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Antonio Acisclo Palomino


El museo pictórico,
y escala óptica

Antonio Acisclo Palomino


1655-1726
Juan Bernabé Palomino
1692-1777 (grabador)

El museo pictorico, y escala optica. Tomo segundo.


Practica de la pintura, en que se trata de el modo
de Pintar à el Oleo, Temple, y Fresco [...] Y de la
Perspectiva comun, la de Techos, Angulos, Teatros,
y Monumentos de Perspectiva..., Madrid: Por la Viuda
de Juan Garcia Infancon, 1724
544 páginas, 10 estampas, 3 estampas plegadas
(aguafuerte y buril)
290 x 215 mm
Madrid, MNP, Biblioteca, Cerv/620

Bibliografía
Palomino–Morán 2008; Ceán Bermúdez 1800, vol. IV,
pp. 29-41; Viñaza 1889-94, vol. III, p. 217; Gaya Nuño
1956; Bonet 1973; Gállego [1976] 1995, pp. 179-86;
Galindo San Miguel 1988; Calvo Serraller 1991,
pp. 619-23; Morán Turina 1996; Bassegoda 2004;
Aterido 2015, pp. 213-24

Bautizado en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Bujalance, en Córdoba, el 1 de


diciembre de 1655, no se sabe con quién se formó Palomino, aunque sí que tuvo muy buena
amistad con Juan de Alfaro, discípulo de Velázquez, de quien recabó no pocas informaciones
y fue testamentario. Alfaro lo ayudó a que viajara a Madrid en 1678, donde entabló relación
con Juan Carreño de Miranda y Claudio Coello y, tras su llegada en 1692, con Luca Giordano.
Se sabe, también, que antes de 1675 tomó órdenes menores, para lo cual se requería una
formación humanista, lo que le distinguió de la mayor parte de sus colegas contemporáneos y
marcó su obra posterior, tanto práctica como teórica. Respecto a la primera, trabajó en Madrid,
Valencia, Granada, Salamanca, Navalcarnero, El Paular y Córdoba, y llegó a ser pintor del rey,
primero ad honorem y después con gajes, hasta que falleció el 12 de agosto de 1726.

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En todo caso, la relevancia de Palomino estriba en su producción teórica. Destinado a la


formación íntegra del pintor, su tratado debe considerarse la culminación de la teoría de la
pintura española anterior, pues expone el saber y la experiencia acumulados desde mediados del
siglo xvi hasta su tiempo, con una extensión y un rigor casi enciclopédicos. El título manifiesta
ya las intenciones del autor: está consagrado a las Musas y por eso cuenta con nueve libros
que terminan, tras un recorrido escalonado y guiado por los preceptos de la óptica, en un
Parnaso quevedesco. Consta de tres tomos encuadernados en dos volúmenes. El primero está
dedicado a la «Teórica de la pintura» y se divide en tres libros titulados El aficionado, El curioso
y El diligente, ilustrados con estampas del valenciano Hipólito Rovira (1693-1763). El segundo
tomo está consagrado a la práctica de la pintura, se compone de seis libros que presentan
los distintos grados de pintor, desde el «principiante» hasta el «perfecto» pasando por el
«copiante», el «aprovechado», el «inventor» y el «práctico», y contiene trece estampas que
fueron grabadas por Juan Bernabé Palomino (1692-1777), sobrino del autor, en unas planchas
de cobre que pertenecieron a la colección Cervelló y que hoy se conservan en el Museo del
Prado. El tercer tomo recoge El Parnaso español pintoresco laureado, una recopilación de más
de doscientas biografías de pintores que, súbditos de la Monarquía Hispánica, trabajaron en
algún momento para reyes españoles (pp. 231-498).
Seminarista metido a pintor, Palomino resume sus doctrinas con la precisión lógica, pero
también la morosidad, del pensamiento escolástico. Según cuenta en la dedicatoria del primer
volumen a la reina Isabel de Farnesio, llevaba muchos años recopilando material movido por
la escasez de libros españoles dedicados a la pintura y, sobre todo, porque «si bien de los
más favorecida, [era] de muchos injustamente vulnerada, connumerándola entre las artes
mecánicas». Su objetivo primordial era refutar la concepción que relegaba la pintura como
arte mecánica y defender, en cambio, su carácter de «ciencia demostrativa en lo teórico y
práctica en lo operativo», o sea, disciplina especulativa y matemática y, por tanto, liberal.
Para él la nobleza de la pintura se fundamenta en el aprecio que emperadores, reyes y nobles
han manifestado siempre por ella y, además, por el predominio que en su ejercicio hay de
lo intelectual sobre el trabajo manual, pues «no hay operación en la pintura que no milite
debajo de los preceptos de la óptica y, por consiguiente, que no sea demostrable científica
y geométricamente». El frontispicio del primer volumen, ideado por el autor y grabado por
Rovira, lo manifiesta claramente: la Óptica señala hacia dos amorcillos que estudian una
pirámide visual mientras un poco más abajo otros dos se afanan en la proyección de sombras.
Los versos de la tarjeta ahondan en el mensaje –«Por doquier brilla la Óptica, gobernadora de
la Pintura, proyectando luces y enseñando a componer todas las cosas»–, mientras en el tapiz
del fondo a la derecha la Música y la Poesía subrayan la liberalidad de la pintura pues ambas
se relacionan con Calíope, la más destacada entre las Musas. El pintor perfecto debe llegar,
guiado por ella, al grado supremo de su quehacer, que es inmortalizar «la memoria de aquellos
ínclitos varones que por sus heroicas hazañas se constituyeron acreedores del inmarcesible
laurel de la Fama».

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Dicho esto, lo que cuenta en el marco de esta publicación es lo que Palomino recoge en el
libro cuarto de la práctica de la pintura, consagrado a la musa Melpómene y al «principiante», o
«primer grado de los pintores». Lo exhorta a que no se arredre ante la complejidad del arte de la
pintura, pues «las cosas grandes se hicieron para los grandes espíritus» (p. 56), y que considere que
los famosos pintores «cuyas obras inmortalizaron sus nombres» (p. 53), a quienes debe imitar,
fueron de la misma naturaleza que la suya. Por otro lado, debe tomar de cada disci­plina lo que
convenga, pero no más, y, venciendo todo temor, no apegarse en exceso a unos preceptos
que pueden acogotar el ingenio. Siguen después las dotes que ha de tener el metido a pintor, la
relevancia del saber teórico para conocer lo que se hace y diferenciarse de los «articidas» (p. 63)
y unos avisos frente a la vanidad o la imprudencia que dan paso a los rudimentos entre los que
el dibujo desempeña, obviamente, un papel fundamental. El principiante debe entrenarse en
la delineación de «contornos, dintornos, claro, y obscuro» (p. 69), para lo que «ha menester
prevenir […] siete cosas, que son: cartera, papel, regla, compás, lapicero, carbones, y lápiz»
(p. 71), entre los que interesa, sobre todo, la primera, pues «es para dibujar sobre ella, y recoger
los papeles, así originales, como copias de lo que fuere ejecutado; porque de otro modo, ni
unos, ni otros ganarán nada». Una vez dominado el arte de delinear, el principiante debe hacer
cabezas, manos, pies, brazos y piernas, y juntarlo todo «pasando a figuras enteras desnudas, con
la honestidad conveniente» (p. 74). Es muy interesante que anote inmediatamente después
que «hay diferentes escuelas de autores muy clásicos», pues no por casualidad son los que aún
identificamos como autores de las cartillas de dibujo más importantes: Jacopo Palma, Guercino,
Francesco Villamena, Stefano della Bella, «y sobre todas, la de nuestro insigne Españoleto
José de Ribera», aconsejando que los principiantes empiecen por las primeras y dejen las dos
últimas «por ser las más aventajadas» para más adelante «perficionarse, y sutilizarse más, y no
causarles horror al principio». José Riello

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