Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
La polémica Sartre-Camus
El eterno debate sobre el papel de los intelectuales
Carlos Ramírez
II
No era una decisión fácil. Pero Camus aparecía más sensible con la humanidad
que con la revolución: cuando estaba en juego el destino de la humanidad, los
textos “escritos desde la comodidad del despacho” influyen en las conductas y
por ello “uno tiene el deber de dudar y de sopesar los pros y los contras”. Por ello
condenó lo mismo a la colonia francesa represora que a la lucha armada violenta
de la guerrilla independentista, “si se quiere ser eficaz, esas dos condenas (a
la guerrilla y a la colonia) no pueden separarse”. Y ahí encontró Camus lo que
pudiera ser la coartada de la barbarie: “cada una (de las partes) se apoya, para
justificarse, en el crimen del otro. Hay ahí una casuística de la sangre en la que un
intelectual, me parece, no pude participar, cuando no tome él mismo las armas”.
Camus no soltó la prenda, aún a sabiendas de que condenar la violencia de la
guerrilla argelina lo colocaba en el otro lado que también condenaba pero que
pocos atendían. “El papel de los intelectuales no puede ser, tal como leemos todos
los días, el de excusar desde la lejanía una de las violencias y condenar la otra, con
lo que se consigue el doble efecto de enfurecer al violento al que condena y animar
una violencia mayor al violento al que se aplaude”.
Argelia se convirtió en una especie de microcosmos de la reflexión de Camus
que venía desde antes, inclusive, de El hombre rebelde, quizá desde El extranjero
en 1942. El hombre rebelde debería decir no a las dos violencias, la estatal y la
revolucionaria, la de la izquierda y la de la derecha, porque “no definen más que
el nihilismo de nuestra época”. Por ello el intelectual como hombre rebelde debe
salirse de la polarización que lo quiere en uno de los lados. “El papel del intelectual
consiste en discernir, en cada campo según sus medios, los límites respectivos de
la fuerza y de la justicia. Es necesario iluminar las definiciones para desintoxicar los
espíritus y apaciguar los fanatismos, incluso aunque sea a contracorriente”.
Camus, en el fondo, era un intelectual de la razón, pero a partir de la observación
de la realidad. Sus ideas, a pesar de los cuestionamientos de Sartre de Jeanson,
no salían del purismo, del aislamiento, de la razón pura. Su compromiso como
intelectual existió, aunque no en las líneas de acción que Sartre y Jeanson exigían
sin flexibilidades. Repito: en el largo plazo, Sartre veía el mundo como una situación
y Camus como un acto moral válido.
En sus libretas, Camus anotó una condena a las formas de la crítica, luego de la
polémica de 1952: “lo único que los excusa es lo terrible de la época”.
III
En el estreno de Las moscas (obra de teatro escrita por Sartre), en junio de 1943,
Albert Camus y Jean-Paul Sartre se encontraron por primera vez. Con referencias
mutuas, los dos escritores habían coincidido en intereses: la existencia del hombre
en medio de catástrofes. Juntos combatieron durante la resistencia y juntos
compartieron reflexiones y preocupaciones generales en los primeros días de la
paz. En 1944, cuando Alemania desocupaba París, el grito era común: “estamos
liberados”, y en la euforia era una consigna: “de la resistencia a la revolución”.
Pero De Gaulle y la guerra fría rompieron esquemas y esperanzas en Francia,
y quizá hasta visiones idílicas. Hacia los cincuenta, el “fantasma rojo” (la URSS)
alejó a Europa de tiempos nuevos, enfrió la gran amistad entre Camus y Sartre y los
hizo romper definitivamente en 1952. Veinticinco años más tarde, en el momento de
redactar y dedicar su testamento, Sartre revivía el sentido anarquista de su pasado y
recordaba, con afecto nostálgico, doloroso, solitario y solidario, al escritor argelino: “a
mis amigos anarquistas, tan injustamente despreciados por mí, y a la memoria de mi
amigo Camus”.
El affaire Sartre-Camus enfrentó a “un justo sin justicia” contra un filósofo que
“oponía la eficacia de la praxis a la vanidad de la moral”, en definiciones de Simone
de Beauvoir. En el contexto histórico de la posguerra en Europa, la polémica rebasaba
el enfrentamiento personal y adquiría características peculiares que resumían los
problemas del cambio social. Camus señalaba que la generación de intelectuales de
aquella época se había encontrado frente a la irrupción de las masas y que concluía,
ya, el fin de la soledad del escritor. “El tiempo de los maestros venerables, de los artistas
con camelias y de los genios encaramados en su sillón, ha terminado. Crear hoy es
crear peligrosamente”, decía en 1957 al recibir el Premio Nobel de Literatura. Frente
a los horrores de la Segunda Guerra, el grito que surgió del fascismo clamaba por la
existencia del hombre y, concebida ésta, el problema era vincular esa existencia a un
compromiso real con los demás hombres: era una vía más de acceso al socialismo.
“De qué sirve existir si no se sabe”, una frase de La invitada, de Simone de Beauvoir,
era, asimismo, una divisa. Europa, en general, y Francia, en particular, fueron, de
1945 a 1955, el campo de lucha del hombre en busca de moral o de compromiso:
Camus y Sartre constituyeron justamente el eje intelectual de la discusión de esas
ideas, en un combate que desbordaba personalismos: la cultura discutía lo que la
política soslayaba.
En 1960, en el France-Observateur, Sartre encaró la muerte absurda de Camus en
un accidente automovilístico en carretera. Sentía, a destiempo, la muerte de su amigo
Camus. “Camus encarnaba en este siglo, y contra la Historia, el heredero actual del
antiguo linaje de los moralistas”. Al conocer el informe del accidente automovilístico y
de la muerte del argelino y luego de recordarlo en silencio, Sartre decía: “se acabó; el
escándalo singular de esta muerte es la abolición del orden humano, por irrupción de
lo inhumano”. Camus tenía que vivir, se dolía sin reconocer aún el hecho de la muerte
ni tomarla, como lo hicieron después él y De Beauvoir, como una forma de darle
sentido a la vida. Si en los sesenta había ya pocos indicadores para creer en el arribo
del socialismo a Europa Occidental, Sartre señalaba que quedaba la esperanza del
hombre, la realidad humana. 1968 le haría renacer la esperanza en la revolución. En
1975 escribía su testamento: “repitamos el grito de anatema y de exterminio contra la
religión, la familia, el capital y el gobierno (...) La revolución es la revolución”.
Los años de la posguerra en Europa fueron tiempos de historias y de histerias.
Comenzó ahí, en esa guerra fría, el nuevo mito del Sísifo contemporáneo: el fantasma
de la Unión Soviética. Los intelectuales estarían condenados, desde entonces, a
empujar la pesada piedra de la denuncia del estalinismo y los neoestalinismos como
la desautorización absoluta del socialismo, de subirla hasta lo alto de la colina de
la Historia, para dejarla rodar cuesta abajo y volverla a subir nuevamente. Y así por
siempre. En aquellas fechas fue una gran tragedia; hoy, una especie de comedia.
Ayer como hoy los horrores son al socialismo y a las posibilidades del hombre.
Y ya en aquellas épocas De Beauvoir lamentaba la preocupación parcial de los
intelectuales, porque se jugaban el todo, por una parte: la denuncia de la existencia
de trabajos forzados en el Este cerrando los ojos a sus propias realidades. Decía
De Beauvoir en La fuerza de las cosas, tercer tomo de memorias, la de la etapa
francesa de la posguerra y los posicionamientos intelectuales:
Esta era la clave: la denuncia acerca de los campos soviéticos llevaba, en última
instancia, una gran carga ideológica. En los primeros diez años después de la
guerra se dieron en Europa los reacomodamientos de las fuerzas que luchaban
por, contra o dentro del cambio. La política definía personas: Malraux, Camus, Aron
y otros. La unidad lograda dentro de la resistencia, en los años de la ocupación
nazi, se había roto en los primeros años de paz: el degaullismo --“un sentimiento”:
Malraux-- representaba una corriente mesiánica que ignoró y despreció la lucha
de las clases. Los ministros socialistas y comunistas de los primeros años de la
desocupación fueron echados del gobierno. Frente al avance de los Estados Unidos
y su Plan Marshall y en medio de una guerra fría que condenaba a la izquierda
europea por “complicidades con la URSS”, estaba ya instalada una decepción por
posibilidades frustradas. En Francia De Gaulle abrió el fuego y condenó al Partido
Comunista Francés.
Los valores se cambiaron y las posiciones se trastocaron. Malraux definía una
nueva etapa en Francia: “la civilización de las máquinas no tiene valores supremos,
sino pasiones y deseos”. Eran dos Francia: aquella del Consejo Nacional de
Resistencia había sucumbido ante la Francia degaullista. Las condiciones
económicas habían cambiado. Dice el historiador Walter Lacqueur: “Francia
experimentó (después de la guerra) un boom que resultaba totalmente inesperado.
Ni los más optimistas habían previsto en 1945 un resurgir de tamaña magnitud.
Francia había sido el museo de Europa, el país donde nunca pasaba ni cambiaba
nada”. La izquierda partidista fue sorprendida, también, por esta situación: no tuvo
nada que ofrecer a las masas y éstas optaron por el confort. Los valores supremos
perdieron su condición fundamental, en palabras de Malraux: su invulnerabilidad.
Las memorias de De Beauvoir, los textos de Camus, las Antimemorias de Malraux
y la biografía de Sartre --escrita por Francis Jeanson-- exhiben el doloroso tránsito
de una generación por el tiempo y por la Historia: de la Europa independiente y con
gérmenes prerrevolucionarios a la Europa de la OTAN.
En París, el problema comenzó en los primeros días de la desocupación. En
1945 Sartre y Camus tuvieron un alejamiento y la aparición de La peste los acercó,
pero apenas había débiles lazos de relación. Sartre ya había fundado Les Temps
Modernes y decía que el Combat de Camus hacia “mucha moral y poca política”.
Era el principio del fin. Los franceses leían ávidamente estas discusiones para
orientar sus preferencias. La ceguera del PC francés desdeñó esta polémica,
como un indicador de su marginamiento de la lucha política e ideológica: no era
un enfrentamiento entre intelectuales. De Beauvoir narró en sus memoras los
distintos problemas entre Sartre y Camus para enfrentar el momento: la vinculación
del existencialismo con el marxismo, a través del compromiso, para Sartre; y la
colocación de la moral por sobre la Historia, para Camus. Hubo encuentros fríos,
discusiones, recriminaciones y separaciones. Francia hervía.
Dos obras aceleran las contradicciones: Camus publicó en 1951 El hombre
rebelde y Sartre puso en escena El diablo y el buen Dios. El escritor franco argelino
exorcizaba los fantasmas de la historia; y el filósofo del existencialismo reivindicaba
la praxis revolucionaria. El contexto era, ya, claro, y De Beauvoir lo recrearía
literariamente en su novela Los mandarines. En la realidad, estaban circulando las
primeras versiones sobre la represión en la URSS --que después serían oficializadas
en el informe secreto de Jrushchov en 1956 al XX congreso del PCUS--. Los textos,
en versión de David Rousset, partían del hecho de que los campos soviéticos de
trabajos forzados eran producto y no excrecencia del socialismo. Camus retomó
esos hechos y se incorporó a la causa. Sus discrepancias con Sartre aumentaron.
Para Camus, al contrario de Sartre, el escritor se encontraba “embarcado”
en la realidad y no “comprometido”. Y él se “embarcó” con El hombre rebelde en
una requisitoria contra la Historia: “el propósito de este ensayo es, una vez más,
aceptar la realidad del momento, que es el crimen lógico, y examinar precisamente
sus justificaciones”, decía en la introducción y señalaba que el problema central
se ubicaba en que “si toda rebelión debe acabarse en justificación del crimen
universal”. Sartre, por su lado, explicaba en El diablo y el buen Dios su posición
acerca del ejercicio del poder y del compromiso del hombre, desde la perspectiva
de la praxis y la justificación --se decía entonces-- de los crímenes del estalinismo.
Era el momento de definiciones: Sartre optó por la defensa y el análisis integral de
lo que ocurrió en la URSS y Camus se decidió por enfrentar a Sartre.
El hombre rebelde --que había alejado a Camus del André Breton de ese
momento-- era, para el grupo de Sartre, el alegato de un hombre frente a la moral y
de espaldas a la Historia. Había que decirlo, pero Sartre no quería hacer la reseña
del ensayo. Francis Jeanson, joven leal a Sartre, se propuso y, confesó, empezó de
una manera que quiso ser fría, pero terminó con una larga y apasionada llamada a
cuentas a Camus. De Beauvoir dice que el texto fue apenas depurado, pero tuvo
que ser publicado en Les Temps Modernes sin censura. “Albert Camus o el alma
rebelde”, era el título. La guerra empezaba en la definición de una generación. “La
posguerra había acabado de acabar”, decía De Beauvoir al final de la polémica.
El comentario de Jeanson irritó a Camus. Aunque muchos, entonces y ahora,
pretenden ubicar esa polémica en “la orilla izquierda” de esa época, Jeanson, Camus
y Sartre entendieron que lo que se jugaba no era un prestigio sino la definición de
opciones sociales y políticas. Camus no perdió el tiempo y contestó con una larga
carta a petición de Sartre para responder al comentario de Jeanson. Pero usa dos
formas que destruyen la amistad de ambos personajes: la misiva abre un frío tono
de “señor director” y se dirige directamente a Sartre, atribuyéndole el paternalismo
de las frases hirientes de Jeanson. El artículo de Jeanson, efectivamente, estaba
plagado de oraciones que señalaban también problemas de política cultural y
ataques propios de enfrentamientos entre capillas de intelectuales. Decía, por
ejemplo, que La peste de Camus traslucía “una moral de Cruz Roja” y usaba
demasiado la ironía para machacar los “placeres (puramente) artísticos” del autor.
Camus señalaba que si no había simpatía hacia El hombre rebelde, cuando menos
debiera haber “honrado examen”; descubría Camus párrafos donde Jeanson era
más hígado que cerebro y hacía reclamaciones duras a ese respecto.
Camus destacó dos hechos en su respuesta a Les Temps Modernes. Antes de
señalarlos, escribía a Sartre: “ocurre todo en su (de nuevo el dardo de paternidad del
texto de Jeanson como de Sartre) artículo, como si defendiese usted al marxismo
como dogma implícito sin poder afirmarlo como política abierta”. Enseguida,
Camus mostraba los dos aspectos centrales de la polémica: 1.- Jeanson --y Sartre
tras de él, según Camus-- planteaba la “negativa a discutir tesis sobre Marx y
Hegel” y los consideraba “principios intocables”. 2.- “Guarda silencio sobre todo
lo que en mi libro se refiere a desgracias e implicaciones propiamente políticas
del socialismo autoritario”, y Jeanson “se refugia en el pudor”. Reconocía ideas
de fondo en el artículo de crítica y señalaba el motivo de su larga respuesta: “si el
artículo fuese solamente frívolo y su tono simplemente inamistoso, yo me hubiera
callado”. Camus lanzaba el reto.
Sartre recogió el guante. En su revista publicó una carta de respuesta que
empezaba con estas dos palabras: “querido Camus”. Sartre daba por concluida
la amistad y la atribuía, tratando de disminuir la polémica a “una disputa literaria”.
Decía que esa relación no había sido fácil: “si la rompe usted hoy, será porque
estaba destinada a romperse”. La amistad “tiende al totalitarismo: hay que optar
entre el acuerdo en todo o el distanciamiento. Hasta los que no pertenecen a ningún
partido se comportan como si militaran en partidos imaginarios”. Sartre calificó
a Camus de anticomunista y se negaba a discutir y hacer reductible, según sus
opiniones, la cuestión del socialismo a los campos soviéticos de trabajos forzados.
“Ha sentado sus reales en usted una dictadura violenta y ceremoniosa, que se
apoya en una burocracia abstracta y pretende imponer una ley moral. Mucho me
temo, sin embargo, que esté usted más dispuesto a rebelarse contra el Estado
comunista que contra sí mismo”. Lamentaba, decía, que “sobre este desorden
espiritual (de la época), a veces excusable, haya fundado usted un orden retórico.
Usted es burgués”. Recordaba Sartre que, poco después de las declaraciones de
Rousset, Les Temps Modernes había editorializado sobre los campos soviéticos. “La
existencia de esos campos --dijo Sartre a Camus, en un acto de helado realismo--
puede producirnos indignación, puede causarnos horror, hasta es posible que nos
obsesione, pero ¿por qué habría de ponernos en un aprieto?” Tras de señalar que
ese problema era de análisis amplio, decía que usarlo aislado era un “argumento
de barricada”. Acusó a Camus de un cambio en su conducta. Y concluía: “su moral
se transformó primero en moralismo; hoy no pasa de ser literatura; mañana, tal
vez, sea inmoralidad”. Demoledor. Y Camus respondió a Sartre con el látigo de su
desprecio intelectual: el silencio.
No hubo vencedores ni vencidos; o sí; pero daba igual. La polémica en
torno de los campos soviéticos se intensificó muchos años después --Hungría y
Checoslovaquia contribuyeron a ello, como lo registró el propio Sartre en El fantasma
de Stalin de 1957--, aunque para una tendencia de intelectuales fue a dar vueltas
sobre el mismo lugar, sin ninguna evolución política, moral y social: los campos por
sobre todo; para otros, en contraposición, éstos no existían o quedaban reducidos
a defectos, en el mejor de los casos, o pasaban a depender ideológicamente de
los criterios del Partido Comunista de la URSS. Pocos intentaron un análisis crítico,
lúcido.
En México no hubo un debate en torno a los campos de concentración soviéticos,
como tampoco a su vertiente tropical en la represión y campos de educación
ideológica de la revolución cubana. Como eco tardío se recuerda el contenido
central es la polémica Octavio Paz-Carlos Monsiváis --nuestra muy modesta
polémica Sartre-Camus-- a finales de 1977 y principios de 1978: la libertad en Paz
y la revolución en Monsiváis, conflicto ideológico que comenzó con la gran rebelión
obrera en 1958 y terminó con entonces desmoronamiento de la Unión Soviética
en 1989-1991, aunque con un colofón que no tuvo en su momento el impacto
intelectual necesario: la afirmación de Monsiváis en 1999, ya fallecido el poeta, en
el sentido de que “la caída del muro de Berlín le da la razón a Paz”, aunque sin
explicar el tipo de razón ni el efecto de redefinición del conflicto intelectual que agitó
y dividió a las comunidades intelectuales en el largo periodo de 1958-1998; no se
trataba de razones argumentativas sino de razones históricas.
Al final, este mito del Sísifo contemporáneo fue destacado, años después del
debate de 1951, por el propio Sartre, quien dejó de creer en la URSS, pero no en el
marxismo ni en el socialismo. Decía acerca del aplastamiento de la Primavera de
Praga: “la izquierda protesta, se niega, censura, lo lamenta. Que no se olvide, que
no existe un mutismo que signifique aceptación, pero a condición de no convertir
la coartada en moralismo”. En ese texto Sartre censuró a los hombres que habían
hecho del socialismo una “razón petrificada”, pero no al régimen, no al sistema.
Sartre murió. Si él decía que Camus no debía morir, ¿acaso Sartre tenía que
morir? ¿Se acabó? Muchos años después de su discusión con Camus, Sartre tuvo
que enfrentarse no a polémicas sino a discusiones absurdas y estériles que lo
identificaban con posiciones superadas ideológica e intelectualmente. Ya en 1970
decía: “recuerdo que me decían, hacia 1960, mis amigos soviéticos: `paciencia,
quizá esto requiera tiempo, pero ya verá: el proceso es irreversible’; y a veces
tengo el sentimiento de que nada hay irreversible, salvo la degradación implacable
y continua del socialismo soviético”. Contra esa osificación combatió hasta su
muerte.
Bibliografía básica