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Carlos Ramírez

La polémica Sartre-Camus
El eterno debate sobre el papel de los intelectuales

CENTRO DE ESTUDIOS ECONÓMICOS, POLÍTICOS Y DE SEGURIDAD

Obras completas | #77


La polémica
Sartre-Camus
El eterno debate sobre el papel de los intelectuales

Carlos Ramírez

Centro de Estudios Políticos y de Seguridad Nacional, S.C.


La polémica Sartre-Camus. El eterno debate sobre el papel de los
intelectuales.
© Indicador Político.
Una edición del Centro de Estudios Políticos y de Seguridad Nacional,
S.C., presidente y Director General: Mtro. Carlos Ramírez.
ISBN: 9798463179692
Derechos Reservados, México, 2021.
https://indicadorpolitico.com.mx
Editorial Indicador Político
A Marco Antonio Campos, por nuestras
conversaciones de antes y de ahora

Entre las muchas discusiones intelectuales, una de las grandes polémicas


intelectuales que marcó la segunda parte cultural del siglo XX: el enfrentamiento en
1951-1952 entre los escritores franceses Albert Camus (1913-1960) y Jean-Paul
Sartre (1905-1980), a propósito del ensayo del primero titulado El hombre rebelde.
Amigos entrañables, coincidentes en la filosofía del existencialismo, combatientes
contra el nazismo en la segunda guerra mundial, dos zonas sociales de la Francia
colonial-poscolonial, las ideas en acto --como suele suceder-- los enfrentaron y los
enemistaron hasta la muerte prematura de Camus en un estúpido accidente de
tránsito.
En 1980, luego de varios años de leer la literatura de Camus, Sartre y Simone de
Beauvoir, escribí en la revista Proceso un acercamiento a ese ambiente intelectual
francés: una nota de dos planas en la revista sobre esa polémica. Entonces había
poca literatura al respecto y había que buscarla en librerías de viejo. Pero entonces
apenas pude conseguir los textos de los tres y dos libros de Francis Jeanson,
el colaborador de la revista Les Temps Modernes que detonó la polémica con
una severa crítica al ensayo de Camus. Sin embargo, en años posteriores me fui
acercando más a ese grupo cultural y a sus discusiones.
Las polémicas intelectuales me han atraído. A finales de 1977 y comienzos de
1978, yo trabajaba en Proceso y me tocó presenciar la polémica entre el ensayista
Carlos Monsiváis y el poeta Octavio Paz a propósito de una entrevista de Paz con
el director de la revista, Julio Scherer García. El tema del debate giró en torno a las
afirmaciones contundentes de Paz contra el socialismo burocrático y la defensa de
Monsiváis al modelo del socialismo realmente existente, con todo y sus pecados. La
polémica Sartre-Camus había girado en torno al mismo asunto: la crítica de Camus
al socialismo y el papel de la historia y la definición de una rebeldía no sólo contra
el capitalismo sino contra las ideas dictatoriales y la justificación de Sartre en tanto
existiera una imagen real de socialismo. En ambas polémica el invitado de piedra fue
el comunismo burocrático y totalitario de la Unión Soviética y el papel de Stalin; en
1951-1952 Stalin aún estaba vivo y las primeras revelaciones sobre los campos de
trabajos forzados para disidentes comenzaron a difundirse; en 1977, Stalin no sólo
estaba bien muerto sino que ya Jrushchov había desmitificado, Cuba comenzaba a
ser criticado por la falta de libertades y la persecución de escritores y el socialismo
había pasado la dura prueba de las disidencias en Hungría y Checoslovaquia,
aplastadas a sangre y fuego; era posible, después, criticar los abusos autoritarios
del socialismo sin poder en duda la validez del modelo comunista.
El debate Sartre-Camus tuvo ahí uno de sus temas: excesos y viabilidades,
esperanzas y reclamos. En 1977 había comenzado a consolidarse la propuesta del
Eurocomunismo, un socialismo marxista pero democrático, electoral y revalidado
en las urnas. En 1951 no había alguna salida lateral; al contrario, las críticas
contra el autoritarismo soviético habían provocado ya muchas disidencias entre
simpatizantes. En el fondo, el debate Sartre-Camus se centró en la validez del
socialismo, en el papel de la historia y la función de una revolución, aunque se
desvió hacia el valor de la crítica al autoritarismo socialista. El modelo soviético se
movía con tensión entre una idea, una realidad o una metáfora.
El contexto de la polémica Sartre-Camus se colocaba en el arranque formal de la
segunda mitad del siglo XX. Las críticas al socialismo comenzaban a multiplicarse
entre quienes lo rechazaban, los que lo repudiaban y los que lo justificaban. En
el fondo había cuando menos tres pistas: los que lo sostenían a pesar de sus
excesos autoritarios, los que lo rechazaban porque consideraban que la represión
no era un exceso o un mecanismo de defensa sino una función intrínseca y los que
titubeaban entre la necesidad del socialismo y la crítica a los excesos dictatoriales.
El problema de ese entonces radicó en el hecho de que la polarización ideológica
no dejaba espacios para la reflexión sin aspavientos.
El ambiente cultural se preparaba para la ruptura progresista con el socialismo
soviético, entonces la única muestra palpable de su puesta en práctica. En 1951
la filósofa alemana Hannah Arendt había publicado su monumental obra Los
orígenes del totalitarismo. En 1939 el escritor francés André Gide había circulado
su decepción en su libro Regreso de la URSS. En 1941 el escritor húngaro Arthur
Koestler había circulado su obra de denuncia El cero y el infinito sobre el terror
policiaco en el socialismo. En 1945 el ensayista vienés Karl Popper publicó su texto
La sociedad abierta y sus enemigos, una durísima crítica al historicismo teleológico.
En 1951 el escritor inglés Arthur London fue arrestado en Praga y acusado de
contrarrevolucionario y su experiencia la narró en la novela La confesión, más
tarde hecha película por el cineasta Costa-Gavras.
Hacia adelante, después del ensayo de Camus, otras obras siguieron el camino:
el propio Sartre publicó en Les Temps Modernes, en agosto de 1952, su ensayo
“Los comunistas y la paz” para dar sus enfoques sobre los errores del comunismo,
pero también su vigencia histórica, y en 1958 profundizó el tema en El fantasma
de Stalin, a propósito de la revolución húngara contra el régimen comunista.
En 1953 el escritor polaco Czesław Milos publicó la novela El poder cambia de
manos, una narración del centralismo autoritario del socialismo en Polonia, y en
ese año también circuló uno de los ensayos seminales de la crítica al autoritarismo
intelectual del socialismo: El pensamiento cautivo. En 1955, el sociólogo francés
Raymond Aron, amigo de Sartre y de Camus y progresista en su juventud, rompió
lanzas contra los escritores que se cegaban con la Unión Soviética con El opio de
los intelectuales, jugando con la frase de Marx de que la religión era el opio de los
pueblos, una droga que los abstraía de la realidad. Y en 1961 Popper regresaría al
debate, en el escenario abierto por Camus, de la crítica a la dictadura de la historia:
Miseria del historicismo.
La revisión de textos sobre la crítica al socialismo es apenas somera, destaca
los más importantes. Si bien algunos parecieron en su momento fundamentalistas
por el alcance de su razonamiento, de todos modos, representaron el espacio
para debatir el socialismo. Sin embargo, el mundo se encontraba sumido ya en la
guerra fría, el enfrentamiento entre sistemas ideológicos y sus correlativas formas
de producción: el socialismo en la URSS y el capitalismo en la Unión Soviética, con
el mundo como campo de batalla: Corea, Cuba, Sudeste asiático, medio oriente,
América Latina, el capitalismo. Por tanto, las reflexiones no tenían que ver con una
utopía sino con una viabilidad en curso. Esos espacios de debate se hundieron en
la dinámica de la lucha EU-URSS. Y mientras Moscú rechazaba cualquier indicio
de crítica para mejorar y exigía la subordinación absoluta, Washington alimentaba
y patrocinaba la lucha ideológica contra el socialismo.
Por eso la polémica derivó desde el principio en una ruptura. Sartre aceptó
que la reseña al ensayo de Camus la hiciera Francis Jeanson, un joven filósofo
radical hecho a imagen y semejanza de Sartre. Y si bien Sartre respetaba la
libertad de crítica, el ambiente en la sala de redacción de Les Temps Modernes ya
era contrario a Camus. Jeanson destrozó el ensayo de Camus, Camus se enojó
revirando con una carta helada dirigida a su amigo Sartre como “Señor director”
y Sartre no se aguantó y publicó una larga carta de respuesta que saludaba a
Albert como “querido Camus”, pero que en la primera frase no ocultaba la ruptura:
“nuestra amistad no era cosa fácil, pero he de lamentarla”. Obvio, Sartre culpaba a
Camus porque Camus, con su carta, acreditaba la paternidad del texto de Jeanson
a Sartre.
En medio de Sartre y Camus quedó una personalidad que siempre era el
espacio de descomprensión de pasiones: Simone de Beauvoir. Pero ella también
era radical y veía en Camus a un moralista sin remedio, cuando la lucha estaba
en la necesidad de tomar posición. Camus era, ante todo, un filósofo, es decir,
un analista de las ideas. Y no le gustaba ser obligado a tomar posición, aunque
en la segunda guerra mundial, en medio de la entrega de Francia a Hitler, militó
en la resistencia, escribió duramente en el periódico que llevaba la militancia en
el nombre: Combat. No debe olvidarse que Camus venía del mundo social de la
Argelia colonizada aún por Francia y los argelinos veían a Francia y París como
una metrópoli corrompida.
Sartre --jefe máximo de la comunidad intelectual de la Republica de Saint-
Germain-des-Prés-- era el hombre de la militancia, del compromiso. Sartre apelaba
a la situación y Camus se movía en la moral. El tema central del papel de los
intelectuales lo había fijado el propio Sartre: el compromiso, no más la torre de
marfil que Sainte-Beuve le había cantado, en un poema, a Víctor Hugo y Alfred de
Vigny a mediados del siglo XIX:

Lamartine reinó; cantor alado que suspira,


Se cernía sin esfuerzo; Hugo, duro miliciano
(se ve como a Dante, un barón feudal,
florentino o de Pisa), combate bajo la armadura,
y tiene alta su bandera en medio del murmullo:
La mantiene aún; y Vigny, más secreto,
Como en su torre de marfil, antes de mediodía,
Volvía a entrar.

El debate se había apoderado de los espacios intelectuales: el compromiso era


la militancia, la toma de partido, frente a un Camus que entonces apelaba a la no
participación en un lado, lo que llevaría a la excelencia en sus crónicas sobre la
crisis en Argelia: la reflexión sin participación, porque si no entonces sería militancia.
Orientado a la pureza de las ideas, Camus llevaba ese enfoque a la realidad:
¿cómo era posible criticar excesos del comunismo soviético en aras de la idea final
de sistema de justicia social? Para Camus era un problema --conflicto-- moral. En
el poco tiempo que le quedó antes de morir, Camus fortaleció su coherencia de
criticar y no avalar y dejar por ahí algunas convicciones sobre el socialismo. Sartre,
en cambio, se lanzó a fondo a apuntalar el socialismo y justificar --perdonar-- los
excesos autoritarios, incluyendo en 1960 su viaje a Cuba después de los juicios y
fusilamientos de contrarrevolucionarios.
Pero al final del día, el problema fue entre posiciones intelectuales, a pesar
de que los dos habían militado en la resistencia armada ante la toma de París
por los nazis. Luego vendría la militancia intelectual, porque ninguno de los dos
tomó las armas para ayudar a la liberación de Argelia y combatir al capitalismo
estadunidense. Ahora se sabe que las polémicas intelectuales conducen siempre
al vacío cuando tratan de posiciones ideológicas tangibles, aunque en el camino
se puedan dar el lujo de acicatear los tradicionales espacios tranquilizantes de las
capillas intelectuales.

II

¿Qué decía Camus en El hombre rebelde? Una severa crítica al modelo


historicista del socialismo, una acusación contra el nihilismo como alimentador
de las pasiones anarquistas. Camus se metió en una polémica adicional con los
surrealistas por sus críticas a Lautréamont. Su crítica se enfocó a tres rebeldías:
la metafísica, la histórica y la intelectual. Y entre ellas, el tema de debate
profundo fue el del análisis de la revolución y el arte, desde entonces instalado
en el inconsciente colectivo social por la represión asociada intrínsecamente,
casi como condición, al modelo comunitario.
El hombre rebelde es el que dice no, apuntaba Camus, pero también el que dice
sí. Su ensayo fue un acto de rebeldía contra una realidad ideológica existente.
Ciertamente que tenía que ver con el marxismo, con el modelo comunal, con la
represión. No pocos ensayistas encontraban relaciones entre la parte de terror
de la Revolución Francesa con el terror de la represión en el campo soviético.
Algunos historiadores han encontrado en las “Instrucciones de Lyon”, de Fouché,
el primer manifiesto revolucionario socialista y la vía revolucionaria. O como lo
dijo con claridad Robespierre: “¿queríais una revolución sin revolución?”
La revolución destruye y construye, pero en su fase violenta, y aún ahí se
requiere de un cuerpo de ideas. La revolución soviética --como otras, entre
ellas la cubana-- destruyeron la inteligencia: la persecución de intelectuales
comenzó a comienzos de los cincuenta, cinco años después del fin de la
Segunda Guerra. En 1950 Aleksandr Solzhenitsyn fue enviado al primer
campo de reacondicionamiento ideológico, luego conocidos como Gulags,
para convencerlo de las bondades del socialismo. El escritor francés David
Rousset, sobreviviente del campo de concentración nazi de Buchenwald,
descubrió en 1949 que los rusos no habían cerrado los campos nazis y los
usaban en contra de disidentes. En 1955 publicó testimonios --incluyendo un
texto de ruptura de Octavio paz con el socialismo soviético, que explica su
anticomunismo soviético-- y abrió el debate sobre el totalitarismo soviético.
Los mundos históricos de Sartre y Camus eran diferentes. Sartre militó
desde la creación intelectual durante la ocupación nazi de París y colocó
su trinchera en la militancia ideológica intelectual en su revista Les Temps
Modernes. Camus, en cambio, estuvo en la batalla frontal desde el periodismo
en el periódico Combat. Al salir de la segunda guerra, Sartre buscó espacio
intelectual alianza con las izquierdas socialista y comunista, inclusive sacrificando
los primeros indicios de las revelaciones del autoritarismo estalinista. En 1951 estalló
el primer conflicto con el socialismo soviético por la publicación de una investigación
del escritor David Rousset sobre los campos de concentración soviéticos. En ese
escenario Sartre propuso desde su ensayo ¿Qué es la literatura? (1948) el tema
del compromiso ideológico de la creación literaria, justificando la falta de libertad
creativa en el campo soviético y entre los simpatizantes del socialismo.
En este sentido, debió parecerle obvio a Camus la reacción nada empática de
Sartre hacia su ensayo el hombre rebelde, un alegato a favor de la libertad. en
términos ideológicos, Camus simpatizaba con el socialismo, pero no aceptaba
los abusos autoritarios. Y no era por razones de conservadurismo, sino por el
padecimiento de Camus de la violencia de izquierda revolucionaria que había
asumido Argelia en una lucha violenta armada. Camus escribió en contra de la
violencia revolucionaria en Argelia, pero al mismo tiempo condenó el dominio
colonial. Sus crónicas argelinas recogidas en 1958 dieron cuenta de elementos
de enfoque político-intelectual que explicaban las tesis centrales de su ensayo.
En cambio, Sartre reflejaba el enfoque de dominación colonial francés, aunque
repudiaba la violencia represiva en Argelia. Sin embargo, Sartre venía del
posicionamiento favorable al liderazgo del general De Gaulle en la liberación de
Francia del dominio nazi y veía la crisis argelina apoyando las dos posiciones. Si
Camus colocaba su progresismo ideológico al margen de sus ideas filosóficas y
literarias, Sartre estaba obligado a jugarse toda su capacidad intelectual a favor del
compromiso del escritor al lado de las causas sociales.
En obra literaria, Sartre solo dedicó su trilogía de los caminos de la libertad a
reflejar la crisis de la ocupación francesa, además de algunas obras de teatro; la
parte más productiva en el debate político se dio en sus ensayos y sus artículos
recopilados en su magna obra de diez tomos titulada Situaciones. Camus, su vez,
tampoco produjo literatura ideológica militante y dedicó sus novelas al enfoque
filosófico de sus ensayos y a la recopilación de sus textos periodísticos, sus
crónicas y sus análisis breves; salvo los referidos a Argelia, Camus no tuvo artículos
o ensayos más allá de este tema concreto.
De ahí que el conflicto de Sartre con Camus --que no al revés-- ocurrió en
un escenario del enfoque filosófico sobre las revoluciones ideológicas violentas y
excluyentes. Camus era de enfoques directos y reflexiones sin justificaciones, en
tanto que Sartre subordinaba sus conclusiones a justificaciones lógicas e ideas
con relación al ideal socialista. El enfoque de Sartre, que aún no se ha analizado
a fondo, no pasó la prueba de la justificación en el caso de Cuba: Sartre y su
compañera Simone de Beauvoir visitaron Cuba en 1960 en un acto de apoyo
solidario a la revolución ya hecha gobierno; pero 10 años después, en 1971, Sartre
rompió con Cuba al apoyar una carta de protesta dirigida a Fidel Castro por más
de una docena de escritores por la represión --arresto, tortura psicológica y auto
confesión denigrante-- al poeta cubano Heberto Padilla; esa carta, por cierto,
sirvió también para un deslindamiento definitivo de intelectuales que apoyaron la
revolución y que rompieron con ella por Padilla, entre ellos, de manera significativa,
el escritor peruano Mario Vargas Llosa.
Este escenario contextualizó la aparición de El hombre rebelde, algo que
negaron, excluyeron, soslayaros o ignoraron sus críticos Sartre y Jeanson. El
intelectual, era el mensaje de Camus, se debatía entre Nietzsche y Stalin, entre la
nada y el absolutamente todo. “Si el hombre en rebeldía ha de rechazar a la vez el
furor a la nada y el consentimiento a la totalidad, el artista ha de escapar al mismo
tiempo al frenesí formal y a la estética totalitaria de la realidad”, escribió Camus en
la parte titulada “Creación y revolución”. Eludiendo las posiciones polares, Camus
apelaba a la “síntesis creadora”. Para ello el artista debería descubrir la “fuente de
la rebeldía”, más allá de la historia y del vacío. Moscú había demostrado que la
independencia intelectual derivaba en una crítica al socialismo y por tanto debía
de exterminarse o excluirse. Ahí es donde los críticos del comunismo insistían en
debatir, aunque la discusión pudiera conducir a la percepción de que el socialismo
era inviable en una sociedad plural y democrática. La Unión Soviética pasó del
zarismo al comunismo, sin experimentar otras formas de organización política.
“La belleza, sin duda, no hace las revoluciones. Pero llega un día en que las
revoluciones tienen necesidad de ella”.
El método de análisis de Camus no era el de Sartre: aquél partía de la libertad
creativa, éste de la necesidad de un sistema político definido. “¿Se puede rechazar
eternamente, la injusticia sin dejar de reconocer la naturaleza del hombre y
la belleza del mundo?”, preguntaba Camus. Sartre, en cambio, decía que el
intelectual tenía un compromiso con la revolución, por lo que las ideas pasaban a
un segundo término. Era, repito, la guerra fría, y a ella habían sido arrastrados los
intelectuales. Antes de 1951, Sartre había escrito dos ensayos fundacionales: ¿Qué
es la literatura? y La república del silencio, en donde había asentado su tesis del
compromiso. Ello no era nuevo: Sartre utilizó la literatura en la lucha de resistencia
contra el invasor nazi; Camus también lo hizo desde Combat, pero se concretó a
la escritura de resistencia ante la invasión, no como eje central de su obra. En su
trilogía Los caminos de la libertad, Sartre no había deslumbrado porque se trataban
de tres novelas de tesis, de personajes ajustados a una exposición de ideología.
Sartre, hacia el comienzo de los cincuenta, ya había agotado su vena literaria y se
dedicaba al artículo político, al ensayo de ideas.
Camus buscó el camino intermedio: “el pensamiento del mediodía”, el que eludía
los extremos. Se preguntaba estupefacto: “¿no se ha convertido la rebeldía, por el
contrario, en la coartada de los nuevos tiranos?” Y luego afirmó: “la revolución sin
más límites que la eficacia histórica significa la servidumbre sin límites”. Frente a la
desmesura, propuso la mesura. ¿Por dónde estará la salida ante los extremismos?
Intelectual organicista, Camus acudió a los equilibrios de la naturaleza y encuentra
el secreto: el mediterráneo, esa parte de Europa que se localiza entre el norte
de África --la Argelia de Camus-- y la Europa continental --el París de Sartre--, el
Mediterráneo era el justo medio aristotélico, cuando “se alza la naturaleza frente a
la historia”. Es el punto medio entre la noche y la mañana, el mediodía, la elusión
de los extremos.
Camus no llegó desarmado a 1951. Venía de la crisis argelina de la primera
mitad de los cuarenta, justo en medio de la Segunda Guerra, aunque extendió su
participación en el debate hacia finales de los cincuenta. Fue un caso de violencia
revolucionaria, de violencia destructiva. ¿Cómo debía entrar en ese espacio por
su condición de escritor, de intelectual? En 1958, luego de El hombre rebelde y
su polémica con Sartre, Camus reflexionó su función, marcó las coordenadas de
su compromiso. En medio de revoluciones, agitaciones y lucha de sistemas, los
intelectuales seguían el camino sartreano de justificar, no de pensar, las que, a su
vez, echaban gasolina al fuego de la revolución violenta.
Camus decidió salirse del arrinconamiento:

Por eso, ante la imposibilidad de unirme a ninguna de las posiciones extrema


existentes, ante la desaparición progresiva de esa tercera posición en la que aún
era posible conservar la cabeza fría, dudando también de mis convicciones y de mis
conocimientos, seguro al fin de que la verdadera causa de nuestras locuras reside
en las costumbres y el funcionamiento de nuestra sociedad intelectual y política, he
decidido no participar más en las incesantes polémicas que no tienen otro efecto
que el de enquistar en Argelia las posiciones intransigentes que se encuentran
enfrentadas y el de dividir un poco más una Francia ya de por sí envenenada por
los odios y las sectas.

No era una decisión fácil. Pero Camus aparecía más sensible con la humanidad
que con la revolución: cuando estaba en juego el destino de la humanidad, los
textos “escritos desde la comodidad del despacho” influyen en las conductas y
por ello “uno tiene el deber de dudar y de sopesar los pros y los contras”. Por ello
condenó lo mismo a la colonia francesa represora que a la lucha armada violenta
de la guerrilla independentista, “si se quiere ser eficaz, esas dos condenas (a
la guerrilla y a la colonia) no pueden separarse”. Y ahí encontró Camus lo que
pudiera ser la coartada de la barbarie: “cada una (de las partes) se apoya, para
justificarse, en el crimen del otro. Hay ahí una casuística de la sangre en la que un
intelectual, me parece, no pude participar, cuando no tome él mismo las armas”.
Camus no soltó la prenda, aún a sabiendas de que condenar la violencia de la
guerrilla argelina lo colocaba en el otro lado que también condenaba pero que
pocos atendían. “El papel de los intelectuales no puede ser, tal como leemos todos
los días, el de excusar desde la lejanía una de las violencias y condenar la otra, con
lo que se consigue el doble efecto de enfurecer al violento al que condena y animar
una violencia mayor al violento al que se aplaude”.
Argelia se convirtió en una especie de microcosmos de la reflexión de Camus
que venía desde antes, inclusive, de El hombre rebelde, quizá desde El extranjero
en 1942. El hombre rebelde debería decir no a las dos violencias, la estatal y la
revolucionaria, la de la izquierda y la de la derecha, porque “no definen más que
el nihilismo de nuestra época”. Por ello el intelectual como hombre rebelde debe
salirse de la polarización que lo quiere en uno de los lados. “El papel del intelectual
consiste en discernir, en cada campo según sus medios, los límites respectivos de
la fuerza y de la justicia. Es necesario iluminar las definiciones para desintoxicar los
espíritus y apaciguar los fanatismos, incluso aunque sea a contracorriente”.
Camus, en el fondo, era un intelectual de la razón, pero a partir de la observación
de la realidad. Sus ideas, a pesar de los cuestionamientos de Sartre de Jeanson,
no salían del purismo, del aislamiento, de la razón pura. Su compromiso como
intelectual existió, aunque no en las líneas de acción que Sartre y Jeanson exigían
sin flexibilidades. Repito: en el largo plazo, Sartre veía el mundo como una situación
y Camus como un acto moral válido.
En sus libretas, Camus anotó una condena a las formas de la crítica, luego de la
polémica de 1952: “lo único que los excusa es lo terrible de la época”.

III

En el estreno de Las moscas (obra de teatro escrita por Sartre), en junio de 1943,
Albert Camus y Jean-Paul Sartre se encontraron por primera vez. Con referencias
mutuas, los dos escritores habían coincidido en intereses: la existencia del hombre
en medio de catástrofes. Juntos combatieron durante la resistencia y juntos
compartieron reflexiones y preocupaciones generales en los primeros días de la
paz. En 1944, cuando Alemania desocupaba París, el grito era común: “estamos
liberados”, y en la euforia era una consigna: “de la resistencia a la revolución”.
Pero De Gaulle y la guerra fría rompieron esquemas y esperanzas en Francia,
y quizá hasta visiones idílicas. Hacia los cincuenta, el “fantasma rojo” (la URSS)
alejó a Europa de tiempos nuevos, enfrió la gran amistad entre Camus y Sartre y los
hizo romper definitivamente en 1952. Veinticinco años más tarde, en el momento de
redactar y dedicar su testamento, Sartre revivía el sentido anarquista de su pasado y
recordaba, con afecto nostálgico, doloroso, solitario y solidario, al escritor argelino: “a
mis amigos anarquistas, tan injustamente despreciados por mí, y a la memoria de mi
amigo Camus”.
El affaire Sartre-Camus enfrentó a “un justo sin justicia” contra un filósofo que
“oponía la eficacia de la praxis a la vanidad de la moral”, en definiciones de Simone
de Beauvoir. En el contexto histórico de la posguerra en Europa, la polémica rebasaba
el enfrentamiento personal y adquiría características peculiares que resumían los
problemas del cambio social. Camus señalaba que la generación de intelectuales de
aquella época se había encontrado frente a la irrupción de las masas y que concluía,
ya, el fin de la soledad del escritor. “El tiempo de los maestros venerables, de los artistas
con camelias y de los genios encaramados en su sillón, ha terminado. Crear hoy es
crear peligrosamente”, decía en 1957 al recibir el Premio Nobel de Literatura. Frente
a los horrores de la Segunda Guerra, el grito que surgió del fascismo clamaba por la
existencia del hombre y, concebida ésta, el problema era vincular esa existencia a un
compromiso real con los demás hombres: era una vía más de acceso al socialismo.
“De qué sirve existir si no se sabe”, una frase de La invitada, de Simone de Beauvoir,
era, asimismo, una divisa. Europa, en general, y Francia, en particular, fueron, de
1945 a 1955, el campo de lucha del hombre en busca de moral o de compromiso:
Camus y Sartre constituyeron justamente el eje intelectual de la discusión de esas
ideas, en un combate que desbordaba personalismos: la cultura discutía lo que la
política soslayaba.
En 1960, en el France-Observateur, Sartre encaró la muerte absurda de Camus en
un accidente automovilístico en carretera. Sentía, a destiempo, la muerte de su amigo
Camus. “Camus encarnaba en este siglo, y contra la Historia, el heredero actual del
antiguo linaje de los moralistas”. Al conocer el informe del accidente automovilístico y
de la muerte del argelino y luego de recordarlo en silencio, Sartre decía: “se acabó; el
escándalo singular de esta muerte es la abolición del orden humano, por irrupción de
lo inhumano”. Camus tenía que vivir, se dolía sin reconocer aún el hecho de la muerte
ni tomarla, como lo hicieron después él y De Beauvoir, como una forma de darle
sentido a la vida. Si en los sesenta había ya pocos indicadores para creer en el arribo
del socialismo a Europa Occidental, Sartre señalaba que quedaba la esperanza del
hombre, la realidad humana. 1968 le haría renacer la esperanza en la revolución. En
1975 escribía su testamento: “repitamos el grito de anatema y de exterminio contra la
religión, la familia, el capital y el gobierno (...) La revolución es la revolución”.
Los años de la posguerra en Europa fueron tiempos de historias y de histerias.
Comenzó ahí, en esa guerra fría, el nuevo mito del Sísifo contemporáneo: el fantasma
de la Unión Soviética. Los intelectuales estarían condenados, desde entonces, a
empujar la pesada piedra de la denuncia del estalinismo y los neoestalinismos como
la desautorización absoluta del socialismo, de subirla hasta lo alto de la colina de
la Historia, para dejarla rodar cuesta abajo y volverla a subir nuevamente. Y así por
siempre. En aquellas fechas fue una gran tragedia; hoy, una especie de comedia.
Ayer como hoy los horrores son al socialismo y a las posibilidades del hombre.
Y ya en aquellas épocas De Beauvoir lamentaba la preocupación parcial de los
intelectuales, porque se jugaban el todo, por una parte: la denuncia de la existencia
de trabajos forzados en el Este cerrando los ojos a sus propias realidades. Decía
De Beauvoir en La fuerza de las cosas, tercer tomo de memorias, la de la etapa
francesa de la posguerra y los posicionamientos intelectuales:

Completamente indiferentes a los 40,000 muertos en Sétif (ciudad argelina), a


los 80,000 malgaches asesinados, al hambre y la miseria de Argelia, a los pueblos
incendiados de Indochina, a los griegos que agonizaban en los campos, a los
españoles fusilados por Franco, los corazones burgueses súbitamente se partieron
ante las desgracias de los prisioneros soviéticos.

Esta era la clave: la denuncia acerca de los campos soviéticos llevaba, en última
instancia, una gran carga ideológica. En los primeros diez años después de la
guerra se dieron en Europa los reacomodamientos de las fuerzas que luchaban
por, contra o dentro del cambio. La política definía personas: Malraux, Camus, Aron
y otros. La unidad lograda dentro de la resistencia, en los años de la ocupación
nazi, se había roto en los primeros años de paz: el degaullismo --“un sentimiento”:
Malraux-- representaba una corriente mesiánica que ignoró y despreció la lucha
de las clases. Los ministros socialistas y comunistas de los primeros años de la
desocupación fueron echados del gobierno. Frente al avance de los Estados Unidos
y su Plan Marshall y en medio de una guerra fría que condenaba a la izquierda
europea por “complicidades con la URSS”, estaba ya instalada una decepción por
posibilidades frustradas. En Francia De Gaulle abrió el fuego y condenó al Partido
Comunista Francés.
Los valores se cambiaron y las posiciones se trastocaron. Malraux definía una
nueva etapa en Francia: “la civilización de las máquinas no tiene valores supremos,
sino pasiones y deseos”. Eran dos Francia: aquella del Consejo Nacional de
Resistencia había sucumbido ante la Francia degaullista. Las condiciones
económicas habían cambiado. Dice el historiador Walter Lacqueur: “Francia
experimentó (después de la guerra) un boom que resultaba totalmente inesperado.
Ni los más optimistas habían previsto en 1945 un resurgir de tamaña magnitud.
Francia había sido el museo de Europa, el país donde nunca pasaba ni cambiaba
nada”. La izquierda partidista fue sorprendida, también, por esta situación: no tuvo
nada que ofrecer a las masas y éstas optaron por el confort. Los valores supremos
perdieron su condición fundamental, en palabras de Malraux: su invulnerabilidad.
Las memorias de De Beauvoir, los textos de Camus, las Antimemorias de Malraux
y la biografía de Sartre --escrita por Francis Jeanson-- exhiben el doloroso tránsito
de una generación por el tiempo y por la Historia: de la Europa independiente y con
gérmenes prerrevolucionarios a la Europa de la OTAN.
En París, el problema comenzó en los primeros días de la desocupación. En
1945 Sartre y Camus tuvieron un alejamiento y la aparición de La peste los acercó,
pero apenas había débiles lazos de relación. Sartre ya había fundado Les Temps
Modernes y decía que el Combat de Camus hacia “mucha moral y poca política”.
Era el principio del fin. Los franceses leían ávidamente estas discusiones para
orientar sus preferencias. La ceguera del PC francés desdeñó esta polémica,
como un indicador de su marginamiento de la lucha política e ideológica: no era
un enfrentamiento entre intelectuales. De Beauvoir narró en sus memoras los
distintos problemas entre Sartre y Camus para enfrentar el momento: la vinculación
del existencialismo con el marxismo, a través del compromiso, para Sartre; y la
colocación de la moral por sobre la Historia, para Camus. Hubo encuentros fríos,
discusiones, recriminaciones y separaciones. Francia hervía.
Dos obras aceleran las contradicciones: Camus publicó en 1951 El hombre
rebelde y Sartre puso en escena El diablo y el buen Dios. El escritor franco argelino
exorcizaba los fantasmas de la historia; y el filósofo del existencialismo reivindicaba
la praxis revolucionaria. El contexto era, ya, claro, y De Beauvoir lo recrearía
literariamente en su novela Los mandarines. En la realidad, estaban circulando las
primeras versiones sobre la represión en la URSS --que después serían oficializadas
en el informe secreto de Jrushchov en 1956 al XX congreso del PCUS--. Los textos,
en versión de David Rousset, partían del hecho de que los campos soviéticos de
trabajos forzados eran producto y no excrecencia del socialismo. Camus retomó
esos hechos y se incorporó a la causa. Sus discrepancias con Sartre aumentaron.
Para Camus, al contrario de Sartre, el escritor se encontraba “embarcado”
en la realidad y no “comprometido”. Y él se “embarcó” con El hombre rebelde en
una requisitoria contra la Historia: “el propósito de este ensayo es, una vez más,
aceptar la realidad del momento, que es el crimen lógico, y examinar precisamente
sus justificaciones”, decía en la introducción y señalaba que el problema central
se ubicaba en que “si toda rebelión debe acabarse en justificación del crimen
universal”. Sartre, por su lado, explicaba en El diablo y el buen Dios su posición
acerca del ejercicio del poder y del compromiso del hombre, desde la perspectiva
de la praxis y la justificación --se decía entonces-- de los crímenes del estalinismo.
Era el momento de definiciones: Sartre optó por la defensa y el análisis integral de
lo que ocurrió en la URSS y Camus se decidió por enfrentar a Sartre.
El hombre rebelde --que había alejado a Camus del André Breton de ese
momento-- era, para el grupo de Sartre, el alegato de un hombre frente a la moral y
de espaldas a la Historia. Había que decirlo, pero Sartre no quería hacer la reseña
del ensayo. Francis Jeanson, joven leal a Sartre, se propuso y, confesó, empezó de
una manera que quiso ser fría, pero terminó con una larga y apasionada llamada a
cuentas a Camus. De Beauvoir dice que el texto fue apenas depurado, pero tuvo
que ser publicado en Les Temps Modernes sin censura. “Albert Camus o el alma
rebelde”, era el título. La guerra empezaba en la definición de una generación. “La
posguerra había acabado de acabar”, decía De Beauvoir al final de la polémica.
El comentario de Jeanson irritó a Camus. Aunque muchos, entonces y ahora,
pretenden ubicar esa polémica en “la orilla izquierda” de esa época, Jeanson, Camus
y Sartre entendieron que lo que se jugaba no era un prestigio sino la definición de
opciones sociales y políticas. Camus no perdió el tiempo y contestó con una larga
carta a petición de Sartre para responder al comentario de Jeanson. Pero usa dos
formas que destruyen la amistad de ambos personajes: la misiva abre un frío tono
de “señor director” y se dirige directamente a Sartre, atribuyéndole el paternalismo
de las frases hirientes de Jeanson. El artículo de Jeanson, efectivamente, estaba
plagado de oraciones que señalaban también problemas de política cultural y
ataques propios de enfrentamientos entre capillas de intelectuales. Decía, por
ejemplo, que La peste de Camus traslucía “una moral de Cruz Roja” y usaba
demasiado la ironía para machacar los “placeres (puramente) artísticos” del autor.
Camus señalaba que si no había simpatía hacia El hombre rebelde, cuando menos
debiera haber “honrado examen”; descubría Camus párrafos donde Jeanson era
más hígado que cerebro y hacía reclamaciones duras a ese respecto.
Camus destacó dos hechos en su respuesta a Les Temps Modernes. Antes de
señalarlos, escribía a Sartre: “ocurre todo en su (de nuevo el dardo de paternidad del
texto de Jeanson como de Sartre) artículo, como si defendiese usted al marxismo
como dogma implícito sin poder afirmarlo como política abierta”. Enseguida,
Camus mostraba los dos aspectos centrales de la polémica: 1.- Jeanson --y Sartre
tras de él, según Camus-- planteaba la “negativa a discutir tesis sobre Marx y
Hegel” y los consideraba “principios intocables”. 2.- “Guarda silencio sobre todo
lo que en mi libro se refiere a desgracias e implicaciones propiamente políticas
del socialismo autoritario”, y Jeanson “se refugia en el pudor”. Reconocía ideas
de fondo en el artículo de crítica y señalaba el motivo de su larga respuesta: “si el
artículo fuese solamente frívolo y su tono simplemente inamistoso, yo me hubiera
callado”. Camus lanzaba el reto.
Sartre recogió el guante. En su revista publicó una carta de respuesta que
empezaba con estas dos palabras: “querido Camus”. Sartre daba por concluida
la amistad y la atribuía, tratando de disminuir la polémica a “una disputa literaria”.
Decía que esa relación no había sido fácil: “si la rompe usted hoy, será porque
estaba destinada a romperse”. La amistad “tiende al totalitarismo: hay que optar
entre el acuerdo en todo o el distanciamiento. Hasta los que no pertenecen a ningún
partido se comportan como si militaran en partidos imaginarios”. Sartre calificó
a Camus de anticomunista y se negaba a discutir y hacer reductible, según sus
opiniones, la cuestión del socialismo a los campos soviéticos de trabajos forzados.
“Ha sentado sus reales en usted una dictadura violenta y ceremoniosa, que se
apoya en una burocracia abstracta y pretende imponer una ley moral. Mucho me
temo, sin embargo, que esté usted más dispuesto a rebelarse contra el Estado
comunista que contra sí mismo”. Lamentaba, decía, que “sobre este desorden
espiritual (de la época), a veces excusable, haya fundado usted un orden retórico.
Usted es burgués”. Recordaba Sartre que, poco después de las declaraciones de
Rousset, Les Temps Modernes había editorializado sobre los campos soviéticos. “La
existencia de esos campos --dijo Sartre a Camus, en un acto de helado realismo--
puede producirnos indignación, puede causarnos horror, hasta es posible que nos
obsesione, pero ¿por qué habría de ponernos en un aprieto?” Tras de señalar que
ese problema era de análisis amplio, decía que usarlo aislado era un “argumento
de barricada”. Acusó a Camus de un cambio en su conducta. Y concluía: “su moral
se transformó primero en moralismo; hoy no pasa de ser literatura; mañana, tal
vez, sea inmoralidad”. Demoledor. Y Camus respondió a Sartre con el látigo de su
desprecio intelectual: el silencio.
No hubo vencedores ni vencidos; o sí; pero daba igual. La polémica en
torno de los campos soviéticos se intensificó muchos años después --Hungría y
Checoslovaquia contribuyeron a ello, como lo registró el propio Sartre en El fantasma
de Stalin de 1957--, aunque para una tendencia de intelectuales fue a dar vueltas
sobre el mismo lugar, sin ninguna evolución política, moral y social: los campos por
sobre todo; para otros, en contraposición, éstos no existían o quedaban reducidos
a defectos, en el mejor de los casos, o pasaban a depender ideológicamente de
los criterios del Partido Comunista de la URSS. Pocos intentaron un análisis crítico,
lúcido.
En México no hubo un debate en torno a los campos de concentración soviéticos,
como tampoco a su vertiente tropical en la represión y campos de educación
ideológica de la revolución cubana. Como eco tardío se recuerda el contenido
central es la polémica Octavio Paz-Carlos Monsiváis --nuestra muy modesta
polémica Sartre-Camus-- a finales de 1977 y principios de 1978: la libertad en Paz
y la revolución en Monsiváis, conflicto ideológico que comenzó con la gran rebelión
obrera en 1958 y terminó con entonces desmoronamiento de la Unión Soviética
en 1989-1991, aunque con un colofón que no tuvo en su momento el impacto
intelectual necesario: la afirmación de Monsiváis en 1999, ya fallecido el poeta, en
el sentido de que “la caída del muro de Berlín le da la razón a Paz”, aunque sin
explicar el tipo de razón ni el efecto de redefinición del conflicto intelectual que agitó
y dividió a las comunidades intelectuales en el largo periodo de 1958-1998; no se
trataba de razones argumentativas sino de razones históricas.
Al final, este mito del Sísifo contemporáneo fue destacado, años después del
debate de 1951, por el propio Sartre, quien dejó de creer en la URSS, pero no en el
marxismo ni en el socialismo. Decía acerca del aplastamiento de la Primavera de
Praga: “la izquierda protesta, se niega, censura, lo lamenta. Que no se olvide, que
no existe un mutismo que signifique aceptación, pero a condición de no convertir
la coartada en moralismo”. En ese texto Sartre censuró a los hombres que habían
hecho del socialismo una “razón petrificada”, pero no al régimen, no al sistema.
Sartre murió. Si él decía que Camus no debía morir, ¿acaso Sartre tenía que
morir? ¿Se acabó? Muchos años después de su discusión con Camus, Sartre tuvo
que enfrentarse no a polémicas sino a discusiones absurdas y estériles que lo
identificaban con posiciones superadas ideológica e intelectualmente. Ya en 1970
decía: “recuerdo que me decían, hacia 1960, mis amigos soviéticos: `paciencia,
quizá esto requiera tiempo, pero ya verá: el proceso es irreversible’; y a veces
tengo el sentimiento de que nada hay irreversible, salvo la degradación implacable
y continua del socialismo soviético”. Contra esa osificación combatió hasta su
muerte.
Bibliografía básica

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Zweig, Stefan (2011), Fouché. Retrato de un hombre político, editorial Acantilado,
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Cuidado de la edición: Armando Reyes Vigueras
Diseño: Alejandra Pineda.
Edición del Centro de Estudios Económicos,
Políticos y de Seguridad (CEEPS)
México, D.R. 2021

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