— una mano
para poder dar cuenta de sus 12 hijos. Teniendo cuatro muje-
res, la tarea todavía parece sencilla… o tal vez no tanto, pero va-
mos a dejar de lado los problemas conyugales del patriarca para
ocuparnos de la cuestión central. A grandes rasgos podemos
decir que, si en vez de recurrir a sus esposas, la “mano” se la pide
a la matemática, Jacob será capaz de contar muchos más hijos
que los recomendados por la más ambiciosa de las planificacio-
nes familiares. Con una mano, 31 hijos; si emplea sus dos manos,
podrá contar hasta 1 023. Y el modo de llevar a cabo un conteo
así se basa en una idea matemática muy simple pero poderosa,
que veremos en la próxima sección.
Tenía, pues, el tema para mi charla, pero: ¿cómo introducir-
lo? Surgió entonces una segunda idea, que encuentra sustento
en el epígrafe de este capítulo. En el cuento de Chesterton, el
(pretendidamente) candoroso padre Brown recurre a la metá-
fora del bosque para explicar el modo en que se ha llevado a cabo
un asesinato o, mejor dicho, el modo en que se ha ocultado.
Hablar de un bosque marchito es en realidad un eufemismo para
describir una escena siniestra: un campo de batalla sembrado de
cadáveres. ¿Dónde ocultar el cuerpo de un hombre asesinado?
En un bosque; pero no uno que ya existía, sino que iba a ser
fabricado. El asesino, un general que —como dice el tango—
“murió lleno de honor”, tuvo la malévola ocurrencia de provo-
car una batalla a fin de que el cadáver de su víctima pasara des-
apercibido, como uno más entre los caídos en combate.
Moriah, y ofrécelo allí en holocausto”. Dejando de lado la gravedad de la orden di-
vina, cabe preguntarse por qué en este pasaje se omite a Ismael, el hijo previo que
aquel Abram (otra vez sin h) había concebido con la esclava Agar. Pero la lectura
midráshica da una respuesta notable, pues mediante un simple cambio de puntuación,
el texto original puede leerse: “Toma ahora a tu hijo, Isaac, el único a quien amas”.
Cabe aclarar que en realidad Abraham tuvo después otros seis hijos, engendrados
con su sirvienta Cetura después de la muerte de Sara (no inmediatamente, claro). La
Biblia describe a Cetura primero como mujer de Abraham y luego como su concu-
bina, dando así una pista de cuál era el sentimiento de pérdida de Abraham respecto
de Sara.

110

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Dejando de lado alguna opinión puntual, todo el mundo es-
tará de acuerdo en que el propósito que nos guía aquí es menos
criminal: no pretendemos ocultar un cadáver sino hablar de ma-
temática. Pero lo haremos mediante el recurso de “fabricar un
bosque”, crear un contexto en el cual el tema a tratar aflore de
modo natural. A esta altura, la historia de la charla infantil es
apenas una anécdota con final más o menos feliz; en procura del
objetivo de mostrar que una mano permite contar hasta 31, el
bosque tomó la forma de un cuento, con una princesa, su pre-
tendiente y —por supuesto— un padre celoso que no desea
que la boda se concrete. Encerrada en una torre, la princesa
solamente puede sacar la mano un instante por un exiguo ven-
tanuco para, mediante un rápido gesto, indicar a su amado el
día del mes en que deberá rescatarla. Una vez creado el clima,
pasar de la ficción a la matemática fue —por así decirlo— un
auténtico juego de niños.
En este capítulo el bosque no será un cuento sino un acertijo,
a partir del cual explicaremos esta forma tan particular de con-
tar con los dedos y mostraremos que, con una buena cantidad
de manos, la tarea de contar las estrellas no es del todo irreali-
zable. En cierto modo, ésa es una de las grandes virtudes de la
matemática: nos pone el universo al alcance de la mano.

La generación bit

Falta una hora y media para el banquete de fin de año cuando


los organizadores reciben una noticia tremenda: en la caja de
ocho botellas del selectísimo vino que se ha elegido para tan
importante evento hay una defectuosa. No se trata de algo grave,
pero quien prueba su contenido sufre, exactamente una hora
después de hacerlo, un malestar que tarda varias horas en ali-
viarse. Servir el vino como si nada ocurriera no es, pues, una
opción; ofrecer la cena sin vino, mucho menos. El problema es
que la única forma de detectar el vino malo es a través de sus

111

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efectos; fuera de eso, no hay manera de distinguir lo que hay en
cada botella por el color, olor o sabor. Tampoco hay tiempo su-
ficiente como para comprar una nueva caja antes de la hora del
banquete; sólo queda el recurso de conseguir algunos candida-
tos a probar el vino, dispuestos a correr el riesgo de pasar una
mala noche a cambio de —por ejemplo— una pequeña com-
pensación económica.2 El asunto es procurar que la cantidad
de personas que corran ese riesgo sea la menor posible pero ¿de
qué manera?
La solución es muy simple y requiere solamente tres cata-
dores. Alcanza con dejar una botella aparte, numerar del 1 al 7 las
botellas restantes y organizar las pruebas de la siguiente forma:

• El primer catador bebe un sorbo de cada una de las bote-


llas impares.
• El segundo catador bebe un sorbo de las botellas 2, 3, 6 y 7.
• El tercer catador bebe un sorbo de las botellas 4, 5, 6 y 7.

Al cabo de una hora se sabrá con toda precisión cuál es la


botella defectuosa. ¿De qué manera? Un breve análisis ayudará
a entenderlo.
Si ninguno de los catadores se siente mal al cabo de una hora,
se puede celebrar el acontecimiento con un brindis… pero no
con la botella apartada al comienzo, porque, con toda certeza,
ésa es la estropeada. La situación opuesta se da si todos los catado-
res sufren una descompensación; en tal caso la botella mala re-
sulta la 7, que es la única que fue probada por los tres. Un poco
2
Este detalle es importante a fin de evitar que el problema se vuelva trivial. El pre-
mio que se ofrece es por el riesgo: si se pagara sólo al que cae efectivamente enfer-
mo, entonces bastaría con encontrar ocho voluntarios para probar las ocho botellas.
Y el experimento saldría muy barato, pues sólo habría que pagarle al desafortunado
(o afortunado, según se mire) que tomó el vino echado a perder. Incluso se puede aba-
ratar un poco más, haciendo que solamente siete personas prueben siete de las bote-
llas: si nadie se enferma, es porque la botella mala era aquella que nadie probó (en
otras palabras, hay una probabilidad de 1/8 de que el desembolso sea nulo). En cam-
bio, si lo que se paga es el riesgo, como se propone en el texto, entonces el objetivo es
emplear la menor cantidad posible de catadores.

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mejor sería que sólo dos de los voluntarios se sintieran mal; esa
situación corresponde a la botella 3 (probada por el primer y el
segundo catador), la botella 5 (primero y tercero) o la 6 (se-
gundo y tercero). Finalmente, las botellas rotuladas con 1, 2 o 4
han sido probadas únicamente por uno de los catadores; en caso
de que uno solo caiga enfermo, es fácil identificar cuál fue la
botella causante del hecho.
El anterior es un ejemplo elemental de cómo llevar a cabo
una tarea logrando además que se haga de la manera más eficien-
te posible: tres es el mínimo, no hay un método infalible para re-
conocer el vino malo empleando sólo dos voluntarios. Pero más
allá del acertijo, en el mecanismo se oculta una idea profunda-
mente matemática que conviene entender con más detalle.
Con tal objetivo en mente, vamos a asignar a cada catador
un número, el de la única botella que ha sido probada solamente
por él, vale decir: el primer catador llevará el número 1, el segun-
do el número 2 y el tercero el número 4. En el siguiente esque-
ma se indican las botellas probadas por cada uno de ellos:

1 3 2

7
5 6

Según puede verse, en todos los casos el rótulo de la botella


se obtiene sumando los números que identifican a los catado-
res que la probaron. Por ejemplo, el sector correspondiente a la

113

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botella 5 es común a los catadores 1 y 4, pero no al 2 y se tiene,
en efecto, 1 + 4 = 5. La botella 7 tampoco escapa a la regla, pues
pertenece al sector común de los tres catadores: 1 + 2 + 4 = 7.
Por supuesto, esto no es casualidad y obedece a una ley más
general, que permite expresar cualquier número natural de
manera sencilla, empleando cierto material “básico”: las poten-
cias de 2. Tal vez el fenómeno sea poco visible cuando se trata
únicamente de los números del 0 al 7, para los que alcanzó un
simple conteo de los diferentes casos; aun así, recién se termina
de percibir que se trata de un “diseño eficiente” en el momento
en que identificamos a los catadores con las tres primeras poten-
cias de 2 (1 = 20, 2 = 21, 4 = 22). El mecanismo para saber cuál
es la botella defectuosa es fácil de describir: alcanza con sumar
los números identificatorios de los catadores a los que el vino ha
caído mal. El mismo truco serviría también para detectar una
botella fallada entre 16 (con cuatro catadores), 32 (con cinco) y
así sucesivamente.
Pero no sólo de vino vive el hombre, así que vamos a exten-
der la idea más allá del acertijo. En la solución antes presentada se
vislumbra, como dijimos, un enunciado general ya anticipado
en el capítulo i: cualquier número natural se expresa como suma
de potencias de 2. Una manera de conseguir esto (que, bien en-
tendida, funciona como una demostración del enunciado) es
muy sencilla y se parece al método introducido en la página 49.
Vamos a verlo con un ejemplo, el número N = 157. ¿Cuál es la
mayor potencia de 2 que resulta menor o igual que N? La res-
puesta es inmediata, alcanza con repasar la lista de las sucesivas
potencias de 2,

1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, …

para quedarnos con el valor 128 = 27. Ahora restamos 157 − 128
= 29 y repetimos el procedimiento. No es difícil demostrar que,
sea cual sea el punto de partida, la secuencia siempre termina,
ya que no puede haber un “descenso infinito”. En el ejemplo

114

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anterior, la siguiente potencia (menor o igual que 29) es 16 = 24,
y luego
29 − 16 = 13 > 8 = 23
13 − 8 = 5 > 4 = 22
5 − 4 = 1 = 20.

Es fácil verificar que la suma de las sucesivas potencias de 2


así obtenidas da por resultado el número original. Por ejemplo,
si escribimos
157 − 29 = 128
29 − 13 = 16
13 − 5 = 8
5−1=4
1 − 0 = 1,

entonces la suma de los términos de la izquierda es lo que se


conoce como una suma telescópica; cada término que aparece
restando en un renglón se cancela en el siguiente, salvo el último,
que es nulo. En resumen,

157 = 128 + 16 + 8 + 4 + 1 = 27 + 24 + 23 + 22 + 20.3


3
Existen otras maneras más eficaces de obtener este desarrollo. Una de ellas,
muy simple, consiste en formar dos columnas de números; en la de la izquierda se
anota el número inicial y en la derecha un 1. Para obtener cada nueva fila, el número
de la columna izquierda se divide por 2 (descartando el resto, si el dividendo es im-
par) y el de la derecha se multiplica por 2. El número original se puede reescribir
como la suma de aquellos valores de la columna derecha que quedan al lado de un
número impar. En el caso de N = 157, se obtiene:

157 1*
78 2
39 4*
19 8*
9 16 *
4 32
2 64
1 128 *
en donde el asterisco indica aquellos valores que participan en la suma final, es decir,

115

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Pero recordemos lo dicho en el primer capítulo sobre la no-
tación posicional: no hace falta escribir todo. Así como en la es-
critura decimal las potencias de 10 que representan las decenas,
centenas, etc. se manifiestan en forma implícita por la posición
de los dígitos, aquí se trata siempre de potencias de 2 (en tal
sentido, habría que llamarlas “dosenas, cuatrenas, ochenas…”).
De este modo, basta con indicar mediante un 1 las que apare-
cen y con un 0 aquellas que no. Como es habitual, esto se escribe
de derecha a izquierda: en el ejemplo, corresponde colocar un
0 en el segundo lugar, en el sexto y en el séptimo, que represen-
tan las ausentes 21, 25 y 26. Además, la potencia más alta es de
orden 7, de modo que se obtiene una tira de ocho caracteres:

157 = (100111101)2

Como vimos en el capítulo 1, el sistema binario no sirve sola-


mente para escribir los naturales sino también cualquier número
real. Esto lleva a pensar que el asunto no acaba aquí: cualquier
cosa que nos propongamos escribir puede ser expresada median-
te potencias de 2. Y, en rigor, tampoco comienza aquí, pues el
hecho era conocido ya en tiempos del milenario I Ching o Libro
de las mutaciones, estructurado a partir de dos tipos de trazo:

trazo entero
trazo quebrado

Tal vez la conexión no sea muy evidente, pero basta con in-
terpretar estos dos trazos respectivamente como 0 y 1. Esto da,

157 = 1 + 4 + 8 + 16 + 128.

La demostración de esta propiedad es sencilla (por ejemplo, inductiva) y queda


como ejercicio para el lector. Como ya sabían los campesinos rusos, esta propiedad
se puede generalizar para multiplicar dos números cualesquiera, poniendo el menor
en la columna derecha y el mayor en la izquierda; la suma de los valores indicados
con un asterisco es el producto de los dos números. El método es muy similar al que
empleaban los antiguos egipcios.

116

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por fin, explicación al título de esta sección: hablamos una vez
más de los famosos bits, que se asocian con los valores de verdad
de la lógica binaria (0 = falso, 1 = verdadero). En términos de
transferencia de información, no hacen más que expresar si
se transmite (1) o no se transmite (0) una determinada señal. De
esta forma, una idea de la época del mítico emperador Fu Xi
(ca. 2400 a.C.) se constituye en la base para el asombroso des-
arrollo de las tecnologías. Toda la información que vemos en
nuestras pantallas, desde un video de youtube o el resumen elec-
trónico del banco hasta el más irrelevante de los mensajes spam
que nos llegan a diario, no es más que una secuencia más o menos
larga de ceros y unos.

Mano a mano hemos quedado

El método o algoritmo desarrollado en la sección previa nos


lleva de vuelta a la historia de la princesa y el pretendiente que
aspira a obtener su mano, sin saber que sus aspiraciones serán
satisfechas de un modo tan abrumadoramente literal.
La mano, en efecto, se transforma en salvadora convirtiendo
los dedos en bits. Lo que antes describimos como presencia o
ausencia, 1 o 0, se puede expresar ahora mediante un dedo ex-
tendido o encogido; los cinco dedos, comenzando por el pulgar,
representan las sucesivas potencias de 2:
8 4
2
16

117

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De esta forma, se puede indicar mediante un único gesto
cualquier número hasta el 31, que corresponde a la mano abierta.
He aquí algunos otros ejemplos:

3 19 7

Y, por supuesto, tenemos también el 0:

El lector podrá experimentar con sus propios “bits” la for-


mación de otros números. Se recomienda, eso sí, un poco de
cuidado pues algunos
de ellos (por ejemplo,
el 4 o el 18) pueden ser
malinterpretados por
algún espectador oca- PATAKA MUDRAKHYA KATAKA MUSHTI KARTARI MUKHA
sional. Y otros (a ver,
lector: ¿qué tal le sale
el 11?) requieren cier- SUKATUNDA KAPITHAKA HAMSAPAKSHA SIKHARA HAMSASYAM
to entrenamiento. Pero
este último inconve-
niente se resuelve su- ANJAU ARDHA CHANDRA MUKURA BHRAMARA SUCHI MUKHA
poniendo que la nues-
tra es una princesa
hindú, con vasta expe-
riencia en aquellas pos- PALLAVA TRIPATAKA MRGASIRSHA SARPA SIRASA VARDHAMANAKA
turas gestuales de la
práctica del yoga deno-
minadas mudras. ARALA URNA NABHA MUKULA KATAKA MUKHA

118

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Comenzamos el capítulo hablando de “fabricar un bosque”.
El tema por presentar, en este caso, era el sistema binario, para
el que construimos dos bosques diferentes: el cuento de la prin-
cesa y el acertijo. Y sin duda es posible encontrar muchos más,
otras historias, acertijos e incluso trucos de magia muy conoci-
dos inspirados en esta propiedad de los números. Aunque quizá
sea prudente no atiborrar el presente capítulo de ejemplos y con-
cluir aquí: al fin y al cabo siempre es bueno evitar que el bosque
tape el árbol… o, mejor dicho, la hoja.

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VII. A la cama con Procusto

En la década de 1960 el psicoanalista francés Jacques Lacan


(1969) lanzó una consigna que, durante mucho tiempo, iba a
ser leída con deleite por sus seguidores y con algo de preocupa-
ción por el resto de los mortales: no hay relación sexual. Esta
relación, aclara, se formula a partir de la idea matemática de
proporción y, en consecuencia, no se refiere a la sexualidad sino
a otra clase de práctica (bastante antigua, de todas formas): la
geometría. Ya que hablamos de proporción, Lacan sugiere traer
a cuento la más divina de ellas, esa que suele denominarse “áu-
rea”. La idea es simple y puede enunciarse otra vez en el tono
monocorde que caracteriza las aporías griegas: “Un todo se di-
vide en dos partes, de modo tal que la parte mayor es a la parte
menor como el todo es a la parte mayor”.

A B

B A+B
=
A B

Pero a diferencia de tales problemas, cuyo nombre significa


“dificultad” y hemos discutido en los capítulos previos, en este
caso la respuesta es sencilla. Aunque el resultado de tan pecu-
liar división es una magnitud de esas que los griegos llamaban

120

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inconmensurables, pues escapa a aquello que su filosofía les per-
mitía “medir” como número. No porque no sea un número, sino
porque pertenece más bien a una clase que los pitagóricos se
rehusaron a aceptar y viene como anillo al dedo para sustentar
las aseveraciones lacanianas. Nos referimos a los números irra-
cionales que, dentro de la misma línea retórica, podemos presen-
tar como aquellos que no cesan de no escribirse.
No intentaremos entender aquí a Lacan, pero sí nuestro li-
bre empleo de esta última consigna, empleada por el francés para
dar cuenta de lo imposible. A tal fin, recordemos lo visto en el pri-
mer capítulo sobre los racionales, que son, como su nombre in-
dica, razones o cocientes de enteros. Para los antiguos griegos, allí
residía el secreto de la belleza: el arte de sus estatuas y monu-
mentos se fundaba en las proporciones y, por ello, el número
racional cobraba especial importancia. Pero no sólo por los mo-
tivos mencionados, sino también porque ofrece una plácida certi-
dumbre, al tratarse de un número que cesa.
¿A qué nos referimos? Los números racionales, en efecto,
“cesan”, porque su desarrollo decimal es siempre periódico y,
en consecuencia, su escritura es finita. Sin embargo, hay otra
forma de caracterizar dichos números que refleja quizá de un
modo más preciso el auténtico espíritu griego, como veremos a
continuación.
Dada una cantidad concreta como 3/5, decir que se trata de
una fracción de enteros es una franca tontería: salta a la vista a
partir de la propia escritura. Pero los griegos creían que la ver-
dadera matemática, la que realmente importa, se encuentra en
la geometría. Y allí un número no es otra cosa que una magni-
tud: por ejemplo, la medida de un segmento. Entonces, el pro-
blema cobra otra forma: dado un par de segmentos, cuyas res-
pectivas medidas son A y B, ¿cómo saber si la cantidad A/B
corresponde o no a una fracción de enteros? Pero no se trata de
hacer ninguna “cuenta” con los valores numéricos de A y B
sino de un planteamiento geométrico. Supongamos, por ejem-
plo, que la razón entre ambos segmentos es de 3/5; ¿habrá algún

121

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modo de ver esto empleando únicamente regla y compás? La res-
puesta se hace clara ni bien observamos que la igualdad

A 3
=
B 5

equivale a
5A = 3B,

es decir: 5 veces el segmento A es igual a 3 veces el segmento B.


A

En otras palabras, si “estiramos” 5 veces el segmento A y 3


veces el segmento B, las líneas resultantes deben medir lo mis-
mo. Ahora bien, esto es claro si conocemos de antemano cuál es
la razón entre ambas magnitudes, pero no tanto si nos muestran
dos segmentos sin decirnos cuánto miden. Hay que encontrar
una suerte de mínimo común múltiplo entre ambas cantidades,
por medio de un procedimiento que sea puramente geométrico.
Un modo de hacer esto es el siguiente. Supongamos, como
antes, que A es el menor de los dos segmentos y agreguemos al
final de éste tantas copias como hagan falta hasta obtener una
longitud mayor o igual que la de B. Esto da un nuevo segmento,
al que podemos llamar A 1. Si su longitud es igual a la de B el
asunto concluye, pues en tal caso B es un múltiplo exacto de A.
En caso contrario, agregamos a continuación de B una copia de sí
mismo, superando así la longitud de A 1. Este nuevo punto se lla-
mará B 1 y su longitud es 2 veces la de B. Ahora volvemos a agre-
gar copias de A desde el extremo final de A 1 hasta igualar o su-
perar B 1; obtenemos entonces un segmento A 2, después A 3,

122

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luego agregamos —si hace falta— un segmento B a continua-
ción de B 1, para superar A 3 y así sucesivamente.

A A1 A2 A3 A4

B B1 B2 = A4

Si todo va bien (y, sin duda, irá), al cabo de algunos pasos


una de estas prolongaciones de A coincidirá exactamente con
la extensión de B obtenida en el paso previo; de esta forma, la
fracción de enteros correspondiente al cociente A/B se encuen-
tra contando la cantidad de segmentos empleados para extender
cada uno de ellos.
Pero ya que hemos vuelto a hablar de las aporías, podemos
interpretar el procedimiento anterior como una suerte de ca-
rrera entre dos personas que sólo pueden moverse cantidades
fijas A y B de metros. A diferencia de Aquiles y la tortuga, los
competidores en realidad no compiten sino más bien coope-
ran, pues persiguen un objetivo común. Ya no se trata de llegar
primero a una meta sino que, como en el capítulo i de Rayuela,
la meta es justamente el hecho de encontrarse.1 Por eso, pode-
mos suponer que la letra A corresponde a Aquiles mientras B,
en vez de una tortuga poco sexy, podría representar a alguien
que el héroe tenga mayor interés en encontrar. Por ejemplo, la
esclava Briseida, causante de algunos conflictos bastante des-
agradables entre Aquiles y Agamenón. Supongamos como antes
que A < B; de acuerdo con lo convenido, sale la muchacha en
primer lugar y recorre un tramo de B metros. Aquiles, que algo
ha aprendido desde que llegó a Troya, no se desanima y avanza
A metros, tantas veces como haga falta para alcanzarla o pasarla.
Si ocurre esto último, Briseida se mueve otra vez, y así continúan
“Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”
1

(Cortázar, 1963).

123

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 123 03/06/19 13:52


uno y otro en tandas, hasta que por fin se encuentran y se mar-
chan juntos a tomar una copa.2
Dejemos ahora al sufrido héroe pasarla bien por un rato y
analicemos la situación desde otra perspectiva. Si suponemos,
como antes, que la razón entre las dos magnitudes es 3/5, en-
tonces un segmento cuya medida es la tercera parte de A tiene
que entrar exactamente cinco veces en B. Y también (por su-
puesto) entra tres veces en A: en otras palabras, es posible ha-
llar un segmento que entra un número justo de veces, tanto en
A como en B.
A

Cuando algo así ocurría, los griegos se ponían muy conten-


tos y lo expresaban diciendo que las cantidades A y B son con-
mensurables. La palabra viene de mensura que, como anticipa-
mos, quiere decir “medida”; de esta forma, dos cantidades
conmensurables entre sí vendrían a ser algo así como “medi-
bles con la misma vara”. Pero, como antes, la existencia de este
máximo común divisor geométrico no es evidente si los valo-
res numéricos de A y B son desconocidos. ¿Cómo se hace para
“serruchar” una fracción del segmento A de modo que entre
un número exacto de veces en B?
Los griegos entendieron esta dificultad e inventaron un sis-
tema para saber si dos segmentos A y B son conmensurables, sin
necesidad de encontrar explícitamente cuál es la vara. La idea
intuitiva consiste en restar la menor de las cantidades a la mayor,
2
La situación recuerda aquella picante explicación que se da en François Rabe-
lais (1543) del hecho de que las millas francesas sean más cortas que las alemanas.
El rey de Francia envió una pareja de jóvenes enamorados a recorrer los caminos y
hacer una marca en cada sitio en donde su pasión los urgiera a detenerse. Recién sa-
lidos de París, los bríos de su juventud los impulsaban a frenar muy seguido; en cam-
bio, al cruzar la frontera alemana llevaban ya varios días de travesía; mucho más can-
sados, sus detenciones amorosas se hicieron menos frecuentes.

124

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para obtener un nuevo número C. En el paso siguiente se deja
de lado el valor más grande de los tres para repetir el procedi-
miento con los otros dos, y así sucesivamente. Claro que esto
debe hacerse de manera geométrica, no mediante cálculos nu-
méricos sino a pura vuelta de compás:

B
B–A A

Como antes, si las cantidades son conmensurables, el proce-


so termina al cabo de unos cuantos pasos, en el momento en que
el resto se vuelve igual a 0.
La descripción de ambos métodos nos trae a cuento aquel
tremendo lecho de Procusto, que se adaptaba a la longitud del
usuario aunque, en realidad, era al revés: el usuario tenía que
adaptarse al lecho. Si quedaba demasiado corto, Procusto le cer-
cenaba las piernas para emparejar; si, por el contrario, la cama
era un poco larga, entonces el pobre era estirado por medio de
cuerdas, hasta hacerlo encajar con exactitud.3 Hay que decir, en
favor de Procusto, que al menos el suplicio terminaba pronto;
en nuestras operaciones con los segmentos, los estiramientos o
recortes sucesivos pueden requerir unas cuantas etapas. O in-
cluso no acabar nunca, situación de tortura infinita que corres-
ponde, claro, a las magnitudes inconmensurables.
Pero dejemos de lado la perspectiva de un sufrimiento tan
prolongado y analicemos un ejemplo en el que las cosas conclu-
yen de modo más o menos feliz. Supongamos que los segmentos

Justamente, Procusto significa algo así como “estirador”. Según algunas versiones,
3

a las víctimas nunca les quedaba bien la cama, pues poseía un mecanismo secreto
mediante el cual su dueño la podía regular a voluntad.

125

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 125 03/06/19 13:52


miden A = 1/7 y B = 3/5, entonces el método “estirador” genera
las siguientes secuencias:

1 4⋅1 5
A1 = + = >B
7 7 7
3 3 6
B1 = + =
5 5 5
5 4⋅1 9
A2 = + = > B1
7 7 7
6 3 9
B2 = + =
5 5 5
9 4 ⋅ 1 13
A3 = + = > B2
7 7 7
9 3 12
B3 = + =
5 5 5
13 4 ⋅ 1 17
A4 = + = > B3
7 7 7
12 3
B4 = + =3
5 5
17 4 ⋅ 1
A5 = + = 3 = B4
7 7
B 5 = 3 + 0 = 3.

Como puede apreciarse, no hizo falta ir demasiado lejos: al


segmento A le agregamos un total de 4 + 4 + 4 + 4 + 4 = 20 co-
pias, y al segmento B le agregamos 1 + 1 + 1 + 1 = 4 copias, de
modo que 5 veces B equivale a 21 veces A (en otras palabras, la
razón entre A y B es 5/21). Si, en cambio, aplicamos el método
“recortador”, la secuencia tiene algo más de suspense, pero igual
concluye:
3 1 16
− =
5 7 35
16 1 11
− =
35 7 35

126

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11 1 6
− =
35 7 35
6 1 1
− =
35 7 35
1 1 4
− =
7 35 35
4 1 3
− =
35 35 35
3 1 2
− =
35 35 35
2 1 1
− =
35 35 35
1 1
− = 0.
35 35
Tras una experiencia tan exitosa, puede parecer justamente
muy racional preguntarse por qué esto no siempre funciona.
¿Hay algún caso en el que Aquiles no alcanza a Briseida? O, al
aplicar el otro método, ¿puede ocurrir que siempre quede un
resto que no termina de desvanecerse?
No es difícil demostrar que, en efecto, si A/B es irracional,
entonces cualquiera de los procesos anteriores se vuelve infini-
to. Las magnitudes son inconmensurables: no hay punto de en-
cuentro entre las sucesiones determinadas por sus respectivos
múltiplos. O bien, desde el punto de vista opuesto: no hay vara,
por pequeña que sea, capaz de medir ambos segmentos un nú-
mero exacto de veces. Tal es el caso de la diagonal del cuadrado
respecto del lado: como mencionamos en el primer capítulo, el
descubrimiento de este fenómeno (la irracionalidad de la raíz
cuadrada de 2) produjo en los pitagóricos un terror mayor que
el inspirado por el mismísimo Procusto. Es interesante observar
que el método antes descrito se puede aplicar para demostrar
este hecho causante de sus desvelos (claro: ¿quién sería capaz
de dormir bien en una cama así?). En efecto, recordemos que la
raíz de 2 se puede pensar como el cociente entre la diagonal B

127

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de un cuadrado y su lado A, así que empezamos con un trián-
gulo isósceles:

B
A

El primer paso del método “recortador” consiste en restar las


dos cantidades, cosa que se puede hacer (empleando un com-
pás) sobre la misma figura original. Queda así determinado un
nuevo triángulo rectángulo isósceles cuyos dos catetos miden
B − A y la hipotenusa mide A − (B − A).

A
B
A
B–A B–A

B–A A – (B – A)

En definitiva, lo que quedó es otra vez la diferencia entre


las dos cantidades que teníamos, con lo cual se completa la se-
gunda etapa del método. Es fácil ver ahora que el proceso con-
tinúa infinitamente sin que los restos se anulen.
Volvamos ahora a nuestro (¿divino?, ¿aterrador?) número
de oro y los planteos lacanianos, que abordan varias de las
cuestiones mencionadas. No nos interesará el valor exacto de
dicho número (que se suele denotar mediante la letra φ, ini-
cial del escultor Fidias), sino su deducción geométrica, que con-
duce a una identidad elemental. En efecto, representemos “el
todo” como la suma de dos partes, A y B (la interpretación en

128

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términos de héroes griegos y sus amantes queda a cargo del
lector):

B A

De este modo, la proporción buscada según la regla áurea que


dimos al comienzo es
B A+B
= ,
A B
lo que equivale a decir
B A
= + 1.
A B
Llamando φ al cociente B/A, se deduce que 1/φ = A/B, de
donde resulta:
1
φ = + 1.
φ

Esto es independiente del valor que tengan los segmentos


originales y, entre otras cosas, da lugar a la morbosa satisfac-
ción de Procusto, pues al aplicar las diferencias sucesivas hay
un resto que insiste en no desaparecer:
1
φ−1=
φ
1 (φ − 1) 1
1− = = 2
φ φ φ
1 1 1
− 2 = 3
φ φ φ
1 1 1
− =
φ2 φ3 φ4
...

129

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Un celebrado texto de Borges (1952) presenta a Zenón como
precursor de Kafka; pero no es, por mucho, la única vez que el
eleata aparece en su obra. La aporía había sido comentada ya en
“Avatares de la tortuga” (1932), título que deja en claro quién es
el verdadero protagonista de la historia.4 Allí se recuerda tam-
bién la sentencia del sofista chino Hui Tzu: un bastón al que le
cercenan la mitad cada día es interminable. Quizá podamos
suponer entonces que la anterior B corresponde en realidad a
Borges o —mejor— un Bastón, que se recorta una y otra vez en
forma áurea. El segmento cercenado proporciona la medida
del corte siguiente, con la grata noticia de que la nueva división
vuelve a ser áurea. De esta forma, el bastón, como corresponde,
sigue sirviendo de apoyo para nuevos e infinitos cercenamien-
tos. Esto prueba que 1 y φ son inconmensurables o, en otras
palabras, que φ es irracional.

φ
1/φ2 1/φ

1 1/φ

Lacan pensó que el primero de los fragmentos cercenados,


es decir, el valor 1/φ, era importante, y por eso decidió denotar-
lo mediante la letra a. Se trata de un número menor que 1, de
modo que sus potencias an se aproximan a 0 cuando n se hace
cada vez más grande. Podemos olvidarnos entonces por un mo-
mento de φ y tomar a como lo que es: simplemente un objeto,
que verifica la relación

1
a+1=
a

o, de manera equivalente,
4
De esta forma Borges nos muestra que detrás de todo gran hombre (o, más bien,
delante) hay una gran tortuga.

130

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 130 03/06/19 13:52


a2 = 1 – a.

Esto da lugar a un álgebra muy particular, la de las expre-


siones de la forma
x + ya,

en donde tanto x como y son números enteros. Es fácil efectuar


la suma de dos de tales expresiones “coordenada a coordenada”,
por ejemplo:

(3 – 8a) + (–7 + 5a) = 3 – 7 – (8 – 5)a = –4 – 3a.

Pero la anterior fórmula obtenida para a muestra que tam-


bién es sencillo calcular el producto, mediante la propiedad
distributiva y remplazando a2 por 1 – a:

(3 – 8a)(–7 + 5a) = –21 + 56a + 15a – 40a2


= –21 + 71a – 40 (1 – a) = –61 + 111a.

Hay una manera más prolija de hacer esto, muy semejante


al modo de multiplicar que aprendimos en nuestra más tierna
infancia:

–8a 3
5a –7
56a –21
–40a2 15a

Llegado este punto, basta observar que el término –40a2 se


puede encolumnar con los otros, pues, siempre gracias a la
identidad a2 = 1 – a, resulta igual a –40 (1 – a) = –40 + 40a. De
esta forma se obtiene:

131

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56a –21
15a
40a –40
111a –61

Este conjunto de operaciones permite entender de un modo


sencillo una variada gama de propiedades que esboza Lacan en
sus seminarios, en las que hacen su aparición triunfal unos nú-
meros tan célebres como el áureo y profundamente ligados a él.
Para ver esto, pongamos manos o, mejor dicho, tablas a la obra.
A partir de la identidad a2 = 1 – a podemos escribir a4 = (1 – a) ∙
(1 – a), y calcular su valor de la siguiente manera:

–a 1
–a 1
–a 1
a2 –a

Remplazando como antes a2 por 1 – a, resulta:

–a 1
–a
–a 1
–3a 2

La conclusión es que a4 = 2 – 3a, lo que da pie para continuar:

a6 = a4 ∙ a2 = (2 – 3a)(1 – a).

132

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Nuestra infalible tabla nos ayuda otra vez a calcular el re-
sultado de esta nueva operación:

–3a 2
–a 1
–3a 2
3a2 –2a

En definitiva, se obtiene:

–3a 2
–2a
–3a 3
–8a 5

A esta altura, es tarea fácil para el lector calcular cada una


de las potencias pares de a:

a6 = 5 – 8a,
a8 = 13 – 21a,
a10 = 34 – 55a,
etcétera.

La recurrencia es conocida, pero no por ello menos intere-


sante: los valores que aparecen son los llamados números de Fi-
bonacci, definidos mediante el ya mentado “recurso de la recur-
sividad”. Los dos primeros, F1 y F2 , valen 1; luego, cada nuevo
término Fn de la sucesión es la suma de los dos términos inmedia-
tamente anteriores:

1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, …

133

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1 + 1 = 2,
2 + 1 = 3,
3 + 2 = 5,
5 + 3 = 8,
etcétera.

Teniendo a mano estos números tan renombrados, es fácil


encontrar una fórmula general válida para cualquier n par. Ob-
servemos que
a 2 = 1 − a = F1 − F2 a,
a 4 = 2 − 3a = F3 − F4 a,
a 6 = 5 − 8a = F5 − F6 a,

e inductivamente se obtiene

a n = Fn−1 − Fn a

para todo n par. Esto permite, entre otras cosas, demostrar un


hecho notable. Puesto que, según dijimos, el lado izquierdo de la
última expresión tiende a 0, resulta que Fn − Fn+1 a se aproxima
también a 0 cuando n toma valores cada vez mayores. Escri-
biendo
Fn − Fn+1 a = Fn+1 (Fn /Fn+1 − a)
se deduce entonces que Fn /Fn+1 − a tiende a 0, es decir, que el
cociente Fn /Fn+1 tiende al valor de a. El lector podría experi-
mentar aquí con algunos valores de la sucesión y verificar que
los cocientes se aproximan cada vez más “a cierto valor”, por
ejemplo
34
= 0.618181. . .
55
55
= 0.617977. . .
89
89
= 0.618055. . .
144

134

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¿Y qué podemos decir sobre las potencias impares? Casi
todo el trabajo está hecho: si ahora n es impar, alcanza con
escribir

a n = a ⋅ a n−1 = a(Fn−2 − Fn−1 a) = Fn−2 a − Fn−1 a 2 ,

y usando ahora una vez más el hecho de que a2 = 1 – a, obte-


nemos:

a n = Fn−2 a − Fn−1 (1 − a) = −Fn−1 + (Fn−2 + Fn−1 )a


= −Fn−1 + Fn a.

De esta forma,

a 3 = −F2 + F3 a = −1 + 2a
a 5 = −F4 + F5 a = −3 + 5a
a 7 = −F6 + F7 a = −8 + 13a
etcétera.

Cuando se trata de identidades matemáticas, no es pruden-


te hacer un análisis apurado o —por así decirlo— a la carrera.
Pero podemos interpretarlas justamente en relación con la carre-
ra propuesta unas páginas atrás. Esto conlleva un pequeño
contrasentido, si pensamos que la letra a corresponde a Aqui-
les y no al objeto (de su deseo) que, en este caso, vale 1 y —para
regocijo de Zenón— no cesa de escaparse. Como dijimos, el
número de oro es irracional, lo que equivale a decir que 1 y a son
inconmensurables. Los múltiplos de a (a, 2a, 3a, …) nunca
son cantidades enteras, aunque Aquiles ve pasar a su Briseida
cada vez más cerca. Pero a lo sumo llega a rozarla, infinitas veces,
en ciertos momentos de sus respectivos recorridos, predeter-
minados por el buen Fibonacci:

135

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a 2a 3a 5a 8a

a2 a3 a4 a5 a6

1 2 3 4 5
Las potencias de a miden los “huecos” que quedan entre pun-
tos de ambas secuencias:

1 – a = a2, 2a – 1 = a3, 2 – 3a = a4, 5a – 3 = a5, etcétera.

Más sorprendente es, quizá, el resultado que se obtiene al


sumar todas las potencias a partir de la segunda, en una opera-
ción que, como vimos en el capítulo i, en realidad es un límite.
Antes de escribir el resultado, podemos experimentar un poco
calculando, por ejemplo, la suma de los tres primeros términos:

a2 1 –a
a3 –1 2a
a4 2 –3a
a2 + a3 + a4 2 –2a

Como esto no dice todavía gran cosa, agregamos algunos


términos más:

a2 1 –a
a3 –1 2a
a4 2 –3a
a5 –3 5a
a6 5 –8a
a2 + … + a6 4 –5a

136

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A esta altura ya se puede empezar a detectar un patrón. El
factor del término que lleva una a en la segunda columna es,
dejando de lado el signo, un número de Fibonacci. El primero,
en cambio, no lo es, aunque está cerca: por ejemplo, la suma an-
terior puede escribirse

a 2 + . . . + a 6 = 4 − 5a = 1 + F4 − F5 a = 1 − a 5 ,

y no es difícil verificar que se trata de una ley general:

a2 + … + an = 1 – an – 1.

Como las potencias de a se hacen cada vez más pequeñas y


tienden a 0, podemos entonces concluir:

a2 + a3 + a4 + a5 + … = 1.

Cabe mencionar que este cálculo puede hacerse también por


medio de un artilugio todavía más sencillo, similar a otros que
hemos visto en el primer capítulo. Asumiendo que la serie con-
verge, podemos escribir

a2 + a3 + a4 + a5 + a6 + … = S.

Luego, multiplicando ambos lados por a obtenemos

a3 + a4 + a5 + a6 + a7 + … = aS.

Si ahora restamos la primera igualdad menos la segunda se


cancelan uno a uno casi todos los términos salvo, claro está, el
primero de ellos. De esta forma,

a2 = S – aS = S(1 – a).

Pero, una vez más, la identidad 1 – a = a2 viene en nuestro


auxilio, pues nos permite deducir que a2 = Sa2 y, en consecuencia:

137

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S = 1.

El gran matemático francés Henri Poincaré afirmó que la ma-


temática es el arte de llamar de la misma forma a cosas distintas.
Con esto no se refería, seguramente, a la expresión que fascina-
ría a su compatriota unas décadas más tarde, aunque resulta un
buen ejemplo para entender la frase con mayor claridad. Cuando
escribimos
1 = a2 + a3 + a4 + a5 + …

estamos relacionando mediante una igualdad dos expresiones


realmente dispares: por un lado, la unidad; por otro, una serie
de términos que, no obstante su infinitud, se puede “poner en
acto” gracias a la noción matemática de límite.
A modo de ejercicio final, podemos preguntarnos por el re-
sultado de sumar por separado las potencias pares y las impares.
Y esto conlleva una nueva sorpresa, que comienza a vislum-
brarse al escribir

a2 + a4 + a6 + a8 + … = P,
a3 + a5 + a7 + a9 + … = I.

Al multiplicar la primera igualdad por a se deduce, cuando


se remplaza en la segunda igualdad, que aP = I; por otro lado, es
cierto también que P + I = 1, de donde resulta P(1 + a)= 1. Pero
ya dijimos que 1 + a es igual a φ, así que resulta:

P = 1/φ = a.

La suma de las potencias impares vale entonces I = aP = a2,


que es apenas otra forma de decir 1 – a. Pero además se tiene que
P/I = 1/a = φ: en definitiva, agrupar los términos de esta manera
(pares e impares) determina una vez más la división áurea de la
unidad. Podemos concluir de esta forma que la unidad, como el
bastón de Hui Tzu, encuentra cada día nuevas formas de reve-
lar su carácter inagotable.

138

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VIII. Un regalo de Dios

En 2014 se estrenó la película El código Enigma, basada en cier-


tos episodios de la vida de Alan Turing. El plan original de los
realizadores era estrenarla en 2012, año del centenario de este
gran matemático inglés, quien por ese entonces no había obte-
nido todavía el perdón real por su homosexualidad. Claro que
“real” remite aquí a realeza y no a realidad: el fallo, que a fines
de 2013 anuló la condena sufrida en 1952, fue anunciado como
“un tributo a un hombre excepcional”, sin que nadie se moles-
tase en aclarar que en realidad no hizo nada malo.
Es oportuno señalar que el anterior equívoco no funciona
en el idioma inglés, que distingue entre las palabras real y royal.
Pero hablar de equívocos y traducciones nos lleva al primer enig-
ma por desentrañar en esta trama: ¿en qué piensan los distri-
buidores a la hora de titular las versiones locales de las pelícu-
las? En este caso, el remplazo del título original, The Imitation
Game, hace que se pierda uno de los aspectos más profundos
del pensamiento de Turing, tratado de manera tangencial en el
film, aunque en el fondo constituye su eje. La pregunta es sim-
ple: ¿las máquinas pueden pensar? Así lo planteó el matemático
en un artículo filosófico publicado en la revista Mind (Turing,
1950), cuya primera sección se titula, justamente, “El juego de la
imitación”. Con este nombre se describe este “juego” hoy cono-
cido como test de Turing: un juez se ubica en una habitación con
dos terminales de computadora, en cuyos otros extremos, en

139

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una habitación diferente, se encuentran un humano y una má-
quina. El juez debe decidir cuál es cuál mediante preguntas
que los dos jugadores responden a través de la pantalla. Turing
afirmó en su artículo que una máquina puede tener la capaci-
dad de engañar a un humano. Hay quienes vieron confirmada
la tesis de Turing en 2014, cuando una computadora logró con-
vencer a buena parte (más de 30%) de un jurado de que se tra-
taba de un adolescente ucraniano de 13 años llamado Eugene
Goostman. Según se cuenta, en una entrevista posterior el pro-
pio Goostman afirmó: “Siento que he superado el test de Turing
de forma sencilla. Nada original”.1
Y si de imitaciones se trata, conviene señalar que el juego se
instala en el film desde el momento en que la propia vida de Tu-
ring se encuentra apenas imitada. La verdad histórica puede ser
irrelevante desde el punto de vista de la crítica cinematográfica,
pero no está de más señalar algunas imprecisiones del film. En
primer lugar, la construcción del personaje principal: si bien es
conocida la imagen un tanto nerd que el cine parece tener de
los matemáticos (¡vaya uno a saber por qué!), presentar a Tu-
ring como un tipo incapaz de entender un sarcasmo resulta un
tanto exagerado. Luego podríamos mencionar muchas escenas
en las que los hechos se han visto modificados al servicio de la
narrativa, pero vamos a quedarnos con una: el momento, de gran
tensión dramática, cuando se descifra un mensaje alemán que
anuncia el bombardeo de una nave británica. Turing, con una ló-
gica descarnada, resuelve ocultar el hallazgo para que los nazis
no descubran que su código ha sido roto, haciendo caso omiso
de la desesperación de un joven integrante del equipo de crip-
tógrafos. En esa nave viaja nada menos que su hermano, lo que
permite recrear la tragedia bíblica de Caín y Abel pero al revés:
1
Quizá no pensemos mucho en ello, pero en realidad casi a diario nos vemos
obligados a demostrar que no somos una máquina. Tal es el objetivo del código captcha,
una exigencia cada vez más común a la hora de operar humanamente en ciertos si-
tios web. El test de Turing aparece mencionado en muchas películas, por ejemplo, en
la reciente Ex-machina, que por supuesto también tiene muchos elementos en co-
mún con La Eva futura (cf. la nota 1 del capítulo v).

140

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¿no soy acaso el guardián de mi hermano? El joven criptógrafo
era Peter Hilton, más tarde conocido entre los matemáticos por
haber contribuido a la fundación de la teoría llamada (¡otra co-
incidencia!) homología. La anécdota es falsa, entre otros moti-
vos porque Hilton no tenía hermanos; de todos modos, es cierto
que en la segunda Guerra se han tomado decisiones de tal na-
turaleza: no por parte de Turing, por supuesto, pero sí de los al-
tos mandos británicos. El caso más célebre es el de la ciudad de
Coventry, donde la vida se había mantenido más o menos tran-
quila desde que, allá por el siglo xi, una joven totalmente des-
nuda la recorriera montada a caballo. Se trata de Lady Godiva,
esposa del ambicioso Leofric, conde y señor de Coventry, quien
aceptó llevar a cabo tan ligera cabalgata a fin de lograr que su
marido rebajara los impuestos. El nombre “Godiva” es una de-
formación de god gift (regalo de Dios), que sin duda se aplica muy
bien tanto a la bella esposa de Leofric como a los afamados
chocolates belgas. Sin embargo, los pobladores de Coventry del
siglo xx no deben haber visto con tan buenos ojos el “regalo”,
que en esta ocasión no provino de Dios aunque sí del cielo: las
bombas de los nazis destruyeron gran parte de la ciudad y ma-
taron a medio millar de personas a sabiendas —según algunas
versiones— del mismísimo Churchill.2
Quizá la idea de “regalo” se pueda rastrear más atrás en la
historia y ubicarla en aquel momento en el que Dios consideró,
con buen criterio, que no es bueno que el hombre esté solo.
Decidió crear “una ayuda idónea” para él, pero —otra vez, las
traducciones— en realidad el texto dice, literalmente: una ayu-
da en su contra. Los estudiosos no aclaran si lo que estaba espe-
rando Adán era exactamente eso (quizá hubiera preferido un
2
En rigor, los pobladores tampoco vieron con buenos ojos el paseo de Lady
Godiva: ni buenos ni malos, pues habían acordado con ella quedarse en sus casas con
las cortinas cerradas. El único que pudo verla a través de un agujero en la persiana fue
el heroico Tom el Mirón (Peeping Tom), quien, sin embargo, después de consumar la
hazaña tampoco pudo contar más con sus “buenos ojos”. Se cuenta que, ya sea por
el esfuerzo o la emoción de ver a la primera dama del pueblo tan ligera de ropas, se
quedó completamente ciego.

141

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automóvil), pero, en lo que a este capítulo concierne, es un he-
cho destacable que la mujer haya tenido siempre un papel funda-
mental en el arte de cifrar y descifrar mensajes. Tal vez se deba
—quién sabe— a que la palabra hebrea nekevá (hembra) viene
de nekev (agujero), mientras que el desciframiento remite a la
cifra, que a su vez proviene de sifr (vacío). Como sea, la inglesa
Joan Clarke (interpretada en la película por Keira Knightley,
hecho que muchos espectadores consideraron como un autén-
tico regalo) no es, por lejos, la primera mujer en esta historia.
A modo de referencia curiosa, podemos consignar el hecho de
que el Kamasutra sitúa la criptografía en el lugar 45 entre las
64 artes que deben conocer las mujeres: es mencionada como
mlecchita-vikalpa, el arte de la escritura secreta. Su fin, por su-
puesto, es que los amantes puedan comunicarse sin ser des-
cubiertos.
Quizá el lector preferiría que hablásemos un poco de las
63 artes restantes, pero seguiremos con la criptografía. En par-
ticular, nos referiremos a otra mujer que se vio envuelta en
intrigas y sin duda cultivó —entre otras— el arte 45: María Es-
tuardo. Claro que, a juzgar por los resultados, podría pensarse
que no la cultivó tan bien, pues en el curso de la llamada cons-
piración Babington uno de sus mensajes fue interceptado y
decodificado. Las crónicas son, a veces, injustas; en este caso,
una versión de la historia lleva a pensar que quizá Babington
no fuera lo suficientemente sagaz como para ponerse al frente de
una conspiración. Se cuenta que, una vez descifrado el código
en el mensaje de María que estaba dirigido a él, los agentes de
la reina Isabel volvieron a enviárselo, pero agregándole una
posdata un tanto llamativa: “Me alegraría conocer los nom-
bres y las cualidades de los seis caballeros que llevarán a cabo el
plan”. Sin sospechar nada, Babington envió alegremente un
nuevo mensaje con los datos de los conspiradores, quienes fue-
ron capturados de inmediato. Las ropas de María Estuardo lle-
vaban bordada la frase “En mi fin está mi principio”, que todo
el mundo repite sin saber muy bien qué significa, aunque de

142

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un modo inesperado tendrá relación con lo que veremos en las
próximas páginas.3
Más allá de la torpeza de Babington, lo cierto es que María
usó un sistema de cifrado muy básico, apenas una versión mejo-
rada de la sustitución monoalfabética. ¿En qué consiste? En rea-
lidad, es un método que todos hemos empleado alguna vez para
enviar mensajes a una compañera de curso sin que nos descu-
briese la profesora (la señorita Bacigalupo, pongamos por caso).
Se trata entonces de remplazar las letras una a una, siguiendo
una regla que asocia cada letra con un (único) signo. En par-
ticular, se puede emplear el mismo alfabeto pero reordenado: el
ejemplo más sencillo de todos es el llamado cifrado César (nada
que ver con la ensalada homónima, salvo que hablemos de una
ensalada de letras), en el cual la transformación es un simple
desplazamiento. Por ejemplo, si el desplazamiento es de 3 luga-
res, entonces la A se transforma en D, la B en E, etc. De esta
forma, un mensaje quizá no tan íntimo como “hola” se con-
vierte en un misterioso “krñd”, ante la mirada desconfiada de la
señorita Bacigalupo. Pero hay que dar al César lo que es del Cé-
sar: para hacer justicia, debemos decir que su método no tiene
grandes méritos, pues resulta muy fácil de quebrar. Un poco
mejor es la sustitución monoalfabética más general, en la cual
se considera una permutación cualquiera de las letras. A gran-
des rasgos, es el método que empleó María Estuardo, con sig-
nos arbitrarios para las letras y algunos más para ciertas palabras
de uso frecuente. También es muy popular el cifrado Pigpen,
utilizado al parecer por los francmasones en el siglo xvii, tan
simple que hasta el menos sagaz de los conspiradores podría
aprenderlo:
El poeta T. S. Eliot (1940) dio varias vueltas sobre la misma idea del fin y el
3

principio en sus célebres Four Quartets, por ejemplo:

In my beginning is my end. In succession


Houses rise and fall, crumble, are extended.
También se juega con el tema en alguna que otra canción pop que no viene al
caso traer aquí.

143

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A B C J K L
∙ ∙ ∙
D E F M ∙ N∙ ∙ O
∙ ∙ ∙
G H I P Q R

S W

T U X ∙ ∙ Y

V Z

Cada letra se remplaza por el dibujo de la casilla en la que se


encuentra ubicada: de esta forma, un mensaje como “Uy, nos
pescaron. Saludos, Babington” se escribe:

Un ejemplo bastante conocido de aplicación de un código


casi idéntico al Pigpen aparece en la tumba del masón James
Leeson, enterrado en 1794 en pleno centro de Manhattan. Su
lápida ostenta una inscripción que quizá haya causado intriga
entre sus vecinos del cementerio de Trinity Church (aunque te-
nían toda la eternidad para descifrarlo):4
4
El lector interesado en descifrar el mensaje debe tener en cuenta que el alfabeto
inglés antiguo tenía dos letras menos, pues no distinguía entre I y J, ni tampoco entre
U y V. Para las 24 letras que quedan se emplean tres cuadrados de 3 × 3: en el primero

144

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Pero la sustitución monoalfabética tiene un defecto, que la
reina de los escoceses sufrió en carne propia (más específicamen-
te, en cuello propio): se transfieren las propiedades estadísticas
del lenguaje. Esto ya se sabía en realidad desde el siglo ix, cuan-
do el árabe Al-Kindi propuso el llamado análisis de frecuen-
cias. La idea es simple y bien conocida por quienes hayan leído
“El escarabajo de oro” de Edgar Allan Poe (1843). En todo len-
guaje hay letras que se emplean con más frecuencia que otras:
en español la letra más usada es la E, mientras que la W o la K
prácticamente no aparecen. Lo mismo ocurre con ciertos gru-
pos de letras o ciertos patrones; por ejemplo, luego de una q
lo más esperable es que venga una u (salvo que el mensaje ci-
frado se refiera, pongamos por caso, a Bustos Domecq). El mé-
todo Al-Kindi se basa en estas simples observaciones: se toma
un texto cifrado y se confrontan sus datos estadísticos con los de
otro texto en el idioma original del mensaje. Los resultados
son prácticamente infalibles; por ejemplo, el método fue todo
un éxito en el cuento “Las aventuras de los muñecos danzantes”,
de Conan Doyle (1903), lo que motivó a Sherlock Holmes a
afirmar, con cierta petulancia: “Lo que un hombre inventa, otro
puede entenderlo”. De esta forma, el sistema de cifrado mono-
alfabético es endeble, por más que el número de claves posibles
sea muy grande: la causa de la debilidad se encuentra en los ca-
prichos de la lengua, que prefiere ciertas combinaciones sobre
otras.5
se escriben letras de la A hasta la I y sus casillas contienen un punto; en el segundo,
las letras de la K hasta la S y sus casillas llevan dos puntos, y el último contiene las
seis letras restantes, en casillas sin puntos.
5
Para ser precisos, el número total de claves posibles corresponde a las diferentes
maneras de ordenar el alfabeto: para el idioma inglés, el resultado es el factorial de
26, número que se escribe 26! y se obtiene multiplicando los primeros 26 números
naturales. El resultado es enorme: más de 4·1026 , vale decir, un 4 seguido de 26 ce-
ros (no se debe dar a esta nueva aparición del 26 más significado del que tiene, aunque
algunos lo han asociado al valor numérico del célebre tetragrámaton, que identifica

145

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Estas limitaciones fueron tenidas en cuenta en el siglo xv
por un renacentista florentino llamado Leon Alberti, quien resul-
tó ser un verdadero león encriptando mensajes. Su método
puede ser considerado precursor de la llamada sustitución poli-
alfabética, pues emplea dos o más alfabetos desordenados y un
ingenioso mecanismo conocido como disco de Alberti, con
un disco fijo y otro móvil que permite cada tanto (por ejemplo,
cada tres o cuatro letras del mensaje) cambiar de clave.

Los discos de Alberti son bastante buenos para burlar los


minuciosos rastreos de un análisis de frecuencias; sin embargo,
el sistema aún presenta ciertas debilidades, ya que las claves
posibles no son tantas. Mucho más efectivos resultaron los dis-
positivos ideados a fines del siglo xix, antepasados inmediatos
de la máquina empleada por los alemanes, lo que nos trae de
vuelta, por fin, a nuestra película.

el innombrable nombre de Dios). Claro que el sistema sería muy sólido si el texto se
construyera siguiendo las reglas del dodecafonismo de Schoenberg, que están pen-
sadas justamente para evitar “preferencias” en una secuencia de notas musicales y
que la obra adquiera una tonalidad determinada. Dicho sea de paso —y volviendo una
vez más a las traducciones—, “tonalidad” se dice en inglés key, lo mismo que llave y,
por supuesto, clave.

146

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Una primera versión de Enigma fue creada hacia 1923 por
un ingeniero llamado Scherbius. El mecanismo no consistía ya
en un disco móvil sino que contaba con tres rotores con 26 con-
tactos (letras) cada uno y unas clavijas capaces de generar un nú-
mero enorme de combinaciones, a partir de las posiciones ini-
ciales de los rotores y del clavijero. En total, el número de claves
diferentes es de unos diez mil billones (un 1 seguido de 16 ce-
ros): esto quizá parezca un recelo excesivo si lo que se pretende
es codificar un mensaje de amor, pero toda precaución es poca
cuando se trata de poner el cuello a salvo. En todo caso, esta pri-
mera Enigma fue vencida por un matemático, cuyo nombre qui-
zá parezca cifrado a quienes no están habituados a los apellidos
polacos. Se trata de Rejewski, quien logró poner en práctica el
plan que, a grandes rasgos, es el más efectivo a la hora de buscar
una aguja en un pajar: achicar el pajar. Como dijimos, el número
de combinaciones era muy grande, pero Rejewski y sus colabo-
radores (también cifrados) Rozycki y Zygalski lograron reducir-
las a unas 100 000, basándose en un hecho por demás simple.
El asunto es que, para leer un mensaje, el operador de la máquina
debía conocer la configuración de los rotores según la cual dicho
mensaje fue cifrado. Esa configuración se transmitía repetida
al comienzo del mensaje, lo que permitió estudiar diferentes
cadenas de letras por medio de la “fuerza bruta”: una máquina
que llamaron bomba criptológica, capaz de analizar rápidamente
un gran número de casos.6
Pero hacia fines de la década de los treinta los alemanes re-
solvieron complicar un poco más su Enigma, agregándole otros
tres rotores. De esta forma, el análisis de los polacos se hacía vir-
tualmente imposible, pues la cantidad de combinaciones era ya
demasiado grande. Aquí es donde entra en juego Turing y todo
el equipo de investigadores de Bletchley Park. Podemos apro-
vechar que el actor de la película (el inglés Benedict Cumber-
lach) también trabajó en la serie Sherlock, para hacer referencia

6
En la película aparece una versión de esta máquina, perfeccionada por Turing.

147

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a uno de los principales recursos del detective. Se trata de bus-
car, en un texto o una secuencia, aquel punto débil que es inicio
de toda investigación (Conan Doyle, 1903b); una suerte de “agu-
jero” por el cual entrar a la trama, comparable a eso que el psi-
coanálisis define como lapsus. Por supuesto, en las películas los
malos son siempre un poco tontos y son ellos mismos quienes
ofrecen tales puertas de acceso al discurso. Por ejemplo, uno
puede imaginar a los nazis diciendo: “¡Je, je! Tgansmitamos los
mensajes en alemán, que estos tipos no van a entendeg nada”.
En la realidad, las cosas no ocurren de manera tan burda, aun-
que Enigma mostró, en efecto, un punto débil que terminó sien-
do crucial: no deja elementos fijos, vale decir, la transcripción de
una letra nunca resulta ser la misma letra. Se cuenta de un men-
saje que fue enviado con el único fin de despistar y consistía
únicamente en una secuencia de letras “L” (la famosa cadena L,
diría quizá Jacques Lacan); el secreto para descifrarlo y descu-
brir que se trataba apenas de una pequeña broma fue el hecho
de que el mensaje resultante no contenía ninguna L. Para de-
cirlo de otra forma, si se emplea la máquina Enigma, es imposi-
ble teclear el texto del Quijote de Cervantes y que el resultado
sea el Quijote de Pierre Menard.7
La historia de la criptografía no concluye aquí; de hecho, a
la vista del gran desarrollo que hubo en las últimas décadas po-
demos decir que con el trabajo del equipo de Bletchley Park la
disciplina no hacía más que comenzar. El uso de internet y el
establecimiento de protocolos de seguridad en la transmisión
de información motivaron el estudio y perfeccionamiento de
técnicas que emplean diversas ramas de la matemática, muy es-
pecialmente aquella definida por Gauss como la reina de todas
7
Ya que hemos hablado de imitación, cabe mencionar que existen numerosos
simuladores online de la máquina Enigma, por ejemplo en la página www.enigmaco.
de/enigma/enigma.swf. Más detalles sobre las historias que hemos referido y mu-
chas otras pueden encontrarse en el libro de Simon Singh (2000). Este autor se hizo
muy conocido a partir de su libro sobre el último teorema de Fermat, aunque desde una
perspectiva argentinocéntrica podemos referirnos a Singh como “el que ganó el pre-
mio Leelavati cuatro años antes que Adrián Paenza”.

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ellas. Nos referimos a la teoría de números, considerada hasta las
primeras décadas del siglo xx quizá como el área con menores
chances de aplicación; según el matemático Godfrey Harold
Hardy (que los cinéfilos inevitablemente asociarán con Jeremy
Irons), ésa es justamente la razón que inspiró el efusivo comen-
tario de Gauss. Pero ése es otro asunto, que veremos más ade-
lante; en lo que respecta a Turing, vamos a concluir este capítulo
con una bella frase que refleja un pensamiento en realidad muy
profundo:

Hay un notable paralelismo entre los problemas del físico y los


del criptógrafo. El sistema en el que se cifra un mensaje corres-
ponde a las leyes del universo, los mensajes interceptados a la
evidencia disponible, las claves para un día o un mensaje, a cons-
tantes importantes que tienen que ser determinadas. La corres-
pondencia es muy estrecha, pero el material criptográfico es muy
fácil de tratar por medio de máquinas discretas. El de la física, no
tan fácil.

Esto nos lleva a una inequívoca conclusión: para Turing, el ver-


dadero enigma es el universo.

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IX. Dos juegos plenos de significado
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
J. L. Borges, Ajedrez

La matemática es un juego que se juega con signos


desprovistos de significado.
D. Hilbert

En el capítulo iv nos referimos a un teorema de fundamental im-


portancia en varias ramas de la matemática. Se trata del teore-
ma de punto fijo, también conocido como teorema de la contrac-
ción o de Banach, en honor al matemático polaco que obtuviera
su primera versión abstracta allá por 1922. La aclaración es ne-
cesaria, pues existen otros teoremas de punto fijo no menos fa-
mosos o importantes. Uno de ellos es el que veremos a continua-
ción, que también lleva el nombre de un matemático ilustre, en
este caso, de un holandés: el teorema de Brouwer.
La idea es simple, pero contundente: cualquier transforma-
ción continua de un disco cerrado deja al menos un punto fijo.
En otras palabras, si movemos (en forma continua) todos los
puntos de tal disco, al menos uno queda en el mismo lugar.

x x
f

f(x) = x

150

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El teorema es válido para espacios de cualquier dimensión,
siempre que sea finita.1 Para dimensión 1 se puede reformular
de una manera que intuitivamente parece muy evidente: cual-
quier función continua de un intervalo [a, b] de números rea-
les en sí mismo deja un punto fijo. Es fácil ver que esta versión
unidimensional del teorema de Brouwer equivale en realidad al
teorema de Bolzano y, en definitiva, al axioma de completitud
de los números reales (véase la página 67). Por ejemplo, si el
intervalo es [0, 1], el resultado se ve con claridad a partir de la
siguiente figura; sea cual sea la función f, la curva determinada
por su gráfica se cruza inexorablemente con la diagonal.

1 f

x
1

Sin embargo, el resultado no es tan inmediato cuando la


dimensión es mayor. Nuestra principal motivación para for-
mularlo en el plano (dimensión 2) reside, entre otras cosas,
en el hecho de que, sin ser trivial, todavía se puede probar de
manera relativamente sencilla, como si se tratase de un juego.
Y esto es más literal de lo que se podría creer; en efecto, va-
mos a situarnos en un contexto en el que “se odian dos colores”.
El lector puede encontrar aquí alguna dificultad: si ya es difícil imaginar espa-
1

cios de dimensión mayor que 3, ¿qué pensar acerca de los de dimensión infinita? Sin
embargo, tales espacios son perfectamente concebibles; más aún, muchos de ellos
(por ejemplo, los espacios de funciones) son de gran utilidad en diversas ramas de la
matemática.

151

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O, para ser más precisos, dos signos: por ejemplo, círculos y cru-
ces. El “severo ámbito” —más conocido como “tablero”— toma
en este caso un formato también borgeano, pues consiste en una
grilla de hexágonos que, a modo de una babélica (aunque limi-
tada) biblioteca, cubre la superficie de una especie de diamante.
El tamaño es variable: por ejemplo, el siguiente es un tablero de
3 × 3, que, si bien no da lugar a partidas muy excitantes, nos ser-
virá como ilustración de lo que viene después:

El juego, denominado Hex, es muy sencillo. A cada uno de


los contrincantes se le asigna uno de los pares opuestos de lados;
por turno, marcan una de las casillas hexagonales con un círcu-
lo o una cruz, según corresponda. Gana el primer jugador que
haya logrado unir sus lados mediante una cadena de hexágo-
nos conectados entre sí.
cruz círculo

×
×

círculo × cruz

Comienzan los círculos y ganan al cabo de cuatro jugadas.

152

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No es difícil comprobar que toda partida de Hex tiene un
ganador; en rigor, esto sigue valiendo aunque la cantidad de juga-
das de uno y otro no sea pareja (por ejemplo, si el que juega con
círculos va un momento al baño y su rival aprovecha para mar-
car unas cuantas cruces). Y el argumento para demostrar esto no
se encuentra en “La biblioteca de Babel” sino más bien en otro de
los cuentos de Borges, pues se trata de elegir un camino entre
senderos que se bifurcan. Comencemos por agregar a los hexá-
gonos ubicados en las esquinas del tablero unas líneas adiciona-
les e indiquemos las regiones correspondientes a cada jugador
mediante cruces o círculos, según corresponda:

Supongamos ahora que una partida no permite declarar nin-


gún ganador: en tal caso, el tablero estará totalmente cubierto
de cruces y círculos, pues los jugadores habrán agotado sus mo-
vidas sin que haya aparecido una cadena ganadora. Trazaremos
entonces un recorrido por los segmentos a partir del extremo
inicial de cualquiera de las líneas agregadas, con la siguiente con-
signa: en cada paso seguimos avanzando, dejando siempre un
círculo a un lado y una cruz del otro (la noción de “avance” lleva
implícita la consigna de que no se puede volver atrás y recorrer
el mismo lado por el que acabamos de pasar). El siguiente es el
comienzo de uno de los posibles circuitos:

153

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×
× ×
× ×
×
×

El lector podrá observar que, en realidad, en cada bifurca-


ción la elección del “sendero” es forzada y depende solamente de
la disposición de los círculos y las cruces (la clásica expresión
“el camino lo lleva” resultaría aquí muy atinada).
Dos cosas son claras: por un lado, cualquier recorrido puede
siempre continuarse, a menos que hayamos llegado a uno de los
extremos. En efecto, después de haber pasado por un segmento
que no sea “terminal”, siempre se llega a una situación como las
de la siguiente figura, en las que suponer que la región sombreada
tiene una cara o una cruz implica que hay, en ambos casos, una
(única) forma de continuar.

×
Usted está aquí

Usted estaba aquí

154

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Por otro lado, no se puede pasar dos veces por un mismo
vértice. Esto quizá no es tan obvio, pero resulta bastante inme-
diato al cabo de un breve análisis.2 Y la conclusión, entonces, es
inevitable: como hay un número finito de vértices, en algún mo-
mento el recorrido tiene que terminar. Ese punto de llegada es,
forzosamente, una de las líneas adicionales que hemos agrega-
do; de esta manera, sobre uno de los lados del recorrido trazado
queda determinada una secuencia ganadora para alguno de los
dos jugadores. El método es infalible aunque, como se ve en el
siguiente ejemplo, la secuencia ganadora así obtenida no es siem-
pre la más corta posible:

×
× ×
× ×
×
×

¡Y los círculos ganan de nuevo!

A esta altura, cualquier lector razonable podrá preguntarse:


y Brouwer ¿a qué juega? El objetivo de esta sección consiste
en mostrar que el enunciado anterior (denominado teorema del
Hex) permite deducir el teorema de Brouwer. Para eso hacen
falta apenas dos o tres pases mágicos.
En primer lugar, haremos una observación trivial, pero im-
portante: da lo mismo probar el teorema de Brouwer empleando
un cuadrado en vez de un disco, pues ambas figuras son topo-
lógicamente equivalentes. Sin mayores precisiones, esto significa
Es oportuno observar, por ejemplo, que una región que se encuentra completa-
2

mente bordeada por marcas de un solo jugador es inaccesible.

155

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que es posible deformar de manera continua (y reversible) una
de ellas para obtener la otra, como si se tratase de figuras de cau-
cho; a partir de allí, es fácil ver que si el teorema vale para un
cuadrado entonces vale también para un círculo.
En segundo lugar, es fácil comprobar que el juego Hex tam-
bién funciona con el siguiente tablero, aunque no tan elegante
ni —mucho menos— apropiado para diseñar sobre él una biblio-
teca borgeana:

En esta nueva versión los puntos remplazan lo que antes


eran hexágonos y la relación de contigüidad viene dada por las
líneas que conectan tales puntos entre sí. Dejando de lado las pre-
ferencias estéticas, el desarrollo del juego y la variedad de parti-
das posibles son exactamente los mismos.
Lo que sigue no será explicado con detalle, pero el lector algo
más versado en matemática podrá completarlo sin mayores difi-
cultades. Supongamos que f es una función continua que envía
el cuadrado [0, 1] × [0, 1] en sí mismo y no tiene puntos fijos,
entonces la distancia entre un punto y su imagen es siempre ma-
yor que una cantidad positiva fija c (esto es consecuencia de la
compacidad del cuadrado). El último pase de magia consiste en
transformar nuestro cuadrado en un tablero de Hex, trazando una
cuadrícula suficientemente fina como para que, si V y W son vér-

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tices contiguos, entonces la distancia entre ellos, así como la que
hay entre f(V) y f(W), sea menor que —digamos— la mitad de c.3
Imaginemos ahora que el jugador cuyo objetivo es unir los
lados verticales marca todos aquellos vértices tales que la distan-
cia entre su primera coordenada y la primera coordenada de su
imagen es mayor que c/2. Al otro jugador le toca unir los lados
horizontales y elige, entre los vértices que quedaron libres, aque-
llos en los cuales la distancia entre su segunda coordenada y la
segunda coordenada de su imagen es mayor que c/2. Es fácil
verificar que el conjunto elegido por el primer jugador no conec-
ta los lados verticales y, del mismo modo, el otro conjunto no
conecta los lados horizontales. En otras palabras, no hay gana-
dores: esto significa que la situación no corresponde a ninguna
partida concluida de Hex y, en consecuencia, existe al menos un
vértice V que no pertenece a ninguno de los dos conjuntos. La
distancia entre las respectivas coordenadas de V y f(V) es me-
nor que c/2; en consecuencia, la distancia entre V y f(V) es menor
que c, lo que es absurdo.

Algo fácil de hacer: los gansos


y la hipótesis del continuo

En la sección previa hemos transformado los colores del poema


de Borges en cruces y círculos; en lo que sigue, los seres que se
odian tomarán la forma de dos subconjuntos A y B del interva-
lo de números entre 0 y 1. Quizá se trate una vez más de Aqui-
les y Briseida, que en el capítulo vi corrían enamorados uno al
encuentro del otro, pero, al cabo de algunos años, debieron
aceptar que la pareja no funcionó. Uno de los conjuntos es el
complemento del otro; de esta manera, entre ambos conforman
todo el intervalo [0, 1]. En el primer capítulo vimos que tales
números se pueden escribir apelando a la escritura binaria, me-
diante expresiones de la forma
Esto es algo que siempre se puede hacer, pues f es (otra vez, debido a la compa-
3

cidad) una función uniformemente continua.

157

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(0, x 1 x 2 x 3 . . . )2

en donde las “cifras” x j se llaman bits y toman únicamente los


valores 0 o 1. El subíndice 2 está allí simplemente para recor-
darnos en qué base estamos escribiendo y evitar la confusión
—por ejemplo— con el sistema decimal. El número en cues-
tión se recupera calculando la suma de la serie

x1 x2 x3
+ + + ...
2 22 23

Esta idea nos sirvió, en su momento, para pensar cada nú-


mero como el resultado de arrojar infinitas veces una moneda
al aire; en esta ocasión vamos a pensarlos de otra forma, como
partidas de un juego. Veamos de qué se trata.
Por turno, cada jugador elige un 0 o 1 después de evaluar
la jugada previa del rival y calcular sus intenciones; una partida
es una secuencia infinita de tales elecciones que, como dijimos,
determina un número entre 0 y 1. En otras palabras, en el des-
arrollo anterior el primer jugador aporta los términos ubicados en
lugares impares (x 1 , x 3 , x 5 , . . . ) y el otro jugador los restantes
(x 2 , x 4 , x 6 , . . . ).
Ahora bien, en todo juego los jugadores deben perseguir un
objetivo, en pos del cual despliegan su estrategia. En este caso,
el primer jugador intentará que el número obtenido al finalizar la
partida (es decir, al cabo de las infinitas jugadas) pertenezca al
conjunto A, y el segundo hará cuanto esté a su alcance por evi-
tarlo. En cierto sentido, la situación se asemeja a un penal en el
futbol, pero de ejecución infinita: el primer jugador es quien pa-
tea y el conjunto A es el arco, defendido por el segundo jugador.
Pero ¿es válido suponer que todo penal termina en gol? La
respuesta obvia es que no, ya que la pelota puede acabar en las
manos del arquero o —peor aún— en la tribuna. Aunque si la
ejecución es muy buena, el arquero tiene pocas posibilidades,
por más que su atajada (o más bien su intento) también lo sea.

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Desde el punto de vista teórico conviene suponer que tanto
el ejecutante como el arquero juegan de la mejor manera posi-
ble y, en tal caso, el hecho de que se produzca o no el gol depen-
derá, en última instancia, de cómo es el arco. Por ejemplo, si el
conjunto A tiene un número finito de elementos, el arquero gana
la partida sin transpirar la camiseta. ¿De qué manera?
Para hacerlo bien sencillo, supongamos que el conjun-
to A tiene un único elemento x, cuyo desarrollo binario es
(0, x 1 x 2 x 3 . . . )2 . Recordemos que el desarrollo es único, pues,
de acuerdo con la convención habitual, suponemos que no ter-
mina en una tira infinita de unos. En tal caso, al arquero le alcan-
za con jugar su segunda movida diferente de x 2 y seguir ju-
gando siempre 0; de esta forma se asegura de que el resultado
final sea distinto de x. Con un poco más de esfuerzo, el lector
podrá verificar que lo mismo ocurre para cualquier conjunto fi-
nito, y también A sea infinito numerable.4
Antes de continuar, veamos algunos otros casos posibles.
¿Cómo le irá al arquero si, por ejemplo, A es el intervalo [0, x],
constituido por todos los números menores o iguales que un cier-
to x? La respuesta varía de acuerdo con el valor de x que elija-
mos; en efecto, escribiendo su desarrollo binario (0, x 1 x 2 x 3 . . . )2
es inmediato observar que:

• Si x 1 = 1, el primer jugador gana jugando 0 en su primera


movida.
• Si x 1 = 0 y x 2 = 0, el primer jugador empieza jugando 0 y
el segundo gana jugando 1.
• Etcétera.

No hace falta seguir mucho más para convencernos de que,


cualquiera que sea el valor x, lo mejor para el primer jugador es

4
Sin desmerecer las cualidades matemáticas de los arqueros, cabe advertir que
esto último requiere algo de ingenio o, como mínimo, un arquero capaz de reprodu-
cir el argumento diagonal de Cantor, en el que nos hemos inspirado en el capítulo i
para demostrar la existencia de una cantidad innumerable de números reales.

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jugar siempre 0, a fin de lograr que el resultado sea lo más pe-
queño que se pueda. Al segundo, en cambio, le conviene jugar
siempre 1. De esta forma, una partida jugada de un modo tan
magistral siempre termina produciendo el mismo resultado:

0.01010101…

Este valor fue mencionado ya en la página 69 y correspon-


de al número 1/3. Como anticipamos, esto se puede demostrar de
varias maneras; una de ellas es la que vimos con Balmaceda y
Pancho Alsina en el capítulo ii:

1 1 1 1 1 1 1
(0.01010101. . . )2 = 2
+ 4 + 6 + ... = + 2 + 3 ... =
2 2 2 4 4 4 3.

Para el que domina la escritura binaria, otra forma aún más


directa consiste en verificar la validez de esta extraña división:

100 11
100 0.0101…
1…

En definitiva, si x es mayor que 1/3, entonces gana el primer


jugador, y si es menor, gana el segundo. ¿Qué ocurre cuando x
es exactamente igual a 1/3? En tal caso, la partida sería compa-
rable a uno de esos penales en los que parece que la pelota no
acaba nunca de entrar en el arco. Pero finalmente lo hace, al
cabo de infinitas movidas, pues el valor x = 1/3 pertenece al
conjunto A. En cambio, si eliminamos dicho valor, el arquero
ataja el disparo; más en general, eso ocurre cuando A es un
subconjunto cualquiera del intervalo (0, 1/3), y, por un razona-
miento análogo, lo mismo ocurre si A es un subconjunto cual-
quiera del intervalo (2/3, 1).
Lo anterior podría llevarnos a pensar que hay una “medida
óptima”: ¿será cierto que si el arco mide más de 1/3 el gol está

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asegurado, y en caso contrario el arquero controla de modo
inexorable el balón? La respuesta es que esto no ocurre y, en
cierto aspecto, se debe a que (¡vaya tontería!) el segundo juga-
dor siempre juega después del primero. En el futbol profesional,
el arquero no tiene tiempo de esperar para ver dónde patea el
ejecutante y no le queda otra que intentar adivinarlo; en nues-
tro juego, la primera jugada está a la vista y eso le proporciona
al otro cierta ventaja. Por ejemplo, si el primer jugador elige 1
para su primera jugada, el segundo puede jugar siempre 1, lo
que le garantiza un resultado mayor o igual que (0.11010101. . . )2
= 1/2 + 1/3 = 5/6. Análogamente, si el primer jugador empieza
con un 0, entonces el segundo puede jugar siempre 0, y el resul-
tado será menor o igual que (0.00101010. . . )2. Es fácil ver (mo-
viendo el punto un lugar) que este último valor es igual a la mitad
de 1/3, vale decir, 1/6. En consecuencia, el arquero ataja el pe-
nal sin problemas para cualquier arco ubicado dentro del inter-
valo (1/6, 5/6).
A esta altura algún lector se debe sentir preocupado ante la
presencia de un arquero que poco a poco va adquiriendo fama
de imbatible: ¿existirá un arco que permita a un pateador más o
menos decente convertir su penal sin sobresaltos?
Para tranquilidad de los pateadores, la respuesta es afirmati-
va. Alcanza con tomar, por ejemplo, A = (x, y), en donde x es
cualquier valor menor o igual que 1/6, mientras que y es mayor
o igual que 1/3. El tiro debe ser bien calculado, un disparo “a co-
locar”: con la serenidad de los grandes deportistas, el primer ju-
gador empieza jugando 0. Si el arquero también juega 0, enton-
ces el otro continúa “pateando” 1 todo el tiempo para, de esta
forma, obtener un resultado mayor o igual que (0.00101010. . . )2
= 1/6, y obviamente menor que 1/3. En cambio, si el arquero jue-
ga 1 en su primera jugada, entonces nuestro astro sigue jugando
siempre 0; de esta manera consigue un resultado mayor o igual
que 1/4, pero, además, menor o igual que (0.010101. . . )2 = 1/3.
Los ejemplos anteriores muestran, entre otras cosas, que
diferencias muy sutiles en la elección de A pueden dar lugar a

161

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resultados muy diferentes: como vimos, gana el primer jugador
cuando A es el intervalo [0, 1/3], pero si excluimos apenas el ex-
tremo final de tal intervalo, entonces la pelota termina afuera,
luego de pegar en la base inferior del poste. Y también se ve otro
aspecto de lo más interesante: el tamaño de A no siempre es un
factor decisivo a la hora de garantizar el triunfo de uno de los dos
jugadores. Como vimos, el arquero tiene cierta ventaja por no
ser el encargado del “puntapié inicial”; aun así, la intuición po-
dría hacernos pensar que, si el arco es demasiado grande, el ar-
quero no tendrá nada que hacer y el esférico terminará acari-
ciando finalmente la red.
Intuitiva o no, la anterior afirmación es falsa. Para conven-
cernos de esto, podemos imaginar un arco compuesto por mu-
chas ventanas que abarcan una superficie total muy grande,
pero cada una de ellas es lo suficientemente pequeña como para
no dejar pasar el balón. Más aún, podemos suponer que en vez
de ventanas se trata de un simple enrejado; por más finos que
sean los barrotes, si se encuentran suficientemente cerca entre
sí, la pelota no entra. Con un poco más de esfuerzo, podemos
incluso pensar que los barrotes son infinitamente delgados, de
modo tal que la superficie que cubren es nula.
Tal es el espíritu del ejemplo que veremos a continuación:
un conjunto A tan “grande” cuya medida es igual a la de todo el
intervalo de números entre 0 y 1 pero que, no obstante, brinda
al arquero una estrategia infalible para evitar el gol.5 Por cues-
tiones prácticas, vamos a explicar primero cómo es la estrategia
y luego decir cuál es el conjunto: todo lo que debe hacer el se-
gundo jugador es copiar cada vez la última jugada de su rival.
La partida termina pareciéndose así a la famosa escena del es-
pejo en la película Sopa de ganso de los hermanos Marx, cuyo
título en inglés (Duck soup) alude, en argot, a aquello que es “fá-
cil de hacer”. Pero el método, que en otros juegos puede provocar
5
Para darnos una idea más cabal de lo “grande” que es un conjunto así, podemos
decir que, si se elige un número al azar entre 0 y 1, la probabilidad de que el resultado
no esté en A es igual a 0.

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verdaderos desastres, es efectivo en este caso: al copiar minucio-
samente una a una las movidas del (cada vez más exasperado)
primer jugador, el segundo logra llevar la partida a una situa-
ción del estilo

(0, x 1 x 1 x 2 x 2 . . . )2 = (0, x 1 0x 2 0. . . )2 + (0, 0x 1 0x 2 . . . )2

Como se puede observar, si movemos la coma un lugar ha-


cia la derecha, el segundo sumando queda igual al primero; en
la escritura binaria, la operación de mover la coma equivale a
multiplicar por 2. En otras palabras, el resultado de la partida
se puede escribir:

(0, x 1 x 1 x 2 x 2 . . . )2 = 3(0, 0x 1 0x 2 0. . . )2

En consecuencia, si A es el conjunto de los números que


no admiten esta escritura, el arquero logrará evitar que la pe-
lota ingrese al arco. Y el complemento de dicho conjunto (el
“no-arco”) tiene una pinta algo extraña, de tipo fractal; se pue-
de probar que está compuesto por una cantidad no numera-
ble de puntos, aunque su medida es nula, de modo que el arco
ocupa “casi todo” el intervalo [0, 1].6 Pero vamos a dejar al ar-
quero y al ejecutante entretenidos en lo suyo para ocuparnos
de una cuestión más seria —si eso es posible— que una defini-
ción por penales.
Para empezar, observemos que en todos los ejemplos pre-
vios siempre ocurre una de estas dos cosas:

1. El ejecutante tiene una forma de garantizar que el balón


ingrese al arco.
6
El lector interesado podrá comprobar que el complemento de A es un conjunto
muy similar a aquel que se conoce como conjunto de Cantor. Hilando un poco más
fino, se trata del conjunto de aquellos números entre 0 y 1 que se pueden escribir en
base 4 empleando únicamente las cifras 0 y 3 (si se acepta que existen, eso sí, tiras infi-
nitas de 3). La explicación es sencilla, pues de las 4n posibles tiras de longitud n en el
desarrollo de un número, solamente 2n son válidas, es decir, una proporción de 1/2n.

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2. El arquero tiene una forma de evitar que el balón ingrese
al arco.

En otras palabras, cada una de las situaciones anteriores se


encuentra determinada, en el sentido de que uno de los dos ju-
gadores (no importa cuál) tiene una estrategia que le asegura el
triunfo. Como el lector podrá intuir, no es fácil imaginar un
conjunto A para el cual esto no ocurra; más que eso, es posible
demostrar que la mayoría de los conjuntos A más o menos “ra-
zonables” que uno podría proponer son determinados. Gene-
ralizando un poco los ejemplos previos, es inmediato verificar
que cualquier intervalo es determinado, y lo mismo ocurre con
la unión de una cantidad numerable de intervalos. Por otra par-
te, es claro que si un conjunto es determinado, entonces tam-
bién lo es su complemento; de esta manera, el lector más versado
en matemática no debería sorprenderse mucho al enterarse de
que los conjuntos denominados de Borel son determinados.
Pero no entraremos en detalles tan sutiles; lo que importa
es tener claro que para construir un conjunto que no sea deter-
minado hay que trabajar bastante: como dijimos, transpirar la
camiseta. Aunque, eso sí, “transpirar la camiseta” puede signi-
ficar, en el contexto de la teoría de conjuntos, emplear herra-
mientas tales como inducción transfinita y el llamado axioma de
elección. Lo interesante es que se trata de algo más que de un
empleo casual; en rigor, es inevitable, ya que el axioma de elec-
ción es incompatible con la posibilidad de que todo conjun-
to sea determinado. Y, hay que decirlo, la matemática se sirve
muy a menudo de dicho axioma, que postula una propiedad
que a simple vista parece evidente: dada una familia no vacía
de conjuntos no vacíos, es posible formar un nuevo conjunto que
contenga un elemento de cada uno de ellos. Esto es muy cla-
ro cuando uno piensa en un país compuesto por muchas pro-
vincias y estados: cada uno de ellos es un conjunto no vacío
de personas y es posible elegir un representante por cada uno de
los estados (la matemática no garantiza que los representantes

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elegidos sean muy buenos, pero ése es otro problema). Sin em-
bargo, hay razones para discutir la presunta evidencia del axioma
en el caso de tratarse de una familia infinita de conjuntos y, en
ciertos casos, rechazarla de manera lisa y llana. Russell contaba
el caso de un millonario que tenía infinitos pares de zapatos e
infinitos pares de medias. En tal caso, es posible dar una regla
para seleccionar un zapato de cada par: por ejemplo, quedarse
siempre con el pie izquierdo (nada que ver con la película de
Daniel Day-Lewis). Pero con las medias no se puede, a menos
que intentemos desesperadamente poner algún axioma adicio-
nal que permita distinguirlas, del tipo: “En todo par de medias,
exactamente una está agujereada”.
No profundizaremos aquí en esto, pero sí mencionaremos
que, en muchos casos, se han propuesto versiones alternativas de
la teoría de conjuntos en las que el axioma “sospechoso” se rem-
plaza por algún otro. En particular, uno de esos posibles rempla-
zos (o “suplentes”, para proseguir con la metáfora futbolera) es
el llamado axioma de determinación, según el cual todo con-
junto es determinado. O, para formularlo de un modo más co-
loquial: con determinación se llega a cualquier conjunto.
Como mencionamos, la mayoría de los conjuntos “razona-
bles” son determinados, así que asumir la validez del axioma de
determinación no afecta los aspectos más generales de la mate-
mática. Y las consecuencias de un axioma así son notables: en-
tre otras cosas, permite demostrar la hipótesis del continuo a la
que nos referimos en el capítulo iv. Esto explica, de una buena
vez, el título de esta sección: con el axioma de determinación,
el célebre enunciado que obsesionó a Cantor deja de ser indeci-
dible. Por el contrario, la hipótesis del continuo se transforma
en algo muy “fácil de hacer”.

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X. Dios salve a la Reina1
La matemática es la reina de las ciencias y la teoría de
números es la reina de la matemática.
Carl F. Gauss

Hay, lector, un sitio en la matemática que se llama teoría de nú-


meros. Un sitio (mejor dicho, una rama) muy grande, que cautiva
tanto a matemáticos profesionales como a legos, en cuyo marco
se plantearon problemas que aún hoy constituyen un desafío
para las mentes más poderosas.
Al margen de su belleza —mayor que la de unas cuantas rei-
nas—, una de las razones de tanta pasión consiste en que su ma-
teria es elemental y está al alcance de todo el mundo: los números
naturales. La teoría de números, también llamada aritmética,
se ocupa de problemas que involucran únicamente los núme-
ros enteros positivos y las operaciones básicas: por ejemplo, es-
tudiar las soluciones enteras de una ecuación diofántica, o la
descomposición de un número en sus factores primos. Pero el
hecho de que su “materia” sea elemental no significa que lo sean
sus procedimientos o sus métodos, que a menudo recurren a
otras ramas de la matemática: por el contrario, muchos de los
problemas matemáticos más complicados de los últimos si-
glos provienen de la teoría de números y pueden ser planteados
en términos sencillos. En las páginas que siguen veremos algu-
nos de tales problemas, cuya historia está colmada de éxitos pero
también de resonantes fracasos.
1
Adaptado del artículo “Teoría de números”, publicado en el libro Viaje a la com-
plejidad, vol. 1, Del Big Bang al origen de la vida, Nicolás Caparrós y Rafael Cruz
Roche (dirs.), Madrid, Biblioteca Nueva, 2012.

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El capítulo se encuentra organizado de la siguiente forma.
La próxima sección está dedicada a uno de los teoremas fun-
damentales de la teoría de números, anunciado por Fermat en
1636 aunque fue probado (y generalizado) recién unas décadas
más tarde por Euler. En la sección siguiente haremos referencia
a otro teorema de Fermat, no tan importante por sus aplicacio-
nes pero sí extraordinariamente famoso a causa de la larga epo-
peya que significó su demostración. Finalmente, en las últimas
secciones nos ocuparemos de enunciar con bastante cuidado la
conjetura conocida como hipótesis de Riemann, que sin duda se
encuentra entre los más apasionantes —y difíciles— problemas
jamás planteados.

Cartas a un joven matemático

En el siglo xvii, un abogado francés pasó a la historia como uno


de los grandes matemáticos de todos los tiempos. Se trata de
Pierre de Fermat, quien solía dar a conocer los resultados de su
prolífica labor a través de cartas que enviaba a sus amigos. En
una de ellas, destinada a otro matemático francés llamado Fré-
nicle de Bessy, presentó un hecho que revela una propiedad
magnífica de los primos, aquellos números mayores que 1 sólo
divisibles entre sí mismos y entre la unidad: “Si n es un número
primo y a es otro número cualquiera, entonces el resto de divi-
dir an entre n y el de dividir a entre n es exactamente el mismo”.
A modo de ejemplo, tomemos n = 3 y a = 215: haciendo la
cuenta, 215 dividido entre 3 es 71, y el resto es 2, mientras que
2153 = 9 938 375, que dividido entre 3 da 3 312 791, y el resto tam-
bién es 2.
Por cierto, la gracia del teorema consiste en que permite
conocer el resto sin necesidad, justamente, de “hacer la cuen-
ta”: por ejemplo, podemos afirmar con toda tranquilidad que el
resto de dividir 4029 entre 29 es 11, sin que haga falta pasar un
largo rato ocupados en tediosos cálculos. Tan asombrosa pro-
piedad ha motivado en los últimos tiempos una aplicación muy

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interesante y útil en aquella técnica a la que dedicamos uno de
los capítulos previos: la criptografía.2
Cabe mencionar que el enunciado original de Fermat era
ligeramente diferente: en su carta decía que “todo número pri-
mo mide cada una de las potencias menos uno de cualquier
progresión en la que el exponente es un múltiplo del primo dado,
menos uno”.
Esta forma de expresar el teorema no es del todo clara, pe-
ro da cuenta del hecho de que cualquier número de la forma
an – 1 – 1 es múltiplo del primo n. En realidad, hace falta pedir
también que a no sea múltiplo de n; una vez aclarado este de-
talle, es fácil ver que el enunciado equivale al anterior. Por ejem-
plo, si tomamos como antes n = 3 y a = 215, obtenemos

2152 – 1 = 46 224,

que es múltiplo de 3.
Más allá del valor de este hallazgo, merece un comentario
aparte una curiosa frase que escribió Fermat en su misiva, a
continuación del teorema: “Y esta proposición es generalmente
cierta para todas las progresiones y todos los números primos;
le enviaría la prueba, si no temiese que es demasiado larga”.
La excusa podría resultar aceptable si Fermat hubiese inten-
tado comunicar su teorema por algún medio más restrictivo
como twitter, pero cuesta pensar que la carta fuera a resultar
mucho más abultada por el simple hecho de contener la demos-
2
Por ejemplo, la llamada criptografía con clave pública se basa en el empleo de
dos claves: una conocida por todos, que sirve para encriptar los mensajes, y otra se-
creta, que sirve para descifrarlos. Un método para establecer la clave secreta se basa
en la descomposición de un número en dos factores primos, tarea que requiere mu-
cho tiempo computacional si el número es grande. El teorema de Fermat aquí mencio-
nado se emplea como test de primalidad o, más bien, de no-primalidad: si el resto
de dividir an entre n difiere del de dividir a entre n para algún a, eso quiere decir que n
no es primo. Cabe aclarar que existen números que pasan exitosamente por el test (es
decir, cumplen la propiedad de Fermat) pero no son primos; se los denomina pseu-
doprimos (en algunos textos, pseudoprimos absolutos o números de Carmichael).
A fines del siglo pasado se demostró un teorema que iba a complicar la vida de los
encriptadores: existen infinitos pseudoprimos.

168

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tración. Claro que esto no es del todo cierto, como lo prueban
infinidad de demostraciones muy largas y complejas de otros re-
sultados matemáticos; sin embargo, en este caso es posible en-
contrar una que sólo requiere unos pocos renglones, al menos
si se escribe con letra apretada.
Por ejemplo, ello ocurre con la que publicó un siglo más
tarde el prolífico matemático suizo Leonhard Euler, algunos años
antes de quedar completamente ciego. En rigor, la misma prueba
había sido hallada por otro notable genio, el alemán Gottfried
Leibniz: haciendo uso de aquella propiedad fundamental de los
números naturales denominada principio de inducción, es muy
fácil ver que la afirmación de que el primo n divide a la canti-
dad an – a es válida para todo a.3
Pero los trabajos de Euler permitieron encontrar una gene-
ralización realmente notable del teorema original, que ya no se
restringe a los primos sino que vale para cualquier número na-
tural n coprimo con a (vale decir, tal que ambos números no tie-
nen divisores comunes mayores que 1). El enunciado requiere
una nueva definición, pero muy fácil de entender: se trata de la
función de Euler, denotada por medio de la letra griega φ, que
para cada n se define como la cantidad de números menores
que n coprimos con él. Por ejemplo, para el número 8 hay cuatro
números en esta situación: 1, 3, 5 y 7; de esta forma, φ(8) = 4.
Como ejercicio, el lector puede verificar los valores de la fun-
ción para algunos otros casos:

φ(12) = 4,

φ(32) = 16,

φ(60) = 14.

Para el lector interesado en reproducir dicha prueba, basta observar que, em-
3

pleando el desarrollo del célebre binomio de Newton y el hecho de que n es primo, se


verifica que (a + 1)n – (an + 1) es múltiplo de n. A partir de allí, el resultado se sigue
de forma inmediata.

169

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El teorema probado por Euler (también llamado de Euler-
Fermat) dice que para cualquier n y cualquier a coprimo con n
se cumple que aφ(n) – 1 es múltiplo de n. A modo de ejemplo,
consideremos n = 28. Los números coprimos con 28 son aque-
llos impares que además no son múltiplos de 7, vale decir: 1,
3, 5, 9, 11, 13, 15, 17, 19, 23, 25, 27. Esto quiere decir que
φ(28) = 12, de modo que a12 – 1 tiene que ser divisible entre 28
para cualquier número coprimo con 28. ¿Será cierto? Veamos
qué ocurre con a = 3, para el que se tiene

312 − 1 = 531 440 =18 980 * 28.

Como caso particular, es claro que si n es un número primo


entonces φ(n) = n – 1, con lo que se restablece el enunciado ori-
ginal de Fermat.

El Fermat grande se come al chico

El resultado que vimos en la sección previa para los números


primos se conoce habitualmente como pequeño teorema de Fer-
mat; no porque en verdad lo sea, sino más bien para diferen-
ciarlo de ese otro cuya historia lo ha hecho “grande”. Se trata del
denominado último teorema, cuya prueba se completó hace
poco más de dos décadas. Su enunciado original de 1637 no apa-
rece en una carta sino en el margen de un libro (la Arithmetica
de Diofanto), lo que justifica un poco mejor que antes la nueva
omisión: “He encontrado una demostración realmente admi-
rable, pero el margen de este libro es muy estrecho para con-
tenerla”.
A estas alturas deberíamos pensar que Fermat tenía cierta
manía de dejar los teoremas sin demostrar; esto es cierto en
buena medida, aunque en la mayoría de los casos las pruebas
que no llegó a escribir fueron efectuadas muy pronto por otros
autores. El “último teorema”, en cambio, debió esperar más de
tres siglos de idas y venidas hasta que en 1994 un matemático

170

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inglés llamado Andrew Wiles logró poner punto final a la de-
mostración, que comprende un centenar de páginas y recorre
varias ramas de la matemática. Lo curioso es que el enunciado
en sí es sencillo, más bien insignificante; se trata de una propie-
dad de los números enteros que tiene pocas consecuencias en
nuestra vida cotidiana (salvo que seamos, por ejemplo, Wiles):
para cualquier entero n mayor que 2, la ecuación

an + bn = cn

no tiene soluciones enteras. Justamente a raíz de su “sencillez”


se ha presentado como un ejemplo paradigmático de ese anti-
guo ideal según el cual un problema matemático es bueno sola-
mente si se puede explicar a la primera persona que encon-
tremos en la calle. Claro que la resolución, en este caso, ha
demandado un esfuerzo más que considerable y dista mucho
de satisfacer ese ideal. Esto a menos, claro, que tengamos la ex-
traordinaria fortuna de que la primera persona que encontre-
mos en la calle sea uno de los poquísimos individuos en el mun-
do capaces de comprender la demostración de Wiles.4
Mucho se ha escrito sobre este problema y su curiosa histo-
ria, cuya versión más romántica incluye desengaños amorosos
e intentos de suicidio —uno de ellos exitoso, si se le puede llamar
así—, aunque tiene un final feliz.5

4
Para dar una idea más precisa de esto, cabe mencionar que incluso un matemá-
tico profesional, si no está especializado en el tema, debería dedicar un buen tiempo
solamente para estudiar algunas de las teorías que se requieren para entender dicha
demostración. De este modo, si al salir a la calle se encontrase con alguien dispuesto
a explicarle con detalle el último teorema de Fermat, recién podría volver a casa al
cabo de algunos años.
5
Algunas de estas anécdotas se cuentan en Amster (2004 y 2010). Pero existen di-
versos textos dedicados específicamente al teorema y su demostración: uno de los más
conocidos, destinado al público no matemático, es el de Simon Singh (1997), de atrac-
tiva lectura, aunque contiene algunas inexactitudes. Muchas de ellas, de origen histó-
rico, se señalan en el interesante artículo de Leo Corry (2006), que contribuye en
buena medida a desmitificar ciertos aspectos del famoso teorema.

171

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A mar revuelto,
problema no resuelto

Un año allá por la década de 1930, terminaba el verano en Dina-


marca, y el inglés G. H. Hardy debía retornar a casa para comen-
zar sus clases. Había pasado unos meses visitando a Harald Bohr,
también matemático hermano del conocido físico. El asunto es
que sólo había un barco disponible para la travesía y era ame-
nazadoramente pequeño como para atravesar las aguas a menu-
do inquietas del Mar del Norte. Hardy emprendió el viaje, aun-
que antes de hacerlo envió a Bohr una postal que decía: “He
probado la hipótesis de Riemann”.
La anécdota es referida por otro matemático famoso del si-
glo xx, el húngaro George Pólya, quien explica las razones de
tan curioso mensaje de la siguiente manera: “Si el bote se hun-
día y Hardy se ahogaba, todo el mundo creería que él había pro-
bado la hipótesis de Riemann. Pero Dios no consentiría que él
(Hardy) tuviera ese gran honor y por esto no iba a dejar que
el bote se hundiera”.
Es justo reconocer que el ardid es, cuando menos, una forma
muy original de cubrirse contra los riesgos de hacerse a la mar.
El bote, en efecto, no se hundió y la hipótesis de Riemann sigue
siendo uno de los grandes problemas no resueltos de la matemá-
tica. Pero no fue Hardy el único interesado en el asunto: otra
anécdota cuenta que a Hilbert, quizá el más grande matemático
del siglo xx, le consultaron qué haría en caso de volver a la vida
al cabo de algunos siglos. El alemán respondió que lo primero
sería preguntar: “¿Ha probado alguien la hipótesis de Riemann?”
A la luz de estas historias vale la pena hacer el esfuerzo de
conocer más de cerca el célebre problema, capaz de obsesionar
a tan notables personajes. A diferencia del último teorema de
Fermat, la hipótesis de Riemann figura en la famosa lista de los
23 problemas no resueltos que presentó Hilbert en 1900. Un
siglo más tarde, el Clay Mathematics Institute publicaría una
lista análoga pero ahora de siete problemas, conocidos como “los

172

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problemas del milenio”, con el incentivo adicional (al menos para
muchos) de un suculento premio de un millón de dólares pa-
ra quien fuera capaz de resolver cualquiera de ellos. En la lista
aparece, otra vez, la hipótesis de Riemann.
La conjetura fue formulada por el matemático alemán Bern-
hard Riemann en 1859, en un artículo de ocho páginas que
presentó luego de ser admitido como miembro de la Academia
de Berlín bajo el título “Sobre el número de primos menores que
una cantidad dada”. El asunto, pues, tiene que ver con los nú-
meros primos, aunque la hipótesis de Riemann no se refiere a
ellos sino a una función llamada zeta (ζ): “Todos los ceros no
triviales de la función zeta tienen parte real igual a 1/2”.
Este breve enunciado deja ver a las claras otra diferencia
crucial con el último teorema de Fermat: parece más bien difícil
que “el hombre de la calle” logre entender de qué se trata sin unas
cuantas explicaciones previas. En efecto, más allá de las dificul-
tades que aún persisten para encontrar su resolución, el simple
hecho de intentar comprender de qué se trata nos obliga a me-
ternos en diversos temas de la matemática, que van desde el
análisis, las series y los productos infinitos hasta los números
complejos. Las próximas páginas están dedicadas a desarrollar
algunos de estos temas. De esta forma el lector, si alguien lo de-
tiene en la calle para conversar sobre el asunto, podrá quedarse
tranquilo de que llegará a casa a tiempo para la cena.

… el objetivo inmediato de mi investigación

Antes de introducirnos en el problema en cuestión, es oportuno


mencionar que el artículo original de Riemann buscaba en rea-
lidad responder una pregunta simple: dado un número n, ¿cuán-
tos primos menores que n hay? Por ejemplo, si n es 30 entonces
hay 10: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23 y 29. Si n es 40, se agregan el
31 y el 37, de modo que en total hay 12. En general, no se trata
de una cantidad que se pueda conocer con exactitud para un nú-

173

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mero dado cualquiera, aunque es claro que se hace más grande
a medida que n crece. Para estudiar este problema, Riemann
definió un llamativo objeto matemático al que denominó fun-
ción zeta y, en las primeras páginas del artículo, deslizó un co-
mentario incidental, que se transformaría en la famosa “hipóte-
sis”. En verdad, se trata de una conjetura; según las propias
palabras del autor: “A uno le gustaría, por cierto, tener una prue-
ba rigurosa de esto, pero he dejado de lado la búsqueda de tal
prueba al cabo de unos intentos rápidos y vanos, porque no es
necesaria para el objetivo inmediato de mi investigación”.
Cabe destacar que el comentario resultó atinado, puesto que
el “objetivo inmediato” de tal investigación alcanzó su punto
culminante en un notable teorema demostrado en 1896 en for-
ma casi simultánea por Jacques Hadamard y Charles de la Vallée
Pousin: el teorema de los números primos. La prueba emplea
un resultado que guarda conexión cercana con la hipótesis de
Riemann, pero es más débil y pudo ser verificado en forma direc-
ta. Más de un siglo después, la pregunta sobre la validez de la
conjetura de Riemann permanece aún sin respuesta.
Veamos en qué consiste el teorema probado por estos dos
destacados matemáticos, uno francés y el otro belga. Según
hemos mencionado, Riemann se preguntó por la cantidad de pri-
mos menores que un número n dado; cuando escribió su ar-
tículo, el enunciado del teorema de los números primos ya se
conocía en forma de conjetura desde hacía unos 50 años. A gran-
des rasgos, dice que la cantidad de primos menores que n se ase-
meja, cuando n es grande, a la función n/log(n), en donde “log”
representa el famoso logaritmo (en base e, también denominado
logaritmo natural) de una cantidad dada.
Conviene aclarar qué significa eso de “asemejarse”, para lo
cual vamos a construir una sencilla tabla. En la primera columna
se indican los valores de n, cada vez más grandes; en la segun-
da, la cantidad de primos menores que dicho n, habitualmente
denotada π(n). Finalmente, la tercera columna indica el resul-
tado de dividir n entre su logaritmo:

174

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n π(n) n/log(n)
1 000 168 144.7648…
1 000 000 78 498 72 382.41365…
1 000 000 000 50 847 534 48 254 942.43369…
1 000 000 000 000 37 607 912 018 36 191 206 825.2709…
1 000 000 000 000 000 29 844 570 422 669 28 952 965 460 216.7885…
1 000 000 000 000 000 000 24 739 954 287 740 860 24 127 471 216 847 323.758…

Se observa entonces un parentesco entre las cantidades de


las dos últimas columnas, pero que no es absoluto sino relativo.
Por ejemplo, si uno resta los dos valores correspondientes al últi-
mo renglón, el resultado es muy grande:

24 739 954 287 740 860 – 24 127 471 216 847 323.758…
= 612 483 070 893 536.241…

Sin embargo, la diferencia es insignificante cuando se com-


para con las enormes cantidades que estamos restando. Una for-
ma de convencerse de esto consiste simplemente en efectuar el
cociente entre ambos valores y observar que da un resultado bas-
tante cercano a 1:

24 739 954 287 740 860/24 127 471 216 847 323.758… = 1.025…

Otra manera muy sugestiva de expresar el teorema consiste


en decir que la probabilidad de que un número elegido al azar en-
tre los n primeros sea primo es, para n grande, aproximada-
mente 1/log(n). Este valor tiende a cero, lo que significa que los
primos se hacen cada vez más escasos a medida que tomamos “ti-
ras” de números naturales cada vez más largas.6

Cabe aclarar que el teorema ha sido objeto de sucesivas mejoras en lo que res-
6

pecta a determinar con precisión la forma en que se asemejan las cantidades π(n) y
n/log(n). En particular, si se lograra probar la hipótesis de Riemann, entonces se
obtendría una medida muy precisa de la diferencia entre una y otra.

175

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La hipótesis de Riemann,
de la A a la ζ

En las páginas que siguen presentaremos la célebre función zeta


de Riemann, lo que constituye un paso crucial para compren-
der por fin el enunciado de su —no menos célebre— conjetura.
Como anticipamos, para poder llevar a cabo tal empresa nos
veremos en la necesidad de introducirnos en algunos otros te-
mas, que comienzan con el análisis matemático y las series infi-
nitas. Esto le da un sentido cabal al título de la sección, en donde
la ζ remite obviamente a la función zeta, mientras que la A pue-
de pensarse a su vez como la inicial de una de las más impor-
tantes series matemáticas, la denominada serie armónica. Y, se-
gún veremos, en este contexto es bastante atinado afirmar que
en el comienzo fue la Armónica.
En principio, conviene recordar el concepto de serie que vi-
mos en los capítulos previos, con frecuencia mal entendida como
una “suma infinita”:


∑ a n = a1 + a2 + a3 + a4 + . . .
n=1

Como vimos, en realidad no se trata de una suma sino de un


límite: el límite de la suma de los primeros N términos, cuando
N tiende a infinito. Para ilustrarlo, tomemos una vez más aque-
lla serie que viene siempre a cuento de las aporías de Zenón, con
Kafka y Borges incluidos:

1 1 1 1
+ + + + . . . = 1.
2 4 8 16

El hecho es que el resultado 1 no se obtiene “sumando infi-


nitos términos” sino a partir del cálculo del límite de la sucesión
formada por las denominadas sumas parciales:

176

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1
S1 =
2
1 1 3
S2 = + =
2 4 4
1 1 1 7
S3 = + + =
2 4 8 8
...

El lector más o menos avezado podrá intuir ya una fórmula


general para calcular el valor exacto de S N para este caso. Y si
no es avezado, le alcanza con ser memorioso, ya que en esencia es
la misma que vimos en la nota 19 del capítulo i (Zenon en ver-
sión decimal) o en el capítulo iii, aquel de los amigos que se re-
parten la torta. Aunque ahora se trataría solamente de dos ami-
gos, uno que espera y otro que no llega, lo que corresponde a la
versión dicotómica original de Zenon. Si recorremos la mitad
de un segmento, queda por recorrer la mitad; si ahora recorre-
mos la mitad de lo que queda, falta aún la cuarta parte y así su-
cesivamente: al cabo de N tramos queda por recorrer 1/2 N . De
esta forma:
1 2N − 1
SN = 1 − N =
2 2N
Pero más que la fórmula en sí, lo que interesa aquí es obser-
var que la serie converge al valor 1; es decir, las sumas parciales
se aproximan cada vez más a 1 a medida que N tiende a infinito.
Eso autoriza (con “autoridad matemática”) a colocar sin el me-
nor asomo de duda el signo “=” en la expresión

1 1 1 1
+ + + + . . . = 1.
2 4 8 16

El argumento es análogo al de la fórmula 0.9999… = 1, que


vimos en el capítulo i: aunque sorprenda a los desprevenidos,
no significa que los dos términos “se parecen”, sino que se trata de

177

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una igualdad hecha y derecha. La justificación proviene de la
definición precisa y nada esotérica del concepto de límite.
La serie armónica, en cambio, no es convergente sino que
diverge, pues sus valores se hacen cada vez mayores a medida
que N crece, sin que haya un “techo” o, mejor dicho, una cota.7
El término general de esta nueva serie es a n = 1/n, de modo
que las sucesivas sumas parciales son:
S1 = 1
1 3
S2 = 1 + =
2 2
1 1 11
S3 = 1 + + =
2 3 6
...

La diferencia con la serie anterior puede parecer sutil, pero


es decisiva; en este caso, la suma no es un número sino que es
“infinito”. Esto parece apenas un modo de hablar aunque, nue-
vamente, la definición rigurosa de límite otorga validez a la si-
guiente escritura:

1 1 1
1+ + + + . . . ∞.
2 3 4

Uno podría preguntarse cómo es que la serie diverge siendo


que sus términos se acercan cada vez más a 0. Hay muchas ma-
neras de verlo; a continuación daremos una prueba elegante y
quizá no tan conocida.
Supongamos que la serie no diverge. En tal caso, como to-
dos los términos son positivos, la completitud de los números
reales (véase el capítulo i) implica que converge a un valor S. Lo que

7
Existen justamente ciertas divergencias en torno a dicha denominación: en al-
gunos textos se dice que una serie así converge a infinito. Aunque hay algunas bue-
nas y seductoras razones para adoptar esta variante, mantendremos la de “divergen-
te”, que es la más habitual.

178

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sigue es un argumento más bien informal, pero puede justificar-
se de manera rigurosa. Si reordenamos los términos colocando
primero todos los que tienen denominador impar y luego los
que tienen denominador par, nos queda una suma de dos series
diferentes, que convergen respectivamente a dos valores que
llamaremos S I y S P .

S = (1 + 13 + 15 + . . . ) + ( 12 + 14 + 16 + . . . ) = S I + S P .

Comparando uno a uno los términos impares con los pa-


res, vemos que 1 > 1/2, 1/3 > 1/4, 1/5 > 1/6, etc. En consecuen-
cia, S I > S P . Por otro lado, también se cumple que

1 1 1 1 1
SP = + + + . . . = (1 + 12 + 13 + 14 + . . . ) = S.
2 4 6 2 2

En consecuencia, S es la suma de dos términos distintos,


pero el más pequeño de ellos es la mitad de S:

S = S I + S P > S P + S P = 2S P = S.

Este absurdo nos dice que nuestro supuesto inicial de que


la serie no diverge era falso.
En todo caso, cabe observar que, si bien las sumas parciales
de la serie crecen más allá de cualquier valor prefijado, lo hacen
a un ritmo muy lento. Por ejemplo,
1 1 1
1+ + + ... + = 5.1873775176396. . .
2 3 100
1 1 1
1+ + + ... + = 7.48547086055034. . .
2 3 1 000
1 1 1
1+ + + ... + = 14.39272672286. . .
2 3 1 000 000

179

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Esto muestra que, al cabo de un millón de términos apenas
hemos superado el valor 14; para superar el 100 hacen falta
más de

1043 = 10 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000

términos.8
Esta divergencia “a fuego lento” se percibe de manera toda-
vía más palpable al observar lo que ocurre cuando en vez del
término general 1/n ponemos 1/nS. El resultado es la llamada
serie armónica generalizada, que diverge para cualquier s < 1,
pues sus términos son mayores que los de la serie armónica. En
cambio, cuando s es mayor que 1 puede probarse que la serie
converge; así, el valor s = 1 constituye una suerte de valor crítico.
No importa si s supera el 1 por muy poco; eso basta para que la
serie sea convergente.9
Al cabo de tanto esfuerzo estamos en condiciones de dar
una excelente noticia: entre una cosa y otra, hemos llegado a la
zeta de Riemann, que para cualquier s > 1 se define precisa-
mente como el valor de la serie armónica generalizada con ex-
ponente s:
8
Por cierto, el lector no debe suponer que nos hemos tomado el trabajo de efectuar
todos estos cálculos a mano, sino que los hemos obtenido con ayuda de una compu-
tadora. Para valores relativamente pequeños de N se puede experimentar, por ejem-
plo, con el sencillo programa que aparece en la página: www.math.utah.edu/~carlson/
teaching/calculus/harmonic.html. Sin embargo, a fin de tener una idea más acabada
de la velocidad de crecimiento de las sumas parciales, resulta mucho más cómodo
emplear la siguiente propiedad, fácil de demostrar, para la suma S N de los N primeros
términos:
log N < S N < 1 + log N .

Por ejemplo, el logaritmo de N = 1 000 000 es 13.815510558…, lo cual permite


anticipar, sin necesidad de hacer el cálculo, que la suma del primer millón de térmi-
nos es un valor entre dicho número y 14.815510558… (comparar con el valor “exacto”
que vimos anteriormente).
9
La demostración de este hecho puede verse en cualquier texto básico de análi-
sis matemático, aunque algunos casos particulares se comprueban por métodos to-
davía más elementales. Por ejemplo, un argumento “geométrico” para s ≥ 2 se mues-
tra en Amster (2007), en donde también se puede ver una ingeniosa demostración de
la divergencia de la serie armónica propuesta por Johann Bernoulli.

180

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1 1 1 1
ζ(s) = 1 + + + + + ...
2s 3s 4s 5s

Claro que la historia no acaba aquí, puesto que en realidad


debemos ver cómo se extiende la definición de esta función para
otros valores de s. Pero conviene hacer un breve y fundamental
paréntesis para preguntarnos qué tiene que ver todo esto con los
números primos. La respuesta se verá en la próxima sección.

La armonía de los primos

A lo largo de la sección anterior nos referimos principalmente a


la serie armónica. Y entre los lectores que han leído atentamente
hasta aquí, no sería de extrañar que a alguno le haya surgido una
duda, incluso una sospecha, respecto de dicho nombre.
La sospecha se torna certidumbre en cuanto comprobamos
que la serie armónica tiene que ver con cierta noción de “armo-
nía”, que se remonta a las especulaciones filosóficas de los pita-
góricos y su legendaria armonía de las esferas. Sin entrar en
detalles, cabe mencionar que la definición de esta serie provie-
ne de un delicado equilibrio, pues cada término coincide con
la media armónica entre su antecesor y su sucesor. Se trata de una
suerte de promedio, pero definido de un modo extraño: dados
dos números positivos a y b, su media armónica es el inverso del
promedio (aritmético) de sus inversos, es decir:
1
+ 1
2
Media armónica de a y b = inverso de = a b
= .
2 1
a
+ b1

A modo de ejemplo, la media armónica de 1/3 y 1/5 da por


resultado precisamente el término que se encuentra entre ambos:
1 1 2 1
Media armónica de y = = .
3 5 3+5 4

181

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Por otra parte, a esta altura no debería sorprender el hecho
de que esta serie tan renombrada se vincule de forma directa con
los armónicos en la música. Lo que sí puede provocar todavía
alguna sorpresa es que en tan suave armonía desempeñan un pa-
pel relevante (o, si se quiere, fundamental) los números primos.
Empecemos por un sencillo ejemplo muy similar al que plan-
teamos en los primeros párrafos de la sección anterior: dado un
número p mayor que 1, ¿cuánto vale la suma de la serie cuyo
término general es 1/pn?
1 1 1 1
+ 2 + 3 + 4 + ... = ?
p p p p

La respuesta es inmediata: se trata de una serie convergente,


cuya suma es 1/p – 1, como se puede verificar recurriendo una
vez más a los métodos del capítulo ii (que funcionaban para un
encuentro de amigos pero, como vemos, también para primos).
Ahora imaginemos que p y q son primos distintos, entonces
vale:

(1 + 1
p
+ 1
p2
+ 1
p3
+ 1
p4
+ . . . ) ⋅ (1 + 1
q
+ 1
q2
+ 1
q3
+ 1
q4
+ ...)
= (1 + p−1 ) ⋅ (
1 + q−1 ).
1 1

Lo que sigue no es cierto en general, aunque en este caso es


fácil probar que vale una suerte de “propiedad distributiva infi-
nita” para los factores que se encuentran en el término de la iz-
quierda:

(1 + 1p + p12 + p13 + p14 + . . . ) ⋅ 1 + (1 + 1p + p12 + p13 + p14 + . . . )

⋅ (1 + p + p 2 + p 3 + p 4 + . . . ) ⋅ 2 + . . . =
1 1 p q

1 1 1 1
.
q q p−1 q−1

De aquí resulta:

182

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(1 + 1
p
+ 1
p2
+ 1
p3
+ 1
p4
+ . . . ) + ( q1 + 1
pq
+ 1
p2 q
++ ...)
1
p3 q
+ 1
p4 q

+ ( q2 + + + + + ...) + ... =
p q

1 1 1 1 1
.
pq 2 p2 q2 p3 q2 p4 q2
p−1 q−1

Ahora prestemos atención a los términos que aparecen en el


lado izquierdo de la igualdad: se trata de fracciones de la forma
1
,
p j qk

donde j y k toman todos los valores posibles entre los enteros


mayores o iguales que 0 (recordemos que p0 = q0 = 1). Mediante
un simple reordenamiento (que, otra vez, no siempre vale pero
en este caso sí), queda establecida la igualdad
p q 1
⋅ =∑ ,
p − 1 q − 1 n∈A n

donde A es el conjunto formado por todos los números natura-


les de la forma pj ∙ qk.
Ahora, ¿qué ocurre si agregamos un nuevo primo r? Repi-
tiendo el procedimiento, resulta
p q r 1
⋅ ⋅ =∑ ,
p − 1 q − 1 r − 1 n∈A n

donde A es ahora el conjunto de los números naturales de la for-


ma pj ∙ qkr l, con j, k y l números enteros no negativos. Y así su-
cesivamente; a medida que vamos considerando una cantidad
mayor de números primos obtenemos del lado izquierdo un
producto que tiene más factores. Al mismo tiempo, del lado de-
recho queda una serie a la que cada vez se agregan más térmi-
nos, ya que el conjunto A se agranda. Pero: ¿es lícito tomar ahora
todos los primos? De ser así, el conjunto A abarcaría la totalidad

183

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de los naturales, pues cada número mayor que 1 se escribe en
forma única como un producto de potencias de factores primos
(es el llamado teorema fundamental de la aritmética).
El asunto es que los primos son infinitos, de modo que del
lado izquierdo de la igualdad tendríamos un dudoso “producto
infinito”. Sin embargo, eso no debe amedrentarnos: al igual que
con las series, los productos infinitos se definen adecuadamen-
te como un límite. El procedimiento requiere ciertas condiciones
que escapan a los objetivos de este capítulo en el que, a grandes
rasgos, nos alcanzará con saber que a tales productos se les apli-
can las mismas nociones de convergencia que para las series.
De acuerdo con lo anterior, y empleando ahora el símbolo π
(productoria) para expresar un producto, podríamos aventurar
una fabulosa igualdad:
p 1 1 1
∏ = 1+ + + + ...
p∈P p−1 2 3 4

donde P es el conjunto de todos los números primos.


Llegado este punto, debemos moderar el entusiasmo y revi-
sar todo con sumo cuidado, pues, como vimos, la serie armó-
nica diverge. ¡Menudo detalle! Eso fastidia en buena medida la
validez de nuestros argumentos y muestra que, como ya insi-
nuamos: la manipulación de series requiere mucha seriedad.
Como sea, la dudosa “igualdad” anterior permitió a Euler dar
una inesperada demostración de que existen infinitos números
primos: si la cantidad fuera finita, la serie armónica se podría
calcular multiplicando un número finito de factores, lo que es
absurdo.
¿Cuál es el sentido de esta “demostración”? Es claro que
Euler obviamente no buscaba demostrar nada, pues ya sabía
que existen infinitos primos. Sin embargo, su argumento expre-
sa la profunda relación que existe entre la serie armónica y el
producto infinito del término izquierdo. Es cierto que ambos
divergen, pero nuestro anterior argumento se puede extender sin

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inconvenientes para la serie armónica generalizada; de esta
forma, se prueba rigurosamente que para s > 1 vale:
ps 1 1 1
∏ s = 1+ s + s + s + ...
p∈P p − 1 2 3 4

¡Qué gran noticia! El término de la derecha es un viejo (bah,


no tanto) conocido, la zeta de Riemann evaluada en s. La co-
nexión de la famosa hipótesis con el problema de la distribu-
ción de los primos comienza a hacerse más clara. Es hora de
volver a oscurecer el panorama extendiendo la función a un cam-
po más amplio, el de los números complejos.

El problema se torna complejo

En la Italia del Renacimiento, matemáticos de la talla de Tarta-


glia y Cardano se empeñaban en resolver ecuaciones algebraicas
que se habían resistido a los progresos de la matemática antigua.
En particular, pronto se hizo célebre el método publicado por
el segundo de dichos autores en su Ars Magna para la resolución
de la ecuación de tercer grado, una hazaña muy destacable para
la época. Claro que la historia está llena de vericuetos y agrias
disputas en torno a la paternidad del hallazgo que, según final-
mente se supo, pertenecía a otro matemático llamado Scipione
del Ferro. Pero lo que nos interesa aquí es que en su tratado Car-
dano introduce (con cierto descuido) una auténtica novedad:
raíces cuadradas de números negativos.
Esto es algo totalmente sorpresivo; cuando menos, nos hace
mirar con desconfianza a quienes nos enseñaron en el colegio
que todo número real elevado al cuadrado da un resultado ma-
yor o igual que cero. Pero justamente de eso se trata, de números
que no son reales, aunque existen realmente. Sus leyes desafían
muchas de las reglas a las que estamos acostumbrados; por tal
motivo Descartes los llamó imaginarios y, en un arranque de

185

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inspiración poético-filosófica, Leibniz afirmó que la raíz cua-
drada de la unidad negativa es una suerte de anfibio entre el ser
y el no-ser.
Misteriosos o no, estos “anfibios” funcionan muy bien y re-
sultan de crucial importancia en la matemática, de modo que
todos los estudiantes deben —como suele decirse— tragarse el
sapo y estudiar sus propiedades. Pero no todos los anfibios son
difíciles de tragar: sin ir muy lejos, muchos chefs recomiendan
justamente las ranas como uno de los más exquisitos manjares.
Sin entrar a discutir sobre preferencias gastronómicas (sobre
gustos no hay nada escrito), para los matemáticos resultan aún
más apetitosos los números complejos, producidos a partir de
esta idea de agregar estos objetos “imaginarios” al conjunto de los
reales. Al comienzo se empleaban sin entender bien de qué se
trataba, pero en el siglo xvi Rafael Bombelli logró importantes
avances que dieron lugar a la formalización llevada a cabo en
los siglos posteriores. En esta historia se destacan grandes au-
tores como Wallis o Euler, aunque la pieza clave para compren-
der el funcionamiento de tales números fue presentada a fines del
siglo xviii por un matemático aficionado llamado Argand y se
basa en la interpretación geométrica que todavía se emplea en
la actualidad.
Mirada con nuestros ojos del siglo xxi, la idea es simple:
agregamos a los números reales un pequeño objeto llamado, pero
no llamado a por “anfibio” sino i, por “imaginario”, con la pro-
piedad de que, al elevarlo al cuadrado, el resultado es –1. Es
claro que un bicho tan raro no se puede, en principio, sumar a
un número real; de este modo, si queremos, por ejemplo, sumar-
le 3 no queda más remedio que definir un nuevo objeto que
—astutamente— escribiremos 3 + i. Otro tanto ocurre con el
producto: si en vez de sumar queremos multiplicar i por 3, el re-
sultado no puede ser otra cosa que “algo” que se definirá como
3i. En resumen, lo que queda es el conjunto de todas las expre-
siones del tipo z = a + bi, en donde tanto a como b son núme-
ros reales. No es complicado definir operaciones de suma y

186

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producto de tales expresiones de modo que valgan las propie-
dades que esperamos de ellas:

suma: (a + bi) + (c + di) = (a + c) + (b + d)i

producto: (a + bi) · (c + di) = (ac – bd) + (ad + bc)i.

De las dos definiciones, sin duda la menos obvia es la se-


gunda. Sin embargo, pronto se hace clara, pues entre las pro-
piedades que “esperamos” se encuentran la distributiva, la asocia-
tiva y la conmutativa:

(a + bi) · (c + di) = ac + bic + adi + bidi


= ac + bdi2 + (ad + bc)i.

De aquí se obtiene el resultado previo, apelando ahora al


hecho de que i2 = –1.
La representación de Argand, que terminó de quitar a estos
números su aura de misterio, consiste en pensar las cantidades
a y b de tales expresiones (llamadas respectivamente parte real
y parte imaginaria del número) como coordenadas en el plano
cartesiano.
b
a+bi

A esta altura tenemos ya casi todos los elementos necesa-


rios para comprender el enunciado de la hipótesis de Riemann,
aunque falta un último paso: extender la función ζ al plano de
los números complejos. El lector que haya llegado hasta aquí
puede verse tentado de tomar un breve descanso y aceptar, sin

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Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 187 03/06/19 13:52


más preámbulos, el hecho de que dicha extensión es posible. En
tal caso, el consejo más conveniente es que salte la próxima sec-
ción y pase directo al final del capítulo. De cualquier forma, si
ha logrado llegar hasta aquí, eso demuestra que tiene agallas su-
ficientes como para hacer frente a un último desafío antes de ver
los detalles finales de la construcción.

Zeta de z

Como vimos, los números complejos son expresiones de la for-


ma z = a + bi, donde a y b son números reales. El uso de la
variable z no es más que una costumbre, así como solemos usar
la x para referirnos a una variable real, pero justifica el título de
esta nueva sección: se trata de encontrar una expresión válida
para ζ(z), donde z ya no es como antes un número real mayor
que 1, sino un número complejo. Para ser más precisos, la fun-
ción estará definida en todo el plano complejo salvo en el valor
z = 1, que corresponde a lo que se denomina una singularidad.
Esto es esperable, pues, de acuerdo con nuestra definición pre-
via, es fácil ver que, si tomamos valores de z mayores pero cada
vez más cercanos a 1, el valor de ζ(z) se hace cada vez más grande.
Para empezar, procuraremos entender el significado de (z)
para z = a + bi con a > 1. La pregunta básica es: ¿existe alguna
interpretación razonable de la expresión

1 1 1
ζ(z) = 1 + + + + ...
2z 3z 4z

cuando z es un número complejo? Para ello, deberíamos en


principio dar algún sentido a los denominadores de la forma
nz: ¿qué significa elevar un número a un exponente complejo?
La respuesta quizá tome por sorpresa al lector despreve-
nido: en general, la potencia no se puede establecer de una única
manera, ni para todos los números a la vez. Para comprender
esta dificultad, no hace falta pensar en exponentes muy exóticos:

188

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 188 03/06/19 13:52


por ejemplo, ya resulta problemático poder decir qué significa
z1/2 para cualquier número complejo z. En todo caso, pensando
en las propiedades habituales de la potenciación, uno debería es-
perar que (z1/2)2 = z2*1/2 = z; en consecuencia, z1/2 tiene que ser la
raíz cuadrada de z. Hasta aquí, todo muy bonito, salvo por la in-
feliz circunstancia de que la raíz cuadrada no existe.
La última afirmación puede parecer enojosa, porque todo
número complejo tiene en realidad raíces cuadradas, pero justa-
mente allí, en el uso del plural, está el problema. Es fácil com-
probar que para cualquier z distinto de 0 hay exactamente dos
valores distintos cuyo cuadrado es z, el problema es: ¿cuál elegi-
mos? Esta situación pasa desapercibida cuando se trata de defi-
nir la raíz cuadrada para los números reales positivos, pues, de
acuerdo con la convención habitual, dado un número positivo x
se elige el único valor positivo cuyo cuadrado es x. Por eso, “la”
raíz cuadrada de 4 es 2 y no –2. Sin embargo, con los complejos
no se puede hacer lo mismo: un número z tiene dos raíces w y
–w… pero no hay una que sea “la positiva”. ¿Con cuál nos que-
damos? No es difícil demostrar que no hay una buena manera
de hacer esto; en otras palabras, no hay una función continua
que a cada número complejo le asigne una raíz cuadrada. Una
manera —un poco ingenua pero, al fin y al cabo, válida— de
convencerse de que algo√anda mal es la siguiente: si pudiéra-
mos definir tal función Z, entonces debería valer la propie-
dad que conocemos para los números reales positivos:
√ √ √
ZW = Z W .

En tal caso, tomando en particular los valores z = w = –1


resulta
√ √ √
(−1)2 = −1 −1,
es decir

1 = −1,

189

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 189 03/06/19 13:52


√ √ √ √
lo que es absurdo, pues 1 = 12 = 1 1 = 1.
Sin embargo, en el caso específico que nos interesa existe
una forma bastante razonable de pensar las potencias con expo-
nente complejo. En principio, recordemos la magnífica fórmu-
la establecida por Euler, que revela una íntima relación entre la
función exponencial y las funciones trigonométricas:

eix = cos(x) + i sen(x).

Para quien no conozca las razones profundas de esta igual-


dad, el asunto parecerá tan sólo una misteriosa manera de es-
cribir; como sea, permite ya observar que, al menos en ciertos
casos, tiene sentido hablar de un exponente que no es real. Más
en general, dado cualquier z = a + bi, se puede definir la expo-
nencial ez de modo más o menos “evidente”:

ez = e a + bi = e ae bi = e a [cos(b) + i sen(b)].

Pero esto puede extenderse de manera sencilla para mu-


chos casos en los que la base no es ya el número e: por ejemplo,
basta recordar que todo número real positivo u puede escribirse
como
u = elog(u),

de modo que es legítimo definir uz de la siguiente forma:

uz = elog(u)z.

El artilugio puede parecer tramposo, pero resulta de gran uti-


lidad en nuestro caso, en el cual sólo necesitamos dar un sig-
nificado a la expresión nz para n natural. Escribiendo z = a + bi,
podemos entonces definir:

nz = elog(n)z = naelog(n)bi.

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Y, por fin, si a > 1, es fácil comprobar que la fórmula anterior
para ζ(z) —que ahora es una serie de números complejos—
converge.
La extensión de ζ para los restantes valores del plano (ex-
ceptuando, como dijimos, z = 1) fue obtenida por Riemann
mediante una técnica muy importante del análisis complejo, de-
nominada continuación analítica. El resultado de este procedi-
miento es una función algo difícil de imaginar, aunque se prueba
que satisface la siguiente relación:

ζ(z) = 2zπz – 1sen(πz/2)Γ(1 – z)ζ(1 – z).

En esta fórmula aparecen dos nuevos elementos inquietan-


tes: por un lado, la función Γ (gamma), de múltiples aplicaciones
y muy conocida en la teoría de probabilidades; por otro, la an-
tigua y entrañable función seno, pero extendida a los números
complejos. Esto puede sonar raro (más que lo de “entrañable”),
aunque al menos permite entender a qué se refería Riemann
con aquello de los ceros “triviales” de la función ζ. En efecto, es
sabido que sen(kπ) = 0 para todo k entero, así que ζ(z) debe
anularse cuando z es un entero par menor que 0. En cambio, si
se trata de un entero par pero mayor que 0, la cosa cambia, pues
en tal caso Γ(1 – z) se hace infinito y se “compensa” con el cero de
sen(πz/2). Algo similar ocurre para z = 0, aunque en este caso
el factor que se hace infinito es el de la propia ζ, pues (1 – 0) =
(1) = ∞. Los detalles quedarán para el lector interesado en pro-
fundizar en estas delicadas cuestiones.10

10
Es importante aclarar que la “compensación” no vale en general, pues el pro-
ducto de un factor que tiende a 0 por otro que tiende a infinito puede converger a
cualquier resultado (finito o infinito) o incluso no converger. El lector puede obser-
var también que hay otros valores “problemáticos”, pues Γ(1 – z) también se hace
infinito cuando z es un impar positivo. Sin embargo, si z es además mayor que 1, enton-
ces (1 – z) es 0, y otra vez se produce una indeterminación del tipo “0 por ∞”, para la
que se demuestra que el límite es un valor distinto de 0.

191

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En definitiva: ¿ha probado alguien
la hipótesis de Riemann?

Entre las numerosas anécdotas que circulan en relación a la fa-


mosa conjetura, hemos mencionado los planes que había trazado
Hilbert ante el caso de una eventual resurrección. Eso justifica
el título de esta última parte y, además, nos pone en condiciones,
tras unas arduas páginas preparatorias, de “volver a la vida” con
renovadas energías. Manos a la obra, pues.
A ver, ¿qué decía la hipótesis? Que, además de los ceros “tri-
viales” detallados al final de la sección previa, la función ζ no se
anula en ningún valor z = a + bi con a distinto de 1/2. Se han
encontrado muchos, infinitos ceros no triviales de la función,
todos ellos tienen parte real 1/2. Pero no se ha demostrado que
esto tiene que ser así para cualquier nuevo cero que se encuen-
tre en el futuro. Desde el punto de vista geométrico, lo que esto
significa es que los ceros no triviales de ζ deben caer todos so-
bre la línea punteada:

0 ½ 1

Cabe decir que la incertidumbre no es absoluta: desde 1859


a la fecha se han probado muchas cosas sobre los ceros no tri-
viales de la función de Riemann. Por ejemplo, se ha probado que
todos caen dentro de la franja sombreada, que corresponde a los
números complejos con parte real entre 0 y 1: este resultado bas-
tó para probar el mencionado teorema de los números primos.

192

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Pero la pregunta original permanece sin respuesta. Se anuncia-
ron hasta la fecha muchas demostraciones, tanto de la conjetura
como de su negación, pero en todas ellas se ha encontrado siem-
pre algún error. A su vez, existen todavía algunas demostracio-
nes que no han llegado a revisarse por completo: quién sabe,
acaso alguna de ellas sea por fin correcta. Aunque el panorama
no es nada claro: la revisión sólo puede ser llevada a cabo por los
verdaderos expertos en el tema, quienes deben dedicar mucho
tiempo a leer línea por línea extensas páginas.11 En lo que res-
pecta a este capítulo, podemos darnos por satisfechos por el
momento y aguardar con paciencia a ver si la hipótesis figura
en la lista de problemas no resueltos que la comunidad mate-
mática publique en los albores del próximo siglo. Tras una his-
toria de más de un siglo y medio, ¿qué nos cuesta esperar unos
80 años más?

El lector interesado en conocer algunas de las demostraciones fallidas, así como


11

algunas de las pruebas todavía no verificadas tanto del enunciado de Riemann como de
su negación, puede consultar en: empslocal.ex.ac.uk/people/staff/mrwatkin/zeta/
RHproofs.htm. Entre tales “demostraciones” recientes hay una que generó cierta ex-
pectativa, por provenir de uno de los más eminentes matemáticos de la segunda
mital del siglo xx: se trata de sir Michael Atiyah, ganador de los dos principales ga-
lardones matemáticos: la medalla Fields (1966) y el premio Abel (2004). Sin embar-
go, su argumento, presentado el 24 de septiembre de 2018, fue recibido con el mayor
de los escepticismos. El artículo de Atiyah contiene serios errores e imprecisiones; el
lector interesado puede consultar una exposición informal que aparece en francis.
naukas.com/2018/09/30/la-supuesta-demostracion-de-michael-atiyah-de-la-hipo
tesis-de-riemann/.

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XI. Matemática para tus oídos
Sin música la vida sería un error.
Friedrich Nietzsche

El verdadero principio

Es un hecho conocido, de los tiempos pitagóricos a esta parte,


que la música tiene una profunda vinculación con la matemáti-
ca. En realidad se trata de algo más que eso: por unos cuantos
siglos se consideró que la música era una de sus ramas, tal como
lo eran la geometría, la teoría de números y la astronomía. Hasta
que un día el compositor y gran teórico J. P. Rameau propuso
invertir los papeles. Incluso se atrevió a subir la apuesta: no es la
música una porción de la matemática sino al revés; la matemá-
tica y todas las ciencias forman parte de la música. ¿Cuál es la ex-
plicación? La ciencia, dice el francés, se basa en las proporciones,
y es el cuerpo sonoro el que las engendra todas. Hay quienes
creyeron ver un aire de revanchismo en el ánimo de Rameau,
quien en realidad era amigo de grandes sabios de la época,
como D’Alembert, y tenía un espíritu decididamente cartesia-
no. Esto queda bien claro en su tratado Démonstration du prin-
cipe de l’harmonie servant de base à tout l’art musical théorique
et pratique (Rameau, 1750), en el que escribe:

Conducido desde mi más tierna juventud por un instinto matemá-


tico en el estudio de un Arte para el que me encontraba destina-
do, y que toda mi vida me ha ocupado exclusivamente, he querido
conocer el verdadero principio, como lo único capaz de guiar-
me con certeza, sin consideración por los hábitos ni las reglas
recibidas.

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Para la época de Rameau, cabe aclarar, la discusión sobre la
escala musical pitagórica, sus deficiencias y ulteriores ajustes
ya estaba zanjada. Esto no significa que no haya mucho para de-
cir todavía sobre escalas y afinación, pero, a grandes rasgos, exis-
te un acuerdo bastante amplio respecto al empleo de la deno-
minada escala de temperamentos iguales. En el antiguo sistema
de Pitágoras, el primer intervalo fundamental es la octava, que se
obtiene a partir de la fracción 2/1: por ejemplo, si una cuerda
que produce un do se corta por la mitad, el sonido producido
por esta nueva cuerda es otra vez un do, pero una octava más
agudo. Los intervalos restantes se obtienen mediante otras frac-
ciones: el intervalo de quinta se determina a partir de la fracción
3/2 (vale decir, tomando las dos terceras partes de la cuerda), el
de cuarta a partir de la fracción 4/3, etc. Con esto ya se puede
construir la escala cromática de 12 notas, tradicionalmente dis-
puestas según el célebre círculo de quintas, aunque esta forma de
presentación aparece recién en el siglo xvi (pocos años antes
del nacimiento de Rameau):

Do Do
Si #/
Re
b
b
i
/S

Re
La #

Re #/Mi b
La b
La

Mi
# /
l
o

S
Fa
Sol b Fa # /Sol

La idea es sencilla: comenzamos en un do, luego nos move-


mos hasta la quinta nota, que es un sol, y así sucesivamente, hasta
dar una vuelta completa:

195

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do-sol-re-la-mi-si-fa#-do#-sol#-re#-la#-fa-do.

Pero en la versión original de los pitagóricos, el proceso


acarrea algunas dificultades y termina pareciéndose una vez más
a la desenfrenada carrera de Aquiles, ya no detrás de una tortuga
sino de la octava. La frecuencia de cada quinta se obtiene mul-
tiplicando la anterior por 3/2; al cabo de 12 pasos, la frecuencia
del do inicial se multiplica entonces por (3/2)12. Sin embargo,
dijimos que las octavas se obtienen cuando se corta la cuerda
por la mitad o —equivalentemente— al multiplicar la frecuen-
cia por 2; de esta forma, para culminar nuestra vuelta nueva-
mente en do, el valor (3/2)12 debería coincidir con una potencia
de 2. Y es inmediato verificar que esto no ocurre:

( 32 ) = 129.746337890625.
12

En otras palabras, la nota obtenida al cabo de 12 pasos difiere


un poco del do original, dando lugar a la llamada coma pitagó-
rica, que mide justamente el error entre ambas notas. Cabe men-
cionar que para descubrir esto no hizo falta siquiera un Hipaso
(cf. la nota 17 del capítulo i: en este caso, una auténtica “nota dis-
cordante”), pues la falla fue advertida por el propio Pitágoras.
Ahora bien, ¿por qué difiere “un poco”? Como se puede
observar, el valor anterior se encuentra cerca de la potencia 27 =
128; por eso, la escala pitagórica funcionó aceptablemente bien
hasta los tiempos del canto gregoriano, monódico y sin mayo-
res sobresaltos en la melodía. Pero cuando la música se hizo más
compleja, el “pequeño error” se transformó en un gran proble-
ma, que recién terminó de resolverse con las escalas temperadas.
Para que quede claro, debemos decir que la escala de 12 notas
no es un mero capricho sino que se apoya en un principio más o
menos “natural”. Como anticipamos, la octava escapa una y otra
vez de Aquiles; esto se manifiesta en el hecho (algebraico) de
que las potencias de 3/2 nunca coinciden con las de 2.

196

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1 2 4 8 16 …

1 3/2(3/2)’(3/2)’ (3/2)’ (3/2)’ (3/2)’ (3/2)’ …

Se puede probar, eso sí, que para cierta sucesión de valores


de n la potencia (3/2)n se aproxima —en términos relativos—
cada vez mejor a la octava; de esta forma se podrían construir
escalas que, sin ser exactas, tendrían un error menor que la coma
pitagórica. Pero el problema es que los valores de n deberían ser
altos: por ejemplo, una escala de 41 o 53 notas resultaría más
precisa que la de 12, pero los estudiantes de música se verían en
serias dificultades para aprenderse los ejercicios de solfeo.
Como sea, ya anticipamos que la cuestión fue finalmente
resuelta, más o menos para los tiempos de Rameau. El “error”
de la escala pitagórica fue reparado, de una manera matemáti-
camente efectiva aunque artificial, pues se apoya en la octava
pero ignora todas las otras fracciones. La escala de temperamen-
tos iguales o uniformemente temperada establece las frecuen-
cias entre un do y el siguiente (cuya frecuencia es el doble) divi-
diendo el intervalo de manera uniforme. En otras palabras, cada
una de las 12 notas de la escala cromática se obtiene a partir de
la anterior multiplicando su frecuencia por una constante fija
s, que corresponde al semitono. Su valor es fácil de calcular, ya
que al cabo de 12 pasos se llega a la octava; se deduce enton-
ces que s elevado a la potencia 12 debe ser igual a 2. Esto signi-
fica que aumentar un semitono equivale a multiplicar la frecuen-
cia por la raíz doceava de 2, que es aproximadamente 1.059463.
Dicho de otra forma: si una nota es un semitono más aguda
que otra, entonces su frecuencia es aproximadamente 5.946%
mayor. Por ejemplo, el famoso la 440 se llama así porque se

produce a partir de una vibración de 440 ciclos por segundo;
entonces el la# se obtiene multiplicando este valor por 2 , y así
12

sucesivamente:

197

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La# = 440. 2 = 466, 1637. . .
12

√ 12√ √
Si = 440. 2. 2 = 440. 22 = 493, 8832. . .
12 12

Al cabo de 12 pasos, se llega otra vez a un la, cuya frecuencia


coincide con la predicha por Pitágoras:

La = 440 ⋅ ( 2)12 = 440 ⋅ 2 = 880.12
12

Pero, como dice el vals, “los años de Pitágoras pasaron, pasa-


ron…” y no es “aquel pedacito de cielo” el que nos va a ocupar
ahora sino otro, mucho más cercano en el tiempo. En definiti-
va, quizá sea cierto que en el cielo pitagórico y la armonía de
sus esferas “se quedó tu alegría y mi amor”,13 aunque el cielo del
siglo xx, en especial de la segunda mitad, pondría otra vez la
matemática en el centro de la escena. A continuación, veremos
tres de tales escenas, en las que los compositores recurrieron a
diversos temas como la lógica, la teoría de conjuntos o las pro-
babilidades. Con ustedes, señores, los intérpretes.14

12
El resultado no es ninguna sorpresa, pues la construcción fue efectuada con la
finalidad específica de que esto ocurriera. Así, lo que presentamos como “predicción”
pitagórica resulta más bien como una profecía autocumplida. Un dato no tan cono-
cido es que el primero en efectuar el cálculo con precisión fue un príncipe de la dinas-
tía Ming llamado Zhu Zaiyu, en el año 1584; en Europa el valor 1.059463… aparece-
ría algunas décadas más tarde en un trabajo del físico belga Simon Stevin, publicado
(de manera póstuma, claro) recién a fines del siglo xix.
13
La referencia, al igual que la anterior, es del vals Pedacito de cielo (letra de H. Ex-
pósito, 1942), y resulta oportuna para apoyar la postura del apasionado Nietzsche
(1882) citado también en el epígrafe: “Supongamos que sólo se estimara el valor de una
obra musical en función de la cantidad de elementos susceptibles de contarse, calcu-
larse y convertirse en fórmulas, ¡qué absurda sería semejante estimación ‘científica’ de
esa obra musical! ¿Qué habríamos retenido, comprendido y reconocido de ella?
¡Nada, absolutamente nada de lo que constituye esencialmente la ‘música’!”
14
Las secciones siguientes se basan en el material producido para el ciclo Noches
de música y ciencia, en las que se colaboró con el pianista Horacio Lavandera para las
presentaciones de Buenos Aires, 2012, y Tucumán, 2013.

198

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Primer acto

Qué música más… simbólica

En 1963 se publicó en París un libro de título sugerente: Músi-


cas formales: nuevos principios formales de composición musical.
Su autor era un músico e ingeniero rumano de ascendencia grie-
ga y nacionalizado francés, que ya había ganado renombre para
ese entonces. Hablamos de Iannis Xenakis, quien comenzó su
carrera en el estudio del arquitecto Le Corbusier como calculis-
ta, pero pronto se hizo cargo de proyectos importantes. Desde
principios de los años cincuenta se dedicó cada vez con mayor
intensidad a la música, en especial a la búsqueda de nuevos me-
dios expresivos, a fin de superar aquello que describió como pun-
to muerto de la música serial. El libro de 1963 es un voluminoso
tratado en el que se presentan los resultados de dicha búsque-
da: una idea de música formalizada, cuya composición invo-
lucra “pensamientos y matemática”. A modo de resumen, podría-
mos decir que a la trayectoria musical de Xenakis se aplica el
mismo principio que guía la más fundamental de sus contribu-
ciones: la música estocástica, según sus palabras, indeterminada
en sus detalles, pero que se dirige a un fin definido.
El trasfondo es la llamada ley de grandes números, que tam-
bién da sustento a la definición secuencial de la probabilidad.
Al arrojar un dado, pongamos por caso, tenemos 1/6 de probabi-
lidades de sacar 1; según la definición clásica de Laplace, esto es
así porque hay un resultado favorable entre seis resultados po-
sibles, cada uno de ellos con igual probabilidad. Pero también
podemos pensarlo de otra manera, más cercana a lo que habi-
tualmente se entiende (en teoría, por supuesto) como “experi-
mental”. Supongamos que arrojamos el dado una vez y aposta-
mos al 1; si ganamos, sentiremos que la fortuna está de nuestro
lado. Distinto sería si, en cambio, el dado se arroja seis veces y
apostamos a que saldrá 1 al menos una vez: en este caso, no
veríamos el hecho de ganar como un logro tan grande, pues “se

199

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 199 03/06/19 13:52


espera” que en alguna de las seis tiradas salga un 1. Es cierto
que puede fallar, pues los dados tienen sus caprichos, pero la
teoría de las probabilidades establece que, al arrojar un dado N
veces, la cantidad esperada de apariciones del 1 es N/6. Esto no
significa que el 1 tenga que salir exactamente esa cantidad de
veces (de hecho, N/6 podría no ser siquiera un número entero),
pero si N es más o menos grande, el resultado estará cerca de
dicho valor. El enunciado de la ley de grandes números es, en ri-
gor, mucho más preciso: la frecuencia relativa de apariciones
del 1 al cabo de N tiradas (vale decir, la cantidad total de apari-
ciones dividida entre N) tiende a 1/6, cuando N tiende a infinito.
A decir verdad, esto no ocurre con absoluta certeza, pero sí con
probabilidad 1; su eventual no-ocurrencia es entendida en la
teoría de probabilidades como un suceso imposible (aunque, en
rigor, no es imposible que suceda). A tal ley se refiere la descrip-
ción de Xenakis: los resultados del dado —como su música—
se encuentran indeterminados “en los detalles”. No sabemos, en
efecto, cómo han sido una a una las tiradas; sin embargo, “se
dirigen a un fin definido”, pues, a la larga, cada uno de los resul-
tados posibles tendrá una frecuencia relativa cercana a 1/6.
El libro Musiques formelles da cuenta de esta y de otras
ideas; a grandes rasgos, se trata de explicar aquello que Xenakis
propuso como técnicas matemáticas para el control del sonido
musical. Entre tales cuestiones toma un papel preponderante la
formalización de ciertos conceptos de la música; en muchos ca-
sos, Xenakis se basó en un modelo ya existente para describir
las leyes que operan en un sistema físico y luego las aplicó para
delinear los elementos de su construcción estética. Un ejemplo
de ello es la antes mencionada música estocástica (basada en la
teoría de probabilidades y las leyes físicas de Boltzmann), pero
también recurrió en otras obras a la teoría de grupos, la teoría
de juegos o —como veremos en la sección siguiente— las álge-
bras de Boole.

200

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 200 03/06/19 13:52


Todo es cuestión de tiempo

Una escala dada es una arquitectura fuera-del-tiempo,


pues ninguna combinación horizontal o vertical de
sus elementos la puede alterar. El evento en sí, es decir,
su ocurrencia real, pertenece a la categoría temporal.
Finalmente, una melodía o un acorde en una escala dada
se produce relacionando la categoría fuera-del-tiempo
con la categoría temporal. Ambas son realizaciones
en-el-tiempo de construcciones fuera-del-tiempo.
Xenakis

La obra Herma (música simbólica para piano) ha sido presen-


tada como un esquema lógico-algebraico de la composición mu-
sical. En ella Xenakis propone en realidad tres álgebras diferen-
tes, de acuerdo con las distintas categorías temporales: una para
las componentes del evento sonoro (fuera-del-tiempo), otra
para la métrica (temporal) y una tercera para establecer las re-
laciones funcionales entre las otras dos (en-el-tiempo). Para los
matemáticos debería resultar gratificante comprobar que, al es-
tablecer los axiomas para las notas musicales, el autor invoca el
célebre sistema de Peano para los números naturales (Xenakis,
1963). Pero, más allá del aura misteriosa que proporciona la
notación matemática, la formalización propuesta es simple: se
trata de un espacio vectorial, en el que las coordenadas de cada
vector X = (H, G, U) expresan respectivamente la altura, la in-
tensidad y la duración, cada una medida según su correspon-
diente (aunque arbitraria) unidad:

H: altura. Unidad: semitono.


G: intensidad. Unidad: 10 decibeles.
U: duración. Unidad: 1 segundo.

La palabra Herma remite a “ligazón”, pero también a “funda-


mento” o “embrión”. Bajo esta interpretación podemos decir que

201

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se origina en una idea embrionaria y —una vez más— arqui-
tectónica: la obra se apoya en la tesis de que la música puede co-
municar la lógica simbólica a través de su arquitectura fue-
ra-del-tiempo. Lo que se intenta demostrar, dice Xenakis, es
que podemos razonar fijando nuestros pensamientos en térmi-
nos de sonido.
Ahora bien, cualquiera que haya contratado un arquitec-
to sabe que suele haber alguna discrepancia entre los planos y
el resultado final.15 Por tal motivo, conviene tener un plan de
obra riguroso: un buen ejemplo de ello podría ser la Torá, en-
tendida por los estudiosos como un plano para llevar a cabo la
creación.
La referencia a un plan primigenio es bastante atinada, aun-
que el interés de Xenakis no son los cielos y la tierra sino más
bien los eventos sonoros. El tono, dice, es uno de los tres as-
pectos últimos de tales eventos y, en consecuencia, la percep-
ción de una serie de sonidos a diferentes alturas por un “obser-
vador amnésico” (una tabula rasa humana) le evocará la noción
de intervalo.
Desde el punto de vista teórico, el proyecto no suena (por
así decirlo) del todo mal. Pero es un tanto ambicioso: según
Xenakis, nuestro olvidadizo oyente debería ser capaz, al cabo, de
efectuar una clasificación totalmente ordenada no sólo de los
tonos sino también de los intervalos melódicos. Tal disposición
ordenada de elementos puede ser tratada como un conjunto
matemático y, en consecuencia, aparecer en funciones lógicas.

15
En ocasiones, esta discrepancia puede ser profunda: por ejemplo, en la película
One Week, de Buster Keaton, que cuenta las peripecias de una pareja de recién casados
al instalarse en el hogar conyugal. Pero, en defensa de los arquitectos, hay que decir
que no se trató aquí de un problema de planos mal hechos, sino de celos. No se pue-
de afirmar que la casa tuviera justamente el diseño del gran Le Corbusier, pues era
prefabricada y venía en cajas, numeradas; como sea, los esposos comienzan a armar-
la con entusiasmo. El problema surge cuando un amante despechado de la mujer
cambia los números de las cajas, y la casa, una vez terminada, queda lejos de satisfa-
cer la célebre consigna del arquitecto francés: “la forma sigue a la función”. Habitarla
se vuelve un verdadero suplicio, lo que explica la frase inicial de la película: “Las cam-
panas nupciales tienen un dulce sonido, pero un eco agrio”.

202

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Ése es el objetivo específico de Herma, cuya estructura se des-
cribe a continuación.
Ahora bien, ¿por dónde empezar? Una antigua leyenda tal-
múdica cuenta que el sabio Hillel fue desafiado por un pagano
a que le enseñara toda la Torá en el tiempo que aguantara para-
do en un solo pie. Los buenos pedagogos están habituados a
toda clase de rarezas de sus alumnos y, en los últimos tiempos,
que chateen o naveguen por internet; sin embargo, enfrentarse a
un estudiante que se mantiene en tan delicado equilibrio es un
reto complicado, aun para el mejor de los maestros. Pero Hillel
no se dejó intimidar y dijo: “No hagas a los demás lo que no
quieres que te hagan a ti. Ésa es la Torá; el resto es comentario.
Ve y estudia”.16
Si tuviéramos que explicar la obra de Xenakis ante una mul-
titud de espectadores que escuchan parados en un solo pie (cada
uno sobre el propio, claro está), el mejor resumen sería quizá el
siguiente:
F = F.

Así pensada, la obra parece trivial o, mejor dicho, tauto-


lógica: como veremos, ése es, en buena medida, el propósito
del compositor. Por tal motivo, una vez aclarada la intención de
tratar los parámetros musicales como entidades lógicas, Xenakis
toma ciertas decisiones precomposicionales sobre la estructura
de Herma y las explica en términos formales. Para llevar a cabo
Se puede confrontar esta historia con un libro de Oliver Sacks (1998) llamado,
16

precisamente, Con una sola pierna, en el que el autor (que además era neurólogo) re-
lata su experiencia tras un accidente que le quitó por un tiempo la percepción y el con-
trol de su extremidad. En sintonía con la anécdota talmúdica, para Sacks la mutila-
ción temporaria se transforma en un “experimento de identidad”, coronado por una
reflexión fundamental: ser un paciente lo fuerza a uno a pensar. El poeta peruano Cé-
sar Vallejo (1937) describe, en cambio, otra clase de mutilado: “Mutilado del rostro,
tapado del rostro, cerrado del rostro, este hombre no obstante, está entero y nada le
hace falta. No tiene ojos y ve y llora. No tiene narices y huele y respira. No tiene oídos
y escucha. No tiene boca y habla y sonríe. No tiene frente y piensa y se sume en sí
mismo. No tiene mentón y quiere y subsiste. Jesús conocía al mutilado de la función,
que tenía ojos y no veía y tenía orejas y no oía. Yo conozco al mutilado del órgano, que
ve sin ojos y oye sin orejas”.

203

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 203 03/06/19 13:52


su vasta tautología, elige un conjunto referencial R, que consti-
tuirá el universo lógico de la pieza y es, ni más ni menos, el de las
88 notas del piano. Veamos ahora qué aspecto tiene el conjunto
que llamará F:

A B

R C

F
Como dijimos, el objetivo central de la obra consiste en mos-
trar que F es igual a F o, más precisamente, en la realización
musical de dos formas lógicamente equivalentes de formar di-
cho conjunto. Esto se explica en Musiques formelles mediante el
esquema, que da cuenta de dos planos distintos que confluyen
finalmente en F:

f
A
B
C
BC BC AC
fff

ABC ABC ABC ABC

PLANE (1)
PLANE (2)
F

ff

(AB + AB)C (AB + AB)C

ppp

AB AB + AB (AB + AB) (AB + AB)C

204

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 204 03/06/19 13:52


Dejando de lado algún desliz notacional en la figura (y la
única referencia nítidamente musical, que aparece en las inten-
sidades indicadas con f, fff, ff, ppp), se trata de escribir, en pri-
mer lugar, el conjunto F como la unión de cuatro partes: una de
ellas es la intersección de tres conjuntos A, B y C, y las otras es-
tán constituidas por los mismos conjuntos, pero despojados
de los elementos que tienen en común con los otros. Para ello se
recurre a las operaciones de unión, intersección y diferencia, que
todos aprendimos en el colegio (aunque parados en los dos pies
o sentados, pues lleva un buen rato entenderlo). La unión de A
y B es el conjunto de aquellos elementos que pertenecen a un
conjunto o al otro, pudiendo estar en los dos. Xenakis denota
esto mediante el signo de suma:

A + B = elementos que pertenecen al conjunto A o bien al


conjunto B.

La intersección, denotada como un producto, consiste en


cambio en los elementos que ambos conjuntos tienen en común:

AB = elementos que pertenecen a la vez a los conjuntos A


y B.

Finalmente, la diferencia entre dos conjuntos se define como


el conjunto de los elementos que pertenecen al primero de ellos,
pero no al segundo:

A − B = elementos que pertenecen al conjunto A pero no


a B.

Esta última operación se puede expresar también en térmi-


nos del complemento de B, entendido como el conjunto de aque-
llos elementos del conjunto universal (en nuestro caso, R) que
no pertenecen a B. Para esto Xenakis recurre a una notación
bastante común en los libros de lógica, especialmente en los

205

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 205 03/06/19 13:52


más antiguos, que consiste en trazar una línea horizontal debajo
de B. De esta manera:

AB = elementos que pertenecen a 1 conjunto A y al com-


plemento de B = A − B.

Hemos llegado al momento en que los lectores se mostra-


rán (al menos por cortesía) muy satisfechos, pues con todo este
material ya es posible dar una buena definición del conjunto F
de acuerdo con el diagrama anterior. Como dijimos, se trata de la
unión de cuatro partes; la central es la intersección de A, B y C;
se escribe directamente ABC. Las partes restantes son:

1. Los elementos que están en A pero no en B ni en C, es


decir: A B C.
2. Los elementos que están en B pero no en A ni en C, es
decir: B A C.
3. Los elementos que están en C pero no en A ni en B, es
decir: C A B.

Por fin, uniendo todas estas “piezas” y empleando propie-


dades muy razonables como la conmutatividad y la asociatividad
(tanto para la intersección como para la unión), podemos dar
por concluida nuestra presentación formal del conjunto F:

F = ABC + A B C + A B C + A B C.

Esto es, con total exactitud, lo que se refleja en la mitad su-


perior de la figura reproducida en la página 204. Ahora es cues-
tión de jugar un poco con las propiedades de los conjuntos, que
el lector podrá verificar fácilmente. En primer lugar, observe-
mos que es válido (siempre que se entienda de qué estamos ha-
blando) sacar una especie de “factor común en grupos”:

F = (AB + A B)C + (A B + A B)C.

206

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 206 03/06/19 13:52


Ahora llamemos G = AB + A B y observemos que

G = A B + A B.17

Esto prueba entonces la identidad

F = GC + G C,

que, mirada con suficiente simpatía, es la misma que se despliega


en la mitad inferior (plane 2) de la figura de la página 204.
Xenakis emplea también cierto tipo de diagrama lógico para
mostrar esta identidad, poniendo de manifiesto aquella idea tan

+
· –
A ·B A·

+ B ·+ B +




B

B· A – A
C

C

+ B

A· –
B
+


F
C

C C

(A –

·B C ·C
·+ B)
B
A A· A· A·
– C
B)
·C ·+
A·B ·B
·C – (A
·C
A·B
+ +
+ A C B
A·B C
·C ·B·

A
C – F
B – – A
B A·
A· B

Para probar rigurosamente este paso, es preciso verificar que valen las llama-
17

das leyes de De Morgan, que dicen:

El complemento de la intersección de dos conjuntos es igual a la unión de sus


complementos.

El complemento de la unión de dos conjuntos es igual a la intersección de sus


complementos.

Además, por supuesto, se debe tener en cuenta la ley de “doble negación”, según
la cual el complemento del complemento de un conjunto da por resultado el conjunto
original, así como el hecho de que todo conjunto tiene intersección vacía con su
complemento.

207

Amster_Del cero al infinito_2as_YMG.indd 207 03/06/19 13:52


bien expresada por Poincaré, según mencionamos en el capí-
tulo vii: la matemática es el arte de llamar de la misma manera a
cosas diferentes.
A continuación haremos un breve esbozo de la realización
musical de estas fórmulas que resultan todavía un tanto abs-
tractas. El “universo”, dijimos, está constituido por la totalidad
de las notas del piano:

R = Conjunto referencial (88 notas del piano).

Los conjuntos A, B y C son ciertos subconjuntos de R de 26,


21 y 25 notas respectivamente, que el oyente debería ser capaz de
reconocer al escuchar la obra (se supone, recordemos, un oyen-
te ideal). El desarrollo de la pieza está dedicado a mostrar di-
chos conjuntos, así como las distintas operaciones entre ellos
que permiten obtener F de las dos maneras diferentes que vi-
mos. Pero la idea no es tocar todas las notas de todos los con-
juntos sino una cierta cantidad representativa, jugando tam-
bién con la dinámica y los matices. Y la manera de elegir las
notas es —salvo alguna pequeña excepción— al azar, para que no
haya preferencia por ningún registro en particular. Lo que se bus-
ca, dice Xenakis, es evitar la distracción del oyente respecto de
la percepción de los conjuntos de notas y las relaciones entre
ellos:

Si queremos ser libres los sonidos deberían fluir sin ninguna ley
melódica, cada uno independiente de los otros. Así que tenemos
que tocarlos al azar. ¿Cómo puedo mostrar los elementos de los
conjuntos? Tocándolos. Pero para permanecer neutral tengo que
tocarlos al azar.

Por ejemplo, en la partitura de Herma se observa que la clase


AB aparece en los compases 136 a 138 y otra vez en los com-
pases 142 y 143, con intensidad ppp (pianississimo); la clase ABC,
en los compases 147 a 149 con intensidad fff (fortississimo), etc.

208

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El oyente —como corresponde— “oye” pasar, tras alguna que
otra digresión, todos los grupos de notas que componen el
conjunto F, que se ve así realizado musicalmente de dos formas
distintas. Esto nos lleva otra vez al punto de partida, aquel que
rige toda la obra:
F = F.

Para la lógica, dijimos, un enunciado así es una tautología.


Y el lector atento recordará que empleamos el adjetivo vasta,
con el objetivo (confesado ahora) de traer a escena una famo-
sa frase de Bertrand Russell: La matemática es una vasta tau-
tología.
Esta referencia nos coloca en el centro de un debate por los
fundamentos de la matemática que tuvo lugar a principios del
siglo xx. La frase de Russell encuentra su oposición en Poincaré
quien, como siempre, lo expresa de manera magistral: “¿Se ad-
mitirá entonces que los enunciados de todos esos teoremas que
llenan tantos volúmenes no sean más que maneras retorcidas de
decir que A es A?”
En cierto sentido, la obra de Xenakis puede ser pensada como
una suerte de recreación sonora de este maravilloso debate.

Segundo acto

La biblioteca de Stockhausen

En diversas ocasiones se ha comparado a Kafka con Lewis


Carroll, matemático y autor de Alicia en el país de las maravi-
llas: los textos de uno y otro, se ha dicho, están más cerca del
laberinto que del teorema. La obra Klavierstück XI de Stock-
hausen, en cambio, puede ser leída en ambas claves. Por un
lado, porque la construcción formal de sus componentes básicos
sigue un complejo y minucioso mecanismo de reglas; por otro
lado, porque el orden y las repeticiones de tales componentes

209

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se determinan de modo aleatorio, en un dispositivo que funciona
como un análogo musical de la asociación libre.
La construcción, a grandes rasgos, es la siguiente. En pri-
mer lugar, de acuerdo con los métodos del científico —o quizá
del artesano— el compositor elabora cierto número de matri-
ces, entendidas como meros rectángulos de números. A partir de
dichas matrices se definen estructuras rítmicas que luego se com-
binan en una matriz única de seis filas y seis columnas.

Finalmente, de un modo análogo a la lógica aristotélica (que


distinguió, entre los 64 posibles silogismos, los 19 que corres-
ponden a formas válidas de razonamiento), se eligen 19 de las
36 estructuras disponibles para constituir los fragmentos sono-
ros con los que se desarrolla la obra. Las alturas de las notas que
se emplean para cada fragmento se establecen también a partir
del ritmo, siguiendo la lógica pitagórica de las fracciones. Con
esto se termina de plasmar el plan original que puede resumirse
así: “en el principio era el ritmo”. A modo de ejemplo, veamos la
“versión terminada” del duodécimo de dichos fragmentos:

210

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Cabe señalar que las duraciones de los fragmentos también
esconden una pequeña sorpresa matemática. Los primeros cua-
tro duran tres unidades temporales, los tres siguientes duran seis
unidades y así hasta completar los 19, siempre de a tres frag-
mentos por vez:

Fragmentos Duración
8 al 10 10 unidades temporales
11 al 13 15 unidades temporales
14 al 16 21 unidades temporales
17 al 19 28 unidades temporales

Todas estas duraciones son números denominados trian-


gulares, que se forman sumando los primeros naturales. El pri-
mero de ellos es el 1, que se descarta porque produciría un
fragmento demasiado corto, pero luego vienen:

3=1+2
6=1+2+3
10 = 1 + 2 + 3 + 4
15 = 1 + 2 + 3 + 4 + 5
21 = 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6
28 = 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7

211

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La manera de calcular el n-ésimo de estos números se resu-
me en una fórmula muy sencilla que, como el lector podrá
comprobar, es consecuencia de la propia “triangularidad”: 1 +
2 + … + n = n(n +1)/2.

n+1

Una vez construidos los 19 fragmentos, se disponen sobre


el papel de la partitura en una configuración pensada con el fin
de establecer una (¿ficticia?) situación de equiprobabilidad.

El siguiente esquema, aparecido en un artículo de Truelove


(1998), muestra con mayor claridad la distribución de los frag-
mentos, planificada (¡nunca mejor dicho!) para que ninguno
de ellos tenga preponderancia visual sobre los otros:

212

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2 18 6
15
8
11 1

14

16 7
9
4
10 17

13 5
3
19
12

Tal es el material con el que cuenta —nunca mejor dicho—


el ejecutante: cada interpretación de la obra consiste en una se-
cuencia aleatoria de los mencionados fragmentos. En rigor,
no se trata realmente de una secuencia aleatoria, pues se en-
cuentra limitada por una regla: luego de producirse uno de los
fragmentos, el intérprete puede elegir cualquier otro, pero no el
mismo que acaba de tocar. Por otra parte, no se especifica un
momento preciso para la detención, aunque está preestableci-
do de antemano por otra regla: la ejecución concluye cuando
cualquiera de los fragmentos se repite por tercera vez. Esto pro-
vee una manera muy musical de decir que la tercera es la ven-
cida o, si se prefiere, que no hay dos sin tres: se cumple así una
suerte de designio, prefigurado por la secuencia desde su pro-
pia génesis.18 De acuerdo con los dictados de la combinatoria,
las diferentes ejecuciones permiten desplegar una multiplici-
dad de variantes; sin embargo, la cantidad total de secuencias
posibles es necesariamente finita y su número es calculable.
Esto se debe a que la longitud de la pieza se encuentra acotada:
En este aspecto, la obra se asemeja a la historia del preso que vimos en la pági-
18

na 104. El final no está previsto de antemano, pero no podemos decir que es impre-
visible pues la sentencia está dictada desde la primera nota. Cuando alguno de los
fragmentos ocurre por segunda vez, la obra queda en tensión, en una suerte de match
point que la deja en condiciones de concluir en cualquier momento.

213

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todos los fragmentos, salvo el que cierra la ejecución, se repiten
a lo sumo dos veces; de esta forma, la secuencia no puede te-
ner una longitud mayor de 39 fragmentos.

¡Qué memoria tiene ese intérprete!

El matemático y economista francés Joseph Bertrand escribió,


en su tratado sobre probabilidades, una frase que se hizo muy
conocida: “la moneda no tiene memoria ni conciencia”.19 Con
esto se expresa el hecho de que, después de cada tirada, la pro-
babilidad de que salga cara o cruz vuelve a ser 1/2, sin que im-
porte cuáles hayan sido los resultados previos. En el caso de
Klavierstück XI, se puede decir un poco más: la moneda no tiene
memoria… pero el intérprete sí. Incluso es posible trazar una
distinción precisa entre los dos tipos de memoria que necesita-
rá para ejecutar la obra:
A corto plazo, pues debe recordar el último fragmento eje-
cutado a fin de no repetirlo.
A largo plazo, pues debe recordar la lista completa de frag-
mentos ejecutados (y estar atento al momento en que uno de
ellos se repite por tercera vez).
Las posibles ejecuciones de la obra se pueden representar
por medio de un grafo, con vértices numerados para represen-
tar los fragmentos y flechas que indican el recorrido que sigue la
ejecución. Para simplificar, supongamos que los fragmentos no
son 19 sino 5; en tal caso, una posible ocurrencia de la obra sería
la siguiente (no hay bucles, pues un mismo fragmento no se pue-
de repetir dos veces consecutivas):

Empleando palabras del propio Bertrand (1889), para “hacer honor” a su frase
19

debemos mencionar que no se refiere a la moneda sino a la ruleta: “On fait trop
d’honneur à la roulette: elle n’a ni conscience ni mémoire”. En muchas ocasiones se
traduce “consciencia” en vez de “conciencia”, aunque esta última es más interesante,
pues su significado incluye también la distinción entre el bien y el mal.

214

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a 3

1 f
5

g b

e
d
2
4

La obra concluye al ejecutarse por tercera vez el segundo


fragmento, con el siguiente resultado final: 13242512. Como di-
jimos, la longitud mínima que puede tener la pieza es de cinco
fragmentos; un ejemplo de tan brevísima ejecución es 12121.
En este caso simplificado, la mayor longitud posible es de 11
fragmentos; por ejemplo, en la siguiente ejecución se repiten
(de un modo bastante poético) dos veces todos los fragmentos
hasta que uno de ellos ocurre por tercera y última vez:

34545412123.

Algunos matemáticos han planteado a partir de esto un pro-


blema general, el llamado problema de Stockhausen: ¿cuál es la
cantidad total de posibles ejecuciones de la obra, suponiendo
una cantidad inicial de n fragmentos distintos? En el caso ori-
ginal de la obra n toma el valor 19 y, según se ha calculado,20 el
número de secuencias posibles es

17 423 935 148 332 958 167 310 127 282 862 901 334 594.

20
Véase R. Read and L. Yen (1996).

215

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Para dar una idea de por qué se obtiene un número así de
enorme, conviene efectuar un breve análisis de las posibles com-
binaciones. Por ejemplo, consideremos todas las secuencias de
longitud 5 que comienzan en 1; como no hay repeticiones con-
secutivas de un mismo fragmento, es fácil verificar que las op-
ciones son las siguientes:

12121 13121 … 1 18 1 2 1 1 19 1 2 1
12131 13131 1 18 1 3 1 1 19 1 3 1
… … … …
1 2 1 18 1 1 3 1 18 1 1 18 1 18 1 1 19 1 18 1
1 2 1 19 1 1 3 1 19 1 1 18 1 19 1 1 19 1 19 1
El Universo según Stockhausen.

En definitiva, tales secuencias presentan la forma general


1A1B1, con 18 elecciones posibles para A y B, lo que da un total
de 324 (18 × 18) secuencias de longitud 5 que comienzan en 1.
El mismo valor se obtiene suponiendo que la secuencia empieza
en cualquier otro fragmento; de esta forma, encontramos la
cantidad total de

324 × 19 = 6 156 secuencias de longitud 5.

Pero esto no es más que el inicio: ahora vienen las secuen-


cias de longitud 6, 7, 8… y así hasta llegar a la lista de secuencias
de longitud 39. Más allá de lo engorroso de los cálculos, se trata de
un ejercicio de combinatoria, la misma arte que evoca el epí-
grafe de un célebre cuento de Borges: “By this art you may con-
template the variation of the 23 letters”.
El cuento es, claro está, “La biblioteca de Babel” (Borges, 1944)
aunque la frase pertenece a la Anatomía de la melancolía de
Robert Burton. Si en vez de 23 letras suponemos 19 fragmentos,
podemos decir que el conjunto de las (¿melancólicas?) secuen-
cias posibles de Klavierstück XI se organiza de manera bastante

216

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similar a la biblioteca borgeana, que el narrador imaginó ilimi-
tada y periódica. Esto refuerza nuestra referencia inicial a los
laberintos kafkianos, ya que, según Borges, al escribir este cuen-
to intentó “ambiciosa e inútilmente” ser Kafka. Un breve repaso
de la historia nos hará comprender mejor esta idea.
La biblioteca contiene en sus anaqueles todas las posibles
combinaciones de un alfabeto compuesto por 25 signos: las 22
letras (como el alfabeto hebreo), la coma, el punto y el espacio.
En ella se encuentra la totalidad de las producciones del len-
guaje: cuando los habitantes de la biblioteca se dieron cuenta de
esto, se sintieron poseedores de un secreto e intacto tesoro. Pero
tenerlo todo es no tener nada; así como en alguno de los libros
se encuentra escrito —pongamos por caso— nuestro destino,
también pueden encontrarse múltiples versiones falaces de tal
destino, sin que haya forma de saber cuál es la verdadera. Cual-
quier combinación de letras encierra un terrible sentido en algu-
na misteriosa lengua; por ejemplo

axaxaxas

que, como el lector de Borges sabe, pertenece al peculiar len-


guaje de Tlön.21 En un mundo así, el simple hecho de hablar se
volvería insoportable, pues cualquier pieza de discurso se en-
contraría ya prefigurada en uno o más volúmenes de los inagota-
bles anaqueles. Sin embargo, los libros tienen una longitud que,
sin ser desdeñable, es acotada; concretamente, cada libro tiene
410 páginas de unos 3 200 caracteres cada una. En otras pala-
bras, un libro no es otra cosa que una “tira” de 410 × 3 200 =
1 312 000 caracteres, de modo que el total de libros posibles es
251 312 000. Se trata de una cantidad enorme pero finita, lo cual
permite asegurar que los libros de la biblioteca, de ser infinitos,

Cabe señalar tal combinación, que no sería válida bajo las reglas gramaticales que
21

rigen la obra de Stockhausen, menos permisivas que las de Tlön: la palabra axaxaxas
debería concluir al aparecer la letra a por tercera vez.

217

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por fuerza deben repetirse. En tal caso nada impide suponer una
biblioteca periódica, como hace el narrador: “mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza”.
Algo similar ocurre con Klavierstück XI, cuya enorme com-
binatoria daría lugar, si se ejecutaran todas las posibles versio-
nes una a continuación de la otra, a un concierto formidable de
casi 298 355 053 909 810 927 522 433 686 350 años. Esto puede ge-
nerarle alguna inquietud al espectador que tiene programada una
cena con amigos para después del concierto, aunque en general
los programas estipulan una sola pasada para cada pieza (con
la excepción de algún posible encore). En cualquier caso, la du-
ración es incierta, pues, según dijimos, la ejecución comprende
un número cualquiera de fragmentos entre 5 y 39; en conse-
cuencia, no hay forma de saber de antemano cuánto va a durar.
Pero hay un dato crucial para que los amigos sepan a qué hora
conviene poner a calentar el agua para los fideos: a pesar de la in-
timidante cantidad total de combinaciones, es posible calcular
la longitud promedio de la obra, que es de 38 fragmentos. Lo es-
perable es que sea más bien extensa; esto ocurre porque, entre
la gran variedad de combinaciones, hay muchas más secuen-
cias de 38 o 39 fragmentos que de las otras.
La referencia a la biblioteca borgeana vuelve a traer a escena,
una vez más, el concepto de infinito. En general se define, sin
mayor empacho, de un modo casi tautológico: un conjunto infi-
nito es aquel que no es finito. Esto es lo que hemos asumido
implícitamente en el primer capítulo; sin embargo, las ideas allí
expuestas permiten dar una nueva definición, ya no como nega-
ción (de la finitud) sino positiva: un conjunto X es infinito si se
puede hacer corresponder con algún subconjunto distinto de X.
Por ejemplo, el conjunto de los números naturales es infinito,
pues se coordina con el subconjunto de los números pares. Casi
no hace falta agregar que esta idea, comparada por algunos au-
tores con la sinécdoque (en la que una parte remplaza al todo),
fascinó también a Borges e inspiró, entre otras creaciones, su
célebre “El Áleph”.

218

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De los infinitos se ocupa la teoría de conjuntos; la combina-
toria, en cambio, es una rama de la matemática que se mantie-
ne en el terreno de lo finito y estudia las diferentes maneras de
ordenar, acomodar o arreglar los elementos de un conjunto. En-
tre sus incumbencias se puede encontrar también el origen his-
tórico de la teoría de probabilidades, pensada en el sentido clá-
sico como un conteo de casos favorables sobre un total de casos
posibles. Como vimos unas páginas atrás, ésta es la noción ele-
mental que aparece ya en Laplace, y lleva una suposición también
implícita: todos los casos tienen que ser equiprobables. En con-
secuencia, mal podemos llamar a eso “definición”, ya que —como
señaló Poincaré— estamos ante una petición de principio: para
definir el concepto de probabilidad exigimos una condición que
nos obliga a saber de antemano lo que dicho concepto significa.
Dejando de lado estas dificultades, la equiprobabilidad, in-
vocada también en Klavierstück XI, acarrea otros inconvenien-
tes. Cuando decimos que al arrojar una moneda al aire hay un
50% de chances de que salga cara, por un lado estamos exclu-
yendo un sinnúmero de otros eventos posibles (por ejemplo, que
la moneda caiga en la alcantarilla); por otro, suponemos una
moneda ideal, con la misma tendencia a caer de un lado que
del otro. Este requisito nunca podrá ser satisfecho por una mo-
neda material, pues cualquier ínfimo detalle de su confección
podría causar un desequilibrio que la teoría considera ilegíti-
mo. Una efigie con nariz más prominente o alguna otra “nota-
bilidad” desequilibrante provocaría que la moneda salga cruz con
mayor frecuencia.
La partitura de Stockhausen, más allá de toda aspiración
teórica, es material: su afán de encontrar una distribución en la
hoja que permita emular una elección azarosa es tan sólo una ilu-
sión. Eso no quita mérito a la obra, aunque nos lleva a reflexio-
nar seriamente acerca de la libertad de algunas de nuestras
elecciones.
Más adelante haremos otras reflexiones respecto del azar
y sus diversas definiciones (o, quizá: indefiniciones). Pero, en

219

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el marco de esta obra, cabe mencionar también una forma nota-
ble de entenderlo en términos de información. Imaginemos que
queremos transmitir una secuencia pero, como ocurría con los
antiguos telegramas, el costo por enviarla depende de la longitud
del mensaje. Entonces procuramos reducir la secuencia todo lo
que se pueda y, a tal fin, buscamos regularidades, patrones que
permitan comprimir la información transmitida para que el re-
ceptor sea capaz de reconstruir fielmente el texto original. Por
ejemplo, la regularidad de axaxaxas permite escribir también
(ax)3as: debemos admitir que es un logro modesto, pero consi-
derable.
Siguiendo este criterio, la teoría de la información dice que
una secuencia es azarosa cuando esencialmente no se puede com-
primir. Esto significa, en otras palabras, que para describirla
hace falta una cadena de longitud más o menos similar a la ori-
ginal. Cuando las secuencias tienen algún tipo de estructura, es
posible encontrar patrones; en tal sentido, la aleatoriedad pue-
de entenderse como ausencia de estructura. Ahora bien, es por
medio de la compresión como comprendemos el mundo y, desde

220

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este punto de vista, el azar nos pone frente a lo que es incom-
prensible. Según el lógico matemático Gregory Chaitin, compren-
sión es compresión: a su modo de ver, nuestra manera de enten-
der el mundo dice más sobre nosotros que sobre el mundo.22

Tercer acto

Metamúsica: una calculada indeterminación

La obra Metapiece (Mimetics) del argentino Mauricio Kagel es


de 1961. En ese mismo año el compositor Milton Babbit anun-
ció que la música debe ser establecida como “un conjunto de
axiomas, definiciones y teoremas, cuyas demostraciones deben
derivarse por medio de una lógica apropiada”. En consecuen-
cia, el clima de la época no podría ser más adecuado para la
Algunos aspectos de esta definición se presentan en Amster (2007). Chaitin es
22

conocido por una creación notable: un número denominado Omega, que es aleato-
rio precisamente porque no se puede comprimir. El asunto se relaciona con la denomi-
nada complejidad que, en el fondo, no es otra cosa que la longitud de una fórmula.
Para poder describir n bits de Omega hace falta una secuencia que esencialmente
tiene también una longitud de aproximadamente n bits. Ya que en este capítulo se
habla de música, cabe mencionar un divertido artículo de Donald Knuth (1984) en
el que ambas cuestiones, música y complejidad, aparecen vinculadas. Según Knuth,
“nuestros ancestros inventaron el concepto de estribillo para reducir la complejidad
de las canciones”; su artículo muestra, mediante sucesivos resultados, cómo es posi-
ble lograr esto de manera cada vez más eficaz. El primer teorema establece que, si una
canción tiene longitud N, el estribillo reduce su complejidad al valor cN, donde c es
una constante menor que 1. Otro ejemplo reduce dicha complejidad a la raíz cua-
drada de N, siendo a su vez superado por un granjero escocés llamado McDonalds,
para demostrar el cual emplea rigurosas expresiones matemáticas:

W1 = “chick”, W2 = “quack”, W3 = “gobble”, W4 = “oink”, W5 = “moo”, W6 = “hee”.

Finalmente, dice Knuth, el advenimiento de las drogas modernas forzó a que la


demanda de memoria fuera cada vez más reducida, lo que permitió una última me-
jora del teorema: a grandes rasgos, hay canciones largas de bajísima complejidad. La
demostración, señala Knuth, es de Casey and the Sunshine Band, y emplea algunos
términos que al lector le sonarán de algún lado:

V = “That’s the way” U “I like it” U


U = “uh-huh”, “uh-huh”.

221

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metapieza de Kagel, cuya partitura incluye una variedad de pro-
cedimientos sonoros: elementos aleatorios; repeticiones minucio-
sas y hasta obsesivas de breves fragmentos, o rápidos ritmos me-
cánicos con pequeñas alteraciones introducidas a voluntad del
ejecutante. El trasfondo es la mímesis, que entiende la imitación
como fin esencial del arte y se opone a la diégesis, según la cual
la obra configura un relato, con una gramática que le es propia.
Metapiece (Mimetics) se mimetiza con la avant-garde musical de
la época, cuyos principales exponentes eran, entre otros, Bou-
lez, Berio o el ya mencionado Stockhausen. Según Kagel, nin-
gún arte realista puede ser creado sin figuras musicales que
permitan al oyente completar una arquitectura musical en su
propia mente. La música puede ser absoluta in abstracto, pero
necesita un lazo con la realidad; eso explica la necesidad de
una mímica.
Más allá de esta idea general, la obra incluye un detallado y
preciso catálogo de instrucciones que alcanzan, como alguna
vez se ha dicho, un nivel de absurda especificidad, cuyo fin úl-
timo consiste en provocar la indeterminación. En definitiva,
la partitura se convierte en un arreglo cuidadoso de elementos
que se eligen libremente; las 13 páginas que la conforman se
pueden tocar en diferente orden, o incluso saltear.23 En cada una

De esta forma, la obra queda a salvo de la acción malévola de los amantes des-
23

pechados que intenten alterar el orden de las páginas (cf. la nota 15 de este capítulo).

222

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de ellas se presenta uno de los acordes empleados en la obra,
que se denotan mediante las letras A, B, …, M. La partitura se
organiza siguiendo el diseño de un acordeón, que permite el ple-
gado y desplegado: de este modo, en las diversas etapas de la
ejecución la mirada puede abarcar de una vez distintos subcon-
juntos de páginas, no necesariamente contiguas.
Además se establecen, imitando ahora las formas de lectura
del texto bíblico,24 cuatro modos posibles de interpretación:

1. Piano solo.
2. Interrumpida por otras obras dentro del mismo programa.
3. Superpuesta a otras obras para piano de M. Kagel o de
cualquier otro compositor vivo.
4. Superpuesta a otras obras para otros instrumentos, voces,
electrónica o música concreta de M. Kagel o cualquier otro
compositor vivo.

Si se opta por su ejecución simultánea o alternada con otras


obras, el título debe reescribirse como Mimetics (Metapiece).
Todas estas instrucciones dan lugar al concepto de meta-
pieza, en la cual la indeterminación y la infinidad de posibilidades
actúan en el nivel metamusical.25 La pieza de Kagel proporcio-
na un sistema riguroso de reglas que persiguen un objetivo:
producir lo impredecible. El número de posibles ejecuciones
es, en consecuencia, infinito, mientras que la probabilidad de ocu-
rrencia de cada ejecución particular es 0. Esto puede parecer
extraño, pues precisamente las ocurrencias ocurren; sin embar-
go, los postulados de la teoría de probabilidades indican que,
si se tienen infinitos eventos con igual tendencia a ocurrir, la
24
La Torá admite, según los sabios, cuatro formas de lectura: la literal o Pshat, la
alegórica o Remez, la metafórica o Drash —que busca una enseñanza moral o filosófi-
ca—, y la mística, denominada Sod (secreto). Todas juntas conforman el PaRDéS,
una de cuyas derivaciones lingüísticas es la palabra PaRaDiSo (paraíso).
25
El concepto que aquí subyace es el de metalenguaje, mencionado en los prime-
ros capítulos, que se puede entender como un lenguaje que se refiere a los diferentes
aspectos del lenguaje primario.

223

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probabilidad de cada uno de ellos debe ser nula.26 Llevado al
campo de la música, el efecto es llamativo y genera en el espec-
tador la mágica sensación de estar ante un suceso único, irre-
petible. Podemos traer a cuento, entonces, una de las escenas más
celebradas de la historia del cine, aquella del famoso “tócala de
nuevo, Sam”.27
Claro que si en vez de As Time Goes By suponemos que el
pianista interpreta la obra de Kagel, entonces el desconcertado
Humphrey no tendrá más opción que decir “nunca la toques de
nuevo, Sam”.
Ya que estamos en el tema, cabe recordar una anécdota que
cuenta la fotógrafa Sara Facio en su libro sobre Julio Cortázar,
según la cual el escritor preguntó, durante una sesión de fotos:
“¿No tengo algo de Humphrey Bogart?” El comentario se refiere
a uno de los retratos más célebres de Cortázar —su favorito—
en el que aparece de corbata y con un cigarrillo en la boca. Sin
embargo, la obra de Kagel proporciona un nuevo y quizá im-
pensado punto de encuentro entre ambos personajes. Todo el
mundo recordará, en Historias de cronopios y de famas (1962),
el célebre “Manual de instrucciones”, gracias al cual hemos apren-
dido a llorar, matar hormigas en Roma o subir una escalera. Algo
similar intenta Kagel en su obra, para la que brinda unas indi-

26
El sentido preciso de esto es sutil, aunque cabe aclarar —para alivio del lector—
que llevó bastante tiempo definir adecuadamente el concepto de “probabilidad”.
Esto pudo hacerlo el ruso Kolmogorov recién en 1933, gracias a los avances recientes
de la teoría de la medida.
27
Un dato curioso, quizá olvidado por quienes vieron la película hace muchos
años, es que en realidad Rick Blaine, el personaje interpretado por Humphrey Bogart,
dijo simplemente: “Tócala, Sam”. La canción había sido pedida antes por Ilsa y el pia-
nista, tras refunfuñar un poco, la toca (¿cómo iba a negarle algo a Ingrid Bergman?). La
escena crucial viene poco más tarde: “La tocaste para ella, puedes tocarla para mí.
Tócala, Sam”. Esto explica que con el tiempo se haya agregado el “de nuevo” aunque,
en rigor, la frase aparece así por primera vez en el título de una obra de teatro de
Woody Allen de principios de los setenta, en la que se basó una película de su primera
época, llamada justamente Play it again, Sam. Esto quizá no diga mucho al lector,
pues en español la película fue conocida como Sueños de un seductor, lo que (en con-
cordancia con nuestros comentarios del capítulo vi) podría llevarnos a sugerir a los
distribuidores: Tradúcela de nuevo, Sam.

224

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caciones bastante curiosas: las duraciones de los distintos pasajes
son proporcionales a la gráfica notacional; se pueden colocar
piedras sobre las cuerdas del piano, se pueden repetir (obsesi-
vamente) pequeños fragmentos. Además, al modo de Rayuela,
el formato de la partitura establece que las páginas pueden ser
leídas en orden arbitrario, de acuerdo, según dijimos, con las di-
ferentes posibilidades de plegado.
La alusión a Cortázar es algo más que casual. El escritor co-
nocía a Kagel, pues le daba clases de griego a su hermana; pronto
comenzó a llevarlo a conciertos y lo hizo interesarse seriamen-
te en la música. Tiempo después, por consejo de Pierre Boulez,
el compositor emigró a Europa, donde —por así decirlo— se “mi-
metizó”, a tal punto que su país de origen tardó mucho tiempo
en reconocer su arte como propio. Menos dudas al respecto tuvo
John Cage, quien alguna vez dijo: “El mejor compositor euro-
peo es argentino y se llama Kagel”.
Pero más allá de estas vinculaciones, la mayor influencia lite-
raria para Kagel no iba a ser Cortázar, sino otro argentino ya bas-
tante citado a lo largo del libro: Jorge Luis Borges. Como si co-
nocer a Cortázar fuera poco, Kagel también tomó un curso de
literatura con Borges, lo que nos permite volver a pensar en la
mímesis bajo una nueva perspectiva: la del cuento “Pierre Me-
nard, autor del Quijote” (1944), al que nos hemos referido justa-
mente en relación con el “juego de imitaciones” del capítulo viii.
En uno de los fragmentos más conocidos se menciona un pá-
rrafo que Cervantes escribió, como es natural, a comienzos del
siglo xvii: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiem-
po, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso
de lo presente, advertencia de lo por venir”. En cambio, la ver-
sión de Menard, escrita ya en el siglo xx, es mucho más au-
daz: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo,
depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de
lo presente, advertencia de lo por venir”.
Podríamos detenernos un poco más en el análisis y la com-
paración entre las dos versiones aunque, como advierte el propio

225

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Borges: “No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente in-
útil”.
Otro aspecto crucial de la metapieza de Kagel se centra en
el objetivo, ya mencionado, de producir lo impredecible. Esto
conduce, una vez más, a explorar el concepto de azar y la apa-
rente paradoja de disponer de un conjunto bien determinado de
leyes que la rigen.
Tradicionalmente, los fenómenos azarosos se han definido
como aquellos que son casuales. Sin embargo, el estudio mate-
mático del azar lo ha reducido a una forma de causalidad, aun-
que de una clase un tanto decepcionante: aquella en la cual las
causas son tan complejas que no se pueden rastrear. Es el sueño
de todo determinista: si fuéramos capaces de medir con preci-
sión todas las condiciones iniciales de un experimento como
arrojar al aire una moneda (la posición de la moneda, su peso, la
fuerza que imprime nuestro pulgar, velocidad del viento, etc.),
entonces seríamos capaces de predecir el resultado. Poincaré
(1908) resume esta postura de la siguiente manera: “El azar no
es más que la medida de nuestra ignorancia. Los fenómenos for-
tuitos son, por definición, aquellos cuyas leyes ignoramos”. En
definitiva, dice Poincaré, el sueño determinista no es más que
un sueño, pues nunca seremos capaces de conocer el estado exac-
to del universo en un momento dado. Y el conocimiento aproxi-
mado no es garantía de buenas predicciones:

Pero, incluso en el caso de que las leyes naturales no tuviesen se-


cretos, sólo podríamos conocer las condiciones iniciales de modo
aproximado. Si eso nos permitiese predecir la situación posterior
con el mismo grado de aproximación, no haría falta más, diríamos
que el fenómeno se predijo y que está regido por las leyes. Pero
no siempre sucede así; puede ocurrir que pequeñas diferencias
en las condiciones iniciales produzcan diferencias muy grandes en
el fenómeno último; un pequeño error en las primeras se conver-
tiría en uno enorme en el último. Se hace imposible predecir y
tenemos un fenómeno fortuito.

226

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Con esto, el francés se adelantó varias décadas a la noción
de caos en la teoría de sistemas dinámicos, tradicionalmente ex-
presado por medio de un proverbio chino: “El aleteo de las alas
de una mariposa se puede sentir del otro lado del mundo”. Cabe
aclarar, de todas formas, que todavía se trata de un caos deter-
minista: leyes bien definidas, con gran sensibilidad a las varia-
ciones de las condiciones iniciales, que provocan un compor-
tamiento aparentemente azaroso. Pero el azar auténtico es otra
cosa: la matemática ha logrado formular leyes capaces de me-
dirlo, aunque siempre con la limitación previa de un espacio de
eventos posibles establecido a priori. Por eso, desde el punto
de vista estrictamente filosófico, la matemática no es capaz de ha-
cerse cargo del azar absoluto.
En este aspecto, la obra de Kagel nos pone ante una pre-
gunta fundamental: ¿se puede simular el azar? De acuerdo con
la idea anterior, el azar no podría estar sujeto a las reglas de un
algoritmo, aunque hay algoritmos que imitan comportamientos
azarosos (es decir, se mimetizan con ellos). A modo de ejem-
plo, consideremos la siguiente secuencia:

492483605585073721264.

¿Se tratará de una secuencia azarosa? Las cifras que la com-


ponen no parecen seguir ningún patrón preestablecido y po-
dría pensarse que es el resultado de habernos pasado una aburri-
da tarde tirando dados. Sin embargo, la tira de números no es
el fruto de un azar legítimo sino que proviene de un cálculo ri-
guroso. El héroe de la historia es un número al que hemos alu-
dido varias veces en el libro y, como la música, se relaciona con
Pitágoras: la raíz cuadrada de 2. Vemos, en efecto, que a pocos
pasos de comenzado su desarrollo decimal aparece nuestra se-
cuencia pretendidamente azarosa:

2 = 1.414213562373095048801688724209698078569671
875376948073176679737990 732478462107038850387534

227

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327641572735013846230912297024924836055850737212
644121497099935831413222665927505592755799950501
152782060571470109559971605970274534596862014728
5174186…

El lector puede haberse quedado con la fea sensación de que


todo esto es una gran trampa… pero, si se quiere imitar el azar,
no hay otra alternativa que el engaño. Las computadoras que
generan números al azar están programadas para producir lo
que en rigor se llama secuencias pseudo-azarosas. Existen, por
supuesto, algunas excepciones como el sitio www.random.org,
que ofrece, según anuncia a los cuatro vientos, números verda-
deramente azarosos. Y eso de “cuatro vientos” es en el fondo bas-
tante literal, pues la manera de generar dichos números emplea
recursos que podrían parecer algo ajenos a la matemática: “El
azar proviene del ruido atmosférico, que para muchos propósi-
tos es mejor que los algoritmos de números pseudo-azarosos tí-
picamente empleados en programas de computación”.
Una vez más, uno debe preguntarse si esto es auténtico azar
o si acaso los fenómenos atmosféricos también obedecen a algu-
na clase de causalidad. Se trata de un debate filosófico intere-
sante que —por supuesto— vuelve a llevar a Dios, pero que es-
capa a nuestros propósitos. En cualquier caso, nuestra capacidad
humana de encontrar patrones es limitada; por tal motivo, una
secuencia como la anterior puede pasar a simple vista como aza-
rosa. No es mala idea, entonces, ver una manera de producir
un número como la raíz cuadrada de 2 por medio de un algorit-
mo, entendido simplemente como una “receta”.

Receta para generar :

1. Elija cualquier número positivo y llámelo x.


2. Divida x entre 2 y súmele el inverso de x.
3. Llame otra vez x al resultado y repita (obsesivamente) el
paso 2.

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Esto se puede expresar formalmente por medio de la función

x 1
f (x) = +
2 x

que ejecuta la orden establecida en el paso 2. La “repetición ob-


sesiva” propuesta en el paso 3 significa, simplemente, que a cada
resultado obtenido se le vuelve a aplicar la misma función. Esto
determina la secuencia

x, f(x), f(f(x)), f(f(f(x))), …

que se puede pensar como un ejemplo de los antes menciona-


dos sistemas dinámicos, es decir, sistemas cuyo estado evolu-
ciona con el tiempo. Claro que emplear aquí la palabra “tiem-
po” es sólo una forma de hablar, aunque podemos considerar la
función f como una suerte de “maquinita”, a la que se ingresa
un valor y poco después arroja un resultado. La repetición infi-
nita de este proceso da por resultado una sucesión que se de-
nomina órbita de x.
A modo de ejemplo, podemos comenzar tomando x = 1; al
aplicar la función por primera vez obtenemos el resultado 3/2,
pues f(1) = 1/2 + 1/1 = 3/2. Lo que vemos, con los sucesivos pa-
sos, es que los valores efectivamente se aproximan (convergen)
a un número:
17
f ( 32 ) = = 1.4166. . .
12
577
f ( 17
12
) = = 1.414215686. . .
408
665 857
f ( 577 )
408 = = 1.414213562374689910. . .
470 832
¿Cuál es dicho número? Por supuesto, la raíz cuadrada de 2.
En este caso, al cabo de sólo tres o cuatro pasos hemos logrado
un valor ya muy cercano, con 11 decimales exactos.

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El lector podrá preguntarse aquí por las razones de un éxito
tan contundente: ¿cómo es que la secuencia converge de modo
inexorable a dicho número, sin importar el punto de partida? ¿Se
tratará, como dijimos páginas atrás, de alguna clase de designio?
Hay muchas maneras de responder a esto; una de ellas con-
siste en emplear el teorema de punto fijo descrito en el capítulo
iv. En primer lugar, es fácil ver que si x es cualquier valor posi-
tivo, entonces f(x) es mayor que 1, pues

(x 2 + 2 − 2x) [(x − 1) + 1]
2
f (x) − 1 = = > 0.
2x 2x

En consecuencia, todos los valores (a partir del segundo) son


mayores que 1. Por otro lado, si tomamos dos números x, y ma-
yores o iguales que 1, entonces

(x − y) (x − y)
f (x) − f (y) = + = (x − y) ( 2 − xy) .
1 1
2 xy

Pero el valor 1/2 – 1/xy siempre se encuentra entre –1/2 y


1/2 y, por consiguiente, la distancia entre f(x) y f(y) es, como
máximo, la mitad de la distancia entre x e y. En otras palabras,
la función f, mirada sobre el conjunto de valores mayores o
iguales que 1, es una contracción, y se deduce que la sucesión
(robándole un poco de letra a Xenakis) se dirige a un fin definido.
Y, como ya sabemos, dicho “fin” no es otro que un punto fijo de
f, es decir, cierto x tal que

x 1
x= + .
2 x

A partir de aquí, un simple cálculo muestra que entonces


x = 2, lo que termina de confirmar nuestras (bien fundadas) sos-
2

pechas: el punto fijo es la raíz cuadrada de 2. Esto se puede ver

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mediante la siguiente gráfica de la función f, en la que podemos
retomar el clima de las películas de Humphrey Bogart. Sólo que,
en vez de “siga a ese coche”, deberíamos decir “siga a esa x”:

3
f(x)

2
f(f(x))
f(f(f(x)))


x 1 2 2 3 4

La idea es simple: empezamos eligiendo cualquier x positivo


y ubicamos f(x) sobre la curva. Luego debemos aplicar la fun-
ción f a este nuevo valor, por eso, nos movemos de manera hori-
zontal hasta encontrarnos con la diagonal, donde los valores de
las dos coordenadas coinciden. Ahora, ubicamos este nuevo valor
sobre la curva, y así sucesivamente.
Desde el punto de vista de los sistemas dinámicos, lo que
hemos probado en realidad es que la raíz cuadrada de 2 es un
atractor, pues comenzando en cualquier x > 0 la sucesión con-
verge a dicho valor. Esto no ocurre en cualquier sistema: por
ejemplo, la función f(x) = 1/x tiene un único punto fijo positivo
que es el 1, pero no es atractor. Cualquier otro valor positivo es
lo que se llama un punto periódico de la función; en este caso, de
periodo 2, ya que al cabo de dos pasos se vuelve al valor inicial:
f(f((x))) = x. Por ejemplo,
1 1
f (3) = f ( f (3)) = f ( 13 ) = = 3,
3 ( 13 )

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de modo que las sucesivas iteraciones vuelven una y otra vez a los
mismos valores:

f ( f ( f ( f (3)))) = 3
1
f ( f ( f (3))) =
3
1
f ( f ( f ( f ( f (3))))) = ,
3

etc. (o bien, si se quiere expresar fastidio: ufffffff).

3.5

f(1/3) 3

2.5

1.5

0.5
f(3)

0.5 1 1.5 2 2.5 3 3.5

La teoría de sistemas dinámicos proporciona toda clase de


definiciones bellas y sugestivas. Casi en contraposición a los
puntos periódicos se definen los puntos errantes, aquellos cuya
órbita, a partir de cierto momento, permanece siempre alejada
de ellos. El célebre teorema de recurrencia de Poincaré dice que,
bajo ciertas condiciones, estos puntos no abundan: en su gran
mayoría, los puntos del espacio vuelven a estar una infinidad
de veces muy próximos a su posición original. Y también cabe

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mencionar un resultado de Li y Yorke (1975), informalmente
conocido como Periodo 3 implica caos: en ciertos sistemas diná-
micos, si hay un punto de periodo 3, entonces existe una infinidad
no numerable de puntos que “se revuelven” (la analogía es un
huevo revuelto; en inglés se emplea la palabra scrambled), en el
sentido de que se acercan y se alejan indefinidamente entre sí.
Esto brinda un panorama justamente caótico de acuerdo con
lo que vimos unas páginas atrás: en ciertas situaciones, una mi-
núscula modificación del punto de partida puede provocar enor-
mes variaciones en el comportamiento futuro.
Pero no sólo de azar vive el hombre; como anticipamos, otro
de los temas centrales de esta sección es la indeterminación.
Dejando de lado el pequeño contrasentido del título (y otros as-
pectos delicados que comentamos en en el capítulo iv), el tér-
mino es de uso frecuente en la matemática: por ejemplo, para
hablar de una expresión con una variable (la famosa “indeter-
minada”) o también para problemas con un número infinito de
soluciones. Pero hay otra noción, más cercana a la incertidum-
bre, que pone un límite a lo que se puede conocer y se expresa
en el llamado principio de Heisenberg. Se trata de un célebre
enunciado de la mecánica cuántica que establece la imposibili-
dad de conocer con precisión —por ejemplo— la posición y la
velocidad de una partícula de manera simultánea. La idea in-
tuitiva es simple: para medir la posición y la velocidad de un elec-
trón necesitamos echar luz sobre él, pero esta operación modifi-
ca justamente su posición y velocidad.
A la realidad, dice Borges (1956), le gustan las simetrías y
los leves anacronismos; el principio de Heisenberg permite in-
ferir que, en cambio, no le gustan los fisgones: el observador em-
plea un instrumento para estudiarla pero, al hacerlo, la altera.
Nuestra explicación no es del todo exacta pero, curiosamente, el
principio lo es: la medida de esta incertidumbre es cuantifica-
ble y está dada —por no decir “determinada”— por una fórmula
que involucra la constante de Planck. Así, entre inexactitudes e
incertidumbres, concluye esta descripción elemental de la meta-

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pieza de Kagel. Para ello nos vimos obligados (o más bien invi-
tados) a hablar de matemática, mezclando en el camino un poco
de lenguaje y otro poco de metalenguaje. La idea puede parecer
forzada, aunque nos pone más cerca del objetivo propuesto por
Xenakis: a veces en forma caótica o errante, esta sección —y
con ella, el libro— acaba por dirigirse a un fin definido.

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Del cero al infinito. Un recorrido por el universo matemático,
de Pablo Amster, se terminó de imprimir y encuadernar en junio de 2019
en Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. (iepsa),
Calz. San Lorenzo, 244; 09830 Ciudad de México.
En su composición, elaborada por Yolanda Morales Galván
en el Departamento de Integración Digital del fce,
se utilizaron tipos Minion Pro de 12:14 puntos.
La edición, al cuidado de Carlos Roberto Ramírez Fuentes,
consta de XXXX ejemplares.

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